Está en la página 1de 229

C a t h e r i n e C l é m e n t y J u lia K r i s l e v a

Lo femenino

FEMINISMOS
Catherine Clément y Julia Kristeva

Lo femenino y lo sagrado

Traducción de Maribel García Sánchez

EDICIONES CÁTEDRA
UNIVERSITAT DE VALENCIA
INSTITUTO DE LA MUJER
Feminismos
Consejo asesor:

Giulia Colaizzi: Universitat de Valencia


María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid
Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona
Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo
Instituto de la Mujer

Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia

Título original de la obra: Le féminin et le sacré

Diseño de cubierta: Carlos Pérez-Bermúdez

N.I.P.O.: 207-00-026-8
© Editions Stock, 1998
© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2000
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 14.571-2000
I.S.B.N.: 84-376-1818-5
Printed in Spain
Impreso en Anzos, S. L.
Fuenlabrada (Madrid)
Nos conocíamos desde finales de los años 60, habíamos
compartido intereses y compromisos similares tanto en cien­
cias humanas, filosofía y psicoanálisis, como en política.
Las experiencias de la maternidad, la novela, el nomadismo,
nos habían acercado aún más, pero los azares de la vida
siempre nos alejaban: persistía un respeto recíproco, acen­
tuado por breves encuentros calurosos o recelosos, y por
conocidos comunes. Recientemente, Catherine respondió
con unas sentidas páginas a mi visión de la vida femenina
como novela policíaca, revuelta insatisfecha, ateísmo laten­
te. Por mi parte, me gustaron sus exploraciones entre las his­
téricas de Charcot o a través de las religiones de la India, sus
personajes de mujeres apasionadas, sus vibraciones al hilo
de los sucesos culturales y sociales.
En cuanto a mí, me gustaba de Julia el rigor, la preci­
sión, la inmensa reserva de saberes manifestados en el mo­
mento oportuno; también me gustaba su fantasía, su humor
negro, la musicalidad de su palabra, el salvajismo de sus no­
velas. Llega un día en el que el frecuente trato muestra su
cara amable, un día en el que se impone dulcemente el tra­
bajo a dos.
En todo recorrido íntimo y profesional, llega un momen­
to en el que se desea continuar con lo esencial al abrigo de la
soledad y sin la opresión del grupo. Sucede también que lo
esencial, para una mujer, aparece como lo que se comparte
con otras mujeres. ¿Por qué no intentar hacer esto entre dos,
entre nosotras dos?
Para mí, «esto» sólo podía ser lo que nos preocupaba
desde siempre, lo que se puede leer en nuestras trayecto­
rias de intelectuales y novelistas, en la linde del inconscien­
te y del vínculo social, y que el cercano fin del segundo mi­
lenio cargaba de una viva actualidad: lo sagrado. No la reli­
gión, ni su contrario, que es la negación atea, sino esa
experiencia que las creencias amparan y explotan a la vez,
en el punto de encuentro de la sexualidad y del pensamiento,
del cuerpo y del sentido, que las mujeres realizan intensa­
mente pero sin preocuparse por ello, y en la que les queda
—nos queda— mucho que decir. ¿Existe lo sagrado especí­
ficamente femenino? ¿Qué lugar ocupan las mujeres en esta
historia que se data a partir del nacimiento de Jesús, qué
suerte corren dos mil años después de él? ¿Y lo femenino
en el judaismo, el budismo, el confucianismo, el taoísmo,
el islam, las religiones animistas de África y de otros luga­
res? ¿Qué reconocimiento o desconocimiento, pero tam­
bién qué futuro, qué perspectivas? Si es cierto, como pen­
samos, que las mujeres se despertarán en el milenio que
viene, ¿cuál puede ser el sentido profundo de este desper­
tar, de esta civilización?
Fue ella, Julia, quien me propuso el «tema», como se
dice normalmente cuando se trata de un libro. ¡Qué sorpre­
sa! Después de tantos años, me creía prisionera de una can­
ción solitaria que, de ensayos en novelas, no me soltaba, ob­
sesivo ritual personal, y ¿a quién encuentro en mi camino?
Kristeva en persona. No me lo esperaba. Pero desde el mo­
mento de la proposición, supe que nos entenderíamos bien,
como violín y piano, soprano y mezzo. La elección de un li­
bro a dos voces se corresponde con la música de cámara;
entre nosotras, el acuerdo tácito sólo requería una línea me­
lódica para existir.
«El despertar de las mujeres en el próximo milenio»...
Sobre este último punto yo dudaba. Pero Julia es en esto
una visionaria. Me convenció. No era fácil. Porque en once
años viviendo en el extranjero, he visto por doquier mujeres
más avanzadas que en Francia. Y por todas partes las he
visto servirse de lo sagrado deforma más inteligente que no­
sotras: en la India, en Africa, e incluso en Austria, ese co­
mienzo de Oriente. Otras mujeres han explicado perfecta­
mente las causas del retraso francés, la tradición misógina
de la Revolución Francesa, las restricciones de la educa­
ción de las niñas, un falso concepto de la igualdad republi­
cana, de sobra lo sabemos. En cuanto a lo sagrado, eso es
otro asunto, que hay coger con pinzas. Femenino, ¿sólo para
las mujeres? ¿Ylos hombres en todo esto? ¡No íbamos a re­
comenzar la guerra de sexos! No era nuestro estilo, ni de
una ni de otra. Adelante con la civilización que despierta,
adelante con elfuturo.
Era éste un vasto programa, tan atrayente como difícil
de tratar. A no ser que nos contentásemos con plantear las
preguntas antes que con dar las respuestas, con esbozar los
campos antes que con encerrarlos en definiciones —empe­
zando por los propios temas del debate, lo «femenino» y lo
«sagrado». Ya que vivíamos a miles de kilómetros una de
otra, estaba fuera de lugar realizar este puzzle de «viva
voz». Nos quedaba la correspondencia. Ya no se escriben
cartas, decía yo, desconcertada. Pero Catherine sostenía que
sí. ¿Género arcaico? No, espacio de precisión. ¿Artificio?
Puede ser, pero también espacio de sinceridad. ¿Por qué no
intentarlo?
Es cierto, al principio, a Julia no le gustaba la corres­
pondencia. Ahora bien, no hay nada más actual, ya que tan­
to losfax como los «e-mail» en Internet restituyen a este an­
tiguo género su verdadera esencia: escribir a otro. ¿Y el
peor artificio no es la falsa conversación hablada, grabada
en magnetófono, transcrita hasta el «eh, eh...», debidamente
rectificada, pulido luego su estilo? Nada de estas evasivas.
Nos hemos escrito a la manera clásica, tomándonos nuestro
tiempo. No es exacto que el tiempo no intervenga para nada
en los asuntos: atravesando el espacio, actúa.
Desde el comienzo nuestra correspondencia ha sido ve­
raz: la vida diaria ha ocupado su lugar, las mujeres, como lo
sagrado, han tenido que someterse a nuestras preocupacio­
nes más profanas. Incluso nos han ayudado a afrontarlas.
En una carta escrita a una amiga, no se evita contar ex­
periencias, grandes o pequeñas. Podríamos haberlas borra­
do en la revisión, pero nos han permitido avanzar en las
ideas, por lo que las hemos dejado en su lugar, con natura­
lidad. De este modo, hemos comprendido que, aunque pro­
fanas, las verdaderas preocupaciones tienen que ver con lo
sagrado. Ya no estábamos «fuera» sino «dentro». Así es la
vida —en efecto.
De este modo ha nacido un libro, como ocurre con toda
escritura que recoge preguntas para sacarlas a la luz. Pero un
libro a dos voces, sobre dos temas que sólo intentan encon­
trar ecos particulares en cada una, en cada uno. Nos gustaría
que se leyese con el espíritu de confianza y polémica que
nos ha animado a lo largo de este recorrido.
Julia Kristeva
Catherine Clément
Dakar, 7 de noviembre de 1996
Querida Julia:
Desde que me hablaste de la extraña relación que une a
las mujeres con lo sagrado, la encuentro a cada paso aquí
mismo, en África. Tu dirás que en el «continente negro» con
el que Freud compara la feminidad en general, no es de ex­
trañar. Déjame de todas formas que te describa lo que vi
ayer. Fue una sorpresa, y bien grande...
Se trata de una peregrinación católica en honor de la Vir­
gen negra de una gran población llamada Popenguine, a
unos treinta kilómetros de Dakar. Imagina una multitud in­
mensa en un terraplén al que apenas dan sombra algunos ár­
boles delgaduchos, frente a un estrado donde los obispos de
Senegal concelebran una misa solemne, bajo la autoridad del
cardenal de Dakar. El sol en el cénit, al mediodía, cuarenta
grados a la sombra, cielo índigo. Los dignatarios estamos
resguardados a un lado del altar. Habrá aproximadamente
unos ochenta mil fieles, hombres, mujeres y niños.
Empieza la misa. De repente, chillidos estridentes en el
gentío: es una voz de mujer. Rápidamente los enfermeros se
precipitan, llevando una camilla; descubren el origen de la
voz, atan fuertemente a la mujer que chilla y desaparecen.
Yo me digo: «Crisis de nervios». Pero todo vuelve a empe­
zar diez minutos más tarde. Y durante las dos horas de la
ceremonia, con ritmo regular, gritos de mujer, enfermeros,
camillas, evacuaciones. Otra vez. Otra vez. Un extraño fenó­
meno sagrado irrumpe en una ceremonia religiosa. ¿La misa
es sagrada? Sin duda. Nada le falta, ni casullas, ni incensa­
rios, ni coral. Entonces, ¿por qué tengo la impresión de que
los gritos de esas mujeres introducen otra forma de lo sagra­
do distinta a la de una misa católica?
Sin embargo, los socorristas son expertos en este ejerci­
cio. Están claramente acostumbrados a esas mujeres que gri­
tan. A lo lejos aún se las escucha, como un coro de ópera
quejumbroso; están atadas pero no paran de chillar, una tras
otra, en canon. ¿Qué significan exactamente en medio de
una misa? ¿Qué expresan con sus chillidos esas mujeres
atadas?
Una palabra se impone: «trance». Todas las aulladoras
que caen en él son negras. Entre los asistentes observo mu­
chas religiosas de piel blanca, que no se unen a ellas. Pero
tampoco las religiosas africanas. Las «elegidas» son jóvenes
africanas laicas, a menudo rodeadas de niños. Ningún hom­
bre; ni siquiera un adolescente imberbe. Los gritos son rigu­
rosamente idénticos: igual tesitura, iguales modulaciones.
Ahora bien, lo que más me asombra es lo que me susurra al
oído mi vecino africano, ceñido en su traje, un dignatario, ya
que está a mi lado.
«Crisis de histeria», afirma, «es lo habitual».
Pero, buen hombre, ¡yo no le he preguntado nada! He
aquí un miembro de las elites africanas que llama «histeria»
a lo que yo llamo «trance». Mi vecino piensa en tubab, pa­
labra utilizada en África para designar al hombre blanco.
Tal vez, porque se dirige a una europea, mi vecino se mete
en la piel de un tubab negro, es decir de un africano occi-
dentalizado. (Así es como algunos de sus adversarios llama­
ban en Senegal al presidente Senghor, el «Tubab negro».)
Y esto es habitual en África, sobre todo cuando la destina-
taria del mensaje pertenece a la nación que coloniza el país.
¿Qué apelativo elegir? ¿El trance o la histeria? Después de
todo, la palabra «trance» no es menos occidental que la
otra... Me fastidia mi vecino. Heme aquí totalmente deso­
rientada.
Son negras, católicas, caen en crisis durante una misa so­
lemne al sol. Han nacido en la costa oeste de Africa, en el
lugar donde llegaron los primeros colonizadores portugue­
ses, al mismo tiempo que los primeros predicadores musul­
manes, en el siglo xv. A esta fecha corresponden la implan­
tación del islam y del catolicismo africano. Pero hoy día,
como Senegal es musulmán en un 90 %, el catolicismo re­
presenta una parte ínfima de la población: esas mujeres que
gritan pertenecen a una minoría religiosa. ¿Y el animismo
de antes del siglo xv? Muy sencillo, sigue existiendo por to­
das partes.
Todas las religiones monoteístas establecidas en África
han conservado casi intacto su pasado animista. Los musul­
manes adoran a Alá y a su jefe espiritual, califa o morabito,
de la misma forma; se invoca a los genios cantando «Bismi-
llah», se rocía al iniciado de sangre después del bautismo
cristiano. Esto no molesta a nadie, y los jinns se llevan bien
con el dios único. Ahora bien, para los agudos gritos provo­
cados por una misa, ¡la palabra empleada por las autoridades
remite a una patología occidental! La histeria, ¿lo ves?,
como en Viena a finales del siglo xix... Parece evidente que
se trata de un fenómeno antiguo rebautizado en la lengua de
los tubabs; y en un país cuyas elites hablan el mejor francés
del mundo, es imposible que ignoren la palabra «trance»
para nombrar estas crisis. No, es otra cosa lo que expresa mi
vecino dignatario: un rechazo, un malestar. La histeria mo­
lesta menos que el trance, ese gran secreto de Africa.
En Senegal es difícil analizar la filiación exacta que une
esos trances con el animismo reprimido desde el siglo xv.
Las costas de las regiones sereres conocieron marranos, ju­
díos portugueses, protestantes; luego el catolicismo las recu­
brió de un barniz en el que la fe es profunda, pero los modos
de expresión son mestizos. Bajo el barniz, emerge el trance
africano. El trance ¿africano? ¿Pero qué digo? El trance es
universal: ¡lo encontramos en todos los lugares del mun­
do! Sin embargo, no puedo abandonar esa idea: trance de
África. Sin duda porque imagino una porosidad especial en
las mujeres negras, creo adivinar en ellas un acceso fulmi­
nante a lo sagrado, análogo al de sus primas afrobrasileñas
durante las ceremonias candomblés en Bahía: el cuerpo
abandonado, los ojos en blanco, agitadas por temblores como
en Popenguine.
Pero una vez superadas las apariencias, en Brasil es muy
diferente. Los trances del candomblé están determinados,
previstos. Bajo la influencia de dioses africanos debidamen­
te llamados según el calendario de los santos —Changó san
Jerónimo, Yemayá la Virgen María, Ogún san Antonio—,
las posesas son guiadas por el «Padre», el oficiante vudú. En
Brasil, a causa de la esclavitud, el rito de África se ha recons­
truido y las mujeres gritan menos o lo hacen dentro de un or­
den. Aquí, en Popenguine, no se las «guía», se las ata. Las
desatadas necesitan ataduras, mientras que en el candomblé
el «desatamiento» está organizado con antelación. Extraña
inversión de las ataduras de la esclavitud. En Bahía, el víncu­
lo entre el «Padre» y las poseídas es puramente espiritual; en
Popenguine, el vínculo entre el clero y las mujeres que gri­
tan es material; son correas. Allí, en Bahía, el catolicismo ha
cedido bajo el peso de África en el exilio; aquí, en Popengui­
ne, no saben muy bien que hacer con este desorden sagrado
venido del pasado que resiste en su suelo natal. A falta de
algo mejor, los socorristas limitan los daños. Con correas.
Vayamos más allá. Cuando vivía en la India, no veía nin­
gún desorden sagrado en las prácticas religiosas de las indias
burguesas, bien «educadas» por un siglo de ocupación britá­
nica puritana, y también por su casta de origen. Porque en las
castas altas del sistema social hindú, la porosidad del cuerpo
no forma parte del código de los buenos modales. Nada de
dejarse llevar. Pero al ver como las campesinas indias tam­
bién se desatan en las peregrinaciones populares, supongo
que el trance y su porosidad tienen que ver sin duda con la
casta de origen. ¿Casta de origen? Cuidado... Hay que verlo
con más detenimiento.
Una casta es una especie de cajón donde se clasifica al
individuo desde su nacimiento, y del que no puede salir. La
casta no tiene nada que ver con la «clase social», eso es se­
guro. Pero mantiene una estrecha relación con el viejo con­
cepto marxista de «origen de clase», ese cajón mental que
determina las pulsiones y los pensamientos desde el naci­
miento. Para Marx, si podemos sin duda salir de la clase so­
cial, no podemos deshacemos del «origen de clase», como
tampoco podemos deshacemos del inconsciente según Sig-
mund Freud. En ese caso, la «casta» de origen desempeñaría
el mismo papel que el regreso de lo reprimido: a la menor
brecha resurge. Imposible desembarazarse de él. Con una
pequeña emoción, he aquí que reaparece. Hace falta un mar­
co muy disciplinado si se quiere detener ese retomo del na­
cimiento... Por ello, en la India, las castas altas, educadas en
los estrictos modales del hinduismo, son capaces de resistir­
se al trance; por ello, en Popenguine, las religiosas, «obliga­
das» por la educación de su orden, tampoco ceden, al igual
que las mujeres de los dignatarios en el podio. Las que chi­
llan son mujeres sereres, aldeanas o sirvientas.
Son minoritarias y sirvientas y caen en trance. ¡Pues
bien! No es necesario ir a África para constatar este fenóme­
no. En París, en los años 60, recuerdo haber visto en el hos­
pital Sainte-Anne una verdadera crisis «histérica», desenca­
denada involuntariamente por el doctor André Green, por
aquel entonces jefe de servicio. Ese día, la joven, que era
bretona, nos mostró el gran espectáculo: una asombrosa
acrobacia histérica de una realización perfecta, la cabeza y
los pies sosteniendo el cuerpo rígido, doblado como un
arco, ausente, la mirada perdida, indiferente, abandonada.
Comentario del buen doctor: «ya sólo se ve este arcaico
fenómeno en las bretonas analfabetas cuando llegan a la
ciudad por la estación de Montpamasse». No hacía falta
precisar por qué las analfabetas bretonas llegaban a París:
en aquella época, se sabía que era para «colocarse» como
criada.
En el siglo xix, en la época de Charcot y Freud, los bur­
gueses europeos aún conservaban la acrobacia en su reperto­
rio histérico. Con la ayuda de la educación, el opisthotonos
—nombre culto de la figura del arco— se había refugiado
en el campo; probablemente haya desaparecido hoy día.
Pero en los años 60, las bretonas analfabetas aún poseían ese
arte antiguo del trance acrobático; el choque entre el campo
y la ciudad determinaba la pérdida de conciencia y la soma-
tización brutal. Ése era precisamente el caso de esta joven,
en el año 1964. Ahora bien, nosotros estábamos en un hos­
pital psiquiátrico, donde lo sagrado no tiene ningún papel.
Volviendo a la chica, la bretona habría tenido una crisis de
histeria con la que ni ella ni los médicos habían sabido con
precisión qué hacer. En la psiquiatría, nadie sabe qué hacer
con un trance «laico»; y, como lo sagrado no forma parte de
sus clasificaciones, se le declara como opisthotonos. Es una
palabra culta, y que intimida. Eso no sirve de mucho a una bre­
tona que llega a la estación de Montpamasse. En otro lugar
podría haber utilizado ese don del trance con fines religio­
sos, quizá habría podido acceder al estatuto de visionaria;
pero estaba enferma en el servicio de urgencias psiquiátricas
de la capital, eso es todo.
En verdad, estoy más segura de los orígenes de clase que
de la porosidad de los cuerpos, tu terreno. Eso no significa
que sea una entendida en clases sociales. Pero a tuerza de
viajes y de largas estancias a través del mundo, en todas par­
tes he visto mujeres presas de lo sagrado. El hecho es que ra­
ramente lo he observado cuando sabían leer y escribir, o en
ese caso era por esnobismo, como nuestras europeas a la ca­
beza de la terapia del grito a la americana. En Senegal, las
mujeres todavía no salen mucho de la familia tradicional,
y la educación nacional está en vías de degradación. ¿Ésta
es la causa de que las senegalesas muestren una especie de
«porosidad»? En este país que es mayoritariamente analfa­
beto, las majestuosas africanas se pasean por las calles con
unos andares de una ostentosa sensualidad, el bubú deslizán­
dose por sus hombros. La porosidad de estas diosas de dos
metros de alto deja bastante que desear.
Ciertamente ése no es el caso de mis aulladoras de Po­
penguine. No hay nada de majestuoso en ellas; su apariencia
es más bien insignificante. Te he dicho que eran campesinas
o sirvientas. No es un detalle sin importancia. En África, lo
que llamamos con tanta facilidad «etnia» depende también
del sistema de castas —muy disimulado, pero extremada­
mente presente— tanto como de la función social. Las mu­
jeres sereres de la región de Popenguine se colocan a menu­
do como «chachas» en la capital, en las casas de los burgue­
ses de la gran ciudad. En Dakar, una «chacha» es serere
como a principios de siglo una bretona en París; incluso
existe un sindicato de criadas sereres. Se encuentran clara­
mente entre las más explotadas de la metrópoli senegalesa.
Deduciría, quizá un poco a la ligera, que acceden más
conformemente al trance que sus amas. Sí, pienso que la ca­
pacidad de acceder a lo sagrado por la vía fulminante depen­
de mucho del estado de minoría, o de explotación económi­
ca. Es necesario que «eso» salga de alguna manera, y a falta
de educación, ese lugar de salida es el de lo sagrado. O el del
crimen. O el de los dos, ya se ha visto. ¿Recuerdas el acceso
de violencia que se vivió en Mans en los años 30 cuando las
dos hermanas Papin, excelentes sirvientas fuera de toda sos­
pecha, mataron a sus patronas, madre e hija, en una noche de
tormenta? Las despedazaron bajo el efecto de un raptus, es
decir, un trance. Estaban agotadas tras el crimen, y sin nin­
gún remordimiento, como en las tragedias griegas las heroí­
nas asesinas fulminadas por la desmesura. Habrían dicho la­
vando cuidadosamente sus hachas: «Ya está listo». Las her­
manas Papin también eran criadas.
En resumen, ser «chacha» para otros suscita la revuel­
ta, y el trance es una forma de revuelta. Hay razones para
ser malvado cuando se está sometido. Hay razones para apro­
vechar una misa para gritar a pleno pulmón cuando se es
campesina o sirvienta, católica y serere en Senegal. No se
pertenece a la mayoría musulmana, no se es del partido de
los poderosos. Y además no se es del sexo que domina la
nación. Es decir, hay razones para rebelarse, y el decorado
de una misa solemne ayuda. A través de lo sagrado de un
rito monoteísta, se cuela otra forma de sagrado, la antigua.
Los coros, el incienso, los oros de las casullas, el brillo, el
sol en el cénit, una pequeña Virgen negra colocada bajo el
altar, y bruscamente la debacle... Estalla. ¿Quién va a opo­
nerse? Ni las correas ni el clero. El grito es irresistible,
existe para eso.
Te propongo un primer camino, borrado por los siglos.
Lo sagrado en las mujeres expresaría una revuelta instantá­
nea que atraviesa el cuerpo, y que grita. Ahora te toca a ti
instruirme sobre la porosidad.
Catherine
París, 1 de diciembre de 1996
Querida Catherine:
Tu carta ha estado esperándome más de quince días en
París, mientras yo me encontraba una vez más en el fasto y
la brutalidad de Nueva York. Siempre me ha costado aterri­
zar en el Hexágono1: a la contrariedad de la diferencia hora­
ria se une esa impresión cada vez más desagradable de que
los franceses pasan: pasan de la Historia que, sin duda, no es
fácil, pero que fluye realmente en cualquier parte... En efec­
to, ¿qué es lo que queda de una nación en los «estados uni­
dos del mundo»? La pregunta es importantísima, pero no es
el tema de nuestra correspondencia...
Mencionas a mujeres negras que chillan entre una multi­
tud de ochenta mil personas, en Senegal, alrededor de la es­
tatua de una Virgen; felices libertinas a las que un grito estri­
dente transforma en posesas; porosidad de sus cuerpos; in­
diferencia eficaz de las religiosas y de los enfermeros,
hastiados de esa sensualidad ostentosa que se transforma en
crisis histérica... Y el diagnóstico «psicológico» de un nota­
ble senegalés.
Por mi parte, todavía conservo en mi retina la «africani-
dad» americana. En cada uno de mis viajes, Nueva York me

1 Se llama «Hexagone» a la Francia metropolitana a causa de la for­


ma del mapa de Francia. (N. de la T.)
parece cada vez más negra y mestiza. Pero, curiosamente,
son los cuerpos femeninos —a menudo muy pesados y poco
agraciados— los que confieren a esta humanidad de imitan­
tes su aspecto más tranquilizador, incluso sosegado, de inde­
leble serenidad. Esas damas negras que dirigen las secciones
de las tiendas, las administraciones de las universidades, las
agencias bancarias y, a veces, incluso los panels, simpo-
sioms y otras celebraciones televisivas o culturales, no están
para nada en trance. Mientras que sus maridos e hijos pare­
cen estar siempre dispuestos a estallar, cuando no manifies­
tan claramente su violencia a modo de reivindicación perso­
nal o política —y ambas sabemos que en América hay moti­
vos, sobre todo si se es negro—, estas oscuras matronas
hacen alarde de una competencia profesional y una firmeza
de nervios a toda prueba. Nada que ver con la agitación fe­
bril de las mujeres emancipadas que, hace sólo unos años,
creían liberarse virilizándose. Estas que he visto ahora se
comportan como unas madres cualesquiera y orgullosas de
serlo, que simplemente toman la palabra y de la misma ma­
nera dirigen los asuntos de la ciudad. Profesionalismo o in­
diferencia, parecen decir que tienen todo el tiempo —la vida
ante ellas.
He aquí otra dimensión de lo sagrado: la certeza de uno
mismo en cada momento, que proviene de la certeza de tener
tiempo. No la angustia de castración a la que el hombre dis­
fraza con su miedo a la muerte, hasta el punto de hacer de él
el guardián insomne y el soporte último de lo sagrado; no la
catástrofe del luto, que las mujeres padecen en sus carnes y
que hace de ellas unas plañideras eternas, con o sin cadáve­
res —en otra ocasión te hablaré del origen de esta invencible
melancolía femenina. No. Esa actitud, tan serena que duda­
mos si vincularla a lo sagrado —la palabra «sagrado» trans­
mite una vibración melodramática o «histérica», como diría
tu docto vecino de la tribuna de los dignatarios—, se arraiga
en la certeza de la vida. Hay vida y ellas pueden darla: noso­
tras podemos darla. El tiempo se transforma entonces en una
eternidad de instantes milagrosos. Algunas lo hacen con más
o menos deseo, pena, alegría o sufrimiento, e incluso llegan
a comunicar su sentido. El sentido de la vida más modesta,
de la más mediocre. Con un gesto de humildad, una sonrisa,
se transmite el sentimiento de la eficacia, de la paciencia, del
mañana. Esos cuerpos tienen el encanto opaco del barro co­
cido, la calurosa resistencia de los bronces, lo que hace can­
tar negro spirituals, pero también dirigir un país, como si
nada.
Había partido de la africanidad americana y quiero tran­
quilizarte: me horroriza lo politically corred, no predico el
foturo de la mujer negra frente al estancamiento del hombre
negro, ni siquiera la superioridad de la mujer frente al hom­
bre, y aún menos la de la diosa negra frente a la histérica
blanca —sobre este último punto, las telecomedias made in
USA que consume ahora la humanidad interconectada no
perdonan a ningún sexo, a ninguna etnia, aunque parezca
que la burguesía blanca tiene una mayor ventaja sobre su co­
lega negra en la escenificación de las crisis de nervios y la
manipulación financiera del chantaje sentimental... No, me
limitaré a la vida como la última cara de lo sagrado. En pri­
mer lugar, porque era uno de los fines de mi viaje: presentar
a la New School «Hannah Arendt y el concepto de “vida”»;
y después porque, animada por mi tema, veía al teatro coti­
diano confirmar mis intuiciones. Esas mujeres negras, his­
panas, chinas, que dan a la metrópoli americana su aspecto
cosmopolita del tercer milenio, imponen, en contraposición
a la miseria angustiosa y trepidante, la imagen de una verti­
calidad imperturbable e incluso sensual.
Desde que la vida se ha convertido en el valor refugio de
nuestras democracias avanzadas, cristianas o post-cristianas,
como quieras, olvidamos que este carácter sagrado de la
vida tiene una historia; y que esa historia depende del lugar
que las religiones y sociedades han otorgado a las mujeres.
Me gustaría que volviésemos un día sobre la Virgen: desero-
tizada, decimos, quizá demasiado a la ligera; pero sin cuerpo
seguramente no; y sobre ese extraordinario equilibrio entre
el culto al nacimiento que instaura María, madre de Dios,
por un lado, y, por otro, ¡el «control de la tasa de natalidad»
(como se dice ahora) que ella habría permitido instaurar!
Pero quedémonos en la Edad Moderna: olvidamos tam­
bién muy fácilmente que los dos totalitarismos, nazi y esta-
linista, tienen en común la monstruosidad de los campos de
concentración, lo que no es otra cosa que la destrucción de la
vida. Por otro lado, los progresos técnicos de nuestras demo­
cracias avanzadas, que no tienen otra ambición que la de
«manejar» la vida inocentemente, están cargados de la mis­
ma amenaza totalitaria. La amenaza de destruir la vida tras
haber devaluado el problema de su sentido.
¿Y las mujeres en todo esto? Las libertades que hemos
adquirido gracias a la anticoncepción y a la fecundación ar­
tificial no impiden que el deseo de la maternidad sea y siga
siendo la línea conductora de la experiencia femenina. Y que
el futuro de la especie dependa y dependerá de ese deseo, si
no queremos que la técnica sea la única que «maneje» nues­
tros destinos. El amor entre los sexos y la ternura de los pa­
dres, hombre y mujer, no dejará de proteger la vida psíquica,
la vida a secas, del niño, del eterno niño que somos. Esta
vida, deseada y conducida por una maternidad amorosa, no
es un puro y simple proceso biológico: hablo del sentido de
la vida —de una vida que tiene un sentido. Estamos aquí en
el «grado cero» del sentido, por retomar la expresión de
Barthes, de quien no olvido ni la ironía ni el amoroso pensa­
miento. ¿Y si lo que llamamos lo «sagrado» fuera la celebra­
ción de ese misterio que es la aparición del sentido?
Hannah Arendt distinguía, como los griegos, entre zoé
(vida biológica) y bios (vida para contar, susceptible de bio­
grafía). Ya que las mujeres están más capacitadas que nunca
para decidir sobre la vida, gracias a la técnica, también están
más preparadas para no ser simples genitoras (suponiendo
que ser «genitora» sea algo «simple»), y dar sentido a ese
acto de donación que es la vida.
No es lo evidente. Es muy posible que una sociedad do­
minada por la técnica y el beneficio reduzca a las mujeres a
ser las poseedoras de la vida «zoológica» y no favorezca la
interrogación, la inquietud espiritual que constituye un «des­
tino», una «biografía». Cuando te propuse este intercambio
sobre «las mujeres y lo sagrado», tenía en mente principal­
mente este peligro: esta nueva versión de totalitarismo soft
que, tras la célebre «pérdida de valores», erige como «valor
supremo» la vida, pero la vida en sí misma, la vida sin pre­
guntas, donde las mujeres-madres son las ejecutoras natura­
les de esa «zoología».
Sin embargo, el logro de lo femenino en todos los conti­
nentes, como la imagen cotidiana que te he dado de Nueva
York, deja la cuestión abierta. ¿Y si la división ancestral en­
tre «las que dan la vida» y «los que dan el sentido» estuvie­
ra desapareciendo? ¿Qué te parece? Sería un cambio radical,
lo nunca visto. Algo que precisamente anunciaría la nueva
era de lo sagrado, que bien podría ser la sorpresa de este ter­
cer milenio. Después de dos mil años de historia mundial
dominada por lo que de sagrado tiene el Niño Jesús, ¿no es­
tarían las mujeres en situación de dar otra coloración a ese
sagrado último que es el milagro de la vida humana: no la
vida por sí misma, sino la vida portadora de sentido, para
cuya formulación las mujeres están llamadas a aportar su de­
seo y su palabra?
No olvido la porosidad de los cuerpos en trance. Ni las
madonas plácidas con las que me he cruzado en las cosmo­
politas calles de Nueva York, ni las madres más sensatas que
saben exponer sus deseos de mujeres y sus ternuras de ma­
dres, están protegidas contra una «posesión». Me dejo cauti­
var por la deleitosa voz de las vendedoras de ostras de mi isla
de Ré, donde sabes que ahora he echado raíces —como si se
pudiera echar raíces en una tierra de salinas o fiordos—,
aunque sé que acompaña a una rabiosa melancolía. ¡Tantas
carantoñas con las que saturan a los niños, interrumpidas
bruscamente por gritos de rabia, cuando no por el suicidio o
el asesinato! ¿Dónde está lo sagrado? No te propongo una
definición, tu sabes más que yo sobre antropología, filoso­
fía, psicoanálisis, y lo acepto. Solamente digo que, en el lu­
gar en el que nos encontramos ahora, entre la Virgen y sus
«elegidas», entre el tiempo y la ausencia, entre la serenidad
y la pérdida de sentido, lo que se nos manifiesta como sagra­
do en la experiencia de una mujer es el vínculo imposible, y
que sin embargo se mantiene, entre la vida y el sentido.
El cuerpo humano, y aún más dramáticamente el cuerpo
de una mujer, es una extraña encrucijada entre zoé y bios, fi­
siología y narración, genética y biografía. Freud dibujó la
cartografía de esta divergencia añadiendo a esta reserva bio­
lógica los niveles del inconsciente, el preconsciente y el
consciente. El lenguaje pasa por ahí pero no se reduce a ello:
una frontera lo separa de la excitación biológica.
Lo prohibido establece y consolida esa frontera: «no ma­
tarás (a tu padre)», «no te acostarás (con tu madre)». Prohi­
bición del asesinato y del incesto, lo prohibido es sentido
como violencia por el soma. El Dios judío lo dijo con una
precisión sin precedentes, que no dejamos de reprocharle: lo
prohibido «divide» o «separa»: berechit es la primera pala­
bra de la Biblia. De maneras diversas y menos conscientes
de los efectos divisorios de la palabra, todas las religiones
celebran en el ámbito de lo sagrado algún sacrificio: el de
una planta, un animal o un hombre. El judaismo, y luego el
cristianismo, confirman que ese sacrificio es el que inscribe
el lenguaje en el cuerpo, el sentido en la vida. Y eso median­
te una prohibición que no necesita matar para separar, sino
que se conforma con trazar una moral. Sagrada2 moral, lle­
na de revueltas y pasiones.
Los devotos de lo sagrado se cuidan de insistir en la vio­
lencia que ese sagrado/sacrificio/prohibición encierra e im­
pone. Sólo el «divino marqués» de Sade ha sacado las con­
secuencias hiperbólicas, hoy llamadas sadomasoquistas, de
nuestra condición de seres biológicos y hablantes; pero esas
verdades en bruto aburren cuando no dan miedo.
Ahora bien, puesto que habla, la mujer está sujeta al mis­
mo sacrificio: su excitabilidad se somete a lo prohibido, el
goce de su cuerpo engendrador se traduce en la representa­
ción de una palabra, imagen o estatua. Sin embargo, el sacri­

2 El término «sacré» es muy utilizado en francés en expresiones para


las que utilizaríamos en español los términos «maldito, bendito, dicho­
so...». He preferido mantenerlo, dado que las autoras hacen continuos
juegos de palabras con él. En estos casos utilizaré la palabra sagrado en
cursiva. (N. déla T.)
ficio no logra imponerse como un absoluto capaz de some­
ter sin más toda la pasión. Además, las propias representa­
ciones —cánticos, palabras, esculturas— no permanecen en
su lugar de representación, sino que se sumergen en la carne,
no tan sacrificada como parecería, y la hacen resonar, llena
de gozo. El sadomasoquismo del vínculo sagrado (cuer­
po/sentido) parece más evidente a una mujer, más actuante
en una mujer. Ella lo comprende, está «en fase», lo mani­
fiesta. En trance. Como ser de frontera, biología y sentido,
una mujer es susceptible de participar en las dos vertientes
de lo sagrado: en el tranquilo sosiego en el que la natividad
se afirma en eternidad (mis neoyorquinas que administran la
ciudad), pero también en el desgarro de la capa sagrada don­
de el lenguaje y toda representación se hunden en espasmos
y delirios (tus senegalesas en trance). Serena o desatada, una
mujer, a causa de esta doble naturaleza, está a la vez en bue­
nas relaciones con lo sagrado y se rebela de la forma más
irreductible —una atea potencial.
«El horizonte del Ser es poroso», escribía Husserl, reto­
mado por Merleau-Ponty: sugería el flujo de sensaciones
irreductibles al lenguaje mismo. Una mujer —con o sin tran­
ce— es la demostración cotidiana de esta destilación más o
menos catastrófica o deliciosa de la carne en el espíritu, y vi­
ceversa. Los psicoanalistas dirán que aquella que es suscep­
tible de dar la vida es un sujeto, sin duda, pero un sujeto cuya
represión sigue siendo muy problemática. Sometida más
bien a emanaciones generalizadas. En términos más elegan­
tes, Baudelaire habla, en Las flores del mal, de perfumes:
«La Circe tiránica de peligrosos perfumes». Y también:
«Hay fuertes perfumes para los que toda materia es porosa.
Se diría que atraviesan el cristal».
Ya ves. Te propongo el perfume como la imagen de esa
represión problemática, de esa porosidad turbadora de las
mujeres. El «cristal» de la represión no resiste a la presión de
una realidad interior: el yo femenino (¿cómo el yo de Baude­
laire?) es «vaporoso». Ves que asocio el destino del erotismo
femenino con el de la maternidad: aunque se trate de dos
vertientes totalmente distintas de la experiencia femenina, el
cuerpo vaginal, ese habitáculo de la especie, impone de to­
das formas a la mujer una experiencia del «interior», de la
«realidad interior», que no se deja sacrificar fácilmente por
lo prohibido, ni se deja representar por los códigos resultan­
tes de lo prohibido (lenguajes, imágenes, pensamientos, etc.).
Amante o madre, una mujer permanece ajena al sacrificio:
participa en él, lo asume, pero lo altera y hasta puede amena­
zarlo. Por ello se comprende que esa profundidad vital cons­
tituya también un peligro social: en efecto, ¿cuál es la moral,
la ética, si lo sagrado tiene que enfrentarse a los ataques de
las aulladoras, a su animismo endógeno?
Pero hay mujeres y mujeres, y como no querría darte la
imagen de un universo en fichas negras y blancas, y tampo­
co en estructuras psiquiátricas (histéricas, psicóticas, etc.), te
hablaré más tarde de historias particulares. De lo sagrado tal
y como lo encuentran, o no, mis pacientes... y mis personajes.
Sé que conoces perfectamente todas las cosas que te
cuento en la forma desordenada, de escritura rápida, de una
carta. Me pregunto si este género conviene a la rapidez de
nuestras vidas y a la complejidad del tema. Sin embargo, de­
seo continuar, por el momento, estos intercambios epistola­
res que me dan también la sensación de situarme antes y des­
pués del esfuerzo. Antes y después de la aparición de una
impresión, de un pensamiento, devolviéndole al mismo
tiempo la inocencia, dispuesta a la relajación y casi a la ale­
gría, con la única preocupación de hacer coincidir mis mo­
mentos con tu expectativa, pero sin exigir exactitud. En
suma, una vacilación que apuesta por continuar. Lo que pro­
bablemente es, después de todo, lo esencial en la amistad.

