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Msc: Abogado. Irbin Acosta. G.

Tema: El Suicidio asistido y la eutanasia un debate ancestral


y trágico.

1-El Suicidio. Marco conceptual e Histórico del Suicidio. 2-Algunas causas del Suicidio. 3-
Teorías explicativas del Suicidio. 4- La Eutanasia cultura de la muerte. 5- La Eutanasia,
relación Médico paciente y el Suicidio asistido

1- EL SUICIDIO. MARCO CONCEPTUAL E HISTÓRICO DEL SUICIDIO

El término suicidio y suicida es relativamente actual, surgiendo, según algunas fuentes,


en Gran Bretaña en el siglo XVII, y según otras en Francia en el siglo XVIII. A pesar de ello,
tradicionalmente se ha defendido que la palabra tenía su origen en el abate Prévost (1734), de
quien la retomaría el abate Desfontaines (1737) y, posteriormente, Voltaire y los
enciclopedistas (Pelicier, 1985), siendo incluida por la academia francesa de la lengua en 1762,
como “el acto del que se mata a sí mismo” (Sarró y de la Cruz, 1991).

En España, la palabra sería utilizada por primera vez en la obra de Fray Fernando de
Ceballos la falsa filosofía y el ateísmo, publicada en 1772 y cuyo objetivo era criticar la obra de
Voltaire (Martí, 1984). No sería incluida en el Diccionario de la Real Academia Española hasta
su quinta edición, publicada en 1817, momento para el cual se había generalizado la palabra,
con una etimología paralela a la de homicida, cuya raíz está en los términos latinos sui (de sí
mismo) y cadere (matar), siendo definido en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia
Española de la siguiente manera: “Dícese del acto o de la conducta que daña o destruye al
propio agente”.

Anteriormente a su inclusión oficial se utilizaban distintas expresiones para hablar de


suicidio y se tenía una idea muy negativa de él, en gran medida debido a la fuerza que en
España tenía la religión católica, siendo categorizado como “mala suerte” (Madariaga, 1991,
Pág. 82):

“Por el contrario, la mala suerte era aquella que acoge desprevenido a quien
muere, y se sigue a una mala vida”; la muerte súbita que impide el
arrepentimiento de los muchos pecados. Por supuesto también es la muerte
del que se tiene seguridad de estar en pecado en el momento del óbito,
especialmente la del suicida. El temor al fallecimiento repentino y el
desconcierto ante el suicidio son dos constantes de la mentalidad ante el
tránsito final”.

Las creencias populares, motivadas por las leyes eclesiásticas que denegaban la
sepultura en el Campo Santo al suicida, promovieron que en el caso de producirse este hecho
se alegara enajenación mental si no se podía ocultar por otros medios, de modo que se pudiera
admitir al sujeto en los cementerios, en aquel momento regentados por la Iglesia. Así,
indirectamente, la religión católica contribuyó a que se creara el estereotipo del suicida como
loco, pues era mejor pensar que alguien allegado no era consciente de sus actos, un enfermo
mental, a saber que se había condenado al infierno eternamente (Pelicier, 1985, Pág. 86).

“La expresión estoica de muerte voluntaria pone el acento sobre el carácter


deliberado, reflexivo, de un acto que se inscribe en la problemática de la
libertad humana. Por el contrario, la expresión cristiana insiste sobre la
noción de crimen, de homicidio, marcando netamente su intención de
asociar a cada conciencia el gesto sacrílego de las enseñanzas sobre el
mal, la salvación y el castigo”.

La Filosofía ha sido mucho más sincera a la hora de tratar el suicidio. En ella, si bien no
se descarta la locura, generalmente resaltan argumentos y razones en pro y contra el suicidio
de tipo social y existencial principalmente, manteniendo una postura más realista y objetiva.
En la filosofía griega encontramos argumentos dispares para condenar el suicidio,
mientras que por el contrario sólo se da uno para justificarlo; así, para Sócrates el suicidio es
un atentado contra los dioses, únicos dueños de la vida y el destino de los hombres, aunque
sin embargo, reconoce que la muerte es una liberación para el alma, tanto del cuerpo, como de
la vida terrenal. Sin embargo, para Platón el suicidio es una cuestión que supera lo religioso,
comprendiéndola como una conducta que transgrede tanto normas legales, como religiosas y
políticas, incluso una falta de la propia estima. A pesar de ello, reconoce que es lícito para
aquella persona a la que “el destino le haya impuesto una vergüenza tal que le sea imposible la
vida” (Ferrater, 1981).

Para Aristóteles el problema del suicidio es principalmente sociopolítico, aduciendo que


no sólo es una cobardía personal, sino un acto “que va contra la polis”, por lo que está
justificado que dichos sujetos pierdan algunos derechos. Aun con toda, la posibilidad de
aceptar el suicidio comentado por Platón se da en otras figuras, como Plotinio, que rechazando
el suicidio por cuanto implica seguir haciendo el bien, “lo que daña el alma”, reconoce que
existen casos extremos en los que la persona tiene “necesidad de salir de la vida” (Ferrater,
1979). Sin embargo, el suicidio sólo será aceptado entre los epicúreos y los estoicos, pero no
sin reservas. Es decir, sólo aceptaban el suicidio en cuanto que la vida ya no se disfrutara, ni
hubiera esperanza de ello, y es más dolorosa que la propia muerte (Ferrater, 1979, Pág. 361):
“se rechaza el suicidio si es resultado de una pasión, de una ceguera; se admite, en cambio,
cuando lo recomienda la razón”.

La figura más representativa del exotismo y defensor del derecho al suicidio fue Séneca,
quien en su epístola 70 a Lucilio establece los criterios por los que quedaría validado en el
mundo occidental. Considera que la vida es potestad del individuo, por lo que propone el
suicidio como una salida honrosa a una vida infructífera y dolorosa a la que todo hombre tiene
derecho (Ferrater, 1979, Pág.360): “El bien morir consiste en rehuir el peligro del mal vivir”.

