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Democracia y educación cívica. Lecturas y debates sobre la obra de John Dewey

Chapter · January 2011

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Miguel De la torre
Autonomous University of Nuevo León
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JOHN DEWEY: LA UTOPÍA DEMOCRÁTICA EN LOS LÍMITES DEL
PENSAMIENTO LIBERAL

Miguel de la Torre Gamboa1

La utopía y su relación con lo existente

Hablar de utopía, casi siempre implica hablar de la crítica de lo existente y de una apuesta
de futuro basada en una reconfiguración del presente, al que se quiere mirar de otro modo y
con la esperanza de cambiarlo en lo que nos incomoda o no nos satisface. Hacer utopía, ser
utópico, puede entenderse en el sentido de proponer una alternativa de futuro (redentora,
justiciera, rectificadora, transformadora) para el hombre, partiendo de la inconformidad con
lo existente y la voluntad de transformarlo.

En este sentido, la utopía es reactiva, se configura a partir de lo existente, pero no lo deja


como está; crea nuevas significaciones a partir de la crítica de lo que vivimos y lo que
hacemos para proyectarlo hacia una imagen de lo posible y que consideramos indispensable
que cobre realidad. La utopía no desconoce lo que existe, crítica el modo como existe; no
propone lo imposible, quiere extender los límites de lo posible, para dar lugar a lo no
existente todavía, para dar lugar a lo que embellece, eticiza, eficientiza, engrandece, eleva o
mejora lo existente.

En la utopía se expresan nuestros deseos y esperanzas, al mismo tiempo que la confianza en


la capacidad del ser humano para trascenderse a sí mismo. Las utopías implican y ponen en
escena una ruptura del presente, una transfiguración crítica del ámbito de lo real y muestran
lo “otro” que somos potencial o realmente, y lo hace no sólo proponiendo y anticipando,
también puede hacerlo recuperando intentando restablecer o revivir, cosas que hemos sido
o que tienen que ver como lo que siempre ha estado ahí como posibilidad o alternativa. La
idea de Utopía como “no-lugar” apunta, no de la imposibilidad de su realización, sino a su
naturaleza crítica y a su valor como alternativa que nace de la crítica. Toda utopía contiene
                                                                                                                       
1
 Profesor  de  tiempo  completo  de  la  Facultad  de  Filosofía  y  Letras  de  la  universidad  Autónoma  de  Nuevo  
León.  Investigador  externo  en  el  proyecto  “Ética,  educación  moral  y  cívica.  Perspectivas  teóricas  y  problemas  
de  enseñanza”  (PAPIIT-­‐IN400908),  de  la  Universidad  Nacional  Autónoma  de  México  
así una visión de lo ideal-necesario hacia lo cual orientarnos y cuya significación, actual o
posible, nos determina o nos impulsa a actuar.

En la cultura moderna, la vida pública, sus sujetos, sus prácticas, sus exigencias y
posibilidades han sido un terreno muy fértil para la utopía, una gran cantidad de
intelectuales, desde los primeros tiempos del humanismo renacentista, hasta la actualidad,
han reflexionado críticamente sobre lo que era necesario traer a la existencia en el propósito
de “poner de otro modo” las instituciones sociales, las prácticas de los individuos y los
grupos o clases y las ideas sobre los asuntos públicos: Libertad, justicia, equidad,
participación, etc. No pocos de esos intelectuales asociaron los cambios y su posibilidad al
proceso y a las instituciones educativas, viendo en la educación, el motor de los cambios
posibles y necesarios.

La utopía educativa ha estado, entonces, asociada desde hace tiempo a la utopía política y
social, ligada a la idea de una sociedad y una vida pública libre, democrática, equitativa,
etc., se ha formulado una idea de la educación y del sujeto educado, que se corresponden
necesariamente, así por ejemplo en el pensamiento liberal: una sociedad y un individuo
libre, sólo son posibles, si al mismo tiempo se constituye (en el proceso educativo) un
sujeto “educado”: un sujeto que se compromete con los significados que el propio
liberalismo ha construido para la libertad, la justicia y la democracia.

Las tradiciones modernas del pensamiento político, entonces, se han reflejado también en
las utopías educativas de la modernidad. Sus imaginarios de la “buena” sociedad o de la
“buena” vida pública, no siempre han sido construidos mirando hacia adelante, anticipando,
aspirando a lo que no ha sido, en ocasiones, como dijimos más arriba, también se han
nutrido del pasado. Las principales tradiciones modernas del pensamiento político;
Liberalismo, Republicanismo o Socialismo, muchas veces han entretejido en su idea de
futuro imágenes del pasado: La Polis, griega, la República Romana, el Comunismo
Primitivo, etc.

Del mismo modo las utopías no siempre han apuntado, prefigurando lo posible, a lo
mesurado y pertinente, sino también, a lo desmesurado o impracticable. Una utopía
sensata, dice Octavi Fullat (1984)2, se distingue de la insensata, porque a diferencia de ésta
última propone un sentido a la existencia que nace de la crítica razonable de lo existente; su
propuesta aparece no sólo como algo bueno, sino también como algo que induce a nuestra
voluntad a actuar para traerlo a la realidad, porque encaja bien, porque encuadra con otros
elementos de lo existente, lo que nos lleva a verlo como posible y necesario. En cambio la
utopía insensata, aparece exclusivamente como protesta, como crítica desesperanzada de lo
real y como la negación de todo sentido a lo existente, sólo expresa rebeldía,
ensimismamiento, soledad o locura. Formular, entonces, una utopía sensata, es acompañar
la crítica de lo existente, con la propuesta de un nuevo sentido posible, que recoge aquello
de lo real (presente o pasado) que exige ser visto de otro modo para seguir siendo valioso.

La cultura moderna se entiende a sí misma como espacio social constantemente cambiante,


producto del cambio y orientada al cambio. Los modernos no tienen otra imagen de sí
mismos, que la de unos sujetos constantemente cambiando las cosas, con capacidad para
cambiarlas y obligados a cambiarlas; eso los ha llevado a pensar que frente a cualquier
problema actual, siempre hay un futuro y que ese futuro será siempre mejor que el presente.
Futuro y mejora son los dos componentes de la idea de progreso, y el progreso es la razón
de ser de la vida pública y de la educación para no pocos intelectuales en la cultura
moderna.

