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CONTENIDO DE LA OBRA
Este libro, que causó un notable impacto y originó una cierta profusión de
literatura teológica crítica, ha sido considerado con razón como una de las piezas claves
de la Nouvelle Théologie. Actualmente, sin embargo, Surnaturel es tenido por muchos
como un libro de valor simplemente histórico. A pesar de eso, y de lo mucho que ya se
ha escrito sobre este libro, no es intempestivo detenerse de nuevo en él, pues aunque el
libro, en cuanto tal, esté anticuado, sus ideas de fondo siguen ejerciendo en muchos un
notable influjo.
Hay que hacer notar que el contenido de la obra no es una mera historia de los
diversos planteamientos teológicos de un mismo problema, sino un intento de aclarar
un problema por su historia. Por tanto, más que historia de la teología, es Teología
histórica (éste es el término, más o menos acertado, con que algunos han calificado ese
método): el autor expone conclusiones teológicas propias, fundamentadas en buena
parte en un personal análisis de la historia de la teología.
La novedad de este libro residía sobre todo en que en él venía negada la posibilidad
de un estado de naturaleza pura, es decir, se negaba la posibilidad de que pudiera haber
existido el hombre sin estar llamado y elevado a un fin sobrenatural (la visión beatífica).
Enseguida, sin embargo, la actitud del autor ante la natura pura, va haciéndose
más radical: si se admite un fin que trascienda el horizonte terrestre (cosa que no hizo
Aristóteles), ese fin no puede ser otro que la visión de la esencia divina, es decir: “Pas
de transcendance sans surnaturel” (p. 110).
La conclusión será en efecto “qu'il ne peut y avoir pour l'homme qu'une fin: la fin
surnaturelle” (p. 493).
Por lo visto anteriormente, no puede decir el autor que lo sobrenatural sea aquello
sin lo cual la naturaleza podría existir esencialmente invariada. Por lo mismo, tampoco
podrá decir que sea aquello que no es debido a la naturaleza, ya que, además, eso sería
—según el autor— un modo antropomórfico de hablar: el Creador nada puede deber a
la criatura.
La visión sobrenatural de la esencia divina es, para el autor (cfr. p. 493), el único
fin posible del hombre; a esa visión es a lo que tiende su naturaleza. Sin embargo, esa
visión es necesariamente sobrenatural, porque tanto su efectiva concesión como las
gracias previas que la hacen posible son gratuitas, no solamente porque no puedan
merecerse por los actos humanos, sino principalmente porque son don de Dios hecho en
plena libertad y fuera de toda necesidad lógica o jurídica.
¿Cuáles son las condiciones necesarias y suficientes que debe reunir una realidad
para ser sobrenatural en sentido propio? Según la tradición y lo que la coherencia del
dogma nos obliga a aceptar, lo sobrenatural debe sobrepasar las fuerzas de la naturaleza,
es decir no puede ser conquistado por el simple esfuerzo humano, sino que sólo puede
recibirse como un don de la bondad divina; debe elevar al hombre por encima de su
propia esencia; y por último debe sobrepasar las exigencias de cualquier naturaleza
creada.
En este contexto hay que encuadrar la afirmación del autor, tesis quizá central en
su obra, según la cual la existencia del deseo natural de ver a Dios autoriza la
certidumbre de que de hecho estamos elevados al orden sobrenatural y destinados a la
visión beatífica: “S'il y a dans notre nature un désir de voir Dieu, ce ne peut être que
parce que Dieu veut pour nous cette fin surnaturelle qui consiste à le voir” (p. 486).
Puesta esta premisa, es de capital importancia saber si ese deseo de ver a Dios,
admitido por De Lubac, es verdaderamente natural, es decir resultante de los principios
propios de la naturaleza humana, o si él mismo es ya una gracia. En ocasiones (cfr. pp.
