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INTRODUCCION

El 9 de enero de 1885, a eso de las nueve de la mañana, Dios santificó mi alma.


En ese momento estaba en mi habitación, pero minutos después salí a la calle y me
encontré con un hombre a quien le dije lo que Dios había hecho conmigo. A la mañana
siguiente me encontré con otro amigo en la calle y le hice la bendita relación. Este dio
una exclamación de gozo y alabó a Dios, y al mismo tiempo me instó a que predicara la
plena salvación y a que la anunciara en todas partes. Dios empleó a ese amigo para que
me sirviera de estímulo y ayuda. De modo que al día siguiente prediqué sobre el tema
con tanta claridad y fuerza como me fue posible y terminé mi alocución con mi
testimonio.
Dios hizo que mis palabras fuesen de bendición a los que me oyeron, pero fui yo
quien recibió la mayor bendición. Esa confesión sirvió para derribar los puentes tras de
mí. Tres mundos me miraban y veían en mí a un hombre que profesaba que Dios le
había dado un corazón limpio. Ya no podía retroceder. Tenía que avanzar. Dios vio que
yo tenía la determinación de serle fiel hasta la muerte. Dos mañanas después de eso,
acababa de levantarme de mi lecho, y leía algunas de las palabras de Jesús, cuando él
me dio tal bendición de la cual yo jamás había soñado siquiera que fuese posible a un
hombre recibir mientras se hallare de este lado del cielo. Fue un cielo de amor el que
descendió a mi corazón. Antes de desayunarme salí a dar una vuelta por uno de los
parques de Boston, y tal era el gozo que embargaba mi alma que no pude contener las
lágrimas mientras alababa a Dios. ¡Oh, cuánto le amé! Aquella hora conocí a Jesús, y le
amé hasta que me pareció que mi corazón iba a partirse henchido de amor. Amé a los
gorriones, a los perros, a los caballos, a los chiquillos vagabundos que veía por las
calles, amé a las personas desconocidas que pasaban presurosas a mi lado, amé a los
paganos: amé a todo el mundo.
¿Quieren saber qué es la santidad? Es amor puro. ¿Quieren saber qué es el
bautismo del Espíritu Santo? No es únicamente un mero sentimiento, no es una feliz
sensación que desaparece en una noche. Es un bautismo de amor que cautiva todos los
pensamientos y los sujeta al Señor Jesucristo (2 Cor. 10:5); que echa fuera todo temor
(1 Juan 4:18); que consume toda duda e incredulidad, así como el fuego consume la
estopa; que lo hace a uno manso y humilde de corazón (Mateo 11:20); que nos hace
odiar al impuro, la mentira y lo engañoso, la lengua lisonjera y todo lo malo; que hace
que el Cielo y el infierno sean realidades eternas; que hace que uno sea paciente y
amable con los descarriados y pecadores; que nos hace puros, apacibles, fáciles de
aconsejar, llenos de compasión y de buenos frutos, imparciales y sin hipocresía; que
hace que tengamos ininterrumpida simpatía con el Señor Jesucristo en sus trabajos y
dolores con objeto de restituir a Dios el mundo perdido y rebelde.
Dios hizo todo eso en mí. ¡Alabado sea su santo nombre!
¡Oh, cuánto había anhelado ser puro! ¡Cómo había tenido hambre y sed de Dios,
del Dios vivo! Y él me concedió los anhelos de mi corazón. El me satisfizo —peso bien
mis palabras— ¡él me satisfizo! ¡El me satisfizo!
Estos diez años han sido maravillosos. Dios ha llegado a ser mi Maestro, mi Guía,
mi Consejero, mi todo en todo.
El ha permitido que me viese perplejo y tentado, pero ello ha sido para mi bien.
No tengo queja alguna contra él Algunas veces me ha parecido como si me hubiese
dejado solo, pero ello sólo ha sido como cuando la mamá se aleja de su criatura con
objeto de enseñarle a andar. El no me ha dejado caer.
El ha estado en mi boca y me ha ayudado a hablar acerca de Jesús y su gran
salvación de manera tal que he podido enseñar, consolar y servir a otras almas. El me ha
sido la luz en mis tinieblas, fortaleza en mi debilidad, sabiduría en mi imprudencia,
conocimiento en mi ignorancia.
Cuando me he visto cercado en el camino, y cuando no veía modo alguno de salir
de mis tentaciones y dificultades, él me ha abierto paso, así como abrió el mar Rojo para
que pasaran por él los israelitas.
Cuando me ha dolido el corazón, él me ha consolado; cuando mis pies han estado
a punto de resbalar, él me ha sostenido; cuando ha temblado mi fe, él me ha animado;
cuando he estado muy necesitado, él me ha dado lo necesario; cuando he tenido hambre,
él me ha alimentado; cuando he tenido sed, él me ha dado agua viva.
¡Oh, gloria a Dios! ¿Qué no ha hecho él por mí? ¿Qué no ha sido él para mí?
Recomiendo a mi Dios al mundo entero.
El me ha enseñado que el pecado es lo único que puede causarme daño y que lo
único que puede beneficiarme en este mundo es “la fe que obra por amor” (Gálatas 5:6).
El me ha enseñado a aferrarme a Jesús por la fe y de ese modo salvarme de todos mis
pecados, temores y vergüenza, y a que demuestre mi amor obedeciéndole en todo y
procurando, de todas las maneras posibles, que otros también lleguen a obedecerle.
¡Yo le alabo! ¡Yo le adoro! ¡Yo le amo! Todo mi ser le pertenece en esta vida y en
la eternidad. Yo no me pertenezco. El puede hacer conmigo lo que le plazca, pues soy
suyo. Yo sé que lo que él escoja para mí ha de resultar en mi eterno bien. El es muy
sabio y no puede equivocarse, ni hacerme algún mal. Yo confío en él, yo confío en él,
yo confío en él. “De él es mi esperanza” (Salmo 62:5), no de ningún hombre, ni de mí
mismo, sino de él. El ha estado conmigo durante diez años, y sé que él jamás me fallará.
En el curso de estos diez años, Dios me ha dado las fuerzas para que pudiese
mantener el propósito ininterrumpido de servirle con todo mi corazón. Ninguna
tentación ha torcido esa firme determinación. Ninguna ambición mundana o eclesiástica
ha tenido ni el peso de un átomo para atraerme.
Toda mi alma clama dentro de mí, como clamaba la de Efraín cuando dijo: “¿Qué
tengo yo ya que ver con los ídolos? Yo le he respondido, y le observaré” (Oseas 14:8
V.M.).
“Santidad a Jehová” (Éxodo 28:36) ha sido mi lema. En realidad, de verdad ha
sido el único lema que podía expresar los hondos deseos y aspiraciones de mi alma.
Durante año y medio, consecutivo, me he visto imposibilitado de trabajar a causa
de debilidad física. Hubo tiempo cuando me habría parecido que ésta era una cruz por
demás pesada para mí; pero en esto, como en todo lo demás, bastóme su gracia.
Últimamente Dios ha estado bendiciéndome de manera muy especial. Mi corazón
corre tras él, y al buscarle, por medio de la oración paciente, fervorosa y creyente, y al
escudriñar con diligencia su Palabra, el ahonda la obra de su gracia en mi corazón.
S. L. BRENGLE
CAPITULO 1
¿QUE ES LA SANTIDAD?

“No todo el que me dice: Señor. Señor, entrará en el reino de los cielos: sino el
que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 7:21).
“Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación..., porque no nos ha llamado
Dios a inmundicia sino a santificación” (1 Tesal. 4:3,7). Sin santidad “nadie verá al
Señor” (Hebreos 12:14). Por lo tanto, “Sed santos” (l Pedro 1:16).
Cualquiera que lea la Biblia sinceramente, no “adulterando la palabra de Dios” (2
Cor. 4:2), verá que enseña claramente que Dios espera que su pueblo sea santo, y que
debemos ser santos para poder ser felices y útiles aquí en la tierra y entrar más tarde en
el reino de los cielos.
Una vez que el hombre sincero está convencido de que la Biblia enseña estas
verdades, y que tal es la voluntad de Dios, preguntará: “¿Qué es esta santidad, cuándo
puedo obtenerla y cómo?”
Hay diversidad de opiniones sobre estos puntos, aunque la Biblia es sencilla y
clara respecto a cada uno de ellos para todo aquel que busca la verdad sinceramente.
La Biblia nos dice que la santidad es liberación completa del pecado. “La sangre
de Jesucristo..., nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1: 7). No queda, entonces, nada de
pecado, porque el viejo hombre ha sido crucificado juntamente con él, “para que el
cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:
6), pues somos “libertados del pecado” (Romanos 6: 18).
Y de aquí en adelante, debemos considerarnos como “muertos en verdad al
pecado, pero vivos para Dios, en Cristo Jesús” (Rom. 6:11).
También nos dice la Biblia que es “amor perfecto”, lo que, según la propia
naturaleza de las cosas, debe expeler del corazón todo odio y todo mal genio contrario al
amor, de igual modo como es necesario vaciar por completo una vasija de aceite antes
de poder llenarla de agua.
La santidad es, pues, un estado en el cual no existen en el corazón ira, malicia,
blasfemia, hipocresía, envidia, afición a la holganza, deseo egoísta del aplauso y buena
opinión de los hombres, vergüenza de confesar la cruz, mundanalidad, engaño,
contienda, codicia, ni ningún deseo o tendencia mala.
Es un estado en el cual ya no existen más dudas ni temores.
Es un estado en el cual se ama a Dios y se confía en él con corazón perfecto.
Pero aunque el corazón fuere perfecto, la cabeza podrá ser muy imperfecta, y
debido a las imperfecciones de la cabeza —de la memoria, del criterio o de la razón—
el hombre santo podrá incurrir en muchos errores. No obstante, Dios mira la sinceridad
de sus propósitos y el amor y la fe del corazón —no a las imperfecciones de su cabeza
— y le llama santo.
La santidad no es la perfección absoluta, que sólo pertenece a Dios; ni es la
perfección angelical, ni la perfección adámica, —porque indudablemente Adán tendría
un modo de pensar perfecto, tanto como un corazón perfecto, antes que pecara contra
Dios— sino que es perfección cristiana: aquella perfección y obediencia del corazón
que llega a serle posible a una criatura caída a la cual auxilian el poder supremo y la
gracia sin límites.
Es ese estado del corazón y vida que consiste en ser y hacer, todo el tiempo, —y
no de vez en cuando y a saltos, sino de manera permanente— exactamente aquello que
Dios quiere que seamos y hagamos.
Jesús dijo: “Haced el árbol bueno, y su fruto bueno” (Mateo 2:33). El manzano es
manzano todo el tiempo y no puede dar otro fruto que no fuere manzanas. Así la
santidad es aquella renovación perfecta de nuestra naturaleza que nos hace
esencialmente buenos, de modo que continuamente demos fruto para Dios: “el fruto del
Espíritu” que “es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, fe, mansedumbre, templanza”
(Gálatas 5:22,23), sin que jamás ninguna de las obras de la carne se injerten en este
fruto celestial.
¡Gloria a Dios! Es posible aquí mismo en la tierra, donde el pecado y Satanás nos
ha arruinado, que el Hijo de Dios nos transforme de tal modo, que nos dé poder para
dejar a un lado al “viejo” hombre “y sus obras” y “vestir el nuevo que es creado
conforme a Dios en justicia y en santidad de verdad” (Efesios 4:22, 24), siendo
renovados “conforme a la imagen del que los creó” (Col. 3:10).
Pero alguien objeta y dice: “Sí, todo lo que dice es verdad, sólo que yo no creo
que podamos ser santos hasta la hora de la muerte. La vida cristiana es una guerra y
debemos pelear la buena batalla de la fe hasta la muerte, y entonces, creo que Dios nos
dará gracia para morir”.
Muchos sinceros cristianos piensan así, y por eso no hacen ningún verdadero
esfuerzo por estar “firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere” (Col.
4:12) para ello en el momento presente. Y aunque oran diariamente diciendo: “Venga tu
reino, sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10), no
creen, sin embargo, que sea posible que puedan hacer la voluntad de Dios. Por lo tanto,
en realidad hacen a Jesús autor de una vana oración, que es sólo una inútil burla repetir.
Pero es tan fácil para mí ser y hacer lo que Dios quiere que sea y haga en esta
vida, todos los días, como lo es para el ángel Gabriel ser y hacer lo que Dios quiere de
él, De no ser esto así, Dios no sería ni bueno ni justo en lo que requiere de mí.
Dios quiere que yo le ame y sirva de todo corazón, y el ángel Gabriel no puede
hacer más. Y mediante la gracia de Dios es tan fácil para mí hacerlo, como lo es para el
arcángel.
Además Dios me promete que si yo retorno al Señor y obedezco su voz… con
todo mi corazón y con toda mi alma, él circuncidará mi corazón... para que le ame con
todo el corazón y toda el alma (Deut. 30:2,6). También promete ayudarnos a “que,
librados de nuestros enemigos, sin temor” le sirvamos “en santidad y en justicia delante
de él, todos nuestros días” (Lucas 1:74,75).
Esta promesa, por sí sola, debería convencer a toda alma sincera de que Dios
quiere que seamos santos en esta vida.
La buena batalla de la fe es la lucha por retener esta bendición en contra de las
acometidas de Satanás, las nieblas de la duda y los ataques de una iglesia y mundo
ignorantes e incrédulos.
No es una lucha en contra de nosotros mismos después de haber sido santificados,
pues Pablo dice con toda claridad: “Porqué no tenemos lucha contra sangre y carne, sino
contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este
siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6: 12).
Además, en toda la Palabra de Dios no hay ni una sola frase que pruebe que esta
bendición no se recibe antes de la muerte, y seguramente que sólo aceptando de las
manos de Dios la gracia que nos ofrece, para vivir, es como podemos esperar que se nos
conceda gracia para morir.
Pero la Biblia declara (2 Cor. 9:8) que “poderoso es Dios para hacer que abunde
en vosotros toda gracia; a fin de que teniendo siempre en todas las cosas todo lo
suficiente, abundéis para toda buena obra”, no a la hora de la muerte, sino en esta vida,
cuando se necesita la gracia y donde debemos hacer nuestras buenas obras.

CAPITULO 2
COMO OBTENER LA SANTIDAD

“Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento” (Oseas 4:6).


“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a
Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17: 3).
Un anciano profesor que contaba más de ochenta años de edad, dijo en cierta
reunión de santidad: “Creo en la santidad, pero no creo que ésta se adquiera por
completo, de una vez, como dicen ustedes. Creo que la adquirimos creciendo en ella”.
Este es un error muy común, que sólo ocupa segundo lugar a aquél que hace de la
muerte el salvador del pecado y el dador de la santidad; este error ha sido el causante de
que miles no entren a disfrutar de la bendita experiencia. No reconoce la enorme maldad
del pecado (Rom. 7:13), ni sabe cuál es el camino sencillo de la fe, por el cual
únicamente puede destruirse el pecado.
La completa santificación es a la vez un proceso de resta y suma.
Primeramente se deja a un lado “toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y
todas las detracciones” (1 Pedro 2: 1); en realidad, se deja toda mala disposición y todo
deseo egoísta que no es según Cristo, y el alma es limpia. La naturaleza de este estado o
condición evidencia que no puede tratarse de un crecimiento, pues esta limpieza quita
algo del alma, y el crecimiento siempre añade algo. Dice la Biblia: “Pero ahora dejad
también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas
de vuestra boca” (Colosenses 3: 8). El apóstol habla como si una persona fuera a dejar
estas cosas en forma muy parecida a lo que ocurre cuando se quita el saco, y lo deja a un
lado. No es por crecimiento que el hombre se quita el saco, sino por una acción activa y
voluntaria, y por el esfuerzo de todo su cuerpo. Esta es sustracción.
Mas añade el apóstol: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados,
de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia”
(Colosenses 3: 12). Tampoco uno se pone el saco por crecimiento, sino por un esfuerzo
de todo el cuerpo, esfuerzo similar al que debió hacer para quitárselo.
Un hombre podrá crecer “dentro” de su saco, pero no podrá ponérselo por medio
del crecimiento. Primero, antes de que pueda crecer “dentro” del saco deberá ponérselo.
De igual modo una persona podrá crecer “en la gracia”, pero eso no quiere decir que
podrá adquirirla, creciendo, Un hombre podrá nadar dentro del agua, pero no le sería
posible nunca “nadar” primero, para así entrar en el agua.
No es por crecimiento como se sacan las hierbas malas del jardín, sino
arrancándolas, y usando vigorosamente la azada y el rastrillo.
No es por crecimiento como se puede limpiar al niñito que ha estado jugando con
el perro y el gato, y está todo sucio. Podría seguir creciendo hasta llegar a ser hombre, y
ensuciándose más cada día. Es lavándole en abundante agua limpia como pueden
esperar tenerlo algo presentable. Así dice la Biblia: “Al que nos amó, y nos lavó de
nuestros pecados con su sangre” (Apoc. 1:5). “La sangre de Jesucristo su Hijo nos
limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). Y es cabalmente como cantamos:
Tú, nívea blancura a mi alma has de dar.

Por esa limpieza todo he de dejar.

Hay una fuente carmesí

Que mi Jesús abrió.

Muriendo en la cruz por mí,

Do limpio quedo yo.


Estas verdades le fueron dichas al anciano hermano arriba mencionado, y se le
preguntó si después de sesenta años de experiencia cristiana, se sentía algo más cerca
del inapreciable don de un corazón limpio, de lo que era el caso cuando comenzó a
servir al Señor Jesucristo por vez primera. Confesó con toda franqueza que no.
Se le preguntó si no consideraba que sesenta años era tiempo suficiente para
probar si la teoría del crecimiento era correcta o no. El dijo que sí, y por lo tanto se le
invitó a que pasara adelante y buscara, al momento, la bendición de un corazón limpio.
Así lo hizo, pero aquella noche no obtuvo lo que buscaba, y la noche siguiente
pasó otra vez al banco de consagración en busca de la pureza de corazón. No había
estado de rodillas ni cinco minutos, antes que se pusiera de pie y, abriendo los brazos,
mientras las lágrimas corrían por sus mejillas y su rostro irradiaba con luz celestial,
exclamó: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar (Dios) de mí mis
rebeliones” (Salmo 103:12). Vivió algún tiempo después, y pudo testificar acerca de la
maravillosa gracia de Dios en Cristo, y luego se fue triunfante al seno de Dios, a quien,
sin santidad, nadie podrá ver.
“Pero, —me dijo un hombre a quien yo exhortaba a que buscase la santidad al
momento—, yo obtuve la santidad cuando me convertí. Dios no hizo obra a medias en
mí, cuando me salvó. El hizo una obra acabada”.
“Es verdad, Dios hizo una obra acabada, hermano. Cuando él lo convirtió a usted,
le perdonó todos sus pecados, cada uno de ellos. El no dejó la mitad sin perdonar, sino
que los borró todos, como una nube espesa, para nunca más volver a acordarse de ellos.
El también le adoptó a usted en su familia, y envió su Santo Espíritu al corazón de
usted, para que le diera esa preciosa y feliz nueva, y ésa información hizo que usted se
sintiese más feliz que si le hubiesen dado la noticia de que había heredado millones de
pesos, o que le habían elegido gobernador de una provincia, pues había sido usted hecho
heredero de Dios y coheredero de todas las cosas con nuestro Señor y Salvador
Jesucristo. ¡Gloria a Dios! Es algo grandioso ser convertido. Pero, hermano, ¿está usted
salvo de toda impaciencia, ira y pecados semejantes que emanan del corazón? ¿Vive
usted una vida santa?”
“Yo no veo estas cosas lo mismo que usted, —dijo el hombre—. No creo que
podamos ser salvos, en esta vida, de toda impaciencia e ira”. Y así cuando le hicimos
presión, esquivó la cuestión y en realidad contradijo su propio aserto de que había
obtenido la santidad en el momento de su conversión. Como lo expresa un amigo,
“prefería negar la enfermedad, antes que probar el remedio”.
El hecho es que ni la Biblia ni la experiencia prueban que una persona obtenga la
santidad en el momento de la conversión, sino todo lo contrario. Es verdad que le son
perdonados los pecados; recibe el testimonio de haber sido adoptado en la familia de
Dios; cambian sus afectos. Mas, antes de haber avanzado mucho, hallará que su
paciencia esta entremezclada con impaciencia, su bondad con ira, su mansedumbre con
enojo (que es del corazón y tal vez no lo vea el mundo, pero de lo cual él está
penosamente consciente); su humildad, entremezclada con orgullo, su lealtad a Jesús,
con cierto temor y vergüenza de la cruz, y, de hecho, el fruto del Espíritu y las obras de
la carne, están completamente entremezclados, en mayor o menor grado.
Pero todo esto desaparecerá cuando obtenga un corazón limpio, para lo cual
requerirá una segunda obra de la gracia, precedida de una consagración hecha de todo
corazón, y un acto de fe tan definido como el que precedió a su conversión.
Después de la conversión, hallará que su naturaleza es muy semejante a un árbol
que ha sido cortado, pero del cual quedan aún el tocón y la raíz. El árbol no molesta
más, pero la raíz hace que sigan saliendo los retoños, si no se tiene cuidado para que no
crezcan. La manera más rápida y mejor es poner un poco de dinamita debajo del tocón y
hacerlo volar.
De igual modo, Dios quiere poner en cada alma convertida la dinamita del
Espíritu Santo (la palabra “dinamita”, viene de la palabra griega “poder”, en Hechos
1:8, Versión Hispanoamericana), y destruir para siempre esa naturaleza antigua, molesta
y pecaminosa, de modo que pueda decir con verdad: “Las cosas viejas pasaron, he aquí
todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5: 17).
Eso es cabalmente lo que hizo Dios con los apóstoles, el día de Pentecostés. Nadie
negará que los apóstoles eran convertidos antes de Pentecostés, pues Jesús mismo les
había dicho: “Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas
10: 20), y una persona debe ser convertida antes que su nombre esté escrito en los
cielos.
También dijo: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:
16), y esto no podría decirse de hombres inconversos. Por consiguiente debemos llegar
a la conclusión de que eran convertidos y, sin embargo, no disfrutaron de la bendición
de un corazón limpio hasta el día de Pentecostés.
Que lo recibieron en dicha ocasión, lo declara Pedro tan llanamente como es
posible hacerlo, en Hechos 15:8,9, donde dice: “Dios, que conoce los corazones, les dio
testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia
hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones”.
Antes que Pedro recibiera esta gran bendición, un día estaba lleno de presunciones
y al otro, de temores. Un día declaró: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me
escandalizaré... Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré” (Mateo 26: 33,
35). Y poco después, cuando fue la turba a tomar preso a su Maestro, osadamente la
atacó espada en mano; pero dentro de unas horas, cuando la sangre se le había enfriado
un poquito y le había pasado la excitación, le tuvo tal miedo a una muchacha que juró y
maldijo, y negó a su Señor tres veces.
Pedro se parece a muchos soldados, que son muy valientes cuando hay “algo
grande” y todo es favorable, o que pueden soportar hasta un ataque de los
perseguidores, para lo cual es necesario poner en juego las facultades físicas; pero que
no tienen valor moral para vestir el uniforme cuando están solos en el negocio o en el
taller de trabajo, donde tendrían que sufrir las burlas de sus compañeros de trabajo y las
risas de los chiquilines de la calle. Estos son soldados a quienes les gustan las paradas
de uniforme, pero que no quieren la lucha difícil en el frente de batalla.
Pero Pedro venció todo eso el día de Pentecostés. Recibió el poder del Espíritu
Santo, que penetró en él. Obtuvo un corazón limpio, del cual el amor perfecto echó
fuera todo el temor. Más tarde, cuando lo encarcelaron por predicar en las calles, y
cuando al comparecer ante los tribunales se le ordenó que no volviese a hacerlo,
contestó: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios:
porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hechos 4: 19,20). Y
luego, no bien lo pusieron en libertad, salió otra vez a las calles a predicar las benditas
nuevas de la salvación.
Después de eso no se podía espantar a Pedro ni tampoco se le podía exaltar con
orgullo espiritual. Por eso, un día, después de haber sido empleado por Dios para sanar a
un cojo, y cuando la gente, maravillada corrió para ver, Pedro les dijo: “Varones
israelitas, ¿por qué os maravilláis de esto? ¿o por qué ponéis los ojos en nosotros, como
si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a éste? ... El Dios de nuestros
padres ha glorificado a su Hijo Jesús... y por la fe de su nombre, a éste, que vosotros
veis y conocéis, le ha confirmado su nombre; y la fe que es por él ha dado a éste esta
completa sanidad” (Hechos 3: 12,13,16).
Tampoco el viejo y querido apóstol tenía ya nada de aquel mal genio que
demostró en la ocasión cuando le cortó la oreja al infeliz hombre, la noche en que Jesús
fue arrestado, sino que estaba revestido del mismo pensamiento que tuvo el Señor
Jesucristo (1 Pedro 4: 1), y seguía a aquel que nos ha dejado ejemplo, para que le
sigamos en sus pasos.
“Pero nosotros no podemos obtener lo que Pedro recibió el día de Pentecostés”,
—me escribió alguien no hace mucho. Mas el propio Pedro, en el gran sermón que
predicó aquel día, declara que podemos obtenerlo, pues dice: “Recibiréis el don del
Espíritu Santo. Porque para vosotros —judíos, a quienes ahora me dirijo— “es la
promesa, y para vuestros hijos”, y no sólo para vosotros sino “para todos los que están
lejos” —de aquí a mil novecientos años— “para cuantos el Señor nuestro Dios llamare”
(Hechos 2: 38,39).
Cualquier hijo o hija de Dios puede obtener esto, si tan sólo se entrega a Dios sin
reserva alguna y se lo pide con fe. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis... Pues si
vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro
Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? “(Lucas 11: 9,13).
Búsquenle de todo corazón y le hallarán; no hay duda de que le hallarán, porque
Dios lo ha dicho, y él está esperando para darse él mismo a ustedes.
Un joven candidato para la obra del Ejército de Salvación se dio cuenta de que
necesitaba tener un corazón limpio. Salió de la reunión de santidad y se dirigió a su
casa. Una vez en su habitación, abrió la Biblia, se postró de rodillas al lado de su cama,
leyó el segundo capítulo de Los Hechos, y le dijo al Señor que no se levantaría de sobre
sus rodillas hasta recibir un corazón limpio, lleno del Espíritu Santo. No había estado
orando mucho tiempo antes que el Señor descendió sobre él y lo llenó de la gloria de
Dios. A partir de ese momento, su rostro resplandecía en verdad, y su testimonio hacía
arder los corazones de quienes lo escuchaban.
Ustedes pueden obtener el don, siempre que acudan al Señor con el espíritu y la fe
de aquel hermano, y el Señor hará por ustedes “mucho más abundantemente de lo que
pedimos o entendemos según el poder que actúa en nosotros” (Efesios 3:20).

CAPITULO 3
COSAS QUE IMPIDEN OBTENER
LA SANTIDAD

La santidad no tiene piernas, y no anda de un lado para otro visitando a la gente


ociosa, como parecía imaginárselo cierto cristiano perezoso, que me dijo que él creía
que la experiencia de la santidad le vendría algún día. Una hermana replicó con justeza:
“Podría esperar igualmente que el salón del culto viniese a encontrarle en el sitio donde
él se encuentra”.
El hecho es que la mayoría de las personas encuentran tropiezos para entrar en el
camino de la santidad; mas aquellos de ustedes que desean obtenerla, deben disipar una
vez por siempre todo pensamiento que les sugiera que esos impedimentos yacen en Dios
o en las circunstancias que los rodean; los impedimentos están sólo en ustedes mismos.
Siendo esto así, es el colmo de la insensatez el sentarse con indiferencia, y esperar
tranquilamente, con los brazos cruzados, que descienda la bendita experiencia de la
santidad. Pueden estar seguros de esto: no vendrá, como no vendrá una cosecha de
papas al sujeto haragán que se sienta a la sombra y jamás levanta su azada, ni trabaja
durante los meses de la primavera y el verano. La regla del mundo espiritual es ésta: “Si
alguno no quiere trabajar, tampoco coma” (2 Tesalonicenses 3: 10) y “Todo lo que el
hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6: 7).
Por lo tanto, mediante un aplicado estudio de la Palabra de Dios, mucha oración
secreta, un decidido y completo examen de conciencia, rígida abnegación, sincera
obediencia a toda luz que se tuviere actualmente, y la concurrencia fiel y constante a las
reuniones de creyentes, lo que indica la prudencia es comenzar sin pérdida de tiempo a
descubrir cuáles son esos impedimentos y, por la gracia de Dios, hacerlos a un lado,
aunque ello cause tanto dolor como cortarse la mano derecha o sacarse el ojo derecho.
Pues bien, la Biblia nos dice —y el testimonio y la experiencia de todos los
santificados está de acuerdo con la Biblia— que los dos grandes impedimentos a la
santidad son: Primero, la consagración imperfecta, y segundo, la fe imperfecta.
Antes que un relojero pueda limpiar y arreglar mi reloj, yo debo entregárselo en
sus manos, sin reserva de ninguna especie. Antes que un médico pueda curarme, debo
tomar los medicamentos que me recete, de la manera que él lo ordene y a las horas que
él señale. Antes que el capitán de un buque pueda conducirme en su barco a través del
océano, debo embarcarme en su nave y quedarme allí. De igual modo, si quiero que
Dios limpie y arregle mi corazón con todos sus afectos; si es que quiero que cure mi
alma enferma del pecado; si es que quiero que me conduzca en salvo a través del océano
de la vida hasta entrar en aquel otro océano, más grande aún, de la eternidad, debo
entregarme por completo en sus manos y quedarme allí. En otras palabras, debo hacer lo
que él me ordenare. Debo estar perfectamente consagrado a él.
Una capitana se arrodilló con sus soldados y cantó: “Donde quiera iré con Jesús”,
pero añadió: “Sí, a cualquier parte, menos a H..., Señor”. Su consagración era
imperfecta, y hoy día se encuentra fuera de la obra. Había algunas cosas que ella no
quería hacer para Jesús, y, por consiguiente, Jesús no podía purificarla ni guardarla.
El otro día, un infeliz retrógrado me dijo que, en determinada época, comprendió
que debía dejar de fumar. Dios quería que lo hiciera, pero él se aferró al hábito y
fumaba en secreto. Su imperfecta consagración impidió que obtuviese la santidad, y lo
arrastró a la ruina, de manera que hoy anda por las calles borracho, y sigue el camino
ancho que conduce al infierno.
Dentro de su corazón había deslealtad secreta, y Dios no podía purificarle ni
resguardarle. Dios quiere que seamos perfectamente leales en lo más íntimo de nuestro
corazón, y lo exige, no sólo para gloria suya, sino para nuestro propio bien; por cuanto,
si podemos comprenderlo, la mayor gloria de Dios y nuestro mayor bien, son una
misma cosa.
Esta consagración consiste en que nos deshagamos completamente de nuestra
propia voluntad, de nuestra disposición, de nuestro mal genio y de nuestros deseos,
gustos y aversiones, y nos revistamos por completo de la voluntad, disposición, genio,
deseos, gustos y aversiones de Cristo. En una palabra, la perfecta consagración consiste
en deshacerse del yo y el revestirse de Cristo; el abandonar nuestra propia voluntad en
todo y, en su lugar, aceptar la voluntad de Jesús. Esto podrá parecer casi imposible de
realizarse, y muy desagradable a nuestro corazón no santificado; mas si queremos
prepararnos para la eternidad, y si miramos de manera inteligente y sin vacilaciones esta
puerta estrecha por la cual entran tan pocos, y le decimos al Señor que deseamos seguir
por ese camino, aunque nos cueste la vida, el Espíritu Santo no tardará en hacernos ver
que el entregarnos de ese modo a Dios no sólo es posible, sino fácil y agradable.
El segundo impedimento que encuentra aquel que quiere ser santificado es la fe
imperfecta. Cuando Pablo escribió a su cuerpo de salvacionistas en Tesalónica, los
encomió porque eran de ejemplo a todos los que han creído en Macedonia y en Acaya, y
añadió: “En todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido” (1 Tesalonicenses 1: 7,8).
Aquel era el cuerpo de más fe en toda Europa, y su fe era tan real y tan valiente, que
pudieron soportar muchas persecuciones, según vemos en los capítulos 1:6; 2:14; 3:2-5;
de manera que Pablo dice: “En medio de toda nuestra necesidad y aflicción fuimos
consolados de vosotros por medio de vuestra fe” (3:7). Fe robusta era aquélla, mas no
perfecta, pues Pablo añade: “Orando de noche y de día con gran insistencia, para que
veamos vuestro rostro, y completemos lo que falte a vuestra fe” (3:10). Y por razón de
su fe imperfecta, no eran santificados; por eso vemos que el apóstol ora: “Y el mismo
Dios de paz os santifique por completo” (5:23).
Todos aquellos que son nacidos de Dios y que tienen el testimonio de su Espíritu,
acerca de su justificación, saben muy bien que no ha sido por las buenas obras que han
hecho, ni por haber crecido en ella que han obtenido la salvación, sino que fue “por
gracia... por la fe” (Efesios 2:8). Pero muchísimas de estas personas parecen pensar que
mediante el crecimiento llegaremos a la santificación, o que la vamos a adquirir por
nuestras propias obras. Mas el Señor resolvió esa cuestión y la hizo tan clara como es
posible hacerlo en palabras, cuando le dijo a Pablo que lo enviaba entre los gentiles
“para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad
de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y
herencia entre los santificados” (Hechos 26:18). No por obras, ni por crecimiento, sino
por la fe, habían de ser santificados.
Si quieren ser santos, deben acudir a Dios “con corazón sincero, en plena
certidumbre de fe” (Hebreos 10:22), y luego, si esperan pacientes delante de él, se hará
la maravillosa obra.
La consagración y la fe son cosas del corazón, y ahí es donde yace la dificultad
para la mayoría de las personas; pero no hay duda de que en algunos casos la dificultad
que ven algunas personas es cuestión mental. No logran obtener la bendición porque
andan en busca de algo demasiado pequeño.
La santidad es una gran bendición. Es la renovación del hombre completo, a la
imagen de Jesús. Es la completa destrucción de todo odio, envidia, malicia,
impaciencia, codicia, orgullo, lujuria, temor del qué dirán, amor a las comodidades,
amor a la admiración y aplauso mundanos, amor al lujo, vergüenza de la cruz,
voluntariedad y cosas por el estilo. Hace que el que la posee sea “manso y humilde de
corazón” (Mateo 11:29), como lo era Jesús; paciente, bondadoso, longánime,
misericordioso, lleno de compasión y amor; lleno de fe, benévolo y celoso en toda
buena palabra y obra.
He oído a algunas personas afirmar que eran santificadas porque habían dejado de
fumar, porque ya no usaban plumas en el sombrero, o cosas por el estilo; pero seguían
siendo impacientes, no eran bondadosas y estaban completamente embebidas en las
cosas de esta vida. El resultado de esto fue que no tardaban en desanimarse, y concluían
por creer que no existía tal bendición, llegando a hacerse enemigos acérrimos de la
doctrina de la santidad. La dificultad consistía en que buscaban una bendición muy
pequeña. Abandonaron ciertas cosas externas, pero la vida íntima seguía sin crucificar.
El minero lava la suciedad del mineral, pero no puede, lavando, quitarle la escoria. Eso
lo tiene que hacer el fuego, y sólo entonces quedará el oro puro. De igual modo es
necesario dejar a un lado cosas externas, pero sólo el bautismo del Espíritu Santo y del
fuego, puede purificar los deseos secretos y afectos del corazón, y hacerlo santo. Y esto
es menester buscarlo ferviente y sinceramente, por medio de la completa consagración y
de la fe perfecta.
Hay otras personas que no logran recibir la bendición porque buscan algo
completamente distinto de la santidad. Quieren tener una visión del cielo, de lenguas de
fuego, de algún ángel; o quieren adquirir una experiencia que les mantenga exentas de
las pruebas, tentaciones y de toda suerte de errores y debilidades; o quieren tener tal
poder que haga caer a los pecadores como muertos, cuando ellos hablan.
Pasan por alto el versículo que declara que “el propósito de este mandamiento es
el amor nacido del corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida” (1
Timoteo 1:5); lo cual nos enseña que la santidad no es otra cosa que un corazón puro,
lleno de perfecto amor, y una conciencia limpia hacia Dios y los hombres, resultado del
cumplimiento fiel del deber, y de la fe sencilla y sin hipocresía. Olvidan el hecho de que
la pureza y el amor perfecto son tan de la naturaleza de Cristo y tan escasos en el
mundo, que por sí solos son una gran bendición. Pasan por alto el hecho de que si bien
Jesús era un gran hombre, Rey de reyes y Señor de señores, era también un humilde
Carpintero que “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” ((Filip. 2:7). Pasan
por alto el hecho de que deben ser como fue Jesús, en este mismo mundo en que viven,
y que “este mundo” es el lugar de su humillación, donde es “despreciado y desechado
de los hombres, varón de dolores experimentado en quebranto”; “sin atractivo para que
le deseemos” (Isaías 53:2,3). En este mundo, su única belleza es la del alma, “la
hermosura de su santidad” (1 Crón. 16:29), aquel espíritu humilde de mansedumbre y
amor, ese “incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima
delante de Dios” (1 Pedro 3:4).
¿Tiene su alma hambre y sed de la justicia del amor perfecto? ¿Desea ser
semejante a Jesús? ¿Está dispuesto a padecer con él y a ser odiado de los hombres, por
su nombre? (Mateo 10:22). Si es así, veamos lo que nos dice la Biblia: “Despojémonos
de todo peso del pecado que nos asedia” (Hebreos 12:1), “presentemos nuestros cuerpos
en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es nuestro culto racional” (Romanos
12:1), “corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en
Jesús, el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:1,2). Acuda al Señor con aquella
misma fe sencilla que ejerció el día en que fue salvado; ponga su caso ante él; pídale a
él que lo limpie de toda impureza y que lo perfeccione en el amor, y luego crea que él lo
puede hacer. Si después de eso usted resiste todas las tentaciones de Satanás a dudar,
pronto verá que han desaparecido los impedimentos que antes tenía y estará
regocijándose “con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).
“Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu,
alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.
Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1 Tesalonicenses 5:23,24).

