Está en la página 1de 4

¿Merece la pena ser ético?

FRANCISCO ALCAIDE

En los últimos meses hemos sido testigos de numerosos escándalos relacionados con
el mundo de las finanzas. Los último el de Bernard L. Madoff -ex Presidente del
Nasdaq- por un fraude de alrededor de 50.000 millones de dólares, y el del conocido
trader de 31 años de Societé Generale, Jérôme Kerviel.

La situación, sin embargo, no es nueva. En años anteriores hemos vivido episodios


similares como el de Enron (2001), Worldcom (2002), AOL (2002) o Parmalat (2003).
En España, entre los ejemplos más recientes están AVA (1998), Gescartera (2001),
Eurobank (2003) o Forum Filatélico y AFINSA (2006), además de los casos públicos
como la «Operación Malaya», la «Operación Guateque» o la «Operación Bloque».

No obstante, no debe caerse en el error fácil de extrapolar los casos citados como la
práctica mercantil habitual. Hay que apuntar que si bien son las experiencias
fraudulentas las que arman ruido y acaparan las portadas, otras muchas empresas
intentan cumplir con sus obligaciones legales y éticas. A pesar de todo, sí es
conveniente que de vez en cuando salte a la luz pública algún escándalo de esta
naturaleza que ayude a poner un poco de cordura a la celeridad en la que se
desarrollan las transacciones mercantiles y a no pasar por alto algunos aspectos que a
menudo se olvidan y que son importantes, no sólo para la propia dinámica de las
relaciones comerciales cuya base se sustenta en la confianza, sino desde el punto de
vista de lo que es el desarrollo del propio ser humano.

Se suele decir que tres son los requisitos del buen directivo: «técnica», «estética» y
«ética»; ciencia, arte y honestidad. La «técnica» hace referencia al conocimiento de
los fundamentos de gestión; la «estética», al dominio en su ejecución; y la «ética», a la
bondad (o maldad) de los comportamientos

Hoy nos detenemos en la última de las variables y apuntamos sólo algunas reflexiones
que puedan ser de ayuda a la hora de abordar esta cuestión desde una perspectiva
más amplia. No obstante, no es el objetivo de estas líneas sermonear sobre el «deber
ser». Primero, porque no nos creemos capacitados; segundo, porque ningún mortal
tiene todas las respuestas.

Hablar de ética no es fácil: porque no es un recetario de medidas escrito de antemano


para seguirlo a rajatabla donde se nos dice qué es y qué no es ético. Existe una
amplia gama de matices y zonas grises que no es fácil de acotar y donde el «saber
prudencial» es el mejor consejero. Además, antes de juzgar cualquier comportamiento
de un tercero deberíamos preguntarnos qué hubiésemos hecho nosotros en idénticas
situaciones. Una cosa es dar discursos desde la tribuna de oradores y otra bien
diferente bajar a la arena empresarial. Como dice el pensador José Aguilar, «si vamos
a hablar de ética, lo primero que se nos debe exigir es que seamos honrados. No lo
seríamos si escamoteáramos las dificultades reales con las que se encuentra quien se
propone introducir criterios éticos en su actividad profesional. Hacer frente a estas
objeciones, aunque sea desde el convencimiento del papel central que juega la ética
en las relaciones empresariales, es un punto de partida inexcusable».

Hechos y no palabras: las palabras son fácilmente manipulables y engañosas, basta


decir lo que otro quiere escuchar. Es suficiente lanzar lo que es socialmente aceptable
y de este modo recaudar el aplauso social. Los hechos, por el contrario, son
irrefutables; ellos son los que nos ensalzan o nos condenan. Con tono irónico decía
Giovanni Boccacio (1313-1375): «Haced lo que digo, pero no lo que hago». Todos
somos parecidos por lo que afirmamos o defendemos, sin embargo, lo que diferencia
a unas personas de otras son los actos concretos. La ética, como casi todas las cosas
que merecen la pena de la vida, es más fácil en la «teoría» que en la «práctica». Una
cosa es saber lo qué hay que hacer y otra bien distinta ponerlo en acción. Según
James O´Toole, «el 95% de los directivos dicen lo correcto pero sólo el 5% lo hacen».
Las palabras del máximo responsable de una entidad financiera una vez implantado
un nuevo sistema de gobierno corporativo, lo explican claramente: «Un código de
buen gobierno, por excelente que sea, no garantiza en sí mismo el buen gobierno de
la empresa, pues se requieren personas que lo apliquen día a día y, en su
comportamiento, se ajusten a las normas y principios».

