Está en la página 1de 20

os primeros casos nacionales de fiebre amarilla se detectaron en Corrientes, donde hasta hacía

poco habían circulado soldados tanto brasileños como paraguayos. Los tres primeros casos en
Buenos Aires aparecieron en el barrio de San Telmo el 27 de enero de 1871, y no se les dio
gran importancia ni mucho menos difusión. El 1º de febrero se confirmó que se trataba de
fiebre amarilla, el 4 del mismo mes se aisló el barrio de San Telmo. El 7 de febrero, Buenos
Aires fue declarado puerto infectado. Desde entonces, todo fue cuesta abajo. Marzo fue una
pesadilla: los muertos eran más de 150 diarios, a veces 200, en una ciudad que contaba con
188.000 habitantes, de los cuales la mitad eran inmigrantes.

la Comisión de Higiene de San Telmo dispuso que se encendieran fogatas con madera y
alquitrán para desinfectar la atmósfera, pues se creía que las enfermedades viajaban por el
aire.

En 1874, el ingeniero John Bateman dirigió la construcción de la red de aguas corrientes, y en


1873 se inició la construcción de obras cloacales.

Fiebre amarilla 1871: Buenos Aires, nunca tan cerca del infierno

500 muertos por día, setenta mil personas huyendo de sus casas, las memorias de la peor
pandemia que sufrieron los porteños hace 150 años.

Historiafiebre amarilla

Mariano Oropeza Por: MARIANO OROPEZA

El terrible azote del vómito negro se ensañó sobre Buenos Aires un agobiante verano de 1871,
con 14 mil víctimas. Ahora bien, la suma de todos los horrores no era difícil de estimar.
Corrientes perdería unos meses antes casi un cuarto de su población con el mismo virus, que
venía bajando desde la Asunción hambreada y el Río de Janeiro imperial. Sin embargo en
Buenos Aires las autoridades permitían el ingreso irrestricto pese a las advertencias de los
médicos, por ejemplo el doctor Argerich, en buena medida, por las presiones de los
comerciantes y los navieros. El gobierno del presidente Sarmiento, y el presidente del consejo
municipal Martínez de Hoz, negaban la fiebre amarilla, es una “ictericia”, al tiempo de que
Rosario cerraba pronto su puerto con los rosarinos en las calles, “Con la salud no se negocia”
Asi que cuando llegó el primer caso confirmado en San Telmo, y que se intentó en vano ocultar
a la prensa, el desastre era un hecho. Una ciudad en crecimiento descontrolado de casi 180 mil
habitantes, de escasa planificación edilicia y sin agua potable, sin avenidas ni espacios verdes,
con las obras demoradas de los ingleses Coghlan y Bateman, solo un trecho del ferrocarril del
Oeste tenía agua filtrada para “limpiar los vapores”, se convirtió en el nacimiento oficial del
“sálvese quien pueda”, o “Huye el que puede”, decía el sobreviviente Mardoqueo Navarro en
su diario, recogido por Vicente Cutolo.

Buenos Aires había combatido la viruela en 1792/1794, con firmeza desde la vacuna
antivariólica de Jenner en 1812, y resistió las epidemias de cólera de 1867/1868, y que eran
importadas del frente de la Guerra contra el Paraguay, con un saldo luctuoso de 5 mil muertos.
En aquel entonces los médicos protosanitaristas denodadamente insistían en la instalación de
aguas corrientes que suplanten la toma de líquido de un ya putrefacto Riachuelo, y cloacas que
reemplacen los pozos ciegos que enturbiaban los aljibes. Eran tiempos de puja entre los
médicos y las autoridades, que llegaron a conformar por ley de 1867 un oficial Consejo de
Higiene para que lleve adelante propuestas y mejoras sanitarias. Buenos Aires tenía menos de
un médico cada mil habitantes, en parte por una política exclusivista del gremio médico, y las
autoridades nacionales, que impedían engrosar camadas de nuevos profesionales a riesgo de
perder antiguos privilegios. Uno de los que batallaban frente a esta situación era Eduardo
Wilde, de los primeros sanitaristas argentinos, y héroe de San Telmo y Monserrat. En 1871 no
dejaría ninguna persona atrás, tal era el ejemplo que Paul Groussac, futuro director de la
Biblioteca Nacional, decidió ser voluntario observando al joven codo a codo con los enfermos,
y Jorge Luis Borges todavía veía el fantasma de Wilde socorriendo en la calle México, en “El
idioma de los argentinos”

eduardo wilde

Algo huele mal en San Telmo

“Ya saben nuestros lectores que no somos alarmistas”, aparecía en el diario “La Tribuna” el día
siguiente al 27 de enero de 1871, fecha de inicio de la Fiebre Amarilla en Buenos Aires, “Sin
embargo tampoco podemos asumir la responsibilidad del silencio cuando creemos que la salud
del pueblo está amenazada. En la Parroquia de San Telmo existe la Fiebre Amarilla”. Estos
primeros casos se produjeron en Bolívar 392, hoy 1262, en un antigua mansión reconvertida
en conventillo de pobres e inmigrantes. Murieron el italiano Ángel Bignollo y su nuera
Colomba. La cuadra de Cochabamba, Perú, San Juan y Bolívar comenzó la escalada de la
terrible enfermedad, que recién diez años después se sabría era trasmitida por el mosquito
Aedes aegypti, y que se reproducía sin reparos en las condiciones deplorables de vida en los
barrios del Sur. El doctor Guillermo Rawson estuvo a punto de descubrir este vector, ya que
anotó que los porteños que huían a las afueras pero volvían se contiagaban cerca de zonas
húmedas -ámbito de reproducción del mosquito- Pero lamentablemente para la población no
pudo resolver el dilema.

El primer mes fue un descalabro de las autoridades nacionales y municipales, que huían
deseseperados a las afueras, entre ellos diputados, senadores, jueces y hasta los mismísimos
Sarmiento y Martínez de Hoz “Durante los carnavales -que se realizaron de todas formas pese
a las advertencias de los médicos…difícil no pensar noviembre de Maradona, y diciembre, Ley
de Aborto, en el pandémico 2020- Buenos Aires había perdido ya su fisonomía habitual para
transformarse en un dédalo de calles donde era posible encontrar las cosas más inesperadas:
una cama abandonada frente a la puerta de una casa, un sillón en equilibrio sobre un tejado,
vacas y ovejas deambulando en la Plaza de Mayo. Algunos, creyéndose condenados, daban
fiestas suntuosas; otros acopio de provisiones y se encerraban en los sótanos, enterrándose en
vida y por mano propia. Supe de un hombre que por no salir de la bodega, terminó
alimentándose de arañas, lombrices y ratones”, narra Diego Muzzio en “La ruta de la
mangosta” (Las esferas invisibles. Editorial Entropía), en base a los relatos de la prensa. Otra
vez, difícil no recordar la actualidad.
Wilde, Aurelio French, miembro de la Comisión Popular que se autoformó en marzo después
de marchar a la Casa Rosada, 10 mil personas, y que murió el 10 de marzo junto a su esposa, el
comisario Lisandro Suárez y las Hermanas de Caridad de San Vicente Paul luchaban con los
medios que tenían a mano, especialmente en Monserrat y San Telmo, donde fallecerían 5 mil
personas, y contra el curanderismo y los diarios masivos que desestimaban, en un principio, la
gravedad del desastre sanitario “He visto…en altas horas de la noche, en medio de aquella
pavorosa soledad, a un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era
el sacerdote, que iba a llevar la última palabra de consuelo al moribundo” decían los cronistas
de la época, que también destacaban el asilo de niños impulsado por el cura Eduardo O´
Gorman de San Nicola de Bari. Comentario aparte merece el famoso cuadro de Juan Manuel
Blanes presente en el Museo de Artes Visuales de Uruguay: en la madrugada del 17 de marzo
de 1871, Manuel Domínguez, sereno de la manzana 72, alertó que la puerta de la casa situada
en Balcarce 384 estaba abierta. Al notar que nadie contestaba a su llamado, avanzó en el
inquilinato, y encontró el cadáver de una mujer con una criatura mamando de su pecho. La
madre se llamaba Ana Cristina, residía con su marido enfermo en La Boca, del cual había sido
conducida en el carro de pobres a esa casa que estaba abandonada.

