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“No todo el que me dice: Señor. Señor, entrará en el reino de los cielos: sino el
que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 7:21).
“Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación..., porque no nos ha llamado
Dios a inmundicia sino a santificación” (1 Tesal. 4:3,7). Sin santidad “nadie verá al
Señor” (Hebreos 12:14). Por lo tanto, “Sed santos” (l Pedro 1:16).
Cualquiera que lea la Biblia sinceramente, no “adulterando la palabra de Dios” (2
Cor. 4:2), verá que enseña claramente que Dios espera que su pueblo sea santo, y que
debemos ser santos para poder ser felices y útiles aquí en la tierra y entrar más tarde en
el reino de los cielos.
Una vez que el hombre sincero está convencido de que la Biblia enseña estas
verdades, y que tal es la voluntad de Dios, preguntará: “¿Qué es esta santidad, cuándo
puedo obtenerla y cómo?”
Hay diversidad de opiniones sobre estos puntos, aunque la Biblia es sencilla y
clara respecto a cada uno de ellos para todo aquel que busca la verdad sinceramente.
La Biblia nos dice que la santidad es liberación completa del pecado. “La sangre
de Jesucristo..., nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1: 7). No queda, entonces, nada de
pecado, porque el viejo hombre ha sido crucificado juntamente con él, “para que el
cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:
6), pues somos “libertados del pecado” (Romanos 6: 18).
Y de aquí en adelante, debemos considerarnos como “muertos en verdad al
pecado, pero vivos para Dios, en Cristo Jesús” (Rom. 6:11).
También nos dice la Biblia que es “amor perfecto”, lo que, según la propia
naturaleza de las cosas, debe expeler del corazón todo odio y todo mal genio contrario al
amor, de igual modo como es necesario vaciar por completo una vasija de aceite antes
de poder llenarla de agua.
La santidad es, pues, un estado en el cual no existen en el corazón ira, malicia,
blasfemia, hipocresía, envidia, afición a la holganza, deseo egoísta del aplauso y buena
opinión de los hombres, vergüenza de confesar la cruz, mundanalidad, engaño,
contienda, codicia, ni ningún deseo o tendencia mala.
Es un estado en el cual ya no existen más dudas ni temores.
Es un estado en el cual se ama a Dios y se confía en él con corazón perfecto.
Pero aunque el corazón fuere perfecto, la cabeza podrá ser muy imperfecta, y
debido a las imperfecciones de la cabeza —de la memoria, del criterio o de la razón—
el hombre santo podrá incurrir en muchos errores. No obstante, Dios mira la sinceridad
de sus propósitos y el amor y la fe del corazón —no a las imperfecciones de su cabeza
— y le llama santo.
La santidad no es la perfección absoluta, que sólo pertenece a Dios; ni es la
perfección angelical, ni la perfección adámica, —porque indudablemente Adán tendría
un modo de pensar perfecto, tanto como un corazón perfecto, antes que pecara contra
Dios— sino que es perfección cristiana: aquella perfección y obediencia del corazón
que llega a serle posible a una criatura caída a la cual auxilian el poder supremo y la
gracia sin límites.
Es ese estado del corazón y vida que consiste en ser y hacer, todo el tiempo, —y
no de vez en cuando y a saltos, sino de manera permanente— exactamente aquello que
Dios quiere que seamos y hagamos.
Jesús dijo: “Haced el árbol bueno, y su fruto bueno” (Mateo 2:33). El manzano es
manzano todo el tiempo y no puede dar otro fruto que no fuere manzanas. Así la
santidad es aquella renovación perfecta de nuestra naturaleza que nos hace
esencialmente buenos, de modo que continuamente demos fruto para Dios: “el fruto del
Espíritu” que “es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, fe, mansedumbre, templanza”
(Gálatas 5:22,23), sin que jamás ninguna de las obras de la carne se injerten en este
fruto celestial.
¡Gloria a Dios! Es posible aquí mismo en la tierra, donde el pecado y Satanás nos
ha arruinado, que el Hijo de Dios nos transforme de tal modo, que nos dé poder para
dejar a un lado al “viejo” hombre “y sus obras” y “vestir el nuevo que es creado
conforme a Dios en justicia y en santidad de verdad” (Efesios 4:22, 24), siendo
renovados “conforme a la imagen del que los creó” (Col. 3:10).
Pero alguien objeta y dice: “Sí, todo lo que dice es verdad, sólo que yo no creo
que podamos ser santos hasta la hora de la muerte. La vida cristiana es una guerra y
debemos pelear la buena batalla de la fe hasta la muerte, y entonces, creo que Dios nos
dará gracia para morir”.
Muchos sinceros cristianos piensan así, y por eso no hacen ningún verdadero
esfuerzo por estar “firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere” (Col.
4:12) para ello en el momento presente. Y aunque oran diariamente diciendo: “Venga tu
reino, sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10), no
creen, sin embargo, que sea posible que puedan hacer la voluntad de Dios. Por lo tanto,
en realidad hacen a Jesús autor de una vana oración, que es sólo una inútil burla repetir.
Pero es tan fácil para mí ser y hacer lo que Dios quiere que sea y haga en esta
vida, todos los días, como lo es para el ángel Gabriel ser y hacer lo que Dios quiere de
él, De no ser esto así, Dios no sería ni bueno ni justo en lo que requiere de mí.
Dios quiere que yo le ame y sirva de todo corazón, y el ángel Gabriel no puede
hacer más. Y mediante la gracia de Dios es tan fácil para mí hacerlo, como lo es para el
arcángel.
Además Dios me promete que si yo retorno al Señor y obedezco su voz… con
todo mi corazón y con toda mi alma, él circuncidará mi corazón... para que le ame con
todo el corazón y toda el alma (Deut. 30:2,6). También promete ayudarnos a “que,
librados de nuestros enemigos, sin temor” le sirvamos “en santidad y en justicia delante
de él, todos nuestros días” (Lucas 1:74,75).
Esta promesa, por sí sola, debería convencer a toda alma sincera de que Dios
quiere que seamos santos en esta vida.
La buena batalla de la fe es la lucha por retener esta bendición en contra de las
acometidas de Satanás, las nieblas de la duda y los ataques de una iglesia y mundo
ignorantes e incrédulos.
No es una lucha en contra de nosotros mismos después de haber sido santificados,
pues Pablo dice con toda claridad: “Porqué no tenemos lucha contra sangre y carne, sino
contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este
siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6: 12).
Además, en toda la Palabra de Dios no hay ni una sola frase que pruebe que esta
bendición no se recibe antes de la muerte, y seguramente que sólo aceptando de las
manos de Dios la gracia que nos ofrece, para vivir, es como podemos esperar que se nos
conceda gracia para morir.
Pero la Biblia declara (2 Cor. 9:8) que “poderoso es Dios para hacer que abunde
en vosotros toda gracia; a fin de que teniendo siempre en todas las cosas todo lo
suficiente, abundéis para toda buena obra”, no a la hora de la muerte, sino en esta vida,
cuando se necesita la gracia y donde debemos hacer nuestras buenas obras.
CAPITULO 2
COMO OBTENER LA SANTIDAD
CAPITULO 3
COSAS QUE IMPIDEN OBTENER
LA SANTIDAD
CAPITULO 4
LAS TENTACIONES DEL HOMBRE
SANTIFICADO
“¿Cómo puede ser tentado el hombre que está muerto al pecado?” —me preguntó
hace algún tiempo un cristiano sincero pero no santificado.— “Si hasta las mismas
tendencias e inclinaciones al pecado han sido destruidas, ¿qué hay en el hombre que
responda a las instancias del mal?”
Esta es una pregunta que todo hombre hace tarde o temprano, y cuando Dios me
enseñó la respuesta, ella iluminó mi senda y me ayudó a derrotar a Satanás en muy
encarnizadas luchas.
El hecho es que el hombre verdaderamente santificado, el que está “muerto al
pecado”, no tiene ninguna inclinación en sí que responda a las tentaciones comunes a
todo ser humano. Tal como lo declara Pablo: “No tenemos lucha contra sangre y carne”
—es decir, contra las tentaciones sensuales, carnales y mundanas que tanto lo
dominaban antes— “sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores
de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones
celestes” (Efesios 6:12), es decir en su cuarto, en la oración secreta.
Si una vez fue borracho, ya no será tentado a embriagarse, por cuanto está
“muerto” y su “vida está escondida con Cristo en Dios" (Colosenses 3:3).
Si antes fue orgulloso y vanidoso, una persona cuyo mayor deleite era vestir a la
moda y cubrirse de alhajas, ahora no se siente deslumbrado por los destellos, pompas y
vana gloria de este mundo, porque ha puesto “la mira en las cosas de arriba, no en las de
la tierra” (Colosenses 3:2). Esas cosas ya no tienen para él más atracción que la que
tendrían los adornos de bronce, las plumas de águila y la pintura de guerra de los indios.
Si antes codiciaba los honores y elogios de los hombres, ahora considera todo eso
como estiércol y escoria, para poder ganar a Cristo, y tener el honor que viene
únicamente de Dios.
Si antes deseó adquirir riquezas y vivir una vida holgada y cómoda, ahora
desecha, gustosamente, todos los bienes y comodidades terrenales, con tal de acumular
tesoro en el cielo, y no estar envuelto en “los negocios de la vida; a fin de agradar a
aquel que lo tomó por soldado” (2 Timoteo 2:4).
No quiero decir con esto que Satán no presentará nunca ante el alma ninguno de
estos placeres y honores mundanos y carnales, con objeto de inducirla a que se aleje de
Cristo, pues lo hará. Pero lo que quiero decir es que, estando el alma “muerta al
pecado”, habiendo sido destruidas hasta las raíces del pecado, ésta no responde a las
sugerencias que le hace Satanás, sino que instantáneamente las rechaza. Satanás podrá
enviarle una bellísima adúltera, como lo hizo en el caso de José en Egipto; pero este
hombre santificado huirá de ella, y exclamará, como lo hizo José: “¿Cómo... haría yo
este grande mal, y pecaría contra Dios? “(Génesis 39:9).
O podrá suceder que Satanás le ofrezca gran poderío, honores y riquezas, como lo
hizo con Moisés en Egipto, mas al comparar todo esto con el poder infinito y plenitud
de gloria que ha encontrado en Jesucristo, el hombre santificado instantáneamente
rehúsa la oferta que le hace el Diablo, “escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de
Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el
vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios” (Hebreos 11:25,26).
O bien, Satanás podría tentar su paladar con los sabrosos vinos y ricas viandas del
palacio de un rey, como lo hizo con Daniel en Babilonia; pero, como Daniel, este
hombre santificado habrá propuesto en seguida “en su corazón de no contaminarse con
la porción de la comida del rey, ni en el vino que él bebía” (Daniel 1:8).
Todas estas atracciones mundanales le fueron ofrecidas a Jesús (Mateo 4:1. 11; y
Lucas 4:2.13), pero vemos, en el relato que nos hacen los apóstoles, de qué modo tan
glorioso triunfó sobre cada una de las sugerencias que le hizo el tentador. Y así como él
rechazó las tentaciones de Satanás y obtuvo la victoria, así también lo hará el hombre
santificado, pues tiene a Cristo mismo, que ha entrado a morar en su corazón y a librar
sus batallas, y por lo tanto puede decir como su Señor y Maestro: “Viene el príncipe de
este mundo, y el nada tiene en mí” (Juan 14:30).
En realidad, tal es la satisfacción que ha encontrado, tal la paz y el gozo de que
disfruta, tal el consuelo, pureza y poder que ha recibido de Cristo, que el poder de las
antiguas tentaciones ha sido quebrantado por completo, y ahora disfruta de la libertad de
los hijos de Dios; es libre como cualquier arcángel, porque “si el Hijo os libertare, seréis
verdaderamente libres” (Juan 8:34), con “la libertad con que Cristo nos hizo libres”
(Gálatas 5:1).
Pero si bien es cierto que Cristo ha libertado al hombre santificado, y que éste no
tiene que contender con las antiguas pasiones mundanas y deseos carnales, tiene, sin
embargo, que sostener una lucha continua con Satanás para conservar su libertad. Esta
lucha es la que Pablo llama “la buena batalla de la fe” (1 Timoteo 6:12).
Debe luchar para mantener firme su fe en el amor del Padre.
Debe luchar para mantener firme su fe en la sangre purificada del Salvador.
Debe luchar para mantener firme su fe en el poder santificador y guardador del
Espíritu Santo.
Aunque no la ve el mundo, esta lucha es tan real como la de las batallas de
Waterloo o Gettysburg, y sus trascendentes consecuencias, ora para bien o para mal, son
infinitamente mayores.
Por la fe el hombre santificado es hecho heredero de Dios y coheredero de Cristo
(Rom. 8:17), de todas las cosas, y su fe hace que sean tan reales su Padre celestial y su
herencia celestial, que la influencia de estas cosas invisibles sobrepuja por mucho a las
cosas que ve con los ojos materiales, las cosas que oye con sus oídos y toca con sus
manos.
El hombre santificado dice como decía Pablo, y lo siente dentro de su corazón al
decirlo, que “las cosas que se ven son temporales”, y pronto perecerán, “pero las que no
se ven” —no se ven con los ojos naturales pero sí con los ojos de la fe— “son eternas”
(2 Cor. 4:18), y permanecerán cuando “los elementos ardiendo serán desechos” (2 Pedro
3:10), y “se enrollarán los cielos como un libro”(Isaías 34:4).
Fácil es comprender que estas cosas sólo se pueden retener por medio de la fe, y
mientras el hombre santificado las retenga de ese modo, el poder de Satanás sobre él
está completamente quebrantado. Esto lo sabe muy bien el diablo, y por eso comienza
sus ataques sistemáticos en contra de la fe de tal hombre.
Lo acusará de haber pecado, cuando la conciencia del hombre está tan libre de
haber quebrantado intencionalmente las leyes de Dios, como la de un ángel. Pero
Satanás sabe que si logra conseguir que le escuche está acusación, y pierda la fe en la
sangre purificadora de Jesús, lo tendrá en sus garras y podrá hacer lo que quiera con él.
Satanás acusa, pues, de este modo al alma santificada, ¡y luego se torna y dice que es el
Espíritu Santo el que condena al hombre! El es “el acusador de nuestros hermanos”
(Apoc. 12:10). He aquí la diferencia que debemos observar:
El diablo nos acusa de pecado.
El Espíritu Santo nos condena por el pecado.
Si digo una mentira, si me enorgullezco, o si quebranto cualesquiera de los
mandamientos de Dios, el Espíritu Santo me condenará al momento por ello. Satanás
me acusará de haber pecado cuando no lo he hecho, y no puede probarlo.
Por ejemplo: Un hombre santificado le habla a un pecador acerca de su alma, le
exhorta huir de la ira venidera, y a que dé su corazón a Dios, pero el pecador no quiere
hacerlo. Entonces Satanás comienza a acusar al cristiano, diciéndole: “No dijiste a ese
pecador lo que debiste decirle; si le hubieras hablado con acierto, se habría entregado a
Dios”.
De nada sirve ponerse a discutir con el diablo. La única cosa que el hombre puede
hacer es no mirar al acusador sino poner los ojos en el Salvador y decir: “Amado Señor,
tú sabes que hice lo mejor que pude en esos momentos, y si hice algo malo, o si dejé
algo sin decir que debí haber dicho, confío en que tu sangre me limpiará en este mismo
instante”.
Si a Satanás se le hace frente de ese modo cuando comienza sus acusaciones, la fe
de la persona santificada obtendrá una victoria y ésta se regocijará en la sangre
purificadora del Salvador y en el poder del Espíritu para guardar; pero si presta oídos al
diablo hasta que su conciencia y su fe se hallan heridas, podrá necesitarse mucho tiempo
para que su fe recupere otra vez las fuerzas, que la capaciten para dar voces de jubilo y
triunfar en todos los ataques que le hiciere el enemigo.
Una vez que Satanás ha herido y lastimado la fe del hombre santificado, prosigue
luego a degradar el carácter de Dios. Le sugiere al hombre que el Padre no le ama más,
con aquel paternal amor que tuvo a su Hijo Jesús; no obstante, Jesús declaró que sí le
ama. Luego le sugiere que tal vez la sangre no le limpie de todo pecado y que el Espíritu
Santo no puede guardar a nadie inmaculado, o, al menos, que aunque pudiera hacerlo,
no lo hace; y que, después de todo, aquí en el mundo no existe, tal como se estima, una
vida santa.
