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Tema 3
Tema 3
SUMARIO:
1.Introducción
2. La potestad
2.1. Concepto
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Todos estos conceptos serán objeto de atención al tratar la actuación administrativa, concretamente en
relación con el procedimiento administrativo.
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coincidir con el concepto de derecho subjetivo, constituyendo ambos (potestad y
derecho subjetivo) especies del mismo género (poderes jurídicos).
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La potestad administrativa cabe caracterizarla del siguiente modo2:
Dicha sujeción puede ser para ciertos sujetos ventajosa (por ejemplo, si del
ejercicio de la potestad deriva para ellos un beneficio), o desventajosa (deriva un
gravamen), o indiferente (cuando no llega a afectar a su esfera jurídica). Y ello, en tanto
a la potestad en sí no corresponde ningún deber, positivo o negativo, ya que éste surgirá
eventualmente de la relación jurídica que el ejercicio de la potestad es capaz de crear,
pero no del simple sometimiento a la potestad misma.
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corresponde verificar a los tribunales como ya sabemos. De otra parte, que esos poderes
sean irrenunciables e inmodificables por voluntad de su titular. En cambio el derecho
subjetivo se dirige a la satisfacción del interés de su titular, puede ser modificable y
renunciable, aunque con determinados límites.
Esto es lo que sucede en los arts. 8 y siguientes de la LRJSP que emplean dicho
término, y por tanto incluyendo –sin precisarlas- las potestades. Lo que permite, con esa
acepción amplia, definir la competencia como un conjunto de atribuciones, funciones y
potestades, que determina el ámbito material, espacial y jerárquico, que corresponde
tanto a los entes administrativos como a los órganos administrativos en que se estructura
el ente.
En otras ocasiones, sin embargo, las leyes diferencian ambos términos, y en esos
supuestos, como señala MUÑOZ MACHADO, la competencia habitualmente se emplea
para referirse a los poderes de actuación, gestión o decisiones que se utilizan para la
actuación en sectores concretos o en relación con los ciudadanos; en tanto la potestad se
refiere a poderes de actuación no identificados por la materia sobre la que recaen o el
sector en el que operan sino que pueden ser aplicados de manera transversal u
horizontal, con ocasión de cualquier intervención de los poderes públicos.
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Así, por ejemplo, se diferencian ambos términos en el art. 4 LBRL al señalar que
a las Administraciones locales “en su calidad de Administraciones públicas de carácter
territorial, y dentro de la esfera de sus competencias” corresponden en todo caso: las
potestades reglamentaria y de autoorganización, las potestades tributaria y financiera, la
potestad de programación o planificación; las potestades expropiatoria y de
investigación, deslinde y recuperación de oficio de sus bienes, etc. En tanto el art. 25
LBRL, dispone: “El Municipio, para la gestión de sus intereses y en el ámbito de sus
competencias, puede promover actividades y prestar los servicios públicos que
contribuyan a satisfacer las necesidades y aspiraciones de la comunidad vecinal en los
términos previstos en este artículo. El Municipio ejercerá en todo caso como
competencias propias, en los términos de la legislación del Estado y de las
Comunidades Autónomas, en las siguientes materias: a) Urbanismo: planeamiento,
gestión, ejecución y disciplina urbanística. (…)”
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Con esta concepción se toma partido por la llamada “posición formalista” que por
oposición a posturas de otra índole (v.gr. espiritualistas), fundamentan que la
Administración sólo puede hacer aquello que está permitido, es decir, no basta con la
ausencia de pronunciamientos legales, es necesario unos apoderamientos determinados
para que la Administración pueda actuar (vinculación positiva). En sentido contrario, la
Administración tiene impedido hacer todo aquello que no esté prohibido por la Ley.
Es cierto que esa posición que se defiende es ideal y que puede entenderse
claramente restrictiva y no ajustada al marco constitucional en tanto el art. 103.1 CE
afirma el sometimiento de la Administración no sólo a la Ley sino al Derecho. Es decir,
legitimada y vinculada por el conjunto del ordenamiento jurídico, no pudiendo actuar
contra legem ni contra ius. Pretender que todas las actuaciones administrativas estén
precedidas de una ley que las habilita, no sólo no se exige en términos constitucionales
sino que es posible diferenciar cuando esa habilitación es imprescindible porque la CE
encomienda al legislador la adopción de las decisiones esenciales en una materia
determinada, y cuando no existe aquella reserva previa, supuesto en el que puede o no
intervenir previamente el legislador o es posible que pueda realizarlo la Administración.
