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TEMA 3.

POTESTADES ADMINISTRATIVAS Y SUJECIÓN AL PRINCIPIO


DE LEGALIDAD

SUMARIO:

I.EL CONCEPTO DE POTESTAD. 1. Introducción. 2. La potestad. 2.1. Concepto.


2.2. Las potestades administrativas y sus caracteres. 2.3. El uso equivalente o
diferenciado de potestad y competencia en el ordenamiento administrativo.
II. LA ATRIBUCIÓN DE POTESTADES ADMINISTRATIVAS. 1. Vinculación
positiva al principio de legalidad y particularmente a la ley. 2. Las técnicas de
atribución.
III. EXAMEN PARTICULAR DE LAS POTESTADES REGLADAS Y
DISCRECIONALES. 1. Nociones de potestad reglada y de potestad discrecional. 2.
Problemática de su delimitación. 3. Particularidades de las técnicas de control (o
reducción) judicial de la potestad discrecional. 3. Discrecionalidad y conceptos
jurídicos indeterminados. 4. Distinción entre discrecionalidad legítima y
arbitrariedad.

I.EL CONCEPTO DE POTESTAD

1.Introducción

En el ámbito del ordenamiento administrativo apreciaremos las diversas


relaciones que el Derecho establece entre las personas jurídicas públicas, de una parte,
y los ciudadanos, administrados o interesados, de otra. De esas relaciones emanarán
diferentes situaciones jurídicas subjetivas, básicamente dos: i) las de poder o activas, y
ii) las de deber o pasivas.

Sin perjuicio de que el contenido de este tema se limite a las situaciones de


poder, se adelanta el siguiente esquema: en el grupo de situaciones de poder o activas se
incluyen los conceptos de: la potestad y el derecho subjetivo; en tanto en el grupo de
situaciones de deber o pasivas se integran los conceptos de la sujeción, la obligación, la
carga y el deber público1.

2. La potestad

2.1. Concepto

La potestad se identifica con la situación de poder o más en concreto con la


situación de poder que habilita a su titular para imponer conductas a terceros mediante
la constitución, modificación o extinción de relaciones jurídicas (SANTAMARIA
PASTOR). De manera más genérica se define también como un mecanismo técnico que
atribuye poderes jurídicos y facultades de actuación. En ese sentido amplio puede

1
Todos estos conceptos serán objeto de atención al tratar la actuación administrativa, concretamente en
relación con el procedimiento administrativo.

1
coincidir con el concepto de derecho subjetivo, constituyendo ambos (potestad y
derecho subjetivo) especies del mismo género (poderes jurídicos).

Como seguramente es conocido, pues se trata de una cuestión de Teoría General


del Derecho, el concepto de potestad es obra del jurista SANTI ROMANO, que lo
explica comparándolo con el concepto de derecho subjetivo. Este último en tanto surge
de relaciones jurídicas concretas (pactos o contratos) presupone la existencia de un
obligado frente a quien se ostenta aquella posición. Sin embargo, las potestades suponen
poderes generales de actuación conferidos por el ordenamiento jurídico cuya titularidad
no implica la existencia de otros sujetos obligados, sino, simplemente, potencialmente
afectados y sometidos a dicha potestad.

El ordenamiento jurídico atribuye potestades tanto a sujetos privados (caso de la


patria potestad o de las potestades estatutaria, organizativa y disciplinaria de las
personas jurídicas), como a sujetos públicos. La diferencia sustantiva es que las
potestades administrativas son siempre serviciales o fiduciarias, en tanto solo se permite
a las Administraciones y órganos que sean titulares de las mismas a ejercerlas para
satisfacer los intereses generales.

Es común diferenciar, entender que en el seno de las potestades públicas (en


tanto constituyen un poder reconocido por el Derecho y conferidas por el ordenamiento
a determinados sujetos del Poder público y no sólo a la Administración), las potestades
administrativas. Éstas no son sino una clase de potestades públicas y tienen como todas
ellas el mismo fundamento: juridificar formalmente el poder. Si bien, lo que la
diferenciación pretende es distinguir las que se identifican con los poderes superiores
del Estado (legislativo y judicial), cuyo ejercicio suele conocerse como potestad-poder.
Lo que se justifica por su capacidad innovativa y mayor independencia respecto al
Derecho, ya al operar en el ámbito superior del ordenamiento pues por encima de la
potestad legislativa únicamente se halla la Constitución y los principios generales del
Derecho; o bien por el reconocimiento de que la jurisprudencia es fuente –
complementaria- del derecho (art. 1 CC), y dado que el juez no sólo aplica la ley sino el
Derecho, ostentando además el poder de enjuiciar lo actuado por la Administración.

2.2.Las potestades administrativas y sus caracteres

Las potestades administrativas, al contrario que las anteriores, se califican de


potestades subordinadas y de potestad-función, porque en todas ellas predomina la
dependencia a la norma jurídica superior (Constitución y leyes), y los poderes
concedidos están destinados al cumplimiento de funciones y fines esencialmente
derivados de aquella. Así, por ejemplo, su máxima potestad creativa, la potestad
reglamentaria, está siempre sometida a Derecho y sobre ella los tribunales tienen la
última palabra (arts. 106.1 y 117.1 CE). Es decir, son poderes vinculados a la ley,
controlados por los jueces en todas sus manifestaciones y otorgados para la consecución
de fines específicos de interés público. Lo que, en definitiva, permite concluir que esas
potestades están totalmente juridificadas.

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La potestad administrativa cabe caracterizarla del siguiente modo2:

A) Origen: la potestad la otorga directamente el ordenamiento jurídico, no


surge de pactos o negocios, o de una determinada relación jurídica, como sucede en
general con el derecho subjetivo. Aunque es cierto que algunos derechos subjetivos son
también otorgados directamente por una norma (caso de los derechos y libertades
fundamentales).

