Está en la página 1de 30

¿UNA ETICIDAD SIN ÉTICA?

OBSERVACIONES SOBRE EL
«TEOREMA DE BÖCKENFÖRDE» Y SU UTILIZACIÓN EN
HABERMAS Y HONNETH

Jean-François Kervégan

Todos conocen la famosa frase, también utilizada por Habermas, que comúnmente
llamamos el «teorema de Böckenförde»:

El Estado liberal secularizado vive sobre la base de presupuestos que él


mismo no es capaz de garantizar (Böckenförde 2006, 112).

No es la intención exponer aquí en detalle el contexto en el que fue formulado este juicio –
aquel debate sobre secularización que se desarrolló entre los años 1950 y 1960 (pero que no
ha terminado) y cuyos principales actores son Carl Schmitt, Karl Löwith y Hans
Blumenberg–, sino simplemente recordar que esta idea puede dar lugar a dos apreciaciones
opuestas, según se privilegie el tema de la continuidad (Schmitt, Löwith) o el de la ruptura
(Blumenberg). En el primer caso, se releva que la modernidad ha heredado aquello que le
precede, sin necesariamente ser consciente de ello, afirmando, por ejemplo, que «todos los
conceptos nacidos de la teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados»
(Schmitt 1979, 49); en el segundo caso, se insiste sobre la capacidad de auto fundación
específica que tendría la modernidad, criticando el «teorema de la secularización» y
oponiendo a este la tesis según la cual la «laicidad» (secularité) no requiere de ninguna
«secularización» para ser pensada (Blumenberg 1999, 72ss, en particular 86).

Discípulo confeso aunque políticamente disidente de Schmitt, Böckenförde evidentemente


adopta el primer punto de vista. Remontando los orígenes del Estado moderno a las peleas
de la Investidura que enfrentó durante los siglos once y doce al Imperio germano y el
papado, destaca que la secularización significó, primero, una desacralización de la política:
es decir, terminar definitivamente en Occidente con el «cesaropapismo» ilustrado por el
Imperio de Oriente. Esta desacralización «constituye a la política como un dominio propio»
(Böckenförde 2006, 96), y en este sentido es un factor decisivo de la constitución de lo que
llamamos modernidad. Pero en segundo lugar, y es aquí en donde es atingente el presente
artículo, la desacralización también da lugar a un problema que la modernidad no ha
terminado de resolver, sin tener nunca verdadero éxito: ¿Cómo llenar el vacío de
legitimidad introducido por la desacralización de la política o, si puede decirse, por la
disociación entre auctoritas y potestas? Según Böckenförde, y este es el significado de su
teorema, la época moderna nunca ha conseguido el poder de mandar a los hombres, ello a
pesar de sus esfuerzos para construir «mecanismos de integración» («forcesagrégatives»)
capaces de vencer la desconexión del fundamento religioso, o más precisamente,

1
eclesiástico. El principal de estos esfuerzos, el intento de sustituir la nación a la religión
como base del Estado, también dio lugar a peligrosos brotes de nacionalismo e
indirectamente favoreció a la barbarie racista. Católico reivindicado, Böckenförde no
propone precisamente hablar de una salida al problema que plantea, sin embargo se
pregunta, citando las observaciones de Hegel sobre las relaciones entre Estado y religión
(Hegel 1969b, § 270, 1969a, § 552), si «el Estado temporal secularizado no está también
obligado a vivir sobre la base de [...] sus mecanismos de integración que sustentan la fe de
sus ciudadanos» (Böckenförde 2006, 113). Todo el debate sobre las «raíces cristianas de
Europa» que tuvo lugar al momento de la preparación de la Constitución europea –cuya
aprobación ha significado las vicisitudes que conocemos– está latente en este sentido.

El problema presentado por Böckenförde puede ser reformulado de la siguiente manera: si


es verdad que una de las características distintivas de la modernidad es la diferenciación
dentro del sistema social global de un subsistema político en gran medida autónomo (ver
Luhmann 2000), entonces es necesario encontrar recursos «éticos» (en un sentido amplio,
según Hegel utiliza esta palabra) fuera de sí mismo, en la «sociedad» (que se diferencia del
Estado al mismo tiempo que se organiza de una forma autónoma) que reúne a los
individuos y que también a veces los divide. Hegel estaba perfectamente consciente del
problema pues buscaba mostrar que el Estado, o más precisamente la «disposición política»
de los ciudadanos, su adhesión a las reglas y a las limitaciones propias de la vida política
común, presupone «raíces éticas» que, por su parte, se sitúan en la familia y la corporación,
en las configuraciones institucionales relevantes de los niveles pre políticos de la esfera
ética. Para Hegel esta dependencia es en sí misma doble: en el ámbito objetivo, la
institución del Estado tiene sus raíces en su propia «constitución de lo particular»
(«particularización») que es la estructuración institucional de la vida social; y en el ámbito
subjetivo, el «ethos» político del ciudadano, como forma pacífica y cotidiana del
patriotismo bien comprendido, se nutre de las disposiciones subjetivas adoptadas por el
«burgués» (el hombre privado) gracias a su participación en las prácticas sociales y su
pertenencia al núcleo familiar (Hegel 1969b, § 255, 265, 268). A falta de este doble
sustento subjetivo y objetivo, el Estado debería, por así decir, flotar en el aire (Ibíd. 1969b,
§ 303). Más allá de Hegel, una corriente importante de la filosofía política y de la
sociología contemporánea considera que las afiliaciones políticas requieren de un sustento
en la vida social y en las creencias subjetivas que organizan la relación con nosotros
mismos y con los demás; la obra de Charles Taylor es un ejemplo de esta pregunta por el
«Teorema de la secularización» (2007).

