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El
carácter
instrumental
y
destructivo
que
se
le
ha
asignado
a
la
violencia
en
Occidente,
después
de
la
denominada
Segunda
Guerra
Mundial,
condena
a
los
hechos
sociales
agrupados
bajo
tal
concepto
a
vivir
en
un
limbo
analítico,
como
la
causa
o
el
efecto
de
una
anomia
que
desestabiliza
el
orden
social
o
erosiona
el
sistema
político.
Al
mismo
tiempo,
y
por
tal
razón,
en
un
país
como
Colombia
dificulta
su
comprensión
como
un
elemento
o
factor
estructurante,
es
decir,
como
parte
sustancial
de
las
relaciones
de
producción
de
la
vida
social.
En
este
texto
reflexionaremos
sobre
este
aspecto
de
la
violencia,
a
partir
de
la
problematización
del
paradigma
negativo
que
fundamenta
Hannah
Arendt,
cuando
construye
el
concepto
de
poder
político
desde
una
perspectiva
normativa.
Con
tal
propósito,
tendremos
como
referencia
los
análisis
de
Orlando
Fals
Borda
y
Walter
Benjamin.
La
pretensión
comprensiva
de
esta
reflexión
exige
que
nos
aproximemos
a
la
“cara
oculta”
de
la
violencia,
con
respecto
a
la
mirada
normativa,
es
decir,
al
rostro
que
expresa
la
producción
o
conformación
de
subjetividades,
relaciones
sociales,
formas
de
poder
político,
instituciones,
sistemas
o
roles.
De
esta
manera,
evitaremos
quedar
atrapados
por
el
impacto
moral
que
ocasiona
su
“cara
visible”,
la
de
los
asesinatos,
los
destierros
internos
y
externos,
las
violaciones,
las
torturas,
las
víctimas,
la
destrucción
de
la
solidaridad
social
o
el
estado
de
excepción.
∗
Profesor
Asociado
de
la
Facultad
de
Derecho,
Ciencias
Políticas
y
Sociales
de
la
Universidad
Nacional,
coordinador
del
Grupo
de
investigación
en
Teoría
Política
Contemporánea
(TEOPOCO)
de
la
misma
institución
y
miembro
internacional
del
CriDis
(Centre
de
recherches
interdisciplinaires.
Développement,
Institutions,
Subjectivité)
de
la
Universidad
Católica
de
Louvain.
1
político,
que
concibe
como
“la
capacidad
humana
(…)
para
actuar
concertadamente.”
(Arendt,
2005:
60)1.
Aunque
acepta
que
ambos
fenómenos,
a
pesar
de
ser
distintos,
“normalmente
aparecen
juntos”,
concluye
que
su
relación
es
contradictoria
y
que
aun
cuando
la
violencia
surja
al
estar
en
peligro
el
poder,
puede
llegar
a
destruirlo
y
es
“absolutamente
incapaz
de
crearlo”
(Ibídem:
77).
No
puede
estructurarlo.
El
análisis
de
Arendt
tenía
como
objetivo
contrarrestar
la
importancia
que,
de
acuerdo
con
su
interpretación,
le
otorgaban
el
Movimiento
Estudiantil
del
68
y
la
Nueva
Izquierda
en
Europa
a
la
violencia
como
instrumento
revolucionario.
Sin
embargo,
también
pretendía
desvirtuar
la
función
que
en
el
mundo
contemporáneo
se
le
asignaba
como
generadora
del
poder
político,
al
equiparar
a
este
último
con
la
violencia
organizada,
como
lo
hizo
Weber
cuando
definió
el
Estado.
Frente
a
tal
función
y
a
su
naturaleza
técnica,
rescataba
normativamente
la
noción
de
poder
basada
en
el
consenso,
propia
de
la
Ciudad-‐Estado
ateniense
o
de
la
civitas
romana
(Ibídem:
55-‐56).
La
crítica
de
Arendt
abría
la
posibilidad
para
pensar
de
otra
manera
el
cambio
social
e
incluso
la
revolución,
con
base
en
un
poder
político
que
se
fundamentaba
en
la
construcción
concertada
de
un
sentido
colectivo
y
no
en
la
imposición
de
un
mandato
mediante
la
fuerza
o
el
engaño;
sin
embargo,
en
forma
simultánea,
condenaba
analíticamente
a
la
violencia
a
vivir
en
el
mismo
limbo
de
disfuncionalidad
o
instrumentalidad
que
le
había
asignado
el
estructural-‐funcionalismo.
