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“Espero que nunca le pongan mi nombre a una

calle” 
Julio Cortazar entrevistado por Martín Caparrós 

Sucede una cosa muy curiosa: en el par de días que llevo aquí ya varias personas me
preguntaron qué siento con este regreso y cómo encuentro la Argentina. Y yo veo que lo
hacen un poco como si recién al desembarcar aquí yo me enterase de lo que ha pasado,
y no es así. Muchos de los que hemos vivido tantos años en condición de exiliados hemos
seguido muy de cerca la situación argentina, y en algunos planos críticos hemos tenido
una información mucho mejor que la que podía tener aquí el argentino medio, totalmente
cercado por la censura. Anoche un amigo se quedó muy asombrado cuando se enteró de
que yo había escrito en Francia y difundido en España y América Latina, a través de la
agencia EFE y el diario El País, una cantidad de artículos donde le pegaba con las dos
manos a la Junta. No tenía la menor idea, porque claro, aquí no salió nada. Entonces,
cuando me preguntan cómo veo las cosas aquí, digo que la única diferencia es que ahora
estoy materialmente en Buenos Aires, pero en estos diez años de ausencia he estado
todo el tiempo aquí, aprovechando una información lo más completa posible, ya sea
periodística o clandestina. 

–En función de esa información: ¿qué opinás sobre el proceso que se está abriendo en el
país? 
–Tengo la impresión de que al pueblo argentino se le ofrece una oportunidad única,
después de las elecciones, de iniciar un camino de ascenso, de salir del pozo. No sólo es
una oportunidad única, sino que voy a decir algo que no me gusta decir pero no tengo otro
remedio: creo que es la última oportunidad que tenemos, y que si la perdemos –dado el
estado de quiebra tanto económica como ética en que ha caído el país–, los resultados
pueden ser catastróficos. Los civiles tienen su destino en sus manos. ¿Qué significa eso?
Significa por ejemplo que el trabajo del gobierno se cumpla, no en un clima de unión total
porque eso es inconcebible, pero que las oposiciones sean constructivas. Que sean
oposiciones críticas –todo poder necesita críticas, porque si no cae poco a poco en el
cesarismo–, pero críticas desde adentro, constructivas. Un poco como sucede en la lucha
revolucionaria, donde una cosa es criticar lo que pasa en Cuba o Nicaragua –como yo
hago todo el tiempo, pero desde adentro, siendo solidario– y otra muy distinta hacerlo
desde afuera para destruirla. 

–Hablás de trabajar y criticar desde adentro, o sea desde la democracia. ¿En qué medida
te parece viable el camino democrático, considerando que tus opciones políticas han ido
por vías más revolucionarias? 

–Cuidado con eso, porque en primer lugar me parece que la noción de revolución no es

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en absoluto exportable. Yo pienso que las ideas revolucionarias se van abriendo camino,
pero que cada país tiene su estructura propia y puede llegar a la revolución por caminos
totalmente insospechados, pasando por ejemplo por etapas democráticas de progresivo
avance socialista. No porque yo apoye a la revolución nicaragüense voy a pensar que
aquí habría que seguir ese modelo, sería demencial. Nada asemeja a ese pequeño país
tropical con este gran país de corte europeo. Desde luego, mi último ideal es la
revolución, un cambio total de las estructuras, porque sé muy bien que las llamadas
democracias de América Latina son democracias burguesas, en las que las
desigualdades sociales siguen existiendo y el control sigue estando en manos de la
oligarquía, del poder económico, como el caso de México. El capitalismo hace el juego de
la democracia y es un juego útil para nosotros, porque comparar las juntas militares de la
Argentina con la democracia es pasar del infierno al paraíso, pero bueno, como yo
siempre sospeché que el paraíso está lleno de defectos, también pienso que la
democracia tal como la sentimos aquí no puede quedarse en ella misma, sino que tiene
que ser una puerta que se va abriendo a una evolución más amplia, evolución que pueda
eventualmente llevar a una revolución 

En 1973. –Durante mucho tiempo viviste en París por propia elección. ¿En algún
momento tu emigración se convirtió en exilio? 

