Está en la página 1de 4

Largas a Vargas

Por Horacio González *

Como veo que usted ha escrito en El País y lo ha reproducido La Nación, algo que en ciertas
épocas se llamaba un brulote, debo responderle. Pensé, Vargas, que todo estaba claro. Que la
polémica que resta se haría de un modo adecuado. Escribo esta nota para seguir defendiendo
que sea así, y para ello deberé insistir una vez más que donde usted, Vargas, ve barbarie, hay
civilización. Entonces, daré largas a Vargas. Es cierto que mi primera carta se prestaba a
interpretaciones de diversa intencionalidad (por eso, fue aclarada y para que quedara aún más
clara, retirada por indicación de la Presidenta; había volado la imaginación de varios diarios y
del propio Vargas Llosa, que recordó la censura de sus libros durante el gobierno militar, en
una extrapolación que no la hubiera hecho mejor su estrambótico personaje, el locutor de La
Tía Julia y el escribidor). Pero la carta, al decir “lo invito a reconsiderar” y otras expresiones
parecidas, no intentaba dar ninguna indicación a las autoridades de la Feria contrapuestas a la
presencia de Vargas Llosa, sino a seguir interpretando la inauguración como el espacio de la
voz de escritores que evitaran las típicas efusiones de cruzados de una organización política,
que ante cualquier crítica menor estallan al grito de “inquisición, inquisición”. Luego, bienvenida
su charla. Está muy claro que nunca hubo una supuesta cruzada contra el cruzado, limitándole
sus libertades al Sr. Marqués. Cualquier espíritu que sepa evitar las zancadillas del prejuicio, la
arrogancia o la testarudez, sabe que no fue así. Pero es una pena que Vargas Llosa se deje
llevar por sus relaciones peligrosas. Relaciones peligrosas es una novela del siglo XVIII escrita
a través de epístolas. Algo me dice, pues, esta cuestión de las cartas. Acepto que aun siendo
ellas ingenuas, pueden parecer aventuradas. El tema de aquella novela admite una
descripción, el encanto del libertinaje, tema de Vargas Llosa. Ahora sé que también es tema del
cual también debemos ocuparnos.

En sus cartas recientemente publicadas Vargas Llosa da prueba de su mala fe (pero poco
sartreana en este caso), al creer que escribe contra censores y nacionalistas. Busca enemigos
fáciles, a priori repudiados en el mundo globalizado en el que se mueve. ¿Qué peor que el
inquisidor y el aldeano reducido a su necedad, el pobre individuo obturado por su cerrazón?
¿Contra eso discute usted, Vargas Llosa? Si es así, no es un polemista genuino, dispuesto a
comprender razones y argumentos de sus contrincantes. Se mueve dentro de grandes cli-shés
despojados de espesura, esos que le festejan las derechas mundiales. No vacila, en la cumbre
de su fervor por la bravata –una fruición que domina a la perfección, pero con una
superficialidad que en general no tienen sus novelas–, en arrojarnos a Ernesto Guevara o a
Alberdi como inculpación, y al universalismo democrático y republicano como cartilla que no
poseeríamos. ¡Meras argucias del pobre polemista mal informado!
Cuando usted escribió la saga de Roger Casemet, un alma conversa que pasa de su condición
de agente humanitario del Imperio Británico hasta tornarse representante juramentado del
Alzamiento protagonizado por la Hermandad Republicana Irlandesa, había demostrado mayor
sensibilidad hacia las ideologías del siglo, los tormentos espirituales de los hombres
combatientes o los rasgos mesiánicos de las raras criaturas antiliberales que pueblan el retablo
revolucionario. Se dirá que el novelista promueve un interés especial por figuras que condenará
en cambio el polemista de derecha, y que las dos esferas están separadas. Cierto, pero
asombra la ligereza con que actúa con personas que no conoce, cuyo pensamiento no ha
consultado, montándose así en previos eslabones de desprecio solventados por el grupo Prisa.
En efecto, todo es muy rápido. No podemos comprender que como novelista alguien atienda
bien las múltiples conciencias de sus personajes, y como polemista sea un prejuicioso
señorcito, munido de sus certezas cortesanas, sin saber el significado real del episodio que lo
involucra, paseándose por el mundo impartiendo condenas episcopales y dando cátedra sobre
cómo fingirse víctima y actuar como un damnificado, que no lo es. No sabíamos cuánto le
gustaban Alberdi y Che Guevara, señor Vargas Llosa, si no lo hubiéramos invitado a alguna
mesa redonda sobre estos temas. Pero entonces allí sería necesario considerar diversas
cuestiones. Nuestro universalismo parte efectivamente del concepto de pueblo-mundo de
Alberdi, expresado en oportunidad de su oposición a la guerra contra Paraguay y la simultánea
guerra Franco-Prusiana. Habría que ver qué piensan sus actuales amigos sobre esos puntos.
No es el mismo universalismo del abstracto cosmopolitismo globalizado, sino que es el
internacionalismo con atributos libertarios, que en nuestro caso mucho inspiramos en un Jorge
Luis Borges, estación que queda muy lejos de la parada Vargas Llosa.

Le informo, mi amigo, que la Biblioteca Nacional de la Argentina, entre sus tantos linajes
histórico-literarios (el morenista, el groussaquiano, el nacional-popular democrático), cultiva el
de Borges, especialmente en lo que se refiere al tratamiento de las fantasmagorías
complementarias de la historia. Hay una de ellas, la del “tema del traidor y del héroe” que
usted, Sr. Vargas Llosa conoce bien, pues en él se inspira para escribir El sueño del celta. A
condición de que esa circularidad de figuras contrapuestas no paralice la historia, es un buen
ejercicio ético para cultivar una prudencia esencial para juzgar los grandes caracteres del
movimiento social. Si Vargas Llosa sabe de esto, ¿por qué insiste en un juego menor de
considerarse la víctima que no es, el censurado que no es, el perseguido que no es, el
humillado que no es y, en última instancia, el liberal que no es? Sí, porque el liberalismo,
tradición ideológica compleja, incluye la consideración absoluta por los argumentos que surgen
del Otro, de ahí que las grandes filosofías del siglo XX son filosofías del Otro en diálogo
trascendente con las filosofías del liberalismo de otras épocas.

