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Renunciar a la Javeriana:

Procesos de precarización y
entrampamientos burocráticos
en la universidad

Eduardo Restrepo
Después de quince años de trabajar en la Javeriana, el pasado 21 de abril decidí renunciar de
manera irrevocable e inmediata. Siendo ya profesor titular y con unas condiciones laborales
envidiables, continuar en la Javeriana implicaba legitimar una serie de prácticas en torno a
los procesos de precarización y los entrampamientos burocráticos que se han venido
posicionando no sólo en esta universidad. Es importante examinar estos procesos y
entrampamientos porque son evidencia de la agonía de la universidad en Colombia y su
creciente cerramiento como escenario relevante para la pasión por los procesos de
enseñanza-aprendizaje y para la producción de conocimiento pertinente para las urgencias de
nuestro presente.

Para poner en contexto al lector, en el momento de mi renuncia estaba dirigiendo la Maestría


en Estudios Afrocolombianos (con una cohorte en Cartagena y otra en Bogotá) y la Maestría
Virtual en Estudios Culturales Latinoamericanos. En ambas maestrías estuve al frente de la
concepción y escritura de los documentos maestros que fueron enviados al Ministerio de
Educación para su aprobación y, desde entonces, me hice cargo de ambas maestrías tanto en
su dimensión administrativa, como en su orientación académica.

Desde su comienzo, gran parte de las labores docentes, direcciones de tesis y lectores-
jurados fueron asumidas en ambas maestrías por profesores contratados por cátedra. Muchos
colegas amigos aceptaban estas labores por su identificación con el proyecto académico de
las maestrías y no por lo que les terminaría pagando la universidad que, en últimas, no era
mucho. Para la maestría virtual, igualmente movilicé estas redes de amigos y estudiantes
para producir algunos de los materiales. Esto llevó a que yo fuera el único profesor de planta,
dictara al menos dos cursos en cada maestría y tuviera que asumir toda la carga
administrativa como su director.

Tuve que recurrir a contratar como cátedra a casi todos los docentes debido a que, con
excepción de unos colegas en otros departamentos de la facultad que han dictado unos
cuantos cursos más como un acto de solidaridad, los otros tres profesores de planta de mi
departamento (el de Estudios Culturales) ni sabían ni manejaban las temáticas de la maestrías
(sobre todo en el de la maestría en estudios afrocolombianos), o no estaban dispuestos a
asumir más de las dos clases al semestre que han dictado desde hace muchos años en nuestra
otra maestría presencial en estudios culturales. Para mis colegas de planta del departamento
asumir una carga que fuera más allá de sus dos clases (a veces solo una o ninguna) y de dirigir
unas cuantas tesis (cuando lo hacen) es inconcebible [1].

Ante esta limitación, y como estaba planteado desde los documentos maestros enviados al
Ministerio, tenía la certeza de que la universidad contrataría al menos un par de nuevos
profesores de planta para asumir las labores de docencia, orientación de tesis e investigación;
labores que no se pueden cumplir a cabalidad con profesores contratados por cuatro meses
durante el semestre y cuyos salarios son calculados estrictamente desde horas dictadas de clase
[2]. Aunque sé que es muy extensa la lista de universidades en las cuales se les paga mucho
menos a los docentes de cátedra, era desestimulante ver los montos recibidos por algunos de los
profesores con los que trabajaba, pues su esfuerzo y pasión de ninguna manera se
circunscribían a la a veces solo una hora pagada por semana (como en el caso de los directores
de tesis).

Aquí encontramos una de las estrategias de precarización laboral de las universidades privadas
y públicas del país. Los profesores de cátedra, en muchos casos mal pagos y con cargas
laborales que desbordan con creces las horas por las que se contratan, asumen muchos de los
cursos que no pueden (o no quieren) ser cubiertos por los cuerpos docentes de planta. Por lo
menos para una universidad como la Javeriana, quiero insistir en que no es la simple dicotomía
entre cátedra o la planta como tal el mecanismo de precarización, sino que debe entenderse
como el resultado del juego de unos cuantos profesores hiper-acomodados que son contratados
como planta y que poco o nada hacen, y otros que son contratados a destajo como profesores de
cátedra que están ahí para garantizar con su hiper-explotación que todo funcione.