John Dewey, Utopista liberal

John Dewey es esa clase de intelectual: un utopista, “un intelectual de su tiempo”, como se
acostumbra decir cuando alguien refleja muy bien el pensamiento de la época, lo organiza,
lo argumenta y lo difunde, de modo que, con el tiempo, el suyo, será el nombre de
referencia para hablar de lo que en ese tiempo era esencial y destacado, porque su
pensamiento parecía ofrecer lo mejor que la época tuvo. Tres obras de John Dewey: Viejo y
nuevo individualismo, Liberalismo y acción social y Libertad y cultura, dice Ramón del
Castillo3 (“constituyen una de las trilogías más interesantes de la cultura de Estados
Unidos. Late en los tres libros, uno de los últimos gérmenes de una esperanza, la de que
Estados Unidos algún día llegaría a ser un país más civilizado.”.
                                                                                                                       
2
 Octavi  Fullat,  Verdades  y  trampas  de  la  pedagogía,  Barcelona,  CEAC,  1984    
3
   John  Dewey,  Viejo  y  Nuevo  Individualismo  (Introducción  de  Ramón  Del  castillo),  Barcelona,  Paidós,  2003,  
pp.50.  
John Dewey fue un crítico acendrado de los problemas e inequidades de la sociedad
norteamericana de los primeros años del siglo XX, una sociedad obsesionada con el dinero
y el consumo. Dewey fue un intelectual que planteó la necesidad de que la democracia y la
libertad individual no fueran sólo discurso, sino práctica transformadora; un intelectual
convencido de que la acción humana, la existencia y la práctica humanas, son
incomprensibles sin hablar de fines en perspectiva, sin la idea de finalidades perseguidas,
sin las ideas de futuro, progreso, mejora, etc.

En el pensamiento de Dewey, la reflexión sobre la vida colectiva debe hacerse desde una
perspectiva que la ligue tanto a lo existente como a lo por-venir, tanto a lo real, como a lo
deseable, tanto a la necesidad, como a la posibilidad. Valorar lo que somos, no refiere sólo
a lo que está sino también a la posibilidad de ponerlo de otro modo en función los
principios y proposiciones valorativas en las que se expresan el interés y el deseo genuinos
de los individuos. Las proposiciones y valoraciones sobre la vida social deben ser expresión
de lo que se espera de ella, partiendo del reconocimiento de las situaciones actuales,
evaluables, verificables, y prefigurando, como finalidades, situaciones futuras que se
quieren o se desean producir.

Allí donde una persona tiene un interés en algo –dice Dewey-, hay algo en juego
para él en el curso de los acontecimientos y en su resultado final –y lo que se
juega le lleva a actuar para traer a la existencia un resultado particular, más bien
que otro … los deseos brotan únicamente cuando hay algún pero, cuando se da
algún problema en una situación existente. Al analizarlos se observa que esos
peros nacen del hecho de que algo está ausente o se echa en falta en la situación
tal como está, una carencia que genera conflictos en los elementos que si están
presentes.”4

el contenido de la valoración, dice Dewey, no queda fijado como una predicción de lo que
sucederá, sino como algo que debería suceder; como expresión de lo que debería ser el
                                                                                                                       
4
 John  Dewey.  Teoría  de  la  valoración,  Madrid,  Siruela,  2008,  pp.  98-­‐113.  
resultado de la relación medios-fines o consecuencias que guardan entre sí lo existente y lo
deseado. En el punto de vista de Dewey, el juicio ético sobre lo social apunta, como
producción discursiva, a lo que está más allá de lo existente, sin apoyarse en otra cosa que
no sea lo existente mismo, pero anticipando, exigiendo, promoviendo algo distinto que se
considera deseable.

Dado el carácter liberal del pensamiento Deweyano, dos elementos son centrales en su
propuesta para el cambio social: el primero, es una idea de comunidad y sociedad en la que
la libertad del individuo es lo más importante; la vida social se articula en torno de los
intereses y expectativas del individuo; son éstos los que imprimen sentido a la acción del
estado y por tanto, son la finalidad principal de la vida pública; el otro, es que el modo de
garantizar la realización de esos intereses individuales es la democracia, en el modo en
que Dewey la entiende, esto es, como un contexto de interacciones inteligentes entre
individuos preocupados unos de otros, pero sin desentenderse de su propia realización, una
comunidad en la que los individuos participan directa y libremente a partir de su interés. La
vida colectiva debe garantizar la posibilidad de la participación y orientarse en función de
ella. En este punto, Dewey se deslinda del liberalismo clásico, en tanto que piensa, primero,
que para su época se ha convertido en un discurso sin correlato con la realidad y
justificatorio o encubridor de inequidades, manipulación y dominación, y segundo, que el
liberalismo clásico se orientaba por abstracciones y absolutizaciones respecto del ser
humano, es decir que no era realista y pragmático y por lo tanto necesitaba ser replanteado
para cobrar coherencia.

La crítica deweyana del liberalismo del Laizes-faire coincide mucho con la que hicieron
también en su tiempo pero respecto de otras realidades, Marx o los anarquistas, igual que
ellos, Dewey reconoce que las determinaciones de la estructura social y las formas
concretas de la democracia representativa, que funcionaban en los inicios del siglo XX en
Estados Unidos significaban exclusión y marginación crecientes para grupos cada vez más
numerosos de seres humanos.

Frente a esas inequidades y desviaciones del espíritu de realización plena del individuo, de
cooperación y comunalidad, que Dewey afirmaba eran la esencia del pensamiento liberal,
propone una educación democrática, es decir una educación que haga posible precisamente
esos tres principios: Realización individual, cooperación y construcción colectiva de
soluciones a los problemas de la existencia. Esto se articula necesariamente con su idea de
lo que es el conocimiento y la manera en que existe, se produce y se reproduce. Desde su
punto de vista, el conocimiento no existe sin los problemas de los que es solución. No
pensamos sino sobre aquello que nos representa problemas y, en la medida en que nuestra
existencia es cambiante, nuestros problemas no son los de las generaciones pasadas, o con
realidades ajenas, por lo que nuestra construcción colectiva de soluciones a problemas de la
existencia, no depende de otros, a los cuales recurrir para enfrentarlos.

