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La Iglesia de Jesucristo: una Iglesia de


unidad, comunión y pluralidad*

Luis Rafael Martínez Vertel, S.J.**

Fecha de recepción: 15 de marzo de 2011


Fecha de aprobación: 28 de abril de 2011

Resumen
En esta reflexión teológica sobre de la comprensión eclesiológica de hoy, se pretenden
suscitar varias cuestiones respecto de los aspectos problemáticos que acarrea la
concepción eclesial construida desde el binomio clérigos/laicos. El dinamismo que
pueda presentar este binomio dependerá de la noción eclesiológica imperante. Pese
a los esfuerzos hechos en el Concilio Ecuménico Vaticano II en materia de definir y
especificar la relación de dicho binomio, la identidad del laicado se sigue pensando a
la luz del clero. Esto ha generado una práctica relacional en la que el laico permanece
como dependiente del religioso o del jerarca y, a su vez, legitima tal dependencia.

Palabras clave: Mentalidad religiosa, Iglesia, unidad, comunión, pluralidad,


clérigos, laicos.

*
Este trabajo surge de una reflexión académica realizada en la asignatura de Eclesiología,
animada por el padre Alberto Parra, S.J., en el segundo periodo del 2010. En ésta pude pro-
fundizar acerca de la correlación existente entre Trinidad-Comunidad, la cual define el ser de
la Iglesia de hoy como unidad, comunión y pluralidad, destinada a transformar la sociedad en
comunidad a imagen de la interrelaciones constitutivas del misterio de Dios revelado en Jesús
de Nazaret, el Cristo.
**
Licenciado en Filosofía, Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá); cursó estudios en idiomas
y en Filosofía, Gonzaga University (Spokane, Washington); actualmente adelanta estudios de
los programas de Carrera y de Maestría en Teología, en la Pontificia Universidad Javeriana;
pertenece a Compañía de Jesús. Correo electrónico: luismartinez@javeriana.edu.co

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Introducción
Pese a las consideraciones eclesiológicas resaltadas por el Concilio Vati-
cano II, existen –en la vida y en la organización eclesial de hoy– múltiples
dificultades que remiten al binomio clérigos-laicos. Una de estas difi-
cultades se concreta, a mi modo de ver, en el mal planteamiento acerca
del rol de los ministerios que debería desempeñar el laicado en la Iglesia
y su relación pasiva con la estructura jerárquica eclesial.
Esta dificultad seguirá sin entenderse del todo mientras no se pon-
deren debidamente sus relaciones con la totalidad de los conceptos que
configuran nuestra mentalidad religiosa contemporánea. La actual estruc-
tura eclesial, por ejemplo, de la relación clérigos-laicos, refleja y alimenta
todas las relaciones que constituyen nuestro paisaje religioso, desde nues-
tras relaciones con Dios hasta nuestras relaciones religiosas con el mundo.
Por eso, el horizonte de esta investigación se dirige a mirar cómo
son las relaciones eclesiales entre jerarquía y laicado de hoy y nuestra
mentalidad religiosa que a través del esquema deductivo Dios, Jesucristo,
mundo, sacerdotes, misa e Iglesia, legitiman la estructura jerárquica actual
entre clérigos y laicos.1

Visualización del problema


Entre las múltiples dificultades que presenta, a nivel eclesiológico, la
relación actual ente clérigos y laicos, se podrían distinguir tres niveles
de problematización.
– En el primer nivel, encontramos las dificultades experimentadas
entre clérigos y laicos, que podríamos denominar como dificultades
de funcionamiento.
– Sin embargo, el problema se profundiza cuando en un segundo
nivel sospechamos que tal vez debamos poner en tela de juicio la
estructura misma de las relaciones entre clérigos y laicos.2
1
Congar, Jalones para una teología del laicado, 13-18. Para una mejor comprensión acerca de
la cosmovisión o mentalidad que legitiman las relaciones jerárquicas entre clérigos y laicos en
nuestra Iglesia actual, sugiero mirar el excelente trabajo realizado por González Faus, Hombres
de la comunidad, 16.
2
Congar, Esta es la Iglesia que amo, 15. También al respecto, Dionisio Borobio afirma que la
concepción del laicado y de sus ministerios eclesiales depende del modelo eclesiológico que se

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– Sin abandonar tal perspectiva, accederíamos a un tercer nivel, en


el cual buscamos responder a interrogantes como si pueden ser
pensados de modo distinto el clero y el laicado, y más aún, orga-
nizar en una nueva manera sus relaciones sin poner en cuestión la
estructura de todo el universo religioso que hemos heredado.3