486 y s.) parece dar a entender que ese deseo es ya un don de Dios, de algún modo no
debido a la naturaleza. Sin embargo, en otros textos, mucho más numerosos e incluso en
las mismas páginas que los anteriores, se habla claramente de un deseo absolutamente
natural. Por ejemplo, dice el autor, refiriéndose a este deseo, que hay “de bonnes
raisons de l'appeler naturel, puis qu'il est essentiellement dans la nature et qu'il en
exprime le fond” (p. 487). Desde luego, si De Lubac considera que el deseo de lo
sobrenatural está esencialmente en la naturaleza y expresa su fondo, lógicamente debe
considerarlo como natural. De hecho, el autor no tiene ningún inconveniente en afirmar
que “l'esprit est donc désir de Dieu” (p. 483), y que este deseo absoluto —“le plus
absolu de tous les désirs” (p. 484)— nos prueba que estamos llamados a la visión
beatífica. Sin embargo, ese deseo no es necesario, es decir, no surge por una ley de
esencias, sino que es, como toda nuestra misma naturaleza, un don de la liberalidad
divina, que no nos da ningún derecho sobre Dios: ese deseo natural no exige la visión;
simplemente da testimonio de nuestra ordenación real a lo sobrenatural; deseo que es
siempre gratuito como gratuito es todo lo que hay en nuestra naturaleza, don de la
divinidad, incapaz de fundar un derecho por parte del hombre.
Una criatura no puede tener exigencia alguna en relación con su Creador, y el error
principal de Bayo y Jansenio fue precisamente establecer entre Dios y el hombre
relaciones de estricta justicia.
VALORACIÓN CIENTÍFICA
En conjunto, puede decirse que se trata de una obra científica, en la que se intenta
probar todo lo que se afirma.
1. Desde el punto de vista del análisis histórico, una valoración científica completa
supondría —para no ser superficial— un estudio casi tan extenso como el mismo libro.
Por otra parte, son numerosas las valoraciones críticas que se han publicado en este
sentido. (Entre otros muchos estudios, y por citar sólo algunos de los más próximos
cronológicamente al Surnaturel, pueden verse los de Ch. Boyer, Nature pure et
surnaturel dans le “Surnaturel” du Père de Lubac en “Gregorianum” 28 (1947) 379-
395 y G. De Broglie, De gratuitate ordinis supernaturalis ad quem homo elevatus
est en “Gregorianum” 29 (1948) 435-463).
Sobre esta interpretación hay que hacer serias reservas. Que Cayetano haya
interpretado a Santo Tomás en el sentido expuesto es una cosa, y otra bien distinta es
que él sea el inventor de la distinción entre naturaleza pura y naturaleza elevada. Una
cosa es que Cayetano haya sido el primero en usar el término de natura pura, y otra
bien distinta es que haya sido el creador del concepto correspondiente. De hecho, el
contenido que el término en cuestión expresa, no sólo no es obra de Cayetano, sino que
no es ni siquiera una creación del pensamiento medieval.
Los Padres griegos, comentando el texto de San Juan sobre el poder dado a los
creyentes de llegar a ser hijos de Dios, o el de San Pablo sobre la adopción que hemos
recibido por los méritos del Hijo de Dios, entienden clara y explícitamente lo
sobrenatural como un estado al que somos destinados por gracia y al que de ningún
modo somos destinados por naturaleza. Por ejemplo, es San Atanasio quien dice que los
hijos de Dios de ninguna manera habrían llegado a ser hijos, ya que por naturaleza
pertenecen a lo creado, si no fuese por haber recibido el Espíritu de aquel que es el Hijo
natural y verdadero (cfr. Oratio 2 contra Arianos, n. 59; PG 26, 274). Y San Cirilo de
Alejandría, hablando de la adopción divina, explica que es adopción precisamente
porque recibimos la gracia por la que somos elevados prós tá hypér physin (In Ioan. lib.
I, PG 73, 154). Del mismo modo comentan esos textos los Padres latinos (cfr. por
ejemplo, San Agustín, Contra Faustum, lib. 3, c. 3).
Es frecuente en este libro, al intentar hacer una exégesis del pensamiento tomista,
incurrir en el equívoco —muy extendido en los últimos años y totalmente contrario a la
metafísica tomista que se quiere interpretar— de identificar lo natural con lo abstracto
y estático, y lo sobrenatural con lo concreto y dinámico o existencial (cfr., por ejemplo,
pp. 130 y 131).
En primer lugar, para Santo Tomás no sólo es natural la voluntas ut natura (cfr. pp.