B) Objeto: tiene un objeto genérico o, mejor aún, permite un amplio ámbito de


actuación, en tanto su contenido posibilita la producción de efectos jurídicos sobre un
sujeto o un colectivo de sujetos. Es decir, conlleva una sujeción o vinculación general
de los sujetos como ciudadanos a soportar sobre su esfera los efectos derivados del
ejercicio de la potestad, que puede ser especial, como ya se indicó, cuando esos sujetos
se hallan en determinadas situaciones de subordinación a la Administración (supremacía
general o especial)3.

Dicha sujeción puede ser para ciertos sujetos ventajosa (por ejemplo, si del
ejercicio de la potestad deriva para ellos un beneficio), o desventajosa (deriva un
gravamen), o indiferente (cuando no llega a afectar a su esfera jurídica). Y ello, en tanto
a la potestad en sí no corresponde ningún deber, positivo o negativo, ya que éste surgirá
eventualmente de la relación jurídica que el ejercicio de la potestad es capaz de crear,
pero no del simple sometimiento a la potestad misma.

El ejemplo lo podemos ilustrar con la potestad expropiatoria. Ésta, en cuanto tal


potestad, no recae sobre una cosa o derecho específico, sino en general sobre la
propiedad privada. Sin embargo, de su ejercicio concreto (expropiación para un
determinado fin), sí nacen relaciones jurídicas (las derivadas del procedimiento
expropiatorio una vez concretado el bien y sus titulares o propietarios). La expropiación,
pues, puede afectar cuando se ejercita: negativamente (si se priva a un sujeto de su
propiedad); positivamente (si un sujeto es beneficiario de la expropiación). O puede que
resulte indiferente (cuando el sujeto no es titular del bien ni beneficiario).

Por el contrario, el derecho subjetivo recae sobre un objeto específico y


determinado, constituyendo su contenido la realización de una conducta igualmente
específica y concreta que es exigible a uno o varios sujetos pasivos.

C) Interés: se trata de un poder servicial o fiduciario o, lo que es lo mismo, un


poder cuyo beneficiario es un sujeto distinto a su titular, en tanto se confiere a éste
exclusivamente para satisfacer los intereses de la colectividad. Lo que determina, de una
parte, que la Administración está obligada a su ejercicio cuando lo exija ese interés, y
no existe posibilidad de ejercitarlas si no concurre dicho interés (lo contrario es
desviación de poder: arts. 34.2 LPAC y 70.2 LJCA), aspecto que en último término
2
Conforme a la fundamentación teórica de GARCIA DE ENTERRÍA y TR. FERNÁNDEZ.
3
Se distingue potestades de supremacía general: las que se dirigen a todos los ciudadanos por su
condición abstracta de administrados; de las potestades de supremacía especial: ejercitables sobre quienes
están en una situación organizatoria determinada de especial subordinación derivada de un título
concreto: funcionarios, usuarios de servicios públicos, contratistas o concesionarios, etc.

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corresponde verificar a los tribunales como ya sabemos. De otra parte, que esos poderes
sean irrenunciables e inmodificables por voluntad de su titular. En cambio el derecho
subjetivo se dirige a la satisfacción del interés de su titular, puede ser modificable y
renunciable, aunque con determinados límites.

D) Transmisibilidad: Es inalienable por su titular, aunque en determinadas


condiciones puede delegarse su ejercicio (arts. 8 y 9 LRJSP ). El derecho subjetivo es
transmisible a terceros, salvo que sean derechos de carácter personalísimo.

E) Prescripción: La potestad no puede adquirirse ni extinguirse por


prescripción, aunque si puede prescribir o incurrir en caducidad la posibilidad de
ejercitarla en casos concretos. Son asimismo inagotables e idénticas a través de su
ejercicio, que más que consumirlas las reafirma o confirma. El derecho subjetivo sí es
susceptible de prescripción adquisitiva o extintiva.

Es conveniente precisar que todas las Administraciones públicas ostentan


potestades pero no todas ostentan las mismas potestades. Ejemplo: la potestad
expropiatoria sólo la ostentan las Administraciones territoriales.

2.3. El uso equivalente o diferenciado de potestad y competencia en el


ordenamiento administrativo.

En el ordenamiento español resulta habitual identificar los conceptos de potestad


y competencia de cada Administración y de cada órgano a efectos de concretar las
atribuciones, es decir usarlos como sinónimos. En otras ocasiones, sin embargo, parecen
reflejarse con sentidos diferenciados. Tras la descentralización política que lleva a cabo
la CE y en tanto ésta utiliza de modo preferente el término “competencia” para la
distribución de poderes entre las distintas Administraciones territoriales, buena parte de
la legislación se decanta por dicho término, con un significado más amplio que el de
potestad.

Esto es lo que sucede en los arts. 8 y siguientes de la LRJSP que emplean dicho
término, y por tanto incluyendo –sin precisarlas- las potestades. Lo que permite, con esa
acepción amplia, definir la competencia como un conjunto de atribuciones, funciones y
potestades, que determina el ámbito material, espacial y jerárquico, que corresponde
tanto a los entes administrativos como a los órganos administrativos en que se estructura
el ente.

En otras ocasiones, sin embargo, las leyes diferencian ambos términos, y en esos
supuestos, como señala MUÑOZ MACHADO, la competencia habitualmente se emplea
para referirse a los poderes de actuación, gestión o decisiones que se utilizan para la
actuación en sectores concretos o en relación con los ciudadanos; en tanto la potestad se
refiere a poderes de actuación no identificados por la materia sobre la que recaen o el
sector en el que operan sino que pueden ser aplicados de manera transversal u
horizontal, con ocasión de cualquier intervención de los poderes públicos.

