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A. LA DISTENSIÓN.
En el campo de las relaciones internacionales los años sesenta presentan una imagen muy
distinta a la de la década anterior. Los años cincuenta habían sido de certidumbres y choques entre
convicciones políticas muy enraizadas, un mismo maniqueísmo triunfaba en los dos bloques, y la
guerra fría endurecía las ideologías y disciplinaba el interior de cada uno de los dos bloques
enfrentados. Pero la transformación de la realidad mundial hace evolucionar esa guerra fría, la
lucha implacable pierde su nitidez y dentro de cada bloque estallan las contradicciones. En realidad,
la distensión de las relaciones soviéti- co-norteamericanas aparece antes de que los años sesenta
impongan su nuevo estilo de vida. Como señala André Fontaine, hay tres distensiones en la historia
de la guerra fría.
• La muerte de Stalin en marzo de 1953 permite un deshielo del que saldrán los armisticios de
Corea e Indochina, el Tratado del Estado austríaco, el reconocimiento mutuo de la República
Federal Alemana y de la Unión Soviética, y la cumbre de Ginebra. Cuando esta distensión
esperaba un segundo empujón para consolidarse, la intervención soviética en Hungría y la
intervención franco-británica en Suez le dan el golpe de gracia en el otoño de 1956.
• La segunda distensión es más breve; abierta con el viaje que Kruschev realiza a Estados Unidos
en septiembre de 1960, se cerró pocos meses después cuando Eisenhower rechaza presentar las
excusas que Moscú reclamaba por el escándalo del espionaje de los U-2. Los grandes, reunidos
en París, se separan constatando su fracaso.
• La tercera distensión comienza después de la crisis de los misiles cubanos, durará mucho más
tiempo y consolidará eso que llamamos coexistencia pacífica.
Eisenhower había sido, por encima de todo, un pragmático. Kennedy, aunque será también un
político realista, desarrollará una visión más compleja y más teórica de la misión internacional de
Estados Unidos. Convencido de la importancia de las relaciones de fuerza, buscará, de manera
prioritaria, dotar a su país de una superioridad militar total; pero lo suficientemente lúcido para
comprender, a la vez, que una política estrictamente militar tenía que ser insuficiente, concebirá un
amplio proyecto para integrar alrededor de Estados Unidos a las democracias europeas, a Japón y a
los países subdesarrollados que, poco a poco, irían siendo englobados en el núcleo de prosperidad
que proyectaba. El diseño kennedyano se articulará alrededor de tres círculos concéntricos: las
relaciones con la Unión Soviética, con las democracias industriales y con el mundo en vías de
desarrollo:
• En sus relaciones con la Unión Soviética. Kennedy se mostrará dividido entre dos
sensibilidades: por un lado, recordaba y rechazaba la política de apaciguamiento que las
democracias europeas habían realizado frente a la agresividad de la Alemania na-
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cionalsocialista durante los años treinta. El fracaso de esa política había convertido
apaciguamiento en sinónimo de entreguismo, y el presidente no entendía la seguridad de Estados
Unidos más que a partir de una posición de fuerza. Pero a la vez, Kennedy temía que un día
pudiese estallar un conflicto nuclear sin que Washington o Moscú lo hubiesen querido
realmente. Esta doble sensibilidad llevará a Kennedy a la mesa de negociación.
• Negociar también con los países industrializados, en este caso para restablecer la posición
financiera de Estados Unidos, que, desde finales de los cincuenta, venía mostrando síntomas de
debilidad como consecuencia de los gastos militares, de la exportación de capitales y de la
disminución de sus ventas en el exterior. A partir de 1958, por primera vez, los acreedores de
Estados Unidos presentan una parte de sus dólares al cobro, mientras las reservas de oro de Fort
Knox disminuían cinco mil millones en tres años. El cambio en la posición financiera
norteamericana traducía la reconstrucción eco- nómica de los estados europeos y del Japón.
• El mundo subdesarrollado era, para Kennedy, el verdadero desafío que debería vencer Estados
Unidos, y allí, su éxito consagraría la bondad del modelo universal que el presidente proponía;
pero el mundo subdesarrollado era, a la vez, y en lo inmediato, el mayor peligro por ser el
escenario de un conjunto de movimientos de liberación nacional que contaban con el apoyo del
movimiento comunista. Por todo esto, ante el mundo subdesarrollado, la política norteamericana
no podía evitar una cierta ambigüedad: si a largo plazo el objetivo era preparar su marcha hacia
la prosperidad con una ayuda racional y juiciosamente aplicada, de manera inmediata podían ser
necesarias medidas militares para impedir que sus dificultades económicas favorecieran a los
adversarios de Estados Unidos.
Esto quiere decir que a un ataque con armas convencionales se respondería con armas
convencionales; que ante armas atómicas tácticas se opondrían armas similares, y que a una
explosión de bombas atómicas estratégicas se replicaría con una explosión de la misma naturaleza.
Así, la respuesta graduada de McNamara permitía graduar la escalada dejando abierta la esperanza
de que en cada uno de los peldaños fuera posible obtener del adversario una negociación que
detuviera el mortal proceso.
Pero el esfuerzo mayor se realiza para dotar al país de una fuerza militar, nuclear y
convencional, capaz de insinuar a la Unión Soviética que un ataque a Estados Unidos sería un
verdadero suicidio. En efecto, aunque la Administración demócrata no dudaba de que su fuerza
nuclear era muy superior a la soviética, acentúa formidablemente los esfuerzos para asegurarse una
fuerza de segundo choque susceptible de disuadir al adversario, ya que Estados Unidos, después de
aguantar el primer golpe masivo, estaría en condiciones de realizar un ataque que destruiría el 50
por 100 de la potencia industrial, el 25 por 100 de la población y el resto de las armas nucleares del
que se arriesgase a disparar primero.
La Administración norteamericana toma múltiples medidas para asegurarse esa segunda fuerza
nuclear: situación de permanente estado de alerta de la mitad de sus bombarderos atómicos,
fabricación de 1.000 cohetes intercontinentales, construcción de 41 submarinos nucleares. A finales
de 1963, Estados Unidos dispone de más de 550 misiles intercontinenta- les, mientras que la Unión
Soviética tiene menos de 100.
Si, por una parte, la solución de la crisis de los misiles cubanos puede considerarse un triunfo de
la teoría de la respuesta graduada, por otra, el desarrollo de esa misma crisis deja otra enseñanza
igualmente importante al mostrar cómo un conflicto local corría el riesgo de degenerar en una
confrontación nuclear, sin que ninguno de los dos grandes antagonistas estuviera seguro de
controlar completamente las fases intermedias de la escalada. La teoría contaba con el control del
proceso para detenerlo; la práctica mostraba que eso no era fácil, y la consecuencia será inmediata:
se imponía un acercamiento entre Washington y Moscú, aunque no fuera más que para mejorar la
comunicación directa que la respuesta graduada parecía exigir.
D. EL CONTROL DE ARMAMENTOS.
Pero no sólo los norteamericanos sacan importantes conclusiones de la crisis cubana de 1962; la
intensidad y, sobre todo, la gravedad del enfrentamiento y sus posibles consecuen- cias indican a
los soviéticos que su política exterior necesita tener en cuenta, de manera permanente, la realidad
de la relación estratégica entre su país y Estados Unidos. Los sucesores de Kruschev sienten
vivamente la necesidad de evitar todo lo que pueda colocarles en la situación a la que Kruschev
había llevado a su país: a tener que elegir entre el riesgo del holocausto nuclear y la humillación de
la retirada ante la presión norteamerica-
na.
Para Moscú, la lucha entre el sistema capitalista y el comunista, lucha que se mantendrá hasta el
triunfo definitivo del segundo sistema, no puede resolverse a través de una guerra que el hecho
nuclear ha convertido en suicidio; de esta manera, la coexistencia pacífica se presenta como la
continuación de la lucha de clases a escala planetaria y por otros medios: los litigios entre los
Estados deben solucionarse por medios pacíficos, en la confianza de que las fuerzas revolucionarias
del planeta vencerán inevitablemente, país tras país, y que el socialismo progresará en el mundo a
medida que los pueblos oprimidos, liberados por la lucha, se desliguen del sistema mundial
capitalista; de tal manera que la guerra de liberación nacional se nos presenta como algo, por
definición, justo y legítimo, algo perfectamente compatible con la coexistencia pacífica.
Advertimos así cómo la crisis de los misiles cubanos conduce tanto a Washington como a
Moscú a buscar una mejor comunicación y algún tipo de acuerdo para racionalizar la carrera de
armamentos. Fuerte gracias al éxito alcanzado, es Kennedy el primero en dar un paso hacia la
negociación, y el 10 de junio de 1963 pronuncia un discurso que daba a las relaciones con la Unión
Soviética un tono enteramente nuevo. Renunciando a la retórica del voluntarismo universalista, el
presidente insta a sus adversarios a realizar una serie de pasos prácticos y limitados en dirección a
la paz. La respuesta no tardó en producirse, y la instalación de un teletipo directo -el pronto
llamado teléfono rojo- entre la Casa Blanca y el Kremlin demuestra que los soviéticos también
están preocupados por las dificultades para controlar una posible escalada nuclear en momentos de
crisis grave; la comunicación directa podrá facilitar la correcta interpretación que cada parte haga
de las intenciones de la otra.
Por supuesto, el establecimiento del teletipo rojo formaba parte de una negociación que, a pesar
de las apariencias multilaterales, afectaba fundamentalmente a las dos superpoten- cias y respondía
al deseo norteamericano de negociar con los soviéticos el control de los armamentos. Por control de
armamentos es preciso entender la capacidad de mantener la evolución de las armas nucleares
dentro de ciertos límites; negociar el control de las armas suponía contractualizar la posición que
cada una de las dos superpotencias guardarían respecto a las armas modernas más destructivas, las
armas nucleares de vocación estratégica.
Así, a través de la negociación del Tratado de Moscú de 5 de agosto de 1963 entran las
relaciones norteamericano-soviéticas por el camino de la tercera distensión. De manera inmediata,
la nueva situación internacional se completa con la evidencia de que en el interior de cada bloque
existen importantes problemas que tienden a limitar el poder de cada una de las dos superpotencias.
Ni Francia ni China firman el Tratado de Moscú, considerando que su existencia favorece la
petrificación del orden internacional bipolar. Justamente cuando se fijan los términos del tratado,
los partidos comunistas soviético y chino hacen pública su polémica ideológica; unos meses antes,
en enero de 1963, el general De Gaulle ha rechazado los planes de Kennedy y Francia se retira de la
estructura militar de la OTAN.
El 26 de julio de 1953, un comando de ciento cincuenta jóvenes se lanza al asalto del cuartel-
fortaleza Moncada de Santiago de Cuba, para conseguir armas y, al mismo tiempo, provocar una
sublevación popular. El asalto termina en matanza: la mitad de los asaltantes caen muertos; Castro
escapa a una ejecución sumaria. En el proceso que sigue, durante el cual el poder se sirve de los
medios de comunicación, Castro es su propio abogado. Condenado a quince años de cárcel fue
liberado el 6 de mayo de 1955 por la ley de amnistía que promulgó Batista. Había nacido el mito
fundador del castrismo: el primer movimiento político animado por Fidel será el del 26 de julio.
Después de una estancia en México, en donde conoce y alista al argentino Che Guevara, Castro
intentó una nueva operación el 30 de noviembre de 1956, desembarcando en la provincia de
Oriente. El Granma, un viejo yate de doce metros, encuentra vientos contrarios produciéndose una
nueva matanza, pues en la playa los guardacostas ametrallan a los ochenta y dos guerrilleros. Los
que logran escapar, una docena, llegan a la Sierra Maestra. A medida que pasen los meses, irán
tomando las dimensiones de un ejército rebelde hasta que en la primavera de 1957 proclamarán una
parte de la Sierra «territorio libre».
Washington duda, cuando no apoya episódicamente a Castro, de quien los medios de difusión
estadounidenses habían difundido una imagen de romántico insurgente, luchando contra la
corrupción generalizada. El 13 de marzo de 1958, Estados Unidos decidió declarar el embargo
sobre las entregas de armas a La Habana: el dictador quedaba a merced de la guerrilla. El 8 de
enero de 1959, Washington comunicó a los nuevos dirigentes su voluntad de establecer buenas
relaciones.
Fidel Castro fue acogido muy cordialmente en Nueva York en abril de 1959 y en enero de ese
año, en una entrevista al Chicago Tribune, niega ser comunista. El hecho es que la luna de miel con
Washington no duró. En dieciocho meses, Castro conduce a Cuba a una conversión total al
marxismo-leninismo y a la alianza con la URSS. El violento viraje fue la consecuencia de un
acercamiento acelerado a los comunistas cubanos, cuyo conocimiento en temas de organización y
encuadramiento del «mundo urbano» resultaba infinitamente precioso para los guerrilleros de la
Sierra Maestra y de la degradación de las relaciones con Washington, ya que Estados Unidos
denunció la violenta represión dirigida contra los partidarios de Batista, la reforma agraria de mayo
de 1959, que concierne a las propiedades azucareras de Washington, la apropiación de las
instalaciones petrolíferas, la expropiación de doscientas sociedades americanas; la consecuencia fue
la supresión de la cuota de petróleo acordada a Cuba y, después, el embargo casi total de las
exportaciones americanas. La Unión Soviética sustituye a Estados Unidos como importadora de
azúcar. Cuba se había convertido en la primera democracia popular del Nuevo Mundo.
Elegido para la presidencia, John Kennedy insiste en una intervención «indirecta», no debiendo
aparecer Estados Unidos en la operación. Se trataba de volver contra Castro el precedente de la
«epopeya castrista»: desembarcar a los comandos, crear una cabeza de puente en el litoral, formar
un gobierno provisional e ir sobre La Habana. John Kennedy parecía buscar una operación
quirúrgica limitada, que le proporcionase un éxito total sin por
ello comprometerse.
El desembarco tuvo lugar del 15 al 19 de abril de 1961 en Playa Girón, en la bahía de Cochinos,
región pantanosa en el sur de la isla. Una incursión de viejos B 26 causó pocos daños pero dio la
alerta. Castro ordenó que se hiciesen redadas entre los opositores al régimen y logra evitar la
sublevación. El desorden precedió al desastre: los bombarderos llegaron antes que los cazas
destinados a protegerles y dos navíos para transportar las armas y municiones y lo esencial de la
logística fueron hundidos. Kennedy, inflexible, rechaza el empleo de la aviación americana.
Finalmente, 1.400 combatientes anticastristas y todo su estado mayor se rindieron el 19. La
izquierda americana reprochó a Kennedy haber destruido su credibilidad moral, mientras que la
derecha le acusa de debilidad puesto que no había empleado los medios necesarios para alcanzar los
fines que se había fijado. Castro triunfa y estrecha los lazos con Moscú.
La crisis estalló el 16 de octubre de 1962. John Kennedy, de vuelta tras una gira electoral, fue
informado por su consejero McGregor Bundy que los soviéticos estaban construyendo rampas de
lanzamiento de misiles en Cuba. Las obras eran de gran importancia y se localizaban al oeste de la
isla, cerca de San Cristóbal, y concernían a la instalación de una veintena de bases de misiles de
medio alcance que estarían operacionales en una quincena de días. Las fotografías habían sido
tomadas por un avión espía U2 de la CIA. La sorpresa no fue total. Paradójicamente, el director
general de la CIA, John McCone, dotado de una buena intuición, fue el que en agosto de 1962 se
mostró preocupado por el asunto sin que los analistas de la Agencia le hicieran caso. Otra
personalidad había dado también la alerta desde hacía varias semanas: el senador de Nueva York,
Kenneth Keating. Ante esos rumores, Kennedy se contentó con declarar el 4 de septiembre que
Estados Unidos no toleraría la implantación de misiles soviéticos en Cuba. Pero el 6 de octubre la
CIA se inquietó por observaciones directas que le llegaban de sus observadores en la isla,
decidiéndose que un avión U2 llevase a cabo un sobrevuelo. Rudolf Anderson pilota el avión el 14
de octubre, siendo derribado trece días más tarde volando sobre Cuba. Las fotografías son
estudiadas el 15.
