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¿Una
desesperada petición de ayuda… o
una trampa?
En el segundo libro de la
sensacional serie de los Corazones
Negros, a Reiner y su variopinta
partida de condenados se les
encomienda una nueva misión. Se
han interrumpido todas las
comunicaciones con un importante
fuerte fronterizo imperial, y los
envían a averiguar qué sucede. ¿Se
ha convertido el comandante en un
desertor o hay fuerzas más
siniestras en acción?
Los memorables bribones de El
Azote de Valnir vuelven con otro
relato de valentía, traición y
quebrantamiento de todas las
reglas.
Nathan Long
La lanza rota
Warhammer. Corazones Negros
2
ePub r1.0
epublector 03.04.14
Título original: The Broken Lance
Nathan Long, 2005
Traducción: Diana Falcón, 2006
***
Reiner gimió.
—Tres.
—¡Tres!
—Reiner.
***
***
—¿Y si lo ha hecho?
Manfred suspiró.
***
Franka se sonrojó.
—Giano vendió armas a los kossars.
Abel vaciló.
—Soy culpable.
Reiner parpadeó.
Rohmner no respondió.
El muchacho lo miró.
—¿Que vos…?
Reiner suspiró.
—Eso no es excusa.
Reiner maldijo.
***
—Reiner.
—¿Sí?
Ella suspiró.
—Ya sabes que no soy de los que
abogan por el asesinato a sangre fría…,
pero ese muchacho es peligroso.
—Sí.
Franka suspiró.
—Sí.
—Bésame.
***
O bien:
Reiner suspiró.
—Pero aunque cumplí con mi parte —
Reiner tosió—, y modestamente puedo
decir que hice más de lo que me tocaba,
continuaron sin ascenderme.
—¿Por qué?
Bohm sonrió.
Reiner saludó.
***
En la vanguardia de la formación,
Reiner se reunió con Matthais, Karel y
los demás suboficiales.
***
Matthais sonrió.
—Consecuentemente, se ha ganado la
imperecedera lealtad de sus hombres,
porque su brillante inteligencia hace que
las bajas sean mínimas. Nadie muere
innecesariamente en las batallas del
general Gutzmann, y los hombres lo
adoran por eso. Además, comparte
magnánimamente el botín. Sus hombres
están mejor pagados y cuidados que
cualesquiera otros del Imperio.
—¿Juegos?
Cuatro días más tarde, cuando por fin
llegaron al paso del fuerte, Reiner supo
a qué se refería Matthais al hablar de
juegos.
4: Siempre es el
general
4
Siempre es el general
***
Reiner tosió.
Reiner asintió.
Reiner tosió.
Reiner suspiró.
—¿Qué?
Franka bufó.
—¿Qué sucede?
—Sí, capitán.
—Y dame un beso.
—No, capitán.
***
—¡Sí, señor!
—Estimulante, ¿verdad?
—Sí.
—Bien, vayamos a ver si está a la altura
de las exigencias.
—Apenas.
—Sí, cabo.
Gran sonrió.
—Bueno, pues le habéis echado una
buena reprimenda. ¡Seréis un buen cabo
de revista, con esa lengua! ¡A fe mía que
sí!
***
Conformaban un espectáculo
impresionante: veinte hombres altos y
severos armados con espadón y vestidos
de negro, con camisas blancas como la
nieve que se veían por debajo de los
puños y a través de las cuchilladas de
los justillos. Llevaban petos negros con
incrustaciones de plata y todo el equipo
a juego, hasta los pomos de los
espadones y las hebillas de los zapatos.
Todos tenían el cometa gemelo cosido
en el hombro derecho del justillo, y el
martillo de plata que pendía de una
cadena en torno al cuello de los hombres
era más pequeño que el que llevaba
Shaeder. El capitán era una cabeza más
bajo que el resto pero de constitución
igualmente fuerte, con una magnífica
barba blanca de corte cuadrado y ojos
tan azules y fríos como un cielo
invernal.
***
***
—Sí.
—Lo recuerdo.
—Ya lo veréis.
***
La mina se encontraba a sólo unos pocos
centenares de metros de distancia, por
un sendero bien transitado que se
desviaba hacia el oeste desde el paso.