La
violencia
quedaba
limitada
a
ser
el
efecto
de
la
disminución
o
reducción
del
poder,
una
anomalía
con
respecto
al
ideal
clásico
de
la
política2,
o
la
causa
de
nuevas
anomias3.
Convertida
así
en
una
simple
desviación
frente
a
una
norma
práctica
perdía
gran
parte
de
su
pertinencia
para
el
análisis
social.
1
También
la
diferencia
de
otros
términos,
menos
relevantes
para
su
análisis,
como
la
potencia,
la
fuerza
y
la
autoridad
(Ibídem:
61-‐62).
2.
“…sabemos,
o
deberíamos
saber,
que
cada
reducción
de
poder
es
una
abierta
invitación
a
la
violencia;
aunque
sólo
sea
por
el
hecho
de
que
quienes
tienen
el
poder
y
sienten
que
se
desliza
de
sus
manos,
sean
el
Gobierno
o
los
gobernados,
siempre
les
ha
sido
difícil
resistir
a
la
tentación
de
sustituirlo
por
la
violencia.”
(Ibídem:
118).
3
“La
práctica
de
la
violencia,
como
toda
acción,
cambia
el
mundo,
pero
el
cambio
más
probable
originará
un
mundo
más
violento.”
(Ibídem:
110).
2
concertada,
constitutiva
del
poder
político,
Arendt
oculta
la
violencia
que
lo
estructura
en
el
seno
de
la
sociedad
esclavista
griega,
la
cual,
además,
le
sirve
como
referente
normativo
de
la
política.
Así
enmascarada,
la
violencia,
o
más
precisamente,
su
utilización
instrumental,
emerge
como
una
desviación
práctica
que
a
partir
de
una
suerte
de
patología
social
debe
ser
explicada
en
función
de
las
causas
mórbidas
que
la
generan
o
de
los
efectos
nocivos
que
produce.
Su
carácter
estructurante
con
respecto
al
poder
político
y
al
Estado
moderno,
señalado
en
forma
recurrente
por
los
estudios
históricos
y
sociológicos,
particularmente
por
Weber
(1997),
Elías
(1994),
Skocpol
(1984)
y
Tilly
(1992),
queda
de
esta
manera
parcialmente
desvirtuado.
Sin
embargo,
en
otro
sentido,
es
reforzado,
pues
la
idea
de
que
el
consenso
libre,
con
respecto
a
cualquier
tipo
de
coerción,
es
el
fundamento
último
del
poder
político,
constituye
un
elemento
esencial
para
establecer
la
frontera
entre
la
violencia
legítima
y
la
ilegítima.
El
paradigma
negativo
de
Arendt
exacerba
la
idea
moderna
de
que
el
poder
político
se
legitima
a
sí
mismo
mediante
la
acción
colectiva
concertada,
la
cual
es
comprendida
como
ajena
y
opuesta
a
la
violencia,
a
pesar
de
que
la
experiencia
histórica
de
Occidente
demuestra
que
esta
última
participa
en
la
creación
de
las
condiciones
sociales
necesarias
para
la
formación
de
los
consensos
políticos.
3
consecuencias
prácticas
en
los
diferentes
procesos
de
paz
entre
las
guerrillas
y
el
gobierno.
Sin
duda,
los
efectos
desestructurantes
de
la
violencia
resultan
evidentes
en
las
estadísticas
sobre
la
violación
de
los
derechos
humanos
y
el
derecho
internacional
humanitario
en
el
país.
Las
explicaciones
causales
que
se
derivan
de
este
tipo
de
interpretaciones
han
sido
sistematizados
por
diferentes
estudios,
entre
los
que
vale
la
pena
destacar
los
realizados
por
González,
Bolívar
y
Vásquez
(2003:
25-‐40)
y
por
Valencia
Agudelo
y
Cuartas
Celis
(2009).
En
términos
generales,
el
conflicto
armado
y
la
violencia
son
entendidos
como
el
efecto
de
causas
subjetivas
y
objetivas
que
los
determinan.