El Presidente fue informado el día 16 a las 9 de la mañana. Se reúne una célula de crisis, el
«Excomm» o Comité ejecutivo del Consejo Nacional de Seguridad, del que son miembros los
principales ministros, Dean Rusk, secretario de Estado; Robert McNamara, secretario de Defensa;
Douglas Dillon, secretario del Tesoro; Robert Kennedy, hermano del Presidente y ministro de
Justicia, así como el vicepresidente Lyndon Johnson, el presidente del comité de jefes de estado
mayor, general Maxwell Taylor, así como varios consejeros del Presidente, diplomáticos y altos
funcionarios. Se mantuvo el mayor secreto y todos intentaron llevar a cabo sus actividades
profesionales normales para no despertar sospe- chas. Había empezado la «semana de reflexión».
Los miembros de la célula de crisis analizarán la situación sin descanso, preguntándose sobre los
objetivos y la actitud previsible de Moscú e imaginando posibles escenarios de respuesta. La
primera constatación unánime fue que con sus misiles MRBM e IRBM que al- canzaban a 1.800 y
a 3.500 km, la URSS había instalado realmente un arsenal ofensivo en Cuba, por lo que América
central, los extremos de América del sur y una gran parte de Estados Unidos quedaban bajo el
fuego de las armas soviéticas. Pero inmediatamente se
enfrentaron dos interpretaciones contrarias:
• El general Taylor se opuso a este punto de vista que le parecía demasiado «racional» y no hacer
caso de las dimensiones políticas y psicológicas del asunto, puesto que la cre- dibilidad política
estaba en juego, tanto en América Latina como en el resto del mundo; Moscú debía respetar la
doctrina Monroe y volver a embarcar sus misiles; era urgente que Estados Unidos hiciese algo,
pues una vez que los misiles fuesen operativos era improbable que los retirasen. El secretario
adjunto de Defensa, Paul Nitze, también se puso en contra de las tesis de su ministro: el preaviso
ante un ataque nuclear se reduciría de quince a tres minutos, pudiendo quedar destruidos en
tierra los bombarderos estratégicos basados en Florida.
La cuestión era cómo reaccionar ante la provocación soviética. La hipótesis de una negociación
diplomática fue rápidamente descartada pues eliminaría el efecto sorpresa, la revelación de la
duplicidad soviética. La solución de un ataque aéreo inmediato fue tomada sin embargo en
consideración durante mucho tiempo por la célula de crisis y apoyada por los militares, la dirección
de la CIA y el antiguo secretario de Estado Dean Acheson. Una
«operación quirúrgica» no podría sin embargo ser ciento por ciento precisa, y podría acarrear
represalias contra Berlín o Turquía e incluso podría poner en peligro al mismo pueblo americano
que debería ser prevenido por sus representantes electos. Robert Kennedy se opuso enérgicamente a
esta solución, desde un punto de vista moral: “sería un Pearl Harbour en sentido contrario”
Quedaba el escenario más suave del bloqueo naval de las costas cubanas. Ciertamente se trataba
de un acto de guerra y no quedaba asegurada la retirada de las rampas de lanzamiento ya instaladas.
Habiéndosele cambiado el nombre por el de cuarentena, podría no obstante convertirse en una
primera respuesta, sin riesgo de hacer correr la sangre, y en espera de una segunda fase más
dramática, la del bombardeo. El 20 de octubre, Robert llama a su hermano el presidente Kennedy
para comunicarle que la solución del bloqueo había obtenido once votos en la célula de crisis
mientras que la del bombardeo sólo seis; John Kennedy se pronunció en favor de la «cuarentena» y
decidió dirigirse a sus conciudadanos el 22 de octubre.
El embajador de la URSS, Anatoly Dobrinin, es citado una hora antes de la alocución del
Presidente. Se convocaron sendas reuniones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y de
la Organización de Estados Americanos. Asimismo se reforzó la base de Guantánamo. A las 19
horas del 22 de octubre, John Kennedy habló ante las cámaras de televisión: la URSS había estado
mintiendo desde hacía tres meses, puesto que está estableciendo una capacidad de ataque nuclear en
pleno corazón del Nuevo Mundo; en consecuencia, Estados Unidos decide un riguroso embargo; el
Presidente estadounidense lanza un llamamiento a su homólogo soviético, Nikita Kruschev, para
que sea consciente y retire sus misiles bajo el control de las Naciones Unidas.
El 24 de octubre a las 10 horas entra en vigor la cuarentena. Por parte americana, dieciséis
destructores, tres cruceros, un portaaviones y ciento cincuenta navíos de apoyo
cierran el acceso a Cuba, hacia la cual han emprendido la ruta veinticinco navíos soviéticos o
fletados por ellos, escoltados por submarinos. A medida que se aproximan a la línea de bloqueo el
enfrentamiento parece inevitable, pero los navíos soviéticos detienen su marcha, excepción hecha
del buque tanque Bucarest, que continúa su ruta y Kennedy le da la orden de dejarle pasar pese a la
opinión contraria de sus consejeros.
El asunto no está concluido, pues en Cuba los trabajos en las rampas de lanzamiento continúan a
ritmo acelerado. En Washington se analiza la posibilidad de un desembarco en la isla y la
formación de un gobierno provisional cubano. El 26 de octubre, Kruschev envía una carta a
Kennedy en la que propone la retirada de los misiles soviéticos contra la promesa de que Estados
Unidos no invadirá Cuba. El 27 nueva carta, en la que esta vez Kruschev quiere intercambiar la
retirada de sus misiles contra los misiles Júpiter almacena- dos en Turquía. La primera proposición
parece aceptable en Washington, aunque a Kennedy, «obsesionado por el problema cubano» desde
la bahía de Cochinos, le produce una indudable amargura garantizar la perennidad de un gobierno
marxista en Cuba. Pero la concesión no es más que aparente, puesto que Estados Unidos ya no tenía
la intención de expulsar a Castro por la fuerza. Por el contrario, la segunda propuesta no puede ser
objeto de un debate público: los misiles Júpiter de Turquía eran considerados obsoletos, pero
aceptar públicamente su retirada a petición de la URSS sería dar a Moscú un derecho de
fiscalización en los asuntos de la Alianza Atlántica.
Estas justificaciones soviéticas ofrecen un aspecto positivo ventajoso para Moscú. Por un lado,
las intenciones soviéticas habrían sido defensivas: no se trataba en absoluto de una diversión, que
enmascarase una amenaza sobre Berlín y sobre todo nada de un aumento de la potencia de fuego de
la URSS. Por otro lado, los soviéticos habrían obtenido realmente con ocasión del arreglo cubano
lo que deseaban: la legitimación de la existencia de un gobierno marxista en La Habana y la
retirada de los misiles Júpiter de Turquía. Pero Kruschev había arriesgado demasiado por obtener
dos pretensiones tan limitadas. Riesgos
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que el establishment militar soviético hará pagar a Kruschev el 15 de octubre de 1964
destituyéndole de sus funciones.
Años después, al abrirse ciertos archivos, se han formulado otras reservas: tal vez la gestión de
la crisis no fue tan racional como se pretendía. En el juego de las dos superpotencias al borde del
abismo, el desastre era posible a cada instante; tanto los errores de hecho como de interpretación
parecen haber sido numerosos. Los límites de la cuarentena habían sido fijados en 800 millas,
después en 500 y la línea de prohibición no había sido notificada a los soviéticos hasta el 27 de
octubre. La destrucción de un avión U2 encima de Cuba, el 27, pone en movimiento en Washington
el estudio de represalias, decidiéndose incluso un ataque aéreo, fijándolo para el 29. Otro U2 fue
abatido sobre Siberia y dio a los soviéticos la impresión de que Estados Unidos había desatado el
conflicto.
En Washington estaban persuadidos de que los misiles de Cuba no estaban todavía equipados
con cabezas nucleares, cuando en realidad 36 de éstos sí las tenían; igualmente se creía que en caso
de bombardeo de las rampas, los soviéticos no reaccionarían y, sin em- bargo, Moscú había
delegado en los jefes del cuerpo expedicionario soviético la decisión del empleo de las armas
nucleares tácticas. Ante las presiones de los partidarios de la invasión de Cuba, el presidente
Kennedy dudó y a veces pareció vacilar. La confusión dominó hasta las dos cartas de Kruschev.
También en Moscú surgió una gran incertidumbre por las repetidas presiones de Castro, firme
partidario de la utilización del fuego nuclear. El episodio de los misiles de octubre habría podido
seguir otros derroteros; la gestión de la crisis no se hacía más por aproximación y el presidente
Kennedy mencionó ante su hermano el engranaje de Sarajevo.
Durante estos trece días de octubre de 1962, la crisis de los misiles de Cuba había puesto a los
dos bloques al borde de la guerra nuclear y estuvo a punto de causar el impensable conflicto total.
Por el momento, Kennedy triunfó, tomándose la revancha por el desastre de la bahía de Cochinos.
Sin lugar a dudas nuevos malentendidos se crearán en el futuro, pues así como en Yalta Estados
Unidos había creído en la formación de un consenso sobre una nueva Organización mundial, y la
URSS en la legitimación de las zonas de influencia, así, tras la crisis de los misiles, Estados Unidos
cree en la normalización de las relaciones Este-Oeste, en la estabilización de las posiciones
adquiridas, mientras que los soviéticos consideran que tienen el campo libre para sustituir el
enfrentamiento directo, tradicional entre potencias, por una nueva lucha social transnacional.
Ya hemos podido destacar que la política de la administración demócrata por lo que respecta a
Latinoamérica se caracterizó, a diferencia de las precedentes administraciones republicanas, por su
mayor compromiso. De hecho fue el presidente Kennedy quien lanzó en 1961 un ambicioso
programa de ayudas a los países de Latinoamérica por un total de veinte mil millones de dólares
que deberían gastar en diez años, la Alianza para el Progreso. La novedad respecto a las anteriores
intervenciones consistía en el hecho de que la distribución de los fondos estaba subordinada a la
presentación, por parte de cada país interesado, de planes de desarrollo y de reforma de las
estructuras económicas y a la aprobación de estos planes mediante un comité de expertos. La
Alianza para el Progreso pretendía de este modo estimular y propulsar una política de reformas y de
renovación social y política, y fue bajo este espíritu y con este idealismo miles de jóvenes
norteamericanos se
adhirieron a los «cuerpos de la paz» invitados a verificar sobre el terreno la ejecución de los
programas y para colaborar en ellos. En cuanto tal, la Alianza representaba una tentativa de dar una
respuesta en positivo al desafío que suponía la revolución cubana de 1959 y al mensaje que ésta
había lanzado a los países latinoamericanos.
El balance de este nuevo curso político presenta luces y sombras. Obtuvo éxitos allí donde
encontró interlocutores dispuestos a colaborar. Este es el caso de Venezuela donde en 1958 Rómulo
Betancourt fue elegido para la presidencia, un exponente político con un pasado de simpatías
filocomunistas y líder del partido que él mismo fundó, Acción Democrática. Betancourt ya había
sido elegido presidente en 1945 y durante los años de su mandato había puesto en marcha una
reforma agraria. En 1948 fue derrocado por un golpe militar. Cuando en 1958 volvió al poder, pudo
retomar, con la ayuda de la administración Kennedy, el proceso de democratización y
modernización que se había interrumpido.
Otro país en el que la política de la Alianza dio muy buenos resultados fue Bolivia, en donde en
abril de 1952 una insurrección popular había llevado al poder Víctor Paz Estenssoro, líder del
Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), del cual los mineros de las minas de estaño
constituían el principal componente y el más combativo, pero en el que también habían confluido
estudiantes y sectores de la pequeña burguesía urbana. Éstos fueron asumiendo gradualmente el
liderazgo del partido del movimiento, abandonando las corrientes más radicales y dándole un giro
más moderado. De este modo Bolivia pudo beneficiarse considerablemente de las ayudas
norteamericanas y ello le permitió desarrollar y modernizar la propia economía y en particular
valorizar los yacimientos petrolíferos de re- ciente descubrimiento.
Con la llegada de la presidencia Johnson la linea política americana en relación con los países de
Latinoamérica registró un ulterior recrudecimiento. En julio de 1964, a petición de
Venezuela, todos los estados de América Central y del Sur, a excepción de México, rompieron las
relaciones diplomáticas con Cuba (antes, en 1962, había sido expulsada de la OEA). Pero a pesar de
estar aislada, la revolución cubana continuaba ejerciendo su poder de atracción sobre los sectores
más radicales de la opinión pública sudamericana. En una serie de países, especialmente en
Venezuela, Colombia, Perú y Guatemala se fueron desarrollando durante los años 60 movimientos
de guerrilla. El asesinato de Ernesto Che Guevara, el más popular de los compañeros de armas de
Castro, en octubre de 1967, marcó el fin de éstos. Derrotada en el campo, la guerrilla se trasladó a
la ciudad con el movimiento de los Tupamaros en Uruguay y de los Montoneros en Argentina, pero
también en este caso sus promotores encontraron el fracaso.
En la represión de las distintas guerrillas rurales y urbanas tuvieron un papel básico los cuadros
formados e instruidos en las academias militares norteamericanas y los propios servicios secretos
de Estados Unidos. Por otro lado éste último no se limitó a intervenciones indirectas. Cuando en
1965 estalló en Santo Domingo una revuelta contra los militares que dos años antes habían
depuesto al presidente Juan Bosch, ganador de las elecciones regulares, la administración Johnson
no dudó en enviar veinte mil marines con el fin de reprimir la insurrección.
También durante 1964, en Bolivia, un golpe de estado dirigido por el general René Barrientos
ponía fin a la experiencia reformadora de Paz Estenssoro y otorgaba a los militares el control total
del país. Fueron ellos los que llevaron a cabo la represión durante los años 60 de la guerrilla en la
que Che Guevara encontró la muerte. Pasados dos años, en Argentina, los militares bajo la tutela
del general Onganía tomaron las riendas del poder poniendo fin a la alternancia entre gobiernos
militares y gobiernos civiles que fueron sucediéndose tras la caída de Perón. Fueron estos militares
golpistas los que más tarde decidirían permitir a Perón volver a su patria después de su exilio en
España y su reelección en noviembre de 1974.
Pero hubo países que resistieron ante esta oleada de restauraciones. Un caso singular es el de
Perú, donde en 1968 los militares, empeñados en la lucha contra la guerrilla, destituyeron al
presidente Belaúnde Terry, un moderado, y promovieron una política de modernización llevando a
cabo una reforma agraria radical y nacionalizando muchas compañías extranjeras.
El caso de Chile es totalmente distinto. El coste de las reformas realizadas desde la presidencia
de Frei había sido elevado y por consiguiente en los últimos años de la década la situación
económica fue deteriorándose y la inflación volvió a aparecer. Pero el epílogo fue distinto al de
Brasil. En las elecciones presidenciales de 1970 Salvador Allende, candidato en la lista de
izquierdas (Unidad Popular), resultó vencedor, obteniendo el 36,5% de los votos contra el 34,9% de
Alessandri y el 27,8% del democristiano Tomic. De acuerdo con la constitución, Allende fue
elegido para la presidencia, pero no disponía de la mayoría en el Congreso y además debía ponerse
de acuerdo con la heterogeneidad de la coalición que lo apoyaba. Especialmente, a diferencia de
Frei, no contaba con el apoyo de Washington y esto acabó siendo decisivo. La experiencia del
gobierno de Unidad Popular concluye con un golpe militar liderado por el jefe del ejército chileno,
Augusto Pinochet, en 1973.
A. LA DISIDENCIA ALBANESA.
El conflicto soviético-albanés se había ido amplificando desde hacía dos años. Desde mayo de
1955 los dirigentes de Tirana había temido verse sacrificados en el altar del acercamiento entre
Moscú y Belgrado, acercamiento en el cual centraban todo el discurso sobre la «coexistencia
pacífica». A pesar de las presiones de Moscú, Enver Hodja no había cesado de calificar a los
yugoslavos de traidores al comunismo y de lacayos del imperialis- mo. Pero desde 1959 la ruptura
con Moscú se hacía abierta, Albania se había atrincherado en una especie de «estalinismo
nacional», discretamente apoyada por China.
