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De las “muertes del hombre” al mundo posthumano – Por

Claudio Véliz
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May 13,
2020

Los actuales desvaríos del mundo posthumano y del control psicopolítico vienen a
trastocar, de un modo decisivo, ese entramado erótico, complejo y contradictorio que
insistimos en designar como “humano”. Los dispositivos del neoliberalismo se
proponen interrumpir todas aquellas pasiones alegres que no renunciamos a traducir
como irremediablemente “humanas”

Por Claudio Véliz*

(para La Tecl@ Eñe)

Las cuatro muertes del hombre

Aunque también se hubo obsesionado por los horrores (demasiado “reales”) de las
trincheras europeas, a Sigmund Freud lo desvelaron las otras “muertes del hombre” que,
con un tono algo menos trágico, prefirió designar como heridas narcisistas: la infligida por
Copérnico cuando demostró que la tierra no era el centro del universo, la sancionada
por Darwin al arrasar con la pretendida superioridad de nuestra especie respecto del
resto de “lo viviente”, y la provocada por el psicoanálisis humillando la altivez de la
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conciencia organizadora del mundo. Luego de los estragos ocasionados por la segunda
guerra europea (con su secuela de muerte administrada, destrucción de poblaciones
enteras, campos de concentración o bombardeos nucleares sobre ciudades indefensas),
la recientemente creada organización de las naciones sugirió la necesidad de poner en
crisis el modelo de humanidad que había precipitado semejante catástrofe. Aunque una
buena parte de la intelligentzia se contentó con evaluar los “déficits” del pensamiento
ilustrado, otros autores menos ortodoxos entendieron que era el momento de
denunciar sus fallas constitutivas. Era preciso aniquilar al “hombre” que se erigía como
sujeto “libre” de la ciencia, como portador del saber, como el espíritu que “empuja” a la
historia hacia niveles ascendentes de civilización, como el ego cogito que instituye el
mundo en virtud de su distintiva y orgullosa racionalidad. Paradójicamente, en la Europa
blanca, “humanista” e ilustrada, había aflorado un grupo de investigadores que, desde
las más diversas disciplinas, anunciaba una nueva “muerte del hombre”. Este
antihumanismo teórico de la segunda mitad del siglo XX vino a culminar la avanzada
“criminal” iniciada por Copérnico y seguida por Darwin y Freud; asestó una nueva herida
(la cuarta) a ese “hombre” que ya no podía ubicarse en el centro de la tierra, ni en el
escalón más cercano a Dios ni el pedestal de una racionalidad consciente (que lo
instauraba como “dueño” absoluto de sus pensamientos y comportamientos), ni
tampoco en el fundamento de una astucia cognitiva y epistemológica.

Ciertamente, no faltaron algunos “asesinos seriales” (posmodernos) que desfilaron con el


cadáver por todos los recovecos de sus devaluados laberintos conceptuales, y que
creyeron propicia la oportunidad para acabar (también) con la historia, los grandes
relatos, las ideologías, las pretensiones autonómicas, las anacrónicas exigencias
soberanas y con cualquier idea de humanidad considerada una obsoleta antigualla
antropológica. Más allá de las pretensiones teórico-políticas de estos críticos radicales de
la modernidad, sus léxicos degradados se conjugaron a la perfección con las consabidas
recetas de sus contemporáneos neoliberales: apertura (comercial), descentralización
(estatal), flexibilización (laboral), liberación (de los flujos mercantiles), debilidad/liviandad
(de los controles y regulaciones), fragmentación (de los sujetos atomizados, temerosos,
culpables). Comenzaba a pergeñarse, así, una nueva arremetida contra nuestros restos
mortales, aunque esta vez, su “blanco” no sea el egocentrismo de occidente, ni la
pretendida superioridad espiritual de la especie, ni tampoco los delirios de la
racionalidad autosuficiente (si este fuera el caso, no dudaríamos en contribuir con tan
loable empresa). Por el contrario, desde fines del siglo XX, los dispositivos y tecnologías
que formatean nuestras subjetividades, vienen procurando capturar el núcleo más
profundo del sujeto “parlante, sexuado y finito” (1), de esa única (y última) instancia
capaz de resistir los embates de un bombardeo medial (en sus más diversas expresiones)
que ha logrado constituir una compleja argamasa de felicidad, sacrificio, goce,
emociones, posverdad, banalidad, sadismo y auto-responsabilización. El neoliberalismo
necesita producir una nueva (in)humanidad como condición ineludible para un
despliegue totalitario, ilimitado y autodestructivo: una “mutación antropológica”, una
inédita revolución perceptiva adecuada a cuerpos postorgánicos y sensibilidades

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tecnodependientes, un circuito afectivo sostenido en el odio y el miedo (estos sí,
demasiado humanos), la completa colonización de la psiquis mediante la explotación de
sus recovecos más siniestros.