Dewey piensa que “saber” es siempre el resultado de un esfuerzo de comprensión del


sentido de lo real en la vida práctica. Lo que pensamos es el resultado del modo como lo
real se conecta con nuestra vida, con nuestra experiencia, lo que sabemos, se hace objeto
del conocimiento y luego pensamiento en la medida en que forma parte del modo como
encaramos los problemas de la existencia. Dado que nuestra vida cambia, nuestro
pensamiento y nuestras formas de conocer, cambian también, se ajustan a las nuevas
situaciones y contextos y a los nuevos modos de relación entre seres humanos y mundo.
Los contenidos del pensamiento son el resultado de esa dialéctica, son construcciones
ligadas al proceso de vivir; pero la inteligencia individual, la experiencia individual es
siempre limitada respecto de la colectiva, por ello, las mejores soluciones serán siempre
una construcción colectiva, resultado de la colaboración y la reciprocidad.

“Los dos elementos de nuestro criterio -intercurso entre los miembros de una
sociedad y con otras sociedades- se dirigen hacia la democracia. El primero
significa no sólo puntos más numerosos y más variados de intereses participando
en común, sino también el reconocimiento de los intereses mutuos como un factor
de control social. El segundo significa no sólo una interacción más libre entre los
grupos sociales… sino también un cambio en los hábitos sociales. Su reajuste
continuo afrontando las nuevas situaciones producidas por el intercambio variado.
Y estos dos rasgos son precisamente los que caracterizan a la sociedad
democráticamente constituida”5

                                                                                                                       
5
 John  Dewey,  Democracia  y  educación,    Buenos  Aires,  Losada,  1946,  pp.101.  
Hay que apuntar que, no obstante estar pensando en una construcción colectiva del
conocimiento, Dewey se queda más acá de las interpretaciones que ligan esa construcción
colectiva a los temas del poder y la dominación ideológica. Dewey piensa en unos sujetos
sociales: Individuos libres, indeterminados, auto-instituyentes, capaces de pasar por encima
de intereses de clase o posiciones de poder, o bien de ir más allá de limitaciones culturales
y sociales y de condiciones de exclusión o marginación; otros intelectuales, más
recientemente, han profundizado estos temas llevándonos a detectar cierta ingenuidad en la
fe liberal de Dewey.

Los límites del pensamiento liberal deweyano

Como ya dijimos, Dewey fue un crítico acérrimo de las expresiones concretas del
pensamiento liberal clásico en los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX; criticó
severamente que el liberalismo se hubiera vuelto “un discurso”, una postura política sin
ninguna correspondencia con los hechos y las prácticas de los sectores poderosos que la
asumían; sabemos también que llevó adelante esa crítica basado en lo que llamó un
liberalismo coherente, esto es un liberalismo que fuera más allá del ideario dieciochesco de
los liberales europeos, de quienes pensaba que, ni eran americanos, ni vivían en el siglo
XX, sino un liberalismo renovado, que, por una parte, atendiera a las exigencias de la
realidad social y cultural de los Estados Unidos de ese momento y, por la otra, al hecho de
que la vida social no está hecha, sino en permanente construcción, lo mismo que el
conocimiento. No un liberalismo de verdades absolutas y definitivas sobre el individuo o la
vida estatal, sino un liberalismo que recogiendo la historicidad y la contingencia, los
cambios y las nuevas necesidades, siguiera teniendo como guía, la realización plena del
individuo.

Ramón del Castillo, dice que Dewey fue una figura relevante del nuevo tipo de
intelectuales profesionales que, en los años treinta del siglo XX, conectaban bien con las
nuevas clases medias, con sus aspiraciones de ascenso social y su recelo de la política de
los conservadores en la época de crisis recién “superada”. Dewey no aceptó nunca que se le
ligara a la política radical de los partidos de la izquierda norteamericana de ese tiempo,
concentrándose en una militancia de defensa de los intereses profesionales de los
académicos y expresando sus ideas sobre la vida social en foros no partidarios; desde ahí
defendía “el viejo ideal de una democracia popular, controlada de forma espontánea,
informal, a través de las interacciones y negociaciones circunstanciales entre individuos y
entre grupos y no dirigida por una élite…”.6 Dewey no fue un revolucionario –dice Del
Castillo-, siempre rehuyó a la etiqueta de “socialista” y prefirió pegarse él mismo la de
“liberal”.

Sin ser un socialista, sí era un crítico de las inequidades y la injusticia del sistema
norteamericano que él llamaba corporativo, para oponerle una transformación inspirada en
ese liberalismo renovado, que debía incluir la dimensión social, sin pasar por encima de la
libertad y las posibilidades intelectuales y materiales de los individuos, concretamente sin
opresión de ningún signo. En Libertad y Cultura dice Dewey:

“la grave amenaza a nuestra democracia no está en la existencia de estados


totalitarios extranjeros, sino en la existencia, dentro de nuestras propias actitudes
personales y dentro de nuestras propias instituciones, de condiciones semejantes a
las que en otros países extranjeros han dado la victoria a la autoridad externa, a la
disciplina, a la uniformidad y a la sujeción al líder. En consecuencia el campo de
batalla está también dentro de nosotros mismos y de nuestras instituciones”.7

En los Estados Unidos de finales de los años veinte, estos cambios no requerían, en opinión
de Dewey, una revolución encabezada por los partidos o por los políticos; no requerían un
“programa de acción” o una “filosofía”, requerían un proceso de reforma radical de la vida
pública y de la formación para la vida pública. No se trataba de imponer un modelo nacido
del intelecto de unos cuantos, ni de caminar hacia una sociedad planificada, sino hacia una
sociedad planificante, capaz de guiarse a sí misma. El viejo liberalismo no aportaba esta
posibilidad, porque igual que todos los totalitarismos, buscaba imponer un “ideal”, sin
conexión con la vida práctica real y, tampoco entendía, dice Dewey, que los medios son
más importantes que el fin, que el fin no es nada sin los medios, que los medios definen el
fin; que es la actividad libre de los individuos y su acción inteligente, lo que constituye el
                                                                                                                       
6
 Ramón  Del  Castillo,  “introducción”  en  John  Dewey,  Viejo  y  nuevo  individualismo,    Barcelona,  Paidós,  2003,  
pp.13.  
7
 John  Dewey,  Libertad  y  cultura,  México,  UTEHA,  1965,  pp.48-­‐49.  
fin, no la realización de un modelo abstracto y principista. El liberalismo clásico, dice
Dewey:

“…ha tratado de emancipar a los individuos basándose en el status previo y


privilegiado de éstos, y no promoviendo la liberación general de todos los
individuos … La verdadera falacia consiste en suponer que los individuos
disponen de antemano de una dotación previa y originaria de derechos,
capacidades y necesidades y que, por tanto, lo único que se requiere por parte de
las instituciones y de las leyes es eliminar las constricciones que le surjan al juego
“libre” de las facultades naturales de los individuos”.8

Aquí también hay que decir que, de acuerdo autores contemporáneos suyos o más
recientes, tales como Gramsci, Bourdieu, Adorno o Foucault, ni “eliminar constricciones”,
ni “liberarse de proyectos y filosofías, para dar curso a la libre participación y a la libre
iniciativa e inteligencia de los individuos”, consiguen, por sí solas, un cambio profundo,
una reforma radical, sino para aquellos que ya se encuentran en la posibilidad de sacar
ventaja de la nueva situación, es decir, en que han resultado en un reforzamiento de las
posibilidades de participación de los que ya participan del poder; y ¿Qué pasa con todos
aquellos que ya desde antes no tenían voz, o no podían participar y beneficiarse de la
acción colectiva y de la inteligencia común, por su condición de marginación u opresión
social? ¿Será esta la revolución social a la que aspiran? Para ellos sigue sin haber respuesta
desde allí y eso es lo que justifica, en momentos de crisis social extrema, según estos
autores, la idea de revolución social, la idea de transformación radical violenta necesaria.
¿No ha sido ésta la historia de todas revoluciones sociales?

Dewey asume, entonces, el combate al viejo liberalismo, sin desentenderse de las


condiciones sociales existentes, pero quiere interpretarlas desde los intereses de las clases
medias norteamericanas de los años 30 o 40 del siglo XX: a partir de la radical libertad del
                                                                                                                       
8
  John   Dewey,   “Philosophies   of   Freedom”   en   On   Experience,   Nature,   and   Freedom.   Citado   y  
traducido  por  Ramón  Del  Castillo  en  “Introducción”  en  John  Dewey,  Viejo  y  nuevo  individualismo,  
Barcelona,  Paidós,  2003,  pp.  19.  
 
individuo y su disposición a colaborar y de una idea de democracia no afectada por los
poderosos económicamente, los políticos, los partidos o los medios de comunicación.

Dewey aspiraba, dice Del Castillo, a un funcionamiento de la sociedad norteamericana


como el que tuvo lugar en los primeros años de la independencia: una comunidad de
pequeños productores individuales, identificados unos con otros y dispuestos a participar en
empresas materiales e intelectuales en condiciones de igualdad y con base en el interés
propio, capaces de generar una esfera pública que permitía a los individuos ser jueces
inteligentes de los asuntos comunes y, comunitariamente, aprovecharse de los desarrollos
de la ciencia y de la técnica. El problema era que, desde 1870 -dice Del Castillo-, citando a
Carroll y Noble, figuras destacadas del pensamiento norteamericano de la época ya
entendían que los Estados Unidos habían cambiado, que “ya no era una nación de
productores libres e iguales, ni un mercado de competidores pequeños y autónomos”9 que
había llegado la era de la integración, la era de los grandes monopolios. Ante la evidencia
de los cambios en la economía y la cultura norteamericana, las presiones de las guerras
sobre los más pobres, la extensión de las economías del socialismo real, etc., la postura de
Dewey era una: la subordinación de la razón al poder era inaceptable. Aunque Dewey
admitía –dice del Castillo- que el conflicto es esencial a las relaciones sociales, no obstante
pensaba que:

“… admitir la inevitable subordinación de la razón al poder era como dar por


supuesto que, en última instancia, todas las posturas políticas eran iguales de
arbitrarias, que la razón era esclava de las pasiones y que este mundo era un
campo de batalla, una creencia que, de hecho, en la práctica, diría Dewey,
realmente sólo servía para obstruir más la discusión y la deliberación racional.”.10

Dewey expresaba, entonces, una fe en la razón por encima de los razonantes concretos,
integrados en estratos o clases sociales con diferentes intereses y con diferentes niveles de

                                                                                                                       
9
 Ramón  Del  Castillo,  “introducción”  en  John  Dewey,  Viejo  y  nuevo  individualismo,    Barcelona,  Paidós,  2003,  
pp.36,  
10
 Ídem,  pp.37.  
accesos a la expresión pública y al poder; expresaba un reconocimiento de los alcances del
poder, pero no quería enfrentarlo con la fuerza porque la violencia va contra la razón, sin
considerar que la fuerza puede ser, también un argumento cuando entendemos a la razón
como prácticas sociales discursivas que involucran racionalidad e irracionalidad, acciones y
productos simbólicos y materiales, en una amalgama de “argumentos” cuya función es el
sostenimiento y legitimación de un poder social.

John Dewey, dice Juan Carlos Geneyro11, intentó reconfigurar la utopía democrática con
inteligencia antes de la llegada de los desencantos, que sus estudios nacieron motivados por
la crisis moral que afectaba el acontecer social y político de su país en su época, y que tuvo
la intención de ensanchar los horizontes de realización épica y procedimental de la
democracia; habría que decir, sin embargo, que Dewey se negó a enfocar, como hemos
dicho, el problema desde otro ángulo, que no llevó su reflexión por direcciones en las que
trabajaron por ejemplo Gramsci, Adorno o Foucault.