[1] También es cierto que, en muchas universidades privadas más pequeñas, sobre todo en las regiones,
las condiciones de los profesores de planta se encuentran muy lejos de las condiciones descritas de este
puñado de hiper-acomodados. El número de cursos que les asignan y el volumen de estudiantes que
están a su cargo significan extenuantes jornadas laborales que se extienden hasta altas horas de la noche.
Como si esto fuera poco, sus salarios no representan ni un cuarto del que reciben aquellos profesores
hiper-acomodados y, en algunos casos, sus contratos cubren solo ocho meses en el año.
No son pocos los profesores de planta que he conocido en distintas universidades privadas y
públicas que se han dedicado a vegetar durante años. No hacen mucho y rara vez se conectan
con procesos distintos a los que pueden incluir en sus planes de trabajo o con los que no
puedan registrar en sus cvlacs para que se los paguen o les suban el sueldo. Conozco casos en
los que no se escribe nada relevante (no estoy pensando aquí en publicaciones indexadas ni
nada de eso), no se enganchan en procesos de investigación sustantivos, no logran interpelar a
sus estudiantes, ni son voces visibles en debates de sus campos. Por sus reiteradas quejas y
comportamiento, pareciera que el ser docentes fuera para ellos una maldición. De ahí que no
sea ninguna sorpresa encontrarse ante una marcada desidia y mediocridad con las que se
desempeñan por décadas.

No se puede sobrevivir como profesor de cátedra, a menos que se dicten varios cursos a la vez
y, a menudo, en diferentes universidades al tiempo. Como si esto fuera poco, sus contratos de
servicio los ponen en una permanente situación de incertidumbre sobre si van a ser contratados
o no para el siguiente semestre. Más todavía, si se tiene en cuenta la existencia de un nutrido y
ansioso “ejército de docentes de reserva”, en el cual la burocracia académica puede fácilmente
encontrar quien dicte cualquier clase cualesquiera sean las condiciones. Así, los profesores de
cátedra son piezas que pueden ser fácilmente reemplazables. Esto los tiende a hacer sujetos
dóciles de los cuales se puede prescindir. Son fuerza de trabajo dispensable. Tanto, que la
primera reacción que las angustiadas universidades privadas han desplegado ante la caída de
las matriculas ha sido bajar la contratación de cátedra.

Sabía que contar con profesores de planta en aras de armar equipos de trabajo para los dos
nuevos programas de maestría no era fácil, aunque fuesen indispensables. Esta contratación se
ha venido haciendo todavía más difícil en un momento en el cual las matriculas en las
universidades privadas han ido cayendo, y en algunos de sus programas de manera sustancial.
Para muchos que no estaban acostumbrados a ello, estos son tiempos de incertidumbre.

[2] La figura de la “hora cátedra” supone un reduccionismo brutal de lo que es la práctica pedagógica o
práctica docente que, habitualmente, exige a los docentes desde la creación de los programas hasta el
diseño e implementación de estrategias didácticas que están ancladas a la preparación de la clase;
sumado a la evaluación y el diligenciamiento de mil formatos que evidencian que se dictó la clase y
“merece” el pago de su hora cátedra.
Aunque el covid-19 ha sido un factor relevante, la tendencia a la caída de número de
matriculados en las universidades privadas se venía presentando desde un par de años atrás.
Las universidades privadas, que dependen casi en su totalidad de los pagos de altas matriculas
por parte de sus estudiantes, han sido particularmente sensibles ante los cambios en la
competencia por el mercado de ofrecimiento de títulos de pregrado y postgrado.

Ante la tendencia a la caída de matrículas (que, insisto, es algo que se estaba dando antes del
covid-19), universidades como la Javeriana podrían recurrir a dos estrategias. La primera es
abaratar el costo para la universidad de ofrecer un programa, lo cual se logra cargando más a
los docentes con los que cuenta, fusionando cursos para que tengan más estudiantes,
reduciendo las exigencias y los tiempos de graduación y, por supuesto, recurriendo a un
número sustancial de profesores de cátedra que son menos costosos que los de planta.