Dificultades de funcionamiento
Vivimos en un tipo de organización eclesial con una determinada forma
de reparto del poder y de las responsabilidades entre clérigos y laicos, y
tal organización no funciona del todo bien. Lo que se busca es mejorar el
funcionamiento de uno de los elementos que constituyen nuestra Iglesia.
A nivel del clero, no hay duda de que a partir del Vaticano II los obispos
y los sacerdotes han realizado considerables esfuerzos en la promoción
de su identidad ministerial.
Sin embargo, la crisis de identidad sacerdotal parece resistirse en la
medida en que se ha considerado tal identidad como un elemento aparte
del laicado o de la comunidad creyente.4 Por ello, a nivel del laicado, no
podría existir una revalorización mientras no se definan tanto teórica
como práxicamente sus relaciones con el clero.5 Se hace necesario definir

proponga y propugne. Por tanto, “resulta evidente que una concepción eclesiológica que acentúe
los carismas, favorecerá más los ministerios que una concepción eclesiológica que acentúe la
institución. La primera estará más abierta a la participación y corresponsabilidad de todos los
miembros en la vida de la comunidad, respetando su propio carisma y libertad, compartiendo
tareas y responsabilidades. La segunda se inclinará más a potenciar el puesto de quienes presiden
la comunidad, la organización externa, la unicidad y uniformidad, el respeto y la obediencia.”
(Borobio, Los ministerios en la comunidad, 56).
3
Cabe resaltar la pertinencia de autores como Bruno Forte y Dionisio Borobio, quienes trabajan
a profundidad el binomio “comunidad-carismas y ministerios” donde se pasaría de una ecle-
siología piramidal, jerarcológica, en la que se llega de Cristo a los bautizados por la mediación
visible de la jerarquía, a una eclesiología de comunión, en donde la dimensión pneumatológica
se sitúa en primer plano y se ve al Espíritu actuando sobre la comunidad, para hacer de ella el
cuerpo de Cristo, suscitando en ella la multiplicidad de los carismas, que configuran luego en la
variedad de los ministerios al servicio del crecimiento de la misma comunidad. Dado mi interés
en este trabajo, sólo profundizaré en el binomio clérigos-laicado. Cfr. Forte, La Iglesia icono de
la Trinidad, 48; Borobio, Los ministerios en la comunidad, 64-65.
4
Forte, La Iglesia icono de la Trinidad. Breve eclesiología, 46.
5
Beuchot, Hermenéutica analógico-icónica y teológica, 125.

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la identidad y la razón de ser, tanto del clero como del laicado, mediante
el complemento de funcionamiento que desempeña el uno para con el
otro, y no definirlos o concebirlos separadamente.
En efecto, no basta con fijarse en uno u otro polo, o con repensar
el clero o el laicado como si cada uno de ellos constituyera una realidad
autónoma en la cual el futuro eclesial pudiera desbloquearse con inde-
pendencia del otro polo. Las dificultades surgen en el corazón mismo
de las relaciones entre clérigos y laicos, y es ahí donde hay que fijar la
atención y aplicar las eventuales correcciones. Más concretamente, la
estructura actual de dichas relaciones requiere de nuestra atención, y
nada podrá cambiar en la vida eclesial mientras no nos plantemos in-
terrogantes al respecto.

Un problema de estructura eclesial


Habría que hacerse el desentendido y realizar una lectura sumamente
desinteresada de la historia de la Iglesia como para negarse a reconocer
que el clero actual es absolutamente singular en comparación con el clero
de determinadas épocas pasadas.6
Por decirlo de otra manera, en nuestro contexto eclesial existe un
cierto vicio estructural que agrava las relaciones clérigos-laicos. Se trata
de una determinada y concreta organización de la Iglesia ideológicamente
justificada por una determinada teología eclesial que exige un deter-
minado tipo de relaciones deductivas entre los clérigos y los laicos.7 Estas
relaciones deductivas adquieren, por lo general, una dirección lineal
determinada, primero, por el papa; segundo, por los obispos; tercero,
por los sacerdotes; y en último lugar, por los laicos.8
En este horizonte, el clero aparece como garante exclusivo de las
relaciones con los laicos, lo cual lo constituye como único sujeto activo
y responsable de la existencia histórica de la Iglesia. A pesar de esto, el
Concilio Vaticano II quiso intentar una definición positiva del laicado,

6
Sánchez Monge, Eclesiología, la Iglesia misterio de comunión y misión, 29.
7
Congar, Jalones para una teología del laicado, 44.
8
Estrada, La Iglesia identidad y cambio. El concepto de Iglesia del Vaticano I a nuestro días, 17-24.

