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Hölderlin

Primera parte

Lograr escribir hasta que cada palabra de un poema tenga un valor que justifique la penuria
de buscarla, ese es el camino del poeta, quien ha visto en las palabras la única forma de lograr
la salvación ¿Qué salvación? ¿Hay salvación? Indagar en la vida última del poeta, él es el
último sendero donde puede buscar la humanidad.

Buscar signos es un trabajo doloroso, encontrar en ellos la esperanza tan escudriñada, puede
ser un bálsamo que nos tranquilice del dolor. Pero se puede solo encontrar el dolor y la
desdicha que causa la perdida de la unidad… Los signos reconfortan al héroe, un cuadro visto
en el momento preciso alimenta la esperanza de alcanzar la unidad anhelada, pero no, el signo
engaña, ese cuadro que aparece en el momento indicado solo puede confundir, fue una
coincidencia ¡Oh divinidad!¡Muéstranos una conexión con el todo, no nos abandones al azar!

¿Dónde aparecen los signos? Parece que en todo, el despertar en el momento indicado y
esperar una carta de quién has soñado, eso parece un signo… pero más aún, los vientos fuertes
de Agosto, las lluvias que estremecen el cuerpo más sosegado y emprenden en él el ímpetu
perdido ¿El signo, así, pierde su significado? ¿Todo era una ilusión? ¿Y si Spinoza tenía
Razón? Spinoza indicaba cómo se daba el camino de la superstición, el hombre deambula
entre el miedo y la esperanza, eso lo lleva a quedarse perdido tanto en la fortuna como en la
adversidad. Si un hombre tiene todo lo que desea, va temer perderlo, entonces se deja llevar
por la mira de la superstición que lo ayuda aguardar un paisaje no tan grato. Por el contrario
si no tiene nada de lo que quiere, encuentra en los signos la esperanza que necesita ¿Qué tan
necia es el humanidad?

Es imposible no pensar en las últimas palabras, en las últimas sonrisas, en las últimas caricias
y miradas… la última palabra no solo es dicha por los que ya no están, las personas se
convierten en otras, y nosotros extrañamos esa última forma de ver, de respirar y de sonreír.
Se busca en el signo una forma de encontrar eso perdido… cuando se piensa en lo perdido el
viento que acompaña forja una especie de abrazo amistoso con el que los compañeros de
lucha nos animan, aunque ellos no estén aquí. También algo indica que nuestra desdicha no
es eterna, lo uno que nos ha abandonado puede retornar, puede dejar de ser la escisión
constante, el signo aparece nuevamente como una caricia que tranquiliza el dolor…es un
luego, un después, pero queda en la posibilidad.

El poeta ha encontrado el éter divino, aquella inspiración donde se respira un aire puro y
sereno, donde la noche ilumina sueños y esperanzas… El instante es el camino de la eternidad
que es paz y serenidad, ya no es el azotar de los tambores de guerra, donde resuenan cantos
bélicos y heroicos. El entusiasmo se apodera de él y su vida ve en un cuadro que lo transporta
a su pasado el signo de algo mejor, de la unidad perdida y soñada… Así ha descubierto el fin
de la historia, del tiempo…en ese instante eterno donde bien puede ser 1797 o bien es 1945
o es 2017 o 2039…

Estos signos nos auguran un momento de plenitud, se puede dudar de ellos, pero hay
momentos donde lo eterno se manifiesta en un instante. Es el tiempo donde todo concuerda,
la más bella melodía del piano satisface los oídos de los niños y las mujeres, la flauta
transporta hasta el sol, un sol radiante y fuerte que nos aproxima a lo más divino, así sea un
sol de invierno; que sin embargo, está próximo a la primavera…Ya el espíritu ha cambiado,
la desgracia es cosa del pasado, ha quedado en los pueblos de antes, mi vida es otra. Hace un
tiempo me preguntaba ¿Por qué no puedo tener un momento de plenitud? Ya lo tengo.

La pregunta por los signos ha quedado atrás, tengo mi único signo, el único que se muestra
así mismo, es un momento donde el signo es uno con lo que representa, ni el sol de mediodía
logra tal intensidad en mí. Es la primavera tan esperada, ya no necesito augurios de algo
mejor, tengo un ángel celestial a mi lado. Nunca pensé que a la llegada de a Fránfort ese 28
de diciembre se dispondría en mi vida el camino a esta primavera eterna donde las flores
germinan todos los días y las flautas suenan como coros celestiales.