El tratamiento médico contemporáneo, en total desconocimiento de la causa, no pasaba de


baños de inmersión e hidratación, medidas contra el miasma -malos olores combatidos con
humo blanco-, alguna acción hemeopática, que tratara de contrarrestar los escalofríos,
diarrea, arritmias, y ya en los peores casos que terminaban con el deceso, sangrado
generalizado, vómitos negros y delirios. Así que poco podían hacer más que confortar a los
pacientes e intentar evitar el pillaje y los saqueos, que se sumaban también a testamentos
fraudulentos. Un mes de Fiebre Amarilla y Buenos Aires era un camposanto asolado por
bandidos, en abandono alentado por sus dirigentes en la primera vez en la historia, y que no
tenía un plan concreto. Incluso en el seno de la misma Comisión que resistía en la ciudad había
divisiones internas, entre Héctor Varela y Lucio V. Mansilla por citar. O sí tenía un plan ellos,
fogoneado por la prensa.

En el diario La Nación del 5 de Marzo de 1871 aparecía “… la fiebre ha buscado el punto de


mayor aglomeración y desaseo y lo ha atacado sin piedad. Inmediatamente que se han hecho
cesar las causas de la propagación, la peste ha desaparecido encerrándose de nuevo en su
guarida primaria. Sabido es que un nuevo foco de peste se había anunciado en la calle
Paraguay, entre Artes y Cerrito. Averiguando el hecho, resultó que el lugar atacado, teniendo
capacidad para cincuenta personas, alojaba trescientas veinte. Pero había algo peor… con un
objeto que no es fácil adivinar, el locador o dueño de esa casa no consentía que se sacasen las
basuras que se hacían diariamente en ella, que no serían pocas ni de buena calidad (sic)…Allí
dio su asalto la fiebre amarilla, atraída sin duda por los inmundos efluvios de aquella
atmósfera, y la primera victima que hizo fue el mismo dueño o arrendatario de la casa, en
seguida fue atacada su mujer y murió…” Lo que no decía este medio, muy sabido, era que allí
vivían en su mayoría nuestros pioneros inmigrantes, lo que justificó apoyado por la Comisión
Popular, en palabras del historiador norteamericano Alison William Bunkley, que “…se culpara
de la epidemia a los inmigrantes italianos. Se los expulsó de sus empleos. Recorrían las calles
sin trabajo, ni hogar, algunos incluso murieron en el pavimento, donde sus cadáveres
quedaban con frecuencia sin recoger durante horas” Casi un 50 por ciento de las víctimas
fueron inmigrantes y afrodescendientes, con la discusión aún abierta si tuvo impacto negativo
en la comunidad negra. En la actual Ramos Mejía se levantaban improvisadas tiendas a los
vecinos que habían sido violentamente desalojados, y sus escasas pertenencias, quemadas.
Muchos recién habían bajado del barco.

Mientras fallecía de la peste el mismo presidente de la Comisión, doctor José Roque Pérez, y el
valiente padre Antonio Fahy, que iba de casa en casa en San Telmo asistiendo a las víctimas,
los cementerios de la ciudad no daban abasto, y se robaban los ataúdes en la noche para
usarlos en la mañana. La Comisión decide comprar unas chacras en Chacarita, inaugurando
este cementerio porteño, y organiza el “Tren de la Muerte” que va desde al actual Abasto a la
Chacarita. Fue en Semana Santa donde parecía la hecatombe definitiva con un promedio de
500 muertes por día, conventillos incendiados con razones o sin, y un decreto presidencial y
provincial que declaraba feriado hasta mayo ¡recién en abril! Los fríos del otoño hicieron bajar
los casos y en junio ni hubo reportes, por lo que la Comisión Popular se disolvió, y las
autoridades de todos los niveles volvieron a sus palacios aunque nunca más allá de la Plaza de
Mayo. Como medida posterior instatuyeron la “Cruz de Hierro de Caballeros de la Orden de los
Mártires", la primera del país. Wilde se preocuparía inmediatamente en firmar un tratado
regional que alerte el avance de la enfermedad, y como ministro del presidente Roca,
impulsaría una política higiniesta que logró erradicar la peste amarilla del país.

El sacrificio del hombre por la humanidad es un deber y una virtud

Es la frase en homenaje a las víctimas de la peor epidemia que sufrió Buenos Aires, que se
encuentra perdida en la inmenso Parque Ameghino de Parque Patricios -antiguo cementerio.
Wilde tiene un pequeño busto en un pasillo de la Facultad de Medicina, pase de facturas al
también periodista y escritor, por sus posturas laicas, impulsor de la Ley de Educación y
Matrimonio Civil, y su férreo antiporteñismo. La ciudad que aspiraba el cetro de la Reina del
Plata pasó rápidamente la hoja y comenzó un ambicioso plan de obras cloacales, y primeras
medidas de protección ambiental, con la prohibición de los saladeros. Lo que asustaba a los
porteños fue su peor rostro, la codicia, la rapiña, el fraude moral, la xenofobia y la
incompetencia gubernamental, que fue salvada por la acción de los vecinos y los mismos
héroes anónimos de siempre. Comparando la foto de 1871 y 2021, 150 años de por medio,
¿cambiamos?
Fuentes: Lobato, M. Z. Política, médicos y enfermedades. Lecturas de historia de la salud
argentina. Buenos Aires: Biblos. 1996; Scenna, M. A. Cuando Murió Buenos Aires: 1871.
Buenos Aires: La Bastilla, 1971; Sanguinetti, M. San Telmo y su pasado histórico. Buenos Aires:
Ediciones San Telmo. 1965

Fecha de Publicación: 27/01/2021

https://www.serargentino.com/argentina/historia/fiebre-amarilla-1871-buenos-aires-nunca-
tan-cerca-del-infierno?
gclid=Cj0KCQjw16KFBhCgARIsALB0g8LWLNAnZkiWn4SURSzMOjxau0_TE8ps8e2Op8UXtEW0zt
Cl_ODdV5UaAvcjEALw_wcB

En medio del calor que impregnaba los primeros días de aquel febrero, y como ordenaba la
tradición, la sociedad porteña se afanaba en los preparativos para celebrar el carnaval. Las
comparsas, con su bulla y su alegría, ensayaban a marchas forzadas. Por la calle del Parque,
por mencionar una de tantas, la actividad era frenética: “todos se esmeran, todos se empeñan,
todos contribuyen al adorno general; no sólo dando plata para el embellecimiento de la calle
propiamente dicho sino empavesando sus casas, iluminándolas con guirnaldas, cortinas de
seda y cenefas de flores”[i]. La expectativa era tal y el avance de los preparativos tan
prometedor, que según anotaba un periodista de El Nacional, se podía asegurar que “este
carnaval hará época en los anales de Sud-América.”[ii]

De algún modo funesto, quien hacía pronósticos tan ambiciosos no se equivocaba del todo.
Aquel febrero sería singular, pues mientras que por diversos rumbos de la ciudad los vecinos
se entregaban a la emoción de las fiestas, en las calles del barrio de San Telmo ardían altas las
hogueras, con fuegos que luchaban por purificar el aire. Era el año de 1871, y la que hasta
entonces fuese la ciudad de los Buenos Aires recibiría la visita de la fiebre amarilla. La muerte
había tocado puerto.

