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Las identidades son una clase de garantía de que

el mundo no se deshace tan velozmente como a veces parece. Son una especie

de punto fijo del pensamiento y del ser, un fundamento de la acción, un punto

aún existente en el mundo cambiante. Ésa es la clase de última garantía que

la identidad parece proporcionarnos.

La lógica de la identidad es la lógica de algo como un “verdadero sí

mismo”[self]. Y el lenguaje de la identidad se ha relacionado a menudo con

la búsqueda de una clase de autenticidad de la experiencia propia, algo que

me diga de dónde soy. La lógica y el lenguaje de la identidad es la lógica de

la profundidad —aquí adentro, en mi interior profundo, está mi mismidad

en la que me puedo reconocer—. Es un elemento de continuidad.

la fragmentación implica

lo local y global al mismo tiempo, mientras que las grandes identidades

estables en el centro no parecen sostenerse. Tomemos “la nación”. El estadonación

está crecientemente sitiado desde arriba por la interdependencia del

planeta —por la interdependencia de nuestra vida ecológica, por la enorme

interpenetración del capital como fuerza global, por los modos complejos en

que los mercados mundiales ligan la economía de las naciones subdesarrolladas,

desarrolladas y sobredesarrolladas—. Estos enormes sistemas están

minando progresivamente más la estabilidad de cualquier forma nacional.

Los estados-nación están en problemas, aunque no voy a profetizar que el

estado-nación, que ha dominado la historia del mundo por tan largo tiempo,

se esfumará grácilmente.

Así, las personas se sienten a la vez parte del mundo y de su aldea. Tienen

identidades de vecindario y son ciudadanos del mundo. Sus cuerpos son

expuestos al peligro por Chernobyl, que no tocó a la puerta ni les preguntó

su opinión de si
Así, de un lado, tenemos identidades globales porque tenemos un pie

en algo global y, del otro lado, podemos reconocernos solamente porque

formamos parte de algunas comunidades cara a cara. Esto me trae de nuevo

a la cuestión del destino de la identidad cultural en este remolino. Dado

este descentramiento teórico y conceptual del que acabo de hablar, dada

la relativización de las grandes identidades estables que han permitido que

sepamos quiénes somos, es la historia la que está cambiando. La historia

cambia nuestro concepto de nosotros mismos. Así, otra cosa crítica sobre

identidad es que es en parte la relación entre uno y el Otro. Solamente

cuando hay un Otro puede uno saber quién es uno mismo. Para descubrir

ese hecho hay que evidenciar y desatrancar la larga historia del nacionalismo

y del racismo. El racismo es una estructura del discurso y la representación

que intenta expulsar simbólicamente al Otro —lo borra, lo coloca allá en el

Tercer Mundo, en el margen—

Por supuesto que el “yo” que escribe aquí

también debe ser pensado en sí mismo como “enunciado”. Todos escribimos

y hablamos desde un lugar y un momento determinados, desde una historia

y una cultura específicas. Lo que decimos siempre está “en contexto”, posicionado.

Hay al menos dos formas diferentes de pensar la “identidad cultural”. La

primera posición define la “identidad cultural” en términos de una cultura

compartida, una especie de verdadero sí mismo [‘one true self’] colectivo

oculto dentro de muchos otros sí mismos más superficiales o artificialmente

impuestos, y que posee un pueblo [people] con una historia en común y

ancestralidad compartidas. Dentro de los términos de esta definición, nuestras

identidades culturales reflejan las experiencias históricas comunes y los códigos culturales compartidos
que nos proveen, como “pueblo”, de marcos

de referencia y significado estables e inmutables y continuos, que subyacen


a las cambiantes divisiones y las vicisitudes de nuestra historia actual. Esta

“unicidad”, que sustenta todas las otras diferencias más superficiales, es la

verdad, la esencia del “caribeñismo”, de la experiencia negra. Ésta es la identidad

que la diáspora caribeña o negra debe descubrir, excavar, sacar a la luz

y expresar a través de la representación cinematográfica.

Sin embargo, hay una segunda visión de la identidad cultural, relacionada

con la anterior, aunque diferente. Esta segunda visión admite que, al igual que

los muchos puntos de similitud, también hay puntos críticos de diferencia

profunda y significativa que constituyen “eso que realmente somos”; o más

bien “en lo que nos hemos convertido” puesto que la historia ha intervenido

en nosotros. No podemos hablar muy extensamente, con cierta exactitud,

sobre “una experiencia, una identidad”, sin aceptar el otro lado: las rupturas y

discontinuidades que constituyen precisamente la “singularidad” del Caribe.

En este segundo sentido, la identidad cultural es un asunto de “llegar a ser”

así como de “ser”. Pertenece tanto al futuro como al pasado. No es algo que ya

exista, trascendiendo el lugar, el tiempo, la historia y la cultura. Las identidades

culturales vienen de algún lugar, tienen historia. Pero como todo lo que es

histórico, estas identidades están sometidas a constantes transformaciones.

Lejos de estar eternamente fijas en un pasado esencial, se hallan sujetas al

juego continuo de la historia, la cultura y el poder. Lejos de estar basadas

en la mera “recuperación” del pasado que aguarda a ser encontrado, y que

cuando se encuentre asegurará nuestro sentido de nosotros mismos en la

eternidad, las identidades son los nombres que les damos a las diferentes

formas en las que estamos posicionados, y dentro de las que nosotros mismos

nos posicionamos, a través de las narrativas del pasado.

Es sólo desde esta segunda posición que podemos entender adecuadamente

el carácter traumático de “la experiencia colonial”

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