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EL CONCEPTO DE TIEMPO

Para un estudio adecuado de cualquier situación histórica hay que


tener en cuenta la concepción de espacio y de tiempo que pudieron
tener las personas que produjeron los hechos que se pretenden analizar.
El comportamiento del ser humano en sociedad viene lastrado siempre
por la manera de entender la realidad que se tenga y ésta no es siempre
la misma, sino que evoluciona. Veamos brevemente el concepto de
tiempo

2. Tiempo.

Si no todos los espacios son sentidos de la misma manera,


tampoco todos los momentos, aunque su duración cuantitativa sea la
misma. Como en el caso del espacio, el tiempo emocional es igualmente
finito, termina, deja de ser, pero es al mismo tiempo de límites
imprecisos. Si la palabra «hora» implica delimitación cuantitativa del
tiempo, la manera de sentirlo se expresa en «momentos», «ratos» o
«temporadas», de extensión indefinida pero no por ello carente de
sentido.
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En las sociedades –sobre todo en las ágrafas- en las que los
elementos de cómputo no están desarrollados y menos aún extendidos
es fácil imaginar que, por ejemplo, las jornadas de trabajo no se viesen
sujetas a una cuantificación estricta, rigiéndose normalmente por la
posición de los astros (sobre todo del sol) y la sombra por ellos
proyectada (que varía a lo largo del año) o, de forma más estricta, por el
discurrir de determinado elemento contenido en un recipiente desde el
que se vierte o en el que se consume.

Hemos visto cómo el círculo, la esfera, dominan el concepto de


espacio en una mentalidad de fundamento emocional: el hombre percibe
así el mundo que le rodea. Pues bien, como era de esperar, con esta
concepción circular del espacio enlaza también una concepción cíclica del
tiempo, que se encuentra igualmente en todas las culturas tradicionales y
que, lo queramos o no, sigue perviviendo de algún modo en la nuestra:
sentimos que los astros regresan, que las estaciones vuelven, que la vida
sucede a la muerte para ser sucedida de nuevo por la vida, etc. (Eliade,

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1993).

Lo normal es que cualquier animal, humano o no, se preocupe


sobre todo por el presente, que es el momento que vive con más
intensidad, el central. Los lingüistas lo saben bastante bien. Así, por
ejemplo, los temas de presente en el verbo griego son los más antiguos y
sobre ellos se han ido formando los demás, contemplando al pasado sólo
a través de un aspecto perfectivo del presente ("tengo hecho" → "hice"); y
al futuro, posteriormente, como fórmula de deseo en el presente ("quiero
hacer" → "haré") (Bassols de Climent, 1967).

La idea de continuidad estable del grupo, considerada más


interesante que la individual más sujeta a la muerte, fue generando la
idea de la costumbre (la mos, la moral, que diría un latino) y con ello una
vaga idea de la importancia del tiempo de los antepasados, que eran la
raíz del presente y por eso con frecuencia se les honraba en fiestas que
invocaban la fecundidad. La memoria perpetuadora se combina así con
el olvido para permitir una especie de digestión (homeóstasis) del
pasado, de forma que se almacena lo que continúa teniendo importancia
para la sociedad mientras que el resto se olvida, se excreta del
organismo social, como se pone en evidencia en las leyendas
genealógicas.

Porque nuestra memoria es acumulativa y nunca podemos


recordar exactamente lo mismo, o mejor dicho de la misma manera que
lo hicimos antes (Carter, 1998). De hecho nadie puede recordar de forma
directa su cara de cuando era niño, pues el presente contamina siempre

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la imagen del pasado, y viceversa, por lo que se ha dicho, estimamos que
con razón, que nuestra vida es, en muchos aspectos, un recuerdo de los
hechos pasados. Algo que es perfectamente perceptible en los
planteamientos económicos, como advirtió Polanyi (1994).