Engañar siempre es mal negocio. Rara vez cuando uno no sigue las recomendaciones
de la ética suele salir bien parado: «Es fácil engañar a alguien siempre; a todos alguna
vez; pero no a todos indefinidamente» (Abraham Lincoln). La falta de ética es como
una herida mal curada, siempre acaba por abrirse. No se puede vivir clandestinamente
de manera sistemática. La soberanía de la ética siempre acaba imponiéndose y sale
victoriosa de cualquier batalla. Espera agazapada a que el tiempo le dé permiso para
salir a escena. Donde existe corrupción o fraude, hay perjudicados, y si bien es cierto
que hay mucha gente que calla por miedo a las represalias, también siempre hay
alguien que, tarde o temprano, no aguanta más, acaba estallando y todo se
desenmascara.

Los beneficios de la ética. Ser ético es rentable, no sólo a medio y largo plazo como
proclaman algunos, sino también a corto plazo. Rentable es aquello que produce
beneficios, y éstos pueden ser tanto «tangibles» -dinero físico- como «intangibles» -
poder conciliar el sueño por la noche sabiendo que uno hizo lo que tenía que hacer-.
Acostarse y quedarse dormido es algo que cuando se tiene no se le da importancia -
parece un acto natural- pero cuando falta se echa mucho de menos. Quién obra mal
se ve obligado a cargar con la pesada cruz de la conciencia. «La conciencia -decía un
pensador- es la voz del mismo Dios que habla». Se puede engañar a los demás, pero
es difícil engañarse a uno mismo. Pasar por encima de la ética destruye a la persona.
De cara al exterior pudiera parecer que no, pero de puertas adentro produce una
enorme insatisfacción.

La presión del materialismo. El deseo incontenible de rentabilidad inmediata conduce


a actuaciones poco éticas. Muchos comportamientos deficientes proceden de la
ansiedad por llegar antes de tiempo a alcanzar lo que la paciencia y el sosiego
hubieran acabado otorgando. El materialismo salvaje en el que vivimos, produce que
se prefiera coger el atajo rápido y cortoplacista al camino bien solidificado con
esfuerzo y entrega. Gestionar prudentemente el «cronos» -el tiempo preciso según los
griegos- es recomendable para evitar dejarnos deslumbrar por «ganancias
sospechosas» y caer en comportamientos no muy rectos que hipotecan nuestro
porvenir. La inmediatez es uno de los grandes enemigos de la ética; la paciencia, un
gran aliado.

El peligro del relativismo. Enemigos de la ética hay muchos, pero uno de los más
demoledores es el «relativismo». Con ese argumento de fondo -todo es relativo- se
justifica cualquier tipo de comportamiento. En realidad, lo que ocurre es que hay un
miedo desconcertante a buscar la verdad porque eso nos dejaría en evidencia en
multitud de ocasiones y nos aparta de lo que «nos apetece» en cada momento. «La
recepción de la verdad -decía Platón- depende en buena medida de la predisposición
del alma que quiere acogerla». Si uno se empeña en justificarse, siempre acaba
encontrando algún argumento -por incierto que sea- para disculparse y poder vivir
consigo mismo. Las excusas son el recurso perfecto para encontrar la absolución
indiscutible. La ética exige voluntad para hacerla propia y en los casos más
comprometidos, obliga a hacer un serio proceso de reflexión y profundización para dar
con la respuesta acertada.

La ética genera confianza; y la confianza es la base de cualquier relación mercantil,


tanto hacia «fuera» (con los clientes) como hacia «dentro» (con los empleados). Si no
se da, malamente marcharán las cosas. La confianza, del latín «cum-fidia» (con fe),
significa que esperamos que esa persona en la que hemos puesto nuestras
expectativas, no nos defraude. Cuando hay confianza todo resulta más sencillo y los
controles se minimizan, lo que favorece la flexibilidad, la eficiencia y la productividad
tan necesarias hoy día en el mundo de las organizaciones. Merece citar nuevamente
las palabras de José Aguilar: «Reputación corporativa es el crédito de confianza del
que una organización dispone en el mercado en el que opera. En un contexto
altamente competitivo, el éxito de una actividad comercial depende de numerosos
factores: calidad de producto, servicio, comunicación y marketing, etc. Sin embargo, a
veces olvidamos algo anterior y más básico: para que una empresa haga negocios es
preciso que inspire confianza. Sin credibilidad, todas las ofertas por ventajosas que
parezcan, son percibidas con escepticismo o sospecha. Las operaciones mercantiles
exigen que los actores sepan a qué atenerse y puedan depositar unas expectativas
razonables en el cumplimiento de los compromisos mutuos. Una empresa con
reputación es la que se ha ganado la fama de cumplir lo que promete. Los clientes
saben a qué atenerse y se muestran más inclinados a negociar con este tipo de
organizaciones, que con otras que ofrecen otras ventajas, pero que resultan inciertas o
imprevisibles».

