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Moriras
Moriras
El toro permaneció los días antes de la feria (los días antes de la fecha
pautada para su muerte) encerrado en el corral que le habían construido.
Rosalinda no volvió más a la casa, sino que esperó junto a él. Al verlo a los ojos
no le parecía tan malo. Su sueño había sido nada más la exageración irreverente
de su imaginación. Llegó a comprender al toro, y se fundió con él en un
sentimiento de amistad. “Morirás”, le decía varias veces al día, varias veces en la
noche, “morirás porque los hombres quieren que mueras. Derramarás tu sangre y
el charco de tu muerte nos hará sonreír a todos”.
Había momentos en que veía un halo de maldad en los ojos negros del
toro y eso la asustaba. Le asustaba pensar que su sueño se haría realidad, ahora
que el conocimiento del toro la había alejado un poco de la recurrencia de su
desgracia.
Cuando llegó el día de la feria, la Plaza Monumental estaba llena como
nunca antes. Todo el pueblo había ido a ver la muerte del toro más hermoso y
perfecto del mundo. Rosalinda se había asegurado de vestirse de negro, negro
como el color del pelo del condenado. El puesto, junto a Rebeca, le había tocado
cerca de la arena, y al frente, detrás de la puertecilla, pudo ver los cachos del toro.
Desde lejos parecía cabizbajo, como si la seguridad de morir lo hubiese
entristecido. Eso parecía desde lejos, aunque Rosalinda no lo viera del todo, un
toro triste.
El matador era el alcalde. Su padre había sido un famoso torero, y era su
turno de demostrar para qué habían nacido los hombres. Toda la plaza aplaudió
cuando salió y se quitó el sombrerillo, anunciando su presencia y su dominio
sobre la muerte. El alcalde saludó y la puertecilla se abrió. El toro caminó
despacio hacia él, mirándolo fijamente. Rosalinda adivinó sus pensamientos:
“Morirás, humano. Morirás porque yo quiero que mueras. Derramarás tu sangre
y el charco de tu muerte me hará bramar y sonreír porque he obtenido la
victoria”. Un espasmo recorrió su espalda de mujer. Se asustó porque se dio
cuenta de que era la única persona en la arena que conocía las verdaderas
intenciones del toro.
El alcalde se arrodilló en el suelo y extendió su capa para atraerlo. El
animal aceleró el paso y el alcalde coleó a su enemigo. Dio varias vueltas en el
suelo, en sus rodillas, y cuando el toro trató de embestirlo con fuerza, se levantó
y no pudo alcanzarlo. La arena se llenó de vítores y oles. Rosalinda lloraba.
Estaba segura que el toro estaba fingiendo.
En su hipocrecía, el toro se dejó clavar tres espadillas. Sangraba. En uno
de los momentos, la herida de una de las espadillas salió caliente del cuerpo del
toro, como una lluvia de sangre, espesa y antigua. Rosalinda sabía lo venidero.
El toro estaba falleciendo. Él lo sabía. El alcalde tenía asegurada la victoria,
pero no contaba que la voluntad de los animales es infinitamente mayor a la de
los hombres. Cuando decidió proclamarse vencedor, sintió un golpe fuerte y un
cuerno que se clavaba en su abdomen. Sintió su orgullo romperse, y ese fue el
peor dolor que pudo sentir, más que la destrucción final de sus entrañas. A su
padre lo había matado un toro, un toro convalenciente lo había matado a él. Sin
embargo, Rosalinda no sintió que esa tragedia sería el final. En su pensamiento
de profeta de sueños, todavía falta el último, el fuego, la destrucción de la
realidad.
La arena estaba en silencio. El toro bramó su victoria y caminó varias
veces sobre el cuerpo del alcalde. Nadie se atrevía a bajar a recogerlo. Fue el
protegido quien tuvo la magnífica idea.
-Linchemos al toro, gritó. Venguemos la muerte de un hombre y el orgullo
de toda la humanidad.
Rosalinda sintió por fin que la tragedia estaba a punto de terminar. Los
más valientes se lanzaron desde la tribuna a la arena y comenzaron a perseguir al
toro. Como si él hubiese entendido su final, corrió como pudo, destrozando la
puertecilla que daba a la calle. Con piedras los hombres trataron de detenerlo, y el
dolor de morir se arraigó en su mente. “Moriré”, pensó el toro, “moriré porque
los hombres quieren que muera. Derramaré mi sangre y el charco de mi muerte
los hará sonreír a todos”. Así fue. Cuando el dolor le hizo caer, atacaron al toro
con cuchillos y patadas, con palos, piquetes y piedras. Lo primero que cedieron
fueron sus cachos. Los partieron con las manos de fuerza, con la fuerza de la
venganza. Los hombres tiene la fuerza necesaria para matar a cualquier ser que se
mueva. Luego le cortaron el rabo. Todos celebraron, levantando los puños al aire
en señal de victoria. El protegido mordió la carne cruda y gritó en señal de
orgullo. Luego lo degollaron. Un gran chorro de sangre salió del cuello del
animal y la sonrisa de sus verdugos tardó muchos meses en borrarse. Lo
levantaron entre todos y lo llevaron de vuelta a la arena. Cuando entraron la
arena explotó en gritos de felicidad. Todos los hombres del mundo habían
ganado. Todos los hombres habían asegurado su lugar como verdaderos
animales.
El protegido levantó una de las antorchas de la plaza y pidió que todas las
personas se alejaran. Coloqué el fuego sobre el cuerpo maltrecho del toro, y las
llamas empezaron a consumir su cuerpo.
- Aquí se acaba la última belleza del mundo, dijo.
Rosalinda vio su sueño hecho realidad. Lloró cuando de las fauces del toro
negro, parecía que salían llamas doradas.