En base a ello sólo es verdad para una comunidad lo que no se


olvida, lo que es importante y por ello permanece, transformándose
insensiblemente pero sin morir (Goody y Watt, 1996), como sucede con
el término general de “economía” o el concepto más particular de
“comercio”. Algo que de algún modo ha quedado en nuestro refranero
español cuando se plantea aquello de “¿Qué te iba a decir yo que
mentira no era?". Porque si era verdad no se ha podido olvidar.

En realidad el presente emocional es, como diría Eric A. Havelock


(1996), un «presente inmediato», considerado como parte imprecisa de
un tiempo absoluto, el que se identifica con el ser (Comte-Sponville,
2001). A ese tiempo absoluto los griegos le llamaron aión y los romanos
aevum (de donde viene, por ejemplo, nuestra palabra “medioevo”, el
tiempo de en medio, entre la antigüedad y la modernidad). Es un tiempo
donde está concentrado todo el ser, toda la vida, toda la verdad. Es el
tiempo en que todo se encuentra fundido en un solo ser, es el tiempo

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por tanto del amor como fusión del ser (“instante desmesurado”, en
expresión de D. Innerarity, 2001), es el tiempo de Dios, que no puede
cambiar porque el ser es y el no ser no es, como diría Parménides de Elea
en el siglo VI a.C. Este tiempo, dado de golpe, en el que no hay antes ni
después, es el tiempo al que determinadas personas, especialmente
femeninas (por la especial configuración de su cerebro), suelen acceder
por medio del pre-sentimiento, que se manifiesta, llegada la ocasión, en
forma de relámpago o flash.

Es el tiempo de la continuidad, el tiempo que podríamos llamar


«hembra», porque en la hembra se encuentra la continuidad biológica,
el seguir siendo. En ese tiempo eternamente presente se encuentran
concentrados todos los momentos que se contemplan en el otro tiempo,
el profano, el de los humanos, de la misma manera que una película con
todos sus fotogramas se encuentra dentro de la cámara de proyección.

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Esa película que refieren haber contemplado en un momento muchas
personas que han estado en el umbral de la muerte sin traspasarlo. Ese
momento en que, en una situación de anoxia que afecta a las
interneuronas cerebrales, se ha estimulado el lóbulo temporal derecho
(más visuo-espacial, y de emociones, afectos...) y se suspende la actividad
del lóbulo parietal izquierdo (el lógico-matemático, analítico, que capta la
dualidad, las antinomias como arriba-abajo, antes-después...). La gran
actividad de las neuronas derivada de esa anoxia lleva a un estrés
cerebral que provoca que el hipocampo repase rápidamente su memoria
episódica: y por ello vemos escenas de nuestra vida, según lo explica la
neurobiología. La percepción emocional del tiempo determina su
sacralidad.

Áreas de cronestesia

Es a esa esfera del pensamiento, a esa esfera de la realidad global,


a la que accede el hombre inspirado por lo sobrenatural, el aedo griego
que recibe su inspiración de las Musas (del adivino Calkhas se dice en la
Ilíada (I, 70) “que conocía lo que es, lo que iba a ser y lo que había sido”),
el sabio escriba egipcio Nefer-ty (Pritchard, 1966) o los chamanes

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mexicanos de C. Castaneda (1992), que reciben la inspiración de
Mescalito. La auténtica realidad de las cosas se considera al margen de la
vida que transcurre y cambia, como ese potente doble sobrenatural que
estudia Lévêque (1997) y que se encuentra lo mismo tras la teoría de la
caverna platónica, como de la percepción del mundo que mostraba en el
siglo XIX el jefe sioux lakota Caballo Loco (Serra, 1998).

Un planteamiento que, aunque sea racional, es propio de un


mundo en el que se considera que lo importante es lo colectivo, de
forma que, aunque muera el individuo, pervive la especie. Por eso el
hombre o la mujer inspirados, que acceden a un mundo de temporalidad
que no le es habitualmente perceptible, son capaces de contemplar lo
mismo lo que ha sucedido, que lo que está sucediendo o lo que ha de
suceder en la esfera temporal cronológica. Una percepción del tiempo
que las racionales culturas individualistas varoniles han tendido a evitar
(Montero, 1994) porque parece contradecir nuestros anhelos de libertad
cultural, aunque hoy el conocimiento del mapa genético nos invita a
pensar que hay una cierta predeterminación en nuestras vidas.