La fiebre amarilla, infausto mal que ya en 1858 había visitado la ciudad, y que aún habría de
volver en 1874, se apoderó de Buenos Aires en aquel fatídico año de 1871 con una violencia
epidémica que, ni antes ni después, habría de verse más. Durante casi cinco meses –desde
febrero hasta finales de junio-[iii] la enfermedad fue reina y señora de la capital argentina, y a
sus pies quedaron postradas más de 13,500 personas[iv]. Para los hombres y mujeres de la
época, aún cuando los brotes epidémicos de grandes magnitudes no les eran ajenos –
recordemos que tan sólo tan sólo tres años antes, 1868, el cólera había cobrado una alta taza
de mortandad- la epidemia de fiebre amarilla fue un duro golpe cuyos dramáticos estragos
permanecerían en la memoria colectiva.

A la luz de este triste acontecimiento, podemos identificar una serie de factores que operan en
el marco social de la época, pero que en un momento de crisis como este, afloran con
particular claridad. Siguiendo la idea de Diego Armus, el estudio de la enfermedad puede ser el
argumento nodal que abre la posibilidad de múltiples lecturas sobre fenómenos sociales
diversos.[v] Así, nuestro interés en el presente trabajo radica en mostrar la manera en que una
clase social, los estratos bajos del pueblo, y dentro de ésta un grupo étnico, los inmigrantes
italianos radicados en Buenos Aires, fueron señalados con mayor o menor disimulo como los
responsables de la enfermedad. ¿Bajo qué argumentos? ¿Qué implicaciones culturales le
subyacen a tal fenómeno? Serán las preguntas que intentaremos responder.

Las aguas de la podredumbre

Hacia finales de la década de 1860, las condiciones higiénicas en Buenos Aires, como en la
mayoría de los centros urbanos de la época, dejaban mucho que desear. Sin una estructura
sanitaria que regulara las prácticas y preservara los espacios libres de contaminación, los
problemas que la ciudad enfrentaba, como era de esperar, no eran pocos ni menores. Al
transitar por sus calles, sin importar demasiado el barrio que fuere, el caminante tropezaba a
cada paso con residuos sólidos y cuerpos de aguas estancadas donde se acumulaban “las
peores inmundicias”, viéndose obligado a lidiar con basuras y suciedades que no sólo ofendían
la vista y el olfato, además llenaban de preocupación “por cuanto ellas descomponen el aire
originándose de ahí malignas enfermedades”[vi].

Las casas de inquilinato o conventillos, espacios representativos del hacinamiento y la miseria


en que vivían los estratos más bajos –muchos de ellos inmigrantes-, eran otro de los motivos
de consternación para la prensa. Pero acaso el más grave de todos los problemas sanitarios, o
por lo menos el que suscitaba el mayor encono en las páginas de los diarios, era la
contaminación del Riachuelo.

El Riachuelo, la corriente de agua que descargaba el afluente del Río Matanzas en el Plata, era
empleado como vertedero de desechos, sobre todo los que provenían de los numerosos
mataderos y saladeros instalados en sus orillas. En sus aguas turbias confluían los despojos de
los saladeros con los desechos que arrojaba la población y las basuras que se lanzaban desde
los buques que hacían escala en la costa, y no era raro contemplar el desagradable espectáculo
“de animales muertos y putrefactos abandonados allá y acullá: caballos, perros, gallinas y
muchísimos peces, todos los cuales con su hediondez nauseabunda apestaban el aire”[vii], lo
que volvía al paseo Colón una avenida prácticamente intransitable. “¿Hasta cuando
respiraremos el aliento y beberemos la podredumbre de ese gran cadáver tendido a espaldas
de nuestra ciudad?” se preguntaba un articulista[viii].

Se puede decir, sin temor a exagerar, que diariamente y sobre todo durante los primeros
meses de la epidemia, aparecía por lo menos una nota en los diarios que denunciaba
acremente el peligro que la contaminación del Riachuelo representaba para la salud de la
comunidad. A una sola voz, los médicos y la opinión pública denunciaban que la ciudad,
“infestada por las exhalaciones pútridas del riachuelo”, vivía bajo una terrible amenaza, pues
“a cada instante se espera a la muerte condensada en los horribles flajelos del cólera o de la
fiebre amarilla”[ix].
Por si las condiciones insalubres del Riachuelo fuesen poca cosa, la situación se veía agravada
por el hecho de que no se contaba con un sistema de agua corriente y ni el agua del río que se
distribuía en la ciudad ni la de los escasos pozos particulares existentes tenía control sanitario
alguno[x]. Por esto Nicolás Avellaneda no estaba muy alejado de la verdad al atribuir en un
artículo de marzo de 1871, el origen de la enfermedad a “las aguas que nos sirven para los
usos de la vida, alteradas por la sangre y los líquidos que con ella se mezclan”[xi].

Toda vez que los llamados focos de infección eran tantos y tan difícil su eliminación, las voces
de alarma suenan cada vez con mayor fuerza al correr de los días. Se teje entonces, ante el
rápido aumento que se percibe en el número de enfermos, un intenso debate en el que
participan por igual los responsables de la prensa que los médicos colegiados, respecto a si se
trata en realidad de la temida fiebre amarilla y si ésta había adquirido la fuerza suficiente como
para ser considerada una epidemia. “Apóstoles del embuste” llama El Nacional del 23 de enero
a aquellos que sueltan “los rumores alarmantes” sobre la presencia de la enfermedad.[xii] Para
el día seis de febrero se concede que hay “un mal” entre la población, pero que sólo se trata
de una cosa pasajera, delimitada en el radio de un par de calles. En el agitado mar de
opiniones encontradas que se desata, y ante el peso de las evidencias[xiii], el mismo diario se
ve obligado a corregir la plana al día siguiente y reconocer lo inevitable: “El pueblo ya sabe que
la fiebre amarilla hace actualmente numerosas víctimas en uno de los barrios de esta ciudad.
No hay pues para que andar con misterios y conviene decirle clara y francamente la verdad
para que tome las precauciones que la ciencia recomienda en estos casos”[xiv].

Los enfermos se empezaban a agolpar a las puertas de la parroquia de San Telmo, y por las
calles, en otros tiempos alegres y plenas de actividad, el lúgubre sonido del viático se convertía
en la música de fondo de la desgracia cotidiana. Mientras el pánico cundía cada vez más por las
calles de Buenos Aires, uno de los médicos más reconocidos, el Dr. Juan Ángel Golfarini,
responsable del cuerpo médico de aquella parroquia, daba a conocer al público, el 22 de
febrero, un cuadro estadístico sobre la mortalidad de la enfermedad, rebelando que en San
Telmo se habían atendido 49 enfermos, contando sólo tres defunciones. Golfarini agregaba
que, si bien existía la enfermedad, había “una gran desproporción entre la verdad de los
hechos” y “la algaraza, la alarma y el ruido que se produce”. No había, remataba el médico,
“porque alarmar los espíritus en tal alto grado, ocasionando muertes reales con una peste
artificial y de capricho, pues no debe olvidarse que hay gente que se enferma y muere de
susto”[xv]. Las noticias reconfortantes del Dr. Golfarini no bastarían para acallar el miedo, y el
clamor popular no se haría esperar: la población exigía una respuesta de las autoridades, en el
sentido de combatir los focos de infección.[xvi]

Ante la contundencia de la epidemia, que poco a poco se apoderaba de la ciudad, y


atendiendo los reclamos de la opinión pública, el presidente Sarmiento (1868-1874) tomó la
resolución, a mediados de febrero, de ordenar el cese de las actividades de los mataderos y
saladeros apostados a las orillas del Riachuelo, a partir del primero de marzo, y hasta que la
epidemia fuese erradicada. Con ello se buscaba combatir “aquellas cosas que puedan
infeccionar el aire que respiramos”, contando “en primer término los Saladeros y el Riachuelo
de la Boca”, responsables, según se creía, del brote epidémico.[xvii]
San Telmo, ese antro de muerte

Así se pintaba al barrio de San Telmo en una nota periodística[xviii], y es que, desde finales de
enero, los primeros casos registrados de enfermos con fiebre amarilla se habían registrado en
algunas casas de inquilinato ubicadas sobre la calle Bolívar, entre San Juan y Cochabamba, de
aquella parroquia. A partir de ahí, el flagelo de la peste se había apoderado del barrio entero,
avanzando inexorablemente casa por casa, hasta vestir de luto todas sus calles.

