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XY

A l ia n z a E d it o r ia l
Elisabeth Badinter

XY
La identidad masculina

Versión española de Monserrat Casals

Alianza Editorial
Título original: XY, DeL'Identité Masculine

Primera impresión: 1993 (febrero)


Primera reimpresión: 1993 (abrii)

© Éditions Odile Jacob, septembre 1992


15, Rae Soufflot, 75005 París
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1993
Calle Telémaco, 43,28027 Madrid; teléf. 741 66 00
ISBN: 84-206-9659-5
Depósito legal: M. 11.566-1993
Impreso en LaveL Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Printed in Spain
INDICE

Agradecimientos .................................................................................. 11
Prólogo. E l e n i g m a m a s c u l i n o . El G r a n X ........................ 15
¿Qué es un hombre? ........................................................................... 17
Cuando el hombre era el Hombre ................................................... 21
Las anteriores crisis de la masculinidad ........................................... 26
La crisis de la masculinidad en los siglos xvn y xvm en
Francia y en Inglaterra ............................................... 26
La crisis de la masculinidad a finales del siglo xix y
principios del xx .......................................................... 29
La polémica actual: ¿hombre sobredeterminado o indeterminado? . . 38
Los diferencialístas o el eterno masculino ................... 38
Los constructivistas o el estallido de la masculi­
nidad .................................................................................. 43

P r im e r a parte

CONSTRUIR UN MACHO (Y)

La identidad masculina .................................................................... 49


La problemática de la identidad sexual ........................ 49
Las dificultades de la identidad masculina ................... 50

7
8/lndice

Capítulo I. Y O EL DUALISMO SEXUAL .................................. 55'


E l desarrollo prenatal de XY: «la lucha a cada instante» ......... 56
La mirada de los padres ........................................................ 59

Capítulo II. La diferenciación masculina .................. .. 65


La diada madre/hijo o el dúo amoroso .................................... 65
La fusión originaria ..................................................... 65
La feminidad primera del chico ................................ 68
El chico en el universo materno .............................. 71
Cortar por lo sano o la necesaria traición a la madre .................. 74
El dolor de la separación .......................................... 74
La masculinidad: una reacción, una protesta ............ 77
Traición y asesinato de la madre .............................. 79
La necesidad vital de la diferenciación ...................................... 83
La segregación sexual universal de los niños y las
niñas ....................................................................... 84
El mito del instinto maternal que provoca estragos ....................... 87

Capítulo III. «El hombre engendra al hombre» ............ 91


Los ritos de la iniciación .......................................................... 93
Las tres etapas ................................ . .......................... 94
Las lecciones de estos ritos ........................................ 98
La pedagogía hom osexual ........ ................................................ 101
La virilidad: un saber que transmiten los contactos ín­
timos .............. ........................................................ 103
Las condiciones de la pedagogía homosexual .......... 106
La homosexualidad, una etapa hacia la heterosexua­
lidad .......................... .............................................. 103
Las sociedades industriales; los semejantes, p or delante de los padres . 111
El dolor de padre ........................................................ 111
La importancia de los semejantes .............................. 115

Capítulo IV. Identidad y preferencia sexual ................ 123


Una evidencia reciente ........................................ .................... 124
La condición de sodomita antes del siglo xix .......... 124
El siglo xix: definición de la identidad a partir de la pre­
ferencia sexual ....................................................... 127
Indice/9

La homosexualidad: ¿pulsión universal o identidad específica de una


minoría? ........................................................................... 131
Los que defienden el parecido .......... ........................ 132
Los defensores de una identidad específica .............. 135
Evolución de los Gay’s Studies .................................. 139
Homofobia y masculinidad patriarcal .................................... .. 142
Ser hombre significa no ser homosexual .................. 143
Ventajas e inconvenientes de la homofobia .............. 146

S egunda parte
SER UN HOMBRE (XY)

Hacia la curación del hombre enfermo ...................................... 151


El hombre partido en dos .......................................... 152
El hombre enfermo de los años 80 .......................... 155

Capítulo I. El hombre mutilado ........................................ 157


El hombre duro ..................................................................... 159
El ideal masculino ....................................................... 160
La sobrevaloracíón del pene ...................................... 166
La virilidad peligrosa ................................................... 170
El hombre blando ................................................................... 175
Cómo el hombre duro ha engendrado el hombre
blando ..................................................................... 176
Retrato del hombre blando ........................................ 183
¿Es el homosexual un hombre mutilado? ............................................. .. 188
La posición ambigua de los psiquiatras .................... 188
La réplica de los gays .................................................. 190
Los mutilados y los otros .......................................... 192

Capítulo II. El hombre reconciliado ................................ 197


La dualidad integrada y alternada .......................................... 198
Lo andrógino es doble ................................................ 198
La androginia es el acabamiento de un proceso . . . . 200
La revolución p a te r n a l ............................................................. 203
Panorama de la paternidad occidental ...................... 204
El buen padre: de la «maternización» a la «parentí-
zación» ..................................................................... 212
10/Indíce

Las condiciones de ia revolución paternal ................ 217


Ventajas e inconvenientes del repartoparental ....... 219
El hombre en mutación .............................................................................. 222

S e l e c c ió n de n o velas .............................................................................. 225

B ib l io g r a f ía gen eral ........................................................................... .. 231

I n d ic e o n o m á s t ic o ...................................................................................... 249
AGRADECIMIENTOS

Este libro es resultado de seis seminarios celebrados en la Ecole


Polytechnique. Los inicios fueron trabajosos. En ocasiones me sentí
culpable por cuestionar los criterios tradicionales de la masculinidad
sin poder proponer otros alternativos. Agradezco a mis estudiantes su
paciencia y especialmente a aquellos que me ayudaron a ver más
claro.
Además de la complejidad del tema, me he tenido que enfrentar a
un problema de documentación que no habría podido solucionar sin
la amistosa ayuda de varias personas. Mi gratitud ante todo a Mariette
Job, cuya cultura enciclopédica me ha permitido encontrar las nove­
las que podían esclarecer la condición masculina. También a Claude
Durand por los mismos motivos. Quiero mostrar mi agradecimiento,
además, a mis amigos de Estados Unidos, a los que he acosado para
que me enviasen la valiosísima documentación anglo-americana:
Amo Mayer, Marilyn Yalom, Muriel Jolivet, Tom Bishop, y especial­
mente Nicolás Rachline cuya ayuda he recabado en tantas ocasiones.
Finalmente estoy especialmente en deuda con Michéle Bleustein-
Blanchet, Merete Gerlach-Nielsen y Pierre Barillet, que han leído y
releído el manuscrito con una paciencia incansable y me han dado
consejos de valor incalculable. A todos ellos, incluidos Guy Ta'íeb,
Michéle Réservat e Isabelle Simón, muchas gracias.

11
Para m i hijo Benjamín, que me regaló el
título de este libro

XY es la fórmula cromosómica del hombre1. Si no se producen


accidentes de trayectoria, ambos cromosomas desencadenan los me­
canismos de la diferenciación sexual que hacen que un hombre no sea
una mujer. Identificados de manera definitiva en 19562, los cromoso­
mas sexuales definen el sexo genético masculino y simbolizan el ori­
gen de la historia del hombre. Pero si XY constituye la condición pri­
mera del ser humano masculino, no basta para caracterizarlo. Hay
personas XY, físicamente normales, que desconocen su identidad
masculina, mientras que otras adquieren dicha identidad a pesar de
ciertas anomalías genéticas. El devenir masculino pone en juego fac­
tores psicológicos, sociales y culturales que no tienen nada que ver
con la genética, pero que no por ello dejan de tener un papel igual­
mente determinante, y tal vez más. De XY al sentimiento de identi­
dad masculina, que marca la conclusión de la evolución del hombre,
el camino es largo y sembrado de dificultades. Un poco más largo y
difícil que el recorrido femenino, contrariamente a lo que durante
mucho tiempo hemos creído.

1 X X es ia de la mujer.
2 Cfr. los trabajos de j. H. Tjio y A. Lovant en Suecia. Hereditas; 42, 1, 1956.

13
14/E lisabeth Badínter

Hasta hace poco, la mujer era el gran desconocido de la humani­


dad y nadie veía la necesidad de interrogarse sobre el hombre. La
masculinidad parecía algo evidente: clara, natural y contraria a la fe-,
minídad. En las tres últimas décadas estas evidencias milenarias se
han hecho añicos. Las mujeres, en su voluntad de redefinirse, han
obligado al hombre a hacer otro tanto. XY sigue siendo una constan­
te, pero la identidad masculina ya no es lo que era. Prueba de que no
se hallaba inscrita sobre mármol.
La puesta en cuestión de certezas íntimas siempre es larga y dolo-
rosa. Basta leer las novelas masculinas de estos últimos años para con­
vencerse de ello. Pero esa tarea de deconstrucción no surge nunca al
azar. Sólo es posible cuando el modelo dominante ha demostrado sus
límites. Tal es el caso del modelo masculino tradicional, desfasado en
relación a la evolución de las mujeres y fuente de una verdadera muti­
lación de la que los hombres empiezan a tomar consciencia. El hom­
bre viejo se está muriendo para dejar el puesto a otro, distinto, que
nace bajo nuestra mirada y del que todavía no vemos los límites. Este
libro se sitúa en el intervalo, el momento en el que ya nada queda
muy claro y en el que para paliar la ausencia de sabiduría es necesaria
una cierta imaginación. La autora que habla de los hombres es plena­
mente consciente de sus límites.
PROLOGO

EL ENIGMA MASCULINO.
EL GRAN X
¿Qué es un hombre?

¿Cuál es la esencia del macho humano? De manera espontánea


damos crédito al eterno masculino sin preocuparnos mucho de la ad­
vertencia de Rousseau: «El macho sólo es macho en determinados
momentos; la hembra es hembra toda la vida, o al menos durante
toda su juventud»1. Poco dados a interrogarnos sobre la realidad in­
constante, intentamos creer en un principio universal y permanente
de la masculinidad (la virilidad), que desafía tiempo, espacio y edades
de la vida. Este principio lo encontramos en el orden mismo de la na­
turaleza, que exhibe la diferencia de los sexos. Nada más nacer, se le
asigna un sexo a la criatura. Y si perdura alguna duda al respecto, la
genética paliará el fallo de la anatomía.
No obstante, estas evidencias constantemente recordadas no con­
siguen poner un punto final al debate. El lenguaje que usamos a dia­
rio cuando hablamos de la masculinidad como de un objetivo y de un
deber pone de manifiesto nuestras dudas y nuestra inquietud. Ser
hombre se dice mejor usando el modo imperativo que el indicativo.

1 Emtle, Libro V, La Pléiade, Gallimard, 1969, p. 697.

17
18/Eiisabeth Badinter

La orden tantas veces oída «Sé un hombre» implica que ello no es tan
fácil y que la virilidad no es tan natural como pretenden hacernos
creer, ,
Como mínimo la exhortación significa que la posesión de un cro­
mosoma Y o de órganos sexuales masculinos no basta para circuns­
cribir el macho humano. Ser hombre implica un trabajo, un .esfuerzo
que no parece exigirse a la mujer. Es mucho más raro oír «Sé una mu­
jer» a modo de invitación al orden, mientras que la exhortación al
niño, al adolescente e incluso al adulto es una fórmula corriente en la
mayoría de las sociedades2. Sin ser plenamente conscientes de ello,
nos comportamos como si la feminidad fuera natural, ineluctable,
mientras que la masculinidad debiera adquirirse pagándola muy cara.
El propio hombre y los que le rodean están tan poco seguros de su
identidad sexual que exigen pruebas de su virilidad. Al ser masculino
se le desafía permanentemente con un «Demuestra que eres un hom­
bre». Y la demostración exige unas pruebas de las que la mujer está
exenta. La menstruación llega de manera natural, sin esfuerzo por no
decir sin dolor, y con ella la niña pasa a ser mujer ya para todo el resto
de la vida. Nada semejante ocurre hoy con el niño de la civilización
occidental. Y no porque haya desaparecido la necesidad arcaica de
demostrar su virilidad. Sino porque la contradicción existente entre
la necesidad de poner de manifiesto el género y la ausencia de pruebas
reales y definitivas nunca fue tan grande.
La confusión es extrema cuando el lenguaje cotidiano nos habla
sin tapujos de un hombre, uno de verdad para designar al hombre viril.
¿Acaso significa que ciertos humanos tienen sólo la apariencia de
hombres, que son hombres falsos? Hay quien se queja hoy de la caren­
cia de feminidad entre las mujeres, pero es muy raro que sean ellas
mismas las que pongan en duda su propia identidad. En el caso de los
hombres, a menudo, son ellos mismos los que se distinguen entre
sí añadiendo la etiqueta de verdadero. Y son ellos también quienes
se interrogan secretamente para saber si merecen o no dicha cate­
goría.
Deber, pruebas, demostraciones, son palabras que nos confirman la
existencia de una verdadera carrera para hacerse hombre. La virilidad
no se otorga, se construye, digamos que se «fabrica». Así pues, el
hombre es una suerte de artefacto y, como tal, corre el riesgo de ser de­

2 David D. Gilmore, Manhood in ibe Making. Cultural Concepts o f Masculinity, Yaie Uni-
versity Press, 1990, p. 2.
Prólogo/19

fectuoso. Defecto de fabricación, fallo de la maquinaria viril, un


hombre estropeado en definitiva. La empresa es tan poco segura que
el éxito merece ser destacado. Como señala Pierre Bourdieu: «para
alabar a un hombre basta con decir de él que “es un hombre”» 3. Fór­
mula de la Musió viril. Bourdieu destaca, de esta manera, el esfuerzo
patético que se necesita para estar a ía altura de esta idea del hombre y
el sufrimiento que comporta no alcanzarla.
A dicho sufrimiento se añade otro. Hoy el sistema de referencias
se ha volatilizado y el hombre del fin de siglo ya no sabe definirse. A
la pregunta «¿qué es un hombre?», Günter Grass responde: «Un lugar
de sufrimiento inútil... un muñeco de feria... teatro de la angustia y de
la desesperación»4. Estas palabras son precisamente de los años 70,
momento en que los hombres empiezan a interrogarse sobre su iden­
tidad. Tomando ejemplo de las feministas que contestan con fuerza
los papeles tradicionales que se les ha asignado, algunos afirman que­
rer liberarse de las obligaciones que supone la Musió viril. Los teóricos
de las ciencias humanas en los Estados Unidos son quienes inauguran
este interrogarse sobre el papel ideal masculino, fuente de alienación
para los hombres y de malentendidos con las mujeres. Los años 70,
que ven el nacimiento de los primeros estudios científicos sobre la
masculinidad5, se caracterizan por la pasión, propia de cualquier de­
nuncia. Una especie de alegría furiosa emana de la puesta en duda de
la norma y de la demostración de todas las contradicciones que este
nuevo planteamiento hace recaer sobre el macho humano. Pero al
placer de la denuncia y de la destrucción del modelo le ha sucedido,
en los años 80, un período de incertidumbres cargado de angustia.
Más que nunca, ahora el hombre ya no es un simple dato, sino un pro­
blema que debe resolverse. La australiana Lynne Segal6 y la norte­
americana Catherine Stimpson7, lúcidas especialistas en el hombre,
coinciden en constatar: «El hombre se ha convertido en un verdadero
3 P. Bourdieu, «La domination mascuime», Artes de la rechercbe en sciencessociales, núm.
84, septiembre de 1990, p. 21.
* Günter Grass, E l rodaballo, Barcelona, 1982.
5 Excepción hecha del libro de Marc Feigen-Fasteau, L e Robot mále, publicado en
1974 en los EEUU, y el 1980 por Denoel-Gontier, los demás no tuvieron el honor de
ser traducidos en Francia (ni en España). Se trata de Warren Farreíl, The Liberated Man
(1975), J. Pleck y j. Sawyer, Men and Masculinity (1974), y D. David y R. Brannon, The
Fortynine Percent M ajority (1976).
6 Lynne Segal, Sloiv Motion. Changing Masculinities, changing Men, Virago Press, Gran
Bretaña, 1990, y Rutgers University Pres, p. IX.
7 Catherine Stimpson; con prefacio de Harry Brod (ed.), The Making o f Masculinities.
The N ew M en’s Studies, EE.UU. Unwin Hyman Inc, 1987, p. XI.
20/Elisabeth Badinter

misterio». Se ha llegado a cuestionar la unicidad de lo que constituye


su esencia: la virilidad. La clase, la edad, la raza o la preferencia sexual
se han convertido en factores de diferenciación masculina y los an­
gloamericanos ya sólo hablan de masculinidad usando el plural.
Si los investigadores franceses siguen siendo discretos sobre estos
temas8, los novelistas, por su parte, son conscientes de su vigencia, y
manifiestan con palabras sencillas su desconcierto. En Lentdehors, que
cuenta la historia de un hombre desde la infancia hasta su madurez, el
héroe constata: «Durante largos años me imaginé que la mujer era un
misterio absoluto. Hoy es a mí mismo, en cuanto hombre, a quien no
consigo comprender... Creo que puedo llegar a comprender para qué
sirve una mujer, pero un hombre, finalmente, ¿para qué puede servir?
¿Qué significa: soy un hombre?». Para P. Djian, el hombre es el gran
desconocido. Anda sin brújula9.
Tales afirmaciones eran impensables hace sólo treinta años. Los
hombres sabían tan perfectamente lo que eran que a nadie se le ocu­
rría preguntarse acerca de la identidad masculina. ¿Qué ha sucedido
para llegar al punto actual? Muchos acusan al feminismo de los años
sesenta de haber «desestabilizado las oposiciones reglamentadas y
subvertido las referencias estables»10. En realidad, el feminismo occi­
dental es menos culpable de haber alterado las referencias que de ha­
ber mostrado al rey desnudo. Al poner punto y aparte en la distinción
de papeles, incorporándose en aquellos territorios hasta entonces re­
servados a los hombresn,ílás mujeres han provocado el desvaneci­
miento de la característica’ universal masculina: la superioridad del
hombre sobre la mujer. Desde que nació el patriarcado, el hombre se
había definido siempre como un ser humano privilegiado, dotado de
algo más que las mujeres ignoraban. Se juzgaba más fuerte, más inteli­
gente, más valiente, más responsable, más creador o más racional. Y
ese más justifica su relación jerárquica con las mujeres, al menos con
la suya propia. Pierre Bourdieu constata que «ser un hombre es, de
entrada, hallarse en una posición que implica poder»12. ¡Y concluye
precisamente que «la illusio viril es el fundamento de la libido dominando.
8 Rindamos homenaje al trabajo precursor de Emmanuel Reynaud, La Saitite virilité,
Ed. Syros, 1981.
9 Philippe Djian, Lení dehors, Bernard Barrauít, 1991, pp. 44, 63.
10 Gilíes Lipovetsky, L ’E re du vide, Gallimard, 1983, p. 80.
I! E. Badinter, L'Un est l ’autre: des relations entre hommes et jemmes, O. Jacob, 1986, 3.;l
parte, La ressamblence des sexes. Traducción castellana: E l uno es e l otro, Barcelona,
i y»/.
í2 Op. cit., p. 21.
Prólogo/21

Pero también podemos invertir ios propósitos y afirmar que ia libido


dominandi fundamenta la virilidad, aun siendo ésta ilusoria. E incluso,
si «el dominante es dominado por su dominación», ésta seguía consti­
tuyendo la razón última de la identidad masculina. Con su progresiva
desaparición nos hallamos frente al vacío definitorio. Hay motiyos
suficientes para provocar el vértigo entre los jóvenes, que deben en­
frentarse a dos escollos: no ser suficiente macho o serlo demasiado.
Repensar la masculinidad es una urgencia que los norteamerica­
nos han intuido antes que los demás. Ello ha dado lugar a los Men’s
Studies, que florecen tanto en Gran Bretaña como en los Estados
Unidos13, en Australia y, en menor grado, en los países nórdicos. Si
estos nuevos cuestíonamientos proceden esencialmente de los países
angloamericanos es probablemente debido a que dicha civilización
siempre ha estado obsesionada por la virilidad, como lo testimonian
su historia, su arte y su cultura. Estos hombre se han encontrado con
unas mujeres distintas a las francesas. Se han visto confrontados a un
feminismo mucho más radical y potente del que un día deberían bus­
carse las causas históricas y psicológicas. Las feministas norteameri­
canas les reprochan a menudo a las francesas el que sean tolerantes
con los hombres. Es cierto que, por encima de las polémicas y críticas
que han opuesto hombres y mujeres, la francesa no ha roto el diálogo
de manera definitiva con su cómplice. La solidaridad de los sexos ha
sobrevivido a todo, incluso en los momentos del debate más exarce-
bado. La virilidad es menos contestada a este lado dei Atlántico, la
violencia masculina es menor y los hombres les temen menos a las
mujeres, sentimiento que es recíproco. Como consecuencia de esto, el
problema de la masculinidad se plantea aquí con menor agudeza que
en otros lugares, cosa que no impide no obstante que nos haga sufrir a
todos, hombres y mujeres.

Cuando el hombre era el Hombre

La lengua francesa — hoy igual que ayer-— designa con la misma


palabra al macho y al ser humano. Para que se nos comprenda nos ve­
mos a menudo obligados a precisar que uno se escribe con minúscula
y el otro con mayúscula. Con ello, desde la Grecia antigua, el francés
no hace más que ratificar la tendencia que asimila los dos significa­

13 Hay más de 200 departamentos de Men's Studies en los Estados Unidos.


22/Elisabeth Badinter

dos. El hombre (vir) se veía como universal (homo). Se considera


como el representante más completo de la humanidad: como un cri­
terio de referencia. El pensamiento occidental se divide en dos for­
mas aparentemente distintas de ver la dualidad de los sexos14. Bien se
privilegia la idea de semejanza, bien se defiende la oposición existente
entre ellos; pero en ambos casos se afirma la superioridad del hombre,
justificando así su dominio sobre la mujer.
En opinión de Thomas Laqueur, se trata del one sex model, el mo­
delo unisex, que ha dominado ei pensamiento hasta principios del si­
glo xvni. Después, a pesar de que dicho modelo vuelva a asomarse
discretamente, especialmente con Freud, es el patrón de los dos sexos
en oposición el que domina durante los siglos xix y xx, hasta ayer
mismo.
¿Qué significa one sex model y cómo puede hablarse todavía de dua­
lidad de sexos? Durante mucho tiempo era habitual la creencia según
la cual las mujeres poseían los mismos órganos genitales que los hom­
bres, con la única diferencia de que los tenían en el interior del cuer­
po y no en el exterior15. A mediados del siglo xvm , Diderot escribía:
«La mujer tiene lo mismo que el hombre y lo único que les difiere es
una bolsa que cuelga al exterior o que está girada hacia el interior»16.
Durante cerca de dos mil años, el lenguaje ha ratificado esa manera
de ver las cosas. El ovario, metonimia de la mujer desde principios
del siglo xix, no tenía nombre particular antes de finalizar el si­
glo x v ii17.
Tal como nos lo recuerda Thomas Laqueur, antes del Siglo de las
Luces, el sexo o el cuerpo eran vistos como un epifenómeno, mien­
tras que el género, que hoy consideramos una categoría cultural, era

14 Este capítulo se inspira en el brillante trabajo del norteamericano Thomas La­


queur Making Sex, Body and Gender from Greeks to Freud, Harvard University Press,
1990.
15 Galeno fue quien mejor desarrolló la identidad estructura! de los órganos de re­
producción machos y hembras. Sostenía la tesis según la cüal las mujeres eran esencial­
mente hombres a los que les faltaba el calor vital, sello de la perfección. Esta falta de ca­
lor era lo que explicaba el que retuvieran en el interior lo que los hombres tienen en el
exterior. Desde esta óptica, la vagina es vista como un pene interior, el útero como el
escroto y los ovarios como los testículos. Para respaldar sus teorías, Galeno se refería a
las disecciones realizadas por ei anatomista alejandrino Herófilo, en el siglo m antes de
Cristo.
16 Diderot, «Le reve de d’Alembert», 1769, en «Oeuvres phüosophiques», ed. de
P. Verniére, Garnier, 1967, p. 32b.
17 Herófilo denomina los ovarios dydumus, ios gemelos, nombre con el que también
se designan los testículos, Asimismo, no existe un nombre técnico latino o griego o en
cualquier lengua europea, antes de 1668, para designar la vagina.
Pró!ogo/23

el elemento de base y primordial. En primer lugar, ser hombre o mu­


jer era una cuestión de rango, un lugar en la sociedad, un papel cultu­
ral que nada tenía que ver con seres biológicamente opuestos. Pero
este modelo de la unidad sexual ha generado un dualismo cualitativo
en el que el hombre es el polo luminoso. Que las diferencias entre los
sexos se establezcan a partir de grados y no por la propia naturaleza de
los mismos no ha impedido la existencia de jerarquías. La mujer se
medía con respecto a la perfección masculina. Como inverso del
hombre, es menos perfecta que éste.
A finales del siglo xvm , pensadores con horizontes distintos in­
sisten sobre la diferencia radical que existe entre los sexos demostrán­
dola a tenor de los recientes descubrimientos biológicos. De la dife­
rencia de grado se pasa a la diferente naturaleza. De este modo, en
1803, Jacques-Louis Moreau argumenta con fuerza contra Galeno:
no sólo los sexos son distintos, sino que lo son en cada uno de los as­
pectos del cuerpo y del alma, distintos pues física y moralmente18. Es
el triunfo del dimorfismo radical. Contrariamente al modelo prece­
dente, ahora es el cuerpo el que se juzga real y sus significaciones cul­
turales como epifenómenos. La biología se convierte en el fundamen­
to epistemológico de las prescripciones sociales. El útero y los ova­
rios, que definen a la mujer, la consagran en su función maternal y
hacen de ella una criatura desde todos los puntos de vista opuesta a su
compañero59. La heterogeneidad de los sexos obliga a destinos y dere­
chos distintos. Hombres y mujeres evolucionan en dos mundos dis­
tintos y no se encuentran más que en contadas ocasiones, y para la re­
producción. Fuerte porque procrea, la mujer reina en su hogar, dirige
la educación de los hijos y encarna, sin que nadie se lo discuta, la ley
moral que decide sobre las buenas costumbres. A él le corresponde
todo el resto del mundo. Responsable de la producción, de la creación
y de lo político, la esfera pública es su elemento natural.
Algunos han querido interpretar esta dicotomía de los mundos
masculino y femenino como una realización ideal: la complementa-
riedad de los sexos como garantía de armonía entre el hombre y la
18 En su Histoire naturelle de la fem m e, Jean-Louis Moreau (1771-1826) describe la re­
lación entre el hombre y la mujer como «una serie de oposiciones y de contrastes», en
Th. Laqueur, op. cit., p. 5.
19 En 1889, el biologista Patrick Geddes cree haber encontrado la prueba definitiva
en una observación a través del microscopio de las células femeninas y masculinas. Las
primeras son «más pasivas, conservadoras, apáticas y estables», mientras que las del
hombre son «más activas, enérgicas, impacientes, pasionadas y variables», idem,
p. 6.
24/Eiisabeth Badintcr

mujer. En términos actuales se hablaría de «igualdad en la diferen­


cia». Los abogados de este modelo, amplia mayoría en el siglo xix,
sostenían que ya no se podía hablar de desigualdad entre Jos sexos
puesto que eran incomparables. Y puesto que la diferencia prohibía
la comparación, el hombre perdía también su estatuto de referencia.
Este bello discurso ideológico, reconfortante para los hombres ya que
defendía a las mujeres entrar en su territorio, encubre una realidad
menos democrática. A pesar de no admitirlo, el hombre sigue siendo
el criterio a partir del cual se mide la mujer. El es Uno, legible, trans­
parente, familiar. La mujer es la Otra, extraña e incomprensible20. Fi­
nalmente, sea cual sea el modelo adoptado para pensar los sexos — se­
mejanza o diferencia— , ei hombre se presenta siempre como el ejem­
plar mejor acabado de la humanidad, el absoluto a partir del cual se si­
túa la mujer.
La novedad introducida por los Mens’s Studies, después de los
Women’s Studies, reside precisamente en la voluntad declarada de
romper con ese esquema milenario. Como escribe Harry Brod: «De
hecho, el análisis tradicional del hombre, considerado como la nor­
ma humana, excluye de manera sistemática de sus consideraciones lo
que pertenece propiamente a los hombres en tanto que hombres»21.
Michael Kimmel ha alumbrado la tradicional «invisibilidad» del gé­
nero masculino que tanto ha contribuido a identificarlo con lo huma­
no. Demasiado a menudo, dice, «tratamos a los hombres como si no
tuvieran género, como si sólo fueran personajes públicos.,, como si su
experiencia personal del género no tuviera importancia»22. El autor
de la cita explica haber tomado consciencia de ello en el transcurso de
una discusión entre una mujer blanca y una mujer negra acerca de la
mayor o menor importancia de la semejanza sexual o la diferencia
racial. La blanca afirmaba que el hecho de ser mujeres las solidari­
zaba por encima del color de sus pieles. Pero la negra no estaba de
acuerdo:
«— Cuando, por la mañana, te miras al espejo ¿qué ves?
— Veo una mujer — respondió la mujer blanca.
— Ahí está precisamente el problema — replicó la mujer ne­

20 Anndise Maugue, L'Identitémasculine en crise au toumant du siécle, Rivages/Histoire,


1987, p. 7.
2! Harry Brod (ed.): The M akingqf Masculiniiies. The N ew Men's Studies, Boston, Unwin
Hyman, 1987.
22 Michad S. Kimmel y Michael A. Messner: M en’s Lives, Macmillan, N. Y., 1989,
p. 3.
Prólogo/25

gra— . Yo veo una negra. Para mí la raza es visible a diario, porque es


la causa de mi handicap en esta sociedad. La raza es invisible para vo­
sotras, razón por la cual nuestra alianza me parecerá siempre un poco
artificial»23.
Kimmel comprendió entonces que cuando por la mañana se mi­
raba en el espejo veía «un ser humano: universalmente generalizable.
Una persona genérica». Lo que se había disimulado — es decir, la po­
sesión de un género y de una raza— devenía visible de forma apabu­
llante. La explicación sociológica de una tal ceguera reside, según
Kimmel, en el hecho de que nuestros privilegios nos son, muy a me­
nudo, invisibles.
Hoy, para la mayor parte de nosotros, el hombre ya no es ei Hom­
bre. El macho es un aspecto de la humanidad y la masculinidad, un
concepto relaciona! puesto que ya no se define más que en relación
con la feminidad. Los angloamericanos insisten en la idea de que no
hay virilidad24 en sí misma: «Masculinidad y feminidad son construc­
ciones relaciónales... aunque el “macho” y la “hembra”25 puedan te­
ner características universales, nadie puede comprender la construc­
ción social de la masculinidad o de la feminidad sin que la una haga
referencia a la otra»26. Lejos de ser pensada como un absoluto, ia mas­
culinidad, atributo del hombre, es al mismo tiempo relativa y reacti­
va. De tal modo que cuando cambia la feminidad — generalmente
cuando las mujeres quieren redefinir su identidad— la masculinidad
se desestabiliza.
La historia de las sociedades patriarcales demuestra que siempre
son las mujeres, y no los hombres, las que suscitan los más radicales
replanteamientos. Ello se explica por la situación privilegiada de los
hombres en este tipo de sociedad. Pero las grandes crisis de la mascu­
linidad no son simples historias de poder. Como se verá, la psicología
aporta una explicación esencial a su comprensión. Contrariamente al
credo patriarcal, no son los hombres sino las mujeres las que constitu­

23 Ibidem.
24 Si la palabra «virilidad» significa, en primer lugar, el conjunto de los atributos y
caracteres físicos y sexuales del hombre, también es utilizada en el sentido más general
de «propio del hombre» y sinónimo de masculinidad. Por el contrario, la palabra anglo­
americana sólo se refiere al primer significado, y las feministas norteamericanas descu­
bren un sentido machista al significante virility y se abstienen de su utilización.
25 Traducción del americano de «male» y «female», que remiten a los caracteres físi­
cos y biológicos del hombre y la mujer.
26 Michael S. Kimmel (ed.), Changing Men. N ew Directions in Research on Men and Mascu­
linity, Sage Publications, 1987, p. 12.
2ó/Elísabeth Badinter

yen los primeros referentes de la humanidad. Es en relación a ellas y


en contra suya que se definen. Al menos hasta el momento actual.
Pero que los hombres no teman: la crisis actual también tiene sus pre­
cedentes.

Las anteriores crisis de la masculinidad

Entre aquellas de las que tenemos noticia, encontramos unas ca­


racterísticas comunes. Nacen en países de civilización refinada, en los
que las mujeres disfrutan de una libertad mayor. Estas crisis, que ex­
presan una necesidad de cambio de los valores dominantes, son con­
secuencia de trastornos ideológicos, económicos o sociales. Repercu­
ten en el tipo de organización familiar, laboral e incluso en los dos.
Pero lo que distingue las dos crisis precedentes de la que hoy conoce­
mos es su carácter sócialmente limitado. En los siglos xvn y xvm ,
sólo afecta a las clases dominantes, la aristocracia y la burguesía urba­
na27. El malestar masculino, más extenso y profundo a finales del si­
glo xix, encontrará una vía de escape sucesivamente en las dos gue­
rras mundiales.

La crisis de la masculinidad en los siglos x v n y x vm


en Francia y en Inglaterra

Las «preciosas» francesas están en el origen de la primera crisis


del papel de los hombres y de la identidad masculina. La violencia de
las pullas que les iban dirigidas no puede compararse más que con la
angustia que suscitaron con sus reivindicaciones, calificadas de «lo­
cas». La Precieuse conoció su apogeo entre 1650 y 1660. Nació como
reacción a la grosería de los hombres de Enrique IV y de los de la
Fronda (1648-1652). Es la primera expresión del feminismo en Fran­
cia y entre nuestros vecinos del otro lado del canal de la Mancha. Es
verdad que ambos países tenían fama de ser los más liberales de Euro­
pa respecto a las mujeres. Al contrario de sus hermanas mediterrá­
neas, francesas e inglesas podían moverse libremente y comerciar.
Unas y otras, si pertenecían a las clases dominantes, gozaban de un

27 En esta época el mundo rural representa el 80% de la población francesa.


Prólogo/27

privilegio excepcional para la época: no tenían que hacerse cargo de


las tareas maternales28.
La «preciosa» es una mujer emancipada, que propone soluciones
feministas a su deseo de emancipación y que invierte totalmente lojs
valores sociales tradicionales. Milita en favor de un nuevo ideal de la
mujer que tiene en cuenta la posibilidad de su ascensión social y su de­
recho a la dignidad. Reclama el derecho al saber y ataca la base de la
sociedad falocrática: el matrimonio. Contra el autoritarismo del pa­
dre y del marido, ias «preciosas» se muestran definitivamente hostiles
al matrimonio de conveniencia y a la maternidad29. Defienden el ma­
trimonio como un ensayo y la ruptura tras el nacimiento del herede­
ro, que queda bajo la tutela dei padre. Al no querer renunciar a ningu­
na libertad ni al amor, defienden el sentimiento tierno y platónico.
«Quiero», decía la señorita Scudéry, «un amante sin marido y quiero
un amante que, contentándose con la posesión de mi corazón, me
quiera hasta la muerte.» Es decir, una situación contraria a la habitual
entre los hombres y las mujeres que se casaban sin amor. Para las
«preciosas» se trata, ante todo, del amor del hombre hacia la mujer y
no al contrario. Exigiendo dei hombre enamorado una sumisión sin
límites, cercana al masoquismo, invierten el modelo masculino do­
minante, que es el del hombre brutal y exigente o el del marido grose­
ro que cree que todo le está permitido.
Muy pocos hombres, los «preciosos», aceptaron las nuevas reglas.
Su número es irrisorio pero su influencia lo es menos. Adoptaron una
moda femenina y refinada — pelucas largas, plumas extravagantes,
golillas, lunares postizos, perfumes, colorete— que sería imitada pos­
teriormente. Los hombres que se querían distinguidos convertían en
una cuestión de honor el parecer civilizados, corteses y delicados. Se
abstenían de mostrar sus celos y de aparentar ser unos tiranos domés­
ticos. Lentamente, los valores femeninos progresaran entre la «buena
sociedad», hasta el punto de parecer dominantes durante el siglo pos­
terior. Ahora sabemos que las «preciosas» no constituyeron un micro­
cosmos ridículo. La resistencia y las burlas que Ies dedicaron son se­

28 A partir del momento en que pretende incorporarse al mundo social, !a mujer


francesa contrata a un ama para que se ocupe de su hijo y poder disponer libremente de
su tiempo. Elisabeth Badinter: L'Amour en plus: histoire de l ’amour m átem e! du X V II au XX
siécle, Flammarion, 1980, cfr. la primera parte: «L’amour absent». Traducción castella­
na: ¿Existe e l instinto maternal?, Barcelona, 1991.
29 G. Mongrédien: L es Précieux et lesprécieuses, Mercure de France, 1939, pp. 149-150,
sobre la diatriba contra el matrimonio: marido, hijos y familias políticas son relegados
sin piedad a la categoría de desgracias para una mujer.
28/Eiisabeth Badinter

ñal de su influencia. Curiosamente el debate sobre la identidad mas­


culina fue más explícito en Inglaterra que en Francia, como si ya la
obsesión por la virilidad preocupara más al otro lado del canal. Es
verdad que las feministas inglesas tenían otro tipo de exigencias que
las francesas. Además de la libertad, reclamaban una total igualdád
sexual, es decir, el derecho al placer30, y a no ser abandonadas cuando
estaban embarazadas. El sociólogo M. Kimmel, que se ha dedicado a
la historia de la masculinidad en Inglaterra, piensa que Gran Bretaña
conoció una verdadera crisis de la masculinidad entre 1688 y 1714
(período de la Restauración inglesa). Se constatan «esfuerzos para re­
negociar los papeles del hombre y de la mujer en el matrimonio, la fa­
milia y la sexualidad»31.
El significado de lo masculino es materia de debate. Las mujeres
no se contentan con defender la igualdad de deseos y derechos. Piden
también hombres más dulces, más femeninos. A lo que los panfleta-
rios responden que eso está hecho y que la inversión de los papeles ya
ha empezado. El retrato deí hombre «feminizado», que adopta com­
portamientos parecidos a los de las mujeres, suscita un miedo a la ho­
mosexualidad que no se da en Francia entre los detractores de los
«preciosos». El «hombre nuevo» de la Restauración inglesa aparece
como un invertido, vano, mezquino y encantador como una mujer.
Se compadece a las mujeres abandonadas por los hombres32 y se da la
culpa de ello al desarrollo galopante de la urbanización. En la ciudad,
capital del vicio, las mujeres, menos vigiladas que en el campo, son
objeto de cualquier tentación. Los ingleses consideran qué la moda
francesa influye perniciosamente en sus costumbres. Rápidamente
aparecen panfletos relacionando feminización masculina y traición,
masculinidad tradicional y patriotismo33.
30 Sylvia’s Complaint, 1688. Citado por M. Kimmel, «The Contemporary “Crisis” of
Masculinity», en Barry Brod, op. cit., p. 132.
31 Ibidem, p. 133.
32 «Ladies this was til luck, bul you
have much the worser of the two;
The world is chang’d I know not how,
For men kiss men, not Women now;»
Ibidem, p. 135.
33 «So strangely does Parisian air
Change English youth, that half a year
Makes them forget all native custome
To bríng French modes, and Gallic Lust home;
Nothing will these Apostates please
But Gallic health and French disease.»
Ibidem, p. 135.
Prólogo/29

La feminización de las costumbres y de los hombres no provocó


las mismas reacciones en Francia. El Siglo de las Luces representa un
primer paso en la historia de la virilidad. Es el período más feminista
de nuestra historia antes de la época contemporánea. Por una parte,
los valores viriles se esfuman, o por lo menos dejan de manifestarse.'
La guerra deja de tener la importancia y el estatuto que había tenido
anteriormente. La caza se convierte en pura distracción. Los nobles
jóvenes pasan mucho más rato en el salón o en el «boudoir» de las
mujeres, que entrenándose para ser soldados. Por otra parte, los valo­
res femeninos se imponen en el mundo de la aristocracia y de la alta
burguesía. La delicadeza de las palabras y de las actitudes vence al ca­
rácter tradicional de la virilidad. Puede afirmarse que entre las clases
dominantes el unisexismo gana la batalla al dualismo oposicional que
caracteriza habitualmente al patriarcado.
La Revolución de 1789 acabará con esta evolución. Cuando las
mujeres piden públicamente sus derechos como ciudadanas, la Con­
vención, unánime, se los niega34. Los diputados, que no tuvieron la
oportunidad de disfrutar de las dulzuras del Antiguo Régimen, de­
fienden con fuerza la separación de los sexos y el diferencialismo ra­
dical. Proximidad, similitud y confrontación Ies provocan horror y
reacciones autoritarias, casi amenazadoras.
Lejos del hogar, las mujeres suponen un peligro para el orden pú­
blico. Se les invita a no mezclarse con los hombres y se le prohíbe la
más mínima actividad extradoméstica o extramaternal. Reforzado
por el Código Napoleónico y ratificado por la ideología del siglo xix,
el dualismo oposicional perdurará durante casi cien años, hasta el
momento en que aparece una nueva crisis de la masculinidad más ex­
tensa y profunda.

La crisis de la masculinidad a finales del siglo xixy principios del xx

Esta crisis se produce tanto en Europa como en los Estados Uni­


dos de América. Debido a las nuevas exigencias de la industrializa­
ción y de la democracia, estos países vivieron trastornos económicos
y sociales muy parecidos. La vida de los hombres cambia, las reivindi­
caciones feministas se dejan oír de nuevo, la ansiedad masculina re-

34 Condorcet, Prudbomme, Guyornar..., paroles d'bomme (1790-1793), Presentación de


E. Badinter, P. O. L„ 1989.
30/Elisabeth Badintcr

aparece. Pero dicha ansiedad adquiere formas sensiblemente distin­


tas, a tenor de la historia y la cultura diversas en cada uno de los luga­
res estudiados, en Francia, Austria o Estados Unidos.
Annelise Maugue fue la primera en ocuparse, hace un siglo, de la
crisis de identidad que atormentaba a nuestros conciudadanos35. Po­
cas generaciones — entre 1871 y 1914— bastaron para que aparecie­
ra un nuevo tipo de mujer que amenazaba las fronteras sexuales im­
puestas. Gracias a la ideología republicana, la educación de las chicas
era ya una realidad. La Universidad les abrió sus puertas. Y las muje­
res se convierten en profesoras, doctoras, abogadas o periodistas. Re­
claman sus derechos de perfectas ciudadanas y prefieren ganarse la
vida al margen del hogar. Y dicen: «A igual trabajo, igual salario».
Los hombres, en su mayoría, son hostiles al movimiento de emanci­
pación de las mujeres. Y no es sólo la corriente católica tradicional o
el movimiento obrero los que temen la competencia que supone para
ellos la mano de obra femenina, sino también republicanos tan con­
vencidos como Anatole France o Emile Zola: esos hombres «tienen
la sensación de asistir no a una simple evolución, sino a una mutación
real»36. En lo más alto y lo más bajo de la escala social, ven amenazada
su identidad por esa nueva criatura que pretende vivir como ellos, ha­
cer lo mismo que ellos, hasta el punto que temen verse obligados ellos
mismos «a cumplir tareas femeninas y, horror supremo, ¡convertirse
en mujeres!».
La angustia de los hombres ante la paridad de los sexos no tiene
parangón entre las mujeres. La ven como «una trampa mortal»37 que
conduce a la disolución de su especificidad. Como lo indica precisa­
mente Annelise Maugue, los hombres tienen miedo. Barbey d’Aure-
villy, su portavoz, profetiza lúgubremente: «Un día Marie d’Agoult
ingresará en la Academia de las ciencias morales y políticas; George
Sand, en la Academia francesa; Rosa Bonheur, en la de Bellas Artes, y
nosotros, los hombres, nos dedicaremos a hacer confituras y conser­
vas de pepinillos»38. La misma inquietud puede leerse en Albert Cim
y Octave Mirbeau, que no tan sólo temen verse haciendo confituras,

35 L 'Identiié masculine en crise au toumant du siécle, Rivages/Histoire, 1987. Y «L’Eve


nouvelle et le vieil Adam, identités sexuelles en crise», en Histoire des fem m es, bajo la di­
rección de Georges Duby y Michelle Perrot, El siglo xix, Vol. 4, Plon, 1991, pp. 527
a 543.
36 Annelise Maugue, «L’Eve nouvelle et le vieil Adam», op. cit., p. 528.
37 A. Maugue, L Identiié masculine en crise, op. cit., p. 37.
39 Les bas bleus, 1878, ibidem, p. 52.
Próiogo/31

sino «amamantando a ios chiquillos»39. El hombre ve amenazados su


poder, su identidad y su vida cotidiana. Pero sus temores no tienen
fundamento, puesto que las mujeres de entonces no pretenden renun­
ciar ni a la familia ni a la maternidad, ni a la abnegación que ello
comporta. Pero: «Nada sirve de nada, ni los actos ni los discursos
(tranquilizadores) de las mujeres consiguen calmar las angustias mas­
culinas y se instala un auténtico diálogo de sordos entre ambos sexos
hasta 1914»40.
La angustia que la Nueva Eva provoca en los hombres se debe
también, en realidad, a otras razones. Cada vez son más las que traba­
jan en las fábricas, realizando tareas mecánicas y repetitivas, o en la
administración con una monotonía implacable. Los hombres ya no
encuentran en el trabajo nada que les sirva para valorar sus cualidades
tradicionales. Para ganarse la vida ya no son necesarias fuerza, inicia­
tiva o imaginación. Barres puede burlarse de los funcionarios tratán­
doles de «semimachos» que tan sólo aspiran a la seguridad, como las
mujeres, y los contrapone a los de antes, que vivían «con el fusil en la
mano» y en un permanente «cuerpo a cuerpo viril con la naturale­
za»41. La crisis de la masculinidad está en su punto más álgido. Des­
graciadamente es la guerra la encargada de poner entre paréntesis la
angustia masculina. Recuperando su papel tradicional de guerreros,
los jóvenes reclutas se marcharán al frente, con una flor en el fusil,
como si estuvieran contentos porque se les permite ser, finalmente,
hombres, hombres verdaderos... Con todo, en Francia, la crisis de la
identidad masculina fue menos aguda. Los escritores más misóginos
de este país no alcanzaron nunca las cotas de un Schopenhauer, de un
Nietzsche o de un Weininger.
Jacques Le Rider explica que, en la Viena de principios de siglo, la
crisis de la masculinidad se inscribe en un contexto de crisis generali­
zada42. La explosión del tema se añade a la desintegración del imperio
39 Ibidem, p. 52. Varias mujeres escritoras antifeministas contribuyeron a estas resis­
tencias masculinas. Así, por ejemplo, Ida Sée, Le devoir m átem e! (1911); o Cotette Yver,
Les Cervelines (1908).
40 Annelise Maugue: «La nouvelle Eve...», op. cit., p, 534.
41 A. Maugue, p. 73.
42 Toda esta explicación le debe mucho a los trabajos de jacques Le Rider, uno de
los mejores especialistas franceses de la modernidad vienesa. Especialmente: M odemité
viennoise et crise de l'identité, PUF/Perspectives critiques, 1990; L e cas Otto Weininger, racines
de i'antiféminisme et de Vantisémitisme, PUF/Perspectives critiques, 1982; «Ludwig Witt-
genstein y Otto Weininger», en Wittgenstein et la critique du monde modeme, La Lettre volée,
Bruxeües, 1990, pp. 43 a 65; «Otto Weininger: Féminisme et virilité á Vienne», L ’Infini,
núm. 4, otoño de 1983, pp. 4 a 20; «Miséres de la virilité á ia belle époque», L e Genrehu-
main, núm. 10, 1984, pp. 117 a 137.
32/Elisabeth Badinter

de los Habsburgo y al «retorno a sí mismos» de ios intelectuales viene-


ses43. Ni tan siquiera se habla del tema, sino de «eso», de «yo» o de «mí
mismo». El ciudadano macho austríaco vive «una crisis permanente
de la identidad»44, magníficamente ilustrada en El hombre sin atributos'^,
el cual se niega a cualquier tipo de identificaciones apresuradas y que
se sitúa a la espera de algo. Situación extremadamente incómoda, ya
que en época de «deconstrucción» se duda de la experiencia, las refe­
rencias se disuelven y uno no sabe cómo definirse.
Al intelectual vienés le inquieta menos la disolución de la célula
familiar tradicional entre el proletariado que la emancipación (fran­
camente en progreso) femenina en la mediana burguesía. Indepen­
diente, activa y reivindicativa, se halla en las antípodas de la mujer
suave y pasiva con la que ellos sueñan. Como lo dice con un punto de
ironía Robert Musil, «¿Qué quiere decir “nostalgia del seno materno”
en una civilización en la que la mujer se ha masculinizado radical­
mente y en la que la feminidad ya no representa en absoluto un refu­
gio para ei hombre?»46; la mujer emancipada, a la que se le sospecha
ser feminista, es «un hombre en un cuerpo femenino, una virago»47.
Una monstruosidad que engendra otra monstruosidad: el hombre fe-
minizado, el decadente por excelencia. Otto Weininger, misógino ob­
sesionado, hace esa triste constatación: «Hay épocas en las que nacen
más mujeres masculinas y más hombres femeninos. Es precisamente
lo que se produce hoy en día... La amplitud que han tomado desde
hace algunos años el “dandysmo” y la homosexualidad sólo puede ex­
plicarse por una feminización generalizada»48. Por su parte, Karl
Kraus denuncia el culto moderno a la androginia, es decir, lo vago, lo
confuso y las «formas intermediarias»49. Ei concepto de bisexualidad,
introducido por Freud y utilizado por Wieninger, fuerza a unos y
otros a tener en cuenta la parte de feminidad irreductible que hay en
ellos. E inquieta a una gran mayoría de entre la intelligentsia masculina,

43 Bruno Bettelheim, L epoids d'une vié, collection «Réponses», Robert Laffont, 1991,
pp. 15 a 40.
44 J. Le Rider, M odem ité viennoise, p. 55.
45 De Robert Musil (1880-1942), título de la novela publicada entre 1930 y 1933.
Trad. cast.: E i hombre sin atributos, Barcelona, 1980.
4<>«CEdipe menacé», en (Euvres pré~pos¡humes, Seuil, 1931. Traducción francesa de
Ph. Jaccottet en 1965. Titulo original: Nachiass zm Leb&iten.
47 jacques Le Rider: Le cas Otto Weininger, p. 67,
48 Otto Weininger: Sexe et caractére, L’Age d’Homme, 1989, p. 73. Trad. cast.: Sexo y
carácter, Barcelona, 1985.
49 j. Le Rider: L'Infini, op. cit., p. 14. Con «formas intermediarias» se quería decir la
homosexualidad, o sea, el vicio, la decadencia o la enfermedad vergonzosa.
Prólogo/33

que constata que la virilidad nunca puede darse por definitivamente


adquirida.
Si uno de los temas dominantes de la literatura escrita en alemán
lo constituye el miedo a la mujer, no cabe duda que Weininger llega al
paroxismo de la misoginia. Sabe que el femenino, que amenaza a cada
instante el ideal viril, habita en su interior. Pero no es el único que
grita su horror y manifiesta su malestar. Jacques Le Rider nos explica
que el fin del siglo x ix se caracteriza por una recrudescencia de las pu­
blicaciones difamatorias para con ei sexo femeninoSü. Los filósofos51
y luego los psicólogos, los biólogos, historiadores y antropólogos ha­
cen gala de un antifeminismo extremadamente violento. Todos se
preocupan por demostrar, consiguiéndolo, la inferioridad ontológica
de la mujer52. La mujer es parecida al animal y al negro53 y se mueve a
partir de sus instintos más primitivos: celos, vanidad y crueldad. Pero
como posee un alma infantil y que la naturaleza la ha dotado dei ins­
tinto maternal (que comparte con las demás hembras mamíferos) su
verdadera vocación es la maternidad. Por consiguiente, todas las mu­
jeres que se dicen emancipadas son malas madres: esas grandes ansio­
sas de cuerpo degenerado...
Los remedios propuestos varían considerablemente. Una mayo­
ría, seguidora de Níetzsche y de Weininger, se declara partidaria del
retorno a una sana polarización de los roles sexuales. Para que los
hombres puedan recuperar su virilidad es necesario que las mujeres
vuelvan a su espacio natural. Sólo el restablecimiento de las fronteras
sexuales liberará a los hombres de su angustia. Luego, la inhibición de

50 Cfr. Le cas Otto Weininger, op. cit., pp, 71 a 76.


5! Arthur Schopenhauer, E l amor, las mujeres y la muerte, Barcelona, 19877. Friedrich
Níetzsche, especialmente en Más allá del bien y d el mal, Alianza Editorial, Madrid,
1992 >2.
52 El tratado Sur 1‘imbécilitépbysiologique de la fem m e, del médico Paul julius Moebius,
fue un auténtico best-seller. Publicado en 1900, se reeditó nueve veces entre este año y
1908 y conoció el mismo éxito que Sexoy carácter (1903). En él se trata, como lo indica el
título, de la imbecilidad de la mujer y, por tanto, de su relativa irresponsabilidad jurídi­
ca. «Se la puede definir situándola a medio camino entre la tontería y e! comportamien­
to normal Conviene abandonar la idea abstracta de «género humano» para hablar, a
partir de ahora, de géneros humanos. Comparándolo ai de! hombre, el comportamien­
to de la mujer parece patológico, como el de los negros si se compara ai de los eu­
ropeos», escribe Moebius. Cita de J. Le Rider en Le cas Otto Weininger, op. cit., p. 75.
53 En Francia, Dumas hijo comparaba las mujeres a los «Pieles Rojas de tez rosada»
o a las «negras de manos blancas y regordetas». Si bien W. Vogt o Baudelaire la compa­
ran al judío con quien comparte la adaptabilidad, la indiscreción y la hipocresía, la ana­
logía aparece menos a menudo de la pluma de los franceses que de la mano de los aus­
tríacos o de los alemanes.
34/Elisabeth Badinter

su bisexuaiidad originaria hará el resto. Ese es el sentido de la célebre


fórmula de Alfred Adler: «la protesta viril». En el extremo opuesto
están54 los hombres que propugnan liberarse de una virilidad artifi­
cial y opresiva para recuperar lo más rápido posible su feminidad ori­
ginaria. No se les escucha. Y en lo que respecta a las mujeres que se
pronuncian públicamente sobre el tema, no influyen en absoluto so­
bre la ansiedad de los hombres. Así, en vano defenderá Lou Andreas-
Salomé teatralmente «el desarme unilateral» y «ponerse la maravillo­
sa máscara del Eterno femenino, para tranquilizar a los hombres en
sus dudas sobre la masculinidad»55. De menos servirá aún el discurso
clarividente de la feminista vienesa Rosa Mayreder, que defiende una
síntesis de masculino y femenino para aquellos individuos que se ha­
yan liberado de sus características sexuales56. Esta defensa de la verda­
dera androginia sólo podía añadir un suplemento de espanto masculino.
Más fuerte que en Francia, la angustia de los hombres austro-
alemanes no es extraña a la subida del nazismo y, de un modo más ge­
neral, del fascismo europeo. La llegada de Hitler al poder se vivió in­
conscientemente como una 'promesa de restauración viril. Klaus
Theweleit57 ha demostrado muy bien que ia hipervirilidad de los hé­
roes nazis escondía un interior frágil y problemas sexuales considera­
bles. Ese no fue exactamente el caso de los franceses. Si bien Francia
no consiguió liberarse del virus fascista, su historia difiere de la de
Italia o Alemania; además, los franceses «sienten obsesión por el re­
chazo y la secesión»53. AI contrario de lo que hicieron los anglosajo­
nes, que optaron por la separación de los sexos y un ideal masculino
hiperviril, los franceses escogieron la negociación y comportamien­
tos aparentemente menos machistas.
Los Estados Unidos, por su parte, atravesaron una gran crisis de
masculinidad. Ciertos historiadores norteamericanos fechan su apari­
ción en la década de los 8059del siglo pasado; otros, a partir de 189060.
54 Véase en particular Georg Groddeck y Otto Gross.
55 «Miséres de la virilité», en L e genre humain, op. cit., p. 119.
56 Con respecto a Rosa Mayreder, cfr. j. Le Rider, M odemité vietinoise, op. cit., pp. 186-
189; L e cas Otto Weininger, op. cit., pp. 165-166; Le Genre humain, op. cit., pp. 128-129.
57 Klaus Theweleit: Male Fantasies, traducción americana de Stephen Carway. Uni­
versity of Minnesota Press, 1987, vol., 1: «Women, Floods, Bodies, History.
58 Annelise Maugue, L 'identité masctdine, op. cit., p. 159.
Michael S. Kimmel: «The Contemporary “Crisis” of Masculinity in Historical
Perspective», en Brod, op. cit., pp. 143 a 153.
60 Peter G. Fileno, Him/Her/Selj. Sex roles in M odem America, 1974, 2.a edición en
1986, The Johns Hopkins University Press, Baltimore/London; joe L. Dubbert: «Pro-
gressivism and the Masculinity Crisis», en The American Man, edición de E. y j. Pleck,
Prentice-Hall Inc., New jersey, 1980, pp. 303 a 319.
Prólogo/35

No obstante, todos coinciden en señalar la clara expresión del miedo


que produce la «europeización» de América, sinónimo de feminiza­
ción de la cultura y, en consecuencia, del hombre estadounidense.
Ahora bien, en el siglo xix, el estadounidense se jactaba de haber sabi­
do escapar a la pusilanimidad de la civilización europea61. Hasta prin­
cipios de este siglo, la virilidad norteamericana había dispuesto de
múltiples ocasiones para manifestarse. La expansión geográfica — la
conquista del Oeste, la «pacificación» de las poblaciones locales y el
desarrollo urbano— unida a un crecimiento económico rápido y el
desarrollo de las infraestructuras industriales alimentaron un opti­
mismo viril que favorecía la promoción social02. Antes de la guerra
de Secesión (1861-1865), un 88% de los hombres eran granjeros, arte­
sanos o comerciantes independientes. En 1910, menos de un tercio
de los norteamericanos seguía viviendo de esas actividades63. La in­
dustrialización impuso muy rápidamente sus particulares obligacio­
nes —trabajo mecánico, rutina y parcelamiento— y los trabajadores
se vieron desposeídos de cualquier tipo de control sobre la organiza­
ción y el resultado de su labor.
Al igual que en Europa, esta mutación económica iba acompaña­
da de una perturbación de la vida familiar y de los valores que excita­
ba la angustia de los hombres. Obligados a trabajar cada vez más lejos
de su hogar, tuvieron que dejar la educación de sus hijos bajo la exclu­
siva responsabilidad de sus esposas. La paternidad se convirtió en
«una institución dominical»64 y la nueva virilidad se identificó con el
éxito, simbolizado con dinero. La crisis de la masculinidad se hizo
evidente cuando las mujeres, también como en Europa65, pretendie­
ron hacer algo más que ser madres hogareñas. Más ruidosas que las
europeas, manifestaron su cansancio de dichas tareas y se rebelaron
contra las convenciones. Frustradas, deprimidas, tomaron la ofensiva

61 Joe L. Dubbcrt, «Progressivism and the Masculinity Crisis», op. cit., p. 308.
62 Michael S. Kimmel: «The contemporary Crisis of Masculinity...», en Brod, op.
cit., p. 138.
63 Ibidem, p. 138.
61 Peter G. Fiiene: op. cit., pp. 78-79.
65 A diferencia de Europa, los EE. UU. había conocido ya una crisis de la domestict-
dad. Desde los años 1890, libros y periódicos femeninos se quejaban con amargura de la
falta de servicio o ayuda doméstica, cosa que condenaba a las mujeres a realizar estas ta­
reas rutinarias. En la misma época, en Europa, incluso en los hogares más modestos po­
dían benefíarse de la ayuda de una criada. De ello da testimonio, por ejemplo, Emile
Zola en L es Roueon-Maequart (1871-1893); trad. cast., Los Rouson-Macqart, Alianza Edito­
rial, Madrid, 1981.
36/Elisabeth Badinter

creando clubs femeninos, enviando a sus hijas al colegio66 y trabajan­


do fuera de casa. La mujer norteamericana, que se quiere indepen­
diente, reclama para sí el poder quedarse soltera o el casarse según
sean sus sentimientos y su voluntad. Si se casa tiene menos hijos y no
por ello se someterá al marido. Reclama el derecho al divorcio, una
mayor participación en la vida pública y, evidentemente, el derecho a
votar. Como en Europa, los hombres se declaran hostiles a ese nuevo
ideal femenino. Acusan de egoísmo a la Nueva Eva porque degrada
su sexo, abandona el hogar y pone en peligro la familia. Califican a es­
tas mujeres de «tercer sexo» o «lesbianas hombrunas»67. El aumento
de divorcios — 7.000 en 1860, 56.000 en 1900 y 100.000 en 1914—
y el declive de la natalidad68 provocaron miles de artículos sobre la di­
solución de la familia. En 1903, Theodore Roosevelt anuncia que la
raza norteamericana está suicidándose. Incluso los defensores demó­
cratas del sufragio femenino consideraban que las feministas iban de­
masiado lejos. En realidad, cuanto más alto expresaban las mujeres
sus reivindicaciones más se hacía evidente la vulnerabilidad de los
hombres: con un rol masculino incierto y un gran pánico de la femi­
nización69 el norteamericano medio de principios de este siglo ya no
sabe cómo ser un hombre digno de este apelativo.
A diferencia de muchos europeos, los norteamericanos se irrita­
ron menos con las mujeres que con la feminización de la cultura70. Se
avisa a los padres del peligro que supone educar a los niños entre al­
godones y se reprende a las madres que minan la virilidad de sus hijos,
es decir, su vitalidad. Se defiende la separación entre los sexos y de sus
respectivas actividades. El fútbol americano y el béisbol se populari­
zaron, probablemente porque tal como lo indicaba, en 1909, un pe­
riodista: «El campo de fútbol (deporte particularmente violento) es el

f,f> En los EE.UU., ir a la escuela significaba abandonar el techo paterno y entrar en


contacto con la mixtidad a través de los estudios, los deportes y la vida social. En 189G,
se calculaba que había 3.000 chicas con diploma de un colegio por 13.000 muchachos
con el mismo título. A principios del siglo xx, las chicas representaban el 40% del con­
junto de jóvenes con diploma y no querían ni oír hablar de volver a casa para dedicarse
a lo mismo que hacían sus madres. P. Filene informa de que entre 1880 y 1890 el núme­
ro de mujeres que trabajan ha superado e¡ doble. Entre 1900 y 1910 ha aumentado aún
en un 50%. Filene, op. cit., p. 26, y Michael S. Kimmel, op. cit., p. 144.
67 M. S. Kimmel, op. cit., p. 144.
6B De 1.300 hijos con menos de cinco años para 1.000 madres, en 1.800, se cayó a
700 hijos en 1.900: ídem, pp. 40 y 41.
69 El libro de Henry james Las bostonianas (1886) — Barcelona 1986— ilustra este
miedo a la feminización.
70 M. S. Kimmel, op. cit., p. 146.
Próiogo/37

único lugar en el que la supremacía masculina es incontestable»71.


Con la misma intención se adopta la institución de los boy-scouts,
que tiene como objetivo «la salvación de los chicos de la podredum­
bre de la civilización urbana»72 y hacer niños machos, hombres viri­
les. El héroe de los norteamericanos es Theodore Roosevelt, presi­
dente de los Estados Unidos entre 1901 y 1908, porque encarna los
valores viriles tradicionales. El presidente calma las heridas masculi­
nas animándoles a esforzarse de nuevo y a ser valientes, defendiendo
la antigua distinción de los roles sexuales e insistiendo en el carácter
sagrado de la misión maternal de las norteamericanas. No obstante, la
crisis psíquica de los hombres no desaparece. Poco antes de la Prime­
ra Guerra Mundial no han encontrado todavía una respuesta al dile­
ma de la virilidad moderna. A modo de sublimación irreal, aparecen
nuevos héroes en la literatura. Se pretende que reviva el Oeste salvaje
y se inventa la figura emblemática del cow-boy, hombre viril por exce­
lencia: «Violento, pero honorable, luchador incansable armado de un
revolver fálico, defiende a las mujeres sin por ello dejarse domesticar
por ellas»73. Las clases medias se arrojaron literalmente a la lectura de
estos nuevos libros así como sobre la serie Tarpán, publicada a partir
de 1912 por Edgar Rice Burroughs y de la que se vendieron más de 36
millones de ejemplares. A pesar de todo, muchos hombres no conse­
guían calmar sus angustias. En 1917, la entrada en guerra de los Esta­
dos Unidos sirvió de vía de escape y a modo de «test» de virilidad para
muchos de entre ellos. Convencidos de que luchaban por una causa
justa, los hombres podían al mismo tiempo desencadenar la violencia
acumulada y demostrarse a sí mismos que, a fin de cuentas, eran ver­
daderos machos74.
De este modo, la guerra resolvió momentáneamente la crisis de
masculinidad reinante a principios de siglo. jA grandes males, gran­

71 The Independent, citado por Joe L. Dubbert, op, cit., p. 308.


72 Filene, Peter G., op. cit., p. 95. La institución de los «boys scouts» fue creada en
Inglaterra por el general Robert Baden-Powell en 1908.
73 Ibidem, p. 94. La primera novela de este tipo fue The Virginian (1902), de Owen
Wister. Tuvo un considerable éxito. En menos de un año se publicaron 15 novelas del
mismo género.
74 Basta con leer la correspondencia del escritor John Dos Passos para convencerse
de ello. Destinado a Francia durante la guerra, sus cartas vibran con una violencia apa­
sionada. Le confía a su amigo Arthur McComb que jamás ha sido tan feliz como ío es en
aquellos momentos, durante el combate: «Siento constantemente la necesidad de la bo­
rrachera excitante que es para mí un bombardeo... Ahí me siento vivo como nunca an­
tes me sentí.» Es decir: aquí me siento un auténtico hombre, Peter G. Filene, op. cit.,
p. 101.
38/Elisabeth Badinter

des remedios! Pero la guerra sólo consiguió enmascarar los problemas


esenciales que no habían sabido resolverse y que hoy vuelven a resur­
gir con toda su virulencia. Después del cataclismo de la Segunda Gue­
rra Mundial, durante la cual la hipervirilidad se mostró con todos sus
rasgos patológicos, la guerra ya no parece adecuada para remediar las
deficiencias masculinas. De nuevo pues, nos hallamos confrontados a
los problemas del hombre sin posibilidad de escapatoria en el hori­
zonte. Una verdadera polémica, inaugurada por las distintas corrien­
tes feministas, queda planteada en el seno de las ciencias del «hom­
bre». El debate es crucial para todos puesto que según sea el punto de
vista ganador se determinará la pedagogía, la relación entre los sexos
y la política en general.

La polémica actual: ¿hombre sobredeterminado


o indeterminado?

La masculinidad ¿es un dato biológico o bien una construcción


ideológica? La cuestión divide a los defensores del determinismo
biológico y a los culturalistas que, hoy, en los Estados Unidos, se de­
nominan «constructivistas». En contra de lo que pudiera parecer, no
se trata del viejo debate entre antiguos y modernos, tradicionalistas y
liberales, sino que opone con aspereza dos corrientes feministas, am­
bas con la pretensión de defender la igualdad de los sexos: una a partir
del dualismo absoluto de los dos géneros; la otra basándose en la simi­
litud de los sexos y la existencia de infinidad de géneros humanos.

Los diferencialistas o el eterno masculino

Bajo ese vocablo se incluyen todos aquellos que piensan que la di­
ferencia irreductible entre los sexos es la ultima ratio de sus destinos
respectivos y de sus mutuas relaciones. En última instancia es la bio­
logía la que determina la esencia masculina y femenina. Este punto
de vista vive un actual rejuvenecimiento a través de la sociobiología,
fundada en 1975 por E. O. Wilson75. Estudioso del comportamiento

75 E. O. Wilson: Sociobiología; Barcelona, 1980. Y Sobre la naturaleza humana-, Madrid,


1983. Define la sociobiología como «el estudio sistemático de los fundamentos biológi­
cos de todos los comportamientos sociales».
Prólogo/39

de los insectos, Wilson y sus discípulos están convencidos de que to­


dos los comportamientos humanos se explican en términos de heren­
cia genética y del funcionamiento de las neuronas. Ultimos herederos
de Darwin, creen que nuestros comportamientos son dictados por la
evolución y la necesidad de adaptarse.
Las teorías sociobiológicas, mucho más populares en los países
anglófonos que en Francia76, parten del principio que el sexo es «una
fuerza antisocial». Los sexos no están hechos para entenderse» sino
para reproducirse, y es en la oposición de sus estrategias para dicha
reproducción donde radica la explicación última de su naturaleza.
Con humor, Jeffrey Weeks afirma: «Todas las diferencias comienzan
y acaban con los ovarios y los testículos»77. A partir del número de
óvulos y de espermatozoides se extrapolan los caracteres presunta­
mente innatos de los hombres y de las mujeres. Ellas, naturalmente,
son «tímidas, difíciles, puntillosas»; y ellos, «unos inconstantes que se
acuestan con cualquiera»78. Otro postulado que se deduce del número
de huevos disponibles en casa del macho y de la hembra es el siguien­
te: {la competitividad inevitable entre los machos para poseer el po­
tencial reproductivo limitado de las mujeres! En esta competitividad
son siempre los machos más fuertes y agresivos los que ganan. Y es
también esa agresividad hereditaria masculina la que proporciona las
bases biológicas de la dominación de los machos sobre las hembras, la
jerarquía y la competitividad entre los hombres y la guerra79.
David Barash intentó incluso demostrar que la violación era na­
tural en el hombre80. Tomando ejemplos en el reino animal (abejas,
lombrices, patos...) y en el vegetal (¡habla de las flores hembra viola­
das por las flores macho!), defiende la inocencia del violador e inclu­
so le elogia. Sugiere que los violadores no son más que las herramien­
tas sin voluntad de una pulsión genética ciega. La violación es una
necesidad inconsciente de la reproducción y por ello, biológicamente
hablando, a la vez ventajosa e inevitable.

