Está en la página 1de 7

Serra, Silvia (2010) Publicado en:

Educar: saberes alterados


Frigerio, G., Diker, G. (comps.)
Serie Seminarios del cem. Del Estante editorial.

¿Cuánto es “una pizca de sal”?


Acerca del juego de la transmisión y las reglas de la pedagogía

María Silvia Serra

Preguntarnos acerca de la alteración de los saberes sobre la educación


ofrece, como se señala en la invitación a este escrito, muchos caminos.
Algunos de ellos nos remiten al vínculo entre el saber y su contexto, otros a la
génesis o producción de este saber, otros a sus posibles (o imposibles)
efectos, otros a su naturaleza misma.
El camino elegido que aquí se presenta, con la forma de un ejercicio de
pensamiento, es el de reflexionar sobre el estatuto y la naturaleza de los
saberes acerca de la transmisión que ordenaron históricamente la educación
masiva (los saberes sobre la infancia, la enseñanza, el aprendizaje, la
escuela), saberes que para muchos de nosotros, en nuestro habitual accionar,
constituyen buena parte del campo de la pedagogía. Quienes trabajamos
cotidianamente con estos saberes como herramientas experimentamos la
creciente sensación de su agotamiento; por momentos sentimos que no dan
las respuestas que otrora dieron; que existe una especie de anacronismo entre
el tiempo/espacio que los configuró y el presente, entre “la realidad” que
nombran y su intención de regularla u ordenarla.
Ahora bien, ¿es este carácter anacrónico lo que altera a la pedagogía? En
otras palabras, ¿acaso su agotamiento se deriva de su desajuste con unas
condiciones epocales? Si la respuesta fuera afirmativa, que bien puede serlo,
las causas de la alteración del saber pedagógico quedarían por fuera del
mismo saber o, en todo caso, en el vínculo entre el saber y aquello que
pretende conocer. La alteración, como inquietud, desasosiego o ajenidad de un
saber respecto de aquello que nombra no sería parte de ese saber en sí (de su
naturaleza), sino efecto de unas condiciones que lo trascienden.
En el presente escrito me propongo suspender por un rato esta hipótesis para
indagar en el camino diametralmente opuesto: en la alteración que el saber
introduce en la realidad que nombra. Para ello, seguiré buena parte de las
reflexiones que el filósofo español José Luis Pardo propone en su estimulante
texto La regla del juego.
Pardo propone pensar a la filosofía desde la alegoría wittgensteiniana del
explorador que se dedica a hacer visibles las reglas del juego que unos
“nativos” juegan sin reglas explícitas. Esta imagen del explorador y los nativos
tiene reminiscencias antropológicas: bien podemos pensar al saber del
antropólogo como aquél que da cuenta de estructuras, configuraciones,
regularidades, costumbres de un grupo humano singular. La idea de regla
también trae consigo la operación que despliega el pensamiento científico para
conocer: la búsqueda de leyes que explican el funcionamiento de un fenómeno

1
o conducta, individual o social. Sin embargo, y esto hace todavía más
interesante la línea de reflexión, Pardo introduce esta imagen para pensar la
filosofía clásica, desde Sócrates y Platón, por lo cual la idea de “regla” no debe
leerse sólo en clave moderna.
Cabe aquí un primer señalamiento acerca de las vinculaciones de la filosofía
con la pedagogía. Sabemos que el conjunto de saberes sobre la transmisión
que incluimos bajo el nombre de Pedagogía ha tenido la doble misión de
describir un campo pero también de ordenarlo, de instituir unas formas de la
transmisión que dejaron de lado otras: doble misión donde en ocasiones no
han estado claras las fronteras entre el describir y el prescribir. En este sentido,
los saberes de la pedagogía no son sólo reglas sobre un juego que ya está
siendo jugado sino también lo son sobre el deber ser del juego. Esa “zona gris”
entre el describir y el ordenar está también presente en el texto de Pardo.
Por otro lado, el filósofo ordena toda su reflexión acerca del explorador y los
nativos, de las reglas explícitas y el juego implícito, alrededor de la aporía del
aprender, y de las posibilidades (o imposibilidades) de pasar del no saber al
saber. He aquí un segundo punto de contacto que nos abre la puerta para
pensar juntas a la filosofía y a la pedagogía.
Me gustaría entonces presentar algunas reflexiones sobre el juego y las reglas
de la pedagogía, sobre sus marchas y contramarchas, sobre la cuestión de si
se altera el juego cuando se explicitan las reglas o si las reglas de por sí son
anacrónicas en relación al juego que nombran.