–Es una buena pregunta, porque me permite aclarar algunos malentendidos. Hace más o
menos 15 años, antes de que se iniciara la escalada del terror, en la Argentina me
calificaban como exiliado, cosa que no me gustaba nada y que aclaré en algún texto,
porque el exilio es algo compulsivo. El exiliado es el hombre que se va porque si no se va
lo matan. No es mi caso: yo me fui y viví en París porque me dio la santa gana. Yo era un
emigrado, un emigrado muy especial porque volvía a menudo, porque no tenía ningún
motivo para no venir –muy al contrario– y entre el 51 y el 73 vine cada dos años, más o
menos, y me quedaba dos o tres meses, según mi trabajo. En esa época todavía no me
ganaba la vida como escritor. Yo vine por penúltima vez a la Argentina en el 73, y asistí al
triunfo electoral de Cámpora y sentí una gran esperanza porque lo que podríamos llamar
el ala izquierda del peronismo tenía gente muy valiosa, con planes y ganas de hacer
cosas. Hablamos bastante, me quedé más de dos meses. A tal punto que pensé que ahí
había una posibilidad, como la que tenemos ahora. Y entonces prometí volver ese mismo
año, en septiembre, para colaborar más directamente en tareas culturales. 

–¿Pensabas quedarte definitivamente? 

–No, porque la palabra definitivo es una de las que no me gustan nada. Y no hay que
olvidarse que 32 años de vida en Francia te dan una pertenencia a otro país, que a mí no
me parece conflictiva ni disyuntiva ni nada. Yo soy argentino y al mismo tiempo me siento
muy francés. En el plano de la cultura tengo muchas raíces, muchos contactos con
Francia. Treinta y dos años de vivir junto a un pueblo en muy buena relación te crean un
gran amor. De manera que la idea de volver definitivamente a la Argentina no se me
ocurrió nunca, ni se me ocurre, ni se me va a ocurrir, eso ya lo sé. 

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–Estábamos con lo que pasó en el año 73... 

–Sí, yo me fui con la intención de volver en septiembre, pero quien volvió no fui yo sino
Perón, y detrás de Perón vinieron López Rega y la Triple A. Y yo recibí formalmente en
París la condena a muerte: cartas que me desafiaban a venir a Buenos Aires y me
trataban de hijo de puta para arriba y para abajo, cualquier cosa. Yo tengo creada una
buena fama de loco pero no de zonzo, y entonces venir para que me liquidaran
inmediatamente –cosa que estoy convencido de que hubiera sucedido– me pareció tonto,
absurdo desde todo punto de vista, personal y político. Entonces, en ese momento, sentí
por primera vez en mi vida que me convertía en un exiliado. 

–¿Y qué cambió? 

–Fue sobre todo, como es lógico, un cambio en el plano de los sentimientos. Porque una
cosa es vivir en un país sabiendo que el día que te dé la gana te tomás un avión y te vas
a tu otro país, a tu país de origen. Eso es algo muy hermoso y agradable. Y otra es
cuando de golpe sabés que en un plazo imprevisible –que finalmente han sido diez años–
no podés volver. Eso te crea un sentimiento muy duro. 

–Como si algún personaje del Libro de Manuel se realizara en vos. 

–Sí, en algún sentido sí. Ahora la diferencia esencial es una idea que traté de lanzar, y
que creo que hizo su camino: una noción positiva del exilio. La defendí en Caracas, en
México, en Francia, diciendo que si caíamos en la nostalgia, si caíamos en el mate regado
con las lágrimas de la tristeza nos ibamos todos al quinto carajo. Porque la verdad es que
era muy deprimente encontrarme con exiliados que caían lentamente en un pozo de
nostalgia, de negatividad. Los pintores que dejaban de pintar, los escritores que dejaban
de escribir, la gente que simplemente se defendía para el puchero, para vivir; sentías que
habían hecho del exilio una negatividad. Y entonces yo fui incluso un poco cruel porque,
llevando la cosa al terreno de la paradoja, dije que eso era ser cómplice de la Junta.
Porque lo que la Junta esperaba de nosotros, los exiliados, era que nos hundiéramos en
la nada, porque formábamos parte de sus enemigos y podíamos enjabonarle el piso
informando a la opinión pública europea de lo que sucedía. 