252 y 253), sino también una dilectio electiva: “Voluntas naturaliter tendit in suum
finem ultimum: omnis enim homo naturaliter vult beatitudinem. Et ex hac naturali
voluntate causantur omnes aliae voluntates: cum quidquid homo vult, velit propter
finem. Dilectio igitur boni quod homo naturaliter vult sicut finem, est dilectio naturalis:
dilectio autem ab hac derivata, quae est boni quod diligitur propter finem, est dilectio
electiva (...) Haec autem dicta sunt, praetermissis his quae supra naturam sunt: horum
enim natura non est principium sufficiens” (S. Th. I, q. 60, a. 2 c).
Además, en el texto citado por De Lubac en p. 250, cuando Santo Tomás habla
de diligere Deum prout est principium totius esse como propio de la dilectio naturalis,
pone efectivamente a Dios como puede ser conocido por la razón natural, y de ningún
modo como el amor al ser en general o al ser propio, que es lo único necesario
ontológicamente; de ahí que esa dilectio naturalis sea ya buena y pueda ser
perfeccionada por la caridad (cfr. S. Th., I. q. 60, a. 5 c): de lo contrario, ni sería
moralmente calificable, ni la caridad le aportaría una perfección: la caridad tendría
entonces con ese acto de dilectio naturalis la misma relación que pueda tener por
ejemplo, con el hábito de los primeros principios especulativos.
Para un cristiano o incluso de algún modo para cualquier hombre (facienti quod est
in se Deus non denegat gratiam), en la situación de hecho en que nos encontramos, de
elevación al orden sobrenatural, la alternativa es ésta: o el acto es meritorio por la gracia
(con su núcleo natural de libertad, etc.) o —si el acto es moralmente calificable— es
malo y demeritorio. Lo natural no se ha esfumado (y tanto menos no ha existido nunca),
sino que ha sido supuesto (existe como sujeto subsistente en sí mismo), sanado y
elevado.
En los textos de Santo Tomás, De Lubac (cfr. pp. 449 y ss.) no encuentra nunca la
idea de la natura Pura, sino que por el contrario encuentra la afirmación de que nuestro
deseo de ver a Dios es prueba de nuestra elevación sobrenatural. Por ejemplo, en p. 456
niega que en el De Malo Santo Tomás acepte la posibilidad de un hombre creado para
otro fin que no sea la visión beatífica. Sin embargo, en De Malo, q. 4, a. 1 ad 14 dice
expresamente que el hombre, in solis naturalibus, no tendría por fin la visión beatífica:
“Carentia divinae visionis dupliciter competit alicui. Uno modo sic quod non habeat in
se unde possit ad divinam visionem pervenire, et sic carentia divinae visionis
competeret ei qui in solis naturalibus esset etiam absque peccato: sic enim carentia
divinae visionis non est poena, sed defectus consequens omnem naturam creatam: qui
nulla creatura ex suis naturalibus potest pervenire ad visionem divinam. Alio modo (...)
est poena et originalis et actualis peccati” (cfr. también q.5, a.1 ad 15 y De Malo, q.V,
a.I c. También el Santo, en De Malo, q.XVI, a.III c, se refiere explícitamente a la
posibilidad de los ángeles no elevados al orden sobrenatural). Por otra parte, que para
Santo Tomás la beatitudo (de que habla como teólogo) signifique la visión intuitiva de
Dios no quiere decir que sin ella la naturaleza humana sería inconcebible.
Más bien hay que pensar que esos teólogos de la escolástica mantuvieron un
fortísimo sentido de la fe y de fidelidad al Magisterio (por ejemplo, sus
argumentaciones en favor de la natura pura son sobre todo las que se refieren a la
necesidad de afirmar la perfecta gratuidad del orden sobrenatural, de la gracia, etc.). Lo
que en no pocos casos perdieron (y en esto De Lubac no los ha superado), es la
inteligencia del ser; y así mientras les era fácil pasar teológicamente de la gracia a la
naturaleza, cada vez les era más difícil concebir una naturaleza capaz de ser
sobreelevada[2]: porque es el actus essendi lo que requiere una acción inmediata de Dios
en la criatura, y lo que hace comunicar los dos órdenes, lo que distingue la causalidad
trascendental de la causalidad predicamental, lo que permite la armonía de razón y fe, la
íntima información per infusionem de la naturaleza por la gracia, etc. De esa
ininteligencia creciente del ser —se empieza ahora a pensar por los mejores tomistas—,
se derivó esa problemática quizá equívocamente planteada del concurso divino, de
la premoción, etc., donde la causalidad divina, reducida al orden predicamental, se
presentaba como adversaria o en concurrencia con la causalidad de la creatura. Y de ahí
tal vez, esas dos filosofías que se fueron abriendo camino: una, ocultamente
apologética, donde las razones de fondo eran de fe y se ocultaban debajo de
“argumentos de razón” que no persuadían; otra, donde se iban sacando las
consecuencias lógicas de aquellos planteamientos, y que así se mostraba cada vez más
adversa no sólo a la fe, sino a aquellas verdades que la misma fe afirma ser de razón
natural y que se han llamado praeambula fidei.