Que algo escape a nuestras formas comunes de racionalidad no


implica necesariamente, en cualquier caso, que sea irrazonable. Tal vez
sólo sea una cuestión de cambio de perspectiva, como la que llevó a la
comprensión de la marcha de los planetas o astros errantes en el
firmamento cuando se pasó de la teoría geocéntrica a la heliocéntrica y
comenzó a utilizarse el término “sistema” como síntesis entre lo regular
(las órbitas) y lo irregular (el desplazamiento de las estrellas errantes).
Cuando los datos no se ajustan a nuestra teoría lo racional no es cambiar

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de datos o ignorarlos, sino cambiar de teoría, como se hizo en la época
de Copérnico [1473-1543] y Galileo [1564-1642], y como propuso en
1927 O. Klein al sugerir que la gravedad cuántica debería modificar los
conceptos de espacio y de tiempo. Y nos queda muchísimo por conocer
acerca del funcionamiento de la memoria en nuestro cerebro, como
demuestran las investigaciones sobre lo dejà vu y la dificultad que tiene
nuestro cerebro de procesar algo que no sea pasado.

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En cambio el otro tiempo, el de lo discontinuo, el tiempo racional,
es lineal rectilíneo y precisamente cuantitativo (expresable con lenguaje
aritmético), tiene un antes y un después, es el tiempo del devenir, el que
propicia el cambio, el que hace posible el progreso, el que la ciencia
tiende a considerar normalmente y el que nosotros estimamos más
nuestro, aunque nos cause horror y queramos liberarnos de la muerte a
la que nos aboca, y de la que sólo el hombre tiene conciencia de que ha
de llegar. Es no obstante el tiempo que nos permite la elección, al
contraponer momentos de nuestra memoria en una realidad
considerada como fragmentada.

En realidad sin memoria no se puede experimentar la duración,


pues no se puede proceder a una elección, y ésta es la que permite la
libertad humana, sólo posible a partir de la reflexión racional, de forma
que el pasado es la base del futuro. Un futuro en el que la determinación
que marca lo que solemos llamar “leyes de la Naturaleza” se ve alterada
en sus posibilidades por la capacidad de decisión, que imposibilita como
es sabido una percepción correcta de lo por venir, incluso usando la
capacidad de percibir el tiempo absoluto. Con razón la ciencia ha llegado
a la conclusión de que si bien es verdad que hay orden en el caos (una
cierta línea de continuidad causa-efecto) no es menos cierto que hay
caos en ese orden (borrándose los límites entre causa y consecuencia,
que pueden ser simultáneas), y la voluntad humana entendemos que
hay que considerarla como un factor de esta última manera de ver las
cosas.

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En cualquier caso creemos que no hay que exagerar las
posibilidades de libertad de elección de un hombre que, aunque actúe
sobre la Naturaleza, no deja de pertenecer a la misma. Entender que el
hombre sólo es cultura, que sólo vive en el tiempo que transcurre desde
el nacimiento a esa muerte que se quiere alejar, supone olvidar a esa
Naturaleza que nos constituye y cuyos designios se pretende cambiar. Y
contraponer la muerte a la vida implica aceptar que nuestra vida
personal es lo importante, obviando el hecho racional de que la muerte
es sólo parte de la vida, que nos sobrepasa. Esto se ve con claridad en
sociedades en las que la racionalidad de los comportamientos no ha
avanzado mucho. En un estadio evolutivo muy próximo aún a la
Naturaleza la vida de la comunidad es más importante que la
supervivencia de los individuos, de tal forma que la muerte de una
persona no es el final de la vida sino sólo un episodio de la misma,
equivalente, aunque en sentido contrario, al nacimiento. En estas
circunstancias todas las esferas de la vida se ven presididas por la primacía
de lo colectivo sobre lo individual (matrimonios, ajustes de homicidios,
etc.).