76 AI margen de Desmond Morris, cuyo L e singe nu obtuvo un notable éxito, Lionel


Tiger (Men in groups) y E. O. Wilson, traducidos al francés ( y a ! castellano éste último),
sólo consiguieron seducir a los teóricos de la nueva derecha.
77 jeffrey Weeks: SexuaiiijanditsD iscántente, Routledge Se Kegan, 1985 (reeditado en
1989), p. 114.
78 Ruth Bleier: Science and Gender. A critique o f Biology and its Theorie on Women, Perga-
mon Press, p. 19.
79 Idem, p. 20.
80 D. Barash: The Wisperings Within; Harper & Row, 1979, pp. 30-31. Los libros de
Barash son muy populares, y al mismo tiempo muy criticados, en los EE.UU.
40/Elisabeth Badinter

Nos reiríamos de estas teorías si no tuvieran aún su público en los


países anglosajones. Abandonemos pues a los sociobioiogistas, que se
remontan a los insectos y al hombre de las cavernas, para dirigirnos a
las feministas diferencialistas que igualmente parten del determinis-
mo biológico para definir la mujer y el hombre. Aunque sus objetivos
se hallen en las antípodas, ambas corrientes comparten un credo que
reza la existencia de una esencia sexual inmutable. Si la primera basa
en la misma la eterna superioridad masculina, la segunda corriente
sostiene que la diferencia radical constituye la vía real hacia la igual­
dad de los sexos.
El diferencialismo feminista nació a finales de los años 70 como
consecuencia de las decepciones provocadas por el feminismo uni­
versalista, dominante desde los tiempos de Simone de Beauvoir, par-
tidariadeunapolítica de la mezcladesexos fundada sobre la filosofía de la
semejanza. Se le reprochó no haber resuelto los problemas esenciales.
Al constatar que las mujeres habían conseguido muy poco con este ré­
gimen a no ser la doble jornada laboral, los trabajos peor pagados y
una presión sexual más fuerte que nunca anteriormente, algunas mu­
jeres concluyeron que se habían equivocado de camino. Se dijeron: si
la igualdad no es más que un engaño es debido a que no se aceptan ni
se tienen en cuenta las diferencias. Para asemejarse a ios hombres, las
mujeres se han visto obligadas a negar su esencia femenina y a ser un
pálido calco de sus amos. Perdiendo su identidad, viven en la peor de
las alienaciones y procuran, sin saberlo, la última victoria al imperia­
lismo masculino8’.
Las diferencialistas, denominadas también feministas maximalis-
tas82 o nacionalistas83, han puesto el acento sobe las diferencias cor­
porales — y, más recientemente, sobre el inconsciente específicamen­
te femenino— para recuperar la esencia femenina. La vulva es la me­
tonimia de la mujer84, como antaño lo fuera el ovario para médicos y
filósofos del siglo xix. De la manera más natural, se vuelve a ensalzar
la maternidad. Incluso cuando Luce Irigaray proclama el derecho a la

85 Las primeras que sostuvieron estas posturas, en los Estados Unidos, fueron las
lesbianas separatistas. Otras, que se quieren más radicales, las siguieron. En Francia,
Luce Irigaray encarna esta .corriente.
82 Expresión creada, en 1980, por Catherine Stimpson para designar a las feminis­
tas que acentúan las diferencias sexuales oponiéndose a los minimalistas.
8:5 Cfr. Ti'Grace Atkínson, «Le Nationalisme féminin», en Nouveües questions féminis-
tes, núm. 13, 1984.
84 Maryse Guerlais: «Vers une nouvelle idéologie du droit statutaire: le temps de la
différence de Luce Irigaray», en Nouveües questions jéministes, núms. 16-17-18, IV^l.
Prólogo/41

virginidad85, asistimos en realidad a un retorno de la sublimación de


la maternidad. Ahí radica el verdadero destino de las mujeres, la con­
dición de su potencia, de su felicidad y el futuro de la regeneración
dei mundo tan maltratado por los hombres. Las feministas diferen-
cialistas preconizan la separación de los sexos y animan a las mujeres
para que privilegien las relaciones entre ellas. Adrianne Rich:, desde
197686, y Luce Irigaray ven en la relación madre/hija la quintaesencia
de la pareja humana, el fundamento de la fuerza y de la amistad entre
mujeres y una primera respuesta al patriarcado dominante en el mun­
do87. Llegando al límite de su lógica, A. Rich no critica la heterose-
xüalidad, pero invita a las mujeres a que reconozcan su homosexuali­
dad latente88.
A. Rich fue muy leída, pero poco seguida en este terreno. No obs­
tante, la ideología maternalista y ginocéntrica obtiene un cierto éxito.
No tan sólo justifica la superioridad moral de las mujeres sobre los
hombres, sino que fundamenta también un buen número de sus pre­
rrogativas. Si las mujeres son por su propia naturaleza «maternales»,
es decir, dulces, pacíficas, entrañables, es lógico que se crea que son el
futuro radiante de la humanidad. La maternidad — hasta el momento
considerada como una relación privada— debe pensarse como un
modelo de carácter público89. Proporcionará las bases de una manera
completamente nueva de concebir el poder y la ciudadanía. «El ciu­
dadano será un ser amoroso... consagrado a la protección de la vida

85 Le temps de la différence, Le Livre de Poche, 1989, p. 71.


86 A. Rich: Nacida de mujer; Barcelona, 1978,
87 Asimismo, Luce Irigaray invita a las chicas a permanecer en el regazo de sus ma­
dres y a reconstruir las «importantes parejas madres-hijas de ia mitología: Demetria-
Koré, Cliptemnestra-Ifígenia, Yocasta-Antígona». Apuntando un poco más lejos toda­
vía, reclama la creación de un lenguaje y de un código civií exclusivamente femeninos.
La estrategia de la no-mixtídad de los sexos llevada al límite tiene como consecuencia la
creación de un mundo de mujeres. Es la única manera, según ella, de acabar «con la cul­
tura patriarcal que se basa en el sacrificio, el crimen y la guerra». Cfr. Le temps de la diffé-
rence, op. cit., pp. 23 y 27.
88 «Compulsory Heterosexuality and Lesbian Existence», en Signs, 5, 1980, pp,: 631 -
660. El artículo armó escándalo en los EE.UU.
?9 Apoyándose en los trabajos de Nancy Chodorow o de Caro! GiiHgan, que quie­
ren demostrar la superioridad «social» y moral de las mujeres, las feministas «materia­
listas» declaran que la experiencia maternal de las mujeres les otorga una capacidad mo­
ral que puede acorralar el mundo individualista del macho liberal. Véase Nancy Cho­
dorow: The Reproduction ofM othering, University o f California Press, 1978. En este libro la
autora quiere demostrar que la aptitud de las mujeres para comunicar y establecer rela­
ciones con los demás es una cualidad humana más positiva que la necesidad masculina
de tomar distancias. Véase también Carol Gilligan: In a D ifferent Voice, Harvard Univer-
sity Press, 1982.
42/E!isabeth Bad ínter

humana, tan vulnerable»90. Es decir, el mundo sólo pueden salvarlo


las madres.
Las «ecofeministas»-1recuperaron el tema y lo desarrollaron. Para
ellas, ia mujer encarna la naturaleza y la vida, mientras que al hombre
se le deja del lado de la cultura y de la muerte. Esta dicotomía consi­
guió cierto éxito en Francia92, incluso antes de que se hablara de la fe­
cundación in vitro. La activó el miedo de las mujeres a verse privadas
de la función procreadora. Se habló del poder ejercido por el cuerpo
médico masculino sobre el vientre de las mujeres y del espectro de la
máquina artificial materna como último invento del macho tirano
para eliminar a su enemiga. Deseosas de someterse a la naturaleza, al­
gunas de estas feministas, antes militantes en defensa de la contracep-
ción y el aborto, se plantean hoy su propia legitimidad. Opuestas a
todo lo que supone una amenaza para la vida, las ecofeministas se di­
cen implicadas en el entorno y por el conjunto de la cadena de la exis­
tencia. Hostiles a la teoría del animal-máquina del siglo xvii, consi­
deran el ser humano como un animal, entre otros. Muchas van más
allá de la simple declaración de simpatías hacia la animalidad sufrien­
te e insisten sobre los lazos que unen a la mujer con el animal93... con­
tra el hombre. Una de ellas sugiere que «la simpatía que muchas muje­
res sienten por los animales se debe al hecho de que unas y otros son
víctimas de los hombres»94. Por consiguiente, si se pretende eliminar
el patriarcado (explotador de la naturaleza), «es necesario tomar cons­
ciencia del sufrimiento de los no-humanos»95 al igual que se conside­
ra el de todas las minorías oprimidas por los hombres. Sólo así se

yo Mary G. Diez: «Feminism and Theories of Qtizenship», en Gender, PolUks and P o­


wer. Y, Onway, S. Bourque & j. W. Scott editores, University of Michigan Press, 1987,
p. 11.
1)1 Linda Birke, op. cit., pp. 116-125.
92 Cfr. la revista Sorciéres, especialmente el núm. 20, 1980: «La nature assassinée», en
la que se reivindica la identidad mujer/naturaleza. Se critica también la noción de bise-
xualidad, a la que se le sospecha un querer librarse de lo femenino (p. 15). Véase tam­
bién la revista Le Sauvage, que anda en la misma dirección, como también lo hacen mu­
chos trabajos que honoran el cuerpo, la regla y el útero de la mujer. En medio de todo
ello, se llegó incluso a revalorar el trabajo doméstico, como más pacífico y cercano a la
naturaleza que el trabajo realizado por los hombres. Cfr. Annie Leclerc: Paroles de femmes,
Grasset, 1976, p. 114.
93 Cfr. A. Brown, Wbo Cares f o r Animáis?, Hernemann, Londres, 1974, pp. 1-35.
1)4 Carol Adams, «The O Edipus Complex: Feminism and Vegetarianism», en The
Lesbian Reader, G. Covina & L. Galana (eds.) Amazon Press, Oakiand California, 1975,
pp. 149-150.
95 Norma Benney, «Ail of One Flesh: The Rights o f Animáis», en Caldecott & Le-
land, citado por Linda Birke, op. cit., p. 121.
Prólogo/43

romperá la cadena de la existencia modelada por el hombre, animal


hasta tal punto pervertido que ya no pertenece al mundo natural. La
diferencia que existe entre la mujer y el animal es solamente una cues­
tión de grado, mientras que la que existe entre ella y el hombre es de
carácter natural. Nos encontramos aquí con el mismo discurso que
pronuncian los sociobiologistas, capaces de comparar una abeja y una
mujer pero no un hombre y una mujer.
Fundamentándose en el mismo principio del determinismo bio­
lógico, sociobiología y feminismo diferencialista consiguen un resul­
tado similar: uno se valora siempre a partir de otro. Bajo esta óptica,
hombres y mujeres deberán encontrarse simplemente para la insemi­
nación... El esencial ismo desemboca necesariamente en la separación
y, lo que es peor, en la opresión. Sólo puede ofrecer una perspectiva
limitada de la naturaleza y de las potencialidades humanas. Todo se
halla inscrito de antemano y no hay posibilidades de cambios ni de
creación. Encarcelados en un esquema predeterminado e incluso so-
bredeterminado, el hombre y la mujer se ven condenados a represen­
tar los mismos papeles a perpetuidad, declarándose eternamente la
misma guerra.

Los constructivistas o el estallido de la masculinidad

En la actualidad, los especialistas de los Men’s Studies coinciden


en rechazar la idea de masculinidad única. Con una formación huma­
nística, contestan el papel preponderante de la biología y se preocu­
pan por demostrar la plasticidad humana. Conocedores de la labor de
los antropólogos sociales y culturales y de todo cuanto hace referen­
cia a la investigación histórica y sociológica sobre la masculinidad (y
la feminidad también), concluyen que no existe un modelo masculi­
no universal, válido para cualquier lugar y en cualquier momento. A
su modo de ver, la masculinidad no constituye una esencia, sino una
ideología que tiende a justificar la dominación masculina. Sus formas
cambian (¿qué tienen en común el guerrero de la Edad Medía y el pa­
dre de familia de los años 60?) y sólo subsiste el poder que el hombre
ejerce sobre la mujer. Pero hoy, cuando este poder se desmorona, ¿qué
queda ya de la masculinidad?
Hace ya casi medio siglo que la antropóloga norteamericana Mar­
garet Mead abría el camino que lleva a una idea de multiplicidad de
masculinidades. Tras estudiar siete poblaciones de los mares del
44/Eiisabeth Badimer

Sur96, puso en evidencia la extrema variabilidad de los roles y de los


estereotipos masculinos y femeninos así como de las relaciones que
establecen hombres y mujeres. ¿Qué tienen en común un macho ara-
pesh, amante del arte y que dejará que le maltraten antes que pelearse
él mismo, con el guerrero mundugumor, colérico y agresivo que se
comía al enemigo capturado en un fastuoso banquete?97. ¿Cómo es
posible comparar la audacia sexual de los jóvenes iatmul con la tim i­
dez de los chambuli?
Algunos trabajos más recientes demuestran, que la diversidad
masculina persiste de uno a otro extremo del mundo a pesar de la cre­
ciente occidentalización. David Gilmore98 describe la multiplicidad
de los modelos existentes desde el sur mediterráneo hasta las tribus
samburu, en el este de Africa, pasando por las tribus de Nueva Gui­
nea, los tahitianos, los judíos norteamericanos y otros muchos. Ahí
encuentra hombres duros y angustiados99 por su virilidad que acusan
la más mínima diferencia con las mujeres; más allá, ve hombres tier­
nos y dulces, que viven pacíficamente la mixtidad de los sexos100 y
que parecerían femeninos a nuestro modo de ver tradicional. ¿ En
qué queda el mito de la agresividad natural de los hombres cuando es­
tudiamos la pequeña sociedad semai, en el centro de M alasiat0i, una
de las poblaciones más pacíficas del mundo? Ante ella no podemos
impedirnos un replanteamiento sobre la «naturaleza» y el origen de la
masculinidad. Entre Rambo, héroe de los jóvenes norteamericanos, y

% L ’Un et l'autre sexe (E t uno es el otro). Las críticas recientes a uno de sus libros más
famosos (Corning ojA ge in S am a, de 1928) no cuestionan ia validez de sus últimos traba­
jos sobre ia diversidad de los géneros. Cfr. Derek Freeman: Margaret Mead and Sam a, The
Making and Unmaking o f an Anthropoiogical Myth; Harvard University Press, í 983.
97 M. Mead, op. cit., pp. 67 y 70.
98 David A. Gilmore: Manhoodin the Making. Cultural Concepts o f Masculinity, Ya le Uni­
versity Press, 1990.
w Por ejemplo, las tribus de Nueva Guinea. Léase Maurice Godelier: La producción de
los grandes hombres, Barcelona 1986. Este libro incluye las observaciones realizadas, en
1967 y en 1975, por el autor entre los baruya; Gilbert H. Herdt, eds.: Rituais o f Manhood.
Male Initiation in Papua New-Guinea, University of California Press, 1982.
!m) Sobre los tahitianos, léase Robert Levy: Tahitians, Mind and Experience with the So­
ciety Islands, University of Chicago Press, 1973.
101 Los sema i piensan que la agresividad es ia peor entre las calamidades y ia frusta-
ción del prójimo, el mal absoluto. Resultado: no son ni celosos, ni autoritarios, ni des­
preciativos. Cultivan cualidades no competitivas, son más bien pasivos y tímidos y se
comportan discretamente ante los demás, sean hombres o mujeres. Poco preocupados
por 3a diferencia entre los sexos, no ejercen ninguna presión sobre los muchachos para
que se diferencien de las chicas y se conviertan en hombres duros. Cfr. D. Gilmore, op.
cit., pp. 209-219. Véase también Robert K. Dentan: The Semai: A non Violent People o f Ma-
laysia, N. Y. Holt, Rinehardt and Wurston, 1979.
Prólogo/45

el hombrecito semai, ¿cuál de los dos es más viril?, ¿cuál es más nor­
i a l y se identifica mejor con su propia naturaleza?, ¿cuál de los dos se
ha visto más presionado por su entorno y por la educación?, ¿cuál de
los dos ha inhibido una parte de sí mismo?
No es necesario recorrer el mundo entero para constatar la multi­
plicidad de los modelos masculinos. Nuestra sociedad constituye un
perfecto observatorio para dicha diversidad. La masculinidad es dis­
tinta según sea la época, pero también según la cíase social102, la ra­
za’03 y la edad104 de los hombres.
Así se comprenderá que la célebre frase de Simone de Beauvoir
también puede aplicarse a ellos: uno no nace hombre, se hace. Es algo
que parece demostrado, a contrario, por los niños salvajes del siglo xix,
Victor de Aveyron y Gaspar Hauser, que crecieron alejados de todo
contacto humano. También es verdad que los observadores de estos
chicos se interesaban poco por los problemas de identidad sexual.
Pero, a pesar de ello, dichos problemas aparecen en sus crónicas. Gas­
par Hauser, él, quiere ponerse vestidos de chica, porque le parecen
más bonitos: «Le decimos que tiene que ser un hombre: se niega total­
mente a ello»105. Victor, al que el doctor ítard describe como poseído
de fuertes pulsiones sexuales, no demuestra preferencias por ninguno
de los dos sexos. Su deseo no establece diferencias, cosa que, según
dice en 1801 el bueno del doctor, no debe sorprender: «Es un ser al
que la educación no había enseñado a distinguir un hombre de una
mujer»106.
Si la masculinidad se aprende y se construye, no cabe duda de que
también puede cambiar. En el siglo xviii, un hombre digno de ese
epíteto podía llorar en público y desmayarse; a finales del siglo xix, ya
no puede hacerlo, so pena de dejar en ello su dignidad masculina. Lo
que se construye es pues susceptible de ser derruido, para reedificarse
más adelante. Pero los más radicales de entre los «constructivistas»,
inspirándose en Jacques Derrida, sólo se ocupan del derribo. Se trata
de explosionar definitivamente el dualismo de géneros107e incluso de
102 Anthony Astrachan: How Men Feel, N. Y. Anchor Press/Double day, 1986.
103 Robert Staples: «Stereotypes of Black male sexuality», en Men’s Lives, op. cit.,
p- 4.
504 Véase 2.a parte, cap. 2.
105 Lucien Malson: Les enfants sauvages, 10/18, París, 1964, pp. 81-82.
106 Idem.
107 S. Kessler & McKenna: Gender: A » EthnoMethodogicalApproach, N. Y., 1978, John
Wiley, Cuestionan el dualimo de los géneros, categorías arbitrarías, como también lo
hace Holiy Devor: Gender Blending. Confronting the limits o f duality, Indiana University
Press, 1989, p. 33.
46/Elisabeth Badinter

sexos108, que no son otra cosa que oposiciones ideológicas destinadas


a mantener la opresión de unos por otros. Por esta vía pretenden qui­
tarse de encima de una vez por todas los problemas de identidad se­
xual — incluidos los de los transexuales109— e instaurar un régimen
de plena libertad.
De manera que las dos posturas son irreconciliables. Entre los de­
fensores del determinismo biológico, que establecen un retrato del
macho eterno, y sus opuestos, que afirman tranquilamente que «el gé­
nero masculino no existe»110, nos quedamos con la sensación de que
el enigma masculino es más misterioso que nunca. ¿Será que el hom­
bre es una pregunta sin respuesta, un significante sin significado? Y,
sin embargo, sabemos que hay dos sexos y el hombre no es una mujer.
Excepción hecha de determinados casos, distinguimos siempre unos
de otras. Si la diversidad de los comportamientos desmiente la pree­
minencia del hecho biológico, la multiplicidad de las masculinídades
no puede tampoco impedir la comunidad de caracteres o la existencia
de connivencias en secreto. Es en busca de éstas que partimos ahora.

M'8 Judith Butler: Gender Trouble. Feminism and Subversión o f Identity, Routledge, 1990.
Su objetivo es desestabilizar la distinción. Insiste en el hecho de que incluso el cuerpo es
una construcción, p. 8.
1(19 Marcia Yudkin: «Transexualism and Women: a critical perspective», en Feminist
Studies, octubre de 1978, vol 4, núm. 3, pp. 97 a 106.
110 Marc Chabot: «Genre masculin, genre flou». Conferencia en la Universidad de
La val, en Quebec, pronunciada en 1990, y que el autor me ha prestado. Actualmente se
halla publicada en D eshommes etd u masculin, Bief, Presses Universitaires de Lyon, primer
trimestre de 1992, pp. 177 a 191.
PRIMERA PARTE

CONSTRUIR UN MACHO (Y)


LA IDENTIDAD MASCULINA

La problemática de la identidad sexual

La preocupación por la identidad sexual es relativamente recien­


te. Hasta el siglo x ix f cuando se presentaba un caso de intersexuali-
dad\ se creia que un sujeto podía cambiar de identidad sexual sin por
ello sufrir trastornos interiores. El caso de Herculina Barbin2, falso
hermafrodita masculino, vino a desmentir trágicamente esta concep­
ción exclusivamente social de la identidad sexual.
A partir de los trabajos realizados por Erik Eríkson3, sabemos que
la adquisición de una identidad (social o psicológica) es un proceso

5 Hay dos tipos de intersexualidad que plantean problemas de identidad. En un


caso, los órganos genitales externos son, de entrada, visiblemente ambiguos. Pero en el
otro, tienen un aspecto comparable a la normalidad aunque la evolución de los carácte-
res sexuales secundarios durante la pubertad no están en armonía con la apariencia. Cfr.
Léon Kreisler: «Les intersexuels avec ambigu'ité génitale», en La Psychiatrie de l'enfant,
vol. XIII, fase. 1, 1970, pp. 5 a 127.
2 Michel Foucault (editor): Herculine Barbin, dite A texina B. Gallimard, 1978. El tex­
to contiene el diario y el dossier médico-legal de un hermafrodita masculino declarado
hembra a! nacer, en 1838, y que se verá obligado a cambiar oficialmente de identidad
una vez superada la adolescencia, cuando demostró ser más masculino que femenino.
El trastorno psíquico fue tan grande que se suicidó, en 1868, porque no conseguía acep­
tar su nueva identidad masculina.
3 Erik Erikson: Infancia y sociedad, Barcelona, 1983. Y, sobre todo, Identity and the Life
Cycte, 1959, reedición en 1980 por W. W. Norton & Company N. Y.

49
50/Construir un macho (Y)

extremadamente complejo que comporta una relación positiva de in­


clusión y una relación negativa de exclusión. Nos definimos a partir
de parecemos a unos y de ser distintos a otros4. El sentimiento de
identidad sexual5 obedece también a estos procesos.
Para Freud, la identificación ya era la clave del concepto de iden­
tidad, múltiple por definición6. E. Erikson le añadió el de la diferen­
ciación. Hoy en día, todos los psicólogos reconocen la importancia de
este segundo principio, escasamente considerado hace apenas treinta
años. Se sabe que un niño puede distinguir su identidad sexual tanto a
partir de las diferencias con el otro sexo como de las similitudes con
los que son de su mismo sexo7. J. Money y A. Ehrhard insisten sobre
la importancia del código negativo, que, además de no estar en abso­
luto «vacío», sirve simultáneamente de modelo para saber lo que no
debe hacerse y lo que puede esperarse del otro sexo. Incluso aunque
las diferencias culturales entre los sexos sean relativamente pocas,
quedan siempre las suficientes para que el código doble subsista. Eso
prueba la importancia del reconocimiento del «dualismo de los géne­
ros» para que el crío obtenga un claro sen tim ien to de identidad.

Las dificultades de la ide?itidad masculina

J. Money insiste en que es más fácil «hacen) una mujer que un


hombre8. La evolución viril es verdaderamente la via difficiliorK). Desde
la concepción de un XY hasta la consecución de la masculinidad

4 Al ex Mucchidli: L ’ldeníité, Colección «Que Sais-je?» PUF, 1986.


5 Para describirlo, el americano dispone de un vocablo más preciso que el francés.
Robert Stoller, especialista de la transexualídad, pidió, ya en 1963, que se distinguiera
entre sexo, género y el núcleo de la identidad del género. La palabra sexo (estado de va­
rón o hembra) nos remite al terreno de la biología. Para determinar el sexo hay que ana­
lizar los cromosomas, los órganos genitales externos e internos, las gónadas, el estado
hormona! y las características sexuales secundarías. VAgénero tiene connotaciones psico­
lógicas y culturales. «La identidad del género» empieza con la percepción de la pertenencia
a un sexo y no a] otro. El «núcleo de la identidad d el género» es la convicción de que la propia
asignación del sexo ha sido correcta. «Soy un macho» se impone antes de haber cumpli­
do los dos años y persiste generalmente toda la vida de modo inalterable.
6 «La identificación en sí autoriza tal vez a un empleo literal de esa expresión: plu­
ralidad de las personas psíquicas», en Naissance de la psychanalyse, notas que acompañan la
carta del 2 de mayo de 1897, PUF, 1986, p. 176.
7 J. Money & A. Ehrhardt: Man Woman; Boy <&Girl. The johns Hopkíns Univer­
sity Press, 1972. Edición de 1982, p. 13.
8 Ibidem, p. 19.
9 J. Le Rider: «Miséres de la virílité á la belle époque», en Le Genre humain, op. cit.,
pp. 121 y 122.
La identidad masculina/51

adulta hay un camino sembrado de obstáculos. La frase de Spinoza


«toda determinación es negación»50 se aplica mejor a él que a ella. Ya
en 1959, la psicóloga norteamericana Ruth Hartley comprende que,
ante todo, el niño se define negativamente: «Generalmente los ma­
chos aprenden lo que no deben ser para ser masculinos antes que lo
que pueden ser... Muchos niños definen de manera muy simple la
masculinidad: lo que no es femenino»51. Eso es tan cierto que podría
decirse que, desde su concepción, el embrión masculino «lucha» para
no ser femenino. Nacido de una mujer, mecido en un vientre femeni­
no, el niño macho, al contrario de lo que le sucede a la hembra, se ve
condenado a marcar diferencias durante la mayor parte de su vida.
Sólo puede existir oponiéndose a su madre, a su feminidad, a su con­
dición de bebé pasivo. Para hacer valer su identidad masculina deberá
convencerse y convencer a los demás de tres cosas: que no es una mu­
jer, que no es un bebé y que no es homosexual. De ahí el desespero de
los que no consiguen esta triple negación (¿denegación?), como lo
ilustran las novelas autobiográficas de Edmund W hite12. El héroe,
que odia su homosexualidad durante su juventud, quisiera ser «adulto,
hombre y heterosexual»13, sinónimos para él de control de sí mismo,
solidez y dignidad. Pero no es ninguna de las tres cosas y tiene que
aceptar la vergüenza de querer verse protegido como un crío.
Otra dificultad propia de la masculinidad del niño es que es me­
nos estable y menos precoz que la feminidad de ía niña. Durante mu­
cho tiempo se ha creído que era un estado primario y natural. De he­
cho es segunda, frágil y difícilmente adquirida, razón por la cual to­
dos reconocen hoy la veracidad de la afirmación de Helen Hacker:
«En general, la masculinidad es más importante para los hombres que
la feminidad para las mujeres»14.
Desde que se han puesto en evidencia las dificultades de la identi­
dad masculina, ya nadie sostiene que el hombre es el sexo fuerte. Al
contrario, se le define como el sexo débil15, víctima de numerosas fra-
10 Carta a jarig jelles, La Haya, 2 de junio de 1674.
11 R. E. Hartley: «Sex Role Pressures in the Sociaiization of the Male Child», en
Psychokgical Reports, 5, 1959; p. 458.
12 Cfr. A Boy’s O m Story, Picador Pan Books, 1982. Véase también la continuación:
The Beautiful room is empty, Nueva York, 1988.
13 The Beautiful Room is empty.
14 Helen Mayer Hacker: «The News Burdens of Masculinity», en Marriage and Family
Lieing, vol. XIX, agosto de 1957, núm. 3, p. 231.
15 Cfr. Lynne Segal: Slow Motton. Changing Masculinities, Rutgers University Press,
1990, p. 75. Gerald Fogel ed.: The P ychology o f Men, Basic Books, N. Y. 1986, p. 6. John
Munder Ross: «Beyond The Phallic illusion», en Fogel ed.
52/Conscruir un macho (Y)

giiidades, tanto psíquicas como físicas. Desde la vida intrauterina, el


macho tiene más dificultades para sobrevivir: «Parece que el embrión
y luego el feto machos sean más frágiles que los de las hembras. Esta
fragilidad persiste en el primer año de vida y la mortalidad preferen-
cial que penaliza los machos se observa a lo largo de la existencia»16.
En Francia, ía media de vida actual de las mujeres es de ocho años
más que la de los hombres. Una de las razones de esta vulnerabilidad
física se explica quizá por 1a fragilidad psíquica masculina, de la cual
somos más conscientes desde hace unos veinte años. El porcentaje de
trastornos psiquiátricos según el sexo da también un mayor número
de casos masculinosí7. Los chicos representan cerca de los dos tercios
de los pacientes en régimen de consulta externa, en Francia y en el ex­
tranjero18. Una vez pasada la adolescencia estas cifras se atenúan e in­
cluso se invierten en determinadas enfermedades psíquicas.
Léon Eisenberg apunta diversas hipótesis que explicarían este
predominio masculino en los cuadros psiquiátricos más frecuentes
entre los niños. En primer lugar, la vulnerabilidad genética: el hom­
bre posee un único cromosoma X que acusa todos los efectos nefastos
de cualquier aleloty patológico sobre dicho cromosoma. Por otra par­
te, gracias al cromosoma Y, sólo el feto macho se encuentra expuesto
a la secreción de la substancia masculinizante de los canales y de la
testosterona. Además, los psicoanalistas saben muy bien que las per­
versiones son esencialmente masculinas. El fetichismo, el travestís-
mo o el transexualismo afectan de forma muy mayoritaria a los hom­

l(i Jacques Ruffié: Le sexe et la morí, Odile Jacob, 1986, p. 81: in útero mueren más ni­
ños que niñas. Además, la Seguridad Social ha comunicado que, en 1991, un niño va­
rón de 0 a 12 meses costaba a la nación 1.714 francos más que una niña durante el mis­
mo periodo. A la edad adulta, la proporción masculina se mantiene cercana a los 100
hasta los 50 años (y eso que nacen más chicos que chicas: de 104,5 a 108,3 chicos por
cada 100 chicas, segúan las épocas y los países); pero a los 60 años quedan 92 hombres
por cada 100 mujeres, a los 70 años, 79 hombres, y a los 80 años, 58 hombres. Censofra n ­
cés, 1990.
17 Philippe Chevailier: «Population infantik consultant pour des troubies psycho-
logiques», en Pupulation, mayo-junio de 1988, núm. 3, pp. 6 11 a 638. A partir de 18 estu­
dios estadísticos sobre crios que acuden a la visita psicológica, describe unas caracterís­
ticas comunes: preponderancia de chicos y papel provocador de la escuela.
!íi Ibidem, pp. 615 y 616. Véase también el artículo detallado del psiquiatra norte­
americano León Eisenberg: «La répartition différentielle des troubies psychiques selon
le sexe», en Le faitfém inin (ed. Evelyne Sullerot), Fayard, 1978, pp., 313 a 327: «En los
EE.UU., las admisiones totales en consulta externa para crios de menos de 14 años dan
una proporción de 2,5 chicos por 1 chica. Entre los 14 y los 17 años, las admisiones son
casi parecidas en unos y otras.»
19 Alelo: gen simétrico de otro gen, situado en el locus correspondiente al segundo
cromosoma del par. <ífr. el Glosario de Fait Féminin, op. cit., p. 517.
La identidad masculina/53

bres, como si «a la naturaleza le costara más diferenciar la identidad


del macho que la de la hembra»20.
Las dificultades de la masculinidad son patentes, sobre todo ahora
y en nuestros países, en los que vemos cómo el poder que les servía de
coraza se desmorona. Sin sus defensas milenarias, el hombre expone
abiertamente sus heridas. Basta con leer la literatura masculina eu­
ropea y norteamericana de los últimos quince años para darse cuenta
de la amplia gama de sentimientos que les acechan: la rabia, la angus­
tia, el miedo a las mujeres, la impotencia, la pérdida de referencias, el
odio a sí mismos y a los demás, etc. Hay una característica común a
todos esos textos: el hombre llora2!.

20 J. Money y A. Erhardt, op. cit., p. 148.


21 Entre más de 100 novelas escritas por hombres, cerca de dos terceras partes de las
mismas presentan al héroe llorando en una o varias ocasiones...
Capítulo I
Y O EL DUALISMO SEXUAL

La evolución ha determinado los dos sexos de la especie humana


diferenciando el vigésimo tercer par en sus cromosomas: XX en la
mujer y XY en el hombre. El sexo del niño se define según la fórmula
cromosómica del espermatozoide que fecunda el óvulo1. Es pues el
macho quien engendra el macho.
Aunque siguen existiendo2 misterios acerca deJ cromosoma Y, la
genética y en particular el estudio de las anomalías cromosómicas nos
hacen reflexionar sobre la diferencia masculina, su fragilidad y su ca­
rácter en cierto modo secundario. Sabemos ya, por ejemplo, que pue­
den nacer seres humanos faltándoles un cromosoma o con uno suple­
mentario. Se puede vivir con un único X (4 4X 0)3 o con tres X
(44XXX)4, También pueden encontrarse seres humanos del tipo
1 El espermatozoide portador de un cromosoma X da un embrión hembra y c! es­
permatozoide portador de un cromosoma Y un embrión varón.
2 Especialmente ei conjunto de los factores que intervienen en el programa de la
diferenciación gonádica.
3 4 4 X 0 , o síndrome de Turner, da un ser humano de tipo femenino. Parece ser
que afecta a una mujer de cada 2.700 y no constituye un obstáculo para la fertili­
dad.
44XXX: variante citogenética del caso precedente que afecta a una mujer de cada
500 sin acarrerar problemas de fertilidad. Estas indicaciones y las siguientes proceden
del artículo de Nacer Abbas, Colin Bishop y Marc Fellous: «Le determinisme génétique
du sexe», en La Rechercbe, La Sexualité, núm. 213, sept. 1989, pp. 1036 a 1046.

55
56/Constmir un macho (Y)

masculino XYY o XXY5. Pero la naturaleza no produce jamás un ser


humano dotado de uno o varios Y sin ir acompañados de un X. En el
síndrome de Turner (44X 0), el único X puede que sea transmitido
tanto por el padre como por la madre, pero en ambos casos esta X pa­
rece representar la humanidad de base: sin ella no es posible el ser hu­
mano. Si bien es cierto que Y simboliza la diferencia sexual masculina
y que su presencia basta para «hacer» un hombre, también lo es que
está lejos de ser suficiente para definir la identidad masculina.

El desarrollo prenatal de XY: «la lucha a cada instante» 6

La diferenciación sexual que hace de un embrión XY un bebé re­


conocido como varón por el estado civil se establece por etapas que
pueden representarse a través del siguiente esquema:

Sexo genético
Estado indiferenciado
gónada M = testículo
Sexo gonádico
gónada F = ovario
l
-Sexo corporal
órganos órganos genitales caracteres sexuales
internos externos corporales secundarios
A
Sexo declarado en el
registro civil

s XYY afecta a un hombre de cada 500. Si se trata de un sujeto normal y fértil.


XXY (síndrome de Künefelter) corresponde también ai tipo masculino, con un pene
pequeño, testículos atrofiados y problemas de esterilidad. Este caso afecta a un hombre
cada 700.
1>Lo que sigue ha sido tomado prestado a los artículos de Alfred jost: «Le dévelop-
pement sexuei prenatal», en Le Fait féminin, op. cit., pp. 85 a 90; Susomo Ohno: «La base
biologique des différences sexuelies», ibidem, pp. 57 a 65; John Money & A. A. Erhardt:
op. cit.,; Bernard Vigier y Jean-Yves Picard: «L’AMH: hormone cié de différenciation
sexuelle», en Science <¿? Vie, i ’Un et 1’nutre sexe, op. cit.; Anne Fausto Sterling, op. cit.; Betty
Yorburg; Sexual Identity, J. Wiley & Sons, N. Y. Londres, 1974; J. Ruffié: op. cit.
Y o e! dualismo sexual/57

Esta cadena de acontecimientos, que lleva a la diferenciación de


los sexos, puede compararse a una «carrera de relevos»7, en la medida
en que cada etapa depende del buen funcionamiento de la anterior.
Veremos que el desarrollo del embrión XY es más complejo y, por
tanto, más aleatorio que el de XX.
El macho XY posee todos los genes presentes en la hembra XX y,
además, hereda genes del cromosoma Y 8. En cierto sentido el macho
es la hembra más algo. Esto significa también que el sexo hembra es el
sexo base en todos los mamíferos. Dicho de otra manera: el programa
embrionario de base se orienta hacia la producción de hembras9. El
único papel de Y es el de desviar la tendencia espontánea de la gónada
embrionaria indiferenciada para que, en lugar de organizar un ova­
rio, fuerce la aparición de un testículo. Las diferentes células del tes­
tículo comienzan a cumplir sus funciones especializadas, entre las
cuales la más importante es la producción de una hormona masculi­
na: la testosterona. Por otra parte, si se inyecta testosterona constan­
temente a fetos XX éstos desarrollan todo el conjunto de los caracte­
res masculinos, incluido el pene y el aparato genital, sin que por ello
los testículos sustituyan ios ovarios. Por el contrario, si el gen de Y
que determina el testículo es suprimido por mutación o por ausencia
de testosterona, las células XY organizan ovarios en lugar de testícu­
los y el feto se desarrolla como el de una hembra.
Hace cuarenta anos, Alfred jost, cuyos descubrimientos son reco­
nocidos en el mundo entero, analizó el papel de las glándulas genita­
7 J. Money y A. Ehrardt: op. át., pp. 3 y 4.
8 El cromosma Y tiene un gran número de genes, desproporcionado respecto a su
tamaño tan pequeño, Desde julio de 1990, los investigadores ingleses han identificado
el gen que impulsa el desarrollo del embrión hacia ia vía varón. Sé trata de un gen lla­
mado SRY que emite señales químicas alrededor de ocho semanas después de la fecun­
dación. Esas señales influirían las glándulas sexuales para transformarlas en testículos y
no en ovarios {Nature, 19 de julio de 1990). Como confirmación de este descubrimien­
to, los ingleses lograron cambiar el sexo de un embrión de ratón hembra inyectándole el
gen SRY que habían podido aislar. El embrión continuó su gestación y se desarrolló
normalmente como un macho. Pudo acoplarse en diversas ocasiones pero permaneció
estéril (Nature, mayo de 1991).
9 Los biólogos han demostrado la «razón» de la elección de la hembra como sexo
básico entre los mamíferos: «Los embriones crecen en el útero de la madre y el desarro­
llo fetal puede verse influenciado por las hormonas femeninas (estrógenos y progeste-
rona) maternas. Sí el desarrollo fetal hembra dependiese de las hormonas femeninas se
correría un peligro constante de que los embriones machos fuesen feminizados al igual
que los embriones hembra. Sólo queda una solución: la independencia del desarrollo fe­
tal de las hormonas femeninas. Y eso sólo es posible programando como femenino el
esquema embrionario base, de manera que si no hay ninguna intervención, el embrión
del mamífero se desarrolla automáticamente por la vía femenina». Susomo Oh no, op.
cit., p. 61.
58/Construir un macho (Y)

les en la realización del «sexo corporal» castrando quirúrgicamente


fetos de conejo antes de que se iniciase la diferenciación sexual (al 19
día de un embarazo que dura 32 días): los fetos castrados se desarro­
llaron como los de las hembras, fuese cual fuese su sexo genético. Las
conclusiones de Jost no admiten réplica: «En el macho el testículo fe­
tal debe oponerse activamente a la realización de estructuras femeni­
nas... El macho se construye contra la feminidad primigenia del embrión... En el
transcurso del desarrollo, convertirse en macho significa una lucha a
cada instante»™. El menor desfallecimiento testicular pone al feto en
peligro de ser más o menos feminizado, es decir, más o menos anor­
mal desde un punto de vista genital.
Durante las primeras semanas los embriones XX y XY son anató­
micamente idénticos, dotados a la vez tanto de canales masculinos
como femeninos11. Son sexualmente bipotenciales. En el feto macho
la diferenciación empieza hacia el cuadragésimo día, mientras que en
el feto hembra no lo hace hasta superado el segundo mes. Es como si
la programación femenina de base debiera ser precozmente contra­
rrestada en los machos: «La presencia del cromosoma Y impone una
masculinización rápida del boceto, que sin ella evolucionaría hacia
otro de tipo ovárico»12. Siguen una serie de «fases críticas» del desa­
rrollo sexual cuyas etapas no pueden realizarse ni antes ni después del
momento oportuno.
Todo esto permite pensar que existen límites en el modelo alter­
nativo «macho o hembra». Además de que los embriones XX y XY
son anatómicamente parecidos hasta la sexta semana y que el hombre
y la mujer tienen en común las mismas hormonas sexuales, variando
solamente la proporción’3, las anomalías genéticas producen también
111 Le fa it féminin, op cit., pp. 86 y 87. El subrayado es mío.
11 Una hormona, la «Anti-Miilierian Hormone», AMH, secretada por el testículo
fetal e inmadura, tiene por función el inhibir, en el feto macho, el desarrollo del boceto
del oviducto y del útero, los denominados canales de Müller. Por su lado, la testostero-
na asegura el mantenimiento de ios canales de Wolff, la masculinización del sinus uro­
genital y de los órganos genitales externos. «En el feto genéticamente macho, el progra­
ma interno de desarrollo es contrarrestado... En el feto hembra, el desarrollo de los ór­
ganos genitales sigue simplemente ei programa preestablecido, sin que intervengan fac­
tores feminizantes específicos». Cfr.: los doctores Bernard Vigier y Jean-Yves Picard,
op. cit., p. 24.
12 A. jost: op. cit., p. 87.
13 En la sangre de unos y otros encontramos tanto andrógenos (hormonas masculi­
nas) como estrógenos o progesterona (hormonas femeninas). Pero el hombre produce
seis veces más testosterona que la mujer. Tal y como lo ha señalado Betty Yorburg, «ca­
lificar ios andrógenos y los estrógenos de masculinos o femeninos es engañoso, ya que
los dos tipos de hormonas son producidas tanto por los hombres como por las mujeres,
sólo que en cantidades distintas». Sexual Identity, op. cit., p. 20.
Y o el dualismo sexua)/59

individuos cuyo sexo y género es difícil de establecer. Estas ambiva­


lencias o estas ambigüedades abren la puerta a todo tipo de interpreta­
ciones. Los defensores de la semejanza entre los sexos tienen argu­
mentos para probar que lo que une a los dos sexos es mucho más im­
portante que lo que les diferencia14. Los otros se basan en estas ano­
malías que producen pseudohermafroditas masculinos o femeninos
para defender la tesis de la multiplicidad de sexos. Pero, ¿acaso puede
deducirse algo de una anomalía, que sólo se produce cada 10.000 o
30.000 nacimientos, y olvidar la norma? Es cierto que el dualismo se­
xual no es absoluto, y que es mucho menos radical de lo que suele
pensarse, pero incluso atenuado y relativo subsiste como una cons­
tante de la humanidad. Y más aún por el hecho de que todos tenemos
una irresistible tendencia a reforzarlo desde el momento mismo en
que nace la criatura.

La mirada de los padres

Cuando la atribución de una indiscutible identidad sexual parece


obvia, tal y como sucede casi siempre a partir del momento mismo
del parto, el recién nacido es inscrito como niño o niña en el registro
civil e inmediatamente identificado como tal por su entorno más in­
mediato, y especialmente por sus padres. La mirada y la convicción
de los padres acerca del sexo de su hijo son absolutamente determi­
nantes para el desarrollo de su identidad sexual. Son, incluso, el factor
más importante tal y como podrá comprobarse en el caso de niños in­
tersexuales. Entre los humanos existe una tendencia irreprimible a
etiquetar sexualmente a los demás, y especialmente a los bebés, ten­
dencia que se acompaña de comportamientos diversos según sea el
sexo asignado.
Veinticuatro horas después del nacimiento, Zella Luria y Jeffrey
Rubin pidieron a los padres de unos recién nacidos sus impresiones
sobre éstos55. Las madres habían tenido a sus bebés en brazos una vez,
mientras que los padres lo habían visto a través del cristal. Los bebés,
niños y niñas, pesaban lo mismo y medían igual. Todos eran norrna-
14 Anne Fausto-Steriing, op. d i., p. 85.
15 Zella Luria: «Genre et étiquetages l’effet Pirandello», en Le fa it fém inin, op. di.,
p. 237. Véase también: B. I. Fagot: «Sexes Differences in Toddlers Bevahior and Paren-
tai Reaction», en Developmental Psychology, 1974, 10, pp. 554-558. Y también: «Sex-
Related Stereotyping o f Toddlers’Behaviors», en Developmental Psycoiogy, 1973, 9, p,
429.
60/Construir un macho (Y)

les y habían nacido en el momento debido. Los resultados de las en­


trevistas con los padres son elocuentes. «Tanto las madres asmo los
padres utilizaron más a menudo el término “grande” para los niños, y
“guapa”, “bonita” y “buena” se destinaba a las niñas... Estas tenían los
“rasgos finos” y los niños los tenían “marcados”. Las niñas eran “pe­
queñas” y los niños, que medían lo mismo, eran “grandes”. Los dos
progenitores tienden a estereotipar su bebé, pero todas las encuestas
demuestran que esta tendencia es superior en el padre»16.
Todas estas investigaciones demuestran la importancia extrema
de la mirada que ejerce el entorno sobre el bebé. Tan pronto como
nace, se le enseña mediante gestos, voces, juguetes y vestidos, el sexo
al cual pertenece. Pero no se toma realmente conciencia de la in­
fluencia de este fenómeno de aprendizaje más que cuando el sexo del
niño plantea problemas.
Cuando los órganos genitales externos del recién nacido son am­
biguos, los padres deben aplazar la inscripción civil hasta que se le ha­
yan efectuado exámenes más amplios17. Si la criatura es XX, el trata­
miento quirúrgico puede iniciarse bastante pronto; pero si es XY, hay
que esperar18. Las pruebas exigidas para un completo diagnóstico

16 La experiencia bautizada téaby X» , que utiliza un paradigma parecido, llega a las


mismas conclusiones. El objeto del experimento es un bebé de carne y hueso vestido de
amarillo. Cuarenta y dos adultos son separados en tres grupos. Al primero se le dice que
se trata de una niña; ai segundo que es un niño; el tercero sabrá tan sólo que es un bébé
de tres meses pero no se le precisa el sexo. A continuación se pide a los adultos que jue­
guen con el bebé. Como en la experiencia anterior, el resultado más chocante es que los
adultos mantienen con el mismo bebé relaciones distintas según se les haya dicho que
era macho o hembra. Si no se les ha suministrado esta información, los hombres se
mostraban más ansiosos que las mujeres y la mayoría de ellos atribuía un sexo al bebé
«justificando la elección a partir de datos acordes con los estereotipos», como por ejem­
plo la fuerza o la fragilidad del bebé... C. A. Seavey, P. A. Katz & S- R. Zalk: «Baby X;
The effect of Gender Labels on Adult Responses to Infants», en Sex Roles, 1975, 1,
pp. 103-110.
17 Los especialistas de la intersexualidad intentan asignar un sexo al bebé lo más rá­
pidamente posible y aplicarle un tratamiento quirúrgico y hormonal cuanto antes me­
jor. Pero el diagnóstico no puede establecerse en un único día. Necesita: un análisis cro-
mosómíco, una detección citológica, evaluaciones hormonales, de gonadotropina y es-
teroides, un examen manual y radiográfico. Cfr. Suzanne J. Kessler: «The Medical
Constructíon of Gender: Case Management of Intersexed Infants», en Signs, vol. 16,
núm. 1, otoño 1990, pp. 3 a 26.
18 Si se decide que el bebé es del sexo masculino, el primer paso, que es la reparación
del pene, se realiza en el transcurso del primer año de vida. Luego se completa con otras
intervenciones a realizar antes de incorporarse a la escuela. Si se decide que es del sexo
femenino, la operación de la vulva y la reducción del clítoris pueden realizarse a partir
de! tercer mes. Es más fácil formar órganos genitales femeninos parecidos a la norma
que órganos genitales masculinos. No se sabe aún crear un pene de apariencia normal y
funcional. Cfr. Suzanne J. Kessler, op. cit., pp. 6 y 8.
Y o el dualismo sexual/61

pueden requerir varios meses. Los médicos piden encarecidamente a


los padres que traten a su hijo como si fuera del género neutro y que
no cedan a la irresistible tendencia de asignarle un sexo para que no
deban después cambiar de actitud si eventualmente se descubre que
hubo error. Pero la experiencia demuestra que incluso en Francia,
donde se puede escoger un nombre neutro como lo son Claude o Do-
minique, los padres no consiguen aguantar la incertidumbre. Tampo­
co tiene mayor paciencia el equipo médico que se responsabiliza de la
criatura y, finalmente, el niño de sexo ambiguo será casi siempre del
sexo escogido por los padres.
El cuerpo es fuente de una identidad primaria y el sexo una zona
de inversión muy rápidamente privilegiada, origen más lejano de la
identidad sexuada. Sin embargo, se han visto chicos adquirir una
identidad masculina a pesar de una carencia de pene19, como si otras
fuerzas (biología y comportamiento parental) tomaran el relevo del
órgano que falla. Existe el caso contrario, del niño biológicamente
normal (en el que el sexo genético, gonádico, corporal y civil es coin­
cidente) que desde su más temprana edad se siente niña. Este es el
caso, muy raro, de la transexualidad, que afecta casi cuatro veces más
a los chicos que a las chicas. Stoller se ha interesado muy en particular
por los chicos cuyo sentimiento de ser nina se despierta en muy tem­
prana edad, hacia los dos o los tres años. Todos se identifican con las
mujeres, tienen un estilo femenino y unos intereses y unos fantasmas
también femeninos. Su progresión transexual y el comportamiento
femenino sólo se ve limitado por la cooperación familiar, según se
permita o no al niño el comportarse de una manera femenina. Estos
chicos aprenden tan extrañamente rápido las actitudes femeninas que
parece casi que les son naturales. Algunos consiguen demostrar sig­
nos evidentes de feminidad antes de haber cumplido un año. Todos
ellos proceden de un contexto familiar muy particular20.
¿Qué es lo que conduce a estos jóvenes varones a sostener, en con­
tra de toda evidencia anatómica, que son hembras? Al parecer, según
Stoller, se debe a una excesiva identificación con la madre debida a la
incapacidad de ésta para permitirle a su hijo una separación física. Al

19 Robert Stoller: Rechercbes sur l'identité sexuelle, op. cit., pp. 60 a 70.
20 Una madre muy bisexual, de aspecto femenino, sexualmente neutra, depresiva,
que no se interesa por la sexualidad ni tiene un vínculo especial con el padre del bebé, y
se siente profundamente incompleta. Un padre ausente física y emocionalmente, que
no se emociona al ver a su hijo vestido como una chica y adoptando un comportamien­
to inhabitual. Robert Stoller: Rechercbes sur l’identité sexuelle, op. cit., pp. 119 a 122.
62/Construir un macho (Y)

mantenerle demasiado cerca de ella a todas horas, provoca una con­


fusión entre los propios límites de su yo y los de su hijo. Esta simbio­
sis extrema, prolongándose durante varios años, anula todas las ten­
siones, todos los conflictos necesarios al desarrollo psicosexual, como
la angustia de la castración, los fantasmas fálicos y las reacciones neu­
róticas de defensa. Psicóticos, reacios a cualquier tratamiento psico-
analítico, o bien «curioso error de la naturaleza», los transexuales pi­
den un cambio de sexo para estar en paz consigo mismos. Los raros,
casos de transexualidad (unos centenares en Francia) tienen el mérito
de plantear las cuestiones relativas a la definición del sexo. ¿Cuál de
los cuatro sexos —genético, gonádico, corporal o psíquico21— defi­
ne prioritariamente la persona humana en caso de anomalía? De mo­
mento reina la mayor de las confusiones. Además del desacuerdo que
sigue oponiendo a psicoanalistas, psiquiatras y juristas, la reciente po­
lémica sobre el test genético aplicado a las atletas, durante los juegos
olímpicos de Albertville, aumenta las dudas al respecto. Para algunos
especialistas en genética, el descubrimiento del gen SRY (en el cro­
mosoma Y), encargado de la formación de los testículos en el em­
brión, es la prueba última del sexo. Pero para otros no lo es, a causa de
las numerosas excepciones existentes: el gen SRY es, en efecto, el que
origina el proceso de masculinización, pero sucede, a veces, que no
funciona bien y entonces el feto se feminiza: la persona se dota de una
vagina y de una apariencia femenina22. El especialista Axel Kahn
considera más concluyente el criterio gonádico que el genético: «Lo
que marca la diferencia entre el hombre y la mujer en el terreno competi­
tivo es la hormona masculina, la testosterona. Es ella la que condicio­
na la potencia muscular dando ventajas al hombre, y eso lo saben per­
fectamente ios especialistas del dopping23.
Queda por ver si, al margen del campo deportivo, la hormona
masculina sirve también de criterio definitivo para establecer distin­
ciones sexuales. Nada parece menos fiable. Ante la falta de certezas
absolutas, la tolerancia aconseja tomar decisiones individuales, adap-

21. El sexo del Registro Civil, entendido aquí como el sentimiento personal de su
identidad, es decir, el núcleo de la identidad dei género, según la terminología de Sto­
ller.
22 Es eí caso de los «testículos feminizantes»: se trata de sujetos XY que presentan
todas las características de la mujer. Son mujeres — a veces muy guapas— que presen­
tan un aspecto genital externo femenino, un desarrollo morfológico de tipo femenino
perfecto, pero que examinadas revelan tener una base cromosómica y un aparato geni­
tal interno masculino.
23 Libératton, martes 28 de enero de 1992, p. 3. El subrayado es mío.
Y o el dualismo sexuai/63

tadas a los intereses del individuo, y no optar en nombre de princi­


p io scuestionados desde todos los ángulos.
No basta con ser XY y poseer un pene funcional para sentirse
hombre. Por el contrario, uno puede sentirse hombre a pesar de cier­
tas anomalías o determinadas disfunciones. Pero para la inmensa ma­
yoría, la primera etapa fundamental en la diferenciación masculina
empieza con XY y termina con la mirada de los padres. Durante esta
fase el feto habrá «luchado», según expresión de Alfred Jost, para no
obedecer al programa de desarrollo femenino. Esta lucha, totalmente
biológica, es poca cosa comparada con la que deberá emprender el
niño varón una vez nacido y durante mucho tiempo, hasta llegar a ser
un hombre.
Capítulo II
LA DIFERENCIACION MASCULINA

La formación del macho viene determinada por un elemento na­


tural, universal y necesario: el lugar de nacimiento maternal. El he­
cho de ser alimentado física y psíquicamente por una persona del
sexo opuesto determina el destino del niño de un modo mucho más
complejo y dramático que el de la niña. Y tanto más es así si se tiene
en cuenta que en el sistema patriarcal, que ha dominado el mundo
durante milenios, se fomenta la diferencia radical de los roles y de las
identidades sexuales.
En dicho esquema el niño macho lo es sucesivamente todo y su
contrario. Femenino en sus orígenes, se ve obligado a abandonar su
patria para adoptar otra que se le opone, que le es enemiga. Este
arrancamiento es al mismo tiempo impuesto y vivamente deseado...

La diada madre/hijo o el dúo amoroso

La fusión originaria

Durante los nueve meses de la vida intrauterina, el niño es uno


con su madre. Sabemos desde hace mucho tiempo que el bienestar del

65
66/Gonstruir un macho (Y)

feto depende del de la madre. Una fuerte impresión, una depresión o


cualquier emoción repercuten en su ser. Pero desconocemos todavía
hasta qué punto esta prehistoria determina la vida del individuo.
¿Acaso puede hablarse de memoria del tiempo de las cavernas cuando
sabemos que no existe un desarrollo neurológico completo? ¿Puede
decirse que los nueve meses pasados en el seno materno dejarán una
huella femenina indeleble en el crío?
Un buen número de psicólogos usan precisamente el concepto
«huella» — sacado de la etología— para describir la influencia de la
madre sobre su retoño y el apego de éste hacia ella*. Durante las pri­
meras semanas que siguen al nacimiento, la simbiosis madre/hijo
perdura con la intensidad que la vida extrauterina permite. En los
primeros meses, aun dependiendo todavía absolutamente de la ma­
dre, el niño va diferenciándose lentamente de ella2. «Ahí radica el
amor más poderoso y completo que el ser humano puede conocer.»
Corporal e íntima, la relación que se establece con la madres es «úni­
ca, incomparable, inalterable, y se convierte para ambos sexos en el
objeto del primer y más poderoso de los amores, prototipo de todas
las relaciones amorosas ulteriores»3. La madre no se contenta con
sólo alimentar a su hijo, lo cuida y despierta en él múltiples sensacio­
nes físicas.
Este amor total del hijo hacia la madre ha sido mil veces celebra­
do y de un modo particular por los escritores del sexo masculino4. Si
el niño puede vivir el amor materno como un «transporte de felici­
dad»5 también puede sentirlo como una amenaza en el momento en
que ella no responda de manera satisfactoria a la pasión de su retoño,

1 John Bowlby: Attachement etp erte, voi. 1, L’Attachement, PUF, 1978. P. H. Gray:
«Theory and Evidence of Imprinting in Human Infants», en Journal o f Psycology, 46,
1958, pp. 155 a 166.
2 «La inversión libidinal relacionada con ia simbiosis... protege el yo rudimentario
de cualquier tensión prematura y no adaptada»; M. Mahíer: Psycose fafantile, Payot 1982,
pp. 21 -22. Recientemente, hay quienes han criticado la noción de simbiosis, como por
ejemplo Daniel Stern: Interpersonal World o f the Infant, N. Y. Basic Books, 1985, p. 10.
Stern piensa que en el espíritu del bebé no se produce nunca la confusión entre el yo y el
otro.
3 Freud: Abrégé de psychanalyse, 1940.
4 En su autobiografía, PhÜip Roth recuerda cuando era un «papoose mimado... un
bebé macho aprendiendo a abrise un camino en el cuerpo de su madre, atado a través de
cada una de las terminaciones nerviosas a su sonrisa y a su abrigo de piel de foca», en Los
hechos, Versal, Madrid, 1989.
5 Expresión del escritor austríaco Peter Rosei en Komódie und Mann, Residenz Ver­
lag, Viena, 1984. (Not. trad.: La autora cita la edición francesa: Homtne et Femme SARL,
Fayard, 1987, p. 179.)
La diferenciación mascutina/67

ya sea porque se comporta de un modo excesivamente amoroso,


como por todo lo contrario. La cantidad de amor materno es tanto
más crucial cuando se trata de un niño varón. Un exceso de amor le
impediría transformarse en un macho; pero su carencia puede enfer­
marlo.
Cuando nace, naturalmente, el bebé se encuentra en un estado de
pasividad primaria y es totalmente dependiente de la persona que le
nutre. Groddeck ya hizo notar que «mientras mama, la madre es el
hombre que da y el bebé la mujer que recibe»6. Esta primera relación
erótica7 le aprende el nirvana de la dependencia pasiva y dejará en la
psique del adulto huellas imborrables8. Pero las consecuencias de di­
cha experiencia no son las mismas en un chico que en una chica. Para
la chica constituyen la base de la identificación con su propio sexo;
para el chico son una inversión de sus roles posteriores. Para hacerse
hombre, deberá aprender a diferenciarse de su madre y a esconder en
su interior más profundo esa deliciosa pasividad en la que no era más
que uno con ella. El lazo erótico existente entre la madre y el bebé no
se limita a las satisfacciones orales. Con sus cuidados, ella se encarga
de despertar en él toda la sensibilidad, iniciándole en el placer y ense­
ñándole a amar su cuerpo. Una buena madre es naturalmente inces­
tuosa y pedófila9. Nadie se atrevería a poner eso en duda, pero todos
—incluidos la propia madre y el hijo— quieren olvidarlo. Normal­
mente, el desarrollo motriz y psíquico le permite al crío una separa­
ción progresiva. Pero si el amor materno es excesivamente fuerte, ex­
cesivamente gratificante, ¿cómo no comprender que el crío perma­
nezca siempre en esa diada deliciosa? Y si, por el contrario, ese amor
total no ha sido recíproco, el crío pasará el resto de su vida buscándo­
lo dolorosamente.
Es connatural al ser humano (macho o hembra) comenzar la vida
con una relación amorosa de tipo pasivo, encontrando en ella el pla­

6 Georg Groddeck. L e livre du (Ja, 1923, traducción francesa en Tei, Gallimard,


1978.
7 Freud: Introducción a l psicoanálisis, Alianza Editorial, Madrid, 1988: cuando el bebé
se duerme, saciado, contra el pecho de su madre, muestra una expresión de feliz satis­
facción que se parece, más tarde, a la de la satisfacción sexual.
8 Ibidenr. «No sabría daros una idea muy exacta de la importancia de este primer ob­
jeto — el seno materno— en la búsqueda posterior de objetos sexuales, de la profunda
influencia que ejerce en las transformaciones y sustituciones, incluso en aquellos aspec­
tos más alejados de nuestra vida psíquica».
9 Pat Conroy, entre otros, evoca «la inocente seducción de los gestos maternos», en
E l principe de las mareas, Versal, 1988.
68/Construir un macho (Y)

cer necesario para desarrollarse después. Hasta el momento creíamos


que sólo la madre podía encarnar uno de los dos polos amorosos. Si
bien es impensable que pueda dejar de serlo,, no es tan seguro que ese
exclusivismo sea ventajoso para la criatura.

La feminidad primera del chico

Impregnado de femenino durante su vida intrauterina, identifica­


do inmediatamente después de haber nacido a su madre, al joven ma­
cho no le queda más remedio que crecer a la contra de lo que era en su
origen. Estaproíofeminidad del bebé humano es analizada diversamente
según sea el especialista que la ha estudiado. Unos opinan que favore­
ce el desarrollo de las chicas y dificulta el de los chicos. Otros creen
que es igualmente ventajosa a ambos sexos.
Fue Stoller quien, refutando la teoría de masculinidad innata de
Freud, utilizó por primera vez el concepto de la protofeminidad del
macho. Fue una aportación radicalmente revolucionaria: allí donde
Freud reduce la bisexualidad originaria al primado de la masculini­
dad (en los dos primeros años de vida), el psiquiatra-psicoanalista
norteamericano sugiere que dicha bisexualidad originaria se reduce al
primado del femenino.
Según Freud, para el que no existe protofeminidad, la niña se ve
obligada a superar muchos más obstáculos que el niño10. Creía que «la
masculinidad es el modo original, natural, de la identidad del género
en los dos sexos y es el resultado de la primera relación de tipo hetero­
sexual del chico con la madre y de la primera relación de tipo homo­
sexual de la chica con aquélla»!i. Stoler le reprocha a Freud el que
haya ignorado la primera etapa de la vida, en la que se da una fusión
entre los sexos debida a la simbiosis madre-bebé. Es precisamente
gracias a que las mujeres aceptan su feminidad primaria e incontesta-
da, que su identidad de género se ve más sólidamente anclada que la
de los hombres. Dicha identificación preverbal, que aumenta la crea­
ción de su feminidad, deviene en el caso de los chicos un obstáculo
que debe superarse.
Si bien es cierto que chico y chica se ven obligados a superar las

!t) Janirte Chasseguet-Smirgel: «Masculin et féminin», en Les dtux arbres du ja rd ín ,


Des Femmes, 1988. Y Robert Stoller: «Feminité primaire», en L ’excitation sexueik, Pa-
yot, 1984, pp. 59 a 82.
fl Robert Stoller: Masculin oh féminin, PUF, 1989, pp. 307-308.
La diferenciación masculina/69

mismas etapas de separación y de individualización12, también lo es


que el bebé macho se encuentra frente a unas dificultades ignoradas
por el otro sexo. Un estudio realizado a partir de transexuales mascu­
linos revela a Stoller los peligros que supone una simbiosis excesiva
entre el hijo y la madre. «Cuanto más prolonga una madre la simbio­
sis — relativamente normal durante las primeras semanas y los pri­
meros meses— , más se corre el peligro de que se infiltre la feminidad
en el núcleo de la identidad del género»13. Puesto que encontramos
ese proceso — añade Stoller— , aunque en una gradación menor, en
la mayor parte de las maternidades, es probable que ésta sea la causa
originaria de los temores homosexuales, mucho más evidentes en el
hombre que en la mujer, y «de la mayoría de las raíces de lo que deno­
minamos masculinidad, es decir, la preocupación por ser fuerte, inde­
pendiente, duro, cruel, polígamo, misógino y perverso». Sólo si puede
separarse sin problemas de la feminidad y de la «hembricidad» de su
madre, el chico será capaz de desarrollar «esa identidad de género más tar­
dío que denominamos masculinidad». Sólo entonces podrá ver a su madre,
en tanto que objeto separado y heterosexual que podrá desear»14.
No existe mejor modo de afirmar que la masculinidad es secundaria y
que «se crea»: puede verse en peligro ante una unión primera y profun­
da con la madre15.
Así como la relación homosexual madre/hija, que se establece en
los primeros meses, sólo puede aumentar el sentimiento de identidad
en la chica, el chico tiene que esforzarse para negar sus pulsiones pro-
tofemeninas. El comportamiento que las sociedades definen como
convenientemente masculino está elaborado, en realidad, con manió-,
bras defensivas56: temor a las mujeres, temor a mostrar cualquier tipo
de feminidad, incluidas las que se esconden bajo la ternura, la pasivi­
dad o el cuidado a terceros, y, claro está, el temor a ser deseado por
otro hombre. De todos esos temores, Stoller deduce las actitudes del
hombre ordinario: «Ser rudo, ruidoso, beligerante; maltratar a las
mujeres y convertirlas en objeto de fetichismo; buscar sólo la amistad
entre los hombres al mismo tiempo que se detesta a los homosexua­

12 Cfr, Los trabajos de M. Mahler.


13 R. Stoller: «Faits et hypothéses. Un examen du concept freudien de bisexualité»,
en Nouvelle revue de psycbanalyse, núm. 7, 1973, Gallimard, p. 150.
14 Ibidem, p. 151. El subrayado es mío.
15 Ibidem: «Una experiencia feliz que, enterrada pero activa en el corazón de la iden­
tidad, será toda la vida como un hogar imantado capaz de atraer al individuo en una re­
gresión hacia esta unión primitiva».
16 R. Stoller: Masculin ou féminin, op. cit., pp. 310-311.
70/Construir un macho (Y)

les; ser grosero; denigrar las ocupaciones femeninas. La primera obliga­


ción para un hombre es la de no ser una mujer»'¡1.
Contrariamente a Stoller, que concibe la feminidad primera del
hombre como un handicap, hay psicólogas que la consideran como
una ventaja para el chico. La simbiosis maternal es benéfica para am­
bos sexos porque genera sentimientos nutricios, de ternura y de
vínculo en el futuro adulto, y porque va asociada a unos comporta­
mientos positivos y cariñosos18, que serán las mieles de las relaciones
humanas posteriores. Además, sí por desgracia el niño tiene una ma­
dre «fría», será luego un adulto incapaz de expresar estos sentimientos
elementales y, muy probablemente, alimentará un odio inextinguible
hacia sí mismo y hacía las mujeres.
Margarete Mitscherlich va más lejos todavía al sostener que nues­
tra sociedad es demasiado exigente al pedirle tan temprano al niño
que se separe de su madre y que adopte un comportamiento masculi­
no. Porque es gracias a esta identificación con la persona que le ali­
menta — habitualmente la madre— que el niño logra superar sus an­
gustias y su desamparo. Interiorizan los comportamientos de la ma­
dre, que les consuela y tranquiliza, y se capacitan así para poder ven­
cer luego el odio hacia su propio retoño, al que sabrán tratar, en par­
te, como una madre19. Phyllis Chesler habla de esos chicos temprana­
mente arrancados de sus madres como de unos «seres desmaterniza-
dos»2í). Para estos autores, la relación primera que se establece con la
madre constituye la condición misma de la identidad humana del ma­
cho. Si esa relación no es buena o es inexistente, el niño se enfrenta­
rá con todo tipo de dificultades para convertirse en un macho hu­
mano.
Lina de las consecuencias de ese interés hacia la relación simbióti­
ca entre madre e hijo es la reciente importancia que se da a la fase pre-
edípica. Freud había hablado de ella tardíamente21, pero en relación
17 Ibidem, p. 311. El subrayado es mío.
18 Miriam M. Johnson: Strong Mothers, Weak Wives, University of California Press,
1988, p. 109.
19 «La interiorización de los comportamientos maternales positivos le permite al
niño la adquisición de sus primeras estructuras psíquicas que son las premisas de la au­
toestima. Si se le obliga demasiado pronto a rechazar la identificación con la madre, el
crío verá además perturbada su capacidad de desarrollar una memoria que le permita
evocar tantas veces como lo necesite las funciones consoladoras y tranquilizadoras de la
madre.» Helga Dierichs & Margarete Mitscherlich. Des hommes, Ed. des Femmes, 1983,
pp. 49-50.
20 Phyllis Chesler: L a Male donne, Ed des Femmes, 1983, p. 53.
21 Sigmund Freud: Nuevas lecciones introductorias a l psicoanálisis y otros ensayos, Barcelona,
1988.
La diferenciación masculina/71

con la especificidad de la sexualidad femenina: vio en esa «fijación


con la madre» la prehistoria necesaria al establecimiento de la femini­
dad de la chiquilla. Freud habla poco de esta fase en el caso de los chi­
cos* «También existe, pero es más corta y menos rica en consecuen­
cias y más difícil de diferenciar del amor edípico, puesto que el objeto
sigue siendo el mismo»22. Mélanie Klein y sus herederos anglosajones
fueron los primeros en señalar la importancia de este período arcaico
y, en particular, se interesaron por la formación de la identidad mas­
culina. En 1967, en el 25 congreso de psicoanálisis, Ralph Greenson,
que colabora con R. Stoller en su estudio sobre los transexuales, pre­
senta una ponencia en la que pone de relieve la importancia que tiene
para el joven la «desidentificación» con respecto a su madre23.
Para los psicoanalistas norteamericanos la etapa edípica es gene­
ralmente menos peligrosa que la fase preedípica para el pequeño ma­
cho, porque el principal riesgo que corre el varón no es tanto ei mie­
do a la castración paternal como el sentimiento ambivalente, hecho
de deseo y de temor, que alimenta hacia su madre: una imborrable ne­
cesidad de volver a la simbiosis materna y miedo a reinstaurar la uni­
dad arcaica24. La constitución de la identidad masculina depende de
la buena resolución de dicho conflicto.