Por último, hay que concluir que el intento filosófico-teológico de De Lubac (como
el de Blondel) que, en sí mismo y como intento podía haber sido legítimo —desde el
punto de vista científico—, no se opone sólo a la natura pura de Cayetano y al
concepto de naturaleza de Aristóteles; se opone a los elementos más básicos y
característicos de la metafísica y de la teología de Santo Tomás, y de la gran tradición
teológica.
Es claro que el fin natural (o fin propio de una naturaleza) determina de modo
intrínseco y necesario a esa naturaleza. En efecto, el fin es causa causalitatis in
omnibus causis (Sto. Tomás, In V Metaph., III). Sin embargo, no es muy preciso decir
que la finalidad es intrínseca, ya que las causas intrínsecas son la material y la formal.
Pero en parte expresa —confusamente— algo que es verdad: y es que el fin determina a
la causa eficiente y ésta a la formal y ésta a la material. Con lo que resulta que cualquier
ente es real y esencialmente determinado por su fin. Pero en esto el espíritu no se
distingue de los demás entes (de los entes corpóreos): ya que esa determinación es del
espíritu en cuanto ente, no en cuanto espíritu. Ningún ente puede cambiar de fin sin
cambiar de naturaleza. Es precisamente el espíritu, en virtud de su libertad y en el plano
subjetivo, el que ha de querer su propio fin: por eso dice Santo Tomás que las otras
naturalezas, más que actuar, son quasi ab alio acta vel ducta (S. Th., I-II, q. 1, a. 2 c).
Todo esto es también capital para fundamentar la noción moral de ley natural.
Por tanto, al afirmar que el fin propio de una naturaleza determina a esa naturaleza,
nos situamos en un plano estrictamente metafísico, y por fin propio se entiende un fin al
que la naturaleza puede llegar por sí misma. En consecuencia, un fin al que la naturaleza
no puede llegar por su propio dinamismo no es su fin propio. Ese fin (sobrenatural)
exige por tanto una sobrenaturaleza (en terminología clásica), que es precisamente lo
que llamamos gracia (cfr. Santo Tomás, S. Th., I-II, q. 63, a. 3 c y ad 3).
Al identificar fin propio con fin efectivo, es lógico afirmar que sólo es posible para
el hombre el fin efectivo, por tanto que sólo puede haber para el hombre un fin último:
el fin sobrenatural (negación de la posibilidad de la natura pura). O, con otras palabras,
que al ser el fin efectivo (= propio) sobrenatural, y al estar la naturaleza intrínsecamente
determinada por ese fin, no puede ni siquiera pensarse un ser de igual naturaleza que el
hombre, pero no llamado a ese fin sobrenatural.
A esto hay que decir, en primer lugar, que la diferencia entre el hombre (en
general) ordenado efectivamente al orden sobrenatural, y un posible hombre (en
general) no ordenado, estaría precisamente en la gracia. El razonamiento de De Lubac
se fundamenta en un notable equívoco: este hombre que naturalmente conozco (la
naturaleza humana) está ordenado a un fin sobrenatural (esto no lo sé por la razón, sino
que lo creo). Por tanto, decir que —al ser el fin determinante de la naturaleza— si no
tuviese ese fin no sería de esta naturaleza, es un paso ilegítimo del conocimiento natural
al conocimiento de fe. Aparte de que, en caso contrario, los términos gracia y
sobrenatural no significarían nada, lo que hay que concluir es que si el fin determina la
naturaleza, y sé por la fe que tengo fin sobrenatural, debo tener también una
sobrenaturaleza, que no conozco naturalmente, como tampoco conozco naturalmente el
fin sobrenatural que la determina y le hace ser lo que es. Naturalmente, a partir de la
naturaleza conozco el fin natural; por la Revelación y la fe conozco el fin sobrenatural
(visión beatífica) y esa sobrenaturaleza que le corresponde (gracia).