Sin embargo cuando se produce un desarrollo de las relaciones –


en las que el intercambio juega un papel fundamental- una persona no
se siente sólo parte de un grupo, sino que su personalidad individual se
afirma, y entonces la muerte deja de ser preponderantemente un
episodio en la vida de la comunidad para tomar una importancia antes
inusitada. Si lo que cuenta es la vida del individuo, y éste no siente la
preponderancia de la totalidad sobre la unidad, la angustia por el
destino final se hace mayor y ello tiene a su vez fuertes repercusiones en

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sus planteamientos vitales. La evolución del concepto de alma, por
ejemplo, puede ser un buen ejemplo de ello (Bremmer, 1983). En el
estudio de las sociedades humanas es muy difícil considerar el pasado en
términos estrictamente racionales. Entre otras razones porque el
pasado, como el futuro, se sigue contemplando en relación a un centro
cualitativo, que es nuestro presente. Y no sabemos cómo evitarlo.

Los experimentos efectuados en laboratorio han permitido


establecer que los seres humanos hemos desarrollado un mecanismo
que nos permite integrar sucesos consecutivos en formas perceptivas,
con un límite cuantitativo de tres segundos (que es lo que duraría el
presente lógico de la conciencia, sin que sea posible tener más de un
contenido de conciencia cada vez).

Pero los mecanismos de integración están teñidos siempre de


sentimientos, lo cual lleva a que sus acciones estén influenciadas por sus
emociones, de forma que la convivencia humana no parece poderse
fundar en principios puramente racionales (Pöppel, 1993). Y lo racional y
lo irracional parecen mezclarse, una vez más, en el ansia de dominio que
el hombre ejerce no sólo sobre el espacio, sino también sobre el tiempo,
disponiendo la vida de los demás a través de la ordenación del
kalendarium, como hará el primitivo rex romano, fijando los días
sagrados [fastos: cuando no se puede trabajar] y distinguiéndolos de los
profanos [nefastos: cuando era posible realizar si peligro la tarea
degradante del trabajo]; o como vemos en los almanaques mayas (en los
que los años sagrados coexistían con los años civiles) que hacen
presagios día a día respecto a las cosechas, la pesca o el tiempo y que

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describen los movimientos solares, lunares y del cuerpo celeste Venus
[el Lucero].

Los ejemplos pueden multiplicarse a gusto, llegando hasta nuestra


regulación de los créditos en los ambientes de los préstamos económicos
(compra-venta de futuros) o de los cambios de hora estacionales,
justificados con el ahorro económico pero que prescinden de la
racionalidad de adelantar o retrasar el momento de iniciar la actividad
laboral por mutuo acuerdo.

En cualquier caso queda claro que, al igual que sucede con el


espacio, el hombre necesita posicionarse respecto a un centro, en un
tiempo finito aunque ilimitado. Un tiempo fuerte, lleno de ser, ha de
servir de referencia para los actos de la vida humana, de ahí el recurso al
recuerdo de los momentos fundadores (de una ciudad, de una religión
como hacemos nosotros con la era cristiana, etc.), sin que la expresión

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“antes del presente” que se tiende a usar en determinados ámbitos
(como, por ejemplo, el de la geología) sea de gran utilidad por su falta de
precisión, pues el presente cambia a cada instante. Y también, como en
el caso del espacio, el hombre tiende a situar la propia sacralidad de su
tiempo (fecha de su nacimiento, de determinado rito de paso, etc.) en el
marco más general de la consideración colectiva.

Porque el tiempo racional es el tiempo del cambio. Pero durante


mucho tiempo el hombre huyó del cambio, dado que el cambio lleva
inexorablemente a la decadencia y a la muerte y provoca, en
consecuencia, angustia. Buscó la permanencia en el tiempo y creyó que
el tiempo bueno, el verdadero, el que había que vivir, era el tiempo
absoluto, el tiempo de lo divino, que no tiene ni principio ni fin. No
obstante no podía olvidar el hecho ineluctable del cambio, de la muerte,
que se combinaba con el del renacimiento, de la vida joven que desplaza
a la vieja, y por eso buscó el consuelo en la idea de la renovación del
tiempo, en un tiempo cíclico, circular, como le gustaba ver también el
espacio.

