Está en la página 1de 11

Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021

Lenguaje y Comunicación Textos 00

Mi Jockey

Lucía Berlín.
Manual para mujeres de la limpieza.
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, 2016.

Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad,
héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes
son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera.
Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografía de San Sebastián.
Suelo atenderlos yo, porque hablo español y la mayoría son mexicanos. Mi primer jockey
fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo a la gente y no es para tanto, apenas tardo unos
segundos. Muñoz estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella
ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual. Exasperante, porque no se acababa
nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama. La camisa de raso
morada tenía muchos botones a lo largo del hombro y en los puños rodeaban sus finas muñecas; los
pantalones estaban sujetos con intrincados lazos, nudos precolombinos. Sus botas olían a estiércol y
sudor, pero eran tan blandas y delicadas como las de Cenicienta. Entretanto él dormía, un príncipe
encantado.
Empezó a llamar a su madre, incluso antes de despertarse. No solo me agarró de la mano
como algunos pacientes hacen, sino que se colgó de mi cuello, sollozando ¡Mamacita, mamacita!”.
La única forma de que consintiera que el doctor Johnson lo examinara fue acunándolo en mis
brazos como a un bebé. Era pequeño como un niño, pero fuerte, músculos. Un hombre en mi
regazo. ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño?
El doctor Johnson me pasaba una toalla húmeda por la frente mientras yo traducía. La
clavícula estaba fracturada, había al menos tres costillas rotas, probablemente una conmoción
cerebral. No, dijo Muñoz. Debía correr en las carreras del día siguiente. Llévelo a Rayos X, dijo el
doctor Johnson. Puesto que no quiso tumbarse en la camilla, lo llevé en brazos por el pasillo, estilo
King Kong. Muñoz sollozaba, aterrorizado; sus lágrimas me mojaban el pecho.
Esperamos en la sala oscura al técnico e Rayos X. Lo tranquilicé igual que habría hecho con
un caballo. “Cálmate, lindo, cálmate. Despacio… despacio.” Se aquietó en mis brazos, resoplaba y
roncaba suavemente. Acaricié su espalda tersa. Se estremeció lustrosa como el lomo de un potro
soberbio. Fue maravilloso.

1
Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021
Lenguaje y Comunicación Textos 00

La moneda falsa

Charles Baudelaire
El Spleen de París. (Los pequeños poemas en prosa), 1869.
Traducción de Enrique Díez Canedo, 1935.

Conforme nos alejábamos de la estancia, mi amigo iba haciendo una cuidados separación de
sus monedas; en el bolsillo izquierda del chaleco deslizó unas moneditas de oro; en el derecho, plata
menuda; en el bolsillo izquierdo del pantalón, un puñado de cobre, y, por último, en el derecho, una
moneda de plata de dos francos que había examinado de manera particular:
“¡Singular y minucioso reparto!”—dije para mí.
Nos encontramos con un pobre que nos tendió la gorra temblando. Nada conozco más
inquietador que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que tienen a la vez, para el hombre
sensible que sabe leer en ellos, tanta humildad y tantas reconvenciones. Encuentra algo próximo a
esa profundidad de asentamiento complicado en los ojos lacrimosos de los perros cuando se les
azota.
El don de mi amigo fue mucho más considerable que el mío, y lo dije: “Hace bien; después
del placer de asombrarse, no lo hay mayor que el de causar una sorpresa.” “Era la moneda falsa”,
me contestó tranquilamente, como para justificar su prodigalidad.
Pero en mi cerebro miserable, siempre ocupado en buscar lo que no se halla (¡qué
abrumadora facultad me ha regalado la Naturaleza!), entró de repente la idea de que semejante
conducta por parte de mi amigo sólo tenía excusa en el deseo de crear un acontecimiento en la vida
de aquel infeliz, y quizá el de conocer las distintas consecuencias, funestas o no, que una moneda
falsa puede engendrar en manos de un mendigo. ¿No podía multiplicarse en piezas buenas? ¿No
podía llevarle asimismo a la cárcel? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, le mandarían acaso
detener por monedero falso, o como a expendedor de moneda falsa. También podría ocurrir que la
moneda falsa fuese, para un pobre especulador insignificante, germen de la riqueza de algunos días.
Y así mi fantasía progresaba, prestando alas a la mente de mi amigo y sacando todas las
deducciones posibles de todas las hipótesis posibles.
Pero él rompió bruscamente mi divagación recogiendo mis propias palabras: “Sí, estáis en
lo cierto; no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera.”
Le miré a lo blanco de los ojos y me quedé asustado al ver que en los suyos brillaba un
incontestable candor. Entonces vi claro que había querido hacer al mismo tiempo una caridad y un
buen negocio; ganarse cuarenta sueldos y el corazón de Dios; alcanzar económicamente el paraíso;
lograr, en fin, gratis, credencial de hombre caritativo. Casi le hubiera perdonado el deseo del goce
criminal de que le supuse capaz poco antes; me hubiera parecido curioso, singular, que se
entretuviera en comprometer a los pobres; pero nunca le perdonaré la inepcia de su cálculo. No hay
excusa para la maldad; pero el que es malo, si lo sabe tiene algún mérito; el vicio más irreparable es
el de hacer el mal por tontería