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Así, por ejemplo, se diferencian ambos términos en el art. 4 LBRL al señalar que
a las Administraciones locales “en su calidad de Administraciones públicas de carácter
territorial, y dentro de la esfera de sus competencias” corresponden en todo caso: las
potestades reglamentaria y de autoorganización, las potestades tributaria y financiera, la
potestad de programación o planificación; las potestades expropiatoria y de
investigación, deslinde y recuperación de oficio de sus bienes, etc. En tanto el art. 25
LBRL, dispone: “El Municipio, para la gestión de sus intereses y en el ámbito de sus
competencias, puede promover actividades y prestar los servicios públicos que
contribuyan a satisfacer las necesidades y aspiraciones de la comunidad vecinal en los
términos previstos en este artículo. El Municipio ejercerá en todo caso como
competencias propias, en los términos de la legislación del Estado y de las
Comunidades Autónomas, en las siguientes materias: a) Urbanismo: planeamiento,
gestión, ejecución y disciplina urbanística. (…)”

La cuestión, por tanto, es advertir cuándo se emplea el concepto amplio o más


limitado de competencia, y, en su caso, cómo se concretan los poderes jurídicos que
pueden ser empleados.

II. LA ATRIBUCIÓN DE POTESTADES ADMINISTRATIVAS

1.Vinculación positiva al principio de legalidad y particularmente a la ley.

Como ha sido ya expuesto, la Administración no tiene poderes inmanentes, su


legitimidad no deriva de sí misma, sino de las potestades que externamente se le
atribuyen. La Administración no está integrada por órganos soberanos, sino por órganos
cuya autoridad y poder son concedidos por otros órganos supremos del Estado.
El estatuto constitucional de la Administración Pública como poder subordinado
determina que la concesión de poderes tenga su origen en el principio de legalidad
(principio estructural del Derecho administrativo y presupuesto determinante de su
propia existencia), y que particularmente la Ley constituya límite y condición de la
actuación administrativa (sin perjuicio de que la mecánica de la legalidad depare
muchos matices, como más tarde se indica). Límite, en tanto todos sus poderes no
podrán vulnerar ni la Constitución ni las leyes (art.128.2 LPAC), pues debe respetar la
jerarquía normativa (art. 9.3 CE). Límite reforzado especialmente cuando el
ordenamiento acota un sector jurídico que sólo puede ser regulado por una norma legal
(las denominadas materias reservadas a la Ley).
Pero la Ley es también condición, ya que sólo –en principio- los apoderamientos o
las autorizaciones de los órganos soberanos, justifican el legítimo obrar de la
Administración. Es decir, toda actuación administrativa debe aparecer como el ejercicio
de un poder previamente atribuido por la ley y por ella delimitado. Estas expresiones
(límite y condición) es lo que la jurisprudencia constitucional conoce como dimensión
material (no infringir las normas jurídicas aplicables) y formal (disponer de la cobertura
otorgada por una norma con rango de ley).

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Con esta concepción se toma partido por la llamada “posición formalista” que por
oposición a posturas de otra índole (v.gr. espiritualistas), fundamentan que la
Administración sólo puede hacer aquello que está permitido, es decir, no basta con la
ausencia de pronunciamientos legales, es necesario unos apoderamientos determinados
para que la Administración pueda actuar (vinculación positiva). En sentido contrario, la
Administración tiene impedido hacer todo aquello que no esté prohibido por la Ley.
Es cierto que esa posición que se defiende es ideal y que puede entenderse
claramente restrictiva y no ajustada al marco constitucional en tanto el art. 103.1 CE
afirma el sometimiento de la Administración no sólo a la Ley sino al Derecho. Es decir,
legitimada y vinculada por el conjunto del ordenamiento jurídico, no pudiendo actuar
contra legem ni contra ius. Pretender que todas las actuaciones administrativas estén
precedidas de una ley que las habilita, no sólo no se exige en términos constitucionales
sino que es posible diferenciar cuando esa habilitación es imprescindible porque la CE
encomienda al legislador la adopción de las decisiones esenciales en una materia
determinada, y cuando no existe aquella reserva previa, supuesto en el que puede o no
intervenir previamente el legislador o es posible que pueda realizarlo la Administración.
Cuando ocurre esto último, la acción administrativa tiene que someterse a los principios
y derechos consagrados en la Constitución y también a las demás reglas jurídicas de la
misma y a las que en cada momento establezca la legislación positiva. De ahí que hayan
de tenerse en cuenta todos los matices, una vez que la legalidad se ha hecho más
compleja y fragmentada al integrarse no sólo por normas positivas sino también por
principios y construcciones jurisprudenciales.
Así, pues, tampoco en todo caso las potestades tendrán siempre que atribuirse a la
Administración por la ley de modo específico aunque sí de concurrir valores, principios
o materias en las que Constitución ha exigido una definición legislativa de las
decisiones esenciales. Esto es, cabrá advertir atribuciones genéricas en los demás
casos, las cuales se someten siempre a un proceso de concreción posterior cuya tarea
corresponde a la propia Administración.
En la concepción vigente del Estado de Derecho ha de admitirse la imposibilidad
de atribuir el monopolio absoluto de la ley como única fuente del Derecho, a cambio de
aceptar tanto la primacía de la Ley (consecuencia del Estado democrático) como ciertos
ámbitos de materias reservadas a la Ley. De ahí que en la realidad de una actuación
administrativa extraordinariamente heterogénea, que no consiste en ejecutar
simplemente la ley, lo que sucede –por razones de economía normativa- es que la ley
concede a la Administración potestades, pero sin que esa atribución manifieste
pormenorizada o agotadoramente su alcance, ya sea en cuanto a las posibilidades de
actuar o en cuanto a los deberes que comporta.