El chico en el universo materno

La duración de la simbiosis madre/hijo varía enormemente en


una u otra época y, en la actualidad, también en una u otra cultura.
Guanto más larga, íntima y fuente de placer mutuo es la simbiosis,
mayor es la probabilidad de que el chico sea femenino. «El efecto per­
sistirá si el padre del chico no interrumpe la fusión cualitativa y cuan­
titativamente»25.
La lección es reciente y no concierne a nuestras actuales socieda­
des industriales. El hecho de que las mujeres hayan cambiado radical­
mente su modo de vivir ha condicionado la simbiosis acortándola. El

22 j. Laplanche y j.-B. Pontalis: Vocabulaire de psychanalyse, PUF, 1967, artículo «Pré-


oedipien».
23 Pronunciada en julio de 1967, en Copenhague, esta conferencia ha sido publica­
da bajo el título de «Dis-Identifying from Mother: its Special Importance for the Bop,
en International Psycho-Analytic Journal’ vol. 49, 1968, pp. 370 a 373.
24 Gerald Fogel (ed.), The Psychology o f Men, N. Y. Basic Books, 1986, p. 10.
25 R. Stoller: Masculin et féminin, op. cit., p. 309.
72/Construir un macho (Y)

aumento constante del número de mujeres que trabajan fuera de casa


limita la capacidad de éstas para el amamantamiento y, por ende, la
prolongación del cuerpo a cuerpo fusional con el bebé. Al margen de
las necesidades económicas, está cada vez menos claro que las mujeres
deseen prolongar esa fusión más allá de los primeros meses después
del nacimiento. El interés por el crío compite con otros intereses, ya
sean profesionales, culturales o sociales. Muy pronto el bebé conoce
la frustración y la separación, una nutrición variada y otras caras dis­
tintas a la de su madre. Para las madres que se consagran exclusiva­
mente a su hijo está la escuela, que hace las veces de reloj que marca la
llegada de la separación. En Francia, la escolarización no es obligato­
ria hasta los seis años. Pero la norma es que se envíe los niños a la es­
cuela a los tres años, incluso antes..., precisamente — ¿será por casua­
lidad?— al final del período preedípico.
En el extremo opuesto del mundo, las madres de las numerosas
tribus guerreras de Nueva Guinea26 se comportan de un modo total­
mente distinto con sus hijos.
En primer lugar los tabúes postparto27 contribuyen a un refuerzo
de la pareja madre/hijo. El recién hecho padre sambia o baruya tiene
que evitar a la madre y el hijo, porque podría contaminarse y, tai vez,
excitarse sexualmente viendo cómo el crío mama, infringiendo así ta­
búes, causando enfermedades e incluso la muerte del bebé.
Hasta el momento del destete, el padre ve muy poco a su hijo. Los
sambias creen que ei bebé no es más que una prolongación del cuerpo
de la madre durante los primeros nueve meses de vida. El bebé accede
al pecho materno cuando quiere, incluso hasta su tercer año de vida.
Vive entre sus brazos, piel a piel, y duerme desnudo con ella. Des­
pués, niños o niñas serán separados de su madre aunque seguirán dur­
miendo a una distancia no superior a los 50 o 60 centímetros de ella.
Más adelante, los padres incitan a los niños a distanciarse de su ma­
dre, aunque aguardarán todavía un tiempo para dejarlos entrar en el
«espacio masculino» de la casa. Aunque el contacto con el padre cre­
ce, los chicos siguen al lado de su madre y de sus otros hermanos y
hermanas hasta que cumplen siete o diez años.

26 M. Godelier: La producción de ¡os grandes hombres, op. cit., y Gilbert H. Herdt: Rituals o f
Manhood. Male Initiation in Papua N ew Guinea, op. cit. Véase también el artículo de Stoller y
Herdt: «The Development of Masculinity: A Cross-Cultural Contríbution», enJournal o f
the American Psychoanalytic Association, 1982, núm. 30, pp. 29 a 59.
27 Prohíben cualquier actividad sexual a la pareja hasta que el niño no haya cumpli­
do un año.
La diferenciación masculina/73

Las tribus de Nueva Guinea, conscientes dei peligro de feminiza­


ción que corre ei chico, organizan unos rituales de iniciación, gene­
ralmente muy largos y traumatizantes, en correspondencia con el lazo
tenaz madre/hijo que se proponen desatar. Más adelante veremos
cómo el ritual separa rudamente al hijo de su madre con la intención
dé alejarle del vínculo amoroso.
Aunque en un grado menor, el momismo americano, que se observa
desde el siglo xix con el nacimiento de la sociedad industrial, consti­
tuye otra suerte de fusión prolongada del hijo con la madre. Al cuerpo
a cuerpo del principio sigue una etapa de intimidad con una mujer to­
dopoderosa que no deja de ser una fuente de problemas para ios hijos.
Los padres brillan por su ausencia y «los hijos se ahogan bajo el amor
protector de su madre»28. La carencia de identificación masculina se
hace sentir de manera cruel, especialmente cuando las costumbres to­
leran el que una madre vista a su hijo como una niña hasta que cum­
ple los seis años. Tal fue el caso de Franklin D. Roosevelt, al que le
dejaron crecer los cabellos hasta formar largos bucles. Algunos chicos
no consiguen remontarse, como Ernest Hemingway, que sufrió a lo
largo de toda su vida trastornos de identidad sexual. Como explica su
biógrafo29, Kenneth Lynn, la madre de Hemingway, una mujer con
fuerte personalidad, autoritaria y viril, le disfrazó como una chica du­
rante varios años. No tan sólo le vestía, peinaba y trataba como si fue­
ra la «gemela» de su hermana mayor, sino que además lo instaló en
una deliciosa relación de dependencia desde que emitió su primer gri­
to. Durante seis meses durmió en la misma cama que su madre, quien
le autorizaba a acariciarle la cara, pegarse a ella y mamar cuanto qui­
siera de su potente pecho. «Está satisfecho de dormir con su madre y
mama durante toda la noche», escribe satisfecha en su diario. Aunque
su padre era un hombre débil, carente de autoridad y profundamente
neurótico30, sin duda es a él que Ernest Hemingway debe el no haber
sido aún más un perturbado35. Siendo pequeño, estableció con él ver­
daderos lazos de afecto: su padre, siempre en busca de todo lo que pu­

28 joe I. Dubbert: «Shaping the Ideal During the Mascuíine Century», en A Man’s
Place, op. cit.
29 Kenneth S. Lynn: Hemingway, 1987.
30 Se suicidó el 6 de diciembre de 1928 pegándose un tiro en la cabeza.
31 Al margen de ciertas narraciones de Hemnigway, como E l ja rd ín d el Edén, escrita
hacia el final de su vida y en la que pone de manifiesto auténticos fantasmas transexua-
les, nadie duda de que el retrato psicológico de su madre (homosexual) corresponde
exactamente al tipo de la madre del chico transexual que describe R. Stoller.
74/Construir un macho (Y)

diera afirmar la virilidad de su hijo, le llevaba a cazar y a pescar desde


que tuvo tres años. Pero si bien el padre pudo impedir lo peor, no fue
lo suficientemente fuerte como para liberarle totalmente de la in­
fluencia materna, puesto que él mismo era víctima capada de su espo­
sa. Para resistirle a su madre, Ernest Hemingway no tuvo más reme­
dio que huir y odiaría «como jamás un hombre, según explica su ami­
go Dos Passos, ha podido realmente odiar a su madre». Obsesionado
por ella durante toda su vida, y por un deseo profundo de feminidad,
jamás la nombró de otra manera que no fuera «esa cochina...».

Cortar por lo sano o la necesaria traición a la madre

Lo propio de la identidad masculina (por oposición a la identidad


femenina) reside en la etapa de la diferenciación con respecto al fe­
menino materno, condición sme qrn non del sentimiento de pertenen­
cia al grupo de los hombres. Las semejanzas y el sentimiento de soli­
daridad se construyen mediante el distanciamiento de las mujeres y,
sobre todo, de la primera: la madre. Algunos hablan de traición, otros
de parricidio simbólico. Se creería que en la horda primitiva que evo­
có Freud el «matriddio» existió antes que el «patricidio».
Como ha señalado Hermann Burger, cada hombre se enfrenta al
problema siguiente: «Por un lado, proceder activamente contra la
madre; ^or otro, sufrir pasivamente por ella... Debemos matarla y
morir por ella. Haciéndolo, el hombre protegerá su alma femenina de
futuras heridas»32.

E l dolor de la separación

Releyendo A lfaro, de Virginia Woolf, P. Bourdieu evoca «la me­


táfora del cuchillo o del filo que sitúa el rol masculino del lado de la
ruptura, de la violencia, del asesinato, es decir, del lado de un orden
cultural construido contra la fusión originaria con la naturaleza ma­
ternal»33.

32 Hermano Burger: Die Kunstlkhe Mutter, Fisher Verlag, 1982. Nacido en 1942, el
autor se suicidó en 1989.
33 P. Bourdieu: «La dominatíon masculine», en Actes de la recberche, núm. 84, op. cit.,
P- 23-
La diferenciación mascuiina/75

El cuchillo o el filo no sólo nos remiten al corte del cordón umbi­


lical, que vale para ambos sexos, sino que nos habían también de esta
segunda separación del femenino materno que representa la circunci­
sión Practicada justo al nacer, a los tres o los cuatro años, o durante la
adolescencia, siempre tiene por objeto el reforzar la masculinidad del
chico. Porque es una castración simbólica, la circuncisión siempre ha
interesado a los psicoanalistas. Theodor Reik, Géza Roheim, Hermán
Numberg o Bruno Bettelheim han explicado que sirve para desligar
al chico de la madre e introducirlo en la comunidad de los hombres.
Además destaca la importancia del pene.
Bettelheim sostiene que para los chicos «la exhibición del glande
liberado del prepucio forma parte de los esfuerzos necesarios para
afirmar la virilidad. En este aspecto, el niño circunciso posee una cla­
ra superioridad: su glande es visible, cosa que a menudo se considera
como el signo de una virilidad mejor afirmada»34. Numberg insiste
sobre el fantasma de renacimiento que acompaña la circuncisión: el
niño circunciso renace sin prepucio y de esta manera es un hombre35.
En opinión de Groddeck, la circuncisión de los judíos es un rechazo
de la bisexuaiidad, algo que les distingue del resto de los humanos:
«El prepucio es suprimido para eliminar cualquier trazo femenino en
la insignia de la masculinidad, porque el prepucio es femenino, es la
vagina en la que se encuentra el glande masculino... Entre los judíos
se corta el prepucio... se elimina la bisexuaiidad del hombre, le quitan
al masculino el carácter femenino. De este modo, considerando que
conciben a la divinidad como una entidad bisexual, renuncian a su si­
militud divina innata. Sólo con la circuncisión un judío puede hacer­
se hombre»36.
La circuncisión, renuncia simbólica a la bisexuaiidad divina, es al
mismo tiempo la marca de fabricación humana y de fabricación mas­
culina. Se practica a los ocho días del nacimiento, según la tradición

34 B. Bettelheim: Las heridas simbólicas, Barcelona, 1974.


35 H. Numberg: Probkms ofBisexuality as R eflectedin Circoncision, Imago Publishing Co,
Londres, 1949, p. 8.
36 G. Groddeck: «Le double sexe de l’étre humain», traducida ai francés en Nouvelk
revue depsichanalyse, núm. 7, primavera de 1973. Texto publicado en La Maladie, l ’art et ie
symbole, Gallimard, 1969. R. Lewinter precisa que el judaismo aparece como la afirma­
ción exacerbada extrema de la unisexualidad, instaurada por artificio, queriéndose que
el reparto de papeles masculinos y femeninos «sean absolutamente unívocos... La cir­
cuncisión es realmente el emblema del proyecto humano, el ser que asegura plenamente
su flnitud con relación al infinito». Cfr.: «Groddeck: (anti)juda'jsme et bisexualité», en
Nouvelk revue de psychanalyse, op. cit., pp. 199-200.
76/Construir un macho (Y)

judía, en el momento más intenso de la simbiosis madre/hijo. Recién


nacido, el bebé forma aún parte del cuerpo de la madre. Cuando los
hombres le arrebatan a su hijo para circuncidarlo, le están diciendo
que el niño ya no suyo, sino de ellos. La circuncisión hiere al niño,
pero también a la madre, porque se siente amputada de algo que le
pertenece. Aunque dolorosa, esta separación «cortante» no es sólo la
señal de que debe finalizar la fusión materna, es también la recupera­
ción simbólica del hijo por parte del padre, el primer acto de la dife­
renciación sexual.
Los tres años que siguen el nacimiento del niño son el plazo nece­
sario para que el hijo se separe psíquicamente de la madre. Para con­
seguirlo deberá fortalecer las fronteras entre ambos y «poner término
a su primer amor y al lazo empático que supone»37. El chico deberá
desarrollar una identidad masculina sin contar con la relación estre­
cha y ni tan sólo continua del padre. Y deberá hacerlo de manera si­
métrica a la seguida por la chica respecto a la madre. Nancy Chodo­
row constata que cuando no existe una fuerte identificación personal
con los hombres, «el hijo de un padre ausente (habitual en la sociedad
contemporánea) elabora un ideal de masculinidad identificándose
con las imágenes culturales de la misma y escogiendo hombres céle­
bres como modelo masculino»38. Para ellos lo más difícil es conseguir
una desidentificación, que comporta un alto índice de negaciones y
rechazos hacia lo femenino, sin contar para ello con un modelo posi­
tivo de identificación. Tal es el origen de una identidad masculina,
más negativa que positiva, que pone el acento en la diferenciación, en
la distancia que establece con respecto a los demás y en la carencia de
una relación afectiva. Así, mientras que los procesos de identifica­
ción femenina son relaciónales, los de la masculina son oposicio-
nales.
Lillian Rubin, inspirándose en el trabajo de Chodorow, extrae
consecuencias para lo que se refiere al hombre adulto. Rubin cree que
la agresividad masculina contra las mujeres puede interpretarse como
una reacción a esa pérdida precoz y al sentimiento de traición que la
acompaña. Considera también que el desprecio hacia la mujer es debi­
do a la ruptura interior que exige tal separación. Este desprecio, se­

37 Carol Gilligan: In different Vosee, 1982.


38 Nancy Chodorow: The Reproduction o f Mothering. Psycboanaiysis and the Sociology o f Gen­
der, 1978, University of California Press, 1979, p. 176. Su análisis descansa, en parte, en
las investigaciones de R. Stoller.
La diferenciación masculina/77

gún ella, es fruto del miedo y no de la arrogancia, «el miedo que siente
el crío al verse obligado a rechazar la presencia todopoderosa de su
madre»39.
Incluso inhibida, la simbiosis maternal obsesiona al inconsciente
masculino. Por el hecho de que, durante miles de años, han sido edu­
cados exclusivamente por mujeres, los hombres se ven obligados a
gastar grandes energías para mantener las fronteras. Dejar las mujeres
a cierta distancia es la única manera de salvar su virilidad. Rosseau ya
lo sabía cuando invitaba a hombres y mujeres «a vivir regularmente
separados... Ellos sufren tanto o más que ellas de un exceso en sus re­
laciones e intercambios. Ellas sólo perderán sus costumbres, y noso­
tros, nuestras costumbres y nuestra constitución. No queriendo sufrir más
a causa de una separación, a falta de no poder llegar a ser hombres, las
mujeres nos convertirán en mujeres»^.

La masculinidad: una reaccións una protesta

El hombre viril encarna la actividad. Pero, en realidad, dicha ac­


tividad no es más que una reacción contra la pasividad y la impoten­
cia del recién nacido. El monopolio de la actividad que detentan los
machos no responde a una necesidad social. La interiorización de las
normas de la masculinidad exige un plus de represión de los deseos
pasivos, especialmente el de ser cuidado por una madre. La masculi­
nidad, que se construye inconscientemente en los primeros años de
vida, se refuerza a lo largo de los años hasta explosionar, literalmente,
con la adolescencia. Es el momento en que el sufrimiento y el miedo
de la feminidad y de la pasividad comienzan a hacerse evidentes. Una
gran mayoría de entre los jóvenes luchan contra este sufrimiento in­
terior reforzando aún más las murallas de la masculinidad.
Esta reacción constituye un largo combate que pone en juego una
formidable ambivalencia. El miedo a la pasividad y a la feminidad es
enorme en el hombre, porque son sus deseos más fuertes e inhibidos.
El combate, incesante, no puede ganarse nunca de una manera defi­
nitiva porque ¿cómo podría repudiar para siempre jamás la reminis­
cencia del Edén? Si en la vida real los hombre consiguen, mejor o

39 LiUian Rubin; Des Etrangers intimes, Robert Laffont, 1986, pp. 69-70.
40 j.-j. Rousseau: L ettre a d ’A lembert, 1758, Garnier Fiammarion, núm. 160, 1967,
pp. 195-196. Ei subrayado es mío.
78/Construir un macho (Y)

peor, resistir a ese deseo de regresión, éste se manifiesta abiertamente


en la literatura. Son muchos ios novelistas que evocan la nostalgia del
vientre materno. El sueño del mono loco4'' compara los hombres adultos a
pequeños Peter Pan que se niegan a crecer. Más explicito todavía, su
autor nos habla del «adulto obstinado en querer traspasar una puerte-
cilla por la que podía pasar siendo un niño... Este orificio (el sexo de
la madre) que sólo se atraviesa una vez y que tiene sentido único». El
mismo deseo lo encontramos expresado en el magnífico fresco de
Günter Grass, E l rodaballo. Los hombres no son más que bebés que
sueñan con una madre que tiene tres pechos. «Todos necesitan ma­
mar diariamente, incluso los viejos temblorosos... Al mamar, los
hombres se sienten saciados, satisfechos, protegidos. No tienen que
decidir... viven exentos de responsabilidades»42. Mismo deseo otra
vez, aunque en este caso reprimido, encontramos en Die kunstliche
Mutter. «¡Al diablo esos eternos lloriqueos de los hombres-bebé afec­
tados de mamamnesia,.. que quisieran esconderse en el vientre de su
madre. Pongamos sobre el tapete la papamnesia...!»43.
Philip Roth lo hace mejor aún: su héroe, David Kepesh, se ha me-
tamorfoseado en un enorme pecho de mujer. No soportando ya más
la virilidad y el increíble control de sí mismo que exige, se hunde en
ei delirio que le autoriza a disfrutar de los placeres de la impotencia
total4,1. El deseo de volver al seno materno o al estadio de la crianza...
a aquellos momentos de la vida en que ei bebé es el pecho. Al margen
de este delirio novelesco, la obra entera de Philip Roth cuenta la gue­
rra sin cuartel que libra el adulto contra el bebé, impotente y depen­
diente: «La voz del hombre rechaza al crío que siente tentaciones de
irresponsabilidad»45.
Para dejarse llevar por estos fantasmas regresivos, es necesario ha­
ber tomado ya una cierta distancia con respecto a sus propias angus­
tias. Tal vez sea también que el actual cuestionamiento de la masculi-
nidad y de la feminidad ha relajado el nudo de la represión que ahoga­

41 Christopher Frank, Le Reve du singe fo u , Seuil, 1976, Le Livre de Poche, 1989, pp.
33, 107, 116, 140.
42 Günter Grass: E l rodaballo, Barcelona, 1982.
4Í Hermann Burger: Die Kunstliche Mutter.
1,4 ¿Por qué un pecho?, se pregunta. «¿Intenso deseo de inercia total y feliz, aspirar a
un gran saco de carne sin cerebro, pasivo, inmóvil, actuado'en lugar de actuar? ¿Largo
sueño de invierno en las montañas de la anatomía femenina?... El pecho, capullo, pri­
mo de aquel bolsillo en el que me bañaba entre el líquido amniótico de mi madre», en
The Breast, Penguin, 1985.
45 Philip Roth: M y L ife as a Man, 1985.
La diferenciación masculina/79

ba todavía al hombre hace tan sólo veinte años. Pero no todos son ca­
paces de aplicar tanta lucidez sobre sí mismos. Los más frágiles, los
más dolidos, no pueden mantener su masculinidad y luchar contra el
deseo nostálgico del seno materno si no es odiando el sexo femenino.
Recordemos la repugnancia de Baudelaire: «un odre... lleno de pus».
U n adolescente, que hace el amor por primera vez con una profesora
mayor que él y que le recuerda su madre, experimenta la misma re­
pugnancia por el sexo de la mujer: «un conducto tibio y viscoso... ga­
nas de vomitar... se siente como aspirado desde el interior... se siente
mal»46. Son sensaciones que comparten muchos adolescentes cuando
descubren el acto sexual y que normalmente desaparecen cuando re­
fuerzan su masculinidad.
Con todo, desde la infancia hasta la edad adulta, y a veces toda la
vida, la masculinidad es mucho más una reacción que una adhesión.
El chico se instala oponiéndose: no soy mi madre, no soy un bebé, no
soy una niña, proclama su inconsciente. Según la expresión de Alfred
Adler, el advenimiento de la masculinidad pasa por una protesta viril.
La palabra «protesta» indica que hay duda. Se protesta reclamando
inocencia cuando hay sospecha de culpa. Se reclama la inocencia a
gritos para convencer a los demás de que no somos lo que ellos sospe­
chan. Leí mismo modo, el chico (y el hombre), defiende su virilidad
porque se sospecha femenino. Pero, en este caso, la sospecha no la
formulan ios otros, sino él mismo. Debe convencerse a sí mismo de
su inocencia, es decir, de su autenticidad masculina.
Y esta protesta la dirige, en primer lugar, a la madre. Se respalda
en tres postulados: Yo no soy ella; no soy como ella; estoy en contra
suya.

Traición y asesinato de la madre

La separación de la madre oscila entre dos temas complementa­


rios: la traición a la madre amada (la madre buena), que obsesiona a
Philip Roth, y la liberación de la opresión materna (la madre mala,
frustrante y todopoderosa), que atormenta especialmente a los escri­
tores germánicos contemporáneos47. Según la imagen materna domi­
nante (y aunque una no vaya sin la otra), son la culpabilidad o la agre­
46 Michka Assayas, Les Années vides, L’Arpcnteur, 1990, pp. 38-39.
47 Encontramos ei tema del asesinato de la madre en Günter Grass, Michaél Krü-
ger, Peter Rosei, Hermann Burger y Thomas Bernhard, entre otros.
80/Construir un macho (Y)

sividad la que se pone de manifiesto. Freud atribuía al hombre «un


desprecio normal» de la mujer debido a la carencia de pene. Pero Jani-
ne Chasseguet-Smirgel, más aguda, detecta «tras el desprecio mani­
fiesto... una imago materna poderosa, envidiada y terrorífica»48. Ate­
rroriza porque simboliza la muerte, la cuenta atrás, la aspiración a tra­
vés de una matriz ávida49.
A menudo, los psicólogos evocan el tema de la traición materna.
Según estas teorías, el hombre adulto desconfía de las mujeres porque
le recuerdan su madre, que le traicionó abandonándole poco a poco
al mundo de los hombres. Pero existe otro tipo de traición, que es la
que en filigrana atraviesa toda la obra de Philip Roth: la del hijo a la
madre. Ahí, en opinión del escritor, radica el verdadero escándalo,
mucho más que en el falocentrismo del macho50. No se puede ser
hombre sin traicionar la madre, «sin cortar los laxos de amor de la in­
fancia»51. La virilidad, dice Roth, es: «Decir no a la propia madre para
poder decir no a las demás mujeres». O, sigue, «ser lo más mínimo en
el mundo es ser su Philip, pero... mi historia empieza por el hecho de
ser el Roth de mi padre»52. Portnoy consulta un psicoanalista para
que le conceda fuerza viril: «Hágame fuerte, hágame completo»53. Di­
cho de otra manera, ayúdeme a traicionar a mi madre. Se siente de­
masiado culpable para con ella como para atreverse a salir de su órbi­
ta, de su cuerpo, y hacerse hombre. Cuando era aún un adolescente,
ella le trataba siempre como a un bebé y a la más mínima veleidad de
autonomía, lloraba... Traicionarla es provocar en ella el llanto, y en él
la culpabilidad, el terror y la angustia. Tal vez, el drama de Portnoy
reside menos en la dictadura materna y la impotencia paterna que en
el hecho de que ella le considere «su enamorado», y que él lo sepa.
Pero no puede conservar este título si deja de ser su bebé.
Resultado: a los cuatro años apenas sabía a qué sexo pertenecía54.

48 j. Chasseguet-Smirgel, op. cit., p. 62.


49 Además, la psicoanalista destaca que, en francés, uno de los lapsus lingüísticos
más frecuentes es la confusión entre «mort» (muerte) y «mere» (madre). Y no es la con­
secuencia del puro a2ar si «los textos más importantes (de Freud) sobre la feminidad son
contemporáneos a la introducción del instinto de la muerte y llevan, indiscutiblemente,
la huella de la muerte». Ibidem, pp. 85-86.
50 Ph. Roth: The Counterlife, FS&G, 1986.
51 Ph. Roth: My L ife as a Man, 1985.
52 Ph. Roth: Los hechos. Versal, Madrid, 1989.
33 Ph. Roth: Portnoy's Compiaint, Random, 1969.
54 Ibidem.
La diferenciación masculina/81

Se acuerda de que a ios nueve años un testículo no había tomado for­


ma todavía y una terrible angustia le invadió: «¿Y si además me cre­
cieran los pechos?, ¿y si mi pene se secara y se diluyera, rompiéndose
un día entre mis dedos mientras orino? Entonces me transformaría
en niña»55. Chica o bebé: estos son los obstáculos que el chico debe
saltar para convertirse en un hombre. En ambos casos se trata de
romper con la madre. Pero, ¿cómo conseguirlo cuando amenaza con
dejar de quererle e incluso con ia castración?56. Ella, la misma que le
enseñó a hacer pis de pie, «sacudiéndole el rabo... su mano en mi cola
representa, con toda probabilidad, mi futuro»57.
La culpabilidad es sustituida por la agresividad y el odio. Philip
Roth no escapa a ello. Pelea furiosamente contra la omnipotencia
materna que le impide crecer. Y porque no combate suficientemente,
pierde sus cojones. Adulto, se somete ante todas las mujeres que ama:
impotente, masoquista58, «se comporta dulcemente con ellas, como si
fuera un buen chico sin defensas»59. Se ha convertido en un «niño de
pecho egomaníaco»60 que sólo conoce una manera para defenderse:
reducir a todas las mujeres «al estado de objetos sexuales masturbato­
rios». Otros autores expresan de modo más brutal su odio y su necesi­
dad de matricidio. El rodaballo lo expresa sin rodeos: el acto viril por
excelencia es el asesinato de la madre61; si falla este acto fundamental
en el surgimiento de un hombre de la oscura prehistoria del seno ma­
terno, entonces es la muerte la que vence a la vida.
La literatura es rica en denuncias a la madre: parece como si se
tratara de una competición, en la que todos pretenden gritar y llorar
con mayor desespero. M. Krüger ilustra el complejo materno de los
hombres de nuestra época. El hombre-bebé está enfermo de una sim­
biosis infernal. Se siente vacío, como un andrajo sin identidad, devo­
rado por una madre todopoderosa y mujeres verdugo62. Peter Rosei
evoca con horror al hombre amedrentado como un chiquillo ante la
mujer — diosa, autosuficiente y cruel— . Como no puede matarla, la

55 Ibidem.
56 Ibidm . ¡Su madre le amenaza con un cuchillo si no quiere comer!
57 Ibidem,
58 Cfr. My L ife as a Man y The Professor o f Desire.
59 M y L ife as a Man.
60 Ibidem. El tema del bebé es constante en Ph. Roth, especialmente en La lección de
anatomía, que cuenta la historia de su terrible depresión.
61 Günter Grass, op. cit.
62 Pourquoi m oíi et autres récits. (1984-1987). Trad. francesa en Seuil, 1990, pp. 21
a 39.
82/Construir un macho (Y)

fetichiza, adopta una parte de ella y rechaza la mujer completa63. La


mujer-diosa ejecuta sus hechizos: impide crecer a su hijo y le hace im­
potente64. Pero nadie mejor que Knut Faldbakken para realizar el re­
trato de la madre todopoderosa con su hijo eternamente bebé, el Bad
boy (título del libro en noruego). Impotente, apático, sin identidad,
masoquista, pasivo, se desprecia a sí mismo porque le teme a todo, in­
cluida a su propia sombra. Los héroes de las novelas de Faldbakken
lloran como niños pequeños a causa de su impotencia y viven episo­
dios homosexuales. Sólo el cuerpo de otro hombre puede inspirar se­
guridad al hombre-bebé afectado de una profunda depresión.
Aquí y allá, la novela masculina ha hecho de la madre un perso­
naje castrador y mortífero, convirtiendo este tema en uno de los más
explotados en la literatura contemporánea. Se establece una suerte de
competencia entre todos aquellos que pretenden denunciar a estas
mujeres «pegajosas de tan solícitas»65, que engendran hombres-
peleles66. Al cabeza de familia, cuando no está muerto, se le dibuja
como una sombra sin consistencia: afectivamente ausente, digno de
lástima, humillado y despreciado. Son incapaces de arrancar a sus hi­
jos de las garras amorosas de la madre. En consecuencia, los diferen­
tes héroes de estas novelas salen muy mal parados. Se ha hablado de
impotencia, de depresión, de experiencias homosexuales, suicidios o
locura; pero la agresividad del hombre castrado puede también vol­
verse contra el exterior, tratar a las mujeres como objetos de usar y ti­
rar, ser un sádico o un asesino. El héroe de Fausse noteó7, poseído por el
amor simbiótico y sensual de su madre, se convierte en un asesino de
mujeres. Este efebo rubio y de sexo dudoso, infantil y femenino, aca­
bará asesinado por su madre, que pretende realizar con ello un último
gesto de protección (contra la justicia) y de posesión maternal «antro-
pofágica». Hay otros que sueñan con matar a su madre68 para descar­
63 Komodie und Mana, op. cit.
64 H. Burger: Die Kuntsliche Mutter, op. cit. Saúl Bellow: Seé&the D a y, Penguin, 1984.
Pat Conroy: E l príncipe de las mareas; Knut Faldbaken: Adams Daebok, y Bad Boy.
65 Expresión de Faldbaken en Bad Boy. Véase también Dominique Fernandez, L ’E-
cole du Sud, Grasset, 1991; Vitaliano Brancati: G lianniperduti, Editoriale Fabbrí Bompia-
ni, 1943; Philippe Soilers: Femmes, Gallimard 1983; trad. cast., Mujeres, Barcelona, 1985;
Roland jaccard: Les chemins de la désillusion, Grasset, 1979, y Lou, Grasset, 1982; Hervé
Guibert: Mes parents, Gallimard, 1986.
66 Christian Giudicelli: Stations balnéaires, Gallimard, 1988; Ludovicjanvier: Monstre,
va.f, Gallimard, 1988; Frantjois Weyergans: Le pitre, Gallimard, 1973, y su obra en gene­
ral; Edgard Smajda: Lubie, B. Barrault, 1990; Alfredo Brice-Echenique: La última mudan­
za de Felipe Carrillo, Barcelona, 1989.
67 Roland Clément: Fausse note, Ed. Phébus, 1990.
M Rcné Belletto: I^a machine, POL, 1990.
La diferenciación masculina/83

gar así todo el odio acumulado, y los que la matan realmente69. El fas­
cinante hijo asesino de Ludovic Janvier es una caricatura del macho
abortado: cobarde, colérico, dulce, blando, gordo, goloso de sus pro­
pios excrementos y viviendo un remedo de existencia. Habla de sí
mismo usando el femenino y, de hecho, parece una mujer, con sus se­
nos y sus caderas. Confiaba liberarse del miedo a la existencia matan­
do a su madre. Pero el hecho lo encarcela. Evoca a esa «lapa amorosa»
y juega con la idea del hombre embarazado, capaz de ofrecer un «am­
biente viril» al bebé macho.
En realidad, pasado el momento oportuno, la ruptura con la ma­
dre es imposible sin ayuda terapéutica. Y aun con ella, una simbiosis
prolongada deja secuelas. El fracaso de la separación engendra los
peores trastornos. Desde la transexualidad hasta la psicosis (ni prohi­
bición del incesto, ni castración paternal), pasando por múltiples
trastornos de la identidad y del comportamiento: «masculinidad he-
gemónica»70, desprecio de las mujeres, agresividad incontrolada,
«hambre de padre»71, etc.
Todo ello parece dar la razón a las tribus de Nueva Guinea, que
temen la influencia mortal de las madres sobre los hijos. Puesto que
les impiden crecer y hacerse hombres, los machos adultos les arran­
can los hijos a sus madres de la manera más cruel.

La necesidad vital de la diferenciación

La diferencia sexual varía de manera extraordinaria ya sea en una


u otra sociedad. Muy acusada o apenas perceptible para el observador
foráneo (en nuestras sociedades, a veces, es difícil diferenciar un jo­
ven de una joven); tardía (en Tahxtí) o precoz (en las sociedades occi­
dentales antes de 1900, por ejemplo), la diferenciación sexual es un
hecho universal. Es verdad que la sociedad evoluciona lentamente y
que los medios de comunicación de masas siguen difundiendo este­
reotipos masculinos y femeninos tradicionales. No obstante, ha llega­
do el momento de reconocer que la explicación social es insuficiente.

69 Ludovic janvier. ibidem.


70 R. Connell: «A Whole New World: Remaidng Masculinity in the Context of the
Environmental Movement», Gender <& Society, vol. 4, núm. 4, diciembre 1990,
p. 459.
71 F ather and Child, Stanley H. Cath., Alan R. Gurwitt, John Munder Ross-Little,
eds. Brown and Company, Boston, 1982, p. 163.
84/Construir un macho (Y)

Las resistencias son también psicológicas y, por tanto, no aleatorias.


La necesidad de diferenciarse respecto del otro sexo no proviene del
aprendizaje, sino que es una necesidad arcaica. «La mayoría de las so­
ciedades utilizan el sexo y el género como principal esquema cognos­
citivo para comprender su entorno. La gente, los objetos, las ideas,
son habitualmente clasificados según sean machos o hembras»72. Los
niños no solamente lo utilizan para comprender el mundo, sino, so­
bre todo, para comprenderse a sí mismos. Conocerse requiere, en pri­
mer lugar, distinguir y clasificar; esto hace aparecer primeramente el
dualismo. La criatura aprende a clasificar gente y objetos en dos gru­
pos, uno que se le parece y otro que se le opone.
Otro dato común a la infancia es la tendencia a definir el Ser por
el Hacer. Cuando se le pregunta ¿qué es un hombre o qué es una mu­
jer?, la criatura responde con un enunciado de los roles y de las fun­
ciones, generalmente estereotipados y oposicionales, que ejercen
unos y otras. Es debido a ello que la crítica estadounidense de la teo­
ría de los roles sexuales73, legítima en lo que respecta el hombre y la
mujer adultos, debe suavizarse cuando se trata de niños y niñas. Si
bien es normal que se enseñen las mismas cosas a los crios de ambos
sexos, también es necesario que se deje a unos y otras la posibilidad de
que expresen su distinción y su oposición. Aunque papá y mamá sean
ambos funcionarios o médicos y se repartan las tareas domésticas y
familiares, el niño y la niña seguirán necesitando un criterio (aunque
sea imaginario) para distinguirlos y que le ayude a diferenciarse de
uno para identificarse con el otro.

La segregación sexual universal de los niños y las niñas

En todas las sociedades humanas se da un momento en que los ni­


ños, machos y hembras, se separan para formar grupos unisexuales.
Incluso en Tahití, donde la diferenciación sexual se aplica con menor
contundencia, en la preadolescencia, niños y niñas dejan de jugar jun­
tos74. Empiezan a separarse hacia los diez o los doce años y, hasta que

72 Holly Devor. Gender Blending, Indiana University Press, 1989, p. 46.


73 Cfr. joseph H. Pleck: The Mith o f Masculinity, The MIT Press, Cambridge, Mass.,
1981. Así como un gran número de artículos.
74 Robert Levy: Tahitians, Mind and Experience in the Society Islands, University of Chi­
cago Press, 1973, pp. 189-190.
La diferenciación masculina/85

no cumplen los quince o dieciséis, el grupo de chicos no frecuenta el


de las chicas. Es la edad de las amistades «homosexuales», tan impor­
tantes para consolidar su identidad sexual. En la sociedad occidental
la separación de los sexos se produce aún más pronto y dura mucho
más.
En un artículo reciente, E. Maccoby, apoyada en sus propias in­
vestigaciones, además de conocedora de la literatura actual sobre el
tema, confirma: «Desde la guardería hasta la pubertad los niños se
agrupan esencialmente a partir del sexo»75. En su estudio longitudi­
nal, Maccoby y Jacklin (1987) constatan que, a los cuatro años y me­
dio, en las guarderías, los pequeños pasan tres veces más tiempo ju­
gando con los de su mismo sexo que con los del sexo opuesto. A los
seis años y medio esta relación se establece en un once a uno.
La segregación es todavía más evidente en las situaciones no es­
tructuradas por los adultos. Además, se exceden éstos cuando en sus
intentos para aproximar ambos sexos, los crios plantean resistencia.
Entre los seis y los doce años, niños y niñas evitan los grupos mixtos.
B. Thorne destaca la intensidad de las burlas que infligen los crios al
que demuestre interés por otro crío del sexo opuesto. En opinión de
Maccoby, esa voluntad de evitar al otro sexo no se debe simplemente
a la presión de los adultos. Sean cuales sean los esfuerzos de la escuela
para acrecentar las actividades mixtas, éstas sólo producen un efecto
provisional: los crios vuelven siempre a un modelo de segregación.
La tendencia a preferir como compañeros de juego a miembros
del mismo sexo empieza muy temprano. Maccoby explica lós resulta­
dos obtenidos en el estudio aplicado (1984) en una importante guar­
dería canadiense, con niños de entre uno y seis años. Hacia los dos
años las niñas empiezan a interesarse por las niñas, mientras que los
niños no buscan compañeros de su mismo sexo hasta los tres años. A
los cinco años superan a las niñas en su preferencia por los colegas del
mismo sexo. Además, Maccoby y Jacklin (1987) han comprobado
que el nivel de interacción era mucho más elevado en parejas no mix­
tas: los niños son socialmente más activos cuando juegan con otro

75 E, Maccoby: «Ix sexe, catégorie sociales», en A cíes de la recherche en sciences sociales,


núm. 83, junio 1990, p. 16. Maccoby utiliza los trabajos de Luda y Herzog (1985), de
Barry Thorne; «Girls and Boys together, but mostly apart», 1986, incorporado en Men's
Lives, op. cit., pp. 138 a 153; así como sus propias investigaciones realzadas con Jacklin:
The Psychology o f Sex Difference, op. cit., 1974, y «Gender segregation in Childhood», en E.
H. Reese (ed.), Advances in Child Development and Behavior, vol. 20, pp. 239 a 287, N. Y.
Academic Press, 1987.
86/Construir un macho (Y)

niño. A los treinta y tres meses cumplidos, el tipo de juego se diferen­


cia y los crios se adaptan mejor al que han escogido los de su mismo
sexo. Las niñas no juegan pasivamente, pero no poseen estas maneras
tan físicas y brutales con que juegan los niños76.
Según Maccóby y Jacklin, las bases de la segregación sexual son
previas a la escolarización. Aparecen en el momento en que los pe­
queños son capaces de poder clasificar correctamente, según sea el
sexo, a los demás y a sí mismos. Conforme a esta teoría, las diferen­
cias que se constatan entre los grupos de chicos y chicas se deben a
tres factores principales: la socialización del crío con arreglo a su sexo
en el momento de su nacimiento (que es muy distinta según las carac­
terísticas del padre y de la familia); losfactores biológicos77; y, finalmente,
los factores cognoscitivos, que se conocen muy mal aún, por los que los pe­
queños pueden distinguir un niño de una niña sin conocer previa­
mente las diferencias genitales78.
Este fenómeno, que puede ser observado en cualquier época y lu­
gar, debería suscitar la prudencia de los defensores del dualismo se­
xual. Si bien es cierto que ha sido utilizado por el patriarcado como
un arma peligrosa en contra de las mujeres, también lo es que se trata
de un hecho elemental en la consciencia identificadora del niño. Ne­
garlo sería correr el riesgo de confusión sexual, algo que nunca ha
propiciado la paz entre hombres y mujeres. Reconocerle el estatuto de
etapa necesaria es, tal vez, el único medio para alcanzar luego el reco­
nocimiento de una bisexualidad común, es decir, la semejanza de los
sexos.

76 B. Fagot cuenta, en un estudio dedicado a ias criaturas en la guardería, que los ni­
ños y las niñas reaccionan favorablemente a los «refuerzos» principalmente cuando
emanan de compañeros del mismo sexo, y que reaccionan mucho menos cuando proce­
den de niños del sexo opuesto. En cualquier caso, se constata que las niñas son más sen­
sibles a la influencia de los niños que éstos a la de ellas. Niños y niñas forman parte de
grupos con culturas distintas: dominación, jerarquía, órdenes, chulerías y amenazas ca­
racterizan a los primeros, mientras que las niñas consienten más a menudo, conceden
con mayor facilidad la palabra a los demás y son menos sensibles a la jerarquía. En «Be-
yond The Reinforcement Principie: Another Step Toward Understanding Sex Roles»,
en Developmental Psychology, 21, 1985, pp. 1097 a 1104.
77 Money y Ehrhardt citan un grupo de niñas que, habiendo sido sometidas a una
androgenización prenatal, eran distintas de ias demás y preferían jugar con niños.
78 Las categorías «macho» y «hembra» son categorías binarias fundalmente adquiri­
das mucho antes que las de «masculino» y «femenino», conjuntos vagos y relativos.
La diferenciación masculina/87

El mito del instinto maternal que provoca estragos

Hemos tenido ya ocasión de demostrar que la historia de los com-


oortamientos desmiente la teoria del instinto maternal79. Alienante y
culpabilizante para las mujeres, el mito del instinto maternal provoca
estragos entre los pequeños y, de modo especial, entre los niños.
La teoría del instinto maternal postula que la madre es la única ca­
paz de ocuparse del bebé y del hijo porque está biológicamente deter­
minada a ello. De acuerdo con esto, la pareja madre/hijo forma una
unidad ideal que nadie puede ni debe perturbar. Al defender una idea
de relación exclusiva80 del hijo con la madre y preconizar que ésta se
encuentra naturalmente predispuesta a ocuparse de aquél, se legitima
la exclusión del padre y se refuerza, asimismo, la simbiosis madre/
hijo. O, lo que es lo mismo: se prolonga la protofeminidad del chico
en detrimento de una identificación paterna. Los psicoanalistas in­
gleses han sido fervientes defensores de dicha teoría. Han elaborado
el retrato de una madre ideal, totalmente dedicada a su retoño y con
intereses idénticos a los de su hljog1. Así, mientras M. Mahler hablaba
de la fase «autista» normal en el bebé, Winnicott desarrollaba la idea
de un estado simétrico en la madre, la «enfermedad normal» de la re­
cién parturienta consistente «en un estado psiquiátrico de repliegue,
de disociación, como un episodio esquizoide»82. De hecho, concede
Winnicott, una madre adoptiva o cualquier otra mujer puede experi­
mentar esa «enfermedad» buena que es el instinto maternal. ¡Como si
bastara con haber nacido mujer para ser maternal!83.
En realidad, sólo se juzga no apta para experimentar el sentimien­
to maternal primario a una categoría de seres humanos: los hombres,

79 E. Badmter: ¿Existe e l instinto maternal.?, Barcelona, 1991.


80 John Bowlby: Attachment, Basic, 1983.
81 D. Winnicott: «La préoccupation maternelle primaire», 1956, en De la Pédiatrie a
la psychanalyse, Payot, 1978, pp. 168 a 174. Y, también AHce Balint: «Lovc for the mot-
her and mother iove», en M. Balint (ed.): Primary Love andPsycho-A nalitic Technique, Nue­
va York Liveright Publishing, 1965, pp. 91 a 108.
82 Ibidem, p. 170.
83 H. Deutsch define la mujer normal, «femenina», de esta manera: la que se consti­
tuye de una interacción armoniosa de las tendencias narcisistas y de la aptitud masa-
quista para soportar el sufrimiento. El deseo narcisista de ser amada se metamorfosea
en la mujer maternal en una transmisión del yo sobre el hijo, que no es más que el susti­
tuto del yo: Psychologie des fem m es, PUF, 1949.
88/Construir un macho (Y)

y, más concretamente, los padres. Winnicott no solamente acepta la


idea de que «determinados padres no se interesan nunca por su be­
bé»84, sino que, llevando demasiado lejos la contingencia del amor pa­
terno, afirma sin parpadear: «El hijo tiene suerte si su padre se halla
presente y desea conocerle»85. En general, la mayoría de los psicoana­
listas clásicos considera que el padre no puede ni debe sustituir a la
madre, ni tan siquiera compartir los cuidados y la alimentación del
hijo. Debe seguir siendo el receptor del odio del crío86, encarnación
del principio de realidad87, dejándole a la madre el privilegio y la res­
ponsabilidad de encarnar el principio del placer. Como representante
de la ley, el padre debe mantener sus distancias. No hace mucho po­
día oírse todavía a Fran^oise Dolto advirtiendo solemnemente a los
padres desde la radio: «Sobre todo, que los padres no olviden que no
es a través del contacto físico, sino con palabras, que conseguirán que
sus hijos les amen y que ellos respetarán a sus hijos»88. ¿Podría encon­
trarse un modo mejor para decir que el cuidado y mimo del pequeño
son cosas desaconsejables para el padre so pena de que pierda su esta­
tuto de equilibrio con el hijo? El amor paternal tendría esta particula­
ridad: sólo se expresa a distancia. Entre él y su hijo sólo se establece la
razón como sistema intermediario necesario que permite, precisa­
mente, mantener las distancias entre ambos89. Antes de que cumpla el
primer año, el padre queda postergado a un rol de escasa importancia
para el hijo. Este concepto de paternidad, absolutamente conforme
con la tradición patriarcal, consigue reforzar la diada madre/hijo y,
en particular, la de madre/hijo varón. Al haberse postulado siempre
que la madre estaba dotada de un instinto admirable, se creía que sa­
bía modularlo para dar la «dosis» de amor necesario al niño en cada
etapa de su desarrollo. En un momento dado debía animar al niño
para que se saliera de la simbiosis, desligándose de ella. De hecho, se
quería creer que el amor materno era como su leche, que se adaptaba
de forma natural a las necesidades evolutivas del bebé.
La verdad es muy distinta. El amor materno es infinitamente
complejo e imperfecto. Lejos de ser un mero instinto, está condicio­

84 D. Wínnícott: L'enfant et sa fam ille, Payot, 1973, pp. 117-118.


85 Ibidem, p. 120.
86 Ibidem, p. 120, «La ventaja de tener dos padres: se puede seguir amando a uno
aunque se deteste al otro».
87 Alice Balint: op. cit., pp. 98-100.
88 F. Dolto: Lorsque 1‘enjant parait, t. II, Le Seuil, 1978, pp. 71-72,
89 E. Badinter: L ’amour en plus, op. cit., pp. 321-323 (traducción española antes cita­
da).
La diferenciación masculma/89

nado por múltiples factores que no tienen nada que ver con la «buena
naturaleza» o la «buena voluntad» de la madre, y hace falta casi un pe­
queño milagro para que ese amor sea tal como nos lo describen. De­
pende no sólo de la historia personal de cada mujer (se puede ser una
mala o mediocre madre generación tras generación), de la oportuni­
dad del embarazo, del grado de deseo de tener el hijo, de las relaciones
que se mantienen con el padre y de otros muchos factores sociales,
culturales, profesionales, etc.
Es cierto que existen madres admirables que dan a sus hijos lo que
ellos necesitan para ser felices sin hacerles sentirse prisioneros de ella,
que saben cómo evitarle un exceso de frustración o de culpabilidad
que frenaría su desarrollo. Pero estas madres especialmente «dotadas»
son tan infrecuentes como los grandes artistas: son milagrosas excep­
ciones que confirman la regla de una realidad difícil, titubeante y, casi
siempre, insatisfactoria. Si se pregunta a hombres y mujeres sobre sus
madres, acostumbran a definiría siempre con un «demasiado» o un
«demasiado poco». Demasiado presente o demasiado ausente; demasiado
vehemente o demasiado fría; demasiado amorosa o demasiado indiferente;
demasiado abnegada o demasiado egoísta, etc. Demasiada madre para mu­
chos hijos y demasiado poco para las hijas, que se quejan de ello (notaba
Freud) en el diván del psicoanalista. La buena maternidad es una mi­
sión casi imposible que prueba — por si quedaban dudas al respec­
to— que esta no es una cuestión de instinto. El secreto que se ignora
es el de la «distancia correcta» de la que habla Lévi-Strauss y que sirve
para evitar el racismo y la guerra. Ni demasiado cercana ni demasiado
lejana, la buena madre preserva la paz interior de su prole y, en parti­
cular, de su hijo. La «distancia correcta» condiciona el sentimiento de
identidad masculina de su hijo varón y sus futuras relaciones con las
mujeres.
Cuanto más pesa una madre sobre sus hijos tanto más éstos temen
las mujeres, rehuyéndolas u oprimiéndolas. Pero dejemos de acusar a
las madres «castradoras» que engendran hijos sexistas (habiendo que­
dado claro que las mujeres son responsables de la infelicidad de las
mujeres)90: ha llegado el momento de poner punto final a la materni­
dad exclusiva de la madre y de romper el círculo vicioso.
Hoy sabemos que los hombres pueden cuidar a sus hijos del mis­
mo modo que lo hacen las mujeres, cuando las circunstancias así lo
aconsejan95. Un padre es igualmente sensible, afectuoso y competente
90 William Ryan: B lam ingthe Victime, N. Y. Pantheon, 1970.
91 Ver capítulo 2 de la segunda parte.
90/Construir un macho (Y)

que una madre cuando pone en funcionamiento su feminidad92. Sólo


se necesita que la madre, liberada del instinto mítico, acepte el repar­
to de su condición con el padre93 y que éste no le tema a su feminidad
maternal. Más adelante veremos que la ausencia del padre arrastra
consigo más consecuencias para el hijo cuando éste tiene menos de
cinco años que después. Es una más entre nuestras otras muchas fal­
sas creencias.

92 Barbara j. Risman: «Intímate Relationships from a Microstructural Perspective:


Men who Mother», en Gender &' Society, vol I, núm. 1, marzo de 1987, pp. 6 a 32.
93 O cualquier hombre que encarne la imagen del padre.
Capítulo III
«EL HOMBRE ENGENDRA AL HOMBRE» 1

La frase de Aristóteles concierne a la reproducción de la especie


humana. Quería decirnos que es el hombre, el macho, quien transmi­
te al niño o niña el principio de humanidad. Hoy podemos ampliarlo
a la formación del género masculino.
Actualmente sabemos que el sexo masculino, que se caracteriza
por el cromosoma Y, lo transmite el padre. Es él, el genitor o cual­
quier otro hombre (incluso un grupo de hombres) que encarne la
imagen de padre, el que debe finalizar el proceso de diferenciación
masculina. Se trata siempre de ayudar al niño para que cambie su
identidad femenina primaria en una identidad masculina secundaria.
En el sistema patriarcal, los hombres han utilizado diferentes méto­
dos para conseguir que los niños se convirtieran en hombres, en «ver­
daderos» hombres. Ya sean ritos iniciátícos, pedagogía homosexual o
confrontación con sus semejantes, se trata siempre de una institución
que prueba que la identidad masculina se adquiere a un alto precio.
Tienen, por ios demás, tres puntos en común.
El primero consiste en la superación de un umbral crítico. En los
alrededores de la preadolescencia, el chico tiene que salirse de la in­

1 Aristóteles, Metafísica.

91
92/Construir un macho (Y)

fancia indiferenciada. Para la mayor parte de las sociedades, conver­


tirse en hombre adulto es problemático. A diferencia de «la mujer,
que es, el hombre ha de hacerse. En otras palabras, la menstruación,
que abre durante la adolescencia la posibilidad de tener hijos, funda­
menta la identidad femenina; se trata de una iniciación natural que le
permite pasar del estadio de jovencita al estadio de mujer. En el caso
de los hombres un proceso educativo tiene que sustituir a la naturale­
za»2. Dicho de otra manera: el hacerse-hombre es una fabricación vo-
luntarista y podemos preguntarnos, como G. Corneau, si la masculi­
nidad se despertaría en nuestros hijos sí no se viera forzada a ello en
un momento determinado de su desarrollo.
El segundo punto en común de las diferentes pedagogías de la vi­
rilidad lo constituye la necesidad de aplicar pruebas. La masculinidad
se gana al término de un combate (contra uno mismo) que implica
muy a menudo dolor físico y psíquico. Tal como lo señala Nicole Lo-
raux, a propósito de los comienzos de la República romana, «la virili­
dad se demuestra a cuerpo descubierto»3. Las cicatrices del guerrero
testimonian las heridas y la sangre vertida, demostrando su valor
como hombre y como ciudadano. «El dolor es un asunto de mujeres...
el hombre debe despreciarlo so pena de verse desvirilizado y rebajarse
al nivel de la condición femenina»4. El estoicismo moral y físico se
aprende con el paso de los años y la superación de pruebas. Para con­
seguirlo, el jovencito debe enfrentarse, a menudo, a situaciones de
una extrema crueldad, incluso si hoy tendemos a ver simplemente el
aspecto sádico y negativo de estas pruebas, cabe señalar que se reali­
zan siempre con el objeto de reforzar la masculinidad y que sin ellas
ésta corre el peligro de desvanecerse, e incluso de no llegar a formu­
larse nunca.
El tercer punto en común de las formaciones de la virilidad tradi­
cional es el papel nulo o relegado de los padres. Casi siempre son chi­
cos mayores u otros hombres adultos los encargados de la masculini-
zación de los más jóvenes. Iniciado por un mentor o por un grupo de
antiguos, el joven entra en el mundo de los hombres gracias a otros
que no son su progenitor. Es como si el padre temiera infligirle sufri­

2 Guy Corneau: P ére manquant, fils manqué. Q ue sont les hommes devenus? Les éditions de
l’Homme, Montreai, 1989, p. 21. El subrayado es mío.
3 N. Loraux: «Blessures de virilité», en Le genre humain, núm. 10, op. cit., p. 39.
4 Georges Duby: Male Moyen Age, Champs/ Flammarion, 1990, pp. 205-206; trad.
cast., E l amor en la Edad Media, Alianza Editorial, Madrid, 1990.
«Ei hombre engendra al hombre»/93

miento o proporcionarle placer a su propio hijo. Acorralado entre el


miedo al talión y el temor al incesto homosexual, ha escogido desde
hace mucho tiempo abstenerse y guardar distancias. Apoyándose en
un material antropológico considerable, T. Reik sostiene que en los
sentimientos que manifiesta hacia su hijo, un padre reaviva un senti­
miento ambivalente hacia su propio padre. De ahí el miedo al talión,
tan bien explicado por Otto Rank: «El hijo que siente pulsiones hosti­
les hacía su padre y que debe inhibirlas, temerá, cuando sea padre a su
vez, una actitud similar en su hijo, y ello debido a un mismo complejo
inconsciente»5. Es lo que podríamos denominar complejo de Isaac.
Por otra parte, J. Pleck destaca el contraste entre el papel masculino
tradicional, que implica estrechos lazos emocionales entre hombres
(cuyas formas ritual izad as limitan la intimidad), y el papel masculino
moderno, que supone una disminución, cuando no una carencia, de
relaciones afectivas entre hombres6. Una de las razones de estas dife­
rencias en la actitud reside, muy probablemente, en el hecho de que el
joven de los tiempos modernos ya no dispone de un iniciador y que su
padre tampoco ha sabido llenar esta papeleta. Los padres, homófo­
nos, le temen a los contactos demasiado estrechos con sus hijos.

Los ritos de la iniciación

Su objetivo común es el de cambiar el estatuto y la identidad del


chico para que renazca el hombre. En determinadas sociedades — co­
mo la tribu Fox, en Iowa— ser un auténtico hombre se considera
The Big Impossible1. Sólo unos pocos miembros de la élite lo consi­
guen. Pero en la mayoría de las sociedades rituales, la masculinidad es
un desafío que superan todos los chicos gracias a la colaboración de
sus adultos. Mejor o peor, según sea el momento en que se procesa,
una vez superadas las pruebas, la transmutación se ha conseguido: los
chicos se sienten hombres. Pero ¡a qué precio! Verdadera inversión
del estado hembra primario, se ha hablado de ello como de una «ciru­
gía radical de resocialización»8. Esta comporta tres etapas, más dolo-

5 Citado por Hermán Numberg: «Tentatíves de rejet de la circón cisión», en Nouvelle


revue de la psychanalyse, núm. 7, 1973, op. cit., p. 208.
6 J. H, Pleck: «Man to Man. Is Brotherhood Possible?», en N. Glazer-Malbin (ed.),
Oíd Family/New Family: Interpersonal Relationships, N. Y. Van Ostrand Reinhold, 1975.
7 David Gilmore: op. cit., p. 15.
8 G. Herdt, op. cit., p. 315.
94/Construir un macho (Y)

rosas las unas que las otras: la separación de la madre y del mundo fe­
menino; la transferencia a un mundo desconocido; y el sometimiento
a unas pruebas dramáticas y públicas.

Las tres etapas

The son o f the female is the shadow o f the male9. las palabras de Sha­
kespeare son vivamente experimentadas por la mayoría de las socie­
dades rituales patriarcales. La contaminación de los machos por parte
de las hembras, y en particular de los hijos por sus madres, es una vieja
obsesión que encontramos en culturas tan diferentes como lo son el
siglo x v i i i rousseauniano, los marines norteamericanos o las tribus de
Nueva Guinea: en todas partes reina la idea según la cual si no se
arranca los hijos a las madres nunca podrán convertirse en hombres
adultos. Por eso, ya sea entre los samburu, los kikuyu del este africa­
no, entre los baruya, los sambia de Nueva Guinea o en otros muchos
lugares, el primer acto de la iniciación masculina consiste en arran­
carle el niño a la madre, generalmente cuando tiene entre siete y diez
años.
Entre los sambia de Nueva Guinea es un sonido de flautas el en­
cargado de anunciar el principio de la iniciación de los chicos. Arran­
cados a sus madres por sorpresa, se les lleva ai bosque. Aquí, durante
tres días, se les azota hasta hacerles sangrar para abrirles la piel y esti­
mular el crecimiento. Se Íes pega con ortigas y se les provocan hemo­
rragias nasales para que, así, se liberen de los líquidos femeninos que
les impiden desarrollarse. Al tercer día, se les revela el secreto de las
flautas con la condición de que no se lo cuenten a las mujeres, so pena
de muerte. Los jóvenes iniciados, interrogados después por Gilbert
Herdt10, le contaron el traumatismo experimentado cuando les sepa­
raron de sus madres, su sentimiento de abandono y desesperanza.
Pero el cortar radicalmente y de manera brutal el lazo que les une
amorosamente a la madre es precisamente uno de los objetos de la ini­
ciación masculina.
A partir de la separación, bajo la amenaza de los peores castigos,
ya no podrán hablar con la madre, ni tocarla, ni tan sólo mirarla has-

9 Shakespeare: Enrique IV, segundo acto.


10 G. Herdt, op. cit., pp. 58-59.
«E¡ hombre engendra al hombre»/95

ía que hayan accedido ai pleno estadio de hombre, es decir, cuando


sean padres a su vez. Sólo entonces podrán levantar el tabú maternal,
ofrecerle el resultado de sus cacerías, hablarle y comer ante su presen­
cia. «La madre es la primera mujer que un baruya abandona en su
vida, y es también la última que reencuentra»11.
La segunda etapa marca la transición desde el mundo femenino
que debe abandonarse, al mundo de los hombres que debe adoptarse
para no acabar siendo inexistente. Este cambio de identidad social y
psicológico recuerda la inmigración de un país a otro. Y la patria de
adopción tiene una lengua, unas costumbres y una política totalmen­
te opuestos a los de la patria de origen. Para que se realice la transi­
ción de uno a otro mundo es necesario un cierto y largo desvío. Puede
durar cinco, diez o quince años, y se acompaña de importantes cere­
monias que marcan las distintas etapas. Entre los baruya, son necesa­
rios diez años de segregación sexual para separar a un chico de su ma­
dre, alejarle del mundo femenino y prepararle para afrontar de nuevo
a las mujeres en aras del matrimonio, además de cuatro ceremonias
que se celebran con varios años de distancia unas de otras.
Incluso antes de proceder a 1a primera de las ceremonias, los no­
vicios recién arrancados de la tutela de sus madres son aislados en un
lugar desconocido durante algunos días (los baruya) o unas semanas
(los hopi). Abandonados en una total indefensión, sin comida y sin
bebida, a menudo despojados de sus ropas, esos jóvenes atraviesan la
necesaria fase de umbral en la que no son nada, en estado de shock.
Han dejado de ser hijos de sus madres y tampoco lo son de sus padres;
son betmxt-and-between12, literalmente entre los dos: un estado coyun-
tural y necesario de no identidad13 que supone que el hijo femenino
de la madre tiene que morir previamente para que después pueda na­
cer el hijo masculino.
La tercera categoría de los ritos de iniciación masculina es el so­
metimiento a pruebas crueles, a menudo dramáticas y siempre en pú­
blico: escarificación, circuncisión del preadolescente, subincisión del

11 M, Godelier: La producción de los grandes hombres, op. cit.


12 Título del libro editado por Louise Carus Mahdi, Steven Foster & Meredith Lit-
tel: Pattems o f Masculine and Feminine Initiations, Illinois, Open Court, 1987.
13 Según Víctor Turner, que utiliza los análisis de Van Gennep, los símbolos de la
iniciación se extraen de la biología, la muerte, la descomposicón, o se modelan a partir
del proceso de la gestación. Víctor Turner: The Forest o f Symbols: A spects o f Ndembu Ritual,
íthaca and London, Cornell University Press, 1967, p. 95... citado por Jan O. Stein &
Murray Stein en Betwixt-and-Between, op. cit., pp. 291-292.
96/Construir un macho (Y)

pene1'1(sobre todo entre los aborígenes australianos), flagelación has­


ta hacer sangrar, heridas en ias distintas partes del cuerpo. Incluso los
dulces tahitianos andróginos practican una suerte de circuncisión a
modo de rito que señala la transición para los jóvenes. Pero, al con­
trario de lo que sucede en la mayoría de los rituales, la operación se
practica en privado, sin dramatizarla. Con todo, importa señalar que
también aquí, para convertirse en un hombre adulto, es necesario un
derrame de sangre... A menudo, los psicoanalistas han considerado
estas «heridas simbólicas» como la representación del deseo de los
hombres del poder de procrear que poseen las mujeres. Pero lo que
nos interesa aquí no es tanto la sangre vertida como el aspecto dramá­
tico de la prueba y la cicatriz que perdura después. El antropólogo D.
Gilmore, que ha estudiado las distintas pruebas de virilidad que se
aplican entre los pueblos guerreros (por ejemplo, los samburu en el
este africano o ias tribus de Nueva Guinea) y los pacíficos (los masaí o
bosquimanos de Africa), constata que dichas pruebas son como «en­
frentamientos presentados en la escena pública»15. Para el joven, son
una ocasión que le permite mostrar a los que le rodean su valentía, su
impasibilidad ante el dolor, a veces16y, casi siempre, su desprecio por
la muerte. El enfrentamiento a la muerte, representada por el dolor
físico y el sentimiento de soledad, marca el final del estadio infantil o
de pertenencia a la madre y la entrada en el mundo antitético de los
hombres. Las cicatrices que quedan en el cuerpo son las pruebas in­
tangibles de este cambio de estado operado de manera defini­
tiva, ante la mirada y bajo el control de todos los hombres de la
tribu.
Los ritos de la iniciación siguen existiendo en numerosas socieda­
des humanas y se practican con mayor o menor crueldad y dramatiza-
ción. Los que practican las tribus guerreras de Nueva Guinea se cuen­
tan sin duda entre los más largos y traumatizantes que un chico pueda
conocer. Pero siguen la medida que exige la supervivencia en aquella
sociedad y responden al lazo excepcional que une una madre con su
hijo. Ya sean las tribus baruya, las sambia, las busama, etc., se trata

14 Consiste en hacer una incisión profunda en el pene hasta alcanzar la uretra y que
puede llegar a ser de varios centímetros, desde el glande hasta ei escroto. Las personas
subíncisas orinan agachadas, como las mujeres, y ven disminuidas sus capacidades de
reproducción así como radialmente deformado ei pene. A veces, se les abre de nuevo la
cicatriz para obtener sangrías rituales.
15 D. Gilmore: op. cit., pp. 12-14.
Cuando se le somete a la circuncisión el joven masai no puede temblar y ni tan
sólo parpadear, so pena de avergonzar a su familia.
«El hombre engendra al hombre»/97

siempre de transformar a ios dulces jovencitos en terribles guerreros»


purgándoles de todos los fluidos, esencias y poderes de las mujeres
que le impiden crecer. Pero los ritos de los bimin-kuskusmin sé cuen­
tan entre los más terribles y ejemplares17.
Los bimin-kuskusmin consagran un tiempo y una energía ex­
traordinarios a las actividades rituales masculinas. Comprenden no
menos de diez etapas que duran entre diez y quince años. Una vez se­
parados de sus madres (entre los siete y diez años), los chicos escu­
chan el canto de sus iniciadores que los define como seres que han
sido ensuciados y polucionados por substancias femeninas18. Los chi­
quillos, aterrorizados, son desnudados y sus ropas quemadas. Luego,
iniciadores hembra les lavan y embadurnan su cuerpo de un fango
amarillo funerario al tiempo que profieren frases desagradables sobre
su sexo. A esta experiencia humillante le sigue un discurso de los ini­
ciadores que les anuncia que van a matarles porque son débiles y han
sido polucionados por sus madres. Los chicos, extremadamente ner­
viosos, empiezan a llorar y sus gritos van en aumento cuando se hace
brotar sangre de sus cabezas. Una última vez se permite a sus madres
que les vean. Ellas también lloran y se ponen de luto.
Los chicos son dirigidos hacia el bosque y, de forma imprevista,
se les pega con látigos hasta que su cuerpo queda cubierto de llagas.
Durante los cuatro días siguientes se les humilla y maltrata práctica­
mente de manera ininterrumpida. Se les trata constantemente como
seres «polucionados» y abortados. AI mismo tiempo, los iniciadores
alternan la flagelación con ortigas ardiendo, que les hacen sangrar, y
los alimentos vomitivos, con el fin de que queden purgados de todo
lo femenino acumulado desde su nacimiento. Para forzarlos al vómi­
to se les obliga a tragar sangre y orina de puerco. El traumatismo del
dolor y la peste que provocan los incesantes vómitos, colocan a los
niños en un estado físico y psíquico extremadamente miserable. Ape­
nas terminada esa primera prueba, se les fuerza a comer alimentos
«hembra» prohibidos que acentúan su pánico, y les provocan nuevos
vómitos. Tras unas, horas de descanso, los iniciadores les hacen una
incisión en el ombligo (para destruir los residuos menstruales) y en el
lóbulo de la oreja, y les queman el antebrazo. La sangre que consiguen
con ello se les aplica sobre el pene. Se les dice que esta sangre (femeni­

11 Tomamos la descripción siguiente de Fitz John Porter Pode: «The Ritual Forging
of Identity: Aspects of Person and Self in Bimin Kuskumin Male Initiation», en Rituals
o f Manbood, op. cit., pp. 100 a \5 í .
18 Las madres son calificadas de «manciiladoras diabólicas».
98/Construir un macho (Y)

na) les disolverá ei pene y se les humilla cuando el miembro se retrac­


ta al contacto con la sangre.
Según el antropólogo que ha observado estas ceremonias, los chi­
cos se encuentran en un estado de shock indescriptible. Muchos, con el
cuerpo ensangrentado, se desmayan o se comportan de un modo to­
talmente histérico. Es el momento escogido por los iniciadores para
anunciarles que están muriéndose... Y entonces se les cuida y se les da
un nombre masculino, pero se íes siguen hacienda incisiones en las
sienes. Aunque sus mayores les prestan unos primeros cuidados, los
novicios se quedan postrados, exhaustos y tienen miedo. Estos son
los acontecimientos principales que caracterizan la primera etapa de
los ritos de la iniciación, que comportan otros muchos.
F. j. Porter Pode ha interrogado novicios e iniciadores acerca de
sus sentimientos personales durante las pruebas. Al constatar el trau­
matismo extremo de los chicos, que acaban histéricos o inconscien­
tes, preguntó a los otros si no les afectaban tantas torturas. Muchos
reconocieron lamentar tales sufrimientos, pero los juzgaban necesa­
rios para los chicos. A su parecer, no hay alternativa posible a tales
sufrimientos. Este es el precio que debe pagarse para pasar de un esta­
dio de vulnerabilidad hembra al del macho poderoso. Los novicios,
por su parte, le confiaron su profundo desespero, hecho de rabia, del
sentimiento de haber sido traicionados por sus madres, que no les
protegieron, y de hostilidad hacia su padre, cómplice de sus tortura­
dores. Pero, de igual modo, la mayor parte de entre ellos manifestó su
orgullo por haber superado la prueba y sobrevivir. Los más mimados
por sus madres, los más femeninos, son los que soportan peor dichas
pruebas. Aseguran que algo se rompió en ellos. Cortaron el cordón
umbilical y experimentan una nueva solidaridad masculina. Esta se
constituye de un poder no contestado y de un alejamiento del peligro
femenino.