Me refiero a las grandes herencias del hegelianismo, el marxismo, la fenomenología, el


existencialismo, el psicoanálisis lacaniano, y sin duda también de Heidegger, cada uno con sus
diferencias y dificultades. No hacen otra cosa que replicar en variados ambientes históricos las
grandes conquistas antiabsolutistas del liberalismo revolucionario. La conversión incesante a la
que Vargas Llosa somete a sus personajes y opiniones, lo hace hoy un protagonista especial
de la transformación del liberalismo de la alteridad (y algo de eso sabía cuando le escribió su
buena carta a Videla para pedir por los escritores desaparecidos) en un liberalismo repleto de
astucias aprendidas en los laboratorios de una derecha internacional poco afecta al debate,
pero insaciable en la invención de villanos y esperpentos con los que sería pan comido debatir.
No somos eso, Sr. Vargas. Si desea discutir, cuando dé sus conferencias entre nosotros, trate
de afinar sus argumentos para que no sean simples fachadas con las cuales confundir a las
buenas conciencias sobre los gobiernos populares que usted busca debilitar. Lo escucharemos
de todas maneras, pero lo preferimos en su mejor agudeza antes que en su enunciación
chicanera. No le hace bien quedar a un nivel inferior a la de las más débiles “zonceras” que el
escritor argentino Arturo Jauretche supo criticar con ironía.

Si se le pudiera decir algo a Vargas Llosa –a su sensibilidad de novelista, no de articulista mal


informado– le indicaríamos que deje de inventar hombres infames y réprobos, prefabricados en
el laboratorio creado por alquimistas duchos en moldear marionetas como contrincantes, con
las que les sería fácil discutir y derrotar sin la molestia del argumento. Si aun no le molesta
argumentar, Sr. Vargas, ensaye hacerlo con nosotros, que no somos lo que usted caricaturiza
sin resguardar estilo ni cuidado. El buen liberal, si no es excesivamente de derecha, dice que el
ser es lo que es, pero que puede cambiar. Usted, como liberal, parece en cambio un arrebolado
dialéctico de las catacumbas más atrevidas: el ser no es lo que es y es lo que no es. Y así, le
gusta debatir contra espectros de su propia imaginación y encima se convierte en guevarista.
Se lo festejamos. Cuando ofrezca sus conferencias quizás tendrá oportunidad de aclararnos
tantas confusiones, y si se lo permite su papel de monarca en el Olimpo desde los que manda
sus rayos de Júpiter sin averiguar de qué se trata, acaso se anime a debatir estos temas sin
recurrir a injurias, que no lo favorecen, pues incluso el arte de injuriar requiere estar antes bien
informado. Relea los consejos de Borges al respecto. O vea cómo debatieron, escribieron y
formularon un universalismo desde su circunstancia peruana, José Carlos Mariátegui o César
Vallejo. Confío, Vargas, que no los haya olvidado.

Fuimos nosotros los que dijimos que lo respetábamos como novelista, no sólo las suyas de los
inicios, sino también las de su madurez. Es que tuvimos en cuenta para eso la condición amplia
del lector contemporáneo, el lector que a pesar de ser buen custodio de sus propias exigencias,
también se entrega a las obras bien planeadas y escritas, aunque salidas de un gabinete de
recursos y géneros que ya no reservan sorpresas mayores. Si nos colocamos en las posiciones
más rigurosas, es evidente que este es su caso, al ofrecer ahora una novelística para un lector
abstracto internacional, facturada con buenos recursos, pero ajena a la aventura de las lenguas
que se piensan a sí mismas en su argamasa interna de disonancias y experimentaciones.
Ahí, nos permitimos dudar de que usted siga frecuentando los horizontes de la gran novela –las
de Faulkner, Conrad o Flaubert que esgrimiera en sus primeros escarceos–, sustituidas apenas
por las técnicas del buen artesano. Créanos, Vargas Llosa, abra su escucha a quienes no sólo
no lo censuramos ni lo injuriamos, escuche a quienes bien lo hemos leído y decidimos entablar
una discusión con usted; no asemeje su labor literaria en lo que le queda de elegante, bien
resuelta, sin duda ingeniosa, con los atributos del panfletista desflecado (adjetivo de David
Viñas), que ve amenazas inexistentes, horrorosos nacionalismos, inquisidores atrabiliarios y
otras yerbas del bestiario del ciudadano exquisito. ¿Nosotros atados a los postes restringidos
de cualquier cierre cultural? No, amigo mío: somos hijos de José Martí, universalista
latinoamericano, y de José Lezama Lima, poeta irredento. Nunca nadie quiso impedir sus
conferencias; ahora le pedimos que las dé si es posible con los temas de este debate, que se
informe adecuadamente sobre las ideas que trata de embestir, y una vez cumplido, que trate de
exponer caballerescamente sus ideas, como en otros tiempos supo hacerlo. La ciudad que
todos deseamos ver sin el mundo viscoso de las órdenes y oscuros poderes que usted
caracterizó y criticó muy bien en sus primeros escritos, lo espera para un digno debate. No se
hurte de él con esas fáciles prisas por el agravio inútil.

* Ensayista.

También podría gustarte