B. LA RUPTURA CHINO-SOVIÉTICA.
Pero ya en 1957, Estados Unidos y la China nacionalista habían concluido un acuerdo para la
instalación en Taiwán de misiles atómicos americanos dirigidos contra China, ante lo que Moscú
apenas reaccionó. Los gobernantes de Pekín reprochaban a los soviéticos que buscasen la paz a
cualquier precio, capitularan ante el chantaje nuclear y abandonasen la estrategia revolucionaria
para comprometerse con el «revisionismo». En noviembre de 1957, Mao, nuevamente en Moscú
con ocasión de la conferencia de partidos comunistas, insistió no obstante en el papel capital de la
URSS. Tras su vuelta a Pekín, Mao, uniendo la radicali- zación política interna con la internacional,
lanza el «Gran Salto Adelante» y las comunas populares, al mismo tiempo que desafía a los
estadounidenses bombardeando diariamente los islotes de Matsu y Quemoy y refuerza los lazos de
China con los elementos más revolucionarios del Tercer Mundo.
Tras los acontecimientos del 17 de octubre de 1961, se consagra el creciente antagonis- mo entre
los dos grandes del comunismo y a la rivalidad entre partidos, al enfrentamiento
ideológico, se sobrepone la lucha implacable entre los dos Estados. China estrecha sus la- zos con
Albania por medio de los acuerdos de enero de 1962 y lanza una guerra radiofónica contra la
URSS. Moscú, por su parte, fomenta en abril de 1962 la agitación en la frontera de Sinkiang y el
mes siguiente entrega aviones Mig 21 a India, que atraviesa un momento difícil con China. Pekín
lanza en octubre de 1962 una fulminante ofensiva contra India y acusa a los soviéticos en el asunto
de los misiles de Cuba de haber «capitulado ante el imperialismo americano». El 12 de diciembre
de 1962, ante los representantes de los partidos comunistas reunidos en Moscú, Kruschev considera
que «el principal peligro es el dogmatismo de los dirigentes chinos» e ironiza sobre la pasividad del
régimen de Pekín ante las «intrusiones imperialistas en Hong Kong, Macao y Taiwán».
Mao Tse-tung había expresado ya su voluntad de romper el duopolio nuclear sovié- tico-
estadounidense y el 16 de octubre de 1964 China hace explotar su primera bomba atómica,
iniciándose de esta manera la modificación de la relación de fuerzas. La víspera, Kruschev había
sido cesado en sus funciones y sus sucesores parecen buscar un acer- camiento a Pekín. En
noviembre de 1964 recibieron a Chu En-lai y Kosiguin fue a China en febrero de 1965. Pero la
tregua será de corta duración, pues el conflicto vietnamita provocó controversias entre los dos
países. Cuando estalló la revolución cultural, los soviéticos tomaron partido contra Mao e
intentaron alzar contra el poder a las minorías nacionales de Sinkiang. Creyeron, por otro lado, que
había llegado el momento de proclamar públicamente la inviolabilidad de las fronteras establecidas
por los tratados del siglo XIX, a lo cual los chinos opusieron la propia proclamación de Lenin de 27
de septiembre de 1920 que declaraba nulos y sin valor los tratados concluidos por la antigua Rusia
con China.
El 17 de junio de 1967, en plena Revolución Cultural, China hizo explotar su primera bomba de
hidrógeno. La accesión de China al rango de potencia termonuclear incita a los soviéticos a estudiar
un ataque nuclear preventivo contra el arsenal atómico chino en Sinkiang. En 1969, se suceden
incidentes fronterizos armados en el río Usuri y la guerra parecía inminente. Por su parte, China, si
por un lado se niega a ceder ante el «chantaje nuclear», por otro toma la amenaza tanto más en serio
cuanto que parece que los soviéticos habían sondeado a Washington, pero el Presidente americano
se habría opuesto en agosto de 1969 a una eventual acción rusa.
C. LA SEMIDISIDENCIA RUMANA.
Los rumanos se había alejado del campo socialista europeo sin tomar medidas de liberación
internas. El caso checoslovaco es diametralmente opuesto. Checoslovaquia inició un fuerte
movimiento de renovación de su sistema político tras la dimisión forzada del antiguo estalinista
Novotny, que el 5 de enero de 1968 cedió la dirección del partido al liberal secretario del partido
eslovaco Dubcek y en marzo será sustituido como presidente de la República por el general
Svoboda, antiguo colaborador de Benès. Los nuevos dirigentes,
sostenidos por una opinión pública unánime, pretendían aprender la lección de la tragedia húngara
de 1956: en el plano interno, irán en sentido opuesto al modelo centralizado y monolítico de la
URSS; pero con el fin de evitar cualquier reacción soviética, tendrán cuidado de reafirmar su
adhesión al monopolio del Partido Comunista en el Estado y la fidelidad de Checoslovaquia al
Pacto de Varsovia. Sin embargo, los soviéticos reaccionarán y, a la cabeza de cinco potencias del
Pacto, intervendrán militarmente en Checoslovaquia el 21 de agosto de 1968 con el fin de
interrumpir un experimento que amenazaba con seducir al conjunto del campo socialista, como lo
mostraron los tumultos estudiantiles de Polonia. El modelo checo era más atractivo y, por tanto,
más peligroso que el modelo rumano.
• El segundo proceso abierto contra la «Primavera de Praga» por los «cinco Estados miembros del
Pacto de Varsovia» se refería al ataque contra la unidad del campo socialista. Sin embargo, la
dirección del partido, el gobierno y la Asamblea Nacional no habían dejado de insistir en su
voluntad de respetar escrupulosamente las obligaciones resultantes del Pacto de Varsovia. Los
nuevos gobernantes habían creído probar su lealtad abriendo ampliamente su territorio en el mes
de junio a las fuerzas soviéticas y aliadas para realizar maniobras en el marco del Pacto. Al
intervenir militarmente, las
«cinco potencias de Varsovia» señalaban claramente que pertenecer formalmente al Pacto no era
suficiente, sino que exigían una estrecha armonización de las políticas ex- teriores e internas de
cada una de ellas.
Sin duda, los Cinco temían una flexibilización de la disciplina interna del bloque socialista
europeo ante los avances del gobierno de Alemania Federal, pues para los dirigentes de la
Alemania del este, apoyados por Varsovia y Moscú, la penetración de Alemania occidental en la
cuenca danubiana y balcánica, intentada a partir de octubre de 1966, no podía más que conducir al
aislamiento de la República Democrática Alemana. En la conferencia de ministros de Asuntos
Exteriores de los Estados socialistas europeos, reunida en Varsovia del 8 al 10 de febrero de 1967,
Hungría, Bulgaria y Checoslovaquia habían aceptado secundar la «doctrina Ulbricht», según la
cual, el reconocimiento de la RDA y la inviolabilidad de sus fronteras eran condiciones previas
para el establecimiento de relaciones normales con el gobierno de Bonn. Pero Rumania, que había
establecido relaciones diplomáticas con Alemania Federal el 31 de enero de 1967, se había
mantenido al margen de este movimiento, por lo que se temía que el ejemplo rumano impresionase
a la opinión pública checoslovaca.
A mayor abundamiento, las secuelas de la crisis de Oriente Próximo del verano de 1967
constituían para los Cinco otro motivo de inquietud: los gobiernos de las democracias populares, a
las que en esta ocasión se había unido Yugoslavia, se habían alineado inmediatamente tras Moscú
para condenar a Israel y romper relaciones diplomáticas con este Estado. Ahí también, sólo
Rumanía había conservado su libertad de acción y adoptado una actitud de neutralidad activa. Pero
había sido precisamente el asunto de Oriente Próximo lo que había hecho aparecer a la luz del día
la hostilidad contra Novotny de los intelectuales checoslovacos. El congreso de los escritores
checoslovacos de junio de 1967, había estado dominado no sólo por el tema del restablecimiento de
la libertad de la prensa y de la información, sino también por el de la condena de la campaña
antiisraelí orquestada por el gobierno.
La cuestión pendiente era como legitimar la intervención militar de los Cinco. La doctrina de la
«ayuda fraterna» o de la «soberanía limitada», que proclama Leónidas Breznev ante el V congreso
del Partido Comunista Polaco el 11 de noviembre de 1968, significa la vuelta a la primacía del
internacionalismo proletario. Se subraya la necesidad de evitar cualquier fetichismo jurídico, no
hacer del concepto de soberanía un dogma intangible. En esta perspectiva «internacionalista», las
coartadas rituales de la intervención armada en el derecho internacional de la guerra fría: la réplica
a una «agresión indirecta» o el llamamiento del gobierno legal, que burdamente se habían utilizado
en Hungría en 1956; ahora, tras algunos intentos, se revelan de imposible utilización. Entonces, se
utilizan nuevas justificaciones teóricas: el «peligro contrarrevolucionario» y el «derecho de
intervención» de la comunidad socialista.
De hecho, Lyndon Johnson estaba dispuesto a iniciar las negociaciones SALT con ocasión de
una cumbre americano-soviética prevista para comienzo del otoño de 1968, pero la intervención en
Checoslovaquia le había obligado a anular un encuentro del que él quería hacer el coronamiento de
su presidencia. Nixon habría obtenido el apoyo de la oposición demócrata si hubiese aceptado
volver inmediatamente a las SALT, según las fórmulas de sus predecesores, pero los nuevos
estrategas republicanos tenían una concepción diferente de las SALT: la limitación de las armas
nucleares era una cuestión vital, pero no obstante había que integrarlas en una negociación más
amplia con la URSS. El lema del nuevo equipo era la «vinculación de los problemas». Nixon se
basaba en que los dirigentes soviéticos esperaban de Estados Unidos la concesión de créditos,
transferencias de tecnología y el desarrollo de las relaciones comerciales; un final feliz de las SALT
podría permitirles la reducción de sus gastos militares y, en contrapartida, ellos tenían la llave de la
paz en Vietnam y en Oriente Próximo. Las condiciones de un «trueque diplomático» eran
evidentes.
Con el fin de preparar técnicamente las negociaciones SALT, Richard Nixon, en diciembre de
1968, cuando todavía no había prestado juramento como presidente, había pedido a
Kissinger dos estudios, uno sobre «la situación estratégica de Estados Unidos» y otro sobre
«las consecuencias del tratado de no-proliferación».
• El primer informe determinaba que los soviéticos habían hecho grandes progresos en su carrera
con Estados Unidos; el balance daba los siguiente resultados: 1.054 misiles basados en tierra
para Estados Unidos y 1.200 para la URSS; 656 misiles embarcados a bordo de submarinos,
contra 200.
• El segundo informe era favorable al tratado de no-proliferación, el cual no había debilitado los
intereses americanos. El 5 de febrero de 1969, Nixon envió el tratado para que lo ratificase el
Senado, obteniéndose su aprobación por 83 votos contra 15. El 20 de octubre de 1969, Nixon y
Kissinger se encontraron en secreto con el embajador Dobrinin: Estados Unidos estaba dispuesto
a iniciar las conversaciones SALT.
Tal como había prometido Kissinger, hubo una “orgía de acuerdos”: sobre la cooperación
médica soviético-americana y sobre la protección del medio ambiente; sobre la cooperación
espacial, el 24 de mayo por Nixon y Podgorni; el 25 de mayo, el secretario de la Marina Warner y
el almirante Gortchkov firmaron otro acuerdo sobre la prevención de incidentes en alta mar entre
navíos de los dos países (que era el primer acuerdo militar significativo entre la URSS y Estados
Unidos desde la «Gran Alianza» contra Hitler) y que establecía las reglas de conducta para los
buques de las dos marinas más poderosas del mundo; acuerdo fir- mado entre Rogers y Kosiguin, el
26 de mayo, sobre la creación de una comisión comercial soviético-americana, firmándose un
acuerdo comercial con ocasión de la segunda sesión de la comisión el 18 de octubre de 1972 en
Washington. «La orgía de acuerdos» daba la impresión de una distensión cada vez más amplia,
siendo el preludio del asunto principal: las SALT.
Los negociadores de Helsinki habían redactado dos proyectos de tratados, sobre la limitación de
los sistemas de defensa antimisiles ABM y de armas ofensivas, pero quedaban muchos problemas
por resolver.
• Las bases de misiles intercontinentales (ICBM) iban a plantear problemas puesto que podían ser
detectados por satélite cuando estuvieran inmovilizados en los silos protegidos, pero los ICBM
podían ser móviles, y lanzarlos desde camiones o vagones de ferrocarril. Nixon y Breznev se
prometieron mutuamente no construir baterías móviles de ICBM, puesto que al ser más difíciles
de detectar eran factores de inseguridad. Pero Breznev se negó a incluir esta promesa en el
convenio provisional sobre el armamento ofensivo. Nixon le advirtió que si la URSS violaba el
compromiso simplemente verbal al que se acababa de llegar, Estados Unidos anularía el
conjunto de los acuerdos SALT.
Pero fue sobre todo la cuestión de los submarinos lanzadores de misiles la que estuvo a punto de
dar al traste con la cumbre. Los soviéticos habían exigido no la paridad, sino la superioridad en el
número de submarinos y de misiles, en razón de su retraso con respecto a Estados Unidos en
misiles de cabeza múltiple MIRV. Pero Nixon pretendía interrumpir el programa acelerado de
construcción de misiles inter-continentales y de submarinos iniciado por los soviéticos, que era
susceptible de modificar el equilibrio estratégico entre Washington y Moscú. En la mañana del 26
de mayo, el Politburó fue convocado en sesión extraordinaria dando su acuerdo a Breznev. A las 23
horas en la sala Vladimir del Kremlin, Nixon y Breznev firmaban los acuerdos SALT, que
limitaban el crecimiento del número de ICBM y de submarinos dotados de misiles nucleares. Se
fijaban las siguientes magnitudes de misiles intercontinentales:
• El tratado sobre la defensa antimisiles sometía a una reglamentación muy estricta el desarrollo
de los sistemas ABM que suponían una infraestructura considerable y de un coste demasiado
elevado y que acentuaba la inestabilidad estratégica al poner el territorio cubierto al abrigo de
una acción de represalias, garantizando en consecuencia la impunidad al eventual primer tiro. Al
entusiasmo de los firmantes de los primeros acuerdos SALT, los investigadores opusieron la
crítica de los arreglos que tendrían por resultado no frenar sino acelerar la carrera de
armamentos. La carrera de armamentos pasaba pues del terreno cuantitativo -único que era
tomando en consideración para las SALT- al terreno cualitativo. Se fijaban 100 misiles ABM
para cada uno de los dos emplazamientos permitidos a cada país.
Lo importante era que, por vez primera, Leónidas Breznev concluía acuerdos importantes con
una potencia capitalista y comprometía su prestigio personal y el del partido comunista soviético en
una política de distensión. Las dos partes lanzaban al resto del mundo un mensaje idéntico, que
Bernard y Marvin Kalb enunciaban así: «Las armas nucleares han contribuido ampliamente a hacer
anticuadas las ideologías... Las concepciones diferentes en materia de teoría económica o política
deben ceder el paso ante las necesidades urgentes de la supervivencia».
5. La Ostpolitik y la Conferencia de Helsinki.
A. LA OSTPOLITIK.
La política hacia el Este (Ostpolitik), esbozada desde 1966 por la «Gran Coalición» y
desarrollada a partir de 1969 por el gobierno dirigido por los socialistas, descubría la toma de
conciencia de la Alemania de Bonn de la necesidad de exorcizar el temor al «revanchis- mo
alemán»: la apertura al Este era sin duda el primer paso para cualquier arreglo europeo. La
distensión en Europa pasaba por el reconocimiento de la situación alemana. La cuestión principal
era que la Alemania de Bonn, todavía joven y débil, no podía en la época de la Guerra Fría inspirar
confianza a sus aliados más que si daba a su orientación occidental un carácter exclusivo y, además,
el margen de maniobra de los ministros de Asuntos Exteriores de la República Federal debía
permanecer siendo estrecho durante largo tiempo, lo que imprimiría una cierta rigidez en la
aproximación a la Europa oriental.
Lógicamente, la primera etapa de la Ostpolitik debía ser la de poner fin al contencioso territorial
nacido de los acuerdos de Potsdam. La conferencia de Potsdam (julio-agosto de 1945) había
establecido, aunque no sin contradicciones, el destino de las tierras alemanas situadas al este de la
línea Oder-Neisse. Los vencedores, constituidos en «autoridad suprema», aceptaban «el principio
de la entrega definitiva a la URSS de la ciudad de Koenigsberg y de la región adyacente», es decir,
de la mayor parte de la Prusia oriental; se trataba de una verdadera anexión, prácticamente
irreversible, pero que, para ser jurídicamen- te perfecta, debía ser confirmada por el futuro «arreglo
de paz» del que Alemania formaría parte. Para los otros territorios al este de la Oder-Neisse, la
fórmula era netamente más equívoca: su administración quedaba confiada a Polonia, quedando
pospuesta su
«delimitación definitiva» al arreglo de paz; eran calificados de «antiguos territorios alemanes» pero
no se tomaba ninguna decisión de anexión.