LA «POLÍTICA SECULARIZADA» Y LAS «CONVICCIONES PRE POLÍTICAS»

Jürgen Habermas ha vuelto repetidamente, antes y después de la publicación de Derecho y


democracia, sobre el «Teorema de Böckenförde». Podríamos considerar que todo su
trabajo en materia de filosofía jurídica y política consiste en refutar las premisas y la

2
conclusión de este teorema. De todas maneras, una clara evolución opera en sus escritos
más recientes, particularmente en el capítulo 4 de Entre naturalismo y religión, titulado
precisamente «Los fundamentos pre políticos del Estado democrático de derecho». En
adelante examinaré las posiciones de Habermas y me preguntaré sobre las razones de su
revisión parcial, esto como el paso previo para estudiar la manera en que este problema de
presupuestos de la eticidad democrática es reformulado por Axel Honneth.

A primera vista, los problemas tratados en Faktizität und Geltung (1992a), así como los
textos que acompañaron su génesis o siguieron a su publicación, no tienen relación directa
con el «Teorema de Böckenförde»; ciertamente, este último es citado en diversas ocasiones
en el libro, pero a propósito de otros temas, y no se hace, salvo error de mi parte, ninguna
referencia al artículo o al teorema expuesto. Es solamente trece años más tarde, en
Zwischen Naturalismus und Religion, que este será expresamente nombrado y comentado
(Habermas 2005b, 106ss, en particular 116). En el libro de 1992 la pregunta por la
secularización no aparece sino ocasionalmente. Ella se sitúa por tanto en un segundo plano
y aparece puntualmente en el prefacio, en donde la secularización (o más bien la laicidad,
«secularité ») del Estado es conectada directamente con lo que constituye la tesis central del
libro, a saber, la complementariedad entre Estado de derecho y democracia:

Aajo el signo de una política íntegramente secularizada, no es posible


obtener o mantener al Estado de derecho sin democracia radical. Hacer de
este supuesto un conocimiento establecido, es el objetivo de este estudio
(Ibíd. 1992a, 13).

¿Qué significa exactamente la tesis aquí formulada? Sin poder exponer de manera detallada
la argumentación del libro, considero que la demostración de la complementariedad, o más
exactamente del «enlace interno», del carácter «co-originario», del «enlace circular»,
incluso de la «relación de implicación material» del Estado de derecho y de la democracia
1
es la tesis central (para las diferentes expresiones, ver en particular Ibíd. 1992a, 50, 135,
492, 661–64, 2001, 135, 149–51, 1999c, 242, 298–99). Es esta complementariedad la que
permite a Habermas sostener que la concepción del derecho fundado en las premisas de la
Diskurstheorie supera la unilateralidad de la concepción individualista y liberal del Estado
de derecho, así como también aquella de la concepción republicana de la democracia
representativa y participativa (Ibíd. 2001, 134–35, 1992c, 639ss).

La tesis de la co-originalidad, primero, tiene por función establecer una nueva relación,
circular o más bien dialéctica, entre facticidad y validez; esto es, ratificar el propósito de las
Tanner Lectures de 1986, en las que Habermas, siguiendo a Kant (erróneamente en mi
1
Se debe precisar que el republicanismo en cuestión tiene un sentido totalmente diferente al de Philip Pettit,
fundado sobre la idea de la libertad como no dominación (1999, 77ss): una idea extremadamente
individualista en la perspectiva de Habermas.

3
opinión), afirma que el derecho se organiza alrededor de un «núcleo moral» (1992b, 549).
Rechazando en adelante la idea de un fundamento moral del derecho, Habermas afirma que
el principio moral, que adopta la figura kantiana de una regla formal de universalización (el
«principio U», formulado inicialmente por Apel), y el principio jurídico de la deliberación
democrática, deben ser consideradas como dos especificaciones de la única forma de
producción de normas de acción, a saber, el principio de discusión («principio D»), según
el cual «son válidas precisamente las normas de acción a las que todos los intereses
posibles puedan suscribirse en tanto participantes de discusiones racionales» (Ibíd. 1992a,
138). Dado que no hay jerarquía sino que coordinación de dos tipos distintos (pero
relacionados) en el establecimiento de las normas, no existe la subordinación, pero sí existe
un «informe de complementariedad» entre «moral autónoma» y «derecho positivo» (Ibíd.
1992a, 135–43). De esta manera se termina con una concepción del derecho que «navega
entre las escuelas del positivismo jurídico y del derecho natural» (Ibíd. 1992a, 668).
También se podría considerar que, dado que esta concepción satisface uno de los cinco
criterios de identificación del positivismo jurídico formulados por Hart en El concepto de
derecho (1994, 302, ver también 1997), el la desvinculación del derecho y la moral, la
concepción del derecho desarrollada en Faktizität und Geltung va en el sentido de un
positivismo abierto y no dogmático.

2
He debatido en otra parte esta autointerpretación, intentando mostrar que la deslumbrante
reconstrucción del sistema del derecho realizada por Habermas está fundada sobre hipótesis
iusnaturalistas que no son reconocidas como tales (Kervégan 2008, 23–52, 2010, 109–16).
Pero quisiera insistir aquí sobre otro punto, uno que se esclarece en tanto se establezca un
paralelo con Hegel. Según este último, cuestión que no se ha destacado lo suficiente, el
Estado comporta una dimensión en su fase subjetiva y objetiva, y la constitución no tiene
efectividad sino cuando es concordante con las disposiciones políticas de los ciudadanos
(Hegel 1969b, § 267). De la misma manera, según Habermas –quien sigue a Hegel–, la
«complementariedad» que está en el corazón de su argumentación concierne también a las
determinaciones objetivas del Estado de derecho democrático (a saber, los principios
liberales que se refieren a la persona y la garantía de sus derechos fundamentales
entendidos como libertades negativas) y las de la democracia (que no debe ser solamente
representativa, sino que también deliberativa y participativa, y entonces: «radical»). Esto
quiere decir que las actitudes y prácticas de los ciudadanos deberían beneficiar
simultáneamente una «autonomía privada» y una «autonomía pública», y que, por tanto,
deberían gozar de los derechos fundamentales de la persona privada y de los derechos

2
En una discusión pública Habermas ha precisado que la concepción del derecho desarrollada en Faktizität
und Geltung es, según él, íntegramente positivista. Ciertos pasajes del libro van en este sentido (ver, por ej.
1992a, 51). Estimo que la concepción de la normatividad sobre la cual se apoya la teoría del derecho, también
la filosofía moral de Habermas, tal como es expuesta en Erläuterungen zur Diskursethik (1991) y en
Moralbewusstsein und kommunikatives Handeln (1983), es incompatible con un positivismo blando en el
sentido de Hart (ver 1997, 238).