–¿A partir del momento en que te consideraste exiliado aumentaste tu actividad política
sobre la Argentina? 

–Pienso que la aumenté por razones obvias, porque en ese momento empezó la escalada
de torturas, asesinados y desapariciones, sobre los cuales quizás estábamos mejor
informados allá que aquí. Esa cifra de 30.000 desaparecidos aquí se consideró una
mentira porque la Junta la presentaba como una calumnia. Y, según la Junta, éramos
nosotros, los exiliados, los que estábamos destruyendo la imagen del país en el mundo
con la complicidad de los enemigos de la Argentina, que no se sabía quiénes eran.
Éramos, como me calificó un señor, los jefes intelectuales de la subversión en el exilio. De

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modo que, por razones obvias, mi actividad se multiplicó en el plano de esa pequeña
tarea, que es la única que puedo cumplir, de sentarme en la máquina y difundir artículos
que precisaran lo que pasaba aquí. 

–Y en la otra vertiente posible, en el plano literario, ¿qué pasó? ¿Sentiste un cambio real
cuando la emigración se te convirtió en exilio? 

–No creo que para mí haya habido ningún cambio demasiado perceptible, salvo quizás el
hecho de que, ya exiliado, escribí unos cuantos cuentos –que naturalmente fueron
prohibidos aquí– cuyos temas eran la realidad de lo sucedido en la Argentina. 

–¿Por ejemplo? 

–Por ejemplo ese cuento que se llama “Segunda vez”, que evoca el tema de las
desapariciones, o “Apocalipsis en Solentiname”, donde hay una visión muy clara de la
forma en que están matando gente en la calle. Y así una serie que culmina con el último
cuento de Deshoras, “Pesadillas”. Trata de una chica que está en estado de coma y tiene
un hermano que milita en la Universidad y que lo atrapan. Y en el último momento,
cuando ella sale del coma y entra de nuevo en la vida, la policía o el ejército están
destrozando a golpes la casa donde está el hermano, matando a todo el mundo. Es un
cuento muy cruel, que me resultó muy difícil de escribir, pero que tocaba directamente la
situación. 

–Hablando de lejanías: muchas veces te han reprochado que escribís en un lenguaje


porteño que ya no lo es. 

–Ésa es una de las más grandes tonterías que se han podido decir. Eso nace de gente
resentida que busca ángulos de ataque y que encontró esa tontería, porque la acusación
consiste en decir que, como yo me fui hace 30 años, cuando escribo un cuento situado en
Buenos Aires con personajes que puedan usar términos de lunfardo, les hago hablar el
lunfardo que conocí en mi época y que no tengo ni idea del que se habla aquí y ahora. Lo
cual es absolutamente cierto: yo no puedo inventar algo que no estoy viviendo ni conozco.
Pero el lunfardo no es un idioma sino una excrecencia del idioma, que cambia, que
responde a las modas, y cada cinco o diez años es sustituido por otro nuevo. O sea que
utilizar un habla popular de un período anterior no cambia nada: el período actual es tan
efímero como el otro. Dentro de unos años, ciertas palabras, que ahora todo el mundo
usa, como chantapufi, van a desaparecer. 

–Bueno, chantapufi ya casi no se usa. 

–¿No se usa más? 

–No mucho. 

–Mirá vos. Ahí está la cosa, ¿no? 

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En Buenos Aires. Desde el balcón de la casa donde hablamos se ve el boato neoclásico
de la Recoleta, se intuyen los muertos ilustres. La mirada de Cortázar va más allá, hacia
el río, pasea por una ciudad que no logra sorprenderlo, aunque tal vez en su homenaje
haya cambiado su puro sempiterno por un atado de Particulares rojos sin filtro. Todavía
no es mediodía, el cielo es cielo y ya quedaron atrás un par de whiskies. 