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Con ello, sin duda, se atenúa de alguna manera la mecánica rígida de la concesión
estricta de poderes, con fundamento en que a la Administración le sería muy difícil
actuar si necesitase una explícita y expresa autorización para llevar a efecto cada una de
sus tareas. Esa circunstancia implica que, en ocasiones, el ordenamiento nos ofrezca lo
que genéricamente se conoce como pronunciamientos generales o concesión de
poderes ordinamental, o que, en otras, se permita a la Administración completar la
autorización legal implícita o explícita, haciendo intervenir decisiones libremente
adoptadas (potestad discrecional).
Estas auténticas quiebras de la legalidad formal o del positivismo legalista, en
cualquier caso:
- no impiden reconocer que, salvo excepción, la atribución de potestades (incluida
la de dictar normas reglamentarias) está previamente justificada o habilitada por una ley
previa.
- debe respetar los límites estrictos determinados en ciertos ámbitos. Por ejemplo,
impidiendo a la Administración tipificar delitos, faltas o infracciones administrativas,
establecer penas o sanciones, así como tributos, cánones u otras cargas o prestaciones
personales o patrimoniales de carácter público, prohibiciones que sanciona el texto
constitucional en los artículos 25.3º y 133.1º. La Constitución establece también en su
Título I una amplia lista de cortapisas en cuanto a posibles injerencias en las libertades
de los ciudadanos, salvo en determinados supuestos excepcionales que la propia
Constitución contempla en el artículo 53.
- debe respetar también aquellos otros requisitos más genéricos, que impone el
ordenamiento: por ejemplo, al disponer el art. 4 LRJSP, que cuando las
Administraciones Públicas en el ejercicio de sus respectivas competencias establezcan
medidas que limiten el ejercicio de derechos individuales o colectivos o exijan el
cumplimiento de requisitos para el desarrollo de una actividad, deberán elegir la medida
menos restrictiva, motivar su necesidad para la protección del interés público así como
justificar su adecuación para lograr los fines que se persigan, sin que en ningún caso se
produzcan diferencias de trato discriminatorias.
En definitiva, la concesión de poderes a la Administración sigue vinculada
positivamente al principio de legalidad y prevalentemente a la ley, con las matizaciones
expuestas.

2. Las técnicas de atribución.

Como se ha adelantado, el principio de legalidad no establece una única fórmula


a la hora de otorgar esos poderes a la Administración, por lo que la Ley, en todo caso,
no los atribuye de forma explícita, concreta y determinada. Cabe, en consecuencia,
diferenciar las siguientes técnicas de atribución.

A) Heteroatribución y autoatribución

La Administración actúa las potestades que le han sido previamente atribuidas


por ley como se ha indicado, pero si una actuación concreta que es necesaria no la

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puede llevar a cabo al no contar con la facultad de acción, habrá de comenzar por
demandar la modificación de la legalidad a fin de obtener la habilitación, o, en su caso
si dispone de la atribución llevar a cabo ella misma la previa modificación ordinamental
(con las limitaciones y/o prohibiciones que resulten aplicables).

B) Atribución expresa y poderes implícitos.

Aun cuando la atribución ha de ser, en principio, expresa, esta exigencia debe


matizarse con la doctrina constitucional de los poderes implícitos o inherentes, que por
excepción puede deducirse de la interpretación de las normas. Ej. el deber general de
auxilio recíproco entre las Administraciones se encuentra implícito en la propia forma
de organización del Estado, según STC de 4 de mayo de 1982.

C) Atribución específica y cláusulas generales de apoderamiento.

La atribución, en principio ha de ser también precisa y pormenorizada, pero no


obstante se admite la existencia de esas cláusulas generales con poderes más o menos
amplios aunque nunca absolutos o ilimitados (ej. art. 25.1 LRBRL citado). Por razones
diferentes, como situaciones de emergencia o necesidad, también se consideran
cláusulas generales de ese tipo las previstas en la legislación local o las emergencias
sanitarias reguladas en la Ley General de Sanidad, o el mantenimiento del orden
público, entre otras.

III. EXAMEN PARTICULAR DE LAS POTESTADES REGLADAS Y


DISCRECIONALES.

Cabe diferenciar y clasificar las potestades administrativas conforme a distintos


criterios, para incluir, entre otras, las potestades que ya se han enumerado, o para
distinguir entre aquellos dos grupos también citados de supremacía general o de
supremacía especial. Otra forma de clasificar las potestades es diferenciar entre
potestades innovativas (permiten crear o modificar relaciones jurídicas) y potestades
conservativas (para mantener o tutelar las situaciones jurídicas ya existentes)4.

Pero entendiendo que la clasificación más importante es la de la capacidad de


decisión que otorgan a la Administración, tratamos con detalle las potestades regladas y
discrecionales, toda vez que una parte esencial de la problemática jurídica
administrativa es la relacionada con el poder discrecional de las autoridades
administrativas y sus limitaciones en orden a salvaguardar los derechos ciudadanos, así
como con el control judicial del mismo. Algunos autores, exagerando su relevancia,
consideran que el control de la discrecionalidad es el objeto principal de esta rama del
derecho.

1.Nociones de potestad reglada y de potestad discrecional

4
A lo largo del temario serán tratadas todas ellas, en ocasiones constituyendo temas específicos (potestad
reglamentaria o expropiatoria, por ejemplo).