2
Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021
Lenguaje y Comunicación Textos 00

El eclipse
Tito (Augusto) Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La
selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia
topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza,
aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los
Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que
confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se


disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que
descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó
algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal
de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de
sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y
salvar la vida.

—Si me matáis —les dijo— puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio
que se produjo un pequeño concejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente
sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de
los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en
que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían
previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

3
Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021
Lenguaje y Comunicación Textos 00

4
Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021
Lenguaje y Comunicación Textos 00

Naturaleza muerta
Luiz Ruffato
Ellos eran muchos caballos, 2001
Traducido por Mario Cámara; revisado por Paloma Vidal.

La tía giró la llave, empujó la puerta, ¡Eh!, algo la trababa, se sorprendió. El cuerpo
apoyado en el hombro derecho, cedió con esfuerzo, pororoca despedazándose, arrastrándose, ¡Qué!
Chillando, los niños a su espalda espiaban asustado y curiosos. Por el hueco de la puerta se anticipó
la mañana frágil iluminando la pizarra de avisos —fieltro verde pegado sobre una placa de corcho
— ahora puente en diagonal ligando el zócalo al picaporte, garabatos y diseños todavía pegados con
chinches.

En el pasillo, a donde daban las tres salas de clase, tizas desperdigadas, rastros de plasticola
de colores, plastilinas aplastadas, hojas de impresión estropeadas, un pizarrón vomitado, trabajitos
desgarrados, pinceles embebidos en heces que arañaron abstracciones en las paredes blancas,
grafitis ininteligibles, una botella de Coca-Cola llena de meao, una pipa de crack improvisada —la
tapa de una lapicera Bic clavada lateralmente en un frasco de Yakult. Al fondo, la cerradura
forzada, fragmentos de vidrio de la ventana, de barro del filtro de agua, marcas de puntapiés en los
costados de la cocina, ollas y cubiertos hundidos y doblados. Corriendo, gritos atraviesas las tejas
francesas, ojos mendigan explicaciones.

Estirada, empujada, voces llorisquean, “La huerta, la huerta…”, llevaron a la tía al patio:
frente a ella, pisados los surcos, legumbres y verduras, estropeadas, arrancadas, enterradas, brotes
de zanahoria, remolachas, lechugas, perejil, tomates, tanto cariño desperdiciado, nunca más
crecerían, los niños caminando, con cuidado, por entre los pequeños cadáveres verdes, la mirada
pagada, y ella, hasta donde la vista alcanza, observa las escandalosas casas de ladrillos a la vista,
esqueletos de columnas, pisos por acabar, barriletes navegando el cielo de ceniza, hedor a cloaca,
una comezón en el párpado superior izquierdo y la soledad y la desesperación