Las lecciones de estos ritos


La primera de ellas es que la masculinidad se obtiene a través de
un rodeo tanto más largo y doloroso cuanto más se prolonga la sim­
biosis madre/hijo. Para que se opere la radical resocialización de la
que nos habla G. Herdt, el chico debe «derribar las puertas de la vida
y de la muerte»19. Los novicios sambia, como todos los de las Tierras
19 G. Herdt: op. cit., pp. 31-32.
«Ei hombre engendra al hombre»/99

Altas orientales de Nueva Guinea, afirman claramente que temen por


sus vidas cuando se les efectúan las sangrías.
No hay que olvidar que dichos ritos sólo afectan a los chicos. Las
chicas sólo merecen ceremonias mucho más cortas e infinitamente
menos duras. Hasta tal punto que Maurice Godelier se preguntaba in­
cluso si puede hablarse de «verdadera iniciación»20 en el caso de las
mujeres. ¿Cómo podrían compararse los diez años de segregación se­
xual y cuatro importantes ceremonias, para separar al chico de su ma­
dre, con las dos semanas necesarias para convertir una adolescente en
una jovencita lista para el matrimonio? Las adolescentes sólo pasan
unos días en un mundo exclusivamente femenino antes de reincorpo­
rarse a la misma vida familiar y cotidiana. Simplemente, multiplican
las visitas y los servicios a la familia de sus futuros suegros.
Estos ritos, que pueden parecer extraños y bárbaros al lector de
las sociedades industriales, son una de las posibles respuestas a una
necesidad universalmente manifestada por el niño macho: ser reco­
nocido como hombre; formar parte de aquellos que han roto con la
debilidad y la dependencia de la infancia. Hoy, en nuestras socieda­
des, donde los ritos han perdido su sentido, el cambio es más proble­
mático porque no hay pruebas evidentes que puedan sancionarlo. En
los Estados Unidos se preocupan mucho de aquellos chicos que se
niegan a crecer y a convertirse en hombres responsables. Unos hablan
del complejo de Peter Pan25, otros de la cultura delplay-boy22, que re­
chaza cualquier lazo emocional con las mujeres, como si fuera un
adolescente. Es la razón por la que muchos hombres norteamericanos
se dicen nostálgicos de los ritos antiguos de iniciación.
Nuestras sociedades preindustriales las practicaban de igual ma­
nera, como lo testimonia la educación del hijo del caballero en la
Edad Media que nos describe G. Duby23. Esta iniciación masculina,
20 M. Godelier: op. cit., p. 84.
21 Título del famoso libro de Dan Kiley, publicado en Nueva York por Dodel,
Mead & Co, en 1983.
22 Barbara Ehrenreich: The hearts o f Metí: American Dreams and the Flight fro m Commtte-
ment, N. Y. Doubledáy, 1983.
23 Gmllaume le Marécbal ou le meilleur chevalier du monde, Fayard, 1984, p. 82: «Los hijos
de los caballeros abandonaban muy pronto el hogar paterno en esa época (siglo xn); se
iban para aprender la vida en otra parte y los que no eran los primogénitos dejaban el
hogar para siempre, salvo en contadas y felices excepciones. Permanecían ocho años, a
veces diez, separados de sus madres, sus hermanas, las mujeres de su rango, aquellas con
las que siempre habían vivido y a las que amaban... Era una doble ruptura, con la casa
natal y con el mundo femenino que era la sala de juegos. Era un salto muy brusco hacia
otro mundo, el de las caballerías, las cuadras, las armas, la caza, las emboscadas y el ju­
gueteo viril». Trad. cast.: Guillermo e l Mariscal, Alianza Editorial, Madrid, 19903.
100/Construir un macho (Y)

practicada lejos del hogar paterno, ha perdurado en Francia aunque


con otras fórmulas. A partir del siglo xvn, los internados escolares
tomaron el relevo de los padres que tenían medios, lo cual perduró
hasta ei siglo xix, que instaura la moda de la educación parental. En
ios países anglo-americanos, más obsesionados por la virilidad, los ri­
tos de masculínización han subsistido más tiempo. En la Inglaterra
moderna, los hijos de la gentfy, al igual que los chicos del Este africano
o de Nueva Guinea, han seguido siendo arrancados de sus madres y
de su hogar desde su más tierna edad. Enviados a las célebres public
boarding scbools, eran sometidos por los mayores a una serie de novata­
das extremadamente crueles que incluían violencia física, terrores y
humillaciones. Según el parecer de sus padres, ésta era la única mane­
ra de convertirlos en hombres dignos de dirigir el Imperio británico.
El régimen de las escuelas británicas tenía fama de ser extremada­
mente severo, de obligar a los juegos en equipo y aplicar una discipli­
na y un entrenamiento de carácter militar al tiempo que distribuía
una alimentación más bien escasa, creando unas condiciones esparta­
nas, en definitiva. Según Christine Heward, «la dureza de estas escue­
las llegó a su punto culminante antes de la Primera Guerra Mundial y
empezó su declive después de 1920»2'). Las autobiografías masculinas
de la época nos dan a entender los sentimientos de dolor y de destruc­
ción25 que subsistían aún entre los ex alumnos en su edad adulta. El
escritor inglés Gerald Brennan reconocía que durante los peores ins­
tantes de la Primera Guerra Mundial se consolaba pensando que,
como mínimo, ya no estaba en la escuela de Radley. ¡La guerra era
más suave que la escuela...! Incluso en la Inglaterra victoriana, civili­
zación que no se caracteriza precisamente por los excesos, la masculi­
nidad «era una producción artificial que se obtenía a base de un entre­
namiento austero y la superación de pruebas terribles»26.
Hoy en día subsisten todavía las secuelas de estos ritos de inicia­
ción masculina en determinadas unidades militares. En Francia, por
ejemplo, el entrenamiento que se lleva a cabo en la legión extranjera
tiene la reputación de contarse entre los más duros. En los Estados
Unidos son ios Marines los que se suponen más viriles. Los reclutas
son sometidos a un régimen que muchos juzgan, actualmente, inhu­

24 Christine Heward: Making a Man o f Him, Londres, Routledge, 1988, p. 55.


Y Lynne Segal: Slow Motion, op. cit,. p. 108.
25 Lynne Segal: idem, pp. 108-109.
26 David Gilmore: op. cit., p. 18.
«El hombre engendra al hom bre»/! 01

mano: disciplina férrea, conformismo extremado, entrenamiento fí­


sico agotador, burlas y humillaciones para con los nuevos reclutas, a
los que no se deja apenas comer y dormir. Constantemente tratados
de «afeminados» y de «maricones», son sometidos a las peores novata­
das sin que se les permita ni la más mínima queja. Estas son las condi­
ciones que permiten el nacimiento del hombre nuevo, uno verdade­
ro, liberado de toda contaminación femenina27. Homofobia y misogi­
nia forman parte de la filosofía de los Marines norteamericanos, que,
sin tapujos, aseguran: «Cuando queráis crear un grupo de matones,
matad a la mujer que hay en ellos»28. Pat Conroy, en The Great Santi-
ni2<), describe con todo detalle la terrorífica educación que recibe un
joven por parte de su padre, un tiránico Marine que trata a su hijo
como si fuera uno más entre sus reclutas. Entre las violencias físicas y
verbales a las que le somete, descubrimos la obsesión que tiene el pa­
dre de que su hijo no sea conforme al modelo viril del soldado. Se
aprende a despreciar a las mujeres (que sólo sirven para follar), la
exaltación del bajo-vientre, el horror hacia todo aquello que de lejos o
de cerca pueda parecerse a la feminidad, la ternura o el respeto ajeno.
Cuando el joven cumple dieciocho años, su padre le hace beber y fu­
mar (signos de virilidad) hasta caer enfermo. Le recrimina constante­
mente su carencia de virilidad: es demasiado el hijo de su madre y de­
masiado poco el de su padre...

La pedagogía homosexual

La expresión «pedagogía homosexual» puede prestarse a confu­


sión. En este caso no se trata de ningún tipo de proselitismo destina­
do a convertir los jóvenes en homosexuales exclusivos ni, menos aún,
tiene como objeto la transmisión de un arte erótico. La pedagogía ho­
mosexual, tal y como se practicaba en el pasado y en la actualidad, en
otras culturas, es el aprendizaje de la virilidad por la vía de la homose­
xualidad. Idea extraña para muchos de nosotros, encierra, no obstan­
te, una verdad oculta.

27 Ray Raphael: The Men from the Boys, op. cit., p. 29.
28 Cooper Thompson: «A new visión of Masculinity» en Men's IJves, op. cit., p. 587.
Véase también W. Arkin y Lynne R. Dobrofsky: «Military Socializaron and Masculi-
nity», en Jou rnal o f Social Issues, vol. 34, núm. 1, 1978, pp. 151 a 168.
29 Publicado en 1976 en los Estados Unidos: The Great Santini.
102/Construir un macho (Y)

La pedagogía homosexual, mucho más antigua de lo que suele


creerse30, aparece en las sociedades en que la virilidad goza del estatu­
to de valor moral absoluto. A menudo, como lo indica John Boswell,
en las sociedades antiguas se consideraba que los hombres que ama­
ban a otros hombres eran más masculinos que sus homólogos hetero­
sexuales. Y eso parecía lógico (aunque nos produzca un cierto escepti­
cismo): los hombres que han amado a otros hombres intentarán imi­
tarlos y ser como ellos, mientras que los hombres que han amado a
mujeres acabarán siendo como ellas, es decir, «afeminados»31.
De hecho, muchos emperadores romanos practicaron oficial­
mente la homosexualidad. Antinoo, favorito del pacífico emperador
Adriano, fue incluso objeto de culto oficial tras su muerte prematu­
ra32. Siete siglos antes, la homosexualidad ya se consideraba como una
actividad tan noble que Solón prohibió su práctica a los esclavos.
Como escribe Michel Foucault: «Amar a los muchachos era una prác­
tica libre... que no solamente permitía la ley, sino que la opinión ad­
mitía... Más aún, diversas instituciones (militares o pedagógicas) la
respaldaban sólidamente... era una práctica valorada desde el punto
de vista cultural»33.
En otras sociedades bien distintas en las que la virilidad sin llegar
a ser un valor moral alcanza al menos una significación vital, la peda­
gogía homosexual constituye el secreto para la transformación de los
jóvenes en hombres. Es el caso de las tribus guerreras sambia y baru-
ya, obsesionadas por la masculinidad, que consideran condición pri­
mordial para sobrevivir. Situadas en un entorno geográfico y huma­
no muy difícil, estas pequeñas sociedades, constituidas de mil o dos
mil personas, vivieron antaño en un perpetuo estado de guerra y sólo
han logrado sobrevivir gracias a la rudeza de sus hombres. Está claro

30 Bernard Sergent: «L’Homosexualité initiatique dans S’Europe ancienne», Payot,


1986.
31 En E l banquete de Platón, Aristófanes no dice otra cosa cuando evoca, en su dis­
curso, los andróginos machos: «Los que son mitad macho.., aman a los hombres y go­
zan acostándose con ellos y permaneciendo entre sus brazos... son los mejores porque
son los que poseen una naturaleza más varonil. Algunos aseguran que carecen de pudor,
pero se equivocan: no es falta de pudor, sino valentía y virilidad lo que les hace así... y si
no, ahí está la prueba más convincente: cuando alcanzan su más completo dessarrollo
los chicos que son de esta manera son los que se dedican al gobierno de los Estados». El
subrayado es mío.
32 Paul Veyne: «L’Homosexualité a Rome», en Sexuaiités Occidentales, Commun¡ca­
tión, 35, Seuil Points, 1984, p. 43. Antinoo se ahogó en el 122.
33 Michel Foucault, L ’Usage desplaisirs, Gallimard, 1984, p. 2 1 1 (trad. cast.: Ei uso de
los placeres. Historia de la sexualidad 2, Madrid, 1987).
«El hombre engendra a) hom bre»/!03

que para ellos homosexualidad no se identifica con feminidad, sino


que es una etapa imprescindible para conseguir una masculinidad he­
terosexual.

I m virilidad: un saber que transmiten los contactos íntimos

Hemos destacado ya las ventajas que disfrutan las niñas en el mo­


mento de adquirir el sentimiento de su identidad femenina estando
en contacto continuo con el cuerpo de su madre. El contacto no es
neutro, como pensaba Rousseau. Lo que es bueno para la niña debe
serlo también para el niño. Una relación estrecha con un varón adul­
to debe reforzar su identidad y anular los malos hábitos del cuerpo a
cuerpo maternal. Tal como indica el psicoanalista junguiano Guy
Corneau, «ver otros hombres... tocarlos, hablarles, confirma en cada
uno su identidad masculina»34.
Pero la virilidad no es solamente un sentimiento de identidad,
sino también un saber que se transmite a través de una relación ini-
ciática (en la Grecia antigua) e íntima. Es además una realidad bioló­
gica. Para los sambia, el cuerpo de los jóvenes machos no produce es­
perma de la misma forma natural en que a las adolescentes les sobre­
viene la regla. Sólo la felación puede activar la producción espermáti-
ca en los jóvenes. Griegos, sambia, romanos, escandinavos de la Edad
Media, samurais japoneses o baruyas, todos han creído que la verda­
dera virilidad pasaba por el establecimiento de una estrecha relación
entre dos hombres.
Según Foucault, es a través del sexo como se accede a la inteligibi­
lidad de uno mismo. Así, «en Grecia, la verdad y el sexo se relaciona­
ban bajo forma de pedagogía mediante una transmisión corporal, for­
mando un saber precioso; el sexo era el soporte que servía para ini­
ciarse en el conocimiento»35. Desde la formación del guerrero que se
prepara para ingresar en el batallón sagrado de la antigua Tebas w has­
ta la del honesto ciudadano ateniense, cualquier educación masculina

34 Guy Corneau: op. cit., p. 74.


33 Michel Foucault: La volontéde savoir, Gallimard, 1976, p. 82. Trad. cast., Historia de
la sexualidad. 1. La voluntad de saber, Madrid, 19896.
36 Es Plutarco, en La vida de Pelópidas, quien nos da más detalles sobre ei batallón sa­
grado de Tebas, unidad militar formada por trescientos hombres de la élite, erastas (ini­
ciadores) junto a sus erómenos (novicios). Dicha tropa, formada por gente que se ama­
ba, poseía una cohesión imposible de romper.
104/Construir un macho (Y)

concede un lugar preponderante a la homosexualidad iniciática y pe­


dagógica, que tiene valor de institución37. «En Esparta, los adultos
ejercitaban en la pelea a los chicos a partir de los siete años. A los
doce, los que habían adquirido cierta notabilidad encontraban aman­
tes que se les encariñaban; sus mayores les vigilaban más de cerca y íes
visitaban en el gimnasio, donde observaban las peleas y las bromas
que entablaban entre ellos. Lejos de ejercer un simple control superfi­
cial, se comportaban como una suerte de padres, vigilantes y jefes de
todos los jóvenes»38.
Así pues, los chicos tomaban amante en el marco del proceso pe-
dagógico. El objeto de la relación es explícito: «conseguir que el chico
sea lo mejor posible». Esa era la tarea del amante, del erasta, que era el
maestro del erómenos. En Atenas, donde se generalizó la pederastía y
donde ésta no quedaba justificada con la guerra, subsiste el carácter
pedagógico de la homosexualidad. A falta de educadores especializa­
dos, «a partir del momento en que se transmite de un miembro de la
familia carnal a un extraño, o a un miembro de la familia pero por vía
matrimonial, la función educativa se completa con una dimensión
erótica, sexualmente asumida o no»39. Incluso Aristófanes, un conser­
vador, que defiende las costumbres púdicas de la antigua Atenas, se
emociona ante esta atmósfera erótica: «Durante el descanso, en el
gimnasio, los niños debían estirar una pierna hacia adelante de modo
que no mostraran nada que pudiera chocar a los extraños. En aquel
entonces, jamás un chico se hubiera dado masajes con aceite más allá
del ombligo: con todo, ¡cuán refrescante parecía el vello que recubría
sus órganos: era terciopelo, un vaho, un melocotón!»40.
Según B. Sergent, el gran principio de la educación consiste en
que un hombre adulto, un ciudadano digno de esta calidad, transmita
al alumno, que se aproxima a la madurez cívica, su arété, es decir, su
virtud, su mérito, su valentía, su inteligencia y su honor. Y durante
mucho tiempo, esta transmisión de las cualidades del erasta al joven
erómeno se ha operado a través del contacto carnal. Incluso cuando
Sócrates canta el amor del alma más que el corporal, la relación amo­

37 Platón recuerda que en Elida, en Beoda y en Esparta, la relación entre un adulto


y un joven tiene obligatoriamente un carácter sexual, mientras que en Atenas «dicha
norma comporta matices», en E l banquete.
38 Plutarco: La vida de Licurgo. Citado por B. Sergent: op. cit., p. 75-76.
39 B. Sergent: op. cit., p. 120.
40 Aristófanes: Nubes. Otado por B. Sergent: op. cit., p. 121.
«El hombre engendra al hom bre»/! 05

rosa entre hombres seguirá siendo la clave de la pedagogía masculina


en Grecia.
Para las tribus baruya y sambia, el gran secreto de la masculinidad
—que ninguna mujer debe conocer— es que «el esperma da a los
hombres el poder de hacer renacer a los niños fuera del vientre de la
madre, en un mundo de hombres y excluyente. Dicho secreto, el más
sagrado, consiste en que los jóvenes iniciados sean alimentados con
esperma de sus adultos y que esa ingestión se repita durante muchos
años con el objeto de que sean mayores que las mujeres y capaces de
dominarlas»41. En virtud de la analogía existente entre la sangre y el
esperma, es probable que el ritual de los kikuyu de Africa tenga una
función similar. En esta tribu, son los mayores los que interpretan el
papel de «machos alimentadores». Con el mismo afilado cuchillo, se
turnan para hacerse un corte en el brazo y dar su sangre para que la
beban los adolescentes. Así se convertirán en hombres42. En ambos
rituales se da por entendido que al beber la leche materna, no se femi-
niza y al beber fluidos masculinos uno se viriliza. Es una idea parecida
al prejuicio dominante en Francia durante el siglo xvm y que hace re­
ferencia a la elección del ama de cría. Se estaba tan convencido de que
el bebé adoptaba el carácter de la que le daba el pecho que se escogía
la nodriza también en función de su temperamento. Y se formulaban
las mayores reticencias con respecto a las leches de vaca y de
cabra.
Entre los sambia, la identidad que se transmite por el esperma da
lugar a una feiación homosexual ritualizada. Los hombres consideran
la inseminación constante como el único medio para que los chicos
crezcan y adquieran competencia viril. Al tercer día de la iniciación,
entre bromas obscenas, se les presentan unas flautas para que se las
pongan en la boca. Si alguien se niega, el iniciador utiliza la fuerza. A
continuación, de un modo ritual, se les obliga a la feiación y a la cópu­
la. Los chicos sólo practican la feiación con jóvenes solteros que no
hayan mantenido nunca relaciones sexuales con mujeres y que, por
tanto, no han podido ser contaminados por ellas. Pero la feiación no
es recíproca. Los que dan esperma no lo reciben a su vez. El deseo de
lamer el pene de un joven prepúber se considera una perversión... Por
41 M. Godelier: op. cit., pp. 91-92. Esta costumbre, desaparecida entre los baruya
con la llegada de los europeos en 1960, subsiste todavía entre otras 20 tribus que viven
en las montañas y bosques de más difícil acceso. Existe asimismo entre los sambia, y el
antropólogo norteamericano G. Herdt lo ha observado detalladamente.
42 Robert Bly: «Initiations masculines contemporaines», en Guides-ressources, vot. 4,
Montreal, nov. dic. 1988.
106/Construjr un macho (Y)

otra parte, la homosexualidad rituaÜ2ada está rigurosamente estruc­


turada con la prohibición del incesto, que impide este tipo de contac­
tos entre hombres con lazos de parentesco. En el tercer estadio de la
iniciación, que corresponde a la pubertad, los jóvenes adolescentes se
convierten a su vez en donantes de esperma para el nuevo grupo de
iniciados. Durante este período está prohibido cualquier tipo de con­
tacto con las mujeres y se ejercen todo tipo de presiones sociales para
que los chicos se conformen con su papel de felador.
El rito de las flautas permite que los chicos transfieran su apego a
la madre a ios solteros. La flauta es también un sustituto del pecho y
del falo, el secreto que une a padres e hijos en contra de las madres.
Para G. Herdt el ritual de ia flauta confirma la creación de un isomor-
fismo imaginario entre el que toca la flauta y la figura materna, por
un lado, y el que lame la flauta y la imagen del niño, por otro. En este
sistema fantasmático se establece una asociación entre la experiencia
con el seno de la madre y con la del pene del iniciador43. La flauta es
considerada un medio de defensa contra ia angustia causada por la
pérdida de la madre.
Convertir a ios chiquillos demasiado atados a sus madres en gue­
rreros viriles y agresivos no es tarea fácil. Pero crear una identidad
masculina, creando hombres heterosexuales, a los que les gusten las
mujeres, después de excitarles eróticamente con varones, es un reto
aún más monumental.

Las condiciones de la pedagogía homosexual

Está estrictamente reglamentada. La edad y el estatus del iniciado,


las prácticas y los objetivos de dicha iniciación son materia que mere­
ce múltiples recomendaciones.
Esta relación de privilegio implica, en primer lugar, una diferen­
cia de edades entre los miembros que la establecen y, con ella, una
distinción del estatus. Uno, aún muy joven, no ha acabado de formar­
se; el otro es considerado ya como un adulto. En los antiguos textos
griegos las indicaciones que se dan respecto a las edades reales son, a

43 «Psicológicamente, en e! contexto traumático de la separación materna, el ritual


sambia utiliza la flauta como medio de calmar los sentimientos de impotencia y de mie­
do y suplantar la madre como objeto de relación preferida: ofreciéndole al novicio el
pene cultura mente valorado y unas relaciones homosexuales como sustituí ivos sensua­
les del pecho de la madre y de la madre más en general», G. Herdt: op. cit., p. 79.
«El hombre engendra al hom bre»/!07

menudo, un tanto nebulosas44. Pero el momento decisivo, que varía


de un adolescente a otro, es el de la aparición de la barba. La tradición
antigua le confiere un significado de emergencia de virilidad. Por
otra parte, ei erasta — al igual que el soltero sambia o el baruya— es
joven también. Para el legislador, el ateniense «normal» no desea po­
seer jóvenes a partir de los cuarenta años45. En general, el erasta es un
poco mayor que su erómeno.
La sexualidad, dice M. Foucault, es «un punto de intercambio
particularmente denso para las relaciones de poder»46; lo es todavía
más cuando adquiere una finalidad pedagógica. La relación entre el
erasta y su erómano no se basa en la igualdad. Como tampoco hay
igualdad entre el soltero sambia y el joven novicio. Si bien el secreto
de las flautas anuncia la hegemonía masculina, también, y en primer
lugar, es el símbolo de la jerarquía entre los hombres. Esta subordina­
ción sexual y psicológica es una etapa necesaria que debe superarse
para conseguir ei estatus de dominante, que es la esencia del senti­
miento de la identidad masculina. Del preadolescente griego se espe­
ra que sea tímido y discreto, cualidades que se le suponen a un niño
(país). La desigualdad en las edades va la par con la desigualdad de los
sentimientos. Si el erasta puede que sienta verdaderamente el deseo,
el erómano sólo puede manifestar una amistad (philia) ajena a cual­
quier connotación sexual47. Y si encuentra el placer en la relación se­
xual es un pervertido. A la atracción sexual del erasta, el erómano
responde con un sentimiento de admiración y de gratitud hacia su
mentor.
La práctica fija el papel que deben interpretar uno y otro. El eras­
ta se halla en condiciones de tomar la iniciativa, cosa que le otorga
ciertos derechos y determinadas obligaciones48. Al contrario de lo

44 F. Bufflére; Eros adolescent. La pédérastie dans la Crece antique, París, Belles JLettres,
1980, pp. 605-607.
45 B. Sergení: op. cit,, p. 113.
46 M. Foucault: La volonté de savoir, op. cit., p. 136.
47 «Un chico que se vende a un hombre no comparte como la mujer los gozos del
amor, mira con la frialdad propia del hombre en ayunas que observa un hombre bebi­
do». Cfr. Jenofonte: E l banquete.
48 «Tiene que demostrar su ardor y tiene, también, que saber moderarlo; tiene que
hacer regalos, ser servicial; tiene que afrontar determinadas funciones frente al amado;
y todo ello lo prepara a recibir una justa recompensa. E! erómano, el que es amado y
cortejado, no debe ceder demasiado pronto... ni manifestar su reconocimiento por lo
que el amante hace por él... La relación sexua! no es tan simple; se acompaña de unas
convenciones, de unas normas, de un comportamiento, de una forma determinada de
hacer las cosas, de un reglamento que establece pautas y ardides cara a retrasar el venci­
miento del plazo», M. Foucault: L ’Usage des plaisirs, op. cit., p. 217.
108/Construir un macho (Y)

que sucede con los jóvenes de Nueva Guinea, que son forzados a la fe-
lación, la costumbre exigía, en Atenas, que se respetara la libertad del
joven. Puesto que no ha nacido siervo, no se puede ejercer sobre él
ningún poder normativo. Era necesario saber convencerle. Sin em­
bargo, mucho tiempo atrás, los chicos podían ser raptados y ios eras-
tas, como si fueran auténticos cazadores, consideraban al erómano
como su presa personal. Con todo, de forma voluntaria o no, la peda­
gogía homosexual persigue siempre el mismo objetivo: el aprendizaje
del papel masculino. Ya sea con el beneplácito, ya sea a la fuerza, el
hombre adulto enseña al joven la manera de controlarse que define la
virilidad. Es un sustituto del padre (los padres naturales tienen otras
cosas que hacer)49 o de un hermano mayor, o del suegro. Pero tiene la
ventaja — que no poseen los otros tres personajes— que supone acce­
der al cuerpo del chico y transmitirle la sabiduría por esta vía, miste­
riosa a nuestro modo de ver.
La última condición de la homosexualidad pedagógica e iniciática
es ésta: no puede ser más que temporal. Sea cual sea el grado de pasión
del erasta, debe transformarse en amistad cuando aparecen los prime­
ros pelos en la barba del erómano. Son muchos los textos griegos que
critican a los malos erastas que hacen perdurar la relación erótica más
allá de lo necesario y permitido. El amor entre dos personas adultas
no tiene nada que ver con la iniciación y es fácilmente objeto de críti­
cas o de ironía. La razón es la sospecha de una pasividad mal conside­
rada en un hombre libre y particularmente grave cuando se trata de
un adulto. Las tribus de Nueva Guinea, mucho más estrictas que la
Grecia antigua, prohíben de forma radical la homosexualidad adulta,
que consideran una aberración.

La homosexualidad\ una etapa hacia la heterosexualidad

La homosexualidad es una práctica transitoria pero necesaria


para obtener la masculinidad heterosexual. Algo que puede parecer-
nos una paradoja no lo es para otras civilizaciones. Los textos griegos
son taxativos: no hay dos tipos de deseo distintos, homosexual y hete­
rosexual, sino uno solo que puede destinarse a un objeto bello50. Un

',9 Principio del Laques, de Platón, citado por B. Sergent, p. 120.


50 K. j. Dover: Homosexualité grecque, La Pensée Sauvage, 1982, p. 86: «Las alusiones
al deseo hacia las personas bellas son necesariamente ambiguas, puesto que el genitivo
plural tiene la misma forma en masculino y en femenino».
«El hombre engendra ai hom bre»/! 09

mismo hombre puede enamorarse libremente de una cortesana o de


un adolescente51. No existe oposición entre dos elecciones exclusivas.
Michel Foucault ve en ello la prueba de una cierta bisexuaiidad de los
griegos que no implicaba para ellos «una doble estructura, ambivalen­
te y bisexual del deseo»52. La preferencia por los muchachos o por las
muchachas era una «cuestión de gusto»... y no una tipología que com­
prometiera la naturaleza misma del individuo... Se consideraban
como dos maneras de darse «placer». Es decir, una bisexuaiidad que
no implicaba la identidad. Así es como Zenón, fundador del estoicis­
mo, recomendaba que no se escogiera la pareja sexual sólo en función
del género53, sino sobre todo a partir de sus cualidades personales.
R. Stoller y G. Herdt, que han trabajado sobre la significación de
los ritos sambia, creen que estas prácticas homosexuales tienen un va­
lor de introducción ai erotismo. Observando la ceremonia de las flau­
tas en dos ocasiones distintas, G. Herdt reconoce haberse sentido in­
tuitivamente chocado por algo no dicho: los iniciadores revelaban
«los componentes eróticos de la boca y el pene, es decir, la erección,
las pulsiones sexuales, el semen, las actividades homosexuales en par­
ticular y el erotismo genital en general»54. La rígida estructura de la
masculinidad ritualizada permite «a los machos sambia el poder exci­
tarse primero con chicos, como objetos sexuales, y luego con las muje­
res, cuya boca, vagina y cuerpo son excitantes, peligrosos y fetichiza-
dos»55. Aunque frena momentáneamente el desarrollo de la heterose­
xualidad mediante tres mecanismos (felación institucionalizada, tabú
para evitar las mujeres y temor de una reducción de esperma), el culto
ritual tiene como función el crear guerreros feroces que defiendan la
comunidad y también hombres heterosexuales que aseguren la repro­
ducción de la misma. Lo uno tiene que ver con la otra, como la ho­
mosexualidad con la heterosexualidad. Esta constatación, extraída de
la observación de sociedades extrañas a la nuestra, empieza a ser to­
mada en consideración por determinados especialistas. E. jam es An­
thony constata: «Una práctica larga de homosexualidad durante la in­
fancia y la adolescencia no afecta de manera significativa la adapta­
ción a la heterosexualidad adulta»56.
51 Diógenes Laertes: Vida de ¡os filósofos.
52 M. Foucault: L ’usage des p/aisirs, op. cit., pp. 208-209.
53 j, Boswell: op. cit., p. 130.
54 G. Herdt: op. cit., p. 69.
55 R. Stoller: Masculin ou féminin, op. cit., p. 321.
56 E. James Anthony: «Afterword», en Father and Child (eds. S. Cath, A. Gurwitt &
j. Munder Ross), Little, Brown & Company, Boston, 1982, p. 575.
11 O/Construir un macho (Y)

Esta introducción de la homosexualidad en la formación del mu­


chacho es, tal vez, una de las razones que explica el papel casi inexis­
tente del padre. Por encima de cualquier racionalización que pueda
encontrarse en el Laques de Platón, o entre ios padres actuales que di­
cen estar demasiado ocupados para educar a sus hijos, se esconde el
miedo a la homosexualidad paternal reforzado por el horror hacia el
incesto. Así, mientras que la madre no teme que acontezca nada simi­
lar con su hija57, el padre pedófilo pertenece al registro de los grandes
perversos. Tal vez también sea para evitar caer en la tentación por lo
que ciertas sociedades han dejado que sean iniciadores ajenos a la fa­
milia los que se ocupen de sus hijos. Los iniciadores toman el relevo
de la madre y sustituyen al impensable padre pedófilo. A menudo, el
iniciador es un colectivo. Los novicios baruya y sambia mantienen
relaciones homosexuales con varios solteros sin «pertenecer» a ningu­
no de ellos. Otras sociedades, que no practican estos ritos de inicia­
ción, piensan también que un solo padre no es suficiente para un hijo.
Suzanne Lallemand, etnóloga africanista que ha trabajado sobre los
mossi rurales del Alto Volta, observa que cada hijo dispone de una
decena de padres en su entorno familiar. En la familia ampliada que
vive en la gran vivienda de los mossi, todos los hombres, próximos y
menos próximos, sirven de padre para las criaturas y muy a menudo
ocurre que el padre preferido de un muchacho no es el progeni­
tor58.
Mientras nuestras sociedades industriales se alejan cada vez más
de las soluciones africanas o de las rituales — como lo indica el fuerte
aumento de familias monoparentales y ei fracaso de ios intentos co­
munitarios— , determinados psicoanalistas norteamericanos claman
por ei retorno de la antigua institución dei mentor59 masculino, del
sabio consejero que guía al muchacho y le permite beneficiarse de su
propia experiencia. Robert Bly, autor de un best-seller60sobre la forma­

57 M. Johnson: op. cit., pp. 108-109, sobre el erotismo y la sensualidad maternal con
respecto a su hijo varón y hembra.
58 Para ellos «los hogares occidentales son estrictamente esqueléticos... ¿cómo pue­
de uno hacerse hombre en un lugar en el que sólo se te asigna un único padre? y ¿qué
hacer si éste no es satisfactorio?», S. Lallemand: «Le b. a. ba africain», en Autrement,
núm. 61, junio de 1984; Peres et fils, p. 180.
59 Nombre de un personaje de la Odisea, popularizado por Las aventuras de Telémaco
de Fénelon.
60 Ironjohn, a Book about Aíen, Addison-Wesiey, 1990; trad. cast., han John, Barcelona,
1992. El libro permaneció varias decenas de semanas en la lista de best-sellers dei New
York Times book review.
«El hombre engendra al hom bre»/! 11

ción de la identidad masculina en ios Estados Unidos, ve en ello la


única solución a los numerosos problemas que afectan a los jóvenes
varones norteamericanos de hoy en día. Menos místico y mítico que
el extremadamente junguiano R. Bly, Samuel Osherson llega a las
mismas conclusiones. Describe diversos estudios que vienen a de­
mostrar que los jóvenes que han sido sometidos a la tutela de un adul­
to, un profesor de universidad o un hombre con más experiencia en el
lugar de trabajo, triunfan mejor en la vida y son más maduros que los
que no han podido disfrutar de un mentor61.

Las sociedades industriales: los semejantes,


por delante de los padres

Ironía de la historia: la teoría freudiana sobre la identificación del


hijo con el padre en la relación edípica aparece en el momento en que
los padres urbanos abandonan masivamente el hogar para trabajar
fuera de éste y que los ritos de separación de la madre se apagan poco
a poco. El hijo del caballero se queda en casa, bajo la tutela de su ma­
dre. Y la familia nuclear se reduce al dúo madre/hijos.

El dolor de padre

Desde mediados del siglo xix, la sociedad industrial imprime a la


familia nuevas características. Obliga a los hombres a trabajar duran­
te el día entero fuera del hogar, en fábricas, en la mina, en despachos,
etc. Los contactos entre los padres de familia urbanos y sus hijos se
ven considerablemente reducidos, y el padre se convierte en un per­
sonaje lejano cuyas ocupaciones son a menudo misteriosas para su
prole. Esta nueva organización del trabajo engendra, de jacto, una radi­
cal separación de sexos y roles. Mientras que en el siglo xvm el mari­
do y la esposa trabajan juntos en la granja, el mercado o la tienda, ayu­
dados por sus hijos, cincuenta años más tarde, el mundo se divide en
dos esferas heterogéneas que no se comunican: la privada, que es el
hogar familiar regentado por la madre; la pública y profesional, reino
exclusivo de los hombres. Por un lado, la mujer madre y doméstica;

6! Samuel Osherson: Finding our Fathers, The bree Press, 1986, pp. 44-45.
112/Construir un macho (Y)

por el otro, el hombre trabajador y que proporciona el alimento


(breadmmer). Según el deseo de J.-J. Rousseau, ella encarna la ley mo­
ral y el afecto, él la ley política y económica..
Cuanto más avanza el siglo, menos se mencionan en los manuales
familiares62 los deberes paternos y, a cambio, más se trata a las madres
como providencialmente dotadas de todas las cualidades necesarias
para educar a los hijos de ambos sexos. En Europa, como en los Esta­
dos Unidos, está de moda la buena madre que se sacrifica en cuerpo y
alma por sus hijos. Si bien es verdad que en Francia se insiste más so­
bre el sacrosanto instinto maternal, mientras que en la América puri­
tana se exalta sobre todo la pureza moral de la madre, en ambos luga­
res se asiste a una ampliación de las responsabilidades maternas. A su
función alimenticia se le añade la de educadora y, a menudo, la de
maestra03. La sociedad industrial, al alejar al padre del hijo, ataca el
poder patriarcal. Es el fin del patriarca todopoderoso que impone la
ley a su esposa y a sus hijos64.
Si bien la imagen del padre amoroso65 tiene tendencia a sustituir
la del padre castigador entre la burguesía de vanguardia, también se
constata cómo se les impide a muchos hombres el ejercicio de la pa­
ternidad, mientras que a muchos otros no les interesa. Peter Stearns
nos señala que este fenómeno anda a la par con una redefinición de la
masculinidad tradicional. La fuerza física y el honor son reemplaza­
dos por el éxito, el dinero y un trabajo que da valor y que justifica el

62 Literatura de moda en el siglo xix tanto en Europa como en los Estados Unidos.
Cfr. Peter N. Stearns: Be a Man! Males in M odem Society, 2.a ed. Holmes & Meier, 1900,
p. 57; señala que los padres seguían siendo muy mencionados en el periodo 1830-1840
y que después lo eran progresivamente menos.
63 Al contrario, la imagen del padre se oscurece. Su importancia y su autoridad,
considerables en el sigio xvm , entran en un declive. En el mejor de los casos, se habla
de él en función de su papel de abastecedor y se le concede la autoridad del árbitro disci­
plinario («se lo diré a tu padre cuando vuelva a casa»). Y, en el peor y si no trabaja,
como es el caso de los rentistas franceses, se declara sin tapujos que no sabe hacer nada y
que, de todos modos: «seria totalmente incapaz de realizar esta tarea (la educación mo­
ral y física de su hijo) delicada». Cfr. E. Badinter: L'Amour en plus, op. cit., pp. 252
a 280.
64 En Francia, el Estado tiende cada vez más a sustituirle. La escuela transmite a los
hijos unos conocimientos que, muy a menudo, los propios padres ignoran y unas insti­
tuciones destinadas a proteger la infancia se atribuyen poco a poco jas funciones y pre­
rrogativas que antes eran del padre. Encuestas sociales, jueces, «enfermeras visitadoras»
vigilan de cerca ai padre sin posibles e «indigno». Las leyes de 1889 y de 1898 sobre la
decadencia paternal, así como ia generalización de la investigación social a partir de
1912, acaban quitándole sus poderes milenarios.
65 Gustave Droz: Monsieur, Madame et Bebé, 1886. Tuvo un enorme éxito y se hicie­
ron de él una veintena de ediciones.
«Ei hombre engendra al hom bre»/! 13

alejamiento del padre. Stearns sostiene que el fin de siglo xx fue más
traumatizante para los hombres que el siglo x x 66. En ios Estados Uni­
dos, la crisis de 1929 consumó la humillación de los padres. Obliga­
dos a permanecer en casa a causa del paro, perdieron la confianza en
sí mismos y sintieron dañada su virilidad. El cine norteamericano de
los años 30, que empezaba a difundir la imagen de la career maman, les
ayudó en ello.
Finalmente, en los Estados Unidos y, aunque en menor grado,
también en Europa, se imponen dos imágenes del padre: el distante e
inaccesible o el desvirilizado y despreciado. En efecto, desde finales
del siglo xix, la literatura anglosajona constituye una larga denuncia
dirigida al padre. La reciente investigación de Shere Hite confirma
que casi no quedan hombres (entre los 7.000 interrogados) que reco­
nozcan haberse sentido o sentirse próximos a sus padres... Muy pocos
son los que recuerdan haber sido abrazados o mimados por él y, en
cambio, sí recuerdan cómo les pegaban o castigaban67...
Del siglo xix ai xx, hombres con una sensibilidad y una cultura
distintas entablan un proceso en contra del padre norteamericano. A
principios del siglo xix, el padre de Henry y William James, Henry
james (padre), se queja con amargura de la educación puritana que le
impone un padre severo y distante. Más preocupado por la amplia­
ción de su imperio comercial que por cualquier otra cosa, destinaba
un tiempo irrisorio a su numerosa prole. Eso sí, les enseñaba las nor­
mas presbiterianas de la buena conducta. El hijo recordará durante
toda su vida aquellos domingos en que se les enseñaba a los mucha­
chos «a no jugar, no bailar, ní leer libros de cuentos y ni siquiera estu­
diar para la clase del lunes»68. Para el hijo, el padre es como un Dios
intransigente, inaccesible. Un hombre terrible del que, más tarde,

66 P. Stearns: op. cit., p. 156: «Nunca había sucedido antes aigo tan dramático como
la separación del trabajo masculino del hogar, con su consiguiente erosión del patriar­
cado».
67 Shere Hite: E l informe Hite de la sexualidad masculina, Barcelona, 1981. El hecho de
que no existan en nuestro país estudios similares no nos permite extrapolar los resulta­
dos de Hite en Francia. Si se sabe todavía muy poco acerca de sus relaciones con el pa­
dre, sí sabemos en cambio que la relación hombre/mujer no es la misma aquí que en los
Estados Unidos. La imagen de la madre francesa no se parece a la de la madre todopo­
derosa norteamericana que emerge en el siglo xix. Finalmente, la angustia bien conoci­
da del joven muchacho norteamericano por ser un «mama’s boy» no tiene un real equiva­
lente en Francia. Aquí se habla, en todo caso, del «filsápapa» (hijo de papá) y no de «hijo
de mamá», y esta expresión se utiliza mucho más con una intención social que con un
sentido psicológico.
68 Léon Edel: H enry fam es. Une vie, Seuil, 1990, p. 14.
114/Construir un macho (Y)

dirá: «No recuerdo que me preguntara nunca qué hacía fuera de casa,
acerca de mis amigos o mis resultados escolares»09. Ese hijo dolido
con un patriarca autoritario y una madre distante se convirtió en un
padre «excepcionalmente afectuoso»70. Y sin embargo, sus hijos, a su
vez, le juzgaron con severidad a causa de su sumisión a la esposa. Se­
gún el biógrafo de Henry James (hijo), la madre acaparaba a toda la
familia, incluido el padre, que sólo existía para ella y por ella. Retros­
pectivamente, Henry James se acuerda de su «regazo generosamente
abierto y, no obstante, insidiosamente envolvente... Ella era él
(Henry james padre) y era cada uno de nosotros»75. Veía a sus padres
en una relación ambigua e invertida: «Un padre fuerte, viril y no obs­
tante débil, femenino por su aspecto tierno y acomodaticio, que cedía
para no herir a sus hijos; y una madre fuerte y decidida, pero poco ra­
zonable e inconsecuente». El futuro novelista aceptaba la soberanía y
la autoridad de la madre, pero no la dependencia de su padre72. Esta
dio lugar a un hijo que tendrá pánico de las mujeres y que se abstendrá
toda su vida de las relaciones sexuales. Así pues, ¿será que un padre
tierno es aún más nocivo que el padre distante y autoritario?
De las biografías de Ernest Hemingway73 o de otros norteameri­
canos famosos puede deducirse que una madre todopoderosa, que
castra su entorno, y un padre obsesionado por un sentimiento de in­
capacidad engendran chicos malparados. Contrariamente a lo que
hizo H. James, que midió sus palabras, Hemingway no esconde ni el
desprecio hacia su padre ni el odio que sintió hacia su madre. Es ver­
dad que su padre, maníaco depresivo, podía llegar a ser de una extre­
ma dureza con su hijo. Muy distinto es el padre que nos describe, a lo
largo de su obra, Philip Roth: se trata de un hombre abnegado para
con los suyos, insatisfecho, miedoso, «ignorante, explotado, anóni­
mo». Portnoy no se recata al recordar a un padre constantemente es­
treñido, con un aspecto lamentable que no da la talla ante su esposa
«audaz, enérgica, tal vez demasiado perfecta». Se lo describe a su psi­
coanalista como «un imbécil, un débil mental, un filisteo... no un

69 Ibidem.
w Ibidem, p. 21.
71 Ibidem, p. 26.
72 «En un cierto, momento creyó incluso que los hombres sacaban sus fuerzas de la
mujer con la que se casaban y que, por su lado, las mujeres podían privar a los hombres
de fuerza y de la vida misma... Creía que con su padre había sido también así». Ibidem,
pp. 28-29.
73 Henry james vivió de 1843 a 1916, y E. Hemingway, de 1899 a 1961,
«El hombre engendra al hom bre»/! 15

King Kong», el padre parece un miserable ante la mirada de su hijo,


que llora de rabia por ello74. Aunque cargue las tintas un poco menos
en otras novelas, P. Roth siempre describe a su padre como un hom­
bre dulce, desdibujado, sin prestigio y sin autoridad.
Demasiado distante o demasiado familiar, demasiado duro o de­
masiado tierno, demasiado autoritario o demasiado poco, al padre
también parece costarle encontrar el punto de distancia adecuada con
su hijo. Tal vez se ha culpabilízado demasiado aprisa a la madre cas­
tradora y «voraz»75 de los pecados paternos, que es lo que hizo la an­
tipsiquiatría inglesa en los años 60 y 70. El ataque frontal contra las
mujeres, y en particular la condena sin derecho a réplica de las madres
formulada por R. D. Laing y D. Cooper, es mucho más un ajuste de
cuentas que una explicación sobre la incapacidad paternal. Pero, se
procese o se llore al padre perdido o herido76, en una sociedad indus­
trial son muchos los chicos que ya no encuentran en él su modelo de
identificación. Lo buscan en la ficción literaria, y aún más en la cine­
matográfica. La imagen legendaria del cow-bqy> los aventureros, los
Rambo y demás Terminator, así como los actores que ios encarnan,
se han convertido en padres sustitutos para nuestros hijos. Pero aún
más que estos héroes supervirües aunque irreales, los mejores mode­
los de identificación de los muchachos son sus semejantes.

La importancia de los semejantes

Hemos visto que desde la guardería, niños y niñas tienden a jugar


con los crios de su mismo sexo. Esa tendencia al reagrupamiento se­
xual se acentúa hacía los 6-7 años y hasta la adolescencia, creando
subculturas muy diferenciadas. El norteamericano Gary Alan Fine se

74 Sin dinero, sin instrucción, sin cultura, este padre afectuoso y sensible «no podía
ni dirigir, ni mandar, ni oprimir. Era él el oprimido... No tenía ni la polla ni los cojo-
nes... ¡Si al menos mi padre hubiera sido mi madre y mi madre mi padre!», Portnoy's Cotn-
plaint, op. cit.
75 David Cooper: Mort de ia fam ille, Seuil, 1972, p. 110.
76 Un tema cada vez más expandido en América del Norte, como lo demuestran los
ensayos del quebecqués Guy Corneau y de los norteamericanos R. Bly, Franklín Ab­
bott, S. Osherson o John Lee. Véase también la investigación de Helga Dierichs y Mar-
garete Mitscheriich aplicada a los hombres alemanes en 1980.
116/Construir un macho (Y)

ha cuestionado acerca del gusto de los chiquillos por el dirty pla y11, es
decir, las actividades censurables según los adultos y que van desde el
tirar piedras a los renacuajos — como anotara Plutarco— a las bro­
mas agresivas, pasando por las interminables conversaciones sobre
sexo. Para Fine, todo ello se debe no tanto a una agresividad natural
como al deseo social de afirmar la identidad masculina. El dirty play
exterioriza un estatus, y su intención no es tanto la de herir como ob­
tener el reconocimiento con su audacia. El gusto de los preadolescen-
tes varones por las actividades ruidosas, los juegos de sala y la obsce­
nidad es otra manera de afirmar su virilidad contra el universo feme­
nino materno, en el que todo eso está prohibido. Se trata de actitudes
que persisten en muchos hombres adultos cuando se encuentran en­
tre ellos, como lo testimonian los vestuarios deportivos78.
La compañía de los semejantes es más importante para los chicos
que para las chicas y por ello buscan la vida de grupo, actividades y
deportes colectivos. Las investigaciones de Régine Boyer, contando
las actividades de los alumnos y alumnas, de entre quince y diecinue­
ve años, en los Institutos de Enseñanza Media, demuestran que, sin
distinción de clases, los chicos dispensan un tiempo mayor a sius se­
mejantes que las chicas79: una hora más al día de media. Según sea su
origen social, los chicos prefieren encontrarse en un bar, en un campo
deportivo o por la noche; las chicas, por su parte, practican mucho
más la lectura, mantienen largas conversaciones telefónicas80 y per­
manecen mucho más tiempo con los familiares.
Bandas, gangs, equipos y grupos de chicos de todo tipo no son tan­
to la expresión de un instinto gregario propio de su sexo como la ne­
cesidad de romper con una cultura familiar femenina y crear otra
masculina. A falta de una presencia efectiva del padre modelo de viri­
lidad, los jóvenes varones se unen bajo la férula de otro, un poco ma­
yor, un poco más fuerte o un poco más despierto, una suerte de her­
mano mayor, al líder, al que se admira y copia a la vez que se le reco­
noce la autoridad.
A finales del siglo pasado, en plena expansión industrial, un nú­
mero cada vez mayor de hombres norteamericanos empezaron a in­
7' Gary Alan Fine: «The Dirty Piay of Little Boys», en M en’s Lives, pp, 171
a 179.
78 Cfr. Pat Conroy: The Great Santini, op. cit.
79 Régine Boyer: «ldentité masculine, identité féminíne parmi les iycéens», en Revue
jranqaise de pédagogie, núm. 94, enero/marzo de 1991, p, 16.
80 Michei Bozon: «Les loisirs forment la jeunesse», en Données sociales, 1990, pp. 217
«Ei hombre engendra al hom bre»/! 17

quietarse abiertamente por la virilidad de sus hijos. Aterrorizados por


los discursos de las feministas, inquietos con la feminización de la
educación familiar y escolar así como por el poderío de la ley mater­
na, temían que sus muchachos no tuvieran la ocasión de aprender a
ser hombres. Poco a poco, propusieron un nuevo ideal masculino,
encargado de hacer valer la afirmación del yo moral y físico. «Frente
al ideal viril precedente, que exaltaba determinadas características
positivas tales como la piedad, el ahorro y la asiduidad, preferimos
ahora la energía, la fuerza y el autocontrol. Theodore Roosevelt se
convierte en el modelo del «hombre viril supremo»: seductor, indivi­
dualista, atlético, dueño de sí mismo y agresivo cuando hace falta»8!.
Además, se acusa y se da una nueva rigidez a la distinción de roles se­
xuales como raramente se había visto antes.
Esta preocupación está en el origen de la implantación de los boy-
scouts en 1910. El presidente de los Estados Unidos era también su
presidente honorario. Este era su objetivo: «Convertir a los chiquillos
en hombres y luchar con tra las fuerzas de feminización». Para conse­
guirlo, los muchachos de una misma edad se agrupaban formando pa­
trullas que quedaban bajo responsabilidad de un adulto que les alenta­
ba en la creación de un espíritu de equipo y el desarrollo de su virili­
dad en todas sus formas, sin tolerar nada que fuera «afeminado».
Pruebas, desafíos, disciplina, rigor moral y, sobre todo, vida en co­
mún y alejada de toda presencia femenina, forman la trama del scou-
tismo.
Los deportes colectivos se han desarrollado de un modo excep­
cional e ininterrumpido hasta ahora por la misma razón82. Los depor­
tes que implican competencia, agresión y violencia eran — y siguen
siéndolo en los Estados Unidos— considerados como la mejor inicia­
ción a la virilidad. El preadolescente norteamericano gana sus galo­
nes de macho en el campo de deporte. Es allí donde demuestra públi­
camente su desprecio por el dolor, cómo controla su cuerpo, su forta­
leza frente a los golpes, su voluntad de ganar y derrotar a los demás.
En definitiva, evidencia que no es ni un bebé, ni una chica, ni un ho­
mosexual83, sino un «auténtico tío». Los campos de deporte y los ves­
85 jeffrey P, Hantover: «The Boy Scouts and the validatíon oí Masculinity», e n J o u r ­
nal o f Social Issues, vol. 34, núm. 1, 1978.
82 El historiador, americano Rotundo señala que, desde los años 1860, los colegios
de niños y una gran mayoría de ciudades organizaban competiciones de béisbol y d e fút­
bol para jóvenes de cualquier procedencia, en «Boy Cuiture...», op, cit., p. 34.
83 Gary Alian Fine: «Uttle League Basse-Ball and Growing up male», en Men in Dtf-
ftcu lt Times, ed., Robert A. Lewis, 1981, p. 67.
118/Construir un macho (Y)

tuarios siguen siendo lugares en los que la mezcla de sexos es impen­


sable, son microcosmos del más puro machismo sin un equivalente
en la vida ordinaria84.
El aprendizaje de los deportes colectivos en los Estados Unidos
no deja de tener puntos en común con los ritos de iniciación explica­
dos un poco antes. El sociólogo Mike Messner, que ha consagrado un
buen número de artículos a dicha cuestión, ha puesto en evidencia la
relación que existe entre el entrenamiento deportivo y la construcción
de la masculinidad. Y explica cómo él mismo, la primera vez que pisó
un campo de béisbol, a los ocho años, fue llamado al orden por su pa­
dre-entrenador porque tiraba la pelota «como una niña»85. Muchos
años más tarde, reflexionando acerca de la angustia que produjo en él
la frase paterna y del esfuerzo que puso en encontrar el gesto adecua­
damente viril, Messner constató dos cosas interesantes. Primero, que
fue el miedo terrible de ser niña lo que le sirvió de motor en el apren­
dizaje del béisbol; segundo, se dio cuenta de que la manera «femeni­
na» de tirar la pelota era un movimiento anatómicamente natural
para el brazo mientras que la forma «masculina» de hacerlo no lo era
y que, a la larga, acababa deteriorando brazos y espalda. Esta segunda
observación condujo a los clubs de béisbol infantiles a prohibir aque­
llos gestos. Con todo, el dolor permanece en el centro del aprendizaje
de la virilidad deportiva. El sociólogo Don Sabo ha establecido el ba­
lance de los daños físicos que le ha dejado su juventud futbolística y
las razones que le animaron a soportar el dolor desde los ocho años de
edad: «Jugaba para obtener recompensas. Ganar en el deporte signifi­
caba ganar amigos y hacerse un lugar en el mundo de los varones. El
éxito me transfiguraba: era menos yo mismo y mucho más como los
mayores y mi héroe Butkus... Siendo adolescente, confiaba que ei de­
porte atrajera hacia mí la atención de las chicas»86.
Resultado: Don Sabo aprendió a aguantarlo todo sin demostrar
dolor, como los jóvenes iniciados: las heridas más dolorosas, los hue­
sos rotos, los ojos morados, la nariz hecha trizas. «Dolor y heridas for­
man parte del juego.» Para convertirse en el capitán de su equipo, fue
«fanáticamente agresivo y despiadadamente competitivo». Un hom­

S4 Véase la descripción que hace de los vestuarios en los campos de deporte, en los
que reina un machismo delirante, en The Great Santini.
85 M. Messner: «Ah, Ya Throw Like a Girl», en F. Abbott (ed.), New Men, New
Minds, op. cit., pp. 40-42.
86 Don Sabo: «Pigskin, Patriarchy and Pain», en F. Abbott (ed.), op. cit., p. 47.
«El hombre engendra al hom bre»/! 19

bre, en definitiva. O, más exactamente, según el propio Sabo, un


hombre del sistema patriarcal que no impone simplemente una do­
minación de los hombres sobre las mujeres sino también una domina­
ción intramasculina, en la que una minoría le aplica la ley a la mayo­
ría. En el marco de esta ideología se le enseña al muchacho que
aguantar el dolor es signo de valentía y de virilidad, «que el dolor es
bueno y el placer malo, como lo demuestra claramente el principio
mil veces repetido de los entrenadores: nopain> no gaimfi1. Se le anima
también a que considere su cuerpo como una herramienta, una má­
quina e incluso un arma que se utiliza para derribar a los que se le
oponen, «reduciéndoles a la categoría de objetos»88.
M. Messner nos hace comprender que tal concepción de la mas­
culinidad, competitiva, jerárquica y agresiva, no es propicia al esta­
blecimiento de amistades íntimas y duraderas con otros hombres. Sin
embargo, al margen de una proclamada homofobia, los deportes de
equipo, al ofrecer a los jugadores la oportunidad de tocarse y abrazar­
se sin que se les sospechen intenciones homosexuales, constituyen en
realidad una ocasión de homoerotismo tanto más fuerte por el hecho
de ser inconsciente. La prueba de ello está en esos jugadores de fútbol
o de rugby que se cogen por la cintura o por la espalda, que se abra­
zan, tocan y dan afectuosos golpecitos en sus nalgas a la más mínima y
sin el menor asomo de vergüenza ante la mirada de millones de teles­
pectadores.
La literatura norteamericana, autobiográfica o no, es rica en rela­
tos sobre la infancia y la adolescencia de los muchachos que se han
visto transformados por los deportes viriles. En determinadas ocasio­
nes es el padre el que les inicia, pero lo más frecuente es que sea la fi­
gura emblemática del entrenador la que encarne la virilidad y que
haga las veces de padre. Ya sea en el fútbol americano (Thomas Faber
o Pat Conroy)89, ya sea en el baloncesto (John Updike)90 o en el béis­
bol (Philip Roth o Edmund W hite)91, todos coinciden en el elogio del
deporte, que supuso su verdadero ritual de iniciación masculina.

87 Ibidem, p. 48.
88 M. Messner: «The Ufe of a Man’s Seasons», en Changing Men (ed. M. Kimmel), op.
cit., p. 59.
89 Thomas Faber; Curves o f pursuit, 1984, G. P. Putnam’s Sons, N. Y.; Pat Conroy:
The Great santini.
90 John Updike, los dos primeros volúmenes de la serie de los Rabbit.
91 Ph. Roth: Portnoy’s Complaint, Raudom, 1969; Edmund White: A Boy's Oran Story,
Picador Pan Books, 1982.
120/Construir un macho (Y)

Aunque hoy en día la mitología del deporte ya no influye del mismo


modo sobre la educación de los chicos, sigue siendo todavía la más
poderosa, sinónimo de virilidad y de éxito. «El deporte», constatan
Baudelot y Establet, «es uno de los componentes de la cultura moder­
na de la competitividad. Une a los hombres de todas las clases socia­
les. A las mujeres, en cambio, sólo les interesa el deporte cuando se le
quitan de encima los ingredientes competitivos: prefieren el entrena­
miento a la competición»92. El estudio de M. Bozon sobre el ocio de
los jóvenes en Francia93 confirma esta idea.
En estos momentos, la prueba iniciática del deporte violento es
criticada por quienes consideran que la virilidad conseguida con tales
medios responde mejor al viejo modelo patriarcal que ya no es el
suyo. Pero también en este mismo fin de siglo xx encontramos mu­
chos hombres que se dicen nostálgicos de los ritos de antaño, cuando
las pruebas de virilidad tranquilizaban su identidad. Alain Finkielk­
raut, que declara no saber ya lo que es masculino, no lamenta la desa­
parición del antiguo poder del macho sino la del «cogito viril: me ex­
pongo, así, pues, existo»94. Al otro lado del Atlántico, cada vez son
más los R. Raphaél, R. Bly, R. Moore, D. Gillettey5 y demás junguia-
nos que proclaman la necesidad de crear nuevos ritos de iniciación.
Pero, ¿cómo dejar de temer que bajo la apariencia de lo nuevo no se
escondan viejas recetas del patriarcado de las que tanto nos ha costa­
do liberarnos? Los nostálgicos del rito no deberían olvidar que éste
implica siempre una oposición radical a las mujeres a partir de unos
sentimientos de superioridad y de desprecio que luego cuesta elim i­
nar. No queremos ya ese tipo de relaciones entre hombres y mujeres y
no lloraremos por el viejo hombre que se muere ante nosostros.
Robert Bly consigue un enorme éxito entre los hombres hablán­
doles de la ruptura madre/hijo y del papel del mentor (¿él?), sin darse
cuenta de que la masculinidad de hoy es muy distinta de la que se co­

92 C. Baudelot, R. Establet: A Hez les filies! Seuil, 1992, p. 227.


«De forma masiva, ios muchachos se apuntan a realizar actividades deportivas al
aire libre y en esa sociabilidad que eventualmente se les atribuye: fútbol y juegos de ba­
lón... Asistir a los espectáculos deportivos es también un fenómeno masculino, y de
grupo... Siempre existe una tendencia masculina a la afirmación de sí mismo en unas
actividades físicas externas al hogar, en el marco de grupos de parejas que no son nece­
sariamente mixtas», op. cit, p. 221.
94 A. Finkielkraut: «La nostalgie de l’épreuve», en Le Masculin; Le Genre humain,
núm. 10.
1)5 R. Moore y D. Gillette: King, Warrior, Magician, Lover, Reáiscovering the Archetypes o f
the Masculine Nature, Harper San Francisco, 1990.
«El hombre engendra al hom bre»/! 21

noció ayer: múltiple, sutil, indisolublemente ligada a lo femenino. La


masculinidad del mañana será no tanto el resultado de una ruptura
brutal con el mundo femenino llevada a cabo por extraños como la
consecuencia de la intervención — sin precedentes— del padre desde
el momento mismo del nacimiento. La nueva masculinidad se pare­
cerá muy poco a la antigua, pero no por ello dejará de existir con su
propia fuerza y con su propia fragilidad.
Capítulo IV
IDENTIDAD Y PREFERENCIA SEXUAL

Una de las características más evidentes de la masculinidad en


nuestra época es la heterosexualidad. La definición del género impli­
ca directamente la sexualidad: quién hace qué y con quién. La identi­
dad masculina se asocia al hecho de poseer, tomar, penetrar, dominar
y afirmarse, usando la fuerza si es necesario. La identidad femenina,
por su parte, se identifica con el ser poseído, dócil, pasivo, dado al so­
metimiento. «Normalidad» e identidad sexuales se inscriben en el
contexto de la dominación de la mujer por el hombre. Desde esta óp­
tica, la homosexualidad, que implica dominación del hombre por el
hombre, es considerada como una enfermedad o, como mínimo,
como un trastorno de la identidad del género.
La heterosexualidad es la tercera prueba negativa de la masculini­
dad tradicional. Tras haberse diferenciado de la madre (no soy su
bebé) y del sexo femenino (no soy una niña), el muchacho debe de­
m ostrarle) que no es homosexual y que no desea poseer otros hom­
bres ni ser él poseído por ellos. En nuestra sociedad predomina la
idea según la cual la preferencia por las mujeres determina la autenti­
cidad del hombre. Es como si la posesión de una mujer reforzara la al-
teridad deseada, alejando el espectro de la identidad: tener una mujer
para no ser mujer. Para ciertas personas, el simple hecho de no ser ho­

123
124/Construir un macho (Y)

mosexual constituye la mejor prueba de la masculinidad. El sondeo


realizado recientemente por una revista masculina1lo confirma a con­
trario. A la pregunta: «¿Si tuviera una experiencia homosexual, segui­
ría considerándose hombre?», el 57% de los interrogados respondió
«no».
Hoy en día, la heterosexualidad nos parece una de las característi­
cas más evidentes de la identidad masculina, hasta el punto de consi­
derarla como un hecho natural; sin embargo, nuestros antepasados
no lo vieron del mismo modo.

Una evidencia reciente

La condición de sodomía antes del siglo xix

La sodomía es una «categoría englóbalo-todo»2 que incluye los


contactos sexuales — no necesariamente anales— entre hombres,
hombres y animales, hombres y mujeres, y que desafía la reproduc­
ción. M. Foucault recuerda que la sodomía figuraba en la lista de pe­
cados graves, junto al estupro (relaciones al margen del matrimonio),
el adulterio, el rapto, el incesto espiritual o carnal, y las caricias recí­
procas. Si bien se habla de ella como de una infamia, los sodomitas es­
capan a cualquier tipo de clasificación precisa. Montesquieu, aun
considerándola como un crimen que se castiga con la hoguera, reco­
noce que «muy a menudo, es oscuro»3.
Bajo el antiguo régimen, la sodomía se prohibía por motivos de
orden religioso. Se le denomina «pecado mudo» o «vicio abominable»
cuya existencia es mejor esconder al pueblo4. Para demostrar la incer-
tidumbre que reina respecto al concepto de sodomía, Pierre Hahn

1 Luí, núm. 50, diciembre 1991.


2 jeffrey Weeks, op. cit., p. 90.
3 Montesquieu: L ’Esprit des /ois, 1748, Libro XII, cap. 6; trad. cast., D el espíritu délas
leyes, Tecnos, Madrid, 19802. Citado por Pierre Hahn: Nos ancétres lespervers, Olivier Or-
ban, 1979, p. 19.
4 Pierre Hahn explica que, a principios del siglo xvm , la sodomía parecía un privi­
legio de los nobles. En vísperas de la Revolución, la situación cambió. Desengañado,
Mouffle de Angerville reconoce: «Este vicio que antes se denominaba el bello vicio
{¿quid del vicio abominable?) porque sólo lo practicaban los señores, las mentes cultiva­
das y los Adonis, se ha puesto tan de moda que no hay ningún orden del Estado que se
vea liberado de él, desde los duques hasta los lacayos, pasando por la gente del pueblo»,
op. cit., p. 90-91.
Identidad y preferencia sexual/125

tuvo la buena idea de consultar los manuales de los confesores. Por


ejemplo, el Tratado de sodomía, del padre L. M. Sinistraíi de Ameno (a
mediados del siglo xvm ), hace constar una cantidad tal de sutilezas
que no puede dejar de sorprender al lector del siglo xx. Para el sabio
eclesiástico la sodomía se define, en efecto, a partir de una relación
carnal mantenida entre dos machos o entre dos hembras, y, sin em­
bargo, no todos los actos «homosexuales» constituyen dicho crimen.
Para que haya crimen debe realizarse el coito, que el pene penetre en
el ano «y así poder diferenciarlo de la simple blandeza (polución,
masturbación) mutuamente obtenida entre macho y macho o entre
mujer y mujer»5. Hay pecado cuando uno se equivoca de recipiente.
Algunos médicos creen que «la introducción del miembro viril en el
recipiente posterior debía ser habitual y era necesario que hubiera
eyaculación en el interior del culo para que se diera la «sodomía per­
fecta», que sólo el Papa o ei arzobispo podían absolver»6. En cambio,
si el macho se acoplaba analmente con una mujer sólo se conseguía
una sodomía «imperfecta», que cualquier confesor podía perdonar7.
Durante el siglo xvm , el crimen deviene en un hecho laico, por lo
que el vocabulario cambia: se habla cada vez menos de sodomita (re­
chazando la referencia bíblica) y cada vez más á t pederasta (sobre todo
a partir de 1730) o de infame (jerga policial)8. Según Maurice Lever, la
laicización del delito homosexual, que supone convertirlo en un «pe­
cado filosófico» contra el Estado, el orden establecido y la naturaleza
(se habla de amor «antifísico»), desacraliza el vicio, al cual se le despo­
ja de su característico olor a azufre. Se trivializa el crimen, convirtién­
dolo en un simple delito. Fuera cual sea la opinión de los filósofos, la
homosexualidad no se describe nunca como una identidad específica.
La sodomía es una aberración temporal, un desprecio hacia la natura­
leza. No es nada más. Incluso si Rousseau, Voltaire o Condorcet no
ocultan el asco que les inspira personalmente esta práctica, no inten­

5 Citado por P. Hahn, pp. 21-22.


<>Ibidem, p. 22.
7 Pierre Hahn menciona otro tema que produce perplejidad: la sodomía entre mu­
jeres, que ya asombraba al buen eclesiástico del siglo xvm. Para comprender la idea de
sodomía femenina es necesario acordarse de que hasta el siglo xvn se consideraba el
sexo femenino análogo al masculino. Desde este punto de vista, el clítoris equivalía,
aunque imperfecto, al pene, con el cual compartía las características. «¿Acaso no tiene
la misma forma que la verga cuando está hinchada?» Es necesaria la llegada del siglo
x í x para que se imponga el modelo de los dos sexos opuestos y, al mismo tiempo, que
las mujeres sean excluidas de la categoría sodomita, op. cit., p. 23.
8 Maurice Lever: Les Báchers de Sodome, Fayard, 1985, p. 239.
126/Construir un macho (Y)

tan nunca inculpar al «criminal». Al contrario, Voitaire insiste sobre


la idea de malentendido: «Nuestros jóvenes machos, educados juntos,
al sentir esa fuerza que la naturaleza les da y al no saber encontrar el
objeto de su instinto, se lanzan sobre quien se les parece»9. ¡Y eso no
es suficiente para estigmatizar un ser humano el resto de su vida!
Condorcet, amigo de Voitaire, tan sensible a los derechos humanos,
propuso que se despenalizara la sodomía «en los casos en que se diera
sin violencia»10.
Diderot fue, sin lugar a dudas, el más tolerante. En sus escritos,
especialmente en el Entretien que sigue al Sueño de Aiembert, la homose­
xualidad no sólo pierde cualquier carácter de pecado o de infamia,
sino que además adquiere un estatuto de placer precioso, tan válido
como la masturbación. Para Diderot, que nos habla escondiéndose
bajo el nombre del sensato doctor Bordeu, la abstinencia provoca lo­
cura”. Se trata de una buena ocasión para rendirle un vibrante home­
naje al placer sexual. La necesidad debe satisfacerse a cualquier pre­
cio. Tras considerar como legítimas las prácticas solitarias12, Diderot-
Bordeu defiende ante una atónita señorita Lespinasse la superioridad
de la homosexualidad, y lo hace en nombre del principio del placer y-
del reparto del mismo53. El Código penal de 1791, considerando la
normalización de dicha práctica, deja de condenar la sodomía en tan­
to que tal. La tolerancia, ratificada en el Código de 1810, se acaba con
la ley del 28 de abril de 1832, constitutiva del crimen de pedofilia. No
obstante, el Código penal no contempla las relaciones heterosexuales
entre un adulto y un menor... Pero también es cierto que el estatu­
to de pederasta está cambiando radicalmente y que plantea nuevas
dudas.