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por ejemplo, en el numeral 31 de la Lumen gentium. De hecho, en el


primer párrafo se da una serie de afirmaciones cuya única debilidad
consiste en que es muy difícil ver en qué aspectos no son igualmente
aplicables a los clérigos. Efectivamente, según la Lumen gentium, por
laicos habría que entender:
…los cristianos que, por haber sido incorporados a Cristo mediante el bautismo,
constituidos en pueblos de Dios y hechos partícipes a su manera de la función
sacerdotal, profética y regia de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo, según
el lugar que les corresponde, la misión de todo el pueblo cristiano.9

Este pasaje afirma, sin más, la existencia de una manera que sería
propia de los laicos. Pero su falta de contenido no consigue corregir el
carácter negativo que agrava la definición del laicado, en cuanto también
afirma que “por el nombre de laico se entiende aquí la totalidad de fieles
cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado
y de los que hallan en un estado religioso reconocido en la Iglesia”.10
Con esto queremos apuntar a la naturaleza que constituye la iden-
tidad ministerial de la Iglesia. Si tal identidad se perfila a partir de la
relación mutua entre clérigos y laicos, por ello debemos preguntarnos,
pese al esfuerzo innegable hecho por Vaticano II, cómo se organizan
actualmente y qué lugar se concede a cada uno de los miembros del bi-
nomio en la estructura de la convivencia eclesial.

Un universo religioso que debe ser repensado


Las relaciones eclesiales de hoy se hallan organizadas de tal manera que
tanto los clérigos como los laicos, a priori y antes de entrar efectivamente
en relación, cuentan con que los clérigos constituyen el sujeto de dichas
relaciones.11 Cuentan, además, con que la verdadera responsabilidad
eclesial está detentada por el papa, los obispos y los presbíteros.

9
Concilio Vaticano II, Constituciones, decretos, declaraciones, 72.
10
Ibid. Cabe aclarar que las cursivas son mías.
11
Congar, Esta es la Iglesia que amo, 23.

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Esta estructuración ha regido y sigue rigiendo la organización


concreta de la institución eclesial; y por otra parte, también la pasividad
de los laicos ha quedado inscrita en dicha organización. Sin embargo,
clérigos y laicos sólo existen, como tales clérigos y como tales laicos,
gracias a una estructura de relaciones que las constituye como tales.
En este sentido, la actual estructura de las relaciones de los clérigos
sirve además para organizar toda la compleja red de las relaciones que
constituyen nuestra mentalidad religiosa. Anotábamos, en el apartado
anterior, que tanto el laicado como el clero no pueden ser pensados en sí
mismos y por separado, sino como unidad, dado que son sus relaciones
las que crean dificultades y dado que dichas relaciones constituyen el
entramado de nuestro universo religioso, desde nuestras relaciones con
Dios hasta nuestras relaciones con el mundo. Por ejemplo, históricamente
la autoridad del clero se ha provisto de una instancia teórica y práctica
muy concreta, esto es, el poder sobre la misa.12
En este contexto religioso ha crecido la gran mayoría de los cris-
tianos de hoy, de modo que tal tejido se articula básicamente en Dios,
que por medio de Jesucristo concede al clero un poder especial sobre
la misa. En la misa, la Iglesia realiza verdaderamente la plenitud de su
misterio y es a partir de la celebración de la misa como la Iglesia puede
ir al mundo.13
En este paisaje religioso, las relaciones clérigos-laicos obedece a
un movimiento exclusivamente deductivo, que está predeterminado
esencialmente por la estructura institucional en su totalidad, y por con-
siguiente, determinado por la herencia del universo religioso que se en-
cuentra inserto en nuestra forma de concebir las relaciones de lo religioso.
Sin embargo, dada nuestra herencia y nuestra comprensión del
universo religioso, ¿cómo y qué desafíos plantea hoy el problema del
laicado cuando se le sitúa en sus relaciones con tales elementos que
constituyen nuestra mentalidad religiosa? ¿Es posible pasar de una Iglesia
clerical a una Iglesia de comunión?

12
Estrada, La Iglesia, identidad y cambio, 242.
13
Forte, La Iglesia icono de la Trinidad, 68-70.

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De una iglesia clerical a una iglesia


de unidad, comunión y pluralidad laical

Podríamos afirmar que Dios, mediante Cristo, da a los presbíteros un


poder sobre la misa, lo que constituye los elementos que caracterizan
nuestra mentalidad religiosa contemporánea. Sin embargo, la Iglesia de
hoy necesita dinamizar dicha mentalidad y lanzarse a repensar y hacer
más práxica una Iglesia que necesita pasar de una uniformidad clérigo-
deductiva a una Iglesia de unidad, comunión y diversidad.