Por
consiguiente,
la
paz
es
vista
como
el
resultado
de
la
transformación
de
dichas
causas.
Las
causas
subjetivas,
por
otra
parte,
se
originarían
en
la
creencia
en
los
beneficios
individuales
y
colectivos
derivados
de
la
utilización
de
la
violencia
con
el
propósito
de
alcanzar
fines
políticos
o
personales,
fundamentada
en
la
racionalidad
instrumental
4
de
los
actores
políticos
(cálculo
de
medios
y
fines
y
de
costo
y
beneficio)
o
en
prejuicios
ideológicos
inherentes
a
concepciones
revolucionarias
maximalistas
o
a
doctrinas
como
la
de
la
seguridad
nacional
o
el
antiterrorismo.
Las
causas
subjetivas
podrían
ser
clasificadas
en
dos
tipos:
instrumentales
e
ideológicas.
Las
instrumentales
residirían
en
la
utilización
sistemática
de
la
violencia
con
fines
individuales
por
parte
de
actores
armados
que
han
perdido
los
proyectos
políticos,
como
sería
el
caso
de
los
miembros
de
la
guerrilla,
o
de
actores
institucionales
o
parainsitucionales
que
no
respetan
o
no
tienen
los
referentes
éticos
y
legales
a
los
cuales
deberían
ajustar
sus
prácticas,
como
sería
el
caso
de
los
paramilitares
y
los
miembros
de
las
fuerzas
armadas
que
actúan
por
fuera
de
la
ley.
Las
ideológicas
implicarían
la
justificación
metadiscursiva
del
conflicto
armado
y
la
utilización
sistemática
de
la
violencia,
independientemente
de
las
secuelas
que
impliquen,
en
función
de
la
transformación
radical
de
la
sociedad
o
de
la
conservación
del
orden
existente.
El
causalismo
presupone
que
la
desaparición
progresiva
de
los
factores
determinantes
de
la
violencia
y
el
conflicto
armado
normaliza
la
vida
social
y
genera
las
condiciones
para
la
formación
de
un
consenso
libre.
Por
ende,
la
paz
es
entendida
como
un
efecto
de
la
eliminación
de
las
causas
objetivas
y
subjetivas
de
la
violencia
y
de
la
adopción
plena
de
la
democracia
política.
No
obstante,
desde
el
primer
estudio
sistemático
sobre
la
violencia
en
Colombia,
publicado
en
la
década
del
sesenta
del
Siglo
XX,
Orlando
Fals
Borda
había
elaborado
los
primeros
elementos
analíticos
para
comprender
el
carácter
estructurante
de
la
violencia
considerada
como
ilegal
o
ilegítima.
Es
decir,
para
entenderla
como
una
práctica
social,
dotada
de
sentido
propio
e
irreductible
a
la
naturaleza
técnica
del
instrumento,
productora
de
ordenes
alternos
y
complementarios
al
estatal,
que
no
puede
ser
comprendida
como
una
simple
anomalía
o
desviación
de
la
sociedad
colombiana,
sino
como
el
resultado
de
las
formas
históricas
de
su
ejercicio,
dentro
de
las
relaciones
de
poder
que
la
enmarcan.
Ocho
años
antes
de
la
publicación
del
libro
de
Arendt,
Orlando
Fals
Borda,
en
compañía
de
Germán
Guzmán
y
Eduardo
Umaña
Luna,
empezaba
a
explorar
una
relación
más
compleja
entre
la
violencia
y
el
poder,
a
partir
del
análisis
sociológico
del
conflicto
social
y
político
de
los
años
cincuenta
del
siglo
pasado
en
Colombia
y
de
la
llamada
Violencia,
escrita
con
“v”
mayúscula,
que
le
otorgó
su
signo
distintivo
(Guzmán
Campos,
Fals
Borda
y
Umaña
Luna:
1962).
Fals
Borda
problematizó
la
5
disfuncionalidad
de
la
violencia
como
una
anomalía
excepcional
con
respecto
a
los
sistemas
sociales
y,
desde
luego,
al
poder
político.
Por
el
contrario,
consideró
que,
debido
a
su
constancia
debía
ser
interpretada
como
un
atributo
normal
de
dichos
sistemas
o
de
tal
concepto
(Guzmán
Campos,
Fals
Borda
y
Umaña
Luna,
2005:
436)4.
