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Don Quijote de la Mancha

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Para Ortega, el Quijote es un llamamiento a los españoles para que domeñen la


sensualidad anárquica inherente a su cultura y reivindiquen su herencia
teutónica: la meditación, en un sentido lato del término. En efecto, sin
mencionar a Unamuno, Ortega contrasta el vitalismo irracional de aquel con su
propia filosofía de la razón vital. Para Ortega, la alucinación de don Quijote, que
toma por gigantes los prosaicos molinos de viento del campo de Montiel,
simboliza el eterno esfuerzo en el que se debate la cultura toda por dar claridad
y seguridad al hombre en el caos existencial en que se halla metido. El error
quijotesco, pues, es heroico y ejemplar. Pero no constituye en absoluto una
advocación de un racionalismo abstracto, aislado en su torre de marfil. Al
enfrentar el plano del mito, propio del género épico, con el plano de la tosca
realidad, vinculado con la comedia, Cervantes define la misión de la cultura en
el mundo moderno y el tema del género híbrido encargado de expresar su
Weltanschauung: la novela. Esa misión consiste en proclamar un nuevo valor,
distinto a las verdades absolutas o a las consabidas tradiciones milenarias: la
vida, radicada en el yo de cada ser humano. Tal es el sentido de la aventura del
retablo de maese Pedro. De la misma manera que don Quijote se halla imantado
por la ilusión teatral hasta el punto de creer verdaderos los sucesos
representados en el retablo, asimismo el lector se halla sutilmente sugestionado
por la ilusión novelesca, arrastrado hacia su interior, gracias al truco mediante el
cual Cervantes opone ilusión (el retablo y lo que representa) a realidad (el
cuarto del mesón y los espectadores allí reunidos). De esta manera, el lector
percibe que la alucinación de don Quijote simboliza el voluntarismo autocreador
en que consiste la existencia humana, obligada a alzar el vuelo del plano
cotidiano hacia un «más allá» de ideales subjetivos. Como veremos, las sucintas
páginas dedicadas a la aventura del retablo de maese Pedro son el punto de
arranque de dos corrientes de crítica literaria que surgen después de la guerra
civil española: el existencialismo y el perspectivismo.

Volvamos ahora al punto de partida cronológico de nuestra historia: el siglo XVII.


«El Quijote ni fue estimado ni comprendido por los contemporáneos de
Cervantes», falla tajantemente Azorín en uno de sus ensayos. Este juicio,
aunque esencialmente falso, encierra una verdad a medias. Es falso porque
pasa por alto la gran popularidad de que disfrutó el Quijote en la España del
siglo XVII, época en que era casi tan familiar como el Romancero para el hombre
de la calle. Un ejemplo curioso de esta familiaridad nos lo ofrece la conversión
de la lamentación de Sancho por la pérdida del rucio en tópico consagrado que
se saca a colación cuando a algún personaje de comedia le sobreviene una
desgracia semejante1. Ahora bien, lo que contribuyó sin duda a la consagración
del tópico, aparte de los méritos del pasaje, tan acorde con el regocijo, típico en
aquella época, ante cualquier confusión de lo asnal con lo humano, son las
asociaciones más o menos proverbiales que lo envuelven todo: el famoso olvido
de Cervantes con respecto a la pérdida y hallazgo del rucio; el tema de la
amistad de este con su amo, con antecedentes en el refranero; la encarnación
de Sancho y su asno en figuras carnavalescas que desfilaban por las calles en
fiestas públicas, como las organizadas en honor de la Inmaculada Concepción en
Utrera y Baeza en 1618.

El mencionado juicio de Azorín es inexacto por dos razones más. En primer


lugar, resta valor a los enfáticos tributos que a los méritos de Cervantes —
invención, ingenio, gracia, elegancia, decoro, discreción— rinden jueces tan
calificados como Valdivielso, Salas Barbadillo, Tirso de Molina, Quevedo, Tamayo
de Vargas, Márquez Torres y Nicolás Antonio. El juicio de este último es
significativo. Para un siglo que estimaba tan altamente el ingenio, no debe
considerarse menudo elogio lo siguiente, proferido por su principal bibliógrafo:
«ingenii praestantia et amoenitate, unum aut alterum habuit parem, superiorem
neminem» (‘por la excelencia y amenidad de su ingenio, tuvo algún que otro
igual, pero ninguno superior’). En segundo lugar, Azorín exige anacrónicamente
que los hombres del siglo XVII, al enjuiciar el Quijote, compartiesen el criterio de
profundidad propio de la generación del 98. Todos, sin excepción, incluso tan
perspicaz y entusiasta admirador de Cervantes como el francés Saint-Evremond,
vieron en la novela simplemente una obra de entretenimiento genial, de
naturaleza risible y propósito satírico. Como justificación de esta «miopía»
masiva, conviene añadir que los numerosos juicios que el propio Cervantes
emite sobre su obra no disienten esencialmente de la opinión común; el más
elocuente de estos juicios, por ser sin duda el que Cervantes querría que tuviese
valor de epitafio literario, es la entusiasta salutación proferida por el estudiante
a quien Cervantes y su pequeña comitiva encontraron en el camino de Esquivias
a Madrid: «¡Sí, sí; este es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y,
finalmente, el regocijo de las Musas!» (Persiles y Sigismunda, Pról.). Salutación
repetida con variantes en múltiples ocasiones en la Segunda parte del Quijote,
donde Cervantes recoge fielmente las reacciones de lectores contemporáneos
ante su libro, diferenciándolas según sus especies: juvenil, madura, sofisticada,
plebeya, regocijada, despectiva…