4
políticos del ciudadano (Habermas 1992a, 135). Dicho de otra manera, no hay solamente
complementariedad del Estado de derecho y la democracia (faz objetiva de la cuestión) y
complementariedad entre los derechos del hombre –es decir, del «burgués» en el sentido de
Rousseau, Kant y Hegel– y los derechos del ciudadano (faz subjetiva); debe haber también,
me atrevería a decir, complementariedad de esas dos complementariedades, dicho de otra
forma: una «co-originalidad de los derechos subjetivos y del derecho objetivo» (Ibíd.
1992a, 117).

Pero el razonamiento se enfrenta aquí a ciertas dificultades, de las cuales Habermas,


progresivamente, también ha tomado conciencia. Su convicción –aquella que justifica el
rechazo de los axiomas iusnaturalistas, desvalorizados «en un contexto postmetafísico», y
la reivindicación de una orientación positivista– es que «es el proceso democrático el que
tiene toda la carga de la legitimación»; en efecto, «se debe garantizar al 3mismo tiempo la
autonomía privada y la autonomía pública de los sujetos de derecho», lo que dicho de otra
manera significa el goce efectivo de los derechos «liberales» de la persona y de los
derechos «políticos» del ciudadano (Ibíd. 1992a, 664, ver igualmente 662). Pero la eficacia
de este proceso democrático, que es la forma que adopta el principio D en la esfera jurídica
instituida por él mismo (Ibíd. 1992a, 154–55), y que es la pieza clave del «sistema de
derechos» en su conjunto (con sus dos componentes privado y público), supone
condiciones que, de acuerdo a la opinión de Habermas, son desafiadas por ciertos procesos
que afectan a las sociedades contemporáneas. La condición que puede permitir
«movilizarse, para crear el derecho legítimo, las libertades comunicacionales de los
ciudadanos» (Ibíd. 1992a, 182), o dicho de otra manera, que puede permitir crear una esfera
pública (Öffentlichkeit) política, supone la existencia de un «lenguaje común» que asegure
«la unidad de la sociedad», aún bajo el riesgo de que esta se convierta en un «macro-
sujeto» (Ibíd. 1992a, 416, 450). Tal situación no puede producirse en una sociedad
compleja, altamente diferenciada en subsistemas, cada uno con un lenguaje y un código
específico, al menos requiere de una sociedad civil (Zivilgesellschaft ), de un espacio
público para la formulación y de discusión de problemas en el que pueden situarse todos los
sectores de la sociedad y en donde estos problemas debieran ser «expresados en el
lenguaje», de una manera accesible a todos, para que así pueda ser encontrada una solución,
la que, en última instancia, deberá ser política. Sin una Zivilgesellschaft, y por lo tanto en
ausencia de una «relación de asociación y de una cultura política suficientemente disociada
de las estructuras de clase» (Ibíd. 1992a, 215), el proceso democrático, la condición de la
elaboración de respuestas jurídicas universalmente aceptables de los nuevos problemas que
surgen constantemente y que son susceptibles de dividir al ciudadano público, conlleva el
riesgo de estar bloqueado o contaminado por intereses particulares.

3
A propósito de la «concepción procedimental del derecho», ver Die Einbeziehung des Anderen (1999c, 245).
5
Las bases culturales sobre las cuales descansa esta cultura política compartida han sido
estremecidas una y otra vez. Este es el caso de la religión, que ha terminado desde hace
largo tiempo –desde la querella de las Investiduras, según Böckenförde, y en todo caso a
partir de la división intervenida en el siglo dieciséis en el seno del cristianismo occidental y
de la laicización progresiva del Estado a partir del siglo diecinueve– de ofrecer al orden
jurídico y político la «fuerza de apoyo» («haltende Macht», la expresión es tomada de
Böckenförde) que necesita, proporcionando en cambio un stock de «vorpolitisch-sittlichen
Überzeugungen» («convicciones morales pre-políticas») (Ibíd. 2005b, 109). Por su parte, el
poder de unificación que ha dispuesto la idea nacional se ha agotado inmediatamente.
Habermas se vio obligado a constatarlo a partir del alcance de las consecuencias mortales
que ha tenido la pasión nacional durante el siglo veinte, del desarrollo (debido a las
transferencias masivas de población) de un multiculturalismo que sufrió más de lo previsto
y, por último, de la globalización económica que hace que el sistema nacional sea incapaz
de proporcionar a la política y al derecho el «sustrato cultural» que estos requieren (Ibíd.
1998, 110). Aunque Habermas ha deseado creer durante mucho tiempo que una
interpretación abierta y flexible, «francesa» antes que «alemana», de la idea nacional –una
que aún podría proporcionar las bases culturales del patriotismo constitucional al cual él
denomina «de compromisos» (Ibíd. 1992c, 632–60, especialmente 635-37)–, ha tenido que
hacer frente a los hechos: la «constelación posnacional» priva a la nación, incluso a título
de mito político, de su poder de integración cultural; «la estrecha relación creada por el
Estado-Nación entre “etnos” y “demos” no fue más que un momento» (Ibíd. 1992c, 637).
De ahí que las esperanzas se han puesto en la dirección de la idea europea (ver Ibíd. 2011,
1999b, 1999c, 128–53).