–La presencia física en el propio lugar también te puede devolver algunas vivencias que el
tiempo haya desgastado. Pero en mi caso no me preocupa tanto, tal vez porque tengo
una gran memoria sensual, memoria de formas, colores, olores. Los amigos en París me
dijeron que ahora, después de diez años, me iba a encontrar con un Buenos Aires
totalmente distinto; que han levantado esto, que hay edificios nuevos, autopistas. Y
cuando vine de Ezeiza al centro venía mirando qué me iba a encontrar. Pero fue el
Buenos Aires de siempre: si en el horizonte asoma un gran edificio, ¿y qué? Queda
totalmente neutralizado por la imagen general de la ciudad. Además está el olor. Cada
ciudad tiene su olor. Buenos Aires tiene para mí un olor que no se puede definir, muy
distinto del de Madrid o París, y es el olor de mi juventud, de mis vagancias adolescentes. 

–¿Con qué tiene que ver ese olor? 

–No sé si es la calidad del aire o es un resumen de la cocina, porque la cocina influye


mucho. Aquí es muy internacional, muy variada, con predominio español e italiano, no
sé... Madrid es olor a frito, a sardina, a aceite de oliva frito. Y París es un olor de
panadería y de sopa de puerros, que es la sopa del pobre; la ropa de los obreros en el
Metro huele a sopa de puerro. Y Buenos Aires quizás era el asadito en la obra, ese olor
de la carne en el fuego, pero no sólo eso... En fin, el punto es que este Buenos Aires es
mi Buenos Aires, me han bastado dos días para recuperar rutinas, bajar a tomar mi
desayuno, leer los diarios, tomar taxis y hablar con los taxistas. En ese plano no ha
cambiado nada. 

–¿Te emociona que un taxista te reconozca después de tantos años? 

–Sí, ayer mismo pasé en un taxi frente a la embajada americana y el muchacho que
manejaba empezó a hablar de una manifestación a favor de Nicaragua. Y a mí me llamó
la atención que hablara de eso, porque es un tema sobre el que hay muchos
malentendidos aquí. Él, con la viveza porteña, se había dado cuenta de quién era yo en
cuanto subí al taxi, pero no me lo dijo hasta la mitad del viaje, cuando ya había un diálogo,
y estaba muy contento de llevarme y no me quiso cobrar. 

–¿Te gustan esas situaciones? 

–Me conmueven profundamente. Es el sentido de no haber vivido totalmente en vano, de


haberle dado a ese muchacho en lo que haya podido leer de mí – ponele un libro o dos–
suficientes elementos como para que luego me reconozca y, además, me quiera. Y es
terrible, porque es una sensación de responsabilidad que se va multiplicando. Además,
por un misterio que no alcanzo a explicarme –los críticos tal vez lo hagan–, los jóvenes

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son mis mejores lectores, en toda América Latina y ahora en Francia y España. Son
siempre los jóvenes, lo cual no significa que no haya gente adulta que me lea o me
estime; no, no es eso. Pero con los jóvenes tengo un contacto increíble, porque yo soy un
viejo y jamás escribo con la perspectiva de la juventud, no hago un trabajo de tipo
demagógico. Cuando escribí Rayuela yo era un ser totalmente anónimo, nadie me
conocía o muy poco. Y lo escribí pensando como un hombre de 40 años que escribía para
gente de 40 años, y resultó que esa gente no entendió gran cosa del libro. Las primera
críticas –porque eran ellos los que tenían la manija en los diarios– fueron terriblemente
negativas. Fijate que la primera crítica de Rayuela que leí empezaba con la frase
siguiente: “Si la imitación y el plagio son virtudes, Julio Cortázar es un gran escritor”. 

–¿A quién te acusaban de plagiar? 

–A Joyce, por ejemplo, lo cual es una estupidez infinita. Pero te da una idea del
mecanismo de resentimiento e ignorancia que funcionaba. En cambio los jóvenes, que no
se planteaban este tipo de problemas, tuvieron un contacto directo con Rayuela, que
sigue siendo un libro clave para ellos. De todo lo que he hecho, Rayuela es el libro mágico
para ellos, en toda América Latina. 

–¿Y para vos? 

–Para mí también, para mí también. Es el libro que yo me llevaría a la isla desierta. 