Otro resultado de las heridas recibidas por la fe, es que las oraciones secretas del
hombre pierden mucho de la bendición que antes le producían; el deseo intenso que
tenía de hablar a las almas acerca de la salvación disminuye; el gozo que antes tenía en
testificar acerca de su Señor y Salvador Jesucristo es menor, y pláticas heladas
reemplazarán a los entusiastas testimonios; la Biblia cesará de ser constante fuente de
bendición y fortaleza. Conseguido esto, el diablo le tentará a que peque de hecho, a
causa del descuido de algunos de estos deberes.
Pues bien, si el hombre escucha a Satanás y comienza a dudar, ¡ay de su fe! Si no
clama con todas sus fuerzas a Dios, si no escudriña las Escrituras para enterarse de cuál
sea la voluntad de Dios, y habiendo visto cuáles son sus promesas, apropiándose de
ellas; reclamándolas diariamente, como lo hizo Jesús, quien “en los días de su carne”,
ofreció “ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la
muerte” (Hebreos 5:7); si él no le echa en cara a Satanás estas promesas, y de manera
resoluta cierra sus ojos a todas las sugerencias que le hiciere el Diablo a que dude de
Dios, será sólo cuestión de tiempo para que figure entre aquellos que “tienen nombre de
estar vivos, pero están muertos” (Apoc. 3:1); tienen “apariencia de piedad” mas niegan
la eficacia de ella (2 Tim. 3:5); cuyas oraciones y testimonios están muertos; cuyo
estudio de la Biblia, exhortaciones y obras están muertas, por cuanto no tienen fe viva;
finalmente llegará a ser un retrógrado declarado.
¿Qué debe hacer el hombre santificado para vencer el mal?
Escuchen lo que dice Pedro: “Sed sobrios, y velad” (es decir, mantened vuestros
ojos abiertos), “porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor
buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe” (1 Pedro 5:8,9).
Escuchen a Santiago: “Resistid al diablo, y huirá de vosotros” (4:7).
Oigan a Pablo: “Pelea la buena batalla de la fe” (l Timoteo 6:12). “El justo por la
fe vivirá” (Romanos 1:1 7). “Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis
apagar todos los dardos de fuego del maligno” (Efesios 6:16).
Y Juan dice: “Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). “Y
ellos le han vencido” (al Diablo, el acusador de los hermanos) “por medio de la sangre
del Cordero” (en cuya sangre tenían una fe como de niños) “y de la palabra del
testimonio de ellos” (porque si un hombre no testifica, su fe no tardará en morir),”y
menospreciaron sus vidas hasta la muerte” (Apoc. 12:11); obedecieron a Dios a todo
costo, y se abnegaron hasta el último extremo.
Pablo atribuye igual importancia al testimonio cuando dice: “Mantengamos firme, sin
fluctuar, la profesión de nuestra esperanza” (Hebreos 10:23). “Mirad hermanos, que no
haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios
vivo” (Hebreos 3:12). “No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón”
(Hebreos 10:35).
CAPITULO 5
DESPUES DE LA REUNION DE SANTIDAD
CAPITULO 6
“PELEA LA BUENA BATALLA DE LA FE”
(1 Timoteo 6:12)
Un amigo, en cuya casa me hospedé una vez, me dijo que había obtenido la
bendición de un corazón limpio, y testificó este hecho a la mañana siguiente, mientras
nos hallábamos a la mesa a la hora del desayuno. Dijo que había dudado acerca de que
hubiese realmente experiencia tal; pero desde que había comenzado a concurrir al
Ejército de Salvación había estudiado la Biblia con más detenimiento y observado las
vidas de aquellos que la profesaban, y desde entonces había arribado a la conclusión de
que no podía servir a Dios sin que su corazón fuese santificado. Pero la dificultad yacía
en llegar al punto en que tomase el don de la santidad, para sí, por medio de la fe. Dijo
que había esperado recibirla algún día. Había anhelado que llegase el día cuando sería
puro; mas llegó el momento cuando comprendió que debía reclamar el precio o don “en
el instante”, y allí, en ese instante y en ese momento, comenzó su lucha de fe. El echó
mano a un lado de la promesa y el Diablo empuñó el otro extremo, y lucharon para
conseguir la victoria.
El Diablo había logrado obtener la victoria muchas veces antes; pero esta vez el
hombre no quiso desprenderse de su confianza, sino que se allego “confiadamente al
trono de la gracia”, y obtuvo misericordia y halló gracia que le ayudó en el momento
oportuno (Heb. 4:16); el Diablo fue vencido por la fe, el hermano salió de allí
disfrutando de la bendición de un corazón limpio, y esa mañana pudo decir: “Anoche
Dios me llenó de su Espíritu”, y el tono alegre de su voz y la alegría que se reflejaba en
su rostro confirmaban la veracidad de sus palabras.
La última cosa que tiene que dejar el alma, al buscar la salvación o la santificación
es el “corazón malo de incredulidad” (Hebreos 3:12). Esta es la fortaleza de Satanás. Tal
vez logren desalojarle de todas sus avanzadas, y él no se sentirá muy preocupado, mas si
asaltan esta ciudadela, les resistirá con todas las mentiras y toda la astucia de que es
capaz. A él no le incomoda mucho que la gente deje de cometer pecados abiertamente.
Un pecador “decente” le satisface tanto como uno que haya perdido la reputación. En
realidad me parece que hay algunas personas que son peores de lo que el Diablo quiere
que sean, pues sirven para darle mala fama a él. Tampoco le incomoda que la gente
abrigue algunas esperanzas de salvación y pureza; en realidad, sospecho que él prefiere
que vivan así siempre de esperanzas, con tal de que se detengan ahí no más. Pero
inmediatamente que un alma dice: “Quiero saber si soy realmente salvada, ahora;
quiero recibir la bendición ahora; no puedo seguir viviendo sin el testimonio del
Espíritu que me diga que Jesús me salva ahora y que me purifica ahora “, el Diablo
comienza a rugir, a mentir y a emplear todo su ingenio a fin de engañar al alma y
apartarla a algún otro camino, o la arrulla hasta que se duerma, prometiéndole que
obtendrá la victoria algún otro día.
Aquí es donde comienza realmente el Diablo. Hay muchas personas que dicen que
están luchando contra el Diablo, pero que de hecho no saben lo que es luchar con él. Esa
lucha es una lucha de fe, en la cual el alma se apodera de las promesas de Dios, y se
aferra a ellas, creyéndolas fieles, y declara que ellas son ciertas, a pesar de las mentiras
que diga el Diablo, y a pesar de las circunstancias y los sentimientos contrarios que
tuviere, y obedece a Dios, ya sea que vea que Dios está cumpliendo sus promesas o no.
Cuando el alma llega al punto en que hace esto, y retiene firme la profesión de fe sin
fluctuar, muy pronto saldrá de las tinieblas y del crepúsculo de la duda, y entrará al
pleno día de la perfecta certidumbre de que Dios le ha salvado y santificado. ¡Alabado
sea Dios! Sabrá que Jesús salva y santifica, y será lleno de gozo que, aunque al mismo
tiempo le humilla, le hace sentir el amor y favor eternos de Dios.
Un camarada, a quien amo como a mi propia alma, buscó la bendición de un
corazón limpio, y dejó todo, menos su “corazón malo de incredulidad”. Pero él no se dio
cuenta que seguía aferrándose a eso. Esperaba que Dios le diera la bendición. El Diablo
le dijo al oído: “Dices que estás sobre el altar de Dios, pero no sientes ninguna
diferencia de lo que sentías antes”. El “corazón malo de incredulidad” tomó la parte del
Diablo dentro del alma del pobre hombre y le dijo que así era en realidad. El pobre
hombre se desalentó y el Diablo obtuvo la victoria.
Volvió a entregarse a Dios nuevamente, después de una ruda lucha: entregó todo
menos “el corazón malo de incredulidad”. De nuevo le susurró el Diablo: “Dices que te
has entregado por completo a Dios, pero no sientes nada de lo que dicen otras personas
que sintieron en la ocasión cuando rindieron todo a Dios”. El “corazón malo de
incredulidad” volvió a decir: “Es verdad”, Y el hombre cayó otra vez, víctima de su
incredulidad.
Por tercera vez, después de mucho esfuerzo, volvió a buscar la bendición, y le dio
a Dios todo, menos el “corazón malo de incredulidad”. El Diablo le dijo por tercera vez:
“Tú dices que eres completamente de Dios, pero mira el mal genio que tienes; ¿cómo
sabes tú si la semana entrante no te sobrevendrá una tentación inesperada que te haga
caer? “ Por tercera vez volvió a decirle al Diablo: “Es verdad”, y por tercera vez nuestro
hermano fue derrotado, sin lograr conseguir el anhelado triunfo.
Pero al fin se sintió tan desesperado buscando a Dios y en sus ansias de obtener la
santidad y el testimonio del Espíritu, que en seguida estuvo dispuesto que Dios le
hiciera ver toda la maldad de su alma, y Dios le demostró que su “corazón malo de
incredulidad” había estado escuchando la voz del Diablo y tomando su parte todo el
tiempo. Las personas buenas, aquellos que profesan ser cristianos, no quieren admitir
que queda en ellos algún resto de incredulidad; pero mientras no reconozcan todo el mal
que hay en ellos, y tomen la parte de Dios, aunque tal actitud sea en contra de ellos
mismos, él no puede santificarles.
Volvió a poner todo sobre el altar y le dijo a Dios que confiaría en él. El Diablo
volvió a susurrarle al oído: “No sientes nada nuevo”; pero esta vez el hombre hizo callar
al “espíritu maligno de incredulidad”, y replicó: “No me importa, aunque no sienta nada
diferente, yo soy del Señor”.
“Pero no sientes lo que dicen que sienten otras personas”, susurró el Diablo.
“No me importa eso, soy del Señor, y él puede bendecirme o no, según le plazca”.
“Pero, ¿qué acerca de tu mal genio?
“Eso a mí no me importa nada; yo soy del Señor y voy a confiar en que el me
ayudará a librarme de mi mal genio; soy del Señor”.
Y ahí se quedó, resistiendo al Diablo, “firme en la fe” y rehusó prestar oído al
“corazón malo de incredulidad”, durante todo ese día y noche, y el día siguiente.
Después de eso hubo tranquilidad en su alma, y se hizo la firme determinación de
quedarse siempre inmovible en las promesas, de Dios, ora le bendijese Dios o no. La
noche siguiente, a eso de las diez, mientras se preparaba para retirarse a dormir, sin
pensar en que iba a suceder algo extraordinario, Dios cumplió su antigua promesa:
“Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis” (Malaquías 3:1).
Jesús, el hijo de Dios, —el que vive y fue muerto, pero ahora vive “por los siglos de
siglos” (Apoc. 1:18)— le fue revelado y manifestado a su alma, a tal punto que se sintió
maravillado, fuera de sí, y prorrumpió en amor y preces a Aquel que le había bendecido
de ese modo. ¡Oh, cómo alabó a Dios su Salvador! ¡Cuánto se regocijó por haber
mantenido firme su fe y por haber resistido al Diablo!
A este punto es al que debe llegar toda alma que entra al reino de Dios. El alma
debe morir al pecado, debe renunciar y dejar a un lado toda duda. Debe consentir a ser
crucificada con Cristo (Gál. 2:20) ahora; y al hacer eso, tocará a Dios, sentirá el fuego
de su amor y será lleno de su poder, tan ciertamente como el tranvía eléctrico recibe la
electricidad y poder cuando se halla debidamente conectado con el cable, conductor de
la corriente.
Dios les bendiga, hermanos míos y hermanas mías, y que él les ayude a ver que
ahora es “el tiempo aceptable” (2 Corintios 6:2). Recuerden que si se han entregado por
completo a Dios, todo lo que les inspire dudas es de Satanás, y no de Dios. Dios les
ordena resistir al Diablo, permaneciendo “firmes en la fe”. “No perdáis, pues, vuestra
confianza, que tiene grande galardón” (Hebreos 10:35)
CAPITULO 7
EL CORAZON DE JESUS
Oh dame un corazón
Una mañana cantamos esta estrofa con toda nuestra fuerza en una de esas horas de
contrición y recogimiento, cuando yo estaba en nuestra escuela de cadetes, y por lo
menos uno de mis compañeros de estudio comprendió las palabras, y el espíritu del
canto se apoderó de él.
Al final de la reunión se acercó a mí con mirada grave y, con acento sincero, me
preguntó: “¿Cree usted que realmente somos sinceros al decir que podemos tener un
corazón como el de Jesús? “Yo le repliqué que estaba seguro de ello y que el Señor
Jesús quiere darnos corazones como el suyo:
Un nuevo y puro corazón,
Henchido de tu amor;
Sin mácula o condenación,
Igual a ti, Señor.
Contrito y manso corazón,
Creyente, limpio y fiel.
Ciertamente, Jesús fue “el primogénito entre muchos hermanos” (Rom. 8:29). El
es nuestro “hermano mayor”, y nosotros debemos ser semejantes a el. “Como él es, así
somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4.17), y "el que dice que permanece en él, debe
andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). Pero es imposible que andemos con él o que
vivamos como él, si no tenemos un corazón semejante al suyo.
No podemos dar la misma especie de fruto a menos que seamos la misma clase de
árbol. Por eso él quiere hacer que seamos semejantes a él. Juzgamos a los árboles por
los frutos que dan; de igual modo juzgamos a Jesús, y así vemos qué clase de corazón
tuvo.
En él hallamos amor; deducimos, por consiguiente, que Jesús tuvo un corazón
amoroso. El dio el preciado fruto del amor perfecto. En su amor no había lugar para el
odio, no había rencor, ningún deseo de venganza, ningún egoísmo; él amaba a sus
enemigos, y oró por sus asesinos. No fue un amor variable, que cambiaba cada nueva
luna, sino que fue un amor invariable y eterno. El dijo: “Con amor eterno te he amado”
(Jeremías 31:3). ¡Oh, loado sea Dios! ¡Cuán maravilloso es eso!
Esa es la clase de amor que él quiere que tengamos. Escuchen: “Un nuevo
mandamiento os doy: que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 13:34).
Esa es una cosa tremenda: ordenarme que yo ame a mi hermano con el mismo amor con
que Jesús me ama a mí; pero eso es realmente lo que dice; para poder hacerlo debo tener
un corazón semejante al de Jesús.
Sé que si examinamos el amor, éste incluye todas las demás gracias; pero
echemos una mirada al corazón de Jesús para ver algunas de esas gracias:
Jesús tenía un corazón humilde.
El dijo, refiriéndose a sí mismo: “Soy manso y humilde de corazón” (Mateo
11:29); y Pablo nos dice: “Se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo… y se
humilló a sí mismo”.
¡Alabado sea su amado nombre! El se humilló, pues, aunque era el Señor de la
vida y de la gloria; él condescendió a nacer de una humilde virgen en un mesón, y
durante treinta años vivió como un carpintero desconocido; después escogió vivir entre
los pobres, los ignorantes y los vilipendiados, en vez de buscar la compañía de los ricos,
los nobles y los entendidos. Si bien vemos que Jesús jamás se sintió incómodo en
presencia de aquellos que eran favorecidos con las grandezas de este mundo, ni con los
sabios y eruditos, no obstante, su corazón sencillo y humilde hacía que encontrase a sus
amistades entre la gente humilde, obrera y del pueblo. El se apegó a ellos; él no
consintió en que lo elevasen; ellos quisieron hacerlo, pero él se alejó, y se retiró a orar
entre los cerros, después de lo cual regresó y predicó un sermón tan franco y directo,
que casi todos sus discípulos le abandonaron.
Poco antes de su muerte, tomó el lugar humilde del esclavo y lavó los pies de sus
discípulos; después dijo: “Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho,
vosotros también hagáis” (Juan 13: 1 5).
¡De cuánta ayuda fue para mí eso, durante el período que pasé en la escuela de
cadetes! Al segundo día de mi llegada a dicho instituto de preparación de oficiales, me
mandaron a un oscuro sótano y me ordenaron que lustrase una carrada de zapatos sucios
para los cadetes. El Diablo se me acercó y me recordó que pocos días antes yo había
recibido mis títulos universitarios, que había pasado dos años en un importante colegio
teológico, había sido pastor de una iglesia metropolitana, acababa de dejar la obra de
evangelista, en el desempeño de la cual había visto a centenares de personas acudir en
busca del Salvador, y que ahora estaba lustrando zapatos para una partida de muchachos
ignorantes. ¡El Diablo es mi viejo enemigo! Pero yo le recordé el ejemplo que me había
dejado mi Señor, y me dejó. Jesús dijo: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis, si
las hacéis” (Juan 13: 17). Yo las estaba haciendo, el Diablo lo sabía y me dejó. Yo me
sentí feliz. Ese pequeño sótano se convirtió en una de las antesalas del cielo, y mi Señor
me visitó allí.
“Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Santiago 4:6). Si
quieren tener un corazón semejante al de Jesús, tendrá que ser un corazón lleno de
humildad, que “no se ensancha”, que “no busca lo suyo” (l Cor. 13:4,5). “Revestíos de
humildad” (1 Pedro 5:5).
Jesús era manso de corazón.
Pablo se refiere a “la mansedumbre y modestia de Cristo” (2 Cor. 10:1), y Pedro
nos dice que “cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga rectamente” (1 Pedro 2:23).
Cuando le hirieron él no retorno el castigo; no hizo nada para justificarse, sino que se
encomendó a su Padre celestial y esperó. “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca:
como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores,
enmudeció y no abrió su boca” (Isaías 53:7)
Esa fue la perfección de su humildad. No sólo dejaba de responder cuando decían
mentiras acerca de él, sino que soportó los más crueles y vergonzosos vejámenes. “De la
abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34), y por cuánto su bendito corazón
estaba henchido de humildad, él no contestaba con aspereza a sus enemigos.
Esa es la clase de corazón que él quiere que tengamos cuando nos dice: “No
resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele
también la otra;... y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él
dos” (Mateo 5:39,41).
Conozco a un hermano de color de una estatura de cosa de seis pies; de ancho
pecho y musculosos brazos, a quien le hicieron bajar de un tranvía de manera indecente
y brutal, pero donde tenía tanto derecho de estar como el propio conductor. Alguien que
sabía la fama que había tenido como pugilista, le dijo: “¿Por qué no le das una
trompada, Jorge?”.
“No puedo pelear con él, porque Dios me ha quitado todo espíritu de contienda”,
replicó Jorge. “Cuando se mete un cuchillo al fuego y se le destempla, pierde el filo y
no corta”, añadió, lleno de regocijo.
“Bienaventurados los mansos” (Mateo 5:5), porque él “hermoseará a los humildes con
la salvación” (Salmo 149:4).
CAPITULO 8
EL SECRETO DEL PODER
CAPITULO 9
PERDIDA DEL PODER ESPIRITUAL
Aquel hombre de Dios y gran amante de las almas, llamado James Caughey,
cuenta, en uno de sus libros, cómo una tarde le invitaron a tomar té, y aunque no se dijo
nada malo en el curso de la conversación, que duró cosa de una hora, no obstante al ir a
la reunión, aquella noche, se sintió como un arco flojo. No pudo lanzar la flecha del Rey
a los corazones de los enemigos del Rey, pues no tenía poder para ello. Lo había
perdido a la mesa, mientras se servía el té.
Conocí a un oficial que dejó escurrir todo su poder, hasta que se quedó seco como
un hueso cuando entró a la reunión. Sucedió lo siguiente: Tuvimos que hacer un viaje de
cinco kilómetros en tranvía, en camino al salón de reuniones y en todo el viaje conversó
de cosas que no tenían nada que ver con la reunión. No dijo nada malo ni trivial, pero el
caso era que no trataba del asunto importante que debió haber embargado su espíritu;
apartó su mente de Dios y de las almas ante las cuales debía presentarse poco después,
con objeto de amonestarlas a que se reconciliasen con Dios. Esto dio por resultado que
en vez de presentarse ante el público revestido de poder, lo hizo completamente
desprovisto de él. Bien recuerdo la reunión. Su oración fue buena, pero sin poder. No
eran más que palabras, palabras, palabras. La lectura de la Biblia y la peroración fueron
buenas. Dijo muchas cosas excelentes y verdaderas, pero no había poder en ellas. Los
soldados parecían indiferentes, los pecadores parecían descuidados y somnolientos, y.
en conjunto, la reunión fue muy triste.
El oficial no era retrógrado; tenía una buena experiencia. Tampoco era un oficial a
quien le faltara capacidad: por el contrario, era uno de los oficiales más hábiles e
inteligentes que conozco. La dificultad yacía en que en vez de quedarse quieto y en
comunión con Dios durante el viaje en el tranvía, hasta que su alma se hubiese
inflamado con la fe, esperanza, amor y sagrada expectativa, había desperdiciado su
poder en inútil charla.
Dios dice: “Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca” (Jerem.
15:19). Piensen en eso. Ese oficial pudo haber ido a esa reunión lleno de poder, y su
boca pudo haber sido para esa gente como la boca de Dios, y sus palabras habrían sido
vivas y más penetrantes que “toda espada de dos filos..., que penetra hasta partir el alma
y el espíritu, y las coyunturas y los tuétanos” (Heb. 4:12), y habría probado que
discernían los pensamientos y las intenciones del corazón. Pero en vez de eso, fue como
Sansón después que Dalila le hubo cortado el cabello: perdió todas sus fuerzas y fue
igual a los demás hombres.
Hay muchas maneras de dejar escapar el poder. Conocí a un soldado que solía ir
muy temprano al local de reuniones, pero en vez de templar su alma hasta que alcanzase
una elevada nota de fe y amor, se pasaba el tiempo tocando, suavemente, música
soñadora en su violín, y aunque se le amonestó varias veces del peligro que corría, no
hizo caso. Eventualmente llegó a ser retrógrado.
He conocido a personas que han perdido el poder a causa de una broma. Les
gustaba ver que las cosas marchasen alegremente, y para conseguir dar vivacidad a la
reunión decían chistes y hacían payasadas. Las cosas realmente se avivaban, pero no
con vida divina. Era la viveza del espíritu animal y no del Espíritu Santo. No quiero
decir con esto que un hombre henchido del Espíritu no hará jamás que los hombres se
rían. Lo hará. Podrá decir cosas muy chistosas, pero no lo hará con el solo objeto de
divertir. Será algo natural en él, algo dicho y hecho con el temor de Dios, y no con
liviandad o mofa.
El que quiera tener una reunión llena de vida y poder, debe tener presente que no
hay nada que pueda sustituir al Espíritu Santo. El es vida; él es poder, y si se le busca
con vehemencia y sinceridad, por medio de la oración, él vendrá, y cuando él desciende,
la reunión resulta poderosa y da grandes resultados.
Se le debe buscar con fervor y sincera oración, en secreto. Jesús dijo: “Mas tú,
cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto;
y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6). El lo hará.
¡Alabado sea su santo nombre!
Sé de un hombre, que siempre que puede, pasa una hora en comunión con Dios,
antes de la reunión, y cuando habla lo hace con poder y demostración del Espíritu
Santo.
El hombre que quiere tener poder en el momento en que más lo necesita, debe
andar con Dios. Debe ser amigo de Dios. Debe mantener siempre abierto de par en par
el camino que va de su corazón a Dios. Dios será amigo de tal hombre, y le bendecirá y
honrará. Dios le dirá sus secretos, le enseñará cómo podrá llegar hasta el corazón de los
hombres. Dios arrojará luz sobre las cosas oscuras, enderezará los entuertos y allanará
los lugares escabrosos. Dios estará a su lado y le ayudará.
Tal hombre debe vigilar constantemente su boca y su corazón. David oró
diciendo: “Pon guarda a mi boca, oh Jehová; guarda la puerta de mis labios” (Salmo
141:3) y Salomón dijo: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón: porque manan de
él las resultas de la vida” (Prov. 4:23). Debe andar en comunión ininterrumpida con
Dios. No debe olvidar, sino cultivar un espíritu que recuerde siempre, alegremente, que
se halla en presencia de Dios.
“Deléitate asimismo en Jehová” (Salmo 37:4), dice el Salmista. ¡Oh, cuán dichoso
es el hombre que encuentra su delicia en Dios; que jamás está solo, porque conoce a
Dios; conversa con él, se deleita en él; cuán feliz es el hombre que siente el inmenso
amor de Dios, y que se consagra a amar y servir a Dios, confiando en él con todo el
corazón y toda el alma!
Camarada, no apague el Espíritu (1 Tesalonicenses 5:19); él le enseñará así a
conocer y amar a Dios y hará de usted poderoso instrumento.
CAPITULO 10
LA CLASE DE HOMBRE QUE DIOS UTILIZA
CAPITULO 11
SU ALMA
En cierta ocasión me preguntó una señora: “¿No puede uno llegar a cuidar con
demasía su propia alma? Veo a mi alrededor, en todas partes, tanta aflicción,
sufrimiento e injusticia, que estoy perpleja al ver la manera cómo Dios rige el mundo, y
me parece a mí que todos los cristianos debieran ayudar a otros en vez de estar cuidando
sus propias almas”.
He aquí una perplejidad común. Todo cristiano ve a su alrededor aflicciones y
sufrimientos, que no puede evitar, y su perplejidad al ver ese estado de cosas es una
instancia del Señor a que cuide su propia alma, pues si no lo hace así, corre peligro de
tropezar y caer a causa de la duda y el desaliento.
Por el cuidado del alma no quiero decir que ha de engreirse, mimarse y
compadecerse de sí misma, ni que llegue a embelesarse con alguna sensación
placentera. Lo que quiero decir es que debiera orar y orar, y buscar la presencia y
enseñanza del Espíritu Santo, hasta que el alma se llene de luz y fortaleza, para que
pueda tener fe implícita en la sabiduría y amor de Dios, y paciencia inagotable para
aprender su voluntad (Hebreos 6:12), y que su amor corresponda a la gran necesidad
que ve a su alrededor.
Lector, podrá ser que usted también se sienta atribulado al ver la aflicción y dolor
que le rodean. No hay alma humana que pueda contestar satisfactoriamente las
preguntas que se suscitarán dentro de su pecho, y que Satanás sugerirá mientras mira
usted la miseria del mundo.
Pero el bendito Consolador satisfará su corazón y su cerebro, siempre que tenga
usted la fe y paciencia necesarias para esperar mientras que él le enseña “todas las
cosas”, y le guía “a toda verdad” (Juan 16:13).
“Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas” (Isaías 4:31). No podrá usted
ayudar a nadie, si se acerca a las personas privado de sus propias fuerzas a causa de las
dudas, temores y perplejidades. Espere, pues, que Dios fortalezca su corazón.
No se impaciente. No se esfuerce por descubrir anticipadamente lo que Dios le
dirá, ni la manera cómo se lo dirá. No hay duda de que él le enseñará a usted, mas
quiere hacerlo a su modo; después que él le haya enseñado, usted podrá, a su vez,
auxiliar a la gente con toda la fortaleza y sabiduría de Jehová.
Debe usted confiar en su amor, y esperar su tiempo; pero debe usted esperar en él,
y aguardar que él le instruya. Si el rey de Inglaterra se dirigiera al castillo de Windsor,
los palaciegos y funcionarios no estarían indiferentes ni buscarían multitud de cosas que
hacer; cada uno estaría en su puesto, esperando, con gran expectativa. Esto es lo que
quiero decir al hablar acerca de que debemos esperar en Dios. No puede nunca
excederse en el cuidado de su alma, si éste es el cuidado que usted le da, y no permita
que nadie le haga descuidarla por medio del ridículo o por cualquier otra treta.
El leñador que pensase que tiene tanta leña que cortar que no dispone de tiempo
para afilar su hacha, sería un verdadero insensato. El criado que se dirigiese a la ciudad
para hacer compras para su señor, pero que está tan apurado que no se detiene a pedir
órdenes de su patrón ni a recibir el dinero necesario para adquirir lo que se precisa, sería
más que inútil. ¡Cuánto peor es aquél que intenta hacer la obra de Dios, sin la dirección
y fuerza de Dios!
Una mañana, después de haber tenido media noche de oración en una reunión, que
dirigí, en la que trabajé mucho, me levanté temprano Para estar seguro de que podría
pasar una hora en comunión con Dios y mi Biblia, y Dios me bendijo a tal punto que
lloré. Un oficial que se encontraba conmigo se sintió muy emocionado, y luego confesó:
“Yo no me encuentro con Dios muy frecuentemente en la oración; no tengo tiempo para
eso”. Aquellas personas que no se encuentran con Dios en la oración deben ser más bien
una traba para Dios, no una ayuda.
Tome el tiempo necesario. Si fuere menester, quédese sin desayunarse, pero tome
el tiempo necesario para esperar en Dios, y una vez que él haya descendido y le haya
bendecido, diríjase a aquellas personas tristes que le rodean y derrame sobre ellos el
caudal de gozo, amor y paz que Dios le ha dado. Pero no se dirija usted a ellos mientras
no esté seguro de que cuenta con el poder de Dios.
Una vez le oí decir a William Booth, en una reunión de oficiales: “Tomad el
tiempo necesario para hacer descender las bendiciones de Dios sobre vuestras propias
almas todos los días. Si no lo hacéis así perderéis a Dios. Dios deja a los hombres
diariamente. Estos tuvieron una vez poder, anduvieron en gloria y fortaleza de Dios,
pero cesaron de esperar en él y de buscar fervorosamente su rostro; debido a eso Dios
les dejó. Yo soy un hombre muy ocupado, pero hallo tiempo diariamente, para tener
comunión a solas con Dios. Si así no lo hiciese, muy pronto él me dejaría”.
Pablo dice: “Mirad 1) por vosotros y 2) por todo el rebaño, en el que el Espíritu
Santo os ha puesto por obispos” (Hechos 20:28). Y también en 1 Timoteo 4:16 dice 1)
“Ten cuidado de ti mismo y 2) de la doctrina… pues haciendo esto, te salvarás a ti
mismo y a los que te oyeren”.
Pablo no quiso fomentar el egoísmo al decirnos que debíamos, en primer lugar,
cuidar de nosotros mismos; lo que quiso enseñarnos fue que si no tenemos cuidado de
nosotros mismos, si no tenemos fe, esperanza y amor en nuestras propias almas, no
podremos ayudar a otros.
CAPITULO 12
LA HUESTE DE GEDEON
(Jueces 6 y 7)
Ciento veinte mil madianitas habían ido a pelear contra Israel, y treinta y dos mil
israelitas se levantaron en armas para luchar en defensa de sus esposas, criaturas y
hogares, y por su libertad y en defensa de sus propias vidas. Mas Dios sabía que si un
israelita batía a cuatro madianitas, se pondría tan orgulloso y presumido que se olvidaría
de él, y diría: “Mi mano me ha salvado” (7:2).
El Señor sabía, sin embargo, que había una cantidad de israelitas cobardes, que
sólo esperaban hallar una excusa para huir; por eso le ordenó a Gedeón que les dijese:
“Quien tema y se estremezca, madrugue y devuélvase desde el monte de Galaad”.
Mientras más pronto nos dejan los timoratos, tanto mejor. “Y se devolvieron de los del
pueblo veintidós mil, y quedaron diez mil” (7:3). Tuvieron miedo de hacerle frente al
enemigo, pero no tuvieron vergüenza de dejarle ver sus espaldas.
El Señor vio, sin embargo, que si un israelita vencía a doce madianitas, se pondría
más hinchado de orgullo aún; por eso les sometió a otra prueba.
Le dijo a Gedeón: “Aún es mucho el pueblo; llévalos a las aguas, y allí te los
probaré”. Dios prueba muchas veces a la gente mientras están a la mesa y ante una taza
de té. “Y del que yo te diga: Vaya este contigo, irá contigo; mas de cualquiera que yo te
diga: Este no vaya contigo, el tal no irá. Entonces llevó el pueblo a las aguas; y Jehová
dijo a Gedeón: Cualquiera que lamiere las aguas con su lengua como lame el perro, a
aquél pondrás aparte; asimismo cualquiera que se doblare sobre sus rodillas para beber.
Y fue el número de los que lamieron llevando el agua con la mano a su boca, trescientos
hombres; y todo el resto del pueblo se dobló sobre sus rodillas para beber las aguas.
Entonces Jehová dijo a Gedeón: Con estos trescientos hombres que lamieron el agua os
salvaré, y entregaré a los madianitas en tus manos; y váyase toda la demás gente cada
uno a su lugar. Y habiendo tomado provisiones para el pueblo, y sus trompetas, envió a
todos los israelitas cada uno a su tienda, y retuvo a aquellos trescientos hombres”
(Jueces 7:4-8).