Pero el proceso democrático, fuente y garantía del Estado de derecho y de la democracia


misma, ¿necesita verdaderamente un sustrato, de un fondo de cohesión cultural o social?
Habermas ha considerado por largo tiempo, particularmente en Faktizität und Geltung, que
el «giro procedimental», y por tanto la desustancialización de la idea democrática, tendería
a dejar sin efecto todo sustrato, sea este de cualquier tipo (religión, nación, comunidad
multicultural, constelación posnacional). Sostiene, por ejemplo, que «el proceso
democrático […] puede llenar opcionalmente las lagunas de integración social», o incluso
que la «piel» que constituyen las comunicaciones jurídicas es capaz de asegurar la cohesión
de sociedades complejas dentro de su totalidad (ver Ibíd. 1998, 113, 1992a, 528). Dicho de
otra forma, los procedimientos de la democracia serían susceptibles de favorecer el
desarrollo de una cultura política democrática compartida y común. Ahora bien, se puede
constatar empíricamente, y en todos los Estados europeos, que eso no funciona y que,
según una opinión que Habermas cita sin compartirla, «el patriotismo constitucional es un
lugar demasiado abajo para asegurar la cohesión de sociedades complejas» (Ibíd. 1999a,
143). En otros términos, él duda que «la unidad de un procedimiento» (Ibíd. 1992c, 638)
sea suficiente para dotar a una sociedad, cualquiera sea su dimensión, de un «Sí [mismo]»
(de un «Yo»).
6
Es porque Habermas percibió esta dificultad y tomó la medida del problema que ella cubre
–a saber, sobre qué bases éticas se puede constituir una cultura política común que sea
susceptible de movilizar a los individuos para ser ciudadanos activos (lo que va más allá,
por supuesto, del solo ejercicio del derecho a voto)– que en sus escritos recientes forja la
noción de sociedad «post-secular» y, mientras continúa afirmando que las «convicciones
republicanas» no presuponen sus «anclajes pre-políticos», los que corresponderían a las
convicciones religiosas o la pertenencia nacional, reconoce que «el estatus de ciudadano
está en cierta medida consagrado en una sociedad civil que se alimenta de fuentes
espontáneas o, si se quiere, “prepolíticas ”» (Ibíd. 2005b, 110–11). Manifiestamente,
Habermas duda entre dos caminos: o bien considerar, en la línea de Faktizität und Geltung,
que el proceso democrático crea por sí mismo el «lugar unificador» (Ibíd. 2005b, 110) que
toda sociedad necesita para ser una sociedad; o bien buscar fuera de la esfera política, ya
sea en las creencias religiosas o en los «apegos sociales» (adhesión social), los anclajes
éticos susceptibles de sustentar la vida en común. La siguiente pregunta ilustra esta duda
que afecta el corazón de la empresa de constituir una «política integralmente secularizada»
(Ibíd. 1992a, 13) sobre la base de la teoría de la racionalidad comunicativa: «¿Puede una
modernidad ambivalente estabilizarse con la sola ayuda de las fuerzas seculares inherentes
a una razón comunicativa?» (Ibíd. 2005b, 113).

Por mi parte, sobre la base tanto de la observación empírica de que «la integración
republicana» funciona decididamente mal en la modernidad avanzada, como de la
convicción teórica de que los procesos políticos, contrariamente a las operaciones del
derecho (que revelan el funcionamiento autorreferencial de una esfera específica de
normatividad), requieren de estos «anclajes pre-políticos» –de los cuales Habermas duda en
reconocer su necesidad–, considero que es forzoso plantear la pregunta de los recursos
éticos (en un sentido hegeliano y no kantiano) que una política democrática es susceptible
de movilizar en un contexto posnacional: «Toda acción que la sociedad ejerce “sobre ella
misma” presupone precisamente un “ella misma”» (Ibíd. 1998, 98). ¿Cómo se puede
constituir un «Sí mismo» de la sociedad? Esta es la pregunta que plantea Axel Honneth en
El derecho de la libertad, cuando busca definir los contornos de una «eticidad
democrática».

¿DEMOCRATIZAR LA ETICIDAD (SITTLICHKEIT)?

En el centro de la Teoría Crítica –y revindicando constantemente la tradición– Axel


Honneth encarna una manera de «volver a Hegel», una actitud que contrasta con las
múltiples posiciones anti-hegelianas de sus antecesores (pensemos, por ejemplo, en la
Dialéctica negativa). Es verdad que después de sus primeros comienzos la Teoría Crítica
siempre se ha construido en un diálogo constante y exigente con el pensamiento de Hegel.
Este «fondo» hegeliano es todavía más evidente en Das Recht der Freiheit (El derecho de

7
la libertad) (2011), lo que es percibido en el título (debe entenderse el doble sentido de
derecho «de» la libertad, estas dos ideas encuentran evidentemente una fuerte resonancia
hegeliana) y es aún más evidente con el subtítulo: Grundriß einer demokratischen
Sittlichkeit (Esbozo de una eticidad democrática), que hace referencia a un concepto mayor
4
de la filosofía hegeliana del espíritu objetivo y entonces, implícitamente, a la distinción que
hace Hegel entre «Moralität» y «Sittlichkeit» (Hegel 1969b, § 33). Desde el principio este
subtítulo indica, con la corrección «democrática» que se agrega al motivo «ética», la
distancia que Honneth pretende adoptar en relación al hegelianismo «histórico», el cual se
admite como no muy democrático en el sentido actual del término, el que tampoco es muy
preciso.

