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AUSTRAL JUVENIL

Título original:
Dreissig Geschichten von Tante Mila

Diseño colección:
Miguel Ángel Pacheco
ÚRSULA WÖLFEL

30 HISTORIAS
DE TÍA MILA
TRADUCCIÓN DE CARMEN BRAVO-VILLASANTE

ILUSTRACIONES DE MABEL ÁLVAREZ

ESPASA-CALPE, S.A. MADRID


© Hoch-Verlag, Düsseldorf, 1978, BRD
© Ed. cast.: Espasa-Calpe, S. A., Madrid, 1981
© De la traducción: Carmen Bravo-Villasante
Depósito legal: M. 13.871-1981
ISBN 84-239-2706-7

Impreso en España

Printed in Spain

Se acabó de imprimir el día 3 de septiembre de 1981


Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe, S. A.
Carretera de Irún, km. 12,200. Madrid-34
Úrsula Wolfel está considerada como una de las
grandes escritoras contemporáneas para niños.
Nació en Alemania en 1922, y cursó estudios de
filología germánica en Heidelberg y de pedagogía en
Francfort. Perdió a su marido en la Segunda Guerra
Mundial y tiene una hija que ha ilustrado algunos de
sus libros. Su trabajo como enseñante y asistente social
le ha dado un profundo conocimiento de la
problemática social y de los niños y su psicología.
Escribe novelas y, sobre todo, cuentos. Relatos breves,
como los de 30 historias de tía Mila, que plantean
muchas preguntas y, en este caso, también se dan
respuestas creativas. Desde 1962, en que su libro
Zapatos de fuego y sandalias de viento obtuvo el
premio al mejor libro infantil publicado en alemán
durante el año, se dedica por completo a escribir.

Mabel Álvarez es una joven ilustradora nacida en


Gijón que ya dibujaba cuando los otros niños jugaban.
Lo que más le gustaba era dibujar casas y abrirles
ventanas para que se viera lo que había dentro.
Ya en Madrid, estudió pintura mientras soñaba con ser
cantante y se interesaba por el teatro.
30 HISTORIAS
DE
TÍA MILA
Índice

1. La primera historia de la mudanza


de tía Mila
2. La segunda historia de la
mudanza de tía Mila
3. Tía Mila y las palomas
4. La primera historia de tía Mila y
del armarito de columnas
5. Tía Mila y la señora del perrito
basset
6. Tía Mila y los cuadros de peces
7. La segunda historia de tía Mila y
del armarito de columnas
8. La primera historia de tía Mila y
los niños Tickel
9. Tía Mila y las señoras mayores
10. Tía Mila y los peces dorados
11. La segunda historia de tía Mila y
los niños Tickel
12. La historia de la comida con
pimienta que dio tía Mila
13. La historia de los relojes de pie de
tía Mila
14. Tía Mila y el domador de tigres
15. La historia de tía Mila y los tigres
gordos
16. La historia de tía Mila y los
escolares
17. La historia de tía Mila y el
sombrero rojo
18. Tía Mila y la salchicha
19. La historia de tía Mila y la tortuga
20. Tía Mila y el vendedor de escobas
patentadas
21. La historia de tía Mila y la casa
de limpieza
22. La penúltima historia de tía Mila
y las escobas patentadas.
23. La última historia de tía Mila y
las escobas patentadas
24. Tía Mila y las moscas
25. La historia de tía Mila y la gata
gris
26. Mila y el tío Manfredo
27. La historia de tía Mila y la
varicela
28. La primera historia de la casa de
comidas de tía Mila
29. La segunda historia de la casa de
comidas de tía Mila
30. Tía Mila y el cliente delgado
La primera historia de la
mudanza de tía Mila

La cosa es que cuando tía Mila vino a


vivir aquí venía de otra ciudad, y para la
mudanza alquiló un gran camión de
muebles. Pues todavía le quedaban muchas
cosas de sus padres y de sus abuelos, de las
que nunca había querido deshacerse.
Por aquel entonces, su prima Anni la
dijo:
—Nuestra abuela me prometió hace
dieciocho años el armario del dormitorio.
Mila se lo dio, y cuando se llevaron el
gran armario antiguo, el dormitorio le gustó
más que antes.
También, por entonces, uno de sus
amigos se iba a casar, pero no tenía dinero
para los muebles de cocina. Mila se acordó
del dormitorio, y le dio todo lo que había
en la cocina, sólo se quedó con la cafetera.
La casa le iba gustando cada vez más y
pensó:
«El sofá viejo está apolillado, los
sillones nunca me han gustado y el reloj de
pie siempre atrasa.»

Así es que terminó por tirar todos los


muebles a la basura, incluida la cómoda de
la entrada. Por un descuido incluso tiró la
cafetera. Una vecina la recogió.
Mila no cesaba de tirar cosas, pues
encontraba que la vida era estupenda sin
cosas. Hasta olvidó lo grande que es un
camión de mudanza.
El día de la mudanza el camión se puso
delante de la puerta con cinco hombres.
—¡A veces sucede lo inesperado! —dijo
Mila—. Antes que nada voy a prepararme
un café.
Pero para eso tuvo que pedirle prestada a la
vecina su propia cafetera.
La segunda historia de la
mudanza de tía Mila

Así es que tía Mila se mudó aquí, a la


calle Azul. El gran camión de muebles se
detuvo delante del número 38. Los vecinos
ya estaban esperando. ¿Qué irían a
descargar?
Los cinco hombres bajaron del camión.
Se estiraron y bostezaron, pues habían
tenido que viajar toda la noche. Uno de
ellos abrió la gran puerta trasera del
camión.
Sólo se vio un gran vacío y oscuridad.
Luego salió de allí tía Mila.
Llevaba puesto su vestido azul pálido de
verano y zapatos de tacón alto, pues quería
causar una buena impresión en la calle
Azul. Pero como se había quedado dormida
dentro del camión de los muebles, se le
había arrugado el vestido y la chaqueta
estaba torcida.
Se quedó de pie dentro del camión,
mientras los hombres iban sacando sus
cosas: un cajón con libros, tres maletas y
una cama de madera antigua.
La gente estaba allí mirando y esperando
que sacasen más.