¿Abandono de la uniformidad y/o de la estructura clerical?


La Iglesia de hoy se ve abocada a dar un paso fundamental en la manera
de concebir su estructura institucional, esto es, renunciar a su organi-
zación piramidal-deductiva. Esto significa, más concretamente, que
debe liberarse de un cierto clericalismo que confunde la unidad con la
uniformidad.14 Y el punto de llegada parece igualmente evidente: hay
que llegar al nivel práxico de una Iglesia de comunión y de pluralidad.
En este sentido, habría que precisar que existen formas propiamente
ideológicas de concebir tanto la uniformidad como la comunión. Karl
Rahner, por ejemplo, afirma al respecto que “la ideología es una inter-
pretación pseudocientífica de la realidad al servicio de un objetivo social
práctico que, a su vez, da legitimidad a aquélla”.15
Dada tal precisión, hay ideologías de la uniformidad y de la comu-
nión que conllevan determinadas alienaciones en su punto de partida
y en su punto de llegada; por ejemplo, como el clericalismo funde su
poder en un “a priori” que él mismo controla, la estructura de la Iglesia
tiende a transformar a los clérigos en ideólogos.16 Parte de esta ideología
de uniformidad consiste en pensar y decir que, dado el Vaticano II, la
uniformidad del clericalismo es cosa del pasado; segundo, presenta al
clero como el garante de la “comunión de fe”, y en la medida en que se

14
Pelchat, L´Église mystére de communion. L´Ecclésiologie dans l´oeuvre de Henri de Lubac, 134.
15
Rahner, “Ideología y cristianismo”, 62.
16
Pelchat, L´Église Mystére de communion, 140.

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han atribuido la responsabilidad de dicha comunión, los presbíteros, los


obispos y el papa están libres de la atención de uniformizar la fe cuando
la diluyen en “una” opción concreta, política, por ejemplo.
Cuando se ve la uniformidad como algo propio, es la Iglesia la que
–una vez más– queda bloqueada en su llamado a la unidad, comunión
y pluralidad. Y, por último, pensar que tal vez podríamos liberarnos, en
el tiempo, de aquello que propicia el clericalismo, esto es, la tendencia
a uniformizar la vida. Tal tendencia, en el fondo, busca responder a una
necesidad estructural de tener seguridad y legitimar su poder.
La uniformidad continuará conservando su atractivo mientras la
historia siga empujando a la Iglesia al encuentro de la pluralidad y de
la diversidad, esto es, hacia ese foco de resistencia que impide pensar la
comunión al modo de una mera fusión y de confundir unidad con uni-
formidad.17 En este horizonte, la Iglesia nunca se verá libre de los peligros
de la uniformización y del clericalismo. Pensar lo contrario, esperar tan
sólo que algún día sea de otro modo, es pura alienación, pura ensoñación;
una ilusión que quizás sirva para olvidar la realidad y para ver que la
unidad de la Iglesia, pese a Vaticano II, estará siempre por hacerse.

Pasar a una Iglesia de comunión


El término comunión, que traduce la palabra griega koinonía, hace refe-
rencia a un doble contenido de la fe cristiana. Efectivamente, “expresa
en el Nuevo Testamento, las relaciones del cristianismo con el verdadero
Dios revelado por Jesucristo y las de los cristianos entre sí”.18 La comunión
pertenece, por tanto, al orden de la fe, lo cual constituye en cierta forma
el “credo” cristiano. Y si la Iglesia no se decide a reconocer en la práctica
las diferencias y la pluralidad, se augura en ella una cierta autoaniquila-
ción, dado que aquéllas impiden que se confundan comunión y uniformidad.
La Iglesia ha de recordar y recobrar que, por su carácter ministerial,
no es más que la comunión totalmente carismática de los bautizados en