En
el
origen
de
esta
suerte
de
disfuncionalidad-‐funcional,
estaría
la
coexistencia
en
la
sociedad
colombiana,
y
probablemente
en
cualquier
sociedad
contemporánea,
de
los
“fines
formales”
y
las
“normas
ideales”,
propios
del
poder
jurídico-‐político,
con
los
“fines
derivados”
y
las
“normas
reales”,
generados
por
la
violencia.
Los
roles
institucionales
adquirirían
así
una
faz
doble:
por
un
lado
regular
y
por
la
otra
deformada
(Ibídem:
434)5.
Fals
caracterizó
el
resultado
de
esta
dualidad
entre
lo
formal-‐ideal
y
lo
derivado-‐real
como
un
“agrietamiento
estructural”,
producido
por
la
saturación
de
violencia
en
las
relaciones
sociales,
mediante
un
movimiento
de
ida
y
vuelta
entre
lo
nacional,
lo
regional,
lo
comunal,
lo
vecinal,
lo
familiar
y
lo
diádico.
De
acuerdo
con
su
interpretación,
las
grietas
(cleavages)
que
se
formaron
con
ocasión
de
este
sismo
social
dejaron
al
descubierto
“puntos
débiles
de
la
estructura
social
colombiana”
como
“la
impunidad
(en
las
instituciones
jurídicas),
la
falta
de
tierras
y
la
pobreza
(en
las
instituciones
económicas),
y
la
ignorancia
(en
las
instituciones
educativas)…”
(Ibídem:
438).
Más
allá
del
lenguaje
estructuralista
utilizado
por
Fals,
con
el
propósito
de
demostrar
desde
su
semántica
las
limitaciones
analíticas
que
le
eran
inherentes,
es
conveniente
subrayar
la
relación
que
establece
entre
la
violencia
ilegal
o
ilegítima,
definida
en
relación
con
los
“fines
formales”
y
las
“normas
ideales”,
y
la
transformación
del
poder
político
y
del
sistema
social
en
Colombia.
Incluso
llega
a
sostener
una
tesis
que
califica
de
extraña
desde
la
lógica
estructural–funcionalista,
pero
probable
socialmente:
las
4.
Utilizamos
para
las
citas
la
edición
corregida
del
2005,
que
no
altera
el
contenido
del
análisis.
Fals
Borda
aclara
que
el
concepto
de
disfunción
solo
podría
se
utilizado
si
se
dan
la
cuatro
condiciones
siguientes:
“1º
Si
se
relaciona
con
un
grupo
social
específico
o
de
referencia
en
un
determinado
nivel
de
integración;
2º
Si
se
condiciona
a
la
disparidad
entro
los
fines
formales
y
los
derivados
de
un
sistema
social;
3º
si
se
relaciona
especialmente
con
normas
sociales
y
con
deformaciones
de
status-‐roles
reconocidos;
y
4º
Si
toda
esta
combinación
de
elementos
queda
aún
dentro
del
marco
institucional
o
del
sistema
social
básico.”
(Guzmán
Campos,
Fals
Borda
y
Umaña
Luna,
2005:
437).
5.
Fals
ilustra
esta
doble
faz
con
el
ejemplo
de
la
policía:
“Implícita
se
encuentra
aquí
también
una
deformación
de
roles
dentro
de
las
instituciones.
El
policía
ya
no
es
guarda
del
orden
sino
un
agente
del
desorden
y
del
crimen.
Mas
no
puede
argumentarse
que
esta
conducta
no
vaya
involucrada
en
el
nuevo
rol
del
agente
de
Policía,
puesto
que
ésta
en
realidad
se
ha
amoldado
a
las
normas
impartidas
por
su
grupo
y
por
los
grupos
a
él
vinculados
en
otros
niveles
de
integración,
que
exigen
el
desorden
y
el
crimen.
Estos
grupos
(al
nivel
estatal,
de
los
partidos
nacionales
y
de
la
máquina
política
vecinal)
han
legitimado
en
el
agente
de
Policía
un
nuevo
rol,
un
rol
violento,
distinto
al
contemplado
en
los
códigos”
(Ibídem,
434).
6
disfunciones
pueden
llegar
a
ser
institucionalizadas
(Ibídem:
435).