La entrada estaba guardada por
fortificaciones que eran una miniatura de
las que había en el fuerte: una ancha
muralla almenada que cerraba el cañón
de lado a lado, con dos torres que
guardaban una profunda puerta con
rastrillo.
—¿Éste se ha agotado?
Matthais bufó.
—Ya veo.
***
Reiner sonrió.
Oppenhauer rió.
***
***
El lazo de Manfred
Pavel suspiró.
—No existen los hombres rata,
muchacho.
Pavel asintió.
Giano sonrió.
Reiner parpadeó.
Reiner asintió.
Reiner asintió.
Reiner suspiró.
***
Se compuso el justillo.
—Bueno —dijo—. ¿Conversamos?
Reiner tragó.
Reiner rió.
Franka ronroneó.
—¿De verdad?
—¡Reiner, ayúdame!
—Lo intento…
Los dos a los que Reiner había
derribado lo atacaron de nuevo, y se les
unió un tercero, todos armados con
dagas que parecían colmillos curvos. Él
bloqueaba y paraba tajos con
desesperación. Eran tan rápidos que
apenas podía ver sus movimientos. Y el
olor que despedían era en sí una
agresión.
—¡Franka!
Reiner lo siguió.
—Capitán…
—Eh… capitán…
—Lo sé, Hals. Lo sé —lo interrumpió
Reiner, mientras pensaba con
desesperación—. Ya sé lo que parecía,
pero te aseguro que nada podría estar
más lejos de la realidad. Verás,
nosotros… eh… queríamos hacerle una
jugarreta a Karel. El pobre muchacho.
No creo que haya estado nunca con una
mujer, así que Franz y yo pensamos que
sería una buena broma incordiarlo un
poco. Verás, Franz se vestiría de mujer
y… y le haría proposiciones y luego,
cuando Karel se pusiera caliente y
nervioso, Franz se quitaría la peluca y
veríamos qué tonalidades de rojo
aparecían en la cara de Karel.
Divertido, ¿verdad?
—Sí —respondió Hals con tono seco—.
¿Y tú también tenías intención de
disfrazarte?
—¿Desaparecido?
—Sí, señor.
—¿Ahora crees?
Se produjo un silencio.
—¿Qué dices?
***
Giano sonrió.
Reiner tragó.
Reiner bufó.
—Herramientas de minería.
—Luz —dijo.
—¡Hombres rata!
A menos que…
Reiner gimió.
***
—¡Atrás, monstruos!
Reiner maldijo.
—¡Ya lo sé!
—¿Esto engaño?
—Franka, yo…
Reiner rió.
—¿Franz?
—Franz.
Ella no reaccionó.
—¡Franz!
Reiner tragó.
—No hace falta explicar nada. Pero
vienen hacia aquí.
Franka gimió.
—¿Así que conocen mi secreto?
—¿Tileano?
—¡Mañana!
Hals escupió.
Gert rió.
—Eh… capitán.
Reiner gruñó.
—Como queráis.
***
***
Gutzmann bufó.
—Sabed, mi señor…
—¿General?
—Traed aquí al comandante Shaeder.
Tiene que oír esto.
Frunció el entrecejo.
Reiner intervino.
Gutzmann asintió.
Gert bufó.
Reiner bufó.
Reiner suspiró.
—¡Capitán, yo os vi!
—¡Franka! ¡Basta!
Franka se rió.
Dag rió.
—Sí.
Reiner suspiró.
Franka se estremeció.
Karel se atragantó.
—¿El conde Manfred le permite luchar?
Reiner sonrió.
***
¿Qué…?
Reiner maldijo.
—¡Espadones de Shaeder!
—¡Franka!
—Franka. Basta.
—Bien.
—Funcionó, ¿verdad?
Jergen asintió.
Los Corazones Negros descendieron un
tramo de escalera, y cuando Reiner bajó
la mano comenzaron a marchar escalera
arriba golpeando los escalones con los
tacones de las botas.
—¡Ahora, Jergen!
Reiner suspiró.
Reiner saludó.
Ellos lo sabían
—¿Olvidas al espía?
—¿Y si no lo es?