Por otra parte, un fin sin el cual una naturaleza es inconcebible no puede en
absoluto considerarse (en cuanto tal fin) como perteneciente a un orden superior al de
esa naturaleza; un tal fin es necesariamente natural: es el fin que le es naturalmente
debido; el fin que Dios da a esa naturaleza. Ese fin sería (como realmente posible)
propiamente exigido por esa naturaleza (mientras Dios le haga ser lo que es), aunque a
su efectiva consecución la naturaleza humana no tuviese —en sí misma— un derecho o
exigencia necesaria ante Dios.
De Lubac, como un argumento más para apoyar su tesis, afirma que decir que la
criatura tenga algún derecho o alguna exigencia ante Dios es un
modo antropomórfico de hablar. En realidad, se trata de un modo humano (el único
modo que el hombre tiene para hablar, y que Dios mismo usa para hablarnos en la
Revelación). Además, no se sabe por qué decir que la naturaleza tiene algún derecho o
exigencia sea hablar antropomórficamente, y no lo sea en cambio hablar de que no lo
tiene. El autor dice, en efecto, que la criatura no tiene ningún derecho ante Dios; lo cual
tiene un sentido religioso preciso: nada tiene la criatura que no haya recibido de su
Creador. Pero eso no implica que Dios pueda hacer cosas contradictorias o que
repugnen a su bondad y a su justicia. Es tradicional decir, en algunos casos, que Dios se
debe a sí mismo el obrar de una determinada manera con la criatura, no porque ésta
tenga un derecho sobre el Creador, sino porque el Creador no puede obrar injustamente,
de un modo contrario a su misma santidad. Sin esta necesaria distinción, sería
inaceptable —entre otras muchas cosas— la doctrina católica sobre el mérito. Aunque
con la sola luz de la razón natural, sea difícil a veces saber si algo es o no conforme con
la santidad de Dios.
Afirmar —como hace De Lubac— que el fin sobrenatural es el único posible para
la naturaleza humana, es contradictorio: un tal fin sería necesariamente natural, sería
debido a esa naturaleza; no sería una gracia, salvo en el sentido en que todo lo creado es
don gratuito de Dios, pues la gratuidad de nuestro ser natural es distinta de la gratuidad
de la gracia sobrenatural: precisamente el término gracia viene a decir algo gratuito por
relación a un cierto orden, al que aquello no pertenece por sí. Por otra parte, no puede
olvidarse que la naturaleza no es un conglomerado do arbitrario de elementos. Lo que
De Lubac quiere evitar respecto a la gracia —que pueda tenerse o no tenerse, sin
modificar la naturaleza humana— cae de rechazo en todo el orden natural, al considerar
que todo es gratuito en relación con Dios: o la gracia no es gratuita, como no es gratuito
que el hombre sea espiritual y corporal; o lo es, siendo todo igualmente gratuito: y
entonces todo se hace ininteligible, se acaba la ciencia, y no cabe más que hacer un
inventario de las piezas colocadas por Dios en el universo.
Por otra parte, hay que decir que De Lubac da por supuesto que el deseo humano
de felicidad o bienaventuranza es un deseo de ver sobrenaturalmente a Dios: lo que es
necesario es el deseo de bienaventuranza, pero no el deseo explícito del objeto de esa
bienaventuranza (cfr. S. Th., I-II, q. S, a. 8 c). Además habría que probar que es un
deseo de la naturaleza en cuanto tal y no de la naturaleza ya elevada, fruto de la
Revelación y de la gracia.
El autor parece olvidar que mi deseo de Dios quedaría saciado cuando yo viese a
Dios tal como Dios puede ser visto por mí. Y esto sucede también en el orden
sobrenatural. No todos los bienaventurados tienen el mismo grado de bienaventuranza,
y no por eso algunos dejan de ser bienaventurados. Sólo Dios se ve con plenitud de
comprensión. Ni natural ni sobrenaturalmente se puede aspirar a más (si no es una
veleidad imaginaria, o un deseo desordenado) de lo que en cada caso es en sí mismo
posible llegar a tener según la propia naturaleza o la propia sobrenaturaleza (cfr. S.