En la autopista. Los autonautas de la cosmopista es el libro de Julio Cortáza r que sale en


estos días en Buenos Aires. Durante 33 días, Cortázar y su mujer, la periodista franco-
canadiense Carol Dunlop, recorrieron minuciosamente y sin dejarla ni un momento la
autopista París-Marsella. Ochocientos kilómetros en una Kombi preparada para camping.
La apuesta era contar, en un libro a cuatro manos, la trama de este viaje a contrapelo de
los viajes, una expedición a lo cerrado. El viaje terminó en junio del 82. Poco después, en
Nicaragua, ella empezó a sufrir los síntomas de su enfermedad. Carol Dunlop murió el 2
de noviembre pasado. El libro, sin más modificación que un epílogo, quedó transformado
en elegía, testimonio de vida ante la muerte. 

–Para mí es un libro... yo lo veo como un libro de amor. Quise profundamente a Carol y


fuimos... creo que en el libro se nota que fuimos muy felices durante muchos años, pero la
culminación fue ese viaje. Fueron 33 días en que estuvimos solos en una autopista, en
esa paradoja de haber decidido explorar ese lugar archiconocido pero mirándolo desde
otro ángulo; una vez más, en mi caso, ir en contra de las ideas recibidas. Una autopista es
una cosa funcional para ir de tal lugar a tal lugar, y nadie, o casi nadie se plantea otro tipo
de problema. Una cosa es hacer el viaje en diez horas y otra en 33 días, ir explorando
lentamente el otro lado de la alfombra. Entonces este libro tiene una serie de segundas o
terceras lecturas posibles, pero es sobre todo un libro de amor... Y bueno... yo la perdí a
Carol muy poco tiempo después de terminar el libro. Lo tuve que terminar solo; no los
textos, que ya estaban, sino el montaje, porque todos los papeles quedaron revueltos. De

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modo que es un libro que a mí me toca muy hondamente. Ahora, ya tomando distancias
me pregunto cuál va a ser la reacción del lector no sólo argentino sino latinoamericano,
porque claro, el libro transcurre en un medio muy francés, autopista francesa, todos los
nombres son franceses. 

–Los autonautas... es otro libro de ese género extraño que practicás, mezcla de memoria
y ficción, en la línea de La vuelta al día en 80 mundos o Último round… 

–Son los que yo llamaba los “libros-almanaques”, porque vienen de la fascinación que yo
tenía de chico por los almanaques. Como el Almanaque del Mensajero, que mi madre
compraba; no sé si todavía se publica, era sobre todo para los provincianos. Era una
maravilla para un niño, tenía calendarios, las fases de la Luna, las mareas, recetas de
cocina, consejos de jardinería, medicina del hogar, cuentitos, poemas, y todo en un
libraco así, de 300 páginas. Entonces, cuando hice La vuelta... y Último round, que eran
materiales muy heteróclitos, los llamé los libros-almanaques. Y en alguna medida éste
también lo es, porque son dos autores y cada uno toma el tema que le interesa en el
momento, pero muy centrado en el viaje y en la autopista. 

–Cambiando de libros: ¿cómo ves la literatura argentina actual? ¿Seguís en contacto con
ella? 

–Sí, en ese sentido tengo una posibilidad de privilegio, porque buena parte de los
escritores no sólo argentinos sino latinoamericanos, y especialmente los jóvenes, me
mandan sus libros. Sin hablar de los manuscritos porque, con su gran ingenuidad, los
jóvenes piensan que yo tengo tiempo para leer sus manuscritos y además sentarme a la
máquina y darles una opinión. Hay una cosa muy terrible, que crea un mecanismo de
responsabilidad: son las novelas del exilio, de mucha gente que ha pasado por la cárcel y
la tortura y se descargan en una novela, sin ser escritores, o siendo escritores noveles, y
en general escriben novelas que literariamente son muy flojas y que ningún editor va a
publicar. Tienen un valor de testimonio, pero son inevitablemente repetitivas, porque la
tortura es la misma, la prisión es la misma. Cambian las modalidades según la óptica y las
circunstancias, pero una vez que un editor ha publicado dos novelas sobre torturas y
prisiones no puede seguir, porque los lectores ya no las compran. Entonces hay mucha
gente que se siente frustrada. 