Julia
Dakar, 7 de enero de 1997
Querida Julia:
Tu carta a la vuelta de Nueva York ha caído sobre mí
como lluvia de monzón. He abierto mi paraguas y he co­
menzado a seleccionar las semillas.
Las damas afroamericanas de Nueva York, de las que ad­
miras la fuerza sosegada, son dignas hermanas de mis sene-
galesas. Pero ¡qué situaciones más diferentes! Visiblemente,
tus apacibles americanas no viven en la miseria. Además, en
América del Norte hay algún tipo de matriarcado a la vista,
mientras que en el África saheliana las sociedades viven en
grupos familiares bajo la autoridad exclusiva del padre de fa­
milia. Peor aún, a pesar de la posible elección legal entre la
monogamia y la poligamia, la poligamia progresa entre los jó­
venes de todas las clases sociales. Hay que añadir la autoriza­
ción que tienen algunos morabitos para practicar una poliga­
mia ilimitada, treinta, cuarenta esposas, vamos, un harén. Las
prescripciones de Mahoma se han hecho pedazos, y esos mo­
rabitos, tan emprendedores en temas capitalistas como en la
capitalización de esposas legítimas, recuperan sin dificultad
las tradiciones preislámicas. Estamos lejos de Nueva York, y
sin embargo...
¿Cómo puede ser que las senegalesas se parezcan tanto a
las negras neoyorquinas? Sin duda hay que buscar de nuevo
«en África». ¿Por qué? Porque aquí las mujeres disfrutan de
funciones únicas, que conciernen sobre todo a lo sagrado.
Por ejemplo, la ciudad de Dakar está rodeada por un pue­
blo minúsculo, el de los pescadores lebus. Desde el co­
mienzo de los tiempos, cuando el pescador regresa al mue­
lle, debe dar el pescado a su esposa, la única capacitada
para venderlo; de paso cogerá su diezmo, su dinero para
ella, que se llama «sagrado». También son los lebus los que
practican un rito terapéutico espectacular muy presente en
las afueras, el N’Doeup.
Destinada a expulsar un genio vengativo del cuerpo en
el que ha «entrado», esta ceremonia dura siete días y siete
noches. Se pasa por rituales muy sofisticados de medidas
del cuerpo, por sesiones de posesión pública en las calles,
por el sacrificio de un «buey»-toro al que se traspasa el es­
píritu del genio, y, para terminar, se celebra el culto al espí­
ritu en un trance generalizado. Asistí el día de la prepara­
ción del sacrificio —¡siete horas! Salí agotada por la ten­
sión psíquica del grupo, dirigido por las curanderas. Porque
la terapia del N’Doeup está reservada a las mujeres, reuni­
das pueblo a pueblo en colegios de curanderas oficiales.
Actualmente sólo existe un hombre curandero: pero, para
oficiar, debe vestirse con ropas de mujer.
Hombre vestido de mujer para curar. Este hecho en sí da­
ría lugar a gran número de comentarios sobre la bisexualidad
de los terapeutas en general, pero ya volveremos sobre esto
más tarde. Por ahora prefiero centrarme en el papel de las
mujeres africanas en el tratamiento de las enfermedades
mentales. Como siempre en Africa, la operación consiste en
traspasar delicadamente el jinn —el genio—, de un cuerpo
que sufre a un animal sacrificado, y después a un objeto de
culto visible, una maza de moler mijo, una estatua de un an­
cestro. ¿Quién «atrae» al genio errabundo? La curandera.
¿Quién lo transfiere? La curandera. ¿Quién repone al grupo
hundido por la locura de uno solo? La curandera. Y ¿cómo
se llega a ser curandera? Con una única condición: haber es­
tado poseída y haber sanado. El paso es riguroso. Una mujer
curada por el N’Doeup no puede escapar a su estado de cu­
randera, en caso contrario recae en las garras de su genio.
Imagina que se obligue a tocias las mujeres que pasen
por el diván a convertirse en psicoanalistas: ésa es la situa­
ción de las mujeres lebus en los suburbios de Dakar. Y lejos
de desaparecer, el rito lebu aumenta. De igual modo, la cere­
monia etíope del zár, de funcionamiento parecido, con tran­
ces, también practicada por mujeres, ¡aumenta hoy día hasta
los alrededores del Cairo! Está claro: cuando la pobreza in­
vade las chabolas, las curanderas intervienen. N’Doeup en
Dakar, camdomblé en los barrios pobres de Bahía, macum-
ba en las favelas de Río, zár en Egipto, y, si ampliamos el
círculo al máximo, madre Teresa en Calcuta, hermana Em-
manuelle en el Cairo... Otros se indignarán, yo no. Veo en
este fenómeno un buen antídoto contra los integrismos de
todo tipo. Modernista, masculino, extremadamente tecnoló­
gico, el integrismo excluye a las mujeres. Que ellas encuen­
tren el poder de curar pasando por el arcaísmo de los ritos,
me parece una divertida artimaña de la razón, y que la regre­
sión histórica se oponga a la elite de la modernidad, eso es lo
que me gusta.
Volvamos a Nueva York. Si en América del Sur el cato­
licismo ha podido integrar fácilmente el politeísmo africano
de los antiguos esclavos deportados, en América del Norte la
educación protestante ha relegado la expresión de los cuer­
pos a las cabañas de la esclavitud. Autorizados bastante
pronto por los amos en Brasil, en los Estados Unidos los
tam-tam fueron prohibidos mucho tiempo en beneficio de
los cánticos cristianos. Los afroamericanos sólo han encon­
trado sus santuarios inventando el cántico africano, el negro
spiritual, después el blues, y finalmente el jazz. Los coros se
han extendido por las iglesias baptistas y pentecostistas, más
inclinadas a la expresión espontánea de la fe que a un am­
biente rígido. Por otro lado, la marca de fábrica protestante
me aclara el aspecto emprendedor de las afroamericanas que
has visto en Nueva York. Porque sigue siendo cierto que a
los países protestantes se les dan mejor los negocios que
a los católicos.
Y el origen africano de esas hermosas encargadas me
aclara su tranquilidad. Tienes razón: se muestran como do­
nantes de vida, donantes de tiempo. Sin embargo, ¿está ver­
daderamente desapareciendo la diferencia entre «las que dan
la vida» y «los que dan el sentido»? Te encuentro optimista.
Mira la epidemia de filosofía que hay actualmente en Fran­
cia. Brillantes, encantadores, los filósofos del tercer tipo son
todos hombres, como los nuevos filósofos en 1978. La tan
celebrada «vuelta de la filosofía» tiene un doble filo: cuan­
do los filósofos vuelven, las mujeres se van. Los cafés filo­
sóficos franceses no tienen nada que ver con los salones en­
ciclopedistas donde las mujeres eran verdaderas compañeras
de discusión en debates en los que la moral tenía poco que
ver... No estamos en la apertura de las Luces, nos hundimos
en el oscurantismo de los círculos de aristócratas de Balzac
a los que las jóvenes duquesas de Saint-Germain no tenían
acceso. Entonces el mundo del sentido estaba reservado a las
sociedades secretas exclusivamente para hombres. En cuan­
to a las mujeres, en la época de Balzac, con treinta años eran
viejas. Las mujeres no «duraban». ¿Su papel? Que íueran a
la pasión como «a la cocina». ¿Estás segura de que hoy se las
deja progresar en el don del sentido? En política, sí. Pero en
materia de pensamiento, no.
Propones el perfume como metáfora de la porosidad de
las mujeres, símbolo de su fácil acceso al trance. Dejándote
llevar, observas que las mujeres asisten al sacrificio pero no
sacrifican. Bien visto. Ese es el caso del N’Doeup: siempre
es un hombre el que degüella al toro; y además, es el único
gesto masculino de la ceremonia. En cambio, las activas cu­
randeras utilizan sus secreciones. La saliva de la curandera
oficializa el «bautizo» del genio cuando es identificado: ella
escupe el nombre del invasor sobre el poseído, con un tubo
de madera. Ella escupe sobre el cuerpo del toro cuando el
genio acepta trasladarse a él. No te extrañará que los etnólo­
gos llamen a esta operación sagrada la «vaporización» de la
saliva. Henos aquí realmente en el ámbito del perfume, aun­
que se trate de un escupitajo. ¿Dónde está pues lo sagrado?
En la boca de la curandera que hace el papel de vaporizador.
Materializado por el chorro de saliva, se convierte en sagra­
do por el carraspeo de la laringe que lo hace surgir a los la­
bios abiertos de una curandera. A ella le corresponde sacra-
lizar lo que sale de su cuerpo.
«Perfume», la palabra es poética. Demasiado educada
para ser honesta. A fin de cuentas, la fabricación de perfu­
mes no consta solamente de los extractos de las flores, y el
almizcle es una secreción animal de origen genital; todo está
relacionado. En lugar de «perfume» te propongo secreción,
humores, olores. Pienso en lo que dijo Freud en El malestar
en la cultura sobre el enderezamiento del animal de cuatro
patas: cuando se pone de pie, el mono convertido en hombre
pierde el olfato. Claramente sus órganos sexuales se alejan
de sus narices. Sólo el coito, según Freud, devuelve al ser hu­
mano el sentido y el gusto de los humores del sexo. Es nece­
sario un «dejarlo todo» que no es ajeno al trance; y como di­
ría el profesor Charcot a propósito de las crisis de histeria
que provocó ante los ojos del joven Freud en París, «hay algo
de genital en esto». ¿Eso quiere decir que el sexo es sagra­
do? No es seguro. Pero invirtamos la imagen: ya que permi­
te la insurrección brutal de los humores prohibidos durante
las ceremonias, lo sagrado es sexual.
Catherine
París, 14 de enero de 1997
Querida Catherine:
Azar o necesidad, no lo sé —tu estancia en Dakar por un
lado, la fascinación que ejerce África en los etnólogos y es­
critores desde hace siglos por otro—, henos aquí sujetas a lo
«sagrado» ¡cada vez más «negro»! Mujeres negras, religio­
nes negras: nuestro viaje sigue asociando los tres enigmas de
lo femenino, lo sagrado y los diversos destinos de la africa-
nidad, en esta metáfora que no para de crecer bajo nuestras
respectivas plumas y que complica aún más, si es posible, lo
que Freud llamó en su tiempo el «continente negro»... Te en­
vidio por poder participar en esos ritos de siete horas, las te­
rapias del N’Doeup reservadas a las mujeres que salen de
ellas como... curanderas. En cuanto a mí, yo me he quedado
con las... Impresiones de África de Raymond Roussel, de
una rareza no etnológica sino íntima, tremendamente demo­
niaca, a menos que se tome a risa. Y, por supuesto, con las
«posesiones» descritas por Leiris, en el momento en que
Marcel Griaule lo contrató como secretario-archivista e in­
vestigador, y que con el consentimiento de su psicoanalista
Adrien Borel, el autor de Edad de hombre pasó dos años,
de 1931 a 1933, en Dakar-Djibuti, para traemos L’Afrique
fantóme, Message d ’Afrique y La possession et ses aspects
théátraux. Entre los etíopes que él describe, como en las ce­
remonias que has visto, la bisexualidad y el travestismo pa­
recen dominar las posesiones, y, aparentemente, alimentan
de maravilla lo imaginario... tanto africano como europeo.
Así, Leiris relata un sacrificio de pollos —blanco, negro,
rojo— en el que se hace comer el animal a un hombre, po­
seído por un zár hembra que lo vuelve impotente. De esta
manera, el zár maléfico es transferido a su hermana, que se
convierte de este modo en un «caballo» capaz de soportar el
maleficio mejor que su hermano, sin contar con que ella
puede a su vez practicar sacrificios; y todo se desarrolla en
una lengua reservada al uso ritual en diversas cofradías. La
participación en estos ritos de metamorfosis totémica y de
transexualismo, y, sobre todo, el arte de contarlos, parece
que han tenido un efecto más catártico que el psicoanálisis
en un escritor tan sutil como Leiris. Y que se confiesa «se-
xualmente anormal» ya que se ve afectado por «una inmen­
sa capacidad de aburrimiento». Con este rasero del aburri­
miento, que me parece un criterio absoluto, habría abundan­
tes anomalías sexuales en todo el mundo; pero muy pocos
viajeros lo bastante perspicaces para dejarse poseer y despo­
seer por ello.
Desconocedora del N’Doeup, no por ello deja de atraer­
me la «posesión», ya lo sabes, e incluso le he dedicado una
meditación en forma de novela, Possessions. Esta vez una mu­
jer, pero que ha absorbido el cuerpo y alma de su hermano
muerto y adorado, se deja poseer por ese doble macho, así
como por una venganza impensable contra su madre, contra
La Madre. La posesión da lugar en este caso a una depresión
de la que la heroína sólo logra despojarse con el crimen: la
decapitación de otra mujer. Hay aquí una feminidad sagrada
que he podido observar, en el diván pero también en mí, y que
no ignora la separación del sacrificio, muy al contrario. Per­
fume o vapor-olor, si quieres, impregnan efectivamente la re­
lación de las mujeres con lo sagrado —María Magdalena que
ungió de aceite perfumado los pies de Jesús es la imagen clá­
sica—, pero ésta no está menos cargada de una gran violen­
cia, y testimonia igualmente un sagrado malestar.
Para abordar los asuntos sacrificiales y femeninos en un
tono menos serio, pensemos en la temible Frangoise, la sir­
vienta del narrador en En busca del tiempo perdido: una de
sus ocupaciones favoritas (¿eco de su visión del arte del es­
critor, a quien adora con una devoción sin límites?) consistía
en... degollar un pollo en el patio gritando, inmóvil: «¡Sucio
animal, sucio animal!» Como mi propia abuela. ¡He aquí
nuestro vudú! Réplica más noble de esta carnicería de coci­
na, la bella Oriane de Guermantes ¿no fue una niña cruel que
«deslomaba a los gatos, arrancaba los ojos a los conejos»?
Todo esto para decirte que no rechazo la africanidad, que
me interesan mucho tus testimonios. Aunque me lleguen de
lejos, intento entenderlos desde el interior. Hace mucho que
elegí mi «terreno» etnológico cambiando de lengua, para fi­
jar domicilio en el francés y en Francia. No lamento haber
encontrado esta tribu que además, finalmente, me lo devuel­
ve bastante bien, en curiosidad y en benevolencia. Incluso
me he dedicado a profundizar la investigación pasando en
primer lugar por el diván, luego, escuchando a los que me
han hecho el honor de confiar en mí en idéntica posición. En
suma, el psicoanálisis me parece una microantropología de
las profundidades, donde las fronteras étnicas y nacionales
se vuelven permeables (¿soy búlgara o francesa?, ¿lo uno y
lo otro?, ¿ni una cosa ni otra?), y dejan paso a nuestras
irremediables rarezas, otras tantas posesiones particulares
que transferir al infinito...
Los que se embarcan en una experiencia analítica, en
todo caso conmigo, rara vez son creyentes. Algunos lo han
sido, la mayor parte no lo han sido nunca, o casi. Por eso,
rara vez oigo hablar de Dios, y cuando esto sucede, puedes
imaginar que mi «atención flotante» se fija momentánea­
mente a esta palabra, incluso se cristaliza. Siento una sombra
de vergüenza ante la idea de esta curiosidad; ¿probaría que
Dios no me ha abandonado del todo como tiendo a creer
normalmente? Así es.
Marianne, una joven actriz que padeció de bulimia-ano-
rexia y que, al cabo de tres años de análisis se recupera cada
vez mejor —aunque haya reemplazado la antigua condena
alimenticia por unas relaciones eróticas pasionales y «mor­
tales» con dos hombres— me describe de este modo sus re­
laciones con sus parejas: «Una fuerza por encima de mí me
pega al suelo, es Dios, no hay otra palabra. Me pide una
ofrenda implacable, sin descanso, sin perdón. Una obliga­
ción de sufrir. De tener que sufrir en todas partes, en cual­
quier parte, sin amor, el amor siempre fallido...» Yo retomo:
«Dios, amor fallido...» Marianne: «Digo “Dios” porque es
una fuerza exterior a mí, impersonal, ni femenina ni mascu­
lina, una firmeza despiadada que vuelve imposible lo mas­
culino y lo femenino. ¿Entiende lo que quiero decir? [Me in­
terroga siempre, para nada, cuando sabe perfectamente que
comprendo lo que quiere decir, y especialmente que no sabe
de qué sexo es.] Pero cuando usted dice “amor fallido”, eso
me hace pensar en mi madre: en el sufrimiento que viví jun­
to a ella porque se volvió triste desde que mi padre la dejó, y
porque prefería a mi hermano. Cuando digo Dios, pienso en
un sufrimiento absoluto, próximo a mi madre, un dolor ine­
vitable, hasta el punto de que termina por persuadirte de que
es normal, e incluso dulce...»
No cito las palabras de Marianne para decirte que lo «di­
vino», en las mujeres, responde a su masoquismo: este as­
pecto no es despreciable, pero prefiero retomarlo más tarde.
Cito las palabras de Marianne para decirte que lo que se vive
como «sagrado» es una traducción ennoblecida del erotis­
mo. Cuando no encuentra palabras para su goce —clara­
mente exorbitante, un goce sadomasoquista con parejas que
la humillan o le hacen daño pero porque ella es la primera en
pedirlo, un goce que la anula, que la «pega al suelo»—, Ma­
rianne retoma la palabra «Dios», que, sin embargo, sólo ha
sido para ella una referencia bastante insignificante de su
educación católica, a fin de cuentas trivial. Es al goce del sa­
crificio deseado y sufrido a lo que ella llama «Dios». Geor-
ges Bataille escribió unas páginas fundamentales sobre este
tema: la experiencia interior es una transgresión de las pro­
hibiciones sexuales en el goce, al borde de la anulación de
uno mismo, de la anulación de la conciencia, y a menudo al
borde de la muerte. Paradójicamente, evocando lo divino
—ese ideal de espiritualidad—, evocamos pasos al extremo
contrario, donde lo humano se hunde en lo animal y la nada.
Pero menciono aquí a Marianne por otra cuestión. A me­
nudo se piensa, junto con Freud, que el beneficio de la reli­
gión es consolar al hombre (y a la mujer) proponiendo, con­
tra la angustia narcisista, una omnipotencia: la omnipotencia
de los dioses taumaturgos y la de Un Solo Dios que conden­
sa por fin los poderes del padre. Esta visión de las cosas tie­
ne su pertinencia y no la cuestiono en modo alguno. Aunque
habría mucho que decir sobre la necesidad que puede tener
una mujer de un padre, y también de la desconfianza, de la
no creencia, incluso del sentimiento de extrañeza que una
mujer siente en el lugar de ese «poder» paternal. Aquí tene­
mos otro tema sagrado sobre el que tendremos que volver.
Marianne, pues, nos lleva más lejos: su «Dios» es... su de­
pendencia respecto a su madre. Una madre de la que nunca
estamos seguros de que nos ame. Nada más poderoso, nada
más «divino» si se prefiere, que un amor que no se da, por­
que es de eso de lo que dependemos, totalmente. Si se pien­
sa que una hija está en osmosis con su madre, que hija y ma­
dre no tienen secretos la una con la otra, que la madre depri­
mida se vierte entera en su hija mientras se esfuerza, a pesar
de todo, en seducir a su hijo, apostaría a que Marianne dice
la verdad. Es decir, que una fuerza maternal implacable, que
una omnipotencia «divina» domina muy a menudo la psique
femenina. Y que las estrategias que ayudan a protegerse con­
tra ese «Dios» no son fáciles. En efecto, qué hacer: ¿evitar la
feminidad?, ¿repudiar lo maternal en una misma?, ¿inmolar­
se por todos los medios para satisfacer a ese espectro de la
omnipotencia?
Una analista nos habló recientemente de una de sus pa­
cientes, Clara, que proclama en sus sesiones su opción, pre­
coz, por el ateísmo, oponiéndose de este modo a la religión
católica que había profesado principalmente su padre. Aho­
ra bien, a la muerte de su madre, Clara experimenta una vez
más el desconcierto y la necesidad de fajarse un ideal.
Mientras que antes criticaba a su madre que «no cesaba de
oprimir a toda la familia y de exigir la verdad», Clara se
pone de repente a idealizarla, hasta el punto de que ninguna
otra persona es soportable ni amable a sus ojos: y menos que
nadie... su marido. Las sesiones se desarrollan desde ese mo­
mento siguiendo dos discursos contradictorios: profesión de
fe atea por una parte, apología «religiosa» de la madre por
otra. En Clara se opera una discrepancia: por un lado, recha­
za la religión (del padre); por otro, cubre su duelo de una
idealización, lejos de estar muerta, de la muerte, a través de
la cual intenta redimirse por no haberla querido lo suficien­
te, y de compensarse por el amor «no del todo seguro» que
pensaba que era el de su madre hacia ella.
Pregunta: si la necesidad de idealización es inmortal
porque nos consuela de nuestras frustraciones, de nuestras
privaciones, de nuestros sacrificios, si puede concernir al pa­
dre, y aún más secretamente, más solapadamente, a la madre,
¿eso quiere decir que la religión es indispensable?
Clara nos permite tratar otras figuras ya no privadas sino
públicas del ateísmo contemporáneo. Así, cuando nuestra
deuda hacia nuestro padre y madre no se reconoce ni se deja
atrás, podemos elegir negarla. En consecuencia, negamos el
ideal religioso que asegura su continuidad y celebramos en
su lugar, por ejemplo, la omnipotencia del pensamiento: es
el caso de la intelectual Clara. No es Dios quien me protege,
niña doliente e impotente, es Mi Pensamiento. ¿Quién no re­
conocería el beneficio de tal elección, los caminos de éxito
intelectual y profesional que abre? Pero sucede que el no re­
conocimiento de esta deuda a nuestros ideales parentales
puede caer como un peso abrumador sobre nuestras espal­
das, y poner en peligro nuestros éxitos intelectuales, siempre
provisionales y frágiles. El consuelo religioso no resuelve el
problema, pero conserva la utilidad, sin duda ilusoria aun­
que no menos reparadora, de autorizamos a «confiar en al­
guien».
Dicho de otra forma, muchos de nosotros, siempre en
esta tribu de los europeos y más específicamente de los fran­
ceses que es actualmente la mía, hemos elegido, frente a la
religión de los padres, otra «religión»: la del ateísmo comu­
nista como compensación de las deudas y de los ideales
infantiles. No, no simplifico a ultranza, no ignoro que una
gran cantidad de razones —y a menudo muy buenas razo­
nes— conducen al hombre a adherirse a una ideología; hablo
de lo íntimo, del microcosmos. Basta con leer las obras crí­
ticas de algunos antiguos comunistas, de los más lúcidos,
para constatar que describen su ateísmo en términos religio­
sos: se trata nada menos que de construir una antirreligión
que sustituya a la religión anterior (a menudo la de los pa­
dres) y que aliena aún más brutalmente al individuo que el
dogma clásico. Edgar Morin, Emmanuel-Leroy Ladurie,
Jean-Toussaint Desanti, Frangois Furet, han citado estas nue­
vas creencias, que han calificado de «extrañas», «sacrificios
de la inteligencia», «sumisión ciega» a las exigencias del
partido que hace «tragar con todo». Tantas metáforas con el
fondo de connotaciones sadomasoquistas, como lo resalta
mi colega Martine Bucchini, en un breve y claro estudio que
revela que es la sombra de una madre temida pero idealiza­
da lo que se esconde en numerosas creencias disidentes, tan­
to tiempo como permanecen como creencias. Compara: Ma­
rianne, Clara...
Diferenciemos la creencia y la religión por una parte, y
lo sagrado por otra. Me gustaría proponerte el siguiente es­
quema, breve, como debe ser. La creencia y la religión pue­
den ser construcciones imaginarias (como en Marianne o
Clara), ideológicas (como en los creyentes-ateos-comunis-
tas), científicas (cuando se cree en la omnipotencia de la
ciencia): todas reniegan de los goces sexuales y las depen­
dencias narcisistas del niño inmaduro respecto a sus padres,
pero también de nuestra dependencia de la naturaleza, de la
biología, de la genética. Proponen figuras de consolación y
de omnipotencia reparadoras. En este sentido, Freud tiene
razón en El porvenir de una ilusión: estas construcciones
ilusorias, que son las creencias y las religiones, pueden ser
sobrepasadas progresivamente por la ciencia, pero siempre
tienen ante ellas un íuturo floreciente; y sólo puede sustraer­
nos, a la larga, de estas ilusiones una cierta modestia, una
cierta humildad: «Los críticos siguen llamando “profunda­
mente religioso” a todo hombre que confiesa el sentimiento
de insignificancia del hombre y de la impotencia humana
frente al universo, aunque no sea este sentimiento el que
constituya la esencia de la religiosidad, sino más bien la con­
secuencia que le sigue, la reacción a ese sentimiento, la reac­
ción que busca una ayuda frente a él. Quien no va más allá,
quien acepta humildemente el mínimo papel que desempeña
el hombre en el vasto universo es más irreligioso en el ver­
dadero sentido de la palabra».
Creo, pero te diré por qué en otra ocasión, que una mujer
está más capacitada para aceptar «humildemente» desempeñar
un «papel mínimo» en el vasto universo: que una mujer es fi­
nalmente menos narcisista de lo que se dice, y por tanto más...
irreligiosa, en el sentido freudiano que acabo de mencionar.
En todo caso, lo sagrado no puede ser lo religioso. Tran­
quilízate, no voy a lanzarme a una definición de lo sagrado:
la teología, la filosofía, la antropología y alguna más se han
encargado. Esbozo una aproximación para seguir preguntán­
dome contigo sobre la cuestión de las mujeres y el sentido.
¿Y si lo sagrado fuera la percepción inconsciente que tiene
el ser humano de su insostenible erotismo: siempre entre los
límites de la naturaleza y la cultura, lo animal y lo verbal, lo
sensible y lo nombrable? ¿Y si lo sagrado no fuera la nece­
sidad religiosa de protección y de omnipotencia que las ins­
tituciones recuperan, sino el goce de esta divergencia —de
esta potencia/impotencia— de esta extraordinaria flaqueza?
Se profundiza este sentimiento de insuficiencia en algunas
ceremonias metamórficas, se exalta en sacrificios, se goza
de él visitando los recuerdos de la infancia, de la dependen­
cia, de una palabra más o menos extraña, más o menos «ex­
presiva». Las mujeres estarían situadas en otro lugar, me
atrevo incluso a decir mejor situadas, al mantenerse en ese
«techo»...
Pero, ¿por qué no hablan de ello? Nunca bastante, y aún
menos hoy que hace algún tiempo, dices. En efecto, «ellas»
no parecen querer lanzarse a los cafés filosóficos, ni a los
debates televisados, «ellas» no aspiran verdaderamente a dar
sentido, «ellas» se contentan con dar la vida. Incluso la vida
política, la «paridad», etc., sólo interesa apasionadamente a
unas pocas, a ti y a mí, las más «evolucionadas», las más
masculinas... Entonces, ¿regresión respecto al siglo xvni?
¿Respecto al feminismo de después del 68? En cierto senti­
do sí. Pero también, probablemente, una diferencia que no
para de profundizarse y a la que deberíamos intentar tomar­
le la medida: ¿y si eso (ese «techo») no fuera totalmente de­
mostrable, visible, decible? ¿y si eso solamente pudiera sen­
tirse, hacerse, comprenderse? Eso, lo sagrado. Por supuesto,
lo que estoy sugiriendo no deja de inquietarme a mí misma,
tan «racional» y «activa» como soy y como me conoces. En
efecto, ¿acaso eso existe si no se muestra, si no se dice? No
es seguro. Personalmente confío eso al psicoanálisis y a la
novela. Pero, seguramente, no es el único camino. A menos
que, cuando la conciencia tome conciencia de esta reserva,
cuando la conciencia de las propias mujeres tome conciencia
de esta reserva, podamos descubrir, en eso, una especie de
resistencia. Una resistencia al Espectáculo en el que culmina
la religión del Verbo. Pero ¿cómo hacérselo saber al Espec­
táculo y al Verbo? Además, ¿vale la pena hacérselo saber?
Esto me hará abrir el dossier de las místicas cristianas, la
próxima vez.
Besos,
Julia
Dakar, 16 de enero de 1997
Querida Julia:
Retomaré tu carta por el final: por el «techo» de lo sa­
grado al que llamas eso, como si fuera una pulsión. Al leer
esas líneas he tenido un impulso irresistible; he pensado
«Vache sur le toit» en lugar de «Boeuf sur le toit»... Y la In­
dia, patria de las vacas sagradas, ha resonado en mi cabeza
con su estrépito habitual. Debo decir que entre el sacrificio
del «buey» en África y las vacas indias, me ocupo de los bó-
vidos desde hace casi un decenio.
Adelante con la manada... Al igual que ocurre en Egipto
con la diosa Hathor, en la India la vaca sagrada es la envol­
tura del universo, porque fue de la piel cosida de una vaca de
donde nació el primer hombre. Macho, evidentemente. La
vaca es pues maternal y envolvente, bien. Los hindúes sacan
de aquí sus conclusiones: todo lo que proviene de la vaca no
sólo es sagrado sino útil. Se bebe la leche, se hace la mante­
quilla para el consumo cotidiano, la misma con la que se ro­
ciará el cadáver durante la cremación; se come la cuajada
que sobra, se utiliza la orina como limpiador antiséptico para
suelos, y la boñiga, comprimida en ladrillos y secada sobre
los muros, como combustible. La coherencia del hinduismo
llega hasta fabricar la bebida sagrada por excelencia con es­
tos cinco elementos, excremento incluido... A menudo me
han propuesto probarla: en eso estoy bloqueada, lo confieso.
Vale la cuajada y la mantequilla, la leche, pero el resto, sim­
plemente no gracias. Sin embargo, los hindúes son perfecta­
mente lógicos, porque de la madre todo es bueno. Como ves,
el componente maternal no puede librarse de las secrecio­
nes, aunque sean fétidas.
En ese caso ¿por qué demonios no podría expresarse ese
«techo» del mundo? ¿Las mujeres en rebelión no intentan
levantarlo, ese techo-tapadera? Judit, la heroína bíblica, ¿no
realizó el mismo acto de decapitación que el personaje de tu
novela? Las heroínas guerreras ¿no están obligadas a ese le­
vantamiento del «techo» sagrado del mundo? Me parece que
la resistencia a la comunicación generalizada puede aceptar­
se como una especie de espectáculo público de tipo épico,
como lo han demostrado Judit, Juana de Arco, Golda Meír e
Indira Gandhi. Mujeres «fuertes», se dice. ¿«Mujeres mas­
culinas»? No, a pesar de las corazas, espada, puñal, bombas
terroristas o saris de seda. Juana de Arco fue juzgada, y que­
mada, con un camisón. No con calzones. Cuando el asunto
es serio, el símil que hace pensar en un hombre desaparece.
¿Tu crees verdaderamente que las mujeres son capaces
de aceptar más «humildemente» el papel modesto de la es­
pecie humana en el universo? Piensa un poco en las funda­
doras de sectas religiosas en la India, donde son legión, e in­
cluso en las fundadoras de órdenes religiosas en Europa. En
general, hombres o mujeres, los fundadores religiosos sólo
son «modestos» en apariencia; o más bien, el narcisismo
propio de la santidad les confiere una propensión a la inmo­
destia de lo sublime. ¿Qué exigía la madre Teresa a sus mon­
jas? A la humildad más total se añadían las maceraciones
personales, la humillación consentida de la persona ante
Dios, en lo que percibo más bien un formidable orgullo, le­
jos de la modestia de la que hablas. Toda voluntad reforma­
dora es sospechosa; y siempre tengo en mente algunas admi­
rables líneas de Lacan sobre el sadismo inconsciente de los
filántropos, de los educadores, de los reformistas y de los al­
truistas... Sí, quien quiere, cueste lo que cueste, imprimir un
cambio profundo se apoya en los recursos inconscientes del
sadismo, cuya naturaleza es forzar. Porque para imponer un
nuevo orden hay que dejarse llevar por una feroz resistencia,
una cólera extrema, una rebelión del orgullo.
Pero si, como dices, ya no es Dios quien protege sino
«Mi Pensamiento», entonces no veo por qué las mujeres es­
caparían a este orgullo. ¿Humildad de las mujeres? Y noso­
tras, ¿qué hemos emprendido juntas? De acuerdo, ninguna
de las dos estamos en una línea antirreligiosa, anticlerical o
antirreformista, es verdad. Sin embargo, al intentar encon­
trar la relación entre lo femenino y lo sagrado, no nos en­
cuentro ni humildes ni modestas. Además, ¿por qué habría­
mos de serlo, en un mundo en el que dominan la farsa, la
exageración, lo que no se puede comprobar? El pensamien­
to siempre me ha parecido reparador. No es omnipotente, ni
mucho menos; encuentra pronto sus límites. Pero con tal de
que no se transforme en sistema lógico implacable, es más
bien un buen fontanero, capaz de tapar los agujeros y de re­
tener las fugas de sustancia. Aún falta descubrir el lugar
exacto de la fuga.
Cuando se trata de lo sagrado, sustancia fugitiva por ex­
celencia, nos interesa no equivocamos de tubería. Para no
caer en malentendidos insalvables, distingamos si quieres lo
religioso y lo sagrado. Ya nos liamos, mezclamos ceremonia
y vida cotidiana, excepcional y común. Por lo tanto, precise­
mos. Me parece que lo sagrado preexiste a lo religioso. Me
explico.
Más allá de las divergencias entre el Bien y el Mal, lo
puro y lo impuro, lo permitido y lo prohibido, lo intelectual
y lo sensible, lo sagrado es «sublime» en el sentido en el que
lo entiende Kant en la Crítica deljuicio: un cortocircuito en­
tre lo sensible y la razón, en detrimento del entendimiento y
del conocimiento. Un golpe de la sensibilidad contra la inte­
ligencia. Es la envolvente sensación de absoluto ante un pai­
saje de montaña, el mar, una puesta de sol, una tormenta
nocturna en África... Entonces sí, lo sagrado autoriza el des­
fallecimiento, el desmayo del Sujeto, el síncope, el vértigo,
el trance, el éxtasis, el «por encima del techo», tan azul.
En cuanto a lo religioso, no lo imagino en absoluto sin
organización. Con un clero bajo la autoridad papal como en
el catolicismo, o con un orden comunitario como en el islam,
la función de lo religioso viene a ser siempre la organización
del culto: se entra aquí, se pasa por allá, aquí se reza, allí se
arrodilla uno, se empieza y se acaba, en resumen, el tiempo
y el espacio están bien organizados. Lo sagrado hace exacta­
mente lo contrario: eclipsa el tiempo y el espacio. Pasa en lo
ilimitado, sin reglas ni reservas, que es propio de lo divino.
Es decir, lo sagrado es un acceso inmediato a lo divino, mien­
tras que lo religioso dispone un acceso señalizado, con me­
diaciones previstas para los casos difíciles. Ni que decir
tiene que lo sagrado no desaparece con la aparición de los
códigos religiosos: surge a su hora, o más bien, en su instan­
te, porque está en su naturaleza alterar el orden. Pero lo reli­
gioso puede existir sin lo sagrado; cuando se practica sin áni­
mo, es incluso su estado más común.
Ahora bien, entre los obstáculos de las divergencias que
lo sagrado nos hace saltar inconscientemente, la distinción
de los sexos es sin duda la más importante. Aquí es donde
retomaré la tan frecuente bisexualidad de los iluminados que
mencioné a propósito del hombre que debe vestirse de mujer
para presidir en el oficio del N’Doeup. Los ejemplos de tra-
vestismos sagrados forman parte de los clásicos de la etno­
logía, e incluso en el seno de la Santa Iglesia Católica, Mi-
chel de Certeau, sabio jesuíta desterrado de su orden, señala­
ba que el apodo de Teresa de Ávila era... elpadrecito. No la
madre, sino, a causa de su autoridad, el «padrecito». En la In­
dia, el personaje más extravagante con el que me encontré
era un hombre adulto de unos cincuenta años, casado y pa­
dre de familia, nada afeminado. Pero cuando entraba en tran­
ce y decía el oráculo en su templo (los martes y viernes), no
se le llamaba por su nombre civil, se le llamaba la «Madre».
Puedes imaginar el efecto que te produce que en un inmen­
so templo del sur de la India te presenten educadamente a
«la mujer de la Madre»... Las estructuras elementales del pa­
rentesco debidamente aprendidas de Lévi-Strauss saltan por
los aires. Se hace para eso. Aquí, se te altera.
Pero, como en ese país la bisexualidad forma parte del
instrumental simbólico elemental, nadie presta atención. Al­
tera al intelectual que conoce a Lévi-Strauss, lo que no está
mal. Por los aires, mis queridas estructuras del parentesco.
Hay pues que quebrarse un poco la cabeza, y cambiar de tu­
bería para comprender. ¿Dónde está la fuga?
El gran dios de la vida y de la muerte, Shiva, se represen­
ta a veces con una extraña forma: mitad mujer, mitad hom­
bre. Dividido desde lo alto de su moño hasta los lindos de­
dos de sus pies; el pecho plano en un lado, henchido en el
otro por un hermoso seno redondo; el dios de la virilidad as­
cética está dotado de una cadera izquierda de joven escultu­
ral. La bisexualidad sagrada no es lo que no se puede trans­
gredir, es la transgresión misma. Pienso en Ramakrishna, el
místico bengalí del siglo xix que se vistió de mujer durante
muchos años para seducir a la «Madre» (la madre eterna en
la India), la diosa Kali. El fin de este disfraz seductor era la
iluminación, que inundó a Ramakrishna en el momento pre­
ciso en el que se precipitó sobre la Madre tan amada, sable
en mano... Entonces, oh milagro, el éxtasis brotó en gotitas
de agua marina. En ese instante, el travestido de mujer ¿qué
quería... en realidad? ¿Morir, o golpear a la diosa madre? Ni
él mismo lo sabe. Espada en mano, se abalanzó sobre la Ma­
dre y dijo «¡ya está!». Ese «ya está» es una hermosa huida
hacia adelante. En efecto, era mejor desaparecer de sí y di­
solverse en el infinito.
Pasar de un sexo a otro es moneda corriente en la histo­
ria del misticismo, pero el místico no se para en esta diferen­
cia: pasa, ése es su acto. Sobrepasa. Aparta a los que conclu­
yen ese sobrepasar los dos sexos pronunciando, como el sufí
irakí al-Hallaj, el enunciado sacrilego: «YO SOY DIOS». Ni
hombre ni mujer, sino Dios. Por haber llevado hasta su tér­
mino la profunda lógica del contacto místico con Dios, al-
Hallaj fue crucificado, desollado, decapitado, cubierto de
alquitrán, quemado. Sin embargo, sólo había pronunciado
públicamente la esencia de lo sagrado. Se había contentado
con decirlo. Pero diciéndolo sacaba lo sagrado de la reserva
salvaje. Pues, si bien tenemos derecho a gritarlo, balbucear­
lo, cantarlo, decirlo está prohibido. Fijar lo sagrado fuera del
instante es sacrilegio. Por esto, al-Hallaj no sólo fue castiga­
do, fue materialmente ensuciado. Porque en el registro de lo
sagrado, lo «sucio» es ambivalente: unas veces exalta, otras
castiga.
Que se ensucie a un condenado que se dirige al suplicio
lanzándole porquerías es trivial para la historia universal.
Más extraña es la exaltación de la suciedad en lo sagrado.
Por ejemplo, el misticismo del Himalaya acostumbra a rela­
cionarse con la suciedad. El tantrismo llamado «de la parte
siniestra» pasa por una amplia utilización de la orina y del
excremento: para ser Dios, hay que hacerlo todo al revés.
Hay que someterse a lo maloliente. Sin contar con los ritua­
les de iniciación en África que, atando a la espalda las ma­
nos de los iniciados, los obligan a comer en el suelo en una
escudilla que no se lava nunca, a ras de suelo, a ras de hoci­
co, como un animal. El san Antonio soñado por Flaubert en
La Tentación se salva de sus maleficios sumergiéndose en la
naturaleza animal, y es ahí donde encuentra una iluminación
confusamente parecida a Dios.
Ese fantasma no es raro. En La apoteosis de Augusto,
borrador de una tragedia escrita en el camino de vuelta de
Brasil en los años 30, el joven Claude Lévi-Stauss pone en
escena un «Cinna» etnólogo que resume la etnología a
«eso»: el volverse animal. Soberbia fábula de etnólogo con­
sumido por el terreno... Cuando la víspera de su apoteosis el
futuro emperador Augusto descubre que su divinización le
obligará a dejar que los insectos se apareen sobre su nuca y
que los pájaros le inunden con sus excrementos, sale huyen­
do. Porque a menudo lo sagrado es animal y Dios todo jun­
to. Para Ramakrishna, que ataba una cola de mono a su tra­
sero, Dios es mono, mujer o madre, cabeza y culo. Curiosa­
mente cuando, en los años 70, algunas feministas empezaron
a escribir sobre la menstruación y las secreciones de las mu­
jeres, la vox populi se sorprendió, incluidas las damas. Es
verdad que fue un poco excesivo, pero ¿por qué tanta repul­
sión contenida? ¿Sería «eso» lo indecible, el techo? ¿El pen­
samiento no tendría acceso a los olores del sexo?
Nos satisfacemos de la madre, pero sólo del seno, por fa­
vor. Los indios no se andan con tantos remilgos; la maternal
vaca sagrada de la India proporciona la leche, pero también
la boñiga y la orina... pero prudencia. Reconozco que la ado­
ración de los animales puede amenazar al humanismo. No
olvido la ley nazi sobre la protección de animales que, clara­
mente, los situaba en mejor lugar que a los judíos en los va­
gones de los trenes; en un libro formidable, Luc Ferry lo ha
demostrado muy bien. En Francia, véase a Brigitte Bardot:
todo para el animal, pero nada para su hijo, nada para los in­
migrantes. La protección de los animales y su sadismo refor­
mista inconsciente atenían directamente contra la especie
humana. ¿Adonde ha pasado la generosidad de la leche ma­
terna? Se escamotea. ¡Caramba!
A pesar de todo, besos...
Catherine
París, 22 de enero de 1997
Querida Catherine:
Te hablo de comunismo ateo, de ateísmo religioso que
traga con todo y me contestas: «La vaca». ¡Chapean! He­
mos probado que un intercambio de cartas, como la escritu­
ra automática de los surrealistas o la «asociación libre» del
paciente en el diván, puede hacer surgir chispas que dicen
más sobre el cuerpo y la madre de los protagonistas que
montones de laboriosas exposiciones. Tú entiendes de flas­
hes, lo sabía, pero vaya —he entendido el mensaje. Esto
arde, ¡tanto mejor! Cuestión de mujeres, cuestión de vacas
—sagrada nodriza, pero también intratable productora de
boñiga y probablemente nunca la una sin la otra.
Yo sigo con la humildad y lo indecible. No, no quiero
que las mujeres permanezcan humildemente en su casa ni en
las antecámaras de los partidos políticos; incluso pienso
—¡siempre en vanguardia!— que tenemos derecho a la «pa­
ridad» en la Asamblea Nacional, en el gobierno y en todo lo
que puedas imaginar como poder político nacional, interna­
cional y demás. Lejos de mí la idea de insinuar que las mu­
jeres se complacen con su «estado» de sujeto pasivo, cuando
no de dolorosas mártires de las religiones.
Parece, por ejemplo, que los éxtasis de santa Teresa de
Ávila (1515-1582) corrían parejos con una autoridad de di­
rigente, y que tanto su Camino de perfección, como sus Mo­
radas no le impidieron —al contrario— distinguirse como
fundadora de una quincena de conventos carmelitas refor­
mados a lo largo de España. Nieta de un comerciante judío
de Toledo convertido al cristianismo, de acuerdo. Se había
beneficiado del sustento ferviente y eficaz de san Pedro de
Alcántara, admitámoslo. Y sobre todo del de san Juan de la
Cruz y del de Gracián, no hace falta decirlo. Pero fue ella, y
ella sola, quien impuso su autoridad a sus hermanas, fue ella
y ella sola quien corrió el riesgo de exponerse a la Inquisi­
ción antes de que Gregorio XIII consagrara la autonomía de
los descalzos; fue a ella y a ella sola a quien sus hijas llama­
ron «muy Santa Madre, nuestra Patrona y Soberana» (y no
solamente el padrecito, como nos recuerdas y que la carica­
turiza amablemente). Por ello, cuando leo de su pluma las re­
comendaciones de humildad que serían indispensables para
entrar en estado de oración («¡Pues bien!, no hay dama que
obligue a darse al Rey divino como la humildad»), no pien­
so que se trate de una simple conformidad con la obediencia
cristiana o con las artimañas ancestrales de lo femenino.
Tampoco pienso que exhiba una inclinación por la pasividad
irracional: porque sabe también exhortar a sus hijas a no
contentarse con «rezar oralmente», sino «meditar» —ya
que es por el «recogimiento» en la «meditación», recomien­
da Teresa, como sus hijas pueden y deben «estar cerca del
Señor».
Este aprendizaje de la concentración, de la maestría me­
ditativa, del recogimiento en el poder del pensamiento no le
parece para nada una virtud masculina, sino, al contrario, un
estado totalmente accesible a las mujeres. Sin embargo, y es­
pecialmente cuando describe el alma como un diamante en
Las moradas, Teresa nos previene: «Y verdaderamente, ape­
nas deben llegar nuestros entendimientos, por agudos que
fuesen, a comprenderla, así como no pueden llegar a consi­
derar a Dios... Pues si esto es, como lo es, no hay para qué
cansamos en querer comprender la hermosura del castillo».
Sin embargo, Teresa se reprende: mantener hasta ese punto
las «cosas de mucho secreto» ¿no sería una «locura»? teme.
Antes de intentar penetrar valientemente en ese diamante
impenetrable —comenzando por lo más bajo, en compañía
de los «reptiles» si hace falta... Y continuando así, siempre
guiada por el amor y sabiendo que el viaje es posible pero
que la «comprensión» o la «consideración» permanecen im­
perfectas para siempre. Estoy convencida de que en ese dia­
mante impenetrable y que sin embargo hay que conocer, tie­
ne una reserva que le proporciona flexibilidad y energía. Es
una sutil conquistadora que siente y hace entender sus lími­
tes. ¿Límites de lo que llamamos el «inconsciente»? ¿Lí­
mites con «otra lógica»? ¿O sin lógica alguna? ¿Viaje al fin
de la noche, acentuando lo desconocido incognoscible que
Freud llamó graciosamente «ombligo de los sueños»? El
diamante de Teresa es su yo más íntimo: tan amable y desea­
ble como sorprendente e inaccesible.
La Edad Media se prestaba aún más a este reconoci­
miento de experiencias irrepresentables. Hildegarda de Bin-
gen, Ángela de Foligno, por no hablar de otras, no decían
otra cosa: nuestras vidas están inflamadas de sentido, pero
este incendio no tiene significado directo y no es directa­
mente comunicable. Entonces crean poesías, nos sumergen
en metáforas, imágenes, palabras plásticas, peinan y bor­
dan en la propia materia de las palabras. No saben que son
«autoras», simplemente auscultan lo que no se dice abierta­
mente. «El estilo es una visión», escribirá más tarde Marcel
Proust.
Como esas beguinas que evocas, a las que admiré y de
quienes hice hace algunos años el prólogo de una exposición
en Bruselas: esta vez no hay obras escritas, sino sobre todo
—y es lo que me cautiva mientras te escribo— obras tejidas
y bordadas, conjuntos de piedras, muñecas, flores, cáscaras,
hierbas: «instalaciones», como diríamos hoy día, donde es­
tas mujeres celebran sus vibraciones con... el Corazón. Co­
razones de todas las formas en esa exposición: corazones
pintados, esculpidos, cosidos, tejidos... Corazones de amor y
de dolor, corazones de Cristo, naturalmente —niño sublime
e imposible, padre tan sublime e imposible que las beguinas
sólo conseguían llegar a él en el silencio de sus obras, que in­
tentaban incorporar en sus propios corazones y cuerpos. Bi-
sexualidad, sin duda. Maternidad fantasmal de eternas hijas
enamoradas del padre, eso salta a la vista. Y, junto a esto,
algo aún más complejo y que sostiene toda experiencia crea­
dora, que tiene una parte unida a la experiencia amorosa. Se
trata de atravesar la nada de uno mismo así como la nada del
lenguaje, para alcanzar un conjunto de trazos y de sonidos
que desafía al entendimiento, en beneficio de lo que ellas
llaman el «paraíso de amor». Esta ambiciosa expresión pare­
ce que designa una recuperación de la carne sensible, deli­
ciosa y siempre repetida. Pero que exige una cierta negación
de sí mismo, de la propia conciencia.
«En mitad del pecho de la figura que yo había contem­
plado dentro de los espacios aéreos del mediodía, he aquí
que apareció una rueda de una apariencia maravillosa. Con­
tenía signos que la asemejaban a esa visión en forma de hue­
vo que había tenido hacía ya veintiocho años...» Así escribe
santa Hildegarda (1098-1179), dinámica abadesa que supo
separarse de la comunidad masculina de Disibod y fundar un
convento modelo a orillas del Rin, cerca de la ciudad de Bin-
gen. Esas «visiones» extravagantes, donde no faltan cabezas
de lobo, leopardo, osos y otras fieras, no impidieron a la pos­
teridad ver en ella a una de las personalidades más empren­
dedoras de la Edad Media. Entre sus visiones más bellas re­
tengo aún sus cuadros expertos y lúcidos de visceras y hu­
mores. Como provista de una cámara, Hildegarda de Bingen
desciende a los recovecos y cavidades del cuerpo, sin evitar
la sangre y el cerebro, y logra captar una impresión precisa
de ese bullicio que la habita, nunca en calma, siempre reha­
ciéndose, decididamente innombrable —y que por eso mis­
mo debe nombrarse sin cesar. «Los vasos sanguíneos del ce­
rebro, del corazón, de los pulmones, del hígado y otros,
aportan a los riñones su fuerza, las venas de los riñones des­
cienden hasta los tobillos a los que reconforta...» Hildegarda
está visionando la circulación sanguínea, ¡la imagina ante
nuestros ojos! Se diría que presiente también el flujo hormo­
nal. Escucha esto: «La flema gana en aridez y en venenosi­
dad, sube al cerebro, provoca dolores de cabeza, oculares; la
médula ósea se debilita, y a veces se desencadena la epilep­
sia en el último cuarto de la luna. Cuando los pensamientos
son vencidos por lo salvaje, por la dureza y por la tiranía...
[la] ciencia... la empujan a la desesperación, como en una
epilepsia, porque la luz de la verdad que la iluminaba está ya
debilitada. En cuanto a la humedad que se encuentra en el
ombligo del hombre, expulsada allí por sus propios humo­
res, acorrala la sequedad, el endurecimiento...» Etc. Estamos
en la época en la que las primeras cruzadas se dirigen hacia
Jerusalén, cuando Hildegarda emprende su cruzada micros­
cópica para liberar la tumba del cuerpo enfermo nombrán­
dolo. Se convierte en precursora de la medicina moderna y
de las diversas técnicas «psíquicas», su experiencia de lo sa­
grado es un combate entre lo invisible y lo indecible. Ex­
traordinaria, esta reflexión sobre la epilepsia, mal sagrado
como sabes, que Hildegarda compara con una ciencia ¡«em­
pujada a la desesperación, al debilitarse la luz del pensa­
miento»! Sí, ella permanece en el «techo» de las palabras,
pero encaramada encima de un océano de mucosas en sus­
penso y de humores convulsivos.
Ángela de Foligno (1248-1309), más melancólica, con­
fiesa sinceramente ese salto, esa distancia, esa nada, que se­
paran el latir de sus deseos o de sus angustias de una even­
tual y siempre imperfecta aprehensión. «El cuerpo descansa
y duerme, la lengua cortada e inmóvil», escribe en el Libro
de las visiones. «Ni risa, ni ardor, ni devoción, ni amor, nada
en la cara, nada en el corazón, ningún temblor, ningún movi­
miento» Negativa y destructora, Ángela se describe como
«hecha de no amor».
Lo divino (que para una fue un palacio de diamante, para
otra un corazón o mucosas palpitantes) es para Ángela de
Foligno un «abismo», «cosa que no tiene nombre... y desafía
el deseo de pedir más allá de ella». Aquí, «ni siquiera hay
nada que balbucear... No os acerquéis, palabra humana».
Yo digo que ese algo sagrado, esa «cosa sin nombre»
puede que revele, más allá de los silencios depresivos de
nuestra mística, una sospecha de incredulidad. Porque si no
tiene nombre, ¿existe verdaderamente lo divino? Se puede
creer, también se puede dudar. La latencia de un ateísmo
místico (quizá el único que no tiene nada que ver con la reli­
gión atea de los intelectuales llamados materialistas de los
que te hablé la última vez) y, según pienso, de un sutil ateís­
mo específicamente femenino, me parece que se enraíza en
esta desconfianza que tiene por objeto a los poderes del
Verbo, en ese repliegue hacia el continente abisal, oculto al
cuerpo sensible. «Cuerpo vaca», decía... san Bernardo. ¡Él
también! Precisamente: no se trata de decir que ese cuerpo
no existe, ni que es idéntico al Verbo. Sino de aproximarlo
en su diferencia, en su resistencia. Sin esto: cuidado con la
religión de los ateos, aún no han acabado de «tragar con
todo» y demás abyecciones...
Hasta los tiempos modernos, esa familiaridad de las mu­
jeres con su cuerpo intenso y huidizo ha hecho de su expe­
riencia religiosa una confrontación con la abyección precisa­
mente, y con la nada. La más espectacular, posiblemente la
más patológica, de estas exploradoras de la nada es sin duda
Louise de la Nada: porque fue así como se hizo llamar, en
el siglo xvn, Mlle. de Belliére du Tronchay. Abandonando el
ilustre «apellido del padre» para anularse, al mismo tiempo
que anulaba la autoridad paterna, esta señorita de Anjou se
hizo «pobre de asilo» por puro amor a un Jesucristo abyecto.
Ella se identifica con la decadencia de Cristo, se hace ence­
rrar en La Salpétriére en 1677 —bastante antes que las locas
de Pinel y las histéricas de Charcot—, donde todo el mundo
siente el deseo y el deber de ir a ver la figura de la Nada. Su­
frimientos desmesurados, teatro de locura y de crueldad, a la
vez sufrido e interpretado, que no deja de recordamos a Ar-
taud, Louise cambia de seudónimo a la mitad de su vida: se
hace llamar, al final, Louise-la-pobre, Louise-sirviente-de-
los-pobres, y adopta una actitud ya no de nihilista, sino de
niña, para morir serena en Loudun.
Entonces, ese innombrable secreto/sagrado ¿sería sim­
plemente el cuerpo sobreexcitado de la histérica? ¡Cuánto
lío para tan poca cosa! Algunos se felicitarían porque la psi­
quiatría, quizá brutal pero eficazmente, ¡lo ha conseguido!
¡Y el psicoanálisis, que tuvo la idea, idem! susurrarían otros.
Sé que no estás de acuerdo con esas personas que se apresu­
ran. He leído tu libro: La folie et le Saint, con Sudhir Kakar,
y me gusta la manera como muestras que no se hace econo­
mía del deseo encerrándolo en la patología. Por eso es por lo
que nos entendemos, a fin de cuentas, y por lo que intenta­
mos hacer este trozo del camino juntas.
Porque este indecible goce es a la vez provocado en mí
por el otro —por «mi prójimo», por el lenguaje—, e irreduc­
tible a su transparencia. La excitabilidad indomable del cuer­
po histérico testimonia esta paradoja, y lo sagrado ha sido el
espacio en el que la mujer mejor ha podido dar rienda suelta
tanto a esa abyección como a ese placer, tanto a su nada
como a su gloria. Esto no quiere decir que la experiencia sa­
grada pueda volcarse totalmente en la patología (psiquiatría)
o en el síntoma (psicoanalítica). Lo que queda, lo irreducti­
ble, es la propia dinámica del desdoblamiento que hace de
mi ser un ser irreconciliable, un ser de deseo. El psicoanáli­
sis, tal y como lo entiendo, intenta dejar abierta esta libertad
—la libertad del «ombligo de los sueños»—; intenta devol­
verle su derecho —que habría que llamar saludable— a la
ilusión. Winnicott, más firmemente que Freud (se le acusa
demasiado a la ligera de «racionalismo», mientras que él
predecía —por muy hombre de ciencia que fuera— un buen
«futuro» a nuestras «ilusiones», lo que prueba más su clari­
videncia que una voluntad cientificista) funda la capacidad
de creación en el «espacio transicional», que no es otro que
el espacio de ensueño o ilusión que la madre deja abierto a
su joven hijo...
Hojeando mis viejos libros para recuperar para ti algunas
frases subrayadas a lo largo de mis antiguas lecturas —por­
que debo decir que, desde hace mucho tiempo, no he vuelto
a esas arqueologías de la fe a las que me había empujado an­
tes el amor a mi padre (pero ésta es otra historia, para otra
ocasión)—, topé por azar con un libro-catálogo de Georgia
O’Keeffe (1887-1986) que me pareció que venía de perilla.
Me encanta esta pintora sobria y sensual, sus flores descar­
nadas, sus visiones de huevos (¡ella también!), de huesos hú­
medos y cráneos limpios. Otra modesta exploradora de lo in­
nombrable que me gustaría añadir a la lista de sus prestigio­
sas antecesoras, de quienes te acabo de copiar algunos frag­
mentos. No se priva de trazar los misterios, pero ¿de qué?
¿Su cuerpo, un sexo-flor, la vida, la muerte, el cosmos, el
ser? Secretamente, modestamente, se desplaza —no nom­
bra, sino que calla. Y dibuja. No dibuja lo que dibuja sino
otra cosa en la misma cosa; una cosa insignificante, casi
nada, Dios sabe qué, pero que es todo, o más bien un «te­
cho» donde veo y siento lo que no se ve ni se interpreta; que
me seduce. Intento decir algo, no puedo, tendría que escribir
un poema, una novela... A la espera, te mando dos fotoco­
pias que espero te gusten: «Serie I, número 1» (un título que
no quiere decir nada, pero el color en espiral de ese botón
obsceno hace vibrar la mirada y la carne) y «Cráneo de vaca
con rosas calicó» (henos de nuevo, una parada más, y tan
hermosa, en las infinitas metamorfosis de la vaca).
Una pregunta finalmente muy material: ¿cómo expresar
todo esto —ese fervor y esa duda, esa intensidad y esa nada,
ese entusiasmo y ese «dios sabe qué»...— en el dossier de la
«paridad»? ¿Imposible? ¿No deseable? Puede ser. Y sin em­
bargo, si la susodicha paridad dejara estremecer un pequeño
soplo de todo «esto» en la llamada vida política... pero sueño,
naturalmente, forzosamente, con estas sagradas mujeres...
Julia
Georgia O’Keeffe, Serie I,n.°l, 1918, American National Bank.
Georgia O’Keeffe, Cráneo de vaca con rosas calicó, 1931, The Art Institute
of Chicago, donado por Georgia O’Keeffe.
Oxford, martes 4 defebrero de 1997
Querida Catherine:
Aún no he recibido tu carta, creo que estás de viaje y,
además, nada nos impone mantener esta correspondencia al
ritmo de las idas y vueltas, preguntas-respuestas, estímulos-
reflejos... Es de noche en Oxford, una lluvia muy inglesa
inunda el césped bajo mis ventanas, y no tengo ganas de dor­
mir. A menudo sucede después de una conferencia, sobre
todo tras una conferencia «conseguida», como suele decirse:
mucha gente, público heterogéneo y atento de estudiantes y
profesores, un silencio total —¿qué vanidad no se sentiría
halagada?— sin debate por supuesto, el ritual de estas pres­
tigiosas «Zaharofflectures» es demasiado ceremonioso para
ello; the wines, en cambio, desatan las lenguas y revelan au­
ditores lúcidos y calurosos, amigos agudos, fieles, inespera­
dos. Finalmente, la cena, en una elegancia medio religiosa,
medio estudiosa, suculenta y bien regada... ¿cómo dormir
luego? Además, no sé quién ha tenido la pérfida idea de alo­
jarme en la «Maison frangaise», lugar sin duda acogedor,
pero ¡tan feo! ¡tan deprimente!, una especie de motel del ex­
trarradio mísero, que me hace añorar a muerte esas viejas
piedras góticas o renacentistas que acabo de dejar, el esplen­
dor de la Bodleian Library, la suntuosa guest room de New
College donde me alojé durante mi última estancia aquí, y
esa sala «Voltaire» donde acabo de pronunciar mi exposi­
ción, escoltada, come debe ser, por lo que ellos llaman el be-
dot, y con la indispensable y augusta autorización, como
también debe ser, del vice-chancellor, los dos, como te figu­
ras, con togas de época...
Henos aquí, en el corazón de otra forma de lo «sagrado»,
¿no es así? Me gusta este ritual universitario de los ingleses,
me gusta ahora, porque hace algunos años me parecía sinies­
tramente ridículo. Recuerdo mis primeras visitas a Cambrid­
ge antes y después de mayo del 68: que el gran sinólogo
Joseph Needham, objeto de mi admiración y motivo de mi
desplazamiento, pudiera cantar en un coro de iglesia me pa­
recía el capricho más extravagante. Y me partía de risa cuan­
do fui invitada a guiar el cortejo de la plegaria, antes de la
cena de esos señores, mientras mis zapatos de plataforma, a
la moda de la época, resonaban espantosamente en el viejo
parqué encerado y mi amiga Marian Hobson, la única mujer
de esta docta asamblea, enrojecía de vergüenza o de placer,
no sé. Vaya por nosotras y por el célebre «sagrado»... Des­
pués he visto más y sé contenerme. No hace mucho, en Ca­
nadá, tuve que ponerme un traje violeta de arzobispo, en la
Universidad de Western Ontario, donde me eligieron doctor
honoris causa. Cuando la orquesta y todos los presentes —más
de un millar de diplomados reunidos con sus familias—
entonaban en mi honor (y en el suyo, ¡seamos justos!) el God
Save the Queen, pues bien, se me saltaron las lágrimas pen­
sando en mis padres. En ellos y sólo en ellos, no hace falta
decirlo. ¡Se habrían sentido tan orgullosos! Sagrada deuda,
la deuda con los padres, cuyos sagrados dividendos no ter­
minamos nunca de pagar.
Y a mi vuelta a París, tuve la convicción de que la horri­
ble pobreza de Jussieu no era verdaderamente necesaria para
llevar a cabo los proyectos científicos y las apuestas del lai­
cismo. Incluso he intentado convencer a nuestro presidente
de que la Universidad necesita, sin duda, dinero para desa­
rrollarse y adquirir prestigio, pero que quizá también haya
que devolverle sus valores simbólicos, sus fiestas, sus ritos,
sus ceremonias —medievales, renacentistas, enciclopedis­
tas, ¿por qué no? Diderot obliga, ya que además ¡es nuestro
patrón! Me miró como si me sintiese la Juana de Arco de un
renacimiento espiritual intra —o infra— académico, y nun­
ca más se habló.
Estos ingleses me irritan un poco con su formalismo en
desuso, pero me intrigan. De acuerdo, no se dan prisa en de­
jar entrar a mujeres en la Universidad, y muchas de mis ami­