Th., I-II, q. 4, a. 3; q. 5, a. 2 ad 3).
Por tanto, no es verdad que sólo haya trascendencia donde está lo sobrenatural. El
espíritu naturalmente trasciende lo terreno y puede —debe— llegar a Dios,
conociéndolo, amándolo y gozándolo naturalmente. Lo sobrenatural da una super-
trascendencia. Otra cosa bien distinta es que no podemos saber con
seguridad cómo sería en concreto el estado definitivo del hombre si no hubiera sido
elevado al orden sobrenatural. Además, antes de alcanzar ese posible fin, ya habría
trascendencia natural, por el conocimiento y el amor.
Hay que hacer notar, por otra parte, que la noción de potencia obediencial se
acomoda perfectamente a la expresión de Santo Tomás: capax gratiae, y no se
contrapone a ella, como dice el autor (cfr. p. 136). En el comentario a la Metafísica de
Aristóteles, Santo Tomás, al tratar del quot modis dicitur potentia, distingue cuatro
modos: “primus est, quod potentia dicitur principium motus et mutationis in alio
inquantum est aliud... quodam alio modo dicitur potestas principium motus vel
mutationis ab altero inquantum est aliud. Et haec est potentia passiva, secundum quam
patiens aliquid patitur... aliquando quidem, quicquid sit aliud, quod aliquid potest pati,
dicimus ipsum esse possibile ad illud patiendum, sive sit bonum, sive
malum... improprie enim dicitur pati, quicquid recipit aliquam perfectionem ab
aliquo... Proprie autem pati dicitur quod recipit aliquid cum sui transmutatione ab eo
quod est ei naturale... quando vero aliquis recipit id quod est ei conveniens secundum
suam naturam, magis dicitur perfici quam pati... Tertium modum... alia potestas dicitur,
quae est principium faciendi aliquid non quocumque modo, sed bene, aut
secundum praevoluntatem, idest secundum quod homo disponit... Quartum modum....
etiam potestates dicuntur omnes habitus sive formae vel dispositiones” (In V Metaph.,
XIV).
El segundo modo descrito por Santo Tomás ofrece una perspectiva suficiente para
aquella potencia natural de lo sobrenatural (que hace al hombre capax
gratiae): potencia a recibir la acción de otro, como ajeno a su propia naturaleza (en este
sentido es más bien pati), y a la vez como conveniente (y en este sentido es más
bien perfici).
Esta misma idea la expresa Santo Tomás, en el De Potentia por ejemplo, incluso
empleando prácticamente el término de potencia obediencial: “In eis (creaturis)
distinguitur potentia duplex: una naturalis ad proprias operationes vel motus; alia
quae obedientiae dicitur, ad ea quae a Deo recipiunt” (De Pot., I, III ad 1).
Es claro que la potencia obediencial no es física, sino metafísica: y sin ser mera no-
contradicción lógica, puesto que está en el propio ser, no es tampoco disposición
positiva al nuevo fin, sino a la acción de Dios en ella dándole la nueva disposición
positiva al nuevo fin sobrenatural, que llamamos gracia: “Gratia, cum non sit forma
subsistens, non esse nec fieri ei proprie per se competit: unde non proprie creatur per
modum illum quo substantiae per se subsistentes creantur. Infusio tamen gratiae accedit
ad rationem creationis in quantum gratia non habet causam in subiecto, nec efficientem,
nec talem materiam in qua sit hoc modo in potentia, quod per agens naturale educi
possit in actum, sicut est de aliis formis naturalibus” (Santo Tomás, De Pot., III, VIII ad
3).
e) Relación natural-sobrenatural
Por último, puede notarse, por todo lo dicho anteriormente, una faceta
especialmente llamativa de todo el sistema de De Lubac: la naturaleza es en realidad
suprimida, en lugar de supuesta, sanada y elevada. Es así explicable que el autor —en la
reelaboración del libro, publicada en 1965 (cfr. nota final de esta recensión)— diga que
pensar en la natura pura sería pensar una hipótesis sin fundamento que nos haría salir
de este mundo. Ahí hay un equívoco notable, coherente con todo lo anterior, pues se
concibe lo sobrenatural como lo que sustituye a una hipotética naturaleza, perdiendo de
vista que la naturaleza, aun elevada al orden sobrenatural, permanece como tal
naturaleza, aunque sea sanada, elevada, etc. “Corpus Adae fuit proportionatum
humanae animae, ut dictum est, non solum secundum quod requirit natura, sed
secundum quod contulit gratia; qua quidem gratia privamur, natura manente eadem”
(De Anima, a. VIII ad 6).