Todo ha cambiado. Mi perdida de fe frente a la educación de los niños se ha desvanecido, mi


pequeño Henry de 8 años inspira en mí lo que mi pupilo anterior nunca logró ¿Para qué
enseñar donde el espíritu se ha desvanecido? Henry tiene una mirada mucho más fuerte y
puedo reconocer esos ojos, de sosegada ímpetu. Tiene la amabilidad de su madre, me es
realmente simpático, y en su mirada sé, que yo también lo soy para él. La gramática y la
geografía no son nada si no podemos vivir, y él me inspira a vivir, poder ver la vida todavía
con su inocencia y amabilidad.
La mirada de un niño lo dice todo. Pese a sus travesuras, su mirada es la mirada de un niño
que todavía guarda con él el resplandor divino, el fuego de la inocencia ambiciosa y humilde.
Es un placer para los dioses ver a ese niño crecer, el sol aguarda cada mañana para verlo a él.
Antes de él, yo había conocido niños que ha su corta edad ya no poseían esa mirada, habían
perdido las ganas de vivir, no son los solitarios, o los que con una lagrima enternecen al más
duro de los hombres, son aquellos que parecen adultos, que miran y calculan, quieren hacer
daño y su espíritu de sabio ya se ha desvanecido, nada despierta curiosidad en ellos. Que tan
distinto es aquel que con una simple sonrisa demuestra una vida llena de posibilidades para
él y para mí. Es un joven que surca los cielos con la fuerza de un Águila, que se apasiona
por la historia de los antiguos héroes que implora y suplica que no termine mi lección del
día, solo quiere escuchar las historias y las antiguas hazañas de aquellos que por el
conocimiento sufrieron el castigo de los dioses; así, como Prometeo que nos regaló el fuego
de todo conocimiento y toda ciencia, para desgracia de él terminó encadenado y burlado;
pese a ello, no somos capaces de agradecer su sacrificio. También sufre con la desdicha de
Áyax, humillado por hombres y por dioses, observo atentamente cuando sus ojos inocentes
sueltan una lágrima y cómo con mis palabras regresa su tímida sonrisa.

El recibimiento en las mañanas es como llegar al cielo, he descubierto el camino al olimpo,


hasta los dioses se alegran con ese entusiasmo. Ni el aquilón más fuerte reniega de él, es
capaz de transformar el ánimo de cualquier educador que ha perdido el enardecimiento de
enseñar, que los mediocres espíritus han desanimado el de él de tal manera que se ha
convertido en uno de ellos. El espíritu abandonado de sí es capaz de transformar una mirada
tan bella y transformadora en una opaca y sin alma, solo vive en un mundo de apariencias,
su sonrisa se ha perdido de tal manera que ya no puede transformar a nadie ni siquiera a él
¿Cómo un espíritu tan valiente ha perdido su fuerza? Eso no se sabe, se enfrenta a distintos
avatares, el mediocre ve el mundo tan pobre, y se ufana de ello, pensando que todos son
iguales, su felicidad es tan efímera y tan vana que se burla del poeta que intenta
fervientemente conseguir algo más elevado, de tal forma que ese poeta va perdiendo su
mirada, su fuerza transformadora. Pero Henry revuelca el espíritu empobrecido le da un
impulso nuevo. Te pido pequeño que transformes nuestro espíritu, que no dejemos destruir
la juventud por esa forma heredada y podrida de ver la vida. Mis antiguos alumnos eran niños
que ya no se enardecían por nada, ni el amanecer ni el atardecer causaba mayor asombro en
ellos. Eran felices ufanándose de su mediocridad…

Pese a volver a tener una esperanza en la educación, y a estar contento con mi nuevo pupilo,
la llegada a Fránfort fue complicada. Tuve que vivir en una pensión hasta la mitad de enero.
Aunque el cuarto no era pequeño, tenía que dormir en un pequeño colchón en el suelo, con
pocas comodidades y con limitaciones frente al clima. El primer día me sentía decepcionado,
me habían dicho que iba a llegar a la casa de los Gontard, de esa forma iba ser más fácil
enseñarle al pequeño Henry. Pero me tocó permanecer en esta posada por más tiempo pues
las lluvias habían inundado la habitación que los Gontard habían predispuesto para mí. No
sabía que pese al camino difícil y un lugar incómodo para dormir, me deparaba un destino
diferente.