Me temo que en este afán de abaratar costos —presentados por las burocracias de turno con
nombres como reestructuración, repensarse o adecuación—, se viene un nuevo embate en el
socavamiento de la calidad de los pregrados. En este marco, no debe sorprendernos que
aparezcan ofertas, sobre todo de las ansiosas universidades privadas, de hacer no una, sino dos
carreras en tres años (los famosos dobles programas) y que, en caso de que no se supriman, los
trabajos de grado se reduzcan a una especie de trabajo final de un curso con unas cuantas
páginas y sin sustentación alguna. Desde la perspectiva de las burocracias universitarias es
esencialmente un asunto de marketing.

Así, los estudiantes son fuertemente infantilizados y abordados como clientes. Hay reuniones
con los padres de familia y acudientes desde el primer día, y no es extraño que estos se pongan
en contacto con los profesores y directores de programas para monitorearlos como su fueran
chicos de colegio. A cada estudiante se les asignan consejeros que, cual poder pastoral, los
orientan en “sus” decisiones académicas para estar pendientes de cualquier anomalía en sus
desempeños y comportamiento. Cualquier desviación se identifica y tramita con celeridad,
informando a sus padres o acudientes.
La segunda estrategia frente a la caída de las entradas de las universidades privadas es
conseguir más matriculas manteniendo básicamente la misma inversión, lo cual pasa por
ofrecer nuevos programas o conseguir más estudiantes para los que ya se ofrecen. Esto de crear
nuevos programas o hacer más atractivos los existentes, sobre todo como unos que se adecuen
a las nuevas demandas e intereses (del mercado laboral), ha sido impulsado desde un
cuestionamiento a muchas de las actuales carreras que se consideran “obsoletas” o “poco
relevantes”. Hacer que más estudiantes se matriculen en programas ya ofertados ha tomado
cuerpo en campañas, en redes sociales o en eventos concretos, impulsadas desde oficinas o
divisiones de mercadeo creadas para ello. Para alguien que encaje en el perfil establecido y
que, por interés o infortunio, haya hecho clic en algunos de los enlaces con ciertas cookies
instaladas, sus experiencias de navegación por la red estarán atiborradas de anuncios que los
invitan a inscribirse en innumerables programas de pregrado y postgrado, no solo de
universidades en el país sino de otras del extranjero en modalidades virtuales o mixtas.

La Javeriana, por ejemplo, destina parte de su presupuesto a pagarle a Google y Facebook para
sus campañas de mercadeo. Esto se decide desde arriba, sin importar si los directores de los
programas están de acuerdo o no. Estas oficinas de mercadeo implican la contratación de
costosos profesionales y el abultamiento de la burocracia universitaria con sus reiteradas
solicitudes de información en sus formatos y encuestas, así como la asistencia a múltiples
reuniones. Estas nuevas oficinas o divisiones de mercadeo son una de las tantas que han ido
apareciendo en las dos últimas décadas en las universidades, junto con nuevas vicerrectorías y
centros con deslumbrantes nombres como innovación y excelencia. Decenas de nuevos cargos
han sido creados en las diferentes instancias de las universidades que son ocupados, en las
universidades privadas, por solemnes señores de costosos trajes o señoras con peinados de
salón. El mundo de la burocracia universitaria, por supuesto, no deja de tener sus encantos.
Hay claras jerarquías y, al igual que con los docentes de planta y de cátedra, no todos son
descaradamente remunerados. Como en otros escenarios de la vida, a menudo los que menos
trabajan son los que sacan las tajadas más jugosas. Existe toda una jerarquía en la burocracia,
con largos séquitos que van descendiendo desde las grandes alturas. No en pocas
universidades, los peldaños más bajos son ocupados por personas contratadas a destajo o por
periodos muy puntuales, con pagas poco sustanciales y con responsabilidades descomunales.
Con el incremento de la burocracia universitaria, se han ido transformado las prácticas
docentes, investigativas y de extensión que habían definido a las universidades hasta los años
noventa. Un fuerte entramado de regulaciones y demandas burocráticas han irrumpido en la
vida de los docentes, sobre todo si están al frente la dirección de un departamento o programa.
No son pocas las horas de la jornada laboral dedicadas a reuniones y a responder correos
electrónicos con diversas solicitudes y tareas asignadas desde las distintas instancias de una
demandante burocracia universitaria. Todas estas oficinas, divisiones y centros se muestran
urgidos de introducir nuevos procedimientos, se inventan otros formatos que llenar. Con
frecuencia, convocan a reuniones o talleres obligatorios en los que ofrecen capacitaciones para
que los directores de programa o profesores puedan responder adecuadamente y a tiempo a sus
nuevas demandas.