Estos trescientos hombres sabían lo que querían. No sólo no tenían miedo al
enemigo, sino que no buscaban la propia comodidad y bienestar. Sabían pelear, pero
sabían algo más importante aún: sabían cómo abnegarse. Sabían cómo abnegarse, no
sólo cuando había escasez de agua, sino igualmente cuando el río abundoso corría a sus
pies. Indudablemente ellos tenían tanta sed como los demás, pero no quisieron soltar sus
armas, ni recostarse para beber en presencia del enemigo. Se mantuvieron de pie, con
los ojos abiertos, observando al enemigo: con una mano empuñaban el escudo, el arco y
las flechas, mientras con la otra llevaban el agua a sus sedientos labios. Los otros no
temían la lucha, pero querían beber primero, aun a riesgo de que el enemigo se lanzase
sobre ellos mientras estaban reclinados aplacando su sed. Querían cuidar de sí mismos,
en primer lugar, aunque el ejército fuese aplastado. Querían satisfacerse ellos, sin
pensar, ni por un momento, en la necesidad de abnegarse por el bien común. Por eso
Dios les ordenó que retornasen a sus casas junto con aquellos que tenían miedo, y con
los trescientos restantes deshizo a los madianitas. Es decir, pelearon un soldado israelita
por cada cuatrocientos madianitas. ¡Así, naturalmente, nadie podría enorgullecerse!
Ganaron la victoria y se inmortalizaron, pero la gloria fue de Dios.
Hay personas tímidas que no pueden soportar una risa o burla, y mucho menos los
ataques de un enemigo implacable. Si no se les puede persuadir a que echen mano de la
fortaleza del Señor, mientras más pronto dejan libre el campo tanto mejor; déjenles que
regresen al seno de sus familias, de sus novias y de sus madres.
Pero hay muchos que no temen, sino que más bien se deleitan en la lucha. Les
gusta más vestir el uniforme, vender “El Grito de Guerra”, desfilar por las calles, hacer
frente a la multitud tumultuosa, cantar, orar y testificar en presencia del enemigo, que
quedarse en casa. Pero siempre están pensando en sus propios gustos. Si les agrada una
cosa la quieren obtener, aun cuando ella les haga daño y les inhabilite para la lucha.
Conozco a algunas personas que saben muy bien que el té, las tortas y los dulces
les hacen daño, y, sin embargo, lo toman y comen, a riesgo de ofender al Espíritu de
Dios y destruir su propia salud, la cual es el capital que Dios les ha dado para que
trabajen.
Conozco a algunas personas que debieran saber que comer una cena demasiado
abundante, antes de ir a una reunión, sobrecarga su sistema digestivo, atrae la sangre de
la cabeza al estómago, les hace somnolientos y pesados, y les inhabilita para sentir
hondamente las realidades espirituales y para ponerse entre Dios y la gente, intercedien-
do ante él por ellos, con oración fervorosa, llena de fe y de poder como el de Elías, y
para tener poder sobre la gente, al dar su testimonio, y hacer sus ardientes
exhortaciones. Pero tienen hambre, les agrada esto o aquello, y por eso obsequian su
paladar con aquello que les gusta, castigando así sus estómagos, echando a perder sus
reuniones, decepcionando a las almas hambrientas y ofendiendo al Espíritu Santo: todo
para satisfacer sus apetitos.
Conozco a personas que no pueden velar con Jesús durante media noche de
oración, sin comer biscochos y tomar café. Imagínense a Jacob en aquella noche de
lucha desesperada con el ángel, cuando le pidió que le bendijese antes de encontrarse a
la mañana siguiente con su hermano Esaú, a quien había ofendido, imagínense a Jacob
deteniéndose para comer biscochos y tomar café! Si la desesperación de su alma no
hubiese sido tan grande habría podido detenerse a comer y beber, pero al regresar otra
vez a la lucha, habría encontrado que el ángel se había ido y, a la mañana siguiente, en
vez de enterarse de que el ángel, si bien le había descoyuntado el hueso del muslo,
también le había bendecido a él y enternecido el duro corazón de Esaú, habría tenido
que vérselas con un hermano airado, dispuesto a cumplir la amenaza de matarle, que le
había hecho veinte años antes. Pero Jacob estaba desesperado. Tanto ansiaba la
bendición de Dios que se olvidó por completo de su cuerpo. La verdad es que oró con
tanto fervor y energía que se descoyuntó el hueso del muslo, pero no se quejó por ello.
Obtuvo, empero, la bendición. ¡Alabado sea Dios!
Cuando Jesús oró, y sufrió tan intensa agonía en el huerto de Getsemaní, a tal
punto que su sudor fue como gotas de sangre, sus discípulos dormían, y él sintió pena al
ver que ellos no habían podido orar con él durante una hora. Hoy día él ha de sentir lo
mismo al ver tantos que no pueden, o no quieren, velar con él: tantos que no quieren
abnegarse a fin de poder ganar la victoria sobre las huestes del infierno y arrancar a las
almas del abismo insondable.
Leemos acerca de Daniel (Dan. 10:3), que durante tres largas semanas no comió
ninguna vianda sabrosa, y consagró todo el tiempo que pudo a la oración, tal era la
ansiedad que tenía de saber cuál fuese la voluntad de Dios y de obtener su bendición. Y
la obtuvo. Un día Dios le envió un ángel que le dijo: “¡Oh hombre, bien amado!” Y
luego pasó a decirle todo lo que él (Daniel) quería saber.
En los Hechos 14:23 leemos que Pablo y Bernabé oraron y ayunaron —no
tuvieron banquete— para que la gente fuese bendecida antes de salir de cierto cuerpo.
Tenían vivo interés en los soldados que habían dejado tras sí.
Sabemos que Moisés, Elías y Jesús ayunaron y oraron durante cuarenta días, e
inmediatamente después realizaron obras maravillosas.
De igual modo, todos los poderosos hombres de Dios han aprendido a abnegarse y
a mantener sus cuerpos en sujeción, y Dios ha hecho encender sus almas como una
llama, ayudándoles a vencer en luchas muy duras; y por medio de ellos ha bendecido a
todo el mundo.
Nadie debe dejar de comer o beber con detrimento de su cuerpo, pero una noche
en vela, ayunando y orando, no será causa para que nadie se muera de hambre, y el
hombre que estuviere dispuesto a olvidarse de vez en cuando de su cuerpo, a fin de
atender mejor a su propia alma y las almas de los demás, cosechará bendiciones que le
asombrarán a él mismo y a todos los que le conocen.
Pero este dominio de uno mismo debe ser constante. De nada servirá ayunar una
noche y hacer banquete al siguiente día. El apóstol escribe que los que luchan “de todo
se abstienen” (1 Corintios 9:25), y bien pudo haber añadido: “en todo tiempo”.
Además, la hueste de Gedeón trabajó de noche, o muy temprano, a la madrugada.
Se adelantaron a sus enemigos, madrugando.
Las personas que se regalan con demasía con comidas o bebidas, generalmente
son también muy adictas al sueño. Comen tarde de noche, y duermen pesada y
perezosamente a la mañana siguiente. General mente tienen que tomar una taza de té
bien cargado para disipar la modorra. Levantándose así tarde, el trabajo del día se les
acumula y no tienen tiempo para alabar al Señor, ni para orar y leer la Biblia. Entonces
los afanes del día les oprimen y sus corazones se llenan de todo menos del gozo del
Señor. Jesús debe esperar hasta que hayan hecho todo lo demás, antes de hablarles. De
ese modo echan a perder el día.
¡Ojalá supiesen cuál es la ventaja, el lujo, el gozo embelesador de levantarse de
mañana temprano para combatir a los madianitas! Al parecer, Gedeón, capitán del
ejército, estuvo en pie toda la noche, y despertó a su gente temprano, de modo que
derrotaron a los madianitas “antes de alborear el día.
Juan Fletcher solía sentirse apesadumbrado si algún obrero se levantaba para ir a
su trabajo antes que él se hubiese levantado para alabar a Dios y luchar contra el Diablo.
Fletcher decía: “¿Acaso ese patrón terrenal es más digno de atención que mi Padre
celestial? “. Otro antiguo santo solía lamentar si oía cantar a los pájaros antes que él se
hubiese levantado para loar a Dios.
Leemos que Jesús se levantaba temprano y salía solo para orar. Josué se levantó
temprano de mañana para preparar su ejército y emprender el ataque contra Jericó y
Hai.
Juan Wesley solía acostarse a las diez de la noche en punto —a menos que tuviese
una noche entera de oración— y se levantaba a las cuatro de la mañana. Todo lo que él
precisaba eran seis horas de sueño. Cuando hubo alcanzado la avanzada edad de ochenta
y dos años, decía que a él mismo le maravillaba ver su buena salud, pues durante doce
años no había estado enfermo ni un solo día, ni se había sentido cansado, ni había
perdido una hora de sueño, y esto no obstante haber viajado anualmente, en invierno y
verano, miles de kilómetros a caballo y en vehículos, habiendo predicado centenares de
sermones, y hecho trabajo que podría hacer un hombre entre mil, todo lo cual él atribuía
a la bendición de Dios por la manera sencilla en que vivía, y a su limpia conciencia.
Juan Wesley fue un hombre muy sabio y útil, y atribuyó tal importancia al asunto, que
publicó un sermón sobre “Redimiendo el tiempo” del sueño.
El otro día recibí una carta de un capitán en la que me decía que comenzado a
hacer sus oraciones, por la mañana, cuando tenía la mente fresca y despejada, y antes de
sentirse preocupado con los afanes del día.
Pertenecer al ejercito de Gedeón es mas difícil de lo que muchos imaginan, pero
yo me he afiliado a ese ejército, ¡gloria a Dios! y mi alma está ardiendo. Me da gozo
vivir y pertenecer a ese ejército.
CAPITULO 13
EL EMBAJADOR ENCADENADO
CAPITULO 14
LA FE: LA GRACIA Y EL DON
CAPITULO 15
NO SE DEBE LITIGAR
He observado que muchas veces después de haber explicado mi punto de vista a una
persona, con toda claridad y calma, me siento inclinado a decir la última palabra; pero
he visto también que Dios me bendice más cuando dejo la cosa en sus manos y, obrando
de ese modo, sucede con frecuencia que gano a mi opositor. Si bien podrá parecer que
he sido derrotado, generalmente sucede que, al fin y al cabo, ganamos a nuestro
enemigo y, si somos realmente humildes, nos regocijamos más por haber conseguido
que la persona haya reconocido ella misma la verdad (2 Timoteo 2:25), que si nosotros
la hubiésemos convencido con nuestros argumentos.
CAPITULO 16
DEJANDO ESCAPAR LA VERDAD
“Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que
hemos oído, no sea que nos deslicemos” (Hebreos 2:1).
La verdad que salva al alma no se recoge como se recogen las piedrecitas de la
playa, sino que se obtiene más bien como el oro y plata, que se consiguen después de
mucho buscar y excavar. Salomón dice: “Si clamares a la inteligencia, y a la prudencia
dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la escudriñares como a tesoros; entonces
entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios” (Prov. 2:3-5). El que
quiera adquirir la verdad, tendrá que emplear su inteligencia, deberá orar mucho, hacer
examen de sí mismo y abnegarse de continuo. Debe estar siempre atento a la voz de
Dios que habla dentro de su propia alma. Debe velar para no caer en pecado y en olvido,
y debe meditar en la verdad de Dios, de día y de noche.
El ser salvado no es como salir a un paseo. Los hombres y mujeres que están
llenos de la verdad —que son la verdad personificada— no han llegado a serlo sin
esfuerzo. Ellos han excavado en busca de la verdad; han amado la verdad, la han
codiciado más que el alimento; han sacrificado todo para adquirirla. Cuando han caído,
han vuelto a levantarse, y cuando se han visto derrotados no se han dejado arrastrar por
la desesperación, sino que, con más cuidado y atención, y con mayor fervor, han
renovado sus esfuerzos para conseguirla. No han tenido a menos sacrificar sus vidas con
tal de llegar a conocer la verdad.
La fortuna, comodidades, el renombre, la buena reputación, los placeres y todo lo
que puede proporcionar el mundo, lo tuvieron por estiércol y escoria, mientras buscaban
la verdad y fue, cabalmente, en ese punto, donde la verdad ocupó lugar preferente a todo
lo demás, cuando la encontraron.
Fue allí donde encontraron la verdad que salva al alma, que satisface el corazón,
que responde a los interrogantes de la vida, que trae comunión con Dios y que
proporciona gozo indescriptible y perfecta paz.
Pero así como se requiere esfuerzos para encontrar la verdad, es necesario velar
para conservarla. “Las riquezas tienen alas”, y si se les descuida, huyen. Lo mismo
sucede con la verdad. Si no se le cuida celosamente se escurrirá. “Compra la verdad y
no la vendas” (Prov. 23:23). Generalmente la verdad se escapa poco a poco. Se escurre
así como se escurre el agua, toda no sale de un golpe, sino que va saliendo poco a poco.
He aquí un hombre que una vez estuvo lleno de la verdad. Amaba a sus enemigos
y oraba por ellos; pero poco a poco fue descuidando esa verdad que debemos amar a
nuestros enemigos, hasta que se escurrió y ahora en vez de amar y orar por sus
enemigos, siente amargura de espíritu y enojo.
Otro, antes solía dar su dinero para ayudar a los pobres y para propagar el
Evangelio. No tenía ningún temor de que le faltase algo, pues creía que Dios proveería
todo lo que necesitase; Estaba tan lleno de la verdad que no temía nada, y estaba seguro
de que si buscaba primero el reino de Dios y su justicia, todas las demás cosas le serían
añadidas, (Mateo 6:33). No temía que Dios se olvidase de él ni que lo abandonase y
dejase su simiente sin amparo y mendigando pan. Servía a Dios con regocijo y con todo
el corazón; quedaba satisfecho con un pedazo de pan duro, y se sentía tan
despreocupado como el pajarito que acurruca su cabecita debajo del ala y se queda
dormido, sin saber de dónde le vendrá el desayuno, pues confía en el gran Dios que abre
su mano y satisface el deseo de toda criatura y, a su tiempo, les da su alimento. Pero
poco a poco, la prudencia del Diablo penetró en su corazón, y poco a poco permitió que
la verdad de la fidelidad y paternidad de Dios y el cuidado providencial que él tiene de
los suyos, se escurriese, y ahora es mezquino, ambicioso y lleno de preocupaciones
acerca del mañana; es totalmente lo opuesto a su generoso y amante Salvador.
He aquí otro hombre que antes oraba de continuo. Le gustaba orar. La oración era
el aliento de su vida. Pero poco a poco dejó escurrir la verdad de que “es necesario orar
siempre, y no desmayar” (Lucas 18:1), y ahora la oración es para él algo frío y muerto.
Otro, antes solía concurrir a todas las reuniones que podía, pero comenzó a
descuidar la verdad que no debemos dejar “de congregarnos, como, algunos tienen por
costumbre” (Heb. 10:25) y ahora prefiere irse al parque o a la ribera del río, o al club,
que concurrir a un servicio religioso.
Otro, no bien se ofrecía la oportunidad de testificar, se ponía de pie para hacerlo y,
cuando se encontraba con algún camarada en la calle, no podía resistir el deseo de
hablar acerca de los bienes con que Dios le había colmado; pero, poco a poco, se dio a
“necedades” y a “truhanerías, que no convienen” (Efesios 5:4), y dejó escurrir la verdad
de que “los que temen a Jehová hablaron cada uno a su compañero”, y por fin se olvidó
de las solemnes palabras del Señor Jesús, quien dijo que “toda palabra ociosa que
hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio” (Mateo 12:36). Ya no se
acuerda que la Biblia dice: “La muerte y la vida están en poder de la lengua”
(Proverbios 18:21), y que debemos cuidar de que nuestra conversación sea “sazonada
con sal” (Colosenses 4:6), de modo que ahora puede hablar sin cansarse sobre cualquier
tema que no sea el de la religión personal y la santidad. El bien meditado y ardiente
testimonio que solía dar antes, y que tanto conmovía a los que le oían, que amonestaba a
los pecadores indiferentes, que alentaba a los de corazón tímido y desmayado y que
producía júbilo entre los soldados y los santos y les llenaba de fortaleza, ha sido
reemplazado por algunas frases que no tienen significado ni para su propio corazón, y
en la reunión tienen el efecto de grandes témpanos situados al lado del fuego, y sus
palabras son inútiles como los cascarones en un nido de donde hace un año que volaron
los pájaros que lo ocupaban.
Otra, antes creía que las mujeres piadosas deben ataviarse con ropas sencillas y
modestas; no con cabellos encrespados, oro, o perlas, o vestidos costosos, sino de
buenas obras (1 Timoteo 2:9); pero poco a poco dejó escapar la verdad de Dios; escuchó
los susurros del tentador y cayó, al igual que Eva, cuando prestó oídos al Diablo y
comió del fruto prohibido. Ahora, en vez de vestirse sencillamente, sale ataviada con
flores, plumas y vestidos costosos, pero ha perdido el adorno del espíritu humilde, “lo
cual es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4).
Pero, ¿qué debe hacer esta gente?