9 Dkcionnaire philosopbique (1764), citado por M. Le ver, op. rít., p. 241.


10 Condorcet: Notes sur Voitaire, 1789; Oeuvres de Condorcet, Ed. Arago, vol. IV, Frie-
drich Frammaun Verlag, 1968, p. 561.
11 Diderot; «Suite de l’entretien», en Oeuvres pbilosopbiques, ed. de P. Verniére, Gar~
nier, pp. 376 y 378.
12 Ibidem, p. 377.
13 «Asi pues, le pediré que de entre dos acciones igualmente restringidas a la volup­
tuosidad (masturbación y homosexualidad), que sólo pueden ofrecer placer inútil, una
permitiendo gozar tan sólo al que lo hace y la otra compartiéndolo con un ser al que nos
parecemos, hombre o mujer, puesto que, en este caso, ni el sexo ni su uso de nada sir­
ven, ¿por cuál de ellas se decantará el sentido común?», ibidem, p. 380.
Identidad y preferencia sexual/127

El siglo xix: definición de la identidad a partir de la preferencia sexual

El último tercio del siglo Victoriano vio la aparición de nuevas


concepciones sobre la homosexualidad. El sodomita, que practica
aberraciones momentáneamente, es sustituido por el «homosexual»,
que caracteriza a una especie particular. La invención de nuevas pala­
bras, «homosexual» e «invertido»14, que sirven para designar a quie­
nes se interesan por los de su mismo sexo, denota un cambio en el
concepto que de ellos se tiene15. En este caso, la creación de una pala­
bra corresponde a la de una esencia, una enfermedad psíquica y un
mal social. Ei nacimiento del «homosexual» es también el nacimiento
de una problemática y de un género de intolerancia que han sobrevi­
vido hasta nuestros días.
Pierre Hahn sitúa en 1857 la primera encuesta realizada por el
doctor Tardieu y la policía sobre los homosexuales franceses16. A par­
tir de ese momento empieza la persecución de los pederastas, que son
cada vez más objeto de la atención de la policía, los jueces y el cuerpo
médico-legal. Según Tardieu, el vicio se extiende día a día... y los es­
cándalos públicos obligan a una mayor y más severa represión de la
pederastía, la violación y de los atentados al pudor infantil. Pero, cu­
riosamente, son los propios homosexuales quienes encendieron la
traca inventándose la problemática sobre su identidad. Querían que
se les reconociera su especificidad, lo que hoy denominaríamos el de­
recho a la diferencia. Fue un húngaro, el doctor Benkert, quien, en
1869, inventó el término de homosexualidad17 y pidió al ministro de
Justicia la abolición de la vieja ley prusiana contra la misma. En la
misma época, un antiguo magistrado de Hannover, Heinrich Ulrichs,
que era homosexual, analizaba dicho fenómeno desde un triple punto
de vista: como historiador, como médico y como filósofo. Desgracia­

14 «Invertido» va asociado a «afeminado», persona afectada de inversión sexual. Fue


también en el transcurso de! siglo xix que aparecieron los vocablos «folie» y «tante» (li­
teralmente, «loca» y «tía») en el vocabulario francés.
15 Asimismo la utilización cada vez más habitual del término «gay» en los años 1970
cambiará nuevamente su aprehensión.
16 En Alemania, el que reprimía la pederastía era el médico jurista berlinés Casper,
que publicó, en 1852, un primer estudio sobre los pederastas. Cfr. Pierre Hahn, op. di.,
p. 41.
57 El término se incorporó al lenguaje habitual de los ingleses y de los franceses en
los años 1890.
128/Construir un macho (Y)

damente, de sus sabias distinciones entre pederastas y io que él deno­


mina «uranistas» sólo subsiste la definición de estos últimos: «Un
alma femenina caída en un cuerpo de hombre»18. Aun sin quererlo,
Ulrichs dirigía a los pederastas hacia el resbaladizo camino de la pato­
logía mental. En 1870 publicaba un estudio sobre la inversión congénita
del sentimiento sexual con consciencia mórbida del fenómeno, basándose en la
existencia de una suerte de tercer sexo. Y, a partir de ahí, Havelok
Ellis define al invertido a partir de la anomalía congénita y Hirsch-
feld habla del «sexo intermedio».
Poco a poco, todo el mundo se pone de acuerdo en considerar la
homosexualidad como una enfermedad. En 1882, Magnan y Charcot
les bautizan con el nombre de «invertidos sexuales» y los colocan en el
cuadro de la degeneración. «A finales de siglo, ningún hombre podía
considerarse sano y normal si no afirmaba, de principio al fin, su
identidad sexual»19. El nacimiento de la homosexualidad patológica
es simultáneo al de la «raza maldita», según expresión de M. Proust, y
al de normalidad heterosexual La identidad sexual se convierte en
destino20. Gracias a la influencia decisiva de las Psicopatías sexuales, de
Richard Krafft-Ebing21, la extrema atención que se dedica a la per­
versidad y la anormalidad produce también su efecto sobre la concep­
ción de «normalidad». La sexualidad del macho «normal» tendría que
ver con un «instinto» cuyo objeto natural es el otro sexo. Se creó el
concepto de heterosexualidad para describir esa normalidad que pos­
tulaba una diferencia radical entre los sexos y que, al mismo tiempo,
enlazaba de manera indisoluble la identidad del género (ser hombre o
ser mujer) con la identidad sexual22.
En definitiva, el discurso médico del siglo xix transformó los
comportamientos sexuales en identidades sexuales. Los perversos sus­
tituyeron a los libertinos, dando lugar a unos individuos con una es­
pecificidad nueva. Así, explica Foucault, mientras el sodomita era el
sujeto jurídico de una serie de actos prohibidos, «el homosexual del si-

18 Rechercbe ausujet de l ’énigme de l'amour de l'hom m epour l'homme, 1864-1869, citado por
P. Hahn, op. cit., p. 80.
19 P. Hahn: op. cit., p. 82. Cfr. también Robert A. Nye: «Sex Difference and Maie
Homosexuality, in French Medical Discourse, 1830-1930», en Bull. Hist. M ed., 1989,
63, pp. 32 a 51.
2(1 j. Weeks: «Questions of Identity», en Pat Caplan (ed.), The Cultural Construction o f
Sexualiiy, Routledge, Londres, Nueva York, 1987, pp. 31 a 51.
21 E! libro se editó en numerosas ocasiones entre 1886 y 1903. Originaron un mi­
llar de publicaciones sobre la homosexualidad.
22 J. Weeks: ibidem, p. 35.
Identidad y preferencia sexual/129

p-lo xix se convierte en un personaje con un pasado, una historia, una


infancia; con su propia morfología, una anatomía indiscreta y, tal
vez, con una fisiología misteriosa. Nada de cuanto es en su totalidad
escapa a su sexualidad... El homosexual es, ahora, una especie»23. Su­
cesor del alma platónica y de la razón cartesiana, el sexo se convierte
en la verdad última del ser.
La conversión de la homosexualidad en un hecho médico debiera
haberla protegido de todo juicio moral; pero no ha sido así. La pro­
blemática de las «perversiones» permitió todo tipo de ambigüedades.
No se diferencia la enfermedad del vicio ni el mal psíquico del mal
moral. Se produce un consenso para la estigmatización de aquellos
hombres afeminados que son incapaces de reproducirse. Tanto en In­
glaterra como en Francia24, las actitudes antihomosexuales tiene que
ver con el temor al declive del Imperio y de la Nación. Son inconta­
bles los textos que hablan con angustia de las consecuencias nefastas
de la baja del índice de natalidad. El homosexual es una amenaza para
la nación y para la familia. Pero es también «un traidor a la causa
masculina»25. Incluso los médicos condenan a estos hombres afemi­
nados que no cumplen con sus obligaciones de hombre. Les acusan
de mediocridad moral, de escasa valentía o devoción; deploran su va­
nidad, indiscreciones y cotilleos. En definitiva: son «mujeres frusta-
das, hombres incompletos»26.
La estigmatización de los homosexuales es el resultado del proce­
so de clasificación de las sexualidades. Por una ironía de la historia,
fueron en gran parte los mismos homosexuales y los sexólogos más
reformistas los que metieron en el claustro de la anormalidad a los
«desviados». El mejor ejemplo de ese patinazo nos lo da el sexólogo
Havelock Ellis. Creyendo que de esa forma iba a procurar una mayor
tolerancia entre la sociedad burguesa, desarrolló un argumento basa­
do en el hecho innato y la irresponsabilidad: no se puede nada contra
la condición homosexual porque es congénita. Como resultado de
esto «la hipótesis de una homosexualidad biológicamente determina­
da se ha impuesto en la literatura medica del siglo xx, dando lugar a
todo tipo de intentos hormonales y quirúrgicos destinados a transfor­
mar a las lesbianas y homosexuales masculinos en heterosexuales»27.
23 La volonté de savoir, op. cit., p. 59.
24 j. Weeks: Sex, Po/itics <&Society, 2.a ed. Londres & N. Y., Largman, p. 10; y Robert
A. Nye: op. cit., p. 32.
25 Lynne Segal: op. cit., p. 134.
26 R. A. Nye: op. cit., p. 44.
27 Linda Birke: op. cit., pp. 22-23.
130/Construir un macho (Y)

jeffrey Weeks ha demostrado brillantemente la responsabilidad


que tienen los sexólogos en la formación de! «tipo» homosexual. A
pesar de su fervor científico, la sexología no era neutra ni meramente
descriptiva. Decía lo que debiéramos ser y lo que nos hace ser unos
seres normales28. La obsesión por la norma suponía un esfuerzo con­
siderable en el momento de juzgar lo que se quería considerar anor­
mal. Se multiplicaron las explicaciones etiológicas: corrupción o de­
generación, hecho innato o traumatismo infantil... Se produjeron ti­
pologías complejas que distinguían las diferentes homosexualidades...
Ellis establece una diferencia entre el invertido y el perverso-,
Freud entre el invertido absoluto y el contingente. Clifford Alien de­
fine doce tipos, entre los cuales encontramos el compulsivo, el ner­
vioso, el neurótico, el psicótico, el psicópata y el alcohólico. Richard
Harvey censa cuarenta y seis tipos de homosexuales... y Kinsey inven­
ta el continuum que va desde la heterosexualidad a la homosexualidad29.
A continuación, observa J. Weeks, comprenderán el peligro que su­
pone la existencia de estas tipologías rígidas. Pero será demasiado tar­
de. Una vez impuesta la tipología de la homosexualidad resultó impo­
sible escaparse de ella. Las prácticas sexuales se convirtieron en el cri­
terio a partir del cual se describía a las personas. Es decir, los sexólo­
gos han creado al homosexual, según aseguran Michel Foucault o Jo-
nathan Ned Katz:tíí. Esto es sólo una verdad a medias. Las prácticas
homosexuales se han dado desde siempre en todas partes; sin embar­
go, «hasta que la sexología no vino a ponerles una etiqueta, la homo­
sexualidad no era más que una parte nebulosa del sentimiento de
identidad. La identidad homosexual tal y como hoy la conocemos es,
por lo tanto, un producto de la clasificación social cuyo objetivo pri­
mordial es la regulación y el control. Denominar supuso encarce­
lar»35.
En el siglo xx, el homosexual sigue en la prisión. Cien años des­
pués de que se juzgara a Oscar Wilde, siguen siendo muchos los que
continúan considerándole un tipo sexual criminal, o como un enfer­
mo o un desviado en el mejor de los casos. Dos son las razones que
pueden explicarnos estas actitudes discriminatorias. La primera tiene

28 J. Weeks: «Questions of Identity», op. cit., p. 36.


29 j. Weeks: op. cit., p. 90.
-10 J. N. Katz: «The Invention of Heterosexuality», en Sociaiist review, 1990, 1, pp. 7
a 34.
15 J. Weeks: op. cit., p. 93.
Identidad y preferencia sexual/131

que ver con nuestra ignorancia: habiendo transcurrido ciento cin­


cuenta años de estudio y polémica, seguimos sin saber definir de ma­
nera precisa ese comportamiento fluido y multiforme del que no sa­
bemos a ciencia cierta cuál es el origen. Y la multiplicidad de las ex­
plicaciones dadas sólo sirve para reforzar el misterio y la extrañeza.
La otra razón es de orden ideológico. Puesto que la nuestra es una
concepción heterosexual de la masculinidad, la homosexualidad
adopta el papel útil de un «otorga-valores», y su imagen negativa re­
fuerza a contrario el aspecto positivo y envidiable de la heterosexua-
lidad.

La homosexualidad: ¿pulsión universal


o identidad específica de una minoría?

Por un lado encontramos a quienes defienden el parecido entre


homosexuales y heterosexuales, insistiendo sobre la universalidad de
la pulsión homosexual; por otro, a los que se centran en las diferen­
cias y la especificidad del homosexual.
Los estudiosos que han analizado la homosexualidad desde un
punto de vista transcultural, constatan un determinado número de
constantes. El sociólogo Frederick Whitam, tras haber trabajado du­
rante varios años entre comunidades homosexuales de países tan dis­
tintos como los Estados Unidos, Guatemala, Brasil y Filipinas, sugie­
re seis conclusiones: 1) Hay personas homosexuales en todas las so­
ciedades. 2) El porcentaje de homosexuales parece ser el mismo en to­
das las sociedades y permanece estable con el paso del tiempo. 3) Las
normas sociales no impiden ni facilitan la aparición de la orientación
sexual. 4) En cualquier sociedad mínimamente numerosa aparecen
subculturas homosexuales. 5) Los homosexuales de sociedades distin­
tas tienden a parecerse en lo que respecta a su comportamiento y sus
intereses. 6) Todas las sociedades producen un continuum similar entre
homosexuales muy masculinos y homosexuales muy femeninos^52.
Todo ello nos hace pensar que la homosexualidad no ha sido
creada por una organización social particular, sino que es más bien

32 F. L. Whitam: «Culturally Invariable Properties of Male Homosexuality: Tenta-


tive Conclusions from Cross-cultural Research», en Archives o f sexual Behavior, vol. 12,
núm. 3, 1983, pp. 207 a 226.
132/Construir un macho (Y)

una forma fundamental de la sexualidad humana que se expresa en


todas las culturas.
Si tomamos como cierto el que la manifestación explícita de la
homosexualidad es siempre minoritaria, ei problema radica en saber
hasta dónde puede distinguirse la pulsión, el acto y la orientación ho­
mosexual.

Los que defienden el parecido

Freud fue el más tolerante y el más clarividente de entre los teóri­


cos de la homosexualidad. Gracias a su teoría de la bisexualidad origi­
naria, reconoce que todos los seres «pueden tomar como objeto sexual
a personas del mismo sexo o a personas del otro sexo... Reparten su li­
bido ya sea de manera manifiesta, ya sea de forma latente, sobre obje­
tos de ambos sexos»33. A lo largo de su obra, Freud defiende el aspecto
natural y no patológico de la homosexualidad, en contra de los sexó­
logos, defensores de la existencia de un «tercer sexo» o de un «inter­
medio sexual»34, y en contra de sus propios colegas psicoanalistas.
Oponiéndose radicalmente a las creencias de su época, Freud afir­
ma que la heterosexualidad es tan problemática como la homosexua­
lidad35 y no cambiará nunca de opinión sobre estas cuestiones. En Un
souvenir d ’enfance de Léonard de Vinci ( Un recuerdo de infancia de Leonardo da
Vinci) va incluso más lejos, afirmando que no sólo somos todos capa­
ces de una elección homosexual, sino que todos, «en un momento
dado, la hemos practicado aunque, después, unos la hayan relegado al
inconsciente y otros se defiendan manteniendo una enérgica actitud
contraria a ella»36.
En lo que se refiere a las causas de la homosexualidad, Freud fue
siempre muy prudente, reconociendo que no conseguía encontrar
una explicación válida. En Tres ensayos habla del predominio de ele­
mentos arcaicos que predisponen y de mecanismos psíquicos primiti­
vos, así como de la elección narcisista, la importancia erótica de la
zona anal37 o la fijación fuertemente erótica hacia la madre. No obs­

33 S. Freud: «L’analyse avec fin et l’analyse sans fin», 1937, en Résultats, idees, proble -
mes, II, PUF, 1985, p. 259.
34 Véanse las teorías de Ulrichs y de Htrschfeld.
Tres ensayos sobre teoría sexual, Alianza Editorial, Madrid, 1990.
36 Un souvenir d ’enfance de Léonard de Vinci (1910), Idées/Gallimaxd, 1977, p. 92.
37 Tres ensayos (...), op. cit.
Identidad y preferencia sexual/133

tante, estos factores son insuficientes a la hora de establecer una dis­


tinción clara entre homosexualidad y heterosexual idad.
La cuestión de la homosexualidad fue tan importante para Freud
que incluso, en diversas ocasiones, tomó partido haciendo gala de
una total tolerancia. A pesar de no ser partidario de militar a favor de
ninguna causa, en 1903 aceptó una entrevista en el diario vienes Die
Zeit para defender a un hombre al que se estaba juzgando por haber
mantenido relaciones homosexuales. En 1930 firmó una petición
para que se revisara el código penal y se suprimiera el delito de homo­
sexualidad entre adultos que actuaran de común acuerdo. Se opuso a
E. Jones, que negaba el estatuto de psicoanalista a un homosexual.
Sachs, Abraham y Eitington defendieron a Jones; pero Freud siguió
negándose a analizar a los homosexuales — a menos que detectara en
ellos algún tipo de neurosis— , ya que los consideraba gente normal.
De este modo, nos produce una emoción insuperable leer la carta de
consuelo que escribe a una madre estadounidense, la cual le había pe­
dido consejo con respecto a su hijo:
«Me parece comprender en su carta que su hijo es homosexual.
Me choca que no use usted el término cuando me informa acerca de
él. ¿Puedo preguntarle por qué no lo hace?
Evidentemente, la homosexualidad no es una ventaja, pero no es
tampoco motivo de vergüenza. No es ni un vicio ni un envilecimien­
to y no hay razón para tratarla como una enfermedad; la considera­
mos una variante de la función sexual, provocada por un cierto paro en el
desarrollo sexual>>38.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el informe Kinsey supu­
so una aportación esencial a la tesis sobre la bisexualídad humana39.
Se trata del célebre informe publicado en 1948 que, a partir del conti-
nuum hétero-homosexual, puso en evidencia el fluir de los deseos se­
xuales. En efecto, Kinsey y sus colaboradores probaron que existen
tendencias homo y heterosexuales en la mayor parte de los seres hu­
manos y que su proporción varía entre una heterosexual idad exclusi­
va (que Kinsey sitúa en el grado 0 de su escala de gradaciones) y una
homosexualidad exclusiva (grado 6 de la misma escala). Cada uno de
los grados intermedios corresponde a un grado mayor o menor de

38 Carta de Freud a Mrs. N. N..., del 9 de abril de 1935, Correspondencia, Madrid)


1979. El subrayado es mío. Como se verá, la frase ha hecho verter mucha tinta.
3<} Un poco más tarde, Masters y Johnson consolidaron la tesis de Kinsey con sus
propias investigaciones, en Homosexuality in perspective.
134/Construir un macho (Y)

cada una de las dos tendencias40. El nuevo informe Kinsey, realizado


a partir de encuestas aplicadas a los homosexuales de San Francisco
entre 1960 y 1970, confirmó los resultados del informe de 1948 e in­
sistía sobre la diversidad de homosexualidades41.
Otra encuesta aún más reciente, realizada por Shere Hite entre
7.000 estadounidenses, confirma los trabajos anteriores: «Dada la im­
portancia que le dan los hombres al hecho de mantenerse físicamente
alejados de los demás varones, puede extrañarnos el constatar que un
alto número de chicos, futuros «heterosexuales» en su mayoría, hayan
mantenido relaciones sexuales con otros chicos cuando eran niños o
adolescentes. Un 43% de los hombres que han respondido la encuesta
reconoce que ha mantenido relaciones sexuales de alguna especie con
otro chico: no existe correlación entre el que se haya o no mantenido
una experiencia sexual con otros chicos y el considerarse «homose­
xual» o «heterosexual» más adelante. Muchos «homosexuales» no ha­
bían mantenido nunca relaciones con otros chicos durante su juven­
tud y, en cambio, muchos «heterosexuales» sí las mantuvieron»42.
¿Cabe concluir por ello, como hacen algunos, que todos somos
homosexuales y heterosexuales a la vez, por lo que no se puede consi­
derar a los homosexuales como una minoría sexual, y que no hay más
razones para afirmar que todos somos heterosexuales que las que exis­
ten para asegurar que todos somos homosexuales?43.

40 El informe Kinsey, realizado a partir de 16.000 norteamericanos blancos, de­


mostró que si bien tan sólo un 4% de la población masculina era exclusivamente homo­
sexual desde la pubertad, un 37% de hombres (y un 19% de mujeres) reconocía haber
mantenido al menos una experiencia homosexual con orgasmo entre la pubertad y la
edad adulta. Además, un 30% reconocía haber tenido una experiencia homosexual ac­
cidental entre los 16 y los 55 años.
41 Alan P. Beü y Martin S. Weinberg: Homosexualités, publicado en 1978 y traducido
al francés, en 1980, por la editorial Albin Michel. En un artículo anterior, Bell hace
esta importante aclaración: «Sobre la manera en que los homosexuales adultos se clasifi­
can ellos mismos durante la adolescencia: cerca de un tercio eran principalmente hete­
rosexuales en cuanto a su comportamiento y un 25% en cuanto a sus sentimientos. Un
40% de los varones cambió de comportamiento y de sentimiento durante la adolescen­
cia... Durante la adolescencia, casi los 2/3 de los homosexuales varones y hembras han
experimentado la excitación heterosexual... El estudio longitudinal de ia vida sexual de
los seres humanos... permite comprender el flujo y el reflujo de las experiencias homo­
sexuales y heterosexuales y recuestionar la opinión más común según la cual o se es ho­
mosexual o se es heterosexual...», en «The Appraisal of Homosexuality», artículo inédi­
to para la Kinsey Summer Conference, 1976, citado por Kenneth Plummer en The Ma-
king o f the M odem Homosexual, Londres, Hutchínson, 1981, pp. 58-59.
42 Shere Hite: E l informe Hite de la sexualidad masculina, Barcelona, 1981.
4:5 Lon G. Nungesser; Homosexual Acts, Actors and Identities, Praeger, 1983,
p. VIII.
Identidad y preferencia sexual/135

Los defensores de una identidad especifica

Robert Stoüer y Richard Friedman constestan la idea según la


cual existiría una homosexualidad universal. Según Stoller, la homo­
sexualidad no es una enfermedad. Es una preferencia sexual y no un
conjunto de signos y de síntomas uniformes. Pero la homosexualidad
sólo pertenece a los homosexuales, que son distintos a los demás y
que, por tanto, constityen una minoría. Para Stoller los homosexuales
no están más enfermos que lo que puedan estarlo otras minorías (ju­
díos, negros estadounidenses...)44, pero sería inexacto confundirlos
con los heterosexuales45.
Este es también el parecer de R. Friedman, quien ha intentado de­
mostrar que «la mayor parte de entre ios hombres heterosexuales no
se halla predispuesta a la homosexualidad inconsciente y que, inver­
samente, la mayoría de los hombres homosexuales no está dispuesta a
una heterosexualidad inconsciente... Sólo existe una minoría de hom­
bre bisexuales que se ven forzados a inhibir ya sean sus fantasmas ho­
mosexuales, ya sean sus fantasmas heterosexuales»40.
Si consideramos la homosexualidad como una característica pro­
pia de algunos y no de todos, debemos plantearnos de dónde procede
esta especificidad. Se han ofrecido tres hipótesis, y las tres presentan
alguna limitación: anomalía endocrinológica, genética o factores psí­
quicos.
Durante cincuenta años, se ha intentado en vano demostrar la
existencia de una correlación entre homosexualidad masculina y la
cantidad de testosterona. Se ha inyectado hormonas sexuales a homo­
sexuales machos con la esperanza de que así se estimularía su deseo de
mujeres. Pero se ha conseguido el efecto contrario: la estimulación de
su deseo hacia los hombres. Además, un elevado número de estudios
hormonales demuestran que una gran mayoría de homosexuales po­
see el mismo nivel de testosterona que los heterosexuales47. Hoy, casi
todos los investigadores consideran más creíble la hipótesis según la

4 4 R. Stoller; Sex and Gender, vol. li: The Transexual Experiment, Mogarth Press, 1975,
p. 199.
45 Henry Abelove: «Freud, Male Homosexuality and the Americans», en Dissent, ve­
rano de 1986, vol. 33, p. 68.
46 R. C Friedman: M ale Homosexuality, Yale University Press, 1988, p, XI.
47 b . Nungesser: op. cit., p. 27.
136/Construir un macho (Y)

cual existiría una influencia endocrina prenatal que orientaría la se­


xualidad. Se cree que si hay efectivamente una orientación hormonal
del comportamiento, ésta se debe dar en la vida embrionaria, en el
momento en que las hormonas sexuales «sexualizan» el sistema ner­
vioso en todos sus aspectos. Pero es difícil ir más allá del estadio hipo­
tético en el caso de los humanos porque no pueden practicarse dosis
hormonales de manera sistemática y masiva en los fetos. De momen­
to, los trabajos realizados por Dórner con ratas demuestran que cuan­
do durante el período crítico prenatal de ia diferenciación cerebral se
expone a los machos a una carencia de andrógenos, en la edad adulta
manifiestan comportamientos claramente femeninos. A partir de ahí,
Dórner concluye que una androgenización prenatal insuficiente del
sistema nervioso central conduce a una diferenciación del cerebro
parcialmente hembra y, por tanto, a una homosexualidad masculina,
y que un exceso de andrógenos en la misma etapa es el origen de la
homosexualidad femenina48. Este último punto parece confirmarse
con la observación de mujeres expuestas in útero a un exceso de andró-
genos49.
La validez de la hipótesis genética se plantea muy a menudo. De
manera regular aparecen investigadores que afirman haber encontra­
do una anomalía genética entre varios homosexuales que se han so­
metido a examen. Pero, poco después, se acaba demostrando de nue­
vo que la experiencia ha sido desvirtuada de alguna forma, por lo que
no se pueden obtener conclusiones válidas.
Las investigaciones aplicadas a los gemelos monocigóticos y bici-
góticos resultan más interesantes. E.n 1953, Kallman advirtió que en
todos los casos de gemelos monocigóticos, cuando uno de ellos resul­
taba ser homosexual, el otro también lo era igualmente. Es una coin­
cidencia que no se da entre los falsos gemelos50. Después se ha demos­

48 G. Dórner: Hormones and Brain Di/ferentiation, Amsterdam iilsinbcr, 1976. Véanse


también los trabajos de Simón Levay citados en Le Poiní, 21 de setiembre de 1991,
p. 88.
49 Money, Schwartz y Lewis han señalado la frecuencia de la bisexualidad o de la
homosexualidad entre las mujeres tratadas por tener un síndrome adrenogenital y, tam­
bién, de la homosexualidad entre un grupo de muchachos que han sufrido, durante la
adolescencia, un exceso en el desarrollo de los tejidos mamarios. Per;o todas esas obser­
vaciones implican un tal alto número de excepciones que se aconseja la prudencia antes
de proponer generalizaciones, en «Adult Heterosexual Status and fetal Hormonal Mas-
culinization and Desmasculinization», en Psychoneuroendocrinolojiy, 1984, 9 (4), pp. 405-
415. Citado por R. C. Friedman, op. cit.:, p. 15.
50 F. j. Kallman: H eredity in Health and M ental Disorder, N. Y. Norten, 1953.
identidad y preferencia sexual/137

trado la existencia de un cierto número de casos de verdaderos geme­


los con orientaciones sexuales divergentes. Ahí también, las pruebas
irrefutables brillan por su ausencia.
Queda el caso de los Sissy boys, los jóvenes afeminados desde su más
tierna infancia, que trae a colación las tesis esencialistas. Richard
Green, alumno de J. Money y R. Stoller, ha seguido de cerca durante
quince años 66 Sissy boys y 56 muchachos viriles51. Los resultados de su
observación se acercan a los de Bíeber y su equipo (1962) y los más
recientes de Zuger (1984). El Sissy boy es un chico que muestra un
comportamiento exageradamente femenino desde los dos/tres años:
poses, gestos y entonaciones de voz que son la caricatura de un ma­
nierismo femenino. Se interesa de un modo particular por los vesti­
dos femeninos (especialmente los de su madre), habla de ellos y se los
pone con toda satisfacción. Evita con cuidado los juegos brutales de
los niños y prefiere los juegos y juguetes de las niñas. Prefiere también
estar en compañía de niñas y muchos de entre ellos aseguran que qui­
sieran ser una niña. En su mayoría (entre los que consultan al médi­
co, ya que su actitud intranquiliza sus padres) se convierten, al llegar a
la edad adulta, en hombres atípleos: transexuales, travestís y homose­
xuales. En el muestrario de Green, al igual que en el de B. Zuger52, ra­
ros son los que se convierten en heterosexuales: apenas un 5%. El
caso de los Sissy boys, con una feminización tan precoz y cuya orienta­
ción es inamovible, nos induce a creer que hay factores «constitucio­
nales»53 de ese tipo de homosexualidad. Y más si se tiene en cuenta
que nuestra sociedad no ofrece ningún modelo de hombre amante de
los hombres. Pero es necesario tener cuidado y distinguir los actos
homosexuales de la orientación homosexual, que se revela más a tra­
vés de los fantasmas sexuales (durante la masturbación) que a través
de actos y comportamientos. Aquí también se impone la prudencia,
puesto que un adolescente puede tener fantasmas homosexuales y
convertirse en un adulto heterosexual54...
Pero lo que impresiona de verdad es el testimonio de los propios

51 R. Oreen: The «Sissy Boy Syndrome» and the Development o f Homosexuality, Yale Univer­
sity Press, 1987. Cfr. también R. Green (y Al): «Masculine or Femenine Gender Iden-
tity in Boys», én Jase Roles, 1985, vol. 12, núm. 11/12, pp. 1155 a 1162.
52 B. Zuger: «Barí y Effeminate Behavíors in Boys: outeome and sígnificance for
homosexuality», en Journal o f Nervous and mental Disease, 1984, 172, pp. 90-97.
51 Richard A. isay: «Homosexuality in Homosexual an Heterosexual Men», en
G. Fogel (ed.), op. cit., pp. 211 a 299.
54 R. Green: The Sissy B oj Syndrome, op. cit., p. 305.
138/Construir un macho (Y)

interesados. La obra biográfica de Edmund White es rica en enseñan­


zas al respecto. Siendo todavía muy joven se sentía un Sissj boy porque
no conseguía «hablar de forma viril» ni «parecer viril»55, tampoco era
capaz de jugar al béisbol y fracasaba en todos las pruebas de virilidad.
Tenía una hermana superviril, un padre totalmente indiferente, casi
hostil, y una madre que no se ocupaba en absoluto de él (contraria,
por tanto, al retrato habitual de la madre del homosexual). Por todo
esto, dice haber dudado entre «ser un hombre o conseguir a uno»56. Al
llegar a la edad adulta, se convierte en un homosexual extremada­
mente activo que siente su identidad como algo múltiple y mal deter­
minado («un oso peludo o una chica flexible sin pechos y sin vagi­
na»)57. Quiere que se le trate como a una mujer, pero, a veces, se pre­
gunta angustiado «sí le hacen el amor como si fuera una mujer o si es
un hombre»5**. Algunas veces sueña con tener una mujer a su lado
para librarse del fantasma de ser él mismo mujer y acabar con su ama­
neramiento femenino: «nosotros, los maricones... hacemos mona­
das».
En El beso de la mujer araña, e! argentino Manuel Puig5'1cuenta la
magnífica historia de amor entre dos hombres, un heterosexual y un
homosexual, que comparten la misma celda en la cárcel de un país
fascista y machista. Se trata de las mismas angustias, aunque en una
cultura y una situación diferentes. El homosexual se percibe como
una mujer y habla de sí mismo usando el femenino. Cuida a su aman­
te enfermo como si fuera una madre y no cesa de preguntarse acerca
de la virilidad y sobre lo que es ser un hombre auténtico. Va en busca
de la amistad con un hombre y no siente atracción ninguna por las
«locas». Reconoce sentirse como «una mujer normal a la que le gustan
los hombres»60. Mientras que el heterosexual no ve amenazada su vi­
rilidad por ese episodio homosexual, que considera un gesto de ternu­
ra, el homosexual reconoce no saber ya si es un hombre o una mujer.
Su amante le dice las mejores palabras de consuelo: «Si te gusta ser
mujer, no por ello debes sentirte disminuido, no tienes por qué pagar
por eso, ni pedir perdón... Ser hombre no da derecho a nada»61.

55 E. White: A Boy's Own Siory.


56 Ibidcm\ p. 75.
57 E. White: The beautiful Room is emptj, Nueva York, 1988.
ss Ibidem, p. 175.
59 Barcelona, 1990.
60 Ibidem.
Ibidem.
identidad y preferencia sexual/139

El aspecto ejemplar de la novela de Puig es ese amor total entre


dos hombres con orientaciones sexuales tan distintas. Elección o des­
tino, accidente o estilo de vida, la homosexualidad es plural. Toda
propuesta que intente unificarla e institucionalizarla conduce a un ca­
llejón sin salida. Es cierto que la pulsión es universal, pero la prefe­
rencia sexual no lo es.

Evolución de los Gay's Studies

A finales de los años 60, al mismo tiempo que se replanteaba la


cuestión feminista de las identidades y los roles sexuales, un determi­
nado número de homosexuales estadounidenses rompieron su silen­
cio obligado para acabar con una clandestinidad vivida dolorosamen­
te como una patología. En primer lugar, cambiaron su propia deno­
minación. Sustituyeron el término «homosexual» — que tiene una
connotación médica ligada a la perversidad— por «gay»62 (que existe
desde el siglo xix), más neutro y que designa una cultura específica y
positiva. Este es el nacimiento del movimiento Gay, cuyo objetivo
principal es el demostrar que la heterosexualidad no es la única fór­
mula de una sexualidad normal. Los Gay’s Studies son un conjunto de
trabajos — a menudo muy buenos— sobre la homosexualidad, su his­
toria, su naturaleza y su sociología. «Rechazando la heterosexualidad
como norma psicológica y social, los gays han puesto en duda ciertos
aspectos de las instituciones masculinas y del privilegio del macho»63.
En este aspecto han aportado mucho a la reflexión feminista.
El australiano Dennis Altman señala cómo en el transcurso de
una década, entre 1970 y 1980, tanto en los Estados Unidos como en
otros lugares del mundo, se asiste a la aparición de una nueva mino­
ría., dotada de cultura propia, de un estilo de vida específico, con su
propia expresión política y sus reivindicaciones de legitimidad6'1. La
aparición de esa minoría, que es ahora reconocible como tal, ha teni­

Sobre el origen y la etimología de la palabra ¿«y, cfr. Kramare y Treichier: A fem i-


nist Otctknary, Londres, Pandora Press, 1985.
w Gary Kinsman: «Men Loving Men: The Challenge of Gay Liberation», en Men's
lives, op. cit., p. 513.
,1,! Dennis Aitman: The Homosexitalizalion o f America. The A mtcani’&iiion o f the Homose­
xual, Nueva York. St. Martin’s Press, 1982.
!40/Construir un macho (Y)

do un considerable impacto en la sociedad global65. En un país como


los Estados Unidos, en el que las gentes se autodefinen haciendo refe­
rencia a su raza y a religión, no es de extrañar que los homosexuales, a
su vez, se vean a sí mismos como otro grupo étnico y que pidan ser re­
conocidos como tales, estableciendo las analogías correspondientes.
Sin embargo, al hacerlo han reavivado el debate sobre la identidad
homosexual que engendra esa misma exclusión que se quisiera erra­
dicar.
En efecto, el planteamiento de la identidad no excluye que se
vuelva a suscitar una vieja cuestión: la de la homosexualidad innata.
Bajo ésta subyace la idea de que el homosexual es una especie distinta,
cuyo origen encuentra su explicación definitiva en un desarreglo ge­
nético y hormonal. En conclusión, el reconocimiento del estatuto de
minoría a los homosexuales ha tenido sus ventajas y sus inconvenien­
tes. Entre las primeras se cuenta el desarrollo de un sentimiento de
confianza en sí mismos así como su aceptación, aspectos beneficiosos
ambos para quienes están dispuestos a reconocerse como tales. Por
otra parte, entre los segundos encontramos el hecho de que sea cada
vez más difícil percibir que la homosexualidad, explícita o inhibida,
es un mero aspecto de la sexualidad de cada individuo, dificultad que
estriba en el hecho el mismo de reclamar su condición de minoría66.
Otro inconveniente: cuanto más «visibles» y reivindicadores se hacen
los homosexuales, tanto más se diversifican las formas de hostilidad
que se les oponen. Este hecho desmiente el argumento liberal, según
el cual cuanto más nos damos a conocer, más se nos acepta. En reali­
dad, si bien una gran parte de los homosexuales ha ido cambiando a
lo largo de una década (aunque algunos otros siguen viviendo en la
clandestinidad), la sociedad heterosexual no ha evolucionado del
mismo modo, conservando un buen número de prejuicios y de fantas­
mas negativos.
En los años 80, marcados por la aparición de la MoralMajority (an-
tifeminista, antihomosexual y contraria al aborto), que defiende el re­

^ «Una auténtica comunidad gay no se limita a unos bares, unos clubs, saunas y res­
taurantes... ní a una simple red de amistades. Es más bien un conjunto de instituciones,
que incluyen clubs sociales y políticos, publicaciones, librerías, grupos religiosos, cen­
tros comunitarios, emisoras de radio, compañías de teatro, etc., que representan, al mis­
mo tiempo, un sentimiento de valores compartidos y una voluntad de afirmar la propia
homosexualidad como una parte importante de la propia vida y no como algo privado y
escondido».
66 D. Altman: op. cit., p. 39.
identidad y preferencia sexual/141

torno a ios valores tradicionales, los homosexuales modificaron su


teoría y su táctica. Conscientes de que la homosexualidad es un con­
cepto mucho más importante que el de la identidad sexual, los Gay’s
Studies quisieron demostrar que los homosexuales eran hombres
como los demás. Incluso si la homosexualidad es un rechazo de los
roles sexuales tradicionales, la sexualidad no determina el género. A
partir de de este momento, los que teorizan sobre la homosexualidad
rechazan cautelosamente cualquier asimilación entre «identidad» y
«orientación» sexual. Critican la filosofía esencialista67 y reprimen
cualquier palabra que pueda conducir a ella. Para distinguir conducta
y condición homosexual, algunos proponen que deje de utilizarse la
palabra «homosexual» en tanto que nombre, aunque se siga emplean­
do como adjetivo68. J. Katz va más lejos aún, al sugerir que se suprima
la división entre «homo» y «hetero». En nombre del continuum de Kin­
sey y de la frecuencia del coito rectal entre los heterosexuales, Katz no
ve la necesidad de que se mantenga el dualismo de las actividades se­
xuales69. Finalmente, otros sugieren también la supresión de la eti­
queta «gay»70, que reestructura la sexualidad y sirve a modo de carta
de identidad. K, Piummer, uno de los más feroces detractores del
esencialismo sexual, rechaza incluso el concepto de orientación, utiliza­
do por los especialistas en genética, por los clínicos y por otros con-
ductistas, sugiriendo que se parte de una idea de la construcción social
de la identidad, muy de moda actualmente en los Estados Uni­
dos71.
Elogiemos de pasada a Jeffrey Weeks, que no ha dejado nunca de
recordarnos que existe una multiplicidad de homosexualidades y que
se niega a dejarse encerrar en una alternativa extremista. Se opone a
los constructivistas al admitir que hay diferencias entre homosexua­
les y heterosexuales; al contrario que los esencialistas, sostiene que es­
tas diferencias reales no engendran necesariamente identidades e in­

67 J. Weeks criticó el esencialismo de A. Rich, quien sostenía que todas las mujeres
son naturalmente lesbianas: cfr. Pat Caplan (ed.), op. cit., pp. 47-48; y K. Piummer: Tbe
Making o f the Modera Homosexual, Londres, Hutchinson, 1981.
68 Gregory M. Herek: «On Heterosexual Masculinity», en American Behavioral Scien
tist, vol 29, núm. 5, mayo-junio de 1986, p. 569. Cfr. también el escritor Gore Vi­
dal.
69 j. Katz: «The Invention of Heterosexuality», op. cit., pp. 22-23.
70 L. Nungesser; op. cit., p. 26.
7! Véanse, entre otros: Tim Carrigan, Bob Connel, John Lee, «Toward a new socio-
logy of masculinity», en Theory and Society, 5 (14) setiembre 1985, Amsterdam, El Sevrei.
Publicado en H. Brod (ed.), op. cit., pp. 63 a 100. Y, también, el artículo mencionado de
G. Herek.
142/Construir un macho (Y)

tereses antagónicos72. Cercano a Michel Foucault, quien concebía la


homosexualidad como una «estilística»73,] . Weeks habla de la identi­
dad en términos de elección y de combate: «En última instancia, la
identidad no puede ser más que un juego, una estratagema para poder
gozar de un cierto tipo de relaciones y de placeres...»7l!.
En definitiva, el movimiento homosexual y la ideología que lo
acompaña han realizado la misma evolución que las otras minorías
que se han manifestado desde finales de los sesenta. Tras un período
de ruidosas reivindicaciones del derecho a la diferencia — etapa nece­
saria para que la mayoría las reconozca— , las minorías han compren­
dido el peligro que supone el mantenerse en una vía que, muy a me­
nudo, conduce a una estigmatización y a encerrarse en un ghetto. A
partir de ahí, la diferencia ya no es una elección personal, sino una
obligación que viene impuesta desde el exterior. Los homosexuales ya
no reclaman el derecho a la diferencia, sino el derecho a la indiferen­
cia. Desean que se les mire como seres humanos y ciudadanos cual­
quiera, sin obstáculos pero sin privilegios especiales. Pero el drama de
la minoría homosexual es que su destino depende de la mirada que le
dirige la mayoría heterosexual. De hecho, así como ciertas minorías
interpretan el papel social y político poco envidiable de la víctima
propiciatoria, los homosexuales constituyen el repulsivo psicológico
de los machos heterosexuales, prisioneros de la ideología patriarcal.
Su destino, al igual que el de las mujeres, depende directamente de ia
desaparición del patriarcado. Pero así como las feministas pueden en­
tablar una guerra sin cuartel contra la misoginia con el beneplácito
oficial de toda la sociedad, los homosexuales ni disponen de la misma
capacidad de movilización contra la homofobia ni de la misma legiti­
midad frente al último bastión del patriarcado.

Homofobia y masculinidad patriarcal

La mayor parte de las sociedades patriarcales identifican masculi­


nidad y heterosexualidad. En la medida en que seguimos definiendo,
por una parte, ei género a partir del comportamiento sexual y, por
otra, la masculinidad por oposición a la feminidad, es innegable que

72 J. Weeks: op. c i t p. 86.


7-' El uso de los placeres, op. cit.
74 Ibidem.
Identidad y preferencia sexual/143

la homofobia, a la manera de la misoginia, ocupa una papel impor­


tante en el sentimiento de la identidad masculina. Algunos aseguran
que se trata de «las dos fuerzas de socialización más fuertes en la vida
del muchacho»75. Afectan a diversos tipos de víctimas, pero son las
dos caras de una misma moneda. La homofobia es el odio de los hom­
bres hacia las cualidades femeninas, y la misoginia es el odio, también
entre las mujeres, hacia las cualidades femeninas.

Ser hombre significa no ser homosexual

Hemos hablado ya de la importancia que tiene el definirse «por


oposición» para la identidad masculina. No dudamos en absoluto
acerca de los aspectos positivos que comporta la masculinidad hete­
rosexual tradicional, tales como el rango, el éxito, la fortaleza, la in­
dependencia, el dominio social de unos hombres adultos sobre otros
hombres, y sus relaciones sexuales con las mujeres76. Pero la identifi­
cación del macho sigue siendo más ampliamente diferencial que la
identificación de la hembra. Tradicionalmente, la masculinidad acos­
tumbra a definirse más «evitando alguna cosa... que por el deseo
de»77. Ser hombre significa no ser femenino, no ser homosexual; no ser
dócil, dependiente o sumiso; no ser afeminado en el aspecto físico o
por los gestos; no mantener relaciones sexuales o demasiado íntimas
con otros hombres; y, finalmente, no ser impotente con las mujeres. La
negación es tan típica de la masculinidad que un escritor estadouni­
dense ha podido alcanzar el éxito publicando un libro de título iróni­
co: Real Men don’i Eat Quiche!1*.
La homofobia70 forma parte integrante de la masculinidad hete­
rosexual hasta el punto de constituir un rasgo psicológico de primera
magnitud: señalar al que no es homosexual y demostrar quién es hete­
rosexual. Emmanuel Reynaud ha explicado muy bien cuáles son las

75 Cooper Thompson: «A New Vision of Masculinity», en F. Abbott (ed.), op. cit., p.


156, también publicado en M en’s Lives, p. 587.
76 G. Herek: «On Heterosexual Masculinity», op. cit., p. 567.
77 Stephen F. Morín y Lon Nungesser: «Can Homophobia be Cured», en Robert
A. Lewis (ed.), Men in D ifftcult Times, 1981, p. 266.
78 Bruce Feirstein, 1982, Pocket Books.
79 La palabra fue inventada, en 1972, por George Weinberg, que la definía así:
«miedo a estar en contacto con homosexuales».
144/Construir un macho (Y)

ralees de ia homofobia: «En el lenguaje cotidiano, el homosexual no


es exactamente el hombre que mantiene relaciones sexuales con otro
hombre, sino el que se supone que adopta un papel pasivo: el homo­
sexual es, en realidad, marica, plumón, loca... una mujer, en definiti­
va. Vista desde la óptica activa, la homosexualidad puede llegar a ser
considerada como el medio a través del cual el hombre afirma su po­
tencia; en cambio, desde la «pasiva», actúa como el símbolo de la de­
cadencia. Por ejemplo, a nadie se le ocurre burlarse del que da por el
culo, y en cambio «dado por culo» es una injuria violenta80.
La homosexualidad suscita en muchos hombres (y en particular
entre los muchachos) un miedo que no tiene parangón entre las muje­
res. Ese miedo se traduce por conductas agresivas que intentan evitar
aquélla, pretendiendo poner en evidencia el asco que produce la ho­
mosexualidad. Los estudios sobre el comportamiento son elocuentes
al respecto. Algunos81 parten simplemente de la situación de una si­
lla, a modo de criterio de distancia social, para determinar los efectos
de la percepción de un homosexual en el espacio interpersonal. Se
constató que cuando el experimentador lleva un distintivo con el
lema «gay and proud» (gay y orgulloso de ello) y se presenta como
miembro de la asociación de psicólogos gays, los participantes despla­
zaban su silla hacia otro experimentador, aparentemente más neutro
y que no pone de manifiesto característica homosexual alguna. Los
hombres reaccionan poniendo, entre ellos y el experimentador ho­
mosexual, una distancia tres veces mayor a la que toman las mujeres
interrogadas por un experimentador femenino que lleva un distinti­
vo que reza «lesbiana».
La homofobia concierne a un número limitado de personas82.
Esta en relación directa con otros temores, especialmente con el de la
igualdad de los sexos. Los homófobos son personas conservadoras, rí­
gidas, favorables al mantenimiento de los roles sexuales tradicionales,
hasta en otras culturas83. Incluso las encuestas realizadas entre los jó­
venes estadounidenses más instruidos y liberales que la media, reve­

Síi Emmanue! Reynaud: ¡m sainte virilité, Syros, 1981, p. 76.


H; S. F. Morin & E. M. Garílinkle: «Male Homophobia», en Journal o f Social Issues,
voi. 34, núm. 1, 1978, p. 37.
82 Gregory Lehne: «Homophobia Among Men», en Men's Lives, pp. 416 a 429.
^ Cfr. W. Churchill: Homosexual Behavior Among Males, N. Y. Hawthorn Books,
1967. Y, Marvin Brown & Donald M. Amoroso: «Altitudes Toward Homosexuality
Among West Indian male and femak Coliege Students», en TheJournal o f Social Psyycho-
h g , febrero 1975, 97, pp. 163 a 168.
identidad y preferencia sexual/145

lan que existe una desconfianza real hacia el homosexual84. En reali­


dad, la homofobia despierta el miedo secreto-a los propios deseos ho­
mosexuales85. Es decir, un hombre afeminado suscita una angustia te­
rrible en un gran número de hombres, al provocar en ellos la cons­
ciencia de sus propias características femeninas, tales como la pasivi­
dad o la sensibilidad, que perciben como signos de debilidad. Las mu­
jeres, claro está, no le temen a su feminidad. Por eso los hombres son
más homófobos que las mujeres5*6.
La homofobia destapa lo que pretende esconder. Sin embargo, a
menudo se exhibe o incluso se reivindica. A la vista de ios resultados
obtenidos en diversas encuestas y publicados en los periódicos france­
ses, se deduce que la homofobia está oficialmente aceptada, cosa que
no sucede con el racismo o con el sexismo87. En los Estados Unidos,
incluso va más allá del simple rechazo psicológico y moral. Una en­
cuesta sobre la violencia, realizada en 1988 en el estado de Nueva
York, llegaba a la conclusión de que los hombres y mujeres homose­
xuales eran objeto de las mayores hostilidades. Los mismos jóvenes
que se mostraban reticentes en el momento de expresar sus opiniones
racistas, ponían de manifiesto con toda franqueza su homofobia88.
Además de los tradicionales insultos, los ataques físicos son también
habituales89. De un modo general, puede decirse que los agresores son

Un 70% de los hombres y las mujeres heterosexuales interrogados en 1977 con­


testaron que pensaban «que los hombres homosexuales no eran completamente mascu­
linos». Cfr. Carol Tavris: «Men and Women Report their Views on Masculinity», en
Psichology Today, enero 1977, 35.
85 Esta explicación ya la dio Sándor Ferenczi en 1914, «L’Homoérotisme: nosoiogie
de l’homosexualité mascuíine», en Psychanalyse, 2, Payot, 1978, pp. 117 a 129.
86 D.octeur Isay, en The New York Times, 10 julio 1990.
87 En enero de 1981, la revista Elle publicó los resultados de un sondeo que demos­
traba la intolerancia de los padres a la idea de tener un hijo homosexual; el 61% de las
personas interrogadas no querían tener un presidente de la República que fuera homo­
sexual y un 64% un profesor que lo fuera. Sólo un 24 pensaba que la homosexualidad
era una manera de vivir su propia sexualidad, frente a un 42 que decía que era una en­
fermedad y, un 22%, una perversión sexual que debía combatirse. En julio de 1991, un
37% de los interrogados confesaba no admitir la homosexualidad, contra un 58% que si
ia admitía: UEvénement du jeu d i del 4 al 10 de julio de 1991.
88 Otra encuesta, realizada entre 2.800 estudiantes de instituto de entre 12 y 17
años, da estos resultados: 3/4 de ios chicos y la mitad de las chicas afirman que no les
gustaría tener ¡un vecino homosexual! Resultado: la violencia anti-gay adopta la forma
de la legitimidad, The N ew York Times, op. cit.
89 El departamento de policía del Estado de Nueva York ha inventariado tres veces
más víctimas homosexuales en el primer semestre de 1990 que en ei mismo periodo del
año anterior. En 1989 se contabilizaron más de 7.000 incidentes violentos contra ho­
mosexuales en los Estados Unidos, de los cuales 62 eran asesinatos. Las cifras corres­
pondientes a la década de los ochenta demuestran un aumento constante.
146/Construir un macho (Y)

jóvenes de veintiún años como máximo, que actúan en grupo y ata­


can a un hombre solo o a una pareja. Van a la caza de los homosexua­
les y buscan la manera de provocarles, estén donde estén. Para ellos el
gay es símbolo de extranjería. El psicólogo Gregory Herek destaca
que el ataque refuerza el sentimiento de pertenencia a un grupo de
atacantes, a la vez que revaloriza al indivuduo dentro del grupo. El
hecho de tratar a los homosexuales como extranjeros, es decir, como
extraños, les sirve también como un acto de reafirmación heterose­
xual9".

Ventajas e inconvenientes de la homofobia

La homofobia refuerza en muchos hombres su frágil heterosexua­


lidad. Es pues un mecanismo de defensa psíquica, una estrategia des­
tinada a evitar ei reconocimiento de una parte inaceptable de sí mis­
mos. Dirigir la agresividad contra los homosexuales es una manera de
exteriorizar el conflicto y de hacerlo soportable. Según Gregory He­
rek, la homofobia puede también tener una función social: un hetero­
sexual expresa sus prejuicios contra los gays para ganarse la aproba­
ción de los demás y, de este modo, acrecentar la confianza en sí mis­
mo. Finalmente, la homofobia es un aspecto de una ideología más ge­
neral, como por ejemplo la ideología religiosa conservadora, que de­
fine de manera muy estricta cómo han de ser los comportamientos
del hombre y de la mujer.
A pesar de esto, la homofobia no sólo presenta «ventajas». Ade­
más de suponer una escandalosa agresión hacia los homosexuales — y
no hablemos ya de los homosexuales que han interiorizado esta ho­
mofobia01— , cuesta cara a los machos heterosexuales. No sólo les
convierte en «mártires del rol masculino»92, en expresión de Joseph
Pleck, sino que constituye un auténtico obstáculo para la amistad en­
tre hombres. El informe Hite es elocuente al respecto. Ante la pre­
gunta: «Describa al hombre con el que está o ha estado más relaciona­
do», un alto número de hombres responden que no tienen «un amigo

y,) The New York Times, op. cit.


91 S. F. Morín & E. M. Garfinkle: «Male Homophobia», op. cit., p. 32.
<)2 Citado por G. Hcrek: op. cit, p. 575.
Identidad y preferencia sexual/147

preferido» en el momento en que se realiza la encuesta93. Sabemos,


o-racias a Freud, que la amistad masculina tiene como origen la subli­
mación del deseo homosexual94 y que, además, los hombres se resis­
ten a poner de manifiesto su pasividad con respecto a otros hombres.
Son razones por las cuales muchos hombres huyen de cualquier inti­
midad viril. En su estudio sobre la amistad, el sociólogo Robert Bell
constata la radical diferencia de los sexos sobre esta cuestión. Mien­
tras que las mujeres cultivan la intimidad entre ellas, los hombres pre­
fieren verse en grupo. Haciéndolo de esta manera, los varones se ale­
jan de cualquier tentación homosexual, dificultan la comunicación
personal y se regalan una mutua confirmación de sus respectivas mas-
culinidades. Además, R. Bell constata atónito el elevado número de
veces que los hombres declaran que su mejor amigo es su mujer9S, lo
cual es otra manera de escapar a sus temores. La homofobia «limita
las elecciones en el campo de la amistad, priva a los hombres de expe­
riencias enríquecedoras y de nuevas amistades que sólo pueden ad­
quirirse acercándose unos a otros»96.
Guy Corneau nos dice, sin duda con mucha razón, que la homo­
fobia —cuya función primera es la de reforzar la heterosexualidad-—
es tal vez una de las raíces de la homosexualidad. El miedo a ser ho­
mosexual «envenena toda posibilidad de un erotismo masculino e im­
pide a muchos padres que toquen a sus hijos»97. Cuando los padres le
dejan a las madres la exclusividad del acceso directo al cuerpo de los
hijos, «éstos no pueden desarrollarse positivamente con respecto al
cuerpo del padre y en cambio lo harán, probablemente, de manera
negativa contra el cuerpo de la madre»98.

93 E l informe Hite de la sexualidad masculina. Los que han vivido una amistad de este or­
den dicen que fue sólo durante sus años de estudiantes y que, en la actualidad, ya no ven
asiduamente aquel amigo... Los hay que mencionan hombres de la propia familia con
quienes han estado o están cerca... Pero un alto número asegura que no tienen y nunca
han tenido un gran amigo. Shere Hite señala que muchas amistades entre hombres se
fundamentan en ia admiración y que son pocos los hombres que hablan de intimidad
compartida o de ternura. Algunos incluso reconocen que hubieran podido tener amigos
íntim os, pero que cortaron la relación por lo sano porque temían caer en el sentimiento
homosexual.
94 «Sobre ciertos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y ia homosexuali­
dad», de 1922, en Névrose, psycbose et perversión, PUF, 1973, p. 281.
95 Robert R. Bell: Worlds o f Friendship, Sage Publications, 1981, p. 79. Lo mismo se­
ñala Liilian Rubin: op. cit.
96 Morin & Garnnkie: «Male Homophobia», op. cit., p. 41.
97 Guy Corneau: P ire manquant... op. cit., p. 29.
'■>« Ibidem, p. 28.
148/Construir un macho (Y)

Sólo queda esperar que no se rompa el círculo vicioso (la transmi­


sión de la homofobia de padre a hijo) con un simple toque de magia.
Ninguna decisión racional o ideológica basta para acabar con ese
miedo. Una generación de feminismo ha servido para que se rompie­
ra el modelo masculino y que se juzgara con severidad el rol paterno
tradicional. No obstante, aparecen aquí y allá nuevos comportamien­
tos parte rnos que debieran frenar estos miedos.
SEGUNDA PARTE

SER UN HOMBRE
(XY)
HACIA LA CURACIÓN DEL HOMBRE ENFERMO

El sistema patriarcal ha parido un hombre mutilado, incapaz de


conciliar X e Y, su herencia materna y paterna, respectivamente. La
construcción de la masculinidad se ha venido confundiendo con el
proceso de diferenciación. A un hombre se le reconocía tal título
cuando eran cortadas las amarras que le ataban al mundo femenino
materno, a su terruño original; pero a nadie se le ocurría intentar unir
ios «pedazos» de la identidad primaria con los de la secundaria.
La sociedad industrial ha empeorado la situación, alejando a los
padres de sus hijos. Por tanto, los hombres han dejado de hacer hom­
bres. Unos padres fantasmagóricos y más o menos «simbólicos» cons­
tituyen el triste modelo que les sirve de identificación. A estos hijos
dejados al cuidado de sus madres, les ha costado aún más diferenciarse
de ellas y conciliar su sentimiento de identidad. Más recientemente,
con el surgimiento de la repulsa feminista del patriarcado y del tipo
masculino que engendra, se ha trasladado este rechazo al campo de la
economía de la diferenciación. «Virilidad», «masculinidad», se han
percibido como palabras sin contenido, peligrosas, sinónimos de una
opresión caduca. El humano, identificado con lo femenino, ignoraba
tanto lo masculino como la bisexualidad humana. Los resultados fue­
ron poco brillantes. La reacción antipatriarcal — ciertamente muy li-

151
152/Ser un hombre (XY)

mitada aún, en ei espacio y en el tiempo— ha dado lugar a un hom­


bre tan mutilado como el anterior, ignorante esta vez de su herencia
paterna.
En la actualidad, muchos hombres padecen por esta fragmenta­
ción de sí mismos. La dolorosa toma de conciencia de una identidad
escindida propicia la reconstrucción de un paisaje masculino que ten­
ga en cuenta, finalmente, su doble herencia.

El hombre partido en dos

Desde hace unos quince años, los Men’sStudies han destacado la es­
trecha relación que existe entre la masculinidad y el rechazo frontal
de una parte de sí mismos. La negación de la bisexualidad trae consi­
go el levantamiento de fronteras y el resultado es un hombre descom­
puesto, fragmentado, que sólo habrá conocido la plenitud en el pri-
merísimo período de su vida, al lado de su madre1. El caso límite del
hombre partido en dos es ei del macho fascista hitleriano que descri­
be Klaus Theweleit: «Los hombres, por aquel entonces, estaban divi­
didos entre su interior (hembra) y su exterior (macho), enemigos
mortales... Lo que el fascismo prometía a ios hombres era la posibili­
dad de volver a integrar esas dos partes hostiles de manera tolerable,
es decir: con ei. predominio del elemento “hembra hostil”» 2.
Pero todos sabemos que no es tan fácil librarse de las inhibicio­
nes. Una inhibición excesiva conduce al odio de aquello que se ha in­
hibido, proyectado hacia el exterior y objetivado en la persona de la
mujer cuando se es misógino, en la del judío cuando se es antisemita e
incluso en la del hombre cuando se rechaza la propia virilidad. Otto
Weininger fue uno de esos hombres devorados por el odio a sí mis­
mo. Hijo de una familia judía convertida al protestantismo, Weinin­
ger sintió un odio hacia los judíos sólo comparable al que sintió por
las mujeres. A su parecer, los judíos, al igual que las mujeres, encarnan
la inmoralidad, la degeneración, lo negativo y opuesto al hombre
ario. Weininger se esforzó en demostrar todo aquello que aproxima
lo femenino al espíritu ju d ío — dos componentes de su propia perso-

s Paul Oísen: Sons and Mothers, p. 12.


2 Klaus Theweieit: Male Fantasies, vol, 1. University of Minnesota Press, 1987.
3 J. Le Rider: Le cas Otto Weininger, op. cit., p. 195. Con todo, Weininger otorga una
ventaja al judío con respecto a la mujer: Ella es simplemente hada, mientras que el judío
encarna ia fuerza de la negación.
Hacia la curación del hombre enfermo/153

na._para envolverlos en un único rechazo. Junto a ideas completa­


mente delirantes, Sexo y carácter sugiere una explicación del antisemi­
tismo aplicable, punto por punto, a la misoginia: «Así como se AMA
en el otro lo que quisiéramos ser, se ODIA lo que no quisiéramos ser.
Se odia solamente aquello que nos es cercano, y el otro no es más que
un revelador en este caso. Aquel que odia el alma judía la odia, en pri­
mer lugar, en sí mismo: si la acorrala en los demás es simplemente
para crearse la ilusión de estar libre de ella»4.
La analogía entre mujer y judío, la coincidencia entre misoginia y
antisemitismo (a los que puede añadirse la homofobia) se encuentran
en la obra de muchos escritores del siglo xx. Desde los contemporá­
neos de Weininger5 hasta Henry M iller6, pasando por D. H. Lawren-
ce7, E. Hemingway9 y Drieu La Rochelíe, constatamos que en raras
ocasiones aparecen separados ambos elementos. Nuevamente, fue
Freud quien dio la clave de este odio de dos cabezas, demostrando su
origen común: «El complejo de castración es la raíz más profunda in­
consciente del antisemitismo porque, incluso cuando está todavía en
pañales, el chiquillo ya oye cómo dicen que a los judíos se les corta
algo en el pene — y él imagina que es un trozo de pene— , y eso le da
derecho a despreciarlos. No puede haber una raíz más profunda del
sentimiento de superioridad sobre las mujeres»9.
En las sociedades patriarcales se da con menos frecuencia el odio
a su ser masculino. En el extremo opuesto a Otto Weininger, su con­
temporáneo Otto Gross reclama el advenimiento de un matriarcado
y la abolición de la ley del padre. Drogadicto, internado en diversas
ocasiones — algunos lo consideraron afectado de una demencia pre­
coz— el genial Otto Gross era tan frágil como Weininger. Su vida es
un repetido ajuste de cuentas con su padre y una constante manifesta­
ción de odio hacia la virilidad y su obra es esencialmente una crítica
al patriarcado y a los valores masculinos tradicionales. En un contex­
to totalmente distinto, el ensayo del feminista John Stoltenberg Refu-
4 Sexo y carácter (Barcelona, 1985). E! subrayado es mío. En Theodor Lessing en­
contramos unos análisis similares: La haine de soi. Le Refus d 'e lre ju if publicado en Berlín
en 1930 y traducido al francés por Berg International Editeurs en 1990. El subrayado es
mío.
5 Cfr. J. Le Rider: Le cas Otto Weininger y M odemité viennoise et crises de l'indentité.
6 Ajar)' Deaborn: Henry Miller. Bwgraphie, BeJfond, 1991, pp. 84-86, 101, 147, 154-
155, 161-176.
7 Emile Dclavenay: D. H. Lawrencc, 2 vols., Librería C. Klincksiek, París, 1969,
pp. 93, 131, 175, 387-388.
8 Kenncth S. Lynn: Hemingway, op. cit.
9 EJ pequeño Hans, 1909, en Les cinq psychanalyses, PUF, 1966, nota 1, p, 116. En­
contramos un análisis similar en Un souvenir d'enfance de Leonardo de Vinci.
154/Ser un hombre (XY)

singto be a Manw, que pide el fin de la masculinidad, también contiene


su buena parte de odio a sí mismo. Se basa en la identificación entre
identidad masculina y violación, para llegar, a afirmar que el sexo
masculino necesita la injusticia para poder existir. Su consigna es la
siguiente: negaros a ser hombres, negaros al dualismo de los sexos, es
la única forma de establecer una nueva ética. Apoyándose en la tesis
de Andrea Dworkin, según la cual hombre y mujer son ficciones, carica­
turas, construcciones culturales, totalitarias e inapropiadas al futuro
humano1’, J. Stoltenberg concluye que: «Somos una especie multise-
xuada en la que los elementos denominados machos y hembras no se
oponen»’2.
Bajo una apariencia liberadora, la idea de «especie multisexuada»
es una negación de la identidad sexual y, en primer lugar, de la identi­
dad masculina. La evidencia del odio a sí mismo aparece de forma
clara cuando Stoltenberg hace suyo el propósito terrorífico de An­
drea Dworkin sobre el pene: «No hay nada que sea menos un instru­
mento de éxtasis y más un instrumento de opresión que el pe­
ne» ¡3.
Así es como la agresividad de una feminista puede convertirse en
masoquismo en la pluma de un hombre.
Nos queda por considerar ei caso límite, el del odio total a uno
mismo, que afecta tanto al componente femenino como al masculi­
no. Este es el caso, por ejemplo, del héroe de Los mutiladosv\ la hermo­
sa novela de Hermann Ungar, en la que un hombre, huérfano de ma­
dre desde poco después de nacer, es educado por un padre duro que le
pega y una tía sádica y perversa cuyo cuerpo le repugna. El resultado
es que este hombre, enfermo, aterrorizado con el sexo (el suyo y e!
otro), no es ni hombre ni mujer y vivirá un desarreglo tan extremo
que acabará hundiéndose en el horror.
En el sistema patriarcal, el odio hacia lo femenino que hay en uno
mismo es el más extendido con diferencia, y engendra naturalmente
un dualismo sexual por oposición. La afirmación de la diferencia es
una reacción contra el panorama de pérdida de identidad y confu­

l() A Meridian Book, 1990. Muchas feministas consideraron este libro «valiente»
(Gloría Steínem) y liberador.
1¡ Ibidem, p. 28.
12 Ibidem.
13 Ibidem, p. 88.
M Publicado en Berlín en 1923. Traducción castellana: Los mutilados, Barcelona,
1989.
Hacia la curación del hombre enfermo/155

sión, que busca reforzar la masculinidad. Se trata de alejar el espectro


de la bisexuaiidad interior a base de oponer los sexos y asignarles fun­
ciones y espacios diferentes. Sin embargo, sólo se consigue de hecho
una escisión, exteriorizándose una parte de uno mismo que se ha con­
vertido en una extraña, casi en una enemiga15.