La explicación de cómo había comenzado la enfermedad y por qué se había cebado


precisamente en aquel punto de la ciudad no quedaba del todo clara, puesto que para la
época, la etiología –y por consiguiente la profilaxis- de la fiebre amarilla aún era un misterio.
Conforme transcurrían los días, la idea de que en San Telmo había una epidemia se convertía
en una certeza, y la única explicación posible debía buscarse en el Riachuelo. A este se debía
que el aire que se respiraba en la zona fuera “el más pútrido que puede ser imaginado”, y en
este aire pútrido, lleno de exhalaciones miasmáticas, tenía su origen la enfermedad. En el
imaginario colectivo, las “exhalaciones venenosas del Ganges bonaerense”, causadas por la
acumulación de deshechos de los saladeros, se concentraban en aquel rumbo de la ciudad,
“cerca del cual la pútrida corriente derrama su líquido pestífero en el Río de la Plata.”[xix]

Al suscitarse los primeros casos de fiebre amarilla en San Telmo, la opinión pública y sobre
todo los médicos vieron corroboradas sus concepciones científicas: la peste había venido del
norte, o como lo expresaba en tonos coloquiales una opinión del diario, “la maldita fiebre
amarilla fue importada desde el Paraguay, costa abajo hasta Buenos Aires; alguno de esos
apestados se posesionó en el barrio de San Telmo, y tuvo el mal gusto de morirse y dejar el
jermen del mal, contaminando a los demás”[xx]. Al reinar en la zona los focos de contagio, con
los numerosos conventillos establecidos en el barrio, los lugares en la calle donde se
acumulaban basuras y aguas estancadas, y por encima de todo, los miasmas provenientes del
Riachuelo, la fiebre tenía que encontrar ahí un hogar natural.

Según la concepción de la enfermedad imperante en la época, el “germen del mal” estaba en


las exhalaciones nocivas llamadas miasmas. Aún pasarían varios años antes de que Pasteur
diera con la teoría bacteriológica, y sería hasta 1881 que el cubano Carlos Juan Finlay
identificara al mosquito Aedes aegypti como el agente transmisor de la fiebre amarilla[xxi]. En
el momento, la única explicación posible para la enfermedad, se basaba en la teoría
miasmática. Los miasmas eran efluvios nocivos que emanaban de la corrupción de los
organismos y por tanto, existían a partir de una amplia variedad de fuentes: cadáveres
humanos y animales, personas enfermas, excrementos y desechos corporales, materia vegetal
en descomposición, agua pútrida o emanaciones que surgían de la tierra. Estos “efluvios”,
“emanaciones” o “vapores mefíticos”, como eran designados, ascendían a la atmósfera, donde
quedaban suspendidos, y era el viento el que se encargaba de difundirlos entre la gente.[xxii]
Para el imaginario colectivo, la enfermedad se originaba en los sitios insalubres, de donde
emanaban esos terribles miasmas que impregnan el resto de los espacios de la ciudad. Pero a
la vez, la enfermedad se podía transmitir por el contacto con las personas afectadas por el mal,
por ello, no sólo era temible el espacio sucio, el barrio mísero y sus conventillos, sino también
quien en ellos habita, el pobre. Con esto vemos la manera en que opera una noción de
enfermedad que se construye socialmente, integrando elementos tanto de la teoría
miasmática como de la contagionista, construcción que, según Paul Slack, es una noción muy
común en las explicaciones que la gente daba de las epidemias: “casi todas las epidemias
fueron vistas por sus contemporáneos, como si fuesen transmitidas de persona a persona, y
como si surgieran de condiciones locales con preponderancia usual a la mugre: nociones de
‘contagio’ y ‘miasma’, en un tipo mucho más ambiguo, se combinaban”.[xxiii]

Ya Hipócrates (s. v a.C.) había planteado la relación entre salud y medio ambiente, relación que
los partidarios de la teoría miasmática pondrían de relieve al postular que el miasma era una
influencia externa al cuerpo que se adhería a él, y alteraba el “equilibrio” natural entre el
organismo y su medio.[xxiv] Por lo tanto la labor del médico, como “conocedor de la ciencia y
dispensador y protector de la salud”, según lo definiera el Dr. Golfarini[xxv], era restablecer
ese equilibrio, eliminando cualquier amenaza que pudiera darse en el medio ambiente.

Como advierte Alain Corbin, en este escenario se asociará lo malsano con todo aquello que
ofrezca un olor desagradable, siendo el olfato el sentido del que disponía el hombre para
identificar el peligro: “el olfato advierte la amenaza: discierne a distancia la podredumbre
nociva y la presencia del miasma” (2005: 14). Esto cambiará la relación que el hombre tiene
con su entorno; lo obligará, ante el peligro de contraer una infección, a estar atento de lo que
percibe como corrupto. Aguas estancadas, acumulación de desechos y despojos: todo dará la
señal de alarma por su olor nauseabundo. Esta idea era plenamente aceptada por los hombres
de la época, como lo deja ver con toda claridad una nota del diario al decir que “No se
necesita ser hombre de la ciencia para comprender que los saladeros y el riachuelo son focos
de infección. Basta ser hombre de narices para afirmarlo con conciencia”.[xxvi]

Febrífugos, italianos y gente de mal vivir

Para el 22 de febrero, una vez terminadas las fiestas del carnaval, aparece en el diario una
reflexión sobre como, a comparación de años anteriores, este carnaval lució más modesto y sin
las explosiones de alegría acostumbradas. El articulista concluye que tal decaimiento en los
ánimos obedeció, principalmente, a los estragos de la guerra franco-prusiana, que se
desarrollaba por entonces en el viejo continente y cuyos resultados adversos para la nación
gala habían paralizado el comercio y minado el espíritu de la colonia francesa de Buenos Aires,
otras veces tan animada. La baja también se explicaba por la guerra de Entre-Ríos, sin olvidar
“la presencia del terrible flajelo que azota a una parte de la población”.[xxvii] Por aquellos días,
contrariamente a la opinión del cuerpo médico, que ya para entonces ha formado comisiones
de higiene en cada parroquia de la ciudad, la sociedad porteña en general tiene conciencia de
que en San Telmo se ha cebado el mal de la fiebre amarilla, pero, según se aprecia en los
testimonios, lo considera aún como algo ajeno, como un mal que sólo atacaba en un punto
específico de la ciudad, por sus condiciones insalubres, y sólo a los que ahí habitaban.
A los pocos días se publicaría la estadística mencionada antes del Dr. Golfarini y ésta
corroboraría tal impresión. A simple vista se notaba que la epidemia era “mansa y sin dientes”
como dice el facultativo, y que sólo arrancaba la vida entre la gente de San Telmo, de estrato
muy humilde en su gran mayoría: mujeres que trabajaban como costureras, planchadoras o
cocineras, y hombres que se ganaban la vida como albañiles, changadores, carreros o
pescadores. Hasta ese entonces, la epidemia no cobraba la vida de más de veinticinco
personas al día en promedio y no lograba burlar los cercos sanitarios que la Comisión de
Higiene había implementado en torno al barrio de San Telmo, por lo que parecía que la
situación sería controlada.

