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OBSERVACIONES SOBRE EL
«TEOREMA DE BÖCKENFÖRDE» Y SU UTILIZACIÓN EN
HABERMAS Y HONNETH
Jean-François Kervégan
Todos conocen la famosa frase, también utilizada por Habermas, que comúnmente
llamamos el «teorema de Böckenförde»:
No es la intención exponer aquí en detalle el contexto en el que fue formulado este juicio –
aquel debate sobre secularización que se desarrolló entre los años 1950 y 1960 (pero que no
ha terminado) y cuyos principales actores son Carl Schmitt, Karl Löwith y Hans
Blumenberg–, sino simplemente recordar que esta idea puede dar lugar a dos apreciaciones
opuestas, según se privilegie el tema de la continuidad (Schmitt, Löwith) o el de la ruptura
(Blumenberg). En el primer caso, se releva que la modernidad ha heredado aquello que le
precede, sin necesariamente ser consciente de ello, afirmando, por ejemplo, que «todos los
conceptos nacidos de la teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados»
(Schmitt 1979, 49); en el segundo caso, se insiste sobre la capacidad de auto fundación
específica que tendría la modernidad, criticando el «teorema de la secularización» y
oponiendo a este la tesis según la cual la «laicidad» (secularité) no requiere de ninguna
«secularización» para ser pensada (Blumenberg 1999, 72ss, en particular 86).
1
eclesiástico. El principal de estos esfuerzos, el intento de sustituir la nación a la religión
como base del Estado, también dio lugar a peligrosos brotes de nacionalismo e
indirectamente favoreció a la barbarie racista. Católico reivindicado, Böckenförde no
propone precisamente hablar de una salida al problema que plantea, sin embargo se
pregunta, citando las observaciones de Hegel sobre las relaciones entre Estado y religión
(Hegel 1969b, § 270, 1969a, § 552), si «el Estado temporal secularizado no está también
obligado a vivir sobre la base de [...] sus mecanismos de integración que sustentan la fe de
sus ciudadanos» (Böckenförde 2006, 113). Todo el debate sobre las «raíces cristianas de
Europa» que tuvo lugar al momento de la preparación de la Constitución europea –cuya
aprobación ha significado las vicisitudes que conocemos– está latente en este sentido.
2
conclusión de este teorema. De todas maneras, una clara evolución opera en sus escritos
más recientes, particularmente en el capítulo 4 de Entre naturalismo y religión, titulado
precisamente «Los fundamentos pre políticos del Estado democrático de derecho». En
adelante examinaré las posiciones de Habermas y me preguntaré sobre las razones de su
revisión parcial, esto como el paso previo para estudiar la manera en que este problema de
presupuestos de la eticidad democrática es reformulado por Axel Honneth.
A primera vista, los problemas tratados en Faktizität und Geltung (1992a), así como los
textos que acompañaron su génesis o siguieron a su publicación, no tienen relación directa
con el «Teorema de Böckenförde»; ciertamente, este último es citado en diversas ocasiones
en el libro, pero a propósito de otros temas, y no se hace, salvo error de mi parte, ninguna
referencia al artículo o al teorema expuesto. Es solamente trece años más tarde, en
Zwischen Naturalismus und Religion, que este será expresamente nombrado y comentado
(Habermas 2005b, 106ss, en particular 116). En el libro de 1992 la pregunta por la
secularización no aparece sino ocasionalmente. Ella se sitúa por tanto en un segundo plano
y aparece puntualmente en el prefacio, en donde la secularización (o más bien la laicidad,
«secularité ») del Estado es conectada directamente con lo que constituye la tesis central del
libro, a saber, la complementariedad entre Estado de derecho y democracia:
¿Qué significa exactamente la tesis aquí formulada? Sin poder exponer de manera detallada
la argumentación del libro, considero que la demostración de la complementariedad, o más
exactamente del «enlace interno», del carácter «co-originario», del «enlace circular»,
incluso de la «relación de implicación material» del Estado de derecho y de la democracia
1
es la tesis central (para las diferentes expresiones, ver en particular Ibíd. 1992a, 50, 135,
492, 661–64, 2001, 135, 149–51, 1999c, 242, 298–99). Es esta complementariedad la que
permite a Habermas sostener que la concepción del derecho fundado en las premisas de la
Diskurstheorie supera la unilateralidad de la concepción individualista y liberal del Estado
de derecho, así como también aquella de la concepción republicana de la democracia
representativa y participativa (Ibíd. 2001, 134–35, 1992c, 639ss).