Para los dirigentes de Bonn, la aceptación pura y simple del statu quo resultaba difícil puesto
que el gobierno federal no podía destruir la posibilidad teórica de un restablecimiento de la unidad
alemana por el juego de la libre determinación; no podía dar la sensación de aprobar unos cambios
territoriales decididos por una conferencia en la que no había ninguna representación alemana. Los
tratados de Moscú (agosto de 1970) y de Varsovia (diciembre 1970) vencen ese obstáculo gracias a
un evidente bizantinismo jurídico: la consolidación jurídica del reglamento territorial de Potsdam se
alcanza no por un verdadero reconocimiento de la validez de los cambios operados, sino por un
llamamiento a los principios de la Carta de las Naciones Unidas a través de una reafirmación de la
obligación de respetar las situaciones existentes, el compromiso de abstenerse a recurrir a la fuerza
y la solución de las diferencias por medios pacíficos. Más amplio por su objeto, el Tratado de
Moscú menciona expresamente la línea Oder-Neisse y a la República Democrática Alemana; por
los objetivos generales que impone a los dos signatarios, tiende a hacer de las relaciones bilaterales
entre la RFA y la URSS un «banco de pruebas» de la seguridad europea. Más reducido pero más
preciso es el Tratado de Varsovia, en el que se recoge en detalle el trazado de la línea Oder-Neisse,
constatándose el carácter de «frontera nacional occidental» de Polonia, sin ninguna alusión a los
orígenes de esta situación de derecho.
C. EL TRATADO FUNDAMENTAL RFA-RDA (1972).
Como coronamiento de la Ostpolitik, la normalización de las relaciones entre los dos Estados
alemanes fue anunciada, políticamente, por el comunicado de Oreanda publicado el 18 de
septiembre de 1971 tras los encuentros Brandt-Breznev y, jurídicamente, por los acuerdos
interalemanes de aplicación sobre Berlín y por el tratado sobre transportes de 12 de mayo de 1972,
siendo este último un tratado de Estado en sentido propio. Pero el tratado fundamental, rubricado el
8 de noviembre de 1972 y concluido el 21 de diciembre, permite crear un modus vivendi en
Alemania y, según la fórmula del canciller Brandt, transformar el enfrentamiento RFA-RDA en una
coexistencia reglada.
Sobre la dimensión histórica del acuerdo interalemán reina la incertidumbre: para The Times, de
Londres, el tratado sella la disolución del Reich de Bismarck ciento un años después de su
fundación, mientras que el primer secretario del partido comunista germano-oriental (SED), Erich
Honecker, afirma que la Historia se ha decidido en favor de la división de Alemania. Por el
contrario Walter Scheel, ministro federal de Asuntos Exteriores, subraya que la cuestión alemana
no podría ser resuelta más que haciendo uso el pueblo alemán de su derecho a la
autodeterminación.
Ciertamente que tanto por su contenido como por el enfoque de los problemas, el tratado RFA-
RDA está próximo a los tratados de Moscú y Varsovia puesto que no se reconoce jurídicamente a la
RDA, sino que se constata su carácter estatal. El problema de la repre- sentación diplomática quedó
resuelto según lo pretendía Bonn, pues el artículo 8 preveía el intercambio de representantes
permanentes y no de embajadores.
b) Los contactos entre los sectores occidentales de Berlín y la República Federal de Alemania
«serán mantenidos y desarrollados», según aseguraron los tres gobiernos occidentales, que no
obstante precisan que «estos sectores siguen sin ser elemento constitutivo de la República
Federal de Alemania ni ser gobernados por ella». Para el gobierno de Moscú lo esencial era que
las potencias occidentales volviesen a reiterar que Berlín oeste no formaba parte de la
organización constitucional de la República Federal. En contrapartida, la Unión Soviética tolera
los lazos que no por ser menos visibles son menos importantes; lazos jurídicos, económicos y
financieros que descubren la pertenencia de facto de los sectores occidentales a la Alemania
Federal.
c) Por vez primera desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la circulación en tránsito de
personas y mercancías civiles con destino a Berlín oeste y provenientes de esa ciudad queda bajo
protección de un convenio cuatripartito. La Unión Soviética, rectificando en cuanto a las
competencias que había atribuido a la República Democrática en 1955, asu- me la
responsabilidad directa de las vías de acceso a Berlín oeste.
Por fin, el 3 de junio de 1972 se procede a la firma solemne del protocolo final por los ministros
de Asuntos Exteriores de los Cuatro, los cuales habían recordado oportunamente la estrecha
relación que subsistía entre la cuestión de Berlín y el problema más general de la seguridad
europea. Al alcanzar un modus vivendi sobre Berlín, es decir, sobre el foco europeo más importante
de crisis desde el fin del segundo conflicto mundial, los Cuatro habían efectuado un nuevo paso
hacia la elaboración de un modus vivendi global para el conjunto de Europa. No obstante, el
acuerdo sobre Berlín no constituía una solución definitiva: sólo un objetivo limitado, aligerar las
consecuencias de la división de la antigua capital del Reich, había permitido alcanzar resultados
limitados. A más largo plazo, la eficacia del acuerdo parecía depender de la distensión política en
Europa: incluso después del acuerdo de 3 de septiembre de 1971, Berlín seguía siendo un reflejo -y
como el microcosmos- del estado general de las relaciones entre las dos Europas.
Entonces, los gobernantes del Kremlin habían «fraccionado» su gran proyecto europeo,
confiando a sus aliados la tarea de proponer una cadena de acuerdos regionales, cuya realización
parecía más fácil. Tales fueron el tratado balcánico, el plan de neutralización nuclear de Europa
central, la transformación del Báltico en «mar de paz», pero todos estos proyectos resultaron un
fracaso. De hecho, en un contexto psicológico que seguía siendo el de la guerra fría, esos diferentes
proyectos no podían más que suscitar la desconfianza de los gobiernos occidentales, puesto que
preparaban una ruptura en la OTAN y una modificación de la relación de fuerzas en el continente,
así como el reconocimiento de la República Democrática Alemana cuya existencia Bonn no quería
aceptar.
Los países del Pacto de Varsovia volvían en consecuencia a su método original, es decir, intentar
un arreglo global. Pero el proceso de distensión, resultante del equilibrio nuclear-estratégico
alcanzado por los dos supergrandes al alba de los años sesenta, daba entonces mayor credibilidad a
la empresa. Las reacciones occidentales, muy reservadas al principio, se van haciendo más
confiadas y en la sesión ministerial del Consejo Atlántico que tuvo lugar en Reykiavik en junio de
1968, se hizo hincapié en una reducción mutua y equilibrada de las fuerzas armadas de las dos
alianzas militares en Europa; en 1969, los aliados atlánticos empiezan a acoger favorablemente la
propuesta comunista. A partir de ese momento el diálogo quedaba establecido, y el 30 de marzo de
1971, Breznev, ante el XXIV congreso del Partido Comunista Soviético, vuelve sobre los criterios
de un desarme regional europeo, definidos por los catorce miembros de la OTAN. Los europeos
«neutrales», que en esas circunstancias demuestran un significativo dinamismo, intentarán facilitar
la tarea, y el 7 de mayo de 1969 el gobierno de Helsinki se declaró dispuesto a explorar las
respectivas posiciones de las potencias interesadas y, después, asumir el papel de anfitrión de la
Conferencia.
No obstante, los Estados socialistas intentaron una lectura diferente de los principios
paneuropeos, de la que el tratado concluido por la URSS y la RDA el 7 de octubre de 1975, dos
meses apenas después de la cumbre de Helsinki, ofrece una doble ilustración. Por un lado, en contra
del párrafo 5 del preámbulo del Acta final que extendía la aplicación de los
principios paneuropeos al conjunto de las relaciones entre Estados, «independientemente de su
sistema político, económico o social», el tratado de 1975 pone el acento en la especificidad de las
relaciones entre Estados socialistas. Reafirmación de la llamada doctrina de la «soberanía limitada»
o, si se prefiere, de la «ayuda fraterna entre Estados socialistas», con el riesgo de petrificar la
ideología dominante y las estructuras estatales de la RDA, a la sombra del Pacto de Varsovia.
El gran cisma ideológico entre Moscú y Pekín y la tensión política y militar que engendraba
daban una mayor fluidez al sistema de Yalta. Se iba hacia la instauración de una diplomacia
triangular que se fundaba en las relaciones de antagonismo entre tres actores, pero los antagonismos
no eran simétricos. En las relaciones del gobierno de Washington con sus dos interlocutores, el
antagonismo era fortuito, puesto que la rivalidad de Estados Unidos y de la Unión Soviética no
tenía una razón puramente nacional, su enfrentamiento nunca había sido directo y el
apaciguamiento en sus relaciones condujo al respeto mutuo de sus zonas de influencia; el
antagonismo chino-americano, que seguía a una larga tradición de amistad, había obstaculizado
ciertamente la unidad nacional de China, pero el resto del contencioso era pequeño. Por el
contrario, la reconciliación chino-soviética parecía en aquella época improbable: los soviéticos y
los chinos tenían en común la frontera más larga del mundo, la seguridad inmediata de sus
territorios respectivos estaba en juego, la comunidad ideológica conllevaba la excomunión mutua y
la voluntad de acabar con los «hermanos cismáticos». Así, a largo plazo, el juego triangular parecía
favorecer a Estados Unidos que «menos prisioneros de prejuicios doctrinales» y no teniendo
adversarios sistemáticos «deberían poder jugar más libremente».
En el verano de 1971, el anuncio del encuentro chino-americano en la cumbre, que tendría lugar
en febrero de 1972, simbolizaba el acercamiento de ambos países. Este acercamiento estaba inscrito
en los hechos desde 1963 y el fracaso de las últimas conversaciones de los gobernantes de Pekín y
Moscú y las revelaciones diplomáticas que siguieron consagraron la ruptura abierta de la alianza
chino-soviética. No obstante, la realización del «triángulo» fue retrasada por la intervención de
Estados Unidos en el conflicto vietnamita.
Todavía en 1969, China condenaba con la misma virulencia las políticas asiáticas de Estados
Unidos y la URSS. La de Nixon expresaba el deseo de Estados Unidos, cogido en la trampa
vietnamita y aguijoneado por una opinión pública traumatizada por el «asunto del Tet» (en febrero
de 1968), de encontrar un compromiso político y retirar unilateralmente sus fuerzas de Vietnam, lo
cual puede ser facilitado por una cierta neutralidad china; el mensaje implícito transmitido a los
chinos es que la era de la intervención americana en los conflictos periféricos y de la presencia
visible de Estados Unidos en Asia había pasado a la historia. La doctrina asiática de Breznev
reflejaba, por el contrario, el crecimiento de la fuerza de la URSS, su voluntad de reforzar su
presencia en el subcontinente indio y en Asia del sureste y aislar a Pekín de su periferia inmediata.
La administración Nixon tomó conciencia de la amenaza de una guerra relámpago de la URSS
contra China, de un ataque quirúrgico contra los emplazamientos nucleares chinos.
Las primeras señales son débiles: en noviembre de 1968, China había propuesto volver a iniciar
los encuentros chino-americanos de Varsovia, conversaciones difíciles y vanas que
habían comenzado en 1955 después de la guerra de Corea y cuya 135 sesión no tendrá lugar más
que en enero de 1970. Por parte americana, ya el 1 de febrero de 1969, Richard Nixon había
expresado en una nota a su consejero Kissinger su deseo de «explorar todas las posibilidades de un
acercamiento a China». En las Naciones Unidas, la Asamblea General interpreta y precede a la
nueva actitud americana, pues el 25 de octubre de 1971, tras rechazar la exigencia americana de
fijar la mayoría a dos tercios, adoptó por 76 votos contra 35 (y 17 abstenciones) una resolución
albanesa que admitía a China popular y expulsaba a los representantes de Taipei.
Mientras tanto, el presidente Nixon se había declarado dispuesto, en su mensaje sobre el estado
del mundo el 25 de febrero de 1971, «a iniciar el diálogo con Pekín»; se levantaron las restricciones
a los viajes de los ciudadanos americanos a China y se suspendieron los sondeos de las sociedades
petrolíferas americanas en el mar de China, en el sector de las islas Senkaku, reivindicadas por
China Popular. Pekín había respondido a estos llamamien- tos el 7 de abril invitando a un equipo
americano de tenis de mesa, de manera que la
«diplomacia del ping-pong» simbolizaría la distensión chino-americana. Los días 9 y 11 de julio de
1971, Henry Kissinger se entrevistaba con el primer ministro Chu En-lai en Pekín; el comunicado
común de 15 de julio anunciaba la visita del Presidente de Estados Unidos
«destinada a buscar la normalización entre los dos países».
El 21 de febrero de 1972, Richard Nixon era calurosamente recibido en Pekín por Mao Tse-tung.
El 27 de febrero se publicaba el comunicado de Shangai. Las relaciones diplomáticas chino-
americanas no quedaban normalizadas, pues Estados Unidos no reconocía a la República Popular
China, pero no por ello el equilibrio internacional de Asia dejaba de transformarse de arriba a
abajo. China y Estados Unidos harían abstracción de todo aspecto ideológico en sus relaciones
bilaterales, alejándose claramente de los antagonismos de la Guerra Fría. Sobre la cuestión
nacional, China repetía su posición tradicional sobre Taiwán, en tanto que Estados Unidos
reconocía a su manera la unidad formal de China.
Desde la toma del poder en La Habana, los dirigentes castristas no habían disimulado sus
ambiciones de extender el modelo cubano, de exportar la revolución, empezando por América
Latina. Pero mantenido fuera de una América Latina considerada como el coto geopolítico de
Estados Unidos, el régimen cubano realizaría, como peón de la URSS, sus ambiciones mundiales
en África (sobre todo en Angola y Etiopía).
En América Central, Granada y Dominica habían tenido gobiernos socialistas y en Santa Lucía
existía una oposición oficial procubana; Jamaica se había convertido con Michael Manley, primero
censurado por el Fondo Monetario Internacional y después cesado por su electorado, en uno de los
«tenores» del Tercer Mundo. La victoria sandinista en Nicaragua en julio de 1979 dio sobre todo un
nuevo ímpetu al «mesianismo» cubano, pero petrificó la actitud americana. Bajo la presidencia de
Carter se había iniciado un proceso de normalización de las relaciones con La Habana, de la
negociación de acuerdos de pesca a la autorización concedida a los ciudadanos americanos para que
visitasen la isla y la apertura de «secciones de intereses» diplomáticos de Estados Unidos en Cuba;
pero este inicio de admisión de Cuba como «vecino legítimo» quedó bloqueado por la afirmación
de la diplomacia mundial de La Habana.
A partir del ascenso de Ronald Reagan a la presidencia, los dirigentes cubanos (y nicaragüenses)
declararon que vivían bajo la amenaza de una intervención americana: movilizaron a la población,
establecieron planes de urgencia y organizaron nuevas milicias. A los encantos de una tranquila
insularidad, prefirieron el aguijón de relaciones conflictivas con la superpotencia americana.
En 1982, Ronald Reagan se disponía a repetir lo que hizo Lyndon Johnson, cuando
anunció en 1965 el envío de marines a Santo Domingo, pero entre la intervención de Lyndon
Johnson en Santo Domingo y el plan Reagan para América Central, presentado el 24 de febrero de
1982 ante la Organización de Estados Americanos, estaba el “síndrome de Vietnam”. Sin embargo,
la elección de Ronald Reagan había significado precisamente el final de la crisis de confianza, la
vuelta al «globalismo», a los compromisos generalizados en un mundo que se había convertido en
maniqueo por el hecho del crecimiento de la potencia soviética y del desarreglo de las instituciones
y procedimientos internacionales.