Mila, al darse cuenta, dijo:


—¡Ya está todo! ¡Cuando menos se
piensa sucede lo inesperado!
Descendió del camión y entró en la casa.
Cojeaba un poco, porque no estaba
acostumbrada a los tacones altos. Pero
estaba sonriente como una reina.
Casi todos los de la calle Azul pensaron
desde el primer día que Mila era fabulosa.
Tía Mila y las palomas

La cosa es que tres días después de la


mudanza, a tía Mila se le acabaron las
vacaciones. Cogió un autobús y se dirigió a
una librería. En la otra ciudad donde vivió
había trabajado más de diez años en una
librería. Era su oficio.
Mila se puso delante de la librería, y
cuando ya tenía la mano en el manillar de
la puerta se dijo:
«¡No! ¡Por fin voy a vivir de verdad todo
lo que está en los libros!»
Soltó el manillar y dijo en voz alta: —
¡Pero tú estás loca! Lo primero que tienes
que hacer es ganar dinero.
Luego se puso a mirar a las palomas.
Unas se posaban sobre un saledizo y dos
llegaron hasta a posarse en el tejado. Mila
se dijo:
«¡Bueno, esperaré a que todas se posen,
y luego entraré en la librería y seré
razonable, lo juro!»
Pero cuando las dos últimas palomas
encontraron un sitio, Mila las chistó: «¡Pss,
psss!, y toda la bandada se echó a volar.
De nuevo volvieron las palomas a
posarse, pero Mila volvió a chistar: «¡Psss,
psss!» y agitando los brazos corría de un
lado a otro. Así es que siempre espantaba a
las palomas.
La gente se quedaba parada y
preguntaba:
—Pero ¿qué pasa?
Mila les dijo:
—He jurado que cuando todas estén
posadas, volveré a trabajar en la librería.
—¡Está loca! —dijo la gente.
—¡Sí! —exclamó Mila riéndose—.
¡Cuando menos se piensa sucede lo
inesperado!
Al final las palomas echaron a volar
y desaparecieron. Así es que Mila se puso a
buscar un nuevo empleo.
La primera historia de tía Mila
y del armarito de columnas

La cosa es que tía Mila quería comprarse


muebles nuevos. Miró los escaparates para
ver qué modelos nuevos había, y al volver a
casa por la noche se le ocurrió pensar qué
dirían Hubert y Katia, cuando vieran la
casa cambiada. Hubert era el hermano de
Mila, y Katia su cuñada. A Mila le gustaría
darles algo.
Precisamente, al volver a su casa,
encontró una postal de Hubert en el
casillero de las cartas. La decía que pronto
iría a visitarla, y que le gustaría llevarse el
armarito de columnas de sus padres.
Hubert había heredado el armarito y a
Mila se le había olvidado, y el caso es que
el mueble lo había tirado a la basura.
Hubert se iba a poner furioso. Pero
entonces Mila pensó:
«¡Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado! La basura es la basura, y
armaritos con columnas los hay en todas
partes.»
En el periódico se anunciaba el día en
que los basureros pasarían por la mañana a
recoger las cosas tiradas. Muy temprano,
pues todavía no había amanecido, Mila
salió a la calle y encontró un sofá que
habían dejado los de la casa número 4, casi
igual al de su abuela. Sólo tenía un
agujerito de polilla. De pronto sintió pena
por todos sus viejos muebles. Y se quedó
con el sofá.
Con el dinero ahorrado, se compró una
bicicleta y un remolque pequeño. Con él
iba todas las mañanas a las calles donde
estaban los basureros. En ninguno encontró
un armarito con columnas. Pero cuando
pasaron catorce días, la nueva casa de Mila
tenía el mismo aspecto que su antigua casa
en la otra ciudad.
Tía Mila y la señora del perrito
basset

Un miércoles tía Mila compró pescado.


En la tienda se encontró a la señora del
perrito basset del número 38, esa que
quería saber todo acerca de Mila. La
preguntó:
—¿Es usted la que va a comprar en
bicicleta? ¿Qué edad tiene usted? ¿Tiene
parientes en la ciudad? ¿Está usted casada?
¿Come los miércoles siempre pescado?
Mila, que ya estaba cansada de tantas
preguntas, la contestó:
—Yo no pienso comerme el pez, voy a
pintarlo. Soy pintora de peces.
¡Ah! —dijo la dama del perrito basset—.
¡Qué interesante! ¿Solamente pinta usted
peces? ¿Va usted a pintar a mi perrito
basset?
Mila salió a la calle. Pero ¿qué había
dicho? ¡Si ella no sabía pintar ni siquiera
una piedrecilla! ¿Y si ahora la gente
quisiera ver sus cuadros?
«¡Mila! —se dijo para sus adentros—.
¡Cuando menos se piensa sucede lo
inesperado! Por fin tienes un nuevo oficio,
y creo que no deberá ser tan difícil eso de
pintar peces. Aunque también hay que
pintar el mar, con tormenta y olas muy
altas, y el cielo. ¡Hay que pintarlo color
verde, verde oscuro!»
Precisamente en aquel momento salía la
señora del perrito basset de la tienda.
Exclamó:
—¿Verde? ¿Le va a pintar de color
verde?
Y lo decía pensando en su perro.
—¡Verde oscuro! —dijo Mila— y
amarillo rabioso con una raya azul fuerte.
Pensaba en el cuadro.
—¡Pues lo encuentro espantoso! —
exclamó la señora.
—¡Pues voy a hacerlo así, porque
quiero! —gritó Mila—. ¡Verde oscuro!
Se dirigió a la ciudad y compró pinceles
y colores.
Tía Mila y los cuadros de peces

Así es que cuando tía Mila empezó a


pintar peces, compró dos arenques, los
puso en un plato y al lado colocó una
cebolla y un par de patatas.
Mezcló los colores, guiñó un poco los
ojos, pintó y luego mordió el mango del
pincel. Estuvo todo el día hasta el
anochecer ante el plato de los arenques, y
algunas veces hasta maldecía en voz alta.
Pues los arenques que pintaba parecían dos
suelas con los ojos saltones.
Al final, Mila terminó por hacer una
ensalada con los arenques, las patatas y la
cebolla.
Al día siguiente se compró una trucha.
Era muy cara, pero Mila pensó:
«Un pez con unos lunarcitos rojos tan
monos es más fácil de pintar que los
arenques grises.»
Al lado de la trucha puso un limón, una
hoja de laurel y una ramita de perejil, y
estuvo pintando y pintando hasta el
atardecer. Pero la trucha que pintó parecía
una raja de hígado.
Entonces Mila guisó la trucha con un
pedazo de limón y con la hoja de laurel, y
adornó todo con el perejil. Pero aquel
pescado tan caro no la gustó demasiado. Y
dijo para sus adentros:

«¡Pues vaya, no voy a comprar todos los


días pescado! Desde ahora en adelante
pintaré de memoria. Además es más
barato.»
Y con todos los restos que le quedaban
de pintura, Mila pintó un cuadro con peces
imaginados, pintó un mar embravecido con
un cielo verde oscuro, y resultó un cuadro
muy bueno.
Mila exclamó:
—¡Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado! ¡Puedo pintar!
La segunda historia de tía Mila
y del armarito de columnas