gas inglesas saltan de impaciencia en puestos inferiores. El
reino tiene una reina a su cabeza, pero ni su graciosa cabeza
coronada ni el puño de la señora Thatcher sabrían ocultar el
bosque misógino: los anglicanos y los protestantes autorizan
el matrimonio entre predicadores, incluso tienen diaconisas
y mujeres sacerdotes, pero el rechazo de las mujeres en el te­
rreno espiritual perdura, y nada impide que se las aparte de
las funciones más elevadas. Tengo mi pequeña idea sobre
esto: ¿y si fuera a causa de su olvido de... la Virgen María?
que no fue tan esclava de su hijo como pudo pensar Simone
de Beauvoir. ¿No permitió a las mujeres alzar la cabeza? Me
parece que su ausencia se hace sentir sordamente e incluso
cruelmente en el machismo y sus clubs cerrados del otro
lado del canal de La Mancha. He aquí una cuestión que me­
rece la pena plantearse, pero te hablaré en otra ocasión de
esta querida Virgen María, sobre quien además una inglesa,
Marina Warner, escribió en 1976 el más hermoso y comple­
to libro moderno, Tú sola entre todas las mujeres, mito y
culto de la Virgen María.
Lo que me impresiona, esta noche, es el ceremonial: he
tenido la sensación física de que, cuando todo pasa, sus anti­
guas ceremonias confieren una cierta dignidad a los pobres
cuerpos que somos, y empujan nuestros discursos hacia lo
alto. ¿Qué alto? No es evidente ni muy claro, pero ¿no es
mejor así, en ese claroscuro de una high church o de una sala
más o menos gótica? Hace un momento hubo un cruce del
rito medieval con... la memoria de Voltaire. Como sabes, los
archivos de Voltaire acabaron, gracias a Besterman, precisa­
mente en Oxford... y no en uno de los templos de nuestra
Universidad republicana. Y la sala «Voltaire» donde yo ofi­
ciaba es un lugar importante que acoge todo lo que se pien­
sa en estos tiempos por el mundo, o se supone que lo hace.
Por suerte, el motel ordinario de la «Maison jrangaise»
está también dotado de una suntuosa edición de las obras com­
pletas de... Voltaire, lo has adivinado, en cuarenta y dos volú­
menes, de 1829, debida al señor Dupont, editor y librero en Pa­
rís. ¡Imagínate!, un regalo para esta noche de insomnio, y pien­
so en ti, en nosotras. Voy directamente a las palabras «sagrado»
y «mujeres». Nada sobre lo sagrado en el Dictionnaire philo-
sophique, sin embargo sí algunas tonterías sobre las «mujeres»,
que este gran amigo de Émilie no dejó de manifestar —humor
obliga, al ser el humor la cara noble del odio, gracias al cual no­
sotros (hombres y mujeres) nos separamos de nuestras madres,
y nos convertimos en eso que llamamos «nosotros mismos».
Voy a darte unos cuantos ejemplos, del tipo:
«No es extraño que en todos lo países el hombre se haya
convertido en el amo de la mujer, al estar todo fundamenta­
do en la fuerza. Él es normalmente muy superior en la del
cuerpo e incluso en la del espíritu.»
«Se han visto mujeres muy sabias, así como guerreras;
pero nunca hubo inventoras.»
Reconoce sin embargo el derecho de las mujeres al amor
—lanzando algunas puyas contra las complacencias «grie­
gas» de su querido Montesquieu—, llegando a exponer que
lo «divino» no es otra cosa que el «amor de las mujeres».
¡Otro tema para nosotras, a retomar!
«Montesquieu, en su Espíritu de las leyes, prometiendo
hablar de la condición de las mujeres en los distintos gobier­
nos, dice que “entre los griegos las mujeres no eran conside­
radas dignas de participar del verdadero amor, y que el amor
no tenía entre ellos más que una forma que no se osa decir”.
Cita a Plutarco como garante.»
«Es un desprecio que sólo se puede perdonar a un espí­
ritu como el de Montesquieu, siempre arrastrado por la rapi­
dez de sus ideas, a menudo incoherentes.»
¡Ypaf!
«Plutarco, en su capítulo “Sobre el amor”, introduce al­
gunos interlocutores; y él mismo, con el nombre de Daph-
neus, rechaza con gran ardor los discursos que mantiene
Protógenes en favor del exceso de los chicos.
»Es en ese mismo diálogo donde llega a decir que hay
en el amor de las mujeres algo de divino; compara ese amor
con el sol, que anima la naturaleza; sitúa la mayor felicidad
en el amor conyugal, y termina con el magnífico elogio de la
virtud de Eponina [...].»
Admiro a este hombre que pudo escribir, hace ya dos si­
glos, sobre la fe lo que sigue. El papa Alejandro VI, hombre
voluptuoso e incestuoso, al no saber si el recién nacido de su
hija Lucrecia es su propio hijo, el de su hijo o quizá el de
su yerno al que se considera impotente, se dirige a Pico de la
Mirandola para obtener respuesta:
«—Creo que es de vuestro yerno, respondió Pico.
—¡Eh! ¿cómo puedes creer esa tontería? —Lo creo por la fe.
—¿Pero no sabes que un impotente no engendra niños?
—La fe consiste, replicó Pico, en creer las cosas porque son
imposibles; y además, el honor de vuestra casa exige que el
hijo de Lucrecia no pase por ser fruto de un incesto. Usted me
hace creer en misterios más incomprensibles. ¿No debo con­
vencerme de que una serpiente habló, que desde entonces to­
dos los hombres están condenados, que la burra de Balaam
también habló muy elocuentemente, y que los muros de Jeri-
có cayeron al sonido de las trompetas?» [El papa responde a
esta burla:] «Dime, ¿qué mérito puede tener decirle a Dios que
estamos seguros de cosas de las que efectivamente no se pue­
de estar seguro? ¿Qué placer puede darle a Dios? Entre noso­
tros, decir que se cree lo que es imposible creer es mentir.
»Pico de la Mirandola hizo una gran señal de la cruz.
—¡Pero Dios paternal! —gritó, que su santidad me perdone,
usted no es cristiano. —No, en lo que respecta a mi fe, dijo
el papa. —Me lo figuraba, dijo Pico de la Mirandola.»
Y esto sobre las «sectas»:
«Toda secta, de cualquier tipo que sea, es la unión de la
duda y el error. Escotistas, tomistas, realistas, nominalistas,
papistas, calvinistas, molinistas, jansenistas, no son más que
nombres de guerra.
»No hay ninguna secta en geometría, no se dice un eucli-
diano, un arquimediano.
»Cuando la verdad es evidente, es imposible que se
creen partidos y facciones. Nunca se ha discutido si es de día
por la mañana. [...]
»Usted es mahometano, pero hay gente que no lo es, lue­
go usted puede equivocarse.
»¿Cuál sería la religión verdadera si el cristianismo no
existiera? Aquella en la que no hubiera sectas; aquella en la
que todos los espíritus se entendieran necesariamente. [...]
»Lo que mi secta enseña es oscuro, lo confieso, dice un
fanático; y es en virtud de esa oscuridad por lo que hay que
creer; porque ella misma dice que está llena de oscuridad.
Mi secta es extravagante, luego es divina; porque ¿cómo
algo que parece tan loco habría sido adoptado por tantos
pueblos si no hubiera algo divino? [...]
»Entonces, ¿quién juzgará ese proceso? [...] El hombre
razonable, imparcial, docto en una ciencia que no es la de las
palabras, el hombre liberado de prejuicios y amante de la
verdad y la justicia; el hombre, en suma, que no es animal y
que no cree ser ángel.»
No es sólo gracias a Besterman por lo que los archivos
de Voltaire se encuentran en Oxford, con los de Montes-
quieu, además. El ritualismo de los ingleses probablemente
también otorga a su manera de vivir lo sagrado —siempre en
escena— una ligereza que le hace libre hasta en la gestión de
la vida profana, del espacio social. Y que permite a los espí­
ritus tan insumisos como el de Voltaire exiliarse entre ellos,
para expresarse con y ante ellos, con el fin de alcanzar la au­
sencia de creencia, y casi el ateísmo. ¿Es esto posible, fuera
de este contexto cultural inglés donde lo «sagrado» (y por
tanto la gravedad y pesadez del «sacrificio») se realiza y se
difumina a la vez en el gesto, la costumbre, el ejemplo?
Este Voltaire sarcástico, estimulante, trastornado por la
desobediencia resuena en mi noche lluviosa, mientras copio
sus frases, como si fuera un extraterrestre, como si no fuera
de nuestro mundo. En efecto, estamos tan acostumbrados a
venerar a ídolos, ideales o simplemente «diferencias», que
su risa que se pitorrea de los devotos parece a muchos un sa­
crilegio. Porque me siento profundamente de acuerdo con
sus sarcasmos —aunque sea incapaz de proferirlos— te he
propuesto este libro sobre lo sagrado. Los espíritus religio­
sos lo encontrarán paradójico: tú no. Efectivamente, me pa­
rece que sólo cuando «no se forma parte» se puede apreciar
a la vez la fuerza y los puntos muertos de una pertenencia.
Y sin embargo, no siento la necesidad volteriana de fustigar
al «infame». La época ha cambiado, las guerras de religión,
siempre fundamentales y feroces, han cambiado de aspecto.
Nos queda por descubrir por qué seducen tanto a los hom­
bres como a las mujeres.
Bastante antes de leer los saludables textos del docto
Femey, me había sentido incapaz de Dios. ¿Es la compañía
de Voltaire? Esta noche me vienen a menudo momentos de
mi infancia y adolescencia nunca rememorados claramente
hasta hoy.
Bajo un icono que representaba a mi homónima, santa
Juliana —que mi padre había colgado sobre mi cama, y del
que no guardo ninguna imagen precisa, tanto debieron ho­
rrorizarme en otro tiempo la narración de sus sufrimien­
tos—, recuerdo que una noche intentaba sentir la fe cuyas
plegarias mi familia me había enseñado a recitar. La escuela
comunista las desaprobaba, y yo dudaba entre el deseo de
agradar a mis padres compartiendo esa fe que era la suya, y
la rebelión que me empujaba a disgustarles siguiendo las
consignas de la escuela, Edipo obliga. Llegó la edad en que
necesitaba descubrir lo que yo creía, sinceramente, personal­
mente. Una amiga me había confesado que encontró la fe en
la muerte, porque, decía, sólo Dios es capaz de damos la in­
mortalidad, ergo... Intentaba pensar en mi muerte —con la
esperanza de acercarme a Él. Cuál no sería mi sorpresa
cuando constaté que esa eventualidad me era literalmente
¡impensable! Si intento reconstituir los componentes de este
«flash», recuerdo que la idea de mi cuerpo, que me esforzaba
en imaginar sin vida, me aterrorizaba, porque lo imagina­
ba menos desprovisto de calor o deseo que, fundamental­
mente, de pensamiento. ¿Era ya una «intelectual»? Proba­
blemente, en un país donde el pensamiento era la única re­
sistencia posible al mal y a la miseria... Asimilaba pues el
pensamiento a lo que la vida y sus encantos tenían de más li­
bre, y estaba petrificada por el horror de quedar un día priva­
da de él. Pero esa glaciación no duró. Tuve la sensación física
de que el pensamiento no era en modo alguno mío, que, al
contrario, me sobrepasaba y trascendía, y que era indestruc­
tible. No «mi» pensamiento, no, me invadió una percepción
del pensamiento discontinuo de la especie, si es que puedo
formular así esta inclusión de lo finito en lo infinito. La eter­
nidad era simplemente este infinito discontinuo, más allá de
la muerte individual, del pensamiento de la especie —mien­
tras haya hombres—, enfrentándose al límite de cada cuer­
po-pensamiento de sí mismo. La idea de que alguien o algo
pudiera pretender ocupar el lugar de este infinito del pensa­
miento marcado por lo impensable de la muerte, y más aún,
pretender remediar su improbable, su impensable extinción
—esa idea de la que me hablaba mi amiga— me parecía iló­
gica, inútil, incongruente. ¿Qué necesidad, qué deseo hay de
un ser supremo tal, si existe la perduración del pensamiento
sin mí?
Este estado me dejó serena de repente, en una calma in­
quietante de la que aún hoy siento el silencio y la paz. No te­
nía nada que ver con una exaltación del tipo «omnipotencia
del pensamiento que niega la angustia de la muerte». Al con­
trario, frente a lo ilimitado del pensamiento fuera de mí, es­
taba obligada a enfrentarme al límite de mi espíritu depen­
diente de mi carne. Me parecía natural que fueran perecede­
ros, y lógicamente natural y lamentable, pero nada terrible
que lo fueran. Tuve la sensación, en la confusión de este ra­
zonamiento, de una extraña humildad, una versión de lo que
científicamente se llama «castración»: sólo tenía mi pensa­
miento, era limitado, y no había nada sin él o más allá de él.
Nada más que la discontinuidad indestructible de pensa­
mientos limitados, hasta el infinito. Era un sentimiento de
pobreza mezclado de orgullo que me daba vergüenza. Quise
reavivar el miedo, el miedo a la muerte, pedir auxilio como
lo había hecho mi amiga, pero no tenía miedo. Simplemente
estaba sola con mi pensamiento limitado, sin miedo, en el si­
lencio de la especie pensante. Sin duda había que ser una jo­
ven adolescente, una mujer, para traspasar así el relevo de las
generaciones al que me preparaba este sexo, en el frágil des­
tino de un cuerpo pensante dado. Para imaginar el pensa­
miento como una vida más allá de la propia vida, y la vida
como un pensamiento más fuerte que la muerte o que un
destino personal.
Años después, cuando me ocupaba de un grupo de niños
durante las vacaciones de verano, hice otro descubrimiento.
Esos niños me daban muchas preocupaciones: quería que fue­
ran mejor de lo que eran, yo misma quería ser la mejor moni-
tora: ¿ves la neurosis adolescente, la angustia de la competi­
ción y la ambición fálica de mejorar el mundo a cada momen­
to? Lloraba de rabia, de impotencia, de fracaso. Hasta ese
momento claro y desnudo que rememoro hoy, de un tórrido
mediodía. Los niños hacían un ruido infernal en lugar de dor­
mir la siesta, y supuestamente yo debía obligarles a la discipli­
na. De golpe, tuve la certeza de que no había nada que hacer.
Ni con ellos, ni en ningún otro caso: no había nada. Por su­
puesto, había que «hacen> y yo hacía y haré. Pero era porque
no había absolutamente nada que hacer por lo que se hacía lo
mejor que se podía. Sin eso —si hubiera algo absoluto y no
nada— sería la carrera al martirio, la carrera a la guerra. Aho­
ra bien, no me gustaba ni lo uno ni lo otro, mi cuerpo adoles­
cente estaba despertando apenas a otros placeres.
Esos dos momentos chocaron ese día: la ausencia de
miedo a la muerte, bajo mi edredón, ante el icono de santa
Juliana, y la convicción de que no había nada que hacer en el
campo de los pioneros... Pero no es hasta hoy cuando formu­
lo los contornos: humildad y perduración del pensamiento,
fuera de lo cual no hay nada —hasta el punto de que la mis­
ma muerte recula de forma natural a lo impensable y la nada.
Esto no es todo. Estoy convencida de que esta conjunción
del pensamiento y la nada puede celebrarse como algo
«sagrado», debería celebrarse como algo «sagrado». Pero no
sabría de ningún modo dar pie a una fe como esa de la que
se ríe Voltaire, y que es potencialmente fanática.
Más tarde, leí lo siguiente en Dostoievski, que podría re­
sumir mis iluminaciones del momento: «Todo hombre sabrá
que es enteramente mortal, sin resurrección, y acogerá la
muerte orgullosa y tranquilamente, como un dios». Podría
tomar esta frase como epitafio: si no estuviera pronunciada
por el diablo dirigiéndose a Iván Karamazov, sino positiva­
mente por un espíritu claro —lo que querría decir que el or­
gullo que contiene no necesitaría de la palabra «dios» para
hacerse entender.
Probablemente encontrarás esta versión de mi ateísmo
demasiado sobria, sin atractivo, aburrida. ¿Quizá me he de­
jado impregnar por lo moderado de lo sagrado anglicano,
por la trivialidad del césped de Oxford, calado de una lluvia
invernal, por mi infancia que se obstinaba mal que bien en
resistir al entusiasmo comunista y al antientusiasmo ortodo­
xo? Lo cierto es que todavía busco variantes de esta conjun­
ción entre el poder del pensamiento y la nada... Tú que cono­
ces todas las religiones, ¿conocerías una que celebrase mi
simple sagrado, mío, que imagino que es la turba de la que
el chispeante Voltaire pudo extraer sus brasas ardientes? A me­
nos que sea una religión que mencioné antes, bajo el icono
de santa Juliana o en la neurosis de los scouts rojos. Simple­
mente algo como la literatura. No te había dicho aún que esta
tarde yo hablaba de Proust, en la sala «Voltaire», ese ironis-
ta, ese blasfemo.
Julia
20 defebrero de 1997
Querida Julia:
Vuelvo de un viaje por la India; mis vacas sagradas no
faltan a la cita en el paisaje urbano. Pero tampoco las muje­
res indias al volante y las transeúntes provistas de un teléfo­
no móvil. En cambio, en los pueblos y caminos donde se pi­
can piedras en las canteras, nada ha cambiado. La tranquila
seguridad de las negras americanas con las que te has cruza­
do en las calles de Nueva York no les falta, pero su misera­
ble condición no ha sido aún alcanzada por la llamada teoría
del «filtro»: que la middle class se enriquece, y la riqueza se
«filtrará» hasta los pobres... ¿Qué te parece?
Allí, como en cualquier otra parte en estos tiempos de
modernización acelerada, los templos se multiplican. Enri­
quecida, la middle class se informatiza, y se repliega sobre la
identidad hindú. Y selecciona sus divinidades. Se descarta a
Shiva, el gran bisexual del panteón antiguo. Se prefieren
graciosos dioses con figura de niños rollizos o de monos ser­
vidores fieles de sus amos. Enriquecimiento, aire acondicio­
nado, televisor, ordenador, obediencia y crios... Lo sagrado
pierde terreno en favor de lo familiar. De repente, el paso a
la bisexualidad tiende a hacerse extraño.
Volvamos pues a esta bisexualidad que arrastramos de
epístola en epístola. Porque lo que me choca de tu última
carta es la extraña fuerza de las santas que describes. Sólo
actúan a su antojo, profundamente rebeldes, creadoras impe­
nitentes, de órdenes religiosas o métodos interiores de anato­
mía mística. Extraño acto el que lleva a la hermana Louise a
anular el apellido paterno en beneficio de la Nada. «Soy no
engendrada» —otra manera de decir «soy Dios»— porque
recuerdas que, en el islam, nada es más sacrilego que identi­
ficarse a lo no engendrado. Como al-Hallaj, la hermana
Louise pasa a la declaración de lo absoluto: aparte de morir
de amor, no hay nada más fuerte.
¿Femeninas o masculinas, estas santas? La respuesta
exige una desviación que nos lleva de nuevo al inglés Win-
nicott. Sí, fue el único que dio a conocer el campo de la
creación, e incluso de libertad, al que llamó «transicional»,
ese espacio de formidables potencialidades que se establece
entre el bebé y la madre en el momento en el que ella se re­
tira del niño. Hasta entonces el niño no tiene cuerpo propio.
Llega un momento preciso en el que el cuerpo de la madre
se separa del suyo. Ya no es más «ella», se convierte un poco
en «él». Entonces, privado del seno, el niño coge con sus
manos un trozo de cualquier cosa con tal de que «eso» sea
suave y blando, que se pueda chupar y triturar a voluntad.
Ese objeto sometido a todas las agresiones destructoras del
bebé es lo que Winnicott llama «objeto transicional». Y sin
embargo, el objeto no desaparecerá. Maltratado, extirpado,
desgarrado, agredido, el objeto permanece indestructible.
Ositos, trozos de sábana, un peluche o medias de la madre,
el objeto en cuestión permite ocupar el espacio de juego
bruscamente abierto entre el cuerpo de la madre y el del
bebé, que aún no ha adquirido la experiencia de su propio
cuerpo. Va a adquirirla con el primer objeto, «no yo», semi­
lla del futuro «yo».
Se olvida en un rincón. No se tira. No se piensa más en
él, pero está ahí. Mi propio objeto de transición fue una
Blancanieves de goma que agarraba bajo el chillido de las si­
renas durante los bombardeos de París. Mi padre me decía
en esas ocasiones: «Coge lo que más quieres en el mundo.»
Si tengo alguna relación con lo sagrado, tiene su origen se­
creto en ese recuerdo amenazador. No tengo la capacidad de
creer en un dios, pero lo sagrado de lo cotidiano se me repi­
te desde la guerra. Una lámpara que se enciende (señal), el
alba a través de la ventana (la hora del lechero, o de la Ges­
tapo), el crepúsculo (¿habrá bombas esta noche?), la partida
de los míos en un tren para una ida simple, sin retomo, el fi­
nal de un texto. Ausencia y no regreso, es banal, en psicoaná­
lisis de niño.
Más interesante: tras haber descrito el objeto de la zona
transicional, Winnicott se dispone a explicar cómo ese espa­
cio potencial es también el de la bisexualidad. Empieza se­
parando toda confusión entre la homosexualidad y la bise­
xualidad de la zona de transición. Se trata de mucho más
aún. Cada hombre tiene en él un principio femenino puro,
cada mujer tiene en ella un principio masculino puro. Cada
uno lleva incluido el principio del sexo opuesto. Es indemos­
trable, pero concuerda con tantas mitologías como para te­
nerlo en cuenta. Winnicott es muy capaz de haber reinventa-
do los mitos más arcaicos del nacimiento de la humanidad...
Pienso en los mitos africanos de la gemelidad, el más cé­
lebre de los cuales es el mito dogón. Lo resumo a grandes
rasgos. Por culpa de un pérfido ambicioso, el astuto Zorro, la
humanidad ha perdido su gemelidad inicial, heredada de un
dios que fue traicionado. Corrompida por el traidor, se que­
da en un Dios solo: salvo nacimiento extraordinario, ya no
habrá gemelos en la tierra. Para los hombres la pérdida es
cruel. Pero, sin embargo, en cada uno de nosotros permane­
cen las huellas del gemelo perdido y de la gemela desapare­
cida: allí, en el estanque está para el gemelo su gemela secre­
ta que le guía, y para la gemela, su gemelo está disimulado
en el agua. Añadamos que Dios, creador imperfecto, no lo
logra, y deja a la humanidad la responsabilidad de reparar
los daños: los principios masculino puro y femenino puro
enquistados en cada uno de los dos sexos son las reparacio­
nes de los fallos de Dios. Quien, cansado, se retiró sin decir
palabra. ¡Arregláosla! Está hecho, Señor. Nosotros, los hu­
manos, hemos inventado la zona de juego.
En el margen del juego definido por Winnicott, lo feme­
nino puro es el ser mismo: está primero, hasta el destete.
Luego cuando el niño deja el lugar de la fusión, aparece con
el asimiento de los dedos alrededor del objeto triturable el
primer acto verdadero del principio masculino puro: el «ha­
cer». El principio femenino surge del ser en estado puro,
mientras que el principio masculino asegura el control del
hacer —y la aceptación que tiene lugar con él. Me gusta la
forma en la que Winnicott resume su pensamiento: «After
being, doing and being done, butfirst, being.»Being es lo fe­
menino. Doing and being done lo masculino.
¿Qué relación tiene con nuestras reflexiones? Pues bien,
Winnicott califica muy bien la zona transicional: es sagrada.
He aquí explicados los travestismos bisexuales en las cere­
monias chamánicas, la fluidez porosa de un espacio libre
que no encierra aún ninguna norma sexual, la fuerza mascu­
lina pura que anima a tus santas preferidas, y, last but not
least, su fabulosa capacidad de creación. Aquí se sitúa su pa­
sividad estática, ya que doing y being done, actuar y ser ac­
tuado, participan del mismo principio masculino puro: redu­
cirse a nada no es volver al ser de lo femenino, al contrario.
Ángela de Foligno no está en el ser puro cuando extiende la
lengua cortada: ningún vagido, ningún grito, silencio activo.
Nosotras estamos en ese desdoblamiento —el problema es
que el hombre también.
Porque no veo ninguna razón para dejar sólo a las muje­
res el privilegio de reactivar la zona transicional y acceder
así a lo sagrado. Si queremos ser rigurosas, hay que pensar
que el hombre accedería a lo sagrado encontrando su princi­
pio femenino, el ser. ¿Esta será la solución filosófica de Hei-
degger? Tal vez. En lo que se refiere a los filósofos, consta­
to que el Barrendero Supremo del Pensamiento en Marcha,
cito a G. W. Hegel, coloca a la mujer, en el camino seguido
por la dialéctica, al lado de la piedra, en lo inmediato: está
ahí, y su función es estar ahí. El hombre, él, provoca el acto
y la meditación. La guerra, y después la negociación. La fa­
milia, es decir el contrato, y el intercambio. Lo social, y lue­
go el Estado. La religión, y luego el éxtasis. Y durante todo
ese tiempo del pensamiento en marcha, la mujer estuvo ahí,
está ahí, habrá estado ahí.
De la bisexualidad en sentido propio, ni hablar. Pero He-
gel no deja de analizar un personaje femenino con el alma
masculina, la querida Antígona. Símbolo de la contradicción
entre las leyes sagradas y las leyes de los hombres, Antígo­
na, muchacha ideal según el espíritu del filósofo, es la que
osa enterrar a su hermano a pesar de la prohibición de la ciu­
dad. Sin duda, hay un acto en Antígona. Sale de noche, es­
carba la tierra, cubre el cadáver de su hermano. Pero en el
momento en que es descubierta, «está ahí», testaruda, inmó­
vil, una piedra. Cuando los guardias se acercan a Antígona
para apresarla, no escapa. Me parece que se abre una nueva
pista: la sociedad se rige según el principio masculino puro,
mientras que lo sagrado resiste según el principio femenino
puro. Resistir sería la palabra conveniente a lo sagrado.
Pero Hegel no insiste. Todo lo más, deja caer de paso, en
la Fenomenología del espíritu, que la mujer es «la ironía
de la comunidad». No se explica y sin embargo, ¡qué intui­
ción! Promotor de desórdenes, lo femenino se sitúa realmen­
te en el margen del juego, en el sentido en que piezas de car­
pintería unidas dejan siempre un intersticio posible para que
la madera «juegue». No es que las mujeres sean eternas re­
beldes, anarquistas totales. La ironía de la comunidad no exi­
ge un compromiso radical, al contrario. Sólo, en el momen­
to justo, una diferencia. Un papirotazo, o el porqué. Nunca la
última palabra.
¿Cuál sería el resorte motor femenino de esta maquina­
ria secreta? No hay elección. Hay que constatar que, madre
o no, el cuerpo de una mujer no obedece enteramente a las
normas de la sociedad. Su ciclo natural no corresponde a los
meses del año; no se ajusta a los calendarios de la ciudad
moderna. Siempre me han irritado las letanías feministas so­
bre la menstruación y la luna —como si se tratara de fundar
un nuevo culto a Artemisa, o una nueva brujería de tipo ame­
ricano—, pero no se puede negar que junto al tiempo social,
no podemos dudar del tiempo cíclico de la mujer y su rela­
ción con el sistema lunar.
Este asunto de las diferencias entre el sistema astronómi­
co copemicano regido por el Sol y el sistema ptolemaico re­
gido por la Luna me inquieta. En la India, la totalidad de los
actos de la vida está regida por el sistema lunar: el Sol no tie­
ne nada que ver. Señores de la Luna, los astrólogos deciden
la fecha de los matrimonios, los contratos, las elecciones, los
negocios, los traslados, etc. Nadie lo critica, de modo que el
astrólogo ejerce el papel de un notario del tiempo. Pero no en
vano la India se llama a sí misma «Mother India», en inglés;
título de una famosa película populista de los años 50, o apo­
do de Indira Gandhi en la campaña electoral, la representa­
ción de la Madre India es permanente. Incluso encontramos
en Benarés un templo de «Mother India» cuya divinidad es
el mapa de la India, en mármol blanco. De acuerdo con el di­
cho: «Pero en la India»... En fin, en este continente, la zona
transicional ocupa casi la totalidad del terreno: se desliza de
un dios a otro, de un sexo a otro, de una vida a otra, con flui­
dez, la duración es cíclica y la astronomía forzosamente lu­
nar. Lo sagrado —por eso— está por todas partes.
Parece confirmado que Aditi, la primera divinidad de la
India, era femenina. Sólo luego llegaron los dioses masculi­
nos. Se diría que ese lejano recuerdo femenino no deja de re­
gresar, para lo mejor —la fluidez—, y para lo peor —la in­
creíble violencia de las diosas vengadoras. Se diría que el
universo politeísta masculino no logra destruir la fuente ma­
terna y sus horrores potenciales, sino invocando la energía
femenina, Shakti, igualmente compartida por hombre y mu­
jer, dioses masculinos y divinidades femeninas: a falta de
algo mejor, no hay celos. Cada uno tiene su «shakti» en él.
Decididamente, lo que me intriga es la relación entre lo mas­
culino y lo sagrado. No hay duda que existe una relación en­
tre el hombre y Dios. Pero ¿y entre el hombre y lo sagrado?
¿Y si por casualidad en otras regiones del mundo, entre las
que estaría la nuestra, la adoración del dios único cerrara el
paso de lo masculino a lo sagrado?
Probablemente deliro. Ejemplos. Cualquiera que sea la
dominante masculina del politeísmo hindú, la presencia de
esposas divinas permite a cualquier individuo hombre iden­
tificarse fácilmente con la «mujer» en la pareja de los dioses.
Esto es lo que reivindica uno de mis amigos indios, que ha
sentido el éxtasis identificándose a la bella Radha, la aman­
te de Krishna... En cambio, por parte del monoteísmo cristia­
no, no veo que ningún santo haya podido identificarse con
una figura femenina, y menos con la Virgen. En cuanto al
monoteísmo islámico, es implacable: no deja espacio. Ex­
cepto en el momento en que comienza el ramadán, ni la más
mínima posibilidad en el horizonte. En el Corán, está claro,
la mujer es débil, peligrosa, confusa, buena para servir. Sal­
vo si muere de parto: entonces es santa y mártir.
Hasta la caída del Templo de Jerusalén, el monoteísmo
judío tampoco concedía ningún espacio. Luego, existe un
doble femenino de Dios, que los judíos llaman la Shejina.
Pero esta hermosa y quejumbrosa figura que recuerda a Ra­
quel llorando la muerte de su hijo sólo aparece para contar
las lágrimas de Israel en el exilio. Lo mismo ocurre en el bu­
dismo, que ha dejado entrar en su versión tibetana una divi­
nidad gemela del bodhisattva: Tara, la divinidad gemela
tibetana, no representa más que las lágrimas del bodhisattva,
es decir, la secreción de su compasión. En numerosas regio­
nes del mundo, la parte de lo femenino en lo sagrado es el
llanto.
Sólo aquellos y aquellas de la rama mística del islam, los
sufíes, dejan verdaderamente salir la identificación femeni­
na, la bisexualidad y «todo el temblor». Se llega al éxtasis ja­
deando, temblando, dando vueltas, chillando si es preciso.
La primera mujer sufí, Rabia, era iraní; acudían a venerarla
desde lejos. Se sabe que los santos sufíes amaron a menudo
a hombres: en Turquía, el maestro fundador de la cofradía de
los derviches rotantes estaba perdidamente enamorado de un
tal Shams, que desapareció. El amor perdido del joven con­
ducía al amante a la divinidad: mientras que la homosexua­
lidad está prohibida por el Corán, en el sufismo musulmán
es indiferente. Porque sólo cuenta «el amor a secas» cual­
quiera que sea su objeto. Triunfadores de la zona transicio­
nal, los sufíes se adueñan del primer ser humano que llega
para sentir el amor divino. Resulta que, como por casualidad,
los sufíes predican la tolerancia en materia de religión: todo
lo que es divino es equivalente, hombre o mujer, templo,
iglesia, mezquita, fetiche. En esto veo una prueba adicional
de la libertad propia de la zona sagrada transicional: saber
ser amoral. Creo que es su función.
Me doy cuenta de que no te he contestado sobre la pari­
dad. Tal y como se defiende me parece regida por el univer­
so de la separación de los sexos, igualmente, bien masculina
en su concepción. Por mi parte, sé que es necesaria, pero la
acepto como un remedio transitorio. Temo que por medio de
la paridad la máquina trituradora reduzca el «pequeño so­
plo» del que hablas a algo sin valor. La disposición de las
mujeres a lo sagrado se adapta más a la revuelta bruta, al he­
roísmo insurrecto, al entusiasmo del momento, en resumen,
a las escapatorias del tiempo social. Hacerlo salir legalmen­
te en la representación parlamentaria es un rodeo desagrada­
ble para el ideal, pero bueno. Faltaría un soplo de la palabra
pública, un periodo de elocuencia. Pero la elocuencia, hoy,
ya sabes... La celebramos pero ¿quién la aplica? La izquier­
da socialista, a veces...
Catherine
París, lunes 17 de marzo de 1997
Querida Catherine:
Recibo tu carta cuando me dispongo a acompañar a Da­
vid al hospital para una intervención quirúrgica, y un solo
pensamiento ocupa mi mente mientras te leo: «Nada es más
sagrado, para una mujer, que la vida de su hijo». He aquí una
de esas verdades banales de la sabiduría popular que se im­
ponen desde siempre, que podrían ser objeto de crítica: ¡qué
pena, verdad, que las mujeres se deban a los hijos! Es la
prueba, si hace falta alguna, de que no tienen relación con lo
sagrado... Permíteme que me aferre a esa frase que al mismo
tiempo vive de mí y me sostiene. Las pruebas hospitalarias
me angustian como a todo el mundo, y como no duermo y
no puedo hacer nada, escribirte esta tarde me obliga a espe­
rar, y de alguna manera me alivia. Esta correspondencia es­
taría pues siendo vital. Naturalmente exagero, siempre exa­
gero cuando estoy angustiada.
El gran pediatra sutil que fue el psicoanalista inglés Win­
nicott tiene una curiosa idea que me gusta: que el vínculo
primordial de la madre con su hijo proviene del «ser» y se
distingue del «hacer», que sólo llegará más tarde, con la pul­
sión, el deseo y los actos. Como tú, he pensado que la «sere­
nidad del Ser» con la que soñaba Heidegger se arraiga pro­
bablemente en esas regiones de la experiencia, si queremos
ver estas cosas con una mirada antropológica. Ella simple-
mente está allí, la madre, con una parte suya que ya es otro.
Estar allí con: origen de la diferencia. Paz, reconocimiento,
abnegación. No es ella quien «hace» nada, sino que el ansia
de la acción se suspende en una eficaz ternura. Seducción,
afecto, pulsión, deseo —los triunfos de la amante que fue,
apenas nueve meses antes, no se destruyen, sino que se apla­
zan, «reprimidos respecto al fin» (dicen mis colegas psicoa­
nalistas mujeres que han leído a Freud). Desconfío de esa
sospecha de represión, prefiero hablar de espera. La sereni­
dad del amor maternal es un eros aplazado, un deseo en es­
pera. Aplazando y esperando, abre el tiempo de la vida, de la
psique, del lenguaje —tiempo de lo desconocido, de lo que
no se puede ni se quiere saber nada, para bien o para mal. Es
en el origen de ese vínculo de la madre con su hijo donde se
produce una milagrosa alquimia. El «objeto» de satisfacción
erótica que es el padre (o tal relación, profesión, gratifica­
ción...) desaparece dulcemente en «otro» amado y solamen­
te amado. El amor-ternura toma el relevo del amor erótico:
el «objeto» de satisfacción se transforma en «otro» —que
hay que cuidar, educar. Cuidado, cultura, civilización. Fuera
de la maternidad no existen, en la experiencia humana, situa­
ciones que nos enfrenten tan radical y tan naturalmente a
esta aparición del otro. El padre, a su manera y menos inme­
diatamente, es conducido a la misma alquimia; pero, para
hacerlo, tiene que identificarse con el recorrido del parto y
del nacimiento, es decir, con la experiencia maternal, hacer­
se maternal y femenino, antes de añadir su propia parte de
distancia indispensable y radical. Me gusta pensar que, en
nuestra aventura humana, nos está permitido encontrar al
«otro» —a veces, pocas veces...— si, y solamente si, noso­
tros, hombres y mujeres, somos capaces de esta experiencia
materna que aplaza el erotismo en ternura y hace de un «ob­
jeto» «otro yo».
¿Me sigues? Puede que lo que te digo sea insolente, pre­
suntuoso, escandaloso, y sin embargo me parece evidente
—esta tarde más que nunca, sin duda a causa de mis inquie­
tudes, y de todo lo que nos une a nuestros hijos y que algu­
nas circunstancias ponen de manifiesto repentinamente. Si
todo amor al otro se enraíza en esta experiencia arcaica y
fundamental, única y universal, que es el amor maternal, si
el amor maternal es el menos ambivalente (cuando se trata
del hijo, según Freud; y siempre, ya que está en el «ser», in­
siste Winnicott), entonces es sobre el amor maternal sobre el
que se ha construido... la caritas de los cristianos y los dere­
chos del hombre de los laicos. ¿Otra herejía? ¡Sigo exage­
rando, de acuerdo! De todas formas, ¿la ética del amor no es
siempre una herejía? Me divertí contándolo así, precisamen­
te cuando nació David... en mis Histoires d ’amour.
Sin embargo, es en este punto donde me separo ligera­
mente de nuestro buen Winnicott. Aunque esa serenidad del
ser madre-bebé me seduce, sólo lo creo a medias. Narcisis­
mo femenino obliga, ese «otro yo» del niño es, sin embargo,
un «yo-yo»: la mujer siempre tiende a englobar al querido
otro, a proyectarse, a acapararlo, a dominarlo, a asfixiarlo.
Conocemos la tragedia de los juegos de espejos y de arreglos
de cuentas que transforman subrepticiamente las hadas en
brujas, las madres bienhechoras en madres muertas o en ho­
rribles madrastras... Más aún, la madre sigue siendo también
una mujer, con sus deseos y su «hacer» erótico o profesional,
y esa tensión de la existencia (esa bisexualidad, si prefieres)
no deja de inmiscuirse en la serenidad de su vínculo con el
niño. Vínculo caliente, conflictivo, cargado de todos los rui­
dos del mundo. ¡Afortunadamente! Sin esta parte pulsante,
activa, fálica, del amor materno, ¿de dónde vendría la llama­
da del lenguaje, el impulso del desarraigo, esa erección (sí,
digo la palabra y la subrayo) que les permiten mantenerse en
pie, a la madre y al bebé, transcender hacia terceros?
Es decir, la mujer y el Falo: de nuevo el escándalo que
nuestras amigas feministas han condenado tanto, ¡rechazan­
do al viejo Freud de camino! Después, a partir de los descu­
brimientos del código genético, se nos habla de la naturaleza
femenina precoz de todo ser humano, al aparecer el cromo­
soma macho tardíamente —en suma, haría falta más tiempo
para llegar a ser un hombre, lo que os expone al riesgo de co­
ger un poco de carácter... y algunas malformaciones... A par­
tir de aquí se ha querido especular sobre la «universalidad de
la naturaleza femenina» de cada uno y cada una, etc., olvi­
dando que los seres humanos son seres parlantes, psicoso-
máticos, y que la bisexualidad de la que se habla, de la que
hablas, se amolda a las relaciones con los otros, que es una
bisexualidad, en última instancia, psíquica. Lo que significa
que, si existe la bisexualidad psíquica, no es porque los hom­
bres tienen dos cromosomas X e Y: ¿en qué cromosoma se
basaría entonces la bisexualidad de las mujeres, si nuestro
sexo está definido por la pareja XX y no tenemos el marca­
dor macho Y?
De hecho, si la bisexualidad psíquica existe es porque las
mujeres, como los hombres pero de otro modo, no ignoran el
Falo, ya está lanzada la palabrota, ¡qué cosa! Que el Falo es
algo sagrado fundamental, puede que incluso lo sagrado por
excelencia, lo demuestran numerosos cultos, desde el Dioni-
so griego al lingam de los hindúes. El velamiento y desvela­
miento de los misterios fueron a menudo, si no siempre, un
desvelamiento y velamiento del Falo, principalmente entre
los romanos, y ese rito perdura para siempre, era de esperar.
Recientemente, en Nápoles, pude constatar que en los mis­
mos lugares se celebraron en Pompeya el misterio del Falo
velado con Heliogábalo y, diecisiete siglos más tarde, el cul­
to a... Cristo velado bajo la apariencia de un mármol barro­
co en la iglesia de San Severo. Del órgano al cuerpo entero,
la pasión del Falo seduce todavía y siempre. ¿Por qué el ór­
gano macho se presta a esta sorprendente ceremonia de es­
condite? ¿Porque es visible, prueba evidente del goce y la fe­
cundidad? Sin duda. Pero también porque se destaca, es el
momento de decirlo. Al poderse destacar, es susceptible de
aparecer/desaparecer, estar presente/ausente; y por este he­
cho, de señalar en el mismo cuerpo la oposición que es la
condición mínima del sentido: sí/no, uno/cero, ser/no ser.
Podría decirse que el órgano macho «encama» potencialida­
des lógicas, que hacen de él... nuestro ordenador corporal: la
condensación de ese binarismo 0/1 que está en la base de to­
dos los sistemas de sentido (empezando por el lenguaje y
terminando por los... ordenadores). Extraordinario encuen­
tro entre sexualidad y pensamiento, esta experiencia fálica
donde la psicología se une a la simbolización. Porque eso
que llamamos un Falo es precisamente esta presencia con­
junta de sexualidad y pensamiento que caracteriza nuestra
condición humana —no somos ni puro cuerpo biológico o
animal, ni puro espíritu, sino la conjunción de las pulsiones
y del sentido, su tensión recíproca: ¡sagrada tensión!
La niña, que ama a su padre y se compara con su herma­
no, no escapa a ese encuentro fálico. Lo constata, enfrentada
al cuerpo del macho, padre o hermano, y al suyo, con el clí-
toris como único equivalente del pene —a la vez desfavore­
cido al ser menor, y misteriosamente íntimo al ser invisible.
La fase fálica es, pues, estructural para los dos sexos, pero de
forma diferente para la niña y el niño. Cada uno se enfrenta
al poder (fálico) y al sentido (paternal, distinto del vínculo
con la madre), poder y sentido a la vez erótico y simbólico;
pero el niño experimenta este enfrentamiento con la convic­
ción de «pertenecer», y la niña con la impresión de una ex-
trañeza. Al adquirir y consolidar su capacidad de hablar, de
medirse según la ley de los otros, de entrar en el orden (del
pensamiento y de la sociedad), la niña formará parte del or­
den fálico. Pero como seguirá siendo extraña, conservará un
sentimiento de inferioridad, de exclusión o, en el mejor de
los casos, de ironía: «pertenezco, pero no verdaderamente,
juego al juego, hago como si...»
En su estudio Sobre la sexualidad femenina (1931),
Freud percibe esta extrañeza cuando afirma que la bisexua­
lidad es más acentuada en la mujer que en el hombre. Con
ello entiende sobre todo que la niña debe alejarse de la os­
mosis con la madre para elegir al padre —y al Falo— como
objeto erótico, al que pedirá, indefinidamente, que le haga
un hijo, para intentar satisfacer (sin conseguirlo jamás) el de­
seo del pene que le falta. Esta osmosis con la madre primiti­
va, que Freud compara con la civilización minoico-micénica
en sus fundamentos de la Grecia antigua, sería el origen de
un desdoblamiento en la mujer. También veo aquí la razón
de la mayor adhesión de las mujeres a lo sensible, al prelen-
guaje, a los «paraísos perfumados» —tantos imponderables
que dan a las mujeres ese aire de estar un poco ausentes, no
verdaderamente en su lugar en el orden fálico, no cómodas
en su argot político... De hecho, no hay nada de tranquiliza­
dor en esa extrañeza. Porque ese sentimiento de ser la paria
de lo sagrado fálico puede conducir tanto a la depresión («no
soy nada, no llegaré a serlo nunca») como a la competición
encarnizada de la virago fálica, que da las figuras bien cono­
cidas de la impertinente razonadora, la homosexual viril o la
jefa de campamento... Pero es también ese sentimiento de
extrañeza el que confiere a algunas mujeres ese aire de ma­
durez desengañada y condescendiente, de serena indiferen­
cia, que me parece que es el verdadero sentido de eso que
Hegel llamó tan enigmáticamente la «eterna ironía de la co­
munidad». En efecto, las mujeres no se quedan fuera del po­
der fálico, sino que acceden a él para mejor poder pasar re­
vista a su omnipotencia. Esa indiferencia que es el indicio
mismo de la feminidad proviene de nuestra inmersión en el
Ser y lo sensible intemporal. Lo que da a algunas de nosotras
(¿la mayoría?, ¿las mejores?) la posibilidad de llevar a cabo
esta sociabilidad asocial que el mundo percibe como una in­
timidad o una ternura. Sin duda, el niño es una presencia real
que ningún Falo en el mundo sabría remplazar. Pero tampo­
co él es «eso», nada es «eso». «Esto no es eso», es lo que
dice substancialmente la ironía de la eterna extraña a lo fáli­
co sagrado, del que sin embargo participa. ¿Y si esa distan­
cia, ese alejamiento desengañado fuera el único parapeto
que precisamente impide que lo sagrado se transforme en fa­
natismo?
Demos un paso más. Digo que esta distancia, esta ironía,
esta puesta en tela de juicio del Falo-Verbo por la intimidad
minoico-micénica de lo sensible, es el verdadero camino ha­
cia... el ateísmo. No hablo del laicismo entendido como un
combate contra la religión, sino del ateísmo como reabsor­
ción de lo sagrado en la ternura del vínculo con el otro. Y que
este ateísmo, sobrio y modesto, pasa por lo maternal. Me di­
rás que no está claro. Por una parte, las iglesias están llenas
de mujeres, por otra, el feminismo ha impulsado casi por to­
das partes a las damas de hierro nada tiernas. Pero ¿creen en
ello? Seguramente, pero ¿cómo? Siempre dentro y fuera, ser
y nada, ni una cosa ni otra, las dos cosas a la vez, dolor y
exaltación.
¿La fe femenina no se reconoce más en el crisol del mis­
ticismo que en un dogma, sea cual sea? Es la vía abierta a la
duda —al escepticismo—, al pragmatismo: siempre en el lí­
mite de ese vínculo, esencial entre todos, entre la madre y su
otro. Y esto hacia abajo con nuestros hijos, cuando los te­
nemos, y hacia arriba con nuestra madres, cuya sombra lle­
vamos en todas nuestras relaciones femeninas...
La figura de María, desde hace ya dos mil años, difunde
por la cristiandad y por el resto del mundo, siempre estupe­
facto, esa mezcla de poder y de dolor, de soberanía y de lo
innombrable. Ya te lo dije, nunca he comprendido a Simone
de Beauvoir que se rebela contra lo que ella cree que es la
humillación de la Virgen ante su hijo: arrodillada, María se­
ría la pasiva sirviente de un poder macho. Por mucho que
miro la Natividad de Piero della Francesca a la que se refie­
re la filósofa, María parece embelesada y confiada, para
nada deshecha en su dulzura. No hay ninguna duda de que,
al suprimir el cuerpo y la sexualidad femenina en beneficio
de la entrega y la virginidad, el cristianismo censura peligro­
samente la fertilidad femenina, combate el paganismo y sus
diosas madres, e impone contra Eva pecadora una María
pura sacerdotisa del ascetismo. Sin embargo, si las mujeres
han encontrado un reconocimiento más allá de esta denigra­
ción, es porque María expresa esos «estados afectivos apla­
zados» de los que te hablé antes, y que son esenciales para el
goce femenino. Más aún, la mater doloroso no es solamente
una incitación al masoquismo femenino: lapietá reconoce la
participación de la extraña en la inquietante extrañeza de su
hijo, en el hombre como «hombre de dolor», en su castra­
ción, en su mortalidad —doble inseparable de su «poder».
María-madre de Dios (theotokos), y finalmente María sim­
plemente reina (regina) envían, además, a las mujeres una
imagen bastante aduladora de su propio falicismo. Estas Ma­
rías confirman nuestra participación en el orden de los pode­
rosos, y estimulan nuestras paranoias latentes. ¿Quién se pri­
varía?
No se dice suficientemente que los Evangelios son en
realidad muy discretos sobre María. La historia de su propia
concepción milagrosa, llamada «inmaculada», por Ana y
Joaquín tras un largo matrimonio estéril, así como su biogra­
fía de joven piadosa, sólo aparecen en las fuentes apócrifas
de finales del siglo i. Libro de Santiago, evangelio según
pseudo-Mateo: estos «datos» son citados por Clemente de
Alejandría y Orígenes pero no son oficialmente reconoci­
dos; y aunque la Iglesia de Oriente los tolera sin dificultad,
no serán traducidos al latín hasta el siglo xvi. Sin embargo,
Occidente, por su lado, no tardó en glorificarla a su manera,
siempre inspirándose en las ortodoxias: la primera poesía la­
tina, «María», sobre el nacimiento de María se debe, como
sabes, a la religiosa Hroswitha de Gandersheim, dramaturga
y poetisa, muerta antes del 1002. ¡Cuántos debates lógicos
sobre la causalidad y la temporalidad —por ejemplo para
conciliar al Cristo Dios con el Cristo Hombre— eligen como
terreno privilegiado el cuerpo y la biografía de María! Un
verdadero regalo para el espíritu, y suelo releer esos textos
que descubrí escribiendo mi libro sobre la historia del senti­
miento amoroso. Nadie los lee hoy día, es una verdadera lás­
tima, deberías echarles un vistazo si aún no lo has hecho: un
regalo, te lo aseguro. Después de san Juan Crisóstomo y san
Agustín, se distinguen san Bernardo y Duns Escoto. Habría
que homenajear de paso y muy especialmente a los artistas,
pintores y músicos que no esperan el permiso del Vaticano
para celebrar lo maternal: probablemente porque comparten
secretamente las ambigüedades. Vergine Madre, figlia de tuo
figlio, exclama Dante que, en La Divina Comedia, condensa
las tres funciones femeninas (hija-esposa-madre). Montever-
di la exalta en sus Vísperas a la Bienaventurada Virgen Ma­
ría, una verdadera ópera sacra, tú la conoces mejor que na­
die. Pero es la contrarreforma de los jesuítas la que se lleva
el gato al agua: en lo sucesivo, los católicos veneran a María
por ella misma. Y todas las iglesias se adornan con su belle­
za pictórica, y resuenan con sus éxtasis orquestales. Con­
fieso mi debilidad por el Stabat Mater que, con el texto atri­
buido a Jacopone da Todi, hoy nos embriaga de música, des­
de Palestrina a Pergolese, Haydn y Rossini. Eia mater, fons
amoris. No conozco nada más sagrado que esto, y ningún
amor se le escapa.
En cuanto a lo femenino en el hombre... vasto programa.
No te comprendo cuando escribes que el monoteísmo cierra
el acceso a lo sagrado entendido como «espacio transicio­
nal» o «bisexualidad». Indudablemente, lo exhibe mucho
menos que el politeísmo hindú. Sin embargo, incluso de
Yahvé se dice que tiene «entrañas», y el Cantar de los Can­
tares describe al creyente como la «esposa» de su Dios, el
«Esposo». Aún más, el lugar central de María —no sola­
mente para reconocimiento de las mujeres, sino como invita­
ción hecha al hombre de identificarse en su fe a la experiencia
mañana, porque es de ella y por ella que Cristo es humano—
es una invitación abierta a la feminidad del hombre. Cristo,
él mismo, en su pasión y en la ofrenda de su cuerpo, ha sido
a menudo interpretado, especialmente a partir de la icono­
grafía que embellece o afea en exceso su sensibilidad y su
carne, como exhibiendo la bisexualidad del hombre. La mís­
tica, por su parte, ha completado este tópico. Dices que no
conoces a ningún santo cristiano que se haya identificado
con alguna figura femenina sea cual sea. No sé gran cosa so­
bre el tema, pero conozco al menos a uno: san Bernardo de
Claraval (1091-1153). En su comentario al Cantar, insiste
mucho en la ambigüedad del pasaje que describe los pechos
de la Esposa ofreciéndose al divino Esposo, y no duda en
afirmar que el propio Esposo posee pechos: «Tus pechos son
mejores que el vino, tu aroma mejor que los mejores perfu­
mes.» Éstas serían palabras de la Esposa dirigidas a su Espo­
so... lo que hace pensar que el creyente (si es la Esposa) y
Dios (si es el Esposo) estarían igualmente... provistos de pe­
chos, es decir, ¿maternales? Conforme a esto, ¡el propio
Dios, el obispo, el sacerdote y Bernardo en persona tendrían
realmente pechos! Que no son otra cosa —el sentido ana­
lógico obliga— que la «paciencia» y la «clemencia». ¡Uf!
¡Hemos escapado por poco! Los pintores no tienen tantos
problemas: la iconografía abunda en representaciones de
Bernardo recibiendo la leche de la Virgen en sus labios,
otros muestran esa «vía láctea» saliendo sin mediación de
sus senos hacia él... Nada extraño, bien considerado, ya que
este santo hombre, que fue soldado cruzado pero también un
gran enfermo, habló de su cuerpo, ya te lo dije, como de una
vaca —vuelvo a ello para agradarte, tú que adoras las vacas
sagradas indias: «Nuestro cuerpo está situado entre el espíri­
tu al que debe servir y los deseos de la carne o los poderes de
las tinieblas que guerrean contra el alma, como lo estaría una
vaca entre el campesino y el ladrón». ¿Cuerpo pechos o
cuerpo vaca? Para san Bernardo, todo es uno.
No ignoro que el mismo Bernardo ha sido criticado por
haber hablado de las mujeres como ¡«bolsas de basura»! ¡Ni
mucho menos! Eso no me extraña en él, aunque sus defenso­
res pretendan que la imagen remonta a una retórica medieval
muy anterior a Bernardo, y que sería más bien su hermano
Andrés quien habría calificado de ese modo a su... hermana,
Hombéline, desgraciada mundana, quien sin embargo habría
entendido bien el mensaje y cambió de vida en el acto... Sea
como sea, el cuerpo bolsa de basura es tanto el cuerpo mas­
culino como el femenino, antes de convertirse en cuerpo
glorioso por Cristo... dicen los teólogos. Doy fe de ello.
Todo esto es sospechoso, estamos de acuerdo. En cuan­
to a mí, me tomo muy en serio las alegaciones de Guizot y
algunos otros que, evidentemente anticlericales pero aun así,
nos recuerdan que la Iglesia consideró en tiempos no tan le­
janos que las mujeres no tenían alma. En realidad, se trataría
de una mala interpretación de Gregorio de Tours, quien en
Historia de los francos cuenta que en el Concilio de Macón
un «obispo pretendió que la mujer no podía ser llamada
hombre». Los que intentan disculpar a la Iglesia de toda mi­
soginia sostienen que el pobre obispo no era un buen latinis­
ta y, torpemente, se habría liado entre homo/ vir!feminal mu-
lier: desconocería que el latín posee un término genérico,
homo, que califica a todos los seres humanos sin excepción
de sexo. Déjame hacerte un resumen fulgurante de este tene­
broso asunto: aunque homo, al no ser un vir, lafemina no tie­
ne alma. Lo que vendría a decir que el alma es viril, aunque
sabemos, gracias a Freud, Jung y algunos otros, aunque mu­
cho después del Concilio de Macón, lo admito, que hay (al
menos) dos almas, es decir una bisexualidad psíquica. Me
cuidaré mucho de criticar al Concilio de Mácon, ni a Guizot,
pero estamos en buena posición para constatar que, provista
o no de alma, en la Iglesia, como en otras partes, la mujer
está sagradamente desvalorizada, a pesar de los tiernos es­
fuerzos de María...
Sin embargo, los defensores de las mujeres en la Iglesia
recuerdan que, cuando Dios creó al hombre, los creó macho
y hembra y les dio el nombre de Adán (Génesis, Y 2). Otros
en cambio plantean su sospecha y citan sabiamente la pala­
bra de Juan (II, 4): «Mujer, ¿qué tengo yo contigo?». Y así
sin interrupción. La cuestión está lejos de ser clara, es lo me­
nos que podemos decir, ya que se mezclan osadías psicoló­
gicas (reconocer lo femenino del hombre, lo masculino de la
mujer y otros artificios del misterio materno) y exclusiones
institucionales (consolidar el poder paterno). Menosprecia­
das, las mujeres cristianas están, sin embargo, protegidas es­
pecialmente por el matrimonio, hasta que éste se convierte a
su vez en una nueva opresión. Sin contar con que no es evi­
dente que dé una igualdad política (o religiosa) a los dos se­
xos, preservando al mismo tiempo sus diferencias psicológi­
cas y la contribución que estas diferencias podrían aportar a
la institución. Personalmente, no veo lo que las mujeres po­
drían ganar con ser sacerdotes, con llegar a ser como los sa­
cerdotes, oficiantes fieles y reconocidas del culto al padre y
al hijo. ¿Qué interés hay en esta homologación con los ma­
chos? ¿A menos que quieran introducir en ese culto paternal
su extrañeza, su ironía, su ateísmo latente? Pero entonces,
¿por qué en la Iglesia, qué esperan de la Iglesia? ¿Qué Igle­
sia se deja transformar, invadir, reformar? ¿Por qué iba a ha­
cerlo? ¿Estas mujeres inquietas no deberían más bien fundar
otro espacio sagrado, otros espacios de cuestionamiento de
lo sagrado, qué se yo? ¿No deberían salir de la Iglesia, ya
que ésta cultiva su propia lógica, y no sabría transformarse
sin destruirse?
Sin duda volveremos a tratar esta cuestión institucional
que, a decir verdad, no me interesa especialmente. Debo de­
jarte, porque aún tengo que hacer la maleta para la hospitali­
zación y empiezo a estar muy cansada... No es escribirte lo
que me cansa, no creas eso. Es este sentimiento de amor im­
potente que se abate sobre mí cuando confío a mi hijo —más
que si se tratara de mí misma— al cuerpo médico. Y sé que
cuanto más le quiero menos puedo hacer, y que cuanto más
impotente soy más me aferró a él. He dado la vida, como se
suele decir... O más exactamente la vida ha pasado por mí, y
no puedo hacer nada, ni en biología ni en fisiología. Salvo
darme sin fin, por el resto del tiempo y el tiempo que nos
resta, lo que es enorme y, bien mirado, me hace vivir.
Julia
Dakar, 12 de marzo de 1997
Querida Julia:
¡Qué carta más divertida! Julia de violeta arzobispo con
la ironía de Voltaire clavada en el corazón ante un ritual que
no progresa. Julia en un universo de hombres que la recono­
cen, sin que se sepa, leyéndote, si la integran como mujer...
Y para terminar, ¿me conminas a dar con una religión para ti
sola, capaz de admitir el pensamiento y la nada?
Existe. No estoy segura de que te guste: es el budismo.
Ya que sin duda la «nada» de tus deseos no significa la nada
absoluta, las «nobles verdades» formuladas por Buda co­
rresponden a tu ideal. Pero tienes que convencerte de la pri­
mera de ellas: todo es sufrimiento. Si lo admites, pasa a la
segunda etapa. La causa de todo sufrimiento es la imperma­
nencia: nada dura. Instrucciones: para evitar el sufrimiento
de la impermanencia, despojarse de las ilusiones del yo, sa­
lir de las apariencias, situarse más allá de la duración y el
tiempo, exactamente en la unión entre el pensamiento y la
nada. Rechazar toda posición con un «ni... ni...» radical: ni
alegría ni sufrimiento, ni felicidad ni pena, ni austeridad ni ex­
ceso, ni esto ni aquello. Haciendo esto, descubrir la Vía del
Medio. Es decir, dejar el pensamiento en estado de reserva.
Admirable conducta, pero completamente atea ya que
Dios no interviene. Su lugar lo ocupa el conjunto de con­
ciencias del mundo, de donde se deduce la igualdad en dig­
nidad de todo ser viviente. Por esto, en 1977, invitado por la
Asamblea Nacional a exponer una nueva formulación de los
derechos del hombre, Lévi-Strauss se inspiró en los tres
grandes pensamientos realmente cosmológicos, que son, si­
guiendo el orden cronológico de su aparición histórica: los
pensamientos salvajes, el budismo y el estoicismo. Los pen­
samientos salvajes se relacionan con el orden de la naturale­
za que preserva animales y plantas, garantes de su supervi­
vencia material; porque, para comer, hay que cazar, pero no
demasiado. El estoicismo es un pensamiento cósmico que
define un orden cíclico donde el sujeto humano sólo tiene
poder sobre «las cosas que dependen de él», sus voliciones y
sus deseos. Ciertamente, pensamiento, budismo y estoicis­
mo no se centran en el hombre, sino en el ser vivo.
En lugar de defender los derechos «del hombre», en lu­
gar de restringir el universo de los derechos únicamente a la
especie humana (con la peligrosa ambigüedad de lo femeni­
no que se esconde en la noción de «hombre»), estos pensa­
mientos, dijo Lévi-Strauss a los parlamentarios de la comi­
sión, integran de igual manera a la totalidad de los seres vi­
vos, de los que el hombre forma parte. Los nuevos derechos
del hombre exigirían pues de éste un deber absoluto de no
violencia hacia todo el universo, comenzando por el respeto
de las especies vivas, vegetales, animales y humanas. En tér­
minos filosóficos y jurídicos, la actitud de Lévi-Strauss se
esfuerza por reducir los pésimos efectos de la Revolución
Francesa y anula el etnocentrismo espontáneo.
Nada que decir, salvo que esto no va contigo. Porque
esas tres formas de pensamiento regidas por lo sagrado cós­
mico liberan los dolores de los individuos, y sólo de ellos. La
liberación del sufrimiento, ese punto de equilibrio de la bar­
ca en medio del río, ese «ni... ni...» genial, tienen un precio:
el de la indiferencia. En sentido literal, la in-diferencia no es
lo que creemos: consiste en separar todas las diferencias
—ni esto, ni aquello. Éstos son pensamientos que Occidente
ha podido formular de otra manera. Por ejemplo, Leibniz in­
tentaba reducir la in-quietud, contraria de la quietud; pero al
menos permanecía en él el ligero movimiento tembloroso de
la inquietud para su bien, una percepción aguzada, una espe­
cie de vigilancia del mundo.
Lo mejor de la indiferencia del budismo se expresa en la
sonrisa de Buda. Maravilla de felicidad, de conformidad, es­
plendor de vacuidad, una joya luminosa... Bien. A menudo
he ido a Bután, reino budista encajonado entre el Nepal y el
Tibet, y también a Sikkim, antiguo reino de religión tibetana
convertido en estado de la India. Allí los templos budistas
respiran una alegría singular, es verdad. Los ídolos sonríen,
la simplicidad es sosegada y los suelos suaves a los pies des­
calzos. Al final de Tristes trópicos, Lévi-Strauss encuentra
el tono justo para expresar las sensaciones que siente el oc­