Sin embargo, el juicio de Azorín llama la atención sobre una curiosa deficiencia
en la actitud del siglo XVII hacia el Quijote. Con algunas excepciones, como el
licenciado Márquez Torres, aprobador de la Segunda parte del Quijote, el siglo
se muestra extrañamente reacio a otorgar a un autor tan estimado el rango
clásico que lógicamente parece corresponderle y que, en España, les fue
conferido a Garcilaso, Góngora, Lope de Vega, Alemán, Fernando de Rojas,
Quevedo y Calderón. A falta de tal promoción, la obra de Cervantes nunca
consigue la atención ponderada que se presta a estos otros autores. A este
respecto, es relevante comparar la fortuna del Quijote con la de Guzmán de
Alfarache y La Celestina, dos obras que, como aquel, pertenecen a un género
bajo y risible y son excéntricas en relación con los cánones de la poética clásica.
Los factores que llevan a los traductores extranjeros de La Celestina y Guzmán,
y a Gracián, en sus fervorosos elogios a ambas obras en su Agudeza y arte de
ingenio, a elevarlas al nivel del Parnaso son la gravedad ejemplar y sentenciosa,
de origen libresco, que manifiestan. Cualidades que para Gracián tienen el
realce privilegiado de la agudeza. Aunque el Quijote no esté exento, ni mucho
menos, de tales propiedades, Cervantes, en el Prólogo a la Primera parte, casi
hace alarde de renegar de las mismas y, en el cuerpo de la obra, tiende a
ocultarlas bajo un velo de amena jovialidad. Así que, a ojos de sus
contemporáneos, el Quijote no pone en primer término las cualidades más
indicadas para redimirle de cierto aire de alegre intrascendencia, y ello a pesar
del general reconocimiento de que Cervantes, «ese ejecutor acérrimo de la
expulsión de andantes aventuras» (Tirso de Molina), se propuso un fin
provechoso y lo logró con éxito fulminante. A esto se deberá sin duda el que
Gracián no mencione nunca el nombre de Cervantes y el que aluda a él de
forma tan despectiva en El Criticón, en el episodio de la Aduana de las Edades,
destinado a calificar la lectura apropiada para la madurez varonil (El Criticón, II,
crisis primera). Por otra parte, algunas de las cualidades más destacadas del
Quijote —la famosa urbanidad de Cervantes, el naturalismo de su
caracterización, su brillante sátira contra la afectación literaria y los estereotipos
y convenciones novelescos— no coincidían exactamente con los juicios de valor
preconcebidos vigentes en la época, al menos en España e Inglaterra. Buen
ejemplo al propósito es la versión del Quijote de Avellaneda. Aquí desaparece
todo el chispeante humor del estilo narrativo de Cervantes, incluso la ficción
acerca de Benengeli, los incansables juegos de palabras, la parodia de diversos
registros. Se esfuma el relieve dado a la textura de la vida cotidiana y a la
psicología correspondiente. Se eliminan el entorno pastoril o montañoso,
imbuido de alusiones literarias y las continuas interferencias entre lo cómico y la
evasión romántica. Lo más llamativo de estas modificaciones es el notable
empobrecimiento de las personalidades de amo y mozo; este, en manos de
Avellaneda, se vuelve el simple gárrulo, tosco, glotón y maloliente de la comedia
del siglo XVI, mientras que aquel apenas si sale del molde fijado por Cervantes
en los capítulos iniciales de su novela: el delirante y ensimismado imitador de
literatura caballeresca.

El Quijote goza de mayor prestigio en Francia. En el siglo del bon goût y del
academicismo literario, los mencionados méritos del Quijote cundieron como
ejemplo práctico, repercutiendo brillantemente en Le roman comique, de Paul
Scarron, y recibieron aprobación formal por parte del padre Rapin en sus
Réflexions sur la poétique d’Aristote (1674). Merecen mención especial los
elogios de su contemporáneo Saint-Evremond, que considera el Quijote como el
libro más capacitado para enseñarnos a formar «un bon goût sur toutes
choses»; partidario de los Modernos, en la querella de los Antiguos y los
Modernos, equipara el Quijote con la Aminta de Tasso y los Essais de Montaigne,
que pueden rivalizar con cualquier producción de la Antigüedad. Con estos
juicios, pisamos ya los umbrales del siglo XVIII.

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