Excluía solemnemente el empleo de la «fuerza bruta», por lo que los medios previstos seguían
siendo indirectos. Así el plan Reagan respetaba los «cánones» de las críticas de los años 1960. La
competición había cambiado de centro: la conquista declarada había dejado sitio a la subversión y a
las técnicas no violentas de penetración. En definitiva, el plan Reagan para América Central era
subvertir la subversión.
La víspera de Navidad de 1979, las fuerzas soviéticas penetraron con grandes efectivos y
determinación en Afganistán. La acción aeroterrestre fue ostentosa, pues ocho divisiones soviéticas
intervinieron, cuando un discreto golpe de Estado hubiera sido suficiente para derrocar al gobierno
de Amín. Los observadores occidentales se preguntaron si para Moscú se trataba de un deliberado
abandono de la política de distensión o de un accidente circunstancial, un estorbo en la
coexistencia. Cabía interrogarse sobre las razones de este ataque armado contra un Estado con el
cual la URSS mantenía relaciones privilegiadas y sobre la imprudencia de una intervención armada
directa, cuando las precedentes acciones soviéticas en el Tercer Mundo habían sido llevadas a cabo
por medio de otros Estados como Cuba en África y Vietnam en Asia. Además, ¿cuáles eran los
verdaderos fines de los gobernantes del Kremlin? ¿Protegerse contra el contagio islámico-iraní? ¿O
conquistar una plataforma de salida hacia el Golfo?.
Lo esencial era la modificación de un statu quo secular. Las altas tierras de Afganistán eran una
región de paso, sin interés económico, pero con un gran valor estratégico. Un estado tapón
organizado en el siglo XIX por los británicos con el fin de marcar el límite de la expansión de la
Rusia zarista. Pero la rivalidad anglo-rusa, la doble ocupación, rusa en el norte e inglesa en el sur,
terminaron en 1907 en provecho de la independencia afgana, bajo un control británico que durará
doce años. Hasta 1973, fue un Estado tapón entre soviéticos y americanos.
El gobierno soviético fue el primero en reconocer en 1919 la independencia afgana. El impulso
revolucionario, nacido de la denuncia de los tratados desiguales, del llamamiento a la emancipación
de los pueblos dominados, deja prever una expansión «liberadora» que se sustituiría al sueño
expansionista de los zares. La joven Rusia de los soviets da pruebas de su voluntarismo, pues pese
a su extrema pobreza, entre 1921 y 1924 concede una ayuda anual de quinientos mil dólares a
Kabul. Pero los soviéticos toman conciencia de la dificultad de una implantación en un país poco
evolucionado y demasiado fiel al Islam para ser sensible al mesianismo marxista.
Los soviéticos se consagrarán a una paciente penetración en la sociedad afgana, un lento control
de los sectores que les parecían más útiles para el futuro. En 1968, el 43% de las importaciones
afganas provenían de la URSS que atrae el 33% de sus exportaciones, acaparamiento del comercio
exterior y una dependencia difícilmente transformable. Igualmente en las vías de comunicación, ya
que la URSS construye 1.500 km de carreteras que unen las ciudades fronterizas soviéticas al
Turkestán afgano y después al corazón del país (Kabul, Kandahar); el aeropuerto de la capital, que
resultará tan útil, fue también obra de los soviéticos. Finalmente, la URSS, mediante becas para
estudios de las universidades técnicas y en las academias militares, forma a los cuadros afganos,
enviándose igualmente cooperantes (profesores, ingenieros y sobre todo instructores militares).
En 1973 se produce un golpe de estado a cargo del general Daud que derroca al rey Zahir Sha,
puesto que el golpe fue ejecutado por oficiales formados en las academias soviéticas cuarenta años
antes, fue un indiscutible éxito de una inversión a muy largo plazo. Además Daud no era un
admirador de la democracia occidental y la Constitución republicana que hizo aprobar el 15 de
febrero de 1977 por una nueva Loya Jirgah instauraba un régimen autoritario. También hay un
toque de demagogia socializante: la Asamblea deberá componerse mayoritariamente de
trabajadores, obreros o campesinos. El nuevo presidente debilita a la oposición «reaccionaria» ante
la Asamblea, y después envía a los elegidos del pueblo de vuelta a casa hasta noviembre de 1979,
precisando que hasta entonces gobernará por medio de decretos-leyes.
Sin embargo, Daud es ante todo un nacionalista. Si se ha hecho con el poder con el apoyo de
Moscú y de los comunistas, procurará rápidamente distanciarse de sus protectores y centrar su
régimen. Los ministros conocidos por sus simpatías marxistas son alejados del gobierno y la
asistencia técnica y financiera se diversifica. El neutralismo afgano era cada vez más intransigente,
pues Daud quiere arrancar a su país de la influencia soviética. Pero los gobernantes de Moscú no
pueden aceptar una derrota semejante, pues Afganistán ofrecía desde entonces interesantes
promesas revolucionarias con un partido comunista muy activo entre la pequeña burguesía y entre
los oficiales subalternos. Incluso si está dividido en dos facciones: el Khalq («el Pueblo») de Nur
Mohamed Taraki, más intelectual, más radical y doctrinario; y el Parcham («La Bandera») de
Babrak Karmal, más pragmático y más cercano a Moscú. El silencio de Occidente reafirma a los
soviéticos en su voluntad de controlar más Afganistán. El 27 de abril de 1978 una nueva revolución
de palacio, dirigida por un puñado de oficiales, pone fin al régimen del presidente Daud. Taraki se
convierte en presidente del Consejo Revolucionario y jefe del gobierno. En los dos años siguientes
la reacción de la administración Carter será insignificante, incluso cuando tuvo lugar el asesinato
del embajador de Estados Unidos en Kabul.
A ello sucede la toma del control directo del país por la Unión Soviética. Los consejeros de
Moscú encuadraban totalmente el aparato administrativo, tomaron posición en los centros
estratégicos y se pone casi enteramente en sus manos la economía. La toma del control directo se
concretó en el tratado soviético-afgano de diciembre de 1978 y el ciclo oposición-represión se
convirtió en dramático, pues cada vez eran más las tribus de montaña que entraban en rebelión
abierta. Cuatro mil consejeros soviéticos quedaron incorporados a las fuerzas afganas. A partir del
verano de 1979, fueron pilotos soviéticos los encargados directamente de bombardear en Kabul y
Herat a los soldados del ejército regular que se habían amotinado.
El fracaso político del régimen se hace evidente. La base sociológica del dominio comunista era
muy estrecha y en lugar de una clase obrera inexistente, de una pequeña burguesía decepcionada, se
basa en dos simples pilares que son el ejército y la policía, aunque a finales de 1979 se estimaba
que el número de desertores era de cuarenta mil sobre un ejército regular de noventa a cien mil
hombres. Los enfrentamientos continúan siendo duros entre las dos facciones del partido comunista
y en el interior de cada una de ellas.
De hecho, el Khalq, principal incitador del putsch de 27 de abril de 1978, había eliminado del
poder desde el siguiente mes de agosto sus asociados del Parcham. En septiembre de 1979, en viaje
oficial a Moscú, el presidente Taraki fue invitado por los soviéticos a cesar a su adjunto Amin,
hombre fuerte del régimen, pero considerado como, demasiado dogmático e intransigente. Pero fue
Amin el que asesinó a Taraki el 17 de septiembre, apenas llegado de Moscú y todavía con la
aureola de las muestras de estima de las que había sido objeto en el Kremlin. Tres meses después la
situación no había mejorado y el gobierno por el terror de Amin tendrá como único resultado el
rechazo del régimen comunista y de la influencia soviética. El cuerpo expedicionario soviético
intervino durante las fiestas de fin de año. Una intervención directa que dejó estupefacto a
Occidente.
Otra interpretación defensiva más general: la URSS habría desplegado su cuerpo expedicionario
en Kabul con el fin de precaverse contra la marea de integrismo islámico que iba a extenderse sobre
las tierras del Islam soviético, las repúblicas federadas de Asia Central. Es el famoso mito del temor
al contagio islámico. Así, el historiador Alexandre Bennigsen, describe con precisión el
comportamiento colectivo de los musulmanes de la
URSS y sus relaciones con el establishment soviético, la existencia de una hostilidad fundamental y
recíproca, el aislamiento de las comunidades musulmanas, la persistencia de un modo de vida
tradicional, el renacimiento religioso, el redescubrimiento del pasado islámico y un nacionalismo
latente.
Por otro lado, los musulmanes de la URSS podían ser una baza para el expansionismo soviético.
En el asunto de Afganistán, la baza era aparente: tras el hundimiento de la administración afgana,
un llamamiento masivo fue hecho a los cuadros originarios de Asia Central. Presencia igualmente
en el ejército soviético de soldados, suboficiales, intérpretes centroasiáticos: así podía ser tejida la
ilusión de una operación «intermusulmana», de musulmanes soviéticos «corriendo para socorrer a
sus hermanos de Afganistán amenazados por el imperialismo». Si, al menos, Moscú pusiese
término «bien y rápidamente» al asunto afgano, No obstante, otras hipótesis podían ser estudiadas
y, para empezar, la del estancamiento. Sólo entonces la presencia de musulmanes soviéticos en
Afganistán podría producir un efecto bumerán y concretarse el peligro de la fraternización, peligro
muy real cuyos signos precursores serán la deserción de soldados musulmanes soviéticos y el activo
mercado negro de coranes en Kabul.
Más allá del debate sobre las razones de la Unión Soviética, hay que considerar dos realidades.
Una conquista territorial: por vez primera, los soviéticos «satelizan» un Estado en tiempo de paz.
La ventaja estratégica será que de esa manera dispondrán de una plataforma hacia el Golfo. La
extensión territorial, la transformación de Afganistán en
«satélite», fueron preparadas públicamente, al descubierto, desde el putsch de abril de 1978. Las
precedentes «adquisiciones» habían seguido a la Guerra Mundial (Europa del Este), un muy largo
conflicto de descolonización desviado en confrontación Este-Oeste (Vietnam), los combates
autónomos de los guerrilleros castristas y, veinte años más tarde, los núcleos armados del Frente
Sandinista (Cuba y Nicaragua); en cuanto a la adquisiciones africanas, con la ayuda de soldados
cubanos, aparecían todavía inestables y el control soviético seguía siendo relativo.
Polonia se encontraba en una situación en la que podía constituir un nuevo caso de aplicación de
la doctrina de la soberanía limitada, o proporcionar, por el contrario, la prueba de que un régimen
miembro del Pacto de Varsovia podía seguir su propia vía nacional, sin por ello desatar la
intervención de sus aliados. Se vivía una cierta polarización del poder, a falta de una verdadera
democratización: la influencia de la Iglesia y el estatuto que se le reconocía imprimían una cierta
autonomía a la sociedad polaca; en el interior mismo del partido comunista, la competencia entre
facciones rivales era en ocasiones abierta; la interrupción de la colectivización de las tierras, el
papel de los pequeños propietarios agrícolas, la combatividad de los trabajadores de los astilleros y
de las acerías, al igual que el control al menos parcial del partido por los órganos del Estado y los
diversos aparatos, militar y otros, añadían fluidez a las relaciones entre el Estado y la sociedad.
A partir de mediados de los años setenta, la sociedad civil polaca se puso de nuevo en
movimiento y esta vez en la unidad entre los ambientes intelectuales, la Iglesia católica y la clase
obrera. Las enmiendas constitucionales de diciembre de 1975, que oficializaban el monopolio del
partido comunista y proclamaban la irreversibilidad» de la alianza con la URSS, fueron fuertemente
cuestionadas; la represión de las huelgas de junio de 1976 en Radom y en Ursus movilizaron a la
intelligentsia y provocó la creación del «Comité de Defensa de los Obreros» (KOR); surgieron
organizaciones estudiantiles independientes, periódicos, casas editoriales clandestinas, una
«universidad volante» privada; el pueblo polaco, que tomó conciencia de su fuerza, demostró su
unidad en 1979 con ocasión de la visita a su país natal del papa polaco, Juan Pablo II. En julio de
1980, el alza de los precios provocó una huelga general en Lublín, seguida de paros laborales que
paralizaron el país. El sindicato independiente Solidaridad se constituyó bajo la dirección de Lech
Walesa, electricista de los astilleros de Gdansk. Pronto se convirtió en el representante de toda la
nación polaca, del puerto de Szczecin y de las minas de Jastrzebie, principales lugares de protesta,
hasta los ambientes universitarios y los funcionarios, uniéndose al nuevo sindicato un millón de
miembros del partido comunista.
El 17 de agosto de 1980 se abre una negociación global entre el gobierno de Varsovia,
representado por su vicepresidente Mieczyslav Jagielski, y el «Comité de huelga interempre-
sarial»; el 31 de agosto se firmaron los acuerdos de Gdansk. El cambio era histórico «el
acontecimiento más importante en Europa del Este desde la Segunda Guerra Mundial», según
Milovan Djilas. Bajo la presión, el gobierno comunista reconocía el pluralismo sindical, haciéndose
público el antagonismo entre la clase obrera y el Estado pretendidamente
«obrero». La táctica de Solidaridad fue muy hábil: la nueva organización no atacaba el monopolio
del poder político; afirma la autonomía del cuerpo social.
Pero el reconocimiento de una central sindical independiente del partido comunista representaba
un desafío formidable y un potencial foco de contagio. La frontera más allá de la cual se borraba la
soberanía nacional del Estado socialista y se imponía «el interés general de la comunidad
socialista» quedaba superada. El dispositivo ideológico para la justificación de una eventual
intervención estaba preparado: de Moscú a Berlín Este, de Praga a La Habana, las advertencias
fueron prodigadas, se denunciaron «la injerencia de Occidente» y las actividades de los
«contrarrevolucionarios» polacos, reafirmándose la necesaria fidelidad al internacionalismo
proletario. Sobre todo, la carta dirigida el 5 de junio de 1981 por el Comité Central del Partido
Comunista Soviético a los dirigentes polacos parecía la reproducción, casi palabra por palabra, de
la «Carta de los Cinco» del 15 de julio de 1968.
5. El enfriamiento Este-Oeste.
Cuando, tras dos años de negociaciones, el acta final de la Conferencia sobre la Seguridad y la
Cooperación en Europa fue solemnemente firmada en Helsinki el 1 de agosto de 1975 por treinta y
cinco jefes de Estado y de Gobierno (representando todos los Estados del continente, salvo Albania,
e incluyendo a Canadá y Estados Unidos), los observadores reconocieron que se trataba del
resultado más espectacular de la «distensión» pero deploraron el lado inmóvil y conservador del
documento, la utilización de una fraseología sin sentido entre el Este y el Oeste que permitió
circunvalar los verdaderos problemas, como el de la aplicación de la doctrina de la soberanía
limitada a Europa del Este. De hecho, una serie de operaciones de «engaño» se sucederán en torno
al acta de Helsinki.
En 1975 parecía que la URSS había engañado a los occidentales, al aparecer como la vencedora
moral de una negociación que parecía consagrar su estatuto imperial en Europa Central y del Este e
incluso darle un derecho de inspección en los asuntos del Oeste. La cumbre de Helsinki constituyó
una especie de triunfo personal para Leónidas Breznev, llegado como un vecino a la capital finesa,
ante un Gerald Ford neófito en la escena internacional y presidente interino de un Estado en plena
crisis. Pero el acta final contenía no obstante una tercer cesto consagrado a los derechos humanos
fundamentales, y que servirá de referencia a los disidentes de Europa del Este que desde Praga a
Varsovia y a Moscú incluso, harán del acta final la carta fundamental sobre la que basarán su
acción. Esta vez, parece que es la URSS la «engañada» y sus dirigentes cogidos políticamente con
el paso cambiado. Su reacción consistirá en jerarquizar los principios de Helsinki, no guardar
más que aquellos que se refieren a la soberanía y a la no injerencia. Cuando en nombre de esta
nueva lectura del acta final, los Estados socialistas se niegan a aplicar las reglas de la libre
circulación de la información y expulsan a los periodistas de la otra Europa, es Occidente el que se
encuentra engañado.
Con el fin de controlar la aplicación de los compromisos del acta final, se habían previsto
reuniones periódicas de seguimiento. Las de Belgrado (octubre de 1977-marzo de 1978) y de
Madrid (noviembre de 1980-septiembre de 1983) estuvieron impregnadas de una fuerte decepción:
en Belgrado, la cerrazón ideológica de la dirección soviética, concentrada en la no-injerencia, era
manifiesta, ante la diplomacia de los derechos del hombre del presidente Carter; la vuelta de la
Guerra Fría dominaba en Madrid, con el trasfondo de la crisis de los Euromisiles y el estado de
guerra en Polonia.