La cosa es que Hubert y Katia se


enteraron de lo de la pintura, y Katia dijo:
—Porque es tu hermana y no quiero
decir nada, pero siempre sucede igual.
Mete todo en desorden debajo de la colcha
de la cama, cuando recibe una visita. Y
todavía no nos ha dado el armarito antiguo
de columnas.
—¿Crees que realmente lo queremos? —
preguntó Hubert.
—Lo que se hereda, se hereda —dijo
Katia.
Y Hubert respondió:
—Si no nos gusta, se lo regalamos a
Mila.
De nuevo volvió a escribir Hubert una
postal. Decía que el martes tendría permiso
y que haría el viaje con Katia, y la
preguntaba si quería que la llevase los
peces dorados, ya que ahora siempre estaba
ocupada con eso de los peces.
Mila se fue a la ciudad, y compró un
nuevo armarito de columnas de estilo
antiguo. Tuvo que dar casi todo el dinero
que tenía, y era un mueble feísimo.
El martes llegaron Hubert y Katia, con
dos peces dorados. Casi no miraron el
armarito y la dijeron:
—Te lo regalamos para la entrada. Ya
sabemos que estas cosas antiguas te gustan.
Y mientras, Katia, a escondidas, fue y
levantó la colcha.
Mila se dio cuenta. Allí estaban la
plancha y los tubos de pintura vacíos y las
medias sucias.
—¡Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado! —dijo Mila.
El miércoles por la mañana Mila llevó el
armarito de columnas al basurero más
próximo, y como estaba tan rabiosa no les
dio de comer a los peces dorados en todo el
día.
La primera historia de tía Mila
y los niños Tickel

La cosa es que los niños Tickel, los del


primer piso, querían ver cómo podrían
hacer enfadarse a tía Mila. Así que
primeramente la niña llamó a casa de Mila,
puso una cara muy amable y la preguntó si
podría ir al water, pues en su casa no había
nadie. Luego llamaron los tres hermanos, y
todos le preguntaron si podrían ir al water.
Después volvió la niña y dijo que tenía
una sed espantosa, y que quería zumo de
manzana. Los demás, por supuesto,
vinieron a continuación. Cuando hubieron
llamado a la puerta de Mila más de ocho
veces, volvieron los cuatro juntos y
pidieron ir al water. Dijeron que Mila les
había dado mucho zumo.
Mila se puso furiosa. Los cogió a los
cuatro, los encerró en el water y echó el
pestillo de la puerta por fuera. Los niños, al
principio, se enfadaron, y se pusieron a
pedir auxilio.
—Nadie os oye —dijo Mila por el ojo de
la cerradura—. Voy a dejaros ahí, para que
os muráis de hambre. El water es como un
faro y alrededor está el oleaje. Ni un solo
barco os llevará comida, ningún hombre
oirá vuestros gritos. ¡Será horrible,
horrible! Si os habéis comido ya las suelas
de los zapatos, ahora ya podéis empezar a
lamer los botones de vuestra chaqueta. Pero
después ¡ya veremos!
Mila encendió la luz del water.
—Ya aclara, otra vez hay luz. ¡Cuando
menos se piensa, sucede lo inesperado! ¡Un
barco. ¡La capitana Mila! ¡Estáis salvados!
Mila abrió la puerta del water y en aquel
preciso momento la señora Tickel gritaba:
—¿Qué hace usted con mis niños? ¿Qué
hace usted?
—¡Acaba de salvarnos! —gritaron los
cuatro.
—¿Cómo? ¿Qué queréis decir? —
preguntó la señora Tickel.
Pero eso nunca lo supo.
Tía Mila y las señoras mayores

Un día Mila se encontró en el parque a la


señora Munke y a la señora Plister. Las dos
eran muy mayores, y sus semblantes tenían
profundas arrugas a causa de los años y en
sus manos las venas se dibujaban como si
fueran ramitas azules. La espalda de la
señora Plister estaba encorvada, tenía que
llevar un bastón para apoyarse al caminar,
y a la señora Munke le temblaba siempre la
cabeza y no podía hacer nada.
Mila había comprado papel para dibujar
y aún le quedaban tres duros y una peseta.
Cruzando el parque se dirigió a su casa,
porque era el camino más corto, y al llegar
a la placita de la fuente, se encontró con
las dos señoras.
Mila pensó:
«¿Qué se sentirá cuando se es tan
mayor? ¿Cuando tenga que andar apoyada
en un bastón y le tiemble a una la cabeza?»
Y se puso a andar como si tuviera
ochenta años.
—¿Qué la sucede? —le preguntó el
heladero que estaba a la puerta del parque.
Pues Mila se había imaginado tan bien
que era mayor que verdaderamente se
sentía viejísima y se tenía que apoyar en el
rollo de papel, y le temblaba la cabeza más
que a la señora Munke.
—Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado —dijo—. De pronto tiene una
ochenta años. ¿Se lo ha imaginado usted
alguna vez?
—No —dijo el heladero.
Era aún muy joven.
—De tanto comer helados, le puede dar a
uno dolor de estómago —dijo Mila—. Por
favor, deme una doble ración de nata, pero
solamente tiene que costarme tres duros y
una peseta.
Así fue como Mila dio todo el dinero que

_
tenía por un helado de nata, porque se había
encontrado a la señora Munke y a la señora
Plister.
Tía Mila y los peces dorados

La cosa es que tía Mila no tenía nada de


dinero, así es que puso sus cuadros de
peces en la ventana. Todos los cuadros eran
igual de grandes; los de los peces grandes
valían veinte duros y los de los peces
pequeños sólo diez duros. Eso se le ocurrió
a Mila sólo por broma.
Pero nadie compró un solo cuadro.
Al tercer día a Mila ya no le quedaba pan
ni margarina; al cuarto día se tomó la
última tortita de requesón, al quinto día se
acabaron las patatas, y tampoco había
comida para los peces dorados de Hubert.
Mila llevó la pecera a la cocina.
—Me da pena —les dijo a los peces—,
pero tengo que freiros. Pero antes voy a
pintaros para que Hubert tenga un recuerdo.
Y pintó una gran fuente llena de ensalada
de patatas, y encima pintó la pecera con los
peces dorados. Luego se dio cuenta de que
todos los tubos de color rojo estaban
vacíos.

A continuación Mila con unas tenazas


partió en dos pedazos su cadena de oro y la
ató alrededor de los peces pintados.
Puso el cuadro en la ventana y escribió
encima:
«Peces dorados, de oro puro, a diez
duros.»
Media hora después vinieron cinco
personas, y todas querían comprar el
cuadro de los peces dorados.
—¡Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado! —dijo Mila a los peces
dorados—. No os voy a freír.
Y así es como, de pronto, Mila se hizo
famosa en más de media ciudad. La gente
compró todos sus cuadros de peces.
La segunda historia de tía Mila
y los niños Tickel

La cosa es que el matrimonio Tickel quería


salir una noche y la pidieron, por favor, a
Mila que se quedase con los niños.
Cuando los padres se fueron, Mila
preguntó a los niños:
—¿Tenéis hambre? ¿Tenéis sed?
—No —dijeron los cuatro.
Pero Mila tenía que quedarse, por favor,
en el cuarto, porque tenían miedo. Y así se
lo dijeron.
El mayor empezó a hablar de fantasmas.
—Una vez vi uno en el comedor —
dijo—. Era lila.
A Mila se le puso la carne de gallina.
El segundo habló de un ladrón.
—¡Se había escondido en la entrada! —
dijo—. ¡De seguro!
A Mila le dieron palpitaciones.
El tercero, dijo:
—¡Menos mal que no hay ninguna
tormenta!
Y la niña dijo:
—¡Tengo tanto miedo de los aviones! ¡A
lo mejor cae alguno encima de nuestra
casa!
Mila no había pensado en eso.
—¿Dejo encendida la luz? —preguntó.
—¿Por qué? —dijo la niña—. Entonces
no podremos dormirnos.
—Estaba pensando en los fantasmas y en
los ladrones —dijo Mila.
Y, sobre todo, porque ¡cuando menos se
piensa, sucede lo inesperado!
—Tiene usted la voz temblorosa. ¿Es
que tiene miedo? —preguntó el mayor.
—Sí —dijo Mila—. Menos mal que estáis
conmigo.
Y lo decía de verdad. Entonces los niños
empezaron también a sentir miedo por
haber querido dar miedo, y cuando los
padres regresaron a casa y encendieron las
luces, vieron a Mila y a los niños, los cinco,
durmiendo en el sofá.
La historia de la comida con
pimienta que dio tía Mila