cidental en un templo budista. «El piso de gruesos bambúes
hendidos y trenzados, brillante por el frotamiento de los pies
desnudos, era, bajo nuestros pasos, más delicado que una al­
fombra. Esta sala simple y espaciosa que parecía una mo­
lienda vacía, la cortesía de dos bonzos de pie junto a sus jer­
gones que descansaban sobre un armazón, la conmovedora
dedicación con que habían sido reunidos o confeccionados
los accesorios de culto, todo contribuía a aproximarme más
que nunca a la idea que podía hacerme de un santuario.» Sin
embargo, también señaló «la feminidad plácida y como libe­
rada del conflicto de los sexos que evocan [...] por su parte
los bonzos de los templos, quienes con su cabeza rapada se
confunden con las monjas en una especie de tercer sexo, me­
dio parásito, medio prisionero».
Tras dejarme seducir por la ternura de esos lugares, sen­
tí el mismo malestar dulzón. En este universo de gongs y
campanillas, flota una indefinible incertidumbre. Compren­
do que la in-certidumbre es la meta buscada. Sin embargo,
me dejó perpleja. ¿Qué me molestaba? Ni los cantos ni los
rezos. ¿Era la sonrisa? No. Eran los olores. En los templos
del Himalaya, los ornamentos del altar están esculpidos en
mantequilla. El olor dominante es de una delicadeza grasien-
ta, empalagosa de maternal primario aún indiferenciado, hay
algo fetal en ello. Y los monjes y monjas no se distinguen.
Ese precio del cráneo desnudo es uno de los resultados del
budismo: porque si la indiferencia es el resultado que hay
que alcanzar, la diferencia entre hombre y mujer está con­
denada a desaparecer. Lo femenino desaparece en la uni­
formidad; hay que tomarse en serio la indiferencia, provo­
ca lo indiferenciado. Y como nada dura, la rebelión se corta
de raíz.
Sé que no hay que entretenerse en las sensaciones ínti­
mas. Que la metafísica budista es una grandiosa construc­
ción altruista a fuerza de desapego. Que predicando la igual­
dad entre los seres vivos, el budismo original hizo estallar en
su tiempo la desigualdad del sistema de las castas en el hin-
duismo. Que el budismo gana los corazones por la sereni­
dad. Y sin embargo, en 1947, Lévi-Strauss ya chocaba con
la «fría alternativa» de la moral budista: ya sea el encierro en
un monasterio, ya la práctica de una virtud egoísta.
Ahora bien, imagínate que con anterioridad, en una ex­
traña ilusión sobre el budismo, el «Occidente» y el islam, el
joven etnólogo se abandona a un singular pensamiento. A cau­
sa de sus enfrentamientos históricos con un islam que sepa­
ra duramente los sexos, Occidente, escribe él, no habría po­
dido «prestarse» a una lenta osmosis con el budismo. Esto es
lo que nos habría cristianizado aún más, incluso más allá del
propio cristianismo. Luego viene una frase inaudita. «Es en­
tonces cuando Occidente perdió su oportunidad de seguir
siendo mujer.» ¡Qué imaginación! Ni una sola palabra so­
bre el judaismo aunque el abuelo de Lévi-Strauss era rabino
en Versalles, y su nieto debía su salvación durante la guerra
a la huida... Es verdad que en 1957, fecha de la publicación
de Tristes trópicos, aún no existía la denominación consa­
grada de Holocausto; hicieron falta casi veinte años para ver
surgir el iceberg. Y fríe en 1947 cuando visitó el templo bu­
dista de Chittagong. Comprendo que en esos lugares, dos
años después del final de la guerra, un judío superviviente
haya soñado con el fin de los conflictos, aunque fuera entre
los sexos. Entonces, tras la Catástrofe, se puede compartir
el sueño de esa paz profunda que sería el elemento «mujer»
en el mundo.
Pero ¿el budismo es la buena manera de «seguir siendo
mujer»? Esta religión que une el pensamiento y la nada que
se deriva hacia el «ni... ni...» de los sexos. ¿Es verdadera­
mente tu idea? Me extrañaría. En cambio, creo que no es im­
posible que esta «asexuación» atraiga a los fieles occidenta­
les convertidos al budismo. ¡Al fin desembarazados del gran
tema del sexo! Después podemos sonreír realmente. Uno de
mis amigos franceses, casado con una camboyana, me decía
llorando, a propósito de los veinte muertos de la familia de
su mujer, que con los khmeres rojos había comprendido la
famosa sonrisa de Camboya. Esa sonrisa, decía él, es indife­
rente. Eso era lo terrible.
¿Por qué la indiferencia es tan vinculante? ¿Por qué
simplificar todas las cabezas, la misma para hombres y
mujeres? Y por otra parte, ¿por qué atentar contra la cabe­
llera? Hay tantos ejemplos... Consagradas, las melenas de
las vírgenes; consagrados, los cabellos del bebé hindú arro­
jados al río según su regla, los de las religiosas católicas
que los cortan al casarse con Dios; consagrados, los nazirs
de Dios en el judaismo, Sansón, la Virgen María, que, al
contrarío, no deben cortárselos durante el tiempo del voto.
Consagrado, el único mechón del brahmán. Se diría que
los cabellos unen el cielo y la tierra. Se conservan los cabe­
llos para consagrarlos a Dios, o bien se rapan para acercar­
se a Él. O se teje el hilo entre el cielo y nosotros, o se des­
hace para hacer tabla rasa. El budismo monacal eligió la ta­
bla rasa.
Sublime represión. ¡Qué complicado! Brasas prohibidas;
súplica de apagar el deseo. Proveniente de lo más profundo
del hinduismo, el budismo suprime sus contradicciones, los
combates, los desangramientos, las pasiones violentas, los es­
permas brotando de los ascetas y el placer femenino, tan
cantado en los textos sagrados de la India. Ves, a pesar de su
infinita grandeza, el budismo no me fascina. Digamos que
has sido víctima de una especie de «budismo espontáneo»,
parecido a la «filosofía espontánea» de los sabios de la que
se burla Louis Althusser. Y no sigamos más allá. Porque fi­
nalmente, hablas del repliegue de la muerte en la «nada»,
¡pero cómo! Entonces, ¿ceder a la tentación asexual, pasar a
la abstracción pura?
Después de todo ¿quién sabe? Estar solo con su pensa­
miento, sí, verdaderamente ¿quién sabe? Algo me remuerde
la conciencia. ¿Y si fuera posible?
Esto no me ha sucedido probablemente jamás. He leído
aquí o allí que las mujeres no tenían acceso directo a lo sim­
bólico, que tenían dificultad con el pensamiento. Sea, ¿y lue­
go? No siento ni pobreza, ni orgullo, ni humildad, ni decep­
ción. Ninguna privación. Mi único criterio en materia de
pensamiento es la excitación. ¡No hay nada más opuesto a
los principios del budismo! Son los arrebatos del espíritu, las
asociaciones tan rápidas que una elipsis las hace saltar, la
electricidad de una corriente de placer furtivo, y siguiendo
con el tema, el cortocircuito que provoca chispas. Segura­
mente no es el pensamiento del que hablas, no me importa.
Soy hedonista en materia de pensamiento. ¿Cómo entiendes
esto? Recuerdo mi lectura de Semiótica, el sorprendente li­
bro que publicaste en los años 70: intimidada, me decía que
tú tenias un pensamiento, uno verdadero. Eso me dio vueltas
durante mucho tiempo. Y después, ayudada por el diván, ya
no me afectó. Estoy preparada para confesar mi falta de pen­
samiento sobre el mundo. Creo que, también en este punto,
soy totalmente atea.
Voy a decirte qué es lo sagrado para mí. La memoria del
linaje familiar, «la cabeza de mis hijos» (sobre la que se
presta juramento), las alianzas del amor y la amistad, el res­
peto a los muertos, la lámpara judía delante de la fotografía
de mi madre durante el año de su luto, los ritos de los ante­
pasados. ¿Soy confucianista? No, soy verdaderamente judía.
El rabino que enterró a mi madre en junio pasado me decía
que, para los judíos, la sola creencia en el más allá concernía
a la supervivencia de Israel de generación en generación: el
más allá es la propia memoria. Eso es para mí lo sagrado, es
fiel por definición.
¿Qué es sagrado en el ritual universitario inglés? La fi­
delidad al rito. Estoy de acuerdo contigo, la Francia de hoy
ha destruido concienzudamente sus ritos de paso. El resulta­
do es edificante: ninguna institución «cuaja». Un rito es una
especie de mayonesa. No basta mezclar los elementos, hay
que saberlos «ligar». Un rito es una emulsión, y para conse­
guirla, hay que saber batirla. Un poco, no mucho, sobre todo
no mucho tiempo, cuestión de ritmo, de duración, y de tem­
peratura. Se aprende haciéndolo. Si el rito es sagrado en sí,
es porque remite a esa especie de memoria. ¿Propia de las
mujeres? Claro que no. Pero no es difícil comprender por
qué las mujeres pueden tener más facilidad que los hombres:
al dar la vida, encadenan las generaciones.
Encadenar las generaciones, como el rito, eso también se
pierde. La regla romana del pater incertus, mater certissima
exigía el reconocimiento del padre, que no era evidente. El
de la madre era adquirido. Pues bien, se acabó. Esta regla
está cediendo ante las fecundaciones artificiales, por un
lado, y los trabajos genéticos por el otro. Se puede no tener
madre, pero en los tiempos que corren, no tener padre es
cada vez más difícil. ¿Qué significa este intercambio bioló­
gico y social? ¿Qué busca un niño en la genética de su pa­
dre? ¿Su identidad cromosómica? Es indecente... Entonces,
¿vamos a definir la filiación por la sangre, como en los tiem­
pos del nazismo y de la Inquisición? Peor, las procreaciones
artificiales tiran el orden de las generaciones por la cuneta,
las abuelas dan a luz al mismo tiempo que sus nietas. Y como
cada uno presiente el borde de un sacrilegio, se intentan li­
mitar sus efectos. Pero, de hecho, hagámonos la pregunta:
¿qué hay de sacrilego en trastornar las generaciones?
Después de todo, las grandes heroínas griegas infanticidas
ponían fin de forma salvaje a las generaciones. Medea dego­
lló a sus dos hijos, Ágave la bacante despedazó a su hijo con
sus propias manos en su delirio dionisiaco. Las tomo por tes­
tigo porque su peligro me parece del mismo tipo que las vio­
laciones de ahora. Tomemos el ejemplo de Ágave. Reina ma­
dre y sacerdotisa bacante del dios Dioniso, disgusta a su hijo
el rey Penteo, buen griego tradicional muy opuesto a los cultos
orientales. Importado de Asia, el de Dioniso era uno de és­
tos. Como Penteo es un soberano serio, lo prohíbe en su reino.
Pero el dios ofendido decide vengarse y, con engaño, conduce
al rey al corazón del culto nocturno. Borracha de éxtasis, la
reina Ágave, su madre, delira. Con el acicate del dios, toma a
su hijo por un león y le ataca. Muerte de Penteo. Comienza a
amanecer. La reina ve por fin lo que tiene entre sus manos, la
cabeza ensangrentada de su hijo. Recobrando la razón perdi­
da, Agave «recobra la pureza del cielo que ha mancillado».
Dioniso es un dios con vestido, un dios en principio para
las mujeres, y además viene del este, como los Haré Krishna
de hoy. Madre contra Hijo, Oriente contra Occidente, delirio
contra razón, mujer contra hombre; activando la fuerza so­
brehumana del delirio sagrado, el dios transforma a la mujer
en asesina, la destruye. Noche contra día. Pero hay algo más,
que llamaría lo «extranjero». La reina Ágave adopta un
dios que no es de su tierra, y la otra infanticida, Medea, mata
a sus hijos como rebelión, como extranjera abandonada por
su marido Jasón. Medea se venga, como «bárbara», en los
hijos que le ha dado a su esposo griego. Este suceso mítico
alerta sobre los peligros que supone una extranjera, como lo
prueba la naturaleza de la extranjera Isolda, una princesa ir­
landesa, pero también una bruja que envenena con un filtro
de amor a su sobrino Tristán, el bretón.
¡Ah! Te veo venir. ¡Tú has nacido extranjera! Pero esas
extranjeras vienen de más allá de los mares... En barco trae
Tristán a la princesa Isolda, en barco, el del Vellocino de
Oro, se lleva Jasón a la princesa Medea. En los tiempos del
mito y la tragedia, la travesía marítima era el riesgo de un
viaje sin retomo. Las raíces cortadas de Medea la vuelven
loca; embarcando con Jasón, quemó sus naves, se acabó.
Y «eso» vuelve. Ese infanticidio que ejecutó como un sacri­
ficio sagrado es un espantoso regreso de la memoria al país
natal. Hemos conocido los ecos difusos de esas memorias
vengadoras en los buenos tiempos del feminismo principian­
te. Hemos escuchado eslóganes sobre el retomo de las bru­
jas, la luna, las mareas, el matriarcado, lo primario. Había
sangre en el aire y masacre en el horizonte. Así como inno­
vación técnica en los sistemas de parentesco.
¿Quién pues escribió: «el mundo pertenece a las muje­
res, es decir a la muerte»? ¿A la vida o a la muerte? A las
dos, general Sollers. A la vida y a la muerte. Lo hemos com­
prendido: quien da la vida también da la muerte.
Una última cuestión para terminar. Concierne a la Vir­
gen María, no entiendo como puede hacer levantar la cabeza
de las mujeres en el seno del catolicismo. Y ya que eres tan
docta en mariología, explícamelo. A cambio, te hablaré de
las bailarinas sagradas de la India: no podían cortarse ni la­
varse los cabellos, se prostituían en nombre de los dioses,
existen fotografías de la última de ellas, muerta en los años 60.
Cabellos y prostitución, esto abre un singular matiz en lo sa­
grado.
Catherine
Ars-en-Ré, 18 de abril de 1997
Mi querida Catherine:
Como mujer apasionada que eres, no disimulas tu mal
humor, tu última carta —del 12 de marzo, que recibí el 20
(nuestras cartas se entrecruzan en este momento, no tiene
importancia)— me convence de ello, si es que era necesario.
La Virgen te irrita, el pensamiento idem, y los rituales de los
universitarios ingleses también. Prefieres la excitación y el
budismo. Me lo imaginaba.
No me pelearé por las ceremonias inglesas. Sobre este
asunto, y cualquiera que sea mi respeto por la hospitalidad que
los cenáculos británicos han brindado a las obras de Voltaire,
comparto con gusto los sentimientos de James Bond. Ya sabes,
cuando regresa sano y salvo de sus peligrosas aventuras por los
cuatro confines del mundo, su jefe siempre le propone, como
última recompensa, una invitación para cenar en su club —uno
de esos clubs en los que supones que el encanto macho me ha­
bría subyugado, ritual absoluto e inigualable. Pues bien, nues­
tro agente 007 responde infaliblemente que siente tener que re­
chazarla, pero que una obligación personal lo retiene precisa­
mente esa noche junto a una encantadora persona... A un ritual,
ritual y medio: James Bond es la razón misma, siento que es­
toy de su lado como todos los telespectadores del universo.
En primer lugar, ¡no gritemos demasiado pronto nues­
tras competencias sexuales frente a la simple «virginidad»!
El adjetivo «virgen» para caracterizar a María sería un error
de traducción: se habría reemplazado el término semítico
que designaba el estatuto socio-legal de una joven no casada
por el término griego parthenos que especifica una situación
fisiológica y psicológica. ¿Horror discriminatorio, exclusión
de las mujeres de la sexualidad, castidad punitiva? ¡Claro,
claro, estamos en contra, ardientemente en contra de este
tipo de manipulaciones machistas, ni que decir tiene!
Sin embargo, me gusta imaginar que seres humanos ha­
yan podido «pensar»... un comienzo antes del comienzo. Me
gusta sobrentender en sus divagaciones sobre la «virgini­
dad» un protoespacio, un fuera del tiempo, allí donde era an­
tes de que el Verbo fuera. Condición previa al Principio:
¿una no-huella, un no-lugar sustraído a la influencia de la
techné original, del rastro primero? «Esa región de la que
proceden mis sueños y mis mínimos movimientos», sueña
Rimbaud. Cuando el Maestro Eckhart pide a Dios que le
deje «libre de Dios» (¿debería yo decir «virgen de Dios»?),
¿no piensa él también en ese no-lugar, ese fuera impensable?
Me gusta imaginar que la Virgen nos invita no a pensar en
ella, sino a soñarla, cantarla, pintarla. «Transcendencia» ra­
dical y que, sin embargo, se da, que se vuelve inmanente a
los que consienten, como Rimbaud, llegar hasta ahí: antes
del tiempo, antes del sujeto, antes del comienzo. Que se de­
signe ese no-lugar antes del comienzo como femenino o ma­
ternal no me disgusta, y me hace comprender lo «femenino»
de una forma totalmente diferente a un doble simétrico de lo
masculino: ¿no decía Freud en una de sus extraordinarias in­
tuiciones que lo femenino es lo más inaccesible para los dos
sexos? ¿Lo más inaccesible por ser «antes del comienzo», y
en ese sentido «virgen»? ¿Quién de nosotros permanece aún
a la escucha de esa «virginidad» en nosotros —de esa ver­
tiente impensable de la feminidad?
En cambio, estoy dispuesta a pelearme por mi Virgen.
Digo «mi» Virgen, porque cada uno tiene la suya, y tengo la
impresión de que la mía no se ajusta del todo al canon de
la Iglesia. Reconocerás que no ignoro las trampas tendidas
por esta sagrada mujer a nuestra feminidad desde hace dos
mil años: el cuerpo reducido a la oreja y a las lágrimas; ocul­
tadme esta sexualidad que no sabría ver, bajo todos los dra-
peados posibles e imaginables de los mejores pintores y de
los otros; santificación del sufrimiento y del dolor, y después
de esto sólo el reconocimiento de un poder desigual: nuestra
Reina de los cielos probablemente domina los abismos mís­
ticos, pero no la vemos en los ámbitos del poder eclesiásti­
co... etc. Puedo añadir que en mi tradición, la del cristianis­
mo ortodoxo, destaca vivamente el papel de la Virgen como
poder de intercesión entre el Hijo y el Padre. Se puede inclu­
so sugerir su inmortalidad, porque es la única de la saga
evangélica que no muere, sino que se contenta con pasar a
mejor vida por medio de la «Dormición» —conoces el mag­
nífico icono de Teófanes el Griego, del siglo xrv, en la gale­
ría Tretiakov, a añadir a las conocidas obras maestras de An-
drei Rublev. Todo esto no es, sin embargo, posible sin el pre­
cio de un Peregrinaje de la Madre de Dios por los tormentos
—texto apócrifo del siglo x i i o x iii que cuenta como María
no se evita ninguno de nuestros tormentos, pobres pecadores
(«los hijos de mi hijo») con el propósito reconocido de ha­
blar mejor de nuestra causa ante Dios, pero aún más para de­
fender al propio Hijo, ante un Padre cuya piedad parece difí­
cil de obtener... Ese papel mariano es, sin duda, envidiable,
pero exige una inmersión sin límite en los sufrimientos; los
malintencionados como tú y como yo dirían que María ma­
nifiesta una disposición masoquista excepcional.
De paso, pensadores modernos como Vladimir Soloviev
y Serge Bulgakov llegan hasta introducir en la teología orto­
doxa el culto de la Sofía, Sabiduría divina, con fuertes con­
notaciones femeninas a menudo ambiguas. Los entendidos
constatan, sin embargo, que esa aparente promoción de lo
femenino bajo la égida de la Virgen carece, en la Iglesia
oriental, de santas mujeres. Excepto algunas princesas y la
muy maternal Juliana de Lazarevskoie, mi patrona —las
santas son escasas en la ortodoxia. El culto mariano ortodo­
xo ha feminizado a los hombres, probablemente ha viriliza­
do a las mujeres, pero no parece haber contribuido a hacer
reconocer lo que una mujer siente y piensa de particular...
Dado esto, y ya que muchas sublimes construcciones po­
drían ser sometidas a la misma crítica, sigo insistiendo en la
grandeza de la entronización de María en esta síntesis greco-
judía que es el cristianismo.
Muy discreta en los Evangelios, la presencia de María no
deja de aumentar a lo largo de los siglos, bajo la presión del
paganismo popular, ávido de consolidar el papel de una dio­
sa madre en el monoteísmo reinante. Pero también gracias a
los pintores —conocidos por ser sensibles a lo maternal y
a lo femenino, y que desean ardientemente sublimarlo, al su­
sodicho «maternal». Los mismos teólogos y filósofos se po­
nen de su parte, viendo en María un pretexto de debates y re­
finamientos lógicos y dogmáticos. Como el nacimiento de
Jesús es sin pecado, el de su madre ¿no debería también es­
tar de alguna forma liberado del mismo pecado? La coheren­
cia lógica obliga. Incluso a san Bernardo le desagrada cele­
brar la concepción de María por santa Ana y san Joaquín, in­
tentando así frenar la asimilación de María a Cristo. Pero
Duns Escoto (1266-1308) —lógico sutil— inventa unaprae-
redemptio a modo de argumento de congruencia: si Cristo
nos salva por su redención, la Virgen que lo lleva «debe» in­
cluirse en sentido contrario, desde su propia concepción, en
eso que hace posible esta redención, dicho de otra manera, es
portadora de una «prerredención», de ahí... una «Inmacula­
da Concepción», que llega hasta ¡eliminar el pecado origi­
nal! No habías pensado en esto y te equivocas, porque nada
es más coherente que el dogma católico, y todos sabemos
que sin coherencia no hay ni ciencia ni control de la socie­
dad. A buen entendedor, pocas palabras bastan.
Todas estas sutilezas a las que será sometido el cuerpo
de María se imponen sin embargo muy lentamente como dog­
ma, es decir como ley para los creyentes. La prueba: el
dogma de la Inmaculada Concepción data de 1854, el de la
Asunción de la Virgen... de 1950 (pues sí, lo que no impide
que Tiziano y muchos otros la pintaran en asunción, sin em­
bargo, no era dogma: no lo sabías, ¡yo tampoco!); te hago sa­
ber también con gusto que María, que lleva en pintura y sin
pestañear su corona real desde hace siglos, sólo fue procla­
mada reina en 1954, por Pío XII, y es Madre de la Iglesia so­
lamente desde 1964. ¿Una manera de recuperar a las muje­
res apoyándose en la imagen de la Virgen, como se intenta
atraer a los judíos canonizando a una célebre israelita con­
vertida? Se trata, en suma, de recuperar o crear, por el códi­
go oficial, lo que se ha producido o incluso impuesto fuera de
las instancias oficiales, y que parece muy útil a los ojos
de esas instancias. Ahora bien, ¿por qué el reconocimien­
to de María les parece tan útil?
No tengo la menor intención de responder en lugar de las
autoridades, pero indirectamente, es evidente. Por ejemplo,
se sugiere a menudo que el éxito del feminismo en los países
protestantes sería debido, entre otras causas, a la mayor ini­
ciativa que los reformados conceden a las mujeres en el pla­
no ritual y social. ¿Podríamos preguntamos, además, si esa
expansión militante y algo crispada del feminismo anglosa­
jón no es el resultado de una carencia en el edificio religioso
protestante, en el lugar de lo maternal? Ese maternal que los
católicos, al contrario, han elaborado con todas las ambigüe­
dades posibles, que no se ha terminado de examinar y que
hacen al catolicismo difícilmente analizable, como diría La-
can. Ahora bien, cuanto más difícil, evidentemente, es más
agradable analizarlo, infinitamente...
Curiosa mujer, en efecto, esta sublime María. Aquellas y
aquellos que le piden que promueva los secretos de la sexua­
lidad femenina no obtienen ninguna satisfacción y pueden
quedar decepcionados. Como tú. Pero entonces, ¿qué repre­
senta ella? Marina Warner, en su hermoso libro, cita unos
versos de Caelius Sedulius que resumen de maravilla la uni­
cidad de esta figura verdaderamente llena de misterios:
«Ella [...] no tiene igual / ni con la primera ni con ninguna de
las otras mujeres / que debían venir, sino que única en su
sexo / le gustó a Dios.» ¿Mujer, María? No tan seguro. Más
bien «única en su sexo». Hábil construcción que, bien mira­
da, calma la inquietud social en el tema de los nacimientos,
satisface a un ser macho al que le inquieta la feminidad, tam­
bién satisface a una mujer a la que la feminidad no la inquie­
ta menos. De manera que puede establecerse una cierta co­
munidad entre los sexos, más allá de la evidente incompati­
bilidad y de su guerra permanente, y a pesar de ellas. ¡Y si
fuera esto una versión de lo sagrado, la versión de lo sagra­
do que las mujeres ponen de manifiesto: es decir, la posibi­
lidad de una vida común entre los dos sexos, el gran asunto!
Se llama a esto lo «sagrado del matrimonio», se sacraliza la
familia y muchos se ofuscan con ese conformismo. Pero si
miramos de cerca, ¿no es un difícil sacramento reunir a un
hombre y una mujer en la duración? Con y al otro lado del
conflicto de los deseos raramente convergentes, más bien in­
compatibles. ¿No es cada vez más raro, quizá imposible?
Pregunta: ¿qué permite o al menos facilita, en la alqui­
mia mariana, «un cierto entendimiento» entre los sexos?
Porque, no lo dudemos, en el judaismo y en el cristianismo
es donde la idea de pareja, de emancipación de la persona y
especialmente de la mujer, ha podido desarrollarse, cuales­
quiera que sean las imperfecciones ante nuestras exigencias
modernas... Se puede hacer mejor, sin duda, probablemente
se está haciendo en algunos ámbitos protegidos que se bene­
fician de la democracia, de la independencia económica de
los dos miembros de la pareja, de la libertad sexual del hom­
bre y de la mujer, al mismo tiempo que del respeto al otro
—¿qué sé yo? Queremos tenerlo todo y no perder nada, qui­
zá algunos lo consigan, pero eso sigue siendo, confesémos­
lo, un deseo más o menos frustrado. Mientras esperamos, la
Virgen sólo fascina en América Latina o en África.
Te escribo desde la isla de Ré, el campanario de Ars se
alza a lo lejos ante mi ventana, baliza afilada, negra y blan­
ca, que recorta el cielo, lugar ideal para tratar del tema. Em­
piezo, pues, un alegato en favor de María con tres puntos,
para aligerar.
En primer lugar, de la Natividad a la Piedad, pasando
tanto por la Mater Dolorosa como por la Regina Caeli, la
Virgen no tiene nada de amante: es exclusivamente la madre
fiel. La «buena madre», como diría Melanie Klein, que se da
en cuerpo y alma a su hijo, hasta el punto incluso de que, sin
ella, el hijo querido no tendría cuerpo: porque este dios sólo
es hombre precisamente por la gracia de su paso por el cuer­
po de María «llena de gracia». Esta gracia es una extraordi­
naria apología de la maternidad oblativa, en el límite del nar­
cisismo primario: origen del amor que todo ser humano ne­
cesita para continuar. Y cuya carencia es el origen funesto de
toda depresión, cuando no de la psicosis. María rehabilita en
suma esa base primaria de nuestras identidades que los ana­
listas modernos llaman una «coexcitación madre-bebé», y
que Winnicott identifica con la serenidad del «ser» —por
oposición al «hacer» pulsional y fálico, que se desarrollará
posteriormente y que marcará la evolución del sujeto ha­
blante.
A propósito del «Ser», siempre me han desconcertado
las páginas de Heidegger en las que, al visitar la Grecia mo­
derna, se muestra decepcionado al no encontrar los vestigios
del Ser inherente a la antigua civilización, pero con todo,
cree encontrar algunas huellas en... un monasterio ortodoxo.
Conociendo un poco a los popes, me cuesta reconocerles ese
esclarecimiento del Ser heideggeriano. Sin embargo, si la
impresión del filósofo pudiera justificarse, sería a causa de
María. Es ella, presente más vivamente en el cristianismo or­
todoxo que en Occidente, quien impone ese tono sereno, ese
Stimmung del Ser, ese «sabor a bollo de leche» como dicen
los que saborean la sensualidad ruso-bizantina, prefiriéndo­
la a las católicas y a la austeridad protestante. La comunión
con el innombrable hechizo maternal, el crepúsculo del pre-
lenguaje, se prolongan en los ejercicios místicos ortodoxos
como la «plegaria del corazón» o la hesycaste —ese recogi­
miento en la plegaria que permite restaurar la unión con la
divinidad, transfigurar al hombre y a la naturaleza. María
«vínculo», «medio», «intervalo» —y aún no «otro»—, es
el agente principal de este entendimiento entre lo interior y
lo exterior de esta restauración narcisista. El deseo de des­
trucción y muerte sigue, sin embargo, subyacente a todo
bebé y a toda madre en su coexcitación, aunque sea serena:
no es necesario ser psicoanalista para saberlo. Sin embar­
go, por una gran concesión al seno — ¡ah, el santo seno de
la Virgen!—, y por la valorización del dolor — ¡ah, el llan­
to de nuestra Reina!—, la agresividad inherente a ese víncu­
lo arcaico desaparece, y estamos llenos del único ser de la
serenidad. Que nos hace tanta falta, ¿verdad? — ¡fantasma
indeleble!
Además, esa simbiosis del hijo con la madre preedipia-
na, es decir, no deseable sino oblativa, permite sublimar los
rasgos femeninos del hombre. En otro tiempo disfruté de­
mostrando como un pintor de madonas, el magnífico Gio-
vanni Bellini, se puso en el lugar de su madre (de hecho au­
sente de su biografía: ¿muerta?, ¿hija-madre?, aún un miste­
rio) para mostrarse con la dulzura y la melancolía mariana...
En cuanto a la hija, caso que no está previsto por la familia
de Cristo, encuentra también —por identificación con los
dos elementos del dúo (con la madre, con el hijo)— con qué
satisfacer su homosexualidad latente («yo» soy el hijo do­
liente -y- macho de esta madre que sólo me quiere a mí), y
su necesidad de sacrificio por el otro...
En segundo lugar, alrededor de este vínculo arcaico del
niño con su madre se despliega todo el continente que se ex­
tiende a un lado y otro del lenguaje: ese Verbo cristiano que
metamorfosea el Logos griego en Palabra de Cristo y divina.
El Verbo, en el que se desarrollan por una parte el camino
del Hijo hacia su Padre, por otra la racionalidad del cristia­
nismo que le permitirá encontrar a Aristóteles y orearse en el
cogito de Descartes, antes de abrir el camino a la filosofía
moderna, pues bien, el Verbo gira efectivamente alrededor
de María. «El agujero de la Virgen», dice Sollers, entendien­
do con esto —esquematizo, no puedo hacerlo de otra for­
ma— que es alrededor de un vacío dejado en María, donde
gira la Trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Agu­
jero, de acuerdo, yo me entiendo, pero los artistas no han de­
jado de bordar dentro y alrededor de él. Porque María, en esta
aventura solemne del Verbo, aglutina las figuras fuera del
lenguaje: silencio, música y pintura. Suscita las representa­
ciones musicales y pictóricas, los artistas le dedican sus ex­
periencias. La Virgen: a la vez patrona y objeto privilegiado
del arte. Hacia el siglo xm, con san Francisco de Asís (1182-
1226), se reafirma la tendencia de representar a María terre­
na, humana, muy humana, y por lo tanto, pobre, modesta y
humilde: para favorecer a la vez la sensibilidad humanista y
la representación gloriosa de lo cotidiano, de la naturaleza
—pájaros, animales, cuerpos de todo tipo. No se trata tan
sólo de dar vía libre a la representación de la miseria cósmi­
ca o del masoquismo femenino. Es la experiencia cotidiana,
la vida natural, lo que se convierte en objeto de una represen­
tación desinhibida del canon bizantino... Con la contrarre­
forma, los jesuítas van a reanimar una vez más con la idea de
María los fastos de la representación, esta vez barroca: tras
Tiziano y Tintoretto, Bemini, Rubens, Monteverdi...
Digámoslo más claramente: la censura de la sexualidad
de María (he aquí una madre que no siente deseo, ningún
erotismo fuera de su hijo) protege al artista de la angustia
propia del drama edipiano, y le permite incorporar ese goce
negado desplazándolo al torrente de formas... que crea él
mismo. Formas que son a la vez un infra y un supralenguaje,
incluidas las que se imponen en el arte verbal: ¿el «estilo» li­
terario no es una visión, una melodía, y también un silencio
infiltrados en el lenguaje de todos los días? Formas cuyo au­
tor es además el único creador: a la vez sujeto y objeto. Lo sa­
grado de María es la condición intrapsíquica que favorece la
eclosión del arte occidental. Sin duda, en todas las civiliza­
ciones, las experiencias estéticas se apoyan inconscientemen­
te en el vínculo narcisista, y necesitan el culto de la madre
—al mismo tiempo que el matricidio— para adaptar los sig­
nos trivializados del intercambio social a signos nuevos, se­
ductores y regeneradores. Pero el haber explicitado esta de­
pendencia, de manera preconsciente si no consciente, hace al
sujeto del cristianismo más libre en este vínculo arcaico, más
juguetón, más insolente... En resumen, más artista.
En tercer lugar, María goza de un poder, a la vez recono­
cido y negado, que tiende un espejo de seguridad a las muje­
res. Madre de Dios, la Virgen es más consentida que su hijo,
ya que no sufre el calvario, transitando por el contrario por la
ventajosa Dormición y Asunción, antes de ser entronizada
Monarca del Cielo y de la Iglesia. Un magnífico cuadro de
Piero della Francesca la representa, majestuosa, cobijando
bajo sus faldas a los reyes y a los obispos que administran
los asuntos comentes, ¡mientras se contenta con reinar!
¡Qué destino! Que configuración más audaz, ¿verdad? Por
una parte satisface las aspiraciones femeninas de poder: ya
te lo dije, ella favorece nuestras paranoias latentes —toda
mujer que se mira en la Virgen está implícitamente destina­
da a la misma gloria... Pero al mismo tiempo y por otra par­
te, las frena cuando no las somete: de rodillas, señoras, no
sois más que un lugar de paso, cuidad de los niños y de los
enfermos, ni sexo ni política, la entrega y el entendimiento
valen más que un cuerpo sexuado, nunca se insistirá lo bas­
tante.
Desde el siglo x i i i , con la ayuda de la implantación del
cristianismo ascético, y sobre todo desde 1328, al calor de la
ley sálica que excluía a las hijas de la sucesión y volvía de
este modo a la amada muy vulnerable, el amor por una mu­
jer se pinta con todos los colores de lo imposible. Resultado,
la corriente mariana triunfa sobre la corriente cortesana. Al­
rededor de Blanca de Castilla (muerta en 1252), la Virgen se
convierte explícitamente en el centro del amor cortés: las
cualidades de la mujer deseada se suman a las de la santa
madre. Con lo que se construye el ideal de la mujer cristia­
na: que hace sufrir a toda mujer, y soñar a todo hombre. Du­
rante al menos siete siglos, una cierta cohesión reina en las
parejas: se puede olvidar la guerra de sexos y construir ciu­
dades, industrias, colegios...
Finalmente, aunque posible, la identificación con María
dista mucho de ser estimulada: María, señoras, es única.
¿Esto significa que cada mujer es única, que no merece la
pena compararse con otras, buscar similitudes o rivalidades
con las otras? En todo caso es una manera de obstruir la as­
piración a las complicidades homosexuales, a las sociedades
secretas entre mujeres a las que habría podido incitar la vida
de las monjas, pero que la unicidad de María cuida de res­
tringir, de eliminar.
Voy a pararme aquí: como ves, la Virgen me vuelve pro­
lija. El campanario de la iglesia de Ars-en-Ré que se recorta
ahora en la noche índigo, iluminado por una reverberación
interior, me incita sin embargo a continuar. Es un acierto ilu­
minar los monumentos. En estos tiempos sin valores, los
monumentos permanecen como valores seguros que hay que
ver de día y de noche, preferentemente de noche, con urgen­
cia de noche... Estáte tranquila, estoy cansada y voy a aho­
rrarte las posibles continuaciones de mi apología. Como te
dije por teléfono, la operación de David salió bien, a pesar
de las previsibles dificultades post-anestésicas, y nos fui­
mos a la isla en vacaciones de Semana Santa. He recibido
hace poco una llamada de Elisabeth, una mujer que conoz­
co desde hace poco tiempo: «¿Descansas bien?», me ha
preguntado. De repente, esta trivialidad me ha conmovido:
¿desde cuándo no me han hecho esta pregunta... que tampo­
co yo me hago? Ninguna relación con la Virgen; simple­
mente, me parece evidente que sin el trabajo no hay nada
que hacer —como dijo un escritor maldito— y me gusta te­
ner ese placer que nos empuja al final de nosotros mismos.
Siendo esto así, quiero que sea María quien me haga correr
de este modo, porque en definitiva ella es un emblema entre
otros — ¡pero con éxito!— de la resistencia femenina, de
nuestro ancestral coraje que impulsa la carrera contra la
vida y contra el tiempo.
La llamada de Élisabeth me ha emocionado a causa de
su proximidad atenta y discreta —no hablo ni siquiera de amis­
tad, aún menos de amor, eso no tiene nada que ver. Lo que
me lleva directamente a lo que dices de tu relación con el ju­
daismo: sentido de la comunidad, del clan, de la familia. No
soporto la moda distinguida y parisina de aquellos, ahitos de
raíces, ambientes y complicidades de todo tipo, que no sue­
ñan más que con evadirse en la soledad del individuo libera­
do de todo vínculo. Conoces bien a esos luchadores de la li­
bertad, no insistiré. En cambio, los nómadas como tú y como
yo comparten otro destino. De nuestras memorias desmem­
bradas, nos queda el deseo de lazos discretos y fiables
—como esa llamada de teléfono: «¿Vas a descansar?» Míni­
ma, quizá familiar, maternal si se quiere, esencial. Se dice
que hoy día no existe ningún colectivo tranquilizador (na­
ción, religión, civilización) que no esté en crisis. Salvo lo
que permanece o se crea mediante «redes». La llamada de
esta amiga es un embrión de mi red particular: tengo ganas
de hacerla más sociable, de cultivarla. Una variante de ese
humilde sagrado del que te hablaba recientemente.
He insistido en este hecho menor sobre todo para decir­
te que creo comprender lo que encuentras en el judaismo,
alianza de amor y de amistad. Y sin embargo, no estoy de
acuerdo contigo cuando identificas lo sagrado con «la me­
moria de los linajes familiares», «la cabeza de mis hijos», etc.
El texto bíblico que rememora los lazos eróticos, amorosos y
conflictuales entre hombres y mujeres celebra sin duda la re­
producción de la vida y las condiciones óptimas de su trans­
misión a través de las generaciones: Génesis, Números, etc.
Pero ¿el acierto no fue precisamente inscribir ese vínculo ge­
nético y familiar, «maternal» si quieres, en el más alto sim­
bolismo? ¿Ese que trasciende la supervivencia de Israel en
una memoria universal, un más allá válido para todos los
hombres? Y especialmente por una cierta disposición a lo
femenino en el propio Yahvé, en el pueblo respecto a Yahvé,
¡y hasta el corazón del destino vigoroso de las mismas mu­
jeres bíblicas! Me apetece ahora hacer la apología de la Es­
posa del Cantar de los Cantares, de Rut y de Sara, entre
otras, pero no te preocupes, será en la próxima carta. ¿Asi­
milar el mensaje bíblico exclusivamente a la genealogía? De
ninguna manera. Otros lo han hecho, tanto desde el interior
del judaismo como en la adversidad más feroz. Tú asocias el
imperativo que consiste en asegurar la supervivencia de las
generaciones con la memoria. Ahí, te sigo: es en el osario de
la genética y del espíritu donde la elección judía se desarro­
lla, y también es por esto por lo que interesa poderosamente
a las mujeres, me parece...
Sólo unas palabras a propósito del budismo al que quie­
res convertirme, de la indiferencia y de la «nada». De hecho,
la «nada» de la que te hablaba se inscribe en el sentido de la
vida —como su sosiego y su límite y no como su anulación.
No tiene nada que ver con ese nihilismo moderno, esa desa­
parición de las diferencias (especialmente sexuales) y del
cuestionamiento (especialmente la revuelta) que se toma en
Occidente por un budismo «modem style». La familiariza-
ción con la muerte, la aceptación de la enfermedad en contra
de la ideología de la salud a toda costa, el deseo de aceptar la
eutanasia para los enfermos en fase terminal —todo eso no
me impide ser una adepta ferviente de la vida. Valor judeo-
cristiano, me he dicho. ¿Y entonces? No acepto ese tercer-
mundismo moderno que toma la forma de un combate con­
tra el judeocristianismo desacreditando el deseo de vida y,
con el pretexto de descompensar el vitalismo militante y
mercantil propio de la sociedad técnica, en realidad abre ca­
mino a una apología de la muerte. A una cultura de muerte,
que se insinúa solapadamente en este fin de milenio, y cuyas
víctimas son, como por azar, los más débiles, los más desfa­
vorecidos: se ve en la facilidad con la que sacrificamos las
vidas de las poblaciones del tercer mundo, pero también en
las clases pobres de los Estados Unidos, e incluso a veces
entre nosotros —con el pretexto, por ejemplo, de que el
«agujero» de la Seguridad Social no permite exámenes mé­
dicos suficientemente frecuentes de tal o cual enfermedad...
Encuentro penoso que el papa sea la única personalidad mo­
derna que defiende el deseo de vida y el derecho a la vida.
No porque la «vida eterna» no exista la vida no tiene senti­
do. Al contrario, es la experiencia de la «nada» lo que da su
sabor inmediato al sentido de la vida, al combate de la vida
más mediocre.
El viento del norte es fuerte esta noche, el agua empieza
a silbar ante mi mirador, y el único campanario iluminado se
mantiene en frente. Yo no, es hora de acostarme, pero pron­
to tendrás noticias mías...
Julia
22 de abril de 1997
Querida Julia:
La operación de David está desde ahora a tu espalda. Por
poco habría escrito «a nuestra espalda», tanto me ha conmovi­
do tu última carta. Me ha hecho traer recuerdos a la memoria.
Un día, en el camino de la escuela, la policía encontró a mi
hijo retorcido de dolor sobre la acera, en plena crisis de apen-
dicitis... Y la angustia me retorció el vientre a mi vez. No sé si
hay que llamar «sagrado» a ese sentimiento que te retuerce
pero, de seguro, destruye todo a su paso. Omnipotencia, me
escribías recientemente. Y sobrenatural para colmo, esta pul­
sión unida a sentimientos llamados de «amor maternal», cuya
existencia es tan poderosa y su denominación tan débil. Perdo­
na, pero estoy muy enfadada con el abuso de la palabra
«amor». En este caso preciso, prefiero llamarlo «cariño».
Resulta que cuando David iba a pasar a la mesa de ope­
raciones, yo esperaba el parto de mi hija. Me sorprendió es­
tar más pendiente de ella que del niño que iba a nacer —¿es
normal, doctor? Lo cierto es que el pequeño se hizo esperar
cuatro días, durante los cuales sentía una angustia sin igual.
El animal maternal en mí sufrió bastante, pues, psíquica­
mente antes del alivio del nacimiento. Después vi a ese niño,
«carne de mi carne», incomparable sensación. Incompara­
ble, sin igual, inconmensurable, pero ¿con respecto a qué?
¿A la especie humana? Tenía quince días cuando volví a Da­
kar, y cuando lo vuelva a ver tendrá un color de ojos propio.
En el fondo, lo universal en el recién nacido, ¿sería el azul
noche de su mirada al nacer?
Existe una omnipotencia del cariño maternal, lo acepto,
pero el infanticidio existe. Es tan fuerte que es ávidamente
perseguido en los sucesos. ¡Un infanticidio! El asunto Ville-
min nos aclaró algo sobre este punto: no está anticuado. Al­
guien había ahogado a un niño atado, y ¿a quién se acusaba
unánimemente, con el juez? A la madre. Marguerite Duras
realizó su investigación personal y, olfateando el rastro de
Medea, escribió en Libération a propósito de Christine Ville-
min: «Sublime, absolutamente sublime.» ¡Formidable! Todo
el mundo aplaudió a la artista. Grande como la antigua, esta
hazaña literaria. Lo sé, no se hace arte con buenos senti­
mientos, etc. La rana Duras se hizo pues tan grande como el
buey del sacrificio, y todo iba maravillosamente en el mejor
de los mundos fantásticos.
Mala suerte, la madre es inocente. Se baja el tono, no se
comenta. Corriendo con los «daños y peijuicios», la justicia
calcula en francos los destrozos del producto de la imagina­
ción social. La famosa frase de Duras deja de circular como
la letra de una canción. Pero ¿qué fuerzas psíquicas soste­
nían, en esa época, el deseo compartido de la muerte de un
hijo por su madre? ¿Un golpe perverso del complejo de Edi-
po inventado por Freud? No gracias. Como el amor, el com­
plejo de Edipo está devaluado. Entonces, ¿qué?
Supongamos el juicio de Salomón. A causa de unos líos
familiares, dos mujeres reivindican la maternidad del mismo
niño. Hay que identificar a la verdadera madre. El rey de Is­
rael propone cortar al niño en dos y repartirlo entre las su­
puestas madres. Acierto. La falsa madre acepta, pero la ver­
dadera suplica ¡qué viva! El niño, se lo deja a la otra... El rey
Salomón es el Juez más grande. Sabe identificar una madre
por la pulsión sobrenatural que la inflama ante el peligro.
Aunque no es milagrosa, esta pulsión me parece «sagrada».
Para sacarla de su lugar, para hacerla llegar al crimen infan­
ticida, es necesaria mucha envidia. Los celos que exaltan al
infanticida son feroces.
Porque para acceder a la paternidad, los padres necesitan
una sagrada «recuperación». No una sociedad sin momentos
solemnes a través de los cuales el niño pueda pasar bajo la
tutela paterna. Ritos de iniciación de todo tipo, circuncisión,
excisión, reclusión en el bosque, sacrificios corporales... En
la India, la ceremonia brahmánica se llama con toda claridad
el «segundo nacimiento»: el primero fue natural, el segundo
es religioso. La madre da la vida, pero el padre da el sentido.
Además, él preside el marcado del cuerpo, y aunque no ma­
neja las tijeras, decide el momento en el que se corta. Lejos
de los cortes de la piel, el más bello rito paternal es el de los
romanos: la madre pone al recién nacido en el suelo, y si el
hombre a cuyos pies está el niño lo recoge se convierte en su
padre. Queda algo en los partos actuales, si el padre acepta
estar presente, porque entonces tendrá al niño en sus brazos
enseguida. Es en ese momento cuando el padre tiene dere­
cho a su reconocimiento, que, hasta la genética, no era tan
evidente.
La posición es difícil. En su incertidumbre (pater incer-
tus), la paternidad exige una seguridad. ¿Cómo evitar los ce­
los? La madre es tan cierta... Se puede entender. De aquí a
que la madre desee la muerte del niño, hay un salto que sólo
representa lo trágico. ¡Hay que creer que el deseo de lo trá­
gico es siempre tan vivo! Pues bien, si hay que expresar la
envidia masculina por la maternidad, de la que Duras, a la que
le suprimo a propósito el «Señora» y el «Marguerite», es un
ejemplo paradójico, prefiero el rito de la «covada». Que los
hombres se acuesten para imitar el parto, que simulen los su­
frimientos de la madre y que se ocupen de ellos, eso me per­
turba menos que esas violentas apropiaciones, esos «segun­
dos nacimientos» compensatorios. Por ejemplo, en lo que se
refiere a la apropiación brutal, pienso en el régimen de la
educación de los niños en la India: el niño vive con su madre
hasta los siete años, y ¡se acabó! Pasa al padre, el niño es pri­
vado de su madre. El resultado es desastroso: hombres es­
pías de sus madres para siempre, petrificados de angustia
ante la figura del padre. Tras haber perdido la maternal inti­
midad de su tierna infancia, ¿cómo protegerse de ese desco­
nocido que dicta las leyes? Así nace la demanda de esas
grandes diosas de las que te hablé, esos ídolos con doble cara
maternal, sonriente o aterradora. Separados de sus madres
reales, los hijos las reinventan duplicándolas. Cercana y leja­
na. Tierna y asesina, sin lágrimas. Devoción garantizada, fa­
natismo asegurado.
Entre nosotros la omnipotencia paternal sólo pertenece
a Dios. Que tú hayas nacido en Bulgaria y yo en Francia no
cambia para nada el hecho de que nuestra herencia judeo-
cristiana nos fuerce a representarnos a Dios como el Padre
Todopoderoso. La Omnipotencia no deja sitio a lo absolu­
to del cariño materno. Existe, pero sin prevalecer. La ma­
dre es honrada, respetada, pero no tiene autoridad. Raquel
fue la elegida por los judíos en el exilio. Raquel, la bien
amada de Jacob, Raquel que esperó tanto tiempo, Raquel a
quien conquistó tras haberse casado, obligado y a la fuerza,
con Lea, la hermana, a la que no quería. Jacob y Raquel, o
el amor aplazado. Jacob y Raquel, el amor perseguido.
Pero Jacob y Raquel definen dos representaciones de Dios.
Tras la lucha con el Ángel, Jacob recibe el nombre sagrado
de Israel; pero tras el exilio Raquel recibe el de «Shejina»,
la sombra proyectada de Dios. Cuando uno se lamenta en el
gueto, entonces, con un velo negro aparece Raquel. En la
desgracia, Israel necesita las lágrimas de Raquel. De nuevo
las lágrimas.
¿Y qué? ¿Lo divino al poder, lo sagrado en peligro? ¿Lo
divino para los padres, lo sagrado para las madres? ¿Lo divi­
no para los hombres, lo sagrado para las mujeres? ¿Lo divino
para el falocratismo, lo sagrado para los oprimidos? ¡Sería
tan fácil! Pero no. Algo falla.
Vuelvo al gueto. En esos lugares de miseria donde se di­
visaban los velos oscuros de Shejina, nació en el siglo x v i i i
el jasidismo de los «Justos», esos rabinos exaltados. Tam­
bién nacieron las reglas que obligan, incluso hoy, a sus espo­
sas a raparse los cabellos y llevar peluca. Ellas no cantan ni
bailan; sólo tienen ese derecho los hombres. Basta leer las le­
yendas del jasidismo para comprender que el papel de las es­
posas se limita a servir el vino.
Se sabe que a los padres del jasidismo no les gustaba la
lectura del Talmud, obligatoria según la tradición que ellos
quebrantaron. En vez del Talmud, los jasidim preferían la
danza estática y la música. Como los sufíes del islam, los ja ­
sidim recuperaron la parte femenina de la piedad: porque en
la Biblia es Miriam, la hermana de Moisés, quien baila, la
primera, ante el Arca de la Alianza, Moisés liberado no bai­
la. En cambio eljasidim baila su libertad, su esposa no. O bien
una baila y el otro no, o bien el rabino baila pero, por ello, su
mujer no... En el exilio lo masculino hizo suya la liberación
por el baile. Compartirlo con las mujeres, ni hablar.
¿Por qué tantas separaciones? ¿Por qué esas interferen­
cias entre lo sagrado y lo divino? Que, en honor de Dios, el
hombre baile con la mujer parece totalmente imposible,
como si lo sagrado repitiera constantemente la separación
entre la maternidad y la paternidad. ¿Qué hay en la danza
que la alia con la divinidad? La bisexualidad, sin duda. Para
no confundirse con Dios, ¿habría que separar lo que Dios ha
unido? No se puede excluir nada. Este fenómeno no es ex­
clusivo del judaismo. Las danzas sagradas son separadas en
casi todas partes; ellas bailan, ellos no, o a la inversa. El Co­
rán radicaliza esta separación de los sexos: cuando Adán y
Eva son expulsados del paraíso, Adán cae en la India y Eva
en Yemen. Geográfica, política, moral y sexual, la separa­
ción coránica es total. Admito que la Virgen María corrige
un poco el tiro.
Pero sólo un poco. ¿Cuándo interviene María? Cuando tie­
ne catorce años, en el momento de la Anunciación; luego du­
rante el embarazo y la tierna infancia. Cuando Jesús tiene doce
años, María desaparece. Una vez hecha la presentación de Je­
sús en la sinagoga, exit de María hasta el suplicio en la cruz.
¡Cuánta ausencia! ¿Qué sucede con María durante veintidós
años? Misterio. Su cuerpo casi no tiene historia, o más bien,
sólo tiene dos: la gestación sin fecundación masculina y la
Dormición final. Sin duda soy demasiado pagana para admitir
un cuerpo que se encama escapando al sexo y a la muerte.
Sobre «paganería», te había mencionado a las bailarinas
sagradas de la India. Actualmente, las bailarinas en otro tiem­
po sagradas viven en el universo laico de un show-biz em­
brionario, con mínimas tarifas por sus prestaciones. Pero
hasta la independencia de la India en 1947, bailaban en los
templos ante la estatua del dios. Bien. ¿Quién les aseguraba
la cama y el cubierto? Los brahmanes en los tiempos anti­
guos y, más tarde, los ricos comerciantes: en los dos casos,
brahmanes y comerciantes, al ser de castas superiores son
«nacidos dos veces». Las bailarinas sagradas servían de ob­
jeto sexual a los dignos contribuyentes. Se delimita de cerca
la naturaleza de la «prostitución sagrada»: un burdel tolera­
do para la alta sociedad. En contrapartida, hay bastante de
sagrado en el asunto: porque una bailarina del templo no te­
nía derecho a lavarse el cabello. Nunca.
¿Has visto alguna vez ese tipo de cabellera? Aún se ven
muchas en la India, en los caminos. Quienes han decidido
dejar el mundo no se lavan nunca más la cabeza. Son «re­
nunciantes». Sus cabellos ya no tienen nada de humano. Se
diría estopa. Al cabo de algunos años, esa materia vegetal no
tiene nada que ver con la idea de cabello. Ése es precisamen­
te su fin: se trata de unir al individuo que renuncia con el
«bosque», espacio de la meditación opuesto al «pueblo», el
espacio social de la urbe. El cabello del renunciante regresa
a la naturaleza del árbol; se vuelve vegetal, y no se lava. Sin
embargo, no hay nada impuro en ese rebujo mugriento. Se­
gún la tradición, a los «nacidos dos veces» consumidores de
bailarinas se les prohíbe la impureza, y no se juega con las
abluciones corporales cuando se es de casta superior. La
masa vegetal de los cabellos no lavados no se destina pues al
hombre, sino al dios, a él solo. Existe un modelo en la mito­
logía india: cuando la joven Parvati cae perdidamente ena­
morada del dios Shiva, se entrega a todo tipo de prácticas
austeras para seducirlo. Se sostiene con una pierna, con las
manos juntas, y permanece así mil años. Las lianas la en­
vuelven, se transforma en vegetal. Sólo entonces, cuando
está reducida al estado de una hermosa planta, Shiva se dig­
na a mirarla y la desposa. Al acostarse en el templo con la
bailarina de cabellos no lavados, el «nacido dos veces» se
identifica con dios. Y no importa el olor.
Este asunto vegetal me recuerda el apasionante análisis
del mito de Edipo de Claude Lévi-Strauss. Tras un meticulo­
so método de comparación de las genealogías del linaje de
Edipo, Lévi-Strauss concluye que el mito de Edipo mani­
fiesta una duda entre dos hipótesis sobre el nacimiento de la
especie humana. O bien el hombre nació de la tierra, según
el antiguo concepto griego —como un vegetal—, o bien na­
ció de dos padres, enigmático asunto. A pesar de la oscuri­
dad de su nacimiento, Edipo es un hombre que tiene dos pa­
dres. Incluso tuvo padres adoptivos antes de descubrir que
mató a su padre y se casó con su madre. Nacer de dos padres
cuesta caro al héroe del mito, como se sabe. Pero el engaño
hecho a Edipo empieza por una mutilación.
Desde su nacimiento, el niño Edipo tiene los pies atrave­
sados por el bastón en el que su padre lo tenía colgado, como
un animal cogido en una trampa. Luego, que muera de hambre,
abandonado, este recién nacido de mal agüero. Edipo sobre­
vive, pero su nombre significa «Pies hinchados». Como su
padre Layo, cuyo nombre significa el «Cojo», Edipo «Pies
Hinchados» es incapaz de andar derecho. Es en este punto
en el que se apoya Lévi-Strauss. El mito de Edipo correspon­
de, según él, al momento en que los griegos cambiaron de
idea sobre el nacimiento: del vegetal, pasaron a la procrea­
ción. La operación mental es tan difícil que un mito la cuen­
ta, y es la historia de Edipo. Si el hombre quiere dejar el es­
tado vegetal, entonces camina de través. Nacido de una se­
milla, la planta humana crece sola sin padres designados,
pero para acceder al conocimiento de la procreación humana
el mito exige el precio más caro: andar difícil, parricidio, in­
cesto, monstruosidad. Sin duda es más simple asimilar la
planta humana a una liana que conmueve a Dios.
Numerosas cosmologías hacen empezar la historia de
los hombres por un hilo tendido entre Dios y la tierra. Cuer­
da, arco iris, árbol, follaje o cabo se equiparan al cabello. En
este sentido, los mechones trenzados que da la amante a su
amado son sagrados. El cabello los une. ¡Cuántas cosas su­
ceden con los cabellos! ¿Recuerdas la violenta escena entre
Melisande y su celoso marido, Golaud? En el libreto de Pe­
leas y Melisande, ¡el texto de Maeterlinck es increíble! Go-
laud arrastra a Melisande por los pelos gritando: «¡por fin
estos largos cabellos van a servir para algo!» Ahora bien,
acaban sirviendo para extenderse a lo largo de la torre hasta
el enamorado Peleas, por la noche. El celoso ha comprendi­
do la unión por el cabello. Y cuando se quiere humillar a una
mujer presuntamente culpable, se le rapa la cabeza como
en 1945. ¿Por qué?
Lo sagrado tiene que ver con los olores, las secreciones
naturales, los recortes de uñas y también con los cabellos.
Resumiendo, lo sagrado participa de todas las materias que
el querido Lacan clasificó con el nombre genérico de objeto
de deseo, es decir, el detalle, lo parcial, el trozo de cuerpo
que no es la totalidad del cuerpo, e incluso sus desechos.
Y bien, ¿los desechos forman parte del universo divino en
los tres monoteísmos occidentales? Para el judaismo y el is­
lam la respuesta es no. El Levítico, el Corán, lo excluyen to­
talmente. En los Evangelios la repuesta es ambivalente, por­
que Jesús sana las impurezas. Acaba con las hemorragias va­
ginales de la mujer enferma, con las pústulas, con la lepra,
con la descomposición del cuerpo de Lázaro. Los desechos
desaparecen por milagro. Los desechos se evitan. Hay que
purificarse cuidadosamente. Siguiendo los textos del Corpus
Christi según las transmisiones de Gérard Mordillat y
Jéróme Prieur, descubrí con estupor que los efectos de la
crucifixión en los ajusticiados incluían, entre otras abomina­
ciones, la imposibilidad fisiológica de controlar las emisio­
nes de orina y excrementos. Y como los cuerpos de los cru­
cificados estaban totalmente desnudos... De repente «vi» la
verdadera imagen de Jesús en la cruz. En general se calla.
Porque es más limpio no tener más que la voz de Dios en
el oído. Porque en la larga lista de los equivalentes materia­
les del objeto del deseo, hay nobles y hay innobles. Nobles,
la voz, las lágrimas, el seno, la leche, el soplo, el cabello.
Para todos esos objetos parciales se encuentra la teología
apropiada: la voz del Padre Eterno dirigiéndose a su pueblo,
el «don de las lágrimas» en la religión ortodoxa —la cuenta
precisa de las lágrimas en los escritos de Ignacio de Loyola,
que expusiste en tu libro—, el seno de la Virgen María, la
técnica de la respiración en los ejercicios de las monjas orto­
doxas hesychastes. Pero, en cambio, son innobles los objetos
del deseo de debajo de la cintura, las secreciones sexuales, la
orina y el excremento. Nada de esto en los monoteísmos.
Para encontrar las teologías de lo «innoble», hay que mirar
en otras partes, en los ejercicios tántricos siniestros de los
que he dado un amplio ejemplo en La Syncope. O bien hay que
leer a Sade, que sabe de eso.
¿Lo innoble es menos sagrado que lo noble? Depende de
las religiones. Depende del ennoblecimiento del desecho
corporal, o de su degradación simbólica. Los monoteísmos
excluyen lo innoble, pero en las religiones de África, los re­
cortes de uñas ocupan un lugar destacado. Un árbol sagrado
guarda las huellas acumuladas de sangre de animal, de le­
che; no se limpia, debe rezumar permanentemente. El árbol
sagrado aúna lo animal y lo vegetal. Por la ausencia de lim­
pieza, es más bien de la parte siniestra.
Ahora bien, nadie puede impedir que una mujer tenga
que hacer frente en su cuerpo a la relación con lo «innoble»:
podemos ver los numerosos anuncios publicitarios de com­
presas con un líquido muy azul, para evitar el rojo de la san­
gre menstrual. ¿A quién engañan? A las mujeres, no; ellas
conocen la parte siniestra. Entonces, es una especie de enga­
ñifa para «los otros», los hombres, a quienes se trata como
débiles. Se les vende sangre azul, sólo eso... Nada puede
tampoco impedir que el nacimiento del niño suceda inter
faeces et urinas, como dijo san Agustín; a sus ojos, esto es
suficiente para buscar la salvación en el más allá. Y ¿qué ha­
cer con lo innoble frente a lo divino, padre mío? Purificarse,
hija, dice el Levítico. Baños rituales, eso en todas partes del
mundo. Id a sangrar a vuestro rincón y lavaos antes de apa­
recer de nuevo. ¿Qué decís? ¿Sangráis para tener hijos? ¡No
queremos saberlo! Sean cuales sean las circunstancias. Con
todo, es a causa de lo «innoble» por lo que el cuerpo feme­
nino se vincula directamente a lo sagrado.
Hay que analizar esta famosa «cintura» que corta el cuer­
po en dos, lo noble superior, y lo innoble inferior. Precisa­
mente ése es el símbolo de la separación entre las castas su­
periores e inferiores en la India. En el sistema cosmológico
hindú, el dios Brahma repartió la humanidad partiendo su
cuerpo en cuatro partes: creó a los brahmanes con su soplo,
a los guerreros con su pecho, a los comerciantes con sus
muslos y a los servidores con el resto, sus pies, sus entrañas,
sus visceras. ¿El sexo? Está ausente en el mito, ya ves. En la
incertidumbre. A falta de seguridad sobre lo puro y lo impu­
ro del sexo, más vale hacer pasar la sexualidad hacia lo alto,
del lado de los brahmanes, del soplo de Brahma. Eso es lo
que intentan con ahínco los ascetas cuando hacen «subir» el
esperma al cerebro a través de la médula espinal. Subamos