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A) Reglada

La potestad reglada es aquella que resulta de la norma jurídica (ley, reglamento)


cuando prevé o determina con precisión la actividad de la Administración, sin que por
tanto ésta tenga ninguna alternativa o capacidad de elegir entre varias opciones. Dicho
de otro modo, cuando el ordenamiento jurídico, partiendo de las leyes, directa o
indirectamente regula de forma completa o prácticamente en todos sus extremos, las
condiciones de ejercicio de la potestad atribuida a la Administración.
En estos casos, cuando los fines a que tiene que dirigirse la actuación
administrativa y las decisiones que puede legítimamente adoptar estas anticipados en la
normas, limitándose la Administración a verificar si los hechos a los que ha de aplicarla
coinciden con los pretederminados. Puesto que las normas regulan con precisión tanto
el supuesto de hecho como las consecuencias anudadas al mismo, nos hallamos ante el
más claro e intenso sometimiento al principio de legalidad, ya que la Administración ve
reducida su actuación a verificar, comprobar o constatar aquella situación dada. Son
supuestos, pues, en los que el ordenamiento veta al sujeto público decidir con mayor o
menor margen de apreciación. Sólo cuando estamos en presencia de las denominadas
actividades regladas de la Administración, ésta debe seguir un camino predeterminado
que ha sido trazado con concreción por la Ley y del que la Administración no se puede
apartar.
B) Discrecional
La potestad discrecional, es aquella en virtud de la cual el ordenamiento aplicable
permite o posibilita que la Administración, con mayor o menor margen, decida entre
una pluralidad de opciones, cualquiera de ellas válida jurídicamente, siempre que no
rebase el margen que se le haya otorgado. Esto es, cuando la Administración puede
definir su propia actuación y optar, dentro del marco de la legalidad, entre diversas
decisiones, todas las cuales son indiferentes para el ordenamiento y válidas (MUÑOZ
MACHADO).

Esto no es ningún mal funcionamiento del sistema, sino lo razonable por cuanto el
ordenamiento no puede predeterminar todas y cada una de las actuaciones o actividades
y todas y cada una de las medidas que debieran adoptarse (ejemplo, trazado de una
carretera, planificación de una ciudad, etc.), debiendo pues dejar que sea el poder
público quien en cada caso valore las circunstancias, se decante por una decisión y que
ésta concrete el interés público en el marco general fijado por las correspondientes
normas. Por lo tanto, solo si las normas no prevén o no programan completamente la
conducta a seguir puede hablarse de potestades discrecionales, donde podrá advertirse
más o menos libertad decisoria, mayor libertad cuanto menor sea la densidad normativa
existente.

Por lo tanto, cabe decir que el núcleo estricto de la discrecionalidad es la libertad de


elección por la Administración entre las varias soluciones posibles que permite el
ordenamiento, o como señala la jurisprudencia “la potestad que tiene la Administración
de elegir entre varias alternativas legalmente indiferentes, ya que la decisión

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discrecional se basa en criterios extrajurídicos (de oportunidad o de conveniencia) que
la Ley no predetermina sino que deja a su libre consideración y decisión, pudiendo en
consecuencia optar según su subjetivo criterio” (desde la STS de 1 de junio de 1987).

Se trata, como es evidente, de una vinculación más atenuada al principio de


legalidad, pues esa posibilidad de opción entre una pluralidad de opciones o alternativas
supone una proceso de aplicación donde la estimación subjetiva de la Administración
resulta determinante, ya sea en cuanto a la integración del supuesto de hecho (por
ejemplo, decisión de si expropia o no), ya en cuanto al contenido de la decisión misma
(por ejemplo, el concreto emplazamiento de la obra pública a ejecutar).

Según los ámbitos debe diferenciarse, entre los siguientes tipos principales de
discrecionalidad:

-Normativa: la actividad reglamentaria de la Administración, dentro de la


habilitación legal para desarrollar, completar o complementar la ley es, por definición
discrecional, si bien alcanza en los llamados reglamentos independientes (excepcionales
por naturaleza, en el ámbito organizativo) su máximo apogeo ya que los límites se
reducen al respeto a los principios generales del derecho.

-Técnica y/o de gestión: característica de la Administración gestora o ejecutiva, y


que suele carecer de precisiones específicas en el ordenamiento (abarcaría desde la
corrección de un examen a cualquier medida en que se requiere valoraciones técnicas).

-Planificadora: característica de todos los planes, programas, proyectos, etc., y que


suele –en general- tener también carácter normativo (planes urbanísticos, planes
hidrológicos, etc.)

2. Problemática de su delimitación

La potestad discrecional, diferenciada de la reglada por esa libertad de opción


otorgada para determinar el contenido de la misma o simplemente si se actúa o no, no
siempre resulta tan clara en cuanto a su alcance y, en ocasiones, incluso no resulta fácil
de discernir si es discrecional o reglada.
Entre otras razones, por las siguientes:

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1. La deducción de entender las actuaciones regladas como si fueran actuaciones
administrativas automáticas (o actos debidos), no resulta tan evidente cuando, por
ejemplo, la predeterminación normativa no se establece exclusivamente en una ley sino
que requiere también un reglamento convencional o normas análogas (planes,
programas). La complejidad del entramado normativo que de ello resulta, impide que
desaparezca por completo la interpretación administrativa, pues dependiendo de cómo
se halle normativamente formulado el supuesto de hecho y las consecuencias, puede
exigir valoraciones previas antes de aplicarlos. Así, sucede con las licencias urbanísticas
a las que con carácter general se atribuye legalmente carácter reglado, si bien la
Administración antes de otorgarlas requiere comprobar y valorar si se cumplen todos y
cada uno de los requisitos que el ordenamiento establece para poder ejercitar el derecho
de urbanizar o edificar.
También cabe advertir esa problemática, cuando el ordenamiento no determina si el
ejercicio de la actuación es facultativo u obligatorio. Por ejemplo, si la Administración
puede decidir con libertad ejercer o no la potestad sancionadora, incoando y resolviendo
los expedientes siempre que conste el conocimiento de una infracción administrativa.
En términos prácticos suele entenderse, ante la falta de determinación normativa, que es
más bien una facultad y no un deber, en tanto no vendrá obligada a aplicar la
consecuencia jurídica en todo caso.
2. La discrecionalidad no resulta tampoco sencillo de concretar por, entre otras
razones, la existencia de elementos de reglados que siempre está presente en el ejercicio
de las potestades discrecionales. Como se ha precisado en múltiples ocasiones por la
jurisprudencia, la existencia misma de la potestad y su contenido, así como que la
Administración y el órgano actúe con la competencia precisa para decidir y que su
resolución esté dirigida a atender a los fines previstos en el ordenamiento jurídico, son
elementos reglados de cualquier decisión discrecional. Como lo son, también, los
hechos determinantes en que se basan las decisiones administrativas –según veremos-
pues para la jurisprudencia “los hechos son tal como la realidad los exterioriza” por lo
que “no le es dado a la Administración inventarlos o desfigurarlos aunque tenga
facultades discrecionales para su valoración”. Y, también, los llamados conceptos
normativos o jurídicos indeterminados, con las precisiones que luego se hacen de los
mismos.
Otro tanto sucede en relación con el alcance de la libertad de determinación
otorgada, en los supuestos frecuentes en que esa libertad no procede de una concreta
ley, sino del conjunto del ordenamiento, y por tanto de la aplicación de diversas normas
y aun reglas y principios generales del Derecho y específicos del Derecho
administrativo, incluyendo la doctrina jurisprudencial o los propios precedentes
administrativos.