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Es el sentido profundo de la metamorfosis: todo cambia pero todo
sigue siendo lo mismo. De ahí vienen todas las fiestas de renovación del
tiempo, porque se entendía que en la fiesta el hombre se reencontraba
con Dios por medio del sacrificio, y al encontrarse con él, con el tiempo
absoluto, era como si recargase su batería vital. La fiesta de Año Nuevo
(o cualquier otro rito de renovación y purificación) no significa que lo
nuevo sustituya a lo viejo, sino que el año se renueva, que vuelve a ser el
mismo que antes de gastarse, que la vida gastada vuelve al comienzo
(Eliade, 1985).

Año nuevo vida nueva, se dice. Y desde el punto de vista


emocional eso tiene pleno sentido. Los antiguos, por eso, desconfiaban
profundamente del futuro y así vemos, por ejemplo, a Augusto [63 a.C.-
14 d.C.] mostrarse como el restaurador del pasado para plantear una
nueva forma de vida, como antes dijimos. En realidad, como planteaba
Eliade, no era volver a una situación nueva sino a restaurar la antigua en
todo su vigor y a partir de ese momento iniciar de nuevo el ciclo
evitando la corrupción que se había dejado atrás. Fenómeno que vemos
una y otra vez a lo largo de la Historia: las revoluciones se ofrecen como
renovaciones, como rejuvenecimientos de la sociedad, lo que va muy de
acuerdo con la función preservadora que el cerebro desempeña respecto
a la identidad de ese cuerpo que continuamente se renueva.

Esa cautela respecto al tiempo, por otro lado, nos permite


comprender que los antiguos, hablando en términos de comportamiento
de las sociedades (regidas por sus gobernantes y no por los
intelectuales), aunque llegaron a investigar el «porqué» de las cosas y

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por consiguiente a hacer ciencia especulativa, casi nunca la aplicaron al
futuro (y mucho menos al mercado), casi nunca buscaron el «para qué»
de las cosas que habían matematizado, y apenas hicieron tecnología,
limitándose al campo de la técnica, que se tendía a considerar, en todo
caso, como revelación divina y, por tanto, parte del presente. Téngase en
cuenta que la esencia de un experimento es la creación de situaciones
artificiales, o sea no naturales, y el pensamiento dominante era el de
que la Naturaleza, como el hombre, era una unidad indivisible que no
podía ser seccionada sin distorsionarla (Sambursky, 1999).

No obstante, poco a poco, el avance hacia nuevas formas de


comportamiento se fue produciendo; y así Cl. Nicolet (1971) ha llamado
la atención en ese sentido sobre la figura de Plinio el Viejo [23-79], el
único de los autores que nos han llegado que parece haber reflexionado
en nuestra Antigüedad sobre los fenómenos económicos de larga
duración. Y es que con el desarrollo global de la racionalidad se fue
pasando de la seguridad de la sabiduría, a la que se accedía mediante la
fe y se consideraba estable, a la probabilidad de la búsqueda de la
sabiduría, o sea, dicho en griego, a la filosofía, que aspira a la verdad
pero nunca cree haber llegado a ella (Arana, 2003). Era adentrarse en los
dominios del otro tiempo, el más puramente humano, el kronos de los
griegos o tempus de los romanos.

Poco a poco, nada fue siendo incuestionable en la mente de los


investigadores, que fueron contraponiendo, de forma muy lógica, lo
verdadero a lo falso, sin que se admitiese zona de transición alguna,
como sí la hay en el pensamiento emocional. La verdad, en un

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planteamiento lógico, no es más que la opinión dominante entre la gente
considerada más instruida. Pero, pese al triunfo oficial de ese mundo
ilustrado, la gente siguió siempre prefiriendo la seguridad de la Verdad
[cualitativa], fuese esta verdad la que fuese (religiosa o científica). Y así
sigue siendo. Los intelectuales, los que nunca se conforman con la verdad
adquirida que puede haber pasado a ser objeto de fe, siempre han sido
conscientes de que la suya es, como dice Luciano Cánfora (2002), «una
profesión peligrosa», como la del antiguo chamán.