Del Castillo cita a Sidney Hook respecto a las opiniones de Dewey sobre los proyectos
socialistas:

“Dewey reconocía que una condición del reformismo experimental era una
sociedad en la que los intereses de clase no interfirieran en la investigación y
experimentación social, pero no creía que hubiera que esperar a tomar el poder e
instituir un nuevo orden social para desarrollar medios de discusión y valores
comunes. Aunque los intereses de clase impidieran el uso libre del conocimiento
social, ¿cómo se podía saber que los males de un nuevo orden social cómo el que
prometían los socialistas no serían peores que los existentes? Para los reformistas
radicales el problema de dar tanta importancia la lucha de clases era que se podía
acabar dando carta blanca a cualquier medio de acción social... Pensar que la
violencia puede engendrar democracia (acabó diciendo Dewey) era hacer juegos
malabares con la dialéctica y no reconocer que los fines siempre dependen de los
medios... profesar la democracia como un ideal último y suprimir la democracia
como medio para alcanzar ese ideal sólo podía ser viable en un país que nunca
                                                                                                                       
11
 Juan  Carlos  Geneyro,  La  democracia  inquieta.  E.  Durkheim  y  J.  Dewey,  Barcelona,  Anthropos/UAM,  1991.    
hubiera poseído el más mínimo rudimentos de vida democrática. En un país con
algunas dosis de espíritu democrático en sus tradiciones, por el contrario, sólo
significaría el interés de unos pocos por hacerse con el poder, en este caso los
comunistas.12

Hay, sin embargo una serie de puntos en los que John Dewey no se encuentra tan alejado
del punto de vista de los teóricos del socialismo y ello tiene que ver precisamente con su
condena de las desigualdades sociales y las deformaciones o perversiones de las
capacidades de los individuos generadas por la cultura capitalista moderna o cultura del
dinero, como él la llama. Sydney Hook -dice Del Castillo- tuvo incluso la ocurrencia de
comparar Liberalismo y acción social con el Manifiesto comunista; aunque, afirma Del
Castillo, es más bien el espíritu de Viejo y nuevo individualismo el que resulta algo cercano
al pensamiento de Marx en los Manuscritos. En esa obra, Dewey intenta explicar como
“modo del ser” del hombre, el de la realización de sus capacidades y entiende que esto
asume formas históricamente concretas; critica Dewey que en el sistema monopólico
capitalista de los años 30 y posteriores, el capitalista está más alienado que los trabajadores
y más ciego respecto de la importancia de la realización de los intereses de los demás.
Dewey encuentra que el sistema capitalista priva de significado al trabajo, niega su carácter
de experiencia, esto es, de forma humana de realización y de existencia, y lo reduce a
actividad ciega al servicio del dinero; en todo caso -dice Del Castillo- la diferencia es que
Viejo y nuevo individualismo no llega a tener el tono trágico de los manuscritos y hace un
planteamiento mucho más optimista. En esa obra, Dewey llega a considerar –dice Del
Castillo- que “vivir a expensas del trabajo de otros no es una verdadera actividad humana”.
Efectivamente, dice Dewey: “en relación con la verdadera individualidad, este poder de
unos pocos es engañoso… aquellos que aparentemente tienen el control, en realidad están
tan a merced de fuerzas ajenas a ellos como la gran mayoría… de hecho, esas fuerzas les
obligan a ajustarse a un molde común hasta un grado tal que la individualidad queda
suprimida”13. Es precisamente en este punto, que a Dewey le faltó considerar el tema de las
                                                                                                                       
12
 Sidney   Hooks,  John  Dewey.  Semblanza  intelectual.  Paidós.  2000,  pp.112.  Citado  por  Del  Castillo  en  
“Introducción”  en  Viejo  y  nuevo  individualismo,  Barcelona,  Paidós,  2003,  pp.37.  

13
 John  Dewey,  Viejo  y  nuevo  individualismo,  Barcelona,  Paidós,  2003,  pp.85.
ideologías y la hegemonía de la clase dominante. Con la idea de conformidad social o
conformismo, Gramsci explica que no es que la clase dominante sostenga, con toda
perversión y maquiavelismo, su visión de las cosas sin participar de ella; participa de ella,
la siente legítima, no la mira como producto de su posición en la vida social, la mira como
necesidad, como aspiración colectiva, así la promueve y así la impone; igual cosa explican
Marx y Engels en La Ideología Alemana.

Igualmente, dice Del Castillo, Dewey se equivocó en su pronóstico. El curso de los


acontecimientos, la centralización del poder y el dinero, sumados a la creciente apatía de las
clases medias norteamericanas no produjeron esa sociedad participativa y comprometida
que él esperaba, el interés individual devino en consumismo y “el pragmatismo, esa
filosofía popular que emergió cuando el sueño americano empezó a dar síntomas de
enfermedad, no podía ser políticamente eficaz, aunque los pragmatistas pasarán a la historia
como líderes morales que ejercieron una provechosa influencia moral en la sociedad de su
tiempo…”14

En otro párrafo también bastante cercano a Marx, respecto de las mediaciones sociales de la
inteligencia colectiva, Dewey habla de la cultura pecuniaria, diciendo que hay una
organización del pensamiento en torno de la defensa de ese valor, y que hay un
pensamiento y una lógica para explicar las interacciones humanas que toma al dinero, al
ingreso, al consumo, como fundamento y finalidad, en lugar del individuo; dice Dewey, en
lugar de ver al dinero como un medio, se lo mira como un fin. Quejándose de la situación,
Dewey lamenta que se haya pervertido el ideal de contribución a una vida colectiva buena y
se haya instaurado una cultura del dinero:

“con un enorme dominio del instrumental y en posesión de una tecnología eficaz,


glorificamos el pasado y legalizamos e idealizamos el statu quo en lugar de
preguntarnos seriamente cómo emplear los medios con los que contamos para
construir una sociedad equitativa y estable… nuestras leyes, nuestro sistema
político y las particularidades de la asociación humana dependen de una nueva

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         
 
14
 Ramón  Del  Castillo,  “Introducción”  en  Viejo  y  nuevo  individualismo.  Barcelona.  Paidós,  2003,  pp.50.  
combinación de las máquinas y el dinero, y el resultado es la cultura pecuniaria
característica de nuestra civilización. El factor espiritual de nuestra tradición, la
igualdad de oportunidades y la libre asociación e intercomunicación, se ha visto
oscurecido y desplazado. En lugar del desarrollo de aquellas individualidades que
profetizaba, lo que se da es una perversión del ideal entero de individualismo para
ajustarse a las costumbres de una cultura del dinero”.15

Aquí Dewey atribuye a la práctica pervertida de los poderosos, algo que otros han
explicado como resultado de la dinámica de la vida social en la cultura del dinero. El
cambio, según Dewey, vendrá dado por la acción del individuo, libre de esa perversión: una
comunidad de individuos inteligentes, bien armados y entrenados para el uso de la
inteligencia colectiva y que colectivamente construirían una sociedad equitativa a partir de
la realización de su interés individual. Según otros, se construirá con la acción organizada,
partidaria, de lucha por el poder.