Deben recordar de donde han caído, deben arrepentirse y volver a hacer sus
primeras obras. Deben volver a excavar en busca de la verdad, del mismo modo como
los hombres buscan el oro, y que la busquen como se buscan los tesoros escondidos, y
volverán a encontrarla. “Dios… es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6).
Este podría ser trabajo harto difícil. También es difícil buscar oro. Tal vez sea un
proceso lento. También lo es buscar tesoros escondidos. “Buscad, y hallaréis” (Lucas
11:9). Pero es un trabajo necesario. El destino eterno de nuestra alma depende de ello.
¿Qué hacen aquellos que poseen la verdad para impedir que se les escape?
1. Acatan las palabras dichas por David a su hijo Salomón: “Guardad e
inquirid todos los preceptos de Jehová, vuestro Dios” (1 Crónicas 28:8).
2. Hacen lo que Dios le ordenó a Josué: “Nunca se apartará de tu boca este
libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él”. ¿Para qué? —“Para que
guardes y hagas conforme a— ¿algunas de las cosas escritas en él? — ¡No! — todo lo
que en él está escrito” (Josué 1:8).
Un joven rabino le preguntó a su anciano tío si no podría estudiar filosofía griega.
El anciano rabino le citó el texto: “Nunca se apartará tu boca de este libro de la ley, sino
que de día y de noche meditarás en él”, y luego añadió: “Halla una hora que no sea día
ni noche, y entonces estudia la filosofía griega”.
El “hombre bienaventurado”, de quien nos habla David, no sólo es un hombre que
no anduvo en consejo de malos ni estuvo en camino de pecadores, ni se ha sentado en
silla de escarnecedores, sino que “en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita
de día y de noche” (Salmo 1).
Si quieren mantener firmemente la verdad, y no dejarla escapar, deben leer, leer y
releer la Biblia. Deben refrescar su mente constantemente con sus verdades, así como el
estudiante diligente refresca su memoria repasando los libros de texto; así como el
abogado que quiere tener éxito estudia constantemente sus libros de jurisprudencia, o el
médico sus obras de medicina.
Juan Wesley, en su vejez, después de haber leído y releído la Biblia; durante toda
su vida, dijo con respecto a sí mismo: “Yo soy homo unius libri” —hombre de un solo
libro.
La verdad se escurrirá, seguramente, si no se refrescan sus mentes con la lectura
constante de ‘la Biblia y la meditación en ella.
La Biblia es la receta de Dios para hacer gente santa. Si quieren ser personas
santas y semejantes a Cristo, deben ajustarse fielmente a esa receta.
La Biblia es la “guía” de Dios para enseñar a hombres y mujeres el camino al
cielo. Deben prestar estricta atención a las direcciones que ella da, si es que quieren
llegar al cielo.
La Biblia es el libro de medicina de Dios, para enseñar a la gente cómo sanar de
las enfermedades del alma. Deben estudiar con toda diligencia el diagnóstico que hace
de las enfermedades del alma y de sus métodos de cura, si quieren disfrutar de salud
espiritual.
Jesús dijo: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios” (Mateo 4:4); y también dijo: “Las palabras que yo os he hablado, son
espíritu y son vida” (Juan 6:63).
3. “No apaguéis el espíritu” (1 Tesal. 5:19). Jesús llama al Espíritu Santo el
“Espíritu de Verdad”. Por consiguiente, si no quieren que la verdad se escuna, deben dar
la bienvenida en sus corazones al Espíritu de Verdad y rogarle que more en ustedes.
Acarícienle en su alma. Deléitense en él. Vivan en él. Ríndanse a él. Confíen en él.
Tengan comunión con él. Considérenlo como su Amigo, Guía, Maestro y Consolador.
No lo consideren de la manera que algunos niños consideran a sus maestros de escuela:
como unos enemigos, como alguien de quien se pueden burlar; alguien que está siempre
a la espera de una oportunidad para infligir castigo, para reprochar e imponer disciplina.
Por supuesto, el Espíritu hará eso, cuando ello fuere necesario, pero le apena hacerlo. Su
mayor deleite es consolar y alentar a los hijos de Dios. ¡El es amor! ¡Alabado sea su
sagrado nombre! “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados
para el día de la redención” (Efesios 4:30).
CAPITULO 17
SI HAN PERDIDO LA BENDICION
¿QUE SUCEDERA?
CAPITULO 18
LOS GANADORES DE ALMAS Y SUS
ORACIONES
CAPITULO 19
TESTIGOS DE LA RESURRECCION
EN NUESTROS DIAS
Hace algunos años me arrodillé para orar con una señorita que deseaba ser
santificada. Le pregunté si quería dejar todo para seguir a Jesús. Ella contestó que sí.
Pensé entonces someterla a una dura prueba y le pregunté si estaría dispuesta a ir como
misionera de Jesús al África. Respondió que sí. Nos arrodillamos y oramos y mientras
orábamos prorrumpió en llanto y exclamó: “¡Oh Jesús! “.
Ella nunca había visto a Jesús. Jamás había oído su voz, y antes de ese momento
no tenía más idea de una revelación de Jesús a su alma que la que podría tener un
hombre ciego de nacimiento acerca del arco iris. ¡Pero ella le conoció! No tuvo
necesidad de que alguien le dijera que éste era Jesús, como no se precisa de la luz de
una vela para ver salir el sol. El sol trae su propia luz y lo mismo hace Jesús.
Ella le conoció, le amó y se regocijó en él, con gozo indescriptible, y lleno de
gloria; a partir de esa hora, ella testificó acerca de él y siguió en pos de él: siguió en pos
de él hasta el África, para ayudarle a ganar a los paganos para su reino, hasta un día en
que él le dijo: “Entra en el gozo de tu Señor” (Mateo 25:23) y entonces ascendió al
cielo, para ver en toda Su plenitud su divina gloria.
Esta señorita fue testigo de Jesús: testigo de que él no está muerto sino vivo y,
como tal, fue un testigo de su resurrección.
Testigos de esa clase se han necesitado en todos los tiempos. Los necesitamos
hoy, tanto como en los días de los apóstoles. Los corazones de los hombres son
igualmente malos hoy como lo eran en aquel entonces; su presunción es igualmente
caprichosa, su egoísmo tan general como en aquel tiempo y su incredulidad igualmente
obstinada como en cualquier período de la historia del mundo; se requiere una evidencia
tan poderosa como siempre para subyugar sus corazones y engendrar en ellos fe viva.
Hay dos clases de evidencias y parece que ambas son necesarias para lograr que
los hombres acepten la verdad y se salven. Estas son: la evidencia que obtenemos por
medio de la historia, y la evidencia que nos dan los hombre vivos que nos muestra
aquello de lo cual están conscientes.
En la Biblia y en los escritos de los primitivos cristianos, tenemos las evidencias
históricas del plan de Dios para con los hombres, y la manera cómo trata con ellos; de la
vida, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesús, y del avivamiento del Espíritu
Santo. Pero parece que estos documentos no bastan por sí solos para destruir la
incredulidad de los hombres y hacerles que se presenten ante Dios con humildad y
sumisión, y que tengan fe sencilla y firme en su amor. Tal vez ellos produzcan una fe
histórica. Es decir, tal vez crean lo que dicen acerca de Dios, acerca de los hombres,
acerca del pecado, la vida, la muerte, el día del juicio, el cielo y el infierno, de igual
modo como creen lo que dice la historia referente a Julio César, Bonaparte o
Washington. Dicha fe podrá hacer que los hombres sean muy religiosos, que construyan
templos, que se abnieguen y cumplan con muchas ceremonias del culto; hará que
abandonen los pecados bajos y visibles y que vivan decorosa y moralmente; y sin
embargo, esos hombres podrán permanecer muertos para Dios. No les conduce a la viva
comunión con el Señor Jesús, que deshace todo pecado, tanto interno como externo, y
disipa el temor a la muerte, llenando el corazón de feliz esperanza de inmortalidad.
La fe salvadora es aquella fe que trae al alma la vida y el poder de Dios: es una fe
que convierte en humilde al presuntuoso; al impaciente en paciente; al altanero en
humilde de corazón; al mezquino en liberal y generoso; al impuro en limpio y casto; al
díscolo y contencioso, en manso y considerado; al mentiroso, en veraz; al ladrón, en
honrado; al fatuo e insensato, en sabio y sensato. Es una fe que purifica el corazón, que
pone al Señor siempre primero ante los ojos y llena el alma de amor santo, humilde y
paciente, hacia Dios y el hombre.
Para adquirir esta fe se necesita no sólo la Biblia con sus evidencias históricas,
sino también un testimonio vivo. Se necesita de alguien que ha gustado “la buena
palabra de Dios, y poderes del siglo venidero” (Heb. 6:5); alguien que sepa que Jesús no
está muerto, sino vivo; alguien que testifique acerca de su resurrección, porque conoce
al Señor que es “la Resurrección y la Vida” (Juan 11:25).
Recuerdo a una señorita que vivía en Boston, cuyo tranquilo y sincero testimonio
de Jesús atraía mucha gente a las reuniones, pues concurrían para oírla hablar. Un día,
mientras caminábamos por la calle, ella me dijo: “El otro día mientras me hallaba en mi
habitación preparándome para la reunión, Jesús estuvo conmigo. Tuve la sensación de
que estaba presente, y le reconocí”.
Yo repliqué: “Podemos estar más conscientes de su presencia que de cualquier
amigo terrenal”.
Con gran sorpresa y gozo para mí, le oí decir: “Sí, porque él está en nuestros
corazones”.
Pablo tuvo que ser un testigo así para poder lograr la salvación de los gentiles. El
no fue testigo de la resurrección de Jesús, sólo por haberle visto con los ojos naturales,
sino en el sentido más elevado y espiritual, pues el Hijo de Dios se había “revelado” a él
(Gálatas 1:16) y su testimonio fue tan poderoso para convencer a los hombres acerca de
la verdad y para disipar su incredulidad, como lo fueron los testimonios de Pedro o
Juan.
Esta facultad de testificar no está restringida únicamente a los apóstoles que
estuvieron con Jesús, ni a Pablo que fue escogido específicamente para ser un apóstol,
sino que es una herencia común a todos los creyentes. Muchos años después de
Pentecostés, Pablo escribió a los corintios, allá lejos en Europa: “¿No os conocéis a
vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados? “ (2
Corintios 13:5). Y escribiendo a los colosenses referente al misterio del Evangelio, dice:
“Es Cristo en vosotros la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27). En realidad, este es el
elevado propósito con el cual Jesús envió al Espíritu Santo. El dijo: “Cuando venga el
Espíritu de verdad… no hablará por su propia cuenta... El me glorificará; porque tomará
de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13-15).
Esta es su principal misión: revelar a Jesús al alma de cada creyente
individualmente, y al hacerlo así, purifica cada corazón, destruye toda tendencia mala e
implanta en el alma del creyente el mismo temperamento y disposición del Señor
Jesucristo.
La verdad es que la revelación interna de la mente y corazón de Jesús, por medio
del bautismo del Espíritu Santo, era necesaria para hacer testigos de los mismos
hombres que habían estado con él durante tres años y que fueron testigos oculares de su
muerte y resurrección. Les envió inmediatamente a que contasen lo que había sucedido
a todos los que encontraban. Se quedó con ellos algunos días, enseñándoles ciertas
cosas, y luego, poco antes de ascender a los cielos, en vez de decirles: “Tres años habéis
estado conmigo, ya sabéis lo que ha sido mi vida, habéis oído mis enseñanzas; me
habéis visto morir; sois testigos de mi resurrección; id ahora por todo el mundo, y
contad estas cosas”, en lugar de eso, leemos: “Les mandó que no se fueran de Jerusalén,
sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan
ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo
dentro de no muchos días... Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el
Espíritu Santo, y me seréis testigos” (Hechos 1:4, 5, 8).
Habían estado con él durante tres años, pero no le comprendieron. Se había
revelado a ellos en carne y sangre, pero ahora se revelaría en ellos por medio del
Espíritu; en esa hora comprendieron su divinidad y su carácter, y se dieron cuenta cabal
de su misión, de su santidad, de su amor eterno y de su poder salvador, de manera tal
que jamás lo habrían comprendido aunque hubiese vivido con ellos en la carne durante
toda la eternidad. Esto fue lo que hizo decir a Jesús poco antes de su muerte: “Os
conviene que yo me vaya, porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros”
(Juan 16:7); y si no hubiese venido el Consolador, no habrían podido conocer a Jesús,
sino únicamente en la forma humana.
¡Oh, cuán tiernamente les amaba Jesús, y con qué inexpresable vehemencia
ansiaba que le conociesen! De igual modo hoy día, él quiere que su gente le conozca, y
quiere revelarse a sus corazones.
Es este conocimiento de Jesús que los pecadores exigen a los cristianos antes de
creer.
Pues bien, si es cierto que los hijos de Dios pueden llegar a conocer a Cristo de
ese modo, que el Espíritu Santo lo revela de ese modo, que Jesús desea con vehemencia
ser conocido por su pueblo, y que los pecadores exigen que los cristianos tengan dicho
conocimiento antes de creer, ¿no es eso, de por sí, algo que obliga a todo seguidor de
Jesús a buscarle con todo el corazón, hasta sentirse lleno de ese conocimiento y poder
para testificar? Además, se debiera buscar ese conocimiento no sólo con objeto de ser
útil, sino para adquirir consuelo y seguridad personal, porque es salvación, es vida
eterna. Jesús dijo: “Esta... es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).
Una persona podrá saber diez mil cosas acerca del Señor; podrá ser muy elocuente
al hablar acerca de su carácter y sus obras y, no obstante, no saber nada de él en su
corazón. Un campesino podrá saber muchas cosas acerca de su reina; podrá creer en su
justicia y estar dispuesto a confiar en su clemencia, aunque jamás la haya visto. Pero
son sus hijos e hijas y los miembros de su corte quienes realmente la conocen. Esta
revelación universal del Señor Jesús es algo más que la conversión: es el lado positivo
de aquella experiencia que llamamos un “corazón limpio” o “santidad”.
¿Quieren conocerle de ese modo? Si lo desean, con toda el alma, podrán llegar a
conocerle.
Primero, pueden estar seguros que sus pecados han sido perdonados. Si han hecho
mal a alguien, enmienden el mal hasta donde puedan. Zaqueo le dijo a Jesús: “La mitad
de mis bienes doy a los pobres, y si en algo he defraudado a alguno, lo devuelvo
cuadruplicado” (Lucas 19:8), y Jesús le salvó al instante. Sométanse a Dios. Confiesen
sus pecados, y luego confíen en Jesús, y pueden estar seguros que todos sus pecados
serán perdonados. El borrará todas sus rebeliones y no se acordará más de sus pecados
(Isaías 43:25).
Segundo, ahora que ustedes han sido perdonados, acérquense a él con su voluntad,
sus defectos, su todo, y pídanle que él les libre de todo mal genio, de todo deseo egoísta
y de toda duda secreta, y que descienda a morar dentro de su corazón, que les conserve
puros y los utilice para su propia honra y gloria. Después de eso, no contiendan mas,
sino anden en la luz que él les dará, confíen en él con paciencia y expectación, creyendo
que él les contestará sus oraciones; y ustedes podrán estar seguros que él les llenará “de
toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:19). Ustedes no deben impacientarse en este punto,
no deben hundirse en dudas y temores secretos, sino deben mantenerse firmes en la
profesión de la fe (Hebreos 10:23); porque, como dice Pablo, “es necesaria la paciencia,
para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un
poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:36,37). Dios descenderá
a nosotros. Sí, él vendrá, y cuando venga, él satisfará todos los deseos de nuestros
corazones.
CAPITULO 20
EL RADICALISMO DE LA SANTIDAD
CAPITULO 21
PERFECTA PAZ
1
fijos en nuestro Señor. Pero si bien es sencilla, confieso que, para la mayoría, no es cosa
fácil hacerlo. Prefieren más bien pensar en los negocios, en los placeres, en las noticias
del día, en la política, la cultura, la música o en la obra del Señor, que no acerca del
propio Señor y Salvador.
Es verdad que los negocios y las demás cosas deben ocupar algo de nuestros
pensamientos, y debemos prestar atención a la obra del Señor, si es que le amamos a él
y a las almas por las cuales él murió; pero así como la niña enamorada, en medio de su
trabajo y placeres piensa constantemente en su novio; y así como la joven esposa, llena
de nuevos cuidados, mantiene en su corazón constante comunión con su esposo aun
cuando éste se encuentre muy lejos, nosotros debiéramos pensar todo el tiempo en Jesús
y mantener ininterrumpida comunión con él. Debemos confiar en su sabiduría, en su
amor y poder, para vivir en “perfecta paz”.