El juego de la transmisión…

Una reflexión común a la pedagogía y a la filosofía es que no nacemos con los


saberes que necesitamos para sobrevivir, sino que alguien debe
proveérnoslos. Así como nacemos sin saber caminar, hablar, bailar, cocinar o
leer, también nacemos sin saber educar. Todos alguna vez habrán escuchado,
o pronunciado, aquella frase que dice que uno se estrena como padre o madre
cuando tiene un hijo, o que aprendemos con los hijos a ser padres. Nacemos
sin saber enseñar tampoco, a todo esto lo debemos aprender.
El hombre, para sobrevivir como especie, no tiene más alternativa que
aprender, que incorporar saberes que no tiene, que no vienen dados como en
otras especies. Con la particularidad que estos saberes, una vez aprendidos,
no se incorporan genéticamente a la especie sino que una y otra vez,
generación tras generación, tenemos que aprender a hablar, a escribir, a bailar,
a cocinar y que, generación tras generación, ni las palabras, ni las danzas ni
las estrategias de supervivencia serán las mismas.
La transmisión, como el espacio de encuentro dedicado al pasaje de esos
saberes necesarios pero a la vez insuficientes, es parte del juego que los seres
humanos han jugado ancestralmente para criar y cuidar a los recién llegados a
la especie y perdurar en ellos.
Ahora bien, además de la transmisión de unos saberes, tenemos también unos
saberes sobre la transmisión: existieron y existen saberes ligados a la crianza,
al exitoso pasaje de las letras, a la enseñanza de técnicas, saberes sobre el
vivir con otros. El saber del nativo pescador, que enseña a su hijo a lanzar un
palo filoso para ensartar un pez, o el saber de las mujeres, que en su cotilleo
se pasan consejos sobre la crianza de los niños pequeños, tienen su lógica
interna, sus pasos a seguir. En esos saberes nos encontramos con reglas, con

2
instrucciones que, generación tras generación, hicieron perdurar unas prácticas
y a la vez recrearlas.
¿No son acaso los saberes de la pedagogía las instrucciones a seguir para
hacer que otro aprenda algo? ¿No parten acaso estos saberes de la
observación, de atender y objetivar un juego que viene siendo jugado?
Veamos, por caso, la forma que tienen los axiomas de Juan Amos Comenio en
su Didáctica Analítica:

“XCIII. En todo lo que se enseña se tiene que poner cuidado de que sea
comprendido, primero como totalidad, luego, ordenado y diferenciado en
sus partes.
(…) Así, pues, nuestro espíritu tampoco puede aprender varias cosas al
mismo tiempo. Quien al mismo tiempo hace varias cosas, no lo hace
correctamente, Entonces:
XCIV. Siempre sólo una a un tiempo.
XCV. Siempre primero el todo, luego las partes y, finalmente, las partes
más pequeñas, unas después de otras.
XCVI. En cada una se tiene que permanecer tanto tiempo como sea
necesario.” (2003, 65)

Antes de empezar a anunciarlas, el mismo Comenio las llama reglas, y


describe la operación de dónde emergen:

