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MORIRÁS

Rosalinda había soñado que un toro les traería la desgracia. Durmió


inquieta porque en su sueño de pesadilla, el toro, negro, de proporciones bíblicas,
echaba fuego dorado por las fauces, y era hermoso como un cuerpo despierto,
recién desnudo. No fue el fuego lo que la asustó más, ni el lugar de donde salían
las llamas, sino la belleza épica del animal. “Solo el sueño de una imaginación
enferma como la mía podría crear semejante especimen”, pensó Rosalinda
mientras soñaba, “algo así es una burla al orden sagrado de la realidad”.
En su sueño llovía una lluvia roja y espesa como sangre de siglos pasados y
el toro arrasaba con San Sebastián y sus habitantes, dejando una estela de
escándalo y consternación bajo su paso. Ella veía todo a un lado, como si ni
siquiera en su sueño quisiera involucrarse en el absurdo de su creación.
Cuando se levantó se dio cuenta de que había llorado dormida. Un charco
de lágrimas pretéritas se había secado al lado de su almohada. A pesar de su
inquietud y la intensidad del sueño, la había despertado el olor a sangre que venía
de la cocina.
Rebeca, la ayudante de la casa, había desplumado y martirizado el pollo
para el almuerzo. El ave permanecía sin cabeza, en una tabla, en espera del fuego.
El suelo estaba cubierto de manchas rojas, olvidadas por Rebeca hasta el
momento de la limpieza. Rosalinda entró a la cocina y tuvo que bordear los
pozos para no mancharse los pies desnudos. Se sentó en la mesa y le contó el
sueño a Rebeca, para que no se hiciera realidad.
- La muerte tiene cachos de toro, dijo, con tono de preocupación. La vi en un
sueño.
-Siempre tú soñando porquerías, dijo Rebeca, que se había levantado de mal
humor, y el oficio sangriento de descuartizar al pollo la había agriado mucho más.
Por eso te va tan mal en la vida.
Rosalinda sintió que la respuesta de Rebeca era la confirmación de la
profecía de su sueño. La confirmación de las desgracias que se avecinaban.
Rosalinda sintió el ambiente pesado y se levantó de la mesa sin beber el café que
le habían servido con desgano, y se fue a vestir. Pensó en ir a la plaza Bolívar,
para refrescar un poco su mente. Abrió su armario y sacó el vestido más triste
que encontró. Era el negro, el mismo que usó cuando había enterrado a su madre
y a su padre el mismo día. Se asustó porque el color del vestido era del mismo
color del toro. "Hoy el día huele a la muerte”, pensó, inhalando el aire enrarecido
de la ropa guardada “Más vale prepararme para recibirla". Cuando estuvo vestida,
salió de su cuarto, todavía pensando en el toro majestuoso y terrible que había
visto en los rincones de su mente.
San Sebastián estaba frío ese día. El clima le pareció a Rosalinda un
improperio. Todo parecía afectarle, toda la realidad le recordaba al toro de su
sueño. Salió de la casa y un espasmo de muerte le recorrió el camino desde la
nuca hasta la parte baja de su espalda. “Me estoy volviendo loca”, pensó, “la
cabeza me duele como si me fueran a salir de la frente los cachos del toro”.
No podía apartar de su mente la sensación del sueño. De pronto oyó una
algarabía que venía de la plaza Bolívar. Vio que varias personas corrían hacia allá,
y en sus ojos vio las miradas que anuncian un espectáculo pavoroso. Vio en ellas
un color oscuro, tétrico. Se volvió a asustar porque el color de las miradas era
negro, como negro había sido el toro. Se dirigió a la plaza, concurrida en cada
centímetro. Lo primero que pensó fue que habían matado a alguien. Esa
circunstancia no la sorprendería. Pero lo que vio cuando se hizo paso para mirar
fue peor que su sueño: ahí, en el medio de la multitud, estaba él. El mismo toro
que había visto en su pesadilla, negro, con su cabeza alta y seductora, orgullosa,
dueña de todo el mundo. Rosalinda quiso ir al río a llorar, pero pensó que me
mejor debía quedarse para asegurarse que el toro saliera de San Sebastián lo antes
posible y se llevara consigo el fuego de su destrucción.