La cosa es que tía Mila, por fin, tuvo


dinero, así es que invitó el domingo a toda
la gente a comer a su casa. Vino la familia
Tickel, la señora Neumann con Sonia, el
señor Sansón, luego la señora del perrito
basset, y como es natural vinieron Hubert y
Katia, y aún más, vinieron dos antiguos
compañeros de Mila.
Catorce invitados, eso no era mucho para
Mila.
Como tenía grandes ollas y grandes
sartenes y la gustaba cocinar tanto, hoy se
imaginó que era dueña de una casa de
huéspedes.
—¡Eh, tú, so animal! —gritaba—. ¡Ya
has echado bastante pimienta a la salsa! ¡Y
también a la sopa y a la carne!
La pimienta era la especia favorita de
Mila, por eso primero daba un plato de
sopa de pimienta, luego un filete con
pimienta y ensalada de páprica y patatas
fritas con pimienta.
Al señor Sansón se le caían las lágrimas
ya al tomar la sopa, y pronto todos
empezaron a estornudar y a toser, excepto
Mila. —¿Os gusta? —decía.
—¡Oh, sí, muy bueno! —decían todos y
se secaban el sudor que les corría por la
frente. Como todos querían mucho a Mila,
¿cómo iban a decirle que la comida estaba
muy fuerte?
Hasta los niños de Tickel dejaron los
platos vacíos. El que Mila les hubiera
encerrado en el water les había parecido de
primera. Sus padres nunca hacían eso.
—¡Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado! —exclamó Mila—. ¡Ya veis,
por un descuido he echado dos veces
pimienta en la comida y ni siquiera lo
notáis!
—En absoluto —dijeron todos, y se
frotaban los ojos y se reían tanto que hasta
les oían en la calle.
La historia de los relojes de pie
de tía Mila

La cosa es que tía Mila una noche se


despertó y se puso a pensar en el tío
Manfredo. Era panadero, pero le aterraba
tanto madrugar, que la mayor parte de las
veces se quedaba dormido.
Se acordó, entonces, de aquel viejo reloj
grande que su tío les había regalado a sus
padres el día de su boda. Mila se dijo.
«¡Y pensar que lo he tirado al basurero!
¡Cuando el tío venga a visitarme, de seguro
que se va a poner muy triste!»
Al día siguiente puso un anuncio en el
periódico:
«Se compran relojes grandes antiguos.»
El sábado por la mañana vino un señor,
cargado con un reloj con diecisiete
torrecitas talladas, y llamó a la puerta de
Mila, y como sudaba tanto, Mila le compró
el reloj.
Luego vino una señora en un coche
deportivo, que trajo un reloj blanco lacado
con volutas, pero sin agujas. Ante tal
señora, Mila sintió gran timidez. Y la
compró el reloj.
El domingo al mediodía, llegaron seis
niños con tres medios relojes en un carrito
de mano. Despertaron a todos los vecinos
que estaban durmiendo la siesta y se
alegraron mucho cuando Mila les dio el
dinero. Mila compró los tres relojes, pues
uno era muy parecido al antiguo del tío
Manfredo.
Después estuvo una semana entera sin
abrir la puerta cuando llamaban. Hasta que
llegó su cumpleaños.
Los amigos de Mila habían leído los
anuncios y la regalaron un reloj que parecía
un hombre muy gordo. Mila exclamó:
—¡Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado! ¿Cómo es que sabéis que
colecciono relojes?
De no haber dicho esto, los amigos se
hubieran quedado muy tristes, pues Mila ya
tenía hasta un reloj en el wáter.
Tía Mila y el domador de tigres

Un buen día llegó a la ciudad un circo.


Tía Mila nunca había visto un verdadero
circo, únicamente había visto funciones de
circo en la televisión. Por eso sacó una
entrada cara, muy delante, cerca de la pista.
Así podía ver todo de cerca: las patas de los
grandes elefantes, a las bellas señoritas que
cabalgaban sobre hermosos caballos y a los
clowns de caras asustadas. Luego apareció
el hombre de los tigres. Se tumbó de lado
como si durmiese y los tigres bostezaron.
Al hacerlo, mostraron su profunda garganta
rosa y sus afilados colmillos. Así es como
el hombre logró que abriesen sus fauces.
Pero Mila, al verlo, pensó que los tigres
se iban a comer al hombre. Apretujó el
programa, se puso de pie y arrojó la bola de
papel a los tigres. Por suerte, la puertecilla
de la jaula estaba cerrada. Mila en seguida
se dio cuenta de que había metido la pata.
Y se avergonzó.
Luego ya no quiso seguir viendo más
circo. Se acercó a las jaulas y buscó al
domador de tigres. Se disculpó ante él y le
dijo que había estado maravilloso, y que
ella había tenido mucho miedo.
—¡Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado! —dijo.
Estuvieron hablando mucho tiempo, y el
domador de tigres también encontró a Mila
maravillosa.
Una semana después el circo se fue hacia
otra gran ciudad. Mila también iba con el
domador de tigres y sus maletas iban en el
camión-vivienda.
La historia de tía Mila y los
tigres gordos

La cosa es que cuando tía Mila vivía con


el domador de tigres siempre tenía miedo
de que los tigres le comiesen. Y decía:
—¡Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado! Tengo que estar preparada para
defenderle. Quizá no le coman los tigres
cuando le huelan, porque no les guste su
olor. Pero ¿cómo es posible? si hasta
comen carne atrasada y maloliente. Pero
pudiera ser que no les gustasen los pasteles,
los plátanos o las pastillas de menta!
Mila, a escondidas, echó aceite
mentolado con pimienta en la bolsa de
comida del domador de tigres.
El domador de tigres empezó a
estornudar, aunque no se dio cuenta de que
era por el olor a pimienta, pero luego
cuando empezó la función los tigres no
quisieron bostezar, y volvían la cabeza, de
modo que tuvo que estar dando latigazos
todo el rato.
El domador de tigres sudaba de miedo y
de tantos esfuerzos como hacía, y cada vez
olía más a aceite mentolado con pimienta, y
los tigres trepaban por los rincones de la
jaula y la gente gritaba:
—¡Basta! ¡Basta! ¡Ya no más!
El domador de tigres estaba desesperado.
Se pasó toda la noche mesándose las
barbas. No podía resistir que le saliesen
mal las cosas. Mila temblaba toda triste.
Luego se fue a hablar con el hombre del
circo que daba la comida a los animales.
Tenía ocho hijos y Mila los retrató como si
fueran acróbatas del trapecio y patinadores
sobre hielo. Entonces el hombre que
repartía la comida dio a los tigres unas
porciones extra, y además Mila los
alimentó a escondidas.
Los tigres se pusieron muy gordos y
somnolientos y tenían una tripa enorme. Al
llegar la función, empezaron a bostezar
como otras veces, y ninguno volvía la
cabeza, pues se sentían muy perezosos.
Mila era feliz, pues estaba segura de que ya
no tenían hambre.
La historia de tía Mila y los
escolares