Pero el optimismo no duraría mucho, cuando para las primeras semanas de marzo la epidemia
da un brusco salto, tanto cuantitativo como geográfico. El día seis de ese mes se registran por
primera vez más de cien defunciones en un sólo día, y desde ahí la cuenta diaria no habría de
descender a menos de la centena hasta prácticamente los inicios de mayo. Muy por el
contrario, las cifras se dispararían en una escalada atroz, y lo que al último día de febrero era
una alimaña mansa que había enterrado sólo a 290 personas, para el cierre del mes siguiente
era una bestia incontenible que había arrancado la vida a 4703 individuos.[xxviii] La epidemia,
esa que Francisco Uzal había descrito con mucha visión desde inicios de febrero, cuando decía
“en la parroquia de San Telmo asoma su espantosa cabeza el monstruo insaciable de carne
humana- la fiebre amarilla”[xxix], había superado las débiles medidas sanitarias y ahora
devoraba a la ciudad.

Conforme la violencia de la peste va en ascenso se da, según creo, un cambio sutil pero por
demás significativo en la manera en que la opinión pública percibe la enfermedad, de donde
provenía, quienes y cómo la padecían, y por consiguiente, quienes la transmitían. Como
mencionaba líneas arriba, marzo, desde el principio, contaría una historia muy distinta a la que
había sido febrero. Los pobladores de Buenos Aires, aterrados, sin saber bien a bien cómo se
contraía la enfermedad, sin una estructura médica capaz de dar atención al enorme número
de enfermos que día a día aparecían, sin contar con una respuesta clara de las autoridades
tanto municipales como gubernamentales, y en medio de las condiciones sumamente
insalubres en que se encontraba la ciudad, tenían escasas posibilidades de escapar al contagio.

Cuando esto sucedía, la persona afectada o febrífugo, presentaba síntomas como decaimiento
del cuerpo, dolor en la espina dorsal, en la cabeza y en la cintura; no era extraño que la lengua
adquiriera un tono obscuro y que el cuerpo se viera atacado por violentos escalofríos.[xxx] A
partir del contagio la enfermedad evolucionaba en un lapso de aproximadamente seis días, en
los que atravesaba por dos fases, siendo en la segunda cuando aparecía el vómito de bilis y
sangre, rasgo característico de este mal y al que se debe que también se le conociera por
fiebre biliosa[xxxi]. Al cabo de estos seis días se decidía la suerte del paciente, a menudo con
perspectivas poco optimistas.
Desde los tiempos más tempranos de la epidemia, un presupuesto orientó los juicios de la
opinión pública: el de que la enfermedad, por las propias condiciones de vida de la gente
pobre, atacaba con mayor ferocidad a esta franja de la sociedad. Si el mal provenía de la
descomposición de la atmósfera, y si las condiciones más insalubres se encontraban en las
zonas pobres de la ciudad, era lógico que los que ahí vivían contrajeran el mal con mayor
facilidad. Sumado al medio, había factores que de algún modo predisponían a las clases bajas
al contagio: “La falta de aseo, la alimentación mal sana de las familias, basta y sobra para hacer
jerminar un mal que pequeño al nacer, como una chispa, no tarda en propagarse adquiriendo
las proporciones colosales y voraces de un verdadero incendio.”[xxxii] La conjunción del medio
insalubre y las condiciones de vida de las clases bajas, que moraban en los cuartos reducidos,
húmedos y sucios de las casas de inquilinato, además de la falta de aseo personal, les
condenaba a ser el pasto de las epidemias.

Esto se vio corroborado por la experiencia durante la epidemia de cólera de 1868, y ahora,
cuando el virus se apoderaba de San Telmo, uno de los barrios populares de la ciudad, no
quedaba lugar a dudas. La gente caía enferma con gran facilidad y sus organismos, débiles y
mal alimentados, tenían la batalla perdida de antemano. Conforme el porcentaje de enfermos
aumentaba, así disminuían las oportunidades de recibir asistencia médica, pues el número de
facultativos era insuficiente para atender todos los llamados y el Estado no contaba con la
infraestructura necesaria para enfrentar un mal de semejantes proporciones. “La gente pobre
se muere amontonada en los pequeños cuartos que les sirven de habitación, sin haber sido
atendidos ni por la medicina ni por la caridad –lamentaba el editorialista de El Nacional- y
muchos de los que perecen en el aislamiento se salvarían si fueran atendidas con tiempo, si el
médico a su cabecera pudiera estudiar el desarrollo de su mal y prestarles su
cooperación.”[xxxiii]

Al calor de la epidemia, cuando ésta recrudece y se abalanza sobre una población indefensa, el
cuatro de marzo aparece publicada en la prensa una “curiosa” observación: en virtud de
cálculos –que por lo menos llamaríamos dudosos-, se afirmaba que, de los atacados por la
epidemia en San Telmo, tres cuartas partes de las víctimas eran de nacionalidad italiana. La
cuestión era de llamar la atención y suscitaba posibles respuestas. Podría deberse a las malas
condiciones en que vivían los inmigrantes, que al pisar tierra argentina a menudo buscaban
vivienda por aquel rumbo. Podría ser que el hacinamiento estuviera acabando con la vida de
los italianos. Otra posible explicación de tan “curioso” fenómeno era que, de todos los vecinos
de San Telmo, los italianos constituían una abrumadora mayoría con respecto a otros grupos.
¿Podría ser?

El autor de la nota afirmaba que en San Telmo “no existen más de dos casas de hospedaje,
llamadas conventillos o cuarteles” y que las condiciones higiénicas de ambas eran aceptables,
que excluían “los peligros de la aglomeración” y finalmente, que en ellas no se había dado una
sola defunción por fiebre amarilla.[xxxiv] Como veremos más adelante, esta opinión no podría
ser más contrastante con respecto a lo que se escribía sobre los famosos conventillos tan sólo
un mes después y aún con respecto a notas aparecidas por aquellos días de marzo. Por otro
lado, decía la nota, la población italiana era mayor que la venida de otras procedencias, pero
en conjunto, esta era inferior a la suma de todas, incluida la argentina. Entonces, ¿a qué
respondía tan peculiar fenómeno?

La respuesta era más bien sencilla: salvo “los pocos italianos cultos y sensatos” que vivían en
Buenos Aires, una “muy limitada mayoría” ciertamente, el grueso de los italianos estaba
compuesto “de gente muy ignorante, estúpida y supersticiosa”. Estos hombres y mujeres, que
por orientados por su “fanatismo” rechazaban la asistencia médica, sucumbían “por su propia
ignorancia”:

¿Qué sucede entonces? Algunos amigos o parientes del enfermo, tan estúpidos y
supersticiosos como él, rodean el lecho y celebran sus consultas. Cada uno da su opinión y
recetan según su ciencia. Uno cierra las puertas y ventanas y tapa hasta las junturas de éstas
para que los frailes no puedan arrojar dentro los polvos orijen de la peste. Otro, pronuncia
algunos exorcismos haciendo cruces al enfermo para conjurar el espíritu maléfico que cree se
le ha metido en el cuerpo. Quien le aplica en el estómago un pollo negro abierto en canal.
[xxxv]

¿Los italianos rechazaban el auxilio médico por mera y llana estupidez? Evidentemente no, y lo
que priva entre ellos es más bien cierta reticencia pues “se les ha ocurrido que la peste la
hechan los frailes o los médicos para acabar con ellos”. La observación –no exenta de cierto
humorismo involuntario- encierra una circunstancia dramática, pues ahí encontramos uno de
los fenómenos clave en la historia de las epidemias. Como lo ha señalado Slack, a lo largo de la
historia la constante ha sido que, al presentarse una enfermedad contagiosa de estas
proporciones, lo natural sea señalar a los pobres y los inmigrantes como responsables de la
enfermedad: los pobres por estar “imbuidos” en una supuesta esfera de degradación moral y
física, y los inmigrantes por su ausencia de vínculos con el grupo social, por ser un intruso que
amenaza con romper el orden de las cosas. Del mismo modo, la respuesta que adoptan estos
grupos marginales, es la de acusar a los sectores dominantes o grupos de poder de lanzar la
enfermedad contra ellos, como una medida para erradicarlos.[xxxvi]

Según aclaraba una nota aparecida coincidentemente el mismo día, “los casos ocurridos en
distintos barrios no han tenido repercusión, y han afectado generalmente a personas de mal
vivir y generalmente a casas de inquilinato.”[xxxvii] A partir de opiniones como ésta se
construye una imagen estigmatizada de esas personas de mal vivir que moraban en los
conventillos, es decir, de las clases pobres, integradas en buena medida por los inmigrantes
venidos allende el mar.