¿Cómo se conjugan, pues, en la vida cotidiana, las dos maneras de


percibir el tiempo, el tiempo del amor y el tiempo de los negocios, el que
nos parece que no corre (y que cuando nos damos cuenta se nos ha ido,
como el de los momentos amorosos) y aquel otro que se nos hace
aburrido, eterno? Pues procurando aprovechar la ocasión, el kairós u
occasio de los antiguos, que ya la pintaban calva e imposible de coger ni
siquiera por los pelos para mantenerla con uno (Campillo, 1991).

Es el tiempo en que lo lineal y lo absoluto se mezclan


inextricablemente, aunque en distintas proporciones según los
momentos, porque inextricablemente se mezclan en nuestro cerebro,

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que es único, las distintas formas de percibir la realidad. Y esto se hace
sea cual sea la orientación principal que hayamos dado a nuestra vida,
sea conservadora o progresista. Y decimos esto con fundamento, porque
incluso para seguir una vida progresista, de planteamientos
fundamentalmente racionales, hay que empezar creyendo en el progreso.

En cualquier caso la idea de los ciclos ha gozado siempre de un


gran predicamento entre todos los pueblos en los que el pensamiento
globalizador ha predominado sobre el analítico o lógico. Pero éste último
ha ido influyendo en el primero, de tal forma que en algunos casos se ha
combinado la idea de regreso propia del mito con la de progreso
racional.

El indubitable cambio de la civilización humana, derivado de la


constringente necesidad de aplicar el intelecto transformador a la
Naturaleza circundante para asegurar la supervivencia, y hecho patente -
pese a su lentitud inicial- por la comparación con pueblos más atrasados,
ha podido contribuir a concebir la idea de ciclos más largos en el tiempo
cronológico. Así, por ejemplo, el ciclo sotíaco de los egipcios, en el cual se
produce cada 1.460 años la concordancia entre el año solar y el calendario
de 365 días. Es lo que sucede también, por seguir con los ejemplos, con el
mazdeísmo persa, derivado del zoroastrismo medo. Una parte de esta
religión concebía, junto al eterno presente (Zurvan akarana), un tiempo
divisible en partes sucesivas, el propio de los hombres. Pero en vez de
considerar los pequeños ciclos anuales de otros pueblos, este tiempo
finito, el Zurvan daregho-chvadhata, era un tiempo de largo dominio,
cuya duración se estableció en un único ciclo de 12.000 años (dividido en

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cuatro partes iguales) al final de los cuales se reintegraría en el tiempo
absoluto o divino (Whitrow, 1990).

El que luego una parte de los judíos que, desplazados


forzosamente a Babilonia en 586 a.C. por Nabucodonosor II [630-562
a.C.], decidieran quedarse cuando tuvieron la posibilidad de volver en el
momento en que el persa Ciro II [r. 559-530 a.C.] se lo permitió en 538,
habría de tener gran trascendencia. Trabajando con familias zoroástricas
acomodadas primero, y luego con el intenso contacto tenido en el
período entre 539 y 333 a.C. en que el Imperio Persa dominó Israel,
pudieron entrar en contacto con esta concepción del tiempo que tan
bien se avenía con sus necesidades y aspiraciones de presente, por lo
que habrían de introducir una fe en el progreso del pueblo judío hasta
encontrar su salvación siguiendo el propósito de Dios, que luego el
cristianismo iba a difundir por buena parte del planeta (Cohn, 1995).