¡Piense en esto! “Todos los tesoros de la sabiduría y conocimiento se hallan
escondidos en él”, y nosotros, en nuestra ignorancia e insensatez somos hechos
“completos en él”. Tal vez nosotros no entendamos, pero él entiende. Tal vez nosotros
no sepamos, pero él sabe. Tal vez estemos perplejos, pero él no lo está. Además, si
somos suyos, debemos confiar en él y así viviremos en “perfecta paz”.
Diez mil veces me he encontrado al borde de la desesperación, no sabiendo qué
hacer, ¡pero cuánto consuelo me proporcionó saber que Jesús lo veía todo de principio a
fin, y que estaba haciendo que todas las cosas obrasen en beneficio mío, por cuanto le
amaba y confiaba en él! Jesús nunca se encuentra desesperado por no saber qué hacer, y
cuando nosotros estamos más confusos y desesperados, debido a nuestra insensatez y
falta de visión, Jesús en la plenitud de su amor, y con toda su infinita sabiduría y poder,
está realizando los deseos de nuestros corazones, siempre que sean éstos deseos santos.
¿No ha dicho él: “Cumplirá el deseo de los que le temen? “(Salmo 145:19).
Jesús no sólo tiene sabiduría y amor, sino que nos asegura que tiene “todo poder
en el cielo y en la tierra”; por consiguiente el consejo de su sabiduría y los tiernos
deseos de su amor no pueden fracasar por falta de poder para realizarlos. El puede
cambiar los corazones de los reyes y hacer cumplir su voluntad, y su amor, invariable y
fiel, le inducirá a hacerlo, si sólo confiamos en él. Nada es más sorprendente a los hijos
de Dios, que confían en él y observan sus caminos, que la manera maravillosa e
inesperada en que él obra a favor de ellos, y la clase de gente que emplea para hacer su
voluntad.
Nuestros corazones ansían ver la gloria del Señor y la prosperidad de Sión, y
oramos a Dios sin poder concebir una idea de cómo se podrán cumplir los deseos de
nuestros corazones; pero confiamos y volvemos nuestras miradas hacia Dios. El
comienza a obrar, empleando para ello a personas de quien menos lo habríamos
esperado y de la manera menos pensada, para contestar nuestras oraciones y recom-
pensar nuestra fe. De ese modo en todas las pequeñas ansiedades, pruebas y demoras de
nuestra vida, si seguimos confiando y nos regocijamos a pesar de las cosas que nos
incomodan, encontraremos que Dios está obrando en favor nuestro, pues él dice que es
“nuestro pronto auxilio en las tribulaciones” (Salmo 46:1) —en todas ellas— y Jesús es
pues auxilio de todos aquellos que mantienen firme su confianza en él. Muy poco
tiempo ha transcurrido desde que el Señor permitió que yo pasase por una serie de
pruebas que me angustiaron muchísimo. Pero mientras esperaba en oración, confiado en
él, me hizo ver que si yo tuviese más confianza en él mientras me hallaba en
dificultades, y si seguía regocijándome, yo obtendría bendiciones como resultado de las
mismas pruebas a que me veía sometido, y así como Sansón sacó miel del cadáver del
león, yo también saqué dulzura de mis tribulaciones. ¡Alabado sea su santo nombre! Me
regocijé, y las tribulaciones fueron desvaneciéndose de una en una, quedándome
únicamente la dulzura de la presencia de mi Señor y sus bendiciones, y desde entonces
ha reinado paz perfecta en mi corazón.
¿No hace Dios todo esto para impedir que nos enorgullezcamos, para humillarnos,
y para hacernos ver que nuestro carácter es, para él, de más valor que todo servicio que
le rendimos? ¿No lo hace con objeto de enseñarnos a andar por la fe y no por vista y
para estimularnos a que confiemos en él y vivamos en paz?
No quiero por esto que ninguna alma sincera, cuya fe es pequeña, ni ninguna de
aquellas afanosas que creen que nada marcha bien si no están afanosas, intranquilas y
corriendo de un lado para otro, supongan que haya semejanza alguna entre la “paz
perfecta” y la perfecta indiferencia. La indiferencia es hija de la pereza. La paz es hija
de una fe cuya actividad es incesante, perfecta y la más elevada de las actividades del
hombre, porque por medio de ella hombres humildes y desarmados “conquistaron
reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos
impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en
batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros. Las mujeres recibieron sus muertos
mediante resurrección” (Hebreos 11:33-35).
Para ejercer esta poderosa fe que trae “perfecta paz”, debemos recibir en nuestros
corazones el Espíritu Santo, y reconocerle no como una influencia o atributo de Dios,
sino como al propio Dios. El es una persona, y él nos hará conocer a Jesús, y nos hará
comprender también lo que él piensa y cuál es su voluntad. Nos hará sentir, además, que
está siempre presente con nosotros, si confiamos en él. Jesús siempre está con nosotros,
y si ansiamos tenerle con nosotros, eso le complacerá tanto que nos ayudará a tener
nuestros pensamientos fijos en él.
Esto requerirá, sin embargo, algún esfuerzo de nuestra parte, porque el mundo, los
negocios, las flaquezas de la carne, los defectos de nuestra mente, el mal ejemplo de las
personas que nos rodean, y el Diablo con todas sus asechanzas, tratarán de apartar
nuestros pensamientos de Jesús y hacer que le olvidemos; tal vez en veinticuatro horas
sólo volvamos nuestros pensamientos y afectos hacia él una o dos veces y, aun en los
momentos en que estamos orando, no nos encontraremos realmente con Dios.
Cultivemos, por consiguiente, el hábito de tener comunión con Jesús. Cuando
nuestros pensamientos vagan y se alejan de él, volvámonos otra vez; mas hagamos esto
tranquila y pacientemente, porque cualquier impaciencia (aunque ello fuese en contra de
nosotros mismos) es peligrosa, pues podría turbar nuestra paz interna, y ahogar la voz
del Espíritu e impedir que la gracia de Dios nos domine y subyugue nuestros corazones.
Pero si con toda humildad y contrición dejamos que el Espíritu Santo more en
nosotros, y si obedecemos su voz, él mantendrá nuestros corazones en santa calma aun
en medio de mil cuidados, debilidades y tribulaciones.
“Por nada estéis afanosos; sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios
en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo
entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”
(Filipenses 4:6, 7).
CAPITULO 22
ALGUNAS DE MIS EXPERIENCIAS MIENTRAS HE
ENSEÑADO LA DOCTRINA DE LA SANTIDAD
En una ocasión recibí una carta de uno de los oficiales jóvenes más consagrados
que conozco, en la que decía: “Amo la santidad más y más, pero me siento casi
desalentado. Me parece que jamás podré llegar a enseñar lo que es la santidad, pues
tengo la sensación de que yo explico las cosas, o con demasiada claridad o sin ser
suficientemente claro”. ¡Dios bendiga a ese joven camarada! Bien me doy cuenta de lo
que él siente. Un día, pocos meses después de haber obtenido yo la bendición de la
santidad, me sentí muy abatido por no poder conseguir que la gente fuese santificada.
Sabía, sin el menor lugar a duda, que yo tenía un corazón limpio; pero de alguna manera
tenía la impresión, de que no sabía cómo enseñar a otras personas a obtenerlo.
Aquella mañana me encontré con cierto hermano que consigue que la gente
obtenga la santificación, más que cualquier otra persona que yo sepa, y le pregunté:
“¿Cómo podré enseñar la santidad para que mi gente la obtenga?” El respondió:
“Cargue y dispare, cargue y dispare”.
Inmediatamente recibí la luz. Vi que a mí me correspondía orar, estudiar la Biblia
y hablar con aquellos que ya habían recibido la bendición de la santidad, hasta que yo
me sintiese tan cargado que no pudiese más, y entonces debía descargar de la mejor
manera que pudiese, y que era a Dios a quien le tocaba hacer que la gente recibiese la
verdad y llegase a ser santa.
Eso sucedió un sábado. Al día siguiente, me dirigí a mi gente cargado de verdad,
reforzado por amor y fe. Hice la descarga con tanta fuerza y tan directamente como
pude, y he aquí que veinte personas se adelantaron al banco de penitentes en busca de la
santidad. Jamás había visto yo cosa igual antes, pero la he visto muchas veces desde
entonces.
A partir de esa fecha hasta ahora, he atendido estrictamente a la parte que a mí me
toca en el negocio, he confiado en que Dios haría la suya, y he tenido algún éxito
dondequiera que he ido. Pero en todas partes Satanás también me ha tentado algunas
veces, especialmente cuando la gente endurecía el corazón y no quería creer ni
obedecer. En esos momentos he sentido que la dificultad debía yacer en la manera en
que yo predicába la verdad. Unas veces el Diablo me decía: “Tú hablas con demasiada
franqueza, de ese modo vas a ahuyentar a todo el mundo”. Otras veces decía: “No
hablas con suficiente franqueza, y a ello se debe que el que la gente no se santifique”.
De este modo he sufrido mucho. Pero siempre he acudido al Señor y le he expuesto mis
tribulaciones, y le he dicho que él sabía que mi más vehemente deseo era predicar bien
la verdad para que la gente llegase a confiar en él y le amara con perfecto corazón.
Cuando he dicho esto, el Señor me ha consolado, y me ha hecho ver que era el
Diablo quien me tentaba con objeto de impedir que siguiese predicando la santidad.
Algunas veces profesores de religión me han dicho que yo hacía más mal que bien. Pero
esos profesores eran esa clase de hombres que describe Pablo cuando dice que tienen
“apariencia de piedad”, mas niegan su eficacia, y he seguido su mandamiento: “De los
tales, apártate”, y no he querido prestar más atención a sus palabras que a las del Diablo.
De ese modo he seguido adelante, cuando se ha hablado bien de mí, igualmente como
cuando han hablado mal, y el amado Señor nunca me ha dejado solo, sino que se ha
mantenido a mi lado, me ha dado la victoria y constantemente he visto a algunos
guiados a la gloriosa luz de la libertad y del amor perfecto. Satanás ha probado muchos
medios para hacerme desistir de predicar la santidad, pues sabe que si pudiera lograrlo,
no tardaría en hacerme pecar, y me derrotaría por completo. Pero el Señor puso en mí,
desde el principio, un santo temor, llamando mi atención a Jeremías 1:6, 8 y 17. El
último versículo hizo que yo tuviese mucho cuidado en hablar exactamente lo que el
Señor me había dicho que hablase. Luego Ezequiel 2:4-8 y 3:8-11, me impresionaron
mucho. En estos pasajes de las Sagradas Escrituras, el Señor me ordenaba proclamar su
verdad, tal cual él me la dio a mí, la escuche la gente o no. En Efesios 4:15, él me dijo
cómo debía predicar: es decir, “en amor”.
Comprendí entonces que tenía el deber de predicar la verdad tan bien y tan
claramente como me fuera posible, pero debía cuidar de que mi corazón estuviese
siempre lleno de amor a la gente a quien hablaba.
Leí en la segunda epístola a los Corintios acerca de la manera cómo Pablo amaba
al pueblo. Dice el apóstol: “Yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun, yo mismo me
gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos”
(2 Corintios 12:15). Luego en Hechos 20:20 y 27: “Nada que fuese útil he rehuido de
anunciaros y enseñaros... Porque no he rehuido de anunciaros todo el consejo de Dios”.
Esto me hizo sentir que el rehuir de dar la verdad al pueblo (la cual es necesaria para su
salvación eterna) era peor que el rehuir dar pan a las criaturas que están pereciendo de
hambre, o que el que mata almas es peor que el que mata cuerpos. Por eso oré
fervorosamente pidiéndole al Señor que me ayudara a amar a la gente a fin de que yo
pudiese predicarles la verdad completa, aun cuando me odiasen por ello, y, ¡loado sea
su nombre! , él contestó mi oración.
Hay tres puntos en la enseñanza de la santidad que el Señor me ha guiado a hacer
resaltar continuamente.
Primero, que nadie puede hacerse santo por medio de sus propios esfuerzos, como
el etíope no puede cambiar su cutis, ni el leopardo sus manchas. Que no importa cuál
fuere la cantidad de buenas obras ni el sacrificio y abnegación, o el trabajo que se
hiciere para salvar a otros, nada de eso puede purificar el corazón, ni desarraigar de él
las raíces del orgullo, vanidad, mal genio, impaciencia, ni el temor y vergüenza de la
cruz, la sensualidad, el odio, la envidia, la contienda, el amor a los placeres y cosas
semejantes, y poner en su lugar amor perfecto y sin mácula, paz, longanimidad, bondad,
mansedumbre, fe, humildad y templanza.
Hay millones que, habiendo hecho esfuerzos para purificar las fuentes ocultas de
sus corazones, —esfuerzos que sólo les llevaron al fracaso— hoy pueden testificar que
esta pureza no se consigue “por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:9).
Segundo, mantengo prominente el hecho que la promesa se recibe por la fe. Una
pobre mujer quería obtener algunas uvas del jardín del rey, para darle a su hijito que
estaba enfermo. Ofreció comprarle las uvas al jardinero, pero éste no quiso venderle.
Regresó otra vez, y encontrándose con la hija del rey, le ofreció dinero a cambio de las
uvas. Pero la hija del rey respondió: “Mi padre es rey y él no vende sus uvas”. Condujo
entonces a la pobre mujer a la presencia del rey y, una vez que le hubo relatado lo que le
pasaba, el rey le dio todas las uvas que quiso.
Nuestro Dios, nuestro Padre, es el Rey de reyes. El no vende su santidad ni las
gracias de su Espíritu, sino que las da a aquellos que las piden con fe sencilla e infantil.
Sí, él las da. “Pedid y recibiréis”. “¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida.
¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe... ¿Luego por la fe
invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:27,
31). Por medio de la fe, la ley de Dios queda escrita en nuestros corazones, de manera
que cuando leemos el mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón”,
hallamos una ley de amor en nosotros, porque tenemos dentro de nosotros una ley que
corresponde al mandamiento. Dice el apóstol: “Con el corazón se cree para justicia”
(Romanos 10:10). Esa declaración corresponde fielmente a nuestra experiencia, pues
dondequiera que exista la fe real y verdadera, salida del corazón, hace que el hombre
impaciente sea paciente; que el orgulloso se torne humilde; el hombre sensual se
convierta en casto; el ambicioso, en generoso; el contencioso, en pacífico; el mentiroso,
en veraz; el que odiaba, en tierno y amoroso. Trueca las tristezas en gozo y da paz y
constante consuelo.
Tercero, doy énfasis a la verdad que la bendición se debe recibir por la fe ahora.
El hombre que espera recibirla por medio de las obras, siempre tendrá algo más que
hacer antes de poder reclamar la bendición, y por eso nunca llega al punto de poder
decir: “La bendición ahora es mía”. Pero el alma humilde, que espera recibirla por la fe,
comprende que ella es un don de Dios, y creyendo que Dios está dispuesto a darle ese
don ahora mismo, como en cualquier otro momento, confía y lo recibe al instante.
Urgiendo de ese modo a la gente a que espere recibir la bendición “al momento”,
he conseguido que algunos la adquiriesen en el mismo instante mientras me hallaba
hablando. Personas que habían pasado muchas veces al banco de penitentes, y que
habían luchado y orado, ansiosas de obtener la bendición, la han recibido mientras se
hallaban sentadas en sus asientos escuchando las sencillas palabras de fe que
predicamos.
“Bendice, alma mía, a Jehová; y bendiga todo mi ser su santo nombre” (Salmo 103:1).
CAPITULO 23
¡OTRA OPORTUNIDAD!
CAPITULO 24
AVES DE RAPIÑA
Satanás emplea todas sus artimañas para impedir la santificación de los creyentes.
Usa todos sus argumentos sofísticos y toda la fuerza de su poderosa voluntad; pero el
alma resuelta y determinada a ser enteramente del Señor hallará que Satán es un
enemigo a quien se puede vencer, y que no tiene poder para engañarle. La manera más
segura para derrotarle, es hacerse la resolución de creer firmemente y conformarse con
la voluntad de Dios, a pesar de las dudas que Satán instiga siempre.
En el capítulo quince del Génesis hallamos un relato del sacrificio hecho por
Abraham; este relato es muy instructivo para todos aquellos que quisieren obtener la
completa salvación.
Abraham tomó ciertos animales y aves, y los ofrendó a Dios; después de haber
efectuado la ofrenda, mientras esperaba la señal de la aceptación de Dios, aves de rapiña
descendieron para arrebatar el holocausto. Abraham las espantó. Así siguió hasta la
entrada de la noche; entonces descendió el fuego de Dios y consumió la ofrenda.