Pensé que llegaba al mismo infierno del que salía. Que tan equivocado estaba, la lluvia y la
inundación del cuarto que me esperaba me habían hecho pensar que los signos me deparaban
cosas peores de las que venía. Sin embargo, Marie Rätzer, la institutriz de las tres hijas de
los Gontard, me recibió en esa ciudad tan tumultuosa, me abrazó, aunque apenas nos
conocíamos, y con esa sonrisa de amabilidad, cambió en mí todo el miedo que venía
creándose. Su forma de ser fue sumamente inusual, mayor que yo, su peculiaridad consistía
en una doble naturaleza tan distintas, pero al mismo tiempo danzaban en ella de una forma
tan peculiar. Su forma única de expresar lo que veía, todo desfilando en sus gustos, se dejaba
llevar tan fuertemente de sus impulsos. No le molestaba decir lo pensaba a las personas, y su
grado en la familia de los Gontard la hacía tener una posición especial, sí, era institutriz de
Henriette, de Helene y de Amelia pero la amistad de Gontard con su marido Ludwig Rüdt
von Collenberg hacia que ella tuviera un grado especial en la casa. Antes de recibirme en
aquella mansión y darme cuenta, de primera mano, que Marie mandaba en el orden de la
casa, era muy servicial, me ayudó a acoplarme a mi nueva vida. Pero todavía tenía que esperar
un poco para saber lo que me deparaba, no fueron sino hasta tres semanas después que visité
la mansión guiado por ella.

Todavía recuerdo ese día. Entrar a esa gran mansión del siglo XVI, con todo ese lujo y con
una atmosfera sorprendente, todo me impulsó, esos días en esa habitación tan extraña había
valido la pena, quería ir a vivir en ese bello lugar. La alegría de los niños llenaba la mansión
de una alegría conmovedora. Vi a Heinriette, de seis años, cautivando a sus hermanas con
sus historias inventadas, con las que con el tiempo yo disfrutaría con gran emoción, también
ese día conocí a mi querido Henry con su espíritu de águila me saludó con gran emoción,
dijo, algo sorprendido, “tú eres muy parecido a mi tío”. La segunda de las hermanas, Helene,
de cinco años, estaba feliz escuchando a su hermana mayor. Helene tenía una mirada muy
fuerte, y una sonrisa picaresca, siempre estaba haciendo daños, pero se me acercaba al oído
y me decía “Friedrich me guardas el secreto”. Yo sonreía conmovido, le decía ¡Sí! ¡Sí!
¿Cómo no iba a ser el cómplice de tan bella criatura? Era imposible para mí no doblegarme
ante esa sonrisa juguetona y traviesa. La abrazaba y le decía, “yo soy tu confidente, guardaré
todos los secretos que me pidas”… Se me acercaba con esa tremenda mirada y me abrazaba
alegre de que pudiera confiar en mí. Amelia era un poco más tímida, apenas tenía tres años,
y aunque pareciera imposible su mirada era la más bella de todas las descritas, aunque apenas
me hablaba. Cuando me veía sus mejillas se pintaban de un rojo cereza, era muy intenso, y
se percibía mucho más en su piel blanca y perfecta. Siempre acompañaba a su madre o a sus
hermanas, las tomaba de la mano y sin hablar mucho su sonrisa lo decía todo.

Los niños eran la alegría de la casa. Pero su padre el señor Gontard no sabía apreciar el tesoro
que tenía.

He descrito mi felicidad por todo lo que me rodeaba, pero eso era una felicidad humana, no
he dicho todavía lo que me transformó, lo que hizo que en mí se despertara el bienestar
divino, ni siquiera Henry con sus bienvenidas, ni las melodías de guitarra de Marie Rätzer,
ni Heinriette, ni Helene, ni la pequeña Amelia, me darían la felicidad que me trae un instante
con Susette. Sin ella, todo eso sería una felicidad como la de cualquiera, podría ser imaginada
y descrita, pero con Susette todo lo anterior se podía recoger y abandonar

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