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autor : Oliverio Coelho

Pólvora y chimangos
El sueño americano
Conozco en Nueva York, en una residencia de escritores, a un poeta de Georgia, al que llamaré D. Entablamos cierta amistad, favorecida por el aislamiento, cada uno movido por
distintos intereses: él se dirige a mí porque soy el único que mantengo cierta curiosidad por sus monólogos. En verdad mi curiosidad es una mezcla de asombro y placer ante las
expresiones de un megalómano traspapelado en el paisaje paradisíaco de Upstate New York. Es la primavera vez en mi vida que me encuentro con alguien tan convencido de su
genio. Tengo ahí a un personaje neto sobre el cual trabajar.

D suele enfadarse porque pronuncio mal su apellido. La L que interpongo en la mitad de su patronímico lastima su ego. D es autor de una docena de libros de poemas y
algunas novelas que se apura a exponer, desplegando los codos como si fueran alas, cuando nos visita algún editor. No se priva de regalar CD´s de sus poemas grabados con un
sonido sideral de fondo que, según cuenta una y otra vez, le fue facilitado por la NASA. Los editores norteamericanos se muestran risueños cuando lo escuchan presentarse como
un escritor georgiano universal. Sé que la residencia es una jaula y los editores, a través de los barrotes, nos miran y administran el alimento subjetivo que nos permitirá soñar un
par de días.

El ímpetu, el romanticismo desbocado de D, su talla, su forma de vestirse, su coquetería de manual –pipa, boina y un saco a cuadros que parece empaquetarlo- me
recuerdan a Muhamed D, el antihéroe del cuento “El director de orquesta” de Aleksandar Hemon. Romántico y solemne, Muhamed D es un poeta bosnio que escribe loas a la patria
en ruinas y a sus mártires anónimos durante la guerra de los balcanes, y usurpa la figura de poeta nacionalista en tertulias bizarras en las que el alcohol y la humillación corren a la
par. Mucho tiempo después, Muhamed D aparece como un fantasma disminuido por el alcoholismo y la nostalgia, y es reconocido en un pueblo de EEUU por el narrador del
cuento, un escritor en ciernes que participaba, como uno de los tantos jóvenes poetas de Sarajevo, de las tertulias comandadas por el gran bardo. De aquel hombre grandilocuente
queda apenas una silueta sumisa, un hombrecito plegado a la vida americana que se ha transformado en un poeta de provincias.

D, al igual que Muhamed D, es un poeta nacionalista –y donde hay nacionalismo hay sensacionalismo-. Afirma que su lengua reúne los signos más antiguos de la
humanidad –tal vez sea cierto, ¿pero acaso importa escribir en una lengua ancestral?–. Sale al parque por la noche a escuchar el rumor del cosmos, aunque su propia voz le impide
concentrarse. Me asegura que Cristo es el poeta más grande de la historia. Que ama a Estados Unidos, sus hamburguesas, su cielo, su música, y que su meta es quedarse a vivir ahí.
Todos amamos América, dice, porque en América hay lugar para todos. Me alzo de hombros y pienso que el secreto de “América” reside en que la máquina consumista, con su
perfecto tramado capilar, interpela a cada individuo por separado y le cede, como el genio de la lámpara, un deseo por el que más tarde deberá pagar. Para todos hay una propuesta.
Cada individuo, a través de la promesa –satisfacer un deseo inducido o cedido–, parece apoltronarse en una identificación a medida. Ser americano y consumir se superponen para
un extranjero que enfrenta la posibilidad de un epíteto glorioso para su nombre propio: “ciudadano americano”.

Al poco tiempo, inevitablemente, como venganza inocente a tantos monólogos, tomo la costumbre de pronunciar mal su apellido: la L dividiendo su ego. Casi todas las
tardes, en la residencia de escritores, justo antes de la cena común que compartimos todos los residentes, lo encuentro deambulando por el parque con su pipa y su boina. Además
de no poder dormir y de estar pendiente de los ataques y las burlas que el envidioso mundo literario georgiano prepara para cuando lo vean volver sin éxito de América, le preocupa
que los editores norteamericanos no den señal de disputarse sus libros. Tiene una teoría estrambótica sobre el oro y la escritura. El oro es oro en cualquier lugar del mundo. Lo
mismo con la literatura. Lo suyo es oro y tiene que ser reconocido a primera vista. Trato de minar ese silogismo autoprotector diciendo que el oro literario puede tardar en ser
reconocido, y que incluso la noción de oro, su quilate, es relativo y depende de quién lo mire. Consternado, él niega con la cabeza, resopla, muerde la pipa. Le aseguro que el oro en
Norteamérica no conserva un valor respecto a un patrón, sino que es aquello que vale porque es consumido, aquello que se infiltra en las napas más contaminadas del deseo. La
literatura es parte de ese sombrío mercado libidinal. El oro es un metal precioso, la literatura una mercancía impura. De modo que un poeta georgiano, al igual que un narrador
argentino, no tiene ninguna posibilidad de aquilatarse en Norteamérica: no sabemos bucear en las napas más profundas. Y la barrera de la traducción nos condena en un país donde
sólo el tres por ciento de los libros publicados son traducciones y donde el romántico Bolaño monopoliza hoy el modelo de escritor latinoamericano. Él, enfurecido, reafirma su
derecho a ser traducido no sólo al inglés, sino a todas las lenguas existentes. Está en una carrera contra el tiempo, si no le dan pronto una buena noticia se va a enfermar… Cosa que
en efecto ocurre al otro día. La solidaridad tercermundista me lleva a buscar en el botiquín de la residencia medicinas apropiadas. El resto de los escritores no se preocupan
demasiado por la salud de D, no creen en curas milagrosas y opinan que hay que proceder como lo índica la lógica: llamando a un médico. Probablemente no ven detrás de D a un
fantasma disminuido por la nostalgia y la ambición: a un caníbal de espejismos.

Pese a la enfermedad, D sigue sin dormir y escribe cada día un racimo de poemas –en un lapso de tres semanas afirma haber terminado un libro–. Las medicinas surten
efecto, por fin, y vuelve a hablar, entre los intervalos que deja la fiebre, sobre la importancia de su literatura. No deja de decirme que le salvé la vida. Quiere estar recuperado para
la visita que el fin de semana nos hará la editora de una de las casas más importantes de EEUU, conocida por su simpatía y su interés por la literatura extranjera. Allí D jugará su
última carta, deberá apelar a toda la gracia y el exotismo que le conceden su talla y sus modales de caballero de Europa Central, y montará el mismo número
incomprendido/ofendido de poeta nacional. Será su última oportunidad para plegarse al sueño americano y consumarse como un poeta de provincias.

(Actualización julio-agosto 2011/ BazarAmericano)

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