Podríamos
afirmar
que
en
este
sentido,
para
Fals,
la
anomia
en
relación
con
el
orden
formal,
puede
mutar
hacia
los
órdenes
reales
de
la
violencia.
Sin
embargo,
en
su
ensayo
todavía
perdura
el
paradigma
negativo
que
tiende
a
fragmentar
el
análisis
en
términos
de
legitimidad
e
ilegitimidad,
de
tal
forma
que
la
violencia
aparece
estructurando
básicamente
el
espacio
de
lo
ilegal
y
solo
subsidiariamente
el
de
lo
estatal,
bajo
la
formación
de
órdenes
alternos
y
complementarios.
El
contraste
analítico
entre
Arendt
y
Fals
es
evidente:
para
Arendt,
la
violencia
es
un
instrumento
social
que
no
puede
crear
poder
político,
mientras
que
para
Fals,
es
uno
de
los
elementos
que
lo
estructuran.
No
se
trata
aquí
simplemente
de
enfoques
disciplinares
diversos,
debido
a
los
campos
de
conocimiento
de
referencia,
en
un
caso
la
filosofía
y
en
el
otro
la
sociología,
sino
que
las
diferencias
reflejan
la
brecha
enorme
entre
la
pretensión
normativa
del
texto
Sobre
la
Violencia
y
la
comprensiva
del
capítulo
sobre
“El
conflicto,
la
violencia
y
la
estructura
social
colombiana”,
incluido
en
la
Violencia
en
Colombia.
Además,
resaltan
un
aspecto
relevante
en
el
debate
contemporáneo
sobre
la
violencia,
su
carácter
estructurante,
que
es
necesario
aclarar,
pues
en
la
propuesta
de
Fals
la
relación
entre
violencia
y
poder
no
permite
comprender
la
interrelación
entre
los
diferentes
órdenes
producidos
por
la
violencia,
la
cual
traspasa
las
fronteras
demarcadas
por
lo
legal
y
lo
legítimo.
Empero,
abre
un
horizonte
mucho
más
amplio
para
interpretar
el
sentido
social
de
la
paz
en
un
país
como
Colombia,
la
cual
exigiría
desmontar
los
ordenes
sociales
y
políticos
alternos
construidos
fundamentalmente
alrededor
del
ejercicio
sistemático
de
los
diferentes
tipo
de
violencia
social,
simbólica
y
política.
La violencia estructurante
6.
“La
tarea
de
una
crítica
de
la
violencia
puede
circunscribirse
a
la
descripción
de
la
relación
de
ésta
respecto
al
derecho
y
a
la
justicia.
Es
que,
en
lo
que
concierne
a
la
violencia
en
su
sentido
más
conciso,
sólo
se
llega
a
una
razón
efectiva,
siempre
y
cuando
se
inscriba
dentro
de
un
contexto
ético.
Y
la
esfera
de
este
concepto
está
indicada
por
los
conceptos
de
derecho
y
justicia.
En
lo
que
se
refiere
al
primero,
no
cabe
duda
de
que
constituye
el
medio
y
el
fin
de
todo
orden
de
derecho…”
(Benjamin,
2001:
21)
7
como
en
Arendt7,
sino
la
fuerza
coactiva
que
se
legitima
como
poder
reconocido
y
aceptado
socialmente.
Para
Arendt,
la
violencia,
como
todo
instrumento,
se
justifica
en
relación
con
un
fin
futuro,
mientras
que
el
poder
se
legitima
con
respecto
a
un
origen
colectivo
pasado.
Por
eso
afirma
que
“la
violencia
puede
ser
justificable
pero
nunca
será
legítima.”
(Arendt,
2005:
71-‐72).
En
Benjamin,
la
violencia
se
legitima
socialmente
cuando
convierte
el
fin
que
justifica
su
uso
pasado,
en
el
fundamento
del
poder
presente
y
futuro;
cuando
los
sentidos
colectivos
concertados
son
construidos
socialmente,
en
virtud
de
su
utilización
pretérita
y
de
la
amenaza
de
su
utilización
venidera,
como
sucede
en
el
Estado
moderno.