El hombre enfermo de los años 80

La crítica feminista del hombre patriarcal hace insoportable la


propia escisión de uno mismo. La prohibición tradicional de que se
explicite la feminidad va a ser complementada por ei feminismo con
otra: la censura una virilidad impugnada. La nueva ecuación ma­
cho = mal* ha dado lugar a una pérdida de identidad para toda una
generación de hombres. Ferdinando Camón levanta acta de esa Enfer­
medad humana y llega a la conclusión de que «si bien es difícil ser mu­
jer..., es imposible ser hombre»16. Muchos son los escritores que se ha­
cen eco de la bancarrota del hombre, mientras que los psicólogos
constatan unánimemente el creciente desamparo psicológico de éste,
acaecido en los últimos veinte años. Tanto en Alemania, como en Ca­
nadá o en los Estados Unidos, se registra el mismo malestar del hom­
bre «exhausto»**,?. Aunque tradicionalmente han sido las mujeres las
más afectadas por depresiones, dolores de cabeza, neurosis, etc., desde
hace veinte años, todas las encuestas realizadas en los Estados Unidos
demuestran que la diferencia entre los sexos a este nivel tiende a dis­
minuir cada vez m ás18.
La pérdida del sentimiento de identidad sexual puede conducir al
suicidio de un Weininger o de un Hemingway, a la locura de un Otto

15 Proceso defendido por Niemche para resolver el problema fundamental del


hombre y de la mujer. En su opinión, sería un error «negar c! abismo que les separa y la
necesidad de un antagonismo irreductible», Más allá del bien y d el mal.
,(i F. Camón: ím maladie bumaim, traducido del italiano a! francés por ed. Gallimard,
en 1984, p. 98.
17 delga Dierichs y Margarete Mitscherlich: Des bommes, op. cit., p. 318.
18 Véanse las numerosas encuestas que cita J. Pleck: «The Contemporary Man», en
Men’s Lives, op. cit., pp. 593-594.
* En francés, la pronunciación de las dos palabras, tríale y mal, es idéntica y son va­
rios ios autores que juegan con esta similitud. (N. de la T.)
** En el original francés, «á bout de souffle», que corresponde a) título del célebre
film de Jean-Luc Godard, estrenado en España traduciéndolo por «Sin aliento». (N. de
la T.)
156/Ser un hombre (XY)

Gross o al delirio del presidente Schreiber. Sin embargo, las manifes­


taciones del malestar masculino más frecuente en nuestros días, tal
como lo encontramos en los relatos médicos y en la literatura occi­
dental, son el refugio en el fetichismo o la homosexualidad. Son éstas
una expresión del miedo o del rechazo hacia las mujeres, que corren
en paralelo con el avance de la fragilidad masculina. Tal como lo ex­
plican dos especialistas en ios problemas masculinos, «al considerarse
la actividad sexual normal como una prueba de masculinidad, tratar
los trastornos sexuales equivale a cuestionar la identidad del géne­
ro.. .» iy. Hay que aprender a disociar sexualidad y sentimiento de viri­
lidad para romper la identificación en tr e performance sexual y masculi­
nidad, la cual se basa en algo más que un pene en erección.
A la espera de que se revise la imagen ideal de la masculinidad, no
podemos dejar de sorprendernos ante la multiplicidad de personajes
novelescos que, al tiempo que lloran su virilidad desfalleciente, se re­
fugian en el alcohol, la droga y el vagabundeo20, o bien huyen hacia la
homosexualidad, percibida como el último asilo vedado a las mujeres.
Son muchas las novelas masculinas que nos describen hombres, de
entre treinta y cuarenta años, sin identidad, impotentes con las muje­
res y que retornan a la homosexualidad ocasional de su adolescen­
cia21.
Los hombres se hallan en un cruce de caminos que, a menudo,
toma para ellos la forma de un dilema insoportable: mutilación de su
feminidad o mutilación de su virilidad; herida mortal para su «alma
femenina» o bien ahogamiento en el regazo maternal. En realidad no
es que sea imposible salirse de esa dolorosa alternativa: la tercera vía
no queda excluida.

IVjeffrey Fracher y Michael Kimmel: «Hard Issues and Soft Spots: Counseling Men
about Scxuality», en Men's Lives, op. cit., pp. 477, 481. Véase el héroe de The Counterlife, de
Ph. Roth (FS & G, 1986), que no consigue que su miembro sea eréctil y que ya no se
siente hombre.
20 Véanse, por ejemplo, los héroes de Thomas McGuane.
21 Son testimonio de ello, por ejemplo, The sports swriter, de Richard Ford (1986);
L'insurrection (traducción al francés), de Peter Rosei (1987); los héroes de Ghian (1985) y
de Bad boy (1988), de Knut Faldbakken; Dinero (1984), de Martin Amis; Pourquoi moi?
(traducción a! francés, 1984-1987), de Michael Krüger; Les virginités (1990), de Daniel
Zimmermann; Drame privé (1990), de Michaei Delisle; Droks d'oiseaux (1990), de Jacky
Cans, etc.
Capítulo I
EL HOMBRE MUTILADO

Cuando se habla de hombre mutilado, muchos piensan que se está


hablando del sexo, del símbolo de la virilidad, perdido en un acciden­
te o a causa de heridas de guerra, etc. Por extensión, un hombre muti­
lado es también aquel que posee un sexo, pero no consigue utiÜ2arlo
(impotencia): el que fracasa cuando intenta desear y poseer una mu­
jer. Desde este punto de vista, el homosexual es el mutilado por exce­
lencia; pero desde que se han puesto en duda las normas patriarcales,
nos damos cuenta de que la mutilación afecta no tanto al sexo y la
preferencia sexual, como a la propia identidad. Homosexuales o hete­
rosexuales están sujetos a dos tipos de mutilaciones psicológicas que
pueden afectarles de la misma manera. La primera es la amputación
de su feminidad. Da lugar al hombre duro, al machista que nunca se ha
reconciliado con los valores maternales. La segunda tiene que ver con
la falta de una virilidad efectiva en aquellos hombres educados por su
madre y huérfanos de padre.
Los nórdicos utilÍ2an una terminología gráfica para caracterizar
esos dos tipos de hombres mutilados: el hombre-nudo y el hombre blando'.

1 Tomo prestado lo que sigue de la brillante conferencia de Merece Gerlach-


Nielsen, «Ensayo sobre la evolución de) rol masculino en Dinamarca, 1975-1985», pro­

157
158/Ser un hombre (XY)

El hombre-nudo es una expresión que aparece por primera vez en


1977, en la novela L e2, de la danesa Herdis Moellehave. Se refiere al
mismo tiempo al nudo de la corbata, símbolo del hombre serio y tra­
dicional, y ai nudo sentimental: a la sensibilidad masculina, trabada
por las convenciones y los compiejos. El hombre-nudo «es un catálogo
de los peores estereotipos masculinos: obsesionado por la competen­
cia, dependiente de las hazañas intelectuales y sexuales, sentimental­
mente desvalido, satisfecho y seguro de sí mismo, agresivo, alcohóli­
co, incapaz de implicarse con los demás... Este hombre con pelos en
el pecho, que se interesa por el poder y por la objetividad, ha sido re­
chazado por las feministas y, en general, por un gran número de mu­
jeres». Le denominaremos hombre duro, para contrarrestar con el hom­
bre biando que le ha sucedido'1. El hombre-blando, llamado también el
hombre-trapo, es el que renuncia voluntariamente a los privilegios
masculinos, el que abdica del poder, de la preeminencia del macho
que le concede tradicionalmente el orden patriarcal. No sólo controla
su propia tendencia a la agresividad, sino que además abdica de cual­
quier ambición o cartera profesional en la medida en que éstas le pue­
dan impedir consagrarse a su mujer y sus hijos por completo. Es favo­
rable a una igualdad entre hombres y mujeres en todos los terrenos.
La pareja que se compone de una feminista y de un hombre blando se
reparte las tareas domésticas... y organiza «una democracia milime-
trada en aras de un muy justo reparto de tareas». M. Gerlach-Nielsen
constata que adaptarse al rol del blando no es cosa fácil:, a menudo es
la consorte feminista la que le impone a su compañero ese comporta­
miento que ie es profundamente ajeno. El hombre se ve afectado en
su masculinidad, su identidad bascula y, frecuentemente, la pareja se
disuelve.
El novelista noruego Knut Faídbakken ha ilustrado a la perfec­
ción estos dos tipos de hombres, el duro y el blando, en El diario de
Adam, que cuenta la historia de tres hombres ligados a una misma

nunciada en el coloquio internacional de especialistas de la Unesco sobre ios nuevos


papeks de la mujer y el hombre en la vida privada y pública, Atenas, 1985. Una parte de
esta conferencia ha sido publicada por La Gazette des Jemiries, Québec, julio-agosto 1986,
vo¡. 8, núm. 2, pp. 10-12.
1 Le es el nombre de la protagonista de ia novela. Significa, en danés, «la h oz de la
muerte» y, al mismo tiempo, «risa». La novela fue publicada, en 1977, por Lindhart y
Ringhof.
s A diferencia del «macho», que supone la superioridad del hombre sobre la mujer,
«el hombre duro» proporciona más datos sobre el propio hombre: hombre-máquina
que inhibe sus sentimientos y trata su propio cuerpo como una herramienta.
ES hombre m utiiado/l 59

mujer. En primer lugar, el hombre duro, el ladrón, el que toma y no da


riada a cambio. Este sólo busca la manera de protegerse emocional-
mente y se niega a comprometerse. Su amabilidad aparente esconde la
indiferencia. Sin embargo, existe una brecha en su coraza: necesita el
alcohol para poder entrar en erección. Totalmente opuesto a él, se en­
cuentra el hombre blando, el eterno estudiante, dependiente de la mujer
hasta el punto de sólo existir a través suyo, como si fuera un bebé con
su madre. Y, de hecho, ella le trata como a un niño, lo adiestra para
poder hacer con él todo lo que le venga en gana. «Triste criatura, al lí­
mite de lo humano, tambaleante, confusa»4, su bondad y su sumisión
superan todos los límites. En lo que constituye una inversión total de
los roles y las identidades tradicionales, es «poseído por ella» y encar­
na la sensibilidad femenina, mientras que ella, que lo adiestra, cum­
ple como un dominador indiferente. Como partidario de la igualdad
sexual, prefiere acogerse al paro para poder ocuparse del hogar, mien­
tras que ella trabaja para ganarse la vida. Al cabo de unos meses, ella
le ha perdido todo respeto y él se siente «como un perro desgracia­
do»5. Ante esos dos tipos de hombre, Faldbakken añade un tercero,
característico en nuestra época: t\ padre/madre, que sabe ocuparse sin
la ayuda de nadie de su hija porque la madre no es capaz de asumirla.
Al descubrir «esta extraña alegría que supone para un padre el respon­
sabilizarse de un hijo»6, se niega a devolver la niña a la madre y libra
violentas batallas contra esta última. Encarcelado, clama su odio ha­
cia las mujeres y se refugia en la homosexualidad.
Este balance negativo de lá condición masculina en este fin de
milenio, aunque sea excesivo y caricaturesco, tiene el mérito de des­
cubrir los callejones sin salida de la masculinidad y sus consecuencias,
que son, asimismo, fruto directo o indirecto del sistema patriarcal.

El hombre duro

«Ser un hombre», según Norman Mailer, «es la batalla sin fin de


toda una vida»7. El hombre guerrea perpetuamente contra sí mismo
para no ceder ante la debilidad y la pasividad que siempre están al

4 Faldbakken: A darn Daebok.


5 ¡bidsm, p. 113.
6 Ibidem, p. 269.
7 Norman Mailer: The Prisioner ofS ex (D. I. Fine, 1985), trad. cast.: Prisionero d el sexo,
Barcelona, 1985.
160/Ser un hom bre (XY)

acecho. El macho maileriano se agota en un combate que jamás con­


sigue ganar. Homófobo y misógino, es el ser «desmatrificado» del que
hablan Phyllis Chesler8 y Margarete Mitscheriich9, destrozado por un
ideal masculino que acaba matándole prematuramente, y antes que
las mujeres.

El ideal masculino

Activo todavía hoy en día, este modelo masculino ha cambiado


muy poco desde hace siglos. Dos universitarios estadounidensesiü se
han hecho famosos enunciando los cuatro imperativos de la masculi-
nidad bajo forma de consignas populares.
En primer lugar: no Sissy stu ff (nada afeminado). Aunque ahora se
sepa que los hombres tienen la misma necesidad de afecto que las mu­
jeres, el rol estereotipado masculino les impone una serie de sacrifi­
cios y la mutilación de una parte de su humanidad. Ya que se consi­
dera que un hombre, un hombre de verdad, es el que está limpio de
toda feminidad, se le exige que renuncie a una buena parte de sí
mismo.
A continuación, el verdadero macho es, además, the big wheel (un
pez gordo, una persona importante). Se trata de una exigencia de su­
perioridad con respecto a los demás. La masculinidad se mide a través
del éxito, del poder y de la admiración que uno es capaz de despertar
en ios demás.
Tercer imperativo: the sturdy oak (el roble sólido) pone en eviden­
cia la necesidad de ser independiente y de no contar más que con uno
mismo. Magníficamente ilustrado en If, el célebre poema de Ki-
plingn, que elogia la impasibilidad masculina: jamás deberán mos­

8 Le Male dom e, op. cit., pp. 53 y ss.


<J HeJga Dierichs y Margarete Mitscheriich: Des bommes, op. cit., pp. 20-22, 368.
1(1 Deborah S. David y Robert Brannon: The Forty-Nirte Penent Majority, Addison-
Wesly Publishing company, 1976.
n Si puedes mantener la cabeza cuando todo a tu alrededor
pierde la suya y por cilo te culpan...
o ser mentido, no pagues con mentiras,
o ser odiado, no des lugar al odio...

Si puedes encontrarte con el Triunfo y el Desastre


y tratar de la misma manera a los dos farsantes;
si puedes admitir la verdad que has dicho
engañado por bribones que hacen trampas para tontos...
Ei hombre mutiIado/161

trarse la emoción o el cariño, que son síntomas de debilidad feme­


nina.
Y último imperativo: Give’em H ell (iros todos al diablo), que insis­
te en la obligación de ser más fuerte que los demás, recurriendo a la
violencia si es necesario. El hombre debe aparentar ser audaz, incluso
agresivo; demostrar que está preparado para correr todos los riesgos,
incluso aunque la razón y el temor aconsejen todo lo contrario.
El hombre que se somete a estos cuatro imperativos es el super-
macho que durante mucho tiempo ha hecho soñar a las masas, que ha
sido representado a la perfección por la imagen del hombre de Marl-
boro (The Marlboro Man), que ha recorrido el mundo entero. Es el
hombre duro, solitario porque no necesita a nadie, impasible, viril
como nadie. Todos los hombres, en un momento dado, han soñado
ser como él: una bestia sexual con las mujeres pero que no se ata a nin­
guna; un ser que no se trata con sus congéneres masculinos si no es en
el campo de la competición, la guerra o el deporte. En definitiva, un
duro entre los duros, un «mutilado de afecto»12, preparado más para
la muerte que para el matrimonio y el cuidado de sus hijos.
Una gran mayoría de culturas se han adherido a ese ideal masculi­
no recreando su propio modelo. Pero es Estados Unidos, que no tiene
rival cultural, la que ha impuesto a todo el universo sus imágenes de
virilidad: desde el vaquero a Terminator, pasando por Rambo — in­
terpretados todos ellos por actores de culto (John Wayne, Sylvester
Stallone, Arnold Schwarzenegger)— estos héroes de la pantalla han
servido a modo de modelos y siguen haciendo fantasear a millones de
hombres. Aunque estas tres representaciones de la hipervirilidad sean
conformes a los cuatro imperativos antes mencionados, a nadie se le

Si puedes arrinconar todas tus victorias


y arriesgadas por un golpe de suerte,
y perder, y empegar de nuevo desde el principio
y nunca decir nada de lo que has perdido...

Si los enemigos y ios amigos no pueden herirte,


si todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado;
si puedes llenar el minuto inolvidable
con los sesenta segundos que lo recorren.

Tuya es la Tierra y todo lo que en ella habita,


y — io que es más— , serás Hombre, hijo.
52 Expresión de Helga Dierichs: Des hommes, op. cit., p. 12.
162/Ser un hombre (XY)

escapa que del vaquero a Terminator hemos pasado del hombre d<
carne y hueso a la máquina.
El personaje mítico del vaquero, mucho más antiguo que sus do-
sucesores, ha sido motivo de numerosos análisis13. La psicoanalista
Lydia Flem ha desmenuzado los diferentes aspectos de la masculini­
dad del caballero solitario, procedente de ninguna parte, justiciero
por encima de las leyes, «este ser puro que no conoce ni las transfor­
maciones ni las mezclas... y que no ha alcanzado el estadio de los ma­
tices»14. El cow-boy engloba todos los estereotipos masculinos y el wes­
tern explica siempre la misma historia, que consiste en una búsqueda
incesante de la virilidad por parte de los hombres. El colt, el alcohol y
el caballo son los accesorios obligados y las mujeres interpretan sola­
mente un papel muy secundario.
La relación del vaquero con las mujeres es silenciosa. Según unos,
esto no supone una carencia de sentimientos, sino la dificultad que
supone expresarlos directamente, so pena de perder con ello la virili­
dad15. Frente a esto, otros opinan que esa es la prueba irrefutable de la
impotencia afectiva16. Petrificado en la acción, el héroe viril no para
de enfrentarse a otros hombres. L. Flem habla del placer que sienten
los hombres cuando se encuentran en el terreno que les es común y
propiamente masculino, el del combate. El enfrentamiento no impi­
de los sentimientos viriles. Además, la amistad entre hombres —con
una cierta homosexualidad latente— refuerza la masculinidad, que se
ve amenazada por el amor de una mujer. En el caso de que entren en
conflicto ambos sentimientos, casi siempre vence el deber de la soli­
daridad masculina, y el vaquero se marchará en busca de nuevas
aventuras. No obstante, aunque sea silencioso e impasible, el héroe
del western le deja al espectador la posibilidad de adivinar su humanis­
mo, sus conflictos, sus sentimientos y, por tanto, su «debilidad». Con
una simple mirada, da a entender una tentación o una pena; en defi-

13 Véase Jack Baiswick: Types of Inexpressive Male Roles», en Men in Dijjicult lim es,
op. cit., pp. 111-117; R. W. Corneü: Cender and Power, Standford University Press, 1987;
Peter Filene: Him/Her/Seif, op. cit.; Lydia Flem: «Le Stade du cow-boy», en Le masculin, le
Genre humain, op. cit., pp. 101-115.
14 Lydia Flem: op. cit., p. 103.
,s jack O. Baiswick: op. cit., pp. 114-115.
16 El cora-boy tiene miedo de Sa mujer que «aleja de la soledad, del nomadismo, de la
perfección y la estética de la muerte heroica. Ella defiende el sedentarísmo, el asenta­
miento... todo aquello que se opone al sueño del fulgor masculino... Fundamentalmen­
te virgen y solitario, a pesar de la sobrevaloración fáíica, es y será siempre un impotente
afectivo», Lydia Flem: op. cit., pp. 104-105.
El hombre mutilado/163

nitiva, que tiene su corazoncito. Se sospecha de él que ama a su caba­


llo, a un amigo o a una mujer. Aquí radica precisamente la gran dife­
rencia entre él y Rambo o Terminator, que ni tan siquiera tienen ya
esas debilidades: al haber sido dotados de una fuerza «sobrehumana»,
han conseguido vaciarse de todo sentimiento. Rambo, con su capara­
zón muscular, no se carga con caballos, amigos o mujeres!7; su único
compañero es un inmenso puñal bien afilado, que le trae buena suer­
te, refuerzo fálíco de una virilidad que es aún humana y, por lo tanto,
desfallece. Finalmente, ya nada de todo eso amenaza a Terminator, la
máquina todopoderosa, el macho en su estado puro que ya no tiene
nada de humano, ni tan siquiera el sexo, la parte más frágil e incon­
trolable del hombre. Los espectadores masculinos pueden disfrutar,
durante el rato que dura la película, de la identificación con la poten­
cia absoluta. Terminator se ha liberado «de las obligaciones mora­
les»18, del miedo, del dolor y de la muerte, y de cualquier atadura sen­
timental59. La máquina viril es incomparablemente menos vulnera­
ble que el más fuerte de entre los machos. Hacer exactamente lo que
se desea en el momento en que se desea: este es el sueño escondido d e.
lo chiquillo que sigue durmiendo en el interior de muchos hombres.
Esto es, precisamente, lo que explica el éxito mundial de una película
basada en una sucesión de proezas técnicas incontestables, pero cuyo
guión es absolutamente inconsistente y cuyo gran mérito es el de
ofrecer durante dos horas una hipervirilidad que no existe en la vida
real.
Sin llegar a estos fantásticos excesos de la máquina viril, el ideal
masculino definido por los cuatro imperativos de David y Brannon
sigue siendo de difícil acceso para una gran mayoría de hombres: es
demasiado duro y exigente20, ya que es excesivamente contrario a la
bisexualidad originaria de todo ser humano. Convertir al niño de
mamá en un «monstruo sin piedad»21 que sea conforme al modelo es
algo difícil y, al mismo tiempo, cruel. Tarde o temprano los hombres
se dan cuenta de que se encuentran ante un tipo masculino al que no

’7 En Rambo I I puede llegar a creerse que tiene un cierto sentimiento por la joven
guerrera que Je sirve de intérprete. Pero apenas ie manifiesta su admiración y ella mue­
re, desapareciendo de la película.
18 Dossier sobre Terminator 2 en M ad Movies, núm. 73, septiembre 1991.
19 Evidentemente: una máquina no tiene madre...
20 Véase la crítica al papel sexual masculino de joseph Pleck: The Myth o f Masculinity,
198.
21 H. Dierichs y M. Mitscherlich: op. cit., p. 35.
164/Ser un hombre (XY)

consiguen emular. De ahí que se produzca una cierta tensión entre


ideal colectivo y vida real. Pero, a pesar de todo, este «mito de la mas­
culinidad» subsiste gracias a la complicidad de quienes consigue opri­
mir. El sociólogo australiano Robert Connell22 se pregunta acerca de
las razones de dicha complicidad. Al margen de la satisfacción imagi­
naria que ofrecen las imágenes de un Bogart23o un Sylvester Stallone,
el ideal masculino que encarnan expresa la superioridad de los hom­
bres y la influencia que ejercen sobre las mujeres. Se trata de una asi­
metría entre los dos sexos que sirve para reforzar las fronteras entre
ellos.
Pero no por ello desaparecen los inconvenientes del ideal mascu­
lino para la gran mayoría de hombres: cada uno de ellos intenta ser
una alternativa a la norma mítica del éxito, el poder, el control y la
fuerza. Al promover esta imagen inaccesible de la virilidad se suscita
una toma de conciencia dolorosa: la de ser un hombre inacabado.
Para luchar contra ese sentimiento permanente de inseguridad, deter­
minados hombres creen poder encontrar el remedio en la promoción
de la hipervirilidad. De hecho, acaban siendo prisioneros de una
masculinidad obsesionada y compulsiva que no les proporciona ja­
más la paz, sino que es fuente de autodestrucción y de agresividad
contra todos los que amenazan con poner fin a la mascarada.
Para la mayor parte de los estadounidenses de los años 50, Ernest
Hemingway fue el hombre que encarnaba, con su vida y con su obra,
la «auténtica virilidad», el tough guy. A principios de los años 1970,
John Updike podía escribir: «Toda una generación de'hombres esta­
dounidenses han aprendido a expresarse con su estoicismo»24. Sus ii-
bros de acción y su vida — boxeo, caza, pesca, bebida, la búsqueda
permanente de actividades viriles— fueron dos maneras de ilustrar la
masculinidad norteamericana. Consagrando su vida y su trabajo a la
leyenda de su propia virilidad, «papá» Hemingway, tal como le gusta­
ba que le llamaran desde los veintisiete años, también supo, sin em­
bargo, mostrar su lado trágico25.
22 Gender and Power, op. cit., pp. 185-188.
23 Peter Hartling: Hubert ou le retour a Casablanca, publicado en 1978 y traducido a!
francés por ed. Le Seuil en 1982, p. 252.
24 Cfr. Kenneth Lynn, op. cit., p. 648.
25 «Su depresión crónica, el insomnio, sus conplejos de inferioridad, unos celos fe­
roces, su competitividad brutal, la perversa humillación de ios amigos, son constante­
mente visibles ai ojo observador. Cada vez más, la masculinidad «pura» adquiere en él la
forma de auténtica paranoia, de la autodestrucción y del miedo a la muerte que culmi­
naron en una terrible depresión nerviosa y el suicidio»: L. Segal, op. cit., pági­
nas 111-112.
Ei hombre m utilado/165

Su biógrafo, Kenneth Lynn, ha insistido mucho sobre el conflicto


interior que vivió el escritor, debatido entre la búsqueda de una virili­
dad exenta de toda feminidad, y el deseo de una pasividad femenina.
Se trata de una contradicción neurótica que se manifiesta claramente
en su obra postuma E l jardín del Edén, extracto de un interminable ma­
nuscrito que el autor escribió durante quince años. En él se expresan
sin tapujos sus deseos de de pasividad sexual y sus fantasmas transe-
xuales26.
Pero estos momentos de abandono son excepción en la vida de
Hemingway. Por lo general, convierte ese deseo de identificación fe­
menina en conductas agresivas y humillantes con sus esposas sucesi­
vas y en incesantes acusaciones de esterilidad y de homosexualidad27
para con otros hombres, ya fueran amigos o enemigos. Finalmente,
vencido por esa enfermedad de la masculinidad, el escritor se suicida
pegándose un tiro con su fusil Tal vez podríamos aplicarle la refle­
xión que hace L. Segal a propósito del suicidio de Mishima: «Su furio­
sa búsqueda de la masculinidad... le provocó un deseo de purgarse de
toda sensibilidad para poder convertirse en un objeto plenamente vi­
ril, en un hombre pleno — cosa que no era posible hasta el momento
de su autodestrucción, el momento de la muerte»28.
Sin llegar a tal paroxismo destructor, la masculinidad obsesiva es
siempre fuente de conflictos y de tensiones. Obliga a ponerse una
máscara que simule una superpotencia y una independencia matado­
ras. «Y cuando cae la máscara se descubre un bebé que tiembla», escri­
be el antropólogo Gilmore2". Léase la novela autobiográfica del «duro
entre los duros» Charles Bukowski, Mujeresí0, que alterna escenas de
sexo con escenas de vómitos. El autor escupe en ella su odio hacia las
mujeres, sus excesos con el alcohol y, al mismo tiempo, su temor de
no ser un hombre. Y, después, se aplica la autocrítica antes de poner­

26 Los dos miembros de E ljardín del Edén (el paraíso) intercambian sus identidades
sexuales. Hemingway puede gozar con la confusión de los sexos que le envuelve desde la
infancia. En 1948, escribe en su diario: «Ella (su esposa Mary) siempre ha querido ser
un chico y piensa como un chico... Le encanta que interprete el papel de amiga íntima
suya y eso me gusta... Me ha encantado descubrir cómo abraza Mary... totalmente dife­
rente a lo que establecen las normas. La noche del 19 de diciembre nos ocupamos en
ello y jamás fui tan feliz», K. Lynn: op. cit., p. 561.
27 Ibidem, p. 255.
38 L. Segal: op. cit., p. 114-115.
29 D. Gilmore: op. cit., p. 77, que ha observado los estragos de esta masculinidad
compulsiva en todo tipo de sociedades patriarcales.
30 1978, trad. cast.: Mujeres, Barcelona 1990.
166/Ser un hombre (XY)

se a llorar como un niño. Los mismos comportamientos y las mismas


angustias las encontramos en varios de los personajes de Norman
Mailer. En Los hombres duros no bailan explora los pliegues más secretos
del macho norteamericano (¿de él mismo?), roto entre la tentación
del machismo y la de la homosexualidad. Alcohólico, amante del in­
tercambio de parejas, el héroe busca desesperadamente una virilidad
que se le escapa. Intentando extirpar su homosexualidad latente con
una escalada demencial, acaba derribado, llorando y totalmente bo­
rracho. Entonces reconoce que gracias «a su padre — tan viril en apa­
riencia— ha perdido sus cojones»3i.
Es verdad que, en el marco de la masculinidad hegemónica, los
órganos genitales son valorados de manera obsesiva. No hay que ex­
trañarse, pues, cuando el sexo es el encargado exclusivo de resumir el
género, la calidad del ser en su totalidad. «Tener o no tenerlos» tiende
a sustituir el «to be or not to be».

La sobrevaloración del pene

Los hombres no esperaron a la llegada del psicoanálisis para mag­


nificar el pene y levantar imponentes obeliscos para su mayor gloria.
No obstante, han sido Freud, en primer lugar, y luego Lacan, quienes
han aportado de formas distintas las garantías teóricas necesarias para
poder afirmar la superioridad y unicidad del órgano macho, sea o no
éste tratado como símbolo.
La teoría freudiana que contempla el deseo femenino del pene32
ha tenido un papel decisivo. Muchos han sido los psicoanalistas (K.
Horney, E. Jones o Melanie Klein)33 que le han restado importancia,
considerando ese deseo como una formación secundaria o bien opo­
niéndole un simétrico masculino: el deseo del pecho y de la función
reproductora de las mujeres. Hasta hace poco, eran las mujeres psi­
coanalistas14 quienes se preocupaban de aclarar ese deseo masculino,
31 1984, trad. cast..1 Los hombres duros no bailan, Barcelona, 1985.
32 Nuevas lecciones introductorias a l psicoanálisis y otros ensayos, Barcelona, 1988, y «Sur la
sexualité feminine» (1931), en La vie sexuelle, PUF, 1970, p. 146.
33 janine Chasseguet-Smirgel es una de las que más recientemente ha ajustado las
agujas de! reloj. Cfr.: Les deux arbres du jardín, op, cit., pp. 12-14.
34 Véase Danielie Flamant-Paparatti: L e Journal de Lucas, Denoei-Gonthier, 1983.
Y, también, un artículo inédito que ia misma autora ha tenido la amabilidad de dejarme
consultar: «L’envie des attributs sexuels féminins et des fonctions bio-psycho-socio-
cultureiles de Pautre sexe chez Louis XIII enfant», análisis de los deseos del joven rey
realizado a partir del Journal de Jea n Héroard, Fayard, 1989.
El hombre mutilado/167

que nunca ha generado el interés teórico que si provocó el deseo de


pene.
Por otra parte, la teoría lacaniana sobre la. primacía del falo35
._que no debe confundirse con el sexo real, biológico, que denomi­
namos pene— , de gran aceptación en los años 60, acabó de darle al
sexo masculino un estatuto incomparable. En el origen de dicha teo­
ría está la idea según la cual el sujeto humano se estructura en y por el
lenguaje. El sujeto humano y la identidad sexual humana son produ­
cidos simultáneamente en el momento en que la criatura entra en el
orden simbólico del lenguaje. Ahora bien, Lacan sostiene que la re­
ducción de la diferencia sexual a una presencia/ausencia de falo es
una ley simbólica producida por el patriarcado: la Ley del Padre. Al
igual que Lévi-Strauss, Lacan considera el patriarcado como un siste­
ma de poder universal. Se nos ha hecho notar que «la primacía del
Falo como emblema único de lo humano es necesario para sostener la
preeminencia del padre en tanto que Padre: en efecto, si debe haber
preferencia por el Padre, si él es el origen y el representante de la Cul­
tura y la Ley, si es el que nos proporciona el acceso al lenguaje, es por­
que posee el falo que puede, asimismo, otorgar o denegar»36.
El falo es el mayor significante, el significante de los significantes
que rige los demás y permite la entrada del ser humano en el orden de
la cultura37. Este es el último compás de este magníficat escrito en ho­
nor del falo, su relación con el Nosotros y con el Logos38.
¡Ay ese narcisismo que nos domina! M. Marini cree que puede
dársele rienda suelta porque antes se ha afirmado la separación radi­
cal entre el pene, simple órgano, y el falo, puro significante. De he­
cho, Lacan no se inmuta cuando asegura que sólo hay una libido,
la masculina, y destaca la disimetría profunda que define ambos
sexos.
«Para él un sexo ha sido el elegido para acceder al nivel de signifi­
cante de la identidad sexual: no hay «un significante del sexo femeni­
35 j. Lacan: «La signification du Phailus», conferencia pronunciada en 1958 y pu­
blicada por primera vez en los Ecrits, Seuil, 1966, pp. 685-695.
36 Maree! le Marini: Latan, Belfond, 1986, p. 61. La prueba a contrario nos la ofrece la
psicosis conocida bajo el nombre de «exclusión del Nombre del Padre», atribuida al fra­
caso de la metáfora paternal que no le ha permitido al sujeto «evocar ei significado del
falo»,
37 j. Lacan: Ecrits, p. 692. «Puede decirse que este significante se ha escogido como
lo más destacable que puede atraparse en la realidad de la copulación sexual: como,
también, el más simbólico en el sentido literal (topográfico) del término, ya que equivale
a la cópula lógica. Puede decirse también que es, por su turgencia, la imágen de) flujo vi­
tal en tanto que pasa en la generación.»
38 Ibidem, p. 695.
168/Ser un hombre (XY)

no», ni tan sólo «un significante de la diferencia de sexos». Sólo el falo


constituye la unidad sexo».
«El hombre no es sin tenerlo» y «la mujer es sin tenerlo»39.
La teoría lacaniana ha sido objeto de múltiples críticas, no sólo
por parte de las feministas. Al margen de que el Falo le ofrece al pene
un sentido trascendental que éste no pretende, su estatuto de signifi­
cante primero convierte en «insignificantes» las diferencias que no
sean las propiamente genitales. Además, la teoría del patriarcado
eterno y necesario en la que se respalda para justificar la primacía del
Falo es hoy caduca: el poder de los hombres sobre las mujeres, defini­
das como objeto de intercambio, parece una idea sacada de otro mun­
do4". Otros han señalado que el poder del Falo no es simplemente
simbólico. A pesar de las negaciones de Lacan, su teoría utiliza «una
elisión anatómica entre el Falo y el pene... Los hombres, gracias al
pene, pueden aspirar a una posición de poder y de control en el inte­
rior mismo del orden simbólico»45. Las mujeres, que no tienen pene,
no tienen un lugar en el orden simbólico...
Las críticas teóricas contra Freud y Lacan no cambian en absoluto
esa intensa valoración del órgano visible con propiedades mágicas.
La explicación psicológica de John Stoltenberg es interesante: «El
niño aprende que él tiene un pene y que su madre no. Si no consigue
sentir su pene, tal vez acabe siendo como ella... Más tarde, el erotismo
del muchacho se concentrará exclusivamente en su pene, sobre esa
parte de sí mismo que le diferencia de su madre»42. Así pues, es a tra­
vés del sexo y de la actividad sexual que el hombre toma más fácil­
mente consciencia de su identidad y de su virilidad. Eso significa
también que después de eyacular, cuando desaparecen las sensaciones
eróticas, siente una especie de ausencia, la muerte de su vida fálica.
De ahí que se explique la actividad frenética de Don Juan, que no
para de desafiar a la muerte. Para conseguirlo, debe objetivar su cuer­
po y considerarlo como una máquina que ignora la angustia, el can­
sancio y los estados anímicos. Hay muchos hombres, obsesionados
con su virilidad, que han dejado de considerar su sexo como un órga­
no de placer y, en cambio, lo ven como una herramienta, el instru­


w En iM. Marini: op. cit., p. 62.
4(1 E. Badinter: L'Ún est l ’autre, op. cit., Lacan, como sucede muy a menudo con los
psicoanalistas, es totalmente indiferente con respecto a la historia, ia realidad social y la
lucha entre ios sexos.
41 Arthur Brittan: Masculinity and Power, Basil Blackwell, í 989, p. 72.
42 Citado por Ph. Chesler, op. cit., p. 225.
El hombre mutiIado/169

mentó de la hazaña, una cosa separada de él. Otros muchos dicen que
mantienen conversaciones con su pene, que lo miman y le piden que
se mantenga en estado de erección43... Alberto Moravia ha descrito
con humor la disociación entre el hombre, un escritor fracasado, y su
sexo, que vive con absoluta independencia. Ai contrario de lo que le
sucede a Don Juan, el lamentable héroe de Moravia no consigue ha­
cerse con el control. El intelectual, que sueña con la sublimación de
su obra, se ve sometido por los caprichos de su pene «tontamente vo­
luminoso, estúpidamente disponible, fuerte... que le da complejo de
inferioridad»44.
Símbolo del poder máximo (love machine) o de la más extrema de­
bilidad (el héroe de Moravia), el pene, metonimia del hombre, es, al
mismo tiempo, su obseso amo. La parte establece la ley al todo, pues­
to que la primera define al segundo. Naturalmente, este malestar psí­
quico se traducirá en dificultades sexuales. De este modo, Léonore
Tiefer, especialista de los trastornos de la sexualidad, constata, como
el resto de sus colegas, un aumento considerable del número de hom­
bres que, desde 1970, visitan centros médicos. En más de la mitad de
los casos, los que se quejan de una pérdida completa o parcial de su
capacidad para la erección «van en busca de un pene perfecto»45. No
es de extrañar esa búsqueda, que se inscribe en la convicción de que la
actividad sexual confirma el género: un hombre es un hombre cuan­
do está en erección. Por tanto, cualquier dificultad con su pene es
motivo de profunda humillación y desespero, ya que implica la pérdi­
da de su virilidad. Para remediarlo, algunos están dispuestos a todo,
incluso a que se les practique un implante de pene, sea hinchable o rí­
gido46...
A finales de los años 70, algunos hombres (jóvenes) declararon no
sentirse identificados con esa masculinidad. P. Bruckner, Alain Fin­
kielkraut y Emmanuel Reynaud empezaron a desmitificar el pene to­
dopoderoso y a repensar la sexualidad masculina. Acto /: el sexo del
hombre es la parte más vulnerable de su ser47: «En realidad, el poder
43 Fracher y Kimmel: «Counseling Men about Sexualíty», op. cit., p. 475.
44 Alberto Moravia: Yoy él, Barcelona, 1988.
45 L. Tiefer: «In Pursuit o f the Perfect Penis. The Medicaiization of Male sexualíty»,
en American fíehavioral Scientist, vol. 29, núm. 5, junio 1986, pp. 579-599. Publicado en
Changing Men, op. cit., pp. 165-184; Véase también Lessexes de l ’homme, bajo la dirección de
Geneviéve Delaisi de Parseval, Seuil, 1985.
46 L. Tiefer, en Changing Men, p. 169, menciona el dato ofrecido por un urólogo
francés según el cual, solo durante ei año 1970, 5.000 hombres se habrían implantado
una prótesis en el pene.
47 E. Reynaud:- op. cit., pp. 53-54.
170/Ser un hombre (XY)

sexual está en la mujer. Porque el verdadero falo no es ese pene ende­


ble que sólo se levanta cuando se halla en confianza, que necesita que
le mimen solícitamente para que consienta a la expulsión de su pe­
queño tesoro blanquecino; el verdadero falo, infatigable y siempre
valiente, es el sexo de la mujer». En términos de potencia y de rendi­
miento el hombre ha sido vencido48... Acto II: el hombre no sabe go­
zar: «Acorralado entre su miedo a soltarse y su utilización del falo
como medio de apropiación49, tiene una sexualidad bloqueada, triste,
que ignora placeres porque se somete al dictado de lo genital». El nue­
vo desorden amoroso hace un largo elogio de las caricias, el ano, de los jue­
gos corporales y de la pasividad masculina: «El onanismo a dos, el
hombre deliciosamente inerte, abandonándose a la solicitud de una
mujer experta y perversa»50. Elogio también para la puta, con la cual
uno puede soltarse: durante los escasos momentos en que dura el en­
cuentro, el cliente «habrá sido el cuerpo más infantilizado, el más pa­
sivo. No existe una mujer más maternal que una prostituta... El clien­
te es un chiquillo que se excita y cuya erección, lejos de ser un atributo
de virilidad, es el índice de su placer». Acto 111: los autores acaban de­
clarándole la muerte al mito del hombre duro: «Si el hombre paga es
para abdicar de su masculinidad, para enmendar su erotismo del ca­
rácter pretendidamente activo: gozar sin hacer nada, en una suerte de
catatonía de los músculos, sumergirse en el Nirvana, en el grado cero
de la actividad del movimiento»55.
Pero si para algunos el ideal de hombre duro es un .mito negativo,
sigue siendo poderoso todavía en ei inconsciente masculino, y se en­
cuentra, de hecho, en la raíz de múltiples frustraciones, engendran­
do una gran cantidad de violencia contra los demás y contra uno
mismo.

La virilidad peligrosa

La violencia masculina no es universal. Varía de una sociedad a


otra y de un individuo a otro. Es cierto que allí donde la mística mas­
culina sigue siendo dominante, como es el caso de los Estados Uni­

48 E i nuevo desorden amoroso, Barcelona, 1989.


49 E. Reynaud: op. cit., p. 73.
50 Op. cit., p. 78.
51 Ibidem, p. 96; Corneau: op. cit., p. 100, habla igualmente del fantasma de ia prosti­
tuta maternal.
El hombre mutilado/171

dos, la violencia de los hombres es un peligro perpetuo. A principios


de los años 70, la Comisión nacional norteamericana para las causas y
prevención de la violencia anotaba: «Este país conoce un índice mu­
cho más alto de homicidios, violaciones y robos que las demás nacio­
nes modernas, estables y democráticas»52. La Comisión añadía que la
mayoría de dichas violencias criminales eran cometidas por hombres
de entre quince y veinticuatro años. «Demostrar la virilidad exige una
manifestación frecuente de la propia dureza, la explotación de las mu­
jeres y respuestas rápidas y agresivas», explicaba ei estudio.
Desde hace veinte años, la situación ha empeorado claramente y
la diferencia es aún mayor entre lo que sucede en Estados Unidos y en
Europa. Hemos hablado ya del aumento de las agresiones masculinas
contra los homosexuales, pero nada puede compararse con la violen­
cia de que son víctimas las mujeres: se las pega o se las viola. La viola­
ción es el crimen que más crece en los Estados Unidos53. El FBI esti­
ma que, si esta tendencia continua, una mujer de cada cuatro será vio­
lada una vez en su vida54. Si se añade a ello el número de mujeres pe­
gadas por su marido, en una estimación anual de 1,8 millones, podre­
mos hacernos una idea de la violencia que las envuelve y del legítimo
miedo que sienten hacia los hombres. La amenaza de violación
—que nada tiene que ver con los fantasmas de una histérica— ha
inspirado estas palabras a una de ellas: «Altera el significado de la no­
che... y es de noche la mitad del tiempo»55. De un modo general, el te­
mor a la violación pesa en la vida cotidiana de todas las mujeres. En
1971, la feminista Susan Griffin sorprende a la opinión publica de­
clarando: «Jamás conseguí librarme del miedo de ser violada»50. En su
opinión, el gran culpable es el patriarcado que aprueba la violación
como expresión simbólica dei poderío del macho. Más radicales, Su­
san Brownmiller57 y Andrea Dworkin58 afirman que la violación es

52 Extracto citado por Gloria Steinem: «The Myth of Mascuíine Mystique», en


Pleck (ed:) Men and Masculinity, op. cit., p. 135.
53 Tim Beneke recuerda que, en septiembre de 1980, una encuesta realizada por la
revista Cosmopolitan entre 106.000 mujeres anónimas, demostraba que el 24% de entre
ellas habían sido violadas; en Men on Rape, Nueva York. St Martín Press, 1982, Un extracto de
los resultados se encuentra en Men's Lives, op. cit., pp. 599-405.
54 En Los Angeles, una mujer de cada tres será víctima de una agresión sexual en el
transcurso de su vida.
55 Citado por Beneke en M en’s Lives, op. cit., p. 400.
56 «Rape: The All-American Crime», en Ramparts, sept. 1971.
57 S. Brownmiller: Against our Wili, Penguin Book, 1975.
58 A. Dworkin: Pomography: Men possessing Women, Women’s Press, Londres,
1981.
172/Scr un hombre (XY)

parte integrante de la sexualidad masculina, necesaria para asentar la


dominación masculina. Ya que el patriarcado es un hecho universal,
puede pensarse que todos los hombres son violadores en potencia.
Uno de ellos incluso afirma: «La diferencia entre un violador y la ma­
yoría de nosotros, en el sentido literal y legal del término, es que no­
sotros nos detenemos en un grado más bajo de la coerción y de la vio­
lencia»59.
La tesis del «macho violador» es severamente criticada por antro­
pólogos y psicólogos. La antropóloga feminista inglesa Peggy Reeves
Sanday ha explicado que la propensión a la violación varía de forma
considerable de una sociedad a otr?/i(). En Sumatra, por ejemplo, las
violaciones son extremadamente ¿aras, porque se trata de sociedades
en las que se respeta a las mujeres, que tienen un papel importante en
la toma de decisiones colectivas. Allí, la relación entre los sexos tien­
de a la igualdad. Lo mismo sucede entre los indios arapesh de Améri­
ca, estudiados por Margaret Mead, entre los tahitianos, descritos por
Robert Levy, y en determinadas sociedades africanas que se dedican a
la ca2a y al cultivo. Sin necesidad de recorrer el mundo entero, pode­
mos constatar que en nuestras sociedades occidentales el índice de
violaciones varía de 1 a 17 entre Inglaterra y Estados Unidos61 y de 1
a 20 entre Francia62 y Estados Unidos nuevamente.
La tesis según la cual la violación es inherente a la sexualidad
masculina jamás ha sido demostrada, aparte de perjudicar claramente
al sexo masculino. Los psicólogos que han estudiado a los violadores
tienden creer que la violación es una patología de la virilidad y no la
expresión de una virilidad normal, un problema, por lo tanto, de gé­
nero y no de sexo. Según los estudios de David Lisak, la violación es,
en primer lugar, la consecuencia de un fracaso en la identificación
masculina, además de un excesivo rechazo de su feminidad, lo cual
denomina «automutilación»6-1. El perfil psicológico del violador no
puede extenderse de ninguna manera a todos los hombres. La viola­
ción implica el odio hacia el otro y muchos hombres confiesan que

5<> Kendall Segel-Evans: «Rape Prevention and Masculinity», en F. Abbott: New


Men, New Mínds, op. cit., p. 118,
w) Peggy Reeves-Sanday: «Rape and the Sileneing of the Feminine», en Tanaselli
and Porter (eds): Rape, Oxford, Black well, 1986.
61 Estadísticas citadas por Lynne Segal: op. cit., pp. 239-240.
í>2 En 1980 hubo 1.886 denuncias de violación en Francia y, en 1990, aumentaron
hasta 4.582: «Statistiques de la pólice judicial re», Documentation franqaise.
^ David Lisak: «Sexual Agressíon, Masculinity, and Fathers», en Signs, vol 16,
núm. 2, verano de 1991, pp. 238-262.
El hombre m utilado/! 73

serían incapaces de mantener relaciones sexuales en estas condicio­


nes. En resumen, el modelo de hombre superviril, desmadrado y des-
femínizado, es fuente de un verdadero malestar de identidad que cau­
sa una doble violencia: la que agrede a los demás y la se vuelve contra
él mismo.
Desde hace ahora casi veinte años, se sospecha que nuestro viejo
ideal masculino es fatal para el hombre mismo. Un psicólogo cana­
diense, Sidney Jourard, fue el primero en formular esta idea04. El
punto de partida de esta hipótesis psicosocial es el siguiente: en 1900
la esperanza de vida en los Estados Unidos era de 48,3 años para las
mujeres y de 46,3 para los hombres. En 1975 es de 76,5 años para las
mujeres y de 68,7 para los hombres65. Hoy, en todos los países occi­
dentales66, la diferencia en la longevidad entre los sexos es más o me­
nos de ocho años. La pregunta, es doble: ¿por qué se da esta diferen­
cia? y ¿por qué esta diferencia ha crecido tanto desde principios de
siglo?
.La hipótesis biogenética defendida por A. Montague (1953)1,7
atribuye el más alto índice de la mortalidad masculina (prenatal, in­
fantil y adulta) a la fragilidad del cromosoma Y, portador de una me­
nor información genética que el cromosoma X. Pero eso no responde
a la segunda pregunta. Además, tampoco la biología nos prueba que
las células, tejidos y organismos femeninos sean más viables que
los de los hombres. La hipótesis psicosocial que domina hoy desme­
nuza todas las obligaciones que el rol masculino hace pesar sobre el
hombre.
Jourard postula que, fundamentalmente, los hombres poseen las
mismas necesidades psicológicas que las mujeres (amar y ser amado,
comunicar emociones y sentimientos, ser activo y pasivo). Pero el
ideal masculino prohíbe a los hombres el satisfacer esas necesidades
«humanas». Otros68 insisten sobre el peligro físico que acecha al hom­
bre duro: se obliga a los muchachos a correr riesgos que acaban en acci­

64 S. M. jourard: The Tramparent S elf Nueva York. Van Nostraud, 1971.


65 Estadísticas del departamento de Sanidad, 1976, EE.UU. Hoy, en Francia, la es­
peranza de vida femenina es de 81,1 años y la masculina es de 73 años.
66 Islandia es una excepción interesante: la diferencia entre mortalidad masculina y
femenina és de 5,5 años. Ahora bien, este país tiene fama de aplicar una política de
igualdad entre los sexos.
67 A. Montague: The N atural Supenority o f Women, Nueva York, MacMillan,
1953.
68 W. Farrell: The LiberatedM an, N. Y. Random House, 1974; Marc Feígen-Fasteau:
Le Robot niále, op. cit.
174/Ser un hombre (XY)

dentes (en el béisbol...); fuman, beben, y utilizan motos y coches


como símbolos de virilidad. Otros sólo encuentran la confirmación
de la misma ejerciendo la violencia, personal o colectivamente. Ade­
más, la competitividad y el stress consiguiente a su vida profesional y
la obsesión por el éxito aumentan la fragilidad del macho. Los esfuer­
zos exigidos a los hombres para que sean conformes al ideal masculi­
no provocan angustia, dificultades afectivas, miedo al fracaso y com­
portamientos compensatorios potencial men te peligrosos y destructo-
res^. Cuando se tiene en cuenta la unidad psicosomática del ser hu­
mano y la influencia del desamparo psíquico sobre la enfermedad fí­
sica, y cuando se sabe que los hombres visitan con más dificultad y
más esporádicamente que las mujeres médicos y psicólogos70, enton­
ces comprendemos mejor el acortamiento de la vida de los hombres.
Si añadimos a ello el que en nuestra sociedad la vida de un hombre
vale menos que la de una mujer71 (¡las mujeres y los niños primero!),
que sirve de carne de cañón en tiempo de guerra y que la representa­
ción de su muerte (en el cine y en la televisión) se ha convertido en
simple rutina, cliché de virilidad, tenemos aún más razones para con­
templar la masculinidad tradicional como una amenaza vital.
Son muchos los que han sacado conclusiones de todo ello. Ya es
hora, dicen, de que los hombres comprendan que el ideal viril se paga
a un alto precio72 y que la masculinidad dejará de ser peligrosa para
nuestra salud cuando dejemos de definirla en oposición a la femini­
dad73. Es urgente que enseñemos a los muchachos otro modelo viril
que acepte la existencia de la vulnerabilidad. «Los muchachos deben
aprender a expresar sus emociones, a pedir ayuda, a ser maternales,
cooperativos y a resolver los conflictos de manera no violenta; que

69 En un artículo muy interesante sobre los hombres y el sida, M. Kimmel y M. Le-


vine han demostrado cuán contrario es ei modelo viril tradicional, que privilegia ia
aventura y el riesgo, a la prevención que podría evitarlos. Todas las campañas de pre­
vención ante el sida deben intentar convencer de que la virilidad no se halla necesaria­
mente ligada al peligro de muerte y que es compatible con la prudencia. Cfr. «Men and
Aids», en M en’s U ves, op. cit., p. 344-354.
7(1 James Harrison: «Warning: The Male Sex Role may be Dangerous to your
Health», en Journal o f Social Issue, vol. 34, núm. 1, 1978, p. 71.
71 Kenneth Clatterbaugh: Contemporary perspectives on Masculinity, West View Press,
1990, p. 75.
72 Ei profesor H. Wailot, de la Universidad de Québec, se extrañaba (en 1988) de
que no existiera un Consejo para la condición masculina en vistas de la precaria salud de
los hombres. Recordaba que sufrían en una proporción de 4 por 1 de toxicomanía y al­
coholismo y que se suicidaban en una proporción de 3 por 1; Cfr. G. Corneau: op. cit.,
pp. 9-10.
73 James Harrison: op. cit., p. 83.
El hombre mutilado/175

acepten mantener actitudes y comportamientos tradicionalmente eti­


quetados de femeninos y que son necesarios para el desarrollo de
cualquier ser humano. Y eso supone erradicar la homofobia y la mi­
soginia, cosa que quiere decir también que hay que aprender a amar
otros chicos y a las chicas»74.

El hombre blando

Aunque el concepto procede de los países nórdicos, ese tipo de


hombre, tan nuevo como extraño, apareció un poco en todas partes, y
en mayor medida en los países en los que el hombre duro había reinado
con más severidad y donde, por lo tanto, el feminismo había sido más
combativo, es decir: en Estados Unidos, Alemania y los países anglo­
sajones mucho más fuertemente que en Francia. El hombre blando susti­
tuye al hombre duro como su contrario absoluto. Para gustar a las muje­
res que durante los años 70 pusieron en cuestión al macho, algunos
hombres creyeron que les convenía abandonar todo tipo de virilidad
y adoptar valores y comportamientos tradicionalmente femeninos.
El hombre duro, con su feminidad inhibida, dejaba el puesto al hom­
bre blando, con su masculinidad ignorada. El hombre blando danés (Den
Blode Mand) es, terminológicamente, una contradicción, cosa que no
sucede en la apelación noruega, el hombre dulce (Den Myke Mann), En un
caso, no hay virilidad, mientras que ei otro evoca la imagen de una
virilidad distinta. En francés, la palabra <mom* significa: «que cede
con facilidad a la presión; que se deja cortar sin dificultad; deformado
y fofo»75, atributos evidentemente incompatibles con la masculini­
dad. Incluso aunque el diccionario lo acerque a «dulce» — ambas pa­
labras tienen una connotación femenina— hay una diferencia de na­
turaleza entre ambas cuando las utilizamos para calificar al hombre.
Dulce y tierno no es sinónimo de blando y fofo76.

74 Cooper Thompson: «A New V ision of Masculinity», en Men’s Lives, op. cit., pp. b,
8-9.
75 Definición del Dictknnaire Robert.
76 Los norteamericanos como Robert Bly hablan del soft male o del lovely boy, que se
parecen mucho más al hombre blando que al dulce. Bly lo describe como un ser pasivo,
huidizo, y lo compara a una «gallina mojada» ( Wimpified Men).
* El término correspondiente en castellano, «blando», tiene connotaciones seme­
jantes. El Diccionario ideológico de la Lengua Española de julio Casares ofrece la si­
guiente acepción del término en sentido figurado: «afeminado y holgazán». (TV. de
la T.)
176/Ser un hombre (XY)

El hombre blando, que ha tenido tan pocos adeptos en Francia


que casi ni puede considerarse como un fenómeno social, ha demos­
trado ser un fracaso en todos los lugares en los que se ha producido.
Sin embargo, siguen existiendo partidarios suyos que lo confunden
con el hombre dulce.

Cómo el hombre duro ha engendrado el hombre blando

Desde el siglo xvii, las inglesas refinadas (y las «preciosas» france­


sas) soñaban con un hombre más femenino: «dulce, educado y dé­
bil»77. Ya sabemos el caso que se las hizo. Tres siglos más tarde, en
1977, una revista norteamericana realiza un sondeo sobre la masculi-
nidad entre 28.000 lectores. La mayoría de los hombres interrogados
respondieron que querían ser más expresivos, más dulces, más aman­
tes, y que detestaban la agresividad, la competidvidad y las «conquis­
tas» sexuales78. En Francia, en una encuesta dirigida a los hombres en
la que se les preguntaba cuáles eran las cualidades que les parecían
más importantes en el hombre, contestaron por orden de prioridad:
la honestidad (66%), la voluntad (40%), la ternura (37%); tras ellas
llegaban la inteligencia, la buena educación, la seducción y, en último
lugar, la virilidad, que sólo obtenía un 8% de los votos79.
Es verdad que las mujeres defienden desde hace ya mucho tiempo
estos valores80 y que han contribuido enormemente a conmocionar el
ideal masculino. El sueño igualitario ha desmantelado la masculini­
dad tradicional y puesto fin a su prestigio. Esto se traduce por un re­
chazo de los valores masculinos y una idealización de los femeninos.
Como consecuencia de esto, una gran proporción de hombres han te­
nido la impresión de que eran sentados en el banquillo de los acusa­
dos. Angustia, culpabilidad y agresividad fueron las reacciones más
habituales. Philip Roth se erigió en uno de sus portavoces, al atacar a
las feministas (que le devolverían después el golpe). Roth pone en

77 M. Kimmel: «The Contemporary “Crisis” of Masculinity in Historical perspecti-


ve», en Brod (ed.) The Making o f Masculinities, op. cit., p. 134.
78 Carol Travis: «Men & Women report their views on masculinity», en Psychologie
Today, enero 1977, pp. 35-42.
79 Sondeo de la SOFRES para Le Nouvel Observateur del 13-19 de junio 1991,
p. 8.
80 Peter Filene: «Between a rock & a soft placea century of american manhood», en
South A tlantic Quaterly, vol. 84, núm. 4, otoño 1985, pp. 339-355.
El hombre m utilad o/ !77

boca de uno de sus personajes que sufre una grave depresión: «No so­
porto la hipocresía de los bienpensantes (las feministas), los amanera­
mientos y la negación de las pollas». Y añade: «Me gustan las feminis­
tas porque son idiotas. Según ellas la explotación es un tipo que se fo­
lla una mujer»85. Sobre este punto, el americano medio en el Sur de
los Estados Unidos reacciona exactamente igual que el intelectual ju­
dío en Nueva York. El héroe de El príncipe de las mareas, de treinta
años, empieza atacando a las mujeres «que se unen para aplastar defi­
nitivamente el pene». Ridiculiza a las feministas, a las que califica de
«terroríficas». Pero, al mismo tiempo, interioriza sus críticas82.
No obstante, junto a los angustiados que no consiguen cumplir
con las obligaciones que impone el papel tradicional, hay escépticos
que sólo encuentran inconvenientes en él. De hecho, algunos hom­
bres se han convertido en feministas por razones morales y políticas.
Los militantes de los Derechos Humanos, los pacifistas y algunos
ecologistas se cuentan entre los primeros que criticaron los valores
masculinos, resumibles en tres palabras: guerra, competencia y domi­
nación. De la manera más natural, empezaron a defender valores
opuestos: la vida, la compasión, el perdón y la ternura, todo lo que su­
puestamente las mujeres encarnan en la ideología tradicional. Estos
valores femeninos se declararon moralmente superiores a los valores
masculinos que, a su vez, fueron sistemáticamente denigrados. La
ecuación macho = mal se impuso en todas partes83.
Pero, ironías de la historia, al tiempo que reclamaban hombres
más dulces, más amables y menos agresivos, las mujeres empezaban a
combatir y a convertirse en unas conquistadoras. fEn el momento
mismo en que se glorificaba a la nueva mujer luchadora se desanima­
ba al hombre a continuar siéndolo! Jérome Bernstein explica que asis­

81 La lección de anatomía, Versal, Madrid, 1987.


82 «¡Mi virilidad! Cómo detestaba ser hombre, con responsabilidades implacables,
ei gusto estúpido por la valentía... Conocía la tiranía y la trampa que suponía ser ma­
cho... Incomprensible, controlado, obsesivo, insensible... masa temblorosa de incerti-
dumbre.» Tom, el sudista, «subirá» a Nueva York para psicoanalizarse con una mujer.
Le confesará que es un macho completamente vencido: «Soy un hombre feminista... un
pobre cretino rechazado por todos, hombres y mujeres, que ha perdido su dignidad». Lo
más difícil de la condición masculina: «no se nos enseña a querer, el amor nos aterra,
nos deja sin nada y vencidos... No tenemos nada que ofrecen). Pat Conroy: E l principe de
las mareas, Versa!, 1988.
83 Un spot publicitario para ja seguridad en carretera (en Francia) mostraba un
hombre conduciendo ávido de velocidad y que acababa provocando un accidente. El
spot concluía con este mensaje: «Macho = bobo (macho = daño)». Evidentemente,
mentalmente, cada uno pensaba: «sinvergüenza».
178/Ser un hombre (XY)

tíamos entonces al nacimiento de un «héroe femenino»84, activo,


competente y duro competidor para los hombres.
Al haber despertado sus elementos masculinos, la mujer puede
afirmarse cada vez más con las armas que todos conocemos. Según
Bernstein, convirtiéndose en «héroe femenino» la mujer es la que
pone fin a la necesidad de dependencia con respecto al hombre cuan­
do ésta le parece que le impide realizarse. Es ella la que va en búsque­
da del éxito, de la plenitud, de la satisfacción del ego, incluso a base de
grandes dificultades y de pagarlos con la soledad. Ya no se conforma
con la feminidad soñada por los hombres y sólo quiere permanecer
alerta ante lo que ella siente y piensa. Ante esta extrema vitalidad fe­
menina los hombres, sintiéndose atacados en su virilidad, han reac­
cionado huyendo desesperados o silenciosamente impasibles.
Así es como en los años 70 se vio nacer al sojt male8S, cauteloso,
previsor, adorable, dispuesto a responder a la demanda de sus muje­
res: de su madre y de sus compañeras. Según Robert Bly, estos lovely
men demostraron estar desprovistos de vitalidad y de la alegría de vi­
vir. Compañeros de mujeres sólidas, que irradiaban una energía posi­
tiva, se convirtieron en los Ufepreservíng en lugar de ser unos lifegivingw*
como ellas. Desde la década de los 80, estos hombres han empezado a
poner de manifiesto su malestar y su angustia. El soft male se sentía
como un hombre blando, pasivo y desestructurado. En 1980, en el
transcurso del primer congreso de hombres, celebrado en Nuevo Mé­
xico, algunos se pusieron a llorar al contar «d inmenso dolor»87 que
sentían al ver prohibida su virilidad. Manifestaron la tristeza que les
procuraba el estar alejados de sus padres. El hombre dulce podía sen­
tir los sentimientos del otro femenino — su madre se había converti­
do en su modelo— pero no podía decir qué es lo que quería ni mante­
nerse firme en ello. Se había convertido en un ser totalmente pasivo,
aterrado por su agresividad y su deseo de autoafírmación. En resu­
men, era más fácil para él manifestar su feminidad interna, su afecti­
vidad, que su virilidad, asociada a una violencia inaceptable. El ma­
ma'* boy no podía ni tan siquiera acceder al grado de virilidad que su

84 j. Bernstein: «The Deciine of Mascuíine Rites of Passage», en Betwixt <&'Betracen,


Open Court, Illinois, 1987, p. 145. Hace notar que utiliza «héroe femenino» en lugar
del término habitual «heroína» porque describe una mujer débil, dependiente, pasiva,
en lugar de poner de manifiesto el aspecto «fálico» del poder femenino.
85 Robert Biy: ¡ron John, op. cit., p. 2.
Ibidem, p. 3.
87 Ibidem, p. 4.
El hombre mutilado/179

madre —feminista o no feminista— exhibía de la manera más na­


tural.
Algunos, como Günter Grass88, denunciaron el complejo mater­
nal de los hombres y el matriarcado, considerado como aún más
opresivo que el patriarcado. El rodaballo aconseja simplemente a los
hombres temblorosos que corten el cordón umbilical: «Anda... hijo:
[mátala]»89. La idea de acabar con la pareja madre/hijo no se acompa­
ña, en este caso, de un replanteamiento del papel padre, «ese héroe
acorralado»90, esclavo a su vez de la gínecocracia. Es, por tanto, al
hijo a quien le toca realizar el matricidio y ponerse bajo tutela del pa­
dre. A finales de los 80, se deja de atacar a la madre91, volviéndose en­
tonces todas las miradas hacía el padre, tan mal acostumbrado a la
censura. Ahora se le juzga en todas partes. Ahora es él el culpable de
la desvirilización del hijo. Historiadores, psicólogos, sociólogos y no­
velistas dirigen hoy hacia él su dedo acusador. Los estudios sobre el
padre se multiplican: el padre «impedido», ausente, frío, lleno de re­
sentimiento hacia el hijo y que le abandona en las garras de la madre.
Se hace referencia a la mitología (Cronos, que devora a sus hijos, y
Laos, que ordena la muerte de su hijo Edipo) y a la religión (Abraham
dispuesto a sacrificar Isaac; las últimas palabras de Cristo en la cruz:
«Padre, por qué me has abandonado») para que quede claro que en to­
dos los tiempos se dio la crueldad en los padres. Los malos padres pu­
lulan también en la literatura, en donde, por el contrario, encontra­
mos muy pocos casos de padres protectores y cariñosos. La famosa
Carta al padre, de Kafka, sigue siendo un modelo del desamparo filial:
«Has adquirido a mis ojos el carácter enigmático de los tiranos, cuyo
derecho no se basa en la reflexión, sino en su propia persona... Mos­
trándote apenas una vez al día creabas en mí una impresión tanto más
profunda en la medida en que era excepcional... Nunca he podido
comprender que fueras tan insensible al sufrimiento y a la vergüenza
que podías infligirme a través de tus declaraciones y sentencias... Te­
rrible era, por ejemplo, aquel: “te abriré como a un pescado”»92. ¿Y
qué podemos decir de todos esos padres odiosos, violentos, sádicos,

88 E l Rodaballo.
89 Ibidem.
90 jerome Bernstein, op. cit., p. 151.
91 Robert Bly, que se preocupa de diferenciarse de los vulgares machistas, advierte a
sus seguidores de que «atacarse a la madre no sirve de mucho», op. cit., p. 11.
92 F. Kafka en su Carta a l padre (Madrid, 1981). Otra imagen terrorífica de padre nos
la ofrece Henry Roth en Cali it sleep (1933).
180/Ser un hombre (XY)

descritos en nuestruos días por Saúl Bellow93, Edmund White94, Pat


Conroy95, Peter Hartling96 o Fra^ois-M arie Bannier?97. ¿De qué
manera pueden transmitir a sus hijos una imagen positiva de la v iri­
lidad?
Los datos que nos ofrecen las ciencias humanas son apabullantes.
Hemos visto en la encuesta de Shere Hite hasta qué punto las buenas
relaciones entre padres e hijos no son frecuentes98. A los hijos les re­
sulta difícil hablar mal de su padre en público, pero en privado se la­
mentan de las humillaciones, las críticas, del abandono o de la con­
descendencia paterna. La psicóloga Phyllis Chesler, que se ha intere­
sado vivamente por esta relación fracasada, señala: «Al escucharles
tuve la clara sensación de que muchos hombres habían tenido el mis­
mo padre, todos los padres se fundían en un único personaje, un arque­
tipo de padre: el fantasma extraño, medio tirano, medio déspota de­
rribado y por eso digno de piedad. Un hombre poco hábil, que se
siente incómodo y ajeno en su casa; el hombre crispado, que domina
mal sus emociones». Y precisa: «Los hijos entrevistados intentan en­
contrar para mí el recuerdo de este extraño, su padre, al tiempo que
manifiestan una suerte de indiferencia embarazosa»99.
Más que de la violencia, los hijos se lamentan de la ausencia pater­
na. En este caso la palabra «ausencia» tiene un valor más justo en su
sentido figurado que en el literal porque, aunque con el aumento con­
siderable del número de familias monoparentales dirigidas por muje­
res solas100, cada vez hay más hijos que no viven bajo-el mismo techo
que su padre, se puede ser un padre divorciado y ocuparse correcta­
mente de su hijo. La ausencia de la que se quejan los hijos corresponde a
los padres presentes en el hogar, pero fantasmales. Guy Corneau los
denomina con la expresión padres que faltan, más amplia que la de p a ­
dres ausentesm .