5
Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021
Lenguaje y Comunicación Textos 00

Belén Fernández Llanos


Ella estuvo entre nosotros, 2019. (Fragmento)

Mi mamá estudió en Valparaíso, era madre joven de mi hermano mayor, y su embarazo no


fue bien recibido. Mis papás no eran casados, ambos estudiaban en la universidad porque era
gratuita, pero venían de familias trabajadoras Invirtieron todo lo que tenían a cambo de la promesa
que ofrecía una carrera profesional.
Mi mamá nunca hablaba mucho de su paso por Valparaíso, porque —ya es evidente— no
somos una familia que hable del dolor. Pero una vez fuimos de vacaciones a Laguna Verde y
paseamos un día por Valparaíso. Yo estaba maravillada con las casitas de colores colgando de los
cerros y le dije a mi mamá que me gustaría vivir ahí cuando fuera grande. Ella le dio la espalda al
mar, miró los cerros y dijo: “Eso que se ve tan lindo desde acá, mirado de cerca es pobreza, o lo era
cuando llenas de gente, y en cada esquina los perros flacos duermen al lado de fachadas de calamina
que se oxidan de tanto pichí”.

Cuando dijo “pichí”, subió un ascensor entre la guata y la boca. En mi familia no se dice
pichí. Le decimos pipí al pichí, cacuna a la caca, punes a los peos, popines a los potos y verijas a los
cocos. Una vez mi papá llegó a decir “se le salió una tecla”, para referirse a una mujer que se le vio
el pezón. Mi mamá, cuando se quema al freír pescado, grita “la punta que lo pateó”, y mi abuelo
para no exclamar “connnnnchetumadre” cuando ve el partido del Colo, lanza “connnntigo Radio
Cooperativa”:
Somos la familia eufemismo.
Entonces cuando mi mamá dice pichí yo sé que algo malo pasa y dejo de ver el cerro y la
miro a ella, que está viendo fijo a las alturas, con odio, con asco y con muchos recuerdos.
En cinco años de universidad dejó a mi hermano mayor con mi papá en Santiago y se
dedicó a sacar la carrera. Vivió en dieciocho pensiones. Lleva solo una maleta de suela y una
almohada. Se alimentó mal porque en las pensiones siempre le comían sus cosas. Se salvaba a punta
de mermelada de damasco hecha por mi abuelita y que ella podía esconder bajo su cama.
En una de las pensiones el dueño administraba un burdel del puerto y algunas noches
llevaba la fiesta a la pensión. Los músicos, clientes y prostitutas continuaban la juerga que a veces
terminaba en pelea y amenazas a una pared de distancia de mi mamá.
En esos años aprendió a coser a máquina para confeccionar su propia ropa. Cuando alguna
prenda ya estaba muy vieja, la recortaba en triangulitos que luego cosía a la perfección par hacerse
un sostén.
En el 98 nos fuimos a vivir a la casa nueva y todo era recién comprado: el comedor, el
juego de mesas de living hecho en maderas nobles llenas de bucles. Las cortinas, las alfombras, los
individuales, los cubrecamas, todo era nuevo. El dividendo era más caro que el arriendo anterior y
poco después cambios el auto por uno un poco más actual que el Ford Laser año 83.

6
Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021
Lenguaje y Comunicación Textos 00

El reparto de los panes


Clarice Lispector
Cuentos Reunidos, 2002.
Traducción de Cristina Peri Rossi.