La cosa es que una clase entera de


escolares vino a ver a los animales del
circo. Mila estaba alimentando a los tigres
y seis niños la miraban. Nunca habían visto
una carpa de circo por dentro, pues no
tenían dinero para comprar entradas.
—¿Es usted la mujer del director? —
preguntaron los niños.
—No, no —dijo Mila—, aunque la
hubiese gustado ser algo especial.
Luego dijo:
—Siento no tener dinero para seis
entradas. Venid el domingo una hora antes
de la primera función, y os enseñaré, por lo
menos, la tienda por dentro.
El domingo vinieron en total unos ciento
cuarenta y siete niños. Todos decían:
—¡Nos han invitado!
«¡Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado!», pensó Mila. Y luego dijo:
«¡Psss, psss!»
Pero ciento cuarenta y siete niños no
suelen ser silenciosos al mismo tiempo.
Aproximadamente, cincuenta corrían por
el interior de la tienda gritando:
—¡Atención, atención! ¡Que va a
empezar la función!
Otros se apretujaban a través de la gente,
hacia la caja.
—¡Tenemos que entrar!
Otros trataban de colarse a través de las
lonas de la tienda. Sólo once se quedaron al
lado de Mila, y un par de chicos razonables
llamaron a los demás. Les dijeron que Mila
no tenía dinero para tantas entradas. Se
reunieron ciento treinta y ocho y se fueron
a su casa muy enfadados.
Mila entró en la tienda y buscó a los
nueve que faltaban. En aquel momento
entraban por la puertecilla de la jaula de los
tigres. Y gritaban: «¡Ah, muh!» y «¡Uha!»,
y se reían como locos. En la jaula estaba el
domador de tigres. Hacía que cada niño
saltase por un aro. Los espectadores se
reían y aplaudían mucho
La historia de tía Mila y del
sombrero rojo

La cosa es que tía Mila regresó. Siete


meses después estaba frente a la puerta de
su hermano Hubert, en un taxi cargado de
maletas, y con un sombrero rojo de
cowboy. Cuando se fue con el domador de
tigres había dejado su llave en la casa de
Hubert y de Katia.
En el acto Katia y Hubert la preguntaron
por el domador de tigres. ¿Se había casado
Mila con él? ¿Por qué no había escrito una
postal? ¿Qué tal era la casa de aquel
hombre de circo, era normal?
Mila les contó que tenía una casa
preciosa, con un gran parque y leones de
piedra a la puerta. Pero la verdad es que
nunca tenía tiempo de vivir en ella, y
tampoco tenía tiempo de escribir postales y
para casarse tampoco tenía tiempo.
Katia preguntó:
—Y ahora, ¿dónde está ese hombre?
Mila repuso:
—Una tigresa se lo ha comido. ¡Cuando
menos se piensa, sucede lo inesperado!
Luego cogió la llave y se dirigió en el
taxi a la calle Azul. Al chófer del taxi le
contó toda la verdad. Lo de la tigresa era
una invención suya. El domador de tigres
quería casarse con una bella amazona del
circo que le gustaba más que Mila, y como
despedida le había regalado el sombrero
rojo. Pero esto no les importaba nada a
Hubert y a Katia.
Tía Mila y la salchicha

La verdad es que Katia quiso darle una


alegría a su cuñada. Le dio pena lo de Mila
con el domador de tigres, pues Katia tenía
muy buen corazón, aunque no lo
demostrase y prefiriese chinchar a la gente.
El domingo invitó a Mila a un picnic.
Hubert fue a buscar a Mila a la calle Azul,
y luego se fueron a recoger a Katia. La
ensalada de patatas, la salchicha y el
pudding ya estaban en el auto.
Cuando Hubert subió las escaleras de
casa de Mila vio venir al perrito basset por
la esquina, ladrando y con mirada fiera.
Hubert dejó abierta la puerta y echó a
correr hacia la casa. Siempre tenía miedo
de los perros y se avergonzaba de eso
delante de Katia.
Más tarde, cuando se pusieron a comer
en el bosque, vieron que la salchicha no
estaba en el cesto. Katia se puso a mirar por
todas partes: en el auto, detrás del auto,
debajo del auto, y gritaba:
—¡Pues juraría que la salchicha estaba
en el cesto!
Hubert le dijo algo al oído a Mila y le
contó lo del perrito basset, y lo de la puerta
abierta del coche.
—¿Qué le digo yo ahora? —le preguntó.
Entonces Mila, tomando aliento, dijo:
—¡Ay, Katia, no te enfades conmigo!
¡Tenía tanta hambre! ¡Cuando menos se
piensa, sucede lo inesperado!
Se puso muy colorada, y también Hubert
se puso muy colorado.
Katia le preguntó:
—¿Cómo? ¿Que te has comido toda la
salchicha? ¿A escondidas?
Mila asintió, y Katia fue tan buena que
no dijo nada. Hasta se rió.
Por la noche dijo Mila a la señora
Neumann:
—¡Otra vez que deje al perrito basset
suelto, le voy a pintar un cuadro verde y se
lo voy a poner en la ventana!
La historia de tía Mila y la
tortuga

La cosa es que tía Mila recibió una


invitación de su prima Tili. Hacía diez años
que no había visto a Tili.
Tili tenía dos niños, Gabi y Jorge, y Mila
quiso llevarle algo. Les compró un teléfono
infantil y un juego de dados. Y pensó:
«¡A lo mejor les gustaría algo vivo!»
Así es que compró dos tortugas.
Pero Mila hacía diez años que tampoco
veía a los niños de Tili, y no se acordaba de
que Gabi y Jorge ahora eran dos jovencitos.
Por ello a Mila le resultó imposible darles
los juguetes y las tortugas. Escondió los
paquetes debajo de la silla.
Entonces Jorge le preguntó:
—¿Es que tienes animales en esa caja
con agujeros?
Y Mila se puso muy colorada y dijo:
—No, son huevos.
Y dejó de comer el pastel que estaba
comiendo, pues siempre que mentía, luego
no se encontraba a gusto.
Las tortugas empezaron a ponerse
nerviosas. Y raspaban con sus uñas en las
paredes de la caja. Mila se inclinó en
seguida y se rascó una pierna. Trataba de
hacer ruido al rascarse, más que las
tortugas.
—¿Qué te pasa? —preguntó Gabi.
—¿Será que tengo una pulga? —dijo
Mila—. ¡Cuando menos se piensa, sucede
lo inesperado!
Le dio una patada a la caja y las tortugas
se asustaron y se quedaron quietas.
Mila no estuvo mucho tiempo allí.
Luego Tili les contó a los familiares:
—¡Tenía pulgas! ¡No me extraña, será
de los monos del circo! Eso no ha pasado
nunca en nuestra familia.
Mila regaló las tortugas al señor Sansón,
porque siempre estaba tan solo...
Tía Mila y el vendedor de
escobas patentadas