¿Por qué, entonces, apoyarse en un pensamiento poco democrático para elaborar una teoría
de la democracia y de sus presupuestos éticos? La primera respuesta es de orden
epistemológico. La corriente «liberal» dominante en la filosofía política contemporánea,
encarnada por Rawls, considera que corresponde a la filosofía formular las normas
racionales (sustanciales y/o procedimentales) sobre las cuales una sociedad bien constituida
debe o debería ponerse de acuerdo. Según Honneth, por el contrario, convendría adoptar un
enfoque de tipo hegeliano al que, por su parte, denomina «reconstrucción normativa»
(Honneth 2011, 23): en esta perspectiva la filosofía no prescribe las normas del mundo
social (un mundo, decía Hegel, que no esperó a ser), ella debe más bien reconocer y
explicitar la normatividad presente de manera implícita en la realidad social y política, en
las creencias y las prácticas que el «espíritu objetivo» encarna en las instituciones sociales,
en los individuos y entre ellos mismos. Entonces, la referencia a Hegel significa, primero,
la reivindicación de una postura «no-normativista»: la filosofía social y política (Honneth,
fiel a la tradición «frankfurteana», prefiere la primera denominación (Ibíd. 2000, 11–69))
tiene la tarea de explicitar y criticar de manera inmanente (y no en función de premisas
abstractas) las creencias y exigencias normativas «vehiculizadas» por el mundo social y
empujadas por las tensiones que lo afectan. La «teoría de la justicia» termina entonces por
ser una «matriz» normativa permitiendo, como en Rawls, definir qué es lo justo o lo bueno
5
para devenir en la conclusión de un «análisis social» alimentado por el auto análisis
(evidentemente «interesado») que la sociedad produce constantemente de sus reglas, de sus
defectos y de sus propias patologías. Si Hegel está todavía presente en ese libro, es
entonces en razón de su perspectiva anti normativista más que por los resultados a los que
arriba: si el «monismo idealista» de Hegel nos ha devenido extraño (caracterización que,
por mi parte, yo matizaría), la idea «de elaborar una teoría de la justicia a partir de

4
Parágrafo en donde Hegel señala claramente su voluntad de hacer de la palabra «Sittlichkeit» un indicador
de su pensamiento.
5

Él lo está de forma más positiva que en las obras precedentes de Honneth, las cuales estaban más apegadas a
la idea, proveniente de Habermas (ver 1989), según la cual el potencial crítico de los escritos de Jena habría
sido dilapidado a partir de la Fenomenología del Espíritu en razón de la adopción de «premisas monológicas
de una filosofía de la consciencia» (Honneth 1997, 51).

8
precondiciones estructurales de nuestra sociedad», aun así conserva toda su pertinencia
(Ibíd. 2011, 17). Como la teoría hegeliana del espíritu objetivo, la teoría honnethiana de la
eticidad democrática está guiada por una convicción (que parece conservadora si se mal
entiende): no se trata de que la filosofía enseñe al mundo «como debe ser», sino más bien
que aprenda de él «como debe ser conocido» (Hegel 1969b, 26). ¿Por qué, entonces,
nuestra concepción de la eticidad es democrática, si la de Hegel lo fue moderadamente?
Simplemente porque nuestro mundo no es el mismo de Hegel.

Las implicaciones de esta posición epistemológica son importantes: contra el esencialismo


o el platonismo de las teorías normativas de la justicia, se trata de rehabilitar un aspecto de
la filosofía más o menos aristotélica, en la cual los conceptos políticos deben ser pensados
en relación al contexto concreto en el cual ellos se inscriben. Desde la perspectiva de un
«análisis inmanente», la teoría de la justicia debe reconstruir (y no describir: se trata de una
operación normativa) los «ideales institucionalizados» que reclame la sociedad, ya sea
explícitamente o no. La filosofía social no opone entonces los ideales abstractos a la
realidad factual del mundo; por el contrario, va dilucidando los principios sobre los cuales
esta se funda y pone en evidencia la distorsión entre esos principios y la realización
«deformada» que ellos reciben, combinando así las exigencias de una teoría normativa y el
análisis de las patologías que afectan sus realizaciones (Ibíd. 2015, 15ss.).

Una de las principales fuerzas de la propuesta es que confiere a la idea de justicia una
significación diferenciada: contrariamente a lo que propone la filosofía política «liberal»
(de inspiración rawlsiana), no se trata de definir un concepto de justicia que sirva de norma
o estándar de evaluación de todas las instituciones sociales, sino que, continuando con la
intuición de los «comunitaristas», más bien se trata de «esferas de justicia» (M. Walzer),
de modo de rechazar esta idea abstracta de forma específica en cada una de las grandes
áreas de la acción humana. De ahí la pluralidad de interpretaciones de la idea de libertad
individual como valor supremo incontrarrestable de las sociedades contemporáneas. Esta
pluralidad hace necesaria instituciones de reconocimiento distintas, que sean capaces de
asegurar, en cada esfera donde se desarrolla la eticidad, una derivación específica de la idea
formal de justa igualdad (Ibíd. 2011, 119–26). Esto quiere decir que en vez de una teoría de
la justicia de tipo rawlsiana, o igualmente habermasiana, Honneth desarrolla una
aproximación donde la norma de justicia se adapta de manera cada vez más específica a las
instituciones sociales y a los conflictos normativos en el lugar y bajo las mismas formas en
las que se desarrollen. Sobre esta base se distingue –y aquí Hegel tampoco está lejos– a tres
grandes esferas de actualización de la libertad, estando cada una dotada de instituciones y
afectada por patologías específicas: aquellas de la libertad negativa (jurídica), de la libertad
reflexiva (moral) y de la libertad comunicacional (social). Se podría discutir la elección de
estos adjetivos en tanto implican una jerarquización de valor; por ejemplo, me pregunto si
definir la libertad jurídica como «libertad negativa» no significa aceptar de manera
insuficientemente crítica la visión liberal clásica del derecho y los derechos: ¿los derechos
9
sociales y ambientales participan de la libertad negativa? Pero lo esencial es la idea
fecunda, importante en el presente propósito, según la cual la libertad política y las
instituciones que la implementan se nutren necesariamente de las formas de vida y de la
eticidad pre política (jurídicas, morales y sociales).