Del héroe prometeico a la criatura fáustica

Si desde los albores de la especie humana, la técnica hubo operado como el


complemento (o incluso, el suplemento) indispensable de una anatomía “inadaptada”;
desde fines del siglo pasado, asistimos a un acontecimiento de signo inverso: la
inteligencia artificial, la teleinformática, la ingeniería genética, la farmacopea y las
neurociencias vienen procurando reformular el mapa de cada individuo, ajustar su
programación y alterar el código genético. (2). Frente al imperativo de lograr la
compatibilidad con el cosmos digital, nuestra configuración biológica se vuelve obsoleta:
las reservas y anclajes simbólicos constituyen una barrera infranqueable, las memorias
históricas, un resto insoportable, y la lengua política, una perversión inadmisible.
Conviene recordar aquí, que la ciencia y la técnica no son neutrales, que los conflictos y
vaivenes políticos atraviesan sus estatutos y que los “regímenes de verdad” producen
“efectos de poder” (tal como solía repetir Michel Foucault). Poco importa si la aceitada
complicidad entre los dispositivos neoliberales y las tecnologías digitales constituyó el
resultado de un pacto secreto, de una decisión concertada, de una comunidad de
negocios, o bien la (in)feliz conjunción de un devenir azaroso. Las tecnologías que
fagocitaron a la “era industrial” de un solo bocado impusieron la exigencia del fluir
incesante, la actualización continua, la virtualización integral, la voracidad, el vértigo, el
autocontrol. Las lógicas analógicas, mecánicas o automáticas (que habían signado al
sujeto prometeico de la modernidad) se rindieron frente a los datos, los códigos cifrados
y los bancos de información (una verdadera criatura fáustica incontrolable). La
matemática algorítmica organiza ahora los perfiles según hábitos y preferencias de
consumo, y direcciona los mensajes tanto publicitarios como políticos (a cada “perfil” se
le ofrecerá, ni más ni menos, que aquello que quiere escuchar, la promesa de lo que
desea realizar o consumir). Big data, mundo cyborg, distopía de la digitalización universal,
tecnodependencia de la sociedad-pantalla… Ya nada queda afuera del panóptico digital: el
tiempo deviene fluido y ondulante; los espacios, abiertos; los individuos, fragmentados;
las técnicas de poder, tan sutiles e invisibles como eficaces; los amores, efímeros y
descartables; las identidades, frágiles; las palabras, las memorias y los símbolos se
desvanecen al compás del frenesí enloquecedor de la “información”.

Los actuales desvaríos del mundo posthumano y del control psicopolítico vienen a
trastocar, de un modo decisivo, ese entramado erótico, complejo y contradictorio que
insistimos en designar como “humano”. Más allá de las (veladas o explícitas) intenciones
de técnicos, programadores y promotores telemáticos, lo que se proponen interrumpir
los dispositivos del neoliberalismo –con el auxilio inestimable de las tecnologías digitales
y de los trucos de la percepción artificial– es la posibilidad misma del encuentro, del
juego, del asombro, de la seducción…, es decir, de todas aquellas pasiones alegres que no
renunciamos a traducir como irremediablemente “humanas”, como “las huellas
preciosas que la praxis nacional-popular forjó para prefigurar nuestros mejores sueños
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de justicia y de igualdad” (3) ¿Podremos hacer trizas aquel “espejo negro”?, ¿seremos
capaces de sentir en lo más hondo de nuestra humanidad desgarrada, el grito que brota
de las tripas, y hacerle justicia?, ¿estaremos a tiempo de “pulsar el freno de emergencia”
de esta locomotora suicida? Si aún somos capaces de oír ese alarido, de percibir el
espanto organizado o de experimentar angustia frente a la amputación de nuestra
amorosa sensibilidad palpitante, al menos tendremos motivos para ilusionarnos.

Referencias:

(1) Le “robo” esta idea al psicioanalista argentino Jorge Alemán que suele publicar sus
artículos en este sitio.

(2) Para arribar a estas conclusiones, me ha resultado muy útil y agradable la lectura de
una obra de Paula Sibilia: El hombre postorgánico. Cuerpo, subjetividad y tecnologías
digitales, FCE, Bs. As.

(3) Esta breve cita textual pertenece a un artículo escrito por Carlos Zeta y publicado en
este sitio, cuya lectura recomiendo calurosamente: https://lateclaenerevista.com/una-
sutil-astucia-del-capital-por-carlos-zeta/

Buenos Aires, 13 de mayo de 2020

*Sociólogo, docente.

4/4

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