Estos procedimientos, que estandarizan y regulan tiempos y prácticas, son diseñados en


nombre de grandes palabras como la calidad, la eficacia y la transparencia. Suponen, en la
práctica, el posicionamiento de un modelo gerencial que transforma a la universidad en una
empresa en la cual un ejército de burócratas ha adquirido el papel central. Aunque muchos de
ellos no han sido profesores o nunca en su vida han hecho una investigación, hablan con gran
suficiencia y arrogancia de cómo se debe enseñar e investigar. A propósito, recuerdo cómo uno
de estos burócratas adscrito a la vicerrectoría académica, en una larga reunión, me explicaba
entusiasmado el alambicado modelo de educación virtual de la universidad recurriendo a
coloridos diagramas y deslumbrantes términos que había creado recientemente. Ante mi
pregunta por si había sido profesor alguna vez, sorprendido, reconoció que nunca lo había sido
y que no era algo para alguien como él.

Igual sucede con la investigación. Al menos en los campos que conozco (los estudios culturales
y la antropología), ninguno de los investigadores medianamente brillantes o al menos algo
destacados son burócratas de carrera (y esto no solo para las universidades, sino también los
que terminan engrosando la burocracia de las entidades gubernamentales relacionadas con la
investigación). Los que se inclinan por serlo, no han hecho ninguna contribución
medianamente relevante a estos campos. Son gente mediocre, que encuentra en la burocracia el
nicho para la reproducción de su existencia. Probablemente esta observación pueda ser
generalizada, aunque tal vez sean pocas las excepciones.
El antropólogo David Graeber, en su libro Trabajos de mierda: una teoría, ha evidenciado
cómo este creciente enjambre de burócratas que pulula en todos los ámbitos de la vida social a
menudo hacen parte de los trabajos inútiles de los que se podría prescindir. Con el
posicionamiento del modelo gerencial, nuestras universidades se han venido llenando de esos
“trabajos de mierda” de los que habla Graeber. Lo paradójico es que muchos de estos trabajos
son los que más dinero cuestan a las universidades. En la Javeriana, por ejemplo, el costo de la
nómina de los “administrativos del edificio central” consume parte importante del presupuesto
de la universidad, pues reciben salarios mucho más jugosos y por encima de los colegas de
planta mejor remunerados. Así las cosas, las ansiedades en las universidades privadas por la
caída en el ingreso por matrículas se explica en parte por el peso en las nóminas de estos
burócratas y de sus nutridos séquitos.

Podemos llamar entrampamientos burocráticos a la urdimbre de arandeludos procedimientos


que orientan cada vez más el tiempo y la energía de los docentes a producir los indicadores
legibles y cuantificables por un modelo gerencial de universidad. Teniendo como punta de
lanza a los (a veces desdichados) encargados de dirigir los departamentos y programas, el
cuerpo de docentes contratado para enseñar es evaluado por un entramado de indicadores en
los cuales el peso de otros productos (como la publicación en revistas indexadas) es tanto o
mayor que el de su desempeño docente.