2. Particularidades de las técnicas de control (o reducción) judicial de la potestad


discrecional.

La distinción (potestad reglada-discrecional), ha tenido una importancia capital


en el Derecho administrativo, derivada del hecho de que únicamente la decisiones

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regladas eran susceptibles de control judicial, en tanto las discrecionales se concebían
como decisiones libres o exentas de fiscalización por los tribunales. Esta situación
perduraría en nuestro ordenamiento hasta prácticamente los albores de la actual CE,
pues a pesar de lo dispuesto en la Ley de la jurisdicción contencioso administrativa de
1956, las llamadas “inmunidades del poder” seguían ejerciendo notoria influencia para
impedir el control judicial de las potestades discrecionales salvo en los aspectos
reglados que siempre existen en las mismas.

En la actualidad, lo dispuesto en los arts. 24, 103 y 106 CE y concretado en la


Ley de la jurisdicción de 1998, elimina de raíz esa quiebra del Estado de Derecho e
instaura la plenitud del control judicial sobre ambas potestades5.

Esa circunstancia, no obstante, en nada afecta a la razón de la distinción, pues


ahora el problema quedará desplazado a la determinación del alcance del control
judicial y a las técnicas para hacerlo efectivo, dadas las diferencias sustanciales que
definen a cada potestad. Si en la potestad reglada el control judicial es de máxima
intensidad y en la práctica menos complejo de realizar, en la potestad discrecional el
control variará en su intensidad y profundidad y ofrecerá notables zonas de complejidad
e incertidumbre, que no podrán conducir a sustituir la discrecionalidad administrativa
por la discrecionalidad judicial.

Lo habitual es hablar de las particularidades que presenta el control judicial de la


discrecionalidad, si bien resulta más correcto técnico-jurídicamente hablando, señalar
que estamos ante una reducción de la discrecionalidad, puesto que si hemos sostenido
que se caracteriza por el margen de libre decisión, debemos entender que es ajena a
cualquier control externo, máxime cuando se carece de una precisa referencia
ordinamental que sirva de presupuesto del control (GARCÍA DE ENTERRIA Y
FERNÁNDEZ). Es más, la potestad discrecional lo es de la Administración y no de los
Tribunales, en tanto el ordenamiento jurídico establece que éstos carecen de la facultad
de sustituir las decisiones discrecionales que adopte la Administración. Las podrán
anular pero no modificar, así art. 71.2 LJCA al señalar: “Los órganos jurisdiccionales
no podrán determinar la forma en que han de quedar redactados los preceptos de una
disposición general en sustitución de los que anularen ni podrán determinar el
contenido discrecional de los actos anulados”. Prohibición que, no obstante, como
indicamos más tarde, se estima compatible con la sustitución de las decisiones
administrativas en el supuesto de entender reducida la “discrecionalidad a cero”.

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La incorporación de las técnicas del control judicial de la discrecionalidad, y en particular algunos
abusos judiciales en su aplicación, están dando paso, su vez, a reacciones doctrinales (tanto en España
como en otros Estados) contra lo que se considera un exceso judicial que afecta al equilibrio clásico de
los poderes del Estado y exige un severo ejercicio de autorestricción judicial (self restraint) para evitar la
sustitución de las decisiones administrativas por las judiciales. Se defiende así un intento de justificar una
cierta “reserva de Administración” o reconocer que la Administración tiene una extraordinaria
legitimación constitucional y sus decisiones, en correspondencia, han de ser necesariamente más
autónomas e independientes de cualquier otro poder, como afirma MUÑOZ MACHADO.

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Doctrina y jurisprudencia han desplegado toda una serie de técnicas y fórmulas
con el fin de que también la discrecionalidad administrativa quede sujeta a la ley y al
Derecho, partiendo de que éste (en su conjunto) depara elementos que tienen la
potencialidad suficiente para reducir la discrecionalidad en todo caso.

Los tribunales llevan a cabo esa tarea, en primer lugar, enjuiciando los
elementos reglados ya citados, incluyendo la finalidad o fin de la actuación
administrativa. Esto último, a través de la llamada técnica de la desviación de poder,
entendiendo que se produce cuando se ejercitan las potestades administrativas para fines
distintos de los fijados por el ordenamiento jurídico (art. 70.2 LJCA) y que se identifica
con vicios o defectos de estricta legalidad (STS de 25 de abril de 2016). También,
respecto de aquellos elementos que el ordenamiento jurídico requiere, tales como la
motivación (actos administrativos discrecionales, art. 35.1.i) de la LPAC, o las
exigencias que disponga en actuaciones de otra índole, como las memorias justificativas
que han de acompañar a los planes urbanísticos).

