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16/10/03

Terminado el panel, se me acerca un tipo unos diez años mayor que yo, de escasa
apariencia, gastado, como quien sobrelleva sus días apoyándose en algo que no es él
mismo. Me habla de una “Asociación de Vecinos de San Cristóbal contra la Impunidad”,
que tenía que ver con el tema de esa noche y -a mi pedido- me dio una dirección de correo
electrónico... que no incluía su nombre; luego un sobrenombre -Sueco-; insistí por tercera
vez, obtuve por fin su nombre -Carlos- seguido de un apellido extraño: Lordkipanidse.
Fui a cenar al Mesón Español, con la gente de la cátedra y terminamos agregándonos a
la mesa donde ya estaban el Sueco y varios otros que un rato antes funcionaron como
público. Se conocían. Una larga mesa de gente que sobrelleva sus días sosteniéndose en la
complicidad de los amigos. Me pareció gente rara -a decir verdad- ubicada por debajo del
nivel de ilusión que sostengo respecto de mí mismo.
En algún lugar puse el papelito con los datos del Sueco, entre otros tantos que se me
juntan.
Días después mi cuñado me pasa un libro recién editado (“Ricardo Cavallo, Genocidio y
corrupción en América Latina”, premio Ortega y Gasset de Periodismo). José Vales, el
autor, trabajó años atrás con mi cuñado en la Agencia de Noticias TELAM. Ahora le regaló
el ejemplar antes de que saliera a la venta, con una afectuosa dedicatoria en la que agradece
su ayuda en la difusión oportuna del caso Cavallo.
En noche de insomnio tomo el libro, leo cien páginas, pongo como señalador un papel
cualquiera. Con el paso de los días voy cayendo en la cuenta de que el Sueco Carlos
Lorkipanidse que figura en el papel señalador, también aparece en el libro, como fuente y
personaje de la historia. Entre las fotos de las páginas centrales, aparece él. Es más: aparece
con otro personaje de extraña barba de bucles a quien veo en el gremio docente y en cuanta
marcha concurro. Y con otra con el mismo apellido de mi compañera de trabajo que se
pone mal cuando se habla de la dictadura. Finalmente en el libro aparece Vicki, la misma
Vicki de la cátedra que nos llevó al panel y nos invitó a cenar.
El aspecto descuidado del Sueco queda explicado por lo que se cuenta en el libro...
mejor dicho: por lo que vivió y logró sobrevivir y el libro cuenta. El sueco y sus raros
compañeros de cena -y de foto- no lucen la apariencia física y modales que el menemismo
nos enseñó. El hombre de escasa apariencia que se me acercó después del panel, respetuoso
del nivel de ilusión que sostengo respecto de mí mismo, que durante la cena me sirvió vino
y convidó achuras, y reía calmosa y tiernamente entre los suyos, de pronto crece y crece en
mi mermoria. Es y tiene algo que yo no. Algo de mí. Y no lo percibí en ese momento sino
ahora, armando datos trabajosamente, como en relato policial.
Algo más revuelve mi mente (mientras el vecino escucha cumbia a volumen de cumbia
y pienso que debería irme a dormir un rato para justificar el faltazo al trabajo y estar fresco
para la reunión de esta noche).
Ayer volví a escuchar el relato de Luis Caveda acerca de la quema en los fondos del
barrio de La Matanza donde es director de escuela. Cuando fue a trabajar allí, durante la
dictadura, los chicos hablaban de cadáveres y fragmentos de cuerpos humanos en la quema.
Los maestros pensaban que los chicos fantaseaban; y que tenían fantasías truculentas
propias de la perversión mental de la subespecie de negros pobres que eran. Hoy sabemos
que no fantaseaban, y que los que sabíamos, no comprendíamos, vale decir, en verdad no
sabíamos.
Los negros pobres, siguen siéndolo. La revolución, más necesaria hoy que entonces, más
justa, fue derrotada. Los docentes, seguimos dando clases.
Trabajando en Matanza (año 1987, Plan Austral contra la inflación) me preguntaba qué
podía enseñarle yo a chicos que ganaban su subsistencia cotidiana con más ciencia y
conciencia que yo. “A leer y escribir”, me decía mi directora de entonces y repiten mis
capacitadores de hoy, “porque los chicos pueden, pero solos no pueden” -afirma una de las
más brillantes, citada por Luis.
Sí, en más de un momento eludo mi trabajo porque no le encuentro sentido. Uno de los
chicos del grado de recuperación que tenemos en la escuela, le dijo a su maestra Delia que
no tenían que escribir porque su compañera después se lo lee a mi sicóloga. Delia tiene el
propósito de hacer su trabajo. Su alumno no va a aprender a leer y escribir porque cree que
es una técnica de delación.
Chicos que no aprenden el alfabeto pero (o porque) sostienen un código. Me quedo así,
colgado muchas veces, buscando sentido a situaciones absurdas, enojándome con
compañeros que me miran con expresión de sentido común... hacé tu trabajo.
Me pega todo el tiempo la consigna de Marcos (que el amigo Ernesto me recuerda por
mail): “mandar obedeciendo”. Las ilusiones que sostengo sobre mí mismo y mi cargo de
director hacen agua y no encuentran reemplazo.
En el mismo encuentro que Luis contó sobre la quema, Patricia leyó algo de Miguel
Ángel Estrella acerca de la música en un campo clandestino de detención: enseñaba ritmo a
un compañero simulándolo como masaje a un herido. El guardia, que no compartía el
talento de ambos, ignoraba lo que ocurría ante sus ojos.
Un docente se asusta porque la capacitadora usa la expresión “campo de concentración”:
la alusión que implica acerca de la escuela actual y del rol de los docentes, le parece
peligrosa. Patricia responde lo voy a pensar. Me parece entenderlo tan bien que quiero
discutir con ese docente, pelearme con él por otras peleas que no sé dónde dar, que no sé
cuáles son.
Pelear obedeciendo: enseñar aprendiendo.
El encuentro termina con un video sobre las escuelas murgueras de Merlo: percusión,
baile, música, voces, quema de muñecos, gritos en la noche sobre fondo de llamas... el
fuego... la quema. Ojos humedecidos.-

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