Así, los profesores no solo gastan parte importante de su tiempo en llenar formatos sobre su
labor docente, formatos estandarizados e inteligibles para satisfacer las demandas de
burocracias de turno (y que, no sobra anotarlo, adoran inventarse unos nuevos y más
engorrosos), sino que deben sacarse del sombrero investigaciones y, ojalá, consultorías que les
permitan registrar los productos por los que terminaran evaluándolos para sus ascensos en los
escalafones docentes. No sobra señalar aquí que actividades como la investigación o las
consultorías también se encuentran milimétricamente colonizadas por un ejército de burócratas
y sus implacables lógicas. Estos entrampamientos burocráticos han hecho de la universidad
algo muy distinto de un lugar donde primen asuntos como la producción de conocimiento, la
pasión por los procesos de enseñanza-aprendizaje y la articulación de escenarios reflexivos y
deliberativos de cara a las urgencias y sensibilidades de nuestras sociedades.
Los entrampamientos burocráticos han esterilizado el alma de la vida universitaria. Han
multiplicado las ceremonias y los deslumbrantes títulos, pero sobre todo han confundido los
procesos formales de las acreditaciones de calidad y las visibilidades en los rankings
nacionales e internacionales con lo que implica la pasión por ser profesor, con la convicción de
que en los procesos pedagógicos y de generación de conocimiento se juega de verdad nuestro
futuro.

Los entrampamientos burocráticos se instauran como inercias que marchitan las más
interesantes iniciativas afincadas en las pasiones y compromisos de algunos docentes y
estudiantes. Por ejemplo, como en otras universidades, en la Javeriana tienen amarrados los
procesos de contratación de servicios. Si vas a comprar un tiquete para adelantar trabajo de
campo en una investigación o si vas a producir un contenido audiovisual para un programa, las
inercias de los entrampamientos burocráticos impiden que se haga por fuera de sus términos
(los cuales son siempre más costosos y arandeludos) y con las empresas internas o externas a
las que les han concedido estos favores. Sospeché que eso era parte de turbios negocios, pero
parece que las inercias derivadas de estos entrampamientos burocráticos son más prosaicas y
rayan con inamovibles caprichos. No contar con condiciones para generar contenidos de
manera autónoma y sin ninguna posibilidad de ser censurados si alguna autoridad universitaria
o de la jerarquía católica a la que se pliega la Javeriana, fue otra de las razones de mi renuncia.

Estos entrampamientos burocráticos no son simplemente el capricho de las universidades, no


son exclusivas de las universidades privadas. Universidades públicas como la de Antioquia han
profundizado y sofisticado estos entrampamientos a tal escala, que muchas de las privadas
aparecen a su lado como unas neófitas timoratas. Las causas del languidecimiento de las
universidades en Colombia se encuentran en las políticas agenciadas por el Ministerio de
Educación (con su punta de lanza en el Consejo Nacional de Acreditación) y en lo que hasta
hace poco fue Colciencias (hoy MinCiencias). La concepción del estado colombiano de su
lugar en la educación en general, y en particular en la educación superior, asociado a sus
diletantes políticas de ciencia y tecnología han propiciado el abultamiento de las burocracias
universitarias orientadas a satisfacer formalismos huecos y descontextuados.
Universidades que estimulan la publicación de sus docentes de papers por parte de sus
docentes en revistas indexadas (que nadie lee y con poca o ninguna relevancia local), grupos de
investigación con sus gruplacs ordenados (aunque muchos de ellos sean grupos que no existen
realmente), o con sus registros calificados y programas debidamente certificados entronizan un
ejército de burócratas que cambian los términos y contenidos de la vida universitaria.

En la Javeriana, que nunca ha dejado de ser realmente un colegio grande como otras
universidades privadas del país, esto se impone a raja tabla. Entre las cosas que no dejaron de
sorprenderme durante los quince años que trabajé allí es lo que podríamos denominar el ethos
javeriano. Por mi formación de pregrado y postgrado en universidades públicas, suponía que la
universidad era un escenario para la deliberación abierta de distintas posiciones y para los
disensos. No obstante, para el ethos javeriano no hay nada más molesto que alguien que no se
pliegue borregalmente a las autoridades universitarias. No hacerlo te marca como una persona
“problemática”, a la que se debe “corregir” o de la que hay que deshacerse. Es como en un
colegio. Lo que dice el rector o el director de disciplina no es discutible. Esto se refleja en
estudiantes que no suelen articularse como voces deliberativas y menos disidentes con respecto
a las autoridades universitarias. Mi noción de los estudiantes siempre fue una muy distinta, tal
vez porque en otros tiempos la gente con otras historias y en otros estratos sociales no se suele
portar tan bien.

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