Es interesante observar cómo esta doctrina, nacida en el seno de


los movimientos rigoristas y exclusivistas de los judíos, y por
consiguiente de carácter monoteísta frente a la tendencia de los
proselitistas, se transforma ella misma en proselitista o abierta a los
extranjeros -sin dejar de ser monoteísta- gracias a la labor de un judío
del sur de Turquía: el conocido con el nombre de Saulo o Pablo de Tarso.
Con este hombre, helenizado, se comienza a difundir por todo el ámbito
del Mediterráneo la idea de la fe en el progreso, un progreso o avance
continuo que ha de llevar al hombre histórico hacia el encuentro final
con el comienzo, con el propio Dios del que salió.

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Una idea que va a influir fuertemente en la concepción del tiempo
especialmente desde el momento en que se acepta que, en esta religión
histórica, inserta en el tiempo que transcurre, la promesa del regreso del
Cristo se aplaza sine die. Y así, conforme pase el tiempo, se introduzca el
número arábigo, y el rigor del desprecio hacia la ciencia expresado en el
Enchiridión de San Agustín [420] se vaya atenuando, y vuelva a resurgir -
hacia el siglo XII- una burguesía urbana que tenga skholé o tiempo libre
para leer los antiguos libros casi olvidados de los clásicos, irá surgiendo
un movimiento escolástico en el que la fe irá permitiendo el paulatino
desarrollo de un pensamiento racional que estimaba suficientemente
sometido al control de una Iglesia fuertemente establecida y
jerarquizada (Kuhn, 1993).

Pero esa nueva llama de la razón se iba a extender como un


incendio en un mundo en expansión (se descubre América, se comercia
con China) que no hace sino asegurar en términos humanos esa fe en el
progreso que el cristianismo había metido en las conciencias de los
hombres aunque con un sentido religioso. Las luces de la razón habrían
de iluminar la fe en el progreso del hombre, usurpando al cristianismo su
lugar y sus armas. Con el Renacimiento [ss. XIV-XVI] se producía así, en
un retorno al pasado más alejado (Pomian, 1990), la gran fusión entre el
humano método racional de contemplar la realidad -derivado de los
antiguos pensadores griegos, que conocieron el progreso pero apenas
tuvieron fe en él- y la fe divina en el progreso hacia la perfección, propia
del Cristianismo. Había nacido la cultura europea, tal como ahora la
conocemos y, luego de la querella entre los antiguos y los modernos,
parecía que se empezaba a romper con la idea de los ciclos, anuales o

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milenarios, que hasta entonces había predominado. El hombre, desde
esta perspectiva, era dueño de su destino: era libre.

El mito de los ciclos había dado paso al mito del progreso


indefinido, acreditado por las ciencias experimentales y por la
industrialización, que es el mayor de nuestro tiempo mortal (Eliade,
1990). A partir de ahora se tomarían como lemas aquellos propuestos por
Francis Bacon (1561-1626), de la «ciencia es la disección de la naturaleza»
y «conocimiento es poder» -o sea, el poder del hombre sobre la
naturaleza-, que se han convertido en el programa de la investigación
científica desde el siglo diecisiete hasta nuestros días (Sambursky, 1999).

La nueva tecnología exigía experimentación e inversión de


capitales con vistas a su reproducción sin fin en un mundo dominado por
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el mercado. Por ello esta nueva manera de contemplar la realidad con
vistas a transformarla de forma decidida va unida al capitalismo, con una
forma de tratar el dinero que es nuevo. Es así que en nuestra Antigüedad
encontramos acumulación de riqueza (crematística) pero no verdadero
capitalismo, dado que esa riqueza o capital no está destinada a la
reproducción de sí misma, sino a su mantenimiento, con tendencia a la
improductividad. La crematística es estática mientras que el capitalismo
es dinámico. Por medio entendemos que se encuentra, como decimos,
una distinta concepción del tiempo, con una valoración del futuro
(progresismo) que el cristianismo introdujo como una fe.

Cuando el concepto de progreso se desacralizó tras la llamada


Revolución Copernicana (siglo XVII) el resultado económico más patente
fue, por consiguiente, el capitalismo, que implica una mayor
racionalización de la economía. En esa perspectiva, todo puede ser
comprado y vendido, tanto el espacio como el tiempo, pues todo puede
ser cuantificable en su valor e intercambiable.