Cuando ocurre esto último, la acción administrativa tiene que someterse a los principios
y derechos consagrados en la Constitución y también a las demás reglas jurídicas de la
misma y a las que en cada momento establezca la legislación positiva. De ahí que hayan
de tenerse en cuenta todos los matices, una vez que la legalidad se ha hecho más
compleja y fragmentada al integrarse no sólo por normas positivas sino también por
principios y construcciones jurisprudenciales.
Así, pues, tampoco en todo caso las potestades tendrán siempre que atribuirse a la
Administración por la ley de modo específico aunque sí de concurrir valores, principios
o materias en las que Constitución ha exigido una definición legislativa de las
decisiones esenciales. Esto es, cabrá advertir atribuciones genéricas en los demás
casos, las cuales se someten siempre a un proceso de concreción posterior cuya tarea
corresponde a la propia Administración.
En la concepción vigente del Estado de Derecho ha de admitirse la imposibilidad
de atribuir el monopolio absoluto de la ley como única fuente del Derecho, a cambio de
aceptar tanto la primacía de la Ley (consecuencia del Estado democrático) como ciertos
ámbitos de materias reservadas a la Ley. De ahí que en la realidad de una actuación
administrativa extraordinariamente heterogénea, que no consiste en ejecutar
simplemente la ley, lo que sucede –por razones de economía normativa- es que la ley
concede a la Administración potestades, pero sin que esa atribución manifieste
pormenorizada o agotadoramente su alcance, ya sea en cuanto a las posibilidades de
actuar o en cuanto a los deberes que comporta.
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Con ello, sin duda, se atenúa de alguna manera la mecánica rígida de la concesión
estricta de poderes, con fundamento en que a la Administración le sería muy difícil
actuar si necesitase una explícita y expresa autorización para llevar a efecto cada una de
sus tareas. Esa circunstancia implica que, en ocasiones, el ordenamiento nos ofrezca lo
que genéricamente se conoce como pronunciamientos generales o concesión de
poderes ordinamental, o que, en otras, se permita a la Administración completar la
autorización legal implícita o explícita, haciendo intervenir decisiones libremente
adoptadas (potestad discrecional).
Estas auténticas quiebras de la legalidad formal o del positivismo legalista, en
cualquier caso:
- no impiden reconocer que, salvo excepción, la atribución de potestades (incluida
la de dictar normas reglamentarias) está previamente justificada o habilitada por una ley
previa.
- debe respetar los límites estrictos determinados en ciertos ámbitos. Por ejemplo,
impidiendo a la Administración tipificar delitos, faltas o infracciones administrativas,
establecer penas o sanciones, así como tributos, cánones u otras cargas o prestaciones
personales o patrimoniales de carácter público, prohibiciones que sanciona el texto
constitucional en los artículos 25.3º y 133.1º. La Constitución establece también en su
Título I una amplia lista de cortapisas en cuanto a posibles injerencias en las libertades
de los ciudadanos, salvo en determinados supuestos excepcionales que la propia
Constitución contempla en el artículo 53.
- debe respetar también aquellos otros requisitos más genéricos, que impone el
ordenamiento: por ejemplo, al disponer el art. 4 LRJSP, que cuando las
Administraciones Públicas en el ejercicio de sus respectivas competencias establezcan
medidas que limiten el ejercicio de derechos individuales o colectivos o exijan el
cumplimiento de requisitos para el desarrollo de una actividad, deberán elegir la medida
menos restrictiva, motivar su necesidad para la protección del interés público así como
justificar su adecuación para lograr los fines que se persigan, sin que en ningún caso se
produzcan diferencias de trato discriminatorias.
En definitiva, la concesión de poderes a la Administración sigue vinculada
positivamente al principio de legalidad y prevalentemente a la ley, con las matizaciones
expuestas.
A) Heteroatribución y autoatribución
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puede llevar a cabo al no contar con la facultad de acción, habrá de comenzar por
demandar la modificación de la legalidad a fin de obtener la habilitación, o, en su caso
si dispone de la atribución llevar a cabo ella misma la previa modificación ordinamental
(con las limitaciones y/o prohibiciones que resulten aplicables).
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A lo largo del temario serán tratadas todas ellas, en ocasiones constituyendo temas específicos (potestad
reglamentaria o expropiatoria, por ejemplo).