lo innoble a lo noble, es más seguro. Salgamos de lo inferior,
y soplemos.
Siguiendo los pasos de Dumézil, Georges Duby siguió
las huellas del sistema de las castas indoeuropeas en la Euro­
pa medieval, y lo encontró en el reparto entre los tres órde­
nes: la nobleza, el clero, y los «letrados», los últimos. Los
siervos no están. Los siervos son el «resto» de la humanidad.
Las secuelas del reparto de las castas llegan hasta los Esta­
dos Generales, en 1789. De este modo, los tres órdenes ex­
cluían de la representación social a la masa de los campesi­
nos, esos casi «restos» de debajo de la cintura según el orden
indoeuropeo. Por este rodeo, Duby pasa de la sociedad me­
dieval hasta la Revolución Francesa, abortada en cuanto a la
verdadera liberación de los siervos.
Lo extraño es su punto de partida, el amor cortés. En el
siglo x i i la sociedad medieval europea pasó por el amor de
las damas para perseverar en sus castas. ¡Ah! La bella inven­
ción del amor cortés, explica el irónico Duby. ¿Consagración
del amor y promoción de las mujeres? ¡Lo crees! Leamos a
Duby. Es verdad que los soberanos reclutan a sus letrados
para una corte de amor platónico a la dama, pero es para re­
tenerlos en el castillo. Con el corazón bien atado, los letrados
se integran mejor en la corte, y que sea corte de amor poco
importa al soberano. Es decir, ese sutil encadenamiento a lo
indirecto de un fuego sagrado es una mística que los jefes
destinan a sus letrados. Entonces, la imagen de la dama pue­
de coincidir sin riesgo con la imagen del amor absoluto. Jue­
go encantador para las damas, pero muy exclusivo; fuera de
la corte de amor, no existen estas maneras para el «resto» de la
humanidad. Los campesinos no «aman» en el sentido noble.
De aquí, quizá, la revuelta y sus excesos. De la frustra­
ción de amor al Terror sólo hay un paso, que en la India las
diosas madres permiten franquear cómodamente. ¿Y si se
franqueara el paso siguiente? ¿Si el «amor maternal» fuera
de la parte siniestra, del lado innoble, de debajo de la cintu­
ra? Creo que ésta es la lección del rey Salomón.
Catherine
París, 1 de mayo de 1997
Querida Catherine:
No he podido mandar mi carta del 19 de abril hasta va­
rios días más tarde, por una avería en la impresora. Entre tan­
to, he recibido la tuya del 22 de abril. Nuestra corresponden­
cia está cada vez más «cruzada»: ¿deberíamos pasar al e-mail?
¿Tienes una dirección electrónica?
Tu preocupación sobre lo innoble de los pelos y otros ca­
bellos sucios no me aparta de mi intención de confiarte algu­
nos pensamientos sobre el judaismo, puesto que la mancha y
lo sagrado se tocan, como bien dices. Sin embargo, seré me­
nos pagana que tú y me haré la abogada de ese diablo en el
que está a punto de convertirse hoy el monoteísmo. Que afir­
ma que lo sagrado es, simplemente... el amor. De los pelos al
amor: ¿un abismo? ¿A menos que se trate de lógicas análo­
gas? Ésta es la pequeña meditación que te propongo, y viene
a propósito: este primero de mayo es un día soleado en París,
el silencio de las calles sin circulación y el lirio que extiende
su olor, me invitan a la ternura, David se ha marchado para
un largo fin de semana con una amiga, Philippe se reúne con
unos periodistas y yo tengo todo el tiempo del mundo. Espe­
ro que tú también.
Quisiera creer que los peinados nauseabundos de tus
bailarinas son sagrados, pero me huelo (!) que lo son en vir­
tud de algunas reglas de separación o exclusión que señalan
su lugar en un orden. Ya he olido el hedor más o menos so­
portable de los horrores y otras abyecciones de las que los
hombres intentan purificarse desde la noche de los tiempos,
cuando escribía, en 1980, mi libro Pouvoirs de l ’horreur. Es-
sai sur l ’abjection. Leyendo entre otros a Mary Douglas,
Louis Dumont y Paul Ricoeur, sin olvidar Tótem y tabú del
querido Freud (entre paréntesis, estaba encantada de oír el
otro día a Alain Touraine afirmar que el psicoanálisis ha
abierto el camino a la sociología, que sin Freud la antropolo­
gía y la sociología no existirían: esto avanza, ¡ves!), me ha
parecido entender que lo sagrado, que siempre es una purifi­
cación, tiene una historia. Se puede volver a trazar según el
carácter específico de la suciedad de la que se deshace.
Para simplificar, digamos que nuestros ancestros co­
menzaron por deshacerse de sustancias sucias: excrementos
y otras deyecciones, pero también de la sangre, y especial­
mente de la sangre menstrual. Prefieres los cabellos, de
acuerdo. Uno de tus predecesores en nuestras regiones occi­
dentales, el célebre Sócrates, fue enfrentado a este asunto de
los malos pelos por Parménides, en el diálogo del mismo
nombre; le preguntó, como recordarás, si era posible conce­
bir una Idea para «pelo, fango, mugre, o cualquier otra cosa,
la más despreciable y la más vil». Ahí radica todo el proble­
ma: ¿esta suciedad es pensable, nombrable, y si lo es, cómo
se dice? Pues, si miramos de cerca, investigadores más pa­
cientes y dotados que tú y que yo se han dado cuenta de que
estas sustancias (de las que me gustaría que los pelos fueran
el paradigma nacido de tu propio refinamiento), no son ni
sucias, ni contagiosas, ni peligrosas «en sí», sino porque
caen en lo prohibido. Dicho de otro modo, los humanos son
humanos porque hablan —lo que quiere decir que constitu­
yen, junto con su palabra, un orden establecido de distancia-
mientos y exclusiones: de tal manera que lo que es separado
y rechazado fuera de este orden deja de ser una «suciedad
profana» para convertirse en una «mancha sagrada» y funda,
al mismo tiempo, lo «propio» de un grupo. Dicho otra vez
de otra manera, es un sistema de clasificación el que decide
lo que está manchado o no, y no la sustancia misma. Así, en
la India, que conoces bien, se considera que una comida es
contaminante si su fabricación no respeta una estricta sepa­
ración, sino que implica una mezcla entre dos órdenes o te­
rritorios. Por ejemplo, una comida que pasa por el fuego es
contaminante y debe rodearse de una serie de tabúes. Como
si el fuego, en vez de purificar —como lo afirman nuestros
conceptos de higiene— significara una intromisión del ho­
gar familiar y social en la naturaleza de las cosas, mezclara
las identidades, favoreciera su contagio y, por ello, se acerca­
ra a... la abyección excremencial, la cual, de alguna forma,
reúne esta lógica contaminante de lo que está entre dos co­
sas, al estar entre vida y muerte, cuerpo y cadáver.
De la misma manera, los restos alimenticios son sucios
para el brahmanismo, porque son los restos de algo o de al­
guien: contaminan por su incompletud —otra imagen de la
falta de separación. Además, estos valores fronterizos y ne­
gativos que son los objetos manchados son reversibles y se
transforman en valores omnipotentes y positivos. Por ejem­
plo, bajo ciertas condiciones, el brahmán puede comer los
restos que, en vez de contaminarlo, lo hacen apto para reali­
zar un viaje, e incluso su función específica que es el acto sa­
cerdotal. Igualmente, algunas cosmogonías representan lo
que queda tras el diluvio, con la forma de una serpiente que
se convierte en el sostén de Vishnú, y garantiza así el renaci­
miento del universo. Igualmente, aunque los restos de un sa­
crificio sean abyectos, el hecho de consumirlos puede ser
motivo de una serie de buenos renacimientos, e incluso pue­
de hacemos ganar el cielo. Por esto el poeta de la Atarvave-
da (XI, 7) exalta el resto (ouchista) que al mismo tiempo
mancha y regenera: «En el resto se funda el nombre y la for­
ma, en el resto se funda el mundo. El ser y el no ser, los dos
están en el resto, la muerte, el vigor...» Lo mismo ocurre con
tus cabellos.
Insisto en esta frontera que hace pasar lo sucio a man­
chado, porque así se comprende como la ritualización de la
mancha puede acompañarse de una desaparición completa
de la misma suciedad, aunque sea soporte de los ritos. En de­
finitiva, lo sucio desaparece como «sucio» ya que se trans­
forma, en el interior de una lógica particular, en «mancha­
do»: ya no se nota, ya no huele. Esto es lo que sucede con las
castas en la India, donde la ritualización de la mancha es ex­
trema. Numerosos viajeros han señalado que los hindúes de­
fecan por todas partes sin que nadie mencione, ni con pala­
bras ni en los libros, sus siluetas en cuclillas. Es normal, aca­
ba concluyendo un antropólogo, simplemente los hindúes no
lo ven. No se trata de una censura debida al pudor. Más bien
de una exclusión, una discrepancia que parece instalarse en­
tre el territorio del cuerpo donde reina una especie de fusión
sin culpabilidad con la madre y la naturaleza por una parte,
y por otra un universo diferente de prestaciones sociales y
simbólicas, donde entran en juego la turbación, la vergüen­
za, la culpabilidad, el deseo...
Esa discrepancia, que en otros universos culturales pro­
vocaría psicosis, encuentra en la India una perfecta sociali­
zación. Quizá porque la institución del rito de la mancha
asume una función de nexo, de diagonal: los dos universos
de la suciedad y lo prohibido se rozan o se ignoran, pero no
se rechazan como lo hacen un objeto y una ley. De manera
que el ser humano que habita este universo, donde lo sagra­
do es la mancha, transita en estado de docilidad —¿o aluci­
nación?— entre lo innombrable (lo que está fuera del límite:
la suciedad) y lo absoluto (la implacable coherencia de lo
prohibido, que nadie ignora, y en la India menos que en nin­
gún otro sitio, y que genera el sentido: exclusiones, imposi­
bilidades, normas diversas y variadas, etc.). Este ajuste de la
oposición puro/impuro a través de la mancha determina un
orden social y simbólico que en modo alguno es binario,
sino muy jerárquico: estratificación de diferencias entre los
grupos sociales, en los comportamientos, en los códigos ver­
bales y artísticos, etc. No tengo que decirte que la endoga-
mia se inscribe precisamente en este orden: dejo de lado la
cuestión de saber si lo provoca o es su consecuencia. Sola­
mente constato que, en la endogamia, se prohíbe a un indivi­
duo que se case fuera de su grupo; en las castas indias a esto
se añade una filiación específica: la transmisión de la cuali­
dad de miembro del grupo por ambos padres a la vez. Resul­
tado: equilibrio, a la vez simbólico y real, del papel de los
dos sexos en el interior de la unidad social y religiosa que
constituye una casta. Podemos definir una casta como un
dispositivo jerárquico que, además de las especializaciones
profesionales, asegura una parte igual al padre y a la madre
en la transmisión de la cualidad de miembro de ese grupo.
Observarás, en el sistema hindú, una diferencia esencial
con «nuestros» sistemas exogámicos fundados en una estric­
ta separación entre «propio» y «extraño», igual y diferente,
hombre y mujer. Parecería que cuando se evita el binarismo
del sistema exogámico, es decir la singularidad padre/madre,
hombre/mujer en el nivel de la institución matrimonial, en el
nivel del ritual se multiplican las diferenciaciones —abyec­
ciones— jerárquicas entre los sexos, los sujetos, los objetos,
las castas, los alimentos y otros pelos. Esta multiplicación de
reglas y su disposición jerárquica establece una lógica de la
«no violencia», por oposición a la lógica del «corte» propia
del monoteísmo cuyas separaciones y pasiones conocemos
bien. Sin embargo, la no violencia de ese panteón politeísta
y jerárquico, tan próximo a lo sagrado-mancha, está en ver­
dad muy lejos de ser absoluta: las invasiones de todo tipo y
las recientes matanzas marcan la historia y la actualidad de
la India.
Parece que crees que esta variante de lo sagrado sería lo
«verdaderamente» sagrado, siendo todo el resto «religión».
Y sobreentiendes que las mujeres, por el hecho de su fami­
liaridad con el cuerpo, se inclinarían a este tipo de sagrado.
Esto te lo discuto, y no sólo por el placer de animar nuestra
correspondencia.
Aunque lo sagrado se forma a partir de un sistema lógi­
co de exclusiones y no reside en sustancias naturales en sí,
sostengo, contrariamente a Mary Douglas y algunos otros
antropólogos ajenos al psicoanálisis, que estas sustancias no
son en modo alguno indiferentes. Siempre en relación con
los orificios o en las fronteras del cuerpo, como referencias
que constituyen el territorio corporal, las manchas son es­
quemáticamente de dos tipos: excrementicia y menstrual. Ni
las lágrimas ni el esperma por ejemplo, aunque estén rela-
cionados con los límites del cuerpo, tienen valor de contami­
nación y/o mancha. Los excrementos (y sus equivalentes:
putrefacción, infección, enfermedad, cadáver, pelos, etc.) re­
presentan el peligro que llega desde el exterior a lo «propio»
o al «orden (lógico)»; mientras que la sangre menstrual ame­
naza la relación entre los dos sexos y representa el peligro
que llega desde el interior de la identidad sexual y social.
(Los cabellos podridos de tus bailarinas aparecen como una
oscura conjunción entre el desecho corporal y el poder ma­
ternal.)
Ahora puedo exponerte mi idea: a través de estos dos
prototipos de la mancha (excrementos y menstruaciones),
fundamentalmente se conspira contra el poder maternal.
¿Por qué? Pensemos en esa autoridad materna que asegura el
adiestramiento de los esfínteres con frustraciones y prohibi­
ciones arcaicas, y forma con nuestros cuerpos autoeróticos
de bebés, mucho antes de nuestros carnets, una primera car­
tografía identificativa hecha de zonas, orificios, puntos y lí­
neas, de «propio» e «impropio», posible e imposible. Carto­
grafía primaria del cuerpo que llamo «semiótica», que es la
precondición del lenguaje aunque dependa de él, y que sufre
y goza de otra lógica, complementaria a la de los signos lin­
güísticos impuestos y consolidados por las leyes paternas.
Los ritos sagrados fundados en la mancha celebran indiscu­
tiblemente nuestra difícil separación —¿imposible?— de
esa autoridad, la madre. ¿Es el único sagrado cómplice de las
mujeres? Seguramente no. ¿Se desvanece bajo las otras va­
riantes de lo sagrado? Tampoco.
No soy de quienes intentan establecer, según la recta ló­
gica hegeliana, una historia evolutiva de las religiones cada
vez más perfecta, hasta la última que sería la universal. Con­
tentémonos con hablar de «tipos». Junto a la mancha, existe
un mal. Es siempre lo que contraviene al «orden lógico»,
pero toma la forma de una transgresión de todo lo prohibido
—y no solamente de una exclusión de los excrementos o de
la sangre. Ese mal puede ser la culpa o el pecado colectivo,
deuda secular que castiga la iniquidad de los padres some­
tiendo al castigo a los hijos. También existe la culpabilidad
individual que destruye la culpa colectiva e interioriza el rea­
lismo del pecado en responsabilidad individual. Tal es el ca­
mino de la Biblia —desde las abominaciones levíticas que
excluyen algunas sustancias, pasando por los conflictos que se
producen y a los que se entregan los descendientes de Abra-
ham, hasta ese movimiento soberbio e intimista de la con­
ciencia culpable que es el «justo que sufre», el «siervo que
sufre», Job, cuyo dolor es absurdo, escandaloso, y desafía
claramente al juicio. La culpabilidad cambia desde ese mo­
mento de horizonte y merece misericordia. Finalmente, un
tercer tipo de sagrado une la culpabilidad al perdón. La fe
cristiana no dice: «Creo en el pecado», sino «Creo en el per­
dón de los pecados» —Kippur. Perdón. Un tipo de «sagra­
do» que detiene el juicio y el tiempo: apuesta por un punto
de partida renovado.
La Biblia de los judíos realiza este extraordinario trayec­
to que no ignora la mancha ni la culpa colectiva, ni la culpa­
bilidad individual ni el perdón. La Biblia está obsesionada
por la mancha, pero la transforma en elección, es decir en
consagración del amor.
Tomemos las abominaciones levíticas. En primer lugar,
los tabúes tienen la ventaja de ahorrar el sacrificio: «No ma­
tarás» implica «no comerás...»: sigue una lista aparentemen­
te ilógica de alimentos sucios. ¿Cuál es la relación entre los
alimentos y la prohibición de matar? Muy simple: la prime­
ra separación entre el hombre y Dios es... alimenticia —no
comerás del «árbol de la vida», dijo Yahvé, pero ni Eva ni
Adán quisieron escucharle. Hace falta un cataclismo, el dilu­
vio, para que llegue la autorización de comer «todo lo que se
mueve y tiene vida» (Gn., IX, 3), y además, no es una re­
compensa sino más bien una acusación: «Porque el objeto
del corazón del hombre es el mal» (Gn., VIII, 21). Tras el di­
luvio, el deseo bíblico de separación toma nuevas formas:
por un lado la carne exangüe (destinada al hombre), por otro
la sangre (destinada a Dios). La sangre connota la inclina­
ción al asesinato que es precisamente la prohibición mayor.
Pero la sangre también es el elemento vital que remite a las
mujeres, a la fertilidad, a la promesa de fecundación. La san­
gre se convierte entonces en una encrucijada léxica, lugar
propicio de fascinación y de abyección, donde muerte y fe­
minidad, asesinato y procreación, fin de la vida y vitalidad se
rechazan y se unen. «Sólo dejareis de comer la carne con su
alma, es decir con su sangre» (Gn., IX, 4). «Yo soy Yahvé,
vuestro Dios, que os ha separado de estos pueblos y así
vosotros separaréis el animal puro del impuro» (Lv., XX,
24-25)... La lista de las prohibiciones a veces extensas que
constituyen el Levítico —prohibiciones alimenticias tras el
holocausto ofrecido por Moisés y Aarón a Yahvé, así como
después del de Noé a Elohim— se aclara si se comprende
que se trata de evitar que el hombre se coma al carnívoro.
Para ello, un único criterio: comer herbívoros rumiantes. Al­
gunos herbívoros van contra la regla general de los rumian­
tes de tener la pata con uñas: la han roto. Por lo tanto serán
descartados. Consecuencia, que ya se percibe en otras reli­
giones que persiguen la mancha: lo «puro» será lo que es
conforme a un orden lógico o una taxonomía; lo «impuro»,
lo que perturba, favorece la mezcla y el desorden.
¿Y la mujer en esta taxonomía? A los alimentos impuros
porque no son conformes a las taxonomías, el Levítico aña­
de el cuerpo de la mujer menstruante y de la parturienta.
Cuerpo fecundable o fértil, poder pagano que puede amena­
zar el orden lógico, la Diosa Madre aparece en lo imaginario
de un pueblo en guerra contra el politeísmo siempre activo.
Los distintos capítulos del Levítico presentan las distintas
abominaciones: enfermedades, desviaciones sexuales y mo­
rales —nos alejamos cada vez más de la sustancia sangre-
madre/muerte para integramos en leyes «abstractas», mora­
les. Sin embargo, un precepto recurrente retiene nuestra
atención, porque asocia la prohibición alimenticia a la ma­
ternidad fusional: «No cocerás el cabrito en la leche de su
madre» (Éx., XXIII, 19; XXiy 26; Dt., XIY 21). No se de­
bate la leche como alimento materno, sino la leche utilizada
según una fantasía culinaria, y por lo tanto cultural, que es­
tablece una mezcolanza (¿vínculo incestuoso?, ¿vínculo nar-
cisista?) entre la madre y su hijo. Esta nueva prohibición ali­
menticia debe entenderse como una prohibición del incesto,
al igual que las prohibiciones que impiden coger de un nido
la madre con su pequeño o con un huevo (Dt., XXII, 6-7), o
de inmolar el mismo día la vaca o la oveja con su cría (Lv.,
XXII, 18).
Preocupado por esta prohibición del incesto, el texto bí­
blico parece muy severo en relación con las mujeres. De
aquí que nadie renuncie a apuntar su misoginia. Esta violen­
cia, que justifican la historia y el contexto del paganismo, no
debe hacer olvidar que por ella, a pesar de ella, y gracias a
ella asistimos a un «llegar a ser sujeto» de la sustancia feme­
nina, a una verdadera alquimia de esta sustancia («sangre» o
«leche») que se transmuta en una subjetividad autónoma, vi­
gorosa, responsable, cariñosa. Para mí, lo sagrado reside en
esta transición, en ese paso, y no en sus bordes, inferior (la
mancha: los pelos) o superior (la rígida prohibición que pone
un velo a las cabezas o las corta: horror del integrismo mo­
noteísta). No conozco el hebreo, leo la Biblia en profano y
sin capacidad ni verdadera asiduidad. Pero textos literarios
me remiten a ella sin cesar, así como numerosos sueños, y
momentos de análisis —insoportables o magníficos... De­
tecto en esto un destino específico de lo femenino al que me
sujeto, en lo que significa de transición de este elemento
«maternal» —que el paganismo sacraliza mientras que los
politeísmos lo machacan y lo diseminan— en un edificio
moral altamente elaborado.
Empecemos, como debe ser, con Yahvé. El misticismo
judío, muy conocido ahora gracias a los trabajos de Ger-
shom Scholem, evoca una divinidad femenina que algunos
llaman the hebrew goddess. Al principio, está demostrado,
Yahvé se representó con una compañía femenina. Más tarde,
cuando se prohibió representar a Dios, se redujo a la mujer
al cargo de guardiana, representado por dos querubines mu­
jeres. Tras la destrucción del Primer Templo, se impone la
idea de que Dios solo posee los dos aspectos, macho y hem­
bra, y desde entonces los querubines sólo son atributos divi­
nos. Para el Talmud, el querubín macho representa a Dios, y
el querubín hembra al pueblo de Israel. La cábala desarrolla
finalmente la teoría mística de los Céfiros y considera al rey
y a la maronita como dos entidades divinas. Estudios femi­
nistas americanos han establecido recientemente una filia­
ción entre el hinduismo —y el lugar que le concede a la ma­
dre—, y la pareja del Cantar de los Cantares, para proponer
una interpretación «depatemalizante» del judaismo.
Todos conocemos —pero ¿los conocemos realmente?,
¿quién lee todavía esos textos, aparte de los creyentes?— las
muy célebres cuatro «madres del Génesis» y su poder so­
brenatural: hermosas, rebeldes, guerreras, son tan estériles
como dotadas de longevidad —como para conjurar la fecun­
didad natural pagana por un destino diferente, llegado del
Otro, pero al que no se adhieren menos, en cuerpo y alma.
De este modo Saray, que Abraham hace pasar por su herma­
na, se convierte en Sara cuando Yahvé le promete un hijo,
Isaac, a los... ochenta y dos años. Después de esta adhesión
no puede haber ninguna más completa a la palabra de Dios,
Sara puede vivir hasta los ciento veintisiete años. ¿Sería esto
una variante del incesto del que hay que separarse por la risa,
al significar Isaac «el que ríe»? Rebeca es hermosa y virgen
cuando vienen a buscarla para que se case con Isaac. Raquel,
pastora y descendiente de Labán, es amada por Jacob por
«su bella presencia y buen ver»; pero también es estéril y
esta celosa de Lea, la otra esposa que dará seis hijos a Jacob.
Esto es lo que había que demostrar: la procreación es indis­
pensable y calurosamente recomendada, pero no es lo único
que hay para una mujer, e incluso las mejores pueden verse
privadas de ella, sobre todo las mejores. Sin embargo, no se
trata de castigarlas, cada una tendrá su hijo, pero sólo al fi­
nal de la historia: ¿recompensa última o más bien poco pro­
bable? ¡Uf! Yahvé «se acordó de Raquel, la oyó y abrió su
seno. Ella concibió y dio a luz a José».
En materia de guerreras prefiero a Judit —probablemen­
te a causa de Artemisia Gentileschi que nos ha dejado su in­
mortal Judit y Holofemes: cruel decapitación del general de
Nabucodonosor que ella (¿Judit o Artemisia?) realizó con la
sangre fría de la pintora más grande de todos los tiempos
(Artemisia), para salvar a su pueblo y derrotar a los asirios
(Judit). No vivió menos de ciento cinco años y permaneció
fiel a un solo hombre, su marido Manases: cuando se ha de­
capitado a un general, no hay que buscar tres pies al gato, ni
hilar muy fino, y menos aún dejarse los cabellos sucios, tan
verdad es que el frenesí erótico no es más que una miserable
tentativa de poner remedio a la castración, como es sabido.
Ester, la esposa de Asuero, Débora que empujó a los hom­
bres a ganar Sisara, Yahel, Susana y algunas otras no son ni
menos heroicas ni menos históricas. Ninguna relación con
ninguna sustancia arcaica o misterio descabellado cualquie­
ra —ellas deciden, dirigen, rompen la cabeza al enemigo o
eligen morir. En resumen, aceleran la historia antes que
abandonarse a la naturaleza. Me gusta mucho la Débora pro­
fetisa, esa «abeja» que «se ha alzado como una sola madre
de Israel» y hacia la que «suben los hijos de Israel para ser
juzgados». Aunque más discreta, no va a la zaga de la pala­
bra macho de los otros profetas, y su cántico que celebra la
victoria de Israel sobre un rey cananeo, uno de los textos más
antiguos de la Biblia, comienza por celebrar... los cabellos,
¡pues sí! No los cabellos sujetos sino los cabellos libres de
los combatientes de Yahvé: «Al soltarse en Israel la cabe­
llera, / cuando el pueblo se ofrece voluntario, / ¡bendecid a
Yahvé!»
También están las reinas. Ester, belleza sublime, casada
con Asuero, que salvó al pueblo judío de ese primer «po­
grom» que fue la masacre ordenada por este rey persa: Raci-
ne la amó a su vez, en esos célebres versos que rivalizan con
la grandeza, el pudor y los suspiros de los salmos hebraicos.
Jezabel, madre de Atalía, fue en cambio tremendamente pa­
gana e idólatra, hasta el punto de erigir un templo a Baal: los
soldados de Jehú la mataron sin piedad, su cuerpo fue aban­
donado a los perros, no quedaron más que «los huesos de la
cabeza, los pies y la extremidad de las manos» —conoces el
gravado de Gustave Doré conmemorando este sacrificio que
no se preocupa por los cabellos, sino que dispersa, con todo
derecho, hasta los mínimos restos de esta sucia mujer, abyec­
ción obliga. Atalía, también rememorada apasionadamente
por el propio Racine, extermina a todo el mundo para man­
tenerse en el trono, pero no puede hacer nada ante la inocen­
cia de Joás, nada sobre todo ante la Ley sostenida por Dios.
Betsabé, la seductora esposa de un oficial de David, con
quien el soberano se casó matando a su marido, a pesar de
los reproches del profeta Natán, y que fue la madre de Salo­
món, antes de seguir seduciéndonos, ocupada en su baño, en
los cuadros de Rafael, Cranach, Rembrandt... Por siempre
simpáticas, estas reinas, estoy de acuerdo contigo, pero muy
subversivas, inconformistas... La extrañeza o, digamos, el
poder femenino se insinúa en el orden social, lo amenaza,
a veces se integra en él, permaneciendo rebelde, deseable,
nunca pasivo ni dócil.
El combate monoteísta contra los «cabellos sucios» toma
formas institucionales muy rígidas: no solamente no hacen
falta sacerdotisas, sino que la presencia de las mujeres en las
lecturas de la sinagoga es facultativa el día del shabbat.
Cuando van, son relegadas al fondo o sobre una tribuna:
¡qué permanezcan en su lugar! Un primo arquitecto israelita
quiso recientemente arreglar su balcón a esas valientes mu­
jeres, hacerlo más confortable, acercarlo al rabino y casi ha­
cerlas participar en las plegarias. ¡Las consecuencias fueron
funestas para él! ¡Ni hablar! ¡Tuvo que destruir su balcón!
Por supuesto, las chiquillas no frecuentan los yechivots, al
igual que las mujeres no enseñan en los yechivots. Sobre este
tema, los maliciosos no se privan de citar a algunos extre­
mistas, que no faltan ni en el pasado ni en el presente: el ra­
bino Meir en el siglo n de nuestra era («Bendito sea Dios que
no me hizo nacer un zafio, que no me hizo nacer una mujer
porque la mujer no puede cumplir los mandamientos»), o el
rabino Elieser en el siglo i de nuestra era («Enseñar la Torá a
su hija es enseñarle obscenidades»). Cuento, en mi propio li­
naje, con una abuela que se llama Jacob; la leyenda dice que
su comunidad estaba entre los adeptos de Sabbatai Zwi, un
místico que se proclamó Mesías del lado de los Balcanes...
En el crisol de los tres monoteísmos que fue por momentos
esta religión, esos antepasados se inclinaron del lado del
cristianismo, y mi padre, él hizo todo lo que pudo para con­
solidar esta última tendencia. Sin olvidar hacerme aprender
francés con los dominicos, para asimilar mejor una cultura
de duda y razón, decía él, pensando en las Luces. Colmo de
la confusión o de la lucidez, ¡vete a saber! Resumiendo, no
te extrañarás si te digo que mis preferidas, entre esas matro­
nas bíblicas, son las amantes de las fronteras: Rut la moabi-
ta naturalmente, y, por supuesto, la Esposa del Cantar.
¡Ah! Rut la moabita, extranjera y sin embargo antecesora
de la soberanía judía, puesto que antepasada de ¡David! Pare­
ce que el relato remonta al año 2792 (968 antes de nuestra
era). Época de adversidades, momento caótico de la historia
judía, la Ley era degradada, olvidada. Un hombre venerable,
¿recuerdas?, de nombre Elimélek, deja su país, Judea —en
vez de ayudarlo en ese tiempo de depresión—, ¡y osa estable­
cerse en Moab! Reino extranjero, y además con prohibición
de alianza por una razón añadida: sus habitantes no acogieron
a los judíos que huían de Egipto. El exilio de Elimélek es pues
una falta grave que debe ser debidamente castigada: efectiva­
mente muere, al igual que sus dos hijos, que no dejan ningún
heredero. Quedan la madre, Noemí, y sus dos nueras, Orpá y...
Rut. El castigo, si hay castigo, no es tan severo puesto que Rut
se salva del desastre y se convierte incluso en la matriarca de
la realeza judía. ¿Se convirtió? Sobre este tema nada está cla­
ro, pero el texto precisa que Orpá regresa a su casa, mientras
que Rut se obstina en acompañar a su suegra a Belén. Sus con­
versaciones testimonian una gran fidelidad a Yahvé, pero so­
bre todo un vínculo intenso entre las dos mujeres: «No insis­
tas en que te abandone y me separe de ti, porque donde tú va­
yas yo iré y donde habites, habitaré: tu pueblo será mi pueblo
y tu Dios será mi Dios. Allí donde tú mueras, yo moriré y allí
seré enterrada. ¡Que Yahvé me dé este mal, que añada este
otro todavía, si no es tan sólo la muerte lo que nos ha de sepa­
rar!» (Rut, 1,16 y 17). Desde ese momento, el deber de Noe­
mí será encontrar a Rut un «comprador» que, según las reglas
del levirato, sólo puede ser el pariente más próximo del mari­
do fallecido, a quien sustituye cuando la viuda no tiene hijos.
El segundo en el orden entre los compradores posibles es
Booz, el primo de Majlón, su marido muerto.
Sigue una hermosa historia de una espigadora en un
campo de trigo, mezcla de inocencia y de astucia hasta que
la susodicha espigadora desprecia a los jóvenes segadores y
acaba seduciendo al orgulloso Booz de ochenta años de edad
y que sabe muy bien que la hermosa mujer es una moabita.
Trabajadora pero también muy perfumada, debidamente ins­
truida por Noemí pero llena de encantos propios, Rut le pa­
rece al patriarca digna de una recompensa «perfecta»: «Que
Yahvé te recompense tu obra y que tu recompensa sea col­
mada de parte de Yahvé, Dios de Israel, bajo cuyas alas has
venido a refugiarte» (Rut, II, 12). «Y ahora, hija mía, no te­
mas: haré por ti cuanto me digas, porque toda la gente de mi
pueblo sabe que eres una mujer virtuosa» (Rut, III, 10-11).
«Así Booz tomó a Rut y ella fue su mujer, se unió a ella y
Yahvé hizo que concibiera, y dio a luz un niño» (Rut, iy 13).
La tradición dice que Booz murió la noche misma de la con­
sumación del matrimonio, mientras que Rut concibe un hijo
y ocupa su lugar en la historia judía. Sin embargo, su nom­
bre no se menciona más: como me contabas en una reciente
carta, sólo cuenta el linaje, por lo que en este caso se salva
por el nacimiento de un heredero, luego exit de la mujer
— exit de la «madre portadora» extranjera.
Sin embargo, las cosas no son tan simples. Rut disfruta,
como las demás «grandes mujeres» de la Biblia, de una lon­
gevidad excepcional, puesto que ve a su descendiente Salo­
món subir al trono. Es Noemí, la abuela, quien es reconoci­
da como la madre —digamos «simbólica»— del recién na­
cido de Rut: «Y las vecinas le dieron un nombre, diciendo:
“¡Le ha nacido un hijo a Noemí !” y le llamaron Obed» (Rut,
iy 17). (Obed o el que «sirve» a Dios). En efecto, el niño de
Rut la extranjera sirvió de intermediario entre dos pueblos,
entre dos madres, y se introdujo en el linaje de Booz y de
Noemí. La raza de los reyes constituye su descendencia: «Es
el padre de Jesé, padre de David» (Rut, iy 17). En cuanto al
descendiente de Orpá, la cuñada de Rut, que no eligió a
Noemí-Yahvé, no es otro que Goliat, derrotado por David.
Te equivocas, querida Catherine, al sublevarte contra los
«bautismos» y otros ritos de aceptación de los niños en el li­
naje simbólico del padre. No sólo Rut es más prudente que
tú, sino que me parece que su papel de intermediaria sobre­
pasa el favor prestado por una extranjera a la comunidad ju­
día, ya que revela el sentido profundo de esta función sagra­
da que es la función intermediaria de una madre: biología
más sentido, parto más elección simbólica. Aún se puede re­
flexionar sobre la historia de Rut para revalorizar, en el si­
glo xxi, la vocación maternal. Porque se trata de una voca­
ción, cuando tenemos la libertad técnica de disponer de nues­
tro cuerpo en un erotismo liberado de la «amenaza» de
procreación, y podemos hacer de ésta una «libre elección».
También una vocación porque llegaremos, llegamos ya a re­
producir artificialmente la especie, mejor o peor. Por ello, si
las Rut actuales y futuras no vigilan, si no sienten esa adhe­
sión feroz al trigo y a la sangre por una parte, al más allá de
un contrato moral por otra, nuestra especie está destinada a
la manipulación o a la extinción.
Rut ha sido alabada, yo lo he hecho en Extranjeros para
nosotros mismos, por haber abierto la soberanía de David a
una extrañeza imborrable: porque es ella quien abre la segu­
ridad real a una permanente inquietud, y estimula la dinámi­
ca de su perfección. «Cuánto tiempo van a hablarme con có­
lera diciendo: ¿no es de un linaje indigno? ¿No es el descen­
diente de Rut la moabita?», implora David dirigiéndose a
Dios. David tiene dos veces la letra dalet en su nombre que
significa «pobre», porque integra la pobreza, la decadencia,
la mancha de la sucia extranjera —sin la cual no hay sobera­
nía. Si David es también Rut, si el soberano es también la
moabita, pues bien, esto quiere decir que su destino real no
será jamás la quietud, sino una búsqueda permanente de la
acogida y la superación del otro en sí. Sé que esta interpreta­
ción del judaismo no es la de todo el mundo, pero es la mía,
y sé que otros la comparten, ya es algo...
Ese papel de intermediaria por el que tengo predilección,
el papel de aquella que abre paso de lo «bajo» (lo extranjero,
la sustancia, el cuerpo) al más allá (Yahvé, el linaje de los
padres, la transmisión de la Ley), lo encuentro de otra forma
en la Esposa del Cantar. La sulamita es en efecto quien enun­
cia la palabra amorosa de la que se nos ha dicho, sin embar­
go, que su autor es el rey Salomón. Es ella quien habla, es a
ella a quien escuchamos, es ella quien ama —mientras que
él se aleja: «El Cantar de los Cantares que es de Salomón. /
¡Que me bese con los besos de su boca!... / Mejores son que
el vino tus amores, / mejores al olfato tus perfumes, / un­
güento derramado es tu nombre, / por eso te aman las don­
cellas» (I, 2-3). Este Shir Ha-Shirim es un superlativo que,
de entrada, excluye el hechizo amoroso de otros discursos,
profanos o sacros. Habría sido compuesto por el propio
Salomón, hijo de David, y su fecha más tardía se fija hacia
el 915-913 antes de nuestra era, otros consideran que no
puede datar más que del siglo m antes de nuestra era. Re­
cientemente, se ha vuelto a hablar sobre el origen salomonia-
no del texto haciéndolo remontar hasta el segundo milenio
antes de nuestra era. La influencia india —¡esto va a gustar­
te!— se manifestaría en que es una mujer quien habla, que se
menciona a menudo la renovación de la naturaleza, y que la
nota dominante del sentimiento amoroso es la tristeza de
la amante —más allá de una cierta agresividad del macho.
¿Cruce entre Salomón y la poesía tamil? ¿Paralelismo entre
el Cantar y la Gita-Govinda? ¿Similitud entre Krishna, divi­
nidad sensual y mística, y la sulamita?
La novedad bíblica me parece incontestable: la mujer
que habla en el Cantar es un individuo independiente y libre,
una persona soberana, y no una difusión cósmica, ya sea fas­
cinante o abyecta. Es la primera vez que, en la literatura
amorosa mundial, aparece un sujeto autónomo que puede
nombrar sus deseos —sus fuerzas, sus fines, sus obstácu­
los— y este sujeto es una enamorada. Alegórico, el Cantar
se comprende como un canto del pueblo elegido (de la Espo­
sa) a su Dios, claro está, y los cristianos no se han privado de
ver en él la aspiración de la Iglesia hacia Dios, cuando no un
presentimiento del amor de la Virgen. Cualquiera que sea el
símbolo, es una mujer el origen y el centro de la invocación.
La dramaturgia y la lírica griega, al igual que los cultos me-
sopotámicos de fertilidad, irrigan sin duda este canto de
acentos a veces paganos, que sin embargo encuentra su lugar
natural en la Biblia. Los rabinos lo comprendieron hacia el
año 100, cuando acabaron aceptando, no sin reservas, un diá­
logo amoroso en el seno mismo de las escrituras sagradas.
La mujer, sujeto amoroso, ¿sería de este modo la variante
premodema de lo sagrado? Tu añadido, en forma de correc­
ción de pruebas, sobre el amor cortés, al final de tu última
carta, me ha dejado en ascuas; ya ves, tendrás que sufrir (en
nuestro libro) mi larga exposición de la metamorfosis de los
pelos manchados en mujer enamorada.
Encrucijada de pasión corporal e idealización, entre sexo
y dios —el amor de la sulamita es esta experiencia privile­
giada que se nos entrega, que leemos miles de años después
de su composición, como lo sagrado por excelencia. Se dice
que no hay «fe» judía, ni «credo», pero... ¿entonces qué?
¿Un amor? ¿En el sentido del Cantar? «En mi lecho, por las
noches / he buscado al amor de mi alma/, le busque y no le
hallé» (III, 1; y 6). Ruptura, salto, impulso del amor: entre
la presencia y la ausencia, lo visible y lo invisible, lo físico y
el más allá. Amor sensual y aplazado, cuerpo y poder, pasión
e ideal: toda la tensión del judaismo está en esta experiencia
del amor, en la que los dos, hombre y mujer, son aptos —y
probablemente un poco más ella que él.
¿No digo nada de las trampas de este ideal, de este Gran
Otro, de esta tensión del superyó? ¿Trampas para el hombre,
trampas redobladas para la mujer? Sabes que no las ignoro.
Escuchaba a una paciente que, recordando las ansiedades de
su anorexia, decía tener la impresión de sufrirlas como «de­
ber». Naturalmente, te contaré su historia, inevitable cuando
se gira en tomo a lo sagrado «sagrado». Pero será la próxi­
ma vez. Déjame quedarme hoy con esta búsqueda del amor,
«buscado y no hallado». Con este impulso del cuerpo enfer­
mo de amor, pero para nada atontado ni trágico ni patético:
límpido, intenso, dividido, repentino, recto, sufriente, expec­
tante. Un cuerpo sagrado de mujer, sagrado porque está en la
encrucijada del amor. Te lo aseguro, ¡lo sagrado no es el pelo!
¡No lo creas! Seamos más ambiciosas, lo sagrado es el amor.
Atravesada la negra suciedad, descartada la anorexia, la su­
lamita come y bebe a boca llena porque mantiene la unión
más allá de la separación: ella ama. «Negra soy, pero gracio­
sa, / hija de Jerusalén, / como las tiendas de Quedar, / como
los pabellones de Salmá... / Me ha llevado a la bodega / y el
pendón que enarbola sobre mí es Amor / Confortadme con
pasteles, / con manzanas reanimadme, / que estoy enferma
de amor: / su mano izquierda está bajo mi cabeza / y su dies­
tra me abraza...» (I, 5; II, 4-6).
Julia
Mayo de 1997
Querida Julia:
Tú eres una atea cristiana y yo una atea judía; una y otra
estamos «sostenidas» por nuestra historia. Está claro que no
podemos salir. ¡Pues bien! Quedémonos aquí.
Por esto no siempre me cuadra «tu» virgen. Cuadrar es
una palabra malsonante. Sin embargo, me gusta mucho. No
«cuadra» alguien cuando en la persona se sospecha algo in­
cierto. ¿Quién es esta persona? Mala para mí, seguro... De la
misma manera, no se logra encuadrar bien un cuadro cuan­
do está cargado de demasiado oro, negro o acero. A menudo
quito los marcos a los cuadros; los prefiero desnudos. No me
cuadra pues la Virgen que me muestras. Digamos que la pre­
feriría desnuda.
Sin duda los favores de «tu» Virgen han desempeñado su
papel en la historia de las mujeres, pero sin embargo...
Acuérdate de la dura manera en que su Hijo la aparta. «¿Mu­
jer, qué quieres?» ¿Ella? Sólo un poco de ternura. Pero Jesús
precisa que Él ha venido para dividir las familias, y no para
unirlas. Deja tus ataduras terrenales, abandona a tu familia y
en nombre del amor, sígueme. Se sabe, separar al adepto de
su núcleo familiar es el abecé de toda secta en su nacimien­
to. De acuerdo, choca encontrar el mecanismo sectario en el
nacimiento del cristianismo. Pero que el cristianismo se haya
convertido en una religión universal no cambia nada esta
verdad histórica: cada futura religión ha comenzado como
secta reformadora, el cristianismo igual que las otras. Si no,
¿cómo cambiar? ¿Cómo forzar a lo viejo a dejar paso a lo
nuevo? La rebelión contra el orden antiguo exige una fideli­
dad a toda prueba, de donde surge la secta: esto fue verdad
para la revuelta del budismo contra el brahmanismo, la del
protestantismo contra el catolicismo, y es verdad para el pri­
mer cristianismo, nacido en el contexto rígido de un viejo ju­
daismo ya traspasado por numerosas sectas. Religión, llega
a serlo una secta con el tiempo, por el número de sus adep­
tos, su capacidad organizativa y el carisma de su fundador.
Aún no he encontrado ni una sola fundadora de religión.
Fundadoras de sectas se encuentran por docenas. ¿Pero
de religiones? Ni una. Desde ese punto de vista, el hallaz­
go de la Virgen por los teólogos ha asegurado sin duda el es­
plendor de las Iglesias cristianas. Lo reconozco. Pero a la
manera de Freud, te diré que cuanto más se alza lo reprimi­
do, mejor se soporta la religión. Me parece que esto merece
alguna explicación. Te prevengo que en materia de teología
soy normalmente herética.
En Moisés y la religión monoteísta, Freud ve en el
cristianismo una tentativa lograda de alzar lo reprimido de
un sacrificio humano, el asesinato de Moisés por los ju­
díos al borde de la Tierra Prometida, por ejemplo. Como
pasa a menudo con Freud, la hipótesis es frágil, pero su
demostración no carece de audacia. La crucifixión de Je­
sús sería pues un regreso al sacrificio humano, que un pa­
dre aplica a su hijo. Pero padre e hijo son Dios, sostenidos
por un soplo común, el Espíritu Santo. Dios está en tres
personas: ¿hay que pasar por eso para acceder al sacrificio
de un hijo de Dios? Sin duda. Si escucho a los demonios de
Freud, concluyo que con la Trinidad se alza lo reprimido
de un sistema religioso al que el judaismo puso fin al apa­
recer en el mundo. Conocemos esa represión; es el poli­
teísmo. Concluiré que cuanto más se recupera el politeís­
mo, más se alza lo reprimido. El camino está abierto. A las
tres personas de la divinidad el cristianismo añadiría otra:
la Virgen.
Quiero ver una prueba de esto en la manera simple en
que los hindúes, que pasan por maestros en el arte de la apro­
piación religiosa, han asimilado el cristianismo cuando se
han convertido: a sus ojos, las tres personas no podían ser
más que su trío de dioses, Brahma el Creador, Vishnú el Or­
denador y Shiva, señor de la Vida y la Muerte. Ayudado por
el sánscrito, este trío tiene el nombre de Trimurti: es la mis­
ma raíz que Trinidad, todo va bien. ¿Y la Virgen? Pues bien,
para ellos, no hay dios sin diosa. ¿Sólo hay una para los tres?
Eso ocurre en el panteón hindú. Conozco soberbios retratos
de la Virgen María con cuatro o seis brazos, con su aureola
y su manto blanco. Lo esencial de la conversión al cristianis­
mo en la India no recae en la teología trinitaria, sino, hecho
más importante, en la igualdad que conlleva esta religión de
vocación universal.
Convertirse al cristianismo es salir de la intocabilidad y
de las castas bajas, punto final. Reconoce que, para alcanzar
este objetivo, todo es bueno, sobre todo dioses nuevos en un
país que no escatima nada en el número de divinidades... Lo
mismo ha sucedido en la India con todas las demás religio­
nes monoteístas igualitarias: por orden cronológico, el bu­
dismo, el jainismo, el islam, el sijismo. Ahora bien, el repar­
to es significativo: 120 millones de musulmanes, 16 millo­
nes de sijs, 16 de cristianos, 10 de jainistas, y algunos cientos
de miles de budistas. Por lo que, en el repertorio monoteísta,
el islam es ampliamente mayoritario: porque sobre la igual­
dad entre los hombres, el Corán no hace concesiones. Que el
estatuto de las mujeres en el Corán cree criaturas a la vez
iguales y secundarias, no ha disuadido en nada a las masas
de intocables de convertirse al islam. Prioritaria sobre todo el
resto, la posición social ha triunfado.
Hay que constatar que la única religión en la India en
que las mujeres tienen acceso a la libertad teológica es el si­
jismo, que hace de la igualdad de los sexos un punto inque­
brantable de su dogma. El resultado es visible: las mujeres
sijs no llevan ni velo ni punto rojo en la frente; su aspecto es
orgulloso y son empresarias. Llevan los cabellos sueltos,
trenzados o cortos: contrariamente a sus hombres, no tienen
obligaciones indumentarias, ni pilosas. Son más libres que
sus hermanas hindúes. ¿Por qué? Sin duda porque el estatu­
to de guerrero sagrado que tiene el hombre sij, siempre dis­
puesto a defender su religión perseguida, les deja un margen
de maniobra al que, por lo demás, las sijs se han aferrado vi­
talmente. Por más que ellos se vistan de un modo salvaje,
que exhiban una pilosidad que prohibe las tijeras, que lleven
día y noche unos «calzones de combate» (objeto que colec­
cionan las jóvenes indias libertinas de la capital), necesitan
mujeres independientes. Como si necesitaran la «ironía de la
comunidad» para burlarse de sus grandes sables y sus puña­
les. Y es verdad que son risueñas, burlonas, de una gran li­
bertad de expresión. Como las campesinas de las castas ba­
jas. Hace mucho tiempo que nuestros etnólogos —los fran­
ceses— han reparado en la ironía de las canciones obscenas
que lanzan las mujeres a los hombres en los campos que cul­
tivan juntos...
Ahora, no dejemos la India y volvamos a los cabellos de
mis bailarinas. Esas cabelleras consagradas no están «po­
dridas»: al contrario, se encuentran perfectamente secas. No
tienen ninguna humedad: las he comparado con la estopa,
residuo de cáñamo preparado para arder. Esos cabellos están
del lado del fuego. El agua les está prohibida, lo que merece
nuestra atención. Porque si la ablución purifica el cuerpo,
sólo el fuego pone fin a la mancha. El agua sirve para la ple­
garia, pero el fuego es otra cosa.
Por ejemplo, el ascetismo hindú es «ardiente», porque
consume la carne y sus deseos. Antes de llegar a ser Buda, el
príncipe que renuncia se convierte en un asceta hindú consu­
mado; y algunas estatuas de Gautama en ascesis nos lo
muestran sin carne, con la piel sobre los huesos. Porque todo
ha «ardido» en él. Ha salido de lo crudo natural por la coc­
ción espiritual. Me gustaría retomar las leyes alimentarias de
la especie humana explicadas por Lévi-Strauss en las Mito­
lógicas: ser hombre significa comer cocido. Lo crudo es na­
tural, lo cocido es cultural, y el primer gesto propio de la es­
pecie humana es encender el fuego. Pero «cocer», es esperar.
Respetar el tiempo de la cocción, contener la impaciencia,
saber aplazar. Lo mismo ocurre con el matrimonio, que al
contrario de la violación exige una espera; con el intercam­
bio, que no es el pillaje; con la guerra, que no es el asesina­
to. El ascetismo en la India exige toda una vida. Larga espe­
ra, explícitamente definida como una cocción de la carne: el
espíritu pide al cuerpo que se vaya descamando poco a poco.
No son metáforas. El primer signo de la progresión ha­
cia el éxtasis es tradicionalmente visible: la piel del pecho
del aspirante en ascesis está inflamada. Está roja, sin duda a
causa de los efectos revulsivos de los ejercicios respirato­
rios. Se dice que la piel del aspirante está «dorada», como un
buen pan. El futuro Buda es un asceta tan perfecto que está
«cocido». Ahora bien, y ése fue el giro en el camino del fu­
turo Buda, esta desecación interminable le pareció estéril al
príncipe. Entonces, rompiendo el ayuno, comió con placer el
arroz que le tendía una mujer. Dejó de ser hindú. Y renun­
ciando a la cocción del cuerpo por el espíritu, entró en la me­
ditación, donde no existen ni cuerpo ni espíritu.
Después está la muerte. Al momento el cuerpo se vuelve
crudo. Se le seca, se le quema. Se le cuece. Porque el propio
cadáver es sacrificio, cocción piadosamente rociada de man­
tequilla sobre la hoguera. El agua tendrá su papel cuando se
lancen las cenizas al río, una vez realizado el sacrificio. Esta
cocción se impone para los simples creyentes; en cuanto a los
ascetas, son considerados como ya cocidos. No se corrompe­
rán ya que la ascesis habrá quemado su carne. No se les que­
ma; se les entierra de pie o se les arroja al río. De nuevo, no
se trata de metáforas; yo he visto hacerlo. Con esto quiero de­
cirte que el más alto valor de lo sagrado no es el agua sino el
fuego, y que sus cabellos secos son una especie de ascesis.
Tienes razón al decir que los cabellos no lavados no son
«sucios» sino «sagrados». ¿Se trata, como escribes, de una
«oscura conjunción entre el desecho corporal y el poder ma­
ternal»? Sería verdad si esta práctica estuviese reservada a
las bailarinas. Pero todos los «renunciantes» tienen ese dere­
cho, y los cabellos sagrados son unisex. ¿Y bien? Entonces
una vez más hay que repartir lo femenino entre hombre y
mujer para llegar a alguna conclusión.
En cuanto a la alegre defecación de los hindúes, tiende a
recular, por el simple hecho de la modernización. Esta cos­
tumbre llamada ritualmente la «llamada de la naturaleza»
cede, en primer lugar ante campañas de higiene (porque hay
que limpiarse con la mano izquierda, ¡y habrá epidemias!),
luego por el masivo aumento de las capas medias (más de
ciento cincuenta millones entre 1991 y 1996). Cotí la ayuda
de la educación, el enriquecimiento hace el resto. Último pun­
to: todas las matanzas del siglo xx en la India conciernen al
enfrentamiento entre hindúes politeístas y musulmanes mono­
teístas, o musulmanes y sijs, entre monoteístas. No veo la me­
nor relación con el panteón politeísta hindú donde los dioses
se cuentan por millones; es demasiado para un fanatismo. La
prueba, los fanáticos hindúes contemporáneos han elegido re­
ducir el panteón politeísta a un sólo dios, Rama. No, realmen­
te no estoy de acuerdo; el verdadero politeísmo es más bien un
buen chico, y es el monoteísmo el que levanta los fanatismos.
Finalmente, hablemos de dietética politeísta. A menudo
los dioses se alimentan de humos, inciensos o animales que­
mados. Reservada para la imperfección del hombre, la dieté­
tica carnívora parece excluida del terreno divino. ¿A causa
de la sangre? Probablemente. Tal vez el vasto movimiento de
propaganda vegetariana en los países desarrollados tiene un
sentido aún imperceptible: «Comamos como dioses...» ¡So­
bre todo, nada de sangre! Tal vez nos alejamos un paso de la
teología del sacrificio sangriento, en cuyo origen se adivina
el sacrificio humano.
Pero esto está aún lejos de la realidad. En África, los
«genios», intermediarios entre un Dios ausente y el hombre,
son glotones carnívoros, lactófilos, aficionados a los intesti­
nos, a la sangre. En la India, de una época pasada subsisten
algunos sacrificios: en Bengala, Kali se alimenta de sangre
de cabra, aunque los sacrificios de animales están prohibi­
dos desde 1960. (Es verdad que la carne de las cabras sacri­
ficadas llega a los pobres de Calcuta, lo que no es una mala
idea.) Por último, el falo en erección que representa a Shiva
consume leche vertida desde lo alto del glande desnudo. Le­
che, sangre, pero no pan.
El judaismo lo sacraliza en parte en el momento de la pas­
cua, que exige comer pan sin levadura en recuerdo de la pri­
sa en la huida de Egipto. Pero se come también un cordero,
que se comparte. En el cristianismo el cordero es Cristo en
persona. ¿«Cocido» en la cruz? Yo diría que sí. En cierto
sentido, esta ascesis de la cocción de la carne existe en el su­
frimiento de Cristo en la cruz. En este caso, los alimentos
consagrados son verdaderamente el pan y el vino, cuerpo y
sangre del Hijo de Dios. Pero estos dos alimentos no existen
en la naturaleza, porque son elaborados por la especie huma­
na, ¡gran progreso! Pasar de lo crudo a lo cocido siempre
permite salir de la atmósfera del sacrificio humano, tan per­
ceptible en la inmolación del toro en el N’Doeup. No hace
más de un siglo que los diolas de Casamance decidieron
reemplazar al hombre del sacrificio por un toro negro y sin
cuernos (la frente de un toro sin cuernos es asombrosamen­
te parecida a la de un hombre).
Tradicionalmente las mujeres tienen poco que ver en la
fabricación del vino, pero ellas hacen el pan. El ritual del
shabbat tal como está descrito en La Flamme du shabat, en
la época de los últimos guetos de Europa del Este, lo cuenta
de forma emocionante: la esposa debe cocer los hales para la
comida sagrada. Pero no es ella la que dirá las plegarias. Es
el padre de familia. Repetir que el papel de la mujer está en
la cocina es una banalidad, salvo para precisar que esta can­
tinela está enraizada en lo sagrado. El sacrificador hombre
degüella, descuartiza, pero no cuece. Y creo que son las reli­
giosas las que fabrican las hostias.
Mejor, aún existen sacerdotisas. Ellas eran tomadas en
cuenta en la Grecia antigua, en los cultos orientales importa­
dos a Roma bajo el Imperio, y en el sintoísmo. Y aún se tie­
nen en cuenta en África. ¡Pues bien! Ellas tampoco cocinan.
Las mujeres que hacen la cocina para las curanderas durante
la ceremonia del N’Doeup no están consagradas, son sim­
ples cocineras. ¿Esto quiere decir que la función sagrada ex­
cluye la cocción para los dos sexos? Creo que sí. Las muje­
res sólo son las garantes de la buena cocción para los encar­
gados de misiones de lo sagrado. Se puede ver en Victoria
Station, la gran estación de Bombay, miles de escudillas
amontonadas cada mañana sobre inmensos casilleros que
desfilan en los andenes... Los asalariados se llevan estas es­
cudillas cuidadosamente numeradas a su lugar de trabajo,
porque así, están seguros de que su comida, preparada por su
esposa, será la de su religión, su rango, su casta...
¡Extraña paradoja! La «mujer» es impura porque segre­
ga sangre «cruda», y sin embargo es ella la que hace pasar de
lo crudo a lo cocido. Una cosa es segura: sólo una madre
ofrece al niño la primera comida de su vida, la leche mater­
na, misteriosa sustancia que no está ni «cocida», ni del todo
«cruda». A este gesto que tenemos en común con los anima­
les se añadirán los que nos distinguen de ellos, la cocción de
la primera papilla, de los primeros purés; así se empieza.
En cuanto a las mujeres que en los mitos rechazan co­
cinar, les cuesta caro. Son castigadas, como lo demuestra
Lévi-Strauss en uno de los más bellos pasajes de sus Mitoló­
gicas. Esto ocurre con las indias de Brasil, que son muy afi­
cionadas a la miel. Producto alimenticio altamente calórico
para pueblos subalimentados, la miel recogida es tan fuerte
que es imposible consumirla sin diluirla. Se hace la colecta,
se añade agua, si no, se es presa de una peligrosa borrache­
ra. Sobre todo, se comparten las valiosas calorías con la co­
munidad. Pero una chica mal educada estaba tan loca por la
miel que despreciando las reglas vigentes se fue al bosque
para hincharse de miel en los huecos de los troncos. ¡Sacri­
legio!
No respetó los modales de la comida, se mostró infantil,
no esperó a la disolución y sobre todo consumió sola el va­
lioso líquido... El castigo estará a la altura del pecado: será
despedazada, cocida y comida. La historia de la «chica loca
por la miel» ilustra muy bien la importancia del reparto sa­
grado, que exige la espera. He aquí una chica que no está ca­
sada, que quiere escapar de la ley, que no quiere compartir,
que rechaza cocinar, consume a escondidas un inestimable
producto tanto más sagrado por cuanto que la miel, elemen­
to que se encuentra en la naturaleza, no está... ni cruda ni co­
cida. Cruda porque procede de la naturaleza, pero «cocida»
por la alquimia de las abejas, la miel escapa a la dicotomía
cultura-naturaleza. El castigo de la «chica loca por la miel»
demuestra lo mucho que cuesta el rechazo del orden de la
ciudad: ni el celibato ni la bulimia solitaria están permitidos.
Sin embargo, ¡cómo comprendemos a esta chica! Hoy día,
nosotras somos mujeres locas por todas las mieles. ¿Codi­
ciosas, ansiosas? Sin duda. Es necesario.
Los hombres que cocinan utilizan normalmente un voca­
bulario de alquimia: creación, investigación, ciencia, arte,
búsqueda de la sustancia aún nunca probada por las papilas
gustativas... En fin, la vulgata de los chefs de alta cocina,
como decimos alta costura, es conocida: cocinar es crear. Se
pueden hacer obras maestras. ¿Todos los días? Es discutible.
No me falta ningún número de las revistas culinarias, y cons­
tato que también se aburren en preparar cuidadosamente
combinaciones para divertir a sirvientas fijas en su cotidiani­
dad. Apasionante literatura donde la metáfora versa sobre la
mesa, donde para animar a la sirvienta se le ordena poner be­
rro en el hojaldre de fresas y mermelada en el salmón. Acon­
sejan un poco de imaginación, ¡qué diablos! Pero la com­
binación tiene sus leyes, que se agotan. Pobre la sirvienta
conyugal que sirva cada día a su familia comidas de este tipo...
Coro familiar: ¡hamburguesas, tallarines, patatas fritas! La
innovación suscita resistencias. A mamá hereje en cocina,
niños descontentos. Lo sagrado exige la repetición.
De hecho, ¿en tus repertorios de la Virgen María, puedes
encontrar una que cocine para la Santa Familia? ¿Qué cuece
la Virgen? ¿La divinidad de su hijo, su propio dolor, o el
pan? Dar el pecho no es muy difícil —aunque... ¿Pero el res­
to? Dices que no es mujer, y tienes razón. Loca por la miel,
la Virgen casi no lo estuvo. El sentimiento de embriaguez
que le conocemos en el momento de la Anunciación es su
única escapada, pero esta sublime exaltación proviene del or­
den divino.
Prefiero la exaltación de las bacantes, autorizadas por un
dios con túnica a compartir el vino, bebida de hombres. De
acuerdo, el dios es tiñoso. Puede ordenar a una madre en éx­
tasis que arranque la cabeza de su hijo tomándolo por un
león. El exceso femenino se muestra aquí en su real poten­
cialidad de violencia, sin duda. Pero la misma pulsión anima
a la «chica loca por la miel» y a las bacantes: escapar al or­
den. Ves, soy prudente. No digo el «orden de los hombres».
No, hablo del orden en sí, no es lo mismo. Desde ese punto
de vista, el desorden teológico ocasionado por la Virgen Ma­
ría es bastante considerable.
¿Se puede concebir lo sagrado sin desorden? Sí y no. Lo
sagrado rompe con el orden para introducir uno nuevo. Lo sa­
grado es un «nuevo orden», lo hemos visto en tus místicas y
mis curanderas, en «mis» trances y en «tus» éxtasis. Para los
hombres, este otro tiempo establece una relación transcen­
dental con la divinidad. Las mujeres, por su parte, sin duda
encuentran en esto lo «crudo» de su intimidad, como lo
prueban los laberintos interiores de las inspiradas. No es ni
la misma relación con el orden del mundo, ni la misma rela­
ción con lo sobrenatural. Los hombres oficiantes están ahí
para esquivarlo en beneficio de lo transcendente, las muje­
res, pues bien, no estoy segura. Porque dista mucho de lo
transcendente a lo sobrenatural...
Como indica la palabra, la transcendencia excede a las
oposiciones. Pero en la disposición de la palabra «sobrenatu­
ral», quedan fragmentos de oposición, natural por un lado,
sobrenatural por otro. Lo sobrenatural está estrechamente re­
lacionado con la sensación; es físico. Me parece que la trans­
cendencia no se sitúa en el registro de lo crudo. En cierto
sentido está «cocida». Pienso en un secreto reparto entre la
transcendencia masculina y lo sobrenatural femenino. Uno
está dentro del orden, y el otro en el contraorden. Esto no te
extrañará: como a la «chica loca por la miel», me encanta la
miel consumida a destiempo.