“… vamos a observar ahora los métodos de una teoría del enseñar,


mientras probamos, en su totalidad y en sus partes, todo lo que ocurre
durante la actividad de enseñar y de aprender y en el saber, para
comprender también –después de que hayamos entendido lo que esas
cosas son según su naturaleza, de qué consisten y cómo se originan-
cómo lo queremos, podemos y tenemos que manejar. Por medio de una
correcta investigación de los conceptos generales obtenemos reglas
generales para el enseñar racional que tienen que ser consideradas en
todas partes y que valgan siempre y en todo tiempo; por medio de la
investigación de conceptos especiales resultan, a su vez, reglas
especiales que se den seguir en ciertas ocasiones.” (15)

Así como Comenio plantea que la regla es producto de una investigación, por
lo que no “inventa” estas instrucciones (en la Didáctica Magna argumentará
que son efecto de la observación de cómo Dios ha trabajado sobre la
naturaleza) siglos más tarde, Emile Durkheim realiza una operación similar
cuando, para ofrecer una definición de educación, comienza diciendo “de la
observación de los hechos se desprende que ….” O “de estos hechos
resulta…”, y luego establece los preceptos o axiomas que conocemos
(Durkheim, 1996).

Los ejemplos abundan. Desde los grandes tratados de Pedagogía a las


instrucciones más banales de puericultura o los métodos para enseñar a leer y
escribir, la idea de ofrecer un recorrido a seguir para aprender algo, unas
instrucciones, constituyen la forma misma del saber pedagógico. Si bien en
este sentido la imagen del explorador que produce estos saberes puede
aplicarse a la pedagogía moderna, cabe señalar que la idea de regla la excede.

3
En todo caso, la pedagogía moderna ha tomado la forma de la regla y la
instrucción y la ha explotado al máximo en una época, pero no podemos
reducir a ella la idea de saber/regla.

… y las reglas de la pedagogía

Para muchos, la idea de un saber como instrucción constituye un problema:


desde un gesto autoritario o una voluntad de poder sobre otro, a un saber que
no se pone en discusión, pasando por una imposición que desconoce al otro (lo
que piensa, lo que puede, lo que trae).
Personalmente no creo que ese sea el problema de lidiar con saberes que son
reglas o instrucciones. Pero sí creo que los saberes/regla nos presentan
algunos otros problemas.
El primero, es el que Wittgesntein señala directamente: la explicitación de un
juego con reglas implícitas modifica sustancialmente el juego. “Cuando el
explorador cree estar “diciendo la verdad” sobre el juego de los nativos- o sea,
simplemente registrándolo, reflejándolo-, en verdad lo está trastornando, lo
está transformando en otro juego” (Pardo, 2004: 49).
Hemos llamado a esta dificultad, anacronismo: si el juego deja de ser lo que es
al explicitarse su regla, la regla pasa a ser de un juego que ya no se juega tal
como la regla lo explicita. En este sentido, cobra vigencia aquéllo de que “sólo
podemos dar cuenta de lo que entra en su ocaso”, por lo que los saberes que
tenemos sobre las formas modernas de la transmisión sólo nos sirven para
nombrar un juego, el de la escuela, que ya no se juega, al menos de la forma
en que los saberes la nombran. El problema sería entonces que los saberes de
la pedagogía perderían “utilidad”: no servirían para decirle a la gente cómo
tienen que educar sino cómo es que ha sido la educación.
El saber de la pedagogía podría pensarse entonces como un saber que altera
–que transforma a los objetos de los que habla- pero a la vez como un saber
parcial o incompleto, en el sentido de unas instrucciones insuficientes y hasta
obsoletas en relación a sus efectos. Lo que es no más que decir que no somos
dueños de lo que el saber que tenemos produce, no somos dueños de sus
efectos.
El juego de la transmisión nunca acaba, nunca se completan todas sus reglas,
siempre está reinventándose, como lo están todas las respuestas que da la
especie humana, cambiantes y precarias como el tiempo. Por lo cual los
saberes sobre ella estarían alterados en su imposibilidad de asumirse como
precarios, arbitrarios e insuficientes, como esas alteraciones del yo que sufre
quien se cree todopoderoso. La alteración no sería una desestabilización sino
por el contrario, la inconciencia de su imposibilidad de estabilizarse.