La tesis de la co-originalidad, primero, tiene por función establecer una nueva relación,
circular o más bien dialéctica, entre facticidad y validez; esto es, ratificar el propósito de las
Tanner Lectures de 1986, en las que Habermas, siguiendo a Kant (erróneamente en mi
1
Se debe precisar que el republicanismo en cuestión tiene un sentido totalmente diferente al de Philip Pettit,
fundado sobre la idea de la libertad como no dominación (1999, 77ss): una idea extremadamente
individualista en la perspectiva de Habermas.
3
opinión), afirma que el derecho se organiza alrededor de un «núcleo moral» (1992b, 549).
Rechazando en adelante la idea de un fundamento moral del derecho, Habermas afirma que
el principio moral, que adopta la figura kantiana de una regla formal de universalización (el
«principio U», formulado inicialmente por Apel), y el principio jurídico de la deliberación
democrática, deben ser consideradas como dos especificaciones de la única forma de
producción de normas de acción, a saber, el principio de discusión («principio D»), según
el cual «son válidas precisamente las normas de acción a las que todos los intereses
posibles puedan suscribirse en tanto participantes de discusiones racionales» (Ibíd. 1992a,
138). Dado que no hay jerarquía sino que coordinación de dos tipos distintos (pero
relacionados) en el establecimiento de las normas, no existe la subordinación, pero sí existe
un «informe de complementariedad» entre «moral autónoma» y «derecho positivo» (Ibíd.
1992a, 135–43). De esta manera se termina con una concepción del derecho que «navega
entre las escuelas del positivismo jurídico y del derecho natural» (Ibíd. 1992a, 668).
También se podría considerar que, dado que esta concepción satisface uno de los cinco
criterios de identificación del positivismo jurídico formulados por Hart en El concepto de
derecho (1994, 302, ver también 1997), el la desvinculación del derecho y la moral, la
concepción del derecho desarrollada en Faktizität und Geltung va en el sentido de un
positivismo abierto y no dogmático.
2
He debatido en otra parte esta autointerpretación, intentando mostrar que la deslumbrante
reconstrucción del sistema del derecho realizada por Habermas está fundada sobre hipótesis
iusnaturalistas que no son reconocidas como tales (Kervégan 2008, 23–52, 2010, 109–16).
Pero quisiera insistir aquí sobre otro punto, uno que se esclarece en tanto se establezca un
paralelo con Hegel. Según este último, cuestión que no se ha destacado lo suficiente, el
Estado comporta una dimensión en su fase subjetiva y objetiva, y la constitución no tiene
efectividad sino cuando es concordante con las disposiciones políticas de los ciudadanos
(Hegel 1969b, § 267). De la misma manera, según Habermas –quien sigue a Hegel–, la
«complementariedad» que está en el corazón de su argumentación concierne también a las
determinaciones objetivas del Estado de derecho democrático (a saber, los principios
liberales que se refieren a la persona y la garantía de sus derechos fundamentales
entendidos como libertades negativas) y las de la democracia (que no debe ser solamente
representativa, sino que también deliberativa y participativa, y entonces: «radical»). Esto
quiere decir que las actitudes y prácticas de los ciudadanos deberían beneficiar
simultáneamente una «autonomía privada» y una «autonomía pública», y que, por tanto,
deberían gozar de los derechos fundamentales de la persona privada y de los derechos
2
En una discusión pública Habermas ha precisado que la concepción del derecho desarrollada en Faktizität
und Geltung es, según él, íntegramente positivista. Ciertos pasajes del libro van en este sentido (ver, por ej.
1992a, 51). Estimo que la concepción de la normatividad sobre la cual se apoya la teoría del derecho, también
la filosofía moral de Habermas, tal como es expuesta en Erläuterungen zur Diskursethik (1991) y en
Moralbewusstsein und kommunikatives Handeln (1983), es incompatible con un positivismo blando en el
sentido de Hart (ver 1997, 238).
4
políticos del ciudadano (Habermas 1992a, 135). Dicho de otra manera, no hay solamente
complementariedad del Estado de derecho y la democracia (faz objetiva de la cuestión) y
complementariedad entre los derechos del hombre –es decir, del «burgués» en el sentido de
Rousseau, Kant y Hegel– y los derechos del ciudadano (faz subjetiva); debe haber también,
me atrevería a decir, complementariedad de esas dos complementariedades, dicho de otra
forma: una «co-originalidad de los derechos subjetivos y del derecho objetivo» (Ibíd.