CAPITULO 4
LAS TENTACIONES DEL HOMBRE
SANTIFICADO

“¿Cómo puede ser tentado el hombre que está muerto al pecado?” —me preguntó
hace algún tiempo un cristiano sincero pero no santificado.— “Si hasta las mismas
tendencias e inclinaciones al pecado han sido destruidas, ¿qué hay en el hombre que
responda a las instancias del mal?”
Esta es una pregunta que todo hombre hace tarde o temprano, y cuando Dios me
enseñó la respuesta, ella iluminó mi senda y me ayudó a derrotar a Satanás en muy
encarnizadas luchas.
El hecho es que el hombre verdaderamente santificado, el que está “muerto al
pecado”, no tiene ninguna inclinación en sí que responda a las tentaciones comunes a
todo ser humano. Tal como lo declara Pablo: “No tenemos lucha contra sangre y carne”
—es decir, contra las tentaciones sensuales, carnales y mundanas que tanto lo
dominaban antes— “sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores
de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones
celestes” (Efesios 6:12), es decir en su cuarto, en la oración secreta.
Si una vez fue borracho, ya no será tentado a embriagarse, por cuanto está
“muerto” y su “vida está escondida con Cristo en Dios" (Colosenses 3:3).
Si antes fue orgulloso y vanidoso, una persona cuyo mayor deleite era vestir a la
moda y cubrirse de alhajas, ahora no se siente deslumbrado por los destellos, pompas y
vana gloria de este mundo, porque ha puesto “la mira en las cosas de arriba, no en las de
la tierra” (Colosenses 3:2). Esas cosas ya no tienen para él más atracción que la que
tendrían los adornos de bronce, las plumas de águila y la pintura de guerra de los indios.
Si antes codiciaba los honores y elogios de los hombres, ahora considera todo eso
como estiércol y escoria, para poder ganar a Cristo, y tener el honor que viene
únicamente de Dios.
Si antes deseó adquirir riquezas y vivir una vida holgada y cómoda, ahora
desecha, gustosamente, todos los bienes y comodidades terrenales, con tal de acumular
tesoro en el cielo, y no estar envuelto en “los negocios de la vida; a fin de agradar a
aquel que lo tomó por soldado” (2 Timoteo 2:4).
No quiero decir con esto que Satán no presentará nunca ante el alma ninguno de
estos placeres y honores mundanos y carnales, con objeto de inducirla a que se aleje de
Cristo, pues lo hará. Pero lo que quiero decir es que, estando el alma “muerta al
pecado”, habiendo sido destruidas hasta las raíces del pecado, ésta no responde a las
sugerencias que le hace Satanás, sino que instantáneamente las rechaza. Satanás podrá
enviarle una bellísima adúltera, como lo hizo en el caso de José en Egipto; pero este
hombre santificado huirá de ella, y exclamará, como lo hizo José: “¿Cómo... haría yo
este grande mal, y pecaría contra Dios? “(Génesis 39:9).
O podrá suceder que Satanás le ofrezca gran poderío, honores y riquezas, como lo
hizo con Moisés en Egipto, mas al comparar todo esto con el poder infinito y plenitud
de gloria que ha encontrado en Jesucristo, el hombre santificado instantáneamente
rehúsa la oferta que le hace el Diablo, “escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de
Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el
vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios” (Hebreos 11:25,26).
O bien, Satanás podría tentar su paladar con los sabrosos vinos y ricas viandas del
palacio de un rey, como lo hizo con Daniel en Babilonia; pero, como Daniel, este
hombre santificado habrá propuesto en seguida “en su corazón de no contaminarse con
la porción de la comida del rey, ni en el vino que él bebía” (Daniel 1:8).
Todas estas atracciones mundanales le fueron ofrecidas a Jesús (Mateo 4:1. 11; y
Lucas 4:2.13), pero vemos, en el relato que nos hacen los apóstoles, de qué modo tan
glorioso triunfó sobre cada una de las sugerencias que le hizo el tentador. Y así como él
rechazó las tentaciones de Satanás y obtuvo la victoria, así también lo hará el hombre
santificado, pues tiene a Cristo mismo, que ha entrado a morar en su corazón y a librar
sus batallas, y por lo tanto puede decir como su Señor y Maestro: “Viene el príncipe de
este mundo, y el nada tiene en mí” (Juan 14:30).
En realidad, tal es la satisfacción que ha encontrado, tal la paz y el gozo de que
disfruta, tal el consuelo, pureza y poder que ha recibido de Cristo, que el poder de las
antiguas tentaciones ha sido quebrantado por completo, y ahora disfruta de la libertad de
los hijos de Dios; es libre como cualquier arcángel, porque “si el Hijo os libertare, seréis
verdaderamente libres” (Juan 8:34), con “la libertad con que Cristo nos hizo libres”
(Gálatas 5:1).
Pero si bien es cierto que Cristo ha libertado al hombre santificado, y que éste no
tiene que contender con las antiguas pasiones mundanas y deseos carnales, tiene, sin
embargo, que sostener una lucha continua con Satanás para conservar su libertad. Esta
lucha es la que Pablo llama “la buena batalla de la fe” (1 Timoteo 6:12).
Debe luchar para mantener firme su fe en el amor del Padre.
Debe luchar para mantener firme su fe en la sangre purificada del Salvador.
Debe luchar para mantener firme su fe en el poder santificador y guardador del
Espíritu Santo.
Aunque no la ve el mundo, esta lucha es tan real como la de las batallas de
Waterloo o Gettysburg, y sus trascendentes consecuencias, ora para bien o para mal, son
infinitamente mayores.
Por la fe el hombre santificado es hecho heredero de Dios y coheredero de Cristo
(Rom. 8:17), de todas las cosas, y su fe hace que sean tan reales su Padre celestial y su
herencia celestial, que la influencia de estas cosas invisibles sobrepuja por mucho a las
cosas que ve con los ojos materiales, las cosas que oye con sus oídos y toca con sus
manos.
El hombre santificado dice como decía Pablo, y lo siente dentro de su corazón al
decirlo, que “las cosas que se ven son temporales”, y pronto perecerán, “pero las que no
se ven” —no se ven con los ojos naturales pero sí con los ojos de la fe— “son eternas”
(2 Cor. 4:18), y permanecerán cuando “los elementos ardiendo serán desechos” (2 Pedro
3:10), y “se enrollarán los cielos como un libro”(Isaías 34:4).
Fácil es comprender que estas cosas sólo se pueden retener por medio de la fe, y
mientras el hombre santificado las retenga de ese modo, el poder de Satanás sobre él
está completamente quebrantado. Esto lo sabe muy bien el diablo, y por eso comienza
sus ataques sistemáticos en contra de la fe de tal hombre.
Lo acusará de haber pecado, cuando la conciencia del hombre está tan libre de
haber quebrantado intencionalmente las leyes de Dios, como la de un ángel. Pero
Satanás sabe que si logra conseguir que le escuche está acusación, y pierda la fe en la
sangre purificadora de Jesús, lo tendrá en sus garras y podrá hacer lo que quiera con él.
Satanás acusa, pues, de este modo al alma santificada, ¡y luego se torna y dice que es el
Espíritu Santo el que condena al hombre! El es “el acusador de nuestros hermanos”
(Apoc. 12:10). He aquí la diferencia que debemos observar:
El diablo nos acusa de pecado.
El Espíritu Santo nos condena por el pecado.
Si digo una mentira, si me enorgullezco, o si quebranto cualesquiera de los
mandamientos de Dios, el Espíritu Santo me condenará al momento por ello. Satanás
me acusará de haber pecado cuando no lo he hecho, y no puede probarlo.
Por ejemplo: Un hombre santificado le habla a un pecador acerca de su alma, le
exhorta huir de la ira venidera, y a que dé su corazón a Dios, pero el pecador no quiere
hacerlo. Entonces Satanás comienza a acusar al cristiano, diciéndole: “No dijiste a ese
pecador lo que debiste decirle; si le hubieras hablado con acierto, se habría entregado a
Dios”.
De nada sirve ponerse a discutir con el diablo. La única cosa que el hombre puede
hacer es no mirar al acusador sino poner los ojos en el Salvador y decir: “Amado Señor,
tú sabes que hice lo mejor que pude en esos momentos, y si hice algo malo, o si dejé
algo sin decir que debí haber dicho, confío en que tu sangre me limpiará en este mismo
instante”.
Si a Satanás se le hace frente de ese modo cuando comienza sus acusaciones, la fe
de la persona santificada obtendrá una victoria y ésta se regocijará en la sangre
purificadora del Salvador y en el poder del Espíritu para guardar; pero si presta oídos al
diablo hasta que su conciencia y su fe se hallan heridas, podrá necesitarse mucho tiempo
para que su fe recupere otra vez las fuerzas, que la capaciten para dar voces de jubilo y
triunfar en todos los ataques que le hiciere el enemigo.
Una vez que Satanás ha herido y lastimado la fe del hombre santificado, prosigue
luego a degradar el carácter de Dios. Le sugiere al hombre que el Padre no le ama más,
con aquel paternal amor que tuvo a su Hijo Jesús; no obstante, Jesús declaró que sí le
ama. Luego le sugiere que tal vez la sangre no le limpie de todo pecado y que el Espíritu
Santo no puede guardar a nadie inmaculado, o, al menos, que aunque pudiera hacerlo,
no lo hace; y que, después de todo, aquí en el mundo no existe, tal como se estima, una
vida santa.
Otro resultado de las heridas recibidas por la fe, es que las oraciones secretas del
hombre pierden mucho de la bendición que antes le producían; el deseo intenso que
tenía de hablar a las almas acerca de la salvación disminuye; el gozo que antes tenía en
testificar acerca de su Señor y Salvador Jesucristo es menor, y pláticas heladas
reemplazarán a los entusiastas testimonios; la Biblia cesará de ser constante fuente de
bendición y fortaleza. Conseguido esto, el diablo le tentará a que peque de hecho, a
causa del descuido de algunos de estos deberes.
Pues bien, si el hombre escucha a Satanás y comienza a dudar, ¡ay de su fe! Si no
clama con todas sus fuerzas a Dios, si no escudriña las Escrituras para enterarse de cuál
sea la voluntad de Dios, y habiendo visto cuáles son sus promesas, apropiándose de
ellas; reclamándolas diariamente, como lo hizo Jesús, quien “en los días de su carne”,
ofreció “ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la
muerte” (Hebreos 5:7); si él no le echa en cara a Satanás estas promesas, y de manera
resoluta cierra sus ojos a todas las sugerencias que le hiciere el Diablo a que dude de
Dios, será sólo cuestión de tiempo para que figure entre aquellos que “tienen nombre de
estar vivos, pero están muertos” (Apoc. 3:1); tienen “apariencia de piedad” mas niegan
la eficacia de ella (2 Tim. 3:5); cuyas oraciones y testimonios están muertos; cuyo
estudio de la Biblia, exhortaciones y obras están muertas, por cuanto no tienen fe viva;
finalmente llegará a ser un retrógrado declarado.
¿Qué debe hacer el hombre santificado para vencer el mal?
Escuchen lo que dice Pedro: “Sed sobrios, y velad” (es decir, mantened vuestros
ojos abiertos), “porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor
buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe” (1 Pedro 5:8,9).
Escuchen a Santiago: “Resistid al diablo, y huirá de vosotros” (4:7).
Oigan a Pablo: “Pelea la buena batalla de la fe” (l Timoteo 6:12). “El justo por la
fe vivirá” (Romanos 1:1 7). “Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis
apagar todos los dardos de fuego del maligno” (Efesios 6:16).
Y Juan dice: “Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). “Y
ellos le han vencido” (al Diablo, el acusador de los hermanos) “por medio de la sangre
del Cordero” (en cuya sangre tenían una fe como de niños) “y de la palabra del
testimonio de ellos” (porque si un hombre no testifica, su fe no tardará en morir),”y
menospreciaron sus vidas hasta la muerte” (Apoc. 12:11); obedecieron a Dios a todo
costo, y se abnegaron hasta el último extremo.

Pablo atribuye igual importancia al testimonio cuando dice: “Mantengamos firme, sin
fluctuar, la profesión de nuestra esperanza” (Hebreos 10:23). “Mirad hermanos, que no
haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios
vivo” (Hebreos 3:12). “No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón”
(Hebreos 10:35).

CAPITULO 5
DESPUES DE LA REUNION DE SANTIDAD

¿Estuvo usted en la reunión de santidad?


¿Pasó usted al banco de penitentes?
¿Purificó Jesús su corazón?
¿Recibió usted el Espíritu Santo?
Si usted se entregó a Dios del mejor modo, según sus conocimientos, pero no
recibió el Espíritu Santo, no se desaliente por eso. No dé un paso atrás. Deténgase donde
está, y mantenga firme su fe. El Señor quiere bendecirle. Siga usted mirando a Jesús, y
crea firmemente que él satisfará los deseos de su corazón. Dígale que usted espera que
él así lo hará, y reclámeselo de acuerdo con las promesas que él mismo ha hecho,
cuando dice: ‘Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová,
pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis. Entonces me
invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y hallaréis porque me
buscaréis de todo vuestro corazón; y seré hallado por vosotros, dice Jehová” (Jeremías
29:11-14). Esta es una maravillosa promesa, y es para usted.
¿Le ha tentado a usted el Diablo, más que nunca, desde aquella fecha? Pues bien,
aquí tiene usted otra promesa para su alma: “Pobrecita, fatigada con tempestad, sin
consuelo; he aquí yo cimentaré tus piedras sobre carbunclo, y sobre zafiros te fundaré.
Tus ventanas pondré de piedras preciosas, tus puertas de piedra de carbunclo, y toda tu
muralla de piedras preciosas... Con justicia serás adornada” (Isaías 54:11, 12, 14). Dios
va a hacer cosas maravillosas para usted, si mantiene usted firme su fe y su entereza.
Indudablemente algunos de ustedes no sólo se han entregado a Dios, sino que
Dios también se ha entregado a ustedes. Han recibido el Espíritu Santo. Cuando él
entró, salió todo egoísmo. Sintieron horror, desprecio de ustedes mismos, y se
consideraron como nada; al mismo tiempo Jesús llegó a ser para ustedes todo en todo.
Eso es lo primero que hace el Espíritu Santo cuando entra al corazón en toda plenitud:
glorifica al Señor Jesucristo; le vemos de manera que jamás le hemos visto antes; le
amamos; le adoramos, y le damos todo honor, gloria y poder; y comprendemos, como
nunca lo hicimos antes, que por medio de su preciosa sangre, somos salvados y
santificados. El Espíritu Santo no atraerá la atención sobre sí, sino que señalará a Jesús.
El “no hablará por su propia cuenta... El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os
lo hará saber” —dijo Jesús. Y también dijo: “El dará testimonio acerca de mí” (Juan
16:13,14; 15:26).
El Espíritu Santo no viene tampoco a revelarnos ninguna nueva verdad, sino más
bien para hacernos comprender las antiguas verdades dichas por Jesús, y también las
que dijeron los profetas por él inspirados: “El os enseñará todas las cosas, y os recordará
todo lo que os he dicho” (Juan 14:26). El hará que la Biblia sea un nuevo libro para
ustedes; él les hará recordar lo que lean; él les enseñará cómo aprovechar sus
enseñanzas y cómo aplicarlas a la vida diaria, de modo que sean guiados por sus
enseñanzas.
La razón por qué hay quienes se confunden con lo que dice la Biblia, es porque no
tienen el Espíritu Santo, y por lo tanto no tienen quién les enseñe su significado. Un
cadete o un humilde soldado, lleno del Espíritu Santo, puede decir más acerca del real y
profundo significado de la Biblia, que todos los doctores y profesores de teología que no
están bautizados por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo les hará amar la Biblia, y dirán
como Job: “Guardé las palabras de su boca más que mi comida” (Job 23:12), y como el
Salmista, exclamarán diciendo que sus palabras son “dulces más que miel, y que la que
destila del panal” (Salino 19:10). Ningún libro ni periódico puede reemplazarla, y como
el hombre bienaventurado meditarán en ella “de día y de noche” (Salmo 1:2; Josué 1:8).
El les hará temblar con las amonestaciones de la palabra de Dios (Isaías 66:2), se
regocijarán en sus promesas y se deleitarán en sus mandamientos. No quedarán
satisfechos con nada que no sea la Biblia íntegra, y dirán con Jesús: “No sólo de pan
vivirá el hombre, sino de toda la palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4); y
comprenderán lo que quiso decir Jesús cuando dijo: “Las palabras que yo os he hablado
son espíritu y son vida” (Juan 6:63).
Mientras ustedes obedecen humildemente y andan con espíritu humilde como el
de una criaturita, confiando en que la sangre de Jesús les limpia de todo pecado, el
Consolador morará con ustedes, y la experiencia mínima de su espíritu será “perfecta
paz”. Como Pablo, tal vez serán trasladados “al paraíso” y escucharán palabras inefables
que no le es dado al hombre expresar (2 Corintios 12:4). ¡Oh, hay indescriptibles
“anchuras y larguras, y profundidades y alturas” del amor de Dios, en el cual ustedes se
pueden regocijar, y que pueden descubrir con el telescopio y microscopio de la fe!
¡Gloria a Dios! No deben temer que dicha experiencia se desgaste o pierda su vigor.
Dios es infinito y la limitada mente y corazón de ustedes no pueden agotar las
maravillas de su sabiduría, de su bondad, de su gracia y de su gloria, en el breve lapso
de tiempo de una vida. ¡Loado sea Dios, aleluya!
No piensen por eso que “cuando baja la marea” es señal de que el Consolador les
ha dejado. Bien recuerdo cómo yo, después de haber recibido el Espíritu Santo, anduve
durante semanas bajo el peso del gozo y gloria divinos, a tal punto que me parecía que
mi cuerpo no podría soportarlo. Después de eso el gozo comenzó a mermar, y se
alternaban los días de gozo y paz; y aquellos días en que no disfrutaba de ninguna
experiencia especial, el Diablo me tentaba haciéndome pensar que de algún modo yo
había ofendido al Espíritu Santo, y que, por consiguiente, éste me iba a dejar. Pero Dios
me hizo ver que esa es una mentira del Diablo, y que yo debía mantener “la profesión de
mi esperanza (fe) firme, sin fluctuar” (Hebreos 10:23). Así pues, yo les puedo decir: No
crean que él les ha dejado, sólo porque no se sienten henchidos de emoción. Mantengan
firme su fe. El está con ustedes y no les dejará, después de todas las dificultades que
debió vencer para poder entrar a sus corazones, sin antes decirles el por qué. El Espíritu
Santo no es caprichoso ni veleidoso. El tiene que luchar mucho antes de poder penetrar
a un corazón, y luchará mucho antes de dejarlo, a menos que uno, voluntariamente,
endurezca el corazón y lo despida.
Pero yo no escribo esto para aquellos que son descuidados, y a quienes no les da
nada ofender al Espíritu Santo, sino que me dirijo a aquellos que son de corazón tierno,
que le aman y que preferirían morir antes que verle fuera de sus corazones. A ustedes
les digo: Confíen en él. Cuando yo estuve casi a punto de aceptar la mentira del Diablo
que me decía que el Señor me había dejado, Dios me dio este texto:”Los hijos de
Israel... tentaron a Jehová, diciendo: ¿Está, pues, Jehová entre nosotros o no? “(Éxodo
17:7).
Comprendí que dudar de que Dios estaba conmigo, aun cuando yo no percibiese
de manera especial su presencia en mí, era tentarle; le prometí, por consiguiente, al
Señor no dudar más, sino que creería en él con verdadera fe. ¡Loores a Dios para
siempre! El no me ha dejado aún, y estoy seguro de que nunca me dejará. Yo puedo
confiar en mi esposa aun cuando no la vea, y de igual modo he aprendido a confiar en
mi Señor, aun cuando no siempre sienta dentro de mí las vivas sensaciones de su poder.
Yo le digo que confío en él, y creo que está conmigo, y no quiero complacer al Diablo
dudando.
Cabalmente en este punto, después de haber recibido el Espíritu Santo, muchas
personas sufren confusiones. En los momentos de tentación creen que él les ha dejado; y
en vez de confiar en él, reconocer su presencia y agradecerle por haber condescendido a
entrar en tan humilde morada, como es la de sus corazones, comienzan a buscarle como
si él no hubiese entrado aún, o como si se hubiese retirado. Debieran, inmediatamente,
cesar de buscarle y comenzar a combatir al Diablo, por la fe, diciéndole que se aparte de
ellos, alabando, al mismo tiempo al Señor por acompañarles con su presencia. Si buscan
luz cuando la tienen, ustedes hallarán oscuridad y confusión; de igual modo, si
comienzan a buscar el Espíritu Santo, cuando ya lo tienen, lo ofenderán. Lo que él
quiere es que ustedes tengan fe. Por lo tanto, habiéndole recibido en sus corazones,
reconozcan continuamente su presencia, obedézcanle, gloríense en él, y él estará con
ustedes para siempre (Juan 14:16). Su presencia les dará fortaleza.
No sigan buscando y pidiendo más poder, sino busquen más bien, por medio de la
oración, la vigilancia, el estudio de la Biblia y el aprovechamiento sincero de cada
oportunidad que se les presente, ser utilizados como conductores del poder del Espíritu
Santo que está en ustedes. Crean en Dios y no obstruyan el camino al Espíritu Santo a
fin de que él pueda obrar por intermedio de ustedes. Pídanle que les enseñe y dirija, para
que no le sean estorbo en su obra. Traten de pensar sus pensamientos, hablar sus
palabras, sentir su amor, y ejercer su fe. Procuren que él les guíe, de tal modo que oren
cuando él quiere que así lo hagan; que canten, cuando él quiera que canten, y —por
último—, aunque no es esto lo menos importante, que guarden silencio cuando él quiera
que estén en silencio. Vivan en el Espíritu. Anden en el Espíritu (Gálatas 5:25). Sean
llenos del Espíritu (Efesios 5:18).
Finalmente, les diré que no debe causarles sorpresa si sufren tentaciones muy
inusuales. Recordarán que fue después que Jesús hubo sido bautizado con el Espíritu
Santo, cuando fue llevado al desierto para ser tentado del Diablo durante cuarenta días y
cuarenta noches. (Vean Mateo 3:16,17 y 4:1-3). “El discípulo no es más que su
maestro” (Mateo 10:24). Así, pues, “tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas
pruebas” (Santiago 1:2). Las mismas tribulaciones y tentaciones los pondrán a ustedes
en más íntima relación con Jesús; por cuanto ustedes deben ser como él fue. Recuerden
que él dijo: “Bástate mi gracia”, y está escrito de él: “Pues en cuanto él mismo padeció
siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:18); y dice
en otro lugar: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de
nuestras debilidades sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin
pecado” (Hebreos 4:15). Mas “¿qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros.
¿quién contra nosotros? “(Romanos 8:3 1).
Sean fieles, llenos de fe y podrán decir como dijo Pablo: “En todas estas cosas
somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de
que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo
por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del
amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:37.39).

CAPITULO 6
“PELEA LA BUENA BATALLA DE LA FE”
(1 Timoteo 6:12)

Un amigo, en cuya casa me hospedé una vez, me dijo que había obtenido la
bendición de un corazón limpio, y testificó este hecho a la mañana siguiente, mientras
nos hallábamos a la mesa a la hora del desayuno. Dijo que había dudado acerca de que
hubiese realmente experiencia tal; pero desde que había comenzado a concurrir al
Ejército de Salvación había estudiado la Biblia con más detenimiento y observado las
vidas de aquellos que la profesaban, y desde entonces había arribado a la conclusión de
que no podía servir a Dios sin que su corazón fuese santificado. Pero la dificultad yacía
en llegar al punto en que tomase el don de la santidad, para sí, por medio de la fe. Dijo
que había esperado recibirla algún día. Había anhelado que llegase el día cuando sería
puro; mas llegó el momento cuando comprendió que debía reclamar el precio o don “en
el instante”, y allí, en ese instante y en ese momento, comenzó su lucha de fe. El echó
mano a un lado de la promesa y el Diablo empuñó el otro extremo, y lucharon para
conseguir la victoria.
El Diablo había logrado obtener la victoria muchas veces antes; pero esta vez el
hombre no quiso desprenderse de su confianza, sino que se allego “confiadamente al
trono de la gracia”, y obtuvo misericordia y halló gracia que le ayudó en el momento
oportuno (Heb. 4:16); el Diablo fue vencido por la fe, el hermano salió de allí
disfrutando de la bendición de un corazón limpio, y esa mañana pudo decir: “Anoche
Dios me llenó de su Espíritu”, y el tono alegre de su voz y la alegría que se reflejaba en
su rostro confirmaban la veracidad de sus palabras.
La última cosa que tiene que dejar el alma, al buscar la salvación o la santificación
es el “corazón malo de incredulidad” (Hebreos 3:12). Esta es la fortaleza de Satanás. Tal
vez logren desalojarle de todas sus avanzadas, y él no se sentirá muy preocupado, mas si
asaltan esta ciudadela, les resistirá con todas las mentiras y toda la astucia de que es
capaz. A él no le incomoda mucho que la gente deje de cometer pecados abiertamente.
Un pecador “decente” le satisface tanto como uno que haya perdido la reputación. En
realidad me parece que hay algunas personas que son peores de lo que el Diablo quiere
que sean, pues sirven para darle mala fama a él. Tampoco le incomoda que la gente
abrigue algunas esperanzas de salvación y pureza; en realidad, sospecho que él prefiere
que vivan así siempre de esperanzas, con tal de que se detengan ahí no más. Pero
inmediatamente que un alma dice: “Quiero saber si soy realmente salvada, ahora;
quiero recibir la bendición ahora; no puedo seguir viviendo sin el testimonio del
Espíritu que me diga que Jesús me salva ahora y que me purifica ahora “, el Diablo
comienza a rugir, a mentir y a emplear todo su ingenio a fin de engañar al alma y
apartarla a algún otro camino, o la arrulla hasta que se duerma, prometiéndole que
obtendrá la victoria algún otro día.
Aquí es donde comienza realmente el Diablo. Hay muchas personas que dicen que
están luchando contra el Diablo, pero que de hecho no saben lo que es luchar con él. Esa
lucha es una lucha de fe, en la cual el alma se apodera de las promesas de Dios, y se
aferra a ellas, creyéndolas fieles, y declara que ellas son ciertas, a pesar de las mentiras
que diga el Diablo, y a pesar de las circunstancias y los sentimientos contrarios que
tuviere, y obedece a Dios, ya sea que vea que Dios está cumpliendo sus promesas o no.
Cuando el alma llega al punto en que hace esto, y retiene firme la profesión de fe sin
fluctuar, muy pronto saldrá de las tinieblas y del crepúsculo de la duda, y entrará al
pleno día de la perfecta certidumbre de que Dios le ha salvado y santificado. ¡Alabado
sea Dios! Sabrá que Jesús salva y santifica, y será lleno de gozo que, aunque al mismo
tiempo le humilla, le hace sentir el amor y favor eternos de Dios.
Un camarada, a quien amo como a mi propia alma, buscó la bendición de un
corazón limpio, y dejó todo, menos su “corazón malo de incredulidad”. Pero él no se dio
cuenta que seguía aferrándose a eso. Esperaba que Dios le diera la bendición. El Diablo
le dijo al oído: “Dices que estás sobre el altar de Dios, pero no sientes ninguna
diferencia de lo que sentías antes”. El “corazón malo de incredulidad” tomó la parte del
Diablo dentro del alma del pobre hombre y le dijo que así era en realidad. El pobre
hombre se desalentó y el Diablo obtuvo la victoria.
Volvió a entregarse a Dios nuevamente, después de una ruda lucha: entregó todo
menos “el corazón malo de incredulidad”. De nuevo le susurró el Diablo: “Dices que te
has entregado por completo a Dios, pero no sientes nada de lo que dicen otras personas
que sintieron en la ocasión cuando rindieron todo a Dios”. El “corazón malo de
incredulidad” volvió a decir: “Es verdad”, Y el hombre cayó otra vez, víctima de su
incredulidad.
Por tercera vez, después de mucho esfuerzo, volvió a buscar la bendición, y le dio
a Dios todo, menos el “corazón malo de incredulidad”. El Diablo le dijo por tercera vez:
“Tú dices que eres completamente de Dios, pero mira el mal genio que tienes; ¿cómo
sabes tú si la semana entrante no te sobrevendrá una tentación inesperada que te haga
caer? “ Por tercera vez volvió a decirle al Diablo: “Es verdad”, y por tercera vez nuestro
hermano fue derrotado, sin lograr conseguir el anhelado triunfo.
Pero al fin se sintió tan desesperado buscando a Dios y en sus ansias de obtener la
santidad y el testimonio del Espíritu, que en seguida estuvo dispuesto que Dios le
hiciera ver toda la maldad de su alma, y Dios le demostró que su “corazón malo de
incredulidad” había estado escuchando la voz del Diablo y tomando su parte todo el
tiempo. Las personas buenas, aquellos que profesan ser cristianos, no quieren admitir
que queda en ellos algún resto de incredulidad; pero mientras no reconozcan todo el mal
que hay en ellos, y tomen la parte de Dios, aunque tal actitud sea en contra de ellos
mismos, él no puede santificarles.
Volvió a poner todo sobre el altar y le dijo a Dios que confiaría en él. El Diablo
volvió a susurrarle al oído: “No sientes nada nuevo”; pero esta vez el hombre hizo callar
al “espíritu maligno de incredulidad”, y replicó: “No me importa, aunque no sienta nada
diferente, yo soy del Señor”.
“Pero no sientes lo que dicen que sienten otras personas”, susurró el Diablo.
“No me importa eso, soy del Señor, y él puede bendecirme o no, según le plazca”.
“Pero, ¿qué acerca de tu mal genio?
“Eso a mí no me importa nada; yo soy del Señor y voy a confiar en que el me
ayudará a librarme de mi mal genio; soy del Señor”.
Y ahí se quedó, resistiendo al Diablo, “firme en la fe” y rehusó prestar oído al
“corazón malo de incredulidad”, durante todo ese día y noche, y el día siguiente.
Después de eso hubo tranquilidad en su alma, y se hizo la firme determinación de
quedarse siempre inmovible en las promesas, de Dios, ora le bendijese Dios o no. La
noche siguiente, a eso de las diez, mientras se preparaba para retirarse a dormir, sin
pensar en que iba a suceder algo extraordinario, Dios cumplió su antigua promesa:
“Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis” (Malaquías 3:1).
Jesús, el hijo de Dios, —el que vive y fue muerto, pero ahora vive “por los siglos de
siglos” (Apoc. 1:18)— le fue revelado y manifestado a su alma, a tal punto que se sintió
maravillado, fuera de sí, y prorrumpió en amor y preces a Aquel que le había bendecido
de ese modo. ¡Oh, cómo alabó a Dios su Salvador! ¡Cuánto se regocijó por haber
mantenido firme su fe y por haber resistido al Diablo!
A este punto es al que debe llegar toda alma que entra al reino de Dios. El alma
debe morir al pecado, debe renunciar y dejar a un lado toda duda. Debe consentir a ser
crucificada con Cristo (Gál. 2:20) ahora; y al hacer eso, tocará a Dios, sentirá el fuego
de su amor y será lleno de su poder, tan ciertamente como el tranvía eléctrico recibe la
electricidad y poder cuando se halla debidamente conectado con el cable, conductor de
la corriente.
Dios les bendiga, hermanos míos y hermanas mías, y que él les ayude a ver que
ahora es “el tiempo aceptable” (2 Corintios 6:2). Recuerden que si se han entregado por
completo a Dios, todo lo que les inspire dudas es de Satanás, y no de Dios. Dios les
ordena resistir al Diablo, permaneciendo “firmes en la fe”. “No perdáis, pues, vuestra
confianza, que tiene grande galardón” (Hebreos 10:35)

CAPITULO 7
EL CORAZON DE JESUS

Oh dame un corazón

Igual a ti, Señor,


Con tu sacro poder
Yo podré siempre ser
Igual a ti, Señor.

Una mañana cantamos esta estrofa con toda nuestra fuerza en una de esas horas de
contrición y recogimiento, cuando yo estaba en nuestra escuela de cadetes, y por lo
menos uno de mis compañeros de estudio comprendió las palabras, y el espíritu del
canto se apoderó de él.
Al final de la reunión se acercó a mí con mirada grave y, con acento sincero, me
preguntó: “¿Cree usted que realmente somos sinceros al decir que podemos tener un
corazón como el de Jesús? “Yo le repliqué que estaba seguro de ello y que el Señor
Jesús quiere darnos corazones como el suyo:
Un nuevo y puro corazón,
Henchido de tu amor;
Sin mácula o condenación,
Igual a ti, Señor.
Contrito y manso corazón,
Creyente, limpio y fiel.