-Vengan. Bienvenidos. Acérquense. Vean al toro descendiente de Asterión. Este
es el toro más hermoso y majestuoso que se ha hecho en el mundo, señores,
comenzó a decir el Alcalde, que lo tenía agarrado por dos mecates junto a su
protegido. Este toro ha venido a nosotros a traernos la prosperidad y la
bendición para San Sebastián. Este excelso ejemplar fue nacido y criado para
morir en la plaza, en la gloria, como lo ha dictado el designio de Dios. Los toros
están hechos para la muerte, para morir en la guerra, bajo las manos del hombre.
Este es el símbolo de nuestro reinado en el mundo. Nos haremos famosos
cuando lo matemos en la plaza, el último día de la feria. Por ahora, para
mantenerlo a la vista de todos los curiosos que quieran verlo en vida,
construiremos un corral para él y lo pondremos en el lugar de la estatua ecuestre
del libertador, porque el toro es la verdadera representación de lo que somos en
este país".
Cuando la multitud se apartó comenzaron las modificaciones de la plaza.
Rosalinda buscó una silla en su casa, y luego de recibir el reproche de Rebeca, de
estar siempre metiéndose en los asuntos de la realidad de los sueños, volvió y se
sentó en una esquina para ver la transformación. Estaba preocupada. Si hubiese
tenido que hablar la voz habría salido cortada. Se asustó cuando pensó que era la
única persona en el pueblo que sabía la verdad de lo que ocurriría.
Los encargados comenzaron quitándole la cabeza a la estatua del
libertador. Nadie sabía que había sido construida por partes. Eso deprimió al
alcalde, porque ni siquiera el gran prócer de la patria se había mantenido unido y
firme a través de los años. El toro no haría eso, el toro moriría en toda su
majestad, en toda su unidad de animal hecho para morir en la gloria.
Nadie extrañó nunca más la estatua del libertador.

El toro permaneció los días antes de la feria (los días antes de la fecha
pautada para su muerte) encerrado en el corral que le habían construido.
Rosalinda no volvió más a la casa, sino que esperó junto a él. Al verlo a los ojos
no le parecía tan malo. Su sueño había sido nada más la exageración irreverente
de su imaginación. Llegó a comprender al toro, y se fundió con él en un
sentimiento de amistad. “Morirás”, le decía varias veces al día, varias veces en la
noche, “morirás porque los hombres quieren que mueras. Derramarás tu sangre y
el charco de tu muerte nos hará sonreír a todos”.
Había momentos en que veía un halo de maldad en los ojos negros del
toro y eso la asustaba. Le asustaba pensar que su sueño se haría realidad, ahora
que el conocimiento del toro la había alejado un poco de la recurrencia de su
desgracia.
Cuando llegó el día de la feria, la Plaza Monumental estaba llena como
nunca antes. Todo el pueblo había ido a ver la muerte del toro más hermoso y
perfecto del mundo. Rosalinda se había asegurado de vestirse de negro, negro
como el color del pelo del condenado. El puesto, junto a Rebeca, le había tocado
cerca de la arena, y al frente, detrás de la puertecilla, pudo ver los cachos del toro.
Desde lejos parecía cabizbajo, como si la seguridad de morir lo hubiese
entristecido. Eso parecía desde lejos, aunque Rosalinda no lo viera del todo, un
toro triste.