En función de mi propósito, el cual es preguntarme por las condiciones y las formas


actuales de una eticidad republicana, me parece que la propuesta de Honneth permite
responder un cierto número de estas preguntas. Pero, en principio, una precisión: si hablo
de eticidad «republicana» y no, como Honneth, de eticidad «democrática», es porque tiendo
a conservar el concepto de democracia en su tenor estrictamente político. La democracia no
es una forma de vida, ni un valor, sino una forma de organización de la ciudad, de la res
publica, y, agregaría, una forma de poder en la que se involucra, como en cualquier otra
forma política, una cierta variación de la relación entre archein y archesthai (ver
Aristóteles 1995, lib. 3, cap. 4, 1277ss.). Pero ella también tiene, como sabemos al menos
desde Montesquieu, un fondo absolutamente necesario en la moral, en las prácticas y en las
convicciones compartidas que expresan «el espíritu general de la nación» (Montesquieu
1995, lib. XIX, cap. IV). Considero entonces, como Honneth, que el ethos político
democrático se alimenta de las fuentes sociales de la normatividad; pero no creo que estas
fuentes deban ser subsumidas bajo un concepto como el de democracia, el que, según mi
punto de vista, no tiene verdaderamente sentido sino dentro del marco del subsistema
político (para hablar como Luhmann) y según sus propios puntos de referencia semánticos.
Dicho de otra manera, si hay un «nosotros» político, si hay una «formación democrática de
la voluntad» (y nosotros sabemos que esto no es así, ¡por supuesto!), las condiciones que
hacen ello posible y que podrían eventualmente hacerlo efectivo no son definibles en sus
mismos términos. Vuelvo ahora a algunas de estas condiciones, las cuales Honneth analiza:

1) Se trata en primer término de la libertad jurídica que es garantía de la «autonomía


privada». Creo que las reservas realizadas por Honneth a la libertad «puramente
negativa» se explican en parte por el hecho de que surgen de un concepto
excesivamente rico de la libertad jurídica el que, como él afirma apoyándose en
Hegel, requiere una «interpretación ética» (Honneth 2011, 134). Dicho de otra
forma, los fines del derecho se situarían más allá del derecho, y el espacio jurídico
estaría «dedica[do] a un examen ético de sí» (Ibíd. 2011, 137). Me parece, al
contrario, que tenemos interés en mantener, como en mi opinión lo hizo Hegel
mismo, una concepción mínima, moral, del derecho abstracto (privado), y que no
tiene por qué ser introducido, ni si quiera como horizonte supra jurídico, como lo
hace Honneth siguiendo entre otros a Jeremy Waldron. El derecho define sin duda
el cuadro formal de una «vida ética» exitosa, pero nada más. Reclamar demasiado
por él arriesga favorecer al legalismo que el mismo Honneth combate cuando critica
el abuso de la «juridificación».
10
2) La «reconstrucción normativa» de la economía de mercado (en el capítulo dos de
la tercera parte) importa una paradoja: en tanto que, a riesgo (asumido) de
«choquear» a muchos lectores, Honneth sostiene que el mercado capitalista contiene
un «potencial normativo» inexplorado gracias a que este puede diseñarse como «una
esfera de la libertad social» (Ibíd. 2011, 330). La descripción histórica que se ha
hecho de la evolución del capitalismo subraya la distorsión creciente entre la
realidad del mercado y aquello que denomina «la economía moral del capitalismo»
(Ibíd. 2011, 340). Y sin embargo, no hay duda de la financiarización masiva del
capitalismo, lo que hace cada vez menos intuitiva, Honneth está de acuerdo, la idea
de que un mercado con «mecanismos normativos» sería un «elemento constitutivo
de la eticidad democrática» (Ibíd. 2011, 405). Como destaca Nancy Fraser, el
reconocimiento ético-político que conduce a la formación de un «nosotros» pasa, en
el nivel socio-económico, por políticas de redistribución del producto social que la
realidad actual del capitalismo se esfuerza por negar. Honneth admite, por otra
parte, que la «desorganización» del mercado mundial representa una «dificultad»
para la «reconstrucción idealista» que propone de la «expansión dinámica» del
capitalismo, y priva a la eticidad democrática de aquello que debería ser «uno de sus
elementos centrales» (Ibíd. 2011, 462–70). Pero, ¿no sería mejor decir, con Hegel,
que la economía de mercado es «la eticidad perdida en sus extremos» (Hegel 1969b,
§ 184)? Considerando que está perdida, esta alienación es la condición de una
reconciliación ética real, que no se puede intervenir sino aboliéndola, es decir,
controlando políticamente las contradicciones objetivas y subjetivas que le son
propias a la esfera económica social.

3) El último capítulo del libro trata de la política en tanto lugar de «formación


democrática de la voluntad colectiva». Y en este subraya, como en el caso de la
economía de mercado, la distorsión entre el modelo normativo del espacio público
democrático y las deficiencias del Estado de derecho contemporáneo. Estas
deficiencias se manifiestan por el hecho (poco comentado por Habermas) de que
hay fracciones importantes de la población que son de facto excluidas o conducidas
a desviarse de este espacio público de deliberación y de decisión. Honneth toma
igualmente en consideración el problema de los «presupuestos éticos» de la
democracia, formulados por Böckenförde; de forma distinta y más explícitamente
que Habermas, ya que no se adhiere exactamente al modelo construido en Faktizität
und Geltung, según el cual (y hemos visto que hay ciertas razones para dudar) el
procedimiento democrático sería, por su propia forma, garante tanto de la autonomía
privada (Estado de derecho) como de la autonomía pública (democracia en estricto
sentido político). Como hemos mencionado, estos supuestos fueron proporcionados
en un principio por la religión y luego (para bien y sobre todo para mal) por la
referencia «nacional». ¿Qué es lo que hoy día puede reemplazar el terreno ético del
«ethos» democrático, una vez que reconozcamos la necesidad de este tipo de
11
premisas «infra-políticas»? La cautela de Honneth respecto de la temática del
patriotismo constitucional (2011, 620–21), es decir, de la idea de que el
procedimiento democrático una vez llegado a su término puede crear y mantener las
condiciones de su propia posibilidad, y las criticas (justificadas, en mi opinión) que
dirige contra la utopía de un «pueblo europeo» (Ibíd. 2011, 624), nos invita a ir más
allá:

Si no podemos depender ya de estos elementos (y creo, como Honneth, que este es


el caso), ¿cómo vamos a poder operar los procesos de transformación gracias a los
cuales la cultura social (en el sentido más amplio posible) puede dar fuerza a una
«cultura política» susceptible de ser la cuna de una civilidad democrática
transnacional? ¿De qué se puede nutrir el impulso democrático en una «constelación
posnacional»? La pregunta sigue abierta tanto en Honneth como en Habermas, y las
respuestas que se proponen actualmente en numerosos países europeos preocupan a
todos quienes creen, con Honneth, en el «derecho de la libertad». De ahí la
importancia crucial que puede revestir, a pesar de sus «límites», el derecho en tanto
vector (igualitario) de las aspiraciones concurrentes a la libertad social. Sean cuales
sean los peligros (reales) de la juridificación, la forma procedimental del derecho es
una garantía contra la invasión del espacio público y de la cultura política por las
temáticas arraigadas en culturas sociales particulares, pero susceptibles de llevar al
cierre a este espacio y a la «osificación» de esa cultura. Sobre este punto, yo creo
que el legalismo de Faktizität und Geltung se puede justificar, a pesar de la crítica
legítima (y hegeliana) que Honneth hace de los «efectos secundarios de un abuso de
la libertad jurídica» (Ibíd. 2011, 150–60); porque es verdad que: «A los filósofos
debería bastarles con que las sociedades complejas solo en el medio del derecho es
ya posible establecer fiablemente esas relaciones de respeto mutuo (también entre
extraños) moralmente obligatorias» (Habermas 2005a, 659). ¿Podría decirse,
trazando una especie de vínculo entre las problemáticas de Habermas y de Honneth,
que la forma jurídica es susceptible de asegurar la mediación entre la cultura social
plural, donde se encuentran los recursos pre-políticos de la eticidad, y la cultura
política que movilizada por una democracia «ofensiva» o «radical» puede dar
nacimiento a un «nosotros»?

Para concluir me resigno a constatar, sin por tanto refutar, que ni Habermas ni Honneth dan
una prueba satisfactoria del teorema (que también es un dilema) de Böckenförde, lo que
entregaría esta última formulación: ¿Cómo, en las condiciones de nuestro mundo, el
sistema político, cuyas premisas democráticas exigen que se constituya en una esfera
autónoma, puede ir a buscar dentro de la esfera ampliada de la «libertad social», sobre la
cual no hay (¡por suerte!) poder directo, los elementos éticos que son requeridos para que
este sistema pueda simplemente funcionar? ¿Cómo pueden, por ejemplo, las convicciones
12
extra-políticas (religiosas u otras) de los individuos alimentar su compromiso cívico,
compromiso sin el cual los procedimientos formales de la democracia operan en un vacío?

Evidentemente las impresionantes construcciones intelectuales de Habermas y Honneth


establecen criterios que la realidad política de los grandes países europeos (por no hablar de
los otros) no cumple. Esto es, no cumplen con los criterios que ellos proponen para un buen
funcionamiento de las instituciones de la libertad; después de todo, el comienzo de la teoría
es proponer normas de evaluación de una realidad resistente en muchos aspectos. Pero el
programa hegeliano reivindicado por Honneth y parcialmente asumido por Habermas
obliga a considerar que estas normas, para ser efectivas, deben ser inmanentes al mundo en
que se encuentran, que ellas no son puestas sobre él del alto cielo de la teoría. Así, nos
encontramos en un conflicto: porque la teoría social considera que la razón del mundo
presente, su «genotipo», parece estar en contradicción con ciertas de sus tendencias
«fenotípicas» más manifiestas. ¿Es correcta, entonces, la norma de ese mundo? Pregunta
clásica e ineludible respecto del estatus de la normatividad social: si se considera que la
«razón está presente» en el mundo (Hegel), ¿cómo puede esta razón conservar una función
crítica?

Una forma de explicar esta dificultad que experimentan Habermas y Honneth al pensar la
relación, hecha la separación y la inclusión de la normatividad política y la normatividad
social, podría residir en nuestra común subestimación de eso que llamaré, a falta de algo
mejor, la dimensión vertical de la política. De hecho, la comprensión «comunicacional» de
la libertad, común a los dos filósofos (aunque ellos no le den exactamente el mismo
6
contenido a esa noción) los condice a privilegiar una visión «horizontal» de la formación de
la voluntad colectiva, la que sin duda corresponde a las intuiciones que nos son ahora más
familiares. Alimentada por las instituciones y la elaboración de normativas «sociales», la
voluntad política debe resultar de una interacción sin restricciones dentro de un «público»
que debería extenderse a todos aquellos a quienes conciernen las decisiones colectivas (un
público más grande, entonces, que aquel compuesto exclusivamente por los ciudadanos del
Estado nacional). La máquina estatal debe ser sometida, a pesar de sus esfuerzos para
superar las limitaciones de la deliberación colectiva a nombre de su «experticia» o
«experiencia». Nos podríamos preguntar si una concepción tal no conduce a obstruir la
dimensión «vertical» de la política que la democracia no elimina: en «democracia» hay
también kratos, fuerza o poder. En ella también se revela, y no solamente en el peor de los
casos, aquello ya dicho por Hegel: que «la verdad yace en el fondo del poder (die Wahrheit,
die in der Macht liegt)» (Hegel 1966, 89). ¿Podemos entonces evitar, incluso en un sistema
donde prevalece (en principio) el eje horizontal, esta dimensión vertical del problema que

6
John Dewey, El autor de La opinión pública y sus problemas (2004), es, tanto como Durkheim, una
referencia importante para Honneth y también, en un menor grado, para Habermas: ver, por ejemplo, el
capítulo que le consagra en Zeit der Übergänge (2001).