Catherine
París, 4 de julio de 1997
Querida Catherine:
Tus resúmenes, a los que no les falta brutalidad, me lle­
nan de alegría. Por ejemplo, cuando —tras mi carta sobre las
mujeres de la Biblia— me ves como atea cristiana y, de paso,
descubres en el cristianismo el «signo de la secta» al mismo
tiempo que me invitas a ¡«hartarme de María»! ¡Vamos, va­
mos! Estoy segura de que redactarías eso de otra manera si
nuestro proyecto de publicación se precisara. Si el ateísmo
existiera —lo que no es seguro—, no sería de ninguna reli­
gión. Sino más bien del agotamiento de todas, conociendo
los hechos, como quería el viejo Hegel, sin olvidar la univer­
sal, la cristiana. Pero, ese olvido del cristianismo que se las
da de blasfemia liberadora caracteriza a numerosos «ateos»
modernos. Un olvido, una negativa que, naturalmente, les
incomoda. ¿Eres una de ésos?
«Mi» Virgen, como dices, que a ti te contraría, no es sin
duda un modelo para las mujeres de este fin de milenio. Si
lo pensara aunque fuera un poco no habríamos emprendido
esta correspondencia. Sin embargo, aunque arrinconarla por
su falta de experiencia como baby-sitting, en papillas para
bebés y otras comidas para adultos o pequeños, es segura­
mente muy gracioso, deja de lado esta hábil y, lo mantengo,
espléndida construcción que fue la Virgen Madre de Dios.
Tiene el mérito de abordar a su manera, que está muy lejos
de ser definitiva, y con razón, una cuestión que permanece
dolorosamente sin resolver: cómo conjugar la cocción uteri­
na con el fuego de la palabra; cómo unir la lógica de la pa­
sión con el orden (como tú dices) del ideal, de lo prohibido,
de la ley. El orden del superyó, precisa el querido Sigmund.
El seno de la Virgen —hablo de su vientre y sus pe­
chos— se ofrece precisamente para realizar esta transición:
da lugar a magníficas pinturas. La rehabilitación renacentis­
ta del cuerpo femenino erótico es imposible sin esta glorifi­
cación del cuerpo virginal —a pesar de los puristas y purita­
nos, sean cristianos o... ateos. Incluso si una adepta de María
(lo que no soy, tu fogosidad cortante probablemente lo habrá
«encuadrado», por retomar tu expresión) puede tener su cán­
cer de mama —al igual que una judía o una parsi—, deberás
reconocer que no se ha logrado esconder realmente en las
iglesias ese seno que yo no sabría no ver. A pesar de los dra-
peados del vestido azul de María, o gracias a ellos... Si la
culpabilidad femenina sigue existiendo —dar de comer o
dejarse comer, en el placer y en el dolor—, pues bien, con
María, esa culpabilidad tiene alguna posibilidad de no esca­
par a las miradas... La de los pintores, fetichistas perversos,
de acuerdo; pero, después de todo, también la de las mujeres.
Sagrada historia pues, esta conjunción entre el apetito
(que la mujer siente, provoca o mantiene) y el deber. Si me
lo permites, voy a hablarte de mis analizadas.
Acabo de dejar a Agnés, llamaré así a la paciente anoré-
xica de quien te hablé en mi última carta. Una chica delgada,
traslúcida, tensa como un alambre y frágil como arcilla seca,
siempre me pregunto si va a deshacerse en polvo o, por el
contrario, a afilarse como un cuchillo. No come nada duran­
te semanas, después, de repente, se atiborra de chocolates y
otros dulces, antes de provocarse vómitos hasta sufrir vérti­
gos y dolores, luego el ciclo vuelve a empezar. Claro que me
conmueve, sin duda demasiado; no se lo digas a mis colegas
psicoanalistas que fácilmente encontrarán que domino mal
la contratransferencia y no estarían del todo equivocados.
Sin embargo, nunca he sido anoréxica. No verdaderamente.
Pero sé que fixi destetada muy pronto, porque mi madre tenía
una infección de mamas, y de pequeña yo toleraba mal la le­
che —leche de oveja, de vaca, de cabra, condcnsada, desna-
tada, entera, nada que hacer. La mínima nube de nata me ha­
cía vomitar. A la fuerza, porque me habían quitado mi leche
materna muy pronto, demasiado pronto, decía mi madre. Me
cuento esta historia un poco simplona pero no menos dolo-
rosa para acabar con los pechos enfermos, para analizar mi
contratransferencia con Agnés, y entenderla a ella, y sólo a
ella —y no mis pequeñas historias de nata que sólo interesan
a mi madre y a mí.
Resumiendo, nada mejor que una anoréxica para darte
esa impresión de religión miserable, probablemente porque
revela una miseria de la religión. Cuando digo «religión mi­
serable» no intento menospreciar la religión, al contrario: es
porque domestica la miseria por lo que la religión hace vivir
y quizá sea indispensable. Y cuanto más miserable es, más
alcanza a la carne viva. Sin embargo, cercana a la angustia,
la religión roza el síntoma. Agnés no es creyente, acaba de
quejarse de sus síntomas. Tragar-digerir a su madre a la que
adora y aborrece: tarea imposible, pero ¡qué pasión! Natu­
ralmente la escena se repite con sus amigos y sus superiores
jerárquicos, y, actualmente, con el que tiene a mano, es decir
con el hombre de su vida. El compañero de Agnés, como ha­
brás adivinado, es un chico muy femenino, muy maternal,
no realmente afeminado, pero un verdadero «seno». ¿Tener
un nuevo amante? Lo ha pensado: un hombre, uno de verdad
de los que ya no hay, y que impone su virilidad haciendo
daño —en sentido propio y figurado— a sus parejas femeni­
nas. Tenía que dar con uno de ese tipo. Te evito las sutilezas
del laberinto que atravesamos, ella y yo, en el transcurso de
las sesiones, entre su deseo de ser el asistente que colmara a
una madre fhistrada, y el de huir con su padre, también ama­
do, que abandonó el hogar familiar para mayor desespera­
ción de la madre y la hija... Agnés-mujer y Agnés-hombre,
Agnés jugando con su boca, su estómago, su ano —por
medio de la avidez, de los vómitos, el estreñimiento y las
diarreas— el coito deseado e imposible de los dos padres,
porque ella es los dos a la vez y ninguno de los dos... «Es
gracioso, si puedo decirlo», murmuró antes de dejarme hace
un momento, «pero con esta decadencia, tengo la impresión
de cumplir un deber.»
¡El deber! Se trata de eso. La separación de Agnés de su
madre fue aparentemente a la vez demasiado brutal (nació
un hermano cuando no tenía aún un año) y nunca realizada.
Depresión materna, violencia y ausencia de padre, inteligen­
cia precoz de la pequeña que se hace «grande» con un año:
y por esto vuestra niña no es «muda» sino... violentamente
superyoica. La terminología técnica del psicoanálisis tiene
la ventaja de llamar al pan pan y al vino vino —lo que, sin
duda, carece de sutileza pero permite ir deprisa, ventaja
apreciable, especialmente en una correspondencia entre
cómplices como nosotras. Esta separación necesaria y que
nos permite alejamos del regazo materno — ¡oh, muy poco,
poco a poco, nunca suficientemente!— para escapamos, un
día u otro, esta separación, digo, se consolidó en Agnés
como una prohibición de las más rigurosas: ¡no comerás de
esta madre!
Este rigor en principio la protege: Agnés come palabras,
libros, se convierte en una alumna excelente, una brillante
intelectual. Una sagrada hija de su padre, si entiendes lo que
quiero decir. Pero el alambre tenso de este impulso hacia lo
más allá, de esta pasión por lo simbólico, de esta tensión ha­
cia el Otro que no deja de huir, como tiene que ser cuando se
es verdaderamente el Otro, roza la fusión insatisfecha y el
deseo ardiente. El deber separa, pero no apacigua los place­
res sensibles. Agnés se los da solamente para rechazarlos
mejor: psicodrama sadomasoquista en el mismo cuerpo
—en los labios, los dientes, la lengua, la garganta y hasta
el fondo del vientre. Y como el deber protege a la madre —el
«no comerás de esta madre»— el drama se representa entre sí
misma y sí misma: «Te trago/te escupo. Te amo/te mato» se
convierte en «Me trago/me escupo. Me amo/me mato.» Freud
escribió que las mujeres eran incapaces del superyó. Sé que
piensa en su Viena y sus protegidas burguesas, pero eso no
concuerda con todo el mundo, está lejos de ser así. La ano-
réxica está unida a su superyó: hipermoral, hiperescrupulo-
sa, hiperconsagrada a la Ley, a Dios, al Uno —llámalo como
quieras. Es de este rigor que, a la vez, la sostiene y la destru­
ye del que acaba de pedirme que la libere. Es decir, ¿debo
privarla de su deber, de su obligación de ser Todo y Toda?
Sin duda, Agnés va a perder, ya está perdiendo su reli­
gión tiránica; pero no su sentido del deber ni su moral. Ni el
superyó ni la represión desaparecen con el análisis —todo lo
más se suavizan. Y la religión tiránica ¿por qué se reempla­
za? Por esta ternura que no es otra cosa que la posibilidad de
contarse la historia del deber, y que se llama lo imaginario.
Voy a decirte por qué lo sagrado, para mí, también es esto, y
probablemente sólo esto: lo imaginario. Antes, voy a recor­
dar a otra anoréxica, Catalina Benincasa, llamada Catalina
de Siena (1347-1380). Vuelvo a encontrarme con la cristian­
dad, ya ves, pero para acercarte a lo que tú no le reconoces:
haber mostrado la violencia del Verbo. Digo bien: la violen­
cia, la otra cara del amor que se ha beneficiado de la publi­
cidad, que se conoce...
Esta mujer notable que predicó el amor apasionado de
Dios, dominica ferviente y patrona de Italia junto a san
Francisco de Asís, fue doctor de la Iglesia con el mismo tí­
tulo que santo Tomás de Aquino. Sanó milagrosamente de
la peste y escribió sus éxtasis en El libro de la doctrina di­
vina —una de las primeras obras maestras de la literatura
italiana, al mismo tiempo que era, a su manera, una especie
de anoréxica. Además de sus propios escritos, la biografía
que escribió de ella su confesor Raimundo de Capua nos
lega una verdadera leyenda en la que la anorexia no explica
nada, pero sin embargo cristaliza ese sentido extremo del
amor y del deber sin el que Catalina no habría sido Catalina
de Siena.
Tu homónima era gemela y, como sucede a menudo, las
dos bebés eran muy frágiles. Cuando nacieron, su madre,
Lapa Piacenti, tenía cuarenta años y ya era madre ¡de veinti­
dós niños, de los que sólo la mitad había sobrevivido! Tuvo
que separarse de una de las gemelas, Giovanna, dada a criar
friera y que murió pronto. Catalina, se agarró al seno mater­
no y recuperó fuerzas. Repuesta, satisfecha: ella fue la elegi­
da —con esto se confirma la hipótesis analítica según la cual
los seres satisfechos oralmente son capaces de esperanza y...
de fe. Otra Giovanna nació dos años después de las gemelas,
y Catalina se aferró a esta segunda hermana, doble de la
«primera doble»; pero esta segunda Giovanna murió a su
vez... en 1363 —el mismo año en el que Catalina se convir­
tió a la santidad radical. Comienzas a entrever que el camino
espinoso del deber está cubierto de muertos, o más bien de
muertas —dobles y amadas. Cuando su hermana Bonaven-
tura, a quien también admira, muere de parto, Catalina se
siente responsable, se acusa de esta muerte: ¿al igual que de
la muerte de Giovanna? ¿De las dos Giovannas? Colmo del
deber, Lapa, la madre, exige que Catalina se case... con el
marido de la hermana muerta. Ves el psicodrama. Pregunta:
¿cómo nuestra futura santa podría escapar de esta obligación
con la madre y la hermana, amorosa, sin duda, pero mortífe­
ra, inextricable double bind?
Fue bastante simple, pero había que hacerlo: Catalina
cortó y resolvió por sí misma, decidió que la ley era ella. Se
prohibió las delicias mortíferas del incesto y la promiscui­
dad, pero asumiendo esta ley feroz: no sois vosotros quienes
me obligáis, vuestra prohibición no es más que mi deber. In­
cluso voy a reforzarlo, hacerlo más poderoso de lo que po­
díais imaginar. Porque yo sola ordeno: cara a cara con lo que
no sois, con el Otro, con Dios.
Este juego se establece bastante pronto: Catalina tiene su
primera visión a los seis o siete años, cuando visita, en com­
pañía de su hermano Stefano, a su hermana Bonaventura, ya
casada: Jesús vestido de blanco le sonríe. De esta visión, Ca­
talina no dice nada a nadie durante años, pero reflexionó en
estas imágenes compensatorias y reconfortantes en su sole­
dad, saboreando así su vínculo personal e indisoluble con un
ideal sagrado, el Divino Esposo a ella sola prometido. Con
diez años, cuando su madre le riñe por haber regresado tarde
por la noche («¡maldigo las malas lenguas que dicen que no
volverás!»), Catalina responde: «Madre mía, si no hago lo
que me dices, te pido que me golpees todo lo que quieras,
para que esté más atenta la próxima vez: es tu derecho y tu
deber. Pero te ruego que no dejes a tu lengua maldecir a otras
personas, buenas o malas, por mis propias fechorías, porque
eso no es propio de tu edad y me dará mucha pena.»
¿Entiendes esta fuerza? Catalina no rechaza el castigo
que se prepara a propinarle su madre: se lo apropia y lo so­
brepasa. No es la madre quien castiga, es la hija quien corri­
ge a la madre y se castiga. La hija toma la delantera, toma el
deber de transformar el descontento de la madre y su separa­
ción en triunfo moral personal. De este juego psíquico obtie­
ne sin duda una gran satisfacción, mortificándose. Pero el
mismo juego golpeó a su ser moral... y su capacidad para so­
brepasar toda privación, todo sufrimiento, empezando por el
asco —sufrimiento oral. Catalina rechaza casarse, se consa­
gra a Jesús y deja de comer. La dieta comienza a los dieci­
séis años —sólo se permite el pan, las verduras crudas y el
agua. Tras la muerte de su padre, renuncia al pan. Hacia los
veinticinco años, no come «nada». Las mentes sagaces y las
malas lenguas dicen que a escondidas se permite algunas go­
losinas... pero es banal. Lo que es menos banal es que curan­
do el pecho (¡otra vez!) canceroso de una mujer, retrocede de
asco ante el pútrido olor. Pero decidida a reprimir toda reac­
ción de su cuerpo, recoge el pus y lo bebe. Por la noche, Je­
sús se le aparece y le pide que se beba la sangre de sus heri­
das, y Catalina recibe esta invitación como un consuelo para
su estómago que, desde ese momento, «no quiere más comi­
da y no puede digerir más».
Los biógrafos no se han privado de conservar la figura
paterna de esta mujer del deber, ya imaginas: un tintorero no
siempre próspero, Giacomo Benincasa, pero hombre de buen
seso y que poseía algunos bienes en esos tiempos de pestes.
Sin embargo, la fuerza de Catalina se une con toda claridad
a la leche materna —naturalmente Lapa destetaba a sus hi­
jos bastante pronto, ya que estaba encinta casi continuamen­
te, y Catalina fríe la única larga y plenamente acunada sobre
esta vía láctea. La moraleja de esta historia es que no se pue­
de salvar una boca demasiado satisfecha más que por una fe
extremadamente exigente. Pero no es santa quien quiere, e
incluso Catalina, con sus extravagancias, provocó la descon­
fianza de la Iglesia, que tuvo que convocar una comisión es­
pecial para examinar su caso, antes de santificarla de todas
formas, para acabar, vencida por tanta rectitud. Tal esfuerzo,
inaudito, de conquistarse a sí misma, de vencer la pasión que
os une a vuestra madre y a vuestras hermanas —no solamen­
te por el hambre, sino también por la flagelación y el silen­
cio absoluto, todo con plena conciencia—, sólo puede pro­
vocar la admiración. Con esto, Catalina está tan persuadida
de su unión mística con Dios —Jesús y María se le aparecen
poniendo la alianza nupcial en su dedo— que, cuando Lapa
cae enferma, ordena (más que pedir) a Jesús que cumpla
su parte del contrato sobrenatural devolviéndole la salud a su
madre —y pasándole la enfermedad en su lugar.
Su influencia aumenta cerca de los papas de Avigñón, a
los que convence para regresar a Italia, aunque no logra evi­
tar el gran cisma. Sin embargo, el dominio de sí es cada vez
más perfecto: la niña se convierte en la madre de la compa­
ñía de los discípulos que la rodean. El ciclo anorexia-vómi-
tos no cesa, hasta que decide morir... rechazando beber, ni si­
quiera agua durante todo un mes. Tres meses de agonía: su­
frimientos indecibles y breves momentos de lucidez marcan
su fin. Y esta última frase, en el umbral de la muerte, subli­
me entre todas, revela que Catalina llega incluso a rechazar
el dominio de «vana gloria» que se había construido con la
ayuda de Dios: «La vana gloria, no, pero la verdadera gloria
para alabar a Dios, sí.» ¿Habría querido sugerir que la verda­
dera santidad no es la mortificación magistral de uno mis­
mo?, ¿que su triunfo masoquista fue vano?, ¿que sólo es una
vana gloria ser Santa Catalina de siena?, ¿y que hacía falta...
otra cosa? ¿Pero qué? ¿Volver a «la pobreza más clara», la
del «no nacido» (ungeboren) del Maestro Eckart, «la que no
tiene nada»: ni siquiera un nombre, ni siquiera una especie
de deber —con y en el hambre, con y en el asco?
¿Dónde quiero llegar? Simplemente a las trampas de lo
sagrado, mejor dicho del sacrificio: sucumbir al deber, in­
molarse por un ideal tiránico, con todos los goces que esta
mortificación procura, pero también todo el malestar, hasta
la muerte. Que lo sagrado mortífero haga girar la máquina
del perfeccionamiento espiritual, y, lisa y llanamente, la má­
quina social, de acuerdo. Las obras de Catalina, su influen­
cia sobre el papado, no dejan olvidar el sufrimiento psíquico
que padeció, la repudiación de la vida.
¿Defiendo aquí otros valores?, ¿de otro tiempo?, ¿de los
tiempos modernos? Nos agarramos a estos valores, afortu­
nadamente, así como a una idea nueva de la felicidad que
podría parecer insulsa respecto a las pasiones de Catalina, e
incluso de Agnés. ¡Una idea de la felicidad tan benévola, tan
razonable! Entonces, ¿abolir este ideal draconiano? Cierta­
mente no. ¿Suavizarlo? Sin duda. ¿Pero cómo? ¿Existe lo sa­
grado no sacrificial?
Lo dejo aquí. El Itineris suena, es Ghislaine que me em­
barcó en su reciente campaña electoral y desea que conti­
núe. Y aunque no me siento la fibra política, qué quieres, es
mi manera de cumplir un deber... Al menos, lo escucho y
dialogo...
Julia
Dakar, 7 de julio de 1997
Querida Julia:
¿Cuántas cartas quedan aún con el tema de la Virgen, Ju­
lia? He aprendido la lección: sin ella, el Eros no habría teni­
do derecho de ciudadanía en el mundo del cristianismo, y
menos aún las mujeres. Dicho esto, cuando te escribía «no
me cuadra», iba más allá de la Virgen; prefiero los cuadros
profanos a los sacros. Mi sentimiento ante una obra sacra oc­
cidental es extraño. Tengo la sensación de que se me quiere
imponer una visión; que no tengo elección. Sólo tengo una
percepción antagónica. Me parece que esta vaga hostilidad
se asemeja a la de Freud ante la estatua de Moisés de Miguel
Ángel; me da miedo flaquear ante la representación prohibi­
da. Es decir, me siento vagamente culpable. Y, como Freud,
demasiado judía.
Pero como no siento la menor reticencia ante las repre­
sentaciones de las divinidades no occidentales, tengo que ad­
mitir que este sentimiento es defensivo, incluso rencoroso.
Me avergüenza. Encontrar en una misma las más secretas
raíces del integrismo cuando se intenta por todos los medios
combatirlo abiertamente, ¡qué indignidad! En fin, sin duda
nunca habría abierto ese armario si tú no me hubieras perse­
guido con la Virgen María. Ya no preferiré más las obras
profanas a las sacras. En fin, lo intentaré. Sucede que prefie­
ro abrir el campo de lo sagrado al abanico planetario que li-
mitarlo sólo a Occidente. Bajo su imagen actual de «mun-
dialización» con cara de diosa económica, me disgusta so­
bremanera. Si lo sagrado significa el desplazamiento de un
límite, probablemente, como dices, llegaremos a quitar esta
capa de dinero. Aunque, no sin riesgos.
Porque lo sagrado es un no man ’s land en el que las dos
entramos provistas de una débil lucecita. Hay que decir que
en toda no man’s land, hay snipers, y eso da miedo. No
man s land: el territorio de nadie, allí donde se divierten los
tiradores emboscados. En verdad, este territorio es el de nu­
merosos perdidos, hombres y mujeres. En África, se llama
«huidos» a los nuevos nómadas de la mundialización. Se
les caza en caso de guerra civil, de golpe de Estado, se les
expulsa de sus chabolas o bien el hambre los hace salir de
su pueblo. Huyen y van a otra parte a fundar un hogar pro­
visional. Ahora bien, en el terreno espiritual de lo sagrado,
llamo perdidos a los que no permanecen en los límites de
las religiones. Los que se marchan a otra parte, cazados
desde el interior, empujados a un nomadismo emotivo que
no tendrá fin. Son los huidos de las religiones. Esas dos
mujeres con don que me has hecho descubrir son huidas de
sus religiones.
Una se agarra al vómito de mamá, la otra hace santidad
de su hambre insatisfecha. Sorprendente, el poder de lo sa­
grado que transforma el fango en oro y el pus en néctar, ¿no?
Esto me recuerda un breve texto de Lacan, Kant avec Sade:
Lacan apoyaba esta comparación incongruente en la fecha
de aparición de La filosofía al tocador, de Sade, o sea ocho
años después de la Crítica de la razón práctica, de Kant. En
la obra de Kant, la Razón es fundamento del Soberano Bien;
en la de Sade de un soberano mal, reflejo de un «Ser supre­
mo en maldad». Y Lacan insiste sobre el ataque de Sade al
pudor, término raro bajo la pluma de un psicoanalista. El pu­
dor, «amboceptivo de las coyunturas del Ser», escribe. (Al­
gunas veces, sin embargo, ¡emplea unas palabras!) Entre
ambivalencia y percepción, creo comprender, en la etimolo­
gía del término «amboceptivo», que en las fronteras del ser
los términos de una oposición oscilan sin remitirse uno a
otro. Y en ese preciso caso, el impudor del sádico atenta con­
tra el pudor del otro. Me parece encontrar el mismo impudor
en tus «huidas» en el destierro, que atenían contra el pudor
del Ser. Tus santas y mis sacerdotisas suprimen el pudor ante
Dios; henos aquí de vuelta a la casilla de salida de lo subli­
me según Emmanuel Kant.
¡Otra vez! Sí. Porque como lo sagrado, lo sublime según
Kant es el resultado de un cortocircuito. Para los principios
de la moral, de la vida en común y de la relación con el otro,
contamos con la razón, que se equivoca queriendo conocer,
pues ése no es su trabajo. La susodicha razón tiene como
función dictar las fórmulas de la ley moral, del soberano
bien y, por lo tanto, de Dios como principio de la ciudad
ideal. Bien. Pero cuando la contemplación sin objeto ocasio­
na un sentimiento de invasión de una grandeza incomprensi­
ble, entonces el pudor ante lo real desaparece. De aquí pro­
viene el estado de efusión que caracteriza a lo sublime. Se
puede incluso llorar por ello, ya se ha visto. Y en ese breve
instante de «ambocepción», nada prohíbe sublimar el vómi­
to, el escupitajo, e incluso el excremento.
El mismo cortocircuito en el vocabulario de Freud, que
de lo sublime hace un acto, el de la sublimación. Sublimar es
pasar de la sexualidad al ideal haciendo cortocircuito en la
neurosis. Sin duda, se trata de una represión propia de la crea­
ción artística, porque nadie escapa a la represión propiamen­
te dicha. Pero mientras que la represión no sublimada no pro­
duce más que perturbación enfermiza, la sublimación produ­
ce arte. A diferencia de la perturbación neurótica que hace la
vida insostenible, la perturbación artística provocada por
la sublimación socializa al artista: el cortocircuito de lo su­
blime tiene que ver pues con la inserción en la sociedad. En
cierto sentido, Kant no dice otra cosa al apoyar lo sublime en
la Razón, porque ésta es moral en cuanto a su función.
Ahora bien, nosotras caminamos en ese terreno vago de
lo sagrado donde lo abyecto roza el ideal, y lo alcanza. Si tu
Agnés está en cura de psicoanálisis, es porque su «religión
miserable» no está socialmente reconocida como santidad
en nuestro mundo. Y como Madeleine, la mística delirante a
quien el psiquiatra Pierre Janet cuidó durante veintidós años
a comienzos de este siglo, Catalina de Siena estaría hoy sin
duda en tratamiento en un hospital psiquiátrico. Nada es más
revelador, en De l ’angoisse á l ’extase, que las dudas de Ja­
net: ¿Madeleine es delirante, es mística? Para acabar, Janet
resuelve. Sí, tiene frente a él a una verdadera mística que, en
otra época, habría sido santa. Sí, si no viviera en el siglo xx,
no habría sido asunto de la policía, ni de los enfermeros. En
otro tiempo, en vez de denunciarla por vagabundeo noctur­
no, los transeúntes habrían venerado a una mujer que lleva
los estigmas en los costados y en los pies, que va de peregri­
nación de puntillas, que da sus bienes a los pobres, que revi­
ve el parto de Cristo... Con este repertorio místico, habría
tenido éxito hasta el siglo xix. Madeleine se equivoca de
época, concluyó Janet. Los signos de lo sagrado no han cam­
biado en el cristianismo, pero el campo se ha reducido. Ma­
deleine se pierde por exceso de memoria.
En cuanto a Sade, la lógica del Soberano Mal le empuja
a desear que sus restos mortales no sean objeto de ninguna
tumba, de manera que las partículas de su cuerpo no se con­
viertan en pretexto de ninguna memoria, precisamente. Ro­
bles y bellotas se encargarán de aniquilar lo que pasajera­
mente habrá sido el soporte del sujeto llamado Sade. Desa­
parición orgánica programada con la esperanza, sugiere
Lacan, de que sus partículas nunca se reunirán de nuevo.
Este deseo de desaparición sólo puede compararse con la
fama de Sade. Eso se llama jugar a quien pierde gana, lo que
hacen los inspirados del mundo con la negación del cuerpo.
Pero, remarca Lacan, Sade no se arriesga a nada en rea­
lidad. En el mundo de hoy, las nuevas sectas juegan de veras,
con el rechazo de la medicina, la muerte aceptada, en resu­
men, con una eficaz y peligrosa negación del cuerpo. El fe­
nómeno es recurrente. Los cátaros, por ejemplo, que odia­
ban la carne, practicaban el desenfreno sagrado para envile­
cer más su cuerpo; y los más «fuertes» llegaban a la prueba
suprema, la endura, es decir el ayuno hasta la muerte. Forzar
el cuerpo a dejarse morir, ¡qué deseo! Freud —¡y Lacan!—
repiten que «el verdadero amor» termina en el odio. Ahora
bien, en esta inversión del amor se juega la misma ambiva­
lencia que la que opera en lo sagrado: noble-innoble, pureza-
impureza, eternidad-tiempo, pudor-impudor, hasta el sacrifi­
cio. Abandonarlo todo, incluso su cuerpo. Dejarlo todo.
Este amor se aferra ferozmente a un objeto de deseo con
figura humana. A veces, se le llama «amor loco» y se tiene
razón, porque la sacralización del amor conduce a los aman­
tes a la muerte. Saquemos rápidamente nuestros Tristán e
Isolda, y fuera de Occidente, no olvidemos la pareja mortí­
fera formada por su equivalente árabe, Mezhnun y Leila.
Mezhnun, ni siquiera se sabe su nombre de pila; es el loco a
secas. Sólo está loco de amor, pero el amor absoluto es locu­
ra, eso dice la «gente». Mezhnun muere en el desierto can­
tando a Leila con quien no ha tenido el derecho de casarse, y
ella muere por ello. Aún se canta en los países árabes el
amor loco entre Mezhnun y Leila que nada ha podido arran­
car de los corazones. Por mucho que el Corán haya regla­
mentado la poligamia, el divorcio y todo lo demás, no ha po­
dido hacer nada contra la locura de amor que un buen musul­
mán debería reservar a su Dios. ¡Ea!
«¡Ea!», porque hay cierto infantilismo visible. Lo dejo
todo, no soy más que amor. Ya sea por un hombre, una mu­
jer, un maestro, un dios o Dios, el amor absoluto es sagrado,
no divino. Narcisista, bulímico, exhibicionista, mortal. Im­
púdico y llamativo. Tan mortífero como el amor de las ma­
dres que ceban a sus hijos, condenándolos de esta manera a
la anorexia. Yo amo —el Otro no existe. Isolda ya no es Isol­
da, es Yo. Y yo ya no soy más que amor. Soy todo; ni Dios ni
Señor. Me amo en estado de amor. ¡Ea! Y esta protesta in­
fantil en forma de onomatopeya es la de los adeptos que van
a anularse en las sectas. «¿No se quiere que vaya? Pues voy.»
En la India, hasta la prohibición legal de esta costumbre
en 1988, existía un caso conyugal singular en el que la pro­
testa del «ea» tomó un curioso camino. Ésta es la historia
que, durante siglos, entrega el cuerpo de las viudas a las lla­
mas. Nos indignamos mucho todavía a propósito de la «obli­
gación» que se impone a las viudas hindúes de tener que
quemarse en la hoguera de su marido; y la costumbre ha sido
pervertida a menudo, no hay nada más cierto. Pero se olvida
la naturaleza del rito. ¿Obligatoria, la muerte de las viudas
en la hoguera? No. Es la viuda quien debe decidir quemarse
viva para ser sati, es decir diosa. Un tribunal de brahmanes
certifica su voluntad. Aparentemente, no hay mayor sacrifi­
cio amoroso. Pero para nada, es lo contrario.
Vivo, el esposo era el dios de la esposa, según la fórmu­
la ritual del matrimonio. Su deber no era amarlo, sino adorar
al marido elegido por sus padres. La esposa podía amarlo, si
era su gusto, pero no era su deber. Muerto, el esposo no es ni
divino ni adorable. En revancha —es la palabra adecuada—,
la esposa puede elegir acceder a la divinidad. Y si se piensa
en términos de acto amoroso, nos equivocamos. La cuestión
es otra: la revancha de la mujer sobre el orden familiar.
Basta con decidirse a ello. En Cendres d ’immortalité, un
formidable libro sobre el sacrificio voluntario, la etnóloga
Catherine Weinberger-Thomas prueba con numerosos ejem­
plos que las famosas satis, esas viudas quemadas vivas, a ve­
ces tuvieron dificultad para convencer a los parientes de su
determinación al suplicio. Algunas veces, se quemaban el
brazo sin vacilar, para probar su determinación. No hay duda
de que, a menudo, las viudas quemadas lo han sido por su
propia voluntad. ¿Por qué? Para pasar la prueba. La de su as­
cetismo, de su virilidad. «Yo también puedo.» Una vez que
se toma la decisión, la futura sati es venerada igual que un
asceta, porque en un minuto realizará lo equivalente a una
vida entera de ascetismo. Un minuto: el tiempo de hacer la
señal a un hermano para que hunda la antorcha en la paja, el
tiempo de que prendan las llamas, de la sofocación final. No
se puede bajar de la hoguera en el último momento; la ver­
güenza la desterraría del pueblo. No sólo sufriría la mala
suerte de las viudas hindúes, sino que estaría deshonrada.
Entre la decadencia y el heroísmo, la elección puede enten­
derse. Es preferible un destino de diosa adorada hasta el fin
del mundo. Hermoso suicidio.
¿Dónde está lo sagrado? En el breve instante de la señal
que la esposa debe dar por su propia voluntad. Sola en me­
dio de la comunidad que ya la adora, y todopoderosa. La au­
tora de Cendres d ’inmortalité observa que en las horas que
preceden a la ceremonia, la futura mujer quemada tenía el
derecho de disponer como quisiera del destino de su familia:
se mostraban entonces venganzas contra la cuñada, la sue­
gra, etc. Yo soy diosa, yo ordeno. Yo también puedo. «Me río
de la muerte», como se lee en la parte trasera de los camio­
nes en las carreteras de África.
Son las fechorías de la ascesis que abandonó el príncipe
Gautama. Excepto el hecho de que en la India estas tristes
heroínas se han quemado «de verdad», no veo ninguna dife­
rencia entre la decisión de una sati y el de la legendaria Val-
quiria, esa Brunhilda que salta a la hoguera de Sigfrido, su
esposo muerto. En la obra de Wagner, este salto a las llamas
acaba la ópera que se llama El crepúsculo de los dioses. Este
mortal crepúsculo al que le sucede un nuevo mundo es una
perfecta definición del amor loco. Que sea sufí o romántico,
la esencia del amor loco es la protesta, el «ea». Hay que re­
conocerlo; el amor loco permite rechazar de golpe las reglas
de la ciudad. ¿Hasta la muerte? Despacio, por favor. No tan
rápido.
La norma occidental moderna quiere un amor que haga
el loco durante un tiempo razonable, a la manera de un rito de
iniciación. Como en una reclusión iniciática, los elegidos
pierden contacto con el mundo; el trabajo, el tiempo, el ham­
bre desaparecen. Los amantes están delgados y hermosos. El
dinero ya no cuenta; es «malgastado». Y después pasa el
tiempo. Los asuntos se estropean. Algún día hay que salir de
la rebelión, y seguir un compromiso de paz con lo social. Hay
que volver del «¡ea!», mutilado pero vivo. Sí, pero lo esencial
es salir de ello antes de morir. En general se consigue, pero no
siempre; sucede todavía a veces que se deja la piel en ello.
Nota: sólo faltaría que una iniciación no tuviera ningún peli­
gro... Y es verdad que a menudo me digo: «¡ay de aquellos
que no lo han conocido!». Porque con el amor loco sucede
como con todas las experiencias sagradas: no son democráti­
cas, y se puede pasar la vida sin experimentarlas una sola vez.
Estamos en la encrucijada del rito de paso, que siempre
socializa el progreso de la vida. Una vez que la prueba aca­
ba, se puede vivir. Eso es exactamente lo que tú propones
queriendo «suavizan> el ideal draconiano de Catalina de Sie­
na. ¡Inténtalo, pues! No es fácil. Si lo sagrado se pasea por la
frontera entre lo social y la locura, ¿qué hacer? Si una de sus
funciones es atravesarla, ¿cómo pararlo? Imagino que quie­
res retener el ideal y rechazar lo draconiano. Y sin embar­
go... ¿No tendrás en mente una idea de obligación aceptada
con alegría? ¿Qué haces con lo «draconiano»? Conociéndo­
te, no estoy del todo segura de que lo elimines totalmente.
Porque, insistes en ello, Catalina de Siena ejerció influencia
en el papado. ¿Es el precio que hay que pagar? Influencia por
influencia, voy a hablarte de dos de otra naturaleza, que han
disfrutado mucho de lo sagrado. El enunciado de sus patro­
nímicos te mostrará que no me sitúo en lo religioso: Eva Pe­
rón, Indira Gandhi, o cómo transformarse en objeto consa­
grado.
Eva Duarte, bastarda, vivió una infancia miserable. Indi-
ra Gandhi, hija de Jawaharlal Nehru, fue una niña en estado
de abandono, cuyo padre, ausente, estaba en prisión o mili­
tando, y cuya madre tuberculosa estaba apartada porque,
hindú de alta casta y miembro de la ilustre familia de los
Nehru, no hablaba... inglés. He aquí dos niñas humilladas. El
cadáver embalsamado de Eva Perón fue robado en varias
ocasiones, físicamente profanado por los militares que la es­
condieron en lugares extravagantes, luego asilado un tiempo
en España antes de regresar a su país. El cadáver de Indira
ardió en los plazos prescritos: veinticuatro horas máximo.
Pero, contrariamente al rito hindú, sus cenizas no fueron so­
lamente lanzadas al río. También fueron esparcidas desde lo
alto de un avión, por su hijo Rajiv, sobre el Himalaya. He
aquí dos muertas dispersadas contra todas las reglas.
Sin embargo, Eva e Indira han marcado a su pueblo
como pocos dirigentes. En vida, transformaron su imagen en
icono sagrado. De ahí las anomalías de su destino postumo,
porque a las diosas les conviene el sacrilegio. ¿Que hicieron
para llegar a ello? Eva Duarte pasó por una semiprostitu-
ción antes de encontrar a Perón. No hay pasión amorosa en­
tre ellos, sino un acuerdo sobre sus conquistas; para Perón el
Grial del poder, para ella el Grial del pueblo. Casada, Eva
Duarte de Perón se convierte en la Señora. No la First Lady,
no, sino la Señora; no es la «segunda». Su acierto consiste en
una demostración simple: Perón es el salvador del pueblo, ya
que la ha salvado de la pobreza y la ha desposado. Evita es
el pueblo. Joyas, pieles, trajes, nada falta para expresar la sal­
vación del Pueblo-Evita por el Salvador Perón. El caso de
Eva Perón va mucho más allá de una simple metáfora sobre
el ascenso social. Señora del pueblo argentino, inventa el
amor cortés a escala popular. Durante el periodo de éxtasis,
el señor aplasta la democracia.
Pronto, ella es, en vida, Santa Evita. No hace nada por su
pueblo salvo aportar su imagen en lugar de transformaciones
sociales. Y cuando muere, millones de argentinos desfilan
ante su ataúd en el hall del edificio de los sindicatos. Yo era
una niña, recuerdo haber llorado ante las fotografías de las
lágrimas del pueblo. En pequeño, viví la misma escena
cuando el cuerpo de Elsa Triolet füe solemnemente velado
por los militantes del partido comunista en el hall de L’Hu-
manité. Se desfilaba ante los restos mortales de la Amada
del Poeta. Quise verlo. ¡Pues bien! Esta consagración de un
amor loco tan artificial como popular desempeñaba bastante
bien su función a la francesa: un pequeño culto efímero, Evi­
ta en versión casera.
Para Indira, fue más duro. Tuvo que luchar, lo hizo con
tanta pasión que fue el único primer ministro indio que cayó
en el despotismo, decretando el estado de emergencia cuan­
do su elección acababa de ser invalidada. Régimen policial,
abolición de la libertad de prensa, campañas de esteriliza­
ción forzosa de los campesinos... Pierde el poder. Se piensa
que está acabada, y es entonces cuando interviene el acto de
lo sagrado. Vuelve a salir en campaña electoral «a la altura
de las raíces de la hierba» (at the grass-root level, expresión
soberbia y muy india), lleva ayuda a los campesinos en un
temporal, a lomos de su elefante. Hela ahí encaramada en el
animal, dejando que los campesinos la llamen con un nuevo
nombre: Durga, la diosa que, encaramada en un león, aplas­
ta al demonio del Mal. Se pinta a Indira como Durga en los
posters. Y como con Evita, funciona... Reelegida, se cree lo
bastante fuerte para asaltar el Templo de Oro de los sijs inva­
dido por los independentistas del Punjab. Se cree saber lo
que sucedió. Se piensa que fue asesinada por dos de sus
guardias sijs. Pero escucha atentamente.
Si se mira de cerca la agenda de sus últimos días, ¿qué
vemos? Indira se entera de que el plátano protector de la fa­
milia se ha secado y toma un helicóptero para verificarlo en
la propia Cachemira, cuna de los Nehru. El árbol había
muerto. Al día siguiente hace regresar a dos guardias sijs
que acaban de pasar seis meses en su casa, en terreno inde-
pendentista. Dos días después, en un mitin en el otro extre­
mo de la India, pronuncia unas palabras sorprendentes:
«Cuando mi sangre sea extendida sobre la India, la fecunda­
rá». Dos días más tarde fue asesinada. Por la noche, su hijo
Rajiv fue elegido primer ministro. Lo consiguió; Durga
mata, pero es madre. Entrelazando a su alrededor la política,
lo nacional, el mito y la maternidad, pienso que Indira quiso
ser sagrada hasta en su muerte.
Eva no era ni alta ni fuerte; en cuanto a Indira, me llega­
ba al mentón, y yo no soy alta. Sus voces no eran potentes,
su cara no era perfecta. Indira tenía una dulce vocecita aflau­
tada, aspecto de gorrión. No les gustaba el sexo —no se les
conoce ninguna aventura una vez alcanzado el poder. Pero
habían conquistado lo sagrado del campo político: el amor
del pueblo en lo que tiene de loco, de absurdo, de peligroso
para las libertades. Adoradas y odiadas, sus dos imágenes
obsesionan la conciencia nacional de sus países. Pero viola­
ron las libertades. Lo sagrado, amiga mía. Ya te digo que es
arriesgado.
Observa bien a las heroínas que obtienen el poder políti­
co absoluto: de lo que se trata entonces respecto a su imagen
física no es del traje de chaqueta o el uniforme de general. El
moño trabajado de Evita, sus plumas y sus vestidos de no­
che, su delgadez ascética, los saris cuidados de Indira, la me­
cha blanca cruzando sus cabellos negros, el párpado del ojo
derecho palpitando permanentemente a consecuencia de una
piedra lanzada durante un mitin... Ellas son muy exclusivas
para tener herederas. Los hombres quisieran repetir el mila­
gro: Perón lo intentó con su segunda mujer, Isabel, en vano.
El Congreso presiona a Sonia Gandhi, nuera de Indira, para
que asuma el papel; ella acepta conducir la campaña electo­
ral, pero rechaza de antemano el puesto de primer ministro.
Lo sabe. Lo verdadero sagrado en política incluye el sacrifi­
cio a muerte al que Eva e Indira tuvieron derecho.
¿Dónde está Dios en su historia? En ninguna parte. No
lo necesitaban, ya que se convirtieron en diosas sin apoyo
del clero. No diría «totalmente solas» porque sin el pueblo
no existen. Eva e Indira no estaban más solas que la sati en
su hoguera. Su éxtasis lo encuentran en el mitin donde ponen
la voz. ¿Has estado ya en la tribuna de un mitin? Imagino
que sí. Cuando me ocurrió en la Mutualité, que no es muy
grande, sudaba angustiada ante el oleaje oscuro. Pero sentí
que sublimando una pizca, no necesitaría mucho para hacer
vibrar las cuerdas vocales, y caer en el peligro. Era una pal­
pitación embriagadora, que daba miedo. Lo odié.
Aparentemente, este goce del cuerpo colectivo es el ob­
jeto del deseo de los personajes políticos. Es su sagrado par­
ticular. Pero necesitan estómago para digerir ese aliento múl­
tiple, la voz de todas partes y de ninguna, la presencia in­
discriminada, el ser de masa, y sobre todo para afrontar la
desaparición brutal de la identidad, por parte del pueblo y
por parte del líder. Una frontera se cruza, la de la identidad
del nombre propio: gritado, silabeado, silbado, el nombre del
líder ya no es verdaderamente suyo. Nadie se pertenece más,
ni ellos, ni él, ni ella si se trata de una mujer. Lo que es sa­
grado en esta operación es que la esfera de lo privado ya no
existe. Como en los ritos.
Está claro que empiezo a tomar mis distancias con lo
sagrado. No mucho, si no es para volverse loca. Entonces,
¿hasta dónde llega tu flexibilidad, querida?
Catherine
Dakar, 8 dejulio de 1997
Querida Julia:
Continúo con mi carta de ayer, que me dejó una sensa­
ción de inacabado, porque temo no haber terminado con Eva
e Indira. No he hablado bastante del odio que supieron inspi­
rar. Si el cuerpo embalsamado de Evita sufrió durante tanto
tiempo tales tratos, si aún hoy día la viuda de Rajiv Gandhi
y sus dos hijos están bajo protección policial, para fomentar
tales odios en las generaciones siguientes, ¡mis arpías han
sido objeto de maldiciones postumas a la altura de las bendi­
ciones recibidas en vida! Tras una vida de santas, helas aquí
revestidas de una inmortalidad de brujas.
He comprendido la grandeza de las brujas en el libro ro­
mántico de Michelet, La bruja. Michelet cuenta la vida de una
pobre campesina que pide la ayuda de los duendes para cal­
mar los llantos de su bebé. ¿Cómo conoce la campesina a los
duendes del bosque? Por una lejana herencia trasmitida de
madre a hija. Es un secreto pagano, el de los dioses lares que
todo romano honraba bajo su techo. Pero desde cierto decreto
del emperador Teodosio, el «paganismo» está prohibido en
todo el territorio del imperio cristiano, por lo tanto en la Galia.
En la Edad Media, la prohibición es ya secular, pero las leyen­
das han sobrevivido. Los duendes han tomado el relevo clan­
destino de los dioses. El bebé de la campesina llora sin parar y
el duende, servicial, llega como un rayo. El bebé se calma.
Después, de una cosa a otra, el duende tienta a la campe­
sina, le trae bálsamos a base de esencias y plantas, le enseña
su uso. Se convierte en curandera, abortera en caso de nece­
sidad, en resumen, ayuda a sus semejantes a soportar la dura
desdicha de la existencia cuando el cura sólo ofrece amena­
zas y plegarias. ¿El infierno? ¿Podría ser peor? La bruja res­
ponde que no. La crueldad de los tiempos exige hacer un
poco de todo, y las mujeres lo hacen con lo que tienen a
mano, sin desconfianza. Describir la indomable tenacidad
del «paganismo» bajo el manto del cristianismo, inventar el
personaje benévolo de la bruja terapeuta, ¡qué magnífica
idea! Cuanto más conozco a las curanderas de todos los con­
tinentes, más verifico la intuición de Michelet. La magia se
sirve de los utensilios de un pasado hasta entonces proscrito,
y son siempre las mujeres quienes guardan los secretos.
Michelet decide que se arreste a la bruja cuando por fin
es hermosa. Insolente de salud, muy a gusto en su piel, no lo
bastante miserable. Lleva un vestido verde —color del dia­
blo y del islam— y marcha derecha, en una yegua. ¡A la ho­
guera! Porque no está permitido desafiar la desdicha sin la
ayuda de la Iglesia. Demasiado hermosa, demasiado valien­
te, esta pobre; no es normal. Para explicar esta anomalía, se
hace entrar a los inquisidores, provistos del Malleus Male-
ficarum, Martillo de brujas, manual de instrucciones de
los aprendices inquisidores redactado por Henry Institoris y
Jacques Sprenger.
Ejemplos. La mujer es más vulnerable al diablo que el
hombre. Porque es más camal; porque, creada de una costi­
lla de Adán, está «torcida», cito. También, porque la etimo­
logía de la palabrafemina proviene defe y minus, lo que sig­
nifica evidentemente que la mujer tiene menos fe que el
hombre. Porque los consejos de las mujeres «vacían la bol­
sa» (textual), quitan las füerzas y obligan a perder a Dios.
Porque la mujer es insaciable. Porque su deseo desmesurado
hace que el hombre «se una al alma» de la mujer. Por último,
la puntilla: «Una mujer que piensa sólo piensa mal.» ¡Sic!
En la primera edición (Estrasburgo, 1486), la Apología
empieza con una frase que hay que saborear: «En medio de
las calamidades de un siglo que se derrumba, el viejo Orien­
te que, caído bajo la sentencia irremediable de su ruina, des­
de el origen no ha dejado de infectar con diversas herejías
a la Iglesia que el nuevo Oriente, el Hombre Cristo Jesús,
ha fecundado con el rocío de su sangre, sin embargo conti­
núa consagrándose, sobre todo hoy cuando, descendiendo el
mundo en la noche hacia su ocaso y creciendo la maldad de
los hombres, sabe en su rabia, como lo testimonia Juan en el
Apocalipsis, que queda poco tiempo.» Hay que releerlo des­
pacio. Por definición, Oriente está arruinado, viejo, herético;
pero su rabia infecta siempre al «nuevo Oriente», es decir a
Occidente. En cuanto a la infección que señalan nuestros in­
quisidores, se llama Herejía de las Brujas. Por lo tanto Mi-
chelet lo vio con precisión: la infección proviene de un viejo
imperio caído.
Más importante: citando a san Agustín, los dominicos
enumeran los medios para atraer al demonio. Son: «piedras,
hierbas, árboles, animales, cantos, instrumentos musicales»,
reunidos más adelante con el nombre genérico de «hierbas y
música», melio ancor. Mitad naturaleza, mitad música, así
es la brujería. En verdad, el diablo no es el jefe, ¡es Orfeo!
Pero los inquisidores no lo saben. Insisten sobre el peligro de
la música, como todo integrista que se precie. Es extraordi­
nario cómo nuestros dos valientes se anticipan a los «taliba-
nes» de Afganistán; en Kabul, las mujeres no tienen derecho
a tener pájaros enjaulas, porque cantan. En 1980, mientras
se chadorizaba a tutiplén, la música clásica iraní, una de las
más importantes del mundo, fue prohibida en la República
Islámica; Khatami, el presidente de la República elegido
en 1997, consiguió levantar la prohibición. La música y las
mujeres, ya se sabe, son los primeros objetivos. Y no es aho­
ra cuando la música embruja; los protestantes la prohibieron
igualmente, y Platón, en La República, proscribe ciertos mo­
dos musicales demasiado emotivos a su gusto.
De origen popular como Evita, Callas —«la voz»— su­
frió esta transformación de la indigente vestida chic, objeto
de adoración persecutoria. Su tumba fue también profanada.
Callas era diva; eso, todo el mundo lo sabe. Pero sólo los es­
pecialistas utilizan para un cantante la palabra divo, en mas­
culino. Diva es igual a divina, no hay nada más pagano. Hay
que decir que la ópera parece hecha a propósito para escapar
a las maniobras de la Inquisición: decorado, ilusión, maqui­
naria, paganerías, música y voz, todo está preparado para he­
chizar al alma despreciando las reglas de la Iglesia. El Mar­
tillo de Brujas data del siglo xv; en el siglo xvi ha termina­
do. En las cortes de Italia, la ópera ha nacido. Alivio de los
poderosos... En los campos, las brujas siguen siendo acosa­
das; dos millones de ellas morirán quemadas en Europa.
Nuestros dominicos examinan los transportes aéreos de
las brujas, ya que todas hablaban de ellos. Según los historia­
dores, es casi seguro que las brujas se untaban el cuerpo con
ungüentos antes de «echarse a volar» hacia su famoso shab-
bat. Pero seamos un poco más técnicos. En la India, el ejer­
cicio llamado de la «salida del cuerpo» se aprende con mé­
todo. ¿Cómo se deja el cuerpo? Generalmente mediante la
suspensión prolongada de la respiración; es entonces cuando
el espíritu viaja. Pero también existen ungüentos, parece que
revulsivos alucinógenos. Lo cierto es que la hermosa ilusión
de la «salida del cuerpo» es tan antigua como el mundo. La
encontramos en Platón al final de La República, la encontra­
mos en la India en todos los cruces de caminos, nos la cru­
zamos en el África animista y en sus versiones vudús de
América del Sur, la reconocemos en las técnicas de drogas
bien conocidas de Castañeda, o en los deportes de riesgo. Es
el trip. La última versión de la salida del cuerpo coincide con
la aparición de las reanimaciones: los reanimados mencio­
nan a menudo una eufórica salida del cuerpo en el instante
de su efímera muerte, seguida de una extrema repulsión
cuando los médicos los hacen volver a la fuerza a su saco de
piel. Son las near death experiences, las experiencias en el
umbral de la muerte, cuyas teorías hacen furor en los Esta­
dos Unidos, gran país de la caza de brujas, como sabemos.
En todas las religiones politeístas, la salida del cuerpo
incumbe a los dos sexos. Pero en la Europa del siglo xv, sólo
las mujeres echan a volar por la noche. Dejar su piel, ¡qué li­
bertad! Pero, preguntan los inquisidores, qué hacen enton­
ces. Y responden en su lugar: por la noche las brujas lo ha­
cen todo al revés. Besar el culo del Gran Macho Cabrío dia­
bólico, meterle la hostia por el ano, sacrificar un niño vivo,
agotar el repertorio del antisemitismo medieval. Por un pe­
queño delito de vuelo por encima de los tejados, un simple
ponerse el mundo por montera, son condenadas. Sin embar­
go esta transgresión menor no era gran cosa... Dejar el cuer­
po, aunque se haga un viaje, es simplemente salir del ritmo
de la vida colectiva, velar en vez de dormir, salir cuando está
cerrado. Pero es también pasar a lo sagrado, y los inquisido­
res no querían.
Porque el ámbito y la duración del rito contrarían el es­
pacio y el tiempo de la sociedad civil. No se entra de cual­
quier forma en un lugar de culto. Debe franquearse un um­
bral según unas reglas precisas, cubrirse la cabeza o descu­
brírsela, por ejemplo. Enseguida el espacio y el tiempo de la
ciudad desaparecen: Wagner puso muy bien música a este
fenómeno en el viaje de Parsifal. El bosque se vuelve sagra­
do, el animal amigable, las fronteras de lo real desaparecen,
con el apoyo de las drogas. Todo se hace para romper la ás­
pera corteza de la rutina temporal; lo sagrado sólo aparece a
ese precio. Los iniciados del África selvática permanecen en
los conventos durante mucho tiempo: antiguamente varios
años, tres meses en Casamance en 1997.
Si el universo del hombre está al derecho, lo sagrado
está siempre al revés. Nada «normal». Para un no cristiano
no es normal ir a un sitio donde un oficiante levanta un
círculo plano y blanco diciendo: «Éste es mi cuerpo». No es
normal hablar desde el balcón de la Casa Rosada para afir­
mar que se es el pueblo salvado por Perón. No es normal
tragar los esputos de los enfermos, no lavarse el cabello, ju­
gar con los excrementos. No es normal hacer regresión. La
regresión, explica muy bien Lacan, no es el regreso efectivo
de la jerga y los gestos infantiles, sino el regreso de los sig­
nificantes para los que hay prescripción. Estamos en ello.
Echar a volar es un juego de niños. Pero cuando somos
adultos ya no jugamos. Ya no tenemos derecho. ¡Venga, no
seáis niños!
Pero sí, se necesita la ruptura de lo sagrado. Se adolece
totalmente de esa ausencia esencial. En el orden y la discipli­
na, el Levítico lo fija en un día a la semana, lo vacía de sus
ocupaciones, lo consagra al pensamiento de Dios y lo llama
shabbat, palabra reciclada más tarde por los inquisidores.
¡Pensar que transformaron el reposo del Ser en locura! No
podríamos decirlo mejor, las mujeres en vuelo descansaban
del día tan cruel que vivían. Pero resulta que más o menos
por el mismo tiempo los judíos en el exilio cambiaron la idea
del shabbat. El reposo del Ser se feminizó y se convirtió en
«la princesa Shabbat», coronada para el tiempo de la fiesta.
Es la época en que la magia impregna las comunidades ju­
días. Hacia 1540 en Palestina, los pocos rabinos que habían
regresado se ponen a hablar la lengua de los insectos; en lu­
gar del Sheol, la fosa donde cae el hombre a su muerte, la
reencarnación regresa con fuerza. El viejo Oriente de un
poco más lejos hacia el este reaparece con la diáspora. Cla­
ro, cuando la vida es muy dura y no se tiene más temple,
cuando no se sabe la fecha del regreso a Jerusalén, reducido
a un eterno año próximo, entonces se abandona el cuerpo
como en cualquier parte. Es lo que hacían el rabino Luria
en Safed en el siglo xvi, y los rabinos jasidim en Polonia en
el x v i i i .
¿Eso quiere decir que no hay sagrado en la vida al dere­
cho? Creo que no. Hay que «pasar al revés» para acceder a
lo sagrado. «Eso» se pasa en un guiño, eso existe «en la casa
del ser», como diría Heidegger, que sabía mucho sobre esta
cuestión. Revés de la vida, lo sagrado duerme con la muer­
te. Falta arreglar la muerte, el fuera de tiempo, y que las mu­
jeres se dediquen un poco más a ello.
Catherine
Ars-en-Ré, 15 de julio de 1997
Querida Catherine:
Cuanto más avanza esta correspondencia, más convenci­
da estoy de que todo nos separa. ¿En qué estamos de acuer­
do, sino en la urgencia de interrogar la manera femenina de
abordar este territorio oscuro que llamamos sagrado: ni «re­
ligión», ni «sacrificio», ni siquiera «valor», sino sin duda, y
por todo esto, una frontera; mejor, una «economía» que da
sentido a la aventura humana? ¿No estamos de acuerdo? Ra­
zón de más para mostrar estos desacuerdos, sin enfrenta­
miento. Desde hace tiempo, en todas mis actividades, he ele­
gido no discutir, y aún menos dar lecciones: ¡menos a ti, que
tienes respuesta para todo! Me horrorizan los enfados, las in­
vectivas, los sarcasmos. Prefiero no hacer caso y proseguir
con mi argumento. ¿Cuántas cartas sobre la Virgen? Infini­
tas, si hace falta, para desatar ese nudo que tomamos por un
agujero. Además, tú haces lo mismo, a tu manera, con tu
«¡ea!»...
Pero, habría mucho que decir, por ejemplo, sobre este
pobre Occidente al que achacas todos los males, incluido el
de ignorar la existencia de lo sagrado entre los indios del
Brasil, ¡e incluso entre los griegos! ¿Hablas en serio? Etno-
centrismo, de acuerdo, pero ¿por qué olvidar los esfuerzos
para superarlo? ¡Esfuerzos que otras civilizaciones aún no
han intentado! Por otra parte, la analizada anoréxica y la san­
ta Catalina que te he «servido» no están hechas de «brutali­
dad», como escribes, pero seguramente limarás las aspere­
zas... Ellas consiguen, con un dolor terrible, negociar la vio­
lencia de las prohibiciones que les imponen y que se imponen
—sin prohibiciones, más o menos violentas, no habría nin­
gún vínculo social. Que el sacrificio representa y calma esta
violencia porque coordina una lógica alrededor del rito, esto
es lo que demuestra la historia de las religiones. Y el psicoa­
nálisis nos enseña que sin esta violencia-sacrificio-castra-
ción-falta-etc., no hay ni lenguaje ni sujeto. A partir de aquí
se instala la panoplia de los fracasos y éxitos de la susodicha
«negociación». El amor es una de ellas, y yo he intentado
desplegar sus múltiples figuras en mis Histoires d ’amour, que
datan de hace ya diez años: Eros, Agape, sadismo, masoquis­
mo, homo, hétero, donjuanismo, melancolismo y demás... En
cuanto a Agnés, no sufre sólo porque ahora la psiquiatría ha
reemplazado la religión que la habría santificado. ¡Oh no! No
se puede santificar a todas las anoréxicas, y Catalina de Sie­
na no compete a la psiquiatría. Es necesario el esfuerzo de
acompañar su síntoma de cierta palabra. Una palabra que
pueda realmente calmar esta fijación mórbida que es el sínto­
ma, este cortocircuito del «cuerpo» y del «alma» (pongamos
comillas, si quieres, para mostrar que no nos engaña el occi-
dentalismo binario). Una palabra que, sin suprimir necesaria­
mente el síntoma —aunque pueda ocurrir—, lo traslada y lo
agota en los vínculos con los otros. ¿Qué palabra? No basta
colocar juntos fragmentos de religiones para soñar con una
globalización de los psiquismos. Cada memoria particular re­
curre a un discurso singular. Ahora bien, lo singular, la «mis-
midad» de Duns Escoto, es una sagrada conquista del mono­
teísmo. No de las otras religiones. Agravo mi caso, insisto en
nuestros méritos occidentales, no cedo a tus seducciones ter-
cermundistas. No por el momento. Agnés sufre porque no ha
encontrado la retórica, o digamos la economía (en el sentido
bizantino de una «travesía», una «dialéctica», un «ardid») de
su experiencia: porque no ha encontrado la palabra sensible.
No, la política no es esta retórica, ni esta palabra sensi­
ble, como pareces creer. Los mítines me comunican a veces
un impulso, es verdad, pero que no está exento de algo de reli­
gioso: de paranoico o fusional, de osmótico. De ningún modo
esta lucidez singular que comunica para mí la palabra «sa­
grado», en la encrucijada de uno mismo y del otro, de la na­
turaleza y la cultura, de la pulsión y el lenguaje, en los oríge­
nes de lo humano...
De todas las artes, la música es sin duda la que está
más cerca de esta elevación sin palabras, antes de las pala­
bras, más allá de las palabras, la pasión hecha voz, sonido,
ritmo, melodía, silencio que comunica lo sagrado. De
Kathlenn Ferrier a Billie Holiday, los cuerpos vibrantes de
las grandes cantantes encaman la perfección y el misterio
absolutos. Y la música, toda la música: Monteverdi, Mo-
zart, Bach, Armstrong, quien quieras. La precisión huma­
na, transhumana, no se puede ir más allá, es el más allá, es
sagrado.
Te entiendo cuando reconoces lo «sagrado» de la Callas,
pero para nada cuando lo supones en Evita: ¿y por qué no en
Madonna, ya que estás, que ha puesto a su hija Lourdes? No
escapamos de la Virgen, pero ésta no es la mía...
Para volver a la política, una excepción, sin embargo: la
celebración del 14 de julio. Ayer mismo, ante la televisión,
me conmoví con La Marsellesa en los Campos Elíseos, me
levanté de la silla, con un nudo en la garganta. ¿Una religión
republicana? Sin duda. Pero mantengo que ésta ha tenido
más éxito allí donde las otras han fracasado: en preservar la
comunidad y la persona individual, la mejora práctica y con­
creta de la condición humana. No es suficiente, nunca es su­
ficiente, cuenta con muchos errores, ¿pero quién da más?
Sé que no faltan personas que reconocen lo sagrado in­
cluso a Hitler, sobre todo a Hitler, que pasa estos días por la
tele. Pues bien, no lo entiendo. Para mí, esta fascinación por
el cuerpo débil (el de Hitler), o por el de una mujer que no se
espera en las tribunas políticas pero que por eso es más exci­
tante, y que llega a vendar los ojos para asegurar el poder y
la cohesión del grupo, proviene de una religión laica. Es tan­
to más peligrosa por cuanto no comporta ni infierno ni códi­
go moral. Me parece que esta religión política es el final más
pernicioso de la Religión en el sentido más ilusionista del
término, y no tiene nada que ver con lo sagrado.
¿Qué más? Afirmas que sólo habría cuerpos femeninos
que salen volando en Occidente en el siglo xv. ¿Y Giotto? ¿Y
Dante? Los hombres también existen, no seamos «homófo-
bas». No te corregiré por la regresión que sería una «pres­
cripción del significante» —habría mucho que decir del
exceso pulsional ¡sin ningún «significante»! ¿Y si la pulsión
fuera el diablo de tu divino «significante»?
No, no tengo ganas de discutir. Recuerdo unas palabras
de Goethe: «¿Qué es lo sagrado?», pregunta en un dístico.
«Lo que une las almas», responde. Es sagrado lo que, tras la
experiencia de lo incompatible, establece un vínculo. Entre
las almas si se quiere. Casi tengo ganas de retomar mi tema
de lo sagrado del amor maternal, pero temo que me regañes.
Sin embargo, te debo una confesión: creo verdaderamente
en ello, ese algo sagrado me parece a la vez esencial a las
mujeres y fuertemente amenazado en un mundo que sabe
hacerlo todo, salvo «unir las almas». A veces he creído tan­
tear la alquimia: un violento impulso, probablemente bioló­
gico, seguramente narcisista, nos lleva hacia nuestros hijos,
lo barre todo a su paso, digo bien todo, puede abolir al otro
como a nosotros mismos, volvemos locas y locos, poseídos;
pero curiosamente, el vínculo triunfa, una calma viene a
aplazar la violencia, Eros y Tánatos se transmutan en ternu­
ra. Henos de nuevo en el origen de las palabras, allí donde
el amor se convierte en una lengua llamada maternal. Ima­
gino que Goethe concebía este amor en su visión de lo «sa­
grado» que «une»: escribió, por ejemplo, que un héroe es un
hombre muy amado por su madre. No insistamos...
Retomo el hilo de mi última carta: suponiendo que lo sa­
grado no sacrificial existe, ¿no podría ser lo imaginario una
variante posible? ¿Lo imaginario como una eterna vuelta
que abre el espíritu y el cuerpo a una inquietud sin fin, y per­
mite mantenemos firmes y flexibles en el siglo?
Un amigo americano, que da clases de inglés a David y
también a tu humilde corresponsal, porque verdaderamen­
te necesito perfeccionar el uso de este idioma, me hizo leer
el otro día un artículo del New Yorker. El autor se reía de
los libros sobre el health sex que inundan el mercado ame­
ricano. Producidas generalmente por mujeres, estas obras
dan mil y una fórmulas de indumentaria, comportamiento
y gestos para lograr un orgasmo genial, susceptible de ase­
gurar el bienestar y el éxito tanto conyugal como profesio­
nal. El autor del artículo ironiza alegremente, y con razón,
sobre estas sacerdotisas de la técnica sexual: ¿no llegan a
proponer su mercancía como un combate progresista con­
tra la religiosidad americana, sin darse cuenta de que predi­
can nada menos que una religión del sexo —en perfecta si­
metría con la religión de la Providencia? Y nuestro profe­
sor concluye: «La cultura americana es una cultura de la
Providencia —divina o sexual, no conseguimos salir, exigi­
mos una salvación. Los franceses sois diferentes: vuestra
cultura es una cultura de la Palabra, y todo termina siempre
con una distancia, cuando no con la risa o el ateísmo.»
¿Esto es sostenible, qué piensas?
Que América esté en busca de la Providencia a través de
estas exhibiciones técnicas de health sex, de virtualidad ex­
traterrestre y otras sectas que aspiran al nirvana por el suici­
dio parece sin duda evidentemente sofocante. Estoy igual­
mente convencida de que la cultura francesa que ha unido el
placer a la palabra no puede, ni debe, sucumbir a esta religio­
sidad. Quienes dijeron con Rabelais que «dar la palabra es
un acto amoroso», o con La Bruyére que la conversación
es un arte militar («hay más riesgos que en otras partes, pero
la fortuna es más rápida»), o quienes han desafiado a la
muerte junto a Bossuet transformándola en retórica («entro
en la vida con la ley de salir de ella, vengo a representar mi
personaje, vengo a mostrarme como los demás; después, hay
que desaparecer»), ésos no están dispuestos a unirse a la Pro­
videncia del sexo o a otras técnicas health. En Francia el psi­
coanálisis ha sido entendido menos como una técnica de cu­
ración que como una palabra de verdad. Pero fuera de los di­
vanes, ¿puede la palabra ser aún un arte amoroso, un arte
militar, una acogida de la muerte? ¿Puede asumir los debe­
res y los vínculos, actuar sobre ellos, hacerlos vivir?
Me gusta pensar que si Catalina de Siena no se hubiese
dejado morir de sed, habría intentado aliviar su dominio de sí
—el «deber» de mi analizada Agnés—, escribiendo sobre
esta tensión que la conduce a dominar a su madre y tutear a
Jesús. Agnés escribe poemas y, cada vez más durante nues­
tro análisis, cuenta historias: una manera de aflojar sus nu­
dos de angustia, de deuda y de culpabilidad. El relato, la no­
vela son formas simples, menos exigentes que la poesía, in­
cluso banales. Saben acostumbrarse a cualquier existencia y
no renuncian nunca a darle sentido: una especie de «deber»,
pero gastado, ni absoluto ni feroz, simplemente soportable.
El confesor de Catalina, que la defendió con éxito frente
a sus inquisidores y persuadió al general de los dominicos,
así como al papa, de que los pensamientos y el comporta­
miento de esta hermana eran conformes a la doctrina católi­
ca, aparentemente se dejó subyugar por la joven. Sin duda la
acompañó; la ayudó a soportar y aguzar su resistencia sobre­
humana; no la calmó. Porque el tiempo ha pasado y algunos
de nosotros somos más humanos que esos seres misteriosos
del siglo xrv, permíteme un instante que me ponga en el lu­
gar de ese venerable Raimundo de Capua. Yo habría pro­
puesto a Catalina —¡oh no, no un análisis, no bromeemos
con esto!—, ir a recogerse junto a los constructores de las
catedrales contemporáneos, y meditar sobre sus herramien­
tas. Debido a su tensión, a su propensión a dominarse, a en­
durecerse con las pruebas más exigentes (el hambre, el pus,
la muerte), le habría propuesto elegir una herramienta tan
humilde como recta. Por ejemplo una plomada de albañil:
que medite sobre ella, que mida sus pesos y sus aspiraciones,
y que venga a contarme lo esencial.
El superyó aplastante de mis anoréxicas, y de algunas
otras, me hace pensar a menudo en ese instrumento: ¿Cómo
podría conducirlas a no guardar de su superyó más que lo
que necesitan para hacer una plomada? No más, pero tampo­
co menos. Sin dominio mortífero. Justo la tensión necesaria
para tenerse en pie. ¿Serían capaces de tenerse en pie?
Este ejercicio de meditación sería una especie de taller
de escritura, o de puesta en relato de sí a partir de un sopor­
te simbólico. Me seduce por la humilde dignidad de la plo­
mada —su rectitud sobria, para nada aplastante, simplemen­
te indispensable. Pero aún más por el hecho de que se puede
hablar de ella, tejer las asociaciones que este hilo tenso po­
dría mostrar (a Catalina, a Agnés, a otras). El aprendizaje
imaginario alivia la tensión; no la hace desaparecer, pero jue­
ga con ella. Despierta la curiosidad, alimenta el hambre de
sentido y de significados; pero sin colmarla ni defraudarla,
evita tanto lo absoluto como lo vacío, indefinidamente.
Así pues, imaginemos. Imaginemos la plomada. A quie­
nes se ven anuladas por el deber más o menos consciente
les costará en principio percibir el interés de este banal ins­
trumento que utilizaban los constructores, antiguos y me­
nos antiguos: símbolo central, escapa a la atención, como
ocurre a menudo con las evidencias; su elegante modestia lo
sustrae a la curiosidad.
Para empezar, la plomada3 (¡uf!) está de acuerdo con el
deber. Me gusta su función, que es igualar las piedras de una
construcción: hacerlas entrar en la fila, evitar las desviacio­
nes. Sin embargo, creo haber atravesado el comunismo y
conquistado una libertad de mujer, de intelectual y de escri­
tora apostando por lo «excepcional» cuando no por lo «ex­
traño». Me gusta mucho la idea bíblica y cristiana según la
cual solamente de una «piedra mal escuadrada», de un «es­
collo» surgió la Luz de Yahvé, y le sucedieron Cristo y su
Iglesia. Sin embargo tengo la certeza de que esta desviación
libertaria es posible si, y solamente si, existe una plomada, si
integro en mí el sentido de esta alineación. Además, sé al
igual que tú que el mundo moderno favorece fácilmente la
desviación, pero no le importa saber de qué está hecha la rec­
titud. Ya que no hemos emprendido esta correspondencia para
buscar la excitación emocional, ni la ingenuidad infantil, ni la
gracia absoluta de una religión, sino probablemente, después
de todo, la posibilidad y el sentido de una rectitud que crea