Durante el año 1975, la URSS comenzó a desplegar una red de misiles de medio alcance, con
ojiva única y después con cabezas múltiples, los SS 4, SS 5 y los SS 20. Estos misiles dirigidos
hacia Europa no formaban parte de las categorías a las que se referían los SALT, puesto que su
radio de acción era inferior a 5.500 km. El 28 de octubre de 1977, el canciller Schmidt exigió que
las negociaciones sobre la limitación de armamentos considerasen todas las categorías de armas y
deseó que se estableciese una paridad de armamentos convencionales y nucleares tácticos en
Europa, «bajo el nivel de las SALT». Los diplomáti- cos americanos interpretaron las declaraciones
del canciller como un requerimiento de que se extendiesen las negociaciones con la URSS a las
armas nucleares de medio alcance, que era una «zona gris» que no estaba cubierta ni por los SALT,
ni por los MBFR, negociaciones sobre la reducción mutua y equilibrada de las fuerzas en Europa
central, que se desarrolla- ron en Viena, paralelamente a la Conferencia sobre la Seguridad y la
Cooperación. Desde fines de 1977, algunas docenas de misiles SS 20 fueron desplegadas y 90 en
junio de 1979, misiles terribles por su precisión (una desviación en el objetivo de 200 metros) y su
rapidez de encendido, armas de contrafuerza» que hacían vulnerable todo el dispositivo militar de
Europa occidental sin provocar considerables daños colaterales.
La administración Carter esbozó represalias ineficaces como el boicot de los Juegos Olímpicos
de Moscú en 1980; Ronald Reagan, desde su elección, decidió responder con la instalación de
misiles Pershing II, de un alcance de 1.800 km, y de «misiles de crucero» de un alcance de 2.500
km, con sistemas móviles y de una gran precisión. De hecho, se trataba menos de una
«modernización» de los armamentos que de una verdadera revolución: Estados Unidos no poseía
hasta entonces en Europa «misiles intermedios»; con la implantación de sistemas euroestratégicos,
las condiciones de la disuasión en Europa quedaban modificadas. El 30 de noviembre de 1981,
Reagan inauguraba en Ginebra una conferencia sobre los Euromisiles. Proponía la “opción cero”,
es decir, que Estados Unidos no instalaría los Pershing si los soviéticos retiraban todos sus SS 20.
Ante el rechazo soviético, Reagan decidió implantar los primeros misiles en Alemania Federal a
partir de no- viembre de 1983. El canciller Kohl y Francois Mitterrand, no directamente
concernido, apoyaron la decisión americana, que, sin embargo, rechaza con virulencia el
movimiento pacifista alemán. Con los Pershing y los misiles de crucero, Reagan parecía haber
logrado la vuelta del equilibrio.
Mientras tanto, el deterioro de las relaciones Este-Oeste había acabado con las nuevas
conversaciones sobre la limitación de armamentos estratégicos. A partir de 1973, la URSS había
realizado un avance tecnológico en el dominio de los misiles de cabezas múltiples (MIRV). En
1974, el acuerdo suplementario concluido el 23 de noviembre en Vladivostok por
Gerald Ford y Leonidas Breznev provocó las mismas controversias que los acuerdos SALT de
1972, pero esta vez también, contrariamente a los de 1972, no limitaba solamente el número de
misiles, sino también su equipamiento en cabezas múltiples; se instituyó así un cierto control de la
mejora cualitativa de las panoplias nacionales. Pero los techos fijados eran tan elevados que
incitaban a una vuelta a la carrera de armamentos. Sobre todo porque las dos potencias firmantes
permanecen silenciosas sobre el control de la aplicación del acuerdo, lo que parecía significar que
renunciaban a un control recíproco sobre el terreno. La observación por satélite era eficaz a
condición de que se tratase de localizar lugares relativamente reconocibles, pero ¿como verificar el
número de ojivas de un misil sin inspección sobre el terreno?.
Los acuerdos SALT II fueron firmados en Viena el 18 de junio de 1979. Los soviéticos había
aceptado retirar 250 vectores intercontinentales en dos años. La opinión americana, tanto halcones
como palomas, fue muy crítica, pues los acuerdos SALT II no limitarían la ca- rrera de armamentos
y darían ventaja a la Unión Soviética. Estos acuerdos no serán ratificados nunca, víctimas de la
campaña presidencial de 1980, en la que se convierten en un asunto esencial, pero también la
intervención soviética en Afganistán y la implantación de los Pershing.
El programa que lanzó Ronald Reagan creó un formidable potencial innovador. A partir de
1984, Estados Unidos procederá a múltiples experimentos en el ámbito de los sistemas antimisiles
(el 10 de junio de 1984 un misil «Homing Overlay Experiment» interceptó en el espacio un misil
balístico de tipo «Minuteman»). En materia de armas antisatélites también se llevan a cabo
progresos: el 20 de agosto de 1985, Ronald Reagan anunció al Congreso la prueba de un arma
antisatélite ASAT contra un objetivo en el espacio, a partir de un avión interceptor F-15 Eagle,
provisto de un ordenador que precisa las indicaciones de vuelo y el momento del tiro; un proyecto
más futurista estaba en estudio consistente en un sistema de armas basado en una estación orbital.
Pero los obstáculos que quedaban por franquear eran considerables: los americanos se preguntaban
sobre la ejecutabilidad de los sistemas, su grado de eficacia y su coste. Los ejes de la investigación
son más numerosos que las aplicaciones concretas; la investigación fundamental tiene todavía un
gran papel que desempeñar; el despliegue de una red defensiva no podrá tener lugar más que dentro
de una treintena de años.
En esta perspectiva cabe preguntarse cuál era el papel de la disuasión nuclear. El dogma basado
en el átomo, el de la «destrucción mutua asegurada», de la amenaza del apocalipsis nuclear, parecía
sobrepasado en provecho del concepto más tranquilizador de seguridad fundado en la defensa: si ha
habido cambio, será por encima de un escudo de protección estanco en donde las armas defensivas
estratégicas neutralizarán a los misiles adversos. Pero alejada el arma nuclear, la amenaza de la
fuerzas convencionales reaparece. La Iniciativa Reagan no contiene un segundo aspecto, que había
pasado inadvertido, sobre la modernización del armamento convencional gracias a las tecnologías
llamadas «emergen- tes».
1. Gorbachov.
¿Cómo explicar la gran mutación de la Unión Soviética que se esboza y luego se confirma a
partir de 1985, verdadera revolución que provocará el cambio del sistema internacional? Los
fenómenos de fondo pueden ser reconstituidos a posteriori. Había razones internas: la Unión
Soviética se había estancado desde los años setenta; el estrato social técnico, nacido del régimen,
habría tomado conciencia de la necesidad de reformar el sistema y de
«relegitimar» a sus dirigentes. Razones externas: los Estados Unidos de Ronald Reagan habían
reaccionado con energía a la voluntad hegemónica de la URSS brezneviana y a su hiperarmamento;
desde la no-ratificación de los acuerdos SALT II al lanzamiento de la Iniciativa de Defensa
Estratégica, se iba a provocar el ahogo del complejo militar-industrial soviético. Pero la parte que
corresponde a la personalidad de Gorbachov no debe subestimarse. Con la llegada de Mijail
Gorbachov al secretariado general del Partido Comunista de la Unión Soviética en marzo de 1985,
y sobre todo con la difusión de los lemas perestroika y glasnot a partir de comienzos de 1987,
grandes cambios influirán en la visión de los dirigentes soviéticos de su ambiente internacional y
en la idea que se hacen
ellos mismos de su acción en el mundo.
Durante mucho tiempo ciertos politólogos habían imaginado un trampa tendida a Occidente con
la nueva línea de Gorbachov. Los actos siguieron después, empezando por el fin de la competencia
con Occidente, por conflictos del Tercer Mundo interpuestos, y después la vuelta y aceleración del
proceso de desarme. En primer lugar se detuvo el desarrollo, sobredimensionado, de las fuerzas
navales del almirante Gorchkov; luego, discretas negociaciones con Estados Unidos, región por
región del mundo, prepararon el gran repliegue de la URSS, el abandono del apoyo soviético a los
satélites o aliados de ultramar: en 1988 el viceministro de Asuntos Exteriores, Anatoli Adamichine,
se entrevistó con Chester Crocker sobre los asuntos de Angola, de Namibia y del Cuerno de África;
su colega Yuri Pavlov se ocupó de las cuestiones de América Central y el Caribe. Moscú redujo a
la mitad, y después suprimió totalmente, su ayuda financiera y militar a Vietnam, al cual ordena
que se retire de Camboya. El 8 de febrero de 1988, la Unión Soviética se compromete a poner
término a su presencia militar en Afganistán en el plazo de un año, haciéndose efectiva su retirada
el 15 de febrero de 1989. La guerra civil en Nicaragua toca a su fin el 1 de abril de 1988,
solucionándose el conflicto por vía electoral y de hecho los comunistas serán apartados del poder
por el sufragio de los ciudadanos. Entre Somalia y
Etiopía se firma un alto el fuego el 3 de abril de 1988. A fines de julio de 1988, la conferencia de
Bogor (Indonesia) abre el asunto camboyano. En el segundo semestre de 1988 se evacuan las
unidades cubanas de Angola y se concluye un acuerdo internacional sobre la independencia de
Namibia. A fines de 1988, la URSS de Mijail Gorbachov se había deshecho ampliamente de los
conflictos del Tercer Mundo.
Polonia, diez años; Hungría, diez meses; Alemania del Este, diez semanas; Checoslova- quia,
diez días; Rumanía, diez horas. Así han sido resumidas las revoluciones del año 1989, año en que
ocurrieron todas las rupturas que echaron abajo el viejo orden heredado del segundo conflicto
mundial, año que, de seísmo nacional en seísmo nacional, produjo la
«deslegitimación» seguido de la sustitución de toda una clase dirigente y de transformacio- nes
constitucionales radicales.
Desde el golpe del 13 de diciembre de 1981 en Varsovia perpetrado por el general Jaruzelski, el
conjunto de la nación polaca, unida en torno a la Iglesia y al sindicato Solidaridad, había entrado en
la disidencia. El 5 de abril de 1989, con el aval de Gorbachov, el general Jaruzelski y los dirigentes
del sindicato firmaron un acuerdo histórico: por vez primera desde 1946, se organizarían elecciones
libres en Europa del Este, pero el alcance de esta libertad sería controlada y limitada. El «modelo»
probado en Polonia debía ser el de una reducción, pero también de una protección provisional de la
hegemonía del Partido Comunista. Solidaridad concedía 65% de las cuatrocientos sesenta actas de
la Dieta al Partido Comunista y a sus satélites, comprometiéndose a no oponerles candidatos. La
segunda cámara, el Senado, compuesta de cien actas, sería objeto de una competencia real: pero el
papel del Senado estaba limitado al poder de rechazar las leyes votadas por la Dieta. Para poder
vencer el veto del Senado, debían reunirse en la Dieta los votos de los dos tercios de sus miembros,
por lo cual el Partido Comunista debía negociar los puntos más importantes de su programa de
gobierno con la oposición, representada por Solidaridad. De esta manera, parecía que Polonia se
internaba en una transición controlada muy delicada, en una fase inédita de reparto virtual del
poder, prevista para cuatro años, transcurridos los cuales las elecciones a las dos cámaras serían
completamente libres. El control sobre la transición se reforzaría con la elección por seis años y por
las dos cámaras conjuntamente de un Presidente de la República que tendría importantes poderes y
que sería el general Jaruzelski.
Las consultas electorales de junio de 1989 revelaron que «el estrechamiento de la base social»
del poder comunista iba más allá de los peores temores. En el Senado, Solidaridad se hizo con
noventa y nueve de los cien puestos, quedando el último para un candidato independiente. En la
Dieta, casi ningún candidato del Partido Comunista fue elegido en la primera vuelta en las
circunscripciones reservadas; en la segunda vuelta, la participación electoral fue
extraordinariamente escasa y cuando había multiplicidad de candidatos del Partido Comunista,
fueron los menos conformistas, los que estaban menos ligados con el aparato del partido, los
elegidos. El desánimo cundió en la dirección del Partido Comunista, que propuso la constitución de
un gobierno de unidad nacional con la participación de Solidaridad. Pero el sindicato rehusó dar su
aval al Partido Comunista Polaco y los partidos
satélites se despertaron in extremis y decidieron liberarse de la tutela comunista. Como
consecuencia, el Partido Comunista se encontró en minoría en la Dieta con el 38% de los diputados,
pasando sus filas a la disidencia. El general Jaruzelski consideró que no tenía otra solución que la
de confiar la dirección del gobierno a Solidaridad.
Desde la revolución antitotalitaria de 1956, aplastada por los carros soviéticos, el régimen
dirigido por Janos Kadar había llevado a Hungría hasta la vanguardia de las reformas económicas y
de una cierta tolerancia política en Europa del Este; referente al primer punto, los cuadros
económicos de las empresas y del Estado eran formados de acuerdo a las teorías de la economía de
mercado y confrontados a una situación de competencia entre unidades económicas. Pero la
efervescencia política que empezó a manifestarse en 1987 hizo recordar la agitación pluralista de
1956: en septiembre de 1987 los intelectuales populistas, nacionalistas preocupados por la suerte de
la minoría húngara en la Rumanía vecina, constituyeron el Foro Democrático Húngaro (MDF). Se
trataba de la primera organización política independiente del Partido Comunista, creada
públicamente desde 1956.
La competencia entre facciones del Partido Comunista supondrá un verdadera carrera hacia el
Estado de derecho y la restauración de la identidad nacional. El 28 de enero de 1989, Imre Pozsgay
declaró que la «insurrección de 1956 era una insurrección no una contrarrevolución», interpretación
que confirmará una comisión de historiadores constituida
en el Partido Comunista, mientras que la facción más conservadora será vencida en su intento de
echar a Pozsgay del buró político. De esta manera se reanudó el lazo histórico con la Revolución de
1956, transgrediéndose los dos tabúes con los que habían chocado los revolucionarios de 1956, el
monopartidismo en el Estado y la afiliación al Pacto de Varsovia. El 21 de febrero de 1989, los
dirigentes del Partido Comunista optaron por una competencia electoral completamente libre y para
darse las mejores oportunidades de ven- cer abandonaron el 7 de marzo el marxismo-leninismo y
definieron el Partido Comunista (transformado en Partido Social-Demócrata) como un partido
«nacional» que se situaba por encima de las clases sociales. El rechazo al dominio soviético tiene
lugar en la perspectiva de elecciones libres que aguijonean, también en este caso, a los dirigentes
húngaros; el ministro de Asuntos Exteriores, Gyula Horn, afirmó públicamente que el objetivo a un
cierto plazo era que Hungría tuviese un estatuto de neutralidad y menciona a continuación la
hipótesis de una adhesión a la Alianza Atlántica; en diciembre de 1989, el gobierno de Budapest
exigió la retirada completa y rápida de la fuerzas soviéticas estacionadas en su territorio. El acuerdo
definitivo se anunció el 10 de marzo de 1990 pocos días antes de las elecciones.
En el otoño de 1989, los comunistas reformadores húngaros pensaron que su partido lograría
dirigir la apertura política y ganar las lecciones en base a que los sondeos concedían el 35% de la
intención de voto al partido «reformado», el nuevo partido socialista húngaro. A fines de junio
comenzó una mesa redonda poder-oposición. Imre Pozsgay, que dirigía el juego, propuso el
establecimiento de un régimen presidencial de tipo americano, para lo cual contaba con el apoyo
del Foro Democrático. Se esboza así un compromiso político, como en Polonia, a través de un
acuerdo entre los comunistas reformadores y el Foro Democráti- co. La elección presidencial por
sufragio universal precedería a las legislativas; la presidencia correspondería al antiguo partido
único en la persona de Imre Pozsgay, mientras que el jefe del Foro, Joseff Antall, sería nombrado a
continuación Primer Ministro.