Un día, un vendedor de escobas


patentadas fue a ver a Mila.
Era un hombre muy simpático, que
hablaba en voz baja, que tenía unos ojos
muy dulces y una barbita rubia. Él mismo
había inventado las escobas patentadas. Se
podía barrer con uno de los lados, y en el
otro había un cepillo, y en el medio colgaba
un saco con agua, que se podía quitar y
poner. En el lado del cepillo estaba una
ruedecilla y cuando se apretaba el saco de
agua, salía el agua pulverizada por el tubo
del cepillo sobre el suelo.
Nadie de la calle Azul quería tener esa
escoba patentada, y Mila tampoco quería,
pero como el hombre tenía un aspecto tan
triste y la quería hacer una demostración de
su invento, Mila le dejó que la hiciera. Y
vio cómo barría, y todo lo del cepillo, y lo
del saco de agua.
Su cocina parecía un pantano. Mila gritó:
—¡Pero, bueno, ahora hay que recoger
toda esta agua!
—Sí —dijo el hombre—. Eso dicen
todas.
Y se puso más triste que antes, allí en
medio del charco, y le temblaban las
piernas y la barbilla.
Mila se avergonzó porque dijo lo que
todas habían dicho. Le preguntó:
—¿Y cuántas le quedan?
—Diez —dijo el hombre—. Todavía no
he vendido ninguna.
Se puso muy colorado, daba pena verle.
—¡Arriba los ánimos! —exclamó
Mila—. ¡Cuando menos se piensa, sucede
lo inesperado! Yo me quedo con todas.
Y le dio las últimas monedas que tenía.
La historia de tía Mila y la casa
de limpieza

La cosa es que cuando tía Mila tuvo las


diez escobas patentadas en la casa, siempre
se caían, y Mila tropezaba con los mangos.
—¡Regala eso! —decía el señor Sansón.
Venía mucho a casa de Mila, sobre todo
cuando no tenía ganas de cocinar. Ya se
había acostumbrado a la pimienta.
—¿Quiere usted una? —le preguntaba
Mila.
Por supuesto que no quería ninguna.
Al día siguiente. Mila tuvo una idea. Se
proponía establecer una casa de limpieza
para que las escobas pudiesen ser
utilizadas. Estaba tan entusiasmada que se
lo contó a todo el mundo.
—Además puedo seguir pintando —
dijo—. Voy a contratar a chicos jóvenes, a
los que pondré vestidos azul pálido y
delantales rojos. ¿Qué le parece?
—Pero las escobas no valen nada —dijo
el señor Sansón.
—No entiendes nada del negocio —dijo
Hubert.
—Y de llevar la casa, tampoco entiendes
mucho —dijo Katia.
—Nunca se acaba de aprender —dijo
Mila—. Además ¡cuando menos se piensa,
sucede lo inesperado!
Luego puso un anuncio en el periódico:

«Se buscan jóvenes para un negocio de


limpieza con escobas patentadas.»

El bueno del señor Sansón quiso ser el


primer cliente, y la señora del perrito basset
dijo:
—Que vengan a mi casa tres veces a la
semana a limpiar.
Y la señora Tickel exclamó:
—¡Ah, si yo tuviese un poco de ayuda!
De los buenos amigos, Mila no quiso
aceptar dinero, y como no acudía ninguna
chica joven al anuncio, ella sola limpiaba
cada día en casa de los vecinos. No ganaba
nada por hacer esto, y además apenas si
tenía tiempo para pintar.
La penúltima historia de tía
Mila y las escobas patentadas

La cosa es que tía Mila ya estaba harta


de tanto limpiar y de tanto ser buena. Así
que una mañana muy temprano se asomó a
la ventana y dijo:
—¡La casa de limpieza Mila ha cerrado,
por liquidación del negocio!
Luego cargó las diez escobas patentadas
sobre una carreta, las llevó hasta el puente
del Rin, y una a una fue tirándolas al río.
—¡Hale, a Holanda! —gritaba.
O:
—¡Que te diviertas mucho en el mar del
Norte!
O:
—¡Adiós, recuerdos al océano!
Por último, a la décima escoba, la dijo:
—¡Anda, que ya me he librado de
vosotras!
Se apoyó en el pretil del puente y vio
cómo el agua arrastraba a las diez escobas
patentadas. Ni una sola se hundió, los sacos
vacíos las mantenían a flote, como chalecos
salvavidas, y así iban flotando lentamente
sobre las ondas.
De repente a la pobre Mila le asaltó esta
espantosa idea:
«¡Las escobas podían causar un
naufragio! ¡Cuando menos se piensa,
sucede lo inesperado!», se dijo muy bajito,
y empezó a imaginarse lo que iba a
suceder, el chirriar y el crujir del barco al
hundirse, y cómo ella misma estaría
inculpada ante el juez. Y se puso a gritar:
—¡Desapareced! ¡Hundíos! ¡Hale, hale,
ahogaros de una vez!
Justo en aquel instante, pasó una barcaza
de carga bajo el puente. Entonces el
capitán, pensó que Mila estaba tan excitada
porque se le habían caído las escobas al
agua, y como era un hombre muy amable
fue y pescó las diez escobas y las llevó
donde estaba Mila.
La última historia de tía Mila y
las escobas patentadas

Así es que cuando el capitán le llevó las


escobas pescadas, Mila quiso regalarle una,
pero él no quiso aceptarla. ¡La había
ayudado con mucho gusto! Mila le dio las
gracias. Y escondió las escobas debajo del
puente.
Cuando llegó a casa, le esperaba el señor
Sansón en la escalera. ¿Cómo es que Mila
venía hoy tan tarde a hacer la limpieza?
Ella le enseñó el anuncio de la ventana y
le contó lo de las escobas. Y le dijo:
—¡Sin escobas patentadas, ya no hay
casa de limpieza!
El señor Sansón le preguntó si había
pensado en la posibilidad de una
inundación.
—¡Naturalmente! —contestó Mila, pero
lo dijo porque le molestaba el señor
Sansón, aunque por la noche empezó a
imaginar cómo la inundación sobrepasaba
el puente, con las escobas flotando, y todo
lo que podía pasar.
Por la mañana apoyó las escobas sobre la
pared y se fue corriendo con la carretilla.
Un hombre la dijo:
—¡Eh, no deje aquí las escobas. Podrían
quitárselas!
Mila se volvió:
—¡Esperad! —les dijo a las escobas—.
¡Ya veréis cómo me deshago de vosotras!
¡Cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado!
Escondió las escobas en un gran
almacén. En el departamento de enseres
domésticos colocó las diez escobas entre
otras escobas y cepillos. Luego le preguntó
a una vendedora:
—¿Qué es esto? —señalando a sus
propias escobas patentadas.
—¡Es una cosa nueva! —dijo la
vendedora.
—¡Ja, ja! —dijo Mila riéndose, y se fue.
Tía Mila y las moscas