17
Ibid., 142-143.
18
Sesboué y Guillet, “Communion”, 189.

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su estado de servicio.19 Y debe hacer evidente también que la comunión


eclesial es el lugar del encuentro de la historia trinitaria de Dios y de la
historia humana, en donde la una pasa continuamente a la otra, para
transformarla y vivificarla, y en donde la historia de este mundo nuestro
se dirige hacia su cumplimiento en Dios. Por medio de una eclesiología
trinitaria, la Iglesia habrá de expresar, en el presente y en el futuro, la
imagen icónica de la Trinidad, y por ello, ser ecuménica, esto es, com-
prometida en superar la uniformidad clerical y construir práxicamente
una unidad en la variedad que el Espíritu, en Jesucristo y el Padre,
inspiren y deseen.20
Esta forma trinitaria de comunión eclesial debe mostrar cómo
la unidad que busca tener presente la realidad ecuménica, del mundo
religioso en el que nos encontramos, no se concibe o depende de una
uniformidad clerical, sino de una unidad en la diversidad, de una
comunión en la variedad.
Se trata de pasar de una Iglesia deductiva-piramidal, en la que se
llega de Cristo a los laicos por la mediación del clero, a una Iglesia de
comunión, en donde la dimensión del misterio trinitario se sitúe en
primer plano y se vea el Espíritu actuando sobre la comunidad creyente,
para hacer de la Iglesia cuerpo de Cristo, y suscitar en ella la multiplicidad
de los carismas que configuran la variedad de los ministerios al servicio
del crecimiento de la misma comunidad.21 Así, la Iglesia se verá concebida
de forma dinámica y dinamizadora.

Unidad eclesial, carismas y pluralidad laical


La unidad de la Iglesia reside esencialmente en la génesis de su unidad,
esto es, en el misterio trinitario.22 La comunión existe allí donde hay
creyentes que la traducen en comunicación y construyen comunidad;
pero, ¿a qué se debe el carácter estático de nuestras formas de concebir

19
Forte, L´Église mystére de communion, 65.
20
Beuchot, Hermenéutica analógico-icónica y teológica, 127-130.
21
Forte, La Iglesia icono de la Trinidad, 68.
22
Galeano, Principios teológicos de la Reforma en la Iglesia según Ives Congar, 39.

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la unidad eclesial? ¿Cuál es la razón de que el movimiento haya dejado


de definir el tipo de cohesión que debería ser propio de una Iglesia que
apela a su identidad en el misterio pascual y que se presenta como sa-
cramento de ese mismo misterio pascual?
En los discursos y determinaciones eclesiales más actuales acerca
de las relaciones clero-laicos, por parte de la Santa Sede, se ha intentado
tomar conciencia de la problemática que acarrean tales relaciones en la
estructura institucional actual, y por ello, se ha propuesto una especie de
“clericalización del laicado” versus una “laicización del clero”.23
En el documento Lineamenta, de Juan Pablo II, se da a entender
que los sacerdotes, los obispos y el clero en general han dejado, al fin, de
concebirse, de hablar y comportarse como laicos; y por otra parte, dicho
documento también permite entender que el laicado no puede definirse
de otro modo que no sea en relación al clero. En este horizonte, se puede
notar que al situarse el clero como único sujeto de la vida de la Iglesia y
de la unidad eclesial, él mismo propicia la disolución de la Iglesia en la
ideología de una uniformidad a ciegas.
Por el contrario, en nuestro contexto, hoy, los creyentes católicos
cristianos quieren e invitan a que en la Iglesia se renuncie a un clericalismo
cerrado, para hacer que exista una Iglesia de unidad y comunión. En
este sentido, hay que reconocer ciertos esfuerzos hechos por el Vaticano
II, en cuanto pretende trascender el reducido ámbito de la misa y de la
sacramentalización por parte del clero, para concebir su lugar eclesial en
función de la unidad.
Sin embargo, hay que comprender que la unidad eclesial es una
realidad compleja, porque es, simultánea e indisociablemente, comunión
y pluralidad.24 Y el peligro se concreta en que, debido precisamente a la
complejidad de la unidad histórica de la Iglesia, y en virtud de nuestro
viejo fondo de clericalismo, hay quienes están dejando la pluralidad en
manos de los laicos, mientras que reservan para los clérigos el derecho y
el privilegio de sacramentalizar la comunión.

23
Juan Pablo II, Lineamenta, No. 11.
24
Torres Queiruga, “La democracia en la Iglesia”, Servicios Koinonía, http://www.servicios
koinonia.org/relat/309.htm (consultado el 8 de noviembre de 2010).