Era sábado y estábamos invitados para el almuerzo de compromiso. Pero a cada uno
de nosotros le gustaba demasiado el sábado como para gastarlo con quien no queríamos.
Cada uno había sido alguna vez feliz y había quedado con la marca del deseo. Yo, yo
quería todo. Y nosotros allí aprisionados, como si nuestro tren se hubiera descarrilado y
estuviésemos obligados a pasar la noche entre desconocidos.
Nadie allí me quería, yo no quería a nadie. En cuanto a mi sábado —que fuera de la
ventana se agitaba en acacias y sombras—, prefería, a gastarlo mal, encerrarlo en la mano
dura, donde lo estrujaba como a un pañuelo. A la espera del almuerzo, bebíamos sin placer,
a la salud del resentimiento: mañana ya sería domingo. No es contigo con quien quiero,
decía nuestra mirada sin humedad, y soplábamos despacio el humo del cigarro seco. La
avaricia de no repartir el sábado iba poco a poco royendo y avanzando como herrumbre,
hasta que cualquier alegría sería un insulto a la alegría más grande.
Solamente la dueña de la casa no parecía economizar el sábado para usarlo un
jueves por la noche.
Ella, sin embargo, cuyo corazón ya había conocido otros sábados, ¿cómo había
podido olvidar que se quiere más y más? No se impacientaba siquiera con el grupo
heterogéneo, soñador y resignado que en su casa sólo esperaba, como al a hora del primer
tren que partía, cualquier tren —menos quedarse en aquella estación vacía, menos tener que
refrenar el caballo que correría con el corazón latiendo para otros, otros caballos.
Pasamos finalmente a la sala para un almuerzo que no tenía la bendición del
hambre. Y fue cuando, sorprendidos, nos encontramos con la mesa. No podía ser para
nosotros…
Era una mesa para hombres de buena voluntad. ¿Quién sería el invitado realmente
esperado y que no había venido? Pero éramos nosotros mismos. Entonces, ¿aquella mujer
daba lo mejor no importaba a quién? Y lavaba contenta los pies del primer extranjero.
Constreñidos, mirábamos.
La mesa había sido cubierta por una solemne abundancia. Sobre el mantel blanco se
amontonaban espigas de trigo. Y manzanas rojas, enormes zanahorias amarillas, redondos
tomates de piel estallantes, chayotes de verde líquido, piñas malignas en su salvajismo,
naranjas anaranjadas y calmas, machichas erizadas como puercoespines, pepinos que se
cerraban duros sobre su propia carne acuosa, pimentones huecos y rojizos que ardían en los

7
Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021
Lenguaje y Comunicación Textos 00

ojos, todo enmarañado en barbas y barbas húmedas de maíz, pelirrojas como junto a una
boca. Y los granos de uva. Las más moradas de las uvas negras y que apenas podían esperar

el instante de ser aplastadas. Y no les importaba por quién ser aplastadas. Los tomates eran
redondos para nadie: para el aire, para el redondo aire. El sábado era de quien viniera. Y la
naranja endulzaría la lengua de quien llegase primero. Junto al plato de cada mal invitado,
la mujer que lavaba pies de desconocidos había puesto —incluso sin elegirnos, incluso sin
amarnos— un ramo de trigo o un manojo de rábanos ardientes o una tajada roja de sandía
con sus alegres semillas. Todo cortado por la acidez española que se adivinaba en los
limones verdes. En los cántaros estaba la lecha, como si hubiese atravesado con las cabras
el desierto de los peñascos. El vino, casi negro de tan macerado, se estremecía en vasijas de
barro.
Todo delante de nosotros. Todo limpio del retorcido deseo humano. Todo como es,
no como quisiéramos. Sólo existiendo, y todo. Así como existe un campo. Así como las
montañas. Así como hombres y mujeres, y no nosotros, los ávidos. Así como un sábado.
Así como tan sólo existe. Existe.
En nombre de nada, era hora comer. En nombre de nadie, estaba bien. Si ningún
sueño. Y nosotros, poco a poco, a la par del día, poco a poco anonimizados, creciendo, más
grandes, a la altura de la vida posible. Entonces, como hidalgos campesinos, aceptamos la
mesa.
No había holocausto: todo aquello quería tanto ser comido como nosotros
queríamos comerlo. No guardando nada para el día siguiente, allí mismo ofrecí lo que
sentía a aquello que me hacía sentir. Era un vivir que no había pagado de antemano con el
sufrimiento de la espera, hambre que nace cuando la boca ya está cerca de la comida.
Porque teníamos hambre, hambre entera que abrigaba el todo y las migajas.
Quien bebía vino, con los ojos se encargaba de la leche. Quien lento bebió la leche,
sintió el vino que el otro bebía. Allá afuera Dios en las acacias. Que existían. Comíamos.
Como quien da agua al caballo. La carne trinchada fue distribuida. La cordialidad era ruda
y rural. Nadie habló mal de nadie porque nadie habló bien de nadie. Era una reunión de
cosecha, y se hizo tregua. Comíamos. Como una horda de seres vivos, cubríamos
gradualmente la tierra. Ocupados como quien labra la existencia, y planta, y recoge, y mata,
y vive, y muere, y come.
Comí con la honestidad de quien no engaña a lo que come: comí aquella comida y
no su nombre.
Nunca Dios fue tan tomado por lo que Él es. La comida decía ruda, feliz, austera:
come, come, reparte. Todo aquello me pertenecía, aquella era la mesa de mi padre. Comí
sin ternura, comí sin la pasión de la piedad. Y sin ofrecerme a la esperanza. Comí sin
nostalgia laguna. Y yo bien valía aquella comida. Porque no siempre puedo ser el guardián
de mi hermano y ya no puedo ser mi guardián, ah, ya no me quiero. Y no quiero formar la