Pero ésta no es la única dificultad que tiene la pedagogía como saber/regla. La


otra dificultad a la que quiero referirme tiene que ver con la posibilidad que
tienen unas reglas o un conjunto de instrucciones de hacer que alguien
aprenda algo.
Tomemos, por ejemplo, los saberes ligados a la formación docente. Allí se
despliegan una serie de reglas ligadas a lo que es un niño y cómo aprende, a
lo que debemos enseñar y con qué métodos, y a los principios y fines de la
educación que sostienen a esas reglas y no otras, a los pasos a seguir para
conseguir que otros aprendan. Los que trabajamos en el ámbito de la

4
formación docente trasmitimos un conjunto de saberes sobre el enseñar que
supuestamente harán que quienes los aprendan se conviertan en docentes o
enseñantes. Pero, como sabemos los que nos dedicamos a esto, la cosa no es
tan simple. Un conjunto de instrucciones a seguir no hacen a un buen docente,
o, para decirlo de otro modo, la enseñanza no se reduce a un conjunto de
instrucciones bien cumplidas. No es que las instrucciones no sirvan, es que no
alcanzan, no son suficientes. El que enseña pone algo que excede a las reglas
del buen enseñar: voluntad según algunos, pasión según otros, obstinación,
deseo, etc.: todos términos irreductibles a una regla o una instrucción.
Con la enseñanza sucede algo semejante a lo que sucede con la cocina: por
más que existan innumerables libros de instrucciones, hay una medida, una
“mano” (recuerdo la expresión que mi madre usaba para referirse a una vecina:
“tiene buena mano para la cocina”) que no se aprende con sólo seguir las
instrucciones. O lo que sucede con el baile: el conocer los pasos y los
movimientos no nos hace buenos bailarines, por lo que a bailar no se aprende
por correspondencia.
Entonces, ¿cómo se aprende a cocinar, a bailar, o a enseñar? ¿Cuál es la
utilidad de las reglas o las instrucciones? El filósofo José Luis Pardo lo
responde así:

“Se aprende, pues, a amar, como se aprende a cantar o a bailar, como


se aprenden a jugar todos los juegos cuyas reglas son implícitas, es
decir, practicándolos hasta sabérselos de memoria. Y como no se parte
de una lista de instrucciones escritas y explícitas, el aprendiz tiene que
adivinar las reglas en la práctica del Otro.” (2004: 41, cursivas en el
original)

¿Se aprende a enseñar como se aprende a amar, o a bailar o a cocinar? ¿Es


posible saltearnos las instrucciones o reglas explícitas? El filósofo ofrece más
todavía:

“Todo lo que se aprende de memoria se aprende, en efecto, por


contagio (se aprende a cocinar con un buen cocinero, o a pintar con un
buen pintor, etc.) mirándose en el Otro (el cocinero, el pintor) como en
un espejo. El buen cocinero enseña a cocinar (muestra cómo se cocina),
no da un manual de instrucciones, contagia el arte. El buen amante …
enseña a amar (muestra cómo se ama), no da un manual de
instrucciones, contagia el amar, exhibe su amor como un demente (en
lugar de ocultarlo como un cazador astuto), es decir, enamora. Cuando
se produce el contagio, entonces uno ya sabe amar o cocinar (de
memoria), ya sabe cuánta sal es “una pizca”, ya sabe lo que significa en
la práctica “una cucharada de azúcar” o “remover cuidadosamente”
(cosas que no puede explicar un manual de instrucciones, que tiene que
limitarse a decir explícitamente: añádase 5 cl de agua o 175 gr. de
jamón, esperar 15 minutos, etc.), lo sabe implícitamente, de memoria, by
heart, sin saber lo que sabe y sin saber que ya sabe cocinar, como el
amado ama de verdad cuando se le contagia el amor del amante, sin
saber que ama, y sin saber qué es lo que ama: no sabe qué le pasa, ni
expresarlo puede, escribe Platón; está loco de contento porque los
platos que cocina, de pronto, le salen bien (como si de repente se

5
hubiera acordado de algo que nunca supo)” (2004: 29).

