—Yo lo llamo teoría, pero estoy bastante seguro de ciertos hechos que no conoce nadie más que yo. Y de todas formas, ¿qué pueden perder? Si yo les traigo el documento, ustedes me dan a cambio mi vida y mi libertad. ¿Les parece bien? — ¿Y si nos negamos? —dijo el alemán. Tommy se tendió en el diván. —Para el día veintinueve faltan menos de quince días —manifestó, pensativo. Por un momento el alemán vaciló y al cabo hizo un gesto a Conrad. —Llévale a la otra habitación. Durante cinco minutos, Tommy permaneció sentado sobre la cama de la habitación contigua. El corazón le latía con violencia. Lo había arriesgado todo a una carta. ¿Qué decidirían? Mientras esta pregunta martilleaba en su interior iba charlando despreocupadamente con su guardián, provocando sus manías homicidas. Por fin se abrió la puerta y el alemán ordenó a Conrad que regresaran. —Esperemos que el juez no se haya puesto el capuchón negro —observó Tommy en tono indiferente—. Está bien. Conrad, llévame adentro. Caballeros, el prisionero está en el banquillo. El alemán había vuelto a sentarse detrás de la mesa e hizo que Tommy se colocara frente a él. —Aceptamos sus condiciones. Los papeles nos deben ser entregados antes de ponerlo en libertad. — ¡No sea tonto! —dijo Tommy en tono amistoso—. ¿Cómo cree usted que voy a hacerme con ellos si me tiene aquí atado a la pata de la mesa? — ¿Qué espera entonces? —Debo tener libertad para llevar el asunto a mi manera. El alemán rio. — ¿Cree que somos niños para dejarle marchar por una bonita historia de promesas? —No. Aunque hubiera sido mucho más sencillo para mí, la verdad es que no creía que aceptaran este plan. Muy bien, haremos otro arreglo. ¿Qué les parece si me acompaña Conrad? Es fiel y muy rápido con sus puños. —Preferimos que se quede aquí —afirmó el alemán fríamente—. Uno de los nuestros llevará a cabo sus instrucciones. Si las operaciones son complicadas, volverá a informarle y usted le aconsejará de nuevo. —Me ata usted las manos —se quejó Tommy—. Es un asunto muy delicado y ese individuo puede cometer una torpeza. ¿En qué situación quedaré yo entonces? No creo que ninguno de ustedes tenga un ápice de tacto. El alemán golpeó la mesa. —Estas son nuestras condiciones. ¡Si no, la muerte! Tommy volvió a reclinarse. —Me gusta su estilo. Breve, pero atractivo. Bien, sea. Pero hay una cosa esencial: tengo que ver a la muchacha. — ¿Qué muchacha? —Jane Finn, por supuesto. El otro lo miró con curiosidad durante algún tiempo y, finalmente, como si escogiera las palabras con gran cuidado, manifestó: — ¿Acaso no sabe que no puede decirle nada? A Tommy el corazón le latió más deprisa. ¿Conseguiría ver cara a cara a la joven que buscaba? —No voy a pedirle que me diga nada —dijo sin inmutarse—. Es decir, que me lo diga con palabras. —Entonces,