Ciertamente, Jesús fue “el primogénito entre muchos hermanos” (Rom. 8:29). El
es nuestro “hermano mayor”, y nosotros debemos ser semejantes a el. “Como él es, así
somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4.17), y "el que dice que permanece en él, debe
andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). Pero es imposible que andemos con él o que
vivamos como él, si no tenemos un corazón semejante al suyo.
No podemos dar la misma especie de fruto a menos que seamos la misma clase de
árbol. Por eso él quiere hacer que seamos semejantes a él. Juzgamos a los árboles por
los frutos que dan; de igual modo juzgamos a Jesús, y así vemos qué clase de corazón
tuvo.
En él hallamos amor; deducimos, por consiguiente, que Jesús tuvo un corazón
amoroso. El dio el preciado fruto del amor perfecto. En su amor no había lugar para el
odio, no había rencor, ningún deseo de venganza, ningún egoísmo; él amaba a sus
enemigos, y oró por sus asesinos. No fue un amor variable, que cambiaba cada nueva
luna, sino que fue un amor invariable y eterno. El dijo: “Con amor eterno te he amado”
(Jeremías 31:3). ¡Oh, loado sea Dios! ¡Cuán maravilloso es eso!
Esa es la clase de amor que él quiere que tengamos. Escuchen: “Un nuevo
mandamiento os doy: que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 13:34).
Esa es una cosa tremenda: ordenarme que yo ame a mi hermano con el mismo amor con
que Jesús me ama a mí; pero eso es realmente lo que dice; para poder hacerlo debo tener
un corazón semejante al de Jesús.
Sé que si examinamos el amor, éste incluye todas las demás gracias; pero
echemos una mirada al corazón de Jesús para ver algunas de esas gracias:
Jesús tenía un corazón humilde.
El dijo, refiriéndose a sí mismo: “Soy manso y humilde de corazón” (Mateo
11:29); y Pablo nos dice: “Se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo… y se
humilló a sí mismo”.
¡Alabado sea su amado nombre! El se humilló, pues, aunque era el Señor de la
vida y de la gloria; él condescendió a nacer de una humilde virgen en un mesón, y
durante treinta años vivió como un carpintero desconocido; después escogió vivir entre
los pobres, los ignorantes y los vilipendiados, en vez de buscar la compañía de los ricos,
los nobles y los entendidos. Si bien vemos que Jesús jamás se sintió incómodo en
presencia de aquellos que eran favorecidos con las grandezas de este mundo, ni con los
sabios y eruditos, no obstante, su corazón sencillo y humilde hacía que encontrase a sus
amistades entre la gente humilde, obrera y del pueblo. El se apegó a ellos; él no
consintió en que lo elevasen; ellos quisieron hacerlo, pero él se alejó, y se retiró a orar
entre los cerros, después de lo cual regresó y predicó un sermón tan franco y directo,
que casi todos sus discípulos le abandonaron.
Poco antes de su muerte, tomó el lugar humilde del esclavo y lavó los pies de sus
discípulos; después dijo: “Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho,
vosotros también hagáis” (Juan 13: 1 5).
¡De cuánta ayuda fue para mí eso, durante el período que pasé en la escuela de
cadetes! Al segundo día de mi llegada a dicho instituto de preparación de oficiales, me
mandaron a un oscuro sótano y me ordenaron que lustrase una carrada de zapatos sucios
para los cadetes. El Diablo se me acercó y me recordó que pocos días antes yo había
recibido mis títulos universitarios, que había pasado dos años en un importante colegio
teológico, había sido pastor de una iglesia metropolitana, acababa de dejar la obra de
evangelista, en el desempeño de la cual había visto a centenares de personas acudir en
busca del Salvador, y que ahora estaba lustrando zapatos para una partida de muchachos
ignorantes. ¡El Diablo es mi viejo enemigo! Pero yo le recordé el ejemplo que me había
dejado mi Señor, y me dejó. Jesús dijo: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis, si
las hacéis” (Juan 13: 17). Yo las estaba haciendo, el Diablo lo sabía y me dejó. Yo me
sentí feliz. Ese pequeño sótano se convirtió en una de las antesalas del cielo, y mi Señor
me visitó allí.
“Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Santiago 4:6). Si
quieren tener un corazón semejante al de Jesús, tendrá que ser un corazón lleno de
humildad, que “no se ensancha”, que “no busca lo suyo” (l Cor. 13:4,5). “Revestíos de
humildad” (1 Pedro 5:5).
Jesús era manso de corazón.
Pablo se refiere a “la mansedumbre y modestia de Cristo” (2 Cor. 10:1), y Pedro
nos dice que “cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga rectamente” (1 Pedro 2:23).
Cuando le hirieron él no retorno el castigo; no hizo nada para justificarse, sino que se
encomendó a su Padre celestial y esperó. “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca:
como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores,
enmudeció y no abrió su boca” (Isaías 53:7)
Esa fue la perfección de su humildad. No sólo dejaba de responder cuando decían
mentiras acerca de él, sino que soportó los más crueles y vergonzosos vejámenes. “De la
abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34), y por cuánto su bendito corazón
estaba henchido de humildad, él no contestaba con aspereza a sus enemigos.
Esa es la clase de corazón que él quiere que tengamos cuando nos dice: “No
resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele
también la otra;... y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él
dos” (Mateo 5:39,41).
Conozco a un hermano de color de una estatura de cosa de seis pies; de ancho
pecho y musculosos brazos, a quien le hicieron bajar de un tranvía de manera indecente
y brutal, pero donde tenía tanto derecho de estar como el propio conductor. Alguien que
sabía la fama que había tenido como pugilista, le dijo: “¿Por qué no le das una
trompada, Jorge?”.
“No puedo pelear con él, porque Dios me ha quitado todo espíritu de contienda”,
replicó Jorge. “Cuando se mete un cuchillo al fuego y se le destempla, pierde el filo y
no corta”, añadió, lleno de regocijo.

“Bienaventurados los mansos” (Mateo 5:5), porque él “hermoseará a los humildes con
la salvación” (Salmo 149:4).
CAPITULO 8
EL SECRETO DEL PODER

“Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas” (Isaías 40:31).


Si yo estuviese moribundo, y tuviese el privilegio de dar la última exhortación a
todos los cristianos de la tierra, les diría: “Esperad en Dios”
Dondequiera que voy encuentro retrógrados —retrógrados metodistas, bautistas,
salvacionistas—, toda suerte de retrógrados, por millares, a tal punto que duele el
corazón al pensar en el gran ejército de almas desalentadas, de la manera cómo han
ofendido al Espíritu Santo, y de la manera cómo han tratado al Señor Jesús.
Si se preguntase a estos retrógrados la causa de su condición presente, darían diez
mil razones diversas; pero, después de todo, sólo hay una, y es la siguiente: No
esperaron en Dios. Si hubiesen esperado en él, cuando ocurrió el feroz ataque que echó
por tierra su fe, les privó de su valor y aniquiló su amor, habrían renovado sus fuerzas, y
se habrían sobrepuesto a los obstáculos, como si hubiesen tenido alas de águilas.
Habrían corrido por en medio de sus enemigos, sin cansarse; habrían andado por entre
medio de las tribulaciones, sin desmayar.
Esperar en Dios significa algo más que el invocar una oración de treinta segundos,
al levantarse por la mañana y al irse a dormir por la noche. Podrá ser una oración que se
aferre a Dios y salga con la bendición, o podrán ser una docena de oraciones que llaman
y persisten, Sin cejar, mientras que Dios no levante su brazo poderoso, en auxilio del
alma que le implora.
Hay un acercarse a Dios; un golpear a las puertas del cielo; un suplicar por las
promesas; un razonar con Jesús; un olvido de uno mismo; un desprendimiento de todo
lo terrenal; un asirse a Dios, con la determinación de no cejar nunca, que pone todas las
riquezas de la sabiduría, poder y amor del cielo a disposición de un hombre pequeñito,
de modo que grita y triunfa, cuando todos los demás tiemblan, flaquean y huyen, y llega
a ser vencedor frente a la misma muerte y del infierno.
Es, cabalmente, en la tensión de sazones de espera en Dios, cuando toda gran alma
recibe la sabiduría y fuerza que asombra a otras personas. Ellos podrían ser también
“grandes en los ojos de Dios” si esperasen en él y fuesen fieles, en lugar de ponerse
inquietos y correr de un hombre a otro en busca de ayuda, cuando llega el momento de
prueba.
El Salmista había pasado por gran tribulación, y he aquí lo que dice respecto a su
liberación: “Pacientemente esperé a Jehová, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me
hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y
enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios.
Verán esto muchos, y temerán, y confiarán en Jehová” (Salmo 40:1-3).
El otro día fui a un cuerpo chico y pobre, donde casi todo había ido mal. Muchos
estaban fríos y desalentados, pero encontré a una hermana cuyo rostro irradiaba con una
alegría admirable y de sus labios emanaban dulces y gratas preces a Dios. Ella me contó
cómo había visto caer a los demás a su alrededor, cómo había contemplado la manera
descuidada de tantos de ellos, y cómo había visto declinar la piedad en el cuerpo, a tal
punto que le había dolido el corazón; y cómo se sintió desalentada y a punto de resbalar
y caer. Pero acudió a Dios, y se postró ante él, y oró y esperó, hasta que él se allegó a
ella y le hizo ver el terrible precipicio delante del cual se encontraba; le hizo ver que lo
que ella debía hacer era seguir a Jesús, andar delante de él con corazón perfecto, y que
ella debía aferrarse a él aunque todo el cuerpo retrogradase. Entonces ella confesó todo
lo que Dios le había revelado: confesó cuán cerca había estado de unirse al gran ejército
de retrógrados, por haberse ocupado de contemplar a otros, en vez de mirar a Jesús. Se
humilló delante de él, y renovó su pacto, hasta que un gozo indecible inundó su corazón.
Dios llenó su alma de sacro amor y con la gloria de su divina presencia.
Me dijo, además, que al día siguiente temblaba de miedo, al pensar en el terrible
peligro en que había estado y me aseguró que ese tiempo de espera en Dios, en el
silencio de la noche, la salvó, y ahora su corazón estaba lleno de segura esperanza con
respecto a lo que ella concernía, y no sólo con respecto a ella, sino también con respecto
al porvenir del cuerpo. ¡Ojalá tuviésemos diez mil soldados como ella!
David dijo: “Alma mía, en Dios solamente reposa, porque él es mi esperanza”
(Salmo 62:5). Y en otro lugar declara: “Esperé yo a Jehová, esperó mi alma; en su
palabra he esperado” (Salmo 130:5); y luego da su sonora exhortación y nota de
estímulo para ustedes y para mí: “Aguarda a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón;
sí, espera a Jehová” (Salmo 27:14).
El secreto de todos los fracasos, y de todo verdadero éxito, se halla oculto en la
actitud del alma en su relación privada con Dios. El hombre que valientemente espera
en Dios, forzosamente tendrá éxito. No puede fracasar. Tal vez parezca a los demás, por
el momento, que ha fracasado, pero al fin y al cabo, los demás verán lo que él vio todo
el tiempo; es decir, que Dios era con él, haciendo que fuese un hombre próspero, a pesar
de todas las apariencias.
Jesús explicó cuál era el secreto de esto cuando dijo: “Mas tú, cuando ores, entra
en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve
en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6).
Sepan, pues, que todo fracaso tiene origen en el aposento privado; en el descuido
de esperar en Dios, hasta que estemos llenos de sabiduría, revestidos de poder y
ardiendo con el fuego del amor.

CAPITULO 9
PERDIDA DEL PODER ESPIRITUAL

Aquel hombre de Dios y gran amante de las almas, llamado James Caughey,
cuenta, en uno de sus libros, cómo una tarde le invitaron a tomar té, y aunque no se dijo
nada malo en el curso de la conversación, que duró cosa de una hora, no obstante al ir a
la reunión, aquella noche, se sintió como un arco flojo. No pudo lanzar la flecha del Rey
a los corazones de los enemigos del Rey, pues no tenía poder para ello. Lo había
perdido a la mesa, mientras se servía el té.
Conocí a un oficial que dejó escurrir todo su poder, hasta que se quedó seco como
un hueso cuando entró a la reunión. Sucedió lo siguiente: Tuvimos que hacer un viaje de
cinco kilómetros en tranvía, en camino al salón de reuniones y en todo el viaje conversó
de cosas que no tenían nada que ver con la reunión. No dijo nada malo ni trivial, pero el
caso era que no trataba del asunto importante que debió haber embargado su espíritu;
apartó su mente de Dios y de las almas ante las cuales debía presentarse poco después,
con objeto de amonestarlas a que se reconciliasen con Dios. Esto dio por resultado que
en vez de presentarse ante el público revestido de poder, lo hizo completamente
desprovisto de él. Bien recuerdo la reunión. Su oración fue buena, pero sin poder. No
eran más que palabras, palabras, palabras. La lectura de la Biblia y la peroración fueron
buenas. Dijo muchas cosas excelentes y verdaderas, pero no había poder en ellas. Los
soldados parecían indiferentes, los pecadores parecían descuidados y somnolientos, y.
en conjunto, la reunión fue muy triste.
El oficial no era retrógrado; tenía una buena experiencia. Tampoco era un oficial a
quien le faltara capacidad: por el contrario, era uno de los oficiales más hábiles e
inteligentes que conozco. La dificultad yacía en que en vez de quedarse quieto y en
comunión con Dios durante el viaje en el tranvía, hasta que su alma se hubiese
inflamado con la fe, esperanza, amor y sagrada expectativa, había desperdiciado su
poder en inútil charla.
Dios dice: “Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca” (Jerem.
15:19). Piensen en eso. Ese oficial pudo haber ido a esa reunión lleno de poder, y su
boca pudo haber sido para esa gente como la boca de Dios, y sus palabras habrían sido
vivas y más penetrantes que “toda espada de dos filos..., que penetra hasta partir el alma
y el espíritu, y las coyunturas y los tuétanos” (Heb. 4:12), y habría probado que
discernían los pensamientos y las intenciones del corazón. Pero en vez de eso, fue como
Sansón después que Dalila le hubo cortado el cabello: perdió todas sus fuerzas y fue
igual a los demás hombres.
Hay muchas maneras de dejar escapar el poder. Conocí a un soldado que solía ir
muy temprano al local de reuniones, pero en vez de templar su alma hasta que alcanzase
una elevada nota de fe y amor, se pasaba el tiempo tocando, suavemente, música
soñadora en su violín, y aunque se le amonestó varias veces del peligro que corría, no
hizo caso. Eventualmente llegó a ser retrógrado.
He conocido a personas que han perdido el poder a causa de una broma. Les
gustaba ver que las cosas marchasen alegremente, y para conseguir dar vivacidad a la
reunión decían chistes y hacían payasadas. Las cosas realmente se avivaban, pero no
con vida divina. Era la viveza del espíritu animal y no del Espíritu Santo. No quiero
decir con esto que un hombre henchido del Espíritu no hará jamás que los hombres se
rían. Lo hará. Podrá decir cosas muy chistosas, pero no lo hará con el solo objeto de
divertir. Será algo natural en él, algo dicho y hecho con el temor de Dios, y no con
liviandad o mofa.
El que quiera tener una reunión llena de vida y poder, debe tener presente que no
hay nada que pueda sustituir al Espíritu Santo. El es vida; él es poder, y si se le busca
con vehemencia y sinceridad, por medio de la oración, él vendrá, y cuando él desciende,
la reunión resulta poderosa y da grandes resultados.
Se le debe buscar con fervor y sincera oración, en secreto. Jesús dijo: “Mas tú,
cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto;
y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6). El lo hará.
¡Alabado sea su santo nombre!
Sé de un hombre, que siempre que puede, pasa una hora en comunión con Dios,
antes de la reunión, y cuando habla lo hace con poder y demostración del Espíritu
Santo.
El hombre que quiere tener poder en el momento en que más lo necesita, debe
andar con Dios. Debe ser amigo de Dios. Debe mantener siempre abierto de par en par
el camino que va de su corazón a Dios. Dios será amigo de tal hombre, y le bendecirá y
honrará. Dios le dirá sus secretos, le enseñará cómo podrá llegar hasta el corazón de los
hombres. Dios arrojará luz sobre las cosas oscuras, enderezará los entuertos y allanará
los lugares escabrosos. Dios estará a su lado y le ayudará.
Tal hombre debe vigilar constantemente su boca y su corazón. David oró
diciendo: “Pon guarda a mi boca, oh Jehová; guarda la puerta de mis labios” (Salmo
141:3) y Salomón dijo: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón: porque manan de
él las resultas de la vida” (Prov. 4:23). Debe andar en comunión ininterrumpida con
Dios. No debe olvidar, sino cultivar un espíritu que recuerde siempre, alegremente, que
se halla en presencia de Dios.
“Deléitate asimismo en Jehová” (Salmo 37:4), dice el Salmista. ¡Oh, cuán dichoso
es el hombre que encuentra su delicia en Dios; que jamás está solo, porque conoce a
Dios; conversa con él, se deleita en él; cuán feliz es el hombre que siente el inmenso
amor de Dios, y que se consagra a amar y servir a Dios, confiando en él con todo el
corazón y toda el alma!
Camarada, no apague el Espíritu (1 Tesalonicenses 5:19); él le enseñará así a
conocer y amar a Dios y hará de usted poderoso instrumento.

CAPITULO 10
LA CLASE DE HOMBRE QUE DIOS UTILIZA

Hace poco conversaba con un comerciante cristiano quien me dijo la siguiente


grande e importante verdad:
“La gente clama a Dios pidiendo que les utilice, pero él no puede hacerlo. No se
han entregado a él; no son humildes ni enseñables, ni santos. Hay muchas personas que
vienen a pedirme que les emplee en mi negocio, pero yo no puedo utilizarles; no son
aptas para mi trabajo. Cuando necesito a alguien tengo que publicar un aviso; algunas
veces me paso días buscando a un hombre idóneo para la clase de trabajo que deseo, y
aun entonces, cuando lo encuentro, tengo que probarlo y ver si es que sirve o no para la
clase de trabajo que quiero que haga”.
El hecho es que Dios está empleando a tantos como puede, y les utiliza hasta el
máximo de la idoneidad que tienen para su servicio. De modo que en vez de orar
pidiéndole a Dios que les utilice, la gente debiera examinarse y cerciorarse si son
usables o no.
Dios no puede utilizar a cualquiera que se presenta, como no lo podía hacer el
comerciante a quien acabo de referirme. Únicamente los santificados y preparados para
el servicio del Maestro, y aquellos que están listos “para toda buena obra” (2 Timoteo
2:21) son los que él puede bendecir haciéndoles de gran utilidad.
Dios necesita hombres y mujeres, y les busca por todas partes, pero como en el
caso del comerciante, tiene que pasar por alto a centenares antes de encontrar a las
personas aptas para lo que quiere. La Biblia dice: “Los ojos de Jehová contemplan toda
la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él” (2
Crónicas 16:9).
¡Oh, cuánto desea Dios utilizarles! , pero antes de pedirle otra vez que así lo haga,
vean si su corazón es perfecto para con él. Si así lo es, pueden ustedes estar seguros que
Dios demostrará su poder a favor de ustedes. ¡Alabado sea su bendito nombre!
Cuando Dios busca a un hombre para que trabaje en su viña, no pregunta: “¿Tiene
grandes dotes naturales? ¿Es bien instruido? ¿Es buen cantor? ¿Es elocuente orador?
¿Puede hablar mucho?”
Sino más bien, pregunta: “¿Es su corazón perfecto hacia mí? ¿Es santo? ¿Ama
mucho? ¿Está dispuesto a andar por la fe y no por la vista? ¿Me ama tanto, y tiene tal
confianza en el amor que yo le tengo a él, que puede confiar en que yo le utilice aun
cuando no vea ninguna señal de que yo le estoy utilizando? ¿Se cansará y desmayará
cuando yo le corrija, con el objeto de hacerle más apto y más útil? ¿O exclamará, como
Job: “Aunque él me matare, en él esperaré”? (Job 13:15). ¿Escudriña mi palabra y
medita en ella de día y de noche, a fin de obrar de acuerdo con lo que hay escrito en
ella? ¿O es porfiado y voluntarioso, como el caballo y la mula, los cuales es menester
manejar con freno y riendas (Salmo 32:9), de tal modo que no puedo guiarle, fijando
sobre él mis ojos? (Salmo 32:8). ¿Es un hombre que se afana por prender a los hombres,
y por servir para esta vida, o está dispuesto a esperar su recompensa, y busca
únicamente los honores que vienen de Dios? ¿Predica la Palabra de Dios, a tiempo y
fuera de tiempo? (2 Timoteo 4:2). ¿Es humilde y manso de corazón?”
Cuando Dios encuentra a un hombre de esa clase, lo utiliza. Dios y dicho hombre
se entenderán tan íntimamente, y mediará entre ambos tal simpatía, amor y confianza,
que inmediatamente trabajarán juntos (2 Corintios 6:1).
Pablo fue uno de esos hombres, y mientras más le azotaron, apedrearon y
procuraron eliminarlo de la tierra, tanto más le utilizó Dios. Al fin le encerraron en una
prisión, pero Pablo declaró, con una fe inconmovible, “Sufro penalidades, hasta
prisiones a modo de malhechor; mas la palabra de Dios no está presa” (2 Timoteo 2:9).
De ese modo habló las palabras de Dios, y ni los diablos ni los hombres pudieron
amordazarle, sino que la palabra de Dios traspasó los muros de la cárcel, y voló a través
de océanos y continentes; así siguió por los siglos, llevando las gloriosas nuevas del
bendito Evangelio; derribando tronos, reinos y potentados del mal, y esparciendo por
todas partes, entre los pecadores tristes y atribulados, luz, consuelo y salvación. A pesar
de haber transcurrido más de mil ochocientos años desde el día en que decapitaron a
Pablo, creyendo que así habían acabado con él para siempre, su utilidad ha ido en
aumento, y sus poderosas palabras y obras están dando hoy frutos que sobrepujan la
comprensión de los arcángeles.
¡Oh, cuán grande será la sorpresa de Pablo cuando reciba su recompensa el día del
juicio general y pase a tomar posesión de todos los tesoros que ha atesorado en el cielo
y la herencia eterna preparada para él!
¡Pobre alma atribulada, cobra ánimo! Ten valor. Crees que no sirves para nada,
pero no sabes lo que Dios puede hacer de ti. ¡Confía en Dios!
Pablo tuvo sus días sombríos. En una ocasión le escribió a Timoteo y le dijo: “Ya
sabes esto, me abandonaron todos los que están en Asia” (2 Timoteo 1:15). Estudien su
vida en los Hechos y en las Epístolas y vean cuántos conflictos y causas de desaliento
tuvo él, y anímense.
Jesús dijo: “El que cree en mí, como dice la Escritura, dé su interior correrán ríos
de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él” (Juan
7:38, 39).
Cerciórate si eres realmente creyente. Cerciórate si estás “lleno del Espíritu”, y
Jesús cuidará para que de tu vida corran ríos de santa influencia y de poder, para
bendecir al mundo. A ti mismo te sorprenderá, en el Día del Juicio, ver lo grande de tu
recompensa, comparada con la pequeñez de los sacrificios y trabajo que hiciste.

CAPITULO 11
SU ALMA

En cierta ocasión me preguntó una señora: “¿No puede uno llegar a cuidar con
demasía su propia alma? Veo a mi alrededor, en todas partes, tanta aflicción,
sufrimiento e injusticia, que estoy perpleja al ver la manera cómo Dios rige el mundo, y
me parece a mí que todos los cristianos debieran ayudar a otros en vez de estar cuidando
sus propias almas”.
He aquí una perplejidad común. Todo cristiano ve a su alrededor aflicciones y
sufrimientos, que no puede evitar, y su perplejidad al ver ese estado de cosas es una
instancia del Señor a que cuide su propia alma, pues si no lo hace así, corre peligro de
tropezar y caer a causa de la duda y el desaliento.
Por el cuidado del alma no quiero decir que ha de engreirse, mimarse y
compadecerse de sí misma, ni que llegue a embelesarse con alguna sensación
placentera. Lo que quiero decir es que debiera orar y orar, y buscar la presencia y
enseñanza del Espíritu Santo, hasta que el alma se llene de luz y fortaleza, para que
pueda tener fe implícita en la sabiduría y amor de Dios, y paciencia inagotable para
aprender su voluntad (Hebreos 6:12), y que su amor corresponda a la gran necesidad
que ve a su alrededor.
Lector, podrá ser que usted también se sienta atribulado al ver la aflicción y dolor
que le rodean. No hay alma humana que pueda contestar satisfactoriamente las
preguntas que se suscitarán dentro de su pecho, y que Satanás sugerirá mientras mira
usted la miseria del mundo.
Pero el bendito Consolador satisfará su corazón y su cerebro, siempre que tenga
usted la fe y paciencia necesarias para esperar mientras que él le enseña “todas las
cosas”, y le guía “a toda verdad” (Juan 16:13).
“Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas” (Isaías 4:31). No podrá usted
ayudar a nadie, si se acerca a las personas privado de sus propias fuerzas a causa de las
dudas, temores y perplejidades. Espere, pues, que Dios fortalezca su corazón.
No se impaciente. No se esfuerce por descubrir anticipadamente lo que Dios le
dirá, ni la manera cómo se lo dirá. No hay duda de que él le enseñará a usted, mas
quiere hacerlo a su modo; después que él le haya enseñado, usted podrá, a su vez,
auxiliar a la gente con toda la fortaleza y sabiduría de Jehová.
Debe usted confiar en su amor, y esperar su tiempo; pero debe usted esperar en él,
y aguardar que él le instruya. Si el rey de Inglaterra se dirigiera al castillo de Windsor,
los palaciegos y funcionarios no estarían indiferentes ni buscarían multitud de cosas que
hacer; cada uno estaría en su puesto, esperando, con gran expectativa. Esto es lo que
quiero decir al hablar acerca de que debemos esperar en Dios. No puede nunca
excederse en el cuidado de su alma, si éste es el cuidado que usted le da, y no permita
que nadie le haga descuidarla por medio del ridículo o por cualquier otra treta.
El leñador que pensase que tiene tanta leña que cortar que no dispone de tiempo
para afilar su hacha, sería un verdadero insensato. El criado que se dirigiese a la ciudad
para hacer compras para su señor, pero que está tan apurado que no se detiene a pedir
órdenes de su patrón ni a recibir el dinero necesario para adquirir lo que se precisa, sería
más que inútil. ¡Cuánto peor es aquél que intenta hacer la obra de Dios, sin la dirección
y fuerza de Dios!
Una mañana, después de haber tenido media noche de oración en una reunión, que
dirigí, en la que trabajé mucho, me levanté temprano Para estar seguro de que podría
pasar una hora en comunión con Dios y mi Biblia, y Dios me bendijo a tal punto que
lloré. Un oficial que se encontraba conmigo se sintió muy emocionado, y luego confesó:
“Yo no me encuentro con Dios muy frecuentemente en la oración; no tengo tiempo para
eso”. Aquellas personas que no se encuentran con Dios en la oración deben ser más bien
una traba para Dios, no una ayuda.
Tome el tiempo necesario. Si fuere menester, quédese sin desayunarse, pero tome
el tiempo necesario para esperar en Dios, y una vez que él haya descendido y le haya
bendecido, diríjase a aquellas personas tristes que le rodean y derrame sobre ellos el
caudal de gozo, amor y paz que Dios le ha dado. Pero no se dirija usted a ellos mientras
no esté seguro de que cuenta con el poder de Dios.
Una vez le oí decir a William Booth, en una reunión de oficiales: “Tomad el
tiempo necesario para hacer descender las bendiciones de Dios sobre vuestras propias
almas todos los días. Si no lo hacéis así perderéis a Dios. Dios deja a los hombres
diariamente. Estos tuvieron una vez poder, anduvieron en gloria y fortaleza de Dios,
pero cesaron de esperar en él y de buscar fervorosamente su rostro; debido a eso Dios
les dejó. Yo soy un hombre muy ocupado, pero hallo tiempo diariamente, para tener
comunión a solas con Dios. Si así no lo hiciese, muy pronto él me dejaría”.
Pablo dice: “Mirad 1) por vosotros y 2) por todo el rebaño, en el que el Espíritu
Santo os ha puesto por obispos” (Hechos 20:28). Y también en 1 Timoteo 4:16 dice 1)
“Ten cuidado de ti mismo y 2) de la doctrina… pues haciendo esto, te salvarás a ti
mismo y a los que te oyeren”.
Pablo no quiso fomentar el egoísmo al decirnos que debíamos, en primer lugar,
cuidar de nosotros mismos; lo que quiso enseñarnos fue que si no tenemos cuidado de
nosotros mismos, si no tenemos fe, esperanza y amor en nuestras propias almas, no
podremos ayudar a otros.

CAPITULO 12
LA HUESTE DE GEDEON
(Jueces 6 y 7)

Ciento veinte mil madianitas habían ido a pelear contra Israel, y treinta y dos mil
israelitas se levantaron en armas para luchar en defensa de sus esposas, criaturas y
hogares, y por su libertad y en defensa de sus propias vidas. Mas Dios sabía que si un
israelita batía a cuatro madianitas, se pondría tan orgulloso y presumido que se olvidaría
de él, y diría: “Mi mano me ha salvado” (7:2).
El Señor sabía, sin embargo, que había una cantidad de israelitas cobardes, que
sólo esperaban hallar una excusa para huir; por eso le ordenó a Gedeón que les dijese:
“Quien tema y se estremezca, madrugue y devuélvase desde el monte de Galaad”.
Mientras más pronto nos dejan los timoratos, tanto mejor. “Y se devolvieron de los del
pueblo veintidós mil, y quedaron diez mil” (7:3). Tuvieron miedo de hacerle frente al
enemigo, pero no tuvieron vergüenza de dejarle ver sus espaldas.
El Señor vio, sin embargo, que si un israelita vencía a doce madianitas, se pondría
más hinchado de orgullo aún; por eso les sometió a otra prueba.
Le dijo a Gedeón: “Aún es mucho el pueblo; llévalos a las aguas, y allí te los
probaré”. Dios prueba muchas veces a la gente mientras están a la mesa y ante una taza
de té. “Y del que yo te diga: Vaya este contigo, irá contigo; mas de cualquiera que yo te
diga: Este no vaya contigo, el tal no irá. Entonces llevó el pueblo a las aguas; y Jehová
dijo a Gedeón: Cualquiera que lamiere las aguas con su lengua como lame el perro, a
aquél pondrás aparte; asimismo cualquiera que se doblare sobre sus rodillas para beber.
Y fue el número de los que lamieron llevando el agua con la mano a su boca, trescientos
hombres; y todo el resto del pueblo se dobló sobre sus rodillas para beber las aguas.
Entonces Jehová dijo a Gedeón: Con estos trescientos hombres que lamieron el agua os
salvaré, y entregaré a los madianitas en tus manos; y váyase toda la demás gente cada
uno a su lugar. Y habiendo tomado provisiones para el pueblo, y sus trompetas, envió a
todos los israelitas cada uno a su tienda, y retuvo a aquellos trescientos hombres”
(Jueces 7:4-8).
Estos trescientos hombres sabían lo que querían. No sólo no tenían miedo al
enemigo, sino que no buscaban la propia comodidad y bienestar. Sabían pelear, pero
sabían algo más importante aún: sabían cómo abnegarse. Sabían cómo abnegarse, no
sólo cuando había escasez de agua, sino igualmente cuando el río abundoso corría a sus
pies. Indudablemente ellos tenían tanta sed como los demás, pero no quisieron soltar sus
armas, ni recostarse para beber en presencia del enemigo. Se mantuvieron de pie, con
los ojos abiertos, observando al enemigo: con una mano empuñaban el escudo, el arco y
las flechas, mientras con la otra llevaban el agua a sus sedientos labios. Los otros no
temían la lucha, pero querían beber primero, aun a riesgo de que el enemigo se lanzase
sobre ellos mientras estaban reclinados aplacando su sed. Querían cuidar de sí mismos,
en primer lugar, aunque el ejército fuese aplastado. Querían satisfacerse ellos, sin
pensar, ni por un momento, en la necesidad de abnegarse por el bien común. Por eso
Dios les ordenó que retornasen a sus casas junto con aquellos que tenían miedo, y con
los trescientos restantes deshizo a los madianitas. Es decir, pelearon un soldado israelita
por cada cuatrocientos madianitas. ¡Así, naturalmente, nadie podría enorgullecerse!
Ganaron la victoria y se inmortalizaron, pero la gloria fue de Dios.
Hay personas tímidas que no pueden soportar una risa o burla, y mucho menos los
ataques de un enemigo implacable. Si no se les puede persuadir a que echen mano de la
fortaleza del Señor, mientras más pronto dejan libre el campo tanto mejor; déjenles que
regresen al seno de sus familias, de sus novias y de sus madres.
Pero hay muchos que no temen, sino que más bien se deleitan en la lucha. Les
gusta más vestir el uniforme, vender “El Grito de Guerra”, desfilar por las calles, hacer
frente a la multitud tumultuosa, cantar, orar y testificar en presencia del enemigo, que
quedarse en casa. Pero siempre están pensando en sus propios gustos. Si les agrada una
cosa la quieren obtener, aun cuando ella les haga daño y les inhabilite para la lucha.
Conozco a algunas personas que saben muy bien que el té, las tortas y los dulces
les hacen daño, y, sin embargo, lo toman y comen, a riesgo de ofender al Espíritu de
Dios y destruir su propia salud, la cual es el capital que Dios les ha dado para que
trabajen.
Conozco a algunas personas que debieran saber que comer una cena demasiado
abundante, antes de ir a una reunión, sobrecarga su sistema digestivo, atrae la sangre de
la cabeza al estómago, les hace somnolientos y pesados, y les inhabilita para sentir
hondamente las realidades espirituales y para ponerse entre Dios y la gente, intercedien-
do ante él por ellos, con oración fervorosa, llena de fe y de poder como el de Elías, y
para tener poder sobre la gente, al dar su testimonio, y hacer sus ardientes
exhortaciones. Pero tienen hambre, les agrada esto o aquello, y por eso obsequian su
paladar con aquello que les gusta, castigando así sus estómagos, echando a perder sus
reuniones, decepcionando a las almas hambrientas y ofendiendo al Espíritu Santo: todo
para satisfacer sus apetitos.
Conozco a personas que no pueden velar con Jesús durante media noche de
oración, sin comer biscochos y tomar café. Imagínense a Jacob en aquella noche de
lucha desesperada con el ángel, cuando le pidió que le bendijese antes de encontrarse a
la mañana siguiente con su hermano Esaú, a quien había ofendido, imagínense a Jacob
deteniéndose para comer biscochos y tomar café! Si la desesperación de su alma no
hubiese sido tan grande habría podido detenerse a comer y beber, pero al regresar otra
vez a la lucha, habría encontrado que el ángel se había ido y, a la mañana siguiente, en
vez de enterarse de que el ángel, si bien le había descoyuntado el hueso del muslo,
también le había bendecido a él y enternecido el duro corazón de Esaú, habría tenido
que vérselas con un hermano airado, dispuesto a cumplir la amenaza de matarle, que le
había hecho veinte años antes. Pero Jacob estaba desesperado. Tanto ansiaba la
bendición de Dios que se olvidó por completo de su cuerpo. La verdad es que oró con
tanto fervor y energía que se descoyuntó el hueso del muslo, pero no se quejó por ello.
Obtuvo, empero, la bendición. ¡Alabado sea Dios!
Cuando Jesús oró, y sufrió tan intensa agonía en el huerto de Getsemaní, a tal
punto que su sudor fue como gotas de sangre, sus discípulos dormían, y él sintió pena al
ver que ellos no habían podido orar con él durante una hora. Hoy día él ha de sentir lo
mismo al ver tantos que no pueden, o no quieren, velar con él: tantos que no quieren
abnegarse a fin de poder ganar la victoria sobre las huestes del infierno y arrancar a las
almas del abismo insondable.
Leemos acerca de Daniel (Dan. 10:3), que durante tres largas semanas no comió
ninguna vianda sabrosa, y consagró todo el tiempo que pudo a la oración, tal era la
ansiedad que tenía de saber cuál fuese la voluntad de Dios y de obtener su bendición. Y
la obtuvo. Un día Dios le envió un ángel que le dijo: “¡Oh hombre, bien amado!” Y
luego pasó a decirle todo lo que él (Daniel) quería saber.
En los Hechos 14:23 leemos que Pablo y Bernabé oraron y ayunaron —no
tuvieron banquete— para que la gente fuese bendecida antes de salir de cierto cuerpo.
Tenían vivo interés en los soldados que habían dejado tras sí.
Sabemos que Moisés, Elías y Jesús ayunaron y oraron durante cuarenta días, e
inmediatamente después realizaron obras maravillosas.
De igual modo, todos los poderosos hombres de Dios han aprendido a abnegarse y
a mantener sus cuerpos en sujeción, y Dios ha hecho encender sus almas como una
llama, ayudándoles a vencer en luchas muy duras; y por medio de ellos ha bendecido a
todo el mundo.
Nadie debe dejar de comer o beber con detrimento de su cuerpo, pero una noche
en vela, ayunando y orando, no será causa para que nadie se muera de hambre, y el
hombre que estuviere dispuesto a olvidarse de vez en cuando de su cuerpo, a fin de
atender mejor a su propia alma y las almas de los demás, cosechará bendiciones que le
asombrarán a él mismo y a todos los que le conocen.
Pero este dominio de uno mismo debe ser constante. De nada servirá ayunar una
noche y hacer banquete al siguiente día. El apóstol escribe que los que luchan “de todo
se abstienen” (1 Corintios 9:25), y bien pudo haber añadido: “en todo tiempo”.
Además, la hueste de Gedeón trabajó de noche, o muy temprano, a la madrugada.
Se adelantaron a sus enemigos, madrugando.
Las personas que se regalan con demasía con comidas o bebidas, generalmente
son también muy adictas al sueño. Comen tarde de noche, y duermen pesada y
perezosamente a la mañana siguiente. General mente tienen que tomar una taza de té
bien cargado para disipar la modorra. Levantándose así tarde, el trabajo del día se les
acumula y no tienen tiempo para alabar al Señor, ni para orar y leer la Biblia. Entonces
los afanes del día les oprimen y sus corazones se llenan de todo menos del gozo del
Señor. Jesús debe esperar hasta que hayan hecho todo lo demás, antes de hablarles. De
ese modo echan a perder el día.
¡Ojalá supiesen cuál es la ventaja, el lujo, el gozo embelesador de levantarse de
mañana temprano para combatir a los madianitas! Al parecer, Gedeón, capitán del
ejército, estuvo en pie toda la noche, y despertó a su gente temprano, de modo que
derrotaron a los madianitas “antes de alborear el día.
Juan Fletcher solía sentirse apesadumbrado si algún obrero se levantaba para ir a
su trabajo antes que él se hubiese levantado para alabar a Dios y luchar contra el Diablo.
Fletcher decía: “¿Acaso ese patrón terrenal es más digno de atención que mi Padre
celestial? “. Otro antiguo santo solía lamentar si oía cantar a los pájaros antes que él se
hubiese levantado para loar a Dios.
Leemos que Jesús se levantaba temprano y salía solo para orar. Josué se levantó
temprano de mañana para preparar su ejército y emprender el ataque contra Jericó y
Hai.
Juan Wesley solía acostarse a las diez de la noche en punto —a menos que tuviese
una noche entera de oración— y se levantaba a las cuatro de la mañana. Todo lo que él
precisaba eran seis horas de sueño. Cuando hubo alcanzado la avanzada edad de ochenta
y dos años, decía que a él mismo le maravillaba ver su buena salud, pues durante doce
años no había estado enfermo ni un solo día, ni se había sentido cansado, ni había
perdido una hora de sueño, y esto no obstante haber viajado anualmente, en invierno y
verano, miles de kilómetros a caballo y en vehículos, habiendo predicado centenares de
sermones, y hecho trabajo que podría hacer un hombre entre mil, todo lo cual él atribuía
a la bendición de Dios por la manera sencilla en que vivía, y a su limpia conciencia.
Juan Wesley fue un hombre muy sabio y útil, y atribuyó tal importancia al asunto, que
publicó un sermón sobre “Redimiendo el tiempo” del sueño.
El otro día recibí una carta de un capitán en la que me decía que comenzado a
hacer sus oraciones, por la mañana, cuando tenía la mente fresca y despejada, y antes de
sentirse preocupado con los afanes del día.
Pertenecer al ejercito de Gedeón es mas difícil de lo que muchos imaginan, pero
yo me he afiliado a ese ejército, ¡gloria a Dios! y mi alma está ardiendo. Me da gozo
vivir y pertenecer a ese ejército.