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A) Reglada
Esto no es ningún mal funcionamiento del sistema, sino lo razonable por cuanto el
ordenamiento no puede predeterminar todas y cada una de las actuaciones o actividades
y todas y cada una de las medidas que debieran adoptarse (ejemplo, trazado de una
carretera, planificación de una ciudad, etc.), debiendo pues dejar que sea el poder
público quien en cada caso valore las circunstancias, se decante por una decisión y que
ésta concrete el interés público en el marco general fijado por las correspondientes
normas. Por lo tanto, solo si las normas no prevén o no programan completamente la
conducta a seguir puede hablarse de potestades discrecionales, donde podrá advertirse
más o menos libertad decisoria, mayor libertad cuanto menor sea la densidad normativa
existente.
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discrecional se basa en criterios extrajurídicos (de oportunidad o de conveniencia) que
la Ley no predetermina sino que deja a su libre consideración y decisión, pudiendo en
consecuencia optar según su subjetivo criterio” (desde la STS de 1 de junio de 1987).
Según los ámbitos debe diferenciarse, entre los siguientes tipos principales de
discrecionalidad:
2. Problemática de su delimitación
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1. La deducción de entender las actuaciones regladas como si fueran actuaciones
administrativas automáticas (o actos debidos), no resulta tan evidente cuando, por
ejemplo, la predeterminación normativa no se establece exclusivamente en una ley sino
que requiere también un reglamento convencional o normas análogas (planes,
programas). La complejidad del entramado normativo que de ello resulta, impide que
desaparezca por completo la interpretación administrativa, pues dependiendo de cómo
se halle normativamente formulado el supuesto de hecho y las consecuencias, puede
exigir valoraciones previas antes de aplicarlos. Así, sucede con las licencias urbanísticas
a las que con carácter general se atribuye legalmente carácter reglado, si bien la
Administración antes de otorgarlas requiere comprobar y valorar si se cumplen todos y
cada uno de los requisitos que el ordenamiento establece para poder ejercitar el derecho
de urbanizar o edificar.
También cabe advertir esa problemática, cuando el ordenamiento no determina si el
ejercicio de la actuación es facultativo u obligatorio. Por ejemplo, si la Administración
puede decidir con libertad ejercer o no la potestad sancionadora, incoando y resolviendo
los expedientes siempre que conste el conocimiento de una infracción administrativa.
En términos prácticos suele entenderse, ante la falta de determinación normativa, que es
más bien una facultad y no un deber, en tanto no vendrá obligada a aplicar la
consecuencia jurídica en todo caso.
2. La discrecionalidad no resulta tampoco sencillo de concretar por, entre otras
razones, la existencia de elementos de reglados que siempre está presente en el ejercicio
de las potestades discrecionales. Como se ha precisado en múltiples ocasiones por la
jurisprudencia, la existencia misma de la potestad y su contenido, así como que la
Administración y el órgano actúe con la competencia precisa para decidir y que su
resolución esté dirigida a atender a los fines previstos en el ordenamiento jurídico, son
elementos reglados de cualquier decisión discrecional. Como lo son, también, los
hechos determinantes en que se basan las decisiones administrativas –según veremos-
pues para la jurisprudencia “los hechos son tal como la realidad los exterioriza” por lo
que “no le es dado a la Administración inventarlos o desfigurarlos aunque tenga
facultades discrecionales para su valoración”. Y, también, los llamados conceptos
normativos o jurídicos indeterminados, con las precisiones que luego se hacen de los
mismos.
Otro tanto sucede en relación con el alcance de la libertad de determinación
otorgada, en los supuestos frecuentes en que esa libertad no procede de una concreta
ley, sino del conjunto del ordenamiento, y por tanto de la aplicación de diversas normas
y aun reglas y principios generales del Derecho y específicos del Derecho
administrativo, incluyendo la doctrina jurisprudencial o los propios precedentes
administrativos.
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regladas eran susceptibles de control judicial, en tanto las discrecionales se concebían
como decisiones libres o exentas de fiscalización por los tribunales. Esta situación
perduraría en nuestro ordenamiento hasta prácticamente los albores de la actual CE,
pues a pesar de lo dispuesto en la Ley de la jurisdicción contencioso administrativa de
1956, las llamadas “inmunidades del poder” seguían ejerciendo notoria influencia para
impedir el control judicial de las potestades discrecionales salvo en los aspectos
reglados que siempre existen en las mismas.
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La incorporación de las técnicas del control judicial de la discrecionalidad, y en particular algunos
abusos judiciales en su aplicación, están dando paso, su vez, a reacciones doctrinales (tanto en España
como en otros Estados) contra lo que se considera un exceso judicial que afecta al equilibrio clásico de
los poderes del Estado y exige un severo ejercicio de autorestricción judicial (self restraint) para evitar la
sustitución de las decisiones administrativas por las judiciales. Se defiende así un intento de justificar una
cierta “reserva de Administración” o reconocer que la Administración tiene una extraordinaria
legitimación constitucional y sus decisiones, en correspondencia, han de ser necesariamente más
autónomas e independientes de cualquier otro poder, como afirma MUÑOZ MACHADO.