93 Sei& the Day, Penguin 1984.


94 The beautifui room is empty.
95 The Creat Sanítni y E l principe de las mareas.
96 H ubert ou le retour a Casablanca.
97 Baltha'zflr, fils de familk, Gallimard, 1985.
98 Shere Hite, op. cit.
99 La male dom e, op. cit., p. 215
100 Véanse las estadísticas sobre ios EE.UU., Canadá, Québec, Francia y Suiza, pu­
blicadas por G. Corneau, op. cit., p. 18-19.
101 El «padre que falta» nos da a entender «tanto 1a ausencia psicológica como la fí­
sica, ausencia espiritual y ausencia emotiva». La expresión incluye tambiénla noción de
«padre que, a pesar de su presencia física, no se comporta demanera correcta; pienso,
por ejempio, en los padres autoritarios, que aplastan y envidian ei talento de sus hijos, a
El hombre mutilado/181

Según el hermoso titulo del libro de G. Corneau, estos padres que


«faltan» engendran hijos «faltos», es decir, «faltos de padre». La ausen­
cia de atención (¿amor?) paterno tiene por consecuencia que se impi­
da que el hijo se identifique con su progenitor y pueda establecer su
identidad masculina102. En consecuencia, estos hijos faltos de amor
paterno permanecen en la órbita materna, seducidos sólo por los va­
lores femeninos. «Miran su padre y su virilidad con los ojos de la ma­
dre. Sí ésta considera al padre brutal, obseso, carente de afectividad, el
hijo elabora una imagen negativa de su padre y rehúsa ser como
él»t03>
El mal es más profundo de lo que habitualmente se cree, incluso
en Francia, donde es sin embargo menos evidente que en otras socie­
dades. Podemos sonreímos ante el men’s movement americano y carca­
jearnos de esos fines de semana en el bosque organizados por Robert
Bly'04, que agrupan hombres en búsqueda de su auténtica naturaleza
masculina. Más de cien mil han participado ya en ellos en el espacio
de unos pocos años. En su mayoría, se trata de cuarentones acomoda­
dos que quieren llorar tranquilamente su malestar masculino y expli­
car la pobreza de las relaciones que mantuvieron con sus padres. Es­
tos hijos inacabados y dolientes comparten con otros sus heridas de
identidad y su común «sed de padre»'05.
El estudio altamente clarificador del psicoanalista estadouniden­
se Samuel Osherson confirma la profundidad del «dolor de padre»'00.
Hacia la mitad de la vida (entre los 30 y 40 años), época en que acaba
la infancia dei hijo107, los hombres que necesitan encontrar a su padre
chocan muy a menudo contra un muro. Se sienten abandonados,
huérfanos. Generalmente han interiorizado la imagen de un padre
triste o bien la de un juez categórico y colérico. Se quejan de no saber

los que frenan en cualquier intento de afirmación; pienso en los padres alcohólicos
cuya inestabilidad emotiva coloca a los hijos en la inseguridad permanente», G. Cor­
neau: op. c i t p. 19.
102 «No ha podido sentirse suficientemente confirmado y en confianza con la pre­
sencia del padre para pasar a la edad adulta. O aun el ejemplo del padre violento, blan­
do, o siempre borracho, le ha repugnado hasta tai punto que ha decidido no identificar­
se nunca a io masculino», pp. 19-20.
103 Robert Bly: Iron John, op. cit., p. 24.
104 j\t e u > York T im s Magazine, 14 de octubre 1990: «Cali of the Wide Men», pagi­
nas 34-47.
105 H. Dierichs y M. Mitscherlich constatan el mismo fenómeno en Alemania: Des
hommes, op. cit., pp. 322-323.
506 S. Osherson, Finding our Father, The Free Press, 1986.
107 Ihidem, p. 12.
182/Ser un hombre (XY)

nada acerca de él, porque su vulnerabilidad es un tabú. El padre ina­


bordable — que parece huir del cara a cara con el hijo— expresa ver­
balmente su amor en raras ocasiones porque es el heredero de un mo­
delo masculino que rechaza la expresión de los sentimientos de ternu­
rai<)B. Este «padre herido»10<J, incapaz de manifestar sus emociones,
hiere a su vez a su hijo, al que priva de un modelo que le permita acce­
der a la esfera afectiva. El resultado de esto es que la imagen del padre
oscila entre el «poder omnímodo ajeno»510y una debilidad sin límites;
los sentimientos del hijo se reparten entre el miedo (del odio y del re­
chazo del padre) y el desprecio. La profunda necesidad que siente el
hijo de que su padre le reconozca y confirme como tal choca con la
ley del silencio. Su masculinidad, que necesita de un refuerzo cons­
tante, queda inacabada debido a la huida paterna. Edmund White ha
ilustrado muy bien los daños irreparables que todo eso engendra. En
diferentes ocasiones, el niño reclama la ayuda de su padre para rom­
per el cordón um bilicalnt y, cada vez, el padre simula no oírle y lo re­
chaza.
Finalmente, en la categoría del hombre blando entran a formar parte
todos esos hijos que, seguramente, han sufrido menos a causa de la
enorme influencia de la madre112 que debido a la ausencia de afecto
paterno. Se dirá que esta carencia no es nueva, ya que aparece ligada
tanto a la sociedad industrial como al ideal masculino tradicional.
Pero S. Osherson tiene razón cuando dice que en el pasado los hom­
bres podían contentarse con el homenaje silencioso del padre, tran­
quilizados por una vida que se parecía a la de éstes: paterfamilias, éxito
profesional, etc. Desde hace unos treinta años, la revolución de las
mujeres ha intensificado la tristeza de los muchachos y su terror ante
la pérdida del padre. Las mujeres, que han salido a conquistar el mun­
do, ofrecen una imagen de fuerza y vitalidad que contrasta con la im­
pasibilidad y el malestar de los padres1’3. Esto aumenta la atracción
que ejercen sobre sus hijos y hace más difícil aún la ruptura.

,()íi Particularmente con respecto a otros hombres.


I(W Expresión que utilizan muy a menudo Bly y Osherson.
110 Bly dice que el padre ausente de la sociedad industrial — que se va de casa tem­
prano por la mañana y no vuelve hasta muy tarde en la noche— es, a menudo, objeto
de fantasmas para el chiquillo, que ve en él «una figura demoníaca»; cfr. «What Men
really Want», en F. Abbot, N ew Men, N ew Minds, p. 178.
nt Especialmente, véase A Boy's Own Story, pp. 143, 172.
112 S. Osherson, John Lee, en The F lyingB oy y muchos psicoanalistas testimonian de
que en terapia los hijos se reconcilian más deprisa con su madre que con el padre.
5,3 S. Osherson, op. cit., p. 40.
El hombre mutilado/183

Retrato del hombre blando

Es un hombre desestructurado. Tal como los psicoanalistas cons­


tatan, carecer de padre significa carecer de columna vertebral1H. «La
ausencia del padre produce un complejo paterno negativo consistente
en una falta de estructuras internas. Las ideas son confusas, siente di­
ficultad cuando tiene que fijarse un objetivo, elegir, reconocer lo que
es bueno para él e identificar sus propias necesidades. En él todo apa­
rece mezclado: el amor con la razón, los apetitos sexuales con la sim­
ple necesidad de afecto»us.
El hombre desestructurado sufre un desorden interno que puede
ir de la confusión superficial a la desorganización mental. El analista
G. Corneau ha observado que, ante esa realidad, ios hombres inten­
tan compensar sus carencias estructurándose a partir del exterior. Los
hay que se convierten en industriosas hormigas con tal de no tener un
momento libre. La mirada admirativa de los demás les ayuda y tienen
tendencia a obedecer los valores colectivos. Los seductores, por su
parte, se estructuran a través de numerosas experiencias sexuales.
Otros, en cambio, lo hacen practicando body building. Compensan con
una construcción corporal externa un fallo interno. «Cuanto más frá­
gil por dentro se siente un hombre, más intenta crearse un caparazón
exterior que compense... Cuanto más categóricas y sin matices sean
sus afirmaciones, más servirán para ocultar una incertidumbre... A
través de esta compensación exterior, los hijos incompletos evitan el
sentir en exceso esa sed de amor y comprensión»'16.
Afectivamente, el joven abandonado por su padre e iniciado por
su madre corre el riesgo de ser toda su vida un «niño de mamá», es de­
cir: un joven amable, irresponsable y que huye de los compromisos
del adulto. Inconscientemente, quiere ser el «maridito de su m am á»"7
o reencontrar el mismo tipo de relación (infantil) con las demás mu­
jeres. El auge del feminismo le ha llevado a adoptar los valores del
movimiento de mujeres para complacer a su madre. Como hijo de pa­

114 Guy Corneau, op. cit., p. 3V.


115 Ib id m , pp. 39-40.
156 Ibidem, pp. 40-41.
117 Tema que atraviesa la obra de Ph. Roth y que encontramos también en las nove­
las autobiográficas de E. White o en el libro de jean-Marc Roberts, Mon Pére américain,
Seuil, 1988, pp. 130 y 153.
184/Ser un hombre (XY)

dres divorciados, con el padre ausente, Keith Thompson es un buen


ejemplo de «niño de mamá». Cuando ya había cumplido los veinte
años, sus mejores amigos eran mujeres, normalmente mayores que él,
personas enérgicas que le iniciaron en la política, la literatura y el fe­
minismo. Estas amistades eran platónicas. y se parecían mucho al
vínculo que une a maestro y alumno. «Hasta los veinticuatro años, mi
vida fue agradable. Aparte de mis amistades femeninas sólo estaban
mis amigos hombres que compartían mis valores: amabilidad, vulne­
rabilidad, sensibilidad... Pero desde hace algunos años, hay algo que
me falta» m.
Este recorrido fue el mismo para muchos hombres durante los 70
en Alemania, Escandinavia o en los Estados Unidos1'9; pero en todas
partes ha dado lugar a un malestar, a una excesiva pasividad y a la sen­
sación de ser una persona inacabada, de que se había producido en al­
gún momento un parón en el desarrollo de la personalidad. El «buen
chico» es lo que su nombre indica: un chico y no un hombre adulto
capaz de afrontar la vida. Los junguianos hablan de puer aetemusm .
Pero también se le llama Elprincipito, Peter Pan o Flying boy (ei mucha­
cho que vuela huyendo de las dificultades).
El norteamericano John Lee ha contado sus propia historia como
Flying boy, de hombre heridoi2!. Su itinerario personal es ejemplar y
podría ser el de otros muchos. Le han hecho falta varios años de tera­
pia para cicatrizar la herida y conseguir que el niño pariera a un hom­
bre. Al igual que su mentor, Robert Bly, tuvo un padre alcohólico y
una madre que le trató como si fuera «un personaje mágico» destina­
do a satisfacer los déficit conyugales. Los dos chicos escaparon del
mundo de los hombres y proyectaron su alma en las mujeres, que pri­
mero amaban y después abandonaban. Los Flying Boys no tienen ami­
gos hombres, rechazan su masculinidad (idéntica a la del padre al que
rechazan) y cultivan solamente su sensibilidad femenina. John Lee se
describe a sí mismo, a los veinticinco años, como un chico amable,

! 18 Cfr. Keith Thompson en F. Abbott: N ew Men, New Minds, p. 174. Y véase tam­
bién la historia de julien, en G. Corneau, op. cit., pp. 75-76, y la del alemán Werncr, en
Dicrichs y Michserlich, op. cit., pp. 29-31, 46, 59.
1 iy En Los samurais (Barcelona, 1990) Julia Kristeva pone en boca de uno de ios per­
sonajes femeninos el que un hombre, un auténtico hombre, es un fenómeno raro en los
Estados Unidos. Se encuentran más hombres-mujeres, hombres-niños y hombres-
adolecen tes.
120 Marie-Louise von Franz: Puer A ctem m , Boston Sigo Press, 1991.
121 John Lee: The Flying Boy, Healing the Wounded Man, H. C. 1. Florida, reed.,
1989.
El hombre mutilado/185

dependiente de su trabajo como de una droga, obsesionado con el


sexo, pero incapaz de vivir con una mujer de la que está enamorado.
El compromiso le asusta tanto que huye constantemente de la reali­
dad y se las arregla para poder romper sus relaciones. Se convierte en
un maníaco depresivo e inicia un tratamiento psicoanalítico, el cual
le demostrará que él es el «espejo de su madre»122. Lo más doloroso es
su tristeza y su ira hacía el padre ausente, con el que nunca ha conse­
guido comunicarse. Descubre quién fue el verdadero marido de su
madre y cómo su padre, celoso, le retiró el afecto masculino. Después
de mucha rabia, muchas lágrimas y sufrimientos físicos, el análisis le
permitió, en primer lugar, un ajuste de cuentas con su madre y cortar
el cordón umbilical («ella era el centro del universo y yo un satéli­
te»)’23- Rápidamente, cambió de aspecto: el chico bohemio, de cabe­
llos largos, estilo unisex, dejó paso a un hombre adulto. Lo que resul­
tó más duro en este proceso fue atacar a su padre (un tema tabú para
el hijo); pero, una vez liberada su rabia contra él, consiguió también
reanudar las relaciones con su padre, aceptándole tal como era, e
identificándose con él para poder convertirse finalmente en un hom-
- bre. Al finalizar el análisis, John Lee había reconciliado en él, «en
cuanto que hermano y hermana»124, su feminidad y su virilidad. Des­
de entonces, se ocupa de la psicología masculina.
Sin embargo, no todos los Flytng boys pueden acudir al psicoanalis­
ta. Muchos de ellos tienen una vida conyugal fracasada, que se acom­
paña de impotencia125 y de depresión, mientras que otros han desvia­
do su rabia contra las mujeres, como los padres divorciados, que se
indignan al verse privados de sus hijos. Otro ejemplo más de este pro­
blema lo proporciona aquel personaje novelesco que, habiendo aban­
donado a su esposa para poder tener sus aventuras, le confía a un ami­
go: «Estaba harto de mi rol blando, siempre andando a remolque del
movimiento feminista»’26.
Según Merete Gerlach-Nielsen, las mujeres nórdicas ya están har­
tas del hombre blando. Incluso aquellas que se dicen más sensibles a

i 22 Ibidem, pp. 8-9. Más adelante, dice: «Mi estómago siempre ha estado conectado
al de mi madre» (p. 22).
¡23 ¡bidem, p. 39.
124 ¡bidem, p. 109.
125 Véanse las nóvelas del noruego Knut Faldbakken o las de los daneses Hans-
jorgen Nielsen, U A nge du footbali (1979), y Soeren K. Barsoee, Le groupe masculin
(1985).
126 Le groupe masculin, citado y traducido por Merete Gerlach-Nielsen.
186/Ser un hombre (XY)

la dulzura masculina ya no quieren saber nada de esos hombres, suce­


dáneos de las mujeres tradicionales. Los hombres, por su parte, «están
cansados de lavar platos y de limpiar la casa para merecer luego el po­
der acostarse con sus esposas. En 1984 se proclama la condena a
muerte del hombre blando»127, pero, sin embargo, no está claro si está
verdaderamente muerto. Al leer a las feministas estadounidenses ra­
dicales o a los defensores de la ecología pura y dura, nos damos cuenta
de que sigue asociándose la masculinidad con sus aspectos patológi­
cos, tales como la violencia, la violación, etc., y se sigue comparando
el pene con un arma. Sean o no los postreros defensores de esta causa,
determinados hombres son los primeros en reclamar que se acabe de
una vez por todas con el «género» masculino128, se eliminen ios valo­
res viriles129, que se renuncie a toda agresividad y que se escoja (mo­
mentáneamente) la pasividad para acabar con la «masculinidad hege-
mónica»130 y poder educar así a los chicos como si fueran chicas!3i,
naturalmente más tiernas y cooperantes.
La solución propuesta por Robert Bly, y con él, por un buen nú­
mero de junguianos, es la siguiente: que cada hombre reencuentre su
«guerrero interior», en un retorno al hombre primitivo y salvaje (el
Wildman, al que le cuesta distinguir del malvado Savage man, que exte­
rioriza su violencia), con la ayuda de unas temporadas vividas en ei
bosque, con máscaras y tambores. No nos convence demasiado. Ade­
más, aunque lo nieguen constantemente, la nostalgia de los viejos
tiempos (Grecia y Edad Media) patriarcales es tan fuerte en Robert
Bly y los suyos que nos conduce nuevamente un dualismo dé sexos in­
compatible con la evolución de las costumbres y de nuestros conoci­
mientos.
De manera más general, tanto los partidarios del hombre duro
como los que defienden el hombre blando cometen el mismo error:
pensar que existen características propias de un sexo que son ignora­
das por el otro. Este es el caso de la agresividad, considerada como es­
pecíficamente masculina, y de la compasión, valorada como esencial­

137 Merete Gerlach-Nielse, texto de la conferencia de Atenas.


128 Cfr. ei quebecqués Marc Chabot o el norteamericano John Stoltenberg.
12<) FrankSin Abbott, op. cit., p. 2.
I W Robert W. Conneli: «A Whoie New World; Remaking Masculinity in the Con-
text of Environement Movement», en gender and Society, voí. 4, núm. 4, diciembre 1990,
p. 467.
!Vl Coopcr Thompson: «A New Vision of Masculinity», Men's Lives, op. cit.,
p. 589.
Ej hombre mutiiado/187

mente femenina. De hecho, bien se considere la agresividad como


una virtud innata o como una enfermedad adquirida, hay que ser cie­
go para eximir de ella a las mujeres. Aunque la educación y la cultura
patriarcales les hayan enseñado — en mucho mayor medida que a los
hombres— a reconducir la violencia volviéndola contra ellas mis­
mas, no por ello las mujeres ignoran dicha pulsión humana. Están, de
hecho, tan influidas como los hombres, por el grado de violencia del
medio que les envuelve!32. La agresividad pertenece a los dos sexosl33,
aunque ambos la manifiesten de distinta manera. Por otra parte, me
parece abusivo identificarla únicamente a una violencia destructora y
gratuita. No es tan sólo eso, tal como lo señala Freud134, Es también
sinónimo de supervivencia, de acción y de creación. Su contrario ab­
soluto es la pasividad y la muerte, y su ausencia puede suponer una
pérdida de la libertad y dignidad humanas. El esiogan de los «verdes»
alemanes, tan de moda en los años 70, «antes rojos que muertos», no
se explica si no es a partir de los antecedentes de los que lo proferían:
como hijos o nietos de los verdugos, temían repetir las mismas faltas
que sus antepasados. Fue en ese contexto donde, más que en cualquier
otro lugar, el hombre duro engendró un hombre blando, que prefirió
la pasividad y la sumisión al enemigo antes que la revuelta y la resis­
tencia. El punto de vista de los hijos de las víctimas es exactamente el
contrario: se tiende a creer que el mantenimiento de la. dignidad es
tan importante como la vida misma, y que el ser humano (hombre o
mujer) se honra poniéndola en peligro para conservar su libertad y re­
chazando el sometimiento ante lo que le parece inaceptable.

132 Lynne Segal, op. cit., pp. 261-269, cita, en una mezcla de datos, el espectacular
aumento, desde hace quince años, del número de mujeres implicadas en crímenes vio­
lemos; el comportamiento de las chicas en las bandas de hooligans-, los estudios sobre las
cárceles de mujeres y la crueldad de sus vigilantes en ei siglo xix, etc. Más banal, aunque
sistemáticamente negada, la violencia materna, visible o invisible. En Francia, cada
año mueren 700 niños a causa del maltrato de sus padres; otros 50.000 son martiriza­
dos, y no se cuenta los que son maltratados moral y psíquicamente porque no deja hue­
lla... Se sabe que, en una gran mayoría de casos, son las madres las causantes de los he­
chos.
133 En 1984, las famosas psicólogas norteamericanas E. Maccoby y C. jacklin publi­
caron los resultados de un estudio sobre la agresividad aplicada durante diez años a 275
niños. Teniendo en cuenta los factores biológicos, psicológicos y sociales, concluían
que las similitudes entre los sexos son mucho más significativas que las diferencias. Cfr.
«Neonatal sex-steroid hormones and muscular strength of boys and girls in the First
three years», en Developmental Psychobiology 20 (3), mayo 1984, pp. 459-472.
,34 Malaise dans la civilisatim, PUF, 1971, cap. 5.
188/Ser un hombre (XY)

¿Es el homosexual un hombre mutilado?

Suponiendo que ya no existan los prejuicios más groseros con res­


pecto a ios homosexuales135, ios posiciones dudosas y contradictorias
de los especialistas, y en particular de los psiquiatras y psicoanalistas,
siguen dejando en una cierta oscuridad el estatuto del homosexual.
El, más que cualquier otro, está bajo la sospecha de ser un hombre
mutilado.

La posición ambigua de los psiquiatras

Hemos visto la valentía que demostró Freud, contra sus discípu­


los, en el combate a favor de los homosexuales. Pero el hecho de que
no considerara al homosexual como un criminal o como un enfermo
no significa necesariamente que, para Freud, la homosexualidad fue­
ra tan «normal» y deseable como la heterosexualidad. En su carta a la
madre estadounidense cuyo hijo era homosexual, dice textualmente:
«Consideramos (la homosexualidad) como una variante de la función
sexual, provocada por una cierta interrupción del desarrollo se­
xual»l%. Estas últimas palabras tienen el valor de un estigma. Hablar
de «interrupción del desarrollo» evoca algo inacabado, enfermizo,
anormal. De ahí puede deducirse que el homosexual no es un hombre
completo, o que es un adulto que no ha conseguido dejar atrás total­
mente la infancia, ya que no ha alcanzado el estado de madurez se­
xual. El mensaje de Freud es ambiguo: el homosexual es un «anormal»
que no está enfermo...
La doctrina actual de los especialistas no es mucho más clara. La
manera en que la American Psychiatric Association (APA)’37 se ha

135 Véase el capitulo IV de la Segunda Parte, sobre h homofobia. Todavía hoy, los
múltiples sondeos realizados en Francia o en los EE.UU. demuestran que una amplia
mayoría entre ía opinión pública considera chocante la idea de tener un presidente de la
República o un profesor homosexual. A su modo de ver, el homosexual es una persona
en parte peligrosa para los niños.
136 Freud: Correspondencia. El subrayado es nuestro. «Desarrollo sexual'» se entiende
aquí en un sentido amplio (freudiano) del desarrollo psíquico.
!í7 La palabra «psiquiatra» (en el APA) se entiende aquí en un sentido amplio que
incluye el psicoanálisis.
El hombre mutilado/189

decidido a tachar la homosexualidad de la lista oficial de trastornos


mentales, a través de un referéndum, evidencia, al mismo tiempo,
malestar ideológico e ignorancia científica. Fierre Thuillier, que ha
narrado «la aventura» de la homosexualidad ante la psiquiatría nor­
teamericana, habla con razón de «escándalo epistemológico»138. En
efecto, ¿desde cuándo ia ciencia separa la verdad de la falsedad por vía
de referéndum? El punto de partida en este curioso asunto es la actua­
lización de la edición del manual de enfermedades mentales, que in­
cluía aún en 1968 la homosexualidad. ¡Queda claro hasta qué punto
los psiquiatras y psicoanalistas estadounidenses distaban del liberalis­
mo freudiano! El 15 de diciembre de 1973, la dirección del APA pro­
cedió a una primera votación: trece de sus quince miembros votaron
a favor de la supresión de la homosexualidad en la famosa lista. «A
partir de ahora, sólo se tratará de una perturbación en la orientación
sexual... que afecta no al conjunto de los homosexuales, sino tan sólo
a aquellos que no estén satisfechos de su situación (y se consideren
ellos mismos “enfermos”)» 139. Los homosexuales cantaron victoria al
dejar de verse considerados como enfermos, pero muchos psiquiatras
no aceptaron la decisión de la dirección del APA y pidieron su anula­
ción. Propusieron organizar un referéndum... Los homosexuales hi­
cieron campaña... En abril de 1974 votaron poco más de 10.000 espe­
cialistas: un 58% de los votos ratificó la decisión de la dirección res­
pecto a la exclusión de la homosexualidad de la lista de trastornos
mentales.
Este voto democrático, aunque poco científico, no ha impedido a
los partidarios de la homosexualidad-enfermedad continuar defen­
diendo sus ideas y aconsejar tratamientos140. En perjuicio de los ho­
mosexuales, han consolidado una visión negativa de la homosexuali­
dad y reforzado las angustias y prejuicios de los homófobos de todo
pelaje. Para los especialistas próximos a las posiciones freudianas, si
bien la homosexualidad no se considera una enfermedad, sí constitu­
ye una «desviación» o una «disfunción», que no les compete. «El quid,
tal como subraya Piere Thuillier, es que nunca se sabe dónde acaba la
«desviación» y dónde empieza la «enfermedad». Una vez más nos en­

138 P. Thuülier: «L’Homosexual ¡te devant la psychiatrie», en La Rechenbe, vol. 20,


núm. 213, sept. 1985, pp. 1128-1139.
139 Ibidem, p. 1128.
140 Brian Miller: «Gay Fathers & their Children», en The Family Coordinator, oct.
1979, p. 545; véase también Michel Bon y Antoine d’Arc: Rapport sur /'homosexualité de
l ’homme, Ed. Universitaire, 1974.
190/Ser un hombre (XY)

contramos ante el mismo problema filosófico: ¿cómo definir los lími­


tes de una sexualidad «normal»?»1115.

La réplica de los gays

Los homosexuales, y muy particularmente los Gay’s Studies, reac­


cionaron primero de manera defensiva y luego ofensiva.
La respuesta clásica contra la idea de «una interrupción en el de­
sarrollo sexual» consiste en oponer a Freud... el propio Freud, el pri­
mero que desarrolló el argumento de la esencial bisexualidad huma­
na. Para Freud, la homosexualidad es una pulsión universal pero tam­
bién se trata de una etapa que debe superarse. Cuando sostenemos que
la homosexualidad ocupa el mismo lugar que la heterosexualidad y
que una doble sexualidad corresponde al estado natural de cada uno,
traicionamos el pensamiento de Freud en favor de las tesis disidentes
de un Groddeck. Sabemos que éste ha contado142 — en un ejercicio de
valentía— la alternancia de sus experiencias homosexuales y hetero­
sexuales y que de ellas deduce su tesis de una doble sexualidad univer­
sal que se mantiene durante toda la vida14l
Para Groddeck, la homosexualidad merece el mismo estatuto que
la heterosexualidad y es esta última, en la medida en que pretende la
exclusividad, la que se convierte en un problema en sí: es el signo de
una inhibición excesiva. Nada prueba que las teorías de Groddeck,
conocido por su originalidad, sean exactas, pero puede que hayan
contribuido, si no a la trivialización de la homosexualidad, sí a su des-
dramatización. Es un a priori que hoy encontramos entre mucha gen­
te, sea o no homosexual Así, Robert Brannon compara la homose­
xualidad con el fenómeno de la zurdera: sus orígenes y las causas de
esos dos comportamientos siguen siendo desconocidas. Como el ho­
mosexual, el zurdo forma parte de una minoría que existe en todas las
sociedades humanas y no hay más razones para considerar la homose­

R ThuiHien op. dt., p. 1136.


142 Georg Groddeck: El libro del ello. Cartas psicoanalítkas a una amiga, Madrid,
1981.
141 <cE l ser humano es bisexual a lo largo de toda su vida y lo será a lo largo de toda su existencia.
Como máximo, en'un momento determinado, cediendo a la moral o a la moda, puede
que se inhiba la homosexualidad, de modo que queda reprimida, pero nunca eliminada.
Y de ia. misma manera que no existen personas puramente heterosexuales, tampoco las
hay puramente homosexuales», ibidem, p. 255. El subrayado es nuestro.
El hombre mutilado/191

x u a l i d a d como contraria a la naturaleza que las existentes para conde­


nar el uso exclusivo de la mano izquierda, afirma Brannonw .
Un gran número de homosexuales han sacado de elio consecuen­
cias prácticas. Habiendo constatado que muchos psicoanalistas si­
guen tratándoles como enfermos a los que conviene cambiar de
orientación sexual145, y que muchos terapeutas son homófobos, cosa
que provoca desastres en los pacientes, se aconseja a los homosexuales
que desean una terapia el dirigirse únicamente a analistas que tam­
bién sean homosexuales. Estos últimos intentan, en mucha mayor
medida que los otros, proponer una terapia positiva, siendo su objeti­
vo que el paciente acepte su homosexualidad y ayudarle a integrarla
con los demás aspectos de su personalidad14*.
La segunda respuesta, aparecida en los Gay’s Studies a finales de los
años 1980, tiene un matiz más agresivo. Su objetivo ya no es conven­
cer de la universalidad de la homosexualidad, sino cuestionar el im­
perialismo heterosexual. Dos estudios, aparecidos en 1990 — uno re­
firiéndose de manera especial a la homosexualidad masculina147, el
otro exclusivamente al lesbianismo548— , tratan la heterosexualidad
no como un hecho natural y eterno, sino como una «institución» que
se impuso como norma obligatoria a finales del siglo xix. Se acusa a
los sexólogos de haber creado dicha institución, de entrada, al haber
inventado la palabra «heterosexualidad»149 como el contrapunto posi­
tivo de «homosexualidad» y haber impuesto aquélla como la única se­
xualidad normal.
Según Katz, el siglo xx ha conocido la amplificación de una «mís­
tica heterosexual»'50 que culmina, después de la Segunda Guerra
Mundial, en una verdadera «hegemonía heterosexual»151. No es hasta
finales de los años 60 que empieza a cuestionarse la normalidad hete­
rosexual. En 1968, Time y a continuación The New York Times publican

144 Citado por Gregory Lehne: «Homophobia Among Men», en Men's Lives,
p. 419.
145 Un gran número de terapeutas siguen aconsejando a los homosexuales que fun­
den una familia a modo de remedio de su enfermedad... Cfr, Robert L. Barret & Bryan
E. Robinson: Gay Faibers, Lexington Books, 1 990, pp. 45-46.
,4S Gordon Murray: «The gay side of manhood», en N ew Men, N ew M'tnds,
p. 135.
147 jonathan Ned Kat2: «The invention of heterosexuality», en Socialist Review, 1990
(1), pp. 7-34.
148 Sheila jeffrey: Antidimax, Women’s Press, 1990.
!4Í> La palabra empezó a utilizarse a partir de los años 1890.
150 j. N. Katz: op. cit., p. 16.
551 Ibidem, p. 19.
192/Ser un hombre (XY)

una amplia «historia» de ia heterosexualidad. Es el principio de las


reivindicaciones gays. Se pone de moda la expresión «dictadura de la
heterosexualidad», empleada por primera vez por el escritor Chris-
topher ísherwood. Las feministas lesbianas hablan, desde 1976, de
«heterosexualidad obligatoria»152 y desde 1979, de «heterocentris-
mo»153. En todas partes se cuestiona el «heterosexismo»154, que, al
igual que el racismo o el sexismo, instaura una jerarquía entre los
unos y los otros. Desde los años 80, el combate contra «la dominación
imperial de la heterosexualidad»155 es tan virulento que, por vez pri­
mera, ¡un psicoanalista californiano se cree j obligado a publicar una
Defensa de la heterosexualidadli5S.
Incluso teniendo en cuenta el componente de activismo homose­
xual en estos ataques repetidos contra la heterosexualidad — a veces
tendenciosos— el debate no habrá sido en vano. En un libro de refe­
rencia obligada sobre la historia de la sexualidad en Estados Unidos,
los autores levantan acta de «la amplia diversidad de las emociones y
de los comportamientos sexuales a lo largo de la historia»’57.

Los mutilados y los otros

Sin negar la diversidad del mundo homosexual, se constata la


existencia de «estilos» dominantes, distintos según las épocas. A fina­
les del siglo xix, la definición del homosexual masculino da constan­
cia de una extrema feminidad del sujeto. Se habla de un alma femeni­
na en un cuerpo de hombre. Los amaneramientos del homosexual vi­
sible (forma de andar, de hablar, aspecto...) son una parodia de la tra­
dicional imagen femenina. Las palabras «maricón», «mariquita»,
«loca», designan al homosexual pasivo que parece — erróneamen­
te— encarnar al conjunto de los homosexuales. Durante un siglo se
les divide en dos categorías desiguales: una minoría, que exhibe una
feminidad llamativa, y una mayoría invisible, agazapada en sus ma-

152 Expresión reutilizada con ei éxito que sabemos por Adrienne Rich en 1980, en
la revista Signs.
,5Í La palabra es de Liilian Faderman.
154 Gary Kinsman: «Men loving men», en M en’s Lipes, p. 506.
!55 {bídew, p. 515.
íSC Stanley Kéleman: In D ejeme q f Heterosexualitj, Berkeiey, 1982, citado por j. Katz,
op. át., p. 28.
tS7 John d’Emilio, Estelle B. Freedman: Intímate Metters. A H istoiy o f sexuaüty in A me­
rica, Harper and Row, 1988.
El hombre mutilado/193

drígueras, que intenta disimular una sexualidad furtiva, vivida con


vergüenza. El movimiento gay ha contribuido mucho a liberar un
buen número de homosexuales de su culpabilidad. Pero no ha conse­
guido acabar con los estereotipos y las caricaturas.
A principios de los 80, Dennis Altman constata que el modelo
dominante femenino ha quedado borrado en beneficio de otro: «Un
nuevo tipo de hombre aparece en la mayoría de las grandes ciudades
norteamericanas — y aunque en menor grado, en todos los centro ur­
banos occidentales— . Habiendo abandonado el estilo afeminado, el
nuevo homosexual expresa su sexualidad de forma teatralmente mas­
culina. Petos téjanos, cuero claveteado, etc., son norma. El estilo an­
drógino, de cabellos largos, de los 70, se ha convertido en el estilo de
los heterosexuales y los homosexuales privilegian una imagen de su-
permacho»158. En Francia, una encuesta realizada entre más de 1.000
homosexuales159, demuestra que un 83% busca pareja de aspecto viril,
contra el 13% que prefiere hombres de aspecto afeminado.
Mientras los heterosexuales intentan borrar los estereotipos se­
xuales, la mayoría de homosexuales hípermachos los remarcan rin­
diendo un curioso homenaje a la virilidad tradicional, con sus violen­
cias y su desprecio de la feminidad. En los Estados Unidos se ha expe­
rimentado una multiplicación de bares «sadomasoquistas», frecuenta­
dos por homosexuales fascinados por los objetos típicamente de ma­
cho, tales como cadenas, botas o quepis. En estos «bares del cuero» se
juega a ser hombre, un auténtico hombre160. Seymour Kleinberg justifi­
ca este giro de 180 grados en el estilo por el deseo de aparentar fuerte,
libre y activo, lo que implica dejar de ser sistemáticamente asimilado
al hombre «analmente pasivo y oralmente activo»161, objeto de todo
desprecio. De hecho, la cultura «machista» acaba por ser tan alienante
como la anterior. No sólo porque prohíbe otras formas de expresión
de la homosexualidad (presume del mismo desdén para con el afemi­
nado que exhibía antes el heterosexual), sino porque demuestra sobre
todo una sumisión total a los estereotipos heterosexuales. Entre el ho­
mosexual amanerado de antaño, que se hacía «la loca» para entrar en
el mundo caricaturesco que la sociedad se habia creado de la homose­
xualidad, y el hipermacho, que imita el viejo ideal masculino, hay

158 D. Altman: The homosexuali^ttion o f America >p. 1.


159 M. Bon & A. d’Arc: Rapport sur ¡ ‘homosexual/té de l ’homme, p. 269.
160 G. Gorneau, op. cit., p. 68.
161 S. Kleinberg; «The New Mascuiinity of Gay Men, and Beyond», en M en's Lives,
p. 109.
194/Ser un hombre (XY)

poca diferencia. S. Kleinberg destaca que este último no es ni más li­


bre ni más fuerte que el precedente; además «es peligroso parecerse al
enemigo y, peor aún, que eso te convierte en su esclavo, ya que signi­
fica que la “bestia brutal” es el referente a partir del cual uno se defi­
ne. Antes, por lo menos, el afeminado manifestaba una cierta rebe­
lión contra la opresión, no así el macho, que niega al mismo tiempo
la rebelión y la opresión... Pasarse al enemigo no calma la cólera. Los
homosexuales del cuero se han convertido en diana de las bandas de
jóvenes homófobos...»162.
El hipermacho y el marica son víctimas de una imitación alienan­
te del estereotipo masculino y femenino homosexual. En ambos ca­
sos, se trata de hombres mutilados al margen de ios heterosexuales, ya
asuman el papel de duros o de blandos. Todos son víctimas involun­
tarias del odio a sí mismos, prisioneros de la ideología del dualismo
oposicional de los géneros. En opinión de Gary Kinsman, sólo el
cuestionamiento de los estereotipos (masculinos y femeninos) por
parte de los heterosexuales sacará a los homosexuales de la cárcel del
género’63.
Así, los más mutilados son los homosexuales que han interioriza­
do el rechazo de los heterosexuales o, dicho de otra manera, los ho­
mosexuales homófobos164.
Y sin embargo, sean cuales fueren las dificultades vividas por la
homosexualidad, no podemos afirmar que todos sean hombres muti­
lados. Es probable que la proporción de homosexuales equilibrados,
m ll-aájm ted’65, sea aproximadamente la misma que la de heterosexua­
les no mutilados... Ni «loca» ni «hipermacho», el homosexual que se

162 ¡bidem, p. 109.


163 Gary Kinsman: «Mens loving men», en M en’s Lives, p. 514,
164 En la gran encuesta llevada a cabo por Bell y Weinberg, cerca de una cuarta par­
te de los homosexuales confiesan deplorar su homosexualidad (contra las 3/4 partes
que la aceptan). La misma proporción tiende a pensar que «la homosexualidad es una
enfermedad afectiva, les trastorna la idea de que su propio hijo pueda ser homosexual y
hubieran deseado que al nacer les dieran una píldora mágica de heterosexualidad», en
Homosexua/iíés, pp. 152-154. La encuesta llevada a cabo entre los lectores de la revista
homofila francesa A rcadie da, evidentemente, resultados muy distintos. En su mayor
parte, y en el terreno de io consciente, los arcadianos que son militantes activos del mo­
vimiento homosexual, admiten su homosexualidad: un 93% dice que sí, un 7% dice que
no. Pero los que la rechazan, sean franceses o norteamericanos, hablan del sufrimiento
que les causa el entorno, el rechazo de la sociedad en general, de los conflictos religio­
sos, la pena por no tener hijos y el problema de la soledad. En Rapport sur l'homosexualité
de 1‘bomme, p. 459.
565 Expresión del psicoanalista Richard Isay: «Homosexuality in Homosexual and
heterosexual Men», en G. Fogel, op. cit., p. 277.
El hombre mutilado/195

asume queda al margen de los estereotipos. Ni se exhibe ni se esconde


y quiere vivir como todo el mundo. Piensa que «la homosexualidad es
una fuente de felicidad idéntica a la heterosexualidad»166, y cree en el
amor, vive en pareja y mantiene una vida afectiva profunda y estable.
Le gustaría ser padre y educar a un hijo167. Este homosexual ya puede
saber ahora que no es él el enfermo, sino el homófobo168, que, como
su nombre índica, padece una fobia. Desgraciadamente, el bienestar
homosexual depende muchísimo de la evolución de la mayoría hete­
rosexual. Sólo cuando los hombres mutilados den paso a los hombres recon­
ciliados podrán, a su vez, vivir en paz los homosexuales.

166 Rapport sur i ’homosexual!té, p. 458, y Bell & Weinberg, op. cit., pp. 245-246.
167 L e N ouvel Observateur, 7-13 de nov. 1991, págs. 10-15: «Hornos: la Nouvelle
vie».
168 Kenneth Plummer fue el primero en invertir la problemática de la enfermedad,
op. cit., p. 61.
Capítulo II
EL HOMBRE RECONCILIADO

El hombre reconciliado no es una simple síntesis de los dos ma­


chos mutilados precedentes. No es ni el hombre blando invertebrado
(soft male), ni el hombre duro incapaz de expresar sus sentimientos; es
éS.gentle manxque sabe unir solidez y sensibilidad. Es aquel que ha sabi­
do reunir padre y madre, aquel que ha devenido hombre sin herir la
feminidad materna. Para expresar el carácter dialéctico de este proce­
so, el concepto de hombre reconciliado nos parece preferible al de gentle
man. La reconciliación ilustra mejor la idea de una dualidad de ele­
mentos que tuvieron que separarse, oponerse, antes de reeencontrar-
se. Toma en cuenta la noción de tiempo, las etapas que hay que fran­
quear, los conflictos que se deben resolver. Tanto ahora como antes,
el muchacho no puede evitar esa diferenciación masculina que se tra­
duce por un alejamiento respecto de la madre y la adopción de otro
modelo de identiñcación. Sin embargo, la reconciliación no puede
producirse eliminando una de las dos partes. El reencuentro del hom­
bre adulto con su feminidad primera se halla en las antípodas del odio
a sí mismo de quien procede por exclusión. Por otra parte, es verdad
que el hombre reconciliado no ha sido educado en el desprecio y el

5 John Misfud: «Men Cooperating for a change», en K Abbott, p. 140.

197
198/Ser un hombre (XY)

miedo a lo femenino que caracterizó la educación de su abuelo, de


manera que el reencuentro es menos difícil y dramático que antes.
En definitiva, el hombre reconciliado sólo puede nacer de una
gran revolución paterna. Esta hace apenas veinte años que ha empe­
zado y necesitará que se sucedan varias generaciones para llegar a ser
plenamente efectiva. Exige un cambio radical de mentalidad y una
profunda transformación de las condiciones de vida privada y profe­
sional, cambio que no puede producirse en el transcurso de un dece­
nio.

La dualidad integrada y alternada

Machos y hembras sólo son completamente humanos bajo el rei­


nado de la androginia, que es esencialmente dual. Desgraciadamente,
la androginia ha tenido siempre mala reputación. Su origen mitológi­
co la asocia a un monstruo hermafrodita; la filosofía griega, la mística
o la literatura decadente del siglo xix han propuesto otras interpreta­
ciones que se suman a su consideración como algo extraordinario y a
la confusión en tomo al término. La utilización actual del concepto
andrógino remite a menudo a una de esas antiguas concepciones.

Lo andrógino es doble

Según su etimología griega {anér-andros, «hombre» y gyné-gynaicos,


«mujer»), el andrógino es una mezcla de lo uno y la otra, lo cual no
significa que se trate de un ser dotado de dos sexos2.
La coexistencia de ambos elementos (masculino y femenino), he­
terogéneos, es tan difícil de imaginar que Jean Libis habla precisa­
mente del «enigma ontológico de la diada» o de «unión paradójica»3.
¿Acaso hay que ver en la androginia una imagen de yuxtaposición, de
«la acumulación o la prótesis» de lo masculino y de lo femenino, cu­

¿ ül D ictm naire Robert se equivoca relacionando el andrógino y el hermafrodita, co­


nocido de los especialistas en genética y en ios fisiólogos porque posee efectivamente
elementos de los órganos genitales de ambos sexos. Además, los médicos que se ocupan
de esta anomalía no confunden nunca los dos términos. El uno designa una anomalía
física, el otro una realidad psíquica.
3 Cfr. «L’androgyne», Cahiers de l ’herméitsme, Albin Michel, 1986.
E! hombre reconciíkdo/199

yos poderes se suman? O ¿acaso se trata de «una fusión, de una sínte­


sis» que disuelve lo dos elementos en una entidad de nuevo tipo?4.
Puede que, tal vez, la androginia, tal y como la conocemos hoy, no
sea, hablando con propiedad, ni yuxtaposición ni fusión.
Para intentar comprender lo que es la androginia humana es ne­
cesario, en primer lugar, eliminar las confusiones más habituales, que
tienen en común ocultar la dualidad fundamental. Unos confunden
androginia y feminización; otros la asimilan al «masculinismo»; unos
terceros la identifican con la ausencia de toda característica sexual.
Así, por ejemplo, la literatura decadente de finales del siglo xix, fasci­
nada por la figura del andrógino, lo representa bajo la forma del joven
afeminado. La figura del bisexuado es entonces la de un joven efebo,
que parece un niño de primera comunión. El andrógino de Péladan5
es un ser no sexuado, un adolescente virgen que dejará de existir en el
momento en que sucumba a la mujer: «es la virginidad lo que mejor
define al andrógino... Cuando tenga lugar la primera manifestación
del sexo podrá decidirse tanto por lo masculino como por lo femeni­
no»5. Según los estetas del momento, la belleza del andrógino mascu­
lino se sitúa por encima de la belleza femenina, aunque sea esencial­
mente femenina: el joven imberbe, de cabellos largos, no muestra
ningún signo de virilidad. En cambio, una mujer que presente una
masculinidad evidente deja de ser considerada como un ser femenino.
F. Monneyron observa que, en el caso de la mujer, la forma masculina
no supone un plus para la esencia femenina, sino que la niega.
La confusión entre andrógino y femenino perdura aún hoy. Son
muchos los que han creído que el hombre feminizado de los años 70
equivalía al advenimiento de la androginia7. Se desencantaron muy
rápido al constatar que se trataba de un hombre blando que había
perdido toda su virilidad.
Por el contrario, otros denuncian la tendencia actual hacia una
«masculinización unilateral: el mundo se halla sujeto a la razón mas­
culina, y en su lucha por la igualdad de derechos, la mujer renuncia
casi siempre a su feminidad para hacer valer mejor sus cualidades
masculinas. Ha habido asimilación de los sexos y ambos se han hun­

4 jean Ubis; «L’androgyne et le nocturne», Cahiers de l'hermétisme, pp- 11-12.


5 De l ’A ndrogyne, Sansot, París, 1910. Véase Cachin: «L’androgyne du temps de
Gustave Moreau», en Nouvelle revue de psychanalyse, núm. 7, 1973.
6 Frédéric Monneyron: «Esthétisme et androgyne: les fondements esthétiques de
l’androgyne décadant», en Cahiers de l ’hermétisme, p. 221.
7 B. Ehrenreich, en M en’s U ves, p. 34.
200/Ser un hombre (XY)

dido en el mundo masculino»8. Esta crítica nos plantea varias pre­


guntas: ¿acaso las mujeres deben mantenerse fíeles a la tradición fe­
menina?; si los hombres poseen un algo de femenino, ¿tienen derecho
a manifestarlo?; ¿bajo el pretexto de ser andróginos masculinizados,
no es acaso la noción misma de androginia la que se está cuestio­
nando?
Un tercer posible error consiste en confundir la androginia con lo
neutro, cosa que anula totalmente el dualismo sexual. Roland Barthes
ha hablado de forma muy clara de este «género neutro que no es ni
masculino ni femenino»9, la nada sexuada. Vista así, la androginia
afectaría sólo al bebé, que no ha tenido todavía acceso a la diferencia­
ción sexual, tal vez al viejo que es indiferente y, sin duda, a los angelo­
tes tan queridos por los simbolistas y que, como todos sabemos, nun­
ca han tenido sexo... Incluso, los jóvenes occidentales que adoptan un
estilo unisex (medio masculino/medio femenino) escogen en menor
medida, según esto, la indeterminación y lo neutro de lo que pudiera
parecer, teniendo más que ver su actitud con un inacabamiento del
proceso de determinación sexual. Ahora bien, el andrógino humano
no se concibe sin un largo rodeo posterior a la adquisición de la pro­
pia identidad sexual. Uno no nace hombre, sino que se hace, y es sólo
a partir de este momento cuando se puede reencontrar al otro y pre­
tender el reinado de la androginia que caracteriza al hombre reconci­
liado y totalmente hecho.

La androginia es el acabamiento de un proceso

A menudo se confunde ser adulto con el cumplimiento de los


años que se exigen para ser considerado mayor de edad. A los 18 años,
uno es considerado como un hombre apto para adquirir la ciudada­
nía, poder casarse, ser padre y hacer la guerra. No obstante, a esa edad
un joven está aún lejos de la edad adulta. No tan sólo no ha terminado
el proceso de adquisición de la identidad masculina, sino que aún le
falta superar la etapa en la que podrá reconciliarse con su feminidad,
aquella que define el auténtico andrógino.

8 Sophie Latour: «L’archétype de l’androgyne chez Léopold Ziegler», en Cabters de


Fhermétisme, p. 205.
9 Roland Barthes: «Le Désir de neutre», curso de 1978, en el Coilége de France, pu­
blicado en La Régle du jeu , agosto 1991, núm. 5, pp. 36-60.
El hombre reconciliado/201

Jung no sólo fue el primero en conceptualizar la dualidad del


alma humana {animas/anima), sino que también fue quien señaló la
importancia de las distintas edades de la vida y el giro esencial que
constituye la cuarentena masculina. Sólo a mitad del camino el hom­
bre consigue convertirse en plenamente adulto10, más tarde pues que
la mujer. A esa edad, las normas masculinas cambian. Menos exclusi­
vamente centrado en sí mismo, su poder y su triunfo, el hombre pue­
de interesarse por los demás, manifestar su atención y su ternura y
aquellas cualidades que se consideran femeninas. Tal vez sea la edad
ideal para ser padre, tai como lo da a entender la frase de Erik Erik-
son, «la edad de la generatividad»11.
Daniel Levinson, cuyos trabajos sobre el ciclo de la vida masculi­
na son de referencia obligada, cree que la madurez se alearla entre los
18 y los 40 anos a través de un proceso dividido en una serie de etapas
seguidas del cuestionamiento de ciertos aspectos de la virilidad12. En­
tre los 20 y los 30 años, un muchacho debe aprender aún a controlar y
reprimir su feminidad interior. Intenta imponerse fuera del mundo
familiar, lucha por afirmarse a través de la vida profesional, mide su
masculinidad a través de criterios competitivos, de sus éxitos, de su
reconocimiento entre los hombres como uno de los suyos, y por las
mujeres como un ser seductor. A los 30 años, se instala, lucha y traba­
ja duro para confirmar su virilidad. Durante este largo período que
culmina la construcción de su identidad masculina, tiene tendencia a
confundir su personalidad global con aquélla. A los cuarenta se supo­
ne que ha tenido ya la ocasión de superar todas las pruebas13.
Ha llegado el momento del reinado de la androginia. Como bella­
mente lo dice Levinson, puede al fin comenzar el proceso de «destri-
balización»14 para convertirse en un humano en su pleno sentido.
Esta concepción de la androginia, como el desenlace de un proce­
so, es cualitativamente distinta de las representaciones anteriores de

10 John Moreiand: «Age and Change in the adult Male Sex Role», en Sex Roles,
vol. 6, núm. 6, incluido en Men's Lives, pp. 115-124.
Erik Erikson: Childbood and Society, 2.a ed., N. Y. 1963, pp. 266-268.
12 D. j. Levinson: The Seasons o f a Man's Life, N. Y. Ballaatine, 1978, caps. 9, 13 y 15.
Véase también: Levinson (y otros) «Periods of adult development in men: age 18-44»,
en The Coumeling Psycbokgist, 1976, 6, pp. 21-25.
13 «Entra en una fase de transición que lleva a plantearse nuevas cuestiones y otras
tareas. Mira el pasado, compara lo que ha realÍ2ado con sus sueños de juventud y todo
aquello que ha abandonado para consagrase al presente. Puede, finalmente, recuperar la
parte femenina de su persona.» Peter Filene, en «Between a rock and a soft place...», op.
cit., pp. 348-349.
14 D. L. Levinson: The season o f a Man’s Life, p. 242.
202/Ser un hombre (XY)

ésta. El andrógino moderno no es, ni la conjunción de los dos sexos,


ni una fusión que los eliminaría. El ser humano, potencial mente bi­
sexual, no es de entrada andrógino. Al contrario de lo que sucede con
el hermafrodita, que exhibe los dos sexos en el momento mismo del
nacimiento, la criatura humana nace con una indeterminación sexual
y no puede evitar el aprendizaje sucesivo de la feminidad y de la mas-
culinidad. Son necesarias dos etapas para las chicas y una tercera para
el muchacho que es la del retomo a la feminidad. Negar la necesidad
de las etapas y del aprendizaje de la diferenciación sólo puede condu­
cir a la confusión de identidad. La sugerencia de la psicóloga america­
na Sandra Bem — gran defensora del reinado de la androginia— ,
consistente en educar los niños «al margen de todos los esquemas de
género»15 nos parece traducir un desconocimiento del andrógino más
alienante que liberador. Primero hay que aprender que se es un chico
o una chica, y no basta con saber diferenciar los órganos genitales
— contrariamente a lo que sostiene Sandra Bemió— para poder cons­
truirse un sentimiento de identidad sexual17.
Al final del trayecto, el ser humano andrógino no es ese «género
confuso» deseado por el quebequés Marc Chabot18. Tampoco es simul­
táneamente femenino y masculino. Alterna la expresión de sus dos com­
ponentes según sean las exigencias del momento. Las mujeres saben
utilizar muy bien esta alternancia en función de las etapas de la vida y
de las circunstancias. Los hombres pueden hacer lo mismo. El hom­
bre puede ser, sucesivamente, femenino con su bebé y francamente
viril con un niño mayor.
Maternal y jugador de rugby... La identidad andrógina permite un
ir y venir de las cualidades masculinas y femeninas que no puede com­
pararse con «la economía de la separación y la distancia» de antaño,
ni con la «ecología de la fusión»19. Se parece a un juego entre elemen­
tos complementarios, cuya intensidad varía de un individuo a otro.
Una vez interiorizada la identidad sexual, cada uno juega con su duali­
dad a su manera.

15 Sandra Bem: «Gender Schema theory ans its implications for child devclopment:
raising gender-aschematic children in a gender-schematic society», en Signs, 1983,
núm. 8, pp. 598-616.
56 Ibidem.
17 Véase Primera parte, capítulo II.
18 Marc Chabot: «Vengo para abogar por un género vago», en Genre maseulin ougenre
flou , p. 182. Véase también Sandra Bem: «Au-delá de I’androgyne. Quelques preceptos
oses pour une identité sexuelie libérée», en La dijférence des sexes, p. 270.
19 Michel Maffesoli: Au creux des apparettces, p. 257.
El hombre recoticiiiado/203

El andrógino humano es un ser sexuado, distinto del otro, que no


puede integrar la alteridad más que cuando se ha encontrado a sí mis­
mo. Es verdad que jamás el hombre y la mujer se han parecido tanto,
que jamás los géneros se han visto menos contrastados20. Pero la se­
mejanza no es la identidad y las diferencias sutiles25 subsisten. Los hijos
de padres andróginos acaban siempre detectándolas.

La revolución paternal22

El fin del patriarcado marca el principio de una paternidad com­


pletamente nueva. El hombre reconciliado ya no se parece al padre
de antaño en casi nada. El patriarca encarnaba la ley, la autoridad, la
distancia; pero se ha prestado poco atención al hecho de que el pa­
triarcado se definiera también por el abandono de los bebés por parte
de los padres: estaba claro que la criatura era propiedad exclusiva de
la madre. Por tanto, el principio de la vida se desarrollaba casi en una
total ignorancia del padre. La desaparición progresiva del patriarcado
y la investigaciones iniciadas hace unos 20 años han procurado la
aparición de una imagen distinta del padre y su función, especialmen­
te en relación a su hijo. En los Estados Unidos y en Escandinavia, un
buen número de estudios aplicados a muchachos con problemas ha
dado conclusiones idénticas que trastornan muchos credos: «es en el
transcurso de los dos primeros años de la existencia cuando los niños tie­
nen absoluta necesidad del padre»23. Henry Bíller añade incluso que
«los chicos que han sufrido la ausencia del padre al principio de su
vida tienen más problemas en diversos aspectos de su personalidad
que los que se han visto privados de él en una edad más avanzada»24.
20 E. Badinter: L ’Un est 1‘autre.
21 Con ello queremos decir la diferencias que se observan en el modo que hombre y
mujer aguantan un bebé, juegan con él, le hablan, etc. Diferencias corporales, de voz,
etc. Diferencias de proyección.
22 Cuando usamos la palabra «padre» en este capítulo no sólo nos referimos al pro­
genitor, sino a cualquiera que le sustituya y que dé amor y cuide al niño.
23 G. Corneau, op. cit., p. 26, precisa: «Los chicos observados eran, en su mayoría,
hijos de soldados, abandonados a una muy temprana edad, o hijos de marineros, con pa­
dres que se ausentan de casa nueve meses al año. Encontramos en esos chicos los mis­
mos desarrollos atípleos de los huérfanos que viven en orfelinatos inadecuados o de los
hijos de familias monoparentales educados en solitario y sin un sustitutivo pa­
terno».
24 Henry B. Biller: «Fatherhood: Implications for Child and Adult DevelopmenD>,
en Handbook o f Development Psycbology (ed. Benjamín B. Wolman) Prentice-Hall, Engle-
wood Cliffs, 1982, p. 706. Véase también H. B. Biller & D. L. Meredith: «Invisible
American Father», en Sexual Behavior, 1972, 2, pp. 16-22.
204/Ser un hombre (XY)

Recuperamos la vieja máxima aristotélica: son los hombres los


que engendran los hombres. Aunque hoy se haga con unos a priori ra­
dicalmente distintos de los de ayer.

Panorama de la paternidad occidental

A ambos lados del Atlántico, la cuestión del padre es la más con­


trovertida. Haciendo caso omiso de cualquier sutileza, se anuncia el
crepúsculo de los padres a la vez que su renacimiento. Las campanas
doblan por lo uno o lo otro indistintamente, en función del humor y
de la ideología de los especialistas de la fam ilia25. En realidad, ya no se
puede hacer un retrato tipo del padre, puesto que la realidad paternal
es multiforme. Si bien una gran mayoría de padres sigue viviendo
bajo el mismo techo que la madre y los hijos26, los que viven lejos del
hogar, separados o divorciados, y que se responsabilizan de su prole,
son cada vez más numerosos.
Al leer las estadísticas que publica el INSEE sobre la ocupación
del tiempo diario de hombres y mujeres, el pesimismo más negro se
apodera dei lector. En 1985, una mujer asalariada consagraba cuaren­
ta y dos minutos cotidianos al cuidado material de sus hijos, mientras
que su alterego masculino sólo les concedía seis minutos27. Incluso en
aquellos hogares en los que se defiende la igualdad, los estudios esta­
dounidenses evalúan la implicación respectiva media del padre y de
la madre en un 35% y un 65 %28. Los padres pasan cuatro, veces menos
tiempo que las madres en la intimidad con sus hijos y ni tan siquiera
se sienten obligados con respecto a ellos29.

25 Así, en los Estados Unidos, dos investigadores conocidos del público expresan
puntos de vista radicalmente opuestos: la feminista Barbara Ehrenreich constata la hui­
da de los hombres norteamericanos frente a las responsabilidades familiares, mientras
que joseph Pleck, uno de los fundadores de los Men's Studies, sostiene que los hombres se
implican cada vez más en la paternidad.
26 Popularon ei Sociétés, enero 1988. En 1986 eran un 86,2%, casados o cohabitantes
en este caso.
27 Cfr. INSEE, Les femmes, 1991, p. 141.
28 j. Pleck: «Men's family Work: Three Perspectives and Some New Data», en The
Family Coord'mator, octubre 1979, pp. 481-488.
29 S. Cath, A. Gurwitt, L. Gunsberg (ed): Fathers and their Families, The Analytic
Press, N. Y., 1989, p. 12. Véase también Diane Ehrensaft: Parenttng Together, University
of Illinois Press, 1987; Arlie Hochschild: The second Shift, Avon Books, N, Y., 1989;
M. Kimmel (ed.): Changing Men, y, también, los estudios ingleses de Lorna McK.ee &
Margaret O’Brien: The FatherFigure, Tavistock Publications, 1982, y de Charlie Lewís &
M. O’Brien: Reassessing fatherhood, Sage Publications, 1987.
Eí hombre reconciliado/205

Diane Ehrensaft y Ariie Hochschild, que han estudiado profun­


damente las familias «igualitarias», han dibujado un retrato muy simi­
lar de este nuevo padre. Es un hombre procedente de la clase media o
de la superior, que se beneficia de una educación y de unos ingresos
superiores a la media. Ejerce una profesión liberal que le permite, al
igual que a su esposa, disponer más libremente de su tiempo. Asimis­
mo, manifiesta un sentimiento de rechazo hacia la cultura masculina
tradicional. Una amplia mayoría dice haber roto con el modelo de su
infancia y no quiere, en absoluto, reproducir el comportamiento de
su propio padre, al que juzga «frió y distante». Desean «reparan) su
propia infancia30. Finalmente, viven con unas mujeres que no quie­
ren ser exclusivamente madres.
De manera general, los padres que participan activamente en el
cuidado y la educación de sus hijos se dicen más felices de su paterni­
dad que los que se implican poco en ello31. A pesar de todo, es necesa­
rio precisar que la satisfacción paterna depende directamente de la li­
bertad en la elección. En el caso, cada vez más numeroso, en que
hombres y mujeres invierten sus roles (ella tiene un trabajo y él está en
paro), la paternidad «impuesta» tiene consecuencias menos positivas.
Los estudios de G. Russell sobre este tipo de familias en Australia de­
muestran que los padres que se ocupan de sus hijos como pleno em­
pleo se quejan — como lo hacen muchas madres en las mismas cir­
cunstancias— de llevar una vida aburrida y rutinaria, de falta de rela­
ciones sociales y de verse criticados por la familia y los amigos32. En
cuanto les es posible encontrar de nuevo una ocupación profesional,
se decantan nuevamente hacia el modelo familiar más tradicional. Lo

30 La investigación de Arlie Hochschild demuestra que los nuevos padres igualita­


rios, que reaccionan contra su propio padre, han podido de algún modo identificarse
con hombres satisfactorios (un suegro, un hermano mayor, etc.), cosa que les ha permi­
tido reencontrar sus madres sin temor a convertirse en demasiado femeninos. Op. cit.,
pp. 216-218.
31 Véase el estudio de Frodi (y otros) sobre las familias suecas: Scandinavian Journal o f
Psjchology, 1982, 23, pp. 53-62, y los de G. Russell sobre los australianos: «Share-
caregivingfamiíies: an Australian Study», en Lambed.,N on TraditionalFamiíies:Parenting
and Childdevelopment, Hiilsdale, N. Y., 1982; Lawrence Erlbaum: The ChangingRoie o f Fat-
hers, University of Queensland Press, 1983. Véanse también los de Radin, sobre los Es­
tados Unidos, o los de Sagi en Israel, ambos publicados en ía compilación de
Lamb.
32 G. Russell: «Primary caretaking and Role-Sharing Fathers», en Lamb edición The
Father's Role, J. Whiley and sons, 1986, pp. 29-57, y «Problems in Roie-Reversed Fami-
líes», en Lewis & O’Brien, Reassessing Fatherhood, pp. 161-179. Russel estima entre 10.000
y 15.000 el número de familias de este tipo que existen en Australia, es decir, entre el 1 y
el 2% dei total de familias.
206/Ser un hombre (XY)

mismo se constata en Suecia, país en el que la baja por paternidad


existe desde 1974. Los padres piden la baja más corta cuando nace el
bebé y raramente la más larga para cuidar ai niño, a pesar de que las
condiciones financieras son interesantes33. Aceptan «compartir» con
la madre, pero no invertir los papeles. A pesar de la campaña del go­
bierno sueco destinada a incitar a los padres a que se ocupen más de
sus hijos, los hombres han demostrado que no deseaban consagrarles
todo su tiempo. En cambio, entre ciertas familias noruegas, donde el
padre y la madre trabajan media jornada y comparten las actividades
familiares, encontramos el porcentaje de satisfacción más alto entre
los dos miembros de la pareja34.
El número de padres que crían solos a sus niños aumenta en casi
todas las sociedades occidentales. En Francia, en 1990, se estimaba en
223.500 el número de niños que vivían con su padre35. En Estados
Unidos36 dicha cifra ha aumentado en un 100% entre 1971 y 1981, y
los especialistas creen que continuará el ascenso, aunque la propor­
ción de niños confiados a la madre y al padre se mantiene invariable.
Los estudios dedicados a estos padres demuestran que se ocupan más
a menudo de los chicos que de las chicas, de los preadolescentes que
de los bebés, y que se topan con los mismos problemas que las madres
solas: tiempo, dinero, cuidado de los niños, etc. Y se encuentran tam­
bién, con respecto a sus hijas adolescentes, con las mismas dificulta­
des que viven las madres con sus hijos varones de la misma edad. En
conjunto, puede decirse que los padres solos saben espabilarse37, espe-
33 Desde 1988, en Suecia hay un seguro paterno que acuerda 15 meses de baja a los
padres cuando tienen un hijo, doce de los cuales con una indemnización correspondien­
te a! 90% del salario habitual. Tanto el padre como la madre tienen derecho a pedirla,
aunque no de manera simultánea. Hasta el momento actual, los hombres se han mostra­
do reacios y sólo un padre de cada cinco ia ha pedido y siempre para un periodo inferior
que los permisos para maternidad que piden las mujeres. Gfr. Stig Hadenius & Ann
Lindgren: ConnaUn la Suéde, Instituto Sueco, 1990, p. 67. También es cierto que las en­
cuestas realizadas en 1V8U mostraban que ios padres habiendo pedido la baja tenían pro­
blemas con la empresa que les da el trabajo (encuestas citadas por J. Pleck en «Empioy-
ment and Fatherhood: Issues and Innovative Poiicies», en The Father’s Role, pagi­
nas 401-402).
34 E. Gronseth: «Work Sharing; A Norvegian Exampie», en Rapoport & Rapoport
(eds.): Working Couples, Sta. Lucia, University of Queensíand Press, 1978.
35 Population et súdéiés, núm. 269, junio 1992.
3(5 En 1984, un niño de cada cinco vivía en una familia monoparentai: 90% con la
madre (es decir, 10,5 millones) y el 10% con el padre (1,5 millón). Cfr. Shirley M. Han-
son: «Father/Child relationship: Beyond Kramer vs Kramer», en Marriage and Family
R evim , vol. 9, núms. 3-4, 1986, pp. 135-149.
37 Ibidem, p. 145. Véase también Arnold j. Katz: «Lone fathers: Perspectives and
Impücations for Family Policy», en The Family Coordinator, oct, 1979, pp. 521-527, que
censa todos los estudios sobre el tema realizados en los Estados Unidos, Australia y Canadá.
El hombre reconciliado/207

cíalmente cuando consiguen sacar a la superficie su feminidad para


ser padre y madre a un mismo tiempo38.
La mayoría de los padres divorciados no tiene la custodia de sus
hijos39. En el momento del divorcio sólo una minoría de padres la pi­
den. Hay varias razones que explican este fenómeno. Desde hace
unos veinte años, las rupturas se producen cada vez antes: en 1982 al­
canzaban su cota máxima hacia el cuarto año del matrimonio40, es de­
cir, cuando los niños son aún pequeños. Los movimientos por la con­
dición paternal y masculina acusan al unísono a los jueces de sexis-
mo41, por confiar sistemáticamente el niño pequeño a la madre. Pero
es más probable que sea el peso del modelo tradicional, que santifica
la diada madre/hijo, el que influye en la decisión del juez, del padre y
de la madre. Al padre ni se le ocurre pedir la custodia y a la madre no
se le pasa por la cabeza el tener que concederla42.
¿Por qué no admitir que muchos padres simplemente no tienen
ganas de cambiar su modo de vida, reducir su actividad profesional y
frenar sus ambiciones para ocuparse de un niño? Las madres solas
que trabajan a pleno empleo saben que los niños son una carga muy
pesada. Para algunas de ellas, las compensaciones afectivas compen­
san sobradamente el precio que hay que pagar. Pero, en otras ocasio­
nes, las razones de la elección corresponden a un sentimiento de cul­
pabilidad y al sentido del deber. ¡Presiones que se ejercen todavía muy
poco sobre los padres!
La encuesta llevada a cabo en 1985 por H, Leridon y C. Villeneu-
ve-Gokalp sobre las relaciones entre los niños y sus padres separados
demuestra la diferencia evidente entre los comportamientos paternos

38 Margaret O’Brien, que ha dirigido una encuesta profunda con 59 padres londi­
nenses que tienen bajo su cargo niños de entre 5 y 11 años, cita esta confidencia de uno
ellos: «Tengo que hablar de mí mismo como de una «madre» porque no existe la palabra
para designar los hombres que hacen lo que yo hago», en «Becoming a Lone father: Dif-
ferential patterns and Experiencies», en The Father Figure, p. 184.
39 En 1984, menos del 10% de los padres divorciados fr a n c e s e s habían tenido la
custodia de sus hijos.
40 Données sociales, 1990, INSEE, p. 298.
,n Journal de la condition masca Une, núm. 50 (19870, núm. 62 (1990), L'Express, 13-19
junio 1991, p. 80,
42 A pesar de que no haya estadísticas nacionales sobre la petición de custodia por
parte del padre, una encuesta reciente efectuada a través del tribunal de París parece
confirmar esta hipótesis: «Sobre un total de 200 asuntos tratados, 161 no planteaban
problemas acerca de la custodia de los hijos y la madre se quedó con ellos en 145 casos y
el padre sólo en 12 casos. La misma encuesta revela que en 14 casos con conflicto, la
madre ha conseguido la custodia en 9 ocasiones y el padre en 5». Cfr. Violette Gorny:
Priorité aux enfants. Un Nouveau pouvoir, Hachette, 1991, p. 87.
208/Ser un hombre (XY)

y los maternos. «Más de la mitad de los niños pierden contacto con el


que no les tiene a su cargo, sea padre o madre, o mantienen con aquél
relaciones episódicas (menos de una vez al mes). Dado que los niños
viven con su madre en ocho de cada diez casos, es con el padre con
quien, mucho más a menudo, se enrarece.» ¡Ojos que no ven, corazón
que no siente! Nada prueba que estas estadísticas no pudieran inver­
tirse en el caso de que se concediera masivamente a los padres la cus­
todia de los niños. Sin embargo, hay una cifra que obliga a reflexio­
nar: el 27% de los padres separados no ven nunca más a su hijo, y un
porcentaje casi idéntico corresponde a los que jamás pagan nada en
concepto de pensión alimentaria. Ya se trate de indiferencia, culpabi­
lidad o rabia contra la madre, estas estadísticas demuestran de una
manera muy cruda que el amor hacia un niño depende directamente
de la proximidad y de la intensidad de las relaciones. Y eso hay que
quererlo.
Finalmente, existe una categoría de padres de la cual nunca se ha­
bla en Francia43 y que comienza a ser objeto de estudios en los Estados
Unidos y Canadá: los padres homosexuales. Su número es difícil de
evaluar por razones obvias. En América (Estados Unidos y Canadá)
se estima en seis millones el número de homosexuales casados o pa­
dres44 y en un millón el número de padres gays.
Muchos se preguntarán: ¿cómo ser ai mismo tiempo homosexual
y padre? Generalmente, estos hombres se han casado de buena fe, ig­
norantes de sus pulsiones homosexuales45. Casarse y tener niños cons­
tituye para ellos un certificado de normalidad. La mayoría no recono­
ce su homosexualidad hasta después de casarse y ser padre. Es una
toma de conciencia gradual, dolorosa y terriblemente culpabüizado-
ra. David Leavitt ha descrito magníficamente el calvario de un padre
de familia que no podrá confesar su homosexualidad hasta después de
veintisiete años de matrimonio, aterrorizado por la idea de herir a su