1992a, 117).
3
A propósito de la «concepción procedimental del derecho», ver Die Einbeziehung des Anderen (1999c, 245).
5
Las bases culturales sobre las cuales descansa esta cultura política compartida han sido
estremecidas una y otra vez. Este es el caso de la religión, que ha terminado desde hace
largo tiempo –desde la querella de las Investiduras, según Böckenförde, y en todo caso a
partir de la división intervenida en el siglo dieciséis en el seno del cristianismo occidental y
de la laicización progresiva del Estado a partir del siglo diecinueve– de ofrecer al orden
jurídico y político la «fuerza de apoyo» («haltende Macht», la expresión es tomada de
Böckenförde) que necesita, proporcionando en cambio un stock de «vorpolitisch-sittlichen
Überzeugungen» («convicciones morales pre-políticas») (Ibíd. 2005b, 109). Por su parte, el
poder de unificación que ha dispuesto la idea nacional se ha agotado inmediatamente.
Habermas se vio obligado a constatarlo a partir del alcance de las consecuencias mortales
que ha tenido la pasión nacional durante el siglo veinte, del desarrollo (debido a las
transferencias masivas de población) de un multiculturalismo que sufrió más de lo previsto
y, por último, de la globalización económica que hace que el sistema nacional sea incapaz
de proporcionar a la política y al derecho el «sustrato cultural» que estos requieren (Ibíd.
1998, 110). Aunque Habermas ha deseado creer durante mucho tiempo que una
interpretación abierta y flexible, «francesa» antes que «alemana», de la idea nacional –una
que aún podría proporcionar las bases culturales del patriotismo constitucional al cual él
denomina «de compromisos» (Ibíd. 1992c, 632–60, especialmente 635-37)–, ha tenido que
hacer frente a los hechos: la «constelación posnacional» priva a la nación, incluso a título
de mito político, de su poder de integración cultural; «la estrecha relación creada por el
Estado-Nación entre “etnos” y “demos” no fue más que un momento» (Ibíd. 1992c, 637).
De ahí que las esperanzas se han puesto en la dirección de la idea europea (ver Ibíd. 2011,
1999b, 1999c, 128–53).
Por mi parte, sobre la base tanto de la observación empírica de que «la integración
republicana» funciona decididamente mal en la modernidad avanzada, como de la
convicción teórica de que los procesos políticos, contrariamente a las operaciones del
derecho (que revelan el funcionamiento autorreferencial de una esfera específica de
normatividad), requieren de estos «anclajes pre-políticos» –de los cuales Habermas duda en
reconocer su necesidad–, considero que es forzoso plantear la pregunta de los recursos
éticos (en un sentido hegeliano y no kantiano) que una política democrática es susceptible
de movilizar en un contexto posnacional: «Toda acción que la sociedad ejerce “sobre ella
misma” presupone precisamente un “ella misma”» (Ibíd. 1998, 98). ¿Cómo se puede
constituir un «Sí mismo» de la sociedad? Esta es la pregunta que plantea Axel Honneth en
El derecho de la libertad, cuando busca definir los contornos de una «eticidad
democrática».
7
la libertad) (2011), lo que es percibido en el título (debe entenderse el doble sentido de
derecho «de» la libertad, estas dos ideas encuentran evidentemente una fuerte resonancia
hegeliana) y es aún más evidente con el subtítulo: Grundriß einer demokratischen
Sittlichkeit (Esbozo de una eticidad democrática), que hace referencia a un concepto mayor
4
de la filosofía hegeliana del espíritu objetivo y entonces, implícitamente, a la distinción que
hace Hegel entre «Moralität» y «Sittlichkeit» (Hegel 1969b, § 33). Desde el principio este
subtítulo indica, con la corrección «democrática» que se agrega al motivo «ética», la
distancia que Honneth pretende adoptar en relación al hegelianismo «histórico», el cual se
admite como no muy democrático en el sentido actual del término, el que tampoco es muy
preciso.