Karel asintió.
—Nosotros…
Gutzmann sonrió.
Gutzmann parpadeó.
—¿Muchacha?
—Mirad.
—¡Rápido, maldito!
El hombre asintió.
—Al fondo.
Reiner suspiró.
Reiner asintió.
El soldado asintió.
Reiner asintió.
—Bien. ¿Giano?
—Sí.
—Pero…
***
—¿Lo pillaste?.
—No.
—Sí.
—¿Cómo?
—No puedes.
—Te necesitamos —dijo Reiner. Ahora
ya comenzaba a distinguir las caras de
los hombres rata que avanzaban hacia
ellos. Eran treinta o más, todos
guerreros.
—Todo listo.
—Cortar cuerda.
Reiner intentó pensar en algo solemne
que decir, pero Jergen no vaciló. Cortó
la gruesa amarra de un solo tajo y el
carro comenzó a rodar por los
empinados raíles. Giano extendió los
brazos y abrió la boca. Al principio,
Reiner pensó que gritaba, pero el grito
se transformó en palabras y Reiner se
dio cuenta de que estaba cantando
alguna loca canción tileana.
—Sí, pero…
Karel entró corriendo desde el vestíbulo
y los saludó.
***
Gutzmann sonrió.
—Éste y otros. Los bandidos… van
adonde les place. Pero no… vale la
pena defenderlo. Ningún ejército
podría… recorrerlo.
***
El general no respondió.
—¿Señor?
—General.
Pavel asintió.
¡Traicionar a un traidor!
Gert maldijo.
—Ha comenzado.
Dag sonrió.
—Sí.
—Matarán al muchacho.
***
Reiner asintió.
***
—¿Qué?
Reiner le sonrió.
Halmer asintió.
—Hablad.
Armas al hombro
—Y yo —añadió Gert.
Reiner se sonrojó.
—Se abre.
***
Reiner maldijo.
No le hicieron caso.
El rastrillo no se movió.
Matthais volvió a tocar la corneta, y
luego agitó un puño hacia las murallas
de la torre.
—¡Hetzau!
—Señor…
—Es mi deber.
***
Reiner saludó.
—Preparados, coronel.
Nuemark se volvió.
—Cuidado, capitán.
—Adentro. Rápido.
—Capitán.
—¿Sí, Rohmner?
—¿Puede luchar?
—¿Listos, muchachos?
***
***
La puerta de lo alto de la escalera
estaba abierta y no había ningún guardia.
Desde el exterior llegaban detonaciones
de armas de fuego y murmullo de voces,
pero el vestíbulo estaba desierto. Reiner
alzó una mano y luego avanzó con sigilo.
La puerta del comedor estaba abierta, y
echó un vistazo al interior. La sala
estaba abarrotada de piqueros que
miraban sombríamente hacia la entrada
principal.
—De verdad.
Grau maldijo.
—No, pero…
Reiner sonrió.
—Excelente. Pavel, unta el morral con
un poco de grasa. Hals, echa el aceite en
la olla.
Hals sonrió.
—Sí, capitán.
—¿Preparada?
—Preparada.
—Abajo.
Reiner saludó.
—¿Quién…?
—Pero capitán…
—¡Por Gutzmann!
—¡Por el Imperio!
—Sí, capitán.
—¿Eh?
—¡Ahora!
Franka se atragantó.
—¡Están comiéndose a Matthais!
20: Actos heroicos
20
Actos heroicos
—Bien.
Reiner bufó.
Reiner asintió.
Reiner bufó.
***
—¿Capitán?
Reiner suspiró.
***
Caspar sonrió.
Por la libertad
Pavel rió.
—La tienes grande. Podrías haber
dejado una parte sin problemas.
Franka se estremeció.
Maldijo.
***
Franka lo miró.
—¿No sientes ningún orgullo por lo que
has hecho? Si no hubieras puesto a
Gutzmann sobre el caballo y engañado a
todos los hombres para que lo siguieran,
el día habría acabado en derrota. Los
hombres rata estarían en posesión del
fuerte, y todos habrían muerto. Tú…
Franka sonrió.
—Por la libertad.
Reiner bufó.