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Para algunas teologías de hoy, el ministerio ordenado constituye


el sacramento de la unidad de la Iglesia, mientras que las comunidades
creyentes no podrían ser sacramento de la unidad eclesial.25 De esta
manera, ¿estamos condenados a mantener esa mentalidad religiosa que
legitima un orden deductivo en la Iglesia? ¿Estamos dispuestos a meter
el vino nuevo del Vaticano II en los viejos odres de nuestras habituales
estructuras institucionales y religiosas?.
El mundo de lo temporal ha sido confiado en propiedad a los
laicos. La exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, de Pablo VI,
26

precisa las tareas que competen a los laicos:


El campo propio de su actividad evangelizadora es el amplio y complicado
mundo de lo político, lo social y lo económico, así como el campo de la cultura,
de las ciencias y las artes, de la vida internacional, de los mass-media y otras
determinadas realidades abiertas a la evangelización, como son el amor, el tra-
bajo profesional, la familia, la educación, el sufrimiento…27

Todos los ámbitos a los que hace alusión Pablo VI requieren un tipo
de intervención que va en contra de la uniformidad y de las reducciones
ideológicas de la comunión. Esto, por una razón: todos esos ámbitos
constituyen el lugar en el que surge implacablemente la pluralidad. Así,
el mundo, que define la especificidad del laicado, hace que la Iglesia se
escriba en plural, dado que ella está inmersa y hace parte de la realidad
de este mundo; pero uno de los peligros que tenemos en esta pluralidad
consiste en que, cuanto más se confíe el mundo a los laicos, más tiempo
podrá seguir sometida la Iglesia al control del clero.

Una Iglesia con participación laical activa


En la visita de Juan Pablo II a Montreal, Canadá, en 1984, exclamaba
ante miles de creyentes cristianos y no cristianos: “¡La Iglesia sois voso-

25
Pelchat, L´Église Mystére de communion, 351.
26
“Es a los laicos –afirman, por ejemplo, los Lineamenta– a quienes corresponde velar por la
animación cristiana del orden temporal.” (Juan Pablo II, Lineamenta, No. 30).
27
Villar, Iglesia, ministerio episcopal y ministerio petrino, 49.

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tros!”28 Este es un grito nacido del sincero deseo de devolver a todos y a


todas una Iglesia que jamás debería haber dejado de pertenecerles; por lo
demás, tal deseo es hoy ampliamente compartido por un gran número de
obispos y sacerdotes y, sobre todo, por multitudes de laicos que siguen
concretando a la Iglesia y el mensaje de liberación que propone el Evan-
gelio para sus vidas; pero, ¿a qué se deben, entonces, las dificultades
eclesiales de una pasividad laical?

Hacia una Iglesia en génesis de reconstituirse


como Iglesia de comunión y pluralidad
La Iglesia sólo recobra sentido en aquéllos y aquéllas para quienes ser
Iglesia significa hacerse Iglesia. En este sentido, Yves Congar escribe:
Los últimos siglos nos han legado una concepción objetivista y fixista de la
unidad; concepción que de tal modo ha calado el autor de estas líneas que le
resulta difícil tomar otra en consideración. A pesar de lo cual, debe hacerlo.
Anteriormente veíamos la unidad como un marco ya existente, con unos límites
y unas reglas perfectamente definidas, en el que era preciso permanecer, o
regresar a él si había sido abandonado, y mantenerse conforme a sus normas.
El papel de la autoridad consistía en precisar dichas normas y velar por su
cumplimiento.29

Lo que se desprende ahora con más evidencia es ese “fixismo”


que ha condicionado tanto la vida concreta como nuestros esquemas
mentales religiosos. Este fixismo, sea por uniformización o por cerrar
la comunión en un aparato ideológico e institucional sin relación con
la pluralidad, hasta cierto punto impide el progreso de una verdadera
identidad y unidad eclesial.
Sin embargo, el desafío consiste precisamente en pasar, de una
cohesión estática fundada en la sensación de poseer tranquilamente la
verdad, a una comunión tal que la unidad de la Iglesia sea siempre algo
por alcanzar.30 Tal y como lo expresa Yves Congar, de algún modo los

28
Ibid., 68.
29
Congar, Verdaderas y falsa reformas de la Iglesia, 53.
30
Schillebeeckx, El misterio eclesial. Responsables en la comunidad cristiana, 147.