¿Por qué, entonces, apoyarse en un pensamiento poco democrático para elaborar una teoría
de la democracia y de sus presupuestos éticos? La primera respuesta es de orden
epistemológico. La corriente «liberal» dominante en la filosofía política contemporánea,
encarnada por Rawls, considera que corresponde a la filosofía formular las normas
racionales (sustanciales y/o procedimentales) sobre las cuales una sociedad bien constituida
debe o debería ponerse de acuerdo. Según Honneth, por el contrario, convendría adoptar un
enfoque de tipo hegeliano al que, por su parte, denomina «reconstrucción normativa»
(Honneth 2011, 23): en esta perspectiva la filosofía no prescribe las normas del mundo
social (un mundo, decía Hegel, que no esperó a ser), ella debe más bien reconocer y
explicitar la normatividad presente de manera implícita en la realidad social y política, en
las creencias y las prácticas que el «espíritu objetivo» encarna en las instituciones sociales,
en los individuos y entre ellos mismos. Entonces, la referencia a Hegel significa, primero,
la reivindicación de una postura «no-normativista»: la filosofía social y política (Honneth,
fiel a la tradición «frankfurteana», prefiere la primera denominación (Ibíd. 2000, 11–69))
tiene la tarea de explicitar y criticar de manera inmanente (y no en función de premisas
abstractas) las creencias y exigencias normativas «vehiculizadas» por el mundo social y
empujadas por las tensiones que lo afectan. La «teoría de la justicia» termina entonces por
ser una «matriz» normativa permitiendo, como en Rawls, definir qué es lo justo o lo bueno
5
para devenir en la conclusión de un «análisis social» alimentado por el auto análisis
(evidentemente «interesado») que la sociedad produce constantemente de sus reglas, de sus
defectos y de sus propias patologías. Si Hegel está todavía presente en ese libro, es
entonces en razón de su perspectiva anti normativista más que por los resultados a los que
arriba: si el «monismo idealista» de Hegel nos ha devenido extraño (caracterización que,
por mi parte, yo matizaría), la idea «de elaborar una teoría de la justicia a partir de
4
Parágrafo en donde Hegel señala claramente su voluntad de hacer de la palabra «Sittlichkeit» un indicador
de su pensamiento.
5
Él lo está de forma más positiva que en las obras precedentes de Honneth, las cuales estaban más apegadas a
la idea, proveniente de Habermas (ver 1989), según la cual el potencial crítico de los escritos de Jena habría
sido dilapidado a partir de la Fenomenología del Espíritu en razón de la adopción de «premisas monológicas
de una filosofía de la consciencia» (Honneth 1997, 51).
8
precondiciones estructurales de nuestra sociedad», aun así conserva toda su pertinencia
(Ibíd. 2011, 17). Como la teoría hegeliana del espíritu objetivo, la teoría honnethiana de la
eticidad democrática está guiada por una convicción (que parece conservadora si se mal
entiende): no se trata de que la filosofía enseñe al mundo «como debe ser», sino más bien
que aprenda de él «como debe ser conocido» (Hegel 1969b, 26). ¿Por qué, entonces,
nuestra concepción de la eticidad es democrática, si la de Hegel lo fue moderadamente?
Simplemente porque nuestro mundo no es el mismo de Hegel.
Una de las principales fuerzas de la propuesta es que confiere a la idea de justicia una
significación diferenciada: contrariamente a lo que propone la filosofía política «liberal»
(de inspiración rawlsiana), no se trata de definir un concepto de justicia que sirva de norma
o estándar de evaluación de todas las instituciones sociales, sino que, continuando con la
intuición de los «comunitaristas», más bien se trata de «esferas de justicia» (M. Walzer),
de modo de rechazar esta idea abstracta de forma específica en cada una de las grandes
áreas de la acción humana. De ahí la pluralidad de interpretaciones de la idea de libertad
individual como valor supremo incontrarrestable de las sociedades contemporáneas. Esta
pluralidad hace necesaria instituciones de reconocimiento distintas, que sean capaces de
asegurar, en cada esfera donde se desarrolla la eticidad, una derivación específica de la idea
formal de justa igualdad (Ibíd. 2011, 119–26). Esto quiere decir que en vez de una teoría de
la justicia de tipo rawlsiana, o igualmente habermasiana, Honneth desarrolla una
aproximación donde la norma de justicia se adapta de manera cada vez más específica a las
instituciones sociales y a los conflictos normativos en el lugar y bajo las mismas formas en
las que se desarrollen. Sobre esta base se distingue –y aquí Hegel tampoco está lejos– a tres
grandes esferas de actualización de la libertad, estando cada una dotada de instituciones y
afectada por patologías específicas: aquellas de la libertad negativa (jurídica), de la libertad
reflexiva (moral) y de la libertad comunicacional (social). Se podría discutir la elección de
estos adjetivos en tanto implican una jerarquización de valor; por ejemplo, me pregunto si
definir la libertad jurídica como «libertad negativa» no significa aceptar de manera
insuficientemente crítica la visión liberal clásica del derecho y los derechos: ¿los derechos
9
sociales y ambientales participan de la libertad negativa? Pero lo esencial es la idea
fecunda, importante en el presente propósito, según la cual la libertad política y las
instituciones que la implementan se nutren necesariamente de las formas de vida y de la
eticidad pre política (jurídicas, morales y sociales).