Dewey recoge una cita de Mueller Freienfels (Misteries of the Soul) en la que encuentra
una descripción muy clara de la mentalidad pecuniaria y el carácter americanos de la época
y al que Dewey quisiera oponer su utopía liberal renovada:

“por americana – entiende Freienfels- una mentalidad que, partiendo de causas


similares, se está extendiendo a lo largo y ancho del planeta… una mente en total
sintonía con las condiciones de la acción orientada a un fin concreto, orientada al
mundo. Nuestra vida emocional es automática, voluble, no discrimina y carece
tanto de individualidad como de una dirección impuesta por la vida intelectual…
Los rasgos y signos de esa despersonalización del espíritu humano son la
cuantificación de la vida, con el correspondiente desprecio de la calidad; su
mecanización, junto con el hábito casi universal de estimar la técnica como un fin
y no como un medio… y, finalmente, su estandarización... el pensamiento crítico
brilla por su ausencia. Nuestro rasgo más pronunciado el carácter altamente
manipulable de la masa… no es que aquí tenga yo en mente proclamar una idea
“optimista” del futuro y sus posibilidades. Más bien quisiera formular la pregunta
                                                                                                                       
15
 John  Dewey,  Viejo  y  nuevo  individualismo,  Barcelona,  Paidós,  2003,  pp.  59-­‐60.  
desde otro punto de vista: ¿cuántos de esos defectos y males que supuestamente
forman parte del presente, no son, en realidad, restos de un orden pasado y en vías
de desaparición que se proyectan en dicho presente? ... Algo tiene que haber
fracasado estrepitosamente en la calidad, espiritualidad y rica variedad del pasado,
o no habrían sucumbido tan fácilmente ante la cuantificación, mecanización y
estandarización… Construir una nueva individualidad acorde con las condiciones
objetivas bajo las que vivimos es el problema más profundo de nuestro tiempo…
La idea de encontrar una solución sólo será legítima y relevante si consideramos
la situación actual como un estado transitorio y en proceso de cambio… sólo si la
enfocamos como un problema.16

Dewey reconoce, entonces, que hay un condicionamiento social en el pensamiento de los


individuos cuando se orientan por la cultura del dinero, cuando actúan como “público”,
cuando son manipulados por los intereses de los poderosos, pero quiere ver en ello, antes
que una condición social, “un hecho moral e intelectual independiente de cualquier
manifestación de poder en acción” (Viejo y nuevo individualismo p. 86); una señal de
corrupción, de perversión, de desinterés y homogeneización, que puede superarse,
precisamente a través de la educación. Dice “Lo fundamental es que las lealtades que en su
día profesaban los individuos a ciertos valores, que le servían de apoyo y otorgaban una
dirección de una perspectiva unitaria a su vida, prácticamente han desaparecido. En
consecuencia, los individuos se encuentran confusos y desconcertados” (Viejo y nuevo
individualismo p.86). En el punto de vista de otros intelectuales, esas “lealtades” (por no
decir conformismo social, o sujeción ideológica) representarían un modo de ver al mundo
(una cosmovisión) que estaba desapareciendo en su época y de allí la confusión y el
desconcierto. Es decir, Dewey reconoce el hecho de que hay formas sociales de
conocimiento establecidas modos socialmente establecidos de interpretar y comprender el
mundo es decir: ideologías; reconoce el condicionamiento social de la razón, pero, a pesar
de ese reconocimiento, no abandona su apuesta por una inteligencia, fundada en los

                                                                                                                       
16
 Ídem,  pp.64-­‐66.  
métodos y recursos de la ciencia, incontaminada, capaz de producir siempre resultados
asépticos.

A esta cultura norteamericana del dinero y sus bases económicas sociales y políticas, su
conformidad social y sus mecanismos de reproducción, quiere Dewey oponer otra
interpretación de lo americano otra interpretación de la vida social de los estados unidos
que no es la que predominaba en su tiempo, que no era hegemónica. El quiere discutir y
combatir ese pensamiento con otro, que apunta a fines distintos, manteniéndose en el
terreno del pensamiento; quiere promover un pensamiento que él califica de nuevo
individualismo, de liberalismo coherente; piensa que la cultura del dinero resulta de la
perversión del liberalismo que se corrompió en Europa y que podrá combatirse porque los
estadounidenses han tenido, desde que llegaron a suelo americano, una actitud más
solidaria, más equitativa, por eso cree en Walt Whitman como la inspiración de la
democracia americana. Para enfrentar esta situación él no quiere acudir a los partidos no
quiere acudir a las clases sociales, a los grupos, a las fuerzas organizadas socialmente; él
quiere que sea el esfuerzo individual, el interés individual, la aspiración individual, la que
lleve a cambiar las cosas. Luego, como dijimos antes, se topa con los hechos de la
manipulación de las masas, del analfabetismo de las masas, de la exclusión de los
privilegios del poder y la cultura, del entusiasmo por el desarrollo técnico científico y su
influencia en la mejora de las condiciones de vida, con el hecho de los intereses de los
políticos y los capitanes de industria; todo lo cual, piensa, puede ser combatido si a través
de la educación cambiamos a los sujetos sociales, a los individuos, poniéndolos en sintonía
para entender que no hay más camino que construir colectivamente y solidariamente un
futuro mejor.

En la interpretación de lo que la democracia representa como sistema de gobierno y de


toma de decisiones, ha dicho Félix Ovejero17, La tradición liberal se opone a la republicana
por cuanto que la primera se refiere al sistema que apunta a las decisiones que tienen en
cuenta las demandas de los más; mientras que la tradición republicana asegura las
decisiones más justas.