San Agustín y, especialmente, Santo Tomás de Aquino, quienes establecen los principios
por los cuales se prohibía el suicidio. Su obra es poco original en este aspecto, pues sus
criterios los retoman de Aristóteles, añadiendo Santo Tomás de Aquino algunos matices
(Ferrater, 1979, Pág. 360):

“El suicidio es un acto contra la naturaleza, y contraviene el amor natural


que cada uno siente por sí mismo, así como el impulso de conservación. Es,
como había dicho Aristóteles, un acto contra la sociedad, la comunidad, o el
estado, pues se le priva de uno de sus miembros y de los posibles
beneficios que puedan rendirse. Pero es también, y sobre todo, un acto
contra Dios, que ha dado la vida al hombre”.

Uno de los primeros pensadores que se opuso a los argumentos que condenaban el
suicidio fue John Donne en su obra Biothanatos, en la cual expone que hay tal cantidad de
razonamientos, que no se puede establecer un criterio objetivo en función de la ley natural, ni
de la divina. Además, reconoce: primero, que siempre puede haber excepciones, y, segundo,
que, “nada es tan malo, que no sea nunca bueno” (Ferrater, 1979, Pág. 362).

Montesquieu, criticando las drásticas represalias que sufren los sujetos que se suicidan
o intentan suicidarse, plantea la cuestión en cuanto y en tanto, una sociedad castigue a quien
“no se siente ligado a ella”, en virtud de una ley establecida sin su consentimiento. En las
mismas líneas, Voltaire afirma que de la misma manera que es lícito sacrificar la vida por Dios,
la patria, otras personas y causas, igualmente es lícito sacrificar la propia vida por uno mismo.

Una de las obras más relevantes en defensa del derecho “a una muerte responsable” es
el ensayo de Hume sobre el suicidio, en el cual no solo defiende la legitimidad del mismo, sino
que la expone rebatiendo los principios por los cuales se condenaba, promovidos por la
superstición y la falsa religión”. Posteriormente, desde una perspectiva muy diferente, Paúl
Ludwig Ladsberg se opone al suicidio tomando como principio que las personas no se han de
doblegar ante las contradicciones que se les plantean, sino que han de luchar y procurar
encontrar solución. A ello añade (Ferrater, 1979, Pág. 361): “Hay que resistir a la tentación de
suicidio, porque la noción superior de la moral cristiana exhibe un heroísmo más profundo”,
“más intransigente” que el de cualquier otra moral”.

Para Schopenhauer, el suicidio, lejos de ser una reafirmación de la muerte, es una


afirmación de la vida, por cuanto se huye de lo negativo, no de lo positivo, por lo que ve el
suicidio no como un desear morir, sino como un deseo de vivir que el hombre ve irrealizable.
Por ello se niega a aceptar el suicidio, aunque igualmente reconocerá que (Ferrater, 1979, Pág.
363): “Nada en el mundo tiene cada uno tan indisputable derecho como a su propia persona y
vida”.

La Psiquiatría desde sus comienzos, comprendió el suicidio como una enfermedad


mental o una alteración psíquica. Así, Pinel “clasifica el acto suicida como síntoma de
melancolía”, y su discípulo Esquirol, en la misma línea, lo concibe como un trastorno mental,
aunque también se refiere a él (1838) “como una crisis de afección moral que es provocada por
las múltiples afecciones e incidencias de la vida” (Sarró, 1984).

Fue Durkheim en su obra El Suicidio, quien propuso una de las primeras definiciones de
la época moderna. Ésta difiere de las concepciones anteriores en cuanto utiliza una perspectiva
que defiende el suicidio como un efecto de la estructura social, en cuanto ésta se fundamenta
en la reglamentación y / o la cohesión social excesiva o muy débil. En tal sentido afirma: “Se
llama suicidio a todo caso de muerte que resulte, directa o indirectamente, de un acto positivo o
negativo, realizado por la víctima misma, sabiendo ella que debía producir este resultado”.

Esta definición expresa lo que Durkheim considera que es la conducta suicida, pero no el
suicidio como fenómeno social, que es en lo que realmente fundamenta su teoría. Así pues, no
se puede considerar esta definición más que como un punto de partida de su análisis, en vez
de una conclusión, que fundamentalmente se centra en las variables que actúan para que en
una sociedad concreta se den unas tasas específicas de suicidios de sus miembros,
específicas no tanto por el número, como por los factores desencadenantes, que resume en
tres (Durkheim, 1897, Pág. 353):

a- La naturaleza de los individuos que componen la sociedad.


b- La manera como están asociados, es decir, la naturaleza de la organización social.
c- Los acontecimientos pasajeros que perturban el funcionamiento de la vida colectiva,
sin alterar su constitución anatómica, como las crisis nacionales, económicas, etc.

Será Freud el que proponga un concepto totalmente opuesto al de Durkheim en relación


al suicidio, y que serviría de base para los criterios que sobre el mismo establecieron el
Psicoanálisis y la Psiquiatría. Freud realmente apenas lo trató., relacionándolo con un impulso
natural de muerte, Thanatos, que se impone al de la vida, Eros, como producto de la frustración
y la melancolía. El sujeto proyecta hacía sí mismo la agresividad por un complejo de
culpabilidad, surgido “por la identificación con un objeto introyectado y ambivalentemente
amado” (Eidelberg, 1971, Pág. 640):

“Parece ser el resultado de un conflicto intra-psíquico desencadenado


frecuentemente por factores ambientales del tipo de pérdida del objeto
amado. En la melancolía un Super-yo excesivamente severo y sádico se
vuelve contra el yo y consigue llevar a la persona a la muerte”.

Menninger será la figura que posteriormente tratase el suicidio desde los presupuestos
de Freud, considerándolo como un homicidio a sí mismo, surgido al dirigir hacia sí, el deseo de
matar a otro y sentir él mismo el deseo de ser matado y de morir. A partir de estos autores se
ha desarrollado la teoría y concepción del suicidio a lo largo del siglo, extendiendo la
concepción del mismo a conductas que indirectamente pueden provocar la muerte, mediante
una no directa preservación de la vida. Así, desde la drogadicción hasta los excesos en las
comidas y bebidas, pasando por fumar, hacer deportes que impliquen riesgos, etc., llegan a ser
considerados suicidio (en esta línea se sitúan los conceptos de Scheitmam “suicidio Sub-
intencionado” y de Kreitmann “Para-suicidio”).
La Organización Mundial de la Salud; decidió adoptar esta interpretación en 1969,
mediante la cual se pretendía salvar la diferencia entre los conceptos de suicidio y tentativa de
suicidio, así como los análogos que habían surgido, reduciéndolos al de acto suicida, que
quedaba definido como aquel acto que un sujeto se provoca intencionadamente, daños, sea
cual sea “el grado de intención letal y de conocimiento de móvil”.