No
obstante,
la
reflexión
de
Benjamin
tiene
otro
objetivo
menos
visible:
aportar
los
elementos
para
analizar
y
cuestionar
el
carácter
meramente
instrumental
de
la
violencia
y
los
criterios
para
establecer
si
puede
ser
considerada
como
ética,
con
independencia
de
los
fines,
justos
o
injustos,
que
se
pretenden
alcanzar
mediante
su
utilización8.
8
excluyente
(Ibídem:
26-‐27).
Las
limitaciones
del
enfoque
que
pretende
restringir
la
violencia
a
la
condición
de
un
medio
subordinado
al
fin
que
lo
determina,
surgen
a
la
vista,
cuando
resulta
claro
dentro
del
ensayo
que
esta
no
puede
ser
escindida
del
derecho,
de
los
órdenes
sociales
modernos,
pues
los
constituye
como
uno
de
sus
elementos
esenciales9.
9.
“La
violencia
como
medio
es
siempre,
o
bien
fundadora
de
derecho
o
conservadora
de
derecho.
En
caso
de
no
reivindicar
alguno
de
estos
predicados
renuncia
a
toda
validez.
De
ellos
se
desprende
que,
en
el
mejor
de
los
casos,
toda
violencia
empleada
como
medio
participa
en
la
problemática
del
derecho
en
general.”
(Benjamin,
2001:
33).
Derrida
(1997)
y
Esposito
(2002)
insisten
en
la
superación
de
la
dicotomía
entre
medios
y
fines,
aplicable
al
poder
político,
que
se
da
en
el
ensayo
de
Benjamin:
“La
violencia
no
se
limita
a
preceder
al
derecho
ni
a
seguirlo,
sino
que
lo
acompaña
–o
mejor
dicho,
lo
constituye-‐
a
lo
largo
de
toda
su
trayectoria
con
un
movimiento
pendular
que
va
de
la
fuerza
al
poder
y
del
poder
a
la
fuerza.
Dentro
de
este
circuito
se
pueden
distinguir
tres
pasajes
distintos
y
concatenados:
1)
al
comienzo
siempre
es
un
hecho
de
violencia
–jurídicamente
infundado-‐
el
que
funda
el
derecho;
2)
este
último,
una
vez
instituido,
tiende
a
excluir
toda
otra
violencia
por
fuera
de
él;
3)
pero
dicha
exclusión
no
puede
ser
realizada
más
que
a
través
de
una
violencia
ulterior,
ya
no
instituyente,
sino
conservadora
del
poder
establecido:
En
última
instancia
el
derecho
consiste
en
esto:
una
violencia
a
la
violencia
por
el
control
de
la
violencia.”
(Esposito,
2002:
46).
10
“Aquí
asoma
con
terrible
ingenuidad
la
mítica
ambigüedad
de
las
leyes
que
no
deben
ser
«transgredidas»,
y
de
las
que
hace
mención
satírica
Anatole
France
cuando
dice:
la
ley
prohíbe
de
igual
manera
a
ricos
y
a
pobres
pernoctar
bajo
puente.
Asimismo,
cuando
Sorel
sugiere
que
el
privilegio
(o
9
materializa
la
voluntad
de
quien
domina
y
establece
las
condiciones
de
la
subordinación.
Por
haber
desafiado
a
seres
superiores,
Níobe
debe
vivir
petrificada,
y
llorar
con
lágrimas
de
mármol
la
culpa
por
la
muerte
de
sus
hijos
e
hijas.
Ese
es
el
nuevo
derecho
de
los
dioses
que
responde
con
la
violencia
de
su
supremacía
a
la
“arrogancia”
de
los
seres
humanos.
10
de
la
revolución.
Sin
embargo,
a
pesar
de
él,
en
el
mundo
de
los
seres
humanos
configura
un
nuevo
orden
y
un
nuevo
derecho
que
desvirtúa
su
sentido.
No
es
instrumento,
no
es
la
manifestación
de
la
voluntad
de
dominio,
es
la
expresión
de
una
emancipación
o
una
liberación
que
abre
a
la
sociedad
hacia
la
estructuración
de
nuevos
órdenes
o
desordenes
ajenos
a
la
intención
de
los
actores
que
la
utilizan.
Sus
efectos
son,
por
ende,
consecuenciales,
no
buscados.
13.