CAPITULO 13
EL EMBAJADOR ENCADENADO

“Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en


ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos, y por mi, a fin de que al
abrir mi boca me sea dado palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del
evangelio, por el cual soy embajador en cadenas”(Efesios 6:18-20).
La otra mañana mi alma se emocionó al leer la petición de Pablo a la iglesia,
rogando que orasen por él, pedido en el cual dice que era “embajador en cadenas”.
Ustedes saben lo que es un embajador: un hombre que representa a un gobierno
ante otro. A la persona que desempeña tal cargo se le considera sagrada. Su palabra
tiene poder. La dignidad de su patria y de su gobierno le respaldan. Cualquier daño o
indignidad que se le hiciere es considerado como hecho contra el país que representa.
Pues bien, Pablo era un embajador del Cielo, representante del Señor Jesucristo
ante los habitantes de este mundo. Pero en vez de respetarle y honrarle, le metieron en la
cárcel y le encadenaron, probablemente entre dos vulgares y brutales soldados romanos.
Lo que conmovió fue el implacable celo del hombre, y la obra que hizo bajo tales
circunstancias. La mayoría de los cristianos habrían considerado acabada su obra, o,
cuando menos, interrumpida, hasta verse otra vez en libertad. Pero tal no fue el caso al
tratarse de Pablo. Desde la prisión donde estaba encadenado, envió algunas cartas que
han bendecido al mundo y que seguirán bendiciéndolo hasta el fin de los tiempos. Pablo
nos enseñó también lo que es el ministerio de la oración además del trabajo más activo.
Vivimos en un siglo de excitación, desasosiego y premura y debemos aprender esta
lección.
Pablo fue el más activo de todos los apóstoles —“en trabajos, más y, al parecer,
no se podía dispensar del cuidado que él podía dar a los nuevos convertidos, y a las
iglesias que habían abierto hacía poco, iglesias que estaban rodeadas de desesperantes
circunstancias e implacables enemigos. Mas así como fue destinado para ser el principal
exponente de las doctrinas del Evangelio de Jesucristo, lo fue también de su poder
salvador y santificador, bajo las más difíciles circunstancias.
Es difícil concebir —si bien no del todo imposible— alguna prueba cual Pablo no
se vio sometido, desde ver a la multitud queriendo adorarle como si hubiese sido un
dios, hasta ser azotado y apedreado como un vil esclavo. Pero él nos asegura que nada
de eso le hizo variar de propósito. Había aprendido a estar contento con cualquier cosa y
en cualquier condición (Filip. 4:11); y hacia el fin de su vida, escribió triunfalmente:
“He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7).
El no retrogradó. Ni siquiera supo lo que era murmurar, sino que siguió adelante,
confiado en el amor de Jesús y por medio de la fe en él, fue más que vencedor.
Muchos son los salvacionistas que han aprendido las lecciones de que nos enseñó
Pablo, pero sería bueno que nos preparásemos a aprender también las lecciones que nos
enseñó por medio de su encarcelamiento. Es doblemente importante que aprendan estas
lecciones los oficiales que estuviesen en descanso o enfermos. Se impacientan por tener
que esperar y se sienten tentados a murmurar y quejarse, y se imaginan que no pueden
hacer nada. Pero el hecho es que Dios podría utilizarles más en oración y alabanza, si
creen, se regocijan, velan y oran más en el Espíritu Santo, que si estuviesen a la cabeza
de un batallón de soldados. Debieran velar y orar por aquellos que están trabajando y
por los que necesitan la salvación de Dios. Escribo esto por experiencia propia.
Una vez estuve dieciocho meses imposibilitado de trabajar a causa de una fractura
que sufrí en la cabeza. Dios me encadenó, y tuve que aprender las lecciones de lo que es
el ministerio pasivo de la oración, la alabanza y la paciencia; si no hubiese aprendido
esa lección habría retrocedido por completo. Me pareció que jamás podría volver a
trabajar. Pero no retrocedí. El me ayudó a anidarme en su voluntad y, como David, pude
quedarme sosegado, como un niño a quien la madre ha dejado de amamantar, hasta que
mi alma fue “como el niño destetado sobre el pecho de su madre” (Salmo 131:2. V.M.).
Pero mi alma ansiaba ver la gloria de Dios y la salvación de las naciones, y yo oraba y
leía las crónicas de la guerra de salvación, y meditaba en las necesidades de algunas
partes del mundo. Luego oraba, hasta que sabía que Dios me había oído y contestado, y
me regocijaba, entonces, como si me hubiese encontrado en el fragor de la lucha.
Durante ese tiempo leí acerca de un gran país, y tuve vivos deseos de que Dios
mandase su salvación allí. Yo le rogué a Dios, orando en secreto y también en las
reuniones de familia, hasta que tuve la seguridad de que Dios me había oído y que haría
grandes cosas por ese país sumido en tinieblas. Poco después de esto, me enteré de que
había grandes persecuciones y que muchos cristianos sinceros fueron desterrados de ese
país; pero aunque sus sufrimientos me inspiraron mucha pena, no obstante le di gracias
a Dios porque estaba empleando esos medios para llevar la luz de su gloriosa salvación
a esa tierra tan necesitada.
El hecho es que los oficiales enfermos o en descanso y los santos de Dios pueden
hacer que él bendiga al Ejército y al mundo, si sólo tienen fe y si asedian los cielos con
oraciones continuas.
Hay otros modos de encadenar a los embajadores de Dios, que no son entre
soldados romanos ni en calabozos de Roma. Si ustedes están enfermos y sin esperanzas
de curación, están encadenados. Si están encerrados a causa de asuntos de familia, están
encadenados. Mas recuerden la cadena de Pablo y cobren ánimo.
Algunas veces he llegado a saber de oficiales que han dejado las filas del Ejército
de Salvación, y se han enredado de tal modo que se les hace imposible poder volver a la
obra, y a causa de esto se lamentan y dicen que no pueden hacer nada. En tales casos
deben inclinarse ante el juicio de Dios, deben besar la mano que les castiga y, sin
quejarse de la cadena que les aprisiona, deben, sosegadamente, comenzar a ejercitarse
en el ministerio de la oración. Si fueren fieles, puede ser que Dios les desate la cadena y
les deje otra vez en libertad para trabajar. Esaú vendió su primogenitura por un plato de
lentejas, y perdió la grandiosa bendición que pudo haber recibido; no obstante eso,
obtuvo una bendición (Génesis 27:38-40).
Si un hombre ansía realmente, ver la gloria de Dios y almas salvadas, mas bien
que darse una buena vida, ¿por qué no ha de conformarse con tener que quedarse en
cama enfermo, o estar de pie, al lado de un telar, y orar, tanto como si estuviese sobre
una plataforma predicando, si Dios bendice tanto lo uno como lo otro?
El que habla desde la plataforma, puede ver gran parte del resultado de su trabajo.
El que ora, solo puede sentir lo que él hace. Pero la certeza de que está en contacto con
Dios y de que es utilizado por él, puede ser tan grande, o más grande aun que la de
aquel que ve los frutos de sus esfuerzos, con los ojos físicos. Muchos avivamientos han
tenido origen en la recámara de alguna pobre lavandera o humilde artesano que oraban
en el Espíritu Santo, pero que estaban encadenados a una vida de incesante labor
material. El que habla desde la plataforma recibe su gloria sobre la tierra; mas el
embajador, desconocido, despreciado y encadenado, que oró, participará ampliamente
en el triunfo, y podrá ser que marche lado a lado con el Rey, mientras que el que habló
desde la plataforma marchará detrás.
Dios no ve como ven los hombres. El mira el corazón, y considera el clamor de
sus criaturas y señala para la gloria futura, para el renombre y la recompensa ilimitada, a
todos aquellos que claman y suspiran ansiosos de darle honor y gloria a él, y por la
salvación de las almas.
Dios pudo haber puesto en libertad a Pablo, mas no quiso hacerlo. Pablo no
murmuró por eso, ni se puso de mal humor, ni se desesperó, ni perdió la paz, el gozo, la
fe ni el poder. El oró, se regocijó y creyó, recordando a las iglesias pequeñas que
estaban luchando y a los endebles convertidos que había dejado tras sí; por eso les
escribió, y les atesoraba en su corazón, llorando y orando por ellos, día y noche, y al
hacerlo así, él salvó su propia alma e hizo que Dios bendijese millares de veces a
millares de personas a quienes él jamás conoció y de quienes ni siquiera soñó.
Pero nadie que haya sido llamado de Dios a la obra, debe imaginarse que esta
lección del embajador encadenado es para aquellos están libres para ingresar y cumplir
con esa misión. No es para ellos, sino únicamente para los que están encadenados.

CAPITULO 14
LA FE: LA GRACIA Y EL DON

“No os hagáis perezosos, sino imitadores de aquellos que por la fe y la paciencia


heredan las promesas” (Hebreos 6:12).
“Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a
Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan “(Hebreos 11:6).
“Porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de
Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no
tardará” (Hebreos 10:36, 37).
Hay una diferencia notable entre la gracia de la fe y el don de la fe, y temo que el
no percatarse de esta diferencia, y el no obrar de acuerdo con ello, ha conducido a
muchas personas a las tinieblas, y es posible que algunos hayan llegado hasta
abandonarla, arrojándose en la negra noche de la incredulidad.
La gracia de la fe es aquella que le es dada a todo hombre para que trabaje con
ella, y por medio de la cual podemos acercarnos a Dios.
El don de la fe es el que se nos da por medio del Espíritu Santo, cuando llegamos
al punto en que hemos empleado, con toda libertad, la gracia de la fe.
El hombre que está ejerciendo la gracia de la fe, dice: “Creo que Dios me
bendecirá”, y busca a Dios con todo el corazón, tanto en privado como en público.
Escudriña la Biblia para enterarse de la voluntad de Dios. Habla con otros cristianos
acerca de las relaciones entre Dios y su alma. Carga con todas las cruces y, al fin,
cuando llega al límite de la gracia de la fe, Dios, repentinamente, por medio de alguna
palabra de las Escrituras, por medio de algún testimonio o alguna meditación, le
concede el don de la fe con la que puede llegar a obtener las bendiciones que ha estado
buscando. Después de eso no vuelve a decir: “Creo que Dios me bendecirá”, sino que
exclama: “Creo que me bendice. Entonces el Espíritu Santo testifica de que ha recibido
las bendiciones y por eso exclama lleno de júbilo: “¡Sé que Dios me bendice!” Después
de eso no le dará gracias a un ángel para que le diga que ha recibido esas bendiciones,
pues él sabe que las ha recibido, y ni hombres ni demonios pueden privarle de esa
certeza. En realidad, lo que he llamado aquí el don de la fe, podría llamarse (y
probablemente hay quienes le den ese nombre) la certeza de la fe. Pero no es el nombre,
sino el hecho, lo que importa.
El peligro yace en querer recibir el don de la fe, antes de haber ejercido la gracia
de la fe. Por ejemplo: un hombre busca la bendición de un corazón limpio, y dice: “Creo
que se puede obtener dicha bendición, y creo que Dios me la dará”. Si cree así, debiera
buscar la santidad inmediatamente, pidiéndole a Dios que le dé la bendición y, si
persevera buscándola, seguramente la encontrará. Pero si alguien le hiciese reclamar la
santidad antes de haber luchado contra las dudas y dificultades con que ha de
encontrarse por medio de la gracia de la fe, y antes que Dios le haya concedido el don
de la fe, es muy probable que será arrastrado por algunos días o semanas, y luego
retrocederá y tal vez ‘llegue a la conclusión de que no es cierto eso de la bendición de
un corazón limpio. A tal persona se le debiera amonestar, enseñar, exhortar y estimular
a que la busque hasta tener la seguridad de haberla obtenido.
O, supongamos que estuviere enfermo, y que dijere: “Hay personas que han
estado enfermas, y Dios las ha sanado, yo creo que él me sanará a mí también”.
Teniendo esta fe debiera buscar la salud pidiéndosela a Dios. Pero si alguien le
persuadiese a que reclame la salud antes de haber luchado con las dificultades que se le
oponen, por medio de la gracia de la fe, y antes que Dios le hubiese concedido el don de
la fe por medio de la cual ha de recibir la salud, es probable que se baje arrastrando del
lecho de enfermedad y que esté levantado unos días, pero no tardará en darse cuenta de
que no está sano; se desalentará, y podrá suceder que hasta se atreva a decir que Dios
miente, y es muy posible que diga también que no hay Dios, y que a partir de esa fecha
no vuelva a creer más en nada.
O, supongamos que se trate de un oficial salvacionista, o de un ministro del
Evangelio, que siente vivos deseos de ver almas salvadas, y que razone consigo mismo,
arribando a la conclusión de que Dios quiere que se salven las almas. Entonces dirá:
“Yo voy a creer que esta noche veremos veinte almas salvadas”. Mas llega la noche y
no se salvan las veinte almas. Se pregunta en seguida cuál será la causa; el Diablo le
tienta y le hace tener dudas, y es probable que, a fin de cuentas, caiga en la incredulidad.
¿Dónde estaba la dificultad? La razón yace en que dijo que iba a creer antes de
haber meditado detenida y sinceramente, contendiendo con Dios por medio de la
oración, y de haber oído la voz de Dios que le asegurase que veinte almas se iban a
salvar. “Dios... es galardonador de los que le buscan”.
Pero, alguien preguntará: “¿No debemos exhortar a los que buscan, para que crean
que Dios es quien hace la obra?”.
Sí, si están seguros de que le han buscado con todo el corazón. Si están seguros de
que han ejercitado la gracia de la fe y han rendido todo a Dios; en tal caso ustedes deben
instarles, tierna y fervorosamente, a que confíen en Jesús; pero si no estuviesen seguros
de esto, tengan cuidado de no urgirles a reclamar una bendición que Dios no les ha
dado. Sólo el Espíritu Santo sabe cuando una persona está en condiciones de recibir el
don de Dios, y él notificará a ésta cuando ha de ser bendecida. Tengan cuidado, pues, de
no querer hacer la obra que corresponde al Espíritu Santo. Si ustedes prestan demasiada
ayuda a los que buscan, tal vez mueran en las manos de ustedes, pero si ustedes andan
cerca de Dios, con espíritu humilde y consagrados a la oración, él les revelará lo que
deben decir a dichas personas a fin de serles de ayuda.
Nadie debe suponer, sin embargo, que sea necesario ejercer mucho tiempo la
gracia de la fe antes que Dios nos dé la certeza. Uno puede obtener la bendición casi al
instante, si la pedimos con corazón perfecto, fervorosamente, sin ninguna duda y sin
impacientarnos. Pero, como dice el profeta: “Aunque tardare (la visión), espérala,
porque sin duda vendrá, no tardará” (Habacuc 2:3). “Porque aún un poquito, y el que ha
de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:37). Si la bendición tardase en llegar, no
piensen que por el simple hecho de tardar, se les deniegue; sino, como la mujer
sirofenicia que acudió a Jesús, sigan pidiendo con toda humildad de corazón y con fe
firme. No tardará él en decirles a ustedes con amor: “¡Oh hombre, oh mujer, grande es
tu fe: sea hecho contigo como quieres!

CAPITULO 15
NO SE DEBE LITIGAR

“El siervo del Señor no debe ser contencioso” (2 Timoteo 2:24).


Al procurar vivir una vida santa y sin tacha, he recibido ayuda por medio de los
consejos de dos hombres, y el ejemplo de otros dos.
1. — EL COMISIONADO DOWDLE
Hace algunos años concurrí a “una noche entera de oración”, que se celebró en la
ciudad de Boston. Fue una ocasión muy bendecida; aquella noche muchas personas
buscaron la bendición de un corazón limpio. Se leyeron las Sagradas Escrituras y se
elevaron muchas oraciones, se cantaron muchos cánticos y se pronunciaron muchos
testimonios y exhortaciones; pero, de todas las cosas excelentes que se dijeron aquella
noche, yo sólo recuerdo una: esa se grabó en mi memoria de tal modo que jamás podré
olvidarla. Poco antes de clausurarse la reunión, el comisionado Dowdle dijo a aquellos
que habían pasado al banco de penitentes: “Tened presente que si queréis retener un
corazón limpio no debéis litigar”.
Detrás de ese consejo había veinte años de santidad práctica, y esas palabras
cayeron en mis oídos como la voz de Dios.
2. — PABLO DE TARSO
Escribiendo al joven Timoteo, el anciano apóstol abrió su corazón, pues se dirigía
a una persona a quien amaba entrañablemente, considerándolo como uno de sus hijos en
el Evangelio. El apóstol quería instruirle bien en la verdad, de modo que, por un lado,
Timoteo pudiese escapar de todas las trampas que le tendiese el Diablo, andar en santa
comunión con Dios, y de ese modo salvarse a sí mismo; y, por otro lado, ser
“enteramente preparado” (2 Tim. 3:17) para enseñar y preparar a otros y salvarlos. Entre
otras palabras vehementes, mucho me han impresionado éstas: “Recuérdales esto… que
no contiendan sobre palabras, lo cual para nada aprovecha, sino que es para perdición de
los oyentes” (2 Timoteo 2:14).
Creo que Pablo quiere decir con esto, que en vez de sostener polémicas con la
gente, y perder así el tiempo, y tal vez también el buen humor, debemos atacarles
directamente al corazón y hacer lo mejor que nos fuere posible para ganarles para
Cristo, consiguiendo que se conviertan y sean santificados.
También dice: “Pero desecha las cuestiones necias e insensatas, sabiendo que
engendran contiendas. Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable
para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se
oponen” (2 Timoteo 2:23.25).
Es evidente que el apóstol consideró importante este consejo, pues lo repite
también a Tito: “Pero evita las cuestiones necias, y genealogías, y contenciones, y
discusiones acerca de la ley; porque son vanas y sin provecho” (Tito 3:9).
Estoy convencido de que Pablo tiene razón en esto. Para encender fuego, se
requiere fuego, y se requiere amor para encender el amor. La lógica fría no hará que un
hombre llegue a amar a Jesús; sólo el que ama, “es nacido de Dios” (1 Juan 4:7).
3. — EL MARQUES DE RENTY
Nosotros, a quienes nos han enseñado el Evangelio con tanta sencillez y pureza,
difícilmente podemos imaginarnos cuántas han sido las dificultades que tuvieron que
vencer algunos hombres para encontrar la luz verdadera, aun en países llamados
cristianos.
Hace cosa de cien años, entre la nobleza libidinosa y libertina de Francia, y en
medio del sistema idólatra de fórmulas y ceremonias de la Iglesia Católica Romana, el
Marqués de Renty alcanzó a tener una fe tan pura, una vida y carácter tan sencillos y
una comunión con Dios tan perfecta, que adornó mucho el Evangelio y llegó a ser de
bendición no sólo entre la colectividad con la cual tuvo que ver, y con su siglo, sino
también entre muchas personas de generaciones subsiguientes. Su posición social, su
fortuna y su notable talento administrativo y comercial hicieron que se relacionase con
otras personas, en negocios seculares y religiosos, en todo lo cual destelló, con notable
brillantez, su fe y piadosa sinceridad.
Al leer su biografía, hace algunos años, me impresionó mucho su gran humildad,
la simpatía que sentía por los pobres e ignorantes, y el celo y los abnegados esfuerzos
que desplegó para instruirles y salvarles; su diligencia y fervor en la oración, y el
hambre y sed que sentía por las cosas de Dios. Pero lo que me impresionó más que todo
fue la manera cómo evitaba toda suerte de controversias, por temor de ofender al
Espíritu Santo y apagar la luz de su alma. Cada vez que se discutían asuntos de religión
o de negocio, él meditaba la cosa detenidamente, y luego explicaba su punto de vista,
dando las razones sobre las cuales se basaba, con claridad y calma, después de lo cual,
no importaba cuán acalorada fuese la discusión, él no se dejaba arrastrar a debates. Su
manera tranquila y pacífica añadía vigor a sus explícitas declaraciones, y daba mayor
fuerza a sus consejos. Pero cada vez que sus ideas eran aceptadas o rechazadas, solía
dirigirse a sus oponentes y les decía que, al expresar sentimientos contrarios a los de
ellos, lo había hecho sin la intención de oponérseles personalmente, sino que había
dicho lo que a él le parecía la verdad.
En esto, me parece que él estaba modelado a la semejanza de “la mansedumbre y
ternura de Cristo” (2 Corintios 10:1), y su ejemplo me ha servido de estímulo para
seguir igual curso, manteniendo así “la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”
(Efesios 4:3), cuando de otro modo me habría visto envuelto en luchas y disputas que
habrían nublado mi alma, quitándome la paz, aun cuando el Espíritu Santo no se hubiese
alejado por completo de mi corazón.
4. —JESUS
Los enemigos de Jesús se esforzaron constantemente por enredarle en algún
litigio, pero él supo siempre contestarles de tal modo que confundía a sus enemigos,
valiéndose para ello de los argumentos que ellos empleaban.
Un día se presentaron ante él (Mateo 22) y le preguntaron si era lícito pagar
tributo a César. Sin entrar en discusiones de ninguna especie, Jesús pidió que le
presentaran una moneda, y preguntó de quién era la imagen estampada en la misma.
— Es de César, le dijeron.
— Pues entonces, dijo Jesús, dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de
Dios.
En otra ocasión le presentaron una mujer que había sido hallada en adulterio. Su
tierno corazón se llenó de compasión por la infortunada pecadora, pero en vez de argüir
con los que la habían traído ante él, sobre si la mujer debía ser apedreada o no, les dijo
simplemente: “El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra
contra ella” (Juan 8:7). Los presumidos hipócritas se sintieron tan convictos y confusos
por la sencillez de su respuesta, que se escabulleron, de uno en uno, hasta que dejaron a
la pecadora sola con el Salvador.
Y así, a través de todos los Evangelios, no encuentro ningún lugar en que Jesús se
haya puesto a discutir; y su ejemplo es de gran importancia para nosotros.
Es natural a “la mente carnal” el resentirse porque se le hace oposición, pero
nosotros “debemos tener la mente espiritual”. Somos orgullosos, por naturaleza, y nos
envanecemos de nuestras opiniones; por eso estamos siempre dispuestos a resistir a todo
aquel que quiera oponerse a nosotros o a nuestros principios. Queremos, al momento,
someterle por fuerza de nuestros argumentos, o con la potencia de nuestro brazo; de una
manera u otra, obligarle a que se someta. Nos impacienta que se nos contradiga, y
estamos siempre predispuestos a juzgar los motivos que impulsan a los demás y a
condenar a todos los que no están de acuerdo con nosotros; queremos luego alegar que
nuestra impaciencia y violencia es “celo por la verdad”, cuando, en realidad, muchas
veces no es otra cosa que celo y apasionamiento por nuestro propio modo de pensar. Me
siento muy inclinado a creer que éste es uno de los últimos frutos de la mente carnal que
la gracia llega a subyugar.
Nosotros, los que hemos llegado a “ser participantes de la naturaleza divina” (2
Pedro 1:4), debemos tener buen cuidado de que esta raíz de la naturaleza carnal sea
destruida por completo. Cuando alguien nos hace oposición, no litiguemos, ni le
condenemos, sino instruyámosle amablemente; no con aire de superioridad, de sabiduría
y santidad, sino con humildad, recordando solemnemente que “el siervo del Señor no
debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido” (2
Timoteo 2:24).

He observado que muchas veces después de haber explicado mi punto de vista a una
persona, con toda claridad y calma, me siento inclinado a decir la última palabra; pero
he visto también que Dios me bendice más cuando dejo la cosa en sus manos y, obrando
de ese modo, sucede con frecuencia que gano a mi opositor. Si bien podrá parecer que
he sido derrotado, generalmente sucede que, al fin y al cabo, ganamos a nuestro
enemigo y, si somos realmente humildes, nos regocijamos más por haber conseguido
que la persona haya reconocido ella misma la verdad (2 Timoteo 2:25), que si nosotros
la hubiésemos convencido con nuestros argumentos.

CAPITULO 16
DEJANDO ESCAPAR LA VERDAD

“Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que
hemos oído, no sea que nos deslicemos” (Hebreos 2:1).
La verdad que salva al alma no se recoge como se recogen las piedrecitas de la
playa, sino que se obtiene más bien como el oro y plata, que se consiguen después de
mucho buscar y excavar. Salomón dice: “Si clamares a la inteligencia, y a la prudencia
dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la escudriñares como a tesoros; entonces
entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios” (Prov. 2:3-5). El que
quiera adquirir la verdad, tendrá que emplear su inteligencia, deberá orar mucho, hacer
examen de sí mismo y abnegarse de continuo. Debe estar siempre atento a la voz de
Dios que habla dentro de su propia alma. Debe velar para no caer en pecado y en olvido,
y debe meditar en la verdad de Dios, de día y de noche.
El ser salvado no es como salir a un paseo. Los hombres y mujeres que están
llenos de la verdad —que son la verdad personificada— no han llegado a serlo sin
esfuerzo. Ellos han excavado en busca de la verdad; han amado la verdad, la han
codiciado más que el alimento; han sacrificado todo para adquirirla. Cuando han caído,
han vuelto a levantarse, y cuando se han visto derrotados no se han dejado arrastrar por
la desesperación, sino que, con más cuidado y atención, y con mayor fervor, han
renovado sus esfuerzos para conseguirla. No han tenido a menos sacrificar sus vidas con
tal de llegar a conocer la verdad.
La fortuna, comodidades, el renombre, la buena reputación, los placeres y todo lo
que puede proporcionar el mundo, lo tuvieron por estiércol y escoria, mientras buscaban
la verdad y fue, cabalmente, en ese punto, donde la verdad ocupó lugar preferente a todo
lo demás, cuando la encontraron.
Fue allí donde encontraron la verdad que salva al alma, que satisface el corazón,
que responde a los interrogantes de la vida, que trae comunión con Dios y que
proporciona gozo indescriptible y perfecta paz.
Pero así como se requiere esfuerzos para encontrar la verdad, es necesario velar
para conservarla. “Las riquezas tienen alas”, y si se les descuida, huyen. Lo mismo
sucede con la verdad. Si no se le cuida celosamente se escurrirá. “Compra la verdad y
no la vendas” (Prov. 23:23). Generalmente la verdad se escapa poco a poco. Se escurre
así como se escurre el agua, toda no sale de un golpe, sino que va saliendo poco a poco.
He aquí un hombre que una vez estuvo lleno de la verdad. Amaba a sus enemigos
y oraba por ellos; pero poco a poco fue descuidando esa verdad que debemos amar a
nuestros enemigos, hasta que se escurrió y ahora en vez de amar y orar por sus
enemigos, siente amargura de espíritu y enojo.
Otro, antes solía dar su dinero para ayudar a los pobres y para propagar el
Evangelio. No tenía ningún temor de que le faltase algo, pues creía que Dios proveería
todo lo que necesitase; Estaba tan lleno de la verdad que no temía nada, y estaba seguro
de que si buscaba primero el reino de Dios y su justicia, todas las demás cosas le serían
añadidas, (Mateo 6:33). No temía que Dios se olvidase de él ni que lo abandonase y
dejase su simiente sin amparo y mendigando pan. Servía a Dios con regocijo y con todo
el corazón; quedaba satisfecho con un pedazo de pan duro, y se sentía tan
despreocupado como el pajarito que acurruca su cabecita debajo del ala y se queda
dormido, sin saber de dónde le vendrá el desayuno, pues confía en el gran Dios que abre
su mano y satisface el deseo de toda criatura y, a su tiempo, les da su alimento. Pero
poco a poco, la prudencia del Diablo penetró en su corazón, y poco a poco permitió que
la verdad de la fidelidad y paternidad de Dios y el cuidado providencial que él tiene de
los suyos, se escurriese, y ahora es mezquino, ambicioso y lleno de preocupaciones
acerca del mañana; es totalmente lo opuesto a su generoso y amante Salvador.
He aquí otro hombre que antes oraba de continuo. Le gustaba orar. La oración era
el aliento de su vida. Pero poco a poco dejó escurrir la verdad de que “es necesario orar
siempre, y no desmayar” (Lucas 18:1), y ahora la oración es para él algo frío y muerto.
Otro, antes solía concurrir a todas las reuniones que podía, pero comenzó a
descuidar la verdad que no debemos dejar “de congregarnos, como, algunos tienen por
costumbre” (Heb. 10:25) y ahora prefiere irse al parque o a la ribera del río, o al club,
que concurrir a un servicio religioso.
Otro, no bien se ofrecía la oportunidad de testificar, se ponía de pie para hacerlo y,
cuando se encontraba con algún camarada en la calle, no podía resistir el deseo de
hablar acerca de los bienes con que Dios le había colmado; pero, poco a poco, se dio a
“necedades” y a “truhanerías, que no convienen” (Efesios 5:4), y dejó escurrir la verdad
de que “los que temen a Jehová hablaron cada uno a su compañero”, y por fin se olvidó
de las solemnes palabras del Señor Jesús, quien dijo que “toda palabra ociosa que
hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio” (Mateo 12:36). Ya no se
acuerda que la Biblia dice: “La muerte y la vida están en poder de la lengua”
(Proverbios 18:21), y que debemos cuidar de que nuestra conversación sea “sazonada
con sal” (Colosenses 4:6), de modo que ahora puede hablar sin cansarse sobre cualquier
tema que no sea el de la religión personal y la santidad. El bien meditado y ardiente
testimonio que solía dar antes, y que tanto conmovía a los que le oían, que amonestaba a
los pecadores indiferentes, que alentaba a los de corazón tímido y desmayado y que
producía júbilo entre los soldados y los santos y les llenaba de fortaleza, ha sido
reemplazado por algunas frases que no tienen significado ni para su propio corazón, y
en la reunión tienen el efecto de grandes témpanos situados al lado del fuego, y sus
palabras son inútiles como los cascarones en un nido de donde hace un año que volaron
los pájaros que lo ocupaban.
Otra, antes creía que las mujeres piadosas deben ataviarse con ropas sencillas y
modestas; no con cabellos encrespados, oro, o perlas, o vestidos costosos, sino de
buenas obras (1 Timoteo 2:9); pero poco a poco dejó escapar la verdad de Dios; escuchó
los susurros del tentador y cayó, al igual que Eva, cuando prestó oídos al Diablo y
comió del fruto prohibido. Ahora, en vez de vestirse sencillamente, sale ataviada con
flores, plumas y vestidos costosos, pero ha perdido el adorno del espíritu humilde, “lo
cual es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4).
Pero, ¿qué debe hacer esta gente?
Deben recordar de donde han caído, deben arrepentirse y volver a hacer sus
primeras obras. Deben volver a excavar en busca de la verdad, del mismo modo como
los hombres buscan el oro, y que la busquen como se buscan los tesoros escondidos, y
volverán a encontrarla. “Dios… es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6).
Este podría ser trabajo harto difícil. También es difícil buscar oro. Tal vez sea un
proceso lento. También lo es buscar tesoros escondidos. “Buscad, y hallaréis” (Lucas
11:9). Pero es un trabajo necesario. El destino eterno de nuestra alma depende de ello.
¿Qué hacen aquellos que poseen la verdad para impedir que se les escape?
1. Acatan las palabras dichas por David a su hijo Salomón: “Guardad e
inquirid todos los preceptos de Jehová, vuestro Dios” (1 Crónicas 28:8).
2. Hacen lo que Dios le ordenó a Josué: “Nunca se apartará de tu boca este
libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él”. ¿Para qué? —“Para que
guardes y hagas conforme a— ¿algunas de las cosas escritas en él? — ¡No! — todo lo
que en él está escrito” (Josué 1:8).
Un joven rabino le preguntó a su anciano tío si no podría estudiar filosofía griega.
El anciano rabino le citó el texto: “Nunca se apartará tu boca de este libro de la ley, sino
que de día y de noche meditarás en él”, y luego añadió: “Halla una hora que no sea día
ni noche, y entonces estudia la filosofía griega”.
El “hombre bienaventurado”, de quien nos habla David, no sólo es un hombre que
no anduvo en consejo de malos ni estuvo en camino de pecadores, ni se ha sentado en
silla de escarnecedores, sino que “en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita
de día y de noche” (Salmo 1).
Si quieren mantener firmemente la verdad, y no dejarla escapar, deben leer, leer y
releer la Biblia. Deben refrescar su mente constantemente con sus verdades, así como el
estudiante diligente refresca su memoria repasando los libros de texto; así como el
abogado que quiere tener éxito estudia constantemente sus libros de jurisprudencia, o el
médico sus obras de medicina.
Juan Wesley, en su vejez, después de haber leído y releído la Biblia; durante toda
su vida, dijo con respecto a sí mismo: “Yo soy homo unius libri” —hombre de un solo
libro.
La verdad se escurrirá, seguramente, si no se refrescan sus mentes con la lectura
constante de ‘la Biblia y la meditación en ella.
La Biblia es la receta de Dios para hacer gente santa. Si quieren ser personas
santas y semejantes a Cristo, deben ajustarse fielmente a esa receta.
La Biblia es la “guía” de Dios para enseñar a hombres y mujeres el camino al
cielo. Deben prestar estricta atención a las direcciones que ella da, si es que quieren
llegar al cielo.
La Biblia es el libro de medicina de Dios, para enseñar a la gente cómo sanar de
las enfermedades del alma. Deben estudiar con toda diligencia el diagnóstico que hace
de las enfermedades del alma y de sus métodos de cura, si quieren disfrutar de salud
espiritual.
Jesús dijo: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios” (Mateo 4:4); y también dijo: “Las palabras que yo os he hablado, son
espíritu y son vida” (Juan 6:63).
3. “No apaguéis el espíritu” (1 Tesal. 5:19). Jesús llama al Espíritu Santo el
“Espíritu de Verdad”. Por consiguiente, si no quieren que la verdad se escuna, deben dar
la bienvenida en sus corazones al Espíritu de Verdad y rogarle que more en ustedes.
Acarícienle en su alma. Deléitense en él. Vivan en él. Ríndanse a él. Confíen en él.
Tengan comunión con él. Considérenlo como su Amigo, Guía, Maestro y Consolador.
No lo consideren de la manera que algunos niños consideran a sus maestros de escuela:
como unos enemigos, como alguien de quien se pueden burlar; alguien que está siempre
a la espera de una oportunidad para infligir castigo, para reprochar e imponer disciplina.
Por supuesto, el Espíritu hará eso, cuando ello fuere necesario, pero le apena hacerlo. Su
mayor deleite es consolar y alentar a los hijos de Dios. ¡El es amor! ¡Alabado sea su
sagrado nombre! “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados
para el día de la redención” (Efesios 4:30).