Lo cierto es que aquel verano tía Mila no


sabía cómo librarse de tantas moscas como
había. Así que le preguntó al señor Sansón.
Él la dijo:
—Yo cazo las moscas con la mano, me
divierte mucho.
—Pero eso es asqueroso —repuso tía
Mila.
El señor Sansón se echó a reír.
La señora Neumann mataba las moscas
con una palmeta y los niños la ayudaban.
—¡Oh, les gusta mucho! —decía el
señor Tickel.
—¡Me parece horrible! —dijo Mila.
La señora de Tickel, que usaba un
líquido matamoscas, decía:
—En seguida caen patas arriba.
A los tres días Mila no podía resistir a la
señora de Tickel. La señora del perrito
basset colgaba tiras de cazamoscas en cada
habitación.
—Si su perrito se quedase pegado a estas
tiras, ¿qué le parecería? —preguntó Mila—
¡También las moscas son animales!
La señora del perrito basset se quedó
muy molesta.
A Mila se le ocurrió un método para
cazar moscas: puso un plato con miel, y
cuando por lo menos había tres moscas,
rápidamente, con la velocidad de un rayo,
colocaba la campana de cristal sobre el
plato. Luego lo llevaba a la ventana y
soltaba las moscas. Pero muchas se
manchaban las alas con miel y quedaban
dañadas.
Mila cogió el aspirador.
—Lo siento —les dijo a las moscas—.
Pero ¡cuando menos se piensa, sucede lo
inesperado!
Echó a correr con el aspirador detrás de
las moscas, y luego sacudía la bolsa del
aspirador en el patio. Las moscas se
volvían a componer y volando entraban por
lla ventana más próxima que estaba abierta,
otra vez en la casa.
El señor Sansón se enfadó mucho.
—¿Pero qué quiere usted que hagan?
¡Son moscas de interior!
La historia de tía Mila y la gata
gris

La cosa es que tía Mila estaba siempre


enfadada con la gata gris. En general no la
gustaban mucho los gatos, sobre todo
porque Mila quería más a los hombres que
a los gatos.
Una vez los Tickel tenían una gata que
era gris clara y muy elegante.
Sonia decía:
—¡Nos ha costado muchísimo dinero!
Había también un árbol delante de la
ventana de la cocina de Mila, con cinco
gorrioncitos pequeñines y casi sin plumas.
Una noche los gorrioncitos empezaron a
chillar. Mila levantó la ventana, y justo en
aquel momento saltaba la gata gris sobre el
árbol. Por la mañana los cinco gorrioncitos
estaban muertos en el patio. Los niños de
Tickel los enterraron.
De nuevo volvieron a piar tres
gorrioncitos en el nido, y la gata volvió a
ponerse debajo del árbol y a mirar para
arriba. Mila le tiró un cubo de agua. La gata
estornudó y todos los vecinos dijeron
enfadados:
—¡Tonterías de animales!
Sólo los niños de Tickel le dieron la
razón a Mila.
Luego ella ató cuarenta campanillas a las
ramas bajas del árbol. Así los pájaros oirían
a la gata. Pero como durante la noche hizo
viento, y el árbol sonaba, los vecinos se
despertaron. Mila tuvo que quitar las
campanillas.
Todo esto se lo contó al heladero que
estaba a la puerta del parque.
Él la dijo:
—Hoy por la tarde le llevaré mi gato.
El gato tenía una piel de color
blanquecina y rojiza. En cuanto lo vio, la
gata dejó de mirar al nido de los pájaros.
Se fue con el gato a pasear por una
pared, y en el parque se celebró la boda.
Ocho semanas después, la gata tuvo cinco
gatitos, que tenían la piel con manchas
blancas, rojizas y grises. Los Neumann se
quedaron asombrados:
—¡Ja, ja! —dijo Mila—. ¡Cuando menos
se piensa, sucede lo inesperado!
Mila y el tío Manfredo

La cosa es que llegó el tío Manfredo,


aquel tío panadero para el que Mila había
comprado tantos relojes. Era muy viejo,
pero siempre estaba cociendo pan, siempre
solo, pues no tenía mujer ni hijos, y los
aprendices y los oficiales nunca se
quedaban con él, porque les regañaba
mucho.
El tío encontró espantosa la casa de
Mila, sólo le gustó el reloj con las
torrecitas.
—Ése se lo regalé yo a tu padre —dijo.
—No —repuso Mila.
—¡Sí! —gritó el tío.
—Aquél era más bonito —dijo Mila.
—¡No, sí, no, sí, no, sí! —gruñó el tío.
Luego se rió de los cuadros de Mila.
—¡Pero si no son peces de verdad! —
exclamó.
—No —dijo Mila.
—Nunca los he visto semejantes —dijo
él.
—Ni yo tampoco —contestó Mila.
Él se puso a gritar:
—¡Cierra la boca! ¡Tengo razón!
—Naturalmente —dijo Mila—. Y eso le
puso más furioso.
Cuando empezaron a comer, la sopa, al
principio, estaba ardiendo, y luego muy
fría.
—¡Agua de fregar! —dijo el tío.
Las verduras le parecieron que estaban
cortadas muy menudas.
—¡Parece comida de pollos! —dijo.
La salsa le pareció muy espesa.
—¡Parece engrudo! —dijo.
Entonces Mila le volcó la sopera en la
cabeza, diciendo:
—¡Toma, ensalada de cabeza!
El tío se quedó mudo, paralizado.
Las hojas de verdura le caían por las
orejas, la salsa se escurría por la nariz.
— ¡Perdona! —susurró Mila—. ¡Cuando
menos se piensa, sucede lo inesperado!
Y de pronto el tío se echó a reír, tanto
que le temblaba la barriga.
—¡Mila! —exclamó—. ¡Eres un
monstruo estupendo. ¡Te regalo la
panadería!
—¡No! —gritó Mila.
—¡Sí! —gruñó el tío.
La historia de tía Mila y la
varicela