Para concluir me resigno a constatar, sin por tanto refutar, que ni Habermas ni Honneth dan
una prueba satisfactoria del teorema (que también es un dilema) de Böckenförde, lo que
entregaría esta última formulación: ¿Cómo, en las condiciones de nuestro mundo, el
sistema político, cuyas premisas democráticas exigen que se constituya en una esfera
autónoma, puede ir a buscar dentro de la esfera ampliada de la «libertad social», sobre la
cual no hay (¡por suerte!) poder directo, los elementos éticos que son requeridos para que
este sistema pueda simplemente funcionar? ¿Cómo pueden, por ejemplo, las convicciones
12
extra-políticas (religiosas u otras) de los individuos alimentar su compromiso cívico,
compromiso sin el cual los procedimientos formales de la democracia operan en un vacío?
Una forma de explicar esta dificultad que experimentan Habermas y Honneth al pensar la
relación, hecha la separación y la inclusión de la normatividad política y la normatividad
social, podría residir en nuestra común subestimación de eso que llamaré, a falta de algo
mejor, la dimensión vertical de la política. De hecho, la comprensión «comunicacional» de
la libertad, común a los dos filósofos (aunque ellos no le den exactamente el mismo
6
contenido a esa noción) los condice a privilegiar una visión «horizontal» de la formación de
la voluntad colectiva, la que sin duda corresponde a las intuiciones que nos son ahora más
familiares. Alimentada por las instituciones y la elaboración de normativas «sociales», la
voluntad política debe resultar de una interacción sin restricciones dentro de un «público»
que debería extenderse a todos aquellos a quienes conciernen las decisiones colectivas (un
público más grande, entonces, que aquel compuesto exclusivamente por los ciudadanos del
Estado nacional). La máquina estatal debe ser sometida, a pesar de sus esfuerzos para
superar las limitaciones de la deliberación colectiva a nombre de su «experticia» o
«experiencia». Nos podríamos preguntar si una concepción tal no conduce a obstruir la
dimensión «vertical» de la política que la democracia no elimina: en «democracia» hay
también kratos, fuerza o poder. En ella también se revela, y no solamente en el peor de los
casos, aquello ya dicho por Hegel: que «la verdad yace en el fondo del poder (die Wahrheit,
die in der Macht liegt)» (Hegel 1966, 89). ¿Podemos entonces evitar, incluso en un sistema
donde prevalece (en principio) el eje horizontal, esta dimensión vertical del problema que
6
John Dewey, El autor de La opinión pública y sus problemas (2004), es, tanto como Durkheim, una
referencia importante para Honneth y también, en un menor grado, para Habermas: ver, por ejemplo, el
capítulo que le consagra en Zeit der Übergänge (2001).
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Weber denomina como la dominación legítima? Dicho de otro modo ¿podríamos darnos
cuenta de las múltiples deficiencias que evidentemente se encarnan en la actual realización
de la idea democrática? Sin duda una teoría crítica debería dar cuenta de forma absoluta de
las patologías de la dominación, pero ¿puede hacerlo sin aceptar el hecho de que la
dominación (o el poder) es una dimensión constitutiva del convivir y que ello debe ser
considerado en cualquier intento de definir un «nosotros»? ¿No deberíamos tener
sistemáticamente en cuenta la interacción compleja de los dos ejes, horizontal y vertical,
del espacio político si quisiéramos, con Habermas y Honneth, pensar la efectividad
(realización) de la libertad, es decir una «Sittlichkeit» republicana anclada en un mundo
social plagado de tendencias contradictorias?
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