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Sin embargo, el juicio de Azorín llama la atención sobre una curiosa deficiencia
en la actitud del siglo XVII hacia el Quijote. Con algunas excepciones, como el
licenciado Márquez Torres, aprobador de la Segunda parte del Quijote, el siglo
se muestra extrañamente reacio a otorgar a un autor tan estimado el rango
clásico que lógicamente parece corresponderle y que, en España, les fue
conferido a Garcilaso, Góngora, Lope de Vega, Alemán, Fernando de Rojas,
Quevedo y Calderón. A falta de tal promoción, la obra de Cervantes nunca
consigue la atención ponderada que se presta a estos otros autores. A este
respecto, es relevante comparar la fortuna del Quijote con la de Guzmán de
Alfarache y La Celestina, dos obras que, como aquel, pertenecen a un género
bajo y risible y son excéntricas en relación con los cánones de la poética clásica.
Los factores que llevan a los traductores extranjeros de La Celestina y Guzmán,
y a Gracián, en sus fervorosos elogios a ambas obras en su Agudeza y arte de
ingenio, a elevarlas al nivel del Parnaso son la gravedad ejemplar y sentenciosa,
de origen libresco, que manifiestan. Cualidades que para Gracián tienen el
realce privilegiado de la agudeza. Aunque el Quijote no esté exento, ni mucho
menos, de tales propiedades, Cervantes, en el Prólogo a la Primera parte, casi
hace alarde de renegar de las mismas y, en el cuerpo de la obra, tiende a
ocultarlas bajo un velo de amena jovialidad. Así que, a ojos de sus
contemporáneos, el Quijote no pone en primer término las cualidades más
indicadas para redimirle de cierto aire de alegre intrascendencia, y ello a pesar
del general reconocimiento de que Cervantes, «ese ejecutor acérrimo de la
expulsión de andantes aventuras» (Tirso de Molina), se propuso un fin
provechoso y lo logró con éxito fulminante. A esto se deberá sin duda el que
Gracián no mencione nunca el nombre de Cervantes y el que aluda a él de
forma tan despectiva en El Criticón, en el episodio de la Aduana de las Edades,
destinado a calificar la lectura apropiada para la madurez varonil (El Criticón, II,
crisis primera). Por otra parte, algunas de las cualidades más destacadas del
Quijote —la famosa urbanidad de Cervantes, el naturalismo de su
caracterización, su brillante sátira contra la afectación literaria y los estereotipos
y convenciones novelescos— no coincidían exactamente con los juicios de valor
preconcebidos vigentes en la época, al menos en España e Inglaterra. Buen
ejemplo al propósito es la versión del Quijote de Avellaneda. Aquí desaparece
todo el chispeante humor del estilo narrativo de Cervantes, incluso la ficción
acerca de Benengeli, los incansables juegos de palabras, la parodia de diversos
registros. Se esfuma el relieve dado a la textura de la vida cotidiana y a la
psicología correspondiente. Se eliminan el entorno pastoril o montañoso,
imbuido de alusiones literarias y las continuas interferencias entre lo cómico y la
evasión romántica. Lo más llamativo de estas modificaciones es el notable
empobrecimiento de las personalidades de amo y mozo; este, en manos de
Avellaneda, se vuelve el simple gárrulo, tosco, glotón y maloliente de la comedia
del siglo XVI, mientras que aquel apenas si sale del molde fijado por Cervantes
en los capítulos iniciales de su novela: el delirante y ensimismado imitador de
literatura caballeresca.
El Quijote goza de mayor prestigio en Francia. En el siglo del bon goût y del
academicismo literario, los mencionados méritos del Quijote cundieron como
ejemplo práctico, repercutiendo brillantemente en Le roman comique, de Paul
Scarron, y recibieron aprobación formal por parte del padre Rapin en sus
Réflexions sur la poétique d’Aristote (1674). Merecen mención especial los
elogios de su contemporáneo Saint-Evremond, que considera el Quijote como el
libro más capacitado para enseñarnos a formar «un bon goût sur toutes
choses»; partidario de los Modernos, en la querella de los Antiguos y los
Modernos, equipara el Quijote con la Aminta de Tasso y los Essais de Montaigne,
que pueden rivalizar con cualquier producción de la Antigüedad. Con estos
juicios, pisamos ya los umbrales del siglo XVIII.
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