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Doctrina y jurisprudencia han desplegado toda una serie de técnicas y fórmulas
con el fin de que también la discrecionalidad administrativa quede sujeta a la ley y al
Derecho, partiendo de que éste (en su conjunto) depara elementos que tienen la
potencialidad suficiente para reducir la discrecionalidad en todo caso.
Los tribunales llevan a cabo esa tarea, en primer lugar, enjuiciando los
elementos reglados ya citados, incluyendo la finalidad o fin de la actuación
administrativa. Esto último, a través de la llamada técnica de la desviación de poder,
entendiendo que se produce cuando se ejercitan las potestades administrativas para fines
distintos de los fijados por el ordenamiento jurídico (art. 70.2 LJCA) y que se identifica
con vicios o defectos de estricta legalidad (STS de 25 de abril de 2016). También,
respecto de aquellos elementos que el ordenamiento jurídico requiere, tales como la
motivación (actos administrativos discrecionales, art. 35.1.i) de la LPAC, o las
exigencias que disponga en actuaciones de otra índole, como las memorias justificativas
que han de acompañar a los planes urbanísticos).
La valoración por los tribunales de todo este conjunto de fórmulas puede llegar,
a lo que incorporando una calificación de la doctrina alemana, se denomina “reducción
a cero de la discrecionalidad”, cuando los tribunales llegan al convencimiento de que
solo una “única solucion es posible por razones de coherencia”.
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El ordenamiento jurídico (particularmente el Derecho administrativo) recurre al
empleo de términos, vocablos o expresiones que se conocen como conceptos jurídicos
indeterminados: interés general, utilidad pública, justo precio, mejor solución, urgencia,
tecnología más avanzada, incertidumbre científica, candidato más adecuado,
proposición más ventajosa, conducción temeraria, etc. Reciben ese nombre porque el
ordenamiento no concreta su significado y por otro lado no podría hacerlo para ser
aplicado en cualquier concreto supuesto. La Administración es la encargada de
determinar su concreto contenido o significado.
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zona serán consideradas legítimas y válidas. Esto es, el halo marca los límites del
margen de apreciación con que cuenta al interpretar y aplicar dichos conceptos, dentro
de cuyo margen cualquier precio es justo y válido. La determinación así realizada por la
Administración no sería, pues, revisable por los tribunales. Sí sería revisable
judicialmente, si la determinación de lo que sea justo precio es discrecional, ya que
estaríamos admitiendo que caben varios precios justos y válidos.
Esta constatación llevará a defender que el alcance del control judicial ha de ser
diferente: en los conceptos que incorporan normas de experiencia bastaría con la
apreciación de los hechos (el edificio está en ruina o no) y por tanto el control puede ser
más intenso; pero en los segundos, en la medida que implican juicios de valor, ya sean
técnicos (impacto ambiental) o políticos (interés público, utilidad pública),
proporcionan a la decisión apreciativa de la Administración una cierta presunción a
favor de su valoración, que debe admitirse dentro del halo del concepto, y por
consiguiente, el control judicial debe respetarla. En el ejemplo del concepto de interés
general se entenderá, además, que no existe imperativamente una única solución posible
ni tampoco resultará siempre posible que los tribunales mejoren la solución adoptada
por la Administración.
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-el control judicial debe ejercerse con intensidad variable y teniendo en cuenta
los elementos de elección, ponderación y valoración que consten en los medios de
prueba existentes y en la medida que los mismos permitan demostrar que la solución
adoptada no es la apropiada al interés público por existir otra más adecuada.
BIBLIOGRAFÍA
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E.GARCIA DE ENTERRIA y T.R. FERNÁNDEZ Curso de Derecho
Administrativo, I. 15ª ed. 2017, MARTÍN MATEO Y JUAN JOSÉ DÍEZ SÁNCHEZ,
Manual de Derecho Administrativo. 29ª ed. 2014, G. FERNANDEZ FARRERES,
Sistema de Derecho Administrativo. 2013; J.A. SANTAMARIA PASTOR, Principios
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las Leyes administrativas. 1ª ed. 2017; S. MUÑOZ MACHADO, Tratado de Derecho
Administrativo y Derecho Público General. I. 3ª ed., 2011; T.R. FERNÁNDEZ, De la
arbitrariedad de la Administración. 1994.
JUAN JOSÉ DÍEZ SÁNCHEZ
Catedrático de Derecho Administrativo
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