Pero la otra rama de la oposición húngara, la Alianza de los Demócratas Libres, animada por
Janos Kis, rechazó el compromiso y exigió que su desacuerdo con el Foro y el poder fuese
arbitrado por un referéndum. Para la Alianza, el jefe del Estado debía ser elegido por el futuro
parlamento salido de las elecciones libres, tras la disolución de las milicias obreras y de las células
comunistas en las empresas y administraciones. La Alianza de los Demócratas Libres vencerá en el
referéndum del 29 de noviembre de 1989, concerniente al aplazamiento de la elección presidencial.
Mientras tanto, como en Polonia, el Partido Comunista se deshacía: sólo el 6% de los efectivos del
antiguo partido único se inscribieron en el nuevo Partido Socialista (una vez abandonado el
principio del monopolio político, la población no parecía tener interés en pertenecer a la antigua
formación comunista). Las elecciones legislativas de marzo-abril 1990 darán la victoria al Foro
Democrático, de tintes nacionalistas y populistas, con un 24,73% de votos contra el 21,39% de su
rival, la Alianza de los Demócratas Libres, que defiende un anticomunismo radical junto con un
liberalismo económico de tipo occidental y representa la nueva oposición.
El 18 de octubre, Erich Honecker dimitió de la dirección del Partido Comunista de Alemania del
Este. Las vagas promesas de su sucesor, Egon Krenz, lejos de estabilizar la situación, acentúan el
movimiento de éxodo, mientras que las manifestaciones de masas doblan su intensidad. Egon
Krenz se juega el todo por el todo y en la noche del 9 al 10 de noviembre hace que se abra el Muro
de Berlín y anuncia la celebración de elecciones libres. Pero pese al nombramiento de una
personalidad reformista, Hans Modrow, que lleva a cabo una dura autocrítica del régimen, la
descomposición del Estado se aceleraba y la emigración masiva llevará consigo la reunificación. El
9 de noviembre, el portavoz del ministerio soviético de Asuntos Exteriores, Guerassimov,
afirmaba: «Estos cambios van en una buena dirección. De la Europa dividida de la posguerra
evolucionamos hacia la casa común europea». Seguirán las reticencias soviéticas (compartidas por
otros estados y dirigentes), no al irresistible movimiento hacia la reunificación, sino hacia la
perspectiva de una absorción pura y simple del Estado germano-oriental por la República Federal.
Desde la caída del Muro de Berlín, Checoslovaquia estaba rodeada en todas sus fronteras de
regímenes comunistas «reformados» o en vías de reforma. En el interior del país parecía continuar
la gran «glaciación»política instaurada tras la intervención de las fuerzas del Pacto de Varsovia en
1968. El régimen comunista permanecía congelado en la autosatisfacción y en el culto a la
represión de la Primavera de Praga. Una delegación de parlamentarios polacos de Solidaridad,
recién elegidos, pudo ir a Praga en julio de 1989 para entrevistarse con disidentes; los
sobrevivientes de la Primavera de 1968, Alexander Dubcek y el antiguo primer ministro Cernik. El
órgano oficial del partido, Tribuna, llega hasta repetir el tono sospechoso de 1968, «Las reformas
en curso en la Unión Soviética podrían conducir a la traición de la clase obrera. El
internacionalismo proletario conserva toda su validez. Ciertamente, los imperialistas elogian las
reformas pero lo que buscan es la desestabiliza- ción y la erradicación del socialismo». La única
efervescencia es la de los intelectuales y artistas con su máxima figura, Vaclav Havel, liberado
recientemente bajo la presión de la opinión internacional y de los miembros de la «Carta 77», que
lanzarían con éxito a fines de junio una nueva petición, «Sólo unas palabras», pidiendo la
liberación de los prisioneros políticos, la liberalización de los medios de comunicación y el inicio
del debate sobre el
«putsch de Praga» de 1948 y sobre la Primavera de 1968.
• Revolución, o mejor dicho reforma desde arriba, en Bulgaria por ausencia de una verdadera
presión de los gobernados, pero no sin influencia de Moscú: el 10 de noviembre de 1989, el
secretario general del Partido Comunista, Todor Yivkov, fue cesado por el Comité Central tras
haber permanecido treinta y cinco años a la cabeza del país; el ministro de Asuntos Exteriores,
Petar Mladenov, cuyas relaciones con el entorno de Gorbachov son conocidas, ocupa su puesto.
El nuevo líder logra canalizar en un primer tiempo la fiebre de libertad que florece desde
entonces en todo el país. El 7 de diciembre, los nueve principales movimientos o círculos de
oposición se reagruparon en el seno de la Unión de Fuerzas Democráticas.
F. LA REUNIFICACIÓN ALEMANA.
La reunificación se impuso por sorpresa a una opinión política y universitaria alemanas que se
había acomodado, desde hacia varios decenios, a la realidad del «biestatismo». Ciertamente, la
generación contemporánea de Adenauer había manifestado su apego a un Estado nacional depurado
de las secuelas del nazismo. Después, el biestatismo había sido considerado a la vez como la
sanción por las catástrofes nacionales del siglo XX y como el estado final necesario de la nación
alemana. Las últimas esperanzas del mantenimiento de un Estado germano-oriental, abrigada por
Hans Modrow y Markus Wolf, iban a ser barridas el 4 de noviembre de 1989 por la manifestación
de la Alexanderplatz y el 15 de enero de 1990, cuando se asaltó la sede de la Stasi.
Los trastornos del otoño de 1989, la caída del Muro, el hundimiento rápido de la RDA habían
revitalizado las disposiciones constitucionales que se podían creer ya caducas.
¿Cómo reunificar Alemania? Estaban abiertas dos vías por la ley fundamental. La «vía real»,
establecida en el artículo 146: la ley fundamental de la RFA no tenía ya vigencia; una nueva
constitución era adoptada por el conjunto del pueblo alemán que había recuperado «la libertad de
sus decisiones». Un camino más oscuro: el artículo 23 enumera los länder de la República Federal
(los diferentes países federados) y añade que “otras partes de Alemania podrán acceder a la
Federación”. En realidad, el constituyente pensaba en la reintegración del Sarre, administrado
entonces por Francia, y no en la Alemania del Este. Sin embargo, el artículo utilizado fue el 23,
puesto que permitía un procedimiento más rápido y evita cualquier interrogante sobre la identidad
del nuevo Estado unificado. No hubo fusión de la RFA y de la RDA en una identidad estatal nueva,
sino unión pura y simple de los cinco länder de la Alemania del Este (reconstituidos el 22 de julio
de 1990) a la República Federal.
Paradójicamente, se recurrió también, por última vez, a la vía interestatal clásica, a las
negociaciones entre la RFA y la RDA, arriesgándose a crear una impresión de confusión. En
realidad, se trataba de un «reparto de tareas». Son los representantes elegidos de la nación alemana
los que deben tomar la decisión de principio de la reunificación y los dos gobiernos negociarán las
modalidades de la aplicación. Los dos tratados de Estado instauraron la unión monetaria y
económica entre la RFA y la RDA y adaptaron la legislación de la RDA a la de la RFA, evitando
así un vacío jurídico. La unión pura y simple de la RDA a la RFA aseguró la continuidad de la
participación del Estado unificado en la Comunidad Europea y en la Alianza Atlántica. La
Comunidad había afirmado desde su inicio, por un protocolo anejo al tratado de Roma, el principio
de la unidad económica panalemana y autorizado el libre comercio inter-alemán (en derogación de
las reglas sobre la unión aduanera). La RDA se había convertido de este modo en el miembro
invisible de la CEE. Además, el artículo 227
del tratado de Roma planteaba el principio de la «variabilidad» del territorio de los Estados
miembros. En Dublín, el 28 de abril de 1990, el Consejo Europeo constataba que la integración de
Alemania del Este en la CEE sería efectiva en el momento en que tuviese lugar la unidad alemana
sin revisión de los tratados. La cuestión de las alianzas era más delicada: la salida de la Alemania
Federal de la Alianza Atlántica, a cambio de la reunificación. Sin embargo, el presidente
Gorbachov se resignó tras su entrevista con el canciller Kohl el 16 de julio de 1990 a que la
Alemania unificada perteneciese a la OTAN, poniendo fin de esta forma al antiguo orden europeo
heredado de 1945.
Al hundirse el sistema de Yalta, el tejido europeo pareció desgarrarse por todas partes en el Este,
al descubrirse intereses nacionales contradictorios, tradiciones históricas distintas e identidades
étnicas y lingüísticas oficialmente ignoradas por el comunismo. Tres federa- ciones del Centro y del
Este de Europa estallaron: Yugoslavia, la Unión Soviética y Checoslovaquia.
1. La desintegración de Yugoslavia.
En el interior del Estado multinacional de los eslavos del Sur -el «Reino de los Serbios, Croatas
y Eslovenos» de 1918, la «República Socialista Federativa de Yugoslavia» de 1945- no había ni
conciencia de un destino común, ni voluntad de vivir juntos. La historia había multiplicado las
rupturas lingüísticas, culturales, religiosas, con la pertenencia a los mundos romano y bizantino,
catolicismo y ortodoxia, y después con el dominio turco y la reconquista
austríaca, con la fijación de una nueva frontera cultural señalando el límite occidental de la
presencia islámica. Incluso el despertar de las naciones eslavas del Sur había tomado vías muy
diferentes: lucha armada contra el Imperio otomano, acción política y parlamentaria en Austria-
Hungría.
El régimen titista creará y mantendrá durante mucho tiempo la ilusión. La solidaridad entre los
pueblos de Yugoslavia fue muy fuerte entre los años 1948 a 1953, con ocasión del combate contra
Stalin. Josef Broz Tito, hijo de padre croata y de madre eslovena, impuso un verdadero
compromiso multinacional, una Yugoslavia fuerte, una reducción de la influencia de la nación
serbia, que, representando más del tercio de la población, no obtiene por la distribución del
territorio en repúblicas y provincias autónomas más que un octavo del poder político teórico. Pero a
partir de los años sesenta, la Federación se debilita al afirmarse la autonomía política y económica
de las «ocho» entidades yugoslavas. Aparece entonces que la gran división mundial Norte-Sur
atraviesa Yugoslavia: las regiones ricas de Eslovenia, Croacia y la Voivodina del norte, y en el sur
las regiones antiguamente turcas que muestran todos los signos del subdesarrollo. Mientras, las
tensiones entre el «centro» con dominio serbio y la periferia se agravan con el aplastamiento en
1971, de la «Primavera croata».
A mitad de los años ochenta, el mito de una Yugoslavia unida, líder de los Estados no alineados,
modelo de «autogestión» económica, se hunde. En tanto que Estado comunista, Yugoslavia no
escapa al «efecto Gorbachov», pero a partir de entonces la vías escogidas por las diversas
repúblicas se oponen diametralmente: mientras que Eslovenia y Croacia emprenden el camino de la
democracia pluralista, Serbia se encierra en el nacio- nal-comunismo. En 1986, la Academia de
Ciencias de Serbia redactó un memorándum que iba en contra de los dogmas titistas: la división
territorial de Yugoslavia había sido una injusticia contra los serbios y éstos habrían sido
perseguidos en la región de Kosovo por los albaneses. Slobodan Milosevic, antiguo secretario de
las juventudes comunistas de una ortodoxia y de un conformismo sin defecto, extraerá de este texto
sus temas de campaña: lucha contra los privilegios de la nomenklatura, lucha contra el
«genocidio» de los serbios de Kosovo, territorio histórico de la nación serbia poblado por una
mayoría de albaneses. Al mismo tiempo, Eslovenia y Croacia escogen la democratización a la
occidental. La Liga Comunista Yugoslava, reunida en congreso en Belgrado el 20 de enero de
1990, estalla tras cuarenta y cinco años de poder exclusivo. La Presidencia Federal de Yugoslavia
desaparece quince meses más tarde y el gobierno federal veintiún meses más tarde.
A continuación siguen los primeros actos de guerra, con la rebelión de los serbios de Croacia,
alrededor de la ciudad de Knin, en el interior de Dalmacia, en septiembre de 1990; la proclamación
de la independencia de Eslovenia el 26 de junio de 1991; el intento de reconquista por parte del
ejército federal rápidamente detenido por la Comunidad Europea; la agravación de los desórdenes
en las zonas serbias de Croacia; la caída de Vukovar el 19 de noviembre de 1991; el alto el fuego
respetado del 3 de enero de 1992 (por iniciativa del mediador de la ONU, Cyrus Vance) tras seis
meses de guerra en Croacia. Pero pronto los combates ganaron Bosnia-Herzegovina, que era la
república étnicamente más compleja, poblada por un 39% de musulmanes, un 32% de serbios y un
18% de croatas. Tras las elecciones de diciembre de 1990, se había formado un gobierno de
coalición representando a los tres pueblos, pero la coalición no era más que aparente; cada
ministerio, cada centro de poder se convertía en un feudo étnico. La «libanización» ganaba la
partida, acelerada por la constitución de «regiones autónomas serbias». Sarajevo, ciudad mártir, se
convierte en ciudad símbolo. ¿Cómo garantizar los derechos de los tres pueblos y el carácter
multinacio-
nal de Bosnia?.
2. La disolución de Checoslovaquia.
3. El estallido de la URSS.
Rara vez un golpe de Estado habrá sido tan anunciado como lo fue el del 19 de agosto de 1991
en Moscú. Desde hacía un año, el hundimiento de la economía, la independencia proclamada de los
Estados bálticos, el malestar en el ejército dejaban al descubierto un Estado soviético en vías de
implosión. Ante los peligros, la actitud de Mijail Gorbachov fue desconcertante: el Presidente
soviético, desbordado por los partidarios de Yeltsin, intentaba desesperadamente volver a coger el
control de una situación que se le escapaba; prevenido de la inminencia del golpe, se negó a hacer
frente a lo peor y se dejó sorprender por los conjurados mientras estaba de descanso en Foros, a las
orillas del mar Negro. Pero la falta de preparación y la improvisación de los «golpistas» les llevará
al fracaso: los aeropuertos continuaban abiertos y los principales medios de comunicación
funcionando; Yeltsin reunió
en torno suyo a toda la oposición; la joven generación moscovita fue al edificio del
Parlamento y se opuso al golpe.
El éxito de los conjurados hubiera provocado quizá una nueva Guerra Fría y aumentado
ciertamente el sentimiento de inseguridad de los antiguos Estados satélites. Su fracaso provocará
una verdadera revolución de los pueblos soviéticos, dos años después de la de los de Europa del
Este. La revolución, que había comenzado en Moscú con el «nuevo pensamiento», volvía a Moscú
cuando el 22 de agosto por la tarde, entre los aplausos de doscientos mil moscovitas, la estatua de
Dzerjinski, fundador de la policía secreta en la época de Lenin y símbolo de la opresión del
régimen comunista, fue arrancada de su zócalo por dos camiones grúa. La tarde del 25 de diciembre
de 1991, la bandera roja no ondeaba ya encima del Kremlin, sustituida por la tricolor, vestigio del
pasado ruso.
El proceso se acelera. Gorbachov ofrece el poder a las repúblicas y levanta acta de la muerte del
Imperio, muerte que él ha provocado involuntariamente. Campeón de la República de Rusia y de la
economía de mercado, Yeltsin triunfa. Economiza su apoyo a ese Presidente de la URSS que no
tiene su legitimidad y que le cesó, antaño, en sus funciones en el aparato del partido, en guisa de
prenda a los «conservadores». Por todo el Imperio se derriban los edificios erigidos a la gloria de
los «Padres fundadores». El Partido Comunista desaparece como centro privilegiado del poder.
Este régimen, nacido en 1917 que habrá marcado tanto el siglo, se disuelve.
Ante la subida de los nacionalismos «periféricos», Rusia había vuelto a examinar su propio
destino. Por contagio, los rusos habían hecho suyas las reflexiones de Soljenitsin y Sajarov (que
durante largo tiempo habían predicado en el desierto) sobre su identidad nacional enmascarada por
la URSS. ¿No se habían visto privados de los atributos de un Estado soberano, de las diversas
instituciones estatales o partidistas que existían en las repúblicas periféricas? Un verdadero
renacimiento ruso tuvo lugar a través de la epopeya de Yeltsin que, en su vigorosa marcha hacia el
poder, sacudió violentamente a la URSS al diferenciar cada vez más a Rusia del Estado
multinacional.