De igual modo, el que quiere ser santificado debe hacer una ofrenda a Dios de
todo su ser; sin reserva de ninguna clase. Este acto debe ser real y no imaginario: debe
constituir la verdadera entrega a Dios de uno mismo, con todas sus esperanzas, planes,
perspectivas, propiedades, facultades físicas y mentales, tiempo, cuidados, tribulaciones,
goces, tristezas, reputación, amistades; significa hacer un pacto perpetuo e irrevocable
con él. Cuando nos hemos entregado a Dios de ese modo, para ser cualquier cosa o nada
por amor de él; para ir a cualquier parte o quedarnos donde a Jesús le plazca, debemos,
como Abraham, esperar con toda calma y paciencia que Dios nos dé el testimonio de
habernos aceptado.
“Aunque tardare (la visión), espérala, porque sin duda vendrá, no se tardará... mas
el justo por su fe vivirá”. (Habacuc 2:3,4).
Durante este período de espera, ya sea largo o corto, seguramente el Diablo
enviará a sus aves de rapiña para que arrebaten la ofrenda.
“El dirá: “Si te has entregado del todo a Dios, debieras sentirte diferente”. Tengan
presente que esa es el ave de rapiña del Diablo; espántenla, háganla huir. Lo que uno
siente se produce siempre por algún objeto apropiado. Para tener la sensación del amor,
debo pensar en alguien a quien amo; pero en el mismo instante en que ceso de pensar en
el ser amado, y comienzo a pensar en la condición de mis sentimientos, en ese momento
mis sentimientos se imponen.
Miren a Jesús y no presten atención a sus emociones; ellas son involuntarias, mas
no tardarán en ajustarse al hábito fijo de su fe y voluntad.
“Tal vez la consagración que has hecho no sea completa”, sugiere otro.
Esa es otra ave de rapiña; espántenla.
En este punto Satanás se hace extremadamente piadoso y quiere obligarles a que
se mantengan constantemente haciendo el examen de su consagración, pues sabe que
mientras él logre hacerles examinar su consagración, ustedes no pondrán sus ojos en las
promesas de Dios y, consecuentemente, no creerán; si ustedes no tienen fe en que su
ofrenda es aceptada ahora, todo lo que hagan serán obras muertas.
“Pero no tiene usted el gozo ni las hondas y poderosas emociones que sienten
otras personas”. Esa es otra ave de rapiña: espántenla y háganla huir.
Hace poco me dijo una señora: “Yo he abandonado todo, pero no he conseguido la
felicidad que esperaba tener”.
—Ah, hermana —le respondí—, la promesa no es para aquellos que buscan la
felicidad, sino para los que tienen hambre y sed de justicia; ellos serán hartos. Busque la
justicia y no la felicidad.
Así lo hizo, y al cabo de pocos minutos quedó satisfecha, porque con la justicia
obtuvo gozo en plenitud.
“Pero la fe es algo incomprensible, no puede usted ejercerla; ore usted a Dios para
que él le ayude a disipar la incredulidad”.
Esa es otra de las aves de rapiña del Diablo; échenla fuera.
La fe es casi demasiado sencilla para ser descrita. Es confianza en las palabras de
Jesús; confiar simplemente en lo que él ha dicho y aferrarse a sus promesas, creyendo
que todas las promesas hechas por él son para nosotros. “Tengan cuidado de no dejar
que sus “sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera fidelidad a Cristo” (2
Corintios 11:3).
Yo les digo, mis amados camaradas, que todo aquello que es contrario a que
tengamos fe en las promesas que nos ha hecho Dios de que podemos obtener la
santidad, son aves de rapiña del Diablo y deben echarlas fuera, de manera absoluta, si es
que desean ser salvados.
No entren en controversia con el Diablo. Derriben “argumentos y toda altivez que
se levanta contra el conocimiento de Dios” (2 Corintios 10:5), y confíen. Razonen con
Dios. “Venid luego... y estemos a cuenta...” (Isaías 1:18).
En uno de los cultos que se celebraba para despedir el año viejo y recibir al nuevo,
un hombre se arrodilló delante de la mesa de consagración, en compañía de varios otros;
dicho hombre buscaba la limpieza de corazón. Se le dijo que se entregara por completo
a Dios y que pusiera en él implícita confianza. Finalmente comenzó a orar, y luego dijo:
“Me entrego a Dios y a partir de este momento voy a vivir y a trabajar para él con las
fuerzas que tengo, dejando que él me dé la bendición y poder cuando a él le plazca. El
ha prometido dármelos y estoy seguro de que así lo hará, ¿no le parece?
—Sí, hermano mío; él lo ha prometido e indudablemente cumplirá con su
promesa, —le repliqué.
—Sí, sí; él lo ha prometido —volvió a decir el hombre.
En ese instante, la luz irradió en su alma y luego dijo: “¡Alabado sea Dios! ¡Gloria
a Dios! “Razonó con Dios y, al contemplar sus promesas, fue salvado. Otros de los que
le rodeaban, razonaban con el Diablo, contemplaban sus sentimientos y no fueron
santificados.
Mas después de haber dado el paso de fe, Dios ha dispuesto que ustedes hablen de
su fe. Los hombres de carácter, de fuerza e influencia, son aquellos que dicen lo que son
y lo que creen. El hombre que tiene convicciones y que no tiene miedo de proclamarlas
ante el mundo entero y defenderlas, es el que es verdadero y estable en lo que cree. Así
sucede en la política, en los negocios, en todas las reformas morales y en la salvación.
Hay una ley universal que subraya la declaración: “Con la boca se hace confesión para
salud” (salvación). Si ustedes han obtenido la santificación, y quieren conservarla, en la
primera oportunidad que tengan deben hacerlo saber delante de todos los diablos del
infierno, ante todas las personas a quienes conozcan en la tierra y delante de todos los
ángeles del cielo. Deben presentarse ante todos como personas que profesan tener
corazón puro y que de hecho lo tienen, que poseen la santidad. Sólo de ese modo
quemarán los puentes que han dejado atrás; mientras estos no queden destruidos,
ustedes no estarán seguros.
El otro día me dijo una señora: “Jamás me ha gustado decir que el Señor me ha
santificado enteramente, pero sólo hace poco supe el por qué. Veo ahora que
secretamente yo deseaba tener un puente tras mí, de modo que hubiese podido volver
atrás sin causarme daño alguno. Si profeso ser santificada, debo tener cuidado de no
hacer nada que esté en discrepancia con lo que profeso, pero si no lo digo a nadie,
puedo hacer cualquier cosa y luego escudarme diciendo: “Yo no pretendo ser perfecta”.
¡Ese es el secreto! Tengan cuidado, amados lectores, pues caerán en esa trampa y
el Diablo los tomará cautivos. Todos los que se hallan fuera del cerco están del lado del
Diablo. “El que no es conmigo, contra mí es”. Pónganse del lado de Dios, haciendo una
declaración abierta y definida de su fe. Pero dirá el Diablo: “Mejor es que no diga usted
nada respecto a esto hasta que usted esté seguro de poder cumplir con ello. Tenga
cuidado, pues podría usted hacer más mal que bien”.
Espanten a esa ave de rapiña inmediatamente, pues si no lo hacen así, todo lo que
han hecho hasta ahora será menos que inútil. Esa ave de rapiña ha devorado a miles de
holocaustos hechos con tanta sinceridad como el de ustedes. No deben guardar oculta la
bendición que han recibido, sino que deben declarar osadamente la fe que tienen en
aquel que les bendice, y él les guardará.
Sólo ayer me decía un hermano: “Cuando yo busqué esta experiencia, me
entregué a Dios de manera definitiva y completa, y le dije que iba a confiar en él; pero
me sentía tan seco como un poste. Poco después de eso, un amigo me preguntó si yo era
santificado y, antes de tener tiempo para hacer el examen de mis sentimientos, respondí:
“Sí, y en ese mismo instante Dios me bendijo y me llenó de su Espíritu. Desde entonces
él me ha guardado poseído de su santidad”.
Habló acerca de su fe y razonó con Dios.
“Pero usted quiere ser sincero y no decir que tiene más de lo que realmente posee”
—arguye Satanás.
¡Esa es un ave de rapiña!
Deben estar convencidos de que Dios no les engaña y seguros de que él ha
prometido que “todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá”
(Marcos 11:24). Crean que Dios es fiel.
Tuve una soldada que se entregó a Dios, pero no experimentó ninguna sensación
nueva; debido a ese hecho vaciló y no testificó diciendo que Dios la había santificado.
“Pero, dijo, comencé a razonar la cosa del siguiente modo: “Yo sé que me he
entregado por completo a Dios. Estoy dispuesta a ser cualquier cosa, a hacer cualquier
cosa, a sufrir cualquier cosa por amor de Jesús. Estoy dispuesta a abandonar todo placer,
honor y hasta mis más acariciadas esperanzas y planes, con tal de agradarle a él, mas no
tengo la sensación de que Dios me haya santificado; y, sin embargo, él ha prometido
hacerlo así, bajo la sola condición de que yo me entregue a él y crea en su Palabra.
Sabiendo, como sabía, que me había entregado a él, tuve la convicción de que a mí me
correspondía creer, pues de no hacerlo así, le haría a él mentiroso; por consiguiente me
dije: Yo voy a creer que él me santifica. No obstante eso, no tuve ningún testimonio de
que la obra se hubiese realizado en mí en ese instante. Pero descansé confiada en Dios.
Algunos días más tarde concurrí a una convención de santidad y allí, mientras muchos
otros testificaban, pensé que yo también debía ponerme de pie y testificar que Dios me
había santificado. Así lo hice, y entre el tiempo que empleé en ponerme de pie y
sentarme, Dios descendió y me dio el testimonio de que la obra había sido realizada en
mí. Ahora sé que estoy santificada”.
Su rostro radiante evidenciaba que realmente la obra había sido hecha en ella.
Amado lector, resista usted al Diablo, y huirá. Entréguese por completo a Dios,
confíe en él, y haga la confesión de su fe. “Y luego vendrá súbitamente a su templo el
Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí
viene, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Malaquías 3:1).
CAPITULO 25
CON PAZ ININTERRUMPIDA
“En santidad y en justicia delante de él, todos nuestros días” (Lucas 1:75).
El Reverendo Juan Fletcher, a quien Wesley consideraba como el hombre más
santo que había vivido sobre la tierra desde los días del apóstol Juan, perdió la
bendición cinco veces antes de llegar a sentirse real y definitivamente establecido en la
gracia de la santidad, y Wesley decía que estaba persuadido, debido a observaciones
hechas por él, de que generalmente la gente pierde la bendición de la santidad varias
veces antes de aprender el secreto de conservarla. De manera que si alguno de los que
leen estas líneas ha perdido la bendición y se siente atormentado por el antiguo enemigo
de las almas, —el Diablo— quien le dice que jamás podrá volver a disfrutar la
bendición de la santidad ni conservarla, permítame instarle a que haga la prueba una vez
más y si no tiene éxito la primera vez, siga buscándola vez tras vez hasta obtenerla.
Ustedes probarán la sinceridad de sus deseos y propósitos de obtener la santidad no
cediendo ante las dificultades y aun derrotas, sino levantándose aunque se hayan caído
diez mil veces, y empezando de nuevo con nueva fe, y mayor consagración. Si hacen
esto podrán ustedes estar seguros de que ganarán el premio y a la larga podrán retener la
bendición de la santidad.
La promesa es: “buscad y hallaréis”.
—Pero ¿cuánto tiempo debo buscar?
—Busquen hasta hallar.
—Pero, ¿y si llegara a perder la bendición?
—Búsquela otra vez hasta obtenerla de nuevo. Llegará el día en que Dios les
sorprenderá derramando sobre ustedes tal bautismo de su Espíritu Santo que hará
desaparecer para siempre todas sus tinieblas, dudas e incertidumbres y nunca volverán a
caer; la sonrisa de Dios les acompañará siempre, y el sol de ustedes no se pondrá jamás.
Oh, amado hermano desalentado, mi desanimada hermana, permítanme que les
urja a mirar a Jesús y a confiar en él. Sigan buscando la santidad que anhelan y
recuerden que el hecho que Dios demore en contestar no es una negación.
Jesús es el Josué de ustedes, quien les conducirá a la tierra prometida; él puede
derrotar a todos los enemigos que se opongan a su paso. Las personas que abandonan la
lucha en los momentos de derrota tienen mucho que aprender aún acerca del engaño y
dureza de sus corazones, así como también acerca de la longanimidad y ternura de Dios
y la potencia de su poder salvador. Pero Dios no quiere que nadie que haya recibido la
bendición la pierda, y es posible que una vez obtenida ésta, no la pierda nunca.
— ¿Pero cómo se puede hacer eso? —pregunta alguno.
Un día un amigo mío, antiguo condiscípulo del colegio de teología, quien había
terminado sus estudios, se dirigía a su campo de trabajo. Le acompañé hasta la estación
del ferrocarril para despedirle, tal vez para nunca volver a vernos más. El me miró y
dijo:
—Samuel, dame un texto que me sirva de lema para toda la vida.
Instantáneamente elevé mi corazón a Dios, pidiéndole que me iluminara. Ahora
bien, si desean ustedes retener la bendición de la santidad, esa es una de las cosas que
deben hacer constantemente: elevar su corazón a Dios en busca de luz, y esto no
únicamente en momentos en que se presentan las crisis de la vida, sino en todos sus
detalles, aun en aquellos que parecen pequeños y de poco valor. Con la práctica podrán
llegar a adquirir la costumbre de hacer eso, que llegará a ser tan natural para ustedes
como el respirar. Manténganse siempre tan cerca de Dios que puedan hablarle en voz
baja, si es que quieren retener la bendición de la santidad. Yo comprobé aquella mañana
que me encontraba a muy corta distancia de Jesús, allí mismo en la estación del tren, e
inmediatamente me vinieron a la mente los once primeros versículos del primer capítulo
de la segunda epístola de San Pedro; no sólo como un lema, sino como una regla de
conducta trazada por el Espíritu Santo, siguiendo la cual no sólo podemos retener la
santidad y nunca caer, sino también ser fructíferos en el conocimiento de Dios, y tener
entrada en toda la plenitud del Reino de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Todos ustedes, los que quieren retener la bendición de la santidad, tomen nota de
ese pasaje. Observen que en el versículo 4, el apóstol dice que somos “participantes de
la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la
concupiscencia”. Eso es santidad, escapar de la corrupción de nuestros depravados
corazones y recibir la naturaleza divina. El apóstol nos urge no sólo a que seamos
diligentes, sino a que lo seamos en todo. Un hombre perezoso y dormilón no puede
retener la bendición: realmente un hombre de esa clase no puede obtener la santidad.
Para obtenerla es necesario buscarla con todo el corazón; es preciso cavar como cuando
uno busca un tesoro escondido, y para retenerla debemos ser diligentes. Hay personas
que dicen: “Una vez salvado, queda uno salvo para siempre”, pero Dios no dice nada de
eso. El nos dice que velemos y que seamos prudentes y diligentes, porque nos
encontramos en terreno del enemigo. Este mundo no es amigo de la gracia. Si usted
tuviese diamantes por valor de cien mil pesos y se encontrara en un país lleno de
ladrones, velaría y cuidaría su tesoro con toda diligencia. Pues bien, ustedes están en
terreno del enemigo, y tienen corazón santo, “las arras del Espíritu”, su pasaporte al
cielo, su pacto de vida eterna. Sean diligentes y cuídenlo.
Dice el apóstol: “Por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud”. Ustedes deben tener
fe en las grandes y preciosas promesas que él nos ha hecho para poder obtener la
santidad, pero para retenerla deben añadir algo más. Esta palabra “virtud” viene de la
antigua palabra latina que significa valor. Es probable que con ese significado se le
emplee aquí. Para retener esta bendición es necesario ser valiente.