La enfermedad, el pobre y su morada

Bajo esta lógica cambia el punto de atención sobre las causas de la enfermedad, pues mientras
poco tiempo atrás se reputaba al Riachuelo como la mayor amenaza para la salud de la ciudad,
ahora se afirmaba sin lugar a dudas que el conventillo “era el foco más poderoso de la
epidemia”[xxxviii]. Si bien los saladeros habían suspendido sus actividades desde el primero de
marzo y por ello lógicamente cesó un poco la preocupación por la contaminación del
Riachuelo, y por ende las notas en la prensa al respecto, las fuentes reflejan no sólo un
aumento en cuanto a las opiniones que se ocupan del estado de las viviendas de las clases
bajas, sino además, una reprobación, expresada en términos más abiertos y sin miramiento
alguno.

Desde que cundió el flagelo en San Telmo, las autoridades médicas externaron su
preocupación por el estado de las casas de inquilinato, solicitando a la Municipalidad ordenara
el desalojo de algunas. Pero, cuando la enfermedad corrió por toda la ciudad, los desalojos se
plantearon como una medida indispensable y a costa de lo que fuese. Así lo dejaba ver la
prensa, cuando por consenso le declaraba “la guerra a muerte a todos los conventillos y focos
de infección que existen en la ciudad”. La cruzada empezaba por un conventillo ubicado sobre
la calle México, entre Perú y Bolivia, en el que, según el diario, vivían más de cien personas en
apenas catorce pequeños cuartos de madera, en medio de una insalubridad que no resulta
difícil imaginar. Ante el peligro que representaba “tan inmundo local”, el periódico El Fénix
exigía que el conventillo fuese examinado por la Comisión Parroquial y puesto en condiciones
higiénicas, “arrojando a la calle a los que tan directamente contribuyen al desarrollo de la
epidemia”.[xxxix]

¡Guerra a la inmundicia! Se proclamaba en los diarios, siguiendo un argumento muy preciso: la


salud y el bienestar del cuerpo social estaban por encima de los derechos y las libertades de los
individuos. Por lo tanto, si los conventillos y quienes ahí vivían eran una amenaza para la salud
de la sociedad en su conjunto, entonces era válida cualquier medida que se tomase para
erradicarlos, por dolorosa que ésta fuera. De tal modo, ante la falta de energía de las
autoridades, se hacía un llamado al pueblo para que, apelando a su soberanía, procediera a
desalojar los conventillos, pues cada uno era un foco de infección. “Todo lo que [el pueblo]
haga en defensa de la ley suprema de la sociedad –recordaba el diario a sus lectores- es bueno
y legítimo”.[xl]

La epidemia, como resulta a menudo durante los periodos de crisis, sacaba a la luz tensiones
sociales que siempre habían estado presentes, pero que era difícil confesar en tiempos
normales. La condena hacia los conventillos y claro, hacia “sus poco higiénicos moradores”[xli]
no había surgido a partir de la fiebre amarilla, pero su aparición permitía reclamar medidas
enérgicas para corregir esas máculas de la sociedad. Ya desde 1868, tras la epidemia de cólera
que golpeó a la ciudad, los médicos habían propuesto, para supervisar la limpieza de la
población y como medida preventiva ante de una epidemia futura, perseguir el miasma en
todos los rincones de la ciudad, públicos y privados, hasta acorralarlo en los últimos y más
míseros reductos, en los conventillos. En la idea de preservar la salud del organismo social, aún
cuando ello implicase sacrificar el espacio del individuo –no de cualquier individuo, claro está-
en aras del bien común, la salubridad se definirá en términos similares a lo que Passot dijese
sobre la Francia de mediados de siglo: “la salubridad de una gran ciudad es la suma de la de
todas sus habitaciones privadas”.[xlii]
Se formularía entonces el recurso de las visitas domiciliarias como una necesidad, aunque
tampoco de cualquier domicilio. Se trataba, como dice González Leandri, de visitas a la morada
del pobre, “y, por lo tanto, de una peculiar adaptación de la idea del foco de infección”.[xliii]
De identificar el peligro de la epidemia con lo sucio, con lo que apesta, y de ahí a verlo en la
persona, el espacio y las prácticas del pobre, no había más que un paso, paso que Corbin ha
definido perfectamente: entre los médicos higienistas del xix, dice, “la estrategia que se aplica
operará claramente la división entre el burgués desodorizado y el pueblo infecto”.[xliv]

Un claro ejemplo de lo selectivas que eran las medidas contra la epidemia y de la alarma que
despertaba la presencia y el contacto con los pobres, lo encontramos en dos proyectos de ley
presentados en las cámaras por el diputado Augusto Marcó del Pout, precisamente durante los
días más álgidos de la epidemia. Sus propuestas consistían, por un lado, en evitar la
sobrepoblación y el hacinamiento en las viviendas, y por otro, en regular la práctica de la
mendicidad.

Respecto a las viviendas, por la certeza de que la aglomeración de personas en un recinto


corrompía el aire por las exhalaciones miasmáticas que se desprendían de ellas, se pretendía
evitar que estas albergaran más habitantes de los que higiénicamente podían contener sus
habitaciones. Pero la prensa, entre elogios y lisonjas para el diputado, se encargaba de aclarar
que la medida estaba dirigida casi exclusivamente para los conventillos, pues aún cuando
incluía las casas de familia donde habitasen demasiadas personas, “es indudable que en su
aplicación sólo tendrá que surtir efectos en las casas de hospedaje e inquilinato, únicos que en
esta ciudad se encuentran en el caso y condiciones que perjudican a la higiene y a la salud de
la comunidad.”[xlv]

Acerca de la mendicidad, la propuesta era castigar por ley, bajo el cargo de vagancia, a todo
aquel que fingiese ser un mendigo. Aunque el comentarista expresaba que esto era una
injusticia, pues “la ley de vagos no es otra cosa que un azote para los pobres, sin fuerza, ni
eficacia para los ricos”, hacía una descripción del mendigo en términos muy duros, y para los
objetivos de este trabajo, reveladores: los mendigos eran aquellos que “se cubren con los más
inmundos harapos, y convertidos en focos ambulantes de infección, cruzan las calles
ensuciando con su contacto al transeúnte.”[xlvi]

La idea que asocia la pobreza con la mugre data de muy atrás, por lo menos en Occidente. Ya
desde la baja Edad Media, la pobreza llamada “involuntaria”[xlvii] era percibida como un
síntoma inequívoco de “degradación de la dignidad del hombre”[xlviii], y al pobre, como un ser
inficionado, al que se trataba con menosprecio y rechazo por su naturaleza vulgar (ignobilis,
vilis), que se distinguía por ciertos rasgos muy precisos, como la fealdad y la suciedad. Según
Michel Mollat, “sucio, harapiento, nauseabundo, cubierto de úlceras, el pobre se vuelve
repugnante (abjectus)”[xlix]. En adelante, el pobre será visto como irremediable portador de
estos rasgos, como una persona sucia, ignorante, contaminada y capaz de contaminar a los
demás.
En el pobre lo sucio se convierte en un rasgo innato, un pesado estigma con el que debe
cargar. Atendiendo a lo expuesto por Goffman, el estigma cumple las veces de una justificación
moral de una situación de desigualdad, pues explica no sólo la inferioridad humana de un
individuo o grupo social, sino, por ende, la superioridad de aquel o aquellos que se perciben y
reconocen frente al otro como “normales”.[l] Por lo tanto, el estigma juega un papel
fundamental en el orden de una sociedad al definir los roles sociales que corresponden a unos
y otros, los que son “normales” y cuentan con la aprobación del grupo, y los que no lo son.