CAPITULO 17
SI HAN PERDIDO LA BENDICION
¿QUE SUCEDERA?

“Convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová, porque yo soy vuestro esposo.


Reconoce, pues, tu maldad, porque contra Jehová tu Dios has prevaricado… y no oíste
mi voz. Vuélvete... no haré caer mi ira sobre ti, porque misericordioso soy yo; no
guardaré para siempre el enojo” (Jeremías 3:14, 13, 12).
La dificultad para la restauración del retrógrado yace en él mismo y no en el
Señor. Nos es difícil confiar en alguien a quien hemos hecho algún mal, y la dificultad
se duplica cuando la persona a quien se ha hecho el mal ha sido un amigo bueno y
cariñoso. Vean el caso de los hermanos de José. Le hicieron un gran mal vendiéndole
como esclavo para que le llevasen a Egipto, y al fin, cuando se enteraron de que vivía
aún, y de que ellos estaban en sus manos, tuvieron mucho miedo.
Mas él les aseguró que no sentía ninguna enemistad en contra de ellos y,
finalmente, ganó la confianza de todos ellos debido al amor y generosidad con que les
trató. Esta confianza fue aparente hasta el día en que murió Jacob su padre, y entonces
volvieron a despertarse todos sus antiguos temores.
“Y viendo los hermanos de José que su padre era muerto, dijeron: Quizá nos
aborrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal que le hicimos. Y enviaron a decir a
José: Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así diréis a José: Te ruego que
perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron: por tanto
ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José
lloró mientras hablaban... Y les respondió José: No temáis... yo os sustentaré a vosotros
y a vuestros hijos. Así los consoló, y les habló al corazón” (Génesis 50:15-17; 19,21).
Amados camaradas retrógrados, vean en esta sencilla narración la dificultad que
ustedes tienen. A causa de su pecado, han hecho violencia a su propio sentido de
justicia, y ahora les parece casi imposible confiar en su hermano Jesús a quien han
hecho tan grave ofensa; y, sin embargo, su corazón grande y tierno se desgarra por amor
a ustedes. “Y José lloró mientras hablaban”. Hermano, si usted no ha cometido el
pecado imperdonable (y no lo ha hecho usted, si es que no tiene ningún deseo
deliberado de no ser del Señor), el primer paso que debe dar usted es renovar su
consagración; y, luego, su segundo y único paso es exclamar como lo hizo Job:
“Aunque él me matare, en él esperaré” (Job 13:1 5). Debe usted quedarse firme en ese
terreno, hasta que reciba el testimonio de haber sido aceptado.
Muchas personas fracasan aquí, porque esperan todo el tiempo sentir las mismas
emociones y gozo que tuvieron la primera vez cuando fueron salvados, y no quieren
creer, porque no sienten lo mismo que sintieron entonces. ¿Recuerdan ustedes que los
hijos de Israel estuvieron cautivos varias veces después de haber entrado en Canaán?
Pero Dios nunca volvió a dividir el río Jordán para que ellos cruzasen. Dios jamás
volvió a hacerles entrar de la misma manera como lo hizo la primera vez. Dios dice:
“Guiaré a los ciegos por caminos que no sabían, les haré andar por sendas que no habían
conocido” (Isaías 42:16). Pero si ustedes buscan la antigua experiencia, están rehusando
reconocer que son ciegos, e insisten en seguir por las sendas que conocen. En otras
palabras, quieren andar por la vista y no por la fe. Deben rendirse al Espíritu Santo, y él
les guiará, con seguridad, a la Tierra Prometida. Traten sencillamente de ponerse bien
con Dios. Hagan todo aquello que él les diga que hagan. Confíen en él, ámenle, y él
mismo descenderá a ustedes, pues “él (Jesús) nos ha sido hecho... santificación” (1
Corintios 1:30). No es una bendición lo que necesitan ustedes, sino al Bendecidor, a
quien han dejado afuera a causa de la incredulidad de ustedes.
Un hombre recientemente santificado dijo en la Escuela de Teología de Boston:
“Hermanos, yo he estado aquí estudiando teología durante tres años, pero ahora tengo a
Theos (Dios) en mí”. Ustedes deben satisfacerse con él, no importa la manera cómo
venga; ya sea como Rey de reyes y Señor de señores, o como sencillo y humilde
Carpintero. Manténganse satisfechos con él, y él se irá revelando más y más a la fe
humilde y sencilla de ustedes.
No se espanten al ver los leones: están encadenados. Rehuyan las preocupaciones
acerca del porvenir, y confíen tranquilamente en él para el momento presente. “Así que,
no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán” (Mateo
6:34).
Satanás quiere causarles preocupaciones acerca de la capacidad que ustedes tienen
para mantenerse firmes, especialmente si han perdido su experiencia de paz y
tranquilidad espiritual a causa de la desobediencia; Satanás les echará eso en cara.
Tengan presente lo que dice el Señor: “Bástate mi gracia” (2 Corintios 12:9). No se
preocupen del mañana.
Un amado camarada dijo en oración: “Padre, tú sabes qué agonía intolerable he
padecido mirando hacia adelante, y preguntándome si podría hacer esto o aquello en tal
o cual fecha y en tal o cual lugar”.
Naturalmente eso tenía que hacerle sufrir. El sencillo remedio era no mirar al
futuro, sino tomar “el escudo de la fe” con el cual podemos “apagar todos los dardos de
fuego del maligno” (Efesios 6:16). El estaba sufriendo los golpes de los dardos de
fuego. Pueden estar ciertos de esto: no es Jesús quien les atormenta con pensamientos
acerca del porvenir, pues él les ha ordenado que no se preocupen acerca del mañana.
“Resistid al Diablo, y huirá de vosotros” (Santiago 4:7). Al llegar al punto de la
obediencia, sean fieles, aunque les cueste la vida. “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré
la corona de la vida” (Apoc. 2:10). “Y menospreciaron sus vidas hasta la muerte”
(Apoc. 12: 11).
Una mujer que había perdido la experiencia de la santidad, dijo: “Me entregué a
Jesús de nuevo y, durante algún tiempo, confié, sin sentir nada. Una señorita vino a mi
casa y sentí que tenía el deber de hablarle acerca de su alma. Me pareció muy difícil,
pero le dije al Señor que sería fiel. Le hablé acerca del Salvador y de su alma. Las
lágrimas inundaron sus ojos, y el gozo henchió mi corazón. El Bendecidor había
descendido, y ahora ella confía, tranquila y feliz, en el Señor Jesús”. Entréguense
ustedes otra vez a Dios y hagan que su vida misma entre en la consagración.
Una hermana fue retrógrada durante diez años, pero hace poco fue rescatada y
llenada del Espíritu Santo. Poco después dijo: “Pongan todo sobre el altar, y déjenlo ahí;
no lo tomen otra vez, y podrán tener la seguridad que el fuego de Dios descenderá y
consumirá la ofrenda”
¡Háganlo, háganlo así! Dios descenderá sin duda alguna si esperan, y ustedes
pueden esperar si quieren hacer algo para la eternidad.
“Por eso pues, ahora, dice Jehová, convertíos a mí con todo vuestro corazón, con
ayuno y lloro y lamento. Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a
Jehová vuestro Dios; porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en
misericordia, y que se duele del castigo” (Joel 2:12, 13).

CAPITULO 18
LOS GANADORES DE ALMAS Y SUS
ORACIONES

“La oración eficaz del justo, puede mucho” (Santiago 5:16).


Todos los grandes ganadores de almas han sido hombres muy consagrados a la
oración, y cuando oraban, lo hacían con mucho poder; además, todos los grandes
avivamientos han sido precedidos por la obra perseverante efectuada de rodillas, en
privado, y se han realizado por medio de ella. Antes que Jesús comenzara su ministerio,
cuando le seguían grandes multitudes, pasó cuarenta días y cuarenta noches en oración y
ayuno (Mateo 4:1-11).
Pablo oraba sin cesar. De día y de noche ascendían a Dios sus oraciones e
intercesiones (Hechos 16:25; Filip. l:3-11; Col. 1:3,9-11).
El bautismo pentecostal del Espíritu Santo y las tres mil conversiones que hubo en
un solo día, fueron precedidos por diez días de oración, alabanzas, examen del corazón
y lectura de la Biblia. Y continuaron orando hasta que, otro día, se convirtieron cinco
mil, y muchos de los sacerdotes creyeron en la nueva fe (Hechos 2:4-6; 4:4; 6:4-7).
Lutero solía orar tres horas por día, y él quebrantó el hechizo de siglos y libertó a
naciones que estaban cautivas.
Juan Knox solía pasar noches enteras en oración, y clamaba a Dios diciendo:
“Dame a Escocia o me muero”. Y Dios le dio Escocia.
Baxter tiñó las paredes de su estudio con el aliento de sus oraciones y envió una
onda de salvación por todo el país.
Mr. Wesley en su “Diario” (que por su lectura atrayente y cautivadora se coloca
después de los Hechos de los Apóstoles) habla, vez tras vez, de medias noches y noches
enteras de oración, en las que Dios se acercó y bendijo a la gente casi hasta la muerte, y
luego él y sus colaboradores fueron dotados de poder para rescatar a Inglaterra del
paganismo, y enviar por todas partes un avivamiento de religión pura y activa.
David Brainerd solía tenderse sobre el suelo helado, durante la noche, envuelto en
cueros de oso, y escupía sangre y clamaba a Dios pidiéndole que salvara a los indios; y
Dios le oyó, y convirtió y santificó por veintenas y por centenares a los pobres indios
ignorantes, paganos, díscolos y borrachos.
La noche antes de que Jonatán Edwards predicara el admirable sermón que
comenzó el avivamiento que convulsionó a la Nueva Inglaterra, él y algunos otros la
pasaron en oración.
En Escocia había un joven llamado Livingstone, que fue llamado para que
predicara ante una de las grandes asambleas. Como éste sentía su completa inaptitud
para ello, pasó la noche orando. Al día siguiente predicó un sermón por cuya influencia
se convirtieron quinientas personas. ¡Alabado sea Dios! ¡Oh Señor mío! levanta más
gente de oración.
Mr. Finey solía orar hasta que comunidades enteras caían bajo el poder del
Espíritu de Dios, y nadie podía resistir su poderosa influencia. En una ocasión estaba tan
postrado por el trabajo, que sus amigos consiguieron que hiciera un viaje por el mar
Mediterráneo. Pero estaba tan embebido en el interés de salvar a los hombres, que no
pudo descansar, y a su regreso sufrió gran agonía de alma por la evangelización del
mundo. Al fin la ansiedad y agonía de su alma llegaron a ser tan intensas que oró
durante un día entero, hasta que, a la entrada de la noche, recibió la certidumbre de que
Dios haría la obra.
A su arribo a Nueva York, pronunció sus “Discursos sobre Avivamiento”, que se
publicaron en su propio país y en el extranjero y dieron por resultado avivamientos en
todas partes del mundo. Sus escritos cayeron en manos de la señora Catherine de Booth,
e influyeron poderosamente en ella, de modo que el Ejército de Salvación es, sin duda,
en gran parte, la respuesta de Dios a la oración insistente y prevalente de ese hombre,
que le rogaba al Señor que glorificase su santo nombre salvando al mundo.
En la América del Norte hay un joven evangelista que fue salvado del catolicismo.
Dondequiera que va se levanta un “torbellino de avivamiento”, y la gente se convierte
por centenares. Yo me preguntaba en qué consistiría el secreto de su poder, hasta que
una señora, en cuya casa solía alojarse, me dijo que oraba todo el tiempo. Tenía
dificultad para conseguir que se presentara a la mesa a las horas de comidas, pues no
quería cesar de luchar con Dios por medio de la oración.
Antes de afiliarme al Ejército de Salvación, conversaba yo en una ocasión con el
doctor Cullis, de Boston, ese hombre de fe sencilla, pero poderosa. Estaba mostrándome
unas fotografías y entre ellas había una de Mr. Bramwell Booth, que llegó a ser segundo
general del Ejército de Salvación.
“Ese hombre, dijo, dirige las reuniones de santidad más poderosas que se realizan
en toda Inglaterra”.
Me contó entonces acerca de aquellas famosas reuniones de Whitechapel. Cuando
yo fui a Inglaterra, hice la determinación de descubrir, si ello fuere posible, el secreto de
ese poder.
Una de las cosas era, según me dijo un oficial, que Mr. Bramwell, en aquel
entonces, solía tener reuniones con los jóvenes en el Cuartel General y pedía a cada uno
de aquellos que eran salvados, que pasasen diariamente cinco minutos a solas con Dios,
dondequiera que pudiesen hacerlo, y que orasen por las reuniones que se efectuaban los
viernes de noche. Un oficial, que ahora es Brigadier, y que en aquel entonces era
empleado en una gran ferretería, tenía que meterse en uno de los grandes cajones vacíos
que había en el depósito del negocio, a fin de poder disfrutar de los cinco minutos de
oración.
Dios no ha cambiado. El quiere contestar las oraciones de los hombres de oración.
Mr. Finney cuenta acerca de una iglesia en la que hubo un avivamiento continuo
durante trece años. Al fin cesó el avivamiento, y todos se llenaron de temor y se
preguntaron a qué se debía eso, hasta que un día, un hombre, inundado en llanto, se
puso de pie y dijo que durante trece años había orado todos los sábados hasta más de
media noche, pidiéndole a Dios que glorificase su nombre y salvara a la gente, pero
hacía dos semanas que había dejado de hacerlo y el avivamiento había cesado. Si Dios
contesta la oración de ese modo, ¡cuán tremenda es la responsabilidad que pesa sobre
todos nosotros instándonos a que oremos!
¡Ojalá hubiese un soldado santo en cada cuerpo, y un miembro lleno de fe en cada
iglesia, que pasasen orando media noche todos los sábados! Aquí hay trabajo para los
oficiales que están descansando, y para aquellos que no pueden entrar a la obra debido a
dificultades invencibles. Pueden hacer un “trabajo de rodillas”, que mucho se precisa.
Pero nadie debe imaginarse que ése es trabajo fácil. Es difícil, y algunas veces
significa gran agonía, pero se convertirá en una agonía de júbilo en unión y comunión
con Jesús. ¡Cuánto oraba Jesús!
El otro día, un capitán, que ora una hora o más todas las mañanas, y media hora
antes de sus reuniones nocturnas, y que tiene mucho éxito en salvar almas, se lamentaba
de que muchas veces tenía que hacer esfuerzos para orar en secreto. Pero en esto él es
tentado y probado al igual que sus hermanos. Todos los hombres que han orado mucho,
han sufrido así. El Rey. William Bramwell, que solía ver a la gente convertirse y ser
santificados por centenares por todas partes donde iba, oraba seis horas por día y, sin
embargo, decía que siempre tenía que esforzarse para ir a orar en secreto. Y después de
haber comenzado a orar tenía períodos muy áridos, pero perseveraba por la fe, y los
cielos se abrían y contendía con Dios hasta obtener la victoria. Después, cuando
predicaba, se partían las nubes y caían las lluvias de bendiciones sobre la gente.
Un hombre le preguntó a otro cómo era que Mr. Bramwell podía decir tantas
cosas nuevas y maravillosas, que servían de bendición a tanta gente. El interrogado,
contestó: “Ello se debe a que vive muy cerca del trono y Dios le dice sus secretos,
después de lo cual él nos los dice a nosotros”.
El Rey. Juan Smith, cuya vida me dijo el General William Booth que había
ejercido maravillosa influencia sobre él, igual que Mr. Bramwell, pasaba mucho tiempo
en oración. Siempre le era difícil comenzar, pero luego recibía tanta bendición que le
era difícil cesar. Por donde iba llevaba consigo grandes olas de avivamiento.
La resistencia a la oración privada podrá emanar de una o más causas:
1. Es inspirada por espíritus malos. Me imagino que no le importa mucho al
Diablo ver a las personas de corazón tibio de rodillas en las reuniones públicas, porque
sabe que lo hacen sencillamente porque deben hacerlo y por costumbre. Pero aborrece
ver a uno de rodillas en secreto, pues el que lo hace quiere conseguir algo y si persevera
con fe, moverá a Dios y a los cielos a favor de lo que pide. Por eso el Diablo le hace
oposición.
2. Debido al decaimiento físico y mental a causa de enfermedad, falta de
sueño, demasiado sueño o por haber comido demasiado, pues esto sobrecarga el sistema
digestivo, interrumpe la circulación de la sangre y nubla las facultades más elevadas y
nobles del alma.
3. Por no responder prestamente cuando nos sentimos impulsados a orar en
secreto. Si cuando nos viene la sensación de que debemos orar, vacilamos más tiempo
del que es realmente necesario, y continuamos leyendo o hablando cuando bien
podríamos estar orando, se apagará el espíritu de la oración.
Debiéramos acostumbrarnos a sentir alegría al pensar en que pasaremos un rato en
secreta comunión con Jesús y en oración, tanto como se regocijan dos personas que se
aman cuando están juntas.
Debiéramos responder prestamente a la voz interna que nos llama a la oración.
“Resistid al Diablo y huirá de vosotros”, y mantengamos nuestros cuerpos en sujeción,
no sea que “habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1
Corintios 9:27).
Jesús dijo que “es necesario orar siempre, y no desmayar” (Lucas 18:1) y Pablo
dice: “Orad sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:17).
Algunas veces un hombre que se atreve a atacar al Diablo y que ora con fe, es
capaz de conseguir la victoria de una ciudad o de una nación entera. Así lo hizo Elías en
el monte Carmelo; Moisés lo hizo para el retrógrado pueblo de Israel; Daniel lo hizo en
Babilonia. Pero si se pudiera conseguir que un número de personas orasen de ese modo,
la victoria sería tanto más decisiva. Que nadie se imagine, dominado por un corazón
malo de incredulidad, que Dios resiste y no quiere contestar las oraciones. El está más
dispuesto a responder a las oraciones de aquellos cuyos corazones están bien con él, que
lo están los padres a dar pan a sus criaturas. Cuando Abraham oró por Sodoma, Dios
contestó, hasta que Abraham cesó de pedir (Génesis 18:22-23). ¿Y no se enojará con
nosotros muchas veces a causa de que le pedimos con tanta timidez, y porque le
pedimos cosas tan pequeñas, del mismo modo como Eliseo el profeta se enojó con el
rey que golpeó tres veces cuando debió hacerlo cinco o seis? (2 Reyes 13:18,19).
Acerquémonos confiadamente al Trono de la Gracia, y pidamos en abundancia
para que nuestro gozo sea cumplido (Hebreos 4:16).

CAPITULO 19
TESTIGOS DE LA RESURRECCION
EN NUESTROS DIAS
Hace algunos años me arrodillé para orar con una señorita que deseaba ser
santificada. Le pregunté si quería dejar todo para seguir a Jesús. Ella contestó que sí.
Pensé entonces someterla a una dura prueba y le pregunté si estaría dispuesta a ir como
misionera de Jesús al África. Respondió que sí. Nos arrodillamos y oramos y mientras
orábamos prorrumpió en llanto y exclamó: “¡Oh Jesús! “.
Ella nunca había visto a Jesús. Jamás había oído su voz, y antes de ese momento
no tenía más idea de una revelación de Jesús a su alma que la que podría tener un
hombre ciego de nacimiento acerca del arco iris. ¡Pero ella le conoció! No tuvo
necesidad de que alguien le dijera que éste era Jesús, como no se precisa de la luz de
una vela para ver salir el sol. El sol trae su propia luz y lo mismo hace Jesús.
Ella le conoció, le amó y se regocijó en él, con gozo indescriptible, y lleno de
gloria; a partir de esa hora, ella testificó acerca de él y siguió en pos de él: siguió en pos
de él hasta el África, para ayudarle a ganar a los paganos para su reino, hasta un día en
que él le dijo: “Entra en el gozo de tu Señor” (Mateo 25:23) y entonces ascendió al
cielo, para ver en toda Su plenitud su divina gloria.
Esta señorita fue testigo de Jesús: testigo de que él no está muerto sino vivo y,
como tal, fue un testigo de su resurrección.
Testigos de esa clase se han necesitado en todos los tiempos. Los necesitamos
hoy, tanto como en los días de los apóstoles. Los corazones de los hombres son
igualmente malos hoy como lo eran en aquel entonces; su presunción es igualmente
caprichosa, su egoísmo tan general como en aquel tiempo y su incredulidad igualmente
obstinada como en cualquier período de la historia del mundo; se requiere una evidencia
tan poderosa como siempre para subyugar sus corazones y engendrar en ellos fe viva.
Hay dos clases de evidencias y parece que ambas son necesarias para lograr que
los hombres acepten la verdad y se salven. Estas son: la evidencia que obtenemos por
medio de la historia, y la evidencia que nos dan los hombre vivos que nos muestra
aquello de lo cual están conscientes.
En la Biblia y en los escritos de los primitivos cristianos, tenemos las evidencias
históricas del plan de Dios para con los hombres, y la manera cómo trata con ellos; de la
vida, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesús, y del avivamiento del Espíritu
Santo. Pero parece que estos documentos no bastan por sí solos para destruir la
incredulidad de los hombres y hacerles que se presenten ante Dios con humildad y
sumisión, y que tengan fe sencilla y firme en su amor. Tal vez ellos produzcan una fe
histórica. Es decir, tal vez crean lo que dicen acerca de Dios, acerca de los hombres,
acerca del pecado, la vida, la muerte, el día del juicio, el cielo y el infierno, de igual
modo como creen lo que dice la historia referente a Julio César, Bonaparte o
Washington. Dicha fe podrá hacer que los hombres sean muy religiosos, que construyan
templos, que se abnieguen y cumplan con muchas ceremonias del culto; hará que
abandonen los pecados bajos y visibles y que vivan decorosa y moralmente; y sin
embargo, esos hombres podrán permanecer muertos para Dios. No les conduce a la viva
comunión con el Señor Jesús, que deshace todo pecado, tanto interno como externo, y
disipa el temor a la muerte, llenando el corazón de feliz esperanza de inmortalidad.
La fe salvadora es aquella fe que trae al alma la vida y el poder de Dios: es una fe
que convierte en humilde al presuntuoso; al impaciente en paciente; al altanero en
humilde de corazón; al mezquino en liberal y generoso; al impuro en limpio y casto; al
díscolo y contencioso, en manso y considerado; al mentiroso, en veraz; al ladrón, en
honrado; al fatuo e insensato, en sabio y sensato. Es una fe que purifica el corazón, que
pone al Señor siempre primero ante los ojos y llena el alma de amor santo, humilde y
paciente, hacia Dios y el hombre.
Para adquirir esta fe se necesita no sólo la Biblia con sus evidencias históricas,
sino también un testimonio vivo. Se necesita de alguien que ha gustado “la buena
palabra de Dios, y poderes del siglo venidero” (Heb. 6:5); alguien que sepa que Jesús no
está muerto, sino vivo; alguien que testifique acerca de su resurrección, porque conoce
al Señor que es “la Resurrección y la Vida” (Juan 11:25).
Recuerdo a una señorita que vivía en Boston, cuyo tranquilo y sincero testimonio
de Jesús atraía mucha gente a las reuniones, pues concurrían para oírla hablar. Un día,
mientras caminábamos por la calle, ella me dijo: “El otro día mientras me hallaba en mi
habitación preparándome para la reunión, Jesús estuvo conmigo. Tuve la sensación de
que estaba presente, y le reconocí”.
Yo repliqué: “Podemos estar más conscientes de su presencia que de cualquier
amigo terrenal”.
Con gran sorpresa y gozo para mí, le oí decir: “Sí, porque él está en nuestros
corazones”.
Pablo tuvo que ser un testigo así para poder lograr la salvación de los gentiles. El
no fue testigo de la resurrección de Jesús, sólo por haberle visto con los ojos naturales,
sino en el sentido más elevado y espiritual, pues el Hijo de Dios se había “revelado” a él
(Gálatas 1:16) y su testimonio fue tan poderoso para convencer a los hombres acerca de
la verdad y para disipar su incredulidad, como lo fueron los testimonios de Pedro o
Juan.
Esta facultad de testificar no está restringida únicamente a los apóstoles que
estuvieron con Jesús, ni a Pablo que fue escogido específicamente para ser un apóstol,
sino que es una herencia común a todos los creyentes. Muchos años después de
Pentecostés, Pablo escribió a los corintios, allá lejos en Europa: “¿No os conocéis a
vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados? “ (2
Corintios 13:5). Y escribiendo a los colosenses referente al misterio del Evangelio, dice:
“Es Cristo en vosotros la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27). En realidad, este es el
elevado propósito con el cual Jesús envió al Espíritu Santo. El dijo: “Cuando venga el
Espíritu de verdad… no hablará por su propia cuenta... El me glorificará; porque tomará
de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13-15).
Esta es su principal misión: revelar a Jesús al alma de cada creyente
individualmente, y al hacerlo así, purifica cada corazón, destruye toda tendencia mala e
implanta en el alma del creyente el mismo temperamento y disposición del Señor
Jesucristo.
La verdad es que la revelación interna de la mente y corazón de Jesús, por medio
del bautismo del Espíritu Santo, era necesaria para hacer testigos de los mismos
hombres que habían estado con él durante tres años y que fueron testigos oculares de su
muerte y resurrección. Les envió inmediatamente a que contasen lo que había sucedido
a todos los que encontraban. Se quedó con ellos algunos días, enseñándoles ciertas
cosas, y luego, poco antes de ascender a los cielos, en vez de decirles: “Tres años habéis
estado conmigo, ya sabéis lo que ha sido mi vida, habéis oído mis enseñanzas; me
habéis visto morir; sois testigos de mi resurrección; id ahora por todo el mundo, y
contad estas cosas”, en lugar de eso, leemos: “Les mandó que no se fueran de Jerusalén,
sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan
ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo
dentro de no muchos días... Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el
Espíritu Santo, y me seréis testigos” (Hechos 1:4, 5, 8).
Habían estado con él durante tres años, pero no le comprendieron. Se había
revelado a ellos en carne y sangre, pero ahora se revelaría en ellos por medio del
Espíritu; en esa hora comprendieron su divinidad y su carácter, y se dieron cuenta cabal
de su misión, de su santidad, de su amor eterno y de su poder salvador, de manera tal
que jamás lo habrían comprendido aunque hubiese vivido con ellos en la carne durante
toda la eternidad. Esto fue lo que hizo decir a Jesús poco antes de su muerte: “Os
conviene que yo me vaya, porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros”
(Juan 16:7); y si no hubiese venido el Consolador, no habrían podido conocer a Jesús,
sino únicamente en la forma humana.
¡Oh, cuán tiernamente les amaba Jesús, y con qué inexpresable vehemencia
ansiaba que le conociesen! De igual modo hoy día, él quiere que su gente le conozca, y
quiere revelarse a sus corazones.
Es este conocimiento de Jesús que los pecadores exigen a los cristianos antes de
creer.
Pues bien, si es cierto que los hijos de Dios pueden llegar a conocer a Cristo de
ese modo, que el Espíritu Santo lo revela de ese modo, que Jesús desea con vehemencia
ser conocido por su pueblo, y que los pecadores exigen que los cristianos tengan dicho
conocimiento antes de creer, ¿no es eso, de por sí, algo que obliga a todo seguidor de
Jesús a buscarle con todo el corazón, hasta sentirse lleno de ese conocimiento y poder
para testificar? Además, se debiera buscar ese conocimiento no sólo con objeto de ser
útil, sino para adquirir consuelo y seguridad personal, porque es salvación, es vida
eterna. Jesús dijo: “Esta... es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).
Una persona podrá saber diez mil cosas acerca del Señor; podrá ser muy elocuente
al hablar acerca de su carácter y sus obras y, no obstante, no saber nada de él en su
corazón. Un campesino podrá saber muchas cosas acerca de su reina; podrá creer en su
justicia y estar dispuesto a confiar en su clemencia, aunque jamás la haya visto. Pero
son sus hijos e hijas y los miembros de su corte quienes realmente la conocen. Esta
revelación universal del Señor Jesús es algo más que la conversión: es el lado positivo
de aquella experiencia que llamamos un “corazón limpio” o “santidad”.
¿Quieren conocerle de ese modo? Si lo desean, con toda el alma, podrán llegar a
conocerle.
Primero, pueden estar seguros que sus pecados han sido perdonados. Si han hecho
mal a alguien, enmienden el mal hasta donde puedan. Zaqueo le dijo a Jesús: “La mitad
de mis bienes doy a los pobres, y si en algo he defraudado a alguno, lo devuelvo
cuadruplicado” (Lucas 19:8), y Jesús le salvó al instante. Sométanse a Dios. Confiesen
sus pecados, y luego confíen en Jesús, y pueden estar seguros que todos sus pecados
serán perdonados. El borrará todas sus rebeliones y no se acordará más de sus pecados
(Isaías 43:25).
Segundo, ahora que ustedes han sido perdonados, acérquense a él con su voluntad,
sus defectos, su todo, y pídanle que él les libre de todo mal genio, de todo deseo egoísta
y de toda duda secreta, y que descienda a morar dentro de su corazón, que les conserve
puros y los utilice para su propia honra y gloria. Después de eso, no contiendan mas,
sino anden en la luz que él les dará, confíen en él con paciencia y expectación, creyendo
que él les contestará sus oraciones; y ustedes podrán estar seguros que él les llenará “de
toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:19). Ustedes no deben impacientarse en este punto,
no deben hundirse en dudas y temores secretos, sino deben mantenerse firmes en la
profesión de la fe (Hebreos 10:23); porque, como dice Pablo, “es necesaria la paciencia,
para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un
poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:36,37). Dios descenderá
a nosotros. Sí, él vendrá, y cuando venga, él satisfará todos los deseos de nuestros
corazones.

