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El pop reinterpretado por la era digital

La reinvención política de la teoría de la reproductibilidad técnica.

El pop es la reinvención de la teoría de la reproductibilidad técnica. Cuando Walter Benjamin presagió


que la producción en serie iba a robarse el aura de la obra de arte no podía saber que, décadas después,
la mística del pop art no iba estar en la contemplación sino en la identificación. La política del siglo
XXI reinventa la admiración del líder carismático por la identificación con uno que parezca corriente.
El péndulo que alguna vez osciló hacia la apoteosis de la revolución, hoy anda batiendo el extremo
opuesto de la desilusión que trae el aciago final de las versiones latinas de Dinastía que protagonizaron
Maduro en Venezuela y Ortega en Nicaragua.

La pop cult ya estaba avisada de estos cambios cuando veía que el drama pasional de la telenovela
estaba siendo desplazado por el seriado descremado de Netflix, así como los discursos encendidos de la
cadena nacional eran reinventados por los filtros de belleza de las redes sociales. Por ellos pasan, por
igual, las actividades oficiales y las reacciones indignadas que causan en los ciudadanos que, como los
políticos, también convierten su consigna en un logo para el avatar e improvisan un jingle con la
canción partisana de la versión remixada de la serie La casa de papel.

Los cambios en las interfaces impactan en la sociedad y de ahí, en la política. Así como las series y las
redes se consumen en directo y continuado, sin que pasen por las noticias, en la política ya no funciona
el delay con que la prensa sale a repetir lo que cualquiera pudo ver en sus muros mucho antes. La
intermediación que durante dos siglos detentó el periodismo en los argumentos políticos se vuelve
prescindente para las mayorías que decidieron lo contrario de lo que aconsejaban en los plebiscitos del
Brexit o el de la paz, en Colombia, o en las elecciones estadounidenses, en tantas otras.

La brecha entre las noticias y las audiencias se delata en tantos candidatos populares denostados por la
prensa y tantos otros alabados por el periodismo que las urnas condenan como impopulares. Si bien
hace tiempo que las elecciones ya no se ganan solo con encuestas ni con portadas de diarios, el señor
Trump vino a confirmar desfachatadamente que para ganar una elección ni siquiera hace falta tener una
buena imagen. Aunque hay que decir que mucho antes que él, Rafael Correa y Cristina Fernández
demostraron que se puede construir popularidad con malos modales. Ellos fueron pioneros en usar las
redes para insultar al contrincante y bloquear a los detractores aunque la diferencia es que al presidente
de EE.UU. un fallo federal acaba de recordarle que el deber de informar que tiene y el derecho de los
ciudadanos a informarse incluye también el espacio público virtual.
Mientras tanto, Trump es el líder mundial con más videos mirados y apoyados con una mayoría de 17,2
millones de corazones de aprobación en Facebook frente a poco más de un millón de caritas enojadas,
según el informe Twiplomacy para 2017. En ese nuevo estado-nación que reúne 2,2 mil millones de
personas en la jurisdicción de Facebook el primer ministro de India Narendra Modi le gana en
popularidad a Trump, y los dos compiten con Jacinda Ardern, de Nueva Zelandia, cuya etiqueta
#JacindaMania explica por sí sola las pasiones que despierta en las redes sociales esta mujer de 37
años. Ella es del grupo de Emmanuel Macron, de Francia, y Justin Trudeau, de Canadá, que, aunque
están un poco pasados de edad para ser millennials, saben comportarse en las redes como nativos de esa
generación. Con la ventaja de que tienen, como Mauricio Macri, una vida y una familia muy
instagrameable.

Lejos de la pompa de las manifestaciones populistas que recreaban la iconografía de la internacional


socialista, el lenguaje pop del millennial habla con la selfie y el minivideo intimista, cuidadosamente
producido para que parezca un video descuidadamente filmado con el celular. Lo que importa es
generar emoción y nada más empático que cuando la vida presidencial imita la vida de cualquiera. El
lenguaje informal y de falsa cercanía de las redes logra el milagro de convertir a líderes poderosos o
millonarios en gente común y corriente. Lo mismo que les pasa a la familia real británica y al
mismísimo Francisco I, consagrado en la tapa de la Rolling Stone como el papa pop. Porque ni siquiera
ellos excluidos del escrutinio del voto se salvan de la tiranía del like.

Mientras el pop digitalizado de Trudeau y de Macri se asegura en las redes una mayoría de reacciones
favorables, el espectáculo pasado de moda de Maduro y Temer es castigado con el odio implacable de
las redes sociales. Que el líder de Podemos, Pablo Iglesias, y su desliz inmobiliario, que lo llevó a
tentarse con una propiedad por encima de sus declaraciones progresista, despertaran más debate social
que la condena por corrupción a dirigentes del Partido Popular, habla de que la declaración publicitada
es parámetro de valoración ética más exigente que la misma constitución para la conversación en red.

Adriana Amado es analista de comunicación, Doctora en Ciencias sociales, FLACSO

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