                                                                                                                       
17
 Felix  Ovejero,  Culturas  Democráticas  y  Participación  (Para  una  crítica  del  elitismo  democrático),  
disponible  en  http://www.oei.es/cultura2/ovejero.htm,  consultada  el  15  de  enero  de  2010.  
El liberalismo –dice Ovejero- ha estado comprometido con la imagen de unos individuos
que, para evitar los conflictos y riesgos, establecen unas normas a la interacción social
encarnadas en instituciones neutrales que no pueden, a su vez, asumir muchas atribuciones
normativas, excepto en el caso del aseguramiento de unos mínimos de seguridad,
educación, salud y subsistencia, etc., estos mínimos se expresan en la clásica idea de Estado
Vigilante Nocturno. Para el liberalismo es central proteger los derechos del individuo frente
a las decisiones colectivas; reivindica la libertad individual en el sentido (negativo) del
derecho a no ser interferido, limitado o sometido por los otros y la contrapone a la libertad
(positiva) del involucramiento autónomo en la vida pública. Por su parte, la tradición
republicana entiende la democracia como autogobierno colectivo que reclama la
participación de todos en la vida cívica, como participación en las decisiones públicas para
asegurar las decisiones más equitativas.

Una limitación importante en ambas concepciones es que suponen algo que, desde el punto
de vista de muchos autores, no existe: igualdad en la participación. En la vida práctica,
todos sabemos que no basta con la declaratoria de igualdad, y la invitación a participar, ya
que existen causas “objetivas”, sociales y culturales que lo impiden. En todo caso hay en la
tradición republicana un mayor reconocimiento de la desigualdad de posibilidades de
participación, en la medida en que busca proteger y compensar a quienes no “alcanzan los
beneficios de la vida colectiva”, a quienes se ven excluidos en función de
condicionamientos que no dependen de su voluntad.

La concepción deweyana de vida pública y de democracia se encuentra, diríamos, a medio


camino entre uno y otro modelo, va más allá de la idea liberal de la democracia, desde el
momento en que piensa que la vida social es un proceso abierto a la acción de los
individuos que, en función de sus necesidades y expectativas, se encuentran dispuestos a
participar de la inteligencia común, convencidos de la necesidad de construir
colectivamente con los demás un medio social que responda adecuadamente a las
necesidades de su existencia y que la educación es el espacio social donde se configura y
reconfigura constantemente la posibilidad de esa construcción. En Dewey las ideas de
democracia y de sociedad justa y equitativa, no pueden desligarse, como hemos visto, de
una comprensión de los problemas de la vida práctica en términos de experiencia individual
y colectiva organizada en torno de la perspectiva de fines que resultan tanto de las
limitaciones de lo existente, como de la posibilidad de proyectar cambios que permitan
superarlas. Cada individuo contribuye a la experiencia y la inteligencia colectivas para
hacer posible ese proyecto de cambio desde su lugar en la sociedad y en la historia, esto es,
desde la necesidad y la libertad, desde el condicionamiento social y el interés individual.

En cambio, se queda más acá del pensamiento republicano en la medida en que se declara
absolutamente opuesto al intervencionismo estatal, reivindicando la plena libertad del
espíritu humano y del individuo, no obstante reconocer que dicha libertad sólo puede
realizarse si existe una posibilidad efectiva de participar en el patrimonio cultural de la
civilización y en el esfuerzo por hacerla avanzar.

Lo que Dewey critica en el viejo liberalismo, es que se proponga un ideal de vida social que
no nace de la práctica que no nace del debate, que no nace de la confrontación de ideas y de
los intereses de los individuos sino de la teoría, de la filosofía o de otra parte, por ejemplo
del programa de un partido. Igualmente critica la idea de “dictadura de la clase que
asciende al poder”: Dictadura del proletariado, por ejemplo, en lo que ésta significa por su
falta de democracia y por el ejercicio de la violencia para imponerse y conservarse.

Dewey, entonces, declaradamente liberal, no quiere, de todos modos, limitar su perspectiva


de una sociedad democrática, crítica y relativamente justa, a una interacción regulada por
instituciones sociales ajenas al juicio ético; aspira a una fusión de la libertad del sujeto con
un proyecto ético-político, que lo trasciende. El espacio social de esta fusión es la
educación, el lugar en el que la iniciativa, la originalidad y la cooperación liberan las
potencialidades del individuo en la dirección de construir y reconstruir constantemente el
orden social. En este planteamiento se contiene también el enfoque pragmático de su
interpretación del conocimiento que establece que los saberes son construcciones humanas
históricamente determinadas, con una función instrumental, cuya finalidad es planificar la
acción y superar los obstáculos entre lo que hay y lo que se proyecta como posible. El
conocimiento y el espacio social en el que éste se produce y se reproduce: la educación, son
una necesidad de la vida del individuo y por tanto de la sociedad. La escuela es una
institución social fundamental, es una forma de vida en comunidad. “Las escuelas deben
desempeñar un papel –y unos muy importante- en la producción del cambio social. Un
factor esencial de la situación es que las escuelas siguen y reflejan el orden social que
existe. Esto es un factor condicionante, que apoya la conclusión de que las escuelas
participan con ello en la determinación de un orden social futuro...”18

¿Cómo la educación puede cambiar las cosas en la utopía deweyana?

Esto sólo es posible si pensamos -dice Dewey- en una educación:

“…que vincule entre sí los contenidos y los métodos por medio de los cuales se
adquiere el conocimiento, con un sentido de cómo las cosas se hacen y podrían
hacerse; no impregnando el individuo con alguna filosofía definitiva, venga ésta
de Carlos Marx, Mussolini, Hitler o cualquier otro, sino poniendo en condiciones
de comprender de tal manera las condiciones existentes, que de la comprensión
social surja una aptitud de acción inteligente.”19

Esta educación producirá una sociedad ampliamente informada de sus problemas,


diferencias e inequidades y de los medios de que dispone la razón para enfrentarlos; Pero
¿es esa una sociedad capaz de hacer avanzar la vida colectiva hacia la equidad y la justicia?
¿se consigue el cambio, sólo con el desarrollo de la inteligencia y los recursos del diálogo,
o requiere de la lucha para imponerlo?

