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2. Tiempo.
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1993).
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la imagen del pasado, y viceversa, por lo que se ha dicho, estimamos que
con razón, que nuestra vida es, en muchos aspectos, un recuerdo de los
hechos pasados. Algo que es perfectamente perceptible en los
planteamientos económicos, como advirtió Polanyi (1994).
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por tanto del amor como fusión del ser (“instante desmesurado”, en
expresión de D. Innerarity, 2001), es el tiempo de Dios, que no puede
cambiar porque el ser es y el no ser no es, como diría Parménides de Elea
en el siglo VI a.C. Este tiempo, dado de golpe, en el que no hay antes ni
después, es el tiempo al que determinadas personas, especialmente
femeninas (por la especial configuración de su cerebro), suelen acceder
por medio del pre-sentimiento, que se manifiesta, llegada la ocasión, en
forma de relámpago o flash.
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Esa película que refieren haber contemplado en un momento muchas
personas que han estado en el umbral de la muerte sin traspasarlo. Ese
momento en que, en una situación de anoxia que afecta a las
interneuronas cerebrales, se ha estimulado el lóbulo temporal derecho
(más visuo-espacial, y de emociones, afectos...) y se suspende la actividad
del lóbulo parietal izquierdo (el lógico-matemático, analítico, que capta la
dualidad, las antinomias como arriba-abajo, antes-después...). La gran
actividad de las neuronas derivada de esa anoxia lleva a un estrés
cerebral que provoca que el hipocampo repase rápidamente su memoria
episódica: y por ello vemos escenas de nuestra vida, según lo explica la
neurobiología. La percepción emocional del tiempo determina su
sacralidad.
Áreas de cronestesia
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mexicanos de C. Castaneda (1992), que reciben la inspiración de
Mescalito. La auténtica realidad de las cosas se considera al margen de la
vida que transcurre y cambia, como ese potente doble sobrenatural que
estudia Lévêque (1997) y que se encuentra lo mismo tras la teoría de la
caverna platónica, como de la percepción del mundo que mostraba en el
siglo XIX el jefe sioux lakota Caballo Loco (Serra, 1998).
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de datos o ignorarlos, sino cambiar de teoría, como se hizo en la época
de Copérnico [1473-1543] y Galileo [1564-1642], y como propuso en
1927 O. Klein al sugerir que la gravedad cuántica debería modificar los
conceptos de espacio y de tiempo. Y nos queda muchísimo por conocer
acerca del funcionamiento de la memoria en nuestro cerebro, como
demuestran las investigaciones sobre lo dejà vu y la dificultad que tiene
nuestro cerebro de procesar algo que no sea pasado.
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En cambio el otro tiempo, el de lo discontinuo, el tiempo racional,
es lineal rectilíneo y precisamente cuantitativo (expresable con lenguaje
aritmético), tiene un antes y un después, es el tiempo del devenir, el que
propicia el cambio, el que hace posible el progreso, el que la ciencia
tiende a considerar normalmente y el que nosotros estimamos más
nuestro, aunque nos cause horror y queramos liberarnos de la muerte a
la que nos aboca, y de la que sólo el hombre tiene conciencia de que ha
de llegar. Es no obstante el tiempo que nos permite la elección, al
contraponer momentos de nuestra memoria en una realidad
considerada como fragmentada.
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En cualquier caso creemos que no hay que exagerar las
posibilidades de libertad de elección de un hombre que, aunque actúe
sobre la Naturaleza, no deja de pertenecer a la misma. Entender que el
hombre sólo es cultura, que sólo vive en el tiempo que transcurre desde
el nacimiento a esa muerte que se quiere alejar, supone olvidar a esa
Naturaleza que nos constituye y cuyos designios se pretende cambiar. Y
contraponer la muerte a la vida implica aceptar que nuestra vida
personal es lo importante, obviando el hecho racional de que la muerte
es sólo parte de la vida, que nos sobrepasa. Esto se ve con claridad en
sociedades en las que la racionalidad de los comportamientos no ha
avanzado mucho. En un estadio evolutivo muy próximo aún a la
Naturaleza la vida de la comunidad es más importante que la
supervivencia de los individuos, de tal forma que la muerte de una
persona no es el final de la vida sino sólo un episodio de la misma,
equivalente, aunque en sentido contrario, al nacimiento. En estas
circunstancias todas las esferas de la vida se ven presididas por la primacía
de lo colectivo sobre lo individual (matrimonios, ajustes de homicidios,
etc.).
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sus planteamientos vitales. La evolución del concepto de alma, por
ejemplo, puede ser un buen ejemplo de ello (Bremmer, 1983). En el
estudio de las sociedades humanas es muy difícil considerar el pasado en
términos estrictamente racionales. Entre otras razones porque el
pasado, como el futuro, se sigue contemplando en relación a un centro
cualitativo, que es nuestro presente. Y no sabemos cómo evitarlo.
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describen los movimientos solares, lunares y del cuerpo celeste Venus
[el Lucero].
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“antes del presente” que se tiende a usar en determinados ámbitos
(como, por ejemplo, el de la geología) sea de gran utilidad por su falta de
precisión, pues el presente cambia a cada instante. Y también, como en
el caso del espacio, el hombre tiende a situar la propia sacralidad de su
tiempo (fecha de su nacimiento, de determinado rito de paso, etc.) en el
marco más general de la consideración colectiva.