Pero ¿existe una relación entre esta construcción cultural y la percepción de la enfermedad?
Definitivamente. Ante la imposibilidad de explicar cabalmente el origen de la enfermedad, la
teoría miasmática desarrolló, como hemos visto a través de los testimonios sobre la epidemia,
un importante nexo metafórico entre la suciedad y la enfermedad, y a la vez, entre ambas y los
grupos sociales a quienes se responsabilizó de portar y transmitir el mal. Como han
demostrado Corbin y Vigarello, la pauta cultural que identifica lo sucio como algo indeseable o
nocivo en oposición directa a la idea de virtud, blanca y aséptica, adquiere total sentido en el
proceso que se da con las élites de occidente, cada vez más obsesionadas por alejar lo que se
perciba como sucio, y cuya expresión material es el progresivo perfeccionamiento de las
tecnologías de la higiene, así como el desarrollo de una cultura relacionada con la prevención y
erradicación de la enfermedad, y con el creciente afán por regular los cuerpos y los hábitos.[li]

Consideraciones finales

La epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires durante los primeros meses de 1871
constituye, en el marco interpretativo de la historia social de la enfermedad y de la historia de
las ideas, una valiosa oportunidad para constatar las tendencias generales que se dan en este
tipo de situaciones, y claro, las tensiones sociales que se daban en un periodo significativo del
pasado de la Argentina. En el plano de fondo, se observa una vez más como, al presentarse
una epidemia, los grupos de poder, cuya voz en este caso es representada por la prensa
escrita, enfocan su atención sobre las clases marginales, a quienes se les estigmatiza como
portadores y transmisores naturales de la enfermedad.

En el escenario particular de la Argentina del xix, identificamos uno de los rasgos que se dan
con el proceso migratorio que la nación, y particularmente Buenos Aires, vive. Los inmigrantes
pobres que descendían de los barcos y se instalaban en el barrio de San Telmo, y después los
pobres en general, sin distingo de nacionalidad, serán vistos como sujetos peligrosos, cuyas
formas de vida, sus espacios y prácticas, podían amenazar la salud del cuerpo social. El pobre,
por su miseria, es visto como un ser degradado, sucio, y por ello proclive por naturaleza a
contraer enfermedades. Por ello, en nombre del bienestar de la comunidad, las élites
intentarán implementar progresivamente mayores medidas de control sobre todos los
aspectos de su vida, lo que constituye uno de los rasgos esenciales de la modernidad.

https://buenosaireshistoria.org/juntas/el-temor-a-la-epidemia-de-los-pobres-buenos-aires-y-
la-fiebre-amarilla-de-1871/
La primera vez que la fiebre amarilla pisó la ciudad de Buenos Aires fue en el verano de 1857.
En esa oportunidad cuatro marineros uruguayos infectados escaparon del lazareto
improvisado en el Hospital de la Caridad, en Montevideo, y cruzaron el Río de la Plata.

Tres de los cuatro evadidos murieron. La fiebre no avanzó por la ciudad. Hubo, más adelante,
un par de alarmas, pero tampoco se propagaron. Por lo tanto, si bien a comienzos de 1871
existía cierta preocupación del gobierno por la epidemia que estaba afectando a las
poblaciones de Paraguay y Brasil, era apenas un tema más en la agenda. Recordemos que
pocos meses atrás, Uruguay y la Argentina, asociadas con Brasil, habían llevado adelante la
Guerra del Paraguay.

En los primeros día de enero, el presidente Sarmiento envió al doctor Pedro Mallo a
Corrientes, donde la fiebre amarilla estaba causando estragos. El gobierno quería conocer la
situación sanitaria y ordenar una cuarentena estricta a todo barco que arribara a los puertos
argentinos desde Asunción. Confiaban que esa medida sería suficiente para preservar a
Buenos Aires, la ciudad más poblada del país.

En 1871, la capital sumaba 184.035 habitantes; de los cuales, 44.435 eran menores de diez
años. La mitad de la población era argentina, mientras que el resto lo conformaban los
inmigrantes, entre los que se destacaban los 49.900 italianos, unos 15.300 españoles y 3.230
ingleses.

Los tres primeros casos de fiebre amarilla tuvieron lugar en el barrio de San Telmo, el 27 de
enero. En un principio, las defunciones pasaron desapercibidas para la población, aunque no
para los médicos. La noticia se conocería cuatro días después de las muertes, cuando los
periódicos informaron que estaba verificándose si efectivamente las tres víctimas –dos vivían
juntas– habían adquirido la peste.

El día 1 de febrero se confirmó: presentaban los síntomas de la fiebre amarilla. Pero a la vez, se
advertía a la población que no había motivo de alarma. Por el momento. O, mejor, dicho, por
tres días. Porque el 4 de febrero se estableció un cordón sanitario para aislar a San Telmo del
resto de la ciudad. Las casas donde se habían producido las muertes fueron cerradas. Pero
antes de hacerlo, se quemaron los muebles y se desinfectaron todos los ambientes. Esto se
debe a que se desconocía cuál era el agente de contagio. Por lo tanto se realizaban medidas de
prevención con buenas intenciones pero sin fundamento.

El 7 de febrero, Buenos Aires fue declarado puerto infectado. Ya se entendía la gravedad de la


situación. Se resolvió que ante la aparición de un contagiado, todos los habitantes de la casa
debían ser sacados de allí y puestos en cuarentena en un lazareto. También se recomendaba a
la población de San Telmo que tuvieran comidas regulares y que se mantuvieran secos. La
medicina no podía establecer todavía de qué se trataba y el debate entre lo médicos versaba
acerca de si la peste era contagiosa o no. Lo único que tenían claro era que solía aparecer en
verano y que se daba con mayor frecuencia en cercanías de ríos y de lagos. En este caso, todos
señalaban hacia el Riachuelo que ya empezaba a dar claras señales de pestilencia. Por otra
parte, el calor se presentaba con toda su energía. El verano de 1871 repetía temperaturas
alrededor de los 34 grados y no daba respiro.

En esos días de incertidumbre, se supo que un hombre que había tenido fiebre amarilla, y que
se encontraba en el lazareto de Ensenada, había huido del encierro y regresado a su casa en
San Telmo. Se debatía si era posible que él hubiera trasladado el mal a quienes estaban
padeciendo el rigor de la peste. Lo cierto es que el hombre se recuperó y eso llevó a que
muchos pensaran que él no había tenido nada que ver con el problema y que la fiebre amarilla
no era contagiosa.

Preocupados por comprender el panorama y tratar de identificar al agente conductor de la


enfermedad, los médicos realizaron juntas informativas que permitieron a todos unificar
criterios en cuanto a los síntomas, que eran los siguientes:

Por lo general, luego de tres o cuatro días sin saber que estaba infectada, la víctima
comenzaba con violentos escalofríos en medio del sueño y luego pasaba, en esa misma noche,
a soportar temperaturas de alrededor de 40º. Se conocieron casos en que, antes de la noche
grave, algunos habían experimentado dolor de cabeza o fatiga muscular o náuseas o fuerte
dolor en la columna vertebral.

En pocas horas, el afectado pasaba a tener la piel seca o bañada en sudor, los ojos enrojecidos
y las pupilas dilatadas. Todo esto, acompañado de un fuerte dolor de estómago, más insomnio
y un lógico estado de nervios. Luego se combinaban las náuseas con una sed insoportable,
congestión y vómitos negros. Así, tres o cuatro días. Hasta que finalmente, el severo cuadro se
disipaba.