Aunque algunas de las interpretaciones históricas que De Lubac hace en este libro
no sean correctas (o al menos así lo parezcan a muchos especialistas), debe reconocerse
que, en lo que tiene de selección de fuentes, el libro es un gran trabajo de investigación,
y como tal merece todo respeto. Especial calidad tiene, por ejemplo, el análisis que hace
el autor de la dependencia agustiniana de Bayo y Jansenio. Es una lástima que ese
ingente trabajo venga desvirtuado por interpretaciones desafortunadas o más bien por un
previo esquema equivocado, fruto de una hereditaria carencia metafísica.
VALORACIÓN DOCTRINAL
Es obvio, por todo lo dicho en la valoración científica, que este libro presenta
serios errores doctrinales (aunque De Lubac haya intentado evitarlos), cuyas
consecuencias dogmáticas y morales pueden ser graves.
1. Imposibilidad de la natura pura (el único fin último posible para todo espíritu
creado es la visión beatífica).
Es de fe que la gracia de la justicia original no fue secuela de la creación de la
naturaleza humana, y por tanto que no era debida a esa naturaleza en cuanto tal:
Condena del Sínodo de Pistoia por la Const. Auctorem fidei de Pío 5/I (1794):
“Doctrina synodi de statu innocentiae, qualem eum repraesentat in Adamo ante
peccatum, complectentem non modo integritatem, sed et iustitiam interiorem cum
impulsu in Deum per amorem caritatis...; statum illum sequelam fuisse creationis,
debitum ex naturali exigentia et conditione humanae naturae, non gratuitum Dei
beneficium: falsa, alias damnata in Baio et Quesnellio, erronea, favens haeresi
Pelagianae” (Dz. 1516).
C.C. y F.O.B.
Nota. Los principales temas de Surnaturel han sido abordados de nuevo por De
Lubac en Le Mystère du Surnaturel (Aubier, Paris 1965 ;ed. italiana Il Mistero del
Soprannaturale, Il Mulino, Bologna 1967).
Este nuevo libro puede considerarse como una re-edición del anterior, si bien la
disposición es distinta: aquí el esquema no es propiamente histórico sino sistemático,
aunque dentro de cada capítulo la argumentación va dirigida a precisar el pensamiento
de la tradición patrística y de la escolástica, principalmente de Santo Tomás de Aquino.
Es de advertir que esta nota no pretende ser una recensión crítica a este segundo
libro. Es fruto de una lectura atenta, pero no suple a un análisis detallado, que habría
que hacer con mucho más detenimiento.
[1]
La noción de actus essendi o esse es fundamental en la metafísica de Santo Tomás. Sin embargo,
poco a poco esa noción fue perdiéndose en parte de los comentaristas del Santo y en la escolástica
posterior, originándose esa no inteligencia creciente del ser, que llevó a hablar de esencia y existencia, en
lugar de esencia y acto de ser (esse).
Sin embargo, esta noción está volviendo a ser puesta en su justa luz por los mejores tomistas. Los
textos del mismo Santo Tomás son bastante claros y precisos. Entre otros muchos, pueden verse: In IV
Metaph. II (“Esse enim rei quamvis sit aliud ab eius essentia, non tamen est intelligendum quod sit
aliquod superadditum ad modum accidentis sed quasi constituitur per principia essentiae”), De Pot., VII,
II ad 9 (“hoc quod dico esse est actualitas omnium actuum, et propter hoc est perfectio omnium
perfectionum. Nec intelligendum est, quod ei quod dico esse aliquid addatur quod sit eo formalius, ipsum
determinans, sicut actus potentiam: esse enim quod huiusmodi est, est aliud secundum essentiam ab eo
cui additur determinandum. Nihil autem potest addi ad esse quod sit extraneum ab ipso, cum ab eo nihil
sit extraneum nisi non ens, quod non potest esse nec forma nec materia. Unde non sic determinatur
esse per aliud sicut potentia per actum, sed magis sicut actus per potentiam”); De Pot., V, IV ad 3 (“esse
substantiae est enim actus essentiae... non est pars essentiae...”).