3 La palabra francesa utilizada es «perpendiculaire» y la autora hace


un juego de palabras «pér(e)-pendiculaire», «pére» es padre. (N. de la T.)
vínculo, te propongo como imagen de lo sagrado contemplar
en ese hilo tenso una invitación a esa alineación.
He leído investigaciones inspiradas y doctas que desig­
nan la plomada como el símbolo de un conocimiento pro­
fundo, preocupado por hundirse cada vez más «abajo» y al
«centro»; se ha comparado con la trayectoria de Dante,
quien, guiado por Virgilio, no temió descender hasta los úl­
timos círculos del infierno antes de subir al paraíso. La pun­
ta vuelta hacia abajo de este modesto metal que es el plomo
indica bien de lo que se trata, y tengo la sensación de que
este descenso hacia «abajo» o al «centro» podría asociarse a
mi práctica de analista, preocupada por la memoria y el cuer­
po en lo que tienen de más banal.
Pero entre tantas otras connotaciones posibles, quisiera
privilegiar tres sentidos de la plomada, que me parecen ine­
vitables en esta divagación, tras los estancamientos del deber
de mi modesta Agnés y de la magnífica Catalina de Siena: la
rectitud, el secreto, la depresión.
Todo el mundo conoce este hilo: se tensa porque es atraído
hacia abajo por la gravedad terrestre manifestada por el peso
del plomo, pero también porque está suspendido del techo. La
rectitud es una tensión entre un punto de amarre y un peso:
la rectitud es una contradicción mantenida, exige un arriba y un
abajo, un techo y un peso. Ese hilo tensado nos hace imagi­
nar siempre la posición de pie —la verticalidad de la colum­
na vertebral; y por metáfora, en sentido figurado, la ploma­
da nos evoca la precisión y la justicia. Me parece que se con­
sidera demasiado a la ligera que la posición de pie es natural
al ser humano. No, son adquisiciones amenazadas continua­
mente, y que debemos retensar —a las que debemos ten­
der— sin cesar. «¡Ponte derecha!», decía mi padre, que fue
el primer ser de rectitud —de una rectitud excepcional—
que tuve la suerte de encontrar. No podemos imaginar lo
poco natural que es mantenerse derecho, lo difícil que es
mantenerse derecho. Sobre todo si «se» es una mujer, con
marido, hijo(s), amante(s), amigos y amigas, casa y trabajo,
la lista es interminable. No podemos imaginar qué difícil es
mantenerse derecha cuando se es una mujer con un marido
diferente a los demás, un hijo diferente a los demás, un ofi­
cio diferente a los demás —y que estos diversos puntos de
referencia son tanto potenciaciones como hándicaps (enten­
diendo que cada una de nosotras es «diferente a las demás»
y que tiene sus plomadas «diferentes a las demás»). ¡No se
puede imaginar!
Yo, Agnés, Catalina y las demás podemos intentar ima­
ginar y llevar a cabo esto: tanto la rectitud de mi cuerpo (de
mi columna vertebral que me cuesta tanto no curvar) como
la rectitud de mi espíritu, tal vez conseguiría mantenerlo si
me acostumbrase a la imagen de la plomada: no olvidar nun­
ca el plomo de mis hándicaps, no descolgarme nunca del te­
cho. Porque solamente así —estirada entre su peso colgante
y su punto fijo— mi tensión no es necesariamente una cuer­
da rígida que pueda romperse. Al contrario, puede tener la
flexibilidad justa de una plomada. Es decir, obtengo mi rec­
titud de mi peso, no estaría tan derecha si no tuviera todos
esos pesos. Pero también hace falta que esté bien engancha­
da en lo alto.
Con Agnés y Catalina, miro una segunda vez esa ploma­
da. El mediocre metal, gris-negro, lejos de la nobleza del oro
o de la plata, apunta como una flecha dirigida hacia la tierra.
Sin embargo, sabemos que por encima del punto de suspen­
sión se eleva la altura del techo y se despliega la luz del día.
En esta solidaridad superficie/fondo, luz/tinieblas veo la
imagen del secreto. Sabemos que sagrado y secreto caminan
juntos a lo largo de la Historia. Pero los griegos definieron la
verdad como un desvelamiento, y la Iglesia católica ha resti­
tuido el misterio universal, mostrado a todos. No tengo la in­
tención de discutir hoy los beneficios científicos y democrá­
ticos de esta comitiva de «fenómenos», «aclaraciones» y
«aperturas». Solo digo, sin embargo, que conlleva el riesgo
de lo espectacular y lo artificial. Y mantengo que la rehabi­
litación del secreto puede ser un contrapunto saludable fren­
te a estas tendencias, frente a estos peligros. No un secreto
que se complacería en sí, se contentaría consigo o degenera­
ría en corrupción, y que, en ese caso, sería tanto o más nefas­
to aún que la complacencia con lo aparente o el aparato. Sino
un secreto que, como el plomo de la plomada, pesa en la dig­
nidad de su concentración; y que, como la plomada, no olvi­
da que trabaja para que la rectitud se haga visible: es decir,
que aparezca a los ojos de todos en la visibilidad del edifi­
cio, que queda como la única prueba de la utilidad del plomo
secreto. Respetar el secreto de Agnés, Catalina, el mío —¿un
trauma?, ¿un deseo que no se puede sobrepasar?— y hacer
decir, dejar decir, hacer legible y visible lo que Catalina,
Agnés y yo somos capaces de formular aquí y ahora, a nues­
tro ritmo. Ése es el sentido del secreto en psicoanálisis. Y sin
duda de las mejores sociedades secretas: las de las amigas,
los cómplices, las cofradías filantrópicas...
Miremos por tercera vez esta plomada. Hay algo de de­
solado en la modestia de este metal, una nostalgia de la luz y
de la profundidad en la tensión de ese hilo. Los símbolos tar­
díos, se sabe, tienen nostalgia de las religiones anteriores, de
las que sólo recogerán fragmentos eclécticos. La nostalgia es
la hermana de la melancolía, se codea con la depresión y la
pérdida del sentido. Me gustaría ahora ser la abogada de esta
nostalgia y de esta depresión. Digo que son indispensables.
Digo que únicamente diciendo adiós a las antiguas seduccio­
nes y creencias de nuestros ancestros, acabando con sus bri­
llos artificiales en el examen de una sobria meditación, po­
demos dirigimos hacia nuevas verdades. No, el simbolismo
de las cosas cotidianas no es tristemente nostálgico. Se bene­
ficia de ese momento fértil de la depresión en la que asumo
la pérdida de lo antiguo y comienzo un nuevo renacimiento.
Pero me mantengo en el intervalo. Ese momento de interva­
lo, esa etapa de transición, ese espacio de suspensión —que
la plomada hace presente en su sobriedad arácnida— me
hace pensar que el relato que da sentido a nuestros objetos
cotidianos es el mismo lugar donde la nostalgia se transfor­
ma en «lo que va a venir». ¿En qué? No lo sabemos, proba­
blemente no lo sabremos nunca. ¿Y si ésa fuera la verdad?
No «un sentido» sino la «tensión hacia». Contentémonos
con mantenemos derechos y justos. Trabajemos para el sen­
tido, pero dejémoslo... indefinido, siempre «por venir».
Frente a las religiones y a las ideologías, diré que nuestra
atención a lo sagrado es «transitoria» (más que «nostálgica»)
y que, paradójicamente, esta calidad transitoria es su fuerza.
Una füerza mediocre pero verdadera. Como la del albañil de
antes provisto de su plomada, aún lejos del fin, siempre muy
lejos del final, pero que de esta nostalgia de lo infinito obtie­
ne su rectitud y su precisión.
Es algo de esto lo que intento hacer llegar en mis breves
interpretaciones e insistencias, durante mis sesiones con
Agnés. En cuanto a Catalina de Siena, ¿no pensaba en eso
cuando evocaba una «verdadera gloria», en oposición a la
«vana gloria»? ¿Quién sabe? Ella nos sobrepasa con su ex­
periencia sobrehumana, a nosotros que hemos nacido des­
pués del humanismo, pero que no olvidamos por eso lo sa­
grado.
Julia
Dakar, 21 de julio de 1997
Querida Julia:
¿He hecho bien burlándome de ti? Por lo que veo en tu úl­
tima carta, empiezo a dudarlo. Afirmo pues:
1) que la Virgen no es «la tuya», sino una invención teo­
lógica liberadora que te apasiona por esta sola razón;
2) que el «¡ea!» de mi última epístola no era el mío, sino
un «¡ea!» del flechazo mortífero;
3) que si echo pestes contra lo sagrado, es porque al gi­
rar a su alrededor como la gata alrededor del gato, presiento
sus derivaciones.
Abramos estas puertas. Primer malentendido: el «¡ea!»
del amor. Que el amor como negociación con lo prohibido es
indispensable, de acuerdo. Pero el mito amoroso en Occi­
dente es, según creo, lo contrario. Se transgreden las prohi­
biciones con una violencia extrema, con un mortal efecto de
exceso, emocionante al máximo, extremadamente hermoso,
sobre todo en la ópera. Como quizá recordarás, intenté de­
mostrar en uno de mis libros que las sublimes óperas del si­
glo xix eran también máquinas para saborear, con lágrimas
en los ojos, la agonía de las víctimas de este mito amoroso,
sobre todo mujeres. En esa época, me había concentrado en
las mujeres. Me equivocaba parcialmente. Es verdad que a
menudo los hombres agonizan con elegancia en las óperas.
Pero sean hombres o mujeres, en el siglo xix, los sacrifica­
dos son siempre soprano y tenor, registros de la juventud y
de la inocencia. De la vulnerabilidad y de lo infantil, si pre­
fieres. Llamamos a eso lo imaginario regresivo amoroso,
bastante poderoso aún hoy. Pues bien, es un estereotipo «con
riesgos». En todo caso, me ha jugado bastantes malas pasa­
das como para que no lo haya olvidado, y aún así, no me he
dejado la piel en ello.
Sobre la política tenemos algún desacuerdo. Me ofreces
en bandeja el amor sagrado de la patria, lo que me parece po­
lítica en el sentido originario de la palabra. Ya que la «pa­
tria» concierne a la comunidad en la que hemos elegido vi­
vir, o estar. Y cuando atribuyes a un mitin una carga de «fu­
sión» osmótica, es la palabra precisa. Totalmente de acuerdo
con lo sagrado republicano. Religión republicana, eso, es
otro tema del que no estoy muy segura.
Segundo mal entendido: Eva Perón. El aspecto político
de esta extraña criatura auto engendrada desapareció el día
en que se convirtió en sagrada. Hasta la toma de poder del
coronel Perón, tienes razón. Agitó lo suficiente a las masas
para sacar a Perón de la prisión, era su principal baza políti­
ca. Pero cuando se convierte en la esposa del presidente, no
es la «presidenta», se convierte en la Señora, y es algo tan
diferente que Perón no sabe como librarse de ella. Durante
un tiempo, ella tapa los agujeros de la pobreza con sus ves­
tidos de noche. Pero enseguida, le estorba. ¡Hizo de todo
para romper el mito de su mujer! Imposible, a causa de lo
sagrado. Políticamente, no existía sin ella, pero el asunto de
ella era una doble santidad: la del pueblo y la de la Argenti­
na que pretendía encamar.
Hábil, intrigante, sí, hasta el momento en que es física­
mente devorada por la devoción popular. Murió justo a tiem­
po: iba a ser nombrada vicepresidenta. Perón se alivió enor­
memente con su muerte, está demostrado. (Equivocadamen­
te, perdió el poder por ello.) En cuanto a Madonna, crees
burlarte, pero en lo que se refiere a la caricatura de lo sagra­
do, tienes razón. La cruz enorme en el pecho punk de sus pri­
meras películas, el papel de Evita que impuso no sin proble­
mas, la hija bautizada «Lourdes», el arrepentimiento por sus
blasfemias de juventud, finalmente su nombre artístico: ex­
celente negocio, porque para esta mercancía la demanda es
masiva. Indira sabe cómo identificarse con la diosa Durga,
Evita sabe como identificarse con la Señora de los descami­
sados, y Madonna sabe imitar lo sagrado. Pero no olvido las
derivaciones tiránicas de mis actrices políticas. En cuanto a
Hitler, por insoportable que sea el asunto, no sé cómo evitar­
lo. En política Hitler experimentó casi todo en relación con lo
sagrado. Desde la amplificación de la voz con el micrófo­
no hasta la designación de la víctima propiciatoria, desde las
altas llamas en la noche a los asesinatos clandestinos, desde
el amor loco de un pueblo, el alemán, hasta el plan secreto de
la Solución Final, que aniquilaría al otro pueblo, el judío,
desde el terrorismo al suicidio acompañado por la música
del Crepúsculo de los dioses... No se cómo podemos librar­
nos de él. De ahí mis inquietudes sobre la desmesura de lo
sagrado. Quedarse en la esfera de lo privado es una necesi­
dad imperiosa. Si no, peligro.
Tercer malentendido: las brujas. No ignoro ni a Dante ni
las pinturas de Giotto, ni, en los azulejos de las iglesias ba­
rrocas de Brasil, los santos crucificados en éxtasis provistos
de alas gigantes, y en vuelo. Que yo sepa, los hombres san­
tos no ardieron en una hoguera... En cambio, los inquisido­
res dominicos buscan cómo identificar a las malditas. Aho­
ra bien, la única demostración de esta obra mayor es que sólo
las mujeres son brujas, porque vuelan. ¿Quién olvida a Giot­
to? O más bien ¿quién lo ignora? Los autores de ese manual
de la Inquisición.
Cuarto malentendido, pero aquí exageras. ¿Te he regañado
sobre el amor materno? ¡Te he aplaudido! Pero ya que te enfa­
das, prosigo. Sí, el amor materno es del orden de lo sagrado.
¿La calma sigue por eso a la violencia? Pues bien, no siempre.
Las madres anoréxicas y las madres yidish (yo soy una, lo ad­
mito) no lo logran. Además describes en unas páginas admira­
bles el duro trabajo con una misma necesario para la domesti­
cación de lo sagrado maternal. Verdaderamente, ¡qué trabajo!
Pensándolo bien, nuestro único desacuerdo se refiere a
los factores de riesgo de lo sagrado. Pero en primer lugar, in­
sisto, llamo religión a una organización de lo sagrado que
pasa por un clero, ritos, obligaciones y sanciones. Por esto la
«religión» republicana no me convence del todo: veo dema­
siadas obligaciones en la palabra «religión». Mira los Esta­
dos Unidos. Lo curioso en esa nación es la dramática ten­
sión entre una democracia que funciona y el referente «Pro­
videncia», el juramento del presidente sobre la Biblia, un
desorden religioso. Un asunto de relación entre el placer y
la palabra, dices: creo que aciertas. Técnica de las imáge­
nes, hard sex, gore, extraterrestres, violencia y puritanismo,
éste es su caldero de brujas. La verdadera libertad del placer
está desterrada. Me pregunto desde hace tiempo sobre los
efectos perversos de la enmienda número 1 de la Constitu­
ción americana, que considera imprescriptible la libertad de
opinión. Sin duda valor sagrado en los Estados Unidos. Pero
en esta tierra abonada prosperan las sectas, una de las últi­
mas reconocidas por la justicia americana es simplemente...
satánica. Podemos reímos. También podemos recordar los
crímenes satánicos rituales en California.
En todo caso me divierte la idea, que tuviste antes, de la­
mentar tan graciosamente no haber podido «analizar» a Ca­
talina de Siena en tu diván... Pues sí, la «religión miserable»
de tu paciente Agnés afloja su presión. ¡Naturalmente, ya que
estás ahí! Hacéis el trabajo entre las dos. Me dices que Catali­
na de Siena no caminaba sola. Lo acepto, pero Raimundo de
Capua, su confesor, no supo desatar las cadenas del rigor a pe­
sar de todos sus esfuerzos. ¡Afortunadamente! Imagina que lo
hubiera conseguido. Ya no habría santa, ni comentarios de Ju­
lia Kristeva.
Tu metáfora sobre la plomada me maravilla. Y te llevo
de nuevo a la India, si no estás ya cansada. Es tan poco natu­
ral permanecer derecho, que el yoga ha tardado siglos en
analizar esta dificultad propia a la especie humana, en la que
la espalda se curva con la edad. No la de los yoguis, precisa­
mente. Para comprender la espalda recta de los yoguis, en la
India, he tomado muchas lecciones. Y dado que se puede ex­
plicar al maestro que no te atrae la mística, me he beneficia­
do de una enseñanza fundada en la fisiología. Desde esta vi­
sión materialista, la lección de yoga es de una gran simplici­
dad. En primer lugar, se practica la respiración con el vientre,
que ensancha la caja torácica, con lo que alza los hombros. In­
téntalo, verás. Respirando profundamente con el vientre, te
tira del lado de las clavículas, mecánicamente. Inténtalo con
los pulmones, sin el vientre: son las costillas las que se esti­
ran. Evidentemente, la respiración del yoga comprende otros
ejercicios más complejos, pero ninguno existe sin esta base
de enderezamiento de la espalda.
La principal postura consiste en mantener veinte minu­
tos máximo los pies en el aire, la espalda en la vertical, apo­
yado en la nuca, sostenido en ambos lados por los brazos; o
bien, pero esta postura no se recomienda a las mujeres, direc­
tamente sobre la cabeza, sin apoyo en la nuca. La cabeza aba­
jo, los pies arriba, es el «¡de pie!» al revés, recto como una
plomada; llamemos a esto equilibrio. Ya no se trata de des­
cender hacia «abajo», sino de levantarlo. Ahora lo que traba­
ja son los abdominales —el vientre—, y es sobre la nuca don­
de reposa el equilibrio, y no puede estar rígida. Según me ha
dicho mi maestro de yoga, este apoyo en la nuca masajea la
glándula tiroides, que, como sabes, es la reguladora del hu­
mor. ¿No es lo que buscas con tu plomada?
Finalmente, la posición que nosotros llamamos «relaja­
ción», se llama desde hace dos mil años «la posición del cadá­
ver». Tumbado, la espalda, la cabeza, los riñones, el cuerpo to­
can el suelo; con la única excepción del hueco entre la nuca y
la espalda. Es la horizontal integral. Y si se entra en la teoría
mística del yoga, lo que no es plato de mi gusto, es el momen­
to de la meditación sobre la indiferencia de la muerte, el desa­
pego de uno mismo: el equivalente en yoga de Bossuet. En
esta posición, como desconfío del misticismo y ya que no
estoy dotada para la meditación, me dejo llevar sin preocu­
parme por lo que me viene a la mente. Asociación libre a fin
de cuentas. Una vez que se pasa la fase de desatasco interior,
parecida a tantos comienzos de cura analítica, el pensamien­
to se calma y entonces es productivo. En lo que se refiere a
vaciar el espíritu, francamente gracias pero... De todas for­
mas, sé en qué posición estoy en ese instante. Se llama «ca­
dáver». Se vive vertical y se muere horizontal. ¿Pensaríamos
entre las dos posiciones, el espíritu vivo y el cuerpo simulan­
do la muerte? No podemos excluirlo.
En el siglo xx, las «yoguinis», las mujeres que practican
yoga, están muy presentes. Y en el mismo orden de ideas, las
mujeres derviches son cada vez más numerosas en la rama
del sufismo. El mismo ejercicio en el «Sama» de los dervi­
ches: es la espalda la que permite dar vueltas. El compartir
este aprendizaje de la «espalda recta» está pues progresando;
es decir, una vez más, no es natural. Tampoco simbólicamen­
te. Porque si es difícil aprender a mantener derecha la colum­
na vertebral, no es más fácil aprender a mantener derecha la
de la persona, en el sentido de la persona moral, de la perso­
na civil y de la identidad. La palabra latina persona significa
«personaje». Otra vez Bossuet.
Es ahora cuando haría intervenir la depresión, porque
cuando se está deprimido el «personaje» está hundido. Los
hilos están flojos. El cuerpo ya no está recto, sino abatido. La
identidad flota, la moral pierde pie, el corazón está vacío,
el sufrimiento es infinito. Sobre este punto, entre nosotras el
acuerdo es perfecto. En el único de mis libros donde creo ha­
berme acercado a la filosofía (La Syncope, philosophie du ra-
vissement), había escrito que la depresión era el único rito ini-
ciático que sigue existiendo en los países industrializados. Sí,
la depresión es completamente indispensable. Sí, es una útil
retirada. Sí, la postura de postración es un repliegue que no
cuesta mucho: la cabeza baja, los ojos invisibles al otro, el
cuerpo como una bola. Sí, la depresión permite enderezarse.
Sí, precede a un renacimiento, por eso la comparo a una ini­
ciación. El «trabajo del duelo» es una de sus versiones, y per­
tenece a la vida, no solamente a la muerte. Porque si la depre­
sión dura demasiado, se vuelve melancolía, estando vacía de
lo sagrado se pierde en un pozo sin fondo y el renacimiento
no se realiza. De nuevo estoy con las zonas de riesgo. Pero el
riesgo ¿puede evitarse? Sólo hay mucho riesgo en el exceso,
decían los griegos. Es incluso la definición de lo trágico.
Sobre este asunto hay una diferencia entre nosotras que
no es del orden del desacuerdo. Hablas de catedral y contes­
to yoga. Sin duda, con nuestras manías, la una cristiana, la
otra «india», nos provocamos como dos cabras en un puen­
te. Es porque nuestras biografías difieren sensiblemente.
Antes de elegir ser francesa, fuiste extranjera —por desgra­
cia para nosotros, muy a menudo te sientes aún tratada como
extranjera en mi país. Yo nací francesa de abuelos rusos por
un lado, bretones del otro; lo extranjero en mí es más lejano.
Tú has sido comunista en tu tierna juventud, y yo a la edad
adulta. Tú lo has sido en Bulgaria y yo en Francia. Tus pa­
dres han conocido la opresión comunista, mis abuelos rusos
fueron gaseados en Auschwitz por los nazis. Tú no estás di­
vorciada, yo sí. Tú tienes un hijo único, y yo hijo e hija. Fi­
nalmente, tú eres psicoanalista y yo solamente analizada. En
resumen, mi vida es más trivial que la tuya, en cierto sentido
más fácil de vivir, lo sé. No saco ninguna consecuencia de
esto, salvo que me parece encontrar entre nosotras una ten­
sión en el sentido musical del término: soprano por un lado,
mezzo por el otro. Una se alza a la cima, la otra desciende a
lo grave. La soprano es celeste, la mezzo infernal. La mezzo
ha sido a menudo destinada a los papeles de bruja y otras
malvadas en la ópera, asumo ese registro simbólico y te atri­
buyo la soprano, aunque sea un poco de víctima.
Pero ninguna de las dos voces puede cantar sin la espalda
recta, a causa de la respiración. Tanto en el canto como en el
yoga, se aprende a retener la respiración. En el canto es nece­
sario: la nota sostenida, la frase melódica, lo exigen. Cuando
falta el aire, la cabeza empieza a dar vueltas, se vuelve lige­
ra, es fácil de comprender: inútil decirte que traduciendo así
las enseñanzas del yoga, cometo un gran sacrilegio respecto
a la doctrina de los yoguis. Pero como soy materialista, es mi
forma de entenderlo. ¿Es tan diferente del canto? Mi amigo
Ruggero Raimondi me dice que no. El objetivo no es el mis­
mo, pero el efecto producido lo es totalmente. Ahora bien, lo
que me interesa en estas técnicas es la idea de suspensión, que,
ya lo has dicho, se une a tu plomada. «Retener» no está
tampoco mal, pero «retener» viene de «retención», que in­
dica el camino de la desviación. Retención del esperma en el
coito hasta el éxtasis y por tanto rechazo de la procreación,
retención de la respiración hasta la muerte. María Malibrán
pudo morir por ello. Exceso.
Suspender, pues, moderadamente. La espalda recta, pero
no rígida. Rígida es la parálisis. Mejor la luz que el deslum­
bramiento. Mejor la claridad que la iluminación paradisiaca
de lo inmediato después de la muerte en los reanimados. Fi­
nalmente hablemos un poco del secreto. Sea, es necesario al
igual que la depresión. Pero a riesgo de enfadar a Sollers,
que hace de él su regla moral, no tengo mucha afición por el
secreto absoluto. Que el secreto sea un momento de gesta­
ción, de acuerdo. Que sea la plomada de la cura de psicoaná­
lisis, sí. Que sea la regla de oro jamás transgredida, ya no me
gusta. Mira la francmasonería. Se comprenden las razones
circunstanciales que han hecho de ésta históricamente una
sociedad del secreto: había peligro. Fenómeno corriente en
los nacimientos de las religiones, el secreto sobre su perte­
nencia me parece prudente. Que haya en la masonería otras
razones unidas a un sistema de iniciación por grados, nada
más normal, sin ello la iniciación, que trabaja con la sorpre­
sa, no tendría ya ningún sentido. ¡Pero que el secreto de per­
tenencia dure después de varios siglos! Eso se vuelve simu­
lacro, a veces incluso farsa. Las cofradías secretas han podi­
do hacer daño —¡acuérdate de la logia P2 en Italia!— y
cuando utilizas la palabra «cómplice», este vocablo que te
parece inocente habla también de la culpable derivación de
la idea de secreto. Decididamente, la francmasonería debería
reformarse: la plomada es sagrada, el ideal admirable, pero
incluso en la masonería femenina, el secreto se ha vuelto fi­
nancieramente cómplice tantas veces... ¿Ves como soy des­
confiada?
Ahora la negociación. El psicoanálisis es su aprendizaje.
Fuera del diván, los verdaderos mediadores son escasos: a
veces se encuentran verdaderos diplomáticos, dos o tres pe­
riodistas lo suficientemente expertos para ejercer su magis­
terio, algunos individuos a quienes su biografía ha propor­
cionado las pruebas necesarias para aprender el arte de la ne­
gociación. Antes, los sindicalistas conocían este arte. Hoy
día, constato que el único portavoz de la negociación verda­
dera es una mujer, Nicole Notat (releyéndome algunos me­
ses más tarde, constato que la boca de Marc Blondel, que no
es «invertido», escupe palabras indecentes sobre esta mujer;
¡tanto mejor! Se evacúa él mismo. Una alcantarilla no sabe
retenerse). Pero para negociar hay que medir las palabras, el
momento, el tono. Hay que pararse y retomar, suspender
para avanzar. Cuestión de respiración.
El tiempo del secreto de la negociación me parece un
buen ejemplo de equilibrio. Como en el análisis, el tiempo
de la negociación es clandestino y limitado; como en el aná­
lisis, su práctica reposa en la palabra; como en el análisis, la
negociación exige un compromiso, esa palabra tan despres­
tigiada. Déjame describirte el proceso de negociación que he
podido ver de cerca en el trabajo en doce años de vida diplo­
mática. No existe nada más que la palabra. Comienza con el
secreto, que comparten el negociador y las partes, sabiendo
que un día deberá revelarse: ahí, en el fiituro del anuncio pú­
blico se encuentra la plomada de este asunto. Es parte de la
esencia del secreto de la negociación el ser revelado en el
momento oportuno; el pensamiento está sujeto al futuro.
El comienzo de una negociación pasa por una especie de
angustia que raya con lo sagrado. Se prepara todo en secre­
to; los adversarios se preparan para encontrarse. Helos aquí
delante, se ven de pronto, intercambian miradas. Se habla.
Ya «ellos» han pasado a «nosotros». El tiempo pasa. Según
los casos, es necesario guardar el secreto o revelarlo parcial­
mente: si se trata de liberación de rehenes, secreto total. Si se
trata de compromisos de paz, secreto parcial, incluso falso se­
creto, maniobra de distracción. Ejemplo: la conferencia Is-
rael-Palestina se abre oficialmente en Madrid, pero es en Es-
tocolmo donde se desarrolla la verdadera negociación. Cuan­
do es pública, la negociación no funciona, y se acompaña a
menudo de un trabajo de desplazamiento. Lo oficial es pa­
tente, pero lo latente se trata en el secreto.
Liberación de rehenes o compromiso de paz, la negocia­
ción cobra su sentido con el fin del secreto. Sigue un tratado
de paz que, al transcribirse por escrito, lo revela. Que la paz
se lleve a cabo o no depende principalmente del buen uso de
lo simbólico en la palabra negociada. Aún hoy, en numero­
sos puntos del planeta, hay que aceptar que los dioses, los ri­
tuales, la consulta a los adivinos y astrólogos formen parte
de ella... No veo ninguna contradicción con los componentes
políticos, e incluso económicos, de la negociación: porque
los componentes espirituales forman parte del aparato de la
negociación. Todo este trabajo de palabra empieza con un
momento sagrado, pasa por las mismas peripecias que el
análisis, y se acaba igual. Breve instante, algunas veces pa­
ródico en las malas jugadas (pienso en los incontables trata­
dos de paz africanos, tan pronto concluidos, tan pronto ro­
tos), esta fase efímera es capital.
Es lo que expresas tan apropiadamente con la «cualidad
transitoria» de lo sagrado. Mientras está de paso, lo sagrado
es indispensable. Si se «mantiene» demasiado tiempo, las
patologías se mezclan, la estructura quebrantada se recons­
truye con más agresiones aún que antes, no se produce nin­
guna novedad y los conflictos se redoblan. La «jugada»
—choque saludable— ha fallado. Por lo tanto, lo sagrado no
es productivo más que en lo transitorio. Esta vez, estamos
realmente de acuerdo. Por cierto, ¿transitorio o transicional?
Pero ¿por qué eres sibilina sobre la regresión como vuel­
ta de los significantes prescritos? ¿Por qué invocas el nom­
bre del Señor, y sin mayúsculas? ¿Qué significa ese «buen
dios» bajo tu pluma al hablar de excesos pulsionales?
Catherine
Querida Catherine:
Tu última carta me ha hecho mucha gracia. ¿Soprano yo?
Si pudiera cantar, sería más bien alto, pero no lo sé y tú no
corres el peligro de escucharme, con lo que la cuestión no se
plantea. Además, y ya que bajo tu pluma era una metáfora
por el tono de mis cartas, no creo subir tan alto. Pero después
de todo, cada una tiene su oído.
Mi Power Book es hoy transparente, no lo veo. Sólo veo
el geranio en el múrete de enfrente que baña sus ramilletes
en el azul del Fier, las pirámides de sal que se alinean en las
marismas, a lo lejos hasta la marca del campanario, y una luz
de madreperla, el deslumbramiento del medio día difumi-
nándose en la bruma. Es la hora propicia para las olas, la are­
na fina, las pieles que hablan y el silencio de las miradas.
Ningún «significante» «prescrito» o no. Existen estados de
regresión —o progresión— donde ya no hay significante, lo
reemplaza un ritmo, un choque de sensaciones, como el es­
tremecimiento de este mar, enfrente, un soplo que entra,
pero que no es portador de ningún significado. Ves, no estoy
de humor para «responder», a menos que, precisamente, éste
no sea el momento ideal para un tema como el nuestro. Lo
«secreto», los secretos, esenciales o a voces, los cruzamos
durante nuestra correspondencia, y los «excesos» de todo
tipo aún más. No se trata de sacarlo todo a la luz, ¿no es así?,
ni de decirlo todo —a buen entendedor, pocas palabras bas­
tan. Y no es porque el secreto haya podido ser «capitalizado»
por lo que es el espacio más favorable para la búsqueda de
las verdades personales, y también de grupos. Porque si no,
¿cómo haces sin compartir tu sagrado secreto? Entonces,
para que todo esto no degenere en secta, hay una única solu­
ción: continuemos el combate, es decir el cuestionamiento
permanente de todos, de una misma, y del propio secreto...
Si te parezco sibilina sobre la regresión, es porque cons­
tato en mí y en mis pacientes estados del cuerpo que hacen
estallar los significados de todos los significantes posibles e
imaginables. Después de Freud y con Lacan, volvemos de
nuevo a Freud, pero esta vez con la biología, para damos
cuenta de que existen estrategias de sentido sin significado,
«memorias» si prefieres, pero muy por debajo del lenguaje y
del significante. Cuando «eso» te invade, «eso» produce psi­
cosis —o éxtasis. Según la época, la suerte, y las pocas posi­
bilidades de las que disponen los humanos para crear. ¡Pre­
cisamente, dirás, quien dice «crear» introduce el «signifi­
cante»! No únicamente, no te precipites. Se crea a partir de
una separación, de ese abismo que se abre en el significante,
y ahí no hay Verbo. Aún no. Podría llegar a recordarte, ya
que lo sabes bien y tu Teo es la prueba, que es incluso de esta
separación de la que procede la Biblia: al principio, Dios se­
para —insisto.
No, no le tengo la menor confianza a lo sagrado, y nin­
guna devoción: puedes estar segura. Entre paréntesis, insisto
también en otro desacuerdo entre nosotras: no encuentro
nada de sagrado en Hitler, hace trampas con lo sagrado y lo
explota en religión, de golpe se alza como fundador de mo­
vimiento, como fabricante de mitos. Si le concedo interés a
lo sagrado, en medio y más allá de lo religioso, es porque te­
nemos interés en no olvidarlo. Procede precisamente de esa
separación, berechit, que abre la representación sin confun­
dirse en ella: el cielo y la tierra, el hombre y la mujer, y otras
divisiones más, cada una por su lado. A los humanos les
cuesta desenvolverse con esto, sin embargo, desde que exis­
ten como seres con sentido, es la separación lo que les preo­
cupa. Empiezan por producirla: ritos de decapitaciones (tra­
bajo en este momento sobre el catálogo de mi exposición en el
Louvre), cráneos, castración, muertes rituales, etc. Pero no,
termina diciéndoles el Dios de la Biblia, lo que os hace hom­
bres no es el acto de matar para creeros más fuertes que la
muerte, ni siquiera es el sacrificio. Podéis «sacrificar» simple
y lógicamente, contentándoos con observar lo prohibido. Al
principio no era el sacrificio, al principio era lo prohibido.
Sabedlo, eso os permitirá verbalizar a cual mejor, moraímen-
te. No dejareis de transgredir esa prohibición o esa moral, es
la vida. Pero si lo olvidáis, os atraparán desde adentro —seréis
acuchillados desde el interior, sangraréis, os pondréis enfer­
mos; o desde el exterior: perderéis vuestra situación y vuestra
seguridad, seréis atacados, poseídos, desposeídos, paranoi­
cos, locos.
Pero algunos están hartos: quieren acabar con la separa­
ción, lo prohibido, lo sagrado y su cortejo sadomasoquista.
¡Ya no más sagrado, se liquida, viva la razón, vamos a «di­
rigirlo» todo convenientemente! Un poco de diplomacia
(como dices), unos cuantos ordenadores, unos cuantos ban­
cos centrales... Pero he aquí que un buen día nuestros diplo­
máticos gestores se encuentran con un atentado en pleno
centro de la ciudad. O terminan viendo que sus mujeres su­
fren males que la neuroquímica no cura. Y que en las demo­
cracias pululan iluminados fundadores de sectas y deseosos
de que los tribunales las reconozcan como religiones. ¿Qué
relación hay entre un acto terrorista, una enfermedad psico-
somática y una secta? Te lo pregunto: he aquí una pregunta
para un juego televisivo, que puede producir mucho, enor­
mes desgravaciones de impuestos, a lo que se añade una pe­
queña prueba de laicidad republicana. ¿Por qué este baru­
llo? Simplemente porque al otro lado de lo prohibido queda
el abismo. Que no se deja absorber por la gestión de los sig­
nificados y los significantes. Que espera, o más bien no es­
pera lo que se le debe.
Otros, como yo (y tú, a pesar de nuestras voces discor­
dantes), piensan que sólo tenemos una forma de permanecer
vivos, es decir, de pensar: digo a propósito «pensar» y no
«calcular». Frecuentando como se pueda esta separación,
esta prohibición, este revés del sentido donde el sentido nace
al borde de un geranio o del agua del Fier, al borde de la
nada. Caminando a ambos lados, de la nada al ser, y vuelta.
Llamo ateísmo al sentido de este trabajo del sentido, su na­
cimiento, su larga vida. La extinción de la transcendencia en
la misma transcendencia. «Una empresa cruel y de mucho
trabajo», escribió Sartre. Hoy, ante esas gaviotas que chillan
de alegría al venir a beber cerca de mi múrete de viejas pie­
dras, no lo encuentro tan cruel, este gran trabajo. Sólo me
queda la certeza de una soledad, y el deseo de compartirla.
Lo que quiere decir, después de todo, que no estamos tan
solas...
Julia
Querida Julia:
Tu hermosa epístola llena de luz, acerca la teoría a la vida.
¡Formidable! Dices que no se trata de sacarlo todo a la luz: sin
embargo, sobre esos estados que describes como «eso» te ex­
presas con el único medio posible, la poesía; geranio, gavio­
ta, madreperla. Reduciendo así tus palabras a la flor, el pája­
ro y al molusco, elaboro, desfiguro. Borro su calidad transi­
toria.
Entre tanto, he pasado de Dakar a la región del Loira, lu­
gar regresivo de mi infancia, tan provisto de gaviotas como
tu isla al borde del mar. A esto se añade el paso de incierta
extrañeza que acompaña el regreso a la capital del propio
país. Ver París al amanecer —el avión aterriza sobre las cin­
co de la mañana— es descubrir fachadas renovadas por la
ausencia, una ventana de cristales medievales que no se ha
visto nunca, una cariátide, un extraño techo. Totalmente va­
cía, la plaza de la Concordia recobra un aire revolucionario,
a pesar de las fuentes. No dura, pero es bonita una ciudad va­
cía. ¿Qué relación tiene con lo sagrado? Para mí, el regreso,
la extrañeza, el vacío y la madrugada.
Estamos de acuerdo sobre el más femenino de los «as­
pectos fundamentales» de lo sagrado: el ateísmo del trabajo
del sentido. Pero déjame bautizarlo de una manera un tanto
diferente: la «mística atea del sentido». No dejemos la pala­
bra «mística» a los marginales de las religiones, y sirvámo­
nos de lo que este vocablo implica de misterio y de iniciáti-
co, en su propia etimología. En origen, mista en griego sólo
quiere decir «iniciado». Como Georges Bataille ha demos­
trado, esta mística atea no tiene nada de contradictorio con el
ejercicio de la razón. A condición, no obstante, de poder re­
gresar a ella, a la del propietario, señalizando el camino. No
intentaré «sacar a la luz», ya que no quieres. Pero me gusta­
ría sacar algunas cuestiones a relucir, para no dejar que se
pierda el espacio entre ateísmo y mística.
Tú y yo, cada una a nuestra manera, hemos explorado
los aparentes «regresos a» en las formas que toma lo sagra­
do. Regreso a la infancia, a lo sucio, al estado anal de los ri­
tuales de iniciación; regreso al cuerpo, a la vez puro e impu­
ro, interior y exterior, en el lirismo preciso de los místicos.
«Regreso» a la maternidad, de la que tienes razón al decir
que es el origen de lo sagrado. Pero hay mucho camino entre
el «Regreso» del que hablas tan bien y las peligrosas ilusio­
nes del «regreso» denunciadas por Lacan, a quien mencioné
antes. Pero, ¿cuál es el peligro?
La idea de regresión supone en su mismo enunciado un
regreso al pasado desaparecido. ¿Real o imaginario? Es uno
de los puntos principales del pensamiento freudiano. En el
periodo de descubrimiento, Freud tantea antes de resolver:
no, no hay escena primitiva original debidamente estableci­
da por los hechos. No hay regreso real al pasado en la cura
del psicoanálisis. Los «orígenes» traumatizantes sólo son re­
construcción, fantasma de piezas y trozos «arreglados» por
el inconsciente como un saxofonista «arregla» un tema mu­
sical. En vez de una falaz verdad originaria de donde partirían
todas las repeticiones de la vida de un individuo, Freud pro­
pone el «recuerdo-pantalla». Algo hay claro: hay una panta­
lla contra la que es inútil golpearse.
Por esto la regresión no es un regreso al pasado, sino un
regreso del pasado en la vida adulta, bajo formas contrarias
a los códigos de conducta. Lo sabes mejor que yo, el incons­
ciente no es nada educado. Bárbaro, mal educado, indecen­
te, como Poenia, la mendiga hambrienta de quien Aristófa-
nes inventa que es la madre del Amor en El Banquete de Pla­
tón. Pero no porque un humano bale de amor se convierte en
un verdadero cordero. La lección de Freud, es también que el
pasado permanece disfrazado. Por ejemplo bajo el aspecto
engañoso de un cielo geranio y de una gaviota de vuelo co­
lor de madreperla.
Ahora bien, la mitología de los orígenes usa y abusa de
lo sagrado para hacer el fundamento de numerosas religio­
nes, por no decir todas. La celebración repetida de un suce­
so sagrado toma necesariamente la noción de misterio de la
idea de origen, indefinidamente repetido en el rito. La misa
cristiana repite la última cena de Cristo; la rigurosa peregrina­
ción a la Meca la de la última peregrinación de Mahoma; el
doble enterramiento africano repite el viaje del ancestro fami­
liar de la vida a la muerte, después de la muerte a la vida. La
instauración de las reglas de repetición se convierte en un có­
digo —que Freud llamaría obsesivo— y lo sagrado se encua­
dra por el empleo del tiempo del rito, que empieza, se desa­
rrolla y se acaba según un reglamento inmutable. «Introibo
ad altare Dei»: subiré al altar de Dios, y le sigue lo demás.
Pero lo que fue el punto de partida de lo sagrado está tan
oculto como los elementos del recuerdo-pantalla. De este
modo, no se sabe gran cosa del proceso exacto de la revela­
ción. Se sabe más o menos qué paisajes predisponen a ello,
altas montañas, elevados acantilados, grandes extensiones
nevadas, desiertos, grutas oscuras. Esto no nos dice nada so­
bre el estado de revelación. Los filósofos han tenido proble­
mas con estas fronteras. Exceptuando las reflexiones de
Kant sobre lo sublime, pienso en las emociones de Nietzsche
en Sils María, recuerdo las palabras «alegría, lágrimas de
alegría» de Pascal en estado de arrebato, ciertas páginas
de Kierkegaard sobre el «salto interior» en el estado de an­
gustia, pero no sé mucho más. Durante el periodo de revela­
ciones, Mahoma sufrió violentos dolores de cabeza: ¿en qué
estado se encontraba realmente? ¿Y Jesús en el desierto? La
pregunta no se hace. Luego cada religión añade imaginería a
estas extrañas transformaciones psíquicas de los que sufrie­
ron el estado de revelación. El Profeta recibió la inspiración
del «ángel Gabriel»; Jesús en el desierto fue tentado por Sa­
tán. Sin saber tanto como nosotros sobre el plano neurológi-
co, los romanos tuvieron la intuición de atribuir el poder sa­
grado a sus epilépticos. Al menos el cortocircuito de cons­
ciencia de la epilepsia tiene el mérito de ser integral; la
inspiración se encuentra en el conjunto de fenómenos que lla­
mamos el «aura», la antecrisis. Luces azules, temblores, vi­
siones, olores extraños... Con las convulsiones todo se vuelve
negro.
No me hagas decir lo que no he dicho... La epilepsia es un
caso singular que no explica todo sobre el contenido mismo
de lo sagrado. Sin duda sabemos más desde que los místicos,
mujeres u hombres, cogieron la pluma para describir sus
tránsitos. Pero si somos, tú y yo, lógicas con nosotras mis­
mas, deberíamos concluir que lo sagrado, tránsito fuera del
tiempo, no tiene ni principio ni fin. ¿Cuándo empieza el mo­
mento sagrado? No se sabe realmente. Se intuyen las premi­
sas. ¿Y cuándo se acaba? Con el agotamiento, que no es un
final. Su naturaleza no es lo original, y es el mito el que pro­
duce las dos o tres fórmulas universales retomadas en todas
las culturas: «En el origen de los tiempos», «En el origen del
mundo», «Al comienzo era...».
Pero el mito es un objeto de lenguaje estructurado por
una lógica compleja. No dice la verdad sobre el origen, sola­
mente dice. Mi querido Lévi-Strauss, de nuevo él, demuestra
en sus Mitológicas que el mito no tenía otra realidad más
que la lógica del pensamiento disimulado en el relato. Por
ejemplo, analizando el primer mito que eligió como punto
de partida, analiza el papel de la pluma de guacamayo en la
sociedad bororo. La pluma azul pertenece exclusivamente al
adorno del cinturón de los hombres; y si se encuentra engan­
chada en una cintura de mujer, se puede deducir a simple
vista que ha habido comercio camal secreto. Bien. Luego, la
continuación de los mitos despliega una lógica tan secreta
como el coito furtivo en el bosque, y el proceso no tiene fin.
Más allá, extrapolación religiosa. Y a veces, peligro.
Porque hasta que se demuestre lo contrario, la búsqueda
del origen a escala colectiva siempre ha producido los mis­
mos efectos: radicalidad, racismo, rechazo de los cruces
de población y los flujos migratorios que hacen la historia de
los pueblos. Los ejemplos son tan numerosos que hay que
elegir. El mito del ario originario del nazismo ha creado es­
cuela, desgraciadamente. Se multiplica en todos los integris-
mos, ya sean musulmanes, judíos o hindúes, bajo una fór­
mula inmutable: «Reivindicamos el origen de los orígenes,
el territorio primero, la raza perdida, la religión pura desfi­
gurada por el tiempo.» Se quema a los slums musulmanes en
Bombay en nombre de la pureza del hinduismo porque es
«de origen», se mata en una tierra reivindicada en nombre de
la primacía —Palestina. Y en el valle de Band-i-amir, los ta-
libanes de Afganistán quieren hacer estallar las estatuas gi­
gantes de budas alejandrinos, más antiguos que la Revela­
ción del Profeta, porque representan imágenes divinas que
contradicen las instrucciones coránicas. Esta tensión entre la
pureza original y la impureza de la Historia está lejos de ha­
ber terminado con sus efectos destructores.
Voy a poner un ejemplo que tengo más cerca. Numero­
sos africanos no se detienen en demostrar que el origen de la
humanidad está en África. Y uno de los intelectuales más
ilustres del Senegal, Cheikh Anta Diop, ha querido probar
que los africanos descendían todos de los egipcios, que eran
negros. ¿Por qué Egipto? Porque sí. Madre de las civilizacio­
nes. De acuerdo, ¿pero qué más? ¿Qué es lo que aporta? Que
los egiptólogos eran blancos occidentales que, por razones
de blancos, ocultaron la africanidad de los egipcios. Bueno,
¿y luego? ¡Ah! ¡Pero vamos, todo pensamiento de blanco es
antinegro! Ningún argumento sirve; como hubo coloniza­
ción blanca, los africanos son antiguos egipcios, ea. Y he
aquí el racismo retomado a la inversa, por una cuestión de
origen. La cuestión del origen, ¡qué asco! Mira la batalla ju­
rídica entre los defensores del derecho de «sangre» y los de­
fensores del derecho de nacimiento. Los primeros están de
parte del origen y se convierten en racistas sin ni siquiera
darse cuenta. Los segundos se agarran al único elemento sa­
grado de la idea de República, la que te hace vibrar como a
mí al escuchar La Marsellesa.
Hablemos de esta imagen femenina, Marianne. La extra­
ña idea de elevar al estado de icono a una mujer que lucha lle­
vando una bandera sangrante... Me dirás, tras la Revolución y
el Imperio, Marianne ha sido asimilada a la Bardot, la Deneu-
ve, la Marceau. ¡Grave error! Marianne es la idea de una ma­
ternidad abierta a todos sus hijos y que lucha por su libertad.
No hay que encamar a Marianne con los rasgos de una mujer
real, por muy representativa que sea su belleza de una época
dada. Marianne no está hecha para encamarse, porque es la
abstracción de una madre que protege a sus incontables hi­
jos. No tiene ningún origen. Marianne no tiene lugar de na­
cimiento, ni edad, ni cara, ni color de piel.
Soy madrina de una niña bautizada según el rito republi­
cano, es decir que he firmado por escrito el compromiso de
cuidarla en caso de necesidad. Lo sagrado republicano se
transcribe en un papel que permanece y se inscribe en la ley,
que se aplica a todos sin discriminación de origen. De acuer­
do, lo sagrado republicano ha conocido sus derivaciones; ha
engendrado el Terror. ¡Pero precisamente! Sólo se ha con­
vertido en asesino tras haberse transformado en religión del
Ser Supremo. Ritual, ceremonia —y persecuciones. Se defi­
ne un nuevo origen y «se hace tabla rasa del pasado». Stalin,
Pol Pot, Mao, Hitler, Kim II Sung, a escoger. Tabla rasa o re­
greso, se impone un origen limpio. Limpio, lo contrario de
sucio. Pero estarás conmigo en que lo sagrado exige el de­
sorden, incluso una forma de suciedad.
Pocas ideas son tan productivas como la de la necesidad
de desorden, idea vieja, muy vieja que no se gasta nunca, y
que demuestra de vez en cuando su validez política: pienso
en un excelente libro de Jean-Luc Mélechon sobre la con­
quista del caos. Desorden, el momento de la revelación que
causa dolores de cabeza o sudores de sangre. Desorden, la
percepción súbita de la vacuidad del desierto, de la inmen­
sidad montañosa, de la grandeza de la tormenta. Desorden,
el proceso de creación artística descrito por Antón Ehrenz-
weig en El orden oculto del arte. Yo no veo inconveniente
en proyectar una parte del proceso del arte sobre el de lo sa­
grado.
Ehrenzweig describió las etapas de este proceso de for­
ma laboriosa, como un trabajador del psicoanálisis. En pri­
mer lugar, descubre un brutal desorden de los elementos,
una perturbación del orden de la vida. Después, en segundo
lugar, un scanning, es decir, un barrido rápido, recomposi­
ción de los elementos en un orden de parto, de parto aún des­
conocido. La tercera etapa es la del derrumbamiento depresi­
vo seguido de un profundo asco. Finalmente nace la obra, es
decir, el advenimiento reconocido de un orden nuevo. Deje­
mos la obra al artista; lo que me interesa de esto son los pri­
meros momentos: conmoción, scanning, depresión. El con­
junto del proceso descrito por Antón Ehrenzweig me hace
pensar en el baby blues que siente la nueva madre en las ho­
ras que siguen al parto. A la enorme conmoción del cuerpo
le suceden el nacimiento del bebé, el momento depresivo de
la madre, y la alegría.
Baby blues, ésta sería una buena definición de lo sagra­
do. Aplicable a toda creación, ya sea real o metafóricamente
maternal. He aquí con qué irritar a Sollers... ¡Habrá denun­
ciado suficientemente al baby como moneda en el comercio
sexual actual! Pero Sollers, venga... El baby del baby blues
no es un chantaje sentimental porque ya ha nacido. Ya ha sa­
lido del cuerpo junto con su envoltorio de placenta, que en
tantas regiones se entierra bajo el árbol o la casa por miedo
a perder el doble del alma que acaba de encamarse. Ese baby
ya tiene su propia vida. Mientras que el baby blues de la ma­
dre designa el efecto de vacuidad; el vientre está vacío de su
carga, como el espíritu en el budismo. El baby blues expresa
el estado psíquico de la madre en el después, el puro senti­
miento de haber sido lugar de paso, ahora se acabó. Extraña­