4:i La encuesta, llevada a cabo a principios de los años 1970 entre los arcadianos, in­
dicaba que si una gran mayoría se quedaban solteros, un 16% se había casado, un 8% se­
guía estándolo en el momento de la encuesta y un 13% tenía hijos (10% concebidos, 3%
adoptados). Pero no se sabe prácticamente nada acerca de su paternidad; Rapport suri'ho-
m m x ualité de l'hom m , pp. 156 y 163. Alian P. Bell estima en un 20% el porcentaje de
hombres homosexuales casados, en Homosexualités, p. 202.
44 F. W. Bozctt: Gay and Lesbian Parents, N. Y., Praeger, 1987.
Rapport sur l'homosexualité, pp. 166-170; Brian Milíer: «Life-styles of Gay Hus-
bands and fathers», en M en’s IJves, pp. 559-567; B. Miller. «gay Fathers and their chil-
dren», en The Family Coordinator, oct. 1979, pp. 544-552; Robert L. Barret & Bryan
E. Robinson: Gay Fathers, Lexíngton Books, 1990.
El hombre reconciliado/209
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21 O/Ser un hombre (XY)

mujer, su hijo y destruir su hogar47. Doble vida, mentiras, miedo de


ser descubierto forman parte de la vida cotidiana de esos hombres que
temen el estigma y la mirada de sus niños. Aquellos que eligen vivir
sin tapujos acaban por divorciarse y se encuentran en una situación
jurídica y social difícil. Son víctimas al mismo tiempo del rechazo de
los homosexuales y de los heterosexuales, que les reprochan haberse
casado para disimular. Los padres gays quedan aislados, privados de
la custodia de sus hijos48, y lo peor: tener que revelarles la propia
orientación sexual, ya que se corre el riesgo de traumatizarles, de per­
der su cariño y su respeto49.
El silencio que rodea a los padres homosexuales no impide la
constitución de un cierto número de mitos, cada uno más negativo
que el anterior. Barret y Robinson han contado una decena de ellos50.
Entre los más comunes figura la idea de que los padres gays son enfer­
mos que pueden transmitir su homosexualidad a sus hijos. No existe
ninguna prueba de que entre los hijos de homosexuales haya más ten­
dencia a la homosexualidad que entre los otros5í. Así lo resumía, con
humor, un padre entrevistado: «Mis padres heterosexuales no han lo­
grado hacer de mí un heterosexual. No hay ninguna razón para creer
que yo conseguiré lo contrario, incluso si lo quisiera»52.
Otro mito resistente: el gay es un obseso sexual y el padre homo­
sexual tiende a abusar de sus hijos o a dejar que sus amigos lo hagan.
Nada hay más falso. Todas las encuestas prueban que el homosexual
es, con menor frecuencia que el heterosexual, culpable de actos delic­
tivos53. Según las estadísticas nacionales de la policía estadounidense,
el 90% de los niños agredidos sexualmente lo son por heterosexua­
les54. Los actos incestuosos o los que atentan contra el pudor son rari-

47 David Leavitt: E l lenguaje perdido de las grúas, Versal, 1989.


48 B. Miller. The Family Coordinator, p. 549.
49 En 1977, una encuesta nacional reveló quela homosexualidad era eltema más
difícil de abordar entre padres e hijos: The General Mills American Family Report, Minnea-
polis, 1977.
50 Barret & Robinson, pp. 32-33.
51 Un estudio profundo entre 40 padres homosexuales y cuyos 48 hijas y 42 hijos
eran lo suficientemente mayores para que se conociera su preferencia sexual, ha des­
mentido este mito. Sólo uno de los hijos y tres hijas parecían dirigirse hacia ia homose­
xualidad. Brian Miller en Men's U ves, p. 565, y B, Miller en The Family Coordinator,
pp. 546-547.
32 Brian Miller: The Family Coordinator, p. 547.
53 A. Bell & M. Weinberg: Homosexualités; Le regará des autres, Arcadle, 1979, p. 65;
Barret & Robinson, op. cit., pp. 42 y 80.
54 B. Voeller & j. Wakers: «Gay fathers»,The fam ily Coordinator, 1978, núm. 27,
pp. 149-157; B. Miller: idem, 1979, p. 546.
El hombre reconci!iado/2l 1

simos, prácticamente inexistentes, entre ios padres homosexuales. A


pesar de ello, esa es una de las razones que se invocan con más fre­
cuencia ante los tribunales estadounidenses para negarles la custodia
de sus hijos...
Un último argumento en contra de ios padres homosexuales: sus
hijos quedan expuestos a la persecución por parte de la sociedad. Es
cierto que los padres que viven abiertamente su homosexualidad ha­
cen que sus hijos corran el riesgo de ser menospreciados y rechazados
tanto por sus amigos como por los adultos; pero las encuestas de­
muestran que esos padres son conscientes del problema y hacen lo
que pueden para proteger sus hijos. Contrariamente a un fantasma
muy extendido, el padre homosexual no es un perverso irresponsable,
sino que ama a sus hijos como cualquier otro padre. Los diferentes es­
tudios de que disponemos le muestran ávido de mantener relaciones
afectuosas y estables con sus hijos, a menudo más maternal, pero tam­
bién más estricto en la aplicación de la ley que el padre tradicio­
nal
Estas aclaraciones previas no deben disimular las dificultades con
que se encuentran los hijos de homosexuales. De entrada, existe la ne­
cesidad de guardar el secreto en relación con la gente que le rodea, in­
cluso con la más cercana. El miedo a traicionar al padre y a las bro­
mas pesadas crea un sentimiento de aislamiento difícil de soportar. Si
no hay secreto que guardar, la vida del niño tampoco es más fácil, ya
que recibe en plena cara la homofobia no disimulada de la sociedad.
Lo peor de todo es que el niño interioriza esa homofobia. Finalmen­
te, las encuestas consultadas tienden a probar que las chicas aceptan
mejor que los chicos la homosexualidad de su padre, si bien un cierto
número tanto de hijos como de hijas manifiesta trastornos en el com­
portamiento o de identidad. No obstante, hay que decir que tampoco
son estadísticamente más importantes que los que sufren los hijos de
los padres divorciados heterosexuales56.
De este paréntesis dedicado al padre homosexual debiera retener­
se que la orientación sexual no prueba nada en cuanto a la calidad de
la «paternidad». A pesar de ello, la opinión pública es mucho más se­
vera respecto a este padre que respecto a aquel que ha desaparecido de
la vida de su hijo...
55 F. W. Bozett: «Gay fathers: A review of the Literature», en Journal of Homose-
xuality, 1989,18, pp. 137-162; J. Bigner & A. jacobsen: «The valué o f Chüdren for Gay
Versus Heterosexual Fathers», en Journal o f Homosexuaiity, 1989, 18, pp. 163-172.
R. Barret & B. Robinson, op. c i t p. 89.
212/Ser un hombre (XY)

El buen padre: de la «matemis&ción» a la «parentinción»

Desde hace varias décadas nos faltan dedos en las manos para
contar los estudios destinados a valorar las consecuencias del padre
ausente. Sus conclusiones son objeto de controversias57. Si bien es
cierto que los chicos educados sin padre parecen encontrar, estadísti­
camente, más dificultades que los demás (control de la agresividad,
fracaso escolar, problemas de identidad en el género...), la constata­
ción comporta también muchas excepciones. No todos los niños edu­
cados sin padre tienen necesariamente problemas, ni aquellos que vi­
ven bajo el mismo techo que él ven asegurado un desarrollo normal.
Hasta ahora, nadie conoce con certeza las razones del éxito o del
fracaso. Presencia o ausencia paterna no bastan para explicarlo
todo58.
Desde que las madres entraron masivamente en el mercado del
trabajo y desde que los padres «de transición»59 han pasado a ocuparse
de sus hijos, las investigaciones más recientes invierten el problema e
intentan medir los efectos de la presencia paterna, especialmente en
los más pequeños. El hombre comienza su carrera como padre con el
nacimiento del niño. Durante los primeros meses del bebé, para ha­
blar con propiedad, puede definírsele como un padre/madre00, o si se
prefiere así de una madre masculina, más madre que masculina para
así satisfacer las necesidades del bebé. Contrariamente a la tradición
cultural y lingüística, la «maternización» no tiene sexo61. Para evitar
la trampa del lenguaje, los angloamericanos prefieren la palabra más
neutra nurturing, que significa «alimentar física y afectivamente», opa-

57 Para un resumen de estos estudios y controversias, cfr. Michael E. Lamb The t a l-


ber's Role, pp. 14-16, y Gregory G. Rochlin: The mascultne DUemma, Little, Brown and Co.
Boston, 1980.
58 Múltiples factores entran en juego: la presencia o no de un sustituto paterno; las
relaciones entre padre e hijo son sin duda más importantes que 3a presencia o ausencia
del padre.
59 Theresa Jump & Linda Haas: «Fathers in Transítion», en Changing Men, pagi­
nas. 98-114.
60 E. BadÍnter: L ’A mour en plus, pp. 365-368.
Diane Ehrensaft utiliza la palabra «matern«ación» para designar los cuidados
diarios que se le dan a la criatura y que se acompañan de una conciencia de ser directa­
mente responsable de ella, cosa que no tiene nada que ver con los pocos minutos diarios
que ei padre tradicional le consagra a su hijo, «When Women and men Mother», en So
ciaüst Repieti>, febrero 1980, núm. 49, pp. 45-46.
El hombre reconciliado/213

renting. Los dos términos tienen la ventaja de borrar las distinciones


sexuales.
La «maternización» se aprende con la práctica. El hombre y la
mujer la aprenderán62 tanto más rápidamente cuanto más maternales
hayan sido sus padres. La calidad de la «maternización» depende tam­
bién de su oportunidad: un estudio dedicado a los padres que crían so­
los su bebé demuestra que adoptan un comportamiento aún más pró­
ximo al de la mujer maternizante que los padres casados. Más que de
una diferencia de género, la «maternización» de un hombre o de una
mujer depende de su propia infancia o de circunstancias exteriores
que nada tiene que ver con su fisiología03.
Para ocuparse de manera correcta de su bebé, el padre, al igual
que la madre, debe poner en funcionamiento toda su feminidad pri­
mera. Hay que tener en cuenta que la reactivación de esta feminidad
se produce a menudo durante el embarazo de su mujer. El expectant
fatber es el blanco de trastornos psicológicos cada vez mejor conoci­
dos. Tiene que enfrentarse al retorno de su feminidad maternal pri­
mera y al recuerdo inconsciente de la fusión64. Es una experiencia que
algunos hombres soportan mal, como lo testimonian las mil peque­
ñas enfermedades que contraen durante el embarazo o su huida del
hogar65. Nadie duda de que para ciertos hombres «adoptar una identi­
dad paterna coherente es la tarea de integración más difícil de la edad
adulta»66.
Después del nacimiento, el padre será más maternal en la medida
en que reactive sus primerísimas relaciones con su madre. Contraria­
mente a las teorías de Chodorow, que sostienen que los hombres no
tienen las mismas capacidades de relación que las mujeres, la expe­
riencia prueba que, al contrario, su común protofeminidad pasada les
sitúa en pie de igualdad ante la «maternización». Cuanto más se deje el
padre invadir por su feminidad, más capaz será de lograr la intimidad

62 Véase Robert A. Fein: «Research on Fathering», en Journal o f Social Issues, 1978,


vols. 3-4, núm, 1, p. 128. Cfr. también M. Lamb; op. cit., p. í í.
63 Barbara j. Risman: «Men who Mother», en gen der er Society, marzo 1987, vol. 1,
núm. 1, pp. 8-11.
64 S. Osherson: Finding our Fathers, pp. 133 y 140»
65 John Updike: Corre conejo, Barcelona 1984. El héroe huye cuando sabe que su mu­
jer está embarazada y, más adelante, abandonará a su amante que también espera un
hijo. Véase también G. Delaisi de Parseval; La p a rt du pére, Seuil, 1981, y Mary-Joan
Gerson: «Tomorrow’s fathers», en Cath, Gurwift, Gunsberg (ed); Fathers <&their Fami-
lies, 1989, op. cit., pp. 127-144.
66 Mary-Joan Gerson, op. cit., p. 141.
214/Ser un hombre (XY)

con su bebé y mejor padre será. Los numerosos estudios dedicados a la


relación padre/bebé, analizada en el transcurso de sus seis primeros
meses, son tajantes: los padres se comportan maternalmente tan bien
como las mujeres67 y casi de la misma manera que ellas68. Esta afirma­
ción se confirma con las observaciones de padres solteros o casados
que mantienen el papel maternizante principal69. Al igual que la ma­
dre, el padre puede establecer una auténtica relación de simbiosis con
su bebé70, con la condición de que sepa adormecer su masculinidad
tradicional. «El macho (a) puro, el duro entre los duros, es esencial­
mente incapaz de ser paternal»71. Sólo son buenos padres ios que sa­
ben jugar con su bisexual idad.
Y, sin embargo, si el padre puede ser maternal como lo haría una
madre, los especialistas no dejan de ver sutiles diferencias entre la
«maternizacíón» masculino y femenina. «El padre tiende a jugar mu­
cho más que la madre con el pequeño y su mirada es, generalmente,
más estimulante, más vigorosa y más perturbadora para el bebé»72.
Yogman ha observado que los padres se decantan, muy pronto, hacia
los juegos táctiles y de movimiento, en el transcurso de los cuales in­
tentan excitar al crío, mientras que las madres prefieren juegos visua­
les que incitan a la criatura a fijar su atención. Se observan las mismas
características entre padres con bebés de ocho meses y de más. Desde
el nacimiento, el padre, que en otros terrenos se comporta como la
madre, tiende a cogerlo y a mecerlo más que ella. En el transcurso de
las entrevistas mantenidas con Yogman, los padres manifestaban la
importancia del contacto físico, de la «sensación que provoca en ellos
el movimiento del bebé»73. Estas diferencias en el modo de jugar y en
67 Además de los trabajos ya mencionados, cfr, los de T. Berry Brazelton, Michaél
Yogman, Kyle Pruett, F. Pedersen, etc.
()S «Bebés de tres meses intereaccíonan perfectamente bien con el padre como con la
madre según un mismo esquema recíproco y mutuamente regulado... Padres y madres
manifiestan la misma capacidad para hacer jugar al niño pequeño y para conseguir que
éste les dedique su atención..,» Cfr. M. Yogman: «La Présence du pére», en Objecttf bébé;
A utnm m t, núm. 12, 1985, pp. 143-144.
69 Kyie C. Pruett: «The Nurturing Male», en Cath y otros, 1989, pp. 389-405; R.
Fein: «Research on Feathering», op. cit., pp. 127-131; McKee & M. O’Brien: The Father
Figure, pp. 56-60 y 162-167.
70 Peter B. Neubauer: «Fathers and Single Parents», en Cath y otros, 1989, p. 63-75.
71 judith Kestenberg (y otros): «The Development o f Paternal Attitudes», en Cath y
otros, Father and C'bild, 1982, p. 206. A. Hoehschild ha destacado que los padres muy im­
plicados hablaban de la paternidad de la misma manera en que las madres hablan de
maternidad, op. cit., pp. 228-229.
72 N. Yogman, en Autremeat, p. 144. Véase también, del mismo autor, «Observa-
tions on the Father-Infant Relationship», en Cath y otros, 1982, pp. 101 a 122.
7Í Ibidem, Autrement, p. 145.
El hombre reconciliado/215

Ja calidad de la estimulación vuelven a encontrarse en todos los estu­


dios que se consagran al padre no tradicional, ya sea norteamericano
o sueco, inglés o australiano74.
Hay otra diferencia entre la «maternización» del padre y de la ma­
dre: el padre se comporta de forma distinta con el bebé varón y bebé
hembra, sobre todo a partir del momento en que éste ha cumplido un
año. A diferencia de la madre, que trata a niño y niña del mismo
modo, el padre se preocupa más de la virilidad de su bebé varón. No
sólo dedica más tiempo a jugar con él75, sino que estimula sus actitu­
des viriles, como la actividad física, la independencia o la explora­
ción. En cambio, con la niña, se muestra más cariñoso y le estimula
los caracteres femeninos: suavidad, pasividad, tranquilidad... Otra di­
ferencia sexual: se ha comprobado que los padres y madres tocan más
a menudo los órganos genitales del hijo que tiene su mismo sexo y
menos los del otro76. El testimonio de un padre que ha reflexionado
sobre sus sentimientos paternales es elocuente: darle el baño a su hijo
de 17 meses es un placer sensual reivindicado: «En última instancia es
el único hombre al que, sin infringir directamente el tabú de la ho­
mosexualidad, puedo tocarle el pene, ese pequeño y divertido apéndi­
ce. Los besos, que entonces se consideran besotes, se dan en una fran­
ca camaradería». Nada que se parezca con la hija, que tuvo la misma
edad unos diez años antes: «Era un joven padre sin norte, fascinado
por la belleza de aquella pequeña mujer... Pero absolutamente respe­
tuoso, casi inhibido, en lo que respecta a su sexo. Cuando pasaba el al­
godón hidrófilo por el interior de sus labios... me convertía inmedia­
tamente en una puericultora, fría y profesional»77.
En realidad, no puede darse una buena paternidad sin haber acep­
tado antes la propia homosexualidad latente, ¡y unas gotas de pedofi-
lia! Ha llegado el momento de que se le permita al padre lo que se ha
permitido a la madre toda la vida...
Las ventajas del padre/madre son considerables para el hijo. Ade­

74 M. Lamb observa que se ignora todavía si estas diferencias son de origen social o
biológico.
75 Michael Lamb & Jamie Lamb: «The nature and Importance of the Father-Infant
Relationship», en Family Coordinator, oct. 1976, pp. 379-384. Véase M. Lamb: «The De-
velopment o f Mother-Infant and Father-Infant Attachments in the Second Year of
Life», en Developmental Psychology, 1977, núm, 13, pp. 637-648. Mismas conclusiones de
Charles Lewis: «The Observation Father-Infant Relationship», en The Father Figure, op.
di., p. 161.
76 Charles Lewis, op. cit., p. 155.
77 Jules Chancel: «Le corps de b.», en Peres et fils; Autrement, núm. 61, junio 1984,
p. 210. El subrayado es nuestro.
216/Ser un hombre (XY)

más de que representa una nueva fuente de estímulos y otro objeto de


amor además de la madre, se revela un excelente modelo de identifi­
cación para el hijo, aunque no de la forma que se esperaba. Los traba­
jos de H. Biller78 y de M. Lamb79 han demostrado que es mucho me­
nos importante la masculinidad del padre que la intimidad y el calor
de la relación padre/hijo. Dicho de otra manera: son las característi­
cas «femeninas» del padre las que incitan al hijo a tomarlo como mo­
delo. Evidentemente, será más andrógino que el hijo de un padre tra­
dicional, menos ávido de distinguir entre roles sexuales; no obstante,
a medida que va creciendo el niño puede identificarse con un objeto
de amor del mismo sexo que el suyo. Desde los dieciocho meses (fase
fálica), el hijo busca activamente la presencia del padre, lo imita y lo
prefiere80. Eso no tiene nada que ver con una actitud femenina, pasi­
va, ni con el amor que siente por su madre. Según Loewald, la atrac­
ción precoz hacia el padre descansa en la identificación con un ideal.
De este modo se instaura una relación triangular preedípica positiva81
que le ayuda a salir del dilema maternal y que atenúa ei miedo hacia
las mujeres. Aunque no pueda impedir la aparición del complejo de
Edipo ni la angustia de la castración, consigue disminuir sus efectos
dramáticos.
El nuevo padre/madre desmiente de forma apabullante la tesis
que defiende la relación exclusivista del bebé con la madre (John
Bowlby) con sus implicaciones: el bebé sólo puede atarse a una sola
persona a la vez82. Los trabajos precursores de M. Lamb o de M. Yog-
man demuestran que no hay nada más falso. De hecho, es el padre
que invierte más en el hijo el que se convierte en el principal objeto de
atracción — sin distinción de sexos— y esa relación de preferencias
no excluye la existencia de otras. Además, las preferencias varían con
la edad. Si bien una gran mayoría de hijos parece más cercano a la ma­
dre durante el primer año, todos cambiarán de padre favorito varias
veces en el transcurso de los dos siguientes años, dependiendo de las

7lt H. Biller; Father, Child and Sexe Role, Lexington M. A., Heath, 1971.
79 M. Lamb, The Role o f the Father in Child Development, N. Y. Wiley, 1981.
80 Idem. El chiquillo está muy orgulloso de que su padre le enseñe a orinar de pie,
como un hombre.
81 Véanse los trabajos de John Munder Ross, 1977, 1979, 1982; y dePeter Blos: Son
and Father, N. Y. The Free Press, 1985. John Munder Ross, que ha reinterpretado el
caso del pequeño Hans, sugiere otra razón de su neurosis: la insuficiencia de padre du­
rante ei segundo año. Cfr. «The Riddle O f Little Hans», en Cath y otros, 1989,
pp. 267-283.
82 Véase M. Mahler, Winnicott, F. Dolto, etc.
El •hombre reconci 1iado/217

etapas psicológicas, del sexo de la criatura y de las circunstancias exte­


riores83. Por otra parte, sea cual sea la evolución de sus sentimientos,
el niño interiorizará a los dos padres disponibles y ya no se verá ence­
rrado en una relación a dos, que puede llegar a ahogarle.
Es fácil descubrir las ventajas de este nuevo tipo de familia, en
particular para el niño. Se acabó con la necesidad de ritos bárbaros
para separarle de la madre y posibilitarle el acceso al mundo de los
hombres. El mantenimiento de un estrecho contacto con el padre
desde el momento mismo del nacimiento le ahorra las penas y el do­
lor de la masculinízación. Además, ésta se dará de un modo menos di­
ferenciado, será menos clara que antes. Se organizará en tomo a sutiles
diferencias, igualmente esenciales para el mañana que las que ayer se
englobaban en el dualismo oposicional. Una vez pasados los primeros
años, el padre deberá movilizar toda su virilidad para transmitirla a su
hijo. Deberá poner en juego su bisexualidad y saber evolucionar del
padre/madre al padre/mentor. Dos etapas del amor paternal, tan ne­
cesarias la una como la otra. Pero hasta el momento, raros son los pa­
dres que han sabido hacerlo.

Las condiciones de la revolución paternal

La revolución paternal, apenas perceptible hoy en día, debería ge­


nerar grandes transformaciones entre las próximas generaciones y,
especialmente, una nueva masculinidad, más diversificada y sutil;
pero supone unas relaciones de pareja más democráticas que las que
conocemos en la actualidad y que no tienen sólo que ver con la buena
voluntad de los individuos. Por el momento, las instancias que go­
biernan las sociedades occidentales no han comprendido que una
mujer vale tanto como un hombre y, menos aún, que un padre vale lo
mismo que una madre84.
Alrededor de los dos tercios de las madres trabajan fuera del ho­

81 Diane Ehrensaft: Parenting Together, op. cit., pp. 195-199.


84 En Francia, un hombre que se queda en casa para ocuparse de un hijo enfermo si­
gue siendo peor visto que la mujer que hace lo mismo. Por el contrario, en Suecia, el se­
guro paterno prevé una indemnización para el padre que se queda en casa para cuidarse
del niño enfermo (hasta 90 días por año y para un hijo hasta que tiene doce años). En
general, los padres se quedan en casa igual que las madres en el caso de que haya un hijo
enfermo. Cfr. Connaítre la Suéde, p. 67.
218/Ser un hombre (XY)

gar85. A pesar de que las madres danesas trabajen fuera tres veces más
que las madres españolas, no hay duda de que se está imponiendo
muy rápidamente un nuevo modelo maternal en todo el conjunto de
la sociedad occidental. Y, sin embargo, no se acaba nunca si se pre­
tende enumerar las injusticias de que son objeto86. Las madres france­
sas, que no son precisamente las que viven en las peores condicio­
nes87, manifiestan a menudo su cansancio frente a esta desigualdad,
para la que no encuentran solución. De la manera más natural, ape­
lan a sus compañeros, que, a su ve2, se hacen los sordos o casi.
Esta relación común a una mayoría de mujeres no debe, sin em­
bargo, esconder otra de la que se habla en raras ocasiones: la resisten­
cia que ofrecen las madres a un reparto de la función maternal. Todos
los estudios demuestran que la implicación paterna depende también
de la buena voluntad materna88, y, en cambio, son muchas las mujeres
que no desean ver cómo su compañero se ocupa más de sus hijos. En
los años 80, dos encuestas demostraban que los padres que hubieran
querido implicarse un poco más no habían sido estimulados a ello:
entre un 60 y un 80% de las esposas no querían que lo hicieran89.
Para justificar su actitud muchas mujeres aluden a la incompeten­
cia de su marido, que les da más trabajo del que les quita. Pero, más en
su interior, sienten su preeminencia maternal como un poder que no
quieren compartir, aunque sea a costa de un brutal cansancio físico y
psíquico90. De hecho, su actitud respecto a la implicación paternal ha
cambiado muy poco en los últimos quince años91 y es previsible ima­
85 Para los Estados Unidos, cfr. Bureau of Labor Statistics, Bmployment and Baming.
Characteristics offam iliss: First Q uartef (Washington, D. C , U. S. Department of Labor,
1988). Para Europa, cfr. Julio Caycedo & Boyd Rollins «Employment Status ans Life
satisfaction of Women in Nine Western European Countries», en InternationalJournal o f
Soaology o f the Family, 1989, vol. 19, pp. 1 a 18.
86 Una encuesta danesa, extremadamente detallada, concluía en 1988: «Es verdad
que cada vez más los hombres comparten las tareas domésticas, pero siguen siendo ¡as
mujeres las que hacen la parte más dura», Time and Consumptm, Gunnar Viby Mogensen,
1990, pp. 36 a 201. Este voluminoso estudio demuestra la voluntad que hay en este país
de resolver las desigualdades sexuales.
87 Como las madres norteamericanas, trabajan alrededor de siete horas más por se­
mana que sus compañeros, es decir: ¡15 días más al año!
88 N. Radin: «Primary Caregiving and Role-Sharing Fathers», y G. Ruseil: «Shared-
Giving Families: An Australían Study», en N on-traditionalFamilies (ed. Lamb), 1983, op.
cit., pp. 173-204 y 139-171.
89 Quinn & Staines: The 1977, Oualiiy o f Employement Survey, Ann Arbor, M, L, 1979,
Véase también j. Pleck: Husbands and Wifes P aid Work. Family Work and Adjustment, We-
llesley, M. A., 1982.
90 M. Lamb & D. Qppenheim: «Fatherhood and Father-Child relationships», en
Cath y otros, 1989, p. 18.
’ i J. Pleck, op. cit., 1982,
El hombre reconciiiado/219

ginar que no cambiará sustancialmente hasta que el conjunto de la so­


ciedad no instaure una nueva distribución de los poderes masculinos
y femeninos, incluso entre las mujeres que dicen querer una mayor
participación paterna, puede encontrarse una mayor ambivalencia de
la que indican los resultados de la encuesta de 1982. Los trabajos de
Rusell sobre los padres australianos92 que se ocupan del hogar y de los
hijos revelaron una real insatisfacción de las esposas, fuente de fric­
ción conyugal.
El enormemente valioso estudio de Diane Ehrensaft sobre estas
nuevas familias demuestra que, a menudo, las madres están celosas de
los lazos que unen a padre e hijo93. Se sienten excluidas y se quejan de
no disfrutar con su marido del mismo grado de intimidad que éste
comparte con el hijo. Esto le sugiere a Ehrensaft la siguiente observa­
ción: cuando la madre pierde su papel preeminente, debe afrontar la
idea de que su hijo no es una prolongación de ella misma, que perte­
nece y se identifica también con alguien más. Es una impresión parti­
cularmente dura si el hijo es un varón. Curiosamente, la encuesta no
demuestra la existencia de unos celos simétricos del padre respecto a
la diada madre/hijo.
Pero las parejas minuciosamente estudiadas por Ehrensaft son
una minúscula excepción que confirma la regla general. Estos padres
que reparten las tareas al 100%, sin ninguna distinción entre sus ro­
les, no son en absoluto representativos de la realidad familiar actual.
Seria falso y deshonesto dar a entender que los hombres son víctimas
de las mujeres que no les dejan hacer de padre. Junto a un pequeño
número de padres que estarían dispuestos a hacer un poco más, sub­
siste un ejercito de hombres que ní tienen ganas, ní se sienten con el
deber de hacerlo. Estos no son «padres impedidos» por sus mujeres,
sino los herederos del hombre duro que se prohíbe a sí mismo ser
padre.

Ventajas e inconvenientes del reparto parental

Existen dos posibles modelos: uno, en el que padres y madres ha­


cen exactamente lo mismo; y otro, en el que los padres se reparten las
tareas. El primer modelo, que es todavía más raro que el segundo, es

« En 1982 y 1983, op. cit.


93 Parenting Together, op. cit., pp. 151 a 163.
220/Ser un hombre (XY)

el que adoptan las 40 parejas observadas por Ehrensaft. Desde el naci­


miento de su hijo, los padres escogieron ocuparse de todo (excepto del
amamantamiento cuando éste se daba), sin distinciones, y demostrar­
le al crío que papá y mamá eran intercambiables. Los resultados obte­
nidos no están exentos de ambivalencia, tanto en cuanto al hijo,
como en lo que respecta a la pareja.
Aparentemente, no hay confusión ni ansiedad en el hijo de esta
pareja, a pesar de que, cuando son pequeños, utilícen las palabras
«papá» y «mamá» alternativamente y no siempre de la manera que co­
rresponde. Aunque Ehrensaft expresa inquietud en un primer mo­
mento, luego comprende, gracias a la observación, que para ellos ta­
les denominaciones corresponden mucho más a categorías sociales
que no a nombres propios. A menudo, cuando un crío llamaba a su
madre, era su padre quien respondía. En definitiva, era aquel de los
padres que más cerca estaba de la criatura el que respondía a la deno­
minación «mamá», de tal modo que el niño aprendía que eran dos las
personas que podían ocuparse de lo mismo. La crítica más habitual
que suele dirigirse a ese tipo de comportamiento parental es el riesgo
que corren los niños de tener un sentimiento confuso acerca de su
identidad sexual. Sin embargo, ninguno de ellos manifestó problemas
de identidad (core gender), aunque no tenían clara la noción de los roles
sexuales habituales (gender role identity), dado que el padre y la madre
hacían lo mismo. A través del contacto con el mundo exterior, es de­
cir, algo más tarde y a través de la perfección de las diferencias sutiles,
adquirían consciencia de las diferencias entre el padre y la madre.
Pero incluso estos niños de padres particularmente andróginos sien­
ten la necesidad, cuando llega el momento, es decir, hacia los tres o
cuatro años, de manifestar su identidad genérica. Así, el caso de la pe­
queña Sonia, cuyos padre y madre llevaban el pelo largo e iban siem­
pre vestidos con téjanos, que se disfrazaba de níñita modelo (cabellos
rizados, apariencia cuidada y vestidos con smocks) para así afirmar su
feminidad. Convertida en una adolescente, femenina y deportiva a la
vez, le gustaban los chicos pero era muy consciente de la igualdad en­
tre los sexos.
Por el contrario, ciertos muchachos expresaban de entrada su fe­
minidad94 para inquietud de los padres, que temían tener un hijo ho-

1,4 Especialmente poniéndose vestidos femeninos. Pero, al contrario del Stssy boy,
este comportamiento, que era simplemente una manifestación de la doble identifica­
ción sexual, era siempre pasajero.
Ei hombre reconciliado/221

jnosexual. La reivindicación masculina venía después y era menos


marcada que la reivindicación femenina de las chicas. En cualquier
caso, ninguno de estos muchachos manifestó el desprecio hacia las
chicas tan característico en el machito tradicional.
Los mayores inconvenientes de este modelo recaen en los padres.
La ambigua división del trabajo que reina entre ellos hace que nunca
sepan quién tiene que hacer qué. La constante doble responsabilidad
de los padres acaba con una sobreocupación respecto al niño que no
es buena ni para él ni para ellos. La «sobreparentización» da lugar a
niños más egocéntricos y que esperan ser amados y atendidos conti­
nuamente. Al situar al niño ante todo, los padres pierden su intim i­
dad de pareja y ponen en peligro sus intereses personales y sexuales.
Además, todos los padres igualitarios reconocen que la necesidad de
negociaciones respecto al niño comporta un gasto enorme en energía
y tiempo. Si ese tipo de parentízacíón es adecuado para la solidaridad
entre padres, tiene también sus límites. La pareja corre peligro cuan­
do los niños abandonan ei hogar.
El segundo modelo, más extendido, es el reparto por la mitad:
participación igual, pero tareas distintas. Más exactamente, hay algu­
nos cuidados dispensados al niño tanto por el padre como por la ma­
dre, mientras que otros corresponden de manera específica a uno u
otro de los progenitores. Los partidarios de la desaparición radical de
los roles sexuales desaprueban este modelo y le acusan de mantener
los estereotipos. Sin embargo, el peligro existe sólo de modo débil en
la medida en que quienes eligen ese modelo ya han dado un paso
esencial al margen de las convenciones. Ahorra tiempo, facilita el
contacto entre el niño y los dos padres, hay una mayor solidaridad de
éstos que en el ocaso del modelo tradicional y que sirve para reforzar
la pareja y, en definitiva, los niños parecen menos ansiosos y más só­
lidos.
Sea cual sea el modelo adoptado, la revolución de los padres no
pondrá fin a los desacuerdos entre las parejas ni a los divorcios. Sus
hijos seguirán repartiéndose entre el padre y la madre. Pero si los pa­
dres acaban su revolución, estos niños tendrán una mayor posibilidad
de conservar relaciones estables y calurosas con ellos. Cuando se ha
amado, cuidado y pensado mucho en un niño no se le abandona fácil­
mente. Queda el que las mujeres reconozcan ei reparto de responsabi­
lidades y que los magistrados, funcionarios y otras instituciones le­
vanten acta de esa evolución.
Objetivos utópicos, dirán algunos. La realidad es caótica y con­
222/Ser un hombre (XY)

flictiva. El egoísmo de unos, la pasión de otros, los eternos ajustes de


cuentas, harán fracasar tales esquemas. Pero esto no está tan claro, ya
que está en juego el interés de todos; del niño sin duda, aunque sepa­
mos que no siempre llega a ser determinante el comportamiento de
los padres, pero también en de los padres, ya que nada es a- la larga
más doloroso y culpabilizador que los problemas que pueda vivir un
hijo. Claro está, si se ha sabido quererle.

El hombre en mutación

La doble paternidad (del padre/madre al padre/mentor) tardará


en imponerse y con ella las condiciones para una reconciliación mas­
culina. Eso no significa que los hombres de las actuales generaciones
estén condenados a la alternativa de la mutilación. El hombre duro y
el hombre blando sólo son dos prototipos que no pueden describir la
diversidad de la realidad masculina. Siempre han existido hombres
que han rechazado los comportamientos impuestos, padres afectuo­
sos y atentos que han dejado que se manifieste su feminidad, hombres
tiernos que aman a sus mujeres como a iguales. Pero hace falta coraje
para desafiar los modelos dominantes, y aún hacía más falta en la
época de los cow-boys, o incluso hace tan sólo treinta o cuarenta años,
que en nuestro tiempo.
Hoy en día, los hombres jóvenes no se sienten bien ni adoptando
el modelo de virilidad del pasado, ahora caricaturizado, ni rechazan­
do totalmente la masculinidad. Son los herederos de una primera ge­
neración de mutantes. Hijos de mujeres más viriles y de hombres más
femeninos, les es difícil, a veces, identificarse con sus padres. Entre
estos últimos contamos un buen número que ha realizado un paso
adelante alejándose del modelo tradicional, ya sea por convicción, ya
sea para gustar a sus compañeras, pero sin renunciar al mismo de un
modo total. Atrapados entre un discurso modernizador y una práctica
que no lo es, se sienten desfasados con respecto a las mujeres y ofrecen
a sus hijos una imagen contradictoria de la masculinidad. Otros, en
un número menor, niegan la virilidad tradicional y se ven totalmente
desprovistos de modelo masculino. Han ensayado el papel del padre/
madre sin conseguir interpretarlo hasta el final porque no sabían qué
masculinidad transmitir al hijo. Frente a unas mujeres que usan sin
problemas su propia virilidad, estos hombres quisieron creer que po­
dían acercarse a ellas por la vía de la androginia y siendo incluso más
El hombre reconciliado/223

femeninas que ellas. Esta inversión de identidades no parece haber


seducido especialmente a los hijos. Sabemos de algunos que se vuel­
ven sin desearlo realmente hacia sus madres para recabar en ellas el
secreto de la virilidad y que alimentan inconscientemente un senti­
miento de rencor hacia el padre desmasculinizado.
En la actualidad, los padres que ofrecen a sus hijos una imagen de
hombre reconciliado son todavía una excepción. ¿Cómo podría ex­
trañarnos que así sea? Es necesario ignorar ios problemas de identi­
dad para creer que una misma generación de hombres, educada bajo
el antiguo modelo, puede realizar de golpe el peligroso triple salto: el
cuestionamiento de una virilidad ancestral, la aceptación de una fe­
minidad temida y la invención de otra masculinidad compatible con
ella. El hecho de haber contestado la identidad de sus padres no les
hace estar preparados psicológicamente para reconciliarse con su fe­
minidad, ni el haber aceptado su feminidad les descubre necesaria­
mente la virilidad que ésta encarcela. Especialmente, cuando esta pa­
labra se ha convertido en objeto de tantas preguntas y polémicas.
Ha llegado el momento de que digamos a nuestros hijos que Ter-
minator, en vez de ser un superhombre es tan sólo su miserable paro­
dia. Y va siendo sobre todo hora de elogiar las virtudes masculinas
que no se adquieren ni pasiva ní fácilmente, sino que se obtienen a
base de esfuerzo y exigencia. En concreto, a base de autocontrol, vo­
luntad de mejorarse, gusto por el riesgo y el desafío, capacidad de re­
sistir a la opresión... son las condiciones de la creación, pero también
de la dignidad. Son patrimonio de todo ser humano, con el mismo
rango que las virtudes femeninas. Estas conservan el mundo, aquéllas
amplían sus fronteras. En vez de ser incompatibles, hay que verlas
como indisociables si se pretende poder aspirar al título de humano.
Aunque una tradición milenaria las ha enfrentado, atribuyéndolas a
uno u otro sexo, ahora estamos tomando consciencia de que las unas
sin las otras pueden convertir el mundo en una pesadilla: el autocon­
trol se convierte en neurosis, el gusto por el riesgo en pulsión suicida,
la resistencia se muda en agresión. Inversamente, las virtudes femeni­
nas, hoy tan celebradas, si no son equilibradas por las masculinas,
conducen a la pasividad y la subordinación.
Las mujeres han comprendido todo esto un poco antes que los
hombres y celebran ser la encarnación de esta humanidad reconcilia­
da; pero se equivocan al sorprenderse ante el retraso masculino en su­
marse a ellas. Al revés de lo que sucede en la vieja historia de la con­
denación de Eva, Dios es ahora su cómplice. No sólo ha arrebatado el
224/Ser un hombre (XY)

poder de procreación a Adán para dárselo a su compañera, sino que,


además, ha acordado a las mujeres el privilegio de nacer de un vientre
del mismo sexo. Les ha ahorrado así un trabajo de diferenciación y de
oposición que marca de manera indeleble el destino masculino. Ei
padre/madre puede atenuar el dolor de la separación y facilitar la ad­
quisición de la identidad masculina, pero nunca podrá anular ios
efectos de la fusión originaria. Mientras las mujeres sigan dando a lux
hombres y mientras XY se desarrolle en el seno de XX, siempre será
un poco más largo y un poco más difícil hacer un hombre que una
mujer. Para convencerse de ello basta con imaginar la hipótesis inver­
sa: si las mujeres nacieran de un vientre masculino ¿cuál sería ei desti­
no femenino?
Cuando los hombres tomaron consciencia de esa desventaja de la
naturaleza, crearon un paliativo cultural de gran envergadura: el sis­
tema patriarcal Hoy en día, obligados a decir adiós al patriarca, de­
ben reinventar el padre y la virilidad que comporta. Las mujeres, que
observan esos mutantes con ternura, contienen la respiración...
SELECCION DE NOVELAS QUE ACLARAN
LA CONDICION MASCULINA CONTEMPORANEA

Amis, Martín: Money, Money, 1984; trad. cast., Dinero, Barcelona, 1988.
Assayas, Michka: Les Années vides, L’Arpenteur, 1990.
Bannier, Fran$ois-Marie: Balthazar: fils de famille, Gallímard, 1985.
Bazot, Xavier: Tabieau de la passion, POL, 1990.
Bellow, Saúl: Seize the Doy, Penguin, 1984.
—: More Die o f heartbreak, 1987.
Benozigiio, Jean-Louis: Tabieau d’une ex,, Seuil, Í985.
Bernhard, Thomas: su obra en conjunto, en especial la serie autobiográfica,
El origen, Barcelona, 19904; El sótano, Barcelona, 1989?; El aliento, Barce­
lona, 1986a; El frío, Barcelona, 19872; Un niño, Barcelona, 1987.
—: Auslóschun Ein Zerfall, Sührkamp Verlag, 1986; trad. cast., Extinción, Ma­
drid, 1992.
Bonhomme, Frédéric: VObsédé, Laffont, 1990.
Brancati,. Vitaliano: Gli anni perdutti, Grupo Editoriale Fabbri Bompiani,
1943.
—: Don Giovanni a Sicilia, 1942; trad. cast., Don Giovanni a Sicilia, Barcelona,
1988.
Braudeau, Mtchel: UObjet perdu de l'amour, Seuil, 1988.
Braudigan, Richard: Abortion, P. B., 1979.
Bruckner, Pascal: Lunes de fiel, Seuil, 1984.

225
226/Lista de novelas

Bryce-Echenique, Alfredo: La última mudanza de Felipe Carrillo, Barcelona,


19892.
Bukowski, Charles: Wornen, 1978; trad. cast., Mujeres, Barcelona, 19905.
Burger, Hermano: Die Kunstliche Mutter, Fischer Verlag, Francfort, 1982.
Camón, Ferdinando: LaMaladiehumaine, 1981, traducción francesa del italia­
no, Gallimard, 1984.
—: La Femme aux liens, 1986, traducción francesa del italiano, Gallimard,
1987.
—: Le Chant des baleines, 1989, traducción francesa del italiano, Gallimard,
1990.
Carrére, Emmanuel: LaMoustacbe, POL, 1986; trad, cast., El bigote, Madrid,
1987.
Chardin, Philippe: L ’Obstination, jacqueline Chambón, 1990.
Charyn, jérome: The Cat-Fish: a Conjured Life, Avon, 1981.
Clément, Roland: Fausse note, Ed. Phébus, 1990.
Conroy, Pat: The Great Santini, Avon, 1977.
—: The Prime o f Tides, H. M., 1986; trad. cast., El principe de las mareas, Versal,
1988.
Cubertafond, Bernard: On s’est manqué de peu, Chroniqms d ’un homme libéré, Du-
merchez-Naoum, 1987.
Dagerman, Stig: Notreplage noctume, trad. francesa del sueco, Maurice Nadeau,
1988.
—: Notre besoin de consolation est impossible a rassasier, trad. francesa del sueco, Ac-
tes Sud, 1989.
Delisle, Michael: Drame privé, POL, 1990.
Djian, Philippe: Lent dehors, Bernard Barrault, 1991.
Domecq, Jean-Philippe: Antichambre, Quai Voltaire, 1990.
Donleavy, J. P.: Singular Man, Dell, 1968; trad. cast., Un hombre singular, Barce­
lona, 1989.
—: The Beastly Beatitudes o f Balthamr B, Delacorte Press, Nueva York,
1968; trad. cast., Las bestias bienaventuranzas de Baltasar B., Barcelona,
1972.
—: The Alfonce tennis: The Superlative Games o f Eccentric Champions-Its History, Ac-
coutrements, Rules, Conduct & Regir»e, Dutton, 1985.
Drieu La Rochelle, Pierre: Journal, 1939-1945, Gallimard, 1992; trad. cast.,
Relato secreto seguido de Diario (1944-1945) y Exordio, Alianza Editorial,
Madrid, 1978.
Faber, Thomas: Curves o f pursuit, 1984, G. P. Putnam’s Sons, Nueva York.
Faldbakken, Knutz: Adarn Daebok, 1978, Gildencal Norsk Verlag,
—: Ghlan, 1985, Gildendal Norsk Verlag.
—: Bad Boy, 1988, Gildendal Norsk Verlang.
Fernández, Dom¿ñique: LEcole du Sud, Grasset, 1991.
— : Profirio et Constance, Grasset, 1991.
Field, Michel: Le Passeur de Lesbos, Bernard Barrault, 1984.
Lista de novelas/227

Ford, Richard: Rock Springs (1979/1987); trad. cast, Rock springs, Barcelo­
na, 1990.
—•: The Sportswriter, Random, 1986.
Frank, Christopher: Le Reve du singe fou, 1976, Seuil-Poche, 1989.
Franck, Dan: I^a Séparation, Seuil, 1991.
Giudicelli, Christian: Station balnéaire, Gallimard, 1986.
Goytisolo, Juan: Coto vedado, Barcelona, 19888.
_: En los reinos de taifa, Barcelona, 19622.
Grass, Günter: Der Butt, 1911; trad. cast., El rodaballo, Barcelona, 1982.
Grimm, Jacob y Wilheim: Jrnn de hierro, Madrid, 1985.
Guibert, Hervé: Mes Parents, Gallimard, 1986.
Gustafson, Lars: Soyenmusik fo r Famurare, 1983, Norstedl, Estocolmo; trad.
cast., Música fúnebre para masones, Versal, Madrid, 1988.
Haavardsholm, Espen: Le romantisme est morí, Ama,
Handke, Peter: Die linkshándige Fray, Suhrkamp Verlag, Francfort, 1976; trad.
cast, La mujer zurda, Alianza Editorial, Madrid, 19905.
Hártling, Peter: Eme Frau, 1974, Hermán Luchterhand.
—: Hubert ou le retour á Casablanca, trad. francesa del alemán, Seuil, 1982.
—: Félix Guttmann, Hermán Luchterhand Verlag, 1985.
Hemingway, Ernest: The Nick Adams Stories, Scribner, 1981.
Irving, John: The World accordingto Garp, P. B., 1984; trad. cast., El mundo según
Garp, Barcelona, 19882.
—: The Hotel New Hampshire, P, B., 1984; trad. cast., El hotel New Hampshire,
Barcelona, 19862.
Jaccard, Roland: Les Chemins de la désillusion, Grasset, 1979.
—: Lou, Grasset, 1982.
James, Henry: The bostonians, 1886; trad. cast,, Las bostonianas, Barcelona, 1986.
Janvier, Ludovic: Monstre va!, Gallimard, 1988.
Jarry, Alfred: Le Surmale, Ramsay-J. J. Pauvert, 1990; trad. cast., El supermacho,
Barcelona, 1976.
Kafka, Franz: Carta al padre, 1919; trad. cast., Madrid, 1981.
Kristeva, Julia: Les Samourais, Fayard, 1990; trad. cast., Los samurais, Barcelona,
1990.
Krüger, Michaél: Pourquoi moi? Et autres récits (1984-1987), trad. francesa, del
alemán, Seuil, 1990.
Lawrence, David Herbert: Sons and Lovers, 1913; trad. cast., Hijos y amantes,
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Leavitt, David: Family Dancing, Warner Books, 1985; trad. cast., Baile de fami­
lia, Versal, Madrid, 19884.
—: The Lost Language o f Cranes, Knof, 1986; trad. cast., El lenguaje perdido de las
grúas, Versal, 19895.
—: Equal Affections, 1989, Weidenfeld & Nicolson, Nueva York; trad. cast.,
Amores iguales, Versal, 19894.
Less-Milne, James: Another Self, Faber & Faber, 1984.
228/Lista de novelas

Lodge? David: Nice Work, Secker & Warbung, Londres, 1988.


Mailer, Norman: The Prisoner ofSex, D. I. Fine, 1985; trad. cast., Prisionero del
sexo, Barcelona, 1985.
—: Tough Guys Don’i Dame, Random, 1984; trad. cast., Los hombres duros no bai­
lan, Barcelona, 1985.
Marek, Lionel: Nouvelles d’un amour, Denoel, 1990.
Matzneff, Gabriel: Isai'e, réjouis-toi, La Table Ronde, 1974.
—: Les Passions scbismatiques, Stock, 1977.
—: Mes Amours décomposées, Gallimard, 1990.
McCauley, Stephen: The objectofmy ajfection, Simón & Schuster, Nueva York.
McGahern, John: The Dark, Faber & Faber, Londres, 1965.
McGuane, Thomas: Keep the Change, 1989.
Michaels, Leonard: The Men’s Club, Avon, 1982.
Miller, Henry: Crazy Cock, 1991; trad. cast., C'razy Cock, 1992.
Mishima, Yukio: Les Amours interdites, 1982, traducción francesa del japonés,
Gallimard, 1985.
—: Confesiones de una máscara, Barcelona, 19832.
Mora vía, Alberto: lo e Lui, 1971, Bompiani, Milán; trad. cast., Yoj él, Barce­
lona, 1988.
—: Breve autrobiographie..., traducción francesa del italiano, Seuil, 1989.
Musil, Robert: Tres mujeres, Barcelona, 19822.
—: Der Mann ohne Eigenschaftren, Rowohlt Verlag, Hamburgo; trad. cast., El
hombre sin atributos, 4 vols., Barcelona, 1980.
—: Tage btiher, Rowohlt Verlag, 1955-57.
Nakagami, Kengi: La mer aux arbres morts, 1977, trad. francesa del japonés,
Fayard, 1985.
Paasilinna, Arto: Yaniksen Umsi-Weilin <&Goos, Helsinki, 1975.
Patier, Xavier: Le Migrateur, La Table Ronde, 1990.
Puig, Manuel: El beso de la mujer araña, Barcelona, 199010.
Quignard, Pascal: Les Escaliers de Chambord, Gallimard, 1989.
Robert, jean-Marc: Mon Pere américain, Seuil, 1988.
Rosei, Peter: Komodie und Mann, Residenz Verlag, Viena, 1984.
—: LTnsurrection, 1987.
Roth, Henry: Cali it sleep, Avon, 1964.
Roth, Philip: Portnoy’s Complamt, Random, 1969.
—: The Breast, Penguin, 1985.
—: My Life as a Man, 1985.
—■: The Professor o f Desire, FS & G, 1977.
——: Zuckerman Unbound, Fawcett, 1982; trad. cast., La liberación de Zuckerman,
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—: The Anatomy Lesson, Fawcett, 1984; trad. cast., La lección de anatomía, Ver­
sal, Madrid, 1987.
—: The Counterlife, FS & G, 1986.
—: The Facts, Farrar, Strauss & Giroux, Nueva York, 1988; trad. cast., Los
hechos, Versal, Madrid, 1989.
Lista de novelas/229

Rouart, jean-Marie: La Femme de proie, Grasset, 1989.


Rozo, Thierry: Ce n’estpos la vie quej e voulais, Presses de la Renaissance, 1990.
Selby, Hubert: Last exit to Brooklyn, Grove, 1965; trad. .cast., Ultima salida para
Brooklyn, Barcelona, 19892.
Smadja, Edgar: Lubie, Bernard Barrault, 1990.
Sollers, Philippe: Femmes, Gallimard, 1983; trad. cast., Mujeres, Barcelona,
1985.
Stern, Richard: Other’s Men daughters, Arbor Hse., 1986.
Targowla, Olivier: Narcisse sur un fil, Maurice Nadeau, 1989.
—: L'Homme ignoré, Maurice Nadeau, 1990.
Toole, John Kennedy: A Conjederacy of Dunces, Grove, 1982; trad. cast., La con­
jura de los necios, Barcelona, 199027.
Toussain, jean-Philippe: La Salle de baim, Ed. de Minuit, 1985; trad. cast., El
cuarto de baño, Barcelona, 1987.
tingar, Hermán: Die Verstimmetten, Ernst Rowohlt Verlag, Berlín, 1923; trad.
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INDICE ONOMASTICO

Abbas, Nacer, 55 Atkinson, Tí-Grace, 40


Abbott, Franklin, 115, 118, 182, 186 Aureviliy, Barbey d’, 30
Abelove, Henry, 135
Abraham, Kart, 133 Baden-Powell, Robert, 37
Adams, Caro!, 42 Baiint, Alice, 87, 88
Adler, Alfred, 34, 79 Balint, M., 88
Agouk, Marie d’, 30 Balswíck, jack O., 162
Alien, Ciifford, 130 Bannier, Fran^ois-Marie, 180
Altman, Dennts, 139, 140, 193 Barash, David, 39
Ameno, Sinistrati d’, 125 Barbin, Herculine, 49
American Psychiatric Association (APA), Barres, Mauríce, 31
188 Barret, Robert L„ 191, 208, 210, 211
Amis, Martin, 156 Barsoee, Soeren K., 186
Amoroso, Donaíd M., 144 Barthes, Roland, 200
Andreas-Salomé, Lou, 34 baruya, 72, 95, 96, 105, 109, 110
Anthony, E. james, 109 Baudelake, Charles, 79
arapesh, 44, 172 Baudelot, Christian, 120
Are, Antoine d5, 189, 193 Beauvoir, Simone de, 45
Aristófanes, 102, 104 Bell, Alan P., 134, 208, 210
Aristóteles, 91 Bell, Robert R., 148
Arkin, 101 Beileto, Rene, 82
Assayas, Michka, 79 Beüow, Saúl, 82
Astracnan, Anthony, 45 Bem, Sandra, 202

249
250/lndicc onomástico

Beneke, Tim, 171 Chance t, jules, 215


Benney, Norma, 42 Charcot, 128
Bernhard, Thomas, 79 Chasseguet-Smirgel, Janine, 68, 80, 166
Bernstein, jerome, 177, 178, 179 Chesier, Phyilis, 70, 160, 168, 180
Bettelheim, Bruno, 32 Chevaliier, Philippe, 52
Bigner, j., 211 Chodorow, Nancy, 41, 76, 213
Biller, Henry B., 203, 216 Churchili, W,, 144
Birke, Linda, 42, 129 Cim, Albert, 30
Bishop, Colín, 55 Clatterbaugh, Kenneth, 174
Btos, Peter, 216 Clément, Roland, 82
Bly, Robert, 105,110, t i l , II5,120, 175, Condorcet, 125, 126
178, 179, 181, 182 Conneli, Robert, 83, 141, 164
Bogart, Humphrey, 164 Conroy, Pat, 67, 82, 101, 116, 118, 119,
Bon, Michel, 189, 193 177, 180
Bonheur, Rosa, 30 Cooper, David, 115
bosquimanos, 96 Corneau, Guy, 92, 103, 115, 147, 170,
Bosweil, John, 102, 109 174, 180, 181, 183, 193, 203
Bourdieu, Pierre, 19, 74 Cornell, Robert W., 162, 186
Boyer, Régine, 116
Bowlby, John 66, 87, 216 Darwm, Charles, 39
Bozett, F. W., 208, 211 David, 163
Bozon, M., 116, 120 David, Deborah S., 19,160
Brancati, Vitaiiano, 82 Deaborn, Mary, 153
Brannon, Robert, 19, 160, 163, 190 Deíaisi de Parseval, Geneviéve, 169,
Bra2elton, Berry T., 214 213
Brennan, Geraid, 100 Delavenay, Emile, 153
Brice-Echenique, Alfredo, 82 Delisie, Michael, 156
Brittan, Arthur, 168 Dentan, Robert K., 44
Brod, Harry, 19, 24, 28, 176 Derrida, jacques, 45
Brown, A., 42 Deutsch, H., 87
Brown, Marvin, 144 Devor, Holly, 84
Brownmüler, Susan, 171 Diderot, Denis, 22, 126
Bruckner, P., 169 Dierichs, Heiga, 70, 115, 160, 161, 163,
Buffiére, F„ 107 181, 184
Bukowski, Charles, 165 D iez, Mary G., 42
Burger, Hermann, 74, 78, 79, 82 Diógenes, Laertes, 109
busama, 96 Djian, Philippe, 20
Butler, judidh, 46 Dobrofsky, Lynne R., 101
Dolto, Fran^oise, 88
Cachin, Fran^oise, 199 Dorner, G., 136
Camón, Ferdinando, 155 Dos Passos, John, 37
Cans, jacky, 156 Dover, K. J., 108
Caplan, Pat, 128 Droz, Gusta ve, 112
Carrigan, Tim, 172 Dubbert, Joe L„ 35, 37, 73
Carus Mahdi, Louíse, 95 Duby, Georges, 30, 92, 99
Cath, Stanley H,, 83, 109, 204 Dworkin, Andrea, 21, 171
Caycedo, Julio, 218
Chabot, Marc, 46, 186, 202 Edel, Léon, 113
chambuli, 44 Ehrenreich, Barbara, 99, 119
Indice onom ásíico/251

Ehrensaft, Diane, 2 0 4 ,2 12 ,2 17 ,2 19 , 220 Gillette, D., 120


Ehrhardt, Anke A., 50, 53, 5 6 ,5 7 ,8 6 ,9 9 Gilligan, Carol, 41
Eisenberg, Léon, 52 Gilmore, David, 18 ,4 4 ,9 3 ,9 6 ,10 0 ,16 5
Eitíngton, 133 Godelier, Maurice, 44, 72, 95, 99, 105
ElJis, Havelock, 128, 129 Gorny, Violette, 207
Emilio, John d’, 192 Grass, Günter, 19, 78, 79, 81, 179
Erikson, Efik, 49, 50, 201 Gray, P. H., 66
Erlbaum, Laurence, 205 Green, Richard, 137, 138
Establet, Roger, 120 Greenson, Ralph, 71
Griffm, Susan, 171
Faber, Thomas, 119 Groddeck, Georg, 34, 67, 75, 190
Faderman, Lilian, 192 Gronseth, E., 207
Fagot, B. I , 59, 86 Gross, Otto, 34, 153, 156
Faldbakken, Knut, 82, 156, 158, 186 Guerlais, Maryse, 40,
Farrel, Warren, 19, 173 Guibert, Hervé, 82
FaustO'Sterling, Anne, 56, 59 Guidicelii, Christian, 82
Feigen-Fasteau, Marc, 19 Gunsberg, L., 204
Fein, Robert A., 213, 214 Gurwitt, Alan R„ 83, 109, 204
Feirstein, Bruce, 143
Fellous, Marc, 55 Haas, Linda, 212
Ferenczy, Sándor, 145 Hacker, Helen, 51
Fernandez, Dominique, 82 Hadenius, Stig, 206
Filene, Peter G., 34, 35, 37, 176 Hahn, Fierre, 124, 125, 127, 128
Fine, Gary Alan, 115, 117 Hanson, Shirley M., 207
Finkielkraut, Alajn, 120, 169 Hanthover, Jeffrey P., 117
Fiamant-Paparatti, Danielle, 166 Harrison, james, 174, 175
Flem, Lydia, 162, 163 Hartley, Ruth, 51
Fogel, Gerald, 51, 71, 137 Hartling, Peter, 164, 180
Ford, Richard, 156 Harvey, Richard, 130
Foster, Steven, 95 Hauser, Gaspar, 45, 46
Foucault, Michel, 4 9 ,1 0 2 ,1 0 3 ,1 0 7 ,1 0 9 , Hemingway, Ernest, 73, 74, 114, 153,
124, 128, 130, 142 155, 164, 165
Fracher, Jeffrey, 156, 169 Herdt, Gilbert, 44, 72, 93, 94, 98, 105,
France, Anatole, 30 106, 109
Frank, Christopher, 78 Herek, Gregory, 141, 143, 146, 147
Freedman, Estelle B., 192 Heróñto, 22
Freeman, Derek, 44 Heward, Christine, 100
Freud, Sigmund, 22, 32, 50, 66, 68, 71, Hirschfeld, 128
74, 80, 89, 130, 132, 133, 147, 166, Hite, Shere, 113, 134, 146, 180
168, 187, 188, 190 Hochschild, Arlie, 204, 214
Friedman, Richard, 135, 136 hopi, 95
Frodi, 205 Horney, K., 166

Galeno, 22, 63 iatmul, 44


Garfinkle, E. M., 144, 146, 148 Irigaray, Luce, 40, 41
Geddes, Patrick, 23 Isay, Richard, A,, 137, 145, 194
Gerlach-Nielsen, Merete, 11, 157, 158, Isherwood, Christopher, 192
185
Gerson, Mary-joan, 213 jaccard, Roland, 82
252/Indice onomástico

jacklin, Caroi, 85, 86, 187 Leavitt, David, 210


Jacobsen, A., 211 Leclerc, Annie, 42
James Anthony, E., 109 Lee, John, 115, 141, 182, 184, 185, 186
james, Henry, 36, 113, 114 Lehne, Gregory, 144, 191
james, William, 114 Le Rider, jacques, 31, 32, 33, 50, 152
Janvier, Ludovic, 82, 83 Leridon, H., 207
Jeffrey, Sheila, 191 Lespinasse, Mademoiselle de, 126
Jenofonte, 107 Lessing, Theodor, 152
Johnson, Miriam M., 70, 110, 133 Levant, A., 13
Jones, £., 133, 166 Levay, Simón, 136
Jost, Alfred, 57, 63 Lever, Maurice, 125
Jourard, Sidney, 173, 174 Levine, M., 174
jump, Theresa, 212 Levinson, Daniel L., 201, 202
Lévi-Strauss, 89, 167
Kafka, Franz, 179 Levy, Robert, 44, 84, 172
Kahn, Axel, 62 Lewinter, R., 75
Kallman, F. J., 136 Lewis, Charlie, 204, 215
Katz, Arnold J., 207 Libis, jean, 199
Katz, Jonathan Ned, 130, 141, 191, 192 Lindgren, Ann, 206
Katz, P. A., 60 Lipovestky, Gilíes, 20
Keieman, Stanley, 192 Lisak, David, 172
Kessler, Suzanne j., 45, 60 Littel, Meredith, 95
Kestenberg, Judith, 214 Loewaid, 214
kikuyu, 105 Loraux, Nicoje, 92
Kiley, Dan, 99 Luria, Zella, 59, 60
Kimmel, Michael S., 25, 34, 36,119, 156, Lynn, Kenneth, 73, 153, 164, 165
169, 174, 176, 204
Kinsey, 130, 133, 134, 141 Maccoby, Eleonore, 84, 85, 187
Kinsman, Gary, 139, 192, 194 Maffesoli, Michel, 202
Kipling, Rudyar, 160 Magnan, 128
Kleinberg, Seymour, 193, 194 Mahler, Margaret, 66,69, 87, 216
Klein, Melanie, 71, 166 Maiíer, Norman, 154, 166
Krafft-Ebing, Richard, 128 Malson, Lucien, 45
Kraus, Karl, 32 Mariní, Marcelle, 167, 168
Kreisler, Léon, 49 masai, 96
Kristeva, Julia, 184 Masters, 133
Kriiger, Michael, 79, 81 Maugue, Annelise, 24, 30, 31, 32, 34
McComb, Arthur, 37
Lacan, Jacques, 167, 168, 169 McGuane, Thomas, 156
Laing, Ronald D., 115 McKee, Lorna, 204
Lallemand, Suzanne, 110 McKenna, 45
Lamb, jamie, 215 Mead, Margaret, 43, 172
Lamb, Michael E., 212, 215, 216, 217, Men’s Studies, 43, 204
218 Meredith, D. L., 203
Laplanche, jean, 71 Messner, Mike, 24, 118, 119
Laqueur, Thomas, 22, 23 Miller, Brian, 189, 208, 210
La Rochelle, Pierre Drieu, 153 Miller, Henry, 153
Latour, Sophie, 200 Mirbeau, Octave, 30
Lawrence, D. H., 153 Misfud, John, 197
Indice onomástico/253

Mishima, Yukio, 165 Porter Pode, F. J., 98


Mitscherlich, Margarete, 70, 115, 155, Proust, M., 128
160, 163, 381, 184 Pruett, Kyle, 214
Moebius, Paul Julius, 33 Puig, Manuel, 138, 139
Moellehave, Herdis, 158
Money, John, 50, 51, 53, 56, 57, 86,137 Radin, N., 218
Mongrédien, G., 27 Rambo, 44, 161, 162, 163
Monneyron, Frédéric, 199 Rank, Otto, 93
Montague, A., 173 Raphael, Ray, 101, 120
Montesquieu, 124 Reese, E. H., 85
Moore, R,, 120 Reeves-Sanday, Peggy, 172
Moravia, A., 169 Reik, Theodor, 75, 93
Moreau, jacques-Louís, 23 Reynaud, Emmanuel, 20, 143, 144, 169,
Moreland, John, 201 170
Morin, Stephen F., 143, 144, 146, 148
Rice Burroughs, Edgar, 37
Morris, Desmond, 39 Rich, Adrienne, 41, 42
mossi, 110 Risman, Barbara J., 90, 213
Muchiclli, Alex, 50 Roberts, jean-Marc, 183
Munder Ross, John, 51, 83, 109, 216 Robinson, Bryan E„ 191, 208, 210, 211
mundugumor, 44
Rochlin, Gregory G., 212
Murray, Gordon, 191 Roheim, Géza, 75
M usí), Robert, 32 Roilins, Boyd, 218
Roosevelt, Franklin D., 73
Neubauer, Peter B., 214 Rooseveit, Theodore, 36, 37, 117
Nielsen, Hans-jorgen, 186 Rosei, Peter, 66, 79, 81, 156
Nietzsche, Friedrich, 31, 33, 34, 155 Roth Philip, 66, 78, 79, 80, 81, 114 ,115 ,
Nueva Guinea, 73, 100, 108 119, 156, 176, 183
Nueva Guinea, tribus de, 94, 9ó Rousseau, J.-j., 17, 77, 103, 112, 125
Numbcrg, Hermán, 75, 76, 93 Rubín, jeffrey, 59
Nungesser, G. Lon, 134, 135, 141, 143 Rubín, Lillian, 76, 77
Nye, Robert A., 128, 129 Ruffié, jacques, 52, 56
Russel, G., 205
O’Brien, Margaret, 204, 208 Ryan, William, 89
Ohno, Susomo, 56, 57
Olsen, Paul, 152
Oppenheim, D., 218 Sabo, Don, 118, 119
Osherson, Samuel, l t l , 112, 115, 181, Sachs, Hans, 133
182, 213 Sagi, 205
sambia, 72, 94, 96, 105, 106, 107, 110
Pedersen, F., 214 samburu, 44, 94
Péladan, 199 Sand, George, 30
Perrot, Michelle, 31 Sanday, Peggy Reeves, 172
Picard, jean-Yves, 56, 58 Sawyer, j., 19
Platón, 102, 104, 108, 110 Schopenhauer, Arthur, 31, 33
Pleck, joseph H., 19, 84, 9 3 ,9 4 ,15 5 ,16 3 , Schreiber (presidente), 156
204, 205, 206, 218 Schwarzenegger, Arnold, 161, 162
Plummer, Kenneth, 134, 141, 195 Scudéry, Mademoiselle de, 27
Plutarco, 103, 116 Seavey, C. A., 60
Pontaiis, J.-B., 71 Sée, Ida, 31
254/Indice onomástico

Segal, Lynne, 19, 51, 100, 129, 165, 172, Vigier, Bernard, 56, 58
187 Villeneuve-Gokalp, C., 208
Segel-Evans, Kendall, 172 Voeller, B„ 210
semai, 44, 45 Voitaire, 125
Sergent, Bernard, 102, 10 4 ,10 5 ,10 7 ,10 8 Von Frantz, MarierLouise, 184
Shakespeare, 94
Smadja, Edgard, 82
Wallot, H., 174
Sócrates, 104
Sollers, Philippe, 82 Walters, j„ 210
Wayne, John, 161
Spinoza, 51
Staples, Robert, 45 Weeks, Jeffrey, 39, 124, 128, 129, 130,
131, 141, 142
Stearns, N. Peter, 112, 113
Stein, jan O., 95 Weinberg, George, 143
Stein, Murray, 95 Weinberg, Martin S., 134, 210
Steineim, Gloría, 171 Weininger, Otto, 31, 32, 33, 3 4 ,15 2 ,15 3 ,
Stern, Daniel, 66 155
Westphal, 128
Stimpson, Catherine, 19
Weyergans, Fran^ois, 82
Stolier Robert, 50, 61, 62, 68, 69, 70, 71,
White, Edmund, 51, 119, 138, 180, 182,
72, 109, 110, 135, 137
183
Stoltenberg, John, 153, 154, 168
Whitam, Frederick, 131, 132
Wilde, Oscar, 131
Tardieu, 127
Tavris, Carol, 145, 176 Wilson, E. O., 38, 39
Winnícott, D„ 87, 88
Theweleit, KJaus 34, 152
Wister, Owen, 37
Thompson, Cooper, 101, 143, 175, 186
Thompson, Keith, 184 Wittgenstein, Ludwig, 31
Woolf, Virginia, 74
Thome, Barry, 85
Thuillier, Pierre, 189, 190
Tiefer, Léonore, 169, 170 Yogman, Michael, 214, 216
Tijo, j. H-, 13 Yorburg, Betty, 56, 58
Turner, Víctor, 95 Yudkin, Marcia, 46
Yver, Colette, 31
Ulrichs, Heinrich, 127
Ungar, Hermann, 154 Zalk, S. R., 60
Updike, john, 119, 164, 213 Zenón, 109
Zimmermann, Daniel, 156
Veyne, Paul, 102 Zo3a, Emile, 30, 35
Víctor de I’Aveyron, 45 Zuger, B., 137

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