–¿Y volviendo a lo editado? 

–Sí. No es muy lindo hacerlo, pero por razones metódicas dividamos el campo en la
literatura que se ha hecho aquí y la que se ha hecho en el exilio. 

–Esa decisión ha creado grandes discusiones, enfrentamientos. 

–A mí no me crea ningún problema, pero sí sé que preocupa a mucha gente. Yo creo que
la cosa está muy clara: los escritores argentinos que se quedaron aquí se han encontrado
con un mecanismo de represión, de censura, que se reflejaba en las posibilidades

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editoriales y de librería, que ha hecho, supongo, que haya muchos libros que hasta ahora
estaban en un cajón y quizá salgan. No sé, es una hipótesis, porque en el franquismo
también se decía eso, que había toda una generación española que tenía cosas
formidables sin publicar, y las tales cosas no han aparecido por ningún lado. Así que
vamos a ver. Yo soy optimista por naturaleza y quiero creer que aquí hay cosas que se
podrán publicar ahora y que fueron escritas en los peores momentos. Y está también lo
que se escribió y publicó en los peores momentos, que… bueno, puede haber
excepciones, pero en general fue una literatura muy autocontrolada, con una autocensura
inevitable. En ese sentido, los escritores exiliados tenían una libertad que no han tenido
los argentinos; que eso se tradujera en mayor calidad es algo muy discutible. Pero si
tomamos el caso de Osvaldo Soriano, dudo mucho que sus libros se hubieran podido
escribir y publicar acá. Escribirlos sí, pero publicarlos... si incluso a mí me habían
prohibido dos libros. 

–¿Leíste Respiración artificial? 

–Sí, sí, lo leí en París, claro, me lo pasó alguien. Piglia no me lo mandó, a pesar de que
nos conocimos en Cuba en el congreso cultural del 68. Me pareció el libro de un hombre
muy inteligente y muy capaz, desde luego. Ahora, habría que preguntarle en qué
condiciones lo escribió, con qué margen. 

–¿Y te parece que los escritores que estuvieron afuera aprovecharon bien esa libertad? 

–Sí, yo creo que casi todos han continuado su obra de manera muy positiva. Podría
nombrar a gente como Pedro Orgambide o Noé Jitrik, que están en México. Sin duda sus
libros deben haber entrado de una forma muy clandestina y limitada aquí... Pero eso es lo
que yo llamo el exilio positivo. Es una alegría enterarse de que no han aflojado. Y
sumemos a los músicos, pintores, escultores, que han llevado adelante su trabajo. En
este sentido no hay ningún motivo para temer que diez años de dictadura sangrienta
hayan podido aplastar nuestra evolución cultural. Creo que la han sofocado, pero no
ahogado. 

–Alguna vez se ha hablado, desde afuera, de la complicidad de los que se quedaron.


¿Compartís esa idea? 

–¿Qué entendés por complicidad? ¿Complicidad con la situación interna? Yo no lo veo


así. No, no lo creo. En primer lugar, cuando hablamos de temas culturales, por razones
personales tendemos a centrarlo en la literatura de ficción, pero la noción es mucho más
amplia, abarca toda la ensayística y el trabajo de tipo científico. Y no veo en qué medida
se puede hablar de complicidad que abarque a todos los que se quedaron cuando hay
una buena parte del trabajo interno que se ha hecho y se sigue haciendo en la Argentina
cuya finalidad no es política: el trabajo de un psicoanalista, de una cierta sociología... En
el plano de la literatura, me temo que sí, debe haber habido complicidades, pero de
ninguna manera hay que generalizar. Haroldo Conti se quedó y le ha costado la vida;
Rodolfo Walsh, Paco Urondo se quedaron y les ha costado la vida. ¿De qué complicidad

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se puede hablar? Ellos se jugaron hasta el final, en lo que hacían y en lo que escribían; de
modo que... Y estos tres nombres ya son muchos y hermosos nombres. 