En segundo lugar, estará la técnica de la comprobación y verificación de los


hechos determinantes, que parte de entender que por mucho margen de apreciación
otorgado a la Administración, se debe dar en la realidad el hecho o presupuesto de
hecho que contemple la norma para que Administración actúe. Por ejemplo: podrá o no
la Administración imponer la sanción en una u otra cuantía o dentro de uno u otro
límite, pero será necesario que concurra el hecho o conducta del sujeto que constituye la
infracción tipificada para que pueda ejercitar la potestad sancionadora.

Al respecto, resultará trascendental la prueba de los hechos y la calificación de


los mismos, versando el enjuiciamiento tanto sobre su existencia como sobre su
valoración. En ese segundo aspecto, si la calificación administrativa se ha realizado
aplicando estrictamente criterios jurídicos derivados del ordenamiento, el
enjuiciamiento puede ser más intenso (al tratarse de una pura cuestión de
interpretación), que cuando la calificación deriva de emplear elementos externos al
ordenamiento, reglas de experiencia u opciones de mera oportunidad.

En tercer y último lugar, es de suma importancia el concurso de los principios


generales del Derecho (auténticos valores jurídicos materiales que constituyen el
substracto del ordenamiento, según la afortunada definición de GARCÍA DE
ENTERRÍA), pues es evidente que la Administración en todo caso ha de preservar en
sus actuaciones (sean del tipo que sean) principios como el de igualdad,
proporcionalidad, confianza legítima, seguridad jurídica, racionalidad y razonabilidad,
entre otros muchos.

La valoración por los tribunales de todo este conjunto de fórmulas puede llegar,
a lo que incorporando una calificación de la doctrina alemana, se denomina “reducción
a cero de la discrecionalidad”, cuando los tribunales llegan al convencimiento de que
solo una “única solucion es posible por razones de coherencia”.

3. Discrecionalidad y conceptos jurídicos indeterminados

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El ordenamiento jurídico (particularmente el Derecho administrativo) recurre al
empleo de términos, vocablos o expresiones que se conocen como conceptos jurídicos
indeterminados: interés general, utilidad pública, justo precio, mejor solución, urgencia,
tecnología más avanzada, incertidumbre científica, candidato más adecuado,
proposición más ventajosa, conducción temeraria, etc. Reciben ese nombre porque el
ordenamiento no concreta su significado y por otro lado no podría hacerlo para ser
aplicado en cualquier concreto supuesto. La Administración es la encargada de
determinar su concreto contenido o significado.

Esos conceptos suelen identificarse con la discrecionalidad, en tanto no están


predeterminados por las normas, y es lo cierto que en ocasiones resulta complejo
diferenciarlos. Son nociones distintas, sin embargo, como lo pone de manifiesto una
reiterada jurisprudencia, que invalidará las decisiones cuando no se acomodan a la
interpretación justa de esos conceptos, al señalar: a diferencia de las decisiones basadas
en el principio de discrecionalidad –doctrina ya indicada- “en los supuestos en los que
la habilitación legal para seleccionar se confiere mediante el mandato de aplicación de
un concepto jurídico indeterminado, la decisión del órgano actuante requiere un
proceso intelectivo en el que atendiendo a la realidad de las circunstancias que se le
muestran, y no a su libre juicio, ha de concluirse en cuál…es el único supuesto de
solución justa (STS 30 mayo 2000, entre otras).

Esta jurisprudencia es deudora de la doctrina creada por el profesor GARCIA


DE ENTERRÍA, que diferenciará entre discrecionalidad y conceptos jurídicos
indeterminados, pues mientras la discrecionalidad permite elegir entre varias opciones,
todas las cuales son jurídicamente indiferentes y válidas, la aplicación de aquellos
conceptos siempre remite a una única solución justa, que la Administración debe
encontrar, sin alternativas. Y ello, al entender que dichos conceptos sólo son aplicación
de la ley y no susceptibles de entenderse sino como una cuestión interpretativa mediante
un proceso intelectivo, con el fin de resolver, con todos los medios a su alcance, cuál es
la significación que le ha otorgado la norma.

El planteamiento básico de esa doctrina reconoce a la Administración, al llevar a


cabo esa interpretación aplicativa, un cierto margen de tolerancia, dentro del cual todas
las variantes posibles de la única solución justa se estiman legítimas y jurídicamente
admisibles. Para determinar mejor ese margen recurrirá a distinguir tres criterios: un
núcleo fijo del concepto (delimita un ámbito de absoluta certeza en positivo sobre lo que
es su significado), un halo (la zona de incertidumbre) y una zona de certeza negativa
(delimita en negativo su significado, es decir, lo que excluye). Lo que ejemplifica con el
concepto de justiprecio, con esta explicación: la zona de certeza del precio de una casa
en siempre fácil de determinar usando para establecerlo una cifra mínima que sea
aceptable según estimaciones comunes; y también la zona de certeza negativa permite
establecer cantidades que, dadas las circunstancias concurrentes, con seguridad no
valen. El halo del concepto ocupa todo el espacio que queda entre las dos zonas de
seguridad, manteniendo una incertidumbre dentro de la cual puede moverse la
Administración legítimamente porque todas las soluciones que adopte sin salirse de esa

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zona serán consideradas legítimas y válidas. Esto es, el halo marca los límites del
margen de apreciación con que cuenta al interpretar y aplicar dichos conceptos, dentro
de cuyo margen cualquier precio es justo y válido. La determinación así realizada por la
Administración no sería, pues, revisable por los tribunales. Sí sería revisable
judicialmente, si la determinación de lo que sea justo precio es discrecional, ya que
estaríamos admitiendo que caben varios precios justos y válidos.