El Diablo rugirá algunas veces como un león, el mundo les mirará mal, y tal vez
hasta les maltrate y les quite la vida. Sus amigos tendrán lástima de ustedes o les
maldecirán y predecirán que calamidades de toda suerte les sobrevendrán; habrá
ocasiones cuando su propia carne se resistirá. A mí me dijeron que me volvería loco, y
pareció realmente que así sucedería, tal era la vehemencia y fervor con que yo ansiaba
saber cuál era la voluntad de Dios con respecto de mí. Me dijeron que iría a parar en un
pantano de fanatismo; que acabaría en un asilo de desamparados; que arruinaría mi
salud y llegaría a ser un inválido para toda la vida, viviendo una vida atormentada y que
sería una carga para mis amistades. Hasta el propio obispo cuyo libro sobre la santidad
había despertado mi alma, después que hube obtenido la santidad, me aconsejó que no
dijera mucho al respecto, pues ello causaría muchas divisiones y trastornos (Después
supe que él había perdido la bendición de la santidad). El Diablo me persiguió de día y
de noche, con mil tentaciones espirituales de las cuales yo jamás había soñado, y
finalmente hizo que un matón me atacara de tal modo que casi me mata, y durante
muchos meses quedé muy quebrantado de salud, tanto que el haber escrito una tarjeta
postal me sumergió en la desesperación y me privó del descanso durante una noche
entera2[1]. Hallé, pues, que se requiere valor para retener esta “Perla de gran precio”,
pero — ¡Aleluya para siempre! — “el León de la tribu de Judá”, que es mi Señor y
Salvador, es tan valiente como poderoso, tan lleno de amor como de compasión, y él ha
dicho en el libro que nos ha dejado para nuestra instrucción y estímulo: “Esfuérzate y sé
valiente”. Se trata de una verdadera ordenanza, que tenemos la obligación de obedecer.
Vez tras vez él ha dicho esto y setenta y dos veces dice: “No temas”, y añade, como
razón suficiente para que no temamos: “porque yo seré contigo”. ¡Alabado sea Dios! Si
él está conmigo, ¿por qué he de temer? ¿Y por qué has de temer tú, camarada?
Mi hijito tiene mucho miedo a los perros. Creo que el miedo nació con él. Pero
cuando me tiene de la mano camina valientemente y no temería pasar cerca del perro
más grande que hubiese en el país. Dios dice: “No temas, que yo soy contigo, no
desmayes, que yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré
con la diestra de mi justicia. No te dejaré ni te desampararé”. ¡Nunca! Jesús, el
mismísimo Jesús que murió por nosotros, dice: “Toda potestad me es dada en el cielo y
en la tierra, he aquí, yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo”. ¿Por qué temer?
El Diablo es maestro en el arte de engañar y derrotar a las almas, pero recuerden
que Jesús es el Dios Eterno, y él ha puesto a la disposición de nuestra fe, para nuestra
salvación, toda la sabiduría, poder y valor de la divinidad. Eso debiera llenarnos de
ánimo. ¿Están desalentados? ¿Tienen miedo? ¡Cobren ánimo! , y digamos valiente-
mente como dijo el rey David, quien tuvo muchas más tribulaciones y causas para
abatirse de las que tenemos nosotros.
“Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones.
Por tanto no temeremos, aunque la tierra sea removida; y se traspasen los montes al
corazón del mar” (Salmo 46:1).
Me ha servido de mucha ayuda una de las experiencias que tuvo David. En una
ocasión tuvo que huir de Saúl, quien le perseguía para matarle, como los cazadores
buscan las perdices por los bosques y montañas. Debido a eso David huyó a tierra de los
filisteos y habitó en el pueblo donde el rey le dijo que podía establecerse. Después de
eso los filisteos fueron a hacer guerra contra Saúl y David fue también. Pero los filisteos
temían que David se tornase contra ellos en la hora de la lucha e inspirados por ese
temor le obligaron a regresar al pueblo. A su llegada encontraron que los enemigos
habían invadido el pueblo y lo habían saqueado todo, llevándose a las mujeres, los
niños, ganados y demás bienes. Los hombres se enloquecieron de disgusto y se
propusieron apedrear a David. Había fundadas razones para tener miedo, pero la Biblia
2
nos dice que “David se esforzó en Jehová su Dios”. Lean el relato y vean la manera tan
admirable como Dios le ayudó a recuperarlo todo otra vez (1 Samuel 30).
Lo que es por mi parte, yo me he hecho la determinación de tener buen ánimo.
Dios ha sido mejor para mí que todos mis temores, y que los temores de mis amigos; él
ha confundido a todos mis enemigos, y ha probado que es más poderoso que mis
adversarios, haciéndome capaz de andar en santidad delante de él por casi diez años, por
medio de su bondad, poder y amor infinitos.
CAPITULO 26
SANTIFICACION vs. CONSAGRACION
CAPITULO 27
DANDO ALABANZA
No hay nada que esté más oculto de las gentes sabias y prudentes, que el hecho
bendito de que hay un secreto manantial de poder y victoria en el dar alabanza y preces
a Dios.
Muchas veces el Diablo logra enfriar a personas poniéndolas bajo un hechizo que
no puede conjurarse en ninguna otra forma. Almas sinceras que realmente buscan a
Dios y que podrían entrar a disfrutar de la luz perfecta y libertad si se atreviesen a mirar
al Diablo en la cara y gritar: “¡Gloria a Dios! “, siguen lamentándose todos los días de
su vida bajo esa influencia satánica. Muchas veces sucede que congregaciones enteras
caen bajo esa influencia. Hay en la mirada cierta vaguedad o intranquilidad; no prestan
la atención que sería de esperar ni tienen la expectación que debieran tener. Todo es
rígido, “con la rigidez de la muerte”. Pero si un hombre realmente bautizado por el
Espíritu de Dios, con el alma radiante del gozo de Jehová, alaba al Señor, verán que esa
influencia opresora desaparece; todos se despiertan y comienzan a esperar que suceda
algo.
El dar preces y alabar a Dios es a la salvación lo que la llama es al fuego. Se
puede tener un fuego muy intenso y útil sin llama de ninguna especie, pero sólo cuando
se levanta en llamarada el fuego se hace irresistible y arrasa todo cuanto encuentra. De
igual modo, hay personas que podrán ser muy buenas, y tener cierta cantidad de
salvación, pero sólo cuando están llenas del Espíritu Santo podrán prorrumpir en
alabanzas y preces a su glorioso Dios, a cualquier hora del día o de la noche, tanto
privadamente como en público. Cuando están en ese estado su salvación se hace
irresistible y contagiosa.
Las voces de algunas personas, cuando exclaman en alabanzas, se parecen al ruido
que hacen carros vacíos cuando ruedan por encima de las piedras; no son más que puro
ruido. Su religión consiste únicamente en hacer bulla. Pero hay otros que esperan a Dios
en lugares secretos, que buscan su rostro de todo corazón, que gimen en oración con
indecibles deseos de conocer a Dios en toda su plenitud y de ver que su reino venga con
poder; que piden el cumplimiento de las promesas, que escudriñan la Palabra de Dios y
meditan en ella de día y de noche, hasta que llegan a llenarse de los grandes
pensamientos y verdades de Dios, y su fe es perfeccionada. Entonces el Espíritu Santo
desciende y pesa sobre ellos con el peso de la gloria eterna, y eso les obliga a dar voces
de alabanza, y cuando gritan, sus gritos tienen efecto. Cada bala está cargada, y algunas
veces sus exclamaciones podrán ser como el estampido del disparo de un cañón y
tendrán la velocidad y poder de una bala de cañón.
Un antiguo amigo mío de Vermont me dijo en una ocasión que cuando él entraba
en ciertos almacenes o estaciones de ferrocarril, hallaba que estaban llenos de diablos, y
la atmósfera asfixiaba su alma a tal punto que gritaba; al hacer eso, todos los diablos se
ocultaban, se purificaba la atmósfera y él tomaba posesión del lugar, pudiendo entonces
decir y hacer lo que quería. La Marechale, escribió una vez: “Nada causa mayor
consternación en todo el infierno que una fe que le grite al Diablo, sin miedo de ninguna
clase”. No hay nada que se pueda oponer a un hombre que tiene en su alma un grito de
alabanza real y verdadera. La tierra y el infierno huyen de delante de él, y todos los
cielos acuden a su alrededor para ayudarle a pelear las batallas.
Cuando los ejércitos de Josué dieron gritos se derribaron los muros de Jericó.
Cuando el pueblo de Josafat comenzó a cantar y dar preces a Jehová, el Señor puso una
emboscada a los amonitas y a los moabitas en el Monte Seir, y fueron derrotados.
Cuando Pablo y Silas, con las espaldas heridas y lastimadas, presos en el calabozo de la
cárcel, a la medianoche, oraban y “cantaban himnos a Dios”, el Señor mandó un
terremoto que sacudió los cimientos de la prisión, dejó en libertad a los presos y
convirtió al carcelero y a toda su familia. No hay dificultad concebible que no se
desvanezca ante el hombre que ora y alaba a Dios.
Cuando Billy Bray quería pan, oraba y daba voces, con objeto de hacerle sentir al
Diablo que no se hallaba bajo ninguna obligación con él, sino que tenía perfecta
confianza en su Padre Celestial. Cuando el doctor Cullis, de Boston, no tenía ni un
centavo, no obstante pesar sobre él grandes responsabilidades, y cuando no sabía de
dónde sacar dinero para comprar los alimentos necesarios para los enfermos que tenia
en su hospital de tuberculosos, entraba a su despacho y leía la Biblia, oraba y se paseaba
de un lado a otro alabando a Dios, y decía que tenía confianza en que el dinero le
llegaría desde los confines de la tierra. Siempre viene la victoria cuando un hombre,
habiendo orado de todo corazón, se atreve a confiar en Dios y expresa su fe por medio
de preces.
El alabar en voz alta es la final y más elevada expresión de la fe perfeccionada en
sus diversos grados. Cuando un pecador acude a Dios sinceramente arrepentido, y se
rinde a él, confiado enteramente en la misericordia de Dios, esperando tan sólo recibir la
salvación de manos de Jesús, y por medio de la fe echa mano sin temor alguno a la
bendición de la justificación, la primera expresión de esa fe será de confianza y
alabanza. No hay duda de que habrá muchos que reclaman para sí la justificación que
nunca alaban a Dios; pero, o estos se engañan, o su fe es por demás débil y
entremezclada con dudas y temores. Cuando la justificación es perfecta, la alabanza será
espontánea.
Y cuando este hombre justificado llega a ver la santidad de Dios, los grandes
alcances de su mandamiento, y cómo Dios demanda de él la entrega de todas las
facultades de su ser, y se da cuenta de los restos de egoísmo y de amor a las cosas del
mundo que quedan en su corazón; cuando, después de haber hecho muchas tentativas
para purificarse, y después de escudriñar interiormente los sentimientos de su alma, y de
debatir con su conciencia, y de vencer las vacilaciones de su alma, acude a Dios para
que le santifique por medio de la sangre preciosa del Señor Jesucristo y del bautismo del
Espíritu Santo y el fuego, entonces la expresión final de la fe que de modo absoluto y
perfecto se aferra a dicha bendición, no será oración sino alabanza y aleluyas.
Y cuando el hombre salvado y santificado, al ver las penas de un mundo perdido,
y al sentir la santa pasión de Jesús obrando poderosamente en él, sale a luchar “contra
principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas
tinieblas, contra malicia espirituales en los aires”, con objeto de rescatar a los esclavos
del pecado, después de haber orado y gemido, rogándole a Dios que derrame sobre él su
Espíritu Santo; y después de predicar a los hombres y de enseñarles, después de rogarles
que se sometan a Dios, y después de ayunos, pruebas y conflictos, en todo lo cual la fe y
la paciencia se perfeccionan y echan mano de la victoria, la oración se transformará en
alabanza, y el lloro en gritos de aleluya de tal modo que la aparente derrota queda
transformada en definitiva victoria.
Donde hay victoria hay gritos, y donde no hay gritos es señal de que la fe y la
paciencia o están en retirada o en medio de un conflicto, y su final parece incierto.
Lo que es verdad en lo que se refiere a la experiencia personal, lo es también en la
revelación que tenemos de la iglesia en su triunfo final. Después de largos años de lucha
constante, de paciente esperar y severas pruebas; después de la incesante intercesión de
Jesús, y de los inexpresables gemidos del Espíritu en el corazón de los creyentes, la
iglesia llegará finalmente a alcanzar la perfección de la fe, la paciencia, la unión y el
amor, según lo expresa Jesús en la oración que hizo y que tenemos en el capítulo 17 de
San Juan. Entonces “el Señor mismo, con voz de mando, con voz de arcángel, y con
trompeta de Dios, descenderá del cielo” (1 Tesalonicenses 4:16). En ese momento lo
que parece derrota será transformado en eterna victoria.
Quisiera advertir, sin embargo, a mis lectores, que nadie debe suponer que no
puede dar voces de alabanza y loor a menos que tenga en su alma la sensación de haber
recibido una grande y poderosa ola de triunfo. Pablo dice: “Pues qué hemos de pedir
como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos indecibles” (Romanos 8:26). Mas si una persona rehusara orar mientras no
sintiera esa tremenda intercesión del Espíritu en su alma, que, según decía Juan
Fletcher, es “como un Dios que lucha con otro Dios”, jamás oraría. Debemos despertar
el don de la oración que está en nosotros; debemos ejercitarnos en la oración hasta que
nuestras almas transpiren, y entonces sentiremos la poderosa energía del Espíritu Santo
que intercede con nosotros. No debemos olvidar nunca que “el espíritu de los profetas
está sujeto a los profetas”. De igual modo debemos despertar en nosotros el don de la
alabanza.
Debemos poner en ello nuestra voluntad. Cuando el profeta Habacuc lo había
perdido todo y cuando se vio rodeado de desolación, exclamó: “Con todo, yo me
alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salud” (Habacuc 3:18). Somos
colaboradores con Dios, y si le alabamos a él, él cuidará de que tengamos por qué
alabarle. Repetidas veces oímos decir como Daniel oraba tres veces por día, pero
pasamos por alto el hecho que al mismo tiempo él “daba gracias”, lo cual es una especie
de alabanza. Dice David: “Siete veces al día te ensalzaré”. Repetidas veces se nos
exhorta a que ensalcemos a Dios y a que demos voces y nos regocijemos; pero, si a
causa del miedo y la vergüenza, no nos regocijamos, no debe sorprendernos que no
disfrutemos el gozo ni nos gocemos por las victorias.
Pero si nos encontramos a solas con Dios dentro de nuestros propios corazones —
noten: a solas con Dios, a solas con Dios dentro de nuestros propios corazones; es ése el
lugar donde debemos estar a solas con Dios, y un grito no es sino una expresión de gozo
por haber encontrado a Dios en el corazón— y si luego le alabamos por sus
maravillosas obras, si le alabamos porque él es digno de alabanza, si le alabarnos ya sea
que nos sintamos con ánimo para ello o no, si le alabamos tanto en las tinieblas como en
la luz, si le alabamos en momentos de cruenta lucha tanto como en los de victoria,
pronto nos será posible gritar de puro júbilo. Y este gozo nadie nos lo podrá quitar, pues
Dios nos hará beber del río de sus placeres, y él mismo será nuestro gozo y “grande
alegría”.
Muchas almas, viéndose en terribles tentaciones e infernales tinieblas, han
clamado a Dios en oración y luego se han sumergido otra vez en la desesperación, pero
si hubiesen terminado sus oraciones con alabanza y agradecimiento y si se hubiesen
atrevido a dar gritos en nombre de Dios, habrían llenado el infierno de confusión, y
habrían ganado una victoria que habría hecho resonar todas las arpas del cielo, y hasta
los ángeles habrían dado gritos de regocijo. Muchas reuniones de oración han fallado
porque no llegaron al punto en que los que oraban dieran gritos de alabanza y regocijo.
Se cantaron cánticos, se dieron testimonios, se leyó la Biblia y se dieron explicaciones
sobre ella; se exhortó y amonestó a los pecadores, se elevaron oraciones hasta el trono
de Dios, pero ninguno luchó hasta llegar al punto en que de modo inteligente pudo
alabar a Dios por la victoria y, según lo que se pudo ver, la victoria se perdió porque no
hubo nadie que la celebrase en voz alta.
En el instante en que nacemos por medio del poder de Dios, a través de nuestra
peregrinación y hasta el momento en que alcanzamos a ver la realidad de nuestra visión
y vemos a Jesús tal cual es, glorificado, tenemos el derecho de regocijarnos, y debemos
hacerlo. Ese es nuestro más elevado privilegio y nuestro deber más solemne. Si no lo
hacemos, creo que el cielo se llenará de confusión, y los demonios del abismo sin fondo
se regocijarán con infernal regocijo. Debemos regocijarnos, pues ésta es casi la única
cosa que hacemos en la tierra que no cesaremos de hacer en el cielo. El llorar y ayunar,
el velar y orar, la abnegación y el cargar con la cruz y las luchas con el infierno, todo
eso pasará, pero las alabanzas a Dios y los aleluyas “al que nos ha amado y lavado de
nuestros pecados en su preciosa sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes delante de
Dios”, resonarán eternamente en el cielo. ¡Alabado sean Dios y el Cordero, por siempre
jamás! Amén.
CAPITULO 28
ALGUNAS DE LAS COSAS QUE DIOS
ME HA DICHO A MI