13
Weber denomina como la dominación legítima? Dicho de otro modo ¿podríamos darnos
cuenta de las múltiples deficiencias que evidentemente se encarnan en la actual realización
de la idea democrática? Sin duda una teoría crítica debería dar cuenta de forma absoluta de
las patologías de la dominación, pero ¿puede hacerlo sin aceptar el hecho de que la
dominación (o el poder) es una dimensión constitutiva del convivir y que ello debe ser
considerado en cualquier intento de definir un «nosotros»? ¿No deberíamos tener
sistemáticamente en cuenta la interacción compleja de los dos ejes, horizontal y vertical,
del espacio político si quisiéramos, con Habermas y Honneth, pensar la efectividad
(realización) de la libertad, es decir una «Sittlichkeit» republicana anclada en un mundo
social plagado de tendencias contradictorias?

Traducción Maite Gambardella

BIBLIOGRAFÍA

ARISTÓTELES. 1995. La política. Madrid: Gredos.


BLUMENBERG, Hans. 1999. La légitimité des Temps modernes. Traducido por E. A. Sagnol.
Paris: Gallimard.
BÖCKENFÖRDE , Ernst-Wolfgang. 2006. «Die Entstehung des Staates als Vorgang
der Säkularisation». En Recht, Staat, Freiheit: Studien zur
Rechtsphilosophie, Staatstheorie und Verfassungsgeschichte . Frankfurt am Main:
Suhrkamp.

DEWEY, John. 2004. La opinión pública y sus problemas. Madrid: Ediciones Morata.
HABERMAS, Jürgen. 1983. Moralbewusstsein und kommunikatives Handeln. Frankfurt am
Main: Suhrkamp.
———. 1989. «Trabajo e interacción. Notas sobre la filosofía hegeliana del período de
Jena». En Ciencia y técnica como ideología, 11–52. Madrid: Tecnos.
———. 1991. Erläuterungen zur Diskursethik. Frankfurt am Main: Suhrkamp.
———. 1992a. Faktizität und Geltung: Beiträge zur Diskurstheorie des Rechts und des
demokratischen Rechtsstaats. Frankfurt am Main: Suhrkamp.
———. 1992b. «Recht und Moral (Tanner Lectures 1986)». En Faktizität und Geltung:
Beiträge zur Diskurstheorie des Rechts und des demokratischen Rechtsstaats, 541–99.
Frankfurt am Main: Suhrkamp.
———. 1992c. «Staatsbürgerschaft und nationale Identität». En Faktizität und Geltung:
Beiträge zur Diskurstheorie des Rechts und des demokratischen Rechtsstaats, 632–59.
Frankfurt am Main: Suhrkamp.
———. 1998. Die postnationale Konstellation. Frankfurt am Main: Suhrkamp.
———. 1999a. «Der europäische Nationalstaat. Zur Vergangenheit und Zukunft von
Souveränität und Staatsbürgerschaft». En Die Enbeziehung des Anderen: Studien zur
politischen Theorie, 128–53. Frankfurt am Main: Suhrkamp.
———. 1999b. «Der europäische Nationalstaat unter dem Druck der Globalisierung».
Blätter für deutsche und internationale Politik 44 (4): 425–36.

14
———. 1999c. Die Einbeziehung des Anderen: Studien zur politischen Theorie. Frankfurt
am Main: Suhrkamp.
———. 2001. Zeit der Übergänge. Frankfurt am Main: Suhrkamp.
———. 2005a. Facticidad y Validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de
derecho en términos de teoría del discurso. Madrid: Trotta.
———. 2005b. Zwischen Naturalismus und Religion: philosophische Aufsätze. Frankfurt
am Main: Suhrkamp.

———. 2011. Zur Verfassung Europas: Ein Essay. Frankfurt am Main: Suhrkamp. HART,
Herbert Lionel Adolphus. 1994. The Concept of Law. Oxford: Oxford University
Press.
———. 1997. «POST SCRIPTUM (El concepto de derecho)». Estudios Públicos 65
(verano): 225–63.
HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich. 1966. «Die Verfassung Deutschlands». En Politsche
Schriften. Frankfurt am Main: Suhrkamp.
———. 1969a. «Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften (1827/1830)». En
Werke. Bände 8, 9 y 10., editado por E. Moldenhauer y K. M. Michel. Frankfurt am
Main: Suhrkamp.
———. 1969b. «Grundlinien der Philosophie des Rechts». En Werke. Band 7., editado por
E. Moldenhauer y K. M. Michel. Frankfurt am Main: Suhrkamp.

HONNETH, Axel. 1997. La lucha por el reconocimiento. Por una gramática moral de los
conflictos sociales. Traducido por Manuel Bellestero. Barcelona: Grijalbo Mondadori.
———. 2000. «Pathologien des Sozialen. Tradition und Aktualität der Sozialphilosophie».
En Das Andere der Gerechtigkeit: Aufsätze zur praktischen Philosophie, 11–69.
Frankfurt am Main: Suhrkamp.
———. 2011. Das Recht der Freiheit: Grundriß einer demokratischen Sittlichkeit.
Frankfurt am Main: Suhrkamp.
———. 2015. Ce que social veut dire, tome II: Les pathologies de la raison. Paris:
Gallimard.
KERVÉGAN, Jean-François. 2008. «Rechtliche und moralische Normativität. Ein
„idealistisches“ Plädoyer für den Rechtspositivismus». Rechtstheorie 39 (1): 23–52.
———. 2010. «Quelques réflexions critiques sur Dworkin et Habermas». En Le souci du
droit. Où en est la théorie critique ?, editado por Hourya Bentouhami, Ninon Grangé,
Anne Kupiec, y Julie Saada. Paris: Sens & Tonka.
LUHMANN, Niklas. 2000. Die Politik der Gesellschaft. Frankfurt am Main: Suhrkamp.
MONTESQUIEU. 1995. El espíritu de las leyes. Madrid: Tecnos.
PETTIT, Philip. 1999. Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno.
Barcelona: Paidós.
SCHMITT, Carl. 1979. Politische Theologie. Berlin: Duncker & Humblot.
TAYLOR, Charles. 2007. A Secular Age. Cambridge, Mass.: Cambridge University Press.

15

También podría gustarte