Esta tesis, como se advierte, requiere un proceso intelectivo de interpretación por


la Administración que no deja de admitir serias dudas, ya en el ejemplo concreto o en
general. En el ejemplo concreto, por cuanto no resulta indiferente si el justo precio ha de
fijarse a través del valor de mercado o a través de otras estimaciones (como las
referencias fiscales), pues en el primer caso no resulta evidente cuál es ese único valor,
y en el segundo caso parece obvio que dichas referencias no son, al menos
necesariamente, determinantes del justo valor del bien. En general, por cuanto los
conceptos jurídicos indeterminados no admiten tratarse por igual. No es lo mismo
determinar el concepto de justo precio que el concepto de interés general, que como
sabemos es la noción central de las funciones y objetivos de los poderes públicos tanto
en la CE como en la legislación. Lo que llevará a revisar la tesis, al confirmarse que los
conceptos jurídicos indeterminados no tienen una estructura idéntica, ya que algunos
incorporan normas de experiencia en tanto otros son conceptos de valor.

Esta constatación llevará a defender que el alcance del control judicial ha de ser
diferente: en los conceptos que incorporan normas de experiencia bastaría con la
apreciación de los hechos (el edificio está en ruina o no) y por tanto el control puede ser
más intenso; pero en los segundos, en la medida que implican juicios de valor, ya sean
técnicos (impacto ambiental) o políticos (interés público, utilidad pública),
proporcionan a la decisión apreciativa de la Administración una cierta presunción a
favor de su valoración, que debe admitirse dentro del halo del concepto, y por
consiguiente, el control judicial debe respetarla. En el ejemplo del concepto de interés
general se entenderá, además, que no existe imperativamente una única solución posible
ni tampoco resultará siempre posible que los tribunales mejoren la solución adoptada
por la Administración.

Aunque los tribunales mantienen aquella posición, uniformizada, en el


tratamiento judicial de estos conceptos, equivalente a un control cuasi reglado de los
mismos, la doctrina científica aboga por una solución unitaria de otro tipo. Esta sería a
grandes rasgos la siguiente:

-la discrecionalidad en sentido estricto como los conceptos jurídicos


indeterminados son manifestaciones de un mismo fenómeno: la concreción de las
normas abiertas, en fase aplicativa, por la Administración.

-los conceptos jurídicos indeterminados que requieren aplicaciones valorativas,


reconocen un margen mayor de opción a la Administración al aplicarlos;

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-el control judicial debe ejercerse con intensidad variable y teniendo en cuenta
los elementos de elección, ponderación y valoración que consten en los medios de
prueba existentes y en la medida que los mismos permitan demostrar que la solución
adoptada no es la apropiada al interés público por existir otra más adecuada.

-a efectos esencialmente procesales, si para determinar el significado del


concepto la Administración recurre al contenido científico, técnico o, en definitiva,
ajeno a sus propios conocimientos, razonablemente los tribunales pueden revisar la
determinación administrativa que las asume ya que no cabe excluir la existencia de otras
más correctas, adecuadas o de mayor certeza. Si, por el contrario procede de las propias
valoraciones (por ejemplo, sobre el citado concepto de interés general), los tribunales
estarían más limitados en su tarea de control que se reduciría a verificar si ha
fundamentado convenientemente la existencia de dicho interés.

4. Distinción entre discrecionalidad legítima y arbitrariedad.

El art. 9.3 de la CE consagra el principio de interdicción de la arbitrariedad que


será interpretado por los tribunales como antagónico de la discrecionalidad, para
identificar aquellas actuaciones de los poderes públicos que carecen de razones que las
justifiquen. Es decir, resultaran arbitrarias cuando carezcan de motivación respetable o
pura y simplemente se deban a la voluntad o capricho de quien adopta la actuación.
Acepción esta última coincidente con la del Diccionario de la RAE para el cual es “el
acto o proceder contrario a la justicia, la razón o las leyes, dictado solo por la voluntad o
el capricho.”

La arbitrariedad es subjetivismo, y tanto en las decisiones normativas,


administrativas o judiciales, la previsión constitucional exige razones capaces de
sustentar la elección o interpretación realizada. Ciertamente, la arbitrariedad tiene como
punto de partida la libertad de elección por la Administración entre las varias soluciones
posibles (ámbito de la discrecionalidad) aun cuando también puede producirse como
consecuencia de una potestad reglada (por ejemplo, negando lo que el Derecho
reconoce). La motivación suficiente es la primera exigencia para presumir que la
decisión no es arbitraria. Las decisiones motivadas tienen, al menos, una apariencia de
fundamentación objetiva, si bien no necesariamente esa circunstancia tiene que
determinar sin más que por ese solo hecho no sea arbitraria. Requerirá además que las
razones utilizadas –o la ausencia de las mismas- no entren en contradicción con la
realidad acreditada en el expediente o carezcan de modo manifiesto de toda relación con
ella (T.R. FERNÁNDEZ).

La arbitrariedad puede producirse, asimismo, por desviación de poder y por error


de hecho, así como por indebidas interpretaciones de las normas. Su control judicial
procederá, en su caso, con los parámetros propios de la discrecionalidad, pues en el
fondo no se deja de ser sino “el abuso de la discrecionalidad”.

BIBLIOGRAFÍA

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E.GARCIA DE ENTERRIA y T.R. FERNÁNDEZ Curso de Derecho
Administrativo, I. 15ª ed. 2017, MARTÍN MATEO Y JUAN JOSÉ DÍEZ SÁNCHEZ,
Manual de Derecho Administrativo. 29ª ed. 2014, G. FERNANDEZ FARRERES,
Sistema de Derecho Administrativo. 2013; J.A. SANTAMARIA PASTOR, Principios
de Derecho Administrativo General. I. 5ª ed. 2018; L. MARTÍN REBOLLO, Manual de
las Leyes administrativas. 1ª ed. 2017; S. MUÑOZ MACHADO, Tratado de Derecho
Administrativo y Derecho Público General. I. 3ª ed., 2011; T.R. FERNÁNDEZ, De la
arbitrariedad de la Administración. 1994.
JUAN JOSÉ DÍEZ SÁNCHEZ
Catedrático de Derecho Administrativo

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