mente me viene al pensamiento la imagen del hurón, ese pe­
queño roedor furtivo con el que Lacan representa el signifi­
cante: ha pasado por aquí, volverá a pasar por allá... Las
generaciones se suceden.
Comprendo el baby; queda el blues. ¿Por qué tras el
nacimiento se le da al baby una palabra musical? Música de
esclavos deportados, el blues nace de los cantos de la tierra
cultivada para los amos, una tierra que nunca más será la de
la «madre África» (pongo comillas a fuerza de escuchar las
dos últimas palabras del himno del Senegal, palabras de
Léopold Sedar Senghor, «Saludo, madre África»), Pues bien,
¿sabes que los esclavos africanos deportados al Brasil se sui­
cidaban comiendo tierra? No comprendí el verdadero senti­
do de esta extraña muerte hasta que estuve en Dakar, traba­
jando con mis estudiantes de la Universidad de Cheikh Anta
Diop —¡pues sí!— sobre el objeto transicional según Winni­
cott. Imposible encontrarlo bajo la figura de la mantita o el
osito de peluche, el objeto transicional en África Occidental
podría ser la tierra, que el niño traga alegremente bajo la tier­
na mirada de las mujeres de la familia. Esta costumbre no
sólo está admitida, sino prescrita: para crecer hay que comer
tierra. En el exilio mueres con la tierra que no es la tuya.
«Come tu Dasein», decía Lacan citando a Heidegger. Hay
que comprender que en África el Dasein es «una parte» de
la tierra. El blues procede de ahí, como la respiración del
canto procede de los abdominales del vientre.
Intento enlazar el desorden con tu plomada. Y pienso en
los cantantes de la India. Cualquiera que sea su sexo, su esti­
lo y los instrumentos de acompañamiento, todos tienen la
misma posición del cuerpo, los mismos gestos de manos. El
cuerpo: sentado, piernas cruzadas, en perfecto equilibrio. Las
manos: una en la oreja para asegurarse de la buena resonan­
cia del acorde, y la otra revoloteando, en vertical u horizon­
tal. La mano del cantante o de la cantante surca el espacio,
en anchura para una nota sostenida, en altura para una gama
que se eleva. Nunca la voz baja o sube sin que el gesto dibu­
je el motivo. El equilibrio musical se dibuja tanto más clara­
mente en el espacio porque las notas de la música india pa­
san por los medios y cuartos de tono. Mirando, el oyente
sube y baja la escala de los sonidos.
Entre los derviches rotantes mewlewi de Turquía, el equi­
librio del cuerpo que gira se asegura también con los brazos,
uno hacia arriba, otro hacia abajo. Pero una mano con la pal­
ma vuelta hacia el cielo, y la otra hacia la tierra, aunque el
cuerpo entero es un vector vertical entre los dos. Una ploma­
da. Los coreógrafos te lo dirán: el trabajo de la danza pasa
por una relación entre la tierra y la verticalidad. Recuerdo
haber escuchado a Karine Saporta mencionar las danzas «te­
rrestres» cuyos cimientos siguen siendo invariables: flamen­
co, danzas chamánicas, danzas muy lentas del shite en el no
japonés. Es de este acercamiento vertical de donde surge,
tanto en la música como en el baile, el sentimiento de ingra­
videz. La ligereza.
La ligereza. He aquí una palabra que se repite bajo la
pluma de Kierkegaard y de Nietzsche cuando sobrepasan las
pesadeces. Uno y otro esbozan tres pasos de danza invitando
a mujeres a su metafísica. Para Kierkegaard, son, en las ópe­
ras de Mozart, las pasajeras parejas de Querubín, Papageno
y Don Giovanni, en quienes el filósofo distingue las tres eda­
des de la virilidad. «No so piu cosa son, cosa fado», aria de
Querubín, el amor adolescente. «Pa-pa-pa», aria de Papage­
no, el amor procreador; aria del «Champagne» para Don
Giovanni, el amor aplazado. Para Nietzsche, son los poderes
irreales, Carmen en la ópera de Bizet, Ariana de pequeñas
orejas. Es pues «tirándose» a las chicas como el filósofo ac­
cede a la ligereza metafísica de la música. ¡Canciones! Como
si la música no fuera pesada de sobrellevar...
¿Has visto alguna vez a un cantante o director de orques­
ta cuando salen de escena? Jadean. Tras la célebre aria del fi­
nal del primer acto del Don Giovanni de Mozart, el cantan­
te, postrado, se queda sin respiración durante largos minutos
y le cuesta recuperar el aliento. Al final de un concierto, el
director de orquesta ha perdido algunos gramos y su unifor­
me —el frac negro— está bañado en sudor. Sin embargo, su
batuta es ligera; pero, dice, el esfuerzo de llevar la orquesta a
golpe de brazo es terriblemente agotador. ¡He aquí algo dife­
rente a Nietzsche y Kierkegaard! La ligereza se paga siem­
pre con un peso físico enorme. El resultado tiene que ver con
lo sagrado de la escena, cuando acaba la representación, el
artista cae en un blues de fatiga. De ahí su necesidad, cuan­
do acaba el espectáculo, de prolongar la noche para absorber
el esfuerzo y llevar de nuevo al cuerpo a la norma de la so­
ciedad, abandonada durante el tiempo del ejercicio. La in­
gravidez se paga con sudor.
Pero si ya has bailado, hablo de los bailes llamados de
«diversión», debes conocer esas sensaciones: tras un largo
vals, un interminable tango, un mbalax cualquiera, se está
«vacío». Recientes estudios sobre la fatiga han demostrado
lo que la intuición ya sabía: durante el ejercicio, no se siente
la fatiga, hasta el punto de que conduce al éxtasis. E incluso
cuando se trata de una diversión, el baile tiene como finali­
dad cansar al cuerpo para alcanzar la ligereza de la concien­
cia. Cuando termina soplas, estás vacía, estás «bien». Prepa­
rada para todo, para ti, para el otro, para nada. Me parece que
este cansancio feliz tiende hacia lo sagrado. Es decir, que en
todos los casos uno tiene que «abandonar» su cuerpo. No está
prohibido hacerlo de buen humor.
La música se emplea para eso, este «supremo misterio
de las ciencias del hombre» que desespera a Lévi-Strauss al
final de la introducción de las Mitológicas. Pero lo que dice
no es despreciable. La música agarra al oyente por los movi­
mientos lentos de los órganos internos. Obtiene sus efectos
del tiempo visceral. Un ejemplo simple: el ritmo binario de
la música tecno sintonizado con el ritmo de los latidos del
corazón. Más complejos, los ritmos rotos del «3 por 2» y los
sincopados juegan con el traspiés, el contoneo del tiempo;
algo así como un paro del corazón en seguida reactivado, di­
gamos un «arriba los corazones». Pero en cuanto a dar cuen­
tas de la naturaleza exacta de la música...
Por ejemplo, los musicólogos se han quebrado la cabeza
con el tema de los efectos de las percusiones en el trance: ¿es
el martilleo de la percusión en el tímpano lo que desencade­
na el trance, o bien la percusión no es más que la señal codi­
ficada del trance? ¡No te imaginas cuántas batallas sucesivas
ha podido suscitar este pequeño problema de tambores! En el
primer caso, el trance es de origen físico. En el segundo, em­
pieza con lo simbólico. Pero nada permite decidir. Lévi-
Strauss tiene razón; material e ideal, física y espiritual, la mú­
sica sigue siendo un tope indispensable para las ciencias.
Tanto peor para la comprensión de lo sagrado. O tanto mejor.
Imposible de analizar, de pensar, la música es un elemen­
to de lo sagrado. Me gustan los mitos sobre el origen de la
música por su crueldad. La invención de la lira por Apolo,
resultado de sacrilegas matanzas de rebaños divinos. Su
flauta, inseparable de la desolladura de la piel de su rival
Marsias. La historia de Orfeo, a quien, como premio por la
musical pacificación de los animales salvajes, las bacantes le
cortarán la cabeza. La imaginería de Shiva, dios de la vida y
de la muerte, de la música y de la danza, que da ritmo a la
expiración del alma con su pequeño tamboril, y baila sobre
los cadáveres escogidos. Se adivina el origen de la piel ten­
sada de los tambores, la de las tripas secas para las cuerdas,
se presiente lo horrible del hombre despedazado. Porque si
la caja de resonancia puede ser una calabaza, para el sonido
propiamente dicho nada vale como la textura de lo vivo. En
la época de las guerras husitas, en el siglo xv, el gran tam­
bor de llamada de Jan Ziska del Cáliz se dice que estaba ten­
sado con pieles humanas... Y en los mitos japoneses, sólo el
cuerpo de una virgen que consienta ser arrojada en el metal
fundido permite al fundidor obtener la pureza deseada. Estas
barbaries legendarias fijan la música en lo sagrado imagina­
rio, vaya, un poco como en La consagración de la primave­
ra, en el momento de la inmolación de la virgen. A la músi­
ca, Chabrier, de quien Lévi-Strauss toma prestado el epígrafe
de las Mitológicas, le dirigió esta hermosa invocación: «Ma­
dre del recuerdo y nodriza de los sueños.» Maternal y airulla­
dora, la música. Que se le hayan dedicado sacrificios huma­
nos es explicable. Que se le haya consolado luego cantando
es posible. A pesar de los excesos que haya podido suscitar,
sigue siendo la mejor cuna, la más sublime, para transitar por
la saludable nostalgia de lo sagrado.
Es de noche. Mis gaviotas están dormidas, el río está va­
cío de sus alas; un vago chillido adormecido me indica que en
la otra orilla las garzas sueñan en sus nidos. El cielo estrella­
do, amado por Emmanuel Kant, está encima de mi cabeza, y
espero que la ley moral esté en mí como lo exige la simple
razón. Imagino que después de haberla comenzado en Áfri­
ca y en América, no es por azar por lo que terminamos esta
correspondencia en Francia, al borde del agua, tú en tu isla
de Ré y yo en mi Loira, tan cerca y tan lejos una de la otra.
A buena distancia de pensamiento y cartas —un centenar de
kilómetros a vuelo de gaviota— en una separación constan­
te de los mundos, que nos habrá permitido divagar a gusto.
¿Hemos divagado? Sin duda. Reclamo el derecho impres­
cindible a la divagación, y tratándose de lo sagrado, el derecho
al sacrilegio. Me parece que no hemos abusado, aunque es
verdad que hemos buscado el buen uso de lo sagrado míni­
mo, imprescriptible y exigente, como todo verdadero ateísmo.
Una divagación se acaba esperando el alba. Son las tres, ya
no tardará. Como buena lechuza filosófica, voy a dejar mis
gafas y a cerrar los ojos de búho.
Catherine
Ars-en-Ré, 23 de agosto de 1997
Querida Catherine:
Volvíamos de «La Baleine bleue», el puerto de Saint-Mar-
tin se bamboleaba al ritmo de la fiesta del Jazz, y he aquí que
recibo tu fax ¡que reabsorbe lo sagrado en la música y la
danza! No podía llegar más a propósito.
Otro punto en el que estamos de acuerdo: el culto al «ori­
gen» es la secuela religiosa que alimenta los integrismos polí­
ticos modernos de todos los lugares. Sin embargo, ¿quién po­
dría criticar esta ilusión fundamentalista de un «fondo» que
hay que restaurar, sin reconocer que se arraiga en una intui­
ción acertada: que existen otras lógicas, si no más profundas,
al menos heterogéneas a la superficie política y policial de la
comunicación racional y racionalista? Lógicas del incons­
ciente, ritmos y polifonías de la música subyacente a la pala­
bra y a la palabrería: un infrasentido, al igual que hay infra­
sonidos.
Algunos creen haber agotado las religiones demostrando
que un pensamiento laico se preocupa tanto, o más, del «otro»
de lo que lo hace la caridad de los hombres de fe. Pero mien­
tras no se reconozca otro otro —que no es la otra persona, mi
semejante, mi hermano, sino el otro lógico en mí, mi extra­
ñeza, mi heterogeneidad, las gamas que me habitan bajo la
superficie uniformizada de los usuarios de la técnica—, pues
bien, el culto del «origen», del fondo inaccesible, del paraí­
so innombrable reclamará su «regreso de lo reprimido» bajo
la forma de «fe» o, más brutalmente, de guerras fratricidas
que pretenden reconstituir el fondo perdido.
Tu carta concluye ya nuestro intercambio, y podríamos
dejarlo aquí: quedamos en la línea, en suspenso, apenas ro­
zado el abismo de lo «sagrado». Has debido notar que esta­
mos muy de actualidad: los JMJ católicos agitan a Francia
entera y obligan a las figuras de los medios de comunica­
ción a anunciamos la existencia de un «instinto divino»
(¿de vida, de muerte, o de un tercer tipo?), con el que enviar
a Voltaire y Nietzsche a sus queridos estudios cuando no a
la locura, y salvar a la juventud por fin responsable. «Nos»
aliviamos, «nos» libramos de una buena en mayo del 68,
con el jazz precisamente, el aborto si aún osamos nombrar­
lo, sin olvidar a Picasso, Bretón, Artaud, Bacon, Burroughs
y algunos otros...
Te he molestado bastante con «mi» Virgen María y las
santas católicas para no temer faltarle el respeto a esta reli­
gión que hace hoy una «manifestación de fuerza» (lo he leí­
do en la prensa), ni subestimar sus sutilezas en materia de
conocimiento del alma humana, incluidas las mujeres. Sim­
plemente, en el corazón de mi complicidad analítica con los
creyentes, me extraña que extrañe. Los seres humanos, jóve­
nes y menos jóvenes, ¿no tienen una necesidad imperiosa de
amor? ¿Y la presencia de un Padre que les ama no es la ilu­
sión por excelencia, con todo el futuro por delante? Y final­
mente, es indiscutiblemente más razonable que, si debe arro­
dillarse, el mundo se arrodille ante un Padre que ama, que
predica el respeto al otro, más que ante un ayatollah que re­
clama cabezas cortadas.
Sin embargo, una pregunta ha desaparecido tanto de las
JMJ como de los medios de comunicación: ¿aún somos ca­
paces de ser libres? Recuerdo la versión formulada, hace
muchísimo tiempo, por un católico además, aunque conde­
nado, el Maestro Eckart (1260-1327): «Pido a Dios que me
deje libre de Dios.» Pasando por él, y retomando el plantea­
miento filosófico, hasta Freud y Heidegger, otra vía perma­
nece abierta para nosotros, pobres humanos que necesitamos
el amor: una rama de la alternativa que no termina solamen­
te en la autorización de los preservativos.
Tomemos a Freud: el hombre religioso es su tema, no su
enemigo. El psicoanálisis explora las angustias y las psico-
somatosis de ese hombre precisamente —quien, de tótem a
tabú, consagra al padre, al amor y a las prohibiciones. Des­
velándole sus deseos, el psicoanálisis no le suprime sus es­
peranzas: se las restituye, pero aclaradas. En adelante apare­
cen posibles la moral y lo sagrado, por fin liberados de la ne­
cesidad de tener alucinaciones con una aparición maternal o
paternal, como hizo santa Teresa de Lisieux, disfrazadas de
pensamiento «originario», para retomar tu palabra.
¿Ves?, me siento tan lejos de las necesidades infantiles
de reponer al padre amante para unir en tomo a él a los fie­
les, aunque sean los más sinceros y los más generosos, como
de quienes niegan vulgarmente esa necesidad. Porque la li­
bertad, en nombre de la cual, efectivamente, se han cometi­
do muchos crímenes, no deja de ser la más preciada de las
herencias, como dijo magníficamente Kant. Cuando veo la
influencia que ejercen, en el césped de Longchamp, el es­
pectáculo y la fe, el espectáculo de la fe, me doy cuenta del
extraordinario valor que han necesitado ciertos hombres y
mujeres, desde hace milenios, para liberarse de esta magia.
¡Heroísmo puro! Las metamorfosis de esta libertad también
pasan por los debates internos del pensamiento católico, y
estoy convencida, como lectora de Hegel, que es atravesan­
do el cristianismo como se alcanza la subjetividad libre de
los hombres y las mujeres. Atravesándolo, es decir, cono­
ciéndolo y analizándolo: no encerrándose en él.
La discusión que hemos abierto no podrá acabarse más
que arbitrariamente. Me gustaría dejarte la última palabra, si
quieres, pero no sin haber planteado algunas cuestiones que,
a la luz de esta jomada de Catho Pride, se abren hacia otros
continentes de lo religioso y de lo sagrado, que no hemos
abordado suficientemente aquí, y que el siglo xxi, con el des­
pertar pendiente de las mujeres, tendrá que afrontar. ¿Se de­
jarán asimilar por el catolicismo u otra religión de ambicio­
nes universalistas? ¿Coexistirán pacíficamente? ¿Se comba­
tirán? Estoy convencida de que es de la tradición filosófica,
que hemos llamado «atea», de donde surgirá esa diagonal
capaz de federar una humanidad que desea estar «libre de
Dios» sin perder el sentido del trabajo del sentido.
Pensando en todos estos meses de correspondencia, me
parece que evitamos una cuestión que, sin embargo, no deja
de preocupamos, y que hace poco hemos mencionado bre­
vemente por teléfono. ¿Y el islam en este viaje a través de lo
sagrado? Ese islam cuya visión integrista horroriza al mun­
do moderno, hasta el punto de que no especialistas —como
tú y yo— no tienen ningunas ganas de hacer clasificaciones
sutiles entre el «fondo» y los «excesos», tan grande es el ho­
rror por las matanzas que se despliegan en la portada de los
periódicos de este fin de semana, aunque eclipsadas por la
muerte de Diana, que desafía al razonamiento. ¿Qué comen­
tar, sino la indignación, la condena inapelable?
En el África negra y en la India te has enfrentado a otro
islam, y sabe Dios cuan polimorfo es el islam. Me hubiera
gustado que me hablases de esas caras insólitas y múltiples.
Yo sigo teniendo la impresión del horror. Una de mis ami­
gas, periodista, regresa de Argelia: ha visitado hospitales,
entrevistado a las mujeres supervivientes de degollaciones,
algunas sepultadas bajo un centenar de víctimas a quienes
los islamistas les han cortado la garganta en nombre de Alá.
De origen argelino, Sabrina lucha en Francia por la emanci­
pación de las mujeres. Pertenece a una asociación de ayuda
a las mujeres argelinas y no tenía palabras para comentar su
reportaje: sólo cólera y gritos. La religión, esta religión, no
tiene para mi amiga nada de sagrado: condena a las mujeres
al «muro» del fular; las consagra a la sumisión; mata fría­
mente a todos aquellos que no comparten el dogma extre­
mista. Naturalmente, Sabrina puede «comprender» como se
ha llegado aquí: corrupción del régimen militar; endureci­
miento del dogmatismo que habita en toda religión y del que
te proporcionaba, en una carta anterior, los callejones sin sa­
lida anoréxicos y mortíferos —a fin de cuentas menos bru­
tales que estas filas matanzas—; crisis económicas; enfren­
tamiento entre potencias occidentales democráticas que de­
jan a sus antiguos protegidos arreglárselas solos, no sin avi­
var los odios entre los diversos clanes en guerra fratricida.
Pero es la propia religión lo que abomina mi Sabrina, y debo
decir que mi ateísmo no es impermeable a su cólera. No obs­
tante intento calmarla.
¡Imagíname en ese papel de defensora del Corán! Me
acuerdo de una hermosa conferencia que dio, en mis semi­
narios de Jussieu hace ya varios años, antes de la crisis iraní
y del fundamentalismo magrebí, esa notable mujer que es
Eva de Vitray-Meyerovitch, especialista en la mística islámi­
ca. Nos habló del tiempo coránico: vertical, decía, tomado
de lo Absoluto, que impone un vínculo especular entre mi­
crocosmos y macrocosmos; pero también atomizado, roto en
momentos autónomos, únicos, que respetan la tonalidad sen­
sorial de cada elemento, ya sea cósmico o humano. El térmi­
no hal traduciría esta modulación sensible, mientras que en
música el término maqam expresaría los modos y grados de
su realización. La mística islámica es rica en estas singulari­
dades calculadas y dispuestas en algoritmos, en álgebra
—más que en geometría como en nuestra tradición griega.
Me gusta esta idea islámica de una poética de los seres
en el tiempo de su absoluto, y me gusta pensar que los der­
viches rotantes (entre otras corrientes místicas), de quienes
Rumi fue el genio y a quienes Eva Meyerovitch ha estudia­
do, representan una cima de esta subjetividad poética. Hecha
de danza, sonidos, sentido —a la vez exaltada en la magia de
una pasión y dominada, purificada, blanqueada como el res­
plandor del espejo que refleja un más allá. De acuerdo.
Sin embargo me inquieta el poco lugar reservado a la
mujer en esta sublime sublimación. Así, incluso en las cofra­
días místicas y muy aristocráticas de Sama, que dan intelec­
tuales, calígrafos, músicos, democráticas en el sentido en
que van a los pueblos y hacen participar a los campesinos,
pues bien, las mujeres reciben sesiones de recitación coráni­
ca —¡lo que es extraordinario!— pero no bailan. Las cofra­
días de mujeres, que Máxime Rodinson ha estudiado por su
lado, no están destinadas, como las tariqa de los hombres, a
un itinerario espiritual: para las mujeres sólo hay zár —una
especie de liberación sin valor religioso. Lloran, narran, re­
presentan una especie de psicodrama, se consuelan con una
forma de vudú —pero sin acceder a un discurso reconocido,
comunicable fuera de esa comunidad catártica, y aún menos
valorizado.
Entonces, ¿por qué intento seducir a mi querida Sabrina
pidiéndole que busque el «lado bueno» del islam? En primer
lugar, porque lo poco que sé me indica que existe, aunque
con muchos menos beneficios para la mujer que en otras
partes: pero espero que me cuentes más. Y sobre todo por­
que desconfío del horror que suscita a su vez el rechazo cie­
go de esta tradición.
Decididamente estoy contra el comunitarismo: no creo
que Francia deba seguir el ejemplo anglosajón y establecer­
se en comunidades cerradas que «respetan», entre muchas
comillas, las costumbres de las diferentes etnias y religiones
—para separarlas mejor en realidad, y exponerse a sus os­
tracismos e ignorancias recíprocas. Pienso que el «modelo
francés», de hecho el modelo de Montesquieu del «espíritu
general», debe cultivarse contra viento y marea, pero no sin
importar cómo. No ignorando las particularidades de los
otros, al contrario: descifrándolas, incluso restituyéndolas,
si es necesario. En este caso, reconciliando a Sabrina con
su memoria islámica —con la complejidad, la riqueza de
esta memoria. Para que pueda, no encerrarse en la defensa
gruñona de «su comunidad», como lo hacen algunos de sus
correligionarios, ni condenarla pura y llanamente, como ella
hace ahora, bajo el choque del horror y en nombre de un
pensamiento «científico» como ella dice (píldora, anticon­
cepción, derecho al trabajo, etc., por supuesto, ¿y qué más?).
Sino para que individuos complejos, con tradiciones diferen­
tes, puedan vivir juntos...
Estamos muy lejos de esta realidad, lo reconozco. Sin
embargo empecemos, y empecemos por volverlo menos apa­
sionado. No digo olvidar, ni siquiera perdonar —no se per­
dona más que a quienes lo piden, ¡y quizá ni así! En primer
lugar sería necesario que quisieran conocer el sentido de lo
que han hecho. Hannah Arendt ha dicho cosas importantes
sobre esto: personalmente pienso que sólo la interpretación es
una vía de perdón. Pero ¿quién pide una interpretación?
Seguramente no un extremista...
En resumen, cuando uno se ahoga bajo las tensas pasio­
nes de los monoteísmos, cuando se les ve bloqueados en sus
lógicas intransigentes, se tienen ganas de vacío, de escritura
en seda, de patos soñando en los campos de arroz, y de mu­
jeres chinas que habrían inspirado el «arte de la alcoba».
Scherezade, el ancestro de la novela, ¿no era una mujer islá­
mica?, dirás. Claro, ¡abajo los chadors, y vivan las Schereza-
des, de donde quiera que vengan! En la espera, tengo sed de
ese sagrado chino, hecho de dualidad sexual, de no actuar, y
de una eficacia que se nutre de vacío. ¿Sueño?
Quise aprender el chino para intentar acceder, incluso
llegué a la licenciatura: esfuerzo perdido, una licenciatura en
chino no es nada frente al océano de ideogramas y de sabi­
duría tan diferente de nuestras tradiciones. Siempre lo he in­
tentado. Me agrada ese gusto quizá soso, pero tan sutil, de lo
sagrado: tan alejado de esa otra pretensión de «sagrado» que
degüella a los hombres y a las mujeres como a corderos.
«Shun íue seguramente uno de esos que sabían cómo go­
bernar por la inacción. ¿Cómo lo hacía? Sólo reinaba, cara al
sur, y punto, es todo.» Esto es lo que dice Lun Yu, en sus En-
tretiens de Confucius. Has leído bien: «y punto, es todo».
Quizá, ¿pero cómo se llega a ese «punto», en el que basta
ponerse cara al sur para gobernar por la inacción? Se trata de
no forzar la naturaleza de la Historia, de no querer ser heroi­
co como Heracles, de dejar correr el agua sólo «allí donde
no le estorbe», de descifrar no los signos sino los precurso­
res, los aún no visibles, los wei (es decir, los ínfimos), etc.
—nos explica mi amigo el sinólogo Frangois Jullien.
Confieso que en la larga historia de los «sagrados», me
dejo seducir en principio y ante todo por los sabores de ese
tao que, como todos saben, permite la existencia de un sabio
reconciliado con la madre y la naturaleza, de «aquel que sólo
se alimenta de la madre» y no tiene nada que afrontar, ni de­
mostrar, ni probar... También veo las tendencias que favore­
cen la pereza, el dejar hacer la Historia a otros, y el oportu­
nismo de no acceder a ella más que para sacar provecho.
Además, se sabe de sobra cómo esta dulce «inacción» china
se deja a menudo romper por una historia política que avan­
za a golpes de crisis, no menos —sino más— violentas y sal­
vajes que aquellas cuyas técnicas nos han enseñado los mo­
noteísmos... ¡Vale, vale!, a cada uno sus defectos, a cada uno
sus virtudes. Pero hoy estoy de humor para alabar el cosmis-
mo ecológico del sabio chino. De aquel que abandona las al­
turas y despliega una humilitas en el sentido etimológico de
la palabra: a ras del humus, a ras del suelo, a ras de la madre
tierra. ¿Quieres que él te defina el Espíritu? Nada más fácil:
«La hierba más refinada y la más notable se llama Espíritu»,
dice Liu Shao (siglo ii-m). ¿Y la Hazaña, ya que estamos?
De nuevo, nada más trivial: «El cuadrúpedo que se distin­
gue de su manada se llama Hazaña.» He aquí un sabio que
«piensa», efectivamente, que piensa a ras de las margaritas,
con la hierba y los cuadrúpedos, pero para difundir lo huma­
no, y al mismo tiempo extraerlo. Los intelectuales chinos
llaman a esta lógica «pequeña semejanza-diferencia». El
gran Joseph Needham, a quien tuve la suerte de conocer en
Cambridge, como te dije, ha detallado sus figuras en su ma­
gistral Science and Civilisation in China. Pequeñas semejan­
zas-diferencias entre naturaleza y cultura, hombre y mujer, y
así sucesivamente.
Su tiempo no es vertical, es cíclico: es un tiempo-espa-
cio. Esas gentes habitan. Tienen la serenidad de un hábitat
pensante, de un pensamiento que habita el mundo, del que
no se separan sino para habitarlo mejor. Ese borde con bor­
de, ese reflejo de seda bajo los pinceles, ese temblor de pa­
tos que dormitan en la superficie del agua me parecen sagra­
damente femeninos.
Yin-Yang. Todo el mundo quiere: ¿será porque es una
nueva tierra prometida, la bisexualidad desculpabilizada?
¿Pero qué significa? Los textos insisten en primer lugar en
la guerra de los sexos: «Ellos [se trata del hombre y la mu­
jer] que eran en un principio como la forma y la sombra,
helos aquí tan alejados como chinos y hunos. Todavía chi­
nos y hunos se encuentran a veces; mientras que marido y
mujer son tan distintos como Lucifer y Orion», escribe Fu
Xian (217-278).
Una sola Unicidad es aceptada por este mundo dual: la
concepción. Lo has comprendido: ni tú ni yo, sino el coito,
con, además, la procreación y el goce de la pareja junta.
Como unidad, ¡se ha visto algo más simple! «Sobre la encar­
nación del Tao, la verdadera unicidad [es decir la concep­
ción] es difícil de representar [¡efectivamente!]. Tras esta
transmutación, la pareja se separa, y cada uno se va por su
lado» (Traité taoiste alchimique, le Pacte de la triple equa-
tion, traducido al francés por Van Gulik). Nada que ver con
la reabsorción tántrica del otro sexo en sí: «¿Por qué necesi­
to otra mujer? En mí tengo una mujer interior», se vanaglo­
ria el sabio tántrico. Al contrario, nuestro chino a ras de la
hierba y amigo de los cuadrúpedos no absorbe nada definiti­
vamente. Se deja atravesar por todas las corrientes, no igno­
ra la guerra con el otro, y sólo reconoce una unidad: la pare­
ja, solamente cuando copula. ¿Y si este pensamiento que se
adapta desde tan cerca a la biología del hombre, que se enro­
lla tan estrechamente al destino de la especie para encontrar
el sentido de la aventura humana, fuera la condición de este
desapego, de esta paz que tanto necesitamos?
Sabes que me sedujo la madurez serena de los chinos
cuando traje de nuestro viaje a China, con Philippe y el gru­
po Tel Quel, mi libro Des Chinoises. Seducida por ellas, y
decepcionada por ese comunismo nacional que rechazaba el
modelo estalinista, pero lo seguía intrínsecamente. Al mez­
clarse mi propia historia con todo esto, volví la espalda a la
política. De ahí el psicoanálisis, la novela, y todo lo demás.
Pero hoy, cuando China, siempre totalitarista, intenta moder­
nizarse, cuando lo hace a su ritmo aparentemente menos
brutal que el que conocemos en Europa del Este, regreso a
mis amores taoístas, vuelvo a visitar al viejo Confucio «co­
medor de mujeres», e intento comprender a mis estudiantes
chinas que vienen de Shanghai para leer a Jussieu, Proust y
Duras. Se han puesto vaqueros y camisetas, se han maquilla­
do, pero siguen teniendo los gestos del refinamiento sin edad
que admiré en las jugadoras de baloncesto ondulantes en un
estadio de Pekín. Estas atletas habían vencido a las iraníes,
no como si jugasen un partido, sino como si realizasen una
demostración de acrobacia —silenciosas, funámbulas, an­
dróginas...
No estoy segura de que mis estudiantes de China lean lo
que yo leo en Proust y Duras, y probablemente sea lo mejor.
A veces tengo la impresión de que, por el momento, se con­
tentan con repetirme, repetimos. Pero ése no es mi proble­
ma. Mi problema es acercar mi pensamiento y mis sueños a
este universo de «pequeñas diferencias-semejanzas», a esa
flexibilidad que las palabras «vacío» e «inacción» resumen
bastante mal, porque nuestras palabras no se caligrafían ni se
cantan. Es lo que te decía el otro día: lo sagrado está en la
forma de decir, y las chinas «dicen»... cuerpo y alma: aco­
plados. Te propongo esta imagen, que proviene forzosamen­
te de nuestra historia y no de la suya, pero que intenta suavi­
zar este otro conjunto de límites, diferencias y prohibiciones
que forman lo sagrado de los chinos, y que lo forman de ma­
nera distinta a nosotros. Naturalmente, mis pasiones griegas
o judeocristianas no me abandonan: pronto encuentro muy
superficiales a estas encantadoras asiáticas, dispuestas a de­
jarse llevar por el mundo de las imágenes y las calculadoras.
¡Con qué avidez devoran los medios de comunicación! In­
cluso en el diván, me hablan por películas interpuestas más
que por asociaciones personales...
¿Se puede entrever una síntesis de estos mundos tan di­
versos? ¿Un nuevo sincretismo? No hemos llegado a ello.
Nos queda maravillamos ante las diferencias. ¿Y si fuera eso
el corazón de lo sagrado? Aquí y ahora, las diversidades.
Julia
Querida Catherine:
Decididamente nuestra correspondencia no quiere ter­
minar, verdadero acordeón bajo el devenir de los aconteci­
mientos. He aquí que el fenómeno Diana sacude ahora al
planeta (salvo a los chinos, lo habrás adivinado tras mi úl­
tima misiva), y arrastra en su estela a la admirable madre
Teresa.
El tercer milenio comienza, pues, con una nueva «santa»:
Diana Spencer, esposa desgraciada, madre perfecta, manipu­
ladora manipulada de los medios de comunicación. Porque es
a una mujer a quien vienen a llorar estos nuevos fieles, hom­
bres y mujeres, muchas mujeres, pero también hombres, se
inclinan ante esta feminidad, la suya. La cabeza baja ante sus
virtudes humanitarias, pero en primer lugar y sobre todo
ante la angustia de una mujer y su lucha por un poco de feli­
cidad personal. El sufrimiento del ménage á trois que le ha­
bía preparado su real esposo habría podido terminar con un
ménage á quatre. Lo conozco de cerca, funciona de maravi­
lla. Pero no, fue preciso que la princesa se deprimiese, que
intentara salvar su «ego», las apariencias, la humanidad
—todo muy sagrado, evidentemente. Primero la familia, y
sabes que estoy de acuerdo. La desgracia y la muerte acci­
dentales terminaron por añadir el toque de magia. La ex-fria
esposa engañada y seductora traicionada se convierte en el
jefe religioso que más gente congrega en este fin de siglo.
Efectivamente, reunió más adeptos que el papa, sin iglesia ni
subvenciones. ¿Una mujer destrozada, capaz de vencer la
depresión con la ayuda de la sociedad del espectáculo y de
las drogas de la jet-society, está creando una nueva religión?
Podría pensarse. Sonrío como tú ante tanta ingenuidad
histérica: ¿no se cuentan ya tres apariciones de la difimta?
Sin embargo reconozco la chispa de sagrado que esta lady,
mezcla de top model y paciente de Charcot, extiende sobre la
tierra entera por fin reunida. Se le perdonan sus enormes re­
muneraciones humanitarias, se borra la bulimia: queda la so­
ledad de una madre a quien le falta el amor, y la inteligencia
de la ternura dada que transforma los síntomas en ideal. Los
peregrinos amontonados a lo largo de las carreteras inglesas
y de las autopistas televisadas no saludan a un Padre que nos
ama más allá. La sociedad del espectáculo llora a una mujer
que muere de ausencia de comunicación. Verdadero o falso,
tal es el acontecimiento en el que se proyecta la humanidad:
hombres y mujeres, todos somos una Diana mal amada. Ju­
gamos con la ausencia de verdad para someter nuestros su­
frimientos. Amamos inútilmente. Y sólo nos queda el espec­
táculo para consolamos, pero no tanto. De toda esta digna
miseria, que no osamos contar demasiado pero que todo el
mundo conoce, es la prueba viviente, y aún mejor muerta, la
Rosa de Inglaterra.
El culto a Diana se arraiga en la melancolía de una huma­
nidad de hijos huérfanos, de hijos de divorciados, de hijos
abandonados, que somos todos. El valor de vivir con este ma­
lestar psíquico es la pequeña flor sagrada bajo el montón de
pérdidas y beneficios que genera la sociedad del espectáculo.
Una especie de feminismo del dolor pero orgulloso de sus
luchas reemplaza ahora al feminismo militante de hace
poco. La fe estoica de la madre Teresa, quien también reunió
todas las religiones en la India y en otras partes, parece so­
brehumana frente a esta vulnerabilidad confesada ante las
cámaras, vencida gracias a ellas... y por ellas.
En un mundo que se sabe actualmente irremediablemen­
te en crisis, lo sagrado a la manera de Diana es una hermosa
imagen —a condición de que pueda curar las heridas. ¿Se
trata del triunfo último del espectáculo que entrega la propia
muerte al balance de lo falso? ¿Y si, al contrario, el universo
virtual se fisurase bajo la afluencia del tiempo sensible, del
fuera de tiempo femenino? Sería una sagrada artimaña de lo
sagrado...
Julia
Querida Julia:
¡Qué carta ardiente de devoción! ¿Cómo es eso, eres dia-
nómana? Decir que podrían encontrarse razones para recla­
mar una canonización en toda regla... ¿Desde cuando el
asentimiento popular decide una canonización? Lo sagrado
puede bastar, ¡caramba! Y ya se llama a Diana ¡«Evita del
Támesis»! Rubia, elegante, hermosa; joven muerta... ¿Como
Evita, entonces?
Importante el ser rubia; Eva nació morena y se tiñó de
rubia una vez presidenta. Importante la elegancia; Eva la
ofrecía a los pobres. Importante la belleza: las feas no tocan
ningún dividendo en las religiones laicas. Pero la Rosa de In­
glaterra era una aristócrata de nacimiento más noble que la
familia real, una mujer rica que nunca hubiera tenido más que
penas de amor. ¿Cómo, que era una hermosa ceremonia? Sin
duda. También la vi, como una ópera. Una puesta en escena
lograda. Solistas, coros, muy bien. Para llorar de emoción. Yo
creo que eso es lo que vienen a buscar los hambrientos del
Ser: las lágrimas. En cuanto a ella, como ves, no me con­
mueve. Demasiadas poses. También he visto las exequias de
la madre Teresa que no han conmovido para nada a Occidente.
Las lágrimas de la emoción colectiva surgían escasamente
dos veces por semana en el mundo de las imágenes. Y como
la madre Teresa ha muerto en Calcuta, ¡adelante con los tó-
picos! Calcuta, Ciudad de la Alegría —cuando la Ciudad de
la Alegría es el nombre de un barrio de chabolas donde la
santa madre no trabajó, pero donde estuvo Frangois Mitte-
rrand antes de ser presidente de la República. Nada sobre la
verdadera naturaleza de esta ciudad, centro floreciente de
la música, la pintura, y las letras. De la cantinela «Calcuta la
miserable, pero Dios sea alabado, está madre Teresa.»
Cuando la vi por primera vez, la madre Teresa me pare­
ció brusca, con una mirada sin brillo. ¡Pero luego! Sus gran­
des manos que resucitaban a los bebés con sus vigorosos
masajes decían mucho más de su santidad que el fervor po­
pular. Dicho esto, no he olvidado el retraso de su sector psi­
quiátrico femenino, donde las enfermas con la cabeza rapa­
da son encerradas con camisas de fuerza en los dormitorios,
embrutecidas a base de neurolépticos. Sobre los medica­
mentos, los tratamientos y el aborto, la madre había perma­
necido reaccionaria. Eso no anula la impresión de santidad
de sus manos sobre los bebés moribundos. Allí estaba lo sa­
grado, en sus dedos en el momento del masaje. Lo sorpren­
dente para mí es que el gobierno indio la hizo desfilar en la
cureña del cañón que sirvió para Gandhi y Nehru. En la es­
cala de la India, es el equivalente de nuestro sagrado republi­
cano. Ni siquiera Indira Gandhi tuvo ese honor. Es decir, es
la primera vez que una extranjera ha tenido funerales nacio­
nales que no se terminan en una cremación. Extrañamente,
el hombre más grande de Calcuta, el bengalí Rajah Man
Mohán Roy, aristócrata reformista y políglota, muerto du­
rante una misión en Inglaterra a mediados del siglo xix, está
enterrado... en Westminster.
Este fervor que hemos visto manifestarse en Calcuta en
el momento de la muerte de la madre Teresa se inserta en la
tradición india que se llama Bhakti —la devoción— desde el
siglo x i i . El encantador dios Krishna fue elegido objeto de
culto, masivamente cantado por las mujeres, que entraban en
trance con su apoyo. Antes que los ingleses, los inmigrantes
indios fueron los primeros en llevar flores a Diana ante la re­
sidencia de Kensington. Lo que concluyo de tu carta es que
el fuego devocional ha prendido alrededor de lo femenino
«Diana»: un femenino del que nadie ignoraba el componen­
te depresivo. Pero la depresión no aparece en este espectácu­
lo —hablo de la ceremonia del duelo—, cuya finalidad con­
siste en hacer llorar sin peijuicio, lejos del abismo.
Este comodín no es nuestro tema. Volvamos con la his­
teria con la que comenzó nuestra correspondencia en una
misa africana al aire libre. Quizá anudándolas, la depresión
y la histeria, encontraremos una clave —o más bien un fra­
caso. Minoritarias y explotadas, las mujeres tienen derecho
al trance —o a las crisis de histeria, según el vocabulario.
Pero siempre ocurre lo mismo en África en todas las situa­
ciones de angustia: magia, culto de grupo, y trance. Y cuan­
do se está explotada, se tiene derecho al estado depresivo,
esto me parece una evidencia imprescriptible. Porque si te he
comprendido bien, la depresión proviene de una posición in­
fravalorada, que podemos llamar «minoritaria» a los ojos de
los otros, la gente normal. Cualquiera que sea la causa con­
cierne a una debilidad, aumenta un fallo. Lo real ya no es so­
portable cuando «los otros» son capaces de hacerle frente, y
uno no. Necesariamente diferente a la norma, el depresivo es
reducido al retiro. Que ésta sea una sana experiencia no cam­
bia en nada su punto de partida; y el hecho de que de esto re­
sulte el renacimiento es lo que da vigor al pensamiento.
Esto puede significar que los minoritarios saben cómo
revelarse: con el cuerpo. La buena nueva no es tan nueva
como parece, ya que Freud la anunció ya cuando analizó a
las histéricas de Viena a finales del siglo xix. Sus síntomas
coincidieron en esa época con un empuje libertario entre las
damas de la burguesía, un «hastío» del sistema familiar apo­
yado en la madre y la puta, la mujer honesta y la modistilla,
un movimiento real de emancipación femenina. Entonces a
la cantante le dolía la garganta, la joven demasiado prudente
tenía ahogos, hormigueos, parálisis inéditas, un arsenal de
expresiones reprimidas que «se extendían» sembrando la
perturbación, de mujer a mujer, identificándose una a la otra.
Luego vino nuestro síntoma propio, de nuestras contemporá­
neas: la depresión. Evoluciones sociales, avances técnicos,
emancipación femenina: y fallo de lo sagrado. Pero, si con­
sideramos la continuación de los acontecimientos en Aus­
tria, hay que constatar que en el momento preciso Hitler
supo utilizar los fallos de lo sagrado en la Europa de las Lu­
ces donde nació.
¿Y qué? Que no es imposible que en este mismo mo­
mento, por los medios depresivos a los que están aficiona­
das, las mujeres perciban sin saberlo el escándalo de nuestro
tiempo, ese que se rechaza mirando de reojo a los pobres de
Calcuta filmados en la otra punta del mundo. Hablo de la di­
ferencia de riquezas entre los países ricos y los países «del
Sur» (como sabemos, la famélica Corea del Norte forma
parte de éstos...). No es imposible que percibiendo lo sagra­
do en la dianolatría, lo extranjero en ti haya presentido la sor­
da revuelta de los inmigrantes de Inglaterra como una ban­
dera borrosa tras las imágenes de la Rosa muerta. No es im­
posible que ambas, cada una con nuestra historia, hayamos
buscado en lo sagrado la unión entre la depresión y la histe­
ria, la plomada y el desorden, la génesis de un nuevo mundo
menos desigual. Está claro que lo deseamos. No es seguro
que tengamos razón. Es lo que tú llamas la fisura del univer­
so virtual bajo la afluencia del fuera de tiempo femenino. Es
tu esperanza, tu auxilio. En verdad, no estoy segura de que lo
veamos, tú y yo.
Van a reírse, nuestros hombres. Las buenas almas, dirán.
Las pobres queridas. Las inocentes, ¿Y la mundialización?
¿Y el cinismo, la violencia, el sexo, la desesperanza? Claro,
la «tendencia» sería más bien acentuar el lado negro de la
depresión, es decir, el confort moderno. Mala suerte, prefe­
rimos las glotonas a las anoréxicas, las rebeldes a las deses­
peradas, las histéricas y santas a las calmadas, venga, inclu­
so a Diana si quieres. Y ambas estamos ligadas a la materni­
dad, no es un simple detalle. ¡Sólo faltaba eso!
Nos conocimos cuando teníamos treinta años, pronto
hará otros treinta. En aquella época, la rebelión era obligato­
ria y en ese punto no hemos cambiado del todo. La vida nos
ha jugado algunas malas pasadas y no diremos nada sobre
ello. Ha hecho bien, porque tenemos la cerviz acostumbrada.
De la rebelión, tú hablas mejor ya que haces su teoría. En el
país pobre en el que vivo ahora, yo puedo ser testigo. Tienen
razón en rebelarse, esto acaba de comenzar. Y veo que la re­
vuelta de los países «menos desarrollados del mundo» pasa
por donde puede, y por lo sagrado cuando hace falta. No está
reservado a las mujeres, pero las mujeres de los países po­
bres saben tomar el camino del bosque sagrado si es necesa­
rio. Al menos el bosque sagrado tiene antigüedad. Cura. En
cierto sentido, limita el riesgo. Aunque no siempre.
Es la otra cara de lo sagrado. Tras el bosque sagrado
siempre es posible la masacre. Empujados por una extraña
ausencia, los hombres cogen las armas frente a todo y contra
todo, y «todo» se llama el otro de la casa de al lado. Entre
nosotros, en los países ricos, se hace una guerra propia, eco­
nómica o militar, que mata de hambre o bombardea. Una
guerra precisa, quirúrgica, como los «blancos» de la guerra
del Golfo, 250.000 muertos en Irak. Pero Butros Ghali tuvo
razón al decir que están las guerras de ricos, y las otras, las
guerras de pobres, con armas que no son adecuadas, pero
que también matan, en cantidad. Me parece que la cantidad
cuenta en este asunto. Y es cuando se convierte en mayorita-
ria cuando la revuelta se pone a matar.
Bajo vigilancia, lo sagrado puede favorecer una buena
revuelta. ¿Qué hay que vigilar? La extensión. Lo sagrado
procede de la esfera privada, de la que proviene el rito, aun­
que sea colectivo. Iniciación, ritual, curación, el amor inclu­
so concierne a individuos. Cuando sale de la esfera de lo pri­
vado, la revuelta contenida en lo sagrado puede llegar a ser
asesina. Creo que hay que saber permanecer minoritarios.
Mira, para nosotras, el riesgo es muy reducido; nuestras ar­
mas de intelectuales son por definición minoritarias. Tanto
mejor. Nuevamente es de noche, la hora del pensamiento.
Cita en la realidad para otras revueltas minoritarias que me
gustaría, como recuerdo, llamar revoluciones, por muy mi­
núsculas que sean.
Catherine
Querida Catherine:
No, no ardo ni de devoción ni de dianomanía: simple­
mente intento descifrar lo que pasa fuera de mi medio y del
Hexágono. Decididamente, siempre necesitas una entrada en
materia agresiva que el humor apenas suaviza. Y tanto mejor
así: tu verbo habrá sido la nota impaciente y excitada (te
cito) de nuestra correspondencia; yo habré intentado, por mi
parte, pensar lentamente en mi retiro.
En una capilla de Victoria University (la de Norhrop
Frye, ¿te acuerdas?), el lord chancelor Sang Chul Lee, doc­
tor en teología, que parece un mandarín salido directamente
de un jarrón Ming, nos bendijo en latín con un irresistible
acento chino, sonriendo especialmente a las mujeres —sig­
no inequívoco de apertura de espíritu en América del Norte,
como sabemos. Toronto es una ciudad cada vez más china,
el cristianismo se dispersa en un océano de costumbres entre
las cuales las taoístas y las confucianistas parecen las más
numerosas; al contrario, las religiones asiáticas sólo adoptan
un aspecto de mentalidades occidentales. El tercer milenio
se anuncia aquí en un mosaico de cuerpos humanos que se
enfrentan a veces en las noches de los barrios más calientes,
como entre nosotros, pero que sin embargo parecen más fle­
xibles, de una tolerancia recíproca más generosa. ¿No es este
país, desde sus orígenes, un país de inmigrantes?
Hemos decidido terminar nuestra correspondencia sin
concluir, y no tengo nada que añadir a tu última carta salvo
este toque de mestizaje latino-americano-chino-hombre-mu-
jer, más bien surrealista, que me parece que resume lo esen­
cial de nuestro recorrido: su inquietud, sus mezclas, su pro­
mesa.
Por supuesto nada está acabado en estos esbozos trans­
mitidos por fax y e-mails. Tengo la impresión de un movi­
miento browniano, y de haber cruzado muchos recuerdos y
otros tantos espacios en estado de emoción —más que de
análisis— en gestación. Continuaremos, estoy segura, por
otros medios, en otras obras, otras actividades. Pero tienes
razón, dejemos descansar aquí esta complicidad que nos ha
reunido durante un año, después de varios años de trayecto­
rias paralelas y amigas, algo distantes. El confrontamos cada
una a la resistencia y a los límites de la otra, nos habrá ayu­
dado a recogemos en nuestra propia reflexión o deseo, alre­
dedor de estos continentes que no hemos querido definir, y a
los que poco a poco les hemos dejado tomar forma y senti­
do: lo «femenino» y lo «sagrado». Me gustaría que los lec­
tores se nos unieran en ese estado de franqueza y cuestiona-
miento que ha sido el nuestro, sin pretensiones y sin certe­
zas. Ésta es la razón principal que justifica, a mis ojos, la
publicación de nuestras cartas, publicación que nos parecía
problemática al principio de este intercambio, cuya idea se
ha precisado a lo largo del año, y que la atenta lectura de
Monique Nemer nos ha persuadido finalmente a realizar.
Lo sagrado es, sin duda, sentido en privado; incluso se
nos ha revelado como lo que da sentido a la más íntima de
las singularidades, en la encrucijada entre el cuerpo y el pen­
samiento, la biología y la memoria, la vida y el sentido
—tanto entre los hombres como entre las mujeres. Estando
las mujeres, quizá, en esta encrucijada de manera más dra­
mática, más sintomática, más desconocida en los tiempos
que vienen. Digo «quizá» porque nos sorprende siempre, y a
veces incluso favorablemente, lo «femenino» de los hom­
bres, también. Lo sagrado «privado», pues, porque desde
que pretende ser público totaliza y se vuelve hacia el horror
totalitario, como bien dices en tu última carta, como un gui­
ño a las diversas «revoluciones» e integrismos. Sin embargo
es en el compartir donde lo sagrado revela sus riesgos, así
como su vitalidad. Y los hombres y mujeres de hoy día aspi­
ran a nuevos vínculos, permeables a lo sagrado. Como pro­
longación o contrapunto de las religiones ancestrales.
Nuestro intercambio habrá sido una simple puntualiza-
ción de esta aspiración. Hemos sido minuciosas, personales,
aproximativas, violentas, incompletas, inexactas a fuerza de
recortes y rápidos exámenes. Hemos intentado ser lo más
fieles posible a nuestras verdades particulares, y no hacer
trampas ni con nuestras ignorancias ni con nuestras opcio­
nes. Quizá el lector retendrá esta exigencia de cuestiona-
miento permanente como la nota principal de nuestro enfo­
que, tanto de lo sagrado como de lo femenino.
Julia
De lo que doy fe.
Catherine

También podría gustarte