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laicos de hoy se han acostumbrado a considerar a la Iglesia “como un


marco ya existente”, con una unidad formada por un tejido tan cerrado
que única responsabilidad consiste en ser y estar “conformes a las normas”
determinadas por otros. He ahí, concretamente, lo que sigue definiendo
hoy el estatuto del laicado.
Por el contrario, al apelar a una Iglesia en la que los laicos son sus
máximos sujetos, estos deben aprender que la Iglesia existe únicamente
allí donde todos y todas, agraciados con una comunión libre de todo
exclusivismo, hacen comunidad y fundan comunidad. Esta perspectiva de
Iglesia, tal y como señala Vaticano II, ha de iluminar una nueva manera
de concebir el servicio ministerial de los sacerdotes, obispos, e inclusive
del mismo papa, quienes no son dueños absolutos y tiránicos de unas
normas, como tampoco son los responsables de su aplicación, ni los
jueces de una ortodoxia que ellos mismos han definido casi a priori, ni
poseedores exclusivos de la gratuidad del Espíritu.31
Si están ahí es para servir a la génesis eclesial de las personas y las
comunidades. Desde este punto de vista, se hace necesario resaltar la
importancia y concreción del decreto Presbyterorum ordinis, que expresa
la finalidad y única razón del ministerio ordenado, esto es, “para que los
fieles se funden y crezcan en la unidad de un solo cuerpo”.32
Por una parte, tal decreto permite oxigenar la finalidad del mi-
nisterio ordenado, en la medida en que el clero no recibe cierto “poder
sobre la misa”, sino es ordenado para servir a la unidad de la Iglesia, al
crecimiento comunitario de todos y todas.
Por otra parte, son las personas y las comunidades el verdadero
sujeto de la unidad, comunión y diversidad eclesial; son ellas mismas el
sujeto responsable de su propio crecimiento; y en esta medida, el clero,
lejos de ser el primer y definitivo garante de dicho crecimiento, es sólo
servidor del mismo, con tal de que sea capaz de dejar de considerarse el
centro en beneficio de tal crecimiento, cuya responsabilidad es de todos
y todas.33

31
Ibid., 130-134.
32
Concilio Vaticano II, Constituciones, decretos, declaraciones, 343.
33
Congar, Jalones para una teología del laicado, 165.

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Es en este sentido que nosotros somos Iglesia, que somos respon-


sables de la Iglesia y de su unidad; y ese ser y esa responsabilidad única-
mente pueden vivirse en nuestras decisiones humanas, tanto personales
como colectivas.

Unidad de la Iglesia, una unidad en la pluralidad


Creo que la pluralidad no es un elemento que haya estado desde siempre
en la historia de nuestra Iglesia; tampoco es uno que sea del todo valorado
por sectores determinados en la Iglesia de hoy. Por el contrario, algunas
tendencias teológicas y oficialistas siguen confundiendo la pluralidad con la
uniformidad.34 Por ejemplo, numerosos laicos, tan pronto como acceden
al ministerio ordenado, se uniformizan y hasta pierden el sentido y razón
de ser de su servicio ministerial, tal y como lo afirma Vaticano II.
Vemos que este Concilio no les encarga que sustituyan la vida por
la estática ni –lo que viene a ser lo mismo– la unidad y la pluralidad por
la uniformidad. Más bien les consagra al servicio del crecimiento y los
encamina a todos hacia la identidad y unidad del cuerpo de Cristo.35
Ahora bien, tal construcción de la Iglesia no será posible, senci-
llamente, mientras que cada persona y cada comunidad no aporten a
este empeño sus respectivas originalidades, y los ministros ordenados no
sean buenos servidores de la Iglesia y sirvan a la libre manifestación de
las originalidades y al encuentro eclesial de unas diferencias con otras.
La Iglesia existe allí donde hay personas y comunidades que, mo-
vidas por la comunión y unidad en Jesucristo, parten una y otra vez al
encuentro de las unas con las otras. Cuando ello ocurre, las relaciones
clérigos-laicos no pueden ser ya relaciones de sujeto a objeto; por eso,
el único porvenir de su actual modo de estar organizadas consiste preci-
samente en que tales tipos de relaciones desaparezcan. Así, en todas las
personas y comunidades se verifica un amoroso encuentro entre la co-
munión y la pluralidad de todas ellas; personas y comunidades son el
sujeto de la Iglesia.

Richard, “La Iglesia y la teología de la liberación en América Latina y el Caribe, 1962-2002”,


34

29-39.
35
Congar, Jalones para una teología del laicado, 171.

la iglesia de jesucristo: una iglesia de unidad, comunión y pluralidad luis rafael martínez , s.j.
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Decisión de hacer Iglesia