Cuando la hora del estallido de la URSS sonó, incluso los Estados provenientes del tronco
común eslavo escogieron la separación; Ucrania, con Kiev, matriz de los diversos principados que
formaron Rusia; Bielorrusia, simple división administrativa. Soljenitsin deseaba el fin del Imperio
multinacional, el abandono de las «marcas» no eslavas del imperio. Pero en su ensayo sobre la
reconstrucción de Rusia se niega a imaginar el estallido del trío eslavo.
El drama soviético se hará en torno al gran divorcio ruso-ucraniano. Leónidas Kravcuk, tan
vacilante durante el putsch, se lanza, empujado por sus compatriotas, a una huida hacia
adelante. El 1 de diciembre de 1991, los electores ucranianos expresaron claramente su
determinación de salir de la Unión Soviética. ¿Era todavía posible reconstruir una vida común del
trío eslavo por otra vía, la de una comunidad inter-Estados? La Comunidad de Estados Eslavos
nació el 7 de diciembre de 1991 en Minsk, pero chocó con las reticencias de Ucrania, que se queda
en la Comunidad para limitar su alcance. El 21 de diciembre, en Alma-Ata, a petición del
Presidente de Kazajstán, Nazarbaiev, se amplía al conjunto de los nuevos Estados independientes.
Pero la «CEI» no será una CEE a la rusa: Ucrania mira decididamente hacia Occidente, fascinada
por un acercamiento a Praga, Budapest y Varsovia; la CEI no será más que un simple club.
El 4 de diciembre de 1989, los representantes de los Estados miembros del Pacto de Varsovia,
reunidos en Moscú, condenaron la intervención militar en agosto de 1968 contra la «Primavera de
Praga», de las fuerzas de la URSS, Polonia, Hungría, Bulgaria y Alemania del Este. Declararon que
constituía «una injerencia en los asuntos internos de la Checoslo- vaquia soberana y debía ser
condenado». El anterior 25 de octubre, Guenadi Guerasimov, portavoz de Gorbachov en el
Ministerio de Asuntos Exteriores, interpelado por un periodista que le preguntaba si la doctrina
Breznev continuaba en vigor, le había replicado citándole la doctrina Sinatra (“a mi manera”).
Parecía entonces que dos opciones estaban abiertas para la supervivencia del Pacto de Varsovia
«democratizado», depurado de su pecado original de instrumento del imperialismo soviético. Una
opción puramente militar: un Pacto que estaría limitado a su función de disuasión del eventual
agresor. Una opción puramente política: una institución de cooperación política que sería
desarrollada tras la disolución de la organización militar. Pero las dudas del gobierno polaco
acabarán sucesivamente con las dos opciones. Hasta comienzos de 1990, el objetivo de Polonia era
el de transformar el Pacto en institución política, pero el cambio del gobierno de Varsovia fue
entonces muy claro: no había lugar a una coordinación diplomática con la URSS; sólo podrían
mantenerse las relaciones militares. Polonia llegó hasta proponer que el mando militar integrado del
Pacto, que había estado siempre en manos de la URSS, pudiese ser objeto de una rotación entre los
diversos Estados miembros. Después de algunas dudas, la URSS aceptó estudiar la idea: en mala
posición, el gobierno de Varsovia declaró entonces su preferencia por lazos puramente bilaterales.
En marzo de 1990, el Pacto de Varsovia demostró su inutilidad política para Moscú: ante la
reunión ministerial del Pacto, la URSS abordó el problema de la neutralidad de la futura Alemania
reunificada. Ninguno de los Estados miembros aceptó seguir a Moscú y sólo Bul- garia se abstuvo.
Polonia, que parecía el Estado más concernido por la eventual resurrección de un «peligro alemán»,
temía una eventual neutralidad alemana que recordaba a Varsovia la posibilidad de un nuevo
Rapallo, por lo que prefería la perspectiva de una Alemania sólidamente amarrada a la organización
militar de la OTAN. La diplomacia polaca volvía a su comportamiento del período de entreguerras:
busca una garantía de seguridad al oeste de Alemania.
La función militar del Pacto era ya discutida por los dos Estados que tuvieron que sufrir una
intervención militar soviética: en enero y después en marzo de 1990, Praga y después Budapest
obtuvieron el acuerdo de Moscú a propósito de la fijación de plazos de la retirada de las fuerzas
soviéticas; a partir de abril de 1990, Hungría y después Checoslovaquia anunciaron que
abandonarían la organización militar del Pacto de Varsovia a fines de 1991, tras negociaciones o
unilateralmente. Polonia, Rumanía y Bulgaria adoptaron la misma posición. El 25 de febrero de
1991, el comité político consultivo del Pacto, formado por los ministros de Asuntos Exteriores y los
jefes de estado mayor, ratificó la propuesta de Mijail Gorbachov de disolver las estructuras
militares del Pacto el 31 de marzo de 1991. El 1 de julio siguiente, los Estados miembros firmaban
un protocolo poniendo fin al «tratado de amistad, cooperación y asistencia mutua» que había sido
firmado en Varsovia el 14 de mayo de 1955.
• ¿La desaparición de los peligros que justificaron la existencia de la OTAN provocarían la
desaparición de la Organización Atlántica? Muy raros fueron los responsables políticos que se
decantaron en ese sentido. La Alianza Atlántica ha logrado reformarse audazmen- te. La
reorganización de las estructuras de la OTAN fue iniciada a buena velocidad, en tanto que los
proyectos europeos se estancaban en el estado de esbozos. La superviven- cia de la OTAN ante
las ruinas del antiguo campo socialista era evidente en julio de 1990: Mijail Gorbachov decidió
entonces aceptar la pertenencia a la OTAN de la Alemania unificada; reconocía así a los Estados
Unidos y a la Organización Atlántica los papeles de estabilizadores principales de la gran
Alemania; la presencia militar americana hasta en el corazón del Viejo Continente le parecía
preferible a un vacío estratégico. Después, una triple voluntad afirmará esta supervivencia de la
OTAN:
› La voluntad americana de permanecer en Europa, producto del deseo de mantener una influencia
política y de convicción sincera de que una ausencia de Estados Unidos puede favorecer, como
tras el primer conflicto mundial, un nuevo aumento de contradicciones
y peligros.
› La fascinación ejercida por la alianza de democracias occidentales sobre las naciones del Este
repentinamente liberadas: ya el 21 de marzo de 1991, Vaclav Havel, en esos momentos
Presidente de la República Checoslovaca, visitó la OTAN; se convertía así en
el primer jefe de Estado que respondía a la invitación lanzada a los gobernantes de Europa del
Este por la cumbre de Londres en julio de 1990; pero muchos otros responsables de menor rango
le habían precedido, tales como Eduard Shevardnadze en octubre de 1989, y Petre Roman.
«La Alianza no tiene necesidad de un enemigo para resistir», había dicho el secretario general
Manfred Wörner. «Busca transformar de manera fundamental las relaciones de seguridad en
Europa, más que simplemente reproducir el antiguo modelo de antagonismo Este-Oeste a niveles
de fuerzas reducidas.» La Alianza había iniciado, pues, la carrera hacia el Este de las diferentes
organizaciones de seguridad. El concepto americano de una
«Comunidad euro-atlántica»que fuese desde Vancouver a Vladivostok había encontrado un primer
marco en el «Comité de Cooperación Noratlántico» (COCONA) que asocia a los 16 miembros del
Pacto de Varsovia o de la antigua URSS con los de la OTAN. Todos los problemas ligados a la
seguridad, a las fuerzas militares, a las políticas de defensa podían ser tratados en el seno del
COCONA; esta nueva instancia se había ocupado del fin de la negociación FCE sobre el máximo
de las fuerzas clásicas en Europa y había participado en la ayuda alimenticia a las ciudades rusas;
podía ayudar al mantenimiento o al restableci- miento de la paz en la inmensa zona euroasiática y
atlántica cubierta por la CSCE (acuerdo de Oslo de 4 de junio de 1992); incluso al tratado de la
guerra civil en el Tayikistán, en su reunión de 18 de diciembre de 1992, simbólicamente celebrada
en la sede de la OTAN en Bruselas. Así, por medio del COCONA, la Alianza hizo entrar en su
campo de competencias el conjunto de problemas de seguridad del Este de Europa; al mismo
tiempo, había esbozado un nuevos sistema de seguridad colectiva incluyendo la zona transatlántica
y el Este de Europa. La consagración suprema fue que, Butros-Gali, habían llegado a considerar a
la OTAN como el brazo armado en los conflictos balcánicos.
Al mismo tiempo, la doctrina del empleo de las fuerzas de la OTAN se modificaba. La nueva
profundidad del campo de batalla daría a la OTAN, en caso de crisis, el tiempo de lanzar suficientes
advertencias de tipo clásico: el arma nuclear se convertía así en un «arma de último recurso». La
revisión decidida los 28 y 29 de mayo de 1991 reforzó a la vez la integración multinacional y la
capacidad de intervención operacional. Los ocho cuerpos de ejército nacionales existentes fueron
remplazados por cinco cuerpos de ejército multina- cionales, dos de ellos bajo responsabilidad
alemana, y los otros bajo mando americano, holandés y belga. Una fuerza de reacción rápida de
setenta mil hombres fue creada, capaz de intervenir en cualquier momento en el territorio europeo
de la Alianza. Estaría compuesta de dos divisiones británicas y al menos de dos divisiones
multinacionales europeas.
El lema de Mijail Gorbachov era «un mundo desnuclearizado». El 15 de enero de 1986, el líder
soviético propuso la supresión de todas las armas nucleares en un período de quince años. De
hecho, las negociaciones sobre la reducción de las armas estratégicas (los START que han sucedió
a las negociaciones sobre la limitación de dicho armamentos, las SALT), iniciadas en 29 de junio
de 1982, interrumpidas en diciembre de 1983 como consecuencia del comienzo del despliegue de
los Pershing II y de los misiles de crucero, habían vuelto a desarrollarse a partir de 1985, al igual
que el diálogo sobre los Euromisiles: 18 de diciembre de 1987, en Washington, Ronald Reagan y
Mijail Gorbachov firmaron el tratado eliminando las fuerzas nucleares intermedias, de corto y
medio alcance. Es la opción «doble cero» que suprime los misiles americanos y soviéticos basados
en tierra y con un alcance entre 500 y 5.000 km. La batalla de los Euromisiles estaba concluida: SS
20 soviéticos, Pershing II y misiles de crucero americanos quedaban suprimidos.
Vuelta a las armas estratégicas. El 31 de julio de 1991, los presidentes Bush y Gorbachov
firmaron en Moscú el tratado START: las reducciones concernían a un tercio de los misiles y
bajaban las fuerzas estratégicas al nivel de comienzo de los años ochenta; las reducciones más
fuertes afectaban a los misiles basados en tierra (ICBM), considerados como más desestabilizadores
por su precisión; los mecanismos de control eran perfeccionados, las ins- pecciones in situ
reforzaban el control por satélite. Menos de dos meses después, el 27 de septiembre de 1991, el
presidente Bush (padre) propuso la negociación de un acuerdo eliminando todos los proyectiles
equipados con cabezas múltiples (MIRV) basados en tierra; anunció que Estados Unidos
renunciaban a la instalación de misiles de crucero sobre sus navíos y submarinos, retiraban todos
sus misiles nucleares tácticos basados en Europa y ponían fin a la alerta permanente de sus
bombarderos pesados. El 5 de octubre de 1991, Mijail Gorbachov respondía anunciando la
paralización del arsenal intercontinental móvil de la URSS, la retirada de ciertos misiles con
cabezas múltiples y propuso la negociación de un acuerdo tendente a liquidar totalmente las armas
nucleares tácticas. El 16 de junio de 1992, el nuevo acuerdo ruso-americano fue mucho más lejos
que el tratado START: en 2003 todos los misiles intercontinentales con cabezas múltiples basados
en tierra habrán sido suprimidos; sólo subsistirán los que estén embarcados a bordo de submarinos;
de tres mil a tres mil quinientas ojivas nucleares serán autorizadas de cada lado, en lugar de las
siete mil a nueve mil en el tratado START.
Con esta nueva etapa hacia un desarme nuclear estratégico, el proceso se acelera y se convierte
en masivo: es el fin de cuatro decenios de equilibrio del terror. De hecho, con la unificación de
Alemania y la desaparición del Pacto de Varsovia, el riesgo de ataque por
sorpresa había desaparecido para Europa y Occidente. La tensión central america- no-soviética
desapareció con la descomposición del dispositivo soviético en el mundo y después con la
disolución de la Unión Soviética. El desmantelamiento de la URSS engendraba sin embargo otras
preocupaciones: el riesgo de una dispersión anárquica de los armamentos de la URSS, el riesgo aún
mayor de una proliferación de armas de alta tecnología en el Tercer Mundo, el respeto de los
tratados concluido por las nuevas repúblicas independientes que tuviesen armas nucleares en su
territorio y la cuestión del control nuclear en el seno de la nueva Comunidad de Estados
Independientes. A la luz de la guerra del Golfo, la administración Bush adaptó la idea de un
«escudo antimisiles», preferida de Ronald Reagan, a las nuevas amenazas: una defensa antimisiles
Patriot ante los ataques iraquíes se dirigiría a hacer frente a una amenaza de menor intensidad,
surgida del Tercer Mundo o de otra parte.
La gravedad del acceso al átomo militar había dado una neta legitimidad política a la empresa de
la no proliferación, pese a la división radical que implicaba, en el seno de la sociedad internacional,
entre los Estados que lo tenían, los cinco Estados poseedores del arma nuclear antes del 1 de enero
de 1967, y los Estados no nucleares. De hecho, el ritmo de la proliferación había sido especialmente
lento: la administración Kennedy predijo la aparición de 15 a 25 nuevas potencias nucleares en los
años setenta, cuatro Estados nucleares no declarados parecían existir (India, que había efectuado
una prueba en 1974, Israel, Pakistán y la República de Sudáfrica), y cinco Estados en el «umbral»,
capaces técnicamente de adquirir la bomba (Argentina, Brasil, Corea del Sur y del Norte y Taiwán).
Así se puede constatar el éxito, al menos relativo, del tratado de no proliferación de 1968 y de la
vigilancia de los inspectores de la Agencia Internacional de la Energía Atómica.
La prueba nuclear india de 1974 había provocado sin embargo un estrechamiento del control de
transferencia de las tecnologías más proliferantes por los principales Estados exportadores, tanto en
el informal Club de Londres que reunía desde 1975 a Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña,
Francia, Alemania Federal, Japón y la Unión Soviética, o por legislaciones nacionales restrictivas,
comenzando por la ley americana de 1978 sobre el
«control íntegro» de las instalaciones nucleares de los Estados clientes. Pero aparecieron nuevos
desafíos y, para comenzar, la capacidad que manifestaban ciertos Estados del Tercer Mundo de
esquivar clandestinamente las medidas de control internacional. La proliferación balística era una
realidad.
La toma de conciencia del fenómeno provocó desde 1982, por iniciativa de la administración
Reagan, una concertación de los siete principales países industrializados, que había desembocado en
abril de 1987 en una serie de reglamentaciones nacionales idénticas, relativas al control de las
exportaciones de las tecnologías o equipos sensibles. El Régimen de Control de la Tecnología de
Misiles o MTCR, revelado en 1987, no era un tratado, sino, como el Club de Londres, un
mecanismo informal tendente a la creación de legislaciones paralelas. Logró un éxito indiscutible:
así, produjo la detención del programa balístico Cóndor II, que asociaba a Irak, Egipto y Argentina.
Pero contenía límites manifiestos: la producción nacional de misiles en el Tercer Mundo se había
extendido, desde la revelación pública de la existencia del MTCR en 1987, a India, Israel e Irak.
La reaparición del arma química como arma de destrucción masiva en diversos teatros de
operaciones del Tercer Mundo y la emergencia irresistible de exportadores del Tercer Mundo y de
un comercio Sur-Sur había provocado el inicio de negociaciones multilaterales, en curso de 1981,
en el seno de la Conferencia de Desarme de las Naciones Unidas. Pero
la legitimidad política de esta reflexión y de esta tentativa de arreglo parecía decididamente menor
que la de la acción para la no proliferación nuclear: muchos Estados del Tercer Mundo alababan los
méritos y la simplicidad del arma nuclear del pobre, mientras que otros veían en dicha arma la
réplica a la capacidad nuclear supuesta de su vecino y adversario eventual.