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Es el sentido profundo de la metamorfosis: todo cambia pero todo
sigue siendo lo mismo. De ahí vienen todas las fiestas de renovación del
tiempo, porque se entendía que en la fiesta el hombre se reencontraba
con Dios por medio del sacrificio, y al encontrarse con él, con el tiempo
absoluto, era como si recargase su batería vital. La fiesta de Año Nuevo
(o cualquier otro rito de renovación y purificación) no significa que lo
nuevo sustituya a lo viejo, sino que el año se renueva, que vuelve a ser el
mismo que antes de gastarse, que la vida gastada vuelve al comienzo
(Eliade, 1985).
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por consiguiente a hacer ciencia especulativa, casi nunca la aplicaron al
futuro (y mucho menos al mercado), casi nunca buscaron el «para qué»
de las cosas que habían matematizado, y apenas hicieron tecnología,
limitándose al campo de la técnica, que se tendía a considerar, en todo
caso, como revelación divina y, por tanto, parte del presente. Téngase en
cuenta que la esencia de un experimento es la creación de situaciones
artificiales, o sea no naturales, y el pensamiento dominante era el de
que la Naturaleza, como el hombre, era una unidad indivisible que no
podía ser seccionada sin distorsionarla (Sambursky, 1999).
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planteamiento lógico, no es más que la opinión dominante entre la gente
considerada más instruida. Pero, pese al triunfo oficial de ese mundo
ilustrado, la gente siguió siempre prefiriendo la seguridad de la Verdad
[cualitativa], fuese esta verdad la que fuese (religiosa o científica). Y así
sigue siendo. Los intelectuales, los que nunca se conforman con la verdad
adquirida que puede haber pasado a ser objeto de fe, siempre han sido
conscientes de que la suya es, como dice Luciano Cánfora (2002), «una
profesión peligrosa», como la del antiguo chamán.
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que es único, las distintas formas de percibir la realidad. Y esto se hace
sea cual sea la orientación principal que hayamos dado a nuestra vida,
sea conservadora o progresista. Y decimos esto con fundamento, porque
incluso para seguir una vida progresista, de planteamientos
fundamentalmente racionales, hay que empezar creyendo en el progreso.
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cuatro partes iguales) al final de los cuales se reintegraría en el tiempo
absoluto o divino (Whitrow, 1990).
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Una idea que va a influir fuertemente en la concepción del tiempo
especialmente desde el momento en que se acepta que, en esta religión
histórica, inserta en el tiempo que transcurre, la promesa del regreso del
Cristo se aplaza sine die. Y así, conforme pase el tiempo, se introduzca el
número arábigo, y el rigor del desprecio hacia la ciencia expresado en el
Enchiridión de San Agustín [420] se vaya atenuando, y vuelva a resurgir -
hacia el siglo XII- una burguesía urbana que tenga skholé o tiempo libre
para leer los antiguos libros casi olvidados de los clásicos, irá surgiendo
un movimiento escolástico en el que la fe irá permitiendo el paulatino
desarrollo de un pensamiento racional que estimaba suficientemente
sometido al control de una Iglesia fuertemente establecida y
jerarquizada (Kuhn, 1993).
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milenarios, que hasta entonces había predominado. El hombre, desde
esta perspectiva, era dueño de su destino: era libre.
Ciertamente, con una genética que nos viene dada y nos constriñe,
podemos admitir que la libertad humana es sólo racional, en cuanto que
sólo con la razón podemos elegir entre esto y lo otro en una realidad
considerada como fragmentada, o sea contemplada como una
contraposición de blanco y negro (Pöppel, 1993). No obstante nuestra
experiencia nos hace percibir la vida como algo gris, impreciso, en la que
hay blanco y negro, pero en la que estos dos colores-matrices son
difícilmente separables.
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László Földenyi (2006) admite por ello otro concepto de la libertad,
sentida como la medida en que el hombre es capaz de experimentar lo
ilimitado dentro de su existencia limitada. Si lo ilimitado es la vida, en la
que nosotros entramos por una puerta al nacer y salimos por otra al
morir, es evidente que ésta se nos escapa, va más allá de la precisión de
nuestros límites. Tan evidente como que sólo podemos contemplar lo que
nosotros entendemos que son sus límites si pasamos por ella. Sólo
podemos percibir nuestros límites desde ella (desde la vida), que es
ilimitada en sí, pero que nosotros sólo podemos percibir racionalmente
como algo limitado. Por eso entendemos que el único pensamiento
equilibrado es el contradictorio. Pero el equilibrio que éste ofrece es
inestable y nosotros necesitamos una estabilidad, emocional al menos,
para poderlo percibir. Lo cual, dicho sea de paso, sigue siendo
contradictorio. Quizás en el sentido que algunos sabios han definido a la
libertad: una ilusión necesaria (Meyer, 1996).
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siquiera se puede decir que sean complementarias (las dos tienen las
mismas hormonas, aunque en diferentes proporciones, y no de forma
absoluta) aunque no puedan existir la una sin la otra.
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