CAPITULO 20
EL RADICALISMO DE LA SANTIDAD

“¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos


que estéis reprobados?” (2 Corintios 13:5).
“Es Cristo en vosotros la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27).
Amado hermano, no crea usted que podrá conseguir que la santidad sea popular.
Eso no es posible. Sin “Cristo en vosotros” no hay santidad; y es imposible que
Jesucristo sea popular en este mundo. Para los pecadores y para aquellos que sólo
pretenden ser cristianos, el verdadero Jesucristo ha sido siempre, y siempre lo será,
“como raíz de tierra seca, despreciado y desechado entre los hombres”. “Cristo en
vosotros” es “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”, odiado, vilipendiado, perseguido,
crucificado.
“Cristo en vosotros”, no vino para traer paz a la tierra, sino espada; vino “para
poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera
contra su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa” (Mateo 10:35,36).
“Cristo en vosotros”, no apagará la paja que humea ni quebrará la doblada vara
del arrepentimiento y humildad; pero él pronunciará las más terribles y espantosas
maldiciones contra el “formalismo” hipócrita y contra la “tibieza” de aquellos que
profesan servirle, pero que, no obstante, son amigos del mundo y, por lo tanto,
enemigos de Dios. “Oh almas adúlteras, ¿no sabéis que la amistad del mundo es
enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye
enemigo de Dios” (Santiago 4:4). “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está
en él” (1 Juan 2:15)
En los hogares de los pobres y en los refugios de los desamparados, “Cristo en
vosotros”, ayudará a buscar y salvar a los perdidos, y dirá dulce y tiernamente: “Venid a
mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28);
pero en los grandes templos y catedrales, donde se mofan de Dios, con toda su pompa,
orgullo y amor al mundo, él clamará diciendo: “Los publicanos y las rameras entrarán al
reino de los cielos antes que vosotros”.
“Cristo en vosotros” no es un aristócrata lujosamente vestido de púrpura y lino
fino y de oro y perlas preciosas, sino un humilde Carpintero del pueblo, con las manos
llenas de callos; veraz, siervo de los siervos, que busca siempre los asientos más
humildes en las sinagogas y en las fiestas, y condesciende a lavar los pies de sus
discípulos. “No mira a los soberbios” (Salmo 40:4), ni es de aquellos que lisonjean “con
su lengua” (Salmo 5:9), sino que sus palabras son “palabras limpias; como plata
refinada en horno de tierra, purificada siete veces” (Salmo 12:6); palabras vivas y
eficaces, y más penetrantes que “toda espada de dos filos, que discierne los
pensamientos e intentos del corazón”.
Traten ustedes de conocer al verdadero Jesús y sigan en los pasos del humilde y
santo Aldeano de Galilea; porque, ciertamente, muchos “falsos Cristos” y “falsos
profetas” han venido al mundo.
Hay Cristos soñadores y poéticos cuyas palabras “son más blandas que
mantequilla, pero guerra hay en su corazón; suavizan sus palabras más que el aceite,
mas ellas son espadas desnudas” (Salmo 55:21). Hay Cristos a quienes les agrada las
diversiones y las modas; aman más los placeres que a Dios, tienen la apariencia de
piedad y santidad de corazón, mas niegan su eficacia; “Porque de éstos son los que se
meten en las casas y llevan cautivas a las mujercillas cargadas de pecados, arrastradas
por diversas concupiscencias. Estas siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al
conocimiento de la verdad” (2 Timoteo 3:4-7).
Hay Cristos mercaderes, que convierten la casa de Dios en cuevas de ladrones
(Mateo 21:13).
Hay Cristos que lo que quieren es saciar sus vientres; éstos prenden a los
hombres, hartando sus vientres y no sus corazones e inteligencias (Romanos 16:18).
Hay Cristos entendidos y filósofos que os engañan con “filosofías y huecas
sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y
no según Cristo” (Colosenses 2:8).
Hay Cristos reformadores de la política, que se olvidan de los negocios de su
Padre, estando completamente absorbidos con la idea de ser elegidos o de elegir un
gobernante en este mundo; Cristos que recorren medio mundo para dar un discurso
sobre prohibicionismo o sobre los derechos de la mujer, mientras que en su propia
ciudad hay centenares de pecadores que se van al infierno; que prefieren más bien
arrancar a golpes el fruto que pende de las ramas, en vez de emplear el hacha y cortar
los árboles desde la raíz para que éstos sean buenos (Mateo 3:10).
Un día quisieron hacer rey a “Cristo en vosotros”, pero él no quiso ser rey, a
menos que hubiese sido del corazón de los hombres; un día quisieron hacerle juez por
cosa de cinco minutos; pero él no quiso ser juez. El se anonadó a sí mismo (Filip. 2:7).
Pudo haberse detenido en el trono de la Roma imperial o entre las clases encumbradas o
medias, pero salió del seno de su Padre para dejar a un lado los tronos, las clases
elevadas y las clases medias, para ir entre las más bajas y a los lugares más humildes de
la tierra, y se hizo siervo de todos, para elevarnos al seno del Padre, y hacernos
partícipes de su naturaleza divina y de su santidad (2 Pedro 1:4; Hebreos 12:10).
“Cristo en vosotros” toma a los hombres que están abajo y los levanta. Si él se
hubiese quedado en su trono, jamás habría podido alcanzar a los humildes pescadores de
Galilea; pero habiendo descendido y andado entre los pescadores, no tardó en hacer
estremecer el trono.
Tal vez ello no sea popular, pero el “Cristo en vosotros” descenderá. El no
buscará los honores que dan los hombres, sino los honores que sólo vienen de Dios
(Juan 5:44; 12:42,43).
Un día, cierto joven rico (un príncipe) se presentó ante Jesús, y le dijo: “Maestro
bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? “(Marcos 10:17). Indudablemente este
joven raciocinó así: “El Maestro es pobre, yo soy rico. El me recibirá bien porque yo
puedo darle prestigio financiero. El Maestro no tiene influencia entre las autoridades, yo
soy príncipe; yo puedo darle influencia política. El Maestro se encuentra socialmente
restringido, a causa de sus relaciones con esos pescadores pobres e ignorantes; yo,
siendo como soy, príncipe y rico, puedo darle influencia social”.
Pero el Maestro le dio un golpe soberano al alma misma de esa cordura mundana
y a su presunción, diciéndole: “Anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y
ven, sígueme”. Ven, pero sólo puedes servirme en la pobreza, en el reproche, en la
humildad, en la oscuridad social; porque mi reino no es de este mundo, y las armas de
esta guerra no son carnales, mas, con la ayuda de Dios, pueden derribar fortalezas.
Debes abnegarte, pues, si no tienes mi espíritu, no puedes ser mío (Romanos 8:9). Mi
espíritu es el espíritu del sacrificio. Tendrás que abandonar tu elegante casa de
Jerusalén, y andar conmigo, pero ten presente que el Hijo del Hombre no tiene donde
reclinar la cabeza. Te considerarán algo así como a un vagabundo cualquiera. Tendrás
que sacrificar tus comodidades. Tendrás que deshacerte de tus riquezas, pues “¿no ha
elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe, y herederos del reino
que ha prometido a los que le aman? (Santiago 2:5). Más fácil es que un camello pase
por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino. Recuerda que si haces esto
perderás tu reputación. Los banqueros y las bellas mujeres de Jerusalén te dirán que has
perdido el juicio y tus viejos amigos te ignorarán cuando te encuentren por las calles. Mi
corazón se siente atraído hacia ti, realmente te amo (Marcos 10:21), pero te digo con
toda franqueza que si no tomas tu cruz y sigues en pos de mí y si no odias1[1] padre,
madre, esposa, hijos, hermanos y hasta tu propia vida, no puedes ser mi discípulo
(Lucas 14:26). Si haces esto, tendrás tesoro en el cielo (Mateo 19:21).
¿No ven la imposibilidad de hacer que un evangelio tan radical como éste llegue a
ser popular? Este espíritu y el del mundo son tan opuestos el uno al otro como dos
locomotoras sobre una misma vía corriendo al encuentro la una de la otra a una
velocidad de sesenta millas por hora. El fuego y el agua se juntarán más pronto el uno
con la otra, que no el “Cristo en vosotros” con el espíritu del mundo.
No desperdicien el tiempo procurando arreglar una santidad que llegue a ser
popular. Sean santos, sencillamente porque el Señor es santo. Procuren agradarle a él sin
tener en cuenta los gustos o disgustos de los hombres, y aquellos que están dispuestos a
ser salvos no tardarán en ver a “Cristo en vosotros”, y exclamarán como lo hizo Isaías:
“¡Ay de mí! que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios, y habitando en
medio del pueblo que tiene los labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de
los ejércitos” (Isaías 6:5). Y cayendo a sus pies dirán como el leproso: “Señor, si
quieres, puedes limpiarme”. Y Jesús, teniendo compasión de ellos, dirá: “Quiero, sé
limpio” (Mateo 8:2, 3).

CAPITULO 21
PERFECTA PAZ

“Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera;


porque en ti ha confiado” (Isaías 26:3).
Esa es una promesa maravillosa; todos deberíamos anhelar adquirir esa
experiencia. La manera de hacer eso es sencilla: consiste en tener nuestros pensamientos

1
fijos en nuestro Señor. Pero si bien es sencilla, confieso que, para la mayoría, no es cosa
fácil hacerlo. Prefieren más bien pensar en los negocios, en los placeres, en las noticias
del día, en la política, la cultura, la música o en la obra del Señor, que no acerca del
propio Señor y Salvador.
Es verdad que los negocios y las demás cosas deben ocupar algo de nuestros
pensamientos, y debemos prestar atención a la obra del Señor, si es que le amamos a él
y a las almas por las cuales él murió; pero así como la niña enamorada, en medio de su
trabajo y placeres piensa constantemente en su novio; y así como la joven esposa, llena
de nuevos cuidados, mantiene en su corazón constante comunión con su esposo aun
cuando éste se encuentre muy lejos, nosotros debiéramos pensar todo el tiempo en Jesús
y mantener ininterrumpida comunión con él. Debemos confiar en su sabiduría, en su
amor y poder, para vivir en “perfecta paz”.
¡Piense en esto! “Todos los tesoros de la sabiduría y conocimiento se hallan
escondidos en él”, y nosotros, en nuestra ignorancia e insensatez somos hechos
“completos en él”. Tal vez nosotros no entendamos, pero él entiende. Tal vez nosotros
no sepamos, pero él sabe. Tal vez estemos perplejos, pero él no lo está. Además, si
somos suyos, debemos confiar en él y así viviremos en “perfecta paz”.
Diez mil veces me he encontrado al borde de la desesperación, no sabiendo qué
hacer, ¡pero cuánto consuelo me proporcionó saber que Jesús lo veía todo de principio a
fin, y que estaba haciendo que todas las cosas obrasen en beneficio mío, por cuanto le
amaba y confiaba en él! Jesús nunca se encuentra desesperado por no saber qué hacer, y
cuando nosotros estamos más confusos y desesperados, debido a nuestra insensatez y
falta de visión, Jesús en la plenitud de su amor, y con toda su infinita sabiduría y poder,
está realizando los deseos de nuestros corazones, siempre que sean éstos deseos santos.
¿No ha dicho él: “Cumplirá el deseo de los que le temen? “(Salmo 145:19).
Jesús no sólo tiene sabiduría y amor, sino que nos asegura que tiene “todo poder
en el cielo y en la tierra”; por consiguiente el consejo de su sabiduría y los tiernos
deseos de su amor no pueden fracasar por falta de poder para realizarlos. El puede
cambiar los corazones de los reyes y hacer cumplir su voluntad, y su amor, invariable y
fiel, le inducirá a hacerlo, si sólo confiamos en él. Nada es más sorprendente a los hijos
de Dios, que confían en él y observan sus caminos, que la manera maravillosa e
inesperada en que él obra a favor de ellos, y la clase de gente que emplea para hacer su
voluntad.
Nuestros corazones ansían ver la gloria del Señor y la prosperidad de Sión, y
oramos a Dios sin poder concebir una idea de cómo se podrán cumplir los deseos de
nuestros corazones; pero confiamos y volvemos nuestras miradas hacia Dios. El
comienza a obrar, empleando para ello a personas de quien menos lo habríamos
esperado y de la manera menos pensada, para contestar nuestras oraciones y recom-
pensar nuestra fe. De ese modo en todas las pequeñas ansiedades, pruebas y demoras de
nuestra vida, si seguimos confiando y nos regocijamos a pesar de las cosas que nos
incomodan, encontraremos que Dios está obrando en favor nuestro, pues él dice que es
“nuestro pronto auxilio en las tribulaciones” (Salmo 46:1) —en todas ellas— y Jesús es
pues auxilio de todos aquellos que mantienen firme su confianza en él. Muy poco
tiempo ha transcurrido desde que el Señor permitió que yo pasase por una serie de
pruebas que me angustiaron muchísimo. Pero mientras esperaba en oración, confiado en
él, me hizo ver que si yo tuviese más confianza en él mientras me hallaba en
dificultades, y si seguía regocijándome, yo obtendría bendiciones como resultado de las
mismas pruebas a que me veía sometido, y así como Sansón sacó miel del cadáver del
león, yo también saqué dulzura de mis tribulaciones. ¡Alabado sea su santo nombre! Me
regocijé, y las tribulaciones fueron desvaneciéndose de una en una, quedándome
únicamente la dulzura de la presencia de mi Señor y sus bendiciones, y desde entonces
ha reinado paz perfecta en mi corazón.
¿No hace Dios todo esto para impedir que nos enorgullezcamos, para humillarnos,
y para hacernos ver que nuestro carácter es, para él, de más valor que todo servicio que
le rendimos? ¿No lo hace con objeto de enseñarnos a andar por la fe y no por vista y
para estimularnos a que confiemos en él y vivamos en paz?
No quiero por esto que ninguna alma sincera, cuya fe es pequeña, ni ninguna de
aquellas afanosas que creen que nada marcha bien si no están afanosas, intranquilas y
corriendo de un lado para otro, supongan que haya semejanza alguna entre la “paz
perfecta” y la perfecta indiferencia. La indiferencia es hija de la pereza. La paz es hija
de una fe cuya actividad es incesante, perfecta y la más elevada de las actividades del
hombre, porque por medio de ella hombres humildes y desarmados “conquistaron
reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos
impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en
batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros. Las mujeres recibieron sus muertos
mediante resurrección” (Hebreos 11:33-35).
Para ejercer esta poderosa fe que trae “perfecta paz”, debemos recibir en nuestros
corazones el Espíritu Santo, y reconocerle no como una influencia o atributo de Dios,
sino como al propio Dios. El es una persona, y él nos hará conocer a Jesús, y nos hará
comprender también lo que él piensa y cuál es su voluntad. Nos hará sentir, además, que
está siempre presente con nosotros, si confiamos en él. Jesús siempre está con nosotros,
y si ansiamos tenerle con nosotros, eso le complacerá tanto que nos ayudará a tener
nuestros pensamientos fijos en él.
Esto requerirá, sin embargo, algún esfuerzo de nuestra parte, porque el mundo, los
negocios, las flaquezas de la carne, los defectos de nuestra mente, el mal ejemplo de las
personas que nos rodean, y el Diablo con todas sus asechanzas, tratarán de apartar
nuestros pensamientos de Jesús y hacer que le olvidemos; tal vez en veinticuatro horas
sólo volvamos nuestros pensamientos y afectos hacia él una o dos veces y, aun en los
momentos en que estamos orando, no nos encontraremos realmente con Dios.
Cultivemos, por consiguiente, el hábito de tener comunión con Jesús. Cuando
nuestros pensamientos vagan y se alejan de él, volvámonos otra vez; mas hagamos esto
tranquila y pacientemente, porque cualquier impaciencia (aunque ello fuese en contra de
nosotros mismos) es peligrosa, pues podría turbar nuestra paz interna, y ahogar la voz
del Espíritu e impedir que la gracia de Dios nos domine y subyugue nuestros corazones.
Pero si con toda humildad y contrición dejamos que el Espíritu Santo more en
nosotros, y si obedecemos su voz, él mantendrá nuestros corazones en santa calma aun
en medio de mil cuidados, debilidades y tribulaciones.
“Por nada estéis afanosos; sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios
en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo
entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”
(Filipenses 4:6, 7).

CAPITULO 22
ALGUNAS DE MIS EXPERIENCIAS MIENTRAS HE
ENSEÑADO LA DOCTRINA DE LA SANTIDAD

En una ocasión recibí una carta de uno de los oficiales jóvenes más consagrados
que conozco, en la que decía: “Amo la santidad más y más, pero me siento casi
desalentado. Me parece que jamás podré llegar a enseñar lo que es la santidad, pues
tengo la sensación de que yo explico las cosas, o con demasiada claridad o sin ser
suficientemente claro”. ¡Dios bendiga a ese joven camarada! Bien me doy cuenta de lo
que él siente. Un día, pocos meses después de haber obtenido yo la bendición de la
santidad, me sentí muy abatido por no poder conseguir que la gente fuese santificada.
Sabía, sin el menor lugar a duda, que yo tenía un corazón limpio; pero de alguna manera
tenía la impresión, de que no sabía cómo enseñar a otras personas a obtenerlo.
Aquella mañana me encontré con cierto hermano que consigue que la gente
obtenga la santificación, más que cualquier otra persona que yo sepa, y le pregunté:
“¿Cómo podré enseñar la santidad para que mi gente la obtenga?” El respondió:
“Cargue y dispare, cargue y dispare”.
Inmediatamente recibí la luz. Vi que a mí me correspondía orar, estudiar la Biblia
y hablar con aquellos que ya habían recibido la bendición de la santidad, hasta que yo
me sintiese tan cargado que no pudiese más, y entonces debía descargar de la mejor
manera que pudiese, y que era a Dios a quien le tocaba hacer que la gente recibiese la
verdad y llegase a ser santa.
Eso sucedió un sábado. Al día siguiente, me dirigí a mi gente cargado de verdad,
reforzado por amor y fe. Hice la descarga con tanta fuerza y tan directamente como
pude, y he aquí que veinte personas se adelantaron al banco de penitentes en busca de la
santidad. Jamás había visto yo cosa igual antes, pero la he visto muchas veces desde
entonces.
A partir de esa fecha hasta ahora, he atendido estrictamente a la parte que a mí me
toca en el negocio, he confiado en que Dios haría la suya, y he tenido algún éxito
dondequiera que he ido. Pero en todas partes Satanás también me ha tentado algunas
veces, especialmente cuando la gente endurecía el corazón y no quería creer ni
obedecer. En esos momentos he sentido que la dificultad debía yacer en la manera en
que yo predicába la verdad. Unas veces el Diablo me decía: “Tú hablas con demasiada
franqueza, de ese modo vas a ahuyentar a todo el mundo”. Otras veces decía: “No
hablas con suficiente franqueza, y a ello se debe que el que la gente no se santifique”.
De este modo he sufrido mucho. Pero siempre he acudido al Señor y le he expuesto mis
tribulaciones, y le he dicho que él sabía que mi más vehemente deseo era predicar bien
la verdad para que la gente llegase a confiar en él y le amara con perfecto corazón.
Cuando he dicho esto, el Señor me ha consolado, y me ha hecho ver que era el
Diablo quien me tentaba con objeto de impedir que siguiese predicando la santidad.
Algunas veces profesores de religión me han dicho que yo hacía más mal que bien. Pero
esos profesores eran esa clase de hombres que describe Pablo cuando dice que tienen
“apariencia de piedad”, mas niegan su eficacia, y he seguido su mandamiento: “De los
tales, apártate”, y no he querido prestar más atención a sus palabras que a las del Diablo.
De ese modo he seguido adelante, cuando se ha hablado bien de mí, igualmente como
cuando han hablado mal, y el amado Señor nunca me ha dejado solo, sino que se ha
mantenido a mi lado, me ha dado la victoria y constantemente he visto a algunos
guiados a la gloriosa luz de la libertad y del amor perfecto. Satanás ha probado muchos
medios para hacerme desistir de predicar la santidad, pues sabe que si pudiera lograrlo,
no tardaría en hacerme pecar, y me derrotaría por completo. Pero el Señor puso en mí,
desde el principio, un santo temor, llamando mi atención a Jeremías 1:6, 8 y 17. El
último versículo hizo que yo tuviese mucho cuidado en hablar exactamente lo que el
Señor me había dicho que hablase. Luego Ezequiel 2:4-8 y 3:8-11, me impresionaron
mucho. En estos pasajes de las Sagradas Escrituras, el Señor me ordenaba proclamar su
verdad, tal cual él me la dio a mí, la escuche la gente o no. En Efesios 4:15, él me dijo
cómo debía predicar: es decir, “en amor”.
Comprendí entonces que tenía el deber de predicar la verdad tan bien y tan
claramente como me fuera posible, pero debía cuidar de que mi corazón estuviese
siempre lleno de amor a la gente a quien hablaba.
Leí en la segunda epístola a los Corintios acerca de la manera cómo Pablo amaba
al pueblo. Dice el apóstol: “Yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun, yo mismo me
gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos”
(2 Corintios 12:15). Luego en Hechos 20:20 y 27: “Nada que fuese útil he rehuido de
anunciaros y enseñaros... Porque no he rehuido de anunciaros todo el consejo de Dios”.
Esto me hizo sentir que el rehuir de dar la verdad al pueblo (la cual es necesaria para su
salvación eterna) era peor que el rehuir dar pan a las criaturas que están pereciendo de
hambre, o que el que mata almas es peor que el que mata cuerpos. Por eso oré
fervorosamente pidiéndole al Señor que me ayudara a amar a la gente a fin de que yo
pudiese predicarles la verdad completa, aun cuando me odiasen por ello, y, ¡loado sea
su nombre! , él contestó mi oración.
Hay tres puntos en la enseñanza de la santidad que el Señor me ha guiado a hacer
resaltar continuamente.
Primero, que nadie puede hacerse santo por medio de sus propios esfuerzos, como
el etíope no puede cambiar su cutis, ni el leopardo sus manchas. Que no importa cuál
fuere la cantidad de buenas obras ni el sacrificio y abnegación, o el trabajo que se
hiciere para salvar a otros, nada de eso puede purificar el corazón, ni desarraigar de él
las raíces del orgullo, vanidad, mal genio, impaciencia, ni el temor y vergüenza de la
cruz, la sensualidad, el odio, la envidia, la contienda, el amor a los placeres y cosas
semejantes, y poner en su lugar amor perfecto y sin mácula, paz, longanimidad, bondad,
mansedumbre, fe, humildad y templanza.
Hay millones que, habiendo hecho esfuerzos para purificar las fuentes ocultas de
sus corazones, —esfuerzos que sólo les llevaron al fracaso— hoy pueden testificar que
esta pureza no se consigue “por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:9).
Segundo, mantengo prominente el hecho que la promesa se recibe por la fe. Una
pobre mujer quería obtener algunas uvas del jardín del rey, para darle a su hijito que
estaba enfermo. Ofreció comprarle las uvas al jardinero, pero éste no quiso venderle.
Regresó otra vez, y encontrándose con la hija del rey, le ofreció dinero a cambio de las
uvas. Pero la hija del rey respondió: “Mi padre es rey y él no vende sus uvas”. Condujo
entonces a la pobre mujer a la presencia del rey y, una vez que le hubo relatado lo que le
pasaba, el rey le dio todas las uvas que quiso.
Nuestro Dios, nuestro Padre, es el Rey de reyes. El no vende su santidad ni las
gracias de su Espíritu, sino que las da a aquellos que las piden con fe sencilla e infantil.
Sí, él las da. “Pedid y recibiréis”. “¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida.
¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe... ¿Luego por la fe
invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:27,
31). Por medio de la fe, la ley de Dios queda escrita en nuestros corazones, de manera
que cuando leemos el mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón”,
hallamos una ley de amor en nosotros, porque tenemos dentro de nosotros una ley que
corresponde al mandamiento. Dice el apóstol: “Con el corazón se cree para justicia”
(Romanos 10:10). Esa declaración corresponde fielmente a nuestra experiencia, pues
dondequiera que exista la fe real y verdadera, salida del corazón, hace que el hombre
impaciente sea paciente; que el orgulloso se torne humilde; el hombre sensual se
convierta en casto; el ambicioso, en generoso; el contencioso, en pacífico; el mentiroso,
en veraz; el que odiaba, en tierno y amoroso. Trueca las tristezas en gozo y da paz y
constante consuelo.
Tercero, doy énfasis a la verdad que la bendición se debe recibir por la fe ahora.
El hombre que espera recibirla por medio de las obras, siempre tendrá algo más que
hacer antes de poder reclamar la bendición, y por eso nunca llega al punto de poder
decir: “La bendición ahora es mía”. Pero el alma humilde, que espera recibirla por la fe,
comprende que ella es un don de Dios, y creyendo que Dios está dispuesto a darle ese
don ahora mismo, como en cualquier otro momento, confía y lo recibe al instante.
Urgiendo de ese modo a la gente a que espere recibir la bendición “al momento”,
he conseguido que algunos la adquiriesen en el mismo instante mientras me hallaba
hablando. Personas que habían pasado muchas veces al banco de penitentes, y que
habían luchado y orado, ansiosas de obtener la bendición, la han recibido mientras se
hallaban sentadas en sus asientos escuchando las sencillas palabras de fe que
predicamos.

“Bendice, alma mía, a Jehová; y bendiga todo mi ser su santo nombre” (Salmo 103:1).

CAPITULO 23
¡OTRA OPORTUNIDAD!

“Dijeron a Pedro: Verdaderamente también tú eres de ellos... Entonces él


comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco al hombre” (Mateo 26:73-74).
“Cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me
amas más que éstos? Le respondió: Sí Señor; tú sabes que te amo. El le dijo: Apacienta
mis corderos. Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro
le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. Le dijo la
tercera vez. Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la
tercera vez: ¿me amas? y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo.
Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas” (Juan 21:15-17).
Pedro juró en presencia de sus camaradas que moriría con Jesús antes que negarle.
Al cabo de pocas horas se le presentó la oportunidad de probar lo que había dicho, y
Pedro no tuvo valor para ello. Olvidó los votos que había hecho, y perdió para siempre
la incomparable oportunidad que tuvo de probar el amor que tenía a su Salvador.
Cuando cantó el gallo, y Jesús, dándose vuelta hacia él, le dirigió una mirada,
Pedro recordó los votos que había quebrantado y, saliendo fuera, lloró amargamente. La
más honda amargura que Pedro sentiría al pensar en la manera en que había tratado a
Jesús debió estar entremezclada con el más doloroso pesar por la oportunidad perdida, y
a ello se debió la amargura de sus lágrimas. ¡Oh, cuántos reproches no le haría su amor!
Su conciencia le redargüiría, y el Diablo le atormentaría. No me cabe la menor duda de
que Pedro debió sentirse tentado a desesperar y decir: “De nada sirve que yo intente ser
cristiano; he fracasado miserablemente y no voy a hacer otra tentativa”. Y vez tras vez,
de día y de noche, cuando estaba en compañía de otras personas, o cuando se hallaba
solo, el Diablo le recordaría la oportunidad que había perdido, y le diría que era inútil
que siguiese esforzándose por ser cristiano. Me imagino que Pedro suspiraría dentro de
sí, y habría dado el mundo con tal de que se le concediese la misma oportunidad otra
vez. ¡Pero ésta había pasado para siempre!
Pero Pedro amaba a Jesús, y a pesar de haber perdido esa oportunidad, Jesús le
concedió otra. Fue una oportunidad muy sencilla y común. Nada comparable con la
asombrosa y espléndida oportunidad de morir sobre la cruz con el Hijo de Dios, pero es
muy posible que ésta fue de mucho más valor al mundo y a la causa de Cristo. Por todo
el país por donde había pasado Jesús había, indudablemente, muchos que creían en él
con temor. Estos necesitaban que se les alimentase fielmente con las verdades acerca de
Jesús y también, aquellas verdades enseñadas por el propio Salvador. De modo que
Jesús llamó a Pedro y le hizo tres veces la escrutadora pregunta: “¿Me amas? “Eso
debió haber hecho recordar a Pedro las tres veces que él le negó, causándole indecible
dolor de corazón, y en respuesta a la afirmación de Pedro de que realmente le amaba,
Jesús le encomendó que apacentase sus corderos y ovejas. Después de eso Jesús le dijo
que finalmente moriría crucificado, como tal vez habría muerto antes si no hubiese
negado a su Señor.
Creo que hay muchos Pedros entre los discípulos de Jesús hoy día. Hay muchos
en nuestras filas que en algún tiempo pasado, desde que comenzaron a seguir a Jesús,
juraron hacer todo aquello que él dictase a sus conciencias por medio de su Espíritu
Santo; juraron morir por él; y, realmente, tenían intención de hacerlo; mas llegado el
momento de la prueba, olvidaron sus promesas, negaron a Jesús por medio de la palabra
o de hecho y, prácticamente le dejaron que muriese crucificado otra vez, completamente
solo.
Recuerdo haber pasado un tiempo así, en mi propia vida, hace mucho, antes de
afiliarme al Ejército de Salvación, pero después de haber sido santificado. No fue un
pecado de algo que yo hubiese hecho, sino algo que había dejado de hacer: había dejado
de hacer lo que el Señor quería que yo hiciese. Se trataba de algo inusual, pero no era
nada irrazonable. La sugerencia a que obrase me vino de manera repentina, y me
pareció, en ese momento, que todo el cielo se inclinaba sobre mí para bendecirme,
siempre que yo obedeciese, y que el infierno abriría sus fauces para tragarme si no lo
hacía. Yo no dije que no lo haría, mas la cosa me pareció sencillamente imposible, y no
la hice. ¡Oh, cuánta humillación me causó eso y cuántas lágrimas amargas me hizo
verter, cómo imploré perdón y le prometí a Dios que en adelante sería fiel! Tuve la
convicción de que Dios me había dado una oportunidad que yo dejé escapar, y que ésta
jamás volvería a presentárseme y que, debido a eso, nunca podría llegar a ser el
poderoso hombre de fe y obediencia que pude haber sido, si hubiese sido fiel. Después
de eso le prometí a Dios hacer lo que él me había dicho que hiciese, y lo hice varias
veces, pero no recibí bendición alguna. En vista de eso el Diablo se burlaba de mí y me
atormentaba y me acusaba por medio de mi conciencia; a tal punto que la vida llegó a
ser una verdadera carga para mí. Finalmente llegué a creer que mi acción había alejado
de mí para siempre al Espíritu Santo, y que estaba perdido; de ese modo eché a un lado
mi escudo de la fe y me deshice de la confianza que había tenido de que Jesús me
amaba. Sufrí durante veinte días agonía tal que me parecieron realmente los tormentos
del infierno. Seguí orando, pero me pareció que los cielos se habían cerrado; leía la
Biblia, mas las promesas volaban de mí; al mismo tiempo los mandamientos y
amenazas eran como llamas de fuego y espadas de dos filos aplicadas a mi vacilante
conciencia. Durante la noche, ansiaba que llegase el día; y cuando era de día anhelaba la
entrada de la noche.
Concurría a las reuniones, pero no recibía bendición alguna; me parecía como si
me seguía la maldición de Dios. Y, sin embargo, en medio de todo eso pude ver que
Dios me amaba.
Satanás me tentó a que pecara, a que maldijese a Dios y muriera, como le
aconsejó a Job su mujer; mas la gracia y misericordia de Dios me acompañaron, y me
ayudaron a decir “no”, y a decirle al Diablo que yo no quería pecar, y que aunque
tuviese que ir al infierno, iría allí amando a Jesús y procurando conseguir que otros
confíen en él y le obedezcan, y que en el propio infierno declararía que la sangre de
Jesucristo puede limpiar de todo pecado. Me creí condenado. Aquellos terribles pasajes
de las Escrituras en Hebreos 6 y 10, parecían describir cabalmente mi caso y dije: “He
perdido mi oportunidad para siempre”. Pero el amor de Dios es más alto que los altos
cielos y más profundo que el insondable mar.
Al cabo de veintiocho días me sacó de ese terrible pozo lleno de lodo, con estas
palabras: “Puedes estar seguro que todos aquellos pensamientos que producen
intranquilidad, no proceden de Dios, que es el Príncipe de Paz, sino del Diablo, o del
amor propio, o del alto concepto que tenemos de nosotros mismos”.
Lo comprendí con la rapidez del pensamiento. Dios es el Príncipe de Paz; sus
pensamientos son pensamientos de paz y no de mal para darnos un fin desesperado. Vi
que no estaba hinchado de amor propio ni tenía un alto concepto de mi persona, sino
que ansiaba desprenderme de mí mismo. Comprendí entonces que el Diablo me estaba
engañando, e instantáneamente me pareció como si un gran monstruo marino que me
oprimía hubiese aflojado sus tentáculos, dejándome completamente libre.
El próximo sábado y domingo siguiente vi cosa de cincuenta almas al banco de
penitentes en busca de salvación y santidad, y a partir de ese momento Dios me ha
bendecido y me ha dado almas en todas partes. El me ha preguntado, por medio de
aquellas palabras que dirigió a Pedro, “¿Me amas?” — y cuando desde lo íntimo de mi
corazón (vacío de todo amor propio, y purificado por medio de su preciosa sangre) he
dicho: “Señor, tú sabes todas las cosas, tú sabes que te amo”, él me ha dicho
tiernamente: “Apacienta mis corderos y mis ovejas”, es decir, que viviese el Evangelio
de tal modo, y que lo predicase con tanta claridad por medio de la palabra, que su
pueblo al verme y al oírme se sienta bendecido, consolado y animado a amarle, a
servirle y a confiar en él de todo corazón.
Esta es mi otra oportunidad, y también es para ustedes, no importa que sean
quienes le han negado en el pasado.
No procuren hacer algo más grande y extraordinario, sino apacienten los corderos
y las ovejas de Dios, y oren y trabajen por la salvación de todos los hombres. Estudien
la Biblia, oren, hablen frecuentemente con Dios y pídanle que les enseñe, que cada vez
que abran su boca digan algo que bendiga a alguien; algo que sirva de estímulo a algún
hermano que estuviere desalentado; que fortalezca a algún débil, que instruya a algún
ignorante, que consuele a algún desconsolado; que exhorte a algún descarriado, que
ilumine a alguno que vaga en la oscuridad, y que reprenda al que peca.
Noten que Pedro no sólo debía alimentar a los corderos, sino también a las ovejas.
Debemos tratar de conseguir la salvación de los pecadores, y después de estar éstos
salvados, después que han “nacido de nuevo”, debemos alimentarles. Debemos
alimentar a los nuevos convertidos con aquellas promesas y ordenanzas de la Palabra de
Dios que les han de encaminar a la entera santificación. Debemos hacerles ver que esto
es lo que Dios espera de ellos, y que Jesús les ha dado acceso al “lugar santísimo”
(Hebreos 10). Debemos amonestarles a que no vuelvan a Egipto; que no teman a los
gigantes que hubiera en la tierra prometida y a que no hagan ninguna alianza con los
Amonitas en el desierto. Deben salir de en medio de todo y ser separados. Deben ser
santos. Este es su elevado y feliz privilegio y su deber solemne, puesto que han sido
redimidos no con cosas corruptibles como oro y plata sino con la sangre preciosa de
nuestro Señor Jesucristo. No deben desmayar cuando el Señor les castigue y corrija, ni
se deben cansar de hacer el bien. Deben velar y orar, dar gracias y regocijarse siempre.
Se les debe enseñar también que no recibirán limpieza de corazón por medio de las
obras que hicieren y que no deben esperar para ello hasta la hora de la muerte, sino que
deben aceptarla ahora mismo por medio de la fe.
Debemos alimentar las ovejas (a los santificados) con la carne del Evangelio. Si
alimentan a un hombre robusto sólo con pan blanco y té, no tardarán en verle
incapacitado para el trabajo; mas, si le dan buen pan negro, mantequilla, leche, fruta
sana y legumbres, verán que mientras más trabaja, tanto más gozará de buena salud y se
robustecerá. Lo mismo les sucede a los cristianos. Si les alimentan con la hojarasca de
chistes y bromas y discursos viejos de hace un año que han perdido toda influencia
sobre el corazón de ustedes mismos, las ovejas desfallecerán de hambre; pero, si las
alimentan con las cosas profundas de la Palabra de Dios, que revelan su amor eterno, su
fidelidad, su poder salvador, su solícito y tierno cuidado, su radiante santidad, su exacta
justicia, su odio al pecado, su compasión por el pecador, su simpatía por el débil y el
que yerra, sus eternos juicios sobre el que finalmente se queda impenitente e impío, y su
gloria imperecedera y las más ricas bendiciones que derrama sobre los justos; las harán
tan fuertes y robustas que “uno vencerá a mil y dos harán huir a diez mil”. Conozcan a
Jesús y podrán alimentar a sus corderos y ovejas. Aliméntenlas enseñándoles lo que él
es, según lo ha revelado el Padre en la Biblia por medio del Espíritu Santo.
Anden con él. Hablen con él. Escudriñen la Biblia postrados de rodillas, pídanle a
él que abra su entendimiento como lo hizo con los discípulos en el camino de Emaús,
enseñándoles a ustedes lo que dicen las Escrituras acerca de él, y tendrán otra
oportunidad para demostrar el amor que le tienen y para bendecir a sus semejantes. Son
privilegios que los mismos ángeles podrían codiciar.