El matador era el alcalde. Su padre había sido un famoso torero, y era su
turno de demostrar para qué habían nacido los hombres. Toda la plaza aplaudió
cuando salió y se quitó el sombrerillo, anunciando su presencia y su dominio
sobre la muerte. El alcalde saludó y la puertecilla se abrió. El toro caminó
despacio hacia él, mirándolo fijamente. Rosalinda adivinó sus pensamientos:
“Morirás, humano. Morirás porque yo quiero que mueras. Derramarás tu sangre
y el charco de tu muerte me hará bramar y sonreír porque he obtenido la
victoria”. Un espasmo recorrió su espalda de mujer. Se asustó porque se dio
cuenta de que era la única persona en la arena que conocía las verdaderas
intenciones del toro.
El alcalde se arrodilló en el suelo y extendió su capa para atraerlo. El
animal aceleró el paso y el alcalde coleó a su enemigo. Dio varias vueltas en el
suelo, en sus rodillas, y cuando el toro trató de embestirlo con fuerza, se levantó
y no pudo alcanzarlo. La arena se llenó de vítores y oles. Rosalinda lloraba.
Estaba segura que el toro estaba fingiendo.
En su hipocrecía, el toro se dejó clavar tres espadillas. Sangraba. En uno
de los momentos, la herida de una de las espadillas salió caliente del cuerpo del
toro, como una lluvia de sangre, espesa y antigua. Rosalinda sabía lo venidero.
El toro estaba falleciendo. Él lo sabía. El alcalde tenía asegurada la victoria,
pero no contaba que la voluntad de los animales es infinitamente mayor a la de
los hombres. Cuando decidió proclamarse vencedor, sintió un golpe fuerte y un
cuerno que se clavaba en su abdomen. Sintió su orgullo romperse, y ese fue el
peor dolor que pudo sentir, más que la destrucción final de sus entrañas. A su
padre lo había matado un toro, un toro convalenciente lo había matado a él. Sin
embargo, Rosalinda no sintió que esa tragedia sería el final. En su pensamiento
de profeta de sueños, todavía falta el último, el fuego, la destrucción de la
realidad.
La arena estaba en silencio. El toro bramó su victoria y caminó varias
veces sobre el cuerpo del alcalde. Nadie se atrevía a bajar a recogerlo. Fue el
protegido quien tuvo la magnífica idea.
-Linchemos al toro, gritó. Venguemos la muerte de un hombre y el orgullo
de toda la humanidad.
Rosalinda sintió por fin que la tragedia estaba a punto de terminar. Los
más valientes se lanzaron desde la tribuna a la arena y comenzaron a perseguir al
toro. Como si él hubiese entendido su final, corrió como pudo, destrozando la
puertecilla que daba a la calle. Con piedras los hombres trataron de detenerlo, y el
dolor de morir se arraigó en su mente. “Moriré”, pensó el toro, “moriré porque
los hombres quieren que muera. Derramaré mi sangre y el charco de mi muerte
los hará sonreír a todos”. Así fue. Cuando el dolor le hizo caer, atacaron al toro
con cuchillos y patadas, con palos, piquetes y piedras. Lo primero que cedieron
fueron sus cachos. Los partieron con las manos de fuerza, con la fuerza de la
venganza. Los hombres tiene la fuerza necesaria para matar a cualquier ser que se
mueva. Luego le cortaron el rabo. Todos celebraron, levantando los puños al aire
en señal de victoria. El protegido mordió la carne cruda y gritó en señal de
orgullo. Luego lo degollaron. Un gran chorro de sangre salió del cuello del
animal y la sonrisa de sus verdugos tardó muchos meses en borrarse. Lo
levantaron entre todos y lo llevaron de vuelta a la arena. Cuando entraron la
arena explotó en gritos de felicidad. Todos los hombres del mundo habían
ganado. Todos los hombres habían asegurado su lugar como verdaderos
animales.
El protegido levantó una de las antorchas de la plaza y pidió que todas las
personas se alejaran. Coloqué el fuego sobre el cuerpo maltrecho del toro, y las
llamas empezaron a consumir su cuerpo.
- Aquí se acaba la última belleza del mundo, dijo.
Rosalinda vio su sueño hecho realidad. Lloró cuando de las fauces del toro
negro, parecía que salían llamas doradas.

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