8
Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021
Lenguaje y Comunicación Textos 00

vida, porque la existencia ya existe. Existe como un suelo donde todos nosotros avanzamos.
Sin una palabra de amor. Sin una palabra. Pero tu placer entiende al mío. Somos fuertes y
comemos. Pan y amor entre desconocidos.

Cuando no tengas un lugar donde llorar

Luis Sepúlveda
Desencuentros, 1997

Cuando no tengas un lugar donde llorar, acuérdate de mis palabras y anda a casa de Mamá
Antonia.

Es muy fácil dar con ella; bastará con que indagues entre los hombres del muelle y, sin
mayores preámbulos, te dirán cómo llegar hasta la vieja casona de madera.

Es probable que el pórtico te sorprenda y te haga sentir confuso. Pensarás que te has
equivocado y que te encuentras ante la casa del arzobispo, pero no te detengas, sigue
adelante, cruza la mampara ignorando los rostros andróginos de los querubines que adornan
las paredes y llama sólo una vez al timbre del mesón. Te atenderá un ser salido de las
profundidades.

Es un hombre extraño, desde luego. En los bares del puerto comentan que un tranvía le
cortó las dos piernas cuando huía de un marido celoso y que reptando llegó a desaguar su
tragedia a casa de Mamá Antonia. Se dice también que ésta se compadeció del medio
hombre agonizante y que, luego de pagar la cauterización de los muñones, mandó que le
construyeran una tarima dotada de un complicado sistema de resortes que lo saca del sueño
con el ruido del timbre y que lo impulsa hacia la altura como a un monigote de espanto.
Son muchas las cosas que se dicen en los bares del puerto, pero tú sabes cómo es la lengua
de los estibadores.

El medio hombre sacará un ajado libro de registro. Anotará en él tu nombre, edad,


ocupación conocida y finalmente preguntará por el motivo del llanto. Si esto último no lo
tienes del todo claro o si te faltara, no te preocupes. Parte del servicio de la casa es
proporcionar buenos motivos para llorar a gritos, o en silencio. Eso queda a tu entera
elección.

El medio hombre brincará sobre un pequeño carrito y te conducirá por un oscuro pasillo
hasta que encuentres una puerta abierta. Verás que en la habitación hay una cama, una silla
y un espejo.

Te sentirás nervioso, eso es más que seguro, pero debes confiar, confiar en Mamá Antonia
es lo único que importa. Serás atacado por un incontenible deseo de fuga y, cuando quieras
hacerlo, verás que el umbral de la puerta está ocupado por una mujer gorda, enorme, de
tales dimensiones que apenas logra pasar al interior del cuarto.