Al
hablar
de
la
legitimidad
en
la
modernidad
occidental,
Guglielmo
Ferrero
explica
con
candidez
y
claridad
el
desgobierno
y
el
despilfarro
social
que
en
términos
del
poder
político
puede
implicar
el
uso
indiscriminado
y
permanente
de
la
violencia
(asimilada
a
la
“fuerza”):
“Hemos
visto
que
los
instrumentos
de
la
fuerza
aterrorizan
a
la
vez
a
quienes
los
sufren
y
a
quienes
los
emplean.
Como
también
hemos
visto
que
el
miedo
al
Poder
se
exaspera
hasta
el
paroxismo
por
la
acción
y
reacción
recíproca
entre
Poder
y
súbditos;
que
el
miedo
de
los
súbditos
aterroriza
al
Poder
porque
engendra
el
odio
y
el
espíritu
de
revuelta
también
aumentan:
cuanto
más
miedo
despierta
el
poder,
más
miedo
siente;
cuanto
más
miedo
tiene,
mayor
es
su
necesidad
de
hacer
sentir
miedo.”
(Ferrero,
1998:
312).
11
función
del
presente
14.
Por
tal
razón,
la
violencia
lo
estructura,
aunque
su
ejercicio
permanente
lo
destruya,
como
bien
anotaba
Hannah
Arendt.
La
sociedad
colombiana
ha
vivido
los
tres
tipos
de
violencia
simultáneamente,
de
tal
forma
que
es
imposible
comprender
la
estructuración
del
poder
político
sin
tener
en
cuenta
la
interrelación
entre
la
violencia
instrumental,
la
mítica
y
la
divina,
y
la
conformación
en
este
entramado
de
diferentes
órdenes
de
la
violencia,
desde
el
estatal
hasta
el
guerrillero,
pasando
por
el
paramilitar
y
el
de
los
traficantes
de
drogas,
o
por
los
órdenes
que
son
moldeados
al
mismo
tiempo
por
diferentes
tipos
de
violencias,
aun
cuando
estas
sean
contradictorias
desde
el
punto
de
vista
bélico.
Pero,
la
intersección
entre
los
tres
tipos
de
violencia
también
ha
abierto
en
el
país
un
espacio
de
indeterminación
en
donde
todo
orden
es
suspendido,
una
tierra
de
nadie
y
de
todos
en
la
cual
reina
la
violencia
desnuda,
que,
en
palabras
de
Giorgio
Agamben,
da
lugar
a
una
zona
de
anomia
caracterizada
por
la
ausencia
del
derecho:
el
estado
de
excepción 15 .
Dentro
de
él,
la
vida
de
los
seres
humanos
está
absolutamente
desprotegida:
cualquiera
puede
acabar
con
ella
sin
necesidad
de
seguir
rituales
y
procedimientos,
al
haber
sido
reducida
a
la
nuda
vida
del
homo
sacer
(Agamben,
2003:
106-‐112).
Las
estadísticas
sobre
asesinatos
políticos,
secuestros,
desapariciones
forzadas,
ejecuciones
extrajudiciales,
violaciones,
detenciones
arbitrarias
o
destierros
internos
y
externos
son
elocuentes
al
respecto;
es
innecesario
repetirlas,
ya
que
reflejan
la
cara
visible
de
la
violencia
colombiana.
Basta
recordar
que
muchos
de
los
actores
políticos
en
el
país
son
responsablea
de
violaciones
sistemáticas
a
los
derechos
humanos
o
al
derecho
internacional
humanitario:
fuerzas
armadas,
policía,
guerrillas,
paramilitares,
traficantes
de
drogas
o
bandas
criminales,
y
que
para
ejecutar
tales
crímenes
han
contado
con
la
complicidad
tácita
o
expresa
de
miembros
de
diferentes
gobiernos
(nacionales,
regionales
o
locales),
partidos
y
movimientos
políticos
reconocidos
legalmente.
Esta
violencia
desnuda
en
Colombia
no
es
14.
Así
lo
entiende
Luhmann
al
hablar
de
la
relación
entre
poder
y
violencia
física
en
el
Estado
moderno:
“La
violencia
se
establece
como
el
comienzo
del
sistema
que
conduce
a
la
selección
de
las
reglas,
cuya
función,
racionalidad
y
legitimidad
las
hace
independientes
de
las
condiciones
iniciales
para
la
acción.