Para precisar más esta noción pueden confrontarse otros muchos textos de Santo Tomás: II, 54,
3; De subst. separ., 8; De spir. creat., a. I c, etc., etc.
Se advierte sin dificultad la dependencia de escuela que De Lubac padece en este tema. La cuestión
no es “moderna” en sí misma: se remonta a Suárez, y aún antes; pero fue puesta en primer plano por el P.
Descoqs S.I. en una serie de intervenciones cuyas fechas más importantes fueron los años 1925, 1926,
1938 y 1940, cuando, a raíz de los cánones 589 y 1366 del C.I.C. —y de los documentos del Magisterio
que los precedieron— intentó demostrar que la interpretación suareziana era perfectamente tomista.
En realidad, como ha sido definitivamente esclarecido, Suárez se apartó radicalmente de la
metafísica tomista en lo referente a la composición del ente finito, y adoptó una inspiración gnoseológica
opuesta —relaciones de correspondencia entre pensamiento y realidad, entre pensamiento formal y
conocimiento metafísico—, que lo alineó con el formalismo precedente y en cierto modo lo cualificó
como cabeza de escuela del formalismo tan vario que habría de seguir: tanto en su vertiente eclesiástica
—escolasticismo formal— como en la vertiente que hoy llamaríamos secularizada —racionalismo
cartesiano y radicalización creciente—, con sus frecuentes intentos de asimilación de ésta por aquella.
Para Santo Tomás, el esse es el actus essendi y la plenitudo actuum et formarum, o actus actuum.
Este principio muestra la superación que la metafísica hace con respecto a los datos de la fenomenología
en el orden teorético. Para la fenomenología, el existir (el hecho de ser) es diverso de lo que existe: y
todas las cosas convienen en el hecho de existir, mientras divergen en el contenido propio de cada una. El
conocimiento metafísico (y ésta es la aportación característica de Santo Tomás) distingue entre el acto de
ser y el sujeto del ser: en Dios hay identidad perfecta entre esencia y acto de ser, es Acto puro; en los
entes creados hay, en cambio, una real composición entre esencia y acto de ser. Todo esto puede parecer
un bizantinismo escolástico, y sin embargo ha determinado buena parte de la historia del pensamiento
filosófico y teológico occidental.
Para Santo Tomás, sólo en el Ipsum Esse Subsistens son absolutamente idénticos esencia y acto de
ser; en los otros entes (creados o por participación), esencia y acto de ser no se pueden identificar, y en
consecuencia se pone el problema de su mutua relación. Puede ser evidente el hecho de que una cosa
existe, y aparecer fundada su existencia en cuanto se demuestre que depende de Dios. Pero como ese ente
no es el ser (no agota en sí la plenitud del ser) y por tanto no realiza la identidad entre esencia y acto de
ser, plantea el problema de por qué existe de hecho. Es correcto contestar que existe porque es causado
por Dios: pero ese recurso a la Causa extrínseca, aunque sea Causa Prima no basta cuando se quiere
llegar al fondo del análisis teorético. Es sólo la distinción real entre esencia y esse, como potencia y acto,
lo que da una respuesta metafísica satisfactoria y es precisamente esto lo que opone el suarezismo al
núcleo esencial de la filosofía tomista: substituir el acto de ser que actúa la esencia, por la esencia que
pasa del estado de posibilidad al hecho y al estado de realización. (Vid. C. Fabro, Neotomismo e
neosuarezismo,en “Divus Thomas” XLIV (1941), pp. 168-215 y 420-498).
Estas consideraciones, necesariamente breves y sintéticas, pueden aclarar los fundamentos
ontológicos del pensamiento teológico de De Lubac.
[2]
En el De Malo, por ejemplo, Santo Tomás habla de un quoddam bonum naturae que consiste en
una aptitudo quaedam ad gratiae susceptionem, gracia que es supra naturam animae (q. II, a. XII c).
[3]
Cfr. Nota nùmero 1.