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Saramago critica aquello de “hacer la guerra para conquistar la paz”.

Galeano dice
“declaramos la paz a la guerra”. Hay muchos escritos de indignación por la sordera de los
dirigentes, por su ambición y estupidez. Hay ironía (como la de Günter Grass aconsejando a
Bush que vaya a terapia). Creo que hay poco de buscar qué hay de nosotros los indignados,
en esta matanza. Es más costoso, difícil de pensar: hasta hoy nos resultó imposible una
autocrítica sobre la dictadura, qué tuve que ver yo con aquellos crímenes, sobre todo si mi
inocencia -o aún más, mi condición de víctima- estuviera fuera de toda duda.
Hay propuestas interesantes de no consumir productos de empresas yanquis, británicas y
españolas. Serían correctas si fueran posibles. Los usuarios de Telefónica -por ejemplo-
deberían dejar de usar sus teléfonos. Los que comemos pan, aún el que lo come salteado,
deberíamos dejar de hacerlo, porque buena parte del trigo se cultiva con químicos o
semillas de empresas enemigas, financiado por bancos enemigos o bien en tierras
argentinas de propiedad enemiga. Los millones que cada año pagamos por la deuda externa,
antes o después alimentan la maquinaria bélica.
Es nada sencillo “salirnos” de esta masacre, no tener que ver, oponernos con eficacia. De
ahí la lógica del terrorismo, si lo hubiera: cuántos nos sentiríamos reivindicados si en estos
días se repitiera lo de las torres gemelas (un escrito de García Marquez que circuló
últimamente por internet, expresa este deseo).
Hay una legitimidad sistémica en las decisiones tomadas por el gobierno de EEUU: ellas
(las decisiones) y ellos (los dirigentes que las toman) representan la naturalización del
crimen en nuestra conducta cotidiana, son actores principales de un guión que nos involucra
a todos: la competencia por los recursos.
Hacer cola para buscar trabajo, ir a cursos de capacitación y presentar currículums, pagar
impuestos y tarifas abusivos, exhibir documentos ante la policía más corrupta y criminal,
votar en las elecciones, comer pan, mirar televisión: todas estas acciones que hoy nos
resultan inevitables, son parte de la legitimación del sistema que hace la guerra. Incluso
nuestra participación en el coro mundial de indignados, compitiendo con el poder de los
poderosos.
Ayer fue la dictadura, luego, su continuación en esta democracia genocida, ahora, la
guerra. Seguimos indignándonos contra todas las calamidades que no cesan de ocurrir. Ése
es nuestro papel, y va para peor.
Deberíamos resolvernos a hacer los cambios que tememos, resultarán más económicos
que nuestra vida actual. Aquellos cambios implícitos en las preguntas sencillas: ¿por qué
hay hambre en un país que exporta alimentos? Sencillamente, porque no son nuestros. ¿Por
qué los jóvenes no encuentran terreno donde fundar un hogar en un país tan grande y poco
poblado como el nuestro? Porque no es nuestro. ¿Por qué tanto empeño en dominar el
petróleo -una fuente de energía tan cara y contaminante- teniendo a mano el sol y la basura?
Porque permite la concentración: de la gente en las ciudades, de la propiedad de la tierra en
pocas manos, del poder económico y político.
Si uno estudia la “Guerra” de la Triple Alianza (la matanza de paraguayos empujada por
Gran Bretaña y ejecutada por Argentina, Brasil y Uruguay en 1865), se asombra de la
magnitud de aquel genocidio, y de que haya ocurrido a pesar de la enorme oposición
interna que afrontó. Esta “guerra” contra Irak, al igual que aquélla, ocurrirá porque quienes
nos oponemos no podemos evitar que ocurra, por una cuestión de poder. No porque
tengamos poco poder, sino porque nuestra vida cotidiana depende de un sistema que fabrica
y concentra el poder. Un poder que nos provee el pan (o nos lo niega) y fabrica y arroja
bombas y lo muestra por televisión. El mismo poder que nos permite comprar un cochecito
para pasear a nuestros bebés o comprar flores para una cita o un buen vino para la reunión
de amigos o cocaína en cualquier quiosco con protección policial incluída: ese poder hoy
mata iraquíes, pone micrófono a nuestra indignación y hace negocio con las imágenes de la
guerra tanto como con el coro de la opinión pública mundial indignada.
Esta película ya la vimos, tendrá más muertos y efectos especiales que otras anteriores,
pero es la misma. Lo que todavía está por verse, es que nosotros, el coro, empecemos a
hacer algo más que indignarnos por la conducta ajena: a modificar la nuestra.-
23.03.03

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