Al
mismo
tiempo,
la
violencia
se
describe
como
un
evento
futuro,
cuyo
inicio
se
puede
evitar
en
el
presente,
es
decir,
en
la
codificación
dual
del
poder
por
medio
de
la
ley.
Reemplazan
la
mera
omnipresencia
de
la
violencia
con
la
presencia
de
un
tiempo
presente
regulado,
que
es
compatible
con
los
límites
temporales
de
un
pasado
o
futuro
diferente,
pero
no
activo.”
(Luhmann,
1995:
93).
15.
“El
estado
de
excepción
no
es
una
dictadura
(constitucional
o
inconstitucional,
comisarial
o
soberana),
sino
un
espacio
vacío
de
derecho,
una
zona
de
anomia
en
que
todas
las
determinaciones
jurídicas
–y,
sobre
todo,
la
distinción
misma
entre
lo
público
y
lo
privado-‐son
desactivadas.”
(Agamben,
2004:
75)
12
simplemente
el
resultado
de
la
violencia
divina
que
destruye
el
derecho,
como
lo
interpreta
Agamben
(2003:
86-‐87)
cuando
analiza
el
ensayo
de
Benjamin,
sino
de
la
liberación
en
el
ejercicio
de
cualquier
tipo
de
violencia
de
las
ataduras
que
le
impone
el
derecho
o
la
ética.
De
allí
su
desnudez.
13
a
un
segundo
lugar
a
las
elites
tradicionales.
En
otro
sentido,
los
militares
se
convirtieron
en
policías
y
los
policías
en
militares
o,
a
la
sombra
de
la
mixtura
entre
las
violencia,
diferentes
actores
políticomilitares
transitaron
hacia
el
tráfico
de
drogas
ilegales.
Frente
a
las
características
estructurantes
del
entramado
de
violencias,
las
cuales
son
apuntaladas
por
las
violencias
simbólicas
y
sociales,
la
propuesta
de
Arendt
adquiere
otro
sentido
cuando
la
despojamos
de
su
pretensión
analítica
y
la
reafirmamos
en
su
propósito
normativo.
Si
reconocemos
la
tensión
maquiavélica
entre
violencia
y
consenso
libre
como
constitutiva
del
poder
político
en
la
modernidad
occidental,
la
paz
y
la
democracia
dependerían
de
reducir
el
ámbito
de
las
violencias
y
ampliar
el
de
la
acción
colectiva
y
concertada
en
todos
las
esferas
de
la
vida
social.
Más
allá
de
la
modernidad
podemos
aspirar
a
una
política
que
no
sea
la
continuación
de
la
guerra
por
otros
medios,
como
en
la
inversión
del
aforismo
de
Clausewitz
realizada
por
14
Foucault
(2001:
29),
sino
la
antiviolencia
sugerida
por
Balibar
(2010).
Tal
vez
ninguna
práctica
política
que
renuncie
a
ser
atrapada
por
la
tensión
moderna
puede
ser
pensada
si
“no
se
fija
simultáneamente
como
objetivo
hacer
recular
en
todas
partes,
bajo
cualquier
de
sus
formas,
la
violencia
subjetiva-‐objetiva
que
suprime
incesantemente
la
posibilidad
de
la
política.
Entonces,
la
política
ya
no
puede
ser
pensada
simplemente
ni
como
relevo
de
la
violencia
(superación
hacia
lo
no-‐
violencia)
ni
como
transformación
de
sus
condiciones
determinadas
(lo
cual
puede
requerir
la
aplicación
de
una
contraviolencia).
La
política
no
sería
más
un
medio,
un
instrumento
para
otra
cosa,
tampoco
un
fin
en
si
misma.
Más
bien
sería
una
apuesta
incierta
de
la
confrontación
con
el
elemento
irreductible
de
la
alteridad
que
ella
lleva
en
sí
misma.”
(Ibídem:
38)16.
La
paz
y
la
democracia
implicarían
el
desmonte
y
la
asfixia
de
los
órdenes
de
las
violencias
y
de
las
causas
que
en
función
de
ellos
las
generan.
16.
Traducción
libre
del
autor.
15
TEXTOS
DE
REFERENCIA
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Giorgio
(2003),
Homo
Sacer.
El
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soberano
y
la
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17