9
Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021
Lenguaje y Comunicación Textos 00

Sin decir una palabra avanzará jadeando hasta tu encuentro, te empujará a la cama, se
arrojará sobre ti y te besará en la boca introduciendo su lengua hasta tus amígdalas. Cuando
sientas que te ataca el primer ahogo, se echará a un lado y comenzará a desvestirse sin dejar
de mirarte. No te alarmes. Te mirará con odio. Con un odio incontenible que aumentará sus
jadeos. Ella es Mamá Antonia.

Verás un desorden de carnes oscuras. Un universo de tetas grandes como zapallos, pezones
casi tan voluminosos como un puño cerrado, un tonel del que nacen dos piernas
inmensamente gruesas y, entre ellas, bajo pliegues de grasa, alcanzarás a ver el vello ralo de
un pubis secreto.

Comprobarás también que esa masa de carne está en perpetuo movimiento, que bastaría con
un buen puñal para abrir esa bolsa y esparcir a ese ser gelatinoso por toda la habitación.
Ella no dirá palabra alguna. Simplemente gemirá mientras te asedia, luego aullará como los
lobos, contorneándose en una desaforada ceremonia de invitación hacia su cuerpo.

Te sentirás arrinconado, y desde tu lugar, la pieza tiene cuatro esquinas y no importa cuál
elijas para refugiarte, la verás sudar, chorrear incansablemente, oirás que de entre sus
piernas proviene un sonido de sapos reventados, verás sus ojos blancos, su lengua de
proporciones inenarrables colgándole entre los labios y, por el chirrido de sus dientes,
comprobarás la magnitud de sus orgasmos, y sabrás que es incansable mirando cómo su
mano derecha va y viene perdiéndose entre las piernas.

Serás tú quien gemirá entonces, acobardado ante tu propia excitación, pero no te preocupes,
recuerda que nada es obsceno si proviene del deseo.

Arrojarás tus ropas en desorden y te lanzarás sobre la mole jadeando también como un
perro. Tendrás la sensación de hundirte por doquier en esa carne sudorosa y caliente.
Besarás, morderás, buscando hacer daño, causar dolor, dolor que libere, golpearás buscando
con tu sexo el orificio secreto, te engañarás sintiendo que la verga, torpe y ciega, arremete y
se vacía sin conseguir colmar tu deseo creciente. Querrás hacer algo más, el maldito algo
más de la vergüenza, recordarás que tienes lengua y, al intentar introducirla entre las dos
columnas de sus piernas, Mamá Antonia te arrojará a un lado, pues le estorbas en el alud de
placer onanista que se avecina.

Ahora sí te incorporarás aterrado, ahora sí, asqueado. Buscarás tu imagen en el espejo, pero
ésta nunca aparecerá. Sólo Mamá Antonia existirá en su luna, sólo la mole gimiente,
ahogada a ratos por su propia saliva.

Te vestirás apresurado, intentarás abrir la puerta descubriendo que está cerrada desde fuera,
gritarás llamando al medio hombre para que te saque, le ofrecerás dinero, tu reloj de
pulsera, todo lo que llevas encima a cambio de que te abra la puerta, mas los gritos de
Mamá Antonia serán más poderosos que los tuyos y sin darte cuenta estarás llorando,
hincado, arañando la superficie de madera.

10
Preuniversitario Popular Eloísa Díaz abril, 2021
Lenguaje y Comunicación Textos 00

Llorarás ignorando el tiempo. Pasarás del llanto frenético al pausado, casi silencioso, del
inocente, y, cuando estés cansado, girarás la cabeza descubriendo que Mamá Antonia está
vestida, sentada sobre la cama mirándote compasiva. Ahora llorarás de vergüenza, ella te
llamará a su lado y acariciará tu cabeza, te sonará los mocos, te secará las babas, te
preguntará si ya te sientes mejor, o si prefieres llorar otra vez. Si te decides por repetir, no
te preocupes, de todas formas es cortesía de la casa el proporcionar a la salida una gota de
limón en cada ojo y un cubito de hielo para deshinchar los párpados.

11

También podría gustarte