En el compromiso. Antes de la entrevista Julio Cortázar se quejaba de las preguntas


repetidas de los periodistas, sobre todo en ciertos temas políticos. “Nunca dejarán de
preguntar sobre el escritor comprometido”, dijo, y recordaba la broma de alguien que no
recordaba, que clamaba por que los escritores comprometidos se decidieran a casarse de
una buena vez. Pero el escritor comprometido, o como quiera que se lo llame, reaparece
detrás de cada frase, en cada reflexión. Nunca se pierde, nunca se transforma. Uno de los
objetivos de su breve paso por Buenos Aires era tomar contacto con gente del nuevo
gobierno y, sobre todo, con Hipólito Solari Yrigoyen, su amigo y compañero de tantos
gritos en un desierto que se fue poblando poco a poco. 

–En su opinión, ¿cuál debería ser la política con los responsables de la represión, las
torturas y las desapariciones? 

–Es una pregunta muy obvia, ¿no? La respuesta es muy obvia. 

–Tal vez no tanto, a la luz de las discusiones que hay al respecto en los partidos
mayoritarios. 

–El primer paso sería establecer las responsabilidades, definir bien quiénes son; pero no
buscar media docena de chivos expiatorios, con eso no engañan a nadie. Todo aquel al
que se le pueda probar su participación en la represión, desde generales hasta sargentos
o soldados, y también todos los responsables civiles –paramilitares, Triple A, gangsters de
todo tipo–, debe ser castigado por sus crímenes. Y no hay que dejarse engañar por el
sistema de defensa que se utilizó en Núremberg, de la orden recibida. Obedecer órdenes
no es excusa para torturar y matar a seres humanos. Y el segundo paso es que esos
responsables sean sometidos a una Justicia que merezca ese nombre, que no sea un
camelo como lo ha sido la Justicia durante la dictadura militar. Y que reciban entonces las
penas que correspondan a sus delitos. No es que yo sea partidario de la ley del talión, ni
mucho menos, pero desgraciadamente las penas estarán siempre por debajo de lo que
han sido esos crímenes, que van más allá de todo castigo posible. Yo estoy en contra de
la pena de muerte, pero sí creo en la máxima pena carcelaria que puedan recibir esos
individuos. 

–Últimamente, ciertos sectores están intentando presentar el castigo por esos crímenes
como una venganza. ¿Qué te parece? 

–Ése es un concepto totalmente equivocado. Yo te citaría el caso de Nicaragua. Una de


las cosas que más me conmovieron, más positivas de la revolución nicaragüense, es la
clemencia que mostraron con los criminales de guerra, somocistas culpables de crímenes
equivalentes a los de aquí. Bueno, lo primero que hizo el sandinismo triunfante fue abolir
la pena de muerte, y reemplazarla por un máximo de treinta años de cárcel. Yo asistí a los
juicios de algunos de los peores criminales, en los que la muerte habría sido poco para

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castigarlos. Estaba el caso de un coronel que, para aterrorizar a los pobladores, tomaba a
un campesino, lo metía en un helicóptero y lo tiraba exactamente en el medio de la plaza
del pueblo. Este señor se defendía cínicamente en el proceso diciendo que todo era
mentira y que él era católico, y cosas por el estilo. Ese señor tiene treinta de cárcel, el
máximo. Y uno sale de esos procesos con una sensación de frustración, porque ¿qué son
treinta años de cárcel al lado de lo que hizo? Pero, en cambio, no me hubiera gustado
nada que los fusilaran. De modo que cuando aquí el informe de Rattenbach habla de
fusilar a los cuatro chivos emisarios, está diciendo una estupidez, porque jamás van a
fusilar a nadie, no es Alfonsín el que va a fusilar a esos señores. O sea que ya de entrada
están haciendo una comedia, una payasada. Ya con que vayan a la cárcel estaremos más
que satisfechos. 

Se estaba haciendo tarde, nos esperaban para almorzar. Mientras nos


levantábamos, le pregunté si creía que alguna vez le iban a poner su nombre a
una calle, a una plaza, si iba a quedarse en la Argentina de esa rara manera. 

–Uy, no, espero que nunca lo hagan. Nada me daría más horror. 

Dijo, y se rio.

http://www.taringa.net/posts/info/3397496/Julio-Cortazar-entrevistado-por-Martin-
Caparros.html

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