CAPITULO 24
AVES DE RAPIÑA

Satanás emplea todas sus artimañas para impedir la santificación de los creyentes.
Usa todos sus argumentos sofísticos y toda la fuerza de su poderosa voluntad; pero el
alma resuelta y determinada a ser enteramente del Señor hallará que Satán es un
enemigo a quien se puede vencer, y que no tiene poder para engañarle. La manera más
segura para derrotarle, es hacerse la resolución de creer firmemente y conformarse con
la voluntad de Dios, a pesar de las dudas que Satán instiga siempre.
En el capítulo quince del Génesis hallamos un relato del sacrificio hecho por
Abraham; este relato es muy instructivo para todos aquellos que quisieren obtener la
completa salvación.
Abraham tomó ciertos animales y aves, y los ofrendó a Dios; después de haber
efectuado la ofrenda, mientras esperaba la señal de la aceptación de Dios, aves de rapiña
descendieron para arrebatar el holocausto. Abraham las espantó. Así siguió hasta la
entrada de la noche; entonces descendió el fuego de Dios y consumió la ofrenda.
De igual modo, el que quiere ser santificado debe hacer una ofrenda a Dios de
todo su ser; sin reserva de ninguna clase. Este acto debe ser real y no imaginario: debe
constituir la verdadera entrega a Dios de uno mismo, con todas sus esperanzas, planes,
perspectivas, propiedades, facultades físicas y mentales, tiempo, cuidados, tribulaciones,
goces, tristezas, reputación, amistades; significa hacer un pacto perpetuo e irrevocable
con él. Cuando nos hemos entregado a Dios de ese modo, para ser cualquier cosa o nada
por amor de él; para ir a cualquier parte o quedarnos donde a Jesús le plazca, debemos,
como Abraham, esperar con toda calma y paciencia que Dios nos dé el testimonio de
habernos aceptado.
“Aunque tardare (la visión), espérala, porque sin duda vendrá, no se tardará... mas
el justo por su fe vivirá”. (Habacuc 2:3,4).
Durante este período de espera, ya sea largo o corto, seguramente el Diablo
enviará a sus aves de rapiña para que arrebaten la ofrenda.
“El dirá: “Si te has entregado del todo a Dios, debieras sentirte diferente”. Tengan
presente que esa es el ave de rapiña del Diablo; espántenla, háganla huir. Lo que uno
siente se produce siempre por algún objeto apropiado. Para tener la sensación del amor,
debo pensar en alguien a quien amo; pero en el mismo instante en que ceso de pensar en
el ser amado, y comienzo a pensar en la condición de mis sentimientos, en ese momento
mis sentimientos se imponen.
Miren a Jesús y no presten atención a sus emociones; ellas son involuntarias, mas
no tardarán en ajustarse al hábito fijo de su fe y voluntad.
“Tal vez la consagración que has hecho no sea completa”, sugiere otro.
Esa es otra ave de rapiña; espántenla.
En este punto Satanás se hace extremadamente piadoso y quiere obligarles a que
se mantengan constantemente haciendo el examen de su consagración, pues sabe que
mientras él logre hacerles examinar su consagración, ustedes no pondrán sus ojos en las
promesas de Dios y, consecuentemente, no creerán; si ustedes no tienen fe en que su
ofrenda es aceptada ahora, todo lo que hagan serán obras muertas.
“Pero no tiene usted el gozo ni las hondas y poderosas emociones que sienten
otras personas”. Esa es otra ave de rapiña: espántenla y háganla huir.
Hace poco me dijo una señora: “Yo he abandonado todo, pero no he conseguido la
felicidad que esperaba tener”.
—Ah, hermana —le respondí—, la promesa no es para aquellos que buscan la
felicidad, sino para los que tienen hambre y sed de justicia; ellos serán hartos. Busque la
justicia y no la felicidad.
Así lo hizo, y al cabo de pocos minutos quedó satisfecha, porque con la justicia
obtuvo gozo en plenitud.
“Pero la fe es algo incomprensible, no puede usted ejercerla; ore usted a Dios para
que él le ayude a disipar la incredulidad”.
Esa es otra de las aves de rapiña del Diablo; échenla fuera.
La fe es casi demasiado sencilla para ser descrita. Es confianza en las palabras de
Jesús; confiar simplemente en lo que él ha dicho y aferrarse a sus promesas, creyendo
que todas las promesas hechas por él son para nosotros. “Tengan cuidado de no dejar
que sus “sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera fidelidad a Cristo” (2
Corintios 11:3).
Yo les digo, mis amados camaradas, que todo aquello que es contrario a que
tengamos fe en las promesas que nos ha hecho Dios de que podemos obtener la
santidad, son aves de rapiña del Diablo y deben echarlas fuera, de manera absoluta, si es
que desean ser salvados.
No entren en controversia con el Diablo. Derriben “argumentos y toda altivez que
se levanta contra el conocimiento de Dios” (2 Corintios 10:5), y confíen. Razonen con
Dios. “Venid luego... y estemos a cuenta...” (Isaías 1:18).
En uno de los cultos que se celebraba para despedir el año viejo y recibir al nuevo,
un hombre se arrodilló delante de la mesa de consagración, en compañía de varios otros;
dicho hombre buscaba la limpieza de corazón. Se le dijo que se entregara por completo
a Dios y que pusiera en él implícita confianza. Finalmente comenzó a orar, y luego dijo:
“Me entrego a Dios y a partir de este momento voy a vivir y a trabajar para él con las
fuerzas que tengo, dejando que él me dé la bendición y poder cuando a él le plazca. El
ha prometido dármelos y estoy seguro de que así lo hará, ¿no le parece?
—Sí, hermano mío; él lo ha prometido e indudablemente cumplirá con su
promesa, —le repliqué.
—Sí, sí; él lo ha prometido —volvió a decir el hombre.
En ese instante, la luz irradió en su alma y luego dijo: “¡Alabado sea Dios! ¡Gloria
a Dios! “Razonó con Dios y, al contemplar sus promesas, fue salvado. Otros de los que
le rodeaban, razonaban con el Diablo, contemplaban sus sentimientos y no fueron
santificados.
Mas después de haber dado el paso de fe, Dios ha dispuesto que ustedes hablen de
su fe. Los hombres de carácter, de fuerza e influencia, son aquellos que dicen lo que son
y lo que creen. El hombre que tiene convicciones y que no tiene miedo de proclamarlas
ante el mundo entero y defenderlas, es el que es verdadero y estable en lo que cree. Así
sucede en la política, en los negocios, en todas las reformas morales y en la salvación.
Hay una ley universal que subraya la declaración: “Con la boca se hace confesión para
salud” (salvación). Si ustedes han obtenido la santificación, y quieren conservarla, en la
primera oportunidad que tengan deben hacerlo saber delante de todos los diablos del
infierno, ante todas las personas a quienes conozcan en la tierra y delante de todos los
ángeles del cielo. Deben presentarse ante todos como personas que profesan tener
corazón puro y que de hecho lo tienen, que poseen la santidad. Sólo de ese modo
quemarán los puentes que han dejado atrás; mientras estos no queden destruidos,
ustedes no estarán seguros.
El otro día me dijo una señora: “Jamás me ha gustado decir que el Señor me ha
santificado enteramente, pero sólo hace poco supe el por qué. Veo ahora que
secretamente yo deseaba tener un puente tras mí, de modo que hubiese podido volver
atrás sin causarme daño alguno. Si profeso ser santificada, debo tener cuidado de no
hacer nada que esté en discrepancia con lo que profeso, pero si no lo digo a nadie,
puedo hacer cualquier cosa y luego escudarme diciendo: “Yo no pretendo ser perfecta”.
¡Ese es el secreto! Tengan cuidado, amados lectores, pues caerán en esa trampa y
el Diablo los tomará cautivos. Todos los que se hallan fuera del cerco están del lado del
Diablo. “El que no es conmigo, contra mí es”. Pónganse del lado de Dios, haciendo una
declaración abierta y definida de su fe. Pero dirá el Diablo: “Mejor es que no diga usted
nada respecto a esto hasta que usted esté seguro de poder cumplir con ello. Tenga
cuidado, pues podría usted hacer más mal que bien”.
Espanten a esa ave de rapiña inmediatamente, pues si no lo hacen así, todo lo que
han hecho hasta ahora será menos que inútil. Esa ave de rapiña ha devorado a miles de
holocaustos hechos con tanta sinceridad como el de ustedes. No deben guardar oculta la
bendición que han recibido, sino que deben declarar osadamente la fe que tienen en
aquel que les bendice, y él les guardará.
Sólo ayer me decía un hermano: “Cuando yo busqué esta experiencia, me
entregué a Dios de manera definitiva y completa, y le dije que iba a confiar en él; pero
me sentía tan seco como un poste. Poco después de eso, un amigo me preguntó si yo era
santificado y, antes de tener tiempo para hacer el examen de mis sentimientos, respondí:
“Sí, y en ese mismo instante Dios me bendijo y me llenó de su Espíritu. Desde entonces
él me ha guardado poseído de su santidad”.
Habló acerca de su fe y razonó con Dios.
“Pero usted quiere ser sincero y no decir que tiene más de lo que realmente posee”
—arguye Satanás.
¡Esa es un ave de rapiña!
Deben estar convencidos de que Dios no les engaña y seguros de que él ha
prometido que “todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá”
(Marcos 11:24). Crean que Dios es fiel.
Tuve una soldada que se entregó a Dios, pero no experimentó ninguna sensación
nueva; debido a ese hecho vaciló y no testificó diciendo que Dios la había santificado.
“Pero, dijo, comencé a razonar la cosa del siguiente modo: “Yo sé que me he
entregado por completo a Dios. Estoy dispuesta a ser cualquier cosa, a hacer cualquier
cosa, a sufrir cualquier cosa por amor de Jesús. Estoy dispuesta a abandonar todo placer,
honor y hasta mis más acariciadas esperanzas y planes, con tal de agradarle a él, mas no
tengo la sensación de que Dios me haya santificado; y, sin embargo, él ha prometido
hacerlo así, bajo la sola condición de que yo me entregue a él y crea en su Palabra.
Sabiendo, como sabía, que me había entregado a él, tuve la convicción de que a mí me
correspondía creer, pues de no hacerlo así, le haría a él mentiroso; por consiguiente me
dije: Yo voy a creer que él me santifica. No obstante eso, no tuve ningún testimonio de
que la obra se hubiese realizado en mí en ese instante. Pero descansé confiada en Dios.
Algunos días más tarde concurrí a una convención de santidad y allí, mientras muchos
otros testificaban, pensé que yo también debía ponerme de pie y testificar que Dios me
había santificado. Así lo hice, y entre el tiempo que empleé en ponerme de pie y
sentarme, Dios descendió y me dio el testimonio de que la obra había sido realizada en
mí. Ahora sé que estoy santificada”.
Su rostro radiante evidenciaba que realmente la obra había sido hecha en ella.
Amado lector, resista usted al Diablo, y huirá. Entréguese por completo a Dios,
confíe en él, y haga la confesión de su fe. “Y luego vendrá súbitamente a su templo el
Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí
viene, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Malaquías 3:1).

CAPITULO 25
CON PAZ ININTERRUMPIDA

“En santidad y en justicia delante de él, todos nuestros días” (Lucas 1:75).
El Reverendo Juan Fletcher, a quien Wesley consideraba como el hombre más
santo que había vivido sobre la tierra desde los días del apóstol Juan, perdió la
bendición cinco veces antes de llegar a sentirse real y definitivamente establecido en la
gracia de la santidad, y Wesley decía que estaba persuadido, debido a observaciones
hechas por él, de que generalmente la gente pierde la bendición de la santidad varias
veces antes de aprender el secreto de conservarla. De manera que si alguno de los que
leen estas líneas ha perdido la bendición y se siente atormentado por el antiguo enemigo
de las almas, —el Diablo— quien le dice que jamás podrá volver a disfrutar la
bendición de la santidad ni conservarla, permítame instarle a que haga la prueba una vez
más y si no tiene éxito la primera vez, siga buscándola vez tras vez hasta obtenerla.
Ustedes probarán la sinceridad de sus deseos y propósitos de obtener la santidad no
cediendo ante las dificultades y aun derrotas, sino levantándose aunque se hayan caído
diez mil veces, y empezando de nuevo con nueva fe, y mayor consagración. Si hacen
esto podrán ustedes estar seguros de que ganarán el premio y a la larga podrán retener la
bendición de la santidad.
La promesa es: “buscad y hallaréis”.
—Pero ¿cuánto tiempo debo buscar?
—Busquen hasta hallar.
—Pero, ¿y si llegara a perder la bendición?
—Búsquela otra vez hasta obtenerla de nuevo. Llegará el día en que Dios les
sorprenderá derramando sobre ustedes tal bautismo de su Espíritu Santo que hará
desaparecer para siempre todas sus tinieblas, dudas e incertidumbres y nunca volverán a
caer; la sonrisa de Dios les acompañará siempre, y el sol de ustedes no se pondrá jamás.
Oh, amado hermano desalentado, mi desanimada hermana, permítanme que les
urja a mirar a Jesús y a confiar en él. Sigan buscando la santidad que anhelan y
recuerden que el hecho que Dios demore en contestar no es una negación.
Jesús es el Josué de ustedes, quien les conducirá a la tierra prometida; él puede
derrotar a todos los enemigos que se opongan a su paso. Las personas que abandonan la
lucha en los momentos de derrota tienen mucho que aprender aún acerca del engaño y
dureza de sus corazones, así como también acerca de la longanimidad y ternura de Dios
y la potencia de su poder salvador. Pero Dios no quiere que nadie que haya recibido la
bendición la pierda, y es posible que una vez obtenida ésta, no la pierda nunca.
— ¿Pero cómo se puede hacer eso? —pregunta alguno.
Un día un amigo mío, antiguo condiscípulo del colegio de teología, quien había
terminado sus estudios, se dirigía a su campo de trabajo. Le acompañé hasta la estación
del ferrocarril para despedirle, tal vez para nunca volver a vernos más. El me miró y
dijo:
—Samuel, dame un texto que me sirva de lema para toda la vida.
Instantáneamente elevé mi corazón a Dios, pidiéndole que me iluminara. Ahora
bien, si desean ustedes retener la bendición de la santidad, esa es una de las cosas que
deben hacer constantemente: elevar su corazón a Dios en busca de luz, y esto no
únicamente en momentos en que se presentan las crisis de la vida, sino en todos sus
detalles, aun en aquellos que parecen pequeños y de poco valor. Con la práctica podrán
llegar a adquirir la costumbre de hacer eso, que llegará a ser tan natural para ustedes
como el respirar. Manténganse siempre tan cerca de Dios que puedan hablarle en voz
baja, si es que quieren retener la bendición de la santidad. Yo comprobé aquella mañana
que me encontraba a muy corta distancia de Jesús, allí mismo en la estación del tren, e
inmediatamente me vinieron a la mente los once primeros versículos del primer capítulo
de la segunda epístola de San Pedro; no sólo como un lema, sino como una regla de
conducta trazada por el Espíritu Santo, siguiendo la cual no sólo podemos retener la
santidad y nunca caer, sino también ser fructíferos en el conocimiento de Dios, y tener
entrada en toda la plenitud del Reino de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Todos ustedes, los que quieren retener la bendición de la santidad, tomen nota de
ese pasaje. Observen que en el versículo 4, el apóstol dice que somos “participantes de
la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la
concupiscencia”. Eso es santidad, escapar de la corrupción de nuestros depravados
corazones y recibir la naturaleza divina. El apóstol nos urge no sólo a que seamos
diligentes, sino a que lo seamos en todo. Un hombre perezoso y dormilón no puede
retener la bendición: realmente un hombre de esa clase no puede obtener la santidad.
Para obtenerla es necesario buscarla con todo el corazón; es preciso cavar como cuando
uno busca un tesoro escondido, y para retenerla debemos ser diligentes. Hay personas
que dicen: “Una vez salvado, queda uno salvo para siempre”, pero Dios no dice nada de
eso. El nos dice que velemos y que seamos prudentes y diligentes, porque nos
encontramos en terreno del enemigo. Este mundo no es amigo de la gracia. Si usted
tuviese diamantes por valor de cien mil pesos y se encontrara en un país lleno de
ladrones, velaría y cuidaría su tesoro con toda diligencia. Pues bien, ustedes están en
terreno del enemigo, y tienen corazón santo, “las arras del Espíritu”, su pasaporte al
cielo, su pacto de vida eterna. Sean diligentes y cuídenlo.
Dice el apóstol: “Por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud”. Ustedes deben tener
fe en las grandes y preciosas promesas que él nos ha hecho para poder obtener la
santidad, pero para retenerla deben añadir algo más. Esta palabra “virtud” viene de la
antigua palabra latina que significa valor. Es probable que con ese significado se le
emplee aquí. Para retener esta bendición es necesario ser valiente.
El Diablo rugirá algunas veces como un león, el mundo les mirará mal, y tal vez
hasta les maltrate y les quite la vida. Sus amigos tendrán lástima de ustedes o les
maldecirán y predecirán que calamidades de toda suerte les sobrevendrán; habrá
ocasiones cuando su propia carne se resistirá. A mí me dijeron que me volvería loco, y
pareció realmente que así sucedería, tal era la vehemencia y fervor con que yo ansiaba
saber cuál era la voluntad de Dios con respecto de mí. Me dijeron que iría a parar en un
pantano de fanatismo; que acabaría en un asilo de desamparados; que arruinaría mi
salud y llegaría a ser un inválido para toda la vida, viviendo una vida atormentada y que
sería una carga para mis amistades. Hasta el propio obispo cuyo libro sobre la santidad
había despertado mi alma, después que hube obtenido la santidad, me aconsejó que no
dijera mucho al respecto, pues ello causaría muchas divisiones y trastornos (Después
supe que él había perdido la bendición de la santidad). El Diablo me persiguió de día y
de noche, con mil tentaciones espirituales de las cuales yo jamás había soñado, y
finalmente hizo que un matón me atacara de tal modo que casi me mata, y durante
muchos meses quedé muy quebrantado de salud, tanto que el haber escrito una tarjeta
postal me sumergió en la desesperación y me privó del descanso durante una noche
entera2[1]. Hallé, pues, que se requiere valor para retener esta “Perla de gran precio”,
pero — ¡Aleluya para siempre! — “el León de la tribu de Judá”, que es mi Señor y
Salvador, es tan valiente como poderoso, tan lleno de amor como de compasión, y él ha
dicho en el libro que nos ha dejado para nuestra instrucción y estímulo: “Esfuérzate y sé
valiente”. Se trata de una verdadera ordenanza, que tenemos la obligación de obedecer.
Vez tras vez él ha dicho esto y setenta y dos veces dice: “No temas”, y añade, como
razón suficiente para que no temamos: “porque yo seré contigo”. ¡Alabado sea Dios! Si
él está conmigo, ¿por qué he de temer? ¿Y por qué has de temer tú, camarada?
Mi hijito tiene mucho miedo a los perros. Creo que el miedo nació con él. Pero
cuando me tiene de la mano camina valientemente y no temería pasar cerca del perro
más grande que hubiese en el país. Dios dice: “No temas, que yo soy contigo, no
desmayes, que yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré
con la diestra de mi justicia. No te dejaré ni te desampararé”. ¡Nunca! Jesús, el
mismísimo Jesús que murió por nosotros, dice: “Toda potestad me es dada en el cielo y
en la tierra, he aquí, yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo”. ¿Por qué temer?
El Diablo es maestro en el arte de engañar y derrotar a las almas, pero recuerden
que Jesús es el Dios Eterno, y él ha puesto a la disposición de nuestra fe, para nuestra
salvación, toda la sabiduría, poder y valor de la divinidad. Eso debiera llenarnos de
ánimo. ¿Están desalentados? ¿Tienen miedo? ¡Cobren ánimo! , y digamos valiente-
mente como dijo el rey David, quien tuvo muchas más tribulaciones y causas para
abatirse de las que tenemos nosotros.
“Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones.
Por tanto no temeremos, aunque la tierra sea removida; y se traspasen los montes al
corazón del mar” (Salmo 46:1).
Me ha servido de mucha ayuda una de las experiencias que tuvo David. En una
ocasión tuvo que huir de Saúl, quien le perseguía para matarle, como los cazadores
buscan las perdices por los bosques y montañas. Debido a eso David huyó a tierra de los
filisteos y habitó en el pueblo donde el rey le dijo que podía establecerse. Después de
eso los filisteos fueron a hacer guerra contra Saúl y David fue también. Pero los filisteos
temían que David se tornase contra ellos en la hora de la lucha e inspirados por ese
temor le obligaron a regresar al pueblo. A su llegada encontraron que los enemigos
habían invadido el pueblo y lo habían saqueado todo, llevándose a las mujeres, los
niños, ganados y demás bienes. Los hombres se enloquecieron de disgusto y se
propusieron apedrear a David. Había fundadas razones para tener miedo, pero la Biblia

2
nos dice que “David se esforzó en Jehová su Dios”. Lean el relato y vean la manera tan
admirable como Dios le ayudó a recuperarlo todo otra vez (1 Samuel 30).
Lo que es por mi parte, yo me he hecho la determinación de tener buen ánimo.
Dios ha sido mejor para mí que todos mis temores, y que los temores de mis amigos; él
ha confundido a todos mis enemigos, y ha probado que es más poderoso que mis
adversarios, haciéndome capaz de andar en santidad delante de él por casi diez años, por
medio de su bondad, poder y amor infinitos.

CAPITULO 26
SANTIFICACION vs. CONSAGRACION

La esposa de un senador concurría con regularidad a una serie de reuniones de


santidad y, al parecer, llegó a tener mucho interés en lo que se decía. Un día me dijo:
—Hermano Brengle, me gustaría que usted la llamara más bien “consagración” en
vez de “santificación”, en eso podríamos estar todos de acuerdo.
—Pero yo no quiero decir consagración, hermana —le respondí—. Lo que quiero
decir es santificación, y la diferencia entre las dos es tan grande como la que hay entre
la tierra y el cielo, entre la obra del hombre y la de Dios.
El error de esta señora es muy común. Ella quería privar a la religión de su
elemento sobrenatural y descansar en sus propias obras.
Está muy de moda eso de ser “consagrado” y hablar mucho acerca de la
“consagración”. Damas vestidas de seda, cubiertas de joyas, adornadas de plumas y
flores, y caballeros con manos tiernas y suaves, ricamente vestidos y perfumados,
hablan en voz baja y dicen con palabras melosas que están consagrados al Señor.
Yo no les desalentaría; pero sí quiero levantar mi voz muy alto y amonestarles
diciéndoles que la consagración, tal como la entiende la gente comunmente, es sólo obra
de hombres, y ella no basta para salvar al alma.
Elías levantó su altar sobre el monte Carmelo, sacrificó su buey y lo puso sobre el
altar, y después derramó agua sobre todo ello. Eso era consagración.
Pero los sacerdotes de Baal habían hecho lo mismo, con la única excepción de que
ellos no derramaron el agua. Ellos habían erigido su altar, sacrificaron sus bueyes,
pasaron el día cumpliendo con los más estrictos deberes religiosos y, a juzgar por lo que
podían ver los hombres, esos sacerdotes eran más fervorosos que Elías.
¿Qué hizo Elías más que los sacerdotes de Baal?
Nada, salvo derramar algunos barriles de agua sobre su sacrificio, una gran
aventura de fe. Si Elías se hubiese detenido allí, el mundo no habría sabido nada de él.
Pero é1 creyó que Dios haría algo. El lo esperó, oró pidiéndolo, y Dios rasgó los cielos
y derramó el fuego que consumió el sacrificio, las piedras del altar y hasta el agua que
estaba en la zanja que rodeaba el altar. Eso era santificación... ¿Qué poder tenían las
piedras, inertes y frías, el buey muerto o el agua, para glorificar a Dios y convertir a una
nación apóstata? Mas cuando el fuego comenzó a consumirlo todo, entonces la gente se
postró de hinojos y exclamó:
“El Señor Jehová es Dios, Jehová es Dios”.
¿Qué pueden hacer las grandes ofrendas, todo lo que se diga, y la llamada
consagración, para salvar al mundo y glorificar a Dios? “Si repartiese todos mis bienes
para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo
amor, de nada me sirve” (1 Corintios 13:3). Es cuando Dios entra en el hombre cuando
éste puede glorificarle, y trabajar con él para la salvación del mundo.
Lo que Dios quiere son hombres santificados. Naturalmente, éstos deben ser
consagrados — es decir, se deben haber entregado a Dios — a fin de poder ser
santificados. Mas una vez que se han rendido a él, cuando se han rendido sin ninguna
reserva, cuando le han entregado la memoria, la mente, y la voluntad, la lengua, las
manos, los pies, la reputación, no sólo entre los pecadores, sino también entre los
santos; cuando han puesto en sus manos todas sus dudas y temores, sus gustos y
disgustos, su disposición a contradecir a Dios y a tenerse lástima a sí mismos, a
murmurar y quejarse cuando él pone a prueba su consagración; cuando han hecho esto
en realidad, de verdad, y han quitado las manos de encima del sacrificio, como lo hizo
Elías una vez que hubo puesto el buey del holocausto sobre el altar, deben esperar en
Dios y clamar a él con fe humilde pero persistente, hasta que les bautice con el Espíritu
Santo y con fuego. El prometió hacerlo, y lo hará, pero el hombre debe esperarlo,
buscarlo, orar por ello, y si demora en venir, no desesperar sino seguir esperando. Un
soldado salió de una de nuestras reuniones y, postrándose de rodillas en su casa,
exclamó: “¡Señor, no me levantaré de aquí mientras no me bautices con el Espíritu
Santo!” Dios vio que ese hombre se había propuesto obtener la bendición, vio que
deseaba a Dios más que a toda la creación, de manera que lo bautizó en ese mismo
instante con el Espíritu Santo.
En cambio, un capitán y un teniente a quienes conozco hallaron que “la visión
tardaba”, y por eso la esperaron, consagrando, durante tres semanas, cada momento que
tenían disponible a clamar a Dios para que les llenase con su Espíritu. No se
desalentaron, sino que se aferraron a él con fe inquebrantable; no cedieron, y obtuvieron
el deseo de sus corazones. Algún tiempo después me encontré con ese teniente, y cuánto
me asombré entonces ante las maravillas que había efectuado en él la gracia de Dios. El
Espíritu de los profetas descansaba sobre él.
“Todo el cielo es campo libre para la fe”, —suele decir un amigo mío.
¡Oh, este largo esperar en Dios! Es mucho más fácil lanzarse atolondradamente a
esto o aquello, y trabajar sin cesar hasta que la vida y el corazón se hallan exhaustos por
una labor sin gozo y comparativamente sin fruto, que esperar ante Dios con fe paciente,
invariable y que escudriña el corazón, hasta que él descienda y nos llene con la potencia
todopoderosa del Espíritu Santo, que nos da resistencia, sabiduría y fortaleza
sobrenaturales, nos capacita para hacer en un día lo que de otro modo no podríamos
hacer ni en mil años, y sin embargo nos quita todo orgullo y nos lleva a dar toda la
gloria a nuestro Señor.
El esperar en Dios hace que nos vaciemos de modo que podamos ser llenados de
nuevo. Pocos esperan hasta estar vacíos y a ello se debe el que sean pocos también los
que son llenos. Pocos quieren soportar el escrutinio del corazón, las humillaciones, la
intranquilidad, los ataques de Satanás, cuando él pregunta: “¿Y dónde está tu Dios
ahora? “ ¡Oh cuántas dudas y susurros de incredulidad significa eso de esperar en Dios!
A ello se debe el que sean tan pocos los que, en entendimiento, sean hombres y mujeres
en Cristo Jesús y verdaderas columnas en el templo de Dios.
Jesús ordenó a los discípulos que se quedasen en la ciudad de Jerusalén hasta que
recibiesen el poder de lo alto (Lucas 24:49). Esa debió ser una gran traba para el
temperamento inquieto e impulsivo de Pedro; pero él esperó juntamente con sus
hermanos. Clamaron a Dios y escudriñaron sus corazones; olvidaron sus temores y no
se acordaron de los príncipes y gobernantes que habían muerto a su Señor. Se olvidaron
de sus celos, de sus egoístas ambiciones, de sus infantiles diferencias de opinión, a tal
punto que perdieron todo el alto concepto que tenían de sí mismos, toda “egolatría”, y
toda confianza en su propio valer. Sus corazones se unieron como el de un solo hombre,
y tuvieron un solo deseo y éste era un deseo intenso y fervoroso de estar poseídos de
Dios. Súbitamente Dios descendió: descendió con poder, con fuego, para purgar y
purificar y para santificarles por completo; para morar en sus corazones y hacerles
valientes en presencia de sus enemigos; humildes en medio del éxito, pacientes cuando
se hallasen en conflictos duros y en amargas persecuciones; firmes e invariables a pesar
de las amenazas, los azotes y las prisiones; gozosos en la soledad, y cuando eran
calumniados; sin temor y triunfantes cuando se hallaban cara a cara con la muerte. Dios
les dio sabiduría para que supiesen ganar almas y les llenó con el espíritu del Maestro a
tal punto que ellos —pobres hombres humildes cual eran— llegaron a trastornar el
mundo, y eso sin atribuirse a sí mismos ninguno de los honores.
Vemos, pues, que la santificación es el resultado no sólo de dar sino también de
recibir. Por consiguiente, tenemos la obligación solemne de recibir el Espíritu Santo y
“ser llenos del Espíritu”, igualmente como la tenemos de entregarnos a Dios. Pero si no
fuéramos llenados del Espíritu al momento, no debemos suponer por eso que la
bendición de la santidad no es para nosotros y, con la pretendida humildad de la
incredulidad, cesar de pedirle a Dios que nos dé la santidad. Por el contrario,
deberíamos clamar tanto más y escudriñar las Escrituras en busca de la luz y la verdad;
debemos humillarnos y ponernos del lado de Dios en contra de la incredulidad, en
contra de nuestros propios corazones y en contra del Diablo, y no debemos ceder hasta
no tomar posesión del Reino de los cielos. Hasta que Jesús nos diga: “¡Oh hombre, oh
mujer! grande es tu fe; hágase a ti conforme a tu deseo”.
A Dios le agrada que le obliguemos; él quiere que le obliguemos por medio de la
oración insistente y la fe de sus hijos. Me imagino que muchas veces Dios se siente
herido, decepcionado y airado con nosotros, como el profeta que se disgustó con el rey
que lanzó tres saetas cuando debió haber lanzado media docena o más, pues pedimos
tan poco, y cedemos tan fácilmente y nos retiramos sin haber recibido la bendición que
profesamos querer recibir. Nos quedamos satisfechos con un poquito de consuelo
cuando lo que necesitamos en realidad es al propio Consolador.
La mujer sirofenicia que se acercó a Jesús para pedirle que sacase el espíritu
inmundo que se había posesionado de su hija, es una creyente modelo, y debiera servir
para avergonzar a la mayoría de los cristianos, tal fue su valentía y la persistencia de su
fe. Ella no quiso retirarse sin antes haber recibido la bendición que anhelaba. Al
principio Jesús no le contestó palabra. El Señor suele hacer cosa igual con nosotros,
algunas veces, en estos días. Oramos y no recibimos contestación. Dios guarda silencio.
Luego Jesús la rechazó diciendo que él no había sido enviado para auxiliar a mujeres de
su clase, sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel. Eso habría bastado para
convertir en escépticos blasfemos a los hombres del siglo diecinueve. Mas no sucedió
así con esa mujer. Su fe desesperada se acrecienta y se sublimiza. Finalmente Jesús
parece añadir insulto a la injuria, pues le dijo: “No es justo tomar el pan de los hijos y
darlo a los perrillos”.
La fe de la mujer se impuso entonces y triunfó, pues dijo: “Es cierto, Señor, pero
aun los perros comen de las migajas que caen de la mesa de su Señor”
Ella estaba dispuesta a tomar el lugar del perro y a recibir la parte que se daba a
los perros. ¡Alabado sea Dios! ¡Oh, cuán grande fue el triunfo de su fe! Jesús,
asombrado, dijo: “Oh mujer, grande es tu fe; sea hecho contigo como tú quieres”
Jesús tenía intención de bendecirla desde un principio, siempre que su fe quedase
firme, y del mismo modo lo hará con nosotros.
Hay dos clases de personas que profesan consagrarse a Dios, pero que si
averiguamos bien los detalles encontraremos que la consagración la hacen más bien a
cierta clase de trabajo y no al propio Dios. Son más bien guardianes de la casa de Dios
que la esposa de su Hijo: personas muy atareadas, que disponen de muy poco tiempo o
gusto para pasarlo en comunión con Jesús. La primera clase puede clasificarse entre los
buscadores de placer. Ven que las personas santificadas son dichosas, y creyendo que
ello se debe a lo que han dado o hecho, comienzan a dar y a hacer, sin pensar jamás en
el Tesoro infinito que han recibido las personas santificadas. El secreto de aquel que
dijo: “Dios es mi excelso gozo y “El Señor es la porción de mi alma”, está escondido de
ellos. Debido a eso, nunca hallan a Dios. Buscan la felicidad y no la santidad.
Difícilmente admitirán que lo que necesitan es santidad —según ellos, siempre fueron
buenos— y Dios sólo puede ser hallado por aquellos que sintiendo su propia maldad y
las flaquezas de sus corazones, ansían disfrutar de la santidad. “Bienaventurados los que
tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6). Esta clase,
por lo general, son personas que viven bien, comen bien, son muy sociables, se visten
siempre a la moda; son una especie de epicúreos religiosos.
La otra clase podríamos denominarla cazadores de tristezas. Andan siempre en
busca de algo difícil de hacer. Creen que deben estar siempre sufriendo algo. Como los
sacerdotes de Baal, se dan de cuchilladas (no en sus cuerpos pero sí en sus mentes y
almas); dan de sus bienes para alimentar a los pobres, entregan sus cuerpos para ser
quemados y, sin embargo, no sacan de ello ningún provecho. (1 Cor. 13:3). Se
desgastan trabajando como esclavos. No es gozo lo que persiguen sino penas y tristezas.
Juzgan la aceptación que Dios hace de ellas no por el gozo que les da la presencia del
Consolador en sus almas, el cual hace que el yugo sea fácil y ligera la carga, sino más
bien por las penas y amarguras que pueden soportar. Tales personas no son felices,
viven siempre bajo el temor de que no son salvados, a menos que tengan que hacer
algún sacrificio que les produzca el más intenso tormento. Han muerto mil muertes y,
sin embargo, viven todavía. Su religión no consiste en “justicia, paz y gozo en el
Espíritu Santo”, sino más bien en perseverancia, resolución, tristeza y amarguras.
Sucede, sin embargo, que estas personas no hacen sacrificios más grandes que
aquellas que son realmente santificadas, sólo que hacen más alarde de ello. Como no
están muertas, les duele someterse a Dios y, no obstante ello, tienen la convicción de
que deben hacerlo así. Sus penas no son mayores que las que sobrevienen a las personas
santificadas, sólo que son de diferente clase, y brotan de diferentes raíces. Ellos sufren
miserias y aflicciones a causa de los sacrificios que tienen que hacer mientras que el
hombre santificado considera que todas estas cosas le dan gozo porque las sobrelleva
por amor de Jesús: a pesar de eso, continuamente le acosan aflicciones, pues las
aflicciones y penas del mundo pesan sobre su corazón, y si no fuera por la consolación y
gozo que le imparte Jesús, algunas veces se desesperaría.
Con todo, esta gente es buena y hace bien. ¡Dios les bendiga! Lo que necesitan es
la fe que santifica (Hechos 26:18), que por medio de la operación del Espíritu Santo les
mate y libre para siempre de todas sus miserias, dando gozo y paz a sus cansados
corazones, de modo que, en novedad de vida, puedan beber del río de los placeres de
Dios y no volver a tener sed jamás; de ese modo podrán soportar alegremente cualquier
sufrimiento que les sobrevenga, pues lo sufrirán por amor de Jesús.
Lo que necesitamos, pues, es la santificación; Dios quiere que la tengamos y el
Espíritu Santo nos insta a cada uno a reclamarla. Es éste un camino de fe como de
niños, que recibe todo lo que Dios tiene para darnos, y de amor perfecto, que con gozo
lo devuelve todo a Dios; un camino que, por un lado preserva al alma de la pereza y
comodidad de los de Laodicea, y por otro, de la fría e inflexible esclavitud farisaica; un
camino de paz y satisfacción interior, así como de abundante vida espiritual, en el que el
alma, siempre cuidándose de sus enemigos, no se alboroza indebidamente por el éxito,
ni se abate por las desilusiones y chascos que sufra; no se mide a sí misma por otros, ni
se compara con los demás, sino que, mirando hacia Jesús, atiende estrictamente sus
propios asuntos, andando por la fe y confiando en que el Señor, en su orden y a su
debido tiempo, cumplirá todas las preciosas y grandes promesas que le ha hecho,
movido por su inmenso amor.