La cosa es que los niños Tickel tuvieron


varicela. Se curaron pronto pero se habían
quedado un poco pálidos, y por eso Mila se
los llevó de la ciudad. Fueron de paseo, y
luego visitaron al tío Manfredo.
Su panadería se encontraba ya casi en el
campo. El tío Manfredo estaba sentado en
la tienda y esperaba a los clientes. Muchos
ya ni venían porque se enfadaba mucho. Y
he aquí que llegó Mila con los cuatro niños.
—¡ Cuando menos se piensa sucede lo
inesperado! —exclamó—. ¡Somos
nosotros! ¿No te alegras, tío Manfredo?
Él repuso:
—Aquí no podéis comer pasteles. Yo
sólo hago pan. El grande cuesta quince
pesetas y el pequeño dos pesetas.
Mila le dio el dinero y compró un gran
pan y se lo guardó en la bolsa. También
había traído mantequilla, miel y una botella
de leche, incluso traía un cuchillo. Sobre el
mostrador fue untando grandes rebanadas
de pan. El tío les miraba y tragaba saliva.
—La rebanada, una cincuenta —dijo
Mila.
—¡Una peseta! —dijo el tío.
—Una cincuenta —dijo Mila— y la
leche gratis.
El tío pagó una cincuenta.
Luego se fue poniendo cada vez más
amable, hasta que Mila le contó lo de la
varicela.
—¿Es contagiosa? —preguntó el tío.
Y todos los niños Tickel respondieron a
la vez:
—¡Muy contagiosa!
El tío dejó de comer el pan. Y dijo en
voz muy baja:
—Devuélveme mi peseta. Sólo he
comido cincuenta céntimos.
—Pero ¿qué te pasa? —exclamó Mila.
—¡Que tengo varicela! —dijo el tío—.
Y voy a meterme ahora mismo en la cama.
Y parecía estar muy enfermo.
—¡Yo me quedo contigo! —exclamó
Mila, y los niños se volvieron solos a su
casa.
La primera historia de la casa
de comidas de tía Mila

La cosa es que el tío Manfredo no dejaba


irse a Mila. Pasada media hora, se puso a
gritar:
—¡Ahora empieza la varicela! ¡Oh,
ahora sí que pica!
Pero no tenía ni la más mínima marca de
varicela, lo que pasaba era que quería
ponerse malo para que Mila se quedase.
Tampoco quería cocer más pan, se sentía
viejo y cansado. Ya no le quedaba ni un
solo céntimo en la caja. Mila cocinaba
todos los días sopa hecha de panecillos
viejos, que sabía dulce y a veces tenía sabor
a quemado.
—¡Ya no soporto más esta comida! —
dijo el tío después de tres días.
—Pues cierra los ojos —dijo Mila.
Al tercer día el tío gritó:
—¡Prefiero morirme de hambre!
El señor Sansón cuando pasaba por allí,
solía preguntarla siempre:
—¿Cuándo vuelve usted, Mila? ¿No
quiere usted pintar más peces? Nadie guisa
ya para mí.
Mila le daba sopa de harina espolvoreada
de pimienta.
—¡Mila, quédate en casa! —decía el
tío—. Y usted, márchese. Ésta no es una
casa de huéspedes.
El señor Sansón se fue espantado.
—¡Cuando menos se piensa sucede lo
inesperado! —murmuró Mila.
—¿Por qué no te enfadas? —preguntó el
tío.
Mila se sonrió.
Al día siguiente, puso en la ventana un
anuncio que decía:
CASA DE COMIDAS DE LA
PANADERÍA
Sopa de primera. Plato 50 céntimos

—¡Fuera! —gritó el tío.


—Bien —dijo Mila—. Entonces nos
comeremos los sacos de harina.
Entonces, él se calló.
Por la tarde Mila, ya había ganado diez
duros.
El tío dijo:
—¡Lo de la casa de comidas ha sido mi
mejor idea!
La segunda historia de la casa
de comidas de tía Mila

Así es que cuando la «Casa de comidas


de la panadería» llevaba funcionando una
semana. Mila escribió un nuevo anuncio:

Desde hoy diariamente asado con


albóndigas y verduras, sólo a cinco duros.
Sopa, cincuenta céntimos.

Compró un buen trozo de carne, lo


rellenó de muchas especias y lo asó, y
luego cocinó unas patatitas doradas y unas
verduritas tiernas.
Por la noche se sentaron a la mesa larga
de la panadería muchos clientes. Algunos
querían tomar la sopa barata de Mila, otros
encargaron el asado. Pero todos tuvieron
que esperar bastante rato.
Pues Mila estaba en la cocina delante del
asado, pensando, sin saber qué hacer. Fue a
la puerta, miró a los clientes y volvió a
contemplar fijamente la carne.
Había trozos muy tostaditos y otros muy
jugosos en el centro, y había partes rellenas
con vetas de tocino y trozos sin tocino,
tiernos y rosados como el jamón.
Mila partió dos rodajas. Una se la dio al
tío, y se puso a comer la otra con toda
tranquilidad. Y luego dijo:
—El resto lo dejaremos para otro día.
—¡Estás loca! —exclamó el tío.
—Puede ser —dijo Mila.
Se dirigió a los clientes y les dijo:
—Queridos amigos, cuando menos se
piensa, sucede lo inesperado. Aquí hay
sopa y pan para todos, por lo demás no hay
ser humano que sea capaz de partir bien un
asado.
Algunos se enfadaron y se fueron.
Querían comer asado. La mayoría se echó a
reír y comió la sopa barata.
—¡Nos vamos a empobrecer por tu
culpa! —dijo el tío a Mila.
Pero desde aquel día aumentaron los
clientes.
Tía Mila y el cliente delgado

Y así pasó un año. La gente llamaba a la


casa de comidas sólo «Casa Mila». El tío
ya hacía de todo muy bien. Ayudaba en la
cocina y las cosas iban bastante mejor.
Mila hacía sólo sopas, y cada día inventaba
una nueva. Por ejemplo, para los niños de
los Neumann hizo la sopa llamada «Sopa
tormenta oceánica con viento huracanado
destroza mástiles». Para los niños pequeños
preparaba «Sopa de chocolate con crema de
orejas de liebre»; para los clientes tristes,
Mila cocinaba la «Sopa de verdes bosques
primaverales con huevos de gaviota
risueña», y para la gente cansada tenía una
«Sopa de huevos de jamón de oso». A los
atrevidos y a los frescos les daba la «Sopa
de suaves ojos de nata», y los gordos
comían la «Sopita superdelgadita y
supercoladita».
Un día Mila vio entrar a un hombre muy
delgado. Le dio la sopa llamada «Caldo
mañanero con albóndigas de manteca». El
hombre se volvió y Mila vio su semblante.
Y, de pronto, echó un puñado de pimienta
en la sopa.
—¡Qué mujer más loca! —gritó el tío—.
Es demasiado fuerte.
—No para él —dijo Mila—. Tiene que
llorar.
Luego vio cómo el hombre tragaba la
sopa. No lloraba, pero sudaba de una
manera tremenda. Cuando tomó la última
cucharada, Mila se acercó a él.
—¿Te has...? —le preguntó.
—No —dijo él—, no me he casado con
la amazona del circo. ¿Te vienes?
—No —dijo Mila—. No me vuelvo
contigo. Pero ¿quieres tú...?
—¡Bueno, sí, con mucho gusto! —dijo el
hombre, y los dos se echaron a reír.
—¡Cuando menos se piensa sucede lo
inesperado! ¡Otro loco! —gritó el tío.
El hombre se pasó todo el invierno en la
casa de comidas, y ayudó mucho. Quizá se
quedase más tiempo. Era el domador de
tigres.

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