Ciertamente, con una genética que nos viene dada y nos constriñe,
podemos admitir que la libertad humana es sólo racional, en cuanto que
sólo con la razón podemos elegir entre esto y lo otro en una realidad
considerada como fragmentada, o sea contemplada como una
contraposición de blanco y negro (Pöppel, 1993). No obstante nuestra
experiencia nos hace percibir la vida como algo gris, impreciso, en la que
hay blanco y negro, pero en la que estos dos colores-matrices son
difícilmente separables.

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László Földenyi (2006) admite por ello otro concepto de la libertad,
sentida como la medida en que el hombre es capaz de experimentar lo
ilimitado dentro de su existencia limitada. Si lo ilimitado es la vida, en la
que nosotros entramos por una puerta al nacer y salimos por otra al
morir, es evidente que ésta se nos escapa, va más allá de la precisión de
nuestros límites. Tan evidente como que sólo podemos contemplar lo que
nosotros entendemos que son sus límites si pasamos por ella. Sólo
podemos percibir nuestros límites desde ella (desde la vida), que es
ilimitada en sí, pero que nosotros sólo podemos percibir racionalmente
como algo limitado. Por eso entendemos que el único pensamiento
equilibrado es el contradictorio. Pero el equilibrio que éste ofrece es
inestable y nosotros necesitamos una estabilidad, emocional al menos,
para poderlo percibir. Lo cual, dicho sea de paso, sigue siendo
contradictorio. Quizás en el sentido que algunos sabios han definido a la
libertad: una ilusión necesaria (Meyer, 1996).

La racionalización simbólica del mal, que dio origen al mito de


Pandora en Hesíodo, dejó fuera sin embargo, como decía también F.
Niezstche (1895), a la esperanza, que fue el único mal que no se escapó
de la jarra de esta primera mujer que -como era de esperar en un
pensamiento racional-masculino, que percibe las cosas de forma
predominante en contraposición guerrera y no en la continuidad del
parto- había de ser el símbolo de la inquietud y el desasosiego de los
hombres, felices antes de que descubrieran al sexo opuesto. O sea, antes
de que percibieran el horror del pensamiento contradictorio implícito en
la dualidad del ser humano, que se nos manifiesta como único pero en
dos personas distintas (el macho o vir y la hembra o mulier) que ni

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siquiera se puede decir que sean complementarias (las dos tienen las
mismas hormonas, aunque en diferentes proporciones, y no de forma
absoluta) aunque no puedan existir la una sin la otra.

Posiblemente nos hayamos dejado cegar por la Luz de la Razón y lo


único que se nos suele ocurrir a la mayoría es cerrar los ojos, con lo cual
terminamos indefectiblemente chocando con una realidad que no
podemos ver, bien sea por exceso o por defecto. Usando una imagen
figurada podríamos decir que habrá que entornar los ojos ahora que,
desde la ciencia de la naturaleza, se intenta crear una teoría general del
conocimiento que tome en cuenta tanto los objetos físicos como a los
observadores humanos en su contexto cultural y social; cuando los
neuroendocrinólogos estudian la relación entre el medio interno y el
externo del cerebro, y se hacen propuestas estructuralistas
constructivistas para superar la tradicional contradicción en las ciencias
sociales entre las posturas objetivistas y subjetivistas (Bourdieu, 1996). Y
en particular cuando los nuevos hallazgos en el campo de la fisiología del
cerebro muestran que el mercado comercial transaccional evolucionó a
partir de la interacción de dos tipos de circuitos nerviosos, el
autopreservador (egoísta) y el afectivo (empatético) en el marco de lo
que se ha dado en llamar "teoría de la motivación dual” (Cory Jr., 2006).

G. CHIC GARCÍA, El comercio y el Mediterráneo en la Antigüedad, Tres


Cantos, Ed. Akal, 2009, pp. 28-38.

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