Es claro que el problema no es la existencia de unas instrucciones, sino el


vínculo entre ellas y lo que son capaces de producir. La metáfora del
explorador y de los nativos, o de las reglas y el juego, tiene el problema de
hacer suceder en el tiempo (primero el juego y luego la explicitación de sus
reglas, y la consiguiente pérdida del juego implícito) linealmente, unos
procesos que nos son tan fácilmente discernibles.
Pero sí sirve para hacer visible que no es lo mismo jugar que seguir las reglas,
aunque para jugar haya que seguirlas. Y que lo que el saber/regla de la
pedagogía parece recordar continuamente es que no hay juego sin reglas, pero
parece haber “olvidado” que no hay reglas sin juego.

¿Cuánto es una pizca de sal?

Me percaté una vez que una amiga, muy buena cocinera ella, cuando se iba a
dormir prendía la tele un rato y ponía un conocido canal que ofrece recetas de
cocina. Extrañada, le pregunté por qué lo hacía, ya que no tomaba notas de los
ingredientes ni de las cantidades, sólo miraba hasta que se le caían los ojos.
Me contestó que ella miraba no porque esperara enterarse cómo se hacía este
plato o este otro, sino porque le gustaba cocinar, y creía que ver a otros
hacerlo le reportaría ideas y alternativas diferentes, nuevas ocurrencias cuando
estuviera cocinando lo que fuere. Como una influencia indirecta y diferida, ver a
otros cocinar abría su repertorio de respuestas frente a su propia cocina.
Leyendo a Pardo caí en la cuenta de la sabiduría de mi amiga cocinera. Ella,
mirando y escuchando, se exponía a ser contagiada, permeada, influenciada
por esos eximios gourmets más allá del platillo que cocinaran, de las exactas
cantidades. Ella aprendía así, y experimentando en su cocina, cuál es la
medida justa de una pizca de sal.
¿Cómo se enseña a enseñar? ¿Cuál es la medida justa de teoría, de práctica,
de acción, de reflexión? ¿Cuánto decir y cuánto callar, cuánto escuchar y
cuánto intervenir? ¿Cuáles son las instrucciones que hacen a un buen
enseñante que vale la pena pasar y cuáles las que su alteración ha hecho
caducar? A bailar se aprende bailando, dice Pardo, con un buen bailarín. ¿Se
aprende a enseñar enseñando?

Por contagio, por imitación, de memoria, experimentando con Otro, los


procedimientos que Pardo presenta en su reflexión, suenan como reglas poco
frecuentes en el territorio de los saberes pedagógicos. Sin embargo, tienen la
capacidad de mostrar los límites del saber/regla que cree que, bien aplicado,
muestra resultados automáticos, que se puede reducir a procedimientos
racionales y objetivados que funcionan como esas recetas que garantizan “que
salen siempre bien”.
Quienes hemos tenido la suerte de contar con algún maestro, o con
compañeros de ruta y de pensamiento, aún cuando recibamos de ellos
instrucciones o reglas del buen enseñar, sabemos que no todas las reglas son
iguales, y que así como hay cocineros y cocineros, hay enseñantes que con
sus instrucciones nos legan su arte. Hay libros que nos contagian el deseo de
pensar, e invitaciones a pensar que nos estimulan a animarnos por caminos
insospechados.

6
Bibliografía citada:

Pardo, José Luis (2004): La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender
filosofía. Galaxia Gutenberg/Circulo de Lectores, Barcelona.

Comenio, Juan Amos (2003): Didáctica Analítica en Revista Educación y


Pedagogía (separata), Segunda Época Vol. XV.

Durkheim, Emile (1996): Educación y Sociología. Ediciones Coyoacán, México.

También podría gustarte