La historia nos enseña que la Iglesia jamás ha existido por sí misma, en
abstracto. Hoy es perfectamente observable que tampoco existe de ese
modo. Aunque su unidad sea al mismo tiempo comunión y pluralidad,
tal unidad entre comunión y pluralidad nunca se da de manera mágica,
con independencia de la libertad humana.36 Así, lo que se pretende es una
conversión de la abstracción de la uniformidad y de una comprensión
alienante de la comunión, y que se sitúe la unidad eclesial en la decisión
humana de los creyentes. En este sentido, la Iglesia no existe si no hay
personas y comunidades que decidan hacerla existir.
Al descubrirse como sujetos de la Iglesia, los laicos aprenden que
la comunión eclesial no puede prescindir de ellos, y que ellos tienen que
decidir incesantemente, una y otra vez, en favor de ella. Esto significa,
más concretamente, que la apuesta en favor de la comunidad exige de
los laicos una incesante inversión de su libertad responsable. No hay
comunidad que favorezca el encuentro cristiano entre las personas si
éstas no deciden hacer comunidad, por acción del Espíritu. Las comu-
nidades dejan de ser Iglesia en el momento en que, por ceder al engañoso
encanto de una tranquila posesión de la “verdad”, ya no deciden ir al
encuentro de los demás.
La comunión eclesial, por tanto, existe fundamentalmente allí
donde hay personas y comunidades que deciden traducir dicha comu-
nión en comunicación concreta entre personas y comunidades; allí donde
hay cristianos y cristianas que viven el mensaje del Evangelio y tratan de
experimentar siempre, de manera nueva, el ser de la Iglesia; así se constata
que ya no se pueden soportar totalitarismos por parte de los clérigos, sino
que se prefiere asumir el riesgo de tomar decisiones propias.
¿No es acaso esta obstinación de hacer de la comunidad, una y
otra vez, un horizonte de sentido y significado, lo que hace que sea real
la esperanza cristiana de vivir la Buena Nueva de Jesucristo? La confesión
en Jesucristo deja entonces de ser una proclamación sin relación alguna

36
Ibid., 182.

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con la historia y con la pluralidad del mundo de la vida, en la medida en


que la Iglesia encuentre su verdadero sujeto, esto es, los laicos.

Conclusiones
A modo de conclusión, resaltaré algunos puntos que concretan el hori-
zonte de esta investigación acerca de la relación clérigos-laicado en la
estructura de la Iglesia de hoy, y de la mentalidad religiosa que legitima
tal relación.
Primero: los laicos, tal y como son definidos por su actual relación
con los clérigos, no tienen porvenir alguno; y ello, por una razón primera
y fundamental: los laicos no tienen porvenir sencillamente porque no
tienen presencia activa en la actual estructura institucional eclesial.
Segundo: se reitera el desplazamiento temático al que no hemos
dejado de invitar a lo largo de esta reflexión eclesiológica, esto es, aquellos
y aquellas a quienes seguimos llamando laicos no tienen un porvenir
eclesial, sino que son el porvenir concreto de la Iglesia.
Tercero: nuestra Iglesia y su porvenir pertenecen a todas las perso-
nas que, a la vez que armonizan en sus decisiones el porvenir de Dios, de
Jesucristo y el porvenir del mundo, asumen verdaderamente su estatuto
de sujetos de la vida de la Iglesia.
Cuarto: dado lo anterior, los presbíteros y el clero en general
pertenecen a una Iglesia de bautizados. Para librarse de su mentalidad
clericalista, deben necesariamente reasumir la condición común del lai-
cado, fuera de la cual no tiene sentido cristiano, y en relación a la cual
todo es servicio.
Quinto: el laicado de hoy no tiene sentido cristiano alguno, en la
medida en que su existencia se debe a unas estructuras mentales y ecle­
siales que son un agravio al misterio de Jesucristo, porque, para perdurar,
pasan una factura que no puede ni debe ser pagada, esto es, la pasividad
de los laicos. En la Iglesia de Jesucristo no es posible que continúen
existiendo sujetos y objetos eclesiales. No se puede seguir concibiendo
los ministerios laicales separados de los ministerios clericales.
Sexta y última conclusión: el hecho de proponer que se considere a
profundidad la situación del laicado en la mentalidad religiosa de nuestra

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Iglesia de hoy no quiere decir que se rechace el carácter jerárquico de


la Iglesia en favor de una especie de democracia al estilo de la sociedad
civil, ni que se niegue la especificidad del misterio sacerdotal, en favor
de un igualitarismo imposible; tampoco significa que se prescinda de la
referencia del ministerio de Cristo y al Espíritu, en favor de una exclusiva
dependencia de la comunidad. Sí quiere decir, en cambio, que mantener
la separación clérigos-laicos, e insistir en las diferencias de honor, dignidad
o poder, va en detrimento de la imagen ministerial evangélica y de la
mejor tradición eclesial.

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