La importancia del ejemplo en la ética. Lo decía Albert Schweitzer: «El ejemplo no es


una de las formas de influir en los demás, es la única». Si queremos que la
organización desprenda un buen perfume y deje buen sabor de boca -tanto en clientes
como a empleados y resto de stakeholders- los directivos deben ser los primeros en
comportarse de manera correcta ya que sus actuaciones sirven de ejemplo (o
contraejemplo) al resto del equipo. A ser ético también se aprende, y para ello es muy
importante contar con modelos de referencia, y la Alta Dirección es siempre un
referente para sus subordinados. Como reza el dicho: «Si se vive entre codornices es
muy difícil aprender a volar como las águilas».

La verdad es independiente de lo que piense la mayoría. Dejarse llevar por las


corrientes de opinión no siempre es lo más aconsejable. Bertrand Russell (1872-1970)
decía: «El hecho de que una opinión la comparta mucha gente no es prueba
concluyente de que no sea completamente absurda». Hay que tener cuidado de hacer
una «certeza» lo que simplemente es una «opinión», aunque tenga muchos
seguidores que la secunden. «Aestimes indicia, non numeres» (Pesa las opiniones, no
las cuentes). El ateniense Sócrates afinaba bien al referirse a este tema: «No
debemos preocuparnos mucho de lo que nos vaya a decir la mayoría, sino de lo que
diga el que entiende sobre las cosas justas e injustas, aunque sea uno sólo»; y
también: «Lo que ha de juzgarse bien, debe juzgarse según ciencia, y no según la
mayoría». El padre Benito Jerónimo Feijoó (1676-1764) aportaba su visión irónica
sobre esta cuestión: «Los ignorantes, por ser muchos, no dejan de ser ignorantes».

Errare humanum est. El fallo es inherente a la condición humana, o como al grupo


cómico argentino Les Luthiers les gusta apostillar, «tener la conciencia limpia es
síntoma de mala memoria». No hay que flagelarse, sino reconciliarse con el pasado y
hacer propósito de enmienda. Mirar atrás sin resentimientos. La pulcritud absoluta no
existe. Quien más quien menos tiene en su currículum algún episodio pasado poco
afortunado. Lo malo no es el error, sino no tener agallas de reconocerlo, corregir y
enmendar. El primer paso en la perfección como persona es la aceptación de las
limitaciones y equivocaciones. Pedir perdón y perdonarse son dos aspectos
imprescindibles en la lucha por ser mejor persona y directivo.

Ética y coaching van de la mano. El directivo se enfrenta en multitud de ocasiones a


conflictos éticos. Va con el puesto. ¿Cómo superarlos? No es sencillo, la duda aparece
en escena con frecuencia; por eso, recurrir a un asesor que aporte amplitud de miras y
visión antropológica de la vida, ayuda a tomar mejores decisiones. Encontrar
respuestas convincentes a todas las cuestiones importantes no siempre resulta
sencillo. La vida a menudo nos pone en una encrucijada en la cual entran en conflicto
valores muy apreciados aunque contrapuestos en ese momento -la defensa de la
verdad o la lealtad al amigo que diría el Estagirita-, viéndonos en la obligación de optar
por uno u otro y es entonces cuando la duda nos invade. Así lo explica Aristóteles: «En
defensa de la verdad hay que estar dispuesto a sacrificar incluso realidades que nos
son muy queridas. Aunque verdad y amistad son dos realidades profundamente
apreciadas hay que optar por la primera». La prudencia -la petición de asesoramiento
para mejor acertar- en casos como éste es un buen punto de partida. Que uno se vea
delante de decisiones comprometidas, sin una respuesta correcta a priori, no debe
llevarnos a tomar decisiones al azar, ya que el coach puede ser un elemento de ayuda
interesante.

En definitiva, y como apunta Fernández Aguado, «la ética siempre vuelve, aunque sea
con nuevos nombres, porque el hombre no puede renunciar a ella. Sin embargo, no
resulta fácil vivir la ética empresarial e incluso algunos que se las dan de moralistas,
luego a la hora de los negocios cometen acciones claramente inmorales. A veces, en
apariencia por lo menos, sin conciencia de la gravedad de sus comportamientos»..

Para acabar, tres recomendaciones de libros sobre la cuestión: «La ética en los
negocios» (Ariel, 2001), «Ética de la actividad empresarial» (Minerva, 2004) y «Ética
para seguir creciendo» (Pearson Educacion, 2001).

________________________________

Francisco Alcaide Hernández


Profesor Escuela de Negocios - Universidad Antonio de Nebrija
http://franciscoalcaide.blogspot.com/

Artículo de opinión publicado por Executive Excellence nº56 ene09

También podría gustarte