CAPITULO 27
DANDO ALABANZA

No hay nada que esté más oculto de las gentes sabias y prudentes, que el hecho
bendito de que hay un secreto manantial de poder y victoria en el dar alabanza y preces
a Dios.
Muchas veces el Diablo logra enfriar a personas poniéndolas bajo un hechizo que
no puede conjurarse en ninguna otra forma. Almas sinceras que realmente buscan a
Dios y que podrían entrar a disfrutar de la luz perfecta y libertad si se atreviesen a mirar
al Diablo en la cara y gritar: “¡Gloria a Dios! “, siguen lamentándose todos los días de
su vida bajo esa influencia satánica. Muchas veces sucede que congregaciones enteras
caen bajo esa influencia. Hay en la mirada cierta vaguedad o intranquilidad; no prestan
la atención que sería de esperar ni tienen la expectación que debieran tener. Todo es
rígido, “con la rigidez de la muerte”. Pero si un hombre realmente bautizado por el
Espíritu de Dios, con el alma radiante del gozo de Jehová, alaba al Señor, verán que esa
influencia opresora desaparece; todos se despiertan y comienzan a esperar que suceda
algo.
El dar preces y alabar a Dios es a la salvación lo que la llama es al fuego. Se
puede tener un fuego muy intenso y útil sin llama de ninguna especie, pero sólo cuando
se levanta en llamarada el fuego se hace irresistible y arrasa todo cuanto encuentra. De
igual modo, hay personas que podrán ser muy buenas, y tener cierta cantidad de
salvación, pero sólo cuando están llenas del Espíritu Santo podrán prorrumpir en
alabanzas y preces a su glorioso Dios, a cualquier hora del día o de la noche, tanto
privadamente como en público. Cuando están en ese estado su salvación se hace
irresistible y contagiosa.
Las voces de algunas personas, cuando exclaman en alabanzas, se parecen al ruido
que hacen carros vacíos cuando ruedan por encima de las piedras; no son más que puro
ruido. Su religión consiste únicamente en hacer bulla. Pero hay otros que esperan a Dios
en lugares secretos, que buscan su rostro de todo corazón, que gimen en oración con
indecibles deseos de conocer a Dios en toda su plenitud y de ver que su reino venga con
poder; que piden el cumplimiento de las promesas, que escudriñan la Palabra de Dios y
meditan en ella de día y de noche, hasta que llegan a llenarse de los grandes
pensamientos y verdades de Dios, y su fe es perfeccionada. Entonces el Espíritu Santo
desciende y pesa sobre ellos con el peso de la gloria eterna, y eso les obliga a dar voces
de alabanza, y cuando gritan, sus gritos tienen efecto. Cada bala está cargada, y algunas
veces sus exclamaciones podrán ser como el estampido del disparo de un cañón y
tendrán la velocidad y poder de una bala de cañón.
Un antiguo amigo mío de Vermont me dijo en una ocasión que cuando él entraba
en ciertos almacenes o estaciones de ferrocarril, hallaba que estaban llenos de diablos, y
la atmósfera asfixiaba su alma a tal punto que gritaba; al hacer eso, todos los diablos se
ocultaban, se purificaba la atmósfera y él tomaba posesión del lugar, pudiendo entonces
decir y hacer lo que quería. La Marechale, escribió una vez: “Nada causa mayor
consternación en todo el infierno que una fe que le grite al Diablo, sin miedo de ninguna
clase”. No hay nada que se pueda oponer a un hombre que tiene en su alma un grito de
alabanza real y verdadera. La tierra y el infierno huyen de delante de él, y todos los
cielos acuden a su alrededor para ayudarle a pelear las batallas.
Cuando los ejércitos de Josué dieron gritos se derribaron los muros de Jericó.
Cuando el pueblo de Josafat comenzó a cantar y dar preces a Jehová, el Señor puso una
emboscada a los amonitas y a los moabitas en el Monte Seir, y fueron derrotados.
Cuando Pablo y Silas, con las espaldas heridas y lastimadas, presos en el calabozo de la
cárcel, a la medianoche, oraban y “cantaban himnos a Dios”, el Señor mandó un
terremoto que sacudió los cimientos de la prisión, dejó en libertad a los presos y
convirtió al carcelero y a toda su familia. No hay dificultad concebible que no se
desvanezca ante el hombre que ora y alaba a Dios.
Cuando Billy Bray quería pan, oraba y daba voces, con objeto de hacerle sentir al
Diablo que no se hallaba bajo ninguna obligación con él, sino que tenía perfecta
confianza en su Padre Celestial. Cuando el doctor Cullis, de Boston, no tenía ni un
centavo, no obstante pesar sobre él grandes responsabilidades, y cuando no sabía de
dónde sacar dinero para comprar los alimentos necesarios para los enfermos que tenia
en su hospital de tuberculosos, entraba a su despacho y leía la Biblia, oraba y se paseaba
de un lado a otro alabando a Dios, y decía que tenía confianza en que el dinero le
llegaría desde los confines de la tierra. Siempre viene la victoria cuando un hombre,
habiendo orado de todo corazón, se atreve a confiar en Dios y expresa su fe por medio
de preces.
El alabar en voz alta es la final y más elevada expresión de la fe perfeccionada en
sus diversos grados. Cuando un pecador acude a Dios sinceramente arrepentido, y se
rinde a él, confiado enteramente en la misericordia de Dios, esperando tan sólo recibir la
salvación de manos de Jesús, y por medio de la fe echa mano sin temor alguno a la
bendición de la justificación, la primera expresión de esa fe será de confianza y
alabanza. No hay duda de que habrá muchos que reclaman para sí la justificación que
nunca alaban a Dios; pero, o estos se engañan, o su fe es por demás débil y
entremezclada con dudas y temores. Cuando la justificación es perfecta, la alabanza será
espontánea.
Y cuando este hombre justificado llega a ver la santidad de Dios, los grandes
alcances de su mandamiento, y cómo Dios demanda de él la entrega de todas las
facultades de su ser, y se da cuenta de los restos de egoísmo y de amor a las cosas del
mundo que quedan en su corazón; cuando, después de haber hecho muchas tentativas
para purificarse, y después de escudriñar interiormente los sentimientos de su alma, y de
debatir con su conciencia, y de vencer las vacilaciones de su alma, acude a Dios para
que le santifique por medio de la sangre preciosa del Señor Jesucristo y del bautismo del
Espíritu Santo y el fuego, entonces la expresión final de la fe que de modo absoluto y
perfecto se aferra a dicha bendición, no será oración sino alabanza y aleluyas.
Y cuando el hombre salvado y santificado, al ver las penas de un mundo perdido,
y al sentir la santa pasión de Jesús obrando poderosamente en él, sale a luchar “contra
principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas
tinieblas, contra malicia espirituales en los aires”, con objeto de rescatar a los esclavos
del pecado, después de haber orado y gemido, rogándole a Dios que derrame sobre él su
Espíritu Santo; y después de predicar a los hombres y de enseñarles, después de rogarles
que se sometan a Dios, y después de ayunos, pruebas y conflictos, en todo lo cual la fe y
la paciencia se perfeccionan y echan mano de la victoria, la oración se transformará en
alabanza, y el lloro en gritos de aleluya de tal modo que la aparente derrota queda
transformada en definitiva victoria.
Donde hay victoria hay gritos, y donde no hay gritos es señal de que la fe y la
paciencia o están en retirada o en medio de un conflicto, y su final parece incierto.
Lo que es verdad en lo que se refiere a la experiencia personal, lo es también en la
revelación que tenemos de la iglesia en su triunfo final. Después de largos años de lucha
constante, de paciente esperar y severas pruebas; después de la incesante intercesión de
Jesús, y de los inexpresables gemidos del Espíritu en el corazón de los creyentes, la
iglesia llegará finalmente a alcanzar la perfección de la fe, la paciencia, la unión y el
amor, según lo expresa Jesús en la oración que hizo y que tenemos en el capítulo 17 de
San Juan. Entonces “el Señor mismo, con voz de mando, con voz de arcángel, y con
trompeta de Dios, descenderá del cielo” (1 Tesalonicenses 4:16). En ese momento lo
que parece derrota será transformado en eterna victoria.
Quisiera advertir, sin embargo, a mis lectores, que nadie debe suponer que no
puede dar voces de alabanza y loor a menos que tenga en su alma la sensación de haber
recibido una grande y poderosa ola de triunfo. Pablo dice: “Pues qué hemos de pedir
como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos indecibles” (Romanos 8:26). Mas si una persona rehusara orar mientras no
sintiera esa tremenda intercesión del Espíritu en su alma, que, según decía Juan
Fletcher, es “como un Dios que lucha con otro Dios”, jamás oraría. Debemos despertar
el don de la oración que está en nosotros; debemos ejercitarnos en la oración hasta que
nuestras almas transpiren, y entonces sentiremos la poderosa energía del Espíritu Santo
que intercede con nosotros. No debemos olvidar nunca que “el espíritu de los profetas
está sujeto a los profetas”. De igual modo debemos despertar en nosotros el don de la
alabanza.
Debemos poner en ello nuestra voluntad. Cuando el profeta Habacuc lo había
perdido todo y cuando se vio rodeado de desolación, exclamó: “Con todo, yo me
alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salud” (Habacuc 3:18). Somos
colaboradores con Dios, y si le alabamos a él, él cuidará de que tengamos por qué
alabarle. Repetidas veces oímos decir como Daniel oraba tres veces por día, pero
pasamos por alto el hecho que al mismo tiempo él “daba gracias”, lo cual es una especie
de alabanza. Dice David: “Siete veces al día te ensalzaré”. Repetidas veces se nos
exhorta a que ensalcemos a Dios y a que demos voces y nos regocijemos; pero, si a
causa del miedo y la vergüenza, no nos regocijamos, no debe sorprendernos que no
disfrutemos el gozo ni nos gocemos por las victorias.
Pero si nos encontramos a solas con Dios dentro de nuestros propios corazones —
noten: a solas con Dios, a solas con Dios dentro de nuestros propios corazones; es ése el
lugar donde debemos estar a solas con Dios, y un grito no es sino una expresión de gozo
por haber encontrado a Dios en el corazón— y si luego le alabamos por sus
maravillosas obras, si le alabamos porque él es digno de alabanza, si le alabarnos ya sea
que nos sintamos con ánimo para ello o no, si le alabamos tanto en las tinieblas como en
la luz, si le alabamos en momentos de cruenta lucha tanto como en los de victoria,
pronto nos será posible gritar de puro júbilo. Y este gozo nadie nos lo podrá quitar, pues
Dios nos hará beber del río de sus placeres, y él mismo será nuestro gozo y “grande
alegría”.
Muchas almas, viéndose en terribles tentaciones e infernales tinieblas, han
clamado a Dios en oración y luego se han sumergido otra vez en la desesperación, pero
si hubiesen terminado sus oraciones con alabanza y agradecimiento y si se hubiesen
atrevido a dar gritos en nombre de Dios, habrían llenado el infierno de confusión, y
habrían ganado una victoria que habría hecho resonar todas las arpas del cielo, y hasta
los ángeles habrían dado gritos de regocijo. Muchas reuniones de oración han fallado
porque no llegaron al punto en que los que oraban dieran gritos de alabanza y regocijo.
Se cantaron cánticos, se dieron testimonios, se leyó la Biblia y se dieron explicaciones
sobre ella; se exhortó y amonestó a los pecadores, se elevaron oraciones hasta el trono
de Dios, pero ninguno luchó hasta llegar al punto en que de modo inteligente pudo
alabar a Dios por la victoria y, según lo que se pudo ver, la victoria se perdió porque no
hubo nadie que la celebrase en voz alta.
En el instante en que nacemos por medio del poder de Dios, a través de nuestra
peregrinación y hasta el momento en que alcanzamos a ver la realidad de nuestra visión
y vemos a Jesús tal cual es, glorificado, tenemos el derecho de regocijarnos, y debemos
hacerlo. Ese es nuestro más elevado privilegio y nuestro deber más solemne. Si no lo
hacemos, creo que el cielo se llenará de confusión, y los demonios del abismo sin fondo
se regocijarán con infernal regocijo. Debemos regocijarnos, pues ésta es casi la única
cosa que hacemos en la tierra que no cesaremos de hacer en el cielo. El llorar y ayunar,
el velar y orar, la abnegación y el cargar con la cruz y las luchas con el infierno, todo
eso pasará, pero las alabanzas a Dios y los aleluyas “al que nos ha amado y lavado de
nuestros pecados en su preciosa sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes delante de
Dios”, resonarán eternamente en el cielo. ¡Alabado sean Dios y el Cordero, por siempre
jamás! Amén.

CAPITULO 28
ALGUNAS DE LAS COSAS QUE DIOS
ME HA DICHO A MI

“Jehová habla al hombre, y éste vive” (Deut. 5:24).


Cuando quedó completo el canon de las Sagradas Escrituras, Dios no cesó de
hablar a los hombres. Aunque la manera en que se comunica con ellos haya cambiado
algo, no obstante toda alma nacida del Espíritu puede testificar acerca de lo que él ha
comunicado. Todo aquel que sintiere pesar y que tiene hambre y sed de justicia, no
tardará en ver, como vieron los Israelitas, que “Dios habla al hombre”.
Dios me ha hablado a mí muchas veces y de modo muy poderoso, por medio de
las palabras de las Escrituras. Algunas de ellas se destacan en mi visión mental y
espiritual, como grandiosas e imponentes montañas que se elevan de en medio de un
extenso llano. El Espíritu que impulsó a “los santos hombres de la antigüedad” para que
escribiesen las palabras de la Biblia, me ha enseñado a comprenderlas, guiándome por
la senda de la experiencia espiritual por la cual anduvieron primero esos hombres, y “ha
tomado las cosas de Cristo y me las ha revelado”, hasta que me he sentido lleno de
certeza divina, tan positiva y satisfactoria como la que se produce en mi intelecto por
medio de una demostración matemática.
Las primeras palabras que, según recuerdo ahora, vinieron a mí con esta
irresistible fuerza divina, las recibí cuando buscaba la bendición de un corazón limpio.
Aunque yo tenía hambre y sed de recibir la bendición, no obstante, solía apoderarse de
mí una sensación de completa indiferencia —una especie de sopor espiritual— que
amenazaba devorar todos mis santos deseos, como las vacas flacas de Faraón devoraban
a las gordas. Me sentía muy atribulado, y no sabía qué hacer. Tenía la convicción de que
si cesaba de buscar la santidad, ello significaría mi eterna perdición y, al mismo tiempo,
me parecía que era inútil seguir buscándola mientras mis sentimientos se hallaban en
ese estado de parálisis. Pero un día leí: “Nadie hay que invoque tu nombre, que se
despierte para apoyarse en ti” (Isaías 64:7).
Dios me habló a mí por medio de estas palabras con tanta claridad como cuando le
habló a Moisés desde la zarza que ardía, o a los hijos de Israel desde el monte cubierto
por la nube. Fue aquella una experiencia completamente nueva para mí. Esas palabras
fueron como una expresión a mi incredulidad y perezosa indiferencia y, sin embargo,
despertaron esperanza en mí, y me dije: “Con la ayuda de Dios, aunque ningún otro lo
haga, yo me esforzaré por buscarlo a él, ya sea que sienta o que no sienta nada”.
Eso sucedió hace diez años, y desde entonces, hasta ahora, haciendo caso omiso
de mis sentimientos, he buscado a Dios. No he esperado sentirme conmovido, pero
cuando ha sido necesario he ayunado y orado, despertándome así a mí mismo en cuanto
a lo espiritual. Muchas veces he orado, como oró el salmista real: “Vivifícame conforme
a tu misericordia”, pero haya sentido el inmediato despertar o no, me he aferrado a él, lo
he buscado y, ¡alabado sea su nombre! , lo he encontrado. “Buscad y hallaréis”.
De modo que antes de poder encontrar a Dios en toda la plenitud de su amor, es
necesario quitar todos los impedimentos que hubiese: se debe poner a un lado toda duda
y todo pecado, y al yo se le debe destruir en la ciudadela de sus propias ambiciones y
esperanzas.
El joven de hoy es ambicioso. Si entra en la política anhela llegar a ser presidente
del gabinete; si sigue la carrera comercial ansía ser multimillonario y si entra en el
ministerio de la iglesia no quiere detenerse hasta no llegar a ser obispo.
La pasión dominante de mi vida, y lo que antes anhelé más que la santidad y el
cielo, fue hacer algo, y llegar a ser alguien que lograse ganarse la estima y admiración
de todo hombre pensador y culto; y así como el ángel hirió a Jacob y le descoyuntó el
hueso de la cadera, haciendo que a partir de ese momento no pudiese caminar sin cojear,
de igual modo Dios, a fin de santificarme por entero y poner “todo pensamiento en
cautiverio a la obediencia de Cristo”, me hirió y me humilló cabalmente en dicha
propensidad y dominante pasión de mi naturaleza.
Durante varios años, antes que Dios me santificase, yo sabía que existía esa
experiencia, y de vez en cuando oraba pidiéndole a Dios que me la diera, pero todo el
tiempo tenía hambre y sed de algo que realmente yo no sabía explicarme qué era. La
santidad, de por sí, me parecía algo muy digno de desearse, pero vi entonces, como lo
he visto después de ser santificado, que con la santidad vienen también la cruz y el
conflicto con la mente carnal de todo ser humano, ya sea que profese ser cristiano o se
reconozca abiertamente pecador; culto y sobrio u ordinario e ignorante; instintivamente
sabía que la santificación me cerraría las puertas de la estima y aplauso de aquellas
personas cuyo aprecio y admiración yo codiciaba, tanto como lo hizo en el caso de Jesús
y de Pablo. Sin embargo, tal es el engaño y sutileza del corazón no santificado, que
jamás yo habría querido admitir que esa era la causa de mi resistencia, aunque ahora sé
muy bien que eso era lo que me impedía y que durante años el no querer cargar con esa
cruz fue la barrera que me cerraba el paso e impedía la entrada al siempre dispuesto y
generoso Santificador. Llegó por fin un día en que oí predicar un sermón a un
distinguido evangelista ganador de almas; predicó sobre el bautismo del Espíritu Santo,
y yo me dije: “Eso es lo que yo necesito y lo que quiero; debo obtenerlo”. Comencé a
buscar ese bautismo y a orar pidiéndole al Señor que me lo diera; pero tenía todo el
tiempo en mi propia mente la idea de que yo también quería llegar a ser un afamado
ganador de almas, de manera que el mundo me admirase. Busqué la bendición de Dios
con considerable fervor; pero Dios tuvo misericordia de mí, y se escondió de mí,
despertando, de ese modo, sano temor del Señor dentro de mi corazón y, al mismo
tiempo, ello sirvió para intensificar mi hambre espiritual. Lloré y oré y le rogué al Señor
que me bautizara con el Espíritu, y no alcanzaba a comprender por qué él no lo hacía,
hasta que un día leí las palabras de Pablo: “A fin de que nadie se jacte en su presencia”
(1 Corintios 1:29).
Este versículo me hizo ver que el enemigo del Señor era yo mismo. Ahí estaba el
ídolo de mi alma, —el deseo apasionado y consumidor que tenía de gloria— ya no
oculto y acariciado en lo secreto de mi corazón, descubierto delante del Señor, como lo
fue Agag delante de Samuel; y esas palabras “nadie se jacte en su presencia”,
constituyeron “la espada del Espíritu”, que traspasó por completo al “yo”, y me hicieron
ver que jamás podría recibir el bautismo del Espíritu mientras abrigase secretamente
deseos de recibir los honores que dan los hombres, y no buscase “la gloria que sólo
viene de Dios”. Esas palabras me hablaron con potencia y, desde esa fecha hasta ahora,
jamás he buscado la gloria de este mundo. Pero si bien no volví a buscar la gloria del
mundo, no obstante el mismo poder que antes me inducía a buscarla hubo de ser
descubierto y dominado, a fin de que estuviera dispuesto a perder el poquito de gloria
que ya había adquirido, y a estar satisfecho de que se me considerase un fatuo, por amor
de Cristo.
La tendencia dominante de la naturaleza carnal busca lo que le halaga y satisface.
Si puede conseguirlo de manera legal y correcta, bien; pero en caso de no conseguirlo
de manera legítima, lo conseguirá a cualquier precio. Cualquier cosa que sea ilegítima
para Jesús, lo será también para mí. El cristiano que no es enteramente santificado, no
hace planes, deliberadamente, para realizar algo malo a sabiendas, sino que más bien es
traicionado por su engañoso corazón. Es vencido, si es realmente vencido (lo cual,
gracias a Dios no es necesario que suceda), secreta o repentinamente, de manera tal que
le horroriza, pero ese parece ser el único modo en que Dios puede hacerle ver su maldad
y convencerle de ella, como asimismo ver la necesidad que tiene de la pureza de
corazón.
Yo fui traicionado así dos veces: una fue intentando engañar en un examen, y otra,
usando las notas de un sermón preparado por otra persona. De la primera acción me
arrepentí con mucho dolor y amargura de corazón, y la confesé; pero la segunda no me
pareció una acción realmente mala, pues yo había rellenado con mis propios
pensamientos los claros del bosquejo, y esto era especialmente justificable dado que
dicho bosquejo era mejor que cualquiera que yo hubiese preparado. Se trataba de uno de
los sermones de Finney; realmente, si yo hubiese usado el discurso con el debido
espíritu, no creo que habría incurrido en mal alguno. Pero la palabra de Dios que
“discierne los pensamientos e intenciones del corazón”, me escudriñó y, con gran
asombro mío, me reveló, humillando mi alma, no sólo el significado y carácter de mi
acción, sino también el espíritu con que la había hecho. Me hirió y humilló otra vez con
estas palabras: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno
ministra, ministre conforme al poder que Dios da” (1 Pedro 4:11).
Cuando leí esas palabras me sentí tan humillado y culpable como si hubiese
robado diez mil pesos. Fue entonces cuando comencé a ver el verdadero carácter del
predicador y profeta y cuál era su misión; comprendí que éste es un hombre enviado de
Dios, y si es que quiere agradar a Dios y buscar únicamente la gloria que él da, debe
orar constantemente y escudriñar con diligencia las Sagradas Escrituras, hasta que
reciba su mensaje directamente desde el Trono. Sólo entonces podrá hablar como
oráculo de Dios y “ministrar conforme al poder que Dios da”. No recibí la impresión de
que debía menospreciar a los maestros humanos ni las enseñanzas que dan, siempre que
Dios estuviere en lo que enseñen, pero comprendí que debía exaltar la inspiración
directa y vi que ella era absolutamente necesaria para toda persona que procura hacer
que otros se tornen hacia la justicia y decirles cómo pueden llegar a encontrar a Dios y
el cielo. Comprendí que Dios no quiere el hombre que se limite a estudiar comentarios o
sermones escritos por otros para luego darlas al público entrelazadas con bonitos
discursos, y ganar así huecos aplausos por medio de sermones hábilmente preparados,
sermones lógica y retóricamente perfectos, “pero helados y espléndidamente
monótonos, muerta perfección y nada más”; en vez de eso, digo, comprendí que lo que
Dios quiere es que el hombre a quién él envía para que hable sus palabras, se siente a
los pies de Jesús y aprenda de él, que se ponga de rodillas en algún lugar secreto y
solitario y estudie la Sagrada Palabra de Dios bajo la iluminación directa del Espíritu
Santo; que estudie la santidad y los juicios de Dios hasta que adquiera algunos mensajes
atronadores que hagan retumbar los oídos de la gente a quienes habla, que les despierte
sus conciencias adormecidas y les haga exclamar: “¿Qué debo hacer?
Comprendí que el siervo de Dios debe estudiar la ternura e ilimitada compasión y
amor de Dios en Cristo, y meditar en ello, lo mismo que en la perfecta propiciación por
el pecado, en su raíz, tronco y ramas, y la manera sencilla en que uno puede apropiarse
de ella por medio del arrepentimiento y la entrega de uno mismo a Dios, por medio de la
fe, hasta que uno esté completamente poseído de ella, y sepa también cómo encaminar a
las almas de corazón quebrantado hasta los pies de Jesús para recibir la perfecta
santidad; cómo consolar a los tristes; libertar a los cautivos; proclamar el año agradable
del Señor y el día de venganza de nuestro Dios.
Cuando llegué a comprender esto me sentí muy humillado, y no supe qué hacer.
Finalmente me vino la convicción de que así como había confesado el falso examen,
debía confesar también públicamente que yo había plagiado el bosquejo del sermón.
Esto estuvo a punto de aniquilar mi conciencia, y me hizo estremecer con agonía
indescriptible. Durante cosa de tres semanas contendí con esta dificultad. Yo argüía
conmigo mismo procurando justificarme. Le rogué a Dios que me demostrara cuál era
su voluntad y, vez tras vez, le prometía que lo haría, pero dentro de mi corazón me
retraía. Por fin, le conté a un amigo lo que me pasaba. El me aseguró que Dios no podía
exigir tal cosa; me dijo que él iba a predicar aquella misma noche en una reunión de
avivamiento y que en su sermón iba a emplear material que había reunido de sermones
de otro hombre. Envidié su libertad, pero esto no me proporcionó ningún alivio. No
podía verme libre de mi pecado. Como el de David, estaba “siempre delante de mí”.
Una mañana, hallándome en ese estado de ánimo, tomé en mis manos un librito
que trataba de la religión experimental, movido por la esperanza de obtener luz, cuando,
al abrirlo, la primera palabra sobre la cual cayeron mis ojos fue “confesión”. Eso me
llenó de preocupación. Mi alma se detuvo súbitamente. No pude seguir buscando más
luz. Quise morir, y en ese momento mi corazón se quebrantó dentro de mí pecho. “Los
sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado, al corazón contrito y humillado no
despreciarás...”; y desde lo más hondo de mi corazón quebrantado, mi espíritu vencido
le dijo a Dios: “Yo lo haré”. Antes lo había dicho con mis labios, pero en ese instante lo
dije con todo el corazón. Fue entonces cuando Dios me habló directamente, no por
medio de palabras impresas que veían mis ojos, sino por medio de su Espíritu, el cual
habló directamente a mi corazón. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo
para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). La primera
parte referente al perdón lo sabía, pero la última cláusula, acerca de la limpieza de
pecado, fue una revelación para mí. No recordaba haberla visto ni haber oído acerca de
ella antes de ese momento. Las palabras tuvieron para mí extraordinario poder, e
inclinando la cabeza, la enterré entre mis manos y dije: “Padre, yo creo eso”. Después
sentí que gran reposo se apoderó de mi alma, y supe que había sido limpiado. En ese
instante “la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo, sin
mancha a Dios”, limpió mi conciencia de las obras de muerte para que sirviera al Dios
vivo” (Hechos 9:14).
Dios no exigió que Abraham inmolara a su hijo Isaac. Todo lo que él quiso fue
ver si estaba dispuesto a hacerlo. Lo mismo sucedió en mi caso: no me exigió que
hiciese la confesión ante el público. Una vez que mi corazón estuvo dispuesto a hacerlo,
él hizo desaparecer de mi mente esa preocupación y me libró por completo de ese
constante temor. El “yo”, que era mi ídolo, había desaparecido. Dios sabía que yo no
retenía nada que no estuviera dispuesto a cederle a él, y por eso llenó mi alma de paz y
me hizo ver que “el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”, y que
toda la voluntad de Dios se resumía en seis palabras: “La fe que obra por amor”.
Poco después de esto corrí a la habitación de mi amigo, llevando en las manos un
libro prestado. No bien me vio exclamó: “¿Qué te pasa? Algo te ha sucedido”. Mi
semblante estaba dando testimonio acerca de la pureza de mi corazón antes de que lo
hicieran mis labios. Pero mis labios no tardaron en testificar, y han seguido haciéndolo
hasta hoy.
El Salmista dijo: “He anunciado justicia en grande congregación; he aquí, no
refrené mis labios, Jehová, tú lo sabes. No encubrí tu justicia dentro de mi corazón; he
publicado tu fidelidad y tu salvación; no oculté tu misericordia y tu verdad en grande
asamblea” (Salmo 40:9, 10). Satanás odia el testimonio santo, y casi me enreda en este
punto. Tuve la convicción de que debía predicar la santidad, pero me acobardaba el
miedo a las críticas y los comentarios que, estaba seguro, causaría esa clase de prédica.
Vacilé antes de decir en público que había sido santificado, por miedo a causar más
daño que bien. Me di cuenta de que tal actitud sólo me acarrearía reproches. La gloria
que seguiría a mi testimonio estaba oculta de mi vista. Sermones bonitos, bien
meditados y debidamente presentados, eran los sermones ideales, según mi modo de
ver. Yo no quería descender a dar pláticas sencillas que penetrasen al corazón de los
hombres y se apoderasen de sus conciencias, o les convirtiese en enemigos tan
implacables como los fariseos lo eran de Jesús, o los judíos de Pablo. Pero antes de
recibir la bendición de la santificación, Dios hizo que me mantuviese fiel a mi promesa.
Yo le había prometido que si él me concedía la experiencia de tener un corazón limpio,
la predicaría. Fue un viernes cuando él me santificó, e hice la determinación de
predicarlo al domingo siguiente. Sucedió, sin embargo, que me sentía débil e incapaz.
Pero el sábado de mañana me encontré en la calle con un cochero gritón y ruidoso que
disfrutaba de la bendición de la santificación. Le conté lo que Dios había hecho
conmigo. El dio un grito de alabanza a Dios y dijo: “Hermano Brengle, predíquelo
usted. La Iglesia está pereciendo por falta de esa clase de predicación”.
Caminarnos juntos y cruzamos el prado y jardín de Boston, y mientras
andábamos, conversamos sobre ese tema. Mi corazón ardía dentro de mí como ardía el
de los dos discípulos que se dirigían a la aldea de Emaús, cuando hablaban con Jesús.
Dentro de lo íntimo de mi alma, calculé lo que me costaría, pero eché mi suerte con la
de Jesús crucificado, e hice la determinación de predicar y enseñar la santidad, aunque
por esa causa no me permitiesen volver a ocupar un púlpito y aunque todos mis
conocidos se riesen y burlasen de mí. Después de arribar a esa conclusión, me sentí
fuerte. La manera de conseguir fortaleza es abandonar todo por Jesús.
Al día siguiente me dirigí a mi iglesia y prediqué lo mejor que pude, teniendo sólo
dos días de experiencia santificada. Basé mi sermón sobre Hebreos 6:1. “Vamos
adelante a la perfección”. Terminé mi plática narrando mi propia experiencia, y la gente
se sintió tan emocionada que prorrumpió en llanto; algunos de ellos también querían
adquirir esa experiencia, y, gracias a Dios, la obtuvieron. Esa mañana no me daba
cuenta de lo que estaba haciendo, pero lo supe después: estaba quemando mis barcos y
destruyendo los puentes que tenía detrás. Me encontraba a esa hora en terreno enemigo,
entregado enteramente a una guerra cuyo objeto es el exterminio completo del pecado.
Todos sabían: en el cielo, en la tierra y en el infierno. Los ángeles, los hombres y los
demonios habían oído mi testimonio y debía avanzar, de no hacerlo así tendría que
retroceder declarada e ignominiosamente ante las mofas del enemigo. Veo ahora que
hay una filosofía divina en eso de requerírsenos que no sólo creamos con el corazón
para justicia, sino que con la boca hagamos “confesión para salud” (salvación),
Romanos 10:10. Dios me guió por este camino; nadie me lo enseñó.
Después que hube proclamado mi nueva condición, en todas partes y entre toda
clase de personas, anduve tranquilamente con Dios; no deseaba ninguna otra cosa sino
lo que fuese su voluntad, y confiaba en que él cuidaría de mí todo el tiempo. No sabía
que hubiese alguna otra cosa que Dios me tuviese reservada, pero me propuse, con el
auxilio de la gracia de Dios, aferrarme a lo que tenía, haciendo su voluntad, según él me
la había revelado, y me determiné a confiar en él con todo el corazón.
Mas Dios tenía en reserva para mí cosas más grandes. El martes siguiente, por la
mañana, poco después de levantarme, teniendo el corazón henchido de deseos de
conocer más y más a Dios y de ser como él es, leí estas palabras de Jesús dichas delante
de la tumba de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté
muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?
“(Juan 11:25-26). El Espíritu Santo, el otro Consolador, se hallaba en estas palabras, y
en ese instante mi alma se deshizo delante del Señor así como la cera se derrite delante
del fuego y conocí a Jesús. El se me reveló, de acuerdo con la promesa que había hecho,
y le amé con un amor indescriptible. Salí a caminar por el Prado de Boston antes de
desayunarme y lloré, le adoré y le amé. Se habla de lo que haremos en el cielo... No sé
lo que será la ocupación allá, aunque, naturalmente, será algo que corresponda a
nuestras capacidades y facultades de seres redimidos; pero supe en aquella ocasión que
si hubiera podido postrarme a los pies de Jesús y quedarme allí por toda la eternidad,
habría estado satisfecho. En esos instantes mi alma estaba satisfecha, sí, satisfecha en
verdad.
Esa experiencia consolidó mi teología. Desde ese momento hasta ahora hombres y
diablos podrán tratar de hacerme dudar de la presencia del sol en el firmamento, antes
de hacerme poner en duda la existencia de Dios, la divinidad de Jesús y el poder
santificador del Todopoderoso Espíritu Santo. Estoy tan seguro de que la Biblia es la
palabra de Dios, como lo estoy de mi existencia, y el cielo y el infierno son cosas tan
reales y verdaderas para mí como lo son el día y la noche, el invierno o el verano, o lo
bueno y lo malo. Siento en mi alma el poder que tiene el mundo venidero y cómo el
cielo atrae mi alma. ¡Alabado sea Dios!
Hace ya algunos años desde que el Consolador entró a morar en mi alma, y allí
está aún. Aún no ha cesado de hablarme. Ha encendido mi alma, como si fuese una
llama, y, como la zarza ardiente que vio Moisés en el monte, no se ha consumido.
A todos aquellos que desearen adquirir esa experiencia yo les diría: “Pedid y se os
dará”. Si no viene sólo por el pedir: “Buscad y hallaréis”. Si se retardase aún, “Llamad y
se os abrirá” (Lucas 11:9). En otras palabras, busquen con todo el corazón y encontrarán
lo que buscan. “No seáis incrédulos sino fieles”. “Si no creéis, no seréis establecidos”.
No creo que sea cosa imposible para mí caer. Sé que me mantengo firme por la fe,
y debo tener cuidado para no caer. No obstante esto, en vista del gran amor de Dios, y
su indecible misericordia, yo canto constantemente con el apóstol Judas:
“A aquél que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha
delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria
y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén”.

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