Posteriormente, en la Clasificación Internacional de enfermedades se incluyó dentro de


la categoría de suicidio el suicidio consumado, la tentativa de suicidio y las lesiones auto-
infligidas intencionadas. Actualmente no hay unanimidad en la concepción del suicidio, como
se puede ver, aunque si se tiende a contemplarlo y definirlo desde su perspectiva individual,
concretizándola en aspectos anormales y / o patológicos. Es el efecto de que la Psiquiatría
haya impuesto su perspectiva, aunque dentro de la misma se empiecen a dar
conceptualizaciones más flexibles y menos organicistas. Así, Soubrier (perspectiva de la
suicidología), resume su propia perspectiva del suicidio de la siguiente manera (Soubrier, 1984,
Pág. 510): “El fenómeno suicida parece más bien una, patología de la desesperanza, sea cual
sea el medio, la cultura, el entorno”.

Ante esta amalgama de definiciones, el sociólogo francés Baechler afirma (1975) que en
realidad cada definición dada y conceptualización propuesta del suicidio representa a la teoría
que sobre el mismo poseen los distintos autores (por encima de la conceptualización teórica en
la que se afirmen), aportando él la suya (Sarró, Pág., 515). “Todo comportamiento que busca
y encuentra la solución de un problema existencial en el hecho de agredir la propia vida”.

En fin, las definiciones son muchas y complican, generalmente, cualitativamente el


concepto manejado en el lenguaje habitual, aun cuando encontremos aspectos subjetivos
añadidos que coinciden con algunas de las teorías. Y como reconoce Baechler, las definiciones
propuestas por las distintas teorías son igualmente subjetivas por cuanto responden a
presupuestos teóricos y morales.

A pesar de reconocer esta limitación por la subjetividad, nosotros también debemos


aportar nuestra propia concepción del suicidio. Para establecer el concepto de suicidio vamos a
seguir dos criterios:

a- Hobbes defiende, en su obra el Leviatán, que es la sociedad mediante la Integración


del individuo quien crea la necesidad de vivir. A lo que habremos de añadir siguiendo
a Durkheim, Berger y Luckmann, y otros, que además la sociedad le crea una
necesidad concreta de vivir, siendo el marco de referencia de sus necesidades y
satisfacción. En esta misma línea se expresa Parsons cuando nos dice que la
sociedad tiene tres funciones psicosociales: coherencia de los modelos, unidad
psíquica de la persona e integración social (Rocher, 1987, pág. 377). Pero lo cierto
es que estas funciones la sociedad no las cumple ni con todos sus miembros, ni con
los que la cumple lo hace en la misma intensidad.

b- El suicidio se produce como efecto de la mala integración social del sujeto, es la


sociedad que ha de motivarlo a vivir y reforzarlo en su desarrollo. Esto no significa
que el sujeto esté desde que nace mal integrado en realidad, puede estar
perfectamente integrado hasta un momento dado en que surjan conflictos
psicosociales de distinta índole que lo desintegren.

El suicidio es la expresión de la desmotivación del hombre ante la vida, desvinculándose


de un medio social que le es frustrante y que no puede superar, pero que a su vez forma parte
de sí mismo, de su identidad, representada por la dimensión social de toda existencia
individual, y le es necesario, puesto que el hombre es ante todo no sólo un ser social, sino un
producto de la sociedad en un primer momento, y de su interacción con la sociedad en un
segundo momento. Así pues, definimos el suicidio de la siguiente manera:

El suicidio es el efecto de un conflicto entre el individuo y su existencia y realidad


sociales, que le provoca una desmotivación para vivir, y / o se percibe irreconciliable con dicha
realidad, siendo la misma mucho más fuerte que él. Ante la falta de refuerzo existencial, su
vínculo se va deteriorando, lo que provocará exclusiones parciales, despojo de ciertos roles,
así como confrontaciones con la realidad estipulada que actúan como refuerzo de su actitud de
elusión social, hasta que en un momento dado el sujeto debe excluirse totalmente dándose
muerte, tras haber visto superados sus recursos y capacidades de intervención y
afrontamiento.

Stephen Bernhardt escribe un artículo el cual tituló los pensamientos de un suicida; pero
que prefiero titularlo el suicidio entre las Ideas y la razón ya que evidentemente surge una lucha
titánica entre ambos fenómenos del pensamiento. Stephen logró representar el futuro el cual
quería vivir en el presente, debatiéndose entre la irresistible necesidad de saltar por un
precipicio y acabar de una vez con su vida; esa lucha entre las ideas y el racionalismo logró
triunfar el razonamiento sobre la idea suicida.

A continuación transcribo el artículo para ilustrar mejor sobre esas ideas suicidas y como
luchar contra ellas.

“A veces, cuando he tenido depresiones e ideas suicidas, me he esforzado en indagar la


causa de mis males. En los libros que tratan del tema encontré, más que nada, información
estadísticas sobre los suicidas, su nivel de vida o su trabajo. Los testimonios personales se
limitaban al caso particular del autor y no eran de mucha ayuda a la hora de entender qué me
ocurría y qué podía hacer para acabar con mi tremenda pena y dolor. Podría decirse que yo
padezco una ligera manía depresiva, a la que soy más bien propenso dados mis antecedentes
familiares. Pero no voy hablar de mí mismo. Lo que intento con este artículo es ayudar a los
deprimidos, a aquellas personas a quienes les asaltan ideas suicidas, así como a sus familias,
a entender mejor lo que les ocurre, y a buscar posibles soluciones.

La mayor parte de los que tienen ideas suicidas están, además, deprimidos. Los dos
principales motivos por los que una persona se deprime son en primer lugar, la pérdida del
control sobre su situación viral y sus emociones y, en segundo lugar, la pérdida de toda visión
positiva del futuro (desesperación). Ante la depresión y las ideas suicidas que de ella derivan
sólo puede resultar eficaz una terapia que nos ayude a recuperar el control y la esperanza.