Es de imaginar el alivio del enfermo, la alegría de volver a la normalidad. Sin embargo, para
muchos era una calma pasajera. En pocas horas, a lo sumo dos días, volvían todos los
síntomas, pero recargados. El cuadro empeoraba en todos los sentidos y el enfermo, abatido,
comenzaba a delirar. Moría en coma, al quinto o séptimo días después de aquella primera
noche de gravedad. Aunque hubo casos de pacientes que se sostuvieron en esa terrible
situación por diez o doce días.

Los médicos intentaban encontrar un hilo que vinculara a todos esos desórdenes internos para
tratar de entender el comportamiento del contagio. Sin embargo, en un principio, no lograron
advertir que los afectados se encontraban en las mismas manzanas y que luego pasaba a otra
contigua. Muchos años después, cuando se estudió con frialdad, pudo advertirse claramente el
derrotero geográfico que fue siguiendo la peste en el barrio de origen. Además, hoy sabemos
que el contagio se producía por la picadura de un mosquito. Y que la persona ya infectada, al
ser picada por otro de estos insectos, le pasaba la peste. Por lo tanto, si este bicho picaba a
otro humano, le transmitía la enfermedad. Así fue como se multiplicó la cantidad de
portadores en condiciones de trasladar la fiebre amarilla a alguien de la familia o a un vecino.

Otra de las señales que daba la peste era que no se ensañaba con los que hoy denominaríamos
"pacientes de riesgo", sino que atacaba a todos por igual. Una persona con muy buen estado
de salud también podía ser contagiada y morir.

Hoy, conociendo al agente de infección, sabemos que si en aquel tiempo hubiéramos tenido
los espirales para mosquitos –que ya empezaban a circular en Japón–, la mortandad hubiera
disminuido en forma notable.

En un principio parecía que todo se circunscribía a la zona del barrio de San Telmo, hacia el sur.
Sin embargo, a fines de febrero ocurrieron muertes en un conventillo ubicado en Paraguay y
Cerrito, barrio de Retiro, del lado norte de la ciudad. Se trataba de una casona con capacidad
para cincuenta inquilinos, aunque ese número estaba más que sobrepasado: en total,
albergaba unos trescientos veinte habitantes.

Había ocurrido lo siguiente: el dueño del conventillo, que vivía allí mismo, prohibía tirar la
basura a la calle. Pedía que se juntara en el patio del fondo para que fuera quemándose de vez
en cuando. En ese tórrido verano, la acumulación de basura generó el gran problema.
Montones de desperdicios fueron el caldo de cultivo de moscas y mosquitos. La primera
víctima fue el dueño de la casa. También murió el resto de su familia. Los inquilinos huyeron
despavoridos.

En esos días se vivió la primera manifestación de malestar social. Algunos vecinos de la zona
afectada partían por su cuenta para instalarse en otro sitio de la ciudad, desoyendo el pedido
de la autoridades, que preferían aislarlos. Se dio un caso que generó un debate. Una familia de
San Telmo que había perdido a dos de sus integrantes estaba mudándose a una casa en la calle
Cuyo (actual Sarmiento) y los nuevos vecinos protestaron. No solo no los dejaban descargar
sus pertenencias, sino que también les gritaban que no eran bienvenidos. Todo termino con la
aparición de la policía para poner orden. Y finalmente la familia se instaló en aquel nuevo
hogar.

Los apenas seis muertos de enero ya eran historia. Desde comienzos de febrero, la cifra de
cualquier día superaba las defunciones del primer mes. El 6 de febrero, la fiebre amarilla se
cobró la primera víctima entre los profesionales de la medicina. El doctor Buenaventura Bosch,
quien había atendido a los enfermos de enero, murió atacado por la peste, en su quinta de San
Isidro. Era una autoridad. Siendo unitario, había sido el médico del gobernador federal, Juan
Manuel de Rosas. Docente, fundador de instituciones médicas y respetable vecino, muy
querido entre sus pares, cayó en cumplimiento de su deber profesional.

Se decidió trasladarlo al cementerio de la Recoleta. El coche fúnebre y la caravana conformada


por los deudos y amigos partieron de San Isidro. Sin embargo, no llegaron a destino. Fueron
interceptados a la altura del arroyo Maldonado, actual avenida Juan B. Justo. Se les anunció
que por una disposición municipal, el féretro no podía ser llevado al Cementerio del Norte.
Luego de un fuerte intercambio de palabras, el coche pegó la vuelta. El doctor Bosch fue
enterrado en el cementerio de San Isidro.

De las seis muertes de enero se pasó a 298 en febrero. La gravedad iba en aumento. No se
hablaba de otra cosa en Buenos Aires. Pero aquellos nefastos días fueron apenas el comienzo
de una historia tan dramática como heroica.

Daniel Balmaceda https://www.lanacion.com.ar/sociedad/epidemia-como-fue-tibio-comienzo-


tragica-fiebre-nid2346420/

https://www.aysa.com.ar/Quienes-Somos/nuestra_historia

En 1856 se produce una epidemia de cólera y en 1858 se da el primer brote de fiebre amarilla,
ambas tuvieron una segunda fase epidémica en 1867 y 1871, respectivamente. El presidente
de la Nación, Sarmiento, decretó un receso administrativo y parlamentario indefinido
(parecido a la actualidad) y fueron clausurados los establecimientos educativos y actividades
recreativas como bailes de disfraces. La epidemia de fiebre amarilla reconfiguró por completo
la vida social:

▪ Mató al 8% de lla población porteña en solo seis meses.

▪ Paralizó la ciudad y la actividad económica.

▪ Las boticas (las antiguas farmacias) eran los únicos establecimientos que permanecían
abiertos hasta la noche.

▪ El Ferrocarril del Oeste habilitó una línea de emergencia a lo largo de la actual Av. Corrientes,
con cabecera en esta avenida y Pueyrredón, con un convoy que transportaba solamente
féretros, en dos viajes diarios.

▪ Se clausuró el antiguo Cementerio del Sur y apareció uno nuevo, el de Chacarita, donde
llegaron a enterrarse más de 500 cadáveres en un solo día.

▪ Un tercio de la población porteña se trasladó en busca de aires más saludables. Las clases
dominantes se desplazaron del Sur al Norte, dejando abandonados los barrios que por aquel
entonces eran el centro de la ciudad: San Telmo, La Boca y Barracas, donde sus residencias y
mansiones quedaron deshabitadas. Así, se empezaron a poblar barrios como Recoleta y Retiro,
y zonas que todavía no estaban urbanizadas como Palermo y Belgrano.
En un informe del Ing. Coghlan se leía: "Sin abundante provisión de agua, cloacas y desagües, y
con focos permanentes de gases malsanos en cada casa y lodazales en cada calle, debe
siquiera haber esperanza de que esta ciudad, por mayores esfuerzos que hagan sus habitantes
y autoridades, se encuentre en condiciones de salubridad satisfactoria".

872

Se inaugura el primer reservorio de agua de Buenos Aires, permitía almacenar 478 m3. En la
actual Plaza de los Dos Congresos, antes conocida como Plaza Lorea.

El Tanque de Plaza Lorea a fines de siglo XIX. A la derecha, el frente del antiguo “Mercado
Modelo”. La Plaza aún no se encuentra dividida por el trazado de la Avenida de Mayo. S/f.

Arqueología Urbana de Buenos Aires, ciclo realizado por la UnTreF

canal Encuentro un ciclo que busca contar la historia que encierran los distintos objetos
arqueológicos encontrados en la ciudad de Buenos Aires. El Centro de Producción Audiovisual
de la Universidad Nacional Tres de Febrero presentará el martes 6 de abril por canal Encuentro
el primer programa de un ciclo documental de 8 capítulos, conducido por el arquitecto y
arqueólogo Daniel Schávelzon y con la co-conducción de la historiadora Carolina Carman y que
buscará que los espectadores conozcan la verdadera historia Argentina contada a través de
diversos objetos arqueológicos desenterrados en el casco histórico de la ciudad de Buenos
Aires.

También podría gustarte