¿Será suficiente que la educación consiga la comprensión y el avizoramiento de


posibilidades de solución a las inequidades e injusticias? esperando que quienes se
encuentran en posiciones de poder compartan esa convicción y a que no actúen para evitar
los cambios, en la medida en que su propia inteligencia los lleve a solidarizarse y participar
en un nuevo modo de la convivencia (no discriminatoria, no opresiva, no manipuladora, no
explotadora), o tendremos que buscar, que la educación, al lado de otras prácticas sociales
de organización, de resistencia, de lucha, sea el laboratorio en el que se construyan esas
alternativas de cambio social, pero combinándolas con la asunción de la necesidad de
enfrentar con valentía y decisión las exigencias de lucha que plantean la inequidad y la
injusticia sociales, por supuesto, desde una perspectiva de análisis comprometida con los
intereses sociales, económicos y culturales de los “de abajo”. Esa es la disyuntiva que se
nos presenta en casi cada párrafo de los escritos de Dewey, por una lado nos anima a
                                                                                                                       
18
 John  Dewey,  Democracia  y  educación,  Buenos  Aires,  Losada,  1946,  pp.  97.  
19
 John  Dewey,  El  hombre  y  sus  problemas,  2da.  Edición,  Buenos  Aires,  Paidós,  1961,  pp.  54.  
reconocer la realidad social injusta, inequitativa y a condenarla y por el otro nos propone
que apelemos a la inteligencia y al diálogo, a la buena voluntad de los “de arriba”, que
también son inteligentes y, al cabo, reconocerán lo valioso de una sociedad justa y
equitativa, en la que todos consigan ser ellos mismos.

Dewey se define a sí mismo como representante de una clase de liberalismo crítico, radical,
renovado, que busca atender a la realidad social contemporánea, pero liberalismo al fin. No
adhirió nunca a alternativas que tuvieran por base la idea de que la solución de los
problemas sociales deben enfrentarse desde los intereses de grupo o de clase; él aspiraba a
que las soluciones reflejaran siempre el respeto irrestricto de la libertad individual; para él
son los individuos los que hacen la vida social, es su interacción, sus intercambios, alianzas
y solidaridades, las que contienen la posibilidad de una vida social valiosa para todos.

Los individuos, no los grupos; la inteligencia de cada quien, confrontada y en intercurso


con la de todos los demás, no las ideologías o las doctrinas, no los programas partidarios o
las reivindicaciones sectoriales, en donde pueden hallarse soluciones valiosas, inteligentes,
a los problemas de la vida social.

Cada individuo, con pleno desarrollo de su inteligencia, a través del proceso educativo, con
suficiente información, con todos los recursos del pensamiento racional-técnico, en diálogo
con todos los demás; cada uno contribuirá a la inteligencia común, única capaz de producir
alternativas que resuelvan los problemas de hoy, que no son ni los de ayer, ni los de
mañana. Un individuo concreto, un ciudadano de carne y hueso, un sujeto colocado en una
posición específica en el contexto social, no “el hombre”, no “el sujeto racional” del viejo
liberalismo.

Para Dewey, el ámbito de acción del estado no puede llegar hasta el punto de atentar contra,
o limitar, la libertad y la autonomía del individuo. No puede restringirla o normarla, menos
eliminarla, en ninguna de sus dimensiones. El problema es si la vida pública funciona así; si
es posible escapar a la determinación y al condicionamiento, a la sujeción social y a la
dominación política sólo desde la inteligencia; el problema es si rechazar o desconocer la
imposición de una visión del mundo desde el poder, consigue evitar la hegemonía social y
cultural de los grupos sociales o clases; ¿el que estemos convencidos de que cada uno ha de
contribuir desde su propia inteligencia al proyecto común, hace que deje de darse la
utilización de mecanismos de conformidad social que lleva a ver como legítima, necesaria,
razonable y racional una visión interesada de las cosas y los problemas sociales?

Dewey crítica que en los Estados Unidos de su tiempo, se diga que se respeta la libertad
individual y la posibilidad de colocar en condiciones de igualdad la participación de los
individuos en la vida pública, cuando en realidad ese respeto no pasaba de ser un discurso
y, producto de los cambios que vinieron con el desarrollo del capitalismo del siglo XX, en
realidad se pasaba por encima de ese respeto; Dewey reconocía que no se buscaba desde el
poder hacer realidad esa idea de vida colectiva y que se disimulaba cuando era patente su
inexistencia, por ejemplo en la manipulación de la opinión pública, en la escasez de
educación y el establecimiento de finalidades puramente “cientificistas” y economicistas a
los procesos educativos, o en la coartación de libertades y segregación por motivos de raza
o minoría social; con todo Dewey aspiraba a esa depuración del liberalismo, para acercarlo
al reconocimiento de una naturaleza humana en construcción y no dada de antemano,
quería que se asumiera la historicidad y la contingencia, y no aceptar un modo de ser
humano o social que está predeterminado.

Lo valioso y recuperable en el pensamiento de Dewey es, entonces: su crítica de la


reducción del pensamiento liberal a una idea abstracta del sujeto y a un discurso
conservador; su crítica de la cultura pecuniaria norteamericana que ya para la época en que
Dewey escribe había producido grandes efectos de marginación y exclusión; su crítica de la
alienación y limitación de perspectivas en la mentalidad consumista y de pérdida de la
individualidad en esa cultura excluyente de la diferencia y centrada en la reproducción de
una visión del mundo Su crítica de la escuela que forma para el trabajo y la aplicación de
los recursos de la ciencia al proceso económico, olvidándose de la necesidad de llevar la
reflexión científica también al terreno de la vida pública; su proyecto de hacer de la
educación el corazón de la vida pública, etc. Lo que no nos entusiasma tanto es su
perspectiva de exclusión de toda forma de lucha social; su desconocimiento de la necesidad
de luchar por el cambio también por otros medios ¿Cabe tener tanta fe y esperanza en la
utopía de la sociedad democrática racional?
Bibliografía:

Bibliografía:    

Felix Ovejero, Culturas Democráticas y Participación (Para una crítica del elitismo
democrático) disponible en http://www.oei.es/cultura2/ovejero.htm, consultada el 15 de
enero de 2010.
Juan Carlos Geneyro, La democracia inquieta. E. Durkheim y J. Dewey, Barcelona,
Anthropos/UAM, 1991.

John Dewey, Teoría de la valoración, Madrid, Siruela, 2008.

John Dewey, Democracia y educación, Buenos Aires, Losada, 1946.

John Dewey, Libertad y cultura, México, UTEHA, 1965.

John Dewey, Viejo y nuevo individualismo, Barcelona, Paidós, 2003.

John Dewey, El hombre y sus problemas, 2da. Edición, Buenos Aires, Paidós, 1961.

Octavi Fullat, Verdades y trampas de la pedagogía, Barcelona, CEAC, 1984.

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