La depresión hace que nuestra visión del mundo circulante se estreche hasta tal punto
que llegamos a distorsionar la realidad. Nos fijamos únicamente en los aspectos negativos de
la vida, y los positivos los pasamos de largo como si no tuvieran importancia alguna o,
sencillamente, no existieran. Rechazamos por estúpidas todas las opciones que se nos ofrecen
para resolver nuestro problema, hasta que parece que no hay solución posible. Se nos echa
encima una tristeza persistente y angustiosa que, como la muerte súbita del padre o de la
madre, nos produce un dolor que dura semanas, meses e incluso años. Es como si
estuviéramos atrapados en una oscura caverna sin salida, o quizás en un túnel que empieza en
un dolor constante y llega hasta los mismísimos infiernos, sin posible salida ni hacia el cielo, ni
hacia la felicidad. Empezamos a creer que nada nos puede aliviar y que nuestro dolor no va a
acabarse nunca. Y mañana igual, o aún peor. ¡Puede que la única solución sea la muerte!

El suicidio no soluciona nada, lo único que hace es adelantar el final sin haber
encontrado la solución. No se puede decir que el suicidio sea una opción, ya que “opción”
quiere decir “posibilidad de optar o elegir”, y el suicidio nos arrebata para siempre lo uno y lo
otro. La muerte es un acontecimiento irreversible que, no sólo elimina el dolor, sino que lo
trasmite a quienes nos rodean. También trasmiten su dolor las personas que viven en la más
absoluta soledad y se quitan la vida. Se lo trasmiten a aquellos miembros de la sociedad a
quienes les importa y les preocupa. Por ejemplo... ¡a nosotros mismos!

Mucha gente tiene ideas suicidas a lo largo de la vida. Pero se trata de una idea
pasajera, después de la muerte de un ser querido, o cuando los avatares de la vida les hacen
ver una perspectiva del futuro desalentadoras. Otros, con menos suerte, pueden ser
genéticamente propensos a la depresión, padecer un desequilibrio químico, o haber pasado
muchas desgracias a lo largo de su vida: algo que, en suma, les conduce a la depresión.
Además de éstos, hay otros que “llaman a la depresión a gritos”: son los que cultivan procesos
de pensamientos cognitivo irreales y aspiran en la vida a objetivos inalcanzables. Sea cual sea
la causa de la depresión cualquier persona puede verse asaltada por intensas ideas de suicidio
cuando el futuro se muestre desesperanzador.
No hay ninguna clase o tipo específico de persona que pueda tener la seguridad de no
albergar jamás pensamientos suicidas. Los médicos, los terapeutas y los adolescentes ocupan
los primeros puestos en las estadísticas de suicidios consumados; si bien parece que en
personas con firmes convicciones religiosas es más infrecuente el intento de suicidio. Toda vez
que una persona está deprimida y con pensamientos suicidas, hay una serie de factores o
sucesos desencadenantes que pueden empujarlo aún más cerca del suicidio. El
reconocimiento de los factores y sucesos vitales desencadenantes de renovadas ansias
suicidas puede ayudar al deprimido a entender lo que le ocurre y permitirle controlar mejor sus
emociones.

Las estadísticas de suicidio son especialmente altas entre los pacientes que están
empezando una terapia. Al comenzar una terapia, los propios síntomas de la depresión nos
llevan a pensar cosas como “esto no va a funcionar” o “para que me meto en este lío si lo mío
no tiene arreglo”. Además de estos pensamientos puede ocurrir que el paciente y el terapeuta
no conecten o no “encajen”, por así decirlo (lo cual es perfectamente explicable sí se tiene en
cuenta que hasta entonces habían sido dos perfectos desconocidos). El creer que una terapia
no va a dar resultado, especialmente si no es la primera, tiene consecuencias devastadoras.
Podemos pensar que si la terapia falla, nunca nos veremos libres de este dolor, y que no tiene
ningún sentido seguir intentándolo.

Es especialmente trágico que, tras haber seguido un tratamiento terapéutico y haber


experimentado una mejoría apreciable, el paciente se suicide. ¡Y sin embargo ocurre! La
depresión es un fenómeno intermitente, es decir, puede aparecer y desaparecer sin previo
aviso, a veces en cuestión de instantes. Al deprimido que se siente eufórico y, por fin, puede
imaginarse un futuro sin depresión, cualquier contratiempo le provocará automáticamente una
huida hacia la respuesta condicionada: las ideas de suicidio. Al pensar que vuelve de nuevo el
intenso dolor de la depresión, nos hundimos, con lo que se refuerza el impulso suicida. Los
desencadenantes de este nuevo episodio suelen ser los mismos que influyeron en la primera
depresión. Después de la terapia hay cosas que pueden desencadenar de nuevo los impulsos
suicidas: por ejemplo el verse de nuevo expuesto a malos tratos familiares, tener que aguantar
a un jefe mezquino, sentirse incapaz de vencer una adicción, tener una imagen inadecuada de
uno mismo, los problemas financieros, etc...

Sin embargo, ¡hay un lado positivo en todo esto! Los impulsos suicidas no tienen porqué
arrojarte de nuevo al infierno de la depresión. Tampoco implican necesariamente que la terapia
haya ido mal, o que haya que volver a empezar desde el principio. Saber reconocer los
acontecimientos vitales que desencadenan estos nuevos impulsos suicidas pueden ayudar a
comprenderlos en cuanto aparecen y a tener la certeza de que es posible eliminarlos. El pánico
que produce la reaparición de los pensamientos de muerte y suicidio durará muy poco si no se
les permite adueñarse de la mente. Hay que acudir al médico, a un amigo o a algún centro de
apoyo y ayuda: el caso es hablar con alguien y contarle lo que ocurre. Lo único que necesita el
enfermo en esta fase de la enfermedad es tiempo. Sin duda alguna los pensamientos negros
desaparecerán en cosa de dos días, ¡o menos!

Cuando los impulsos suicidas se han convertido en la única respuesta condicionada ante
el estrés y los contratiempos, puede ocurrir que al encontrarse con determinadas personas o
frente a determinados acontecimientos provoque un retorno a la depresión y a las
consiguientes ideas de suicidio. Durante las vacaciones, por ejemplo las navidades, los
carnavales, la semana santa, o el día de acción de gracia (según las culturas), es normal volver
la vista atrás y recordar todas las penas de nuestra vida. El hecho de ver disfrutar a los demás
puede hacernos pensar que estamos excluidos de la alegría y que ya nunca más podremos
pasárnoslo bien. La reacción ante la alegría ajena en periodos festivos es, normalmente,
buscar un refugio donde escondernos o, sencillamente, enfadarnos. Lejos del barullo,
buscamos escondernos en un cuarto entreteniendo a un niño pequeño, o quizás nos
escabullimos de la fiesta con la excusa de tener que arreglar algo en el jardín de la casa o
donde sea; la cuestión es esconderse y que no nos vean, para así evitar conversaciones que
nos hagan recordar el dolor y la pena. Hay que evitar cosas como que la “tía Carmen” (o
cualquier otro, incluso un desconocido), se acerque solicita a preguntarnos si por fin tenemos
trabajo, o si ya se han acabado los trámites del divorcio... o cualquier otra cosa que así, de
sopetón, nos arroje de nuevo a la tristeza y el dolor de la depresión, y a pensar en el suicidio. O
a lo mejor resulta que un pariente comprensivo viene a preguntarnos con todo su cariño: “pero
hombre, ¿Qué es lo que té pasa?”; y se esfuerce en alegrarnos y sacarnos del Caparazón, y
claro, si le contestamos con un exabrupto siempre habrá alguien que diga o piense: Éste (o
ésta) siempre anda haciendo daño a los que les quieren”. Es una pena, pero vamos por ahí
contagiando a la depresión a los demás.

En nuestra vida hay auténticos enemigos (el jefe que nos agobia, el cónyuge
desconsiderado, o ese tío pesado que no deja de darnos la tabarra), que en ocasiones pueden
dar pie, de nuevo, a las ideas suicidas. Además, cuando alguien conoce a un deprimido por
primera vez, es fácil que se de cuenta de su estado o, de una u otra manera, lo adivine. A lo
mejor se trata de un proceso subconsciente mediante el cual percibe una serie de señales,
tales como la postura que adoptamos, los gestos faciales, la actitud general... que le llevan a
una reacción brusca y violenta, absolutamente inexplicable e improcedente dadas las
circunstancias del momento. Este tratamiento injusto deja al deprimido totalmente perplejo y,
seguramente pensando cosas como “que injusto es el mundo” o “menudo asco de vida”. Otros,
compasivos, sienten lastima del deprimido y, al no saber expresarla adecuadamente, se
comportan de manera inapropiada y provocan situaciones embarazosas. Y, por último, nunca
falta el que anda por ahí buscando gente con la moral baja para aprovecharse de ellos y
mostrar una superioridad que satisfaga su maltrecho ego. ¡Ánimo!, a medida que la depresión
va desapareciendo, también desaparecen las reacciones de este tipo, ¡por completo!.

La influencia de los fenómenos naturales sobre el ánimo del deprimido es


extremadamente importante, sobre todo cuando la depresión empieza a remitir. Los frentes
fríos de avance rápido, la luna llena y la luna nueva, los cambios estacionales y la escasez de
horas del sol en invierno, producen en el deprimido un estado de ansiedad. El riesgo es aún
mayor cuando se da el avance rápido de un frente frío de dos días antes de la luna llena. Esto
no es ninguna tontería, ni mucho menos una superstición de la que no hay que hacer ni caso.
Hollywood ha conseguido que nos tomemos a risa eso de la influencia de la luna sobre la
mente. Cuando hablo de esto con gente que no lo ha experimentado en sus propias carnes, al
momento se les dibuja una sonrisa burlona en la cara y ya da igual todo lo que diga y yo a
continuación, como si fuera un idiota que no sabe lo que dice. Lo cierto es que la depresión nos
retrotrae a un estado más simple y primitivo. Las emociones son más primarias y por eso
somos más sensibles a los cambios producidos en el entorno natural o en el propio cuerpo. Se
pueden prever los periodos de mayor riesgo en las fases bajas de los ciclos biológicos (por
ejemplo durante el ciclo menstrual de una mujer; sin olvidar que los hombres también están
sometidos a los altibajos de un ciclo emocional mensual).

Nadie ha encontrado hasta ahora una correlación estadística entre el número de suicidios
y la luna llena, por la sencilla razón de que la luna llena no causa ningún suicidio. Lo que hace
la luna llena, como los demás fenómenos naturales antes referidos, es producir un estado de
mayor ansiedad que agudiza los síntomas depresivos y que, como consecuencia, incrementa
el impulso suicida. El riesgo de que alguien se suicide, o lo intente, es mayor durante la
semana inmediatamente posterior a la luna llena, a medida que la depresión exacerbada y los
consiguientes pensamientos suicidas empiezan a cobrarse sus víctimas.

Es decir, a veces, la explicación de persistentes pensamientos suicidas, fases maníacas


que rozan el puro pánico (y que de nuevo nos lanzan al abismo de al depresión), o el
empeoramiento de una depresión... se encuentra en uno de esos calendarios que, junto con los
días, indican las fases lunares. Naturalmente, al conocer la causa de este retroceso no lo
impide, pero por lo menos nos queda el consuelo de entender lo que pasa y de saber que
desaparecerá en un par de días, o incluso menos, ¡y así ocurre!.

La nicotina, la cafeína, el alcohol, las drogas ilegales, el abuso obsesivo de la comida, así
como algunos medicamentos... ejercen una influencia perniciosa sobre el deprimido. Es muy
corriente creer que en cuanto se domine la adicción, terminará la depresión. Esto puede ser
cierto en algunas ocasiones, pero y si los esfuerzos por vencer la adicción son en vano.
Efectivamente, el fracaso puede hacernos empeorar e imposibilitar, no ya vencer la adicción,
sino que ni siquiera lo intentamos. Lo cierto es que la adicción y la depresión son fenómenos
distintos y perfectamente separables. Una vez dominada la depresión será más fácil intentar
controlar la adicción, sea cual sea, desde una posición de fuerza y no de debilidad depresiva.

Hay gente que, cuando las cosas vienen mal dadas y no pueden soportar más el estrés y
el dolor causado por una situación traumática, se consuelan imaginándose que están muertos.
La fantasía puede empezar con la imagen de la propia familia y amigos, alrededor de la tumba,
llorando desconsoladamente y lamentándose. La multitud de gente que acude al funeral es una
buena prueba de cuánto nos querían y admiraban. El precio ha sido alto: la propia vida; pero
por fin pueden comprender lo mal que nos ha tratado este mundo, por fin nos toman en serio y
se dan cuenta de que nuestra tremenda pena era real y no simulada. Esta fantasía puede
presentarse en otra variante: que hemos fingido suicidarnos y nuestros seres queridos están en
el hospital, alrededor de la cama, y por fin se enteran de lo insoportable que nos resultaba la
pena de vivir.

Lo más peligroso es que si uno se acostumbra a fantasear sobre la propia muerte, como
mecanismo de escapatoria ante la pena de vivir, la fantasía puede llegar a adquirir el carácter
de respuesta condicionada en períodos de crisis o de un mayor estrés. La muerte puede
convertirse en un pensamiento reconfortante, hasta tal punto que el temor a la vida llegue a
parecernos más horrible que el temor a la muerte.

Los enfermos bipolares o maníacos-depresivos (que van alternando cíclicamente entre la


manía eufórica y la depresión) deben poner el mayor interés en identificar los factores que
afectan a su estado de ánimo y pueden cambiarlo de signo. Algunos de estos enfermos pueden
auto controlarse en la fase de euforia, otros, sencillamente, no pueden. Bien, pues tanto los
claramente maníacos como los que parecen no haber perdido el control, corren un gran riesgo
cuando, en un revés de la fortuna, sus aspiraciones un tanto irreales y fantasiosas se
transforman en sinsabores. Los cambios de estado de ánimo pueden ser bruscos e
inesperados y, en cualquier caso, peligrosos. En cuestión de instantes se puede pasar del
estado eufórico al depresivo, con una fuerte inclinación al suicidio.

La parte consciente de la mente humana es, sobre la faz de la tierra, la única entidad
capaz de abstraer el futuro y formarse un concepto del mismo. Una de las principales fuentes
de motivación en la vida humana es, precisamente, la necesidad real de formarnos una idea
positiva del futuro. Esta necesidad va más allá de nuestra propia condición de mortales, de
manera que nos permite contemplar una continuación de la vida después de la muerte. Nadie
quiere creer que la vida es el fin de todo. Los creyentes ven cumplidos sus anhelos en el Cielo,
última morada en compañía de Dios; otros creen en la reencarnación: hay quien piensa que
simplemente pasamos a otra dimensión, con lo que resuelven el problema de creer en Dios. A
otros les basta con la permanencia de su obra, o con la perpetuación genética en sus
descendientes, para tener el convencimiento real de que la muerte no acaba con todo.

De todas formas, los que no se preocupan por el más allá necesitan asimismo formarse
una idea positiva del futuro, aunque sea solo a corto plazo. Esta idea del futuro es la que nos
hace levantarnos cada mañana y enfrentarnos al nuevo día. En la adversidad y cuando nos
vemos atenazados por la rutina, sacamos fuerza de flaqueza para resistir y aguantar, pensando
que quizás más adelante las cosas vayan mejor. La anticipación del futuro es lo que
predispone al organismo para el acto sexual, es lo que nos mueve a amasar dinero y poder, a
comprar un número de lotería o fijarnos metas y aspirar una vida mejor.

Todos anticipamos acontecimientos futuros, hasta esos “barrigones cerveceros” que se


pasan todo el día tirados en el sofá delante de la tele tienen un futuro “ilusionante”: la
programación televisiva, o el eructo que se van a echar después de calmar la sed con otra
botella de cerveza. Todos necesitamos ilusiones, pero cuanto perdemos las esperanzas de que
el futuro nos guarde nada positivo, que el dolor que sentimos jamás llegue a alcanzar consuelo,
entonces, por regla general, caemos en la depresión.”

El que llega a comprender lo que le está pasando ha dado un paso de gigante para
recuperar el control de su vida y sus emociones. Pero la curación definitiva es imposible
mientras dure la depresión. Lo que recomiendo encarecidamente a quienes padecen una
depresión y tienen ideas de suicidio es que busquen ayuda. Hoy en día existen una serie de
fármacos efectivos contra la depresión; por otra parte es muy necesario el tratamiento
terapéutico para comprender lo que nos ocurre y poder así vivir la vida controlando las
emociones.

2- ALGUNAS CAUSAS DEL SUICIDIO

a- Depresión y trastornos afectivos.


b- La esquizofrenia.
c- La neurosis.
d- Alcoholemia.
e- Enfermedades físicas.

A- DEPRESIÓN Y TRASTORNOS AFECTIVOS.

La depresión y los trastornos afectivos son principalmente factores de prevalencia


suicida, aunque no de manera general. De ambas patologías se han creado muy diversas
tipologías y clasificaciones. Vallejo y cols., 1991, Pág. 459 expresa: “Existe un consenso, en
general, en aceptar que el suicidio es un problema que va aumentando de forma gradual en
todos los países y los trastornos afectivos representan un porcentaje alto entre los factores
causales”.

La afectividad es y se expresa en la subjetividad humana; es decir, la afectividad implica


no sólo compatibilidad o incompatibilidad, sino que establece grados de afinidad e
identificación. Además, implica “estados de ánimo en las personas”, las cuales actuarán de
crisol a la hora de asimilar la realidad. Entre los diferentes factores de la afectividad, son la
tristeza patológica y la angustia patológica donde se encuentra la mayor posibilidad de
resolución suicida. La tristeza patológica, o melancolía para algunas perspectivas, conllevaría
que el sujeto se instalaría en un estado depresivo tras haber sufrido algún tipo de pérdida
(muerte de un ser cercano, un fracaso importante, traslados...) en su vida. La depresión
desemboca por la intensidad del sentimiento de pérdida que produce el suceso, más que por
éste en sí mismo. A pesar de ello algunas experiencias parecen ser que tienen mayores
posibilidades de provocar un cuadro depresivo. Así, según Tatossian (1989, Pág. 92):

“Se reconocerá fácilmente que son buenos candidatos para la depresión el


que sufre un duelo, la mujer embarazada, el parado (sobre todo cuando ya
tiene cierta edad), el anciano aislado, el emigrante, e incluso el enfermo
somático en cuanto su afección tenga cierta gravedad y / o cierta duración.

La angustia patológica conlleva una reacción desproporcionada al estímulo (en


intensidad y duración sobre todo), manteniendo ala persona en situación constante de alerta.
La ansiedad aparece en numerosos cuadros clínicos tanto psicológicos como somáticos. Las
depresiones se dividen principalmente en reactivas (también denominadas exógenas,
neuróticas...) y endógenas. Estas últimas a la vez se dividen en unipolares y bipolares. Se han
hecho otras clasificaciones, se han hechos otras clasificaciones pero ésta es una de las más
utilizadas y aceptadas como marco general.

En general, se puede afirmar que el resultado de la depresión sobre los sujetos que la
padecen es un deterioro de su autoimagen, reforzado por la debilitación de su rol social,
producto éste de su pérdida de eficacia, así como una concepción de la realidad como algo
ajeno a sí mismos, lo que reforzaría conjuntamente la debilitación de su existencia social. Un
factor muy importante que no se suele tener en cuenta es la diferente incidencia del suicidio y
la depresión. La morbilidad depresiva es mayor en las mujeres (de dos a uno), mientras que
por el contrario, se suicidan más hombres (dos por cada suicidio de mujer) que féminas. Esta
diferencia no suele tenerse en cuenta en las diferentes explicaciones dadas sobre la importante
diferencia de incidencia suicida.
B- LA ESQUIZOFRENIA

La esquizofrenia y los trastornos esquizoides conllevan mucha más dificultad de


tratamiento que las depresiones y los trastornos de la afectividad, principalmente porque son
menos conocidos y más diversos, tanto en su origen como en su desarrollo. Estas conductas
son generalmente denominadas trastornos de la personalidad (Vallejo y cols., 1991, Pág. 509):
“Si se acepta que la personalidad es un concepto que resume la idiosincrasia funcional de cada
individuo, no hay duda que puede haber personalidades trastornadas”.

A partir de los estudios de Miles (1977), los esquizofrénicos se incluirían entre los grupos
importantes de riesgo suicida, especialmente si eran varones, jóvenes y solteros, y si el
trastorno se hecho crónico, según han concluido diversos estudios epidemiológicos. A pesar de
ello no se ha conseguido obtener, aparte de los datos anteriormente aportados, rasgos
específicos de prevalencia suicida dentro de la población esquizofrénica.

Se han establecidos algunos indicadores que, aunque no con toda certeza, parece que
delatan mayor peligro suicida:

a- Antecedentes de tentativas.
b- Prevalencia de sintomatología psicótica negativa.
c- Gravedad de la descompensación psíquica y las recaídas frecuentes.
d- Situaciones derivadas de la medicación, bien porque ésta sea inadecuada, bien
porque el sujeto la interrumpa o no aplique bien las prescripciones médicas.
e- Y, por último, la aparición de voces delirantes.

Desde la perspectiva psicosocial, el riesgo suicida en esta población se debería


principalmente a la marginación social en la que viven, tanto por su imposibilidad para
relacionarse como por el rechazo que suscitan. En general, los sujetos esquizofrénicos viven
aislados, sin marcos de referencia en los que prolongar su existencia social, lo que por una
parte refuerza su trastorno y por otra disminuye su capacidad de comunicación. El trastorno de
la esquizofrenia implica especialmente reciprocidad, el sujeto se va, privando de derechos y,
sobre todo, de necesidades tan importantes como la autonomía, la capacidad de elección, la
independencia, la realización y la expresión. Podemos decir, concluyendo, que el sujeto
esquizofrénico, mediante su suicidio, sólo pretende patentizar la muerte civil que siente y que
en gran medida es cierta.

C- LA NEUROSIS.

La neurosis tiene unas características muy peculiares por las que actualmente, incluso
clínicamente, no es considerada como una enfermedad hablando con rigor, aunque por su
peculiar manera de desarrollarse se le trata generalmente como tal. En general, se acepta que
la neurosis genera en el sujeto un sentimiento de alarma y peligro excesivos ante ciertos
aspectos del entorno, que se caracteriza por un elevado sentimiento de ansiedad. Por lo tanto,
aún reconociendo la posibilidad de una predisposición biológica, genética o familiar, se acepta
la prevalencia de los factores sociales en su desencadenamiento (y en su corrección, no
siempre posible). Y si nos apartamos de los casos en los cuales se acepta el componente
fisiológico (crisis de angustia y agarofobia) la prevalencia social es absoluta, reconociéndose
dos formas principales de expresión de neurosis en estos casos:

a- Personalidad neurótica. Resultado del conflicto personal.


b- Reacción neurótica de angustia. Producto de una situación ambiental, en el sentido
amplio de la palabra, conflictiva.

La conducta neurótica, patológica, podría haber aparecido producto de la socialización,


principalmente la primaria, en la que el sujeto interiorizaría una imagen general del mundo
amenazante y hostil. En función de ello, la persona a su vez iría construyendo su propia
personalidad de manera insegura y constantemente, de manera exagerada, atenta a los
estímulos del medio. La reacción neurótica de angustia, se debería principalmente a la forma
en que el sujeto evoluciona al identificar el peligro en su entorno; a los modelos y formas
culturales de la sociedad a que pertenece el sujeto.

En general, suele destacarse la incidencia de la neurosis en las conductas suicidas,


especialmente en las frustradas, tentativas, llegando a haber sido catalogadas de chantaje
emocional. De manera general se puede afirmar que la personalidad neurótica es en extremo
sensible a los cambios, conflictos, desengaños y frustraciones en general, como se ha visto. Lo
que les haría especialmente vulnerables hacia el suicidio, en una sociedad en la que los
cambios son rápidos, los grupos de referencia y apoyo decrecen, en la que la competitividad es
alta y sus valores, normas y en general los parámetros conductuales, lejos de ser claros y
estables se difuminan.

Para concluir, reconocer que el suicidio neurótico sí parece plausible equipararlo a


claudicar, puesto que el sujeto neurótico no rechaza el mundo en el que vive, ni se siente
desmotivado en sí por él, sino que se siente atemorizado y finalmente doblegado por una
realidad de la cual no se puede responsabilizar y a la que no puede superar, dentro de su
situación de desamparo y especial fragilidad.

D- ALCOHOLEMIA.

Actualmente el alcoholismo se incluye dentro de las conductas socio fugas, es decir, de


alguna manera mediante el alcohol se pretende una fuga de la realidad, o un acercamiento u
otra idealizada. En la actualidad se ha procurado acotar y distinguir lo más posible, no sólo los
distintos tipos de alcohólicos, sino también los agentes inductores. Se proponen cuatro grupos
de agentes sociales que de manera prevalente provocan el consumo excesivo de alcohol:

a. Incluiría aquellos sujetos que llegarían a la situación de alcoholemia por pertenecer a


un grupo en el que se asocian al alcohol valores tales como virilidad, fortaleza...
b. Se llega a la alcoholemia porque el alcohol esta integrado en la identidad de grupo,
por lo que se produce una presión para consumirlo y un rechazo y marginación sobre
los que no lo consumen.
c. Antecedentes familiares, que actúan como agentes inductores.
d. En general, la publicidad y ciertos valores a los que se les supone el alcohol como
parte de ellos, tales como ciertas formas de ocio.

Por otra parte, la alcoholemia, por los defectos desinhibidores que produce en la
persona, suele acarrear el deterioro de la vida social del sujeto, en el sentido amplio de la
palabra, generalmente ya conflictiva. En función de este principio, o si se prefiere, del objetivo
que persigue el sujeto con su consumo del alcohol, Alonso Fernández reconoce tres grupos de
bebedores (Vallejo y cols., 1991):

a- El bebedor regular, que por influencia social o para evitar presiones sociales
consume habitualmente alcohol.
b- El alcoholómano, en el que el origen de la adicción reside en factores psicológicos.
c- El enfermo mental, o sujeto afecto de algunos trastornos psíquicos o de la
personalidad, que consume alcohol para paliar las presiones emocionales que
conlleva la enfermedad o trastorno.

Parece igualmente que sí se acepta que el alcohol facilita la consumación del suicidio, lo
cual es lógico por su acción desinhibidora, pero su uso se hace con conocimiento de causa;
éste formaría parte del proceso suicida. En general y en función de la tipología de Alonso
Fernández sobre la población alcohólica, si bien podemos aceptar que entre la población
suicida haya una tasa alta de sujetos alcohólicos, no creemos correcto equiparar alcoholismo a
suicidio. Posiblemente el alcoholismo pueda ser un indicativo de riesgo suicida, no por su
propia naturaleza, sino porque suele ser la expresión de una existencia conflictiva y
problemática. Así, incluso encontramos plausible que la alcoholemia pueda aparecer como un
plazo previo al suicidio en algunos sujetos.
E- ENFERMEDADES FÍSICAS.

En las enfermedades fisiológicas y somáticas, lejos de lo que se puede creer, el peligro


suicida es muy grande. Se suele equiparar en estos casos suicidio con dolor, lo cual no
siempre es correcto, siendo más propio que el suicidio se siga de aquellas afecciones,
mutilaciones y enfermedades que o bien son crónicas o bien implican la muerte inminente del
sujeto estigmatizándolo, aún cuando no supongan una merma de sus capacidades, sin
descartar las que sean dolorosas y difíciles de soportar. Se observa un riesgo de suicidio
superior al esperado en las enfermedades del sistema nervioso central, las neoplasias
malignas y en los trastornos gastrointestinales y el aparato locomotor.

3- TEORÍAS EXPLICATIVAS DEL SUICIDIO

TEORÍA DE KELLY.

Kelly parte de la idea de que todos los sujetos tienen una peculiar forma de adaptarse al
ambiente, en función de las categorías cognitivas concretas que poseen, y que sirven de
parámetros para procesar sus experiencias. Desde este “peculiar mecanismo de procesar” es
desde donde el sujeto construye e interpreta la realidad, su realidad. Aunque en este
planteamiento se da la primacía al componente mentalista propio de cada sujeto, reconoce la
interacción mente – ambiente en la conformación de su estructura cognitiva.

La teoría de Kelly sobre el suicidio se fundamenta en la idea de que la realidad es


independiente de la interpretación que cada sujeto haga de ella, siendo esta última la que
orienta y condiciona la conducta. Parte en su estudio del suicidio de su teoría general,
denominada teoría de los constructos personales. La idea subyacente es que la realidad no se
explica por sí misma, siendo el propio sujeto quien atribuye un significado y da un sentido a su
existencia en función de su experiencia, por lo que cada hecho es “interpretado desde la
singularidad de nuestro pensamiento” (Kelly, 1961, Pág. 280):

“Lo único que puede descubrirse es cierta consistencia práctica entre


nuestras esperanzas y sus aparentes resultados. Las cosas pasan así:
nosotros inventamos un significado, lo imponemos sobre algunos
acontecimientos que suceden en nuestra vecindad inmediata”.

De esta manera, Kelly llega al concepto de validación, que significa que la expresión
valida las expectativas personales cuando se cumplen nuestras anticipaciones; o por el
contrario, niega nuestros marcos de predicción cuando no se cumplen nuestras expectativas.
En resumen, se trata de “confrontar el pensamiento con la realidad”. A partir de esta teoría,
Kelly explica el suicidio como un acto por el cual el individuo trata de validar la vida, es decir,
darle un sentido, arremetiendo con las teorías que tratan de explicar el suicidio sin tener
presente al sujeto (Kelly, 1961, Pág. 282).

“Tomemos, por ejemplo, el suicidio. En lugar de considerarlo como algo


malo, patológico o carente de sentido, podemos entenderlo mejor si vemos
el acto mismo y lo que logra desde el punto de vista de la persona que lo
ejecuta”
.
Así pues, el suicidio, desde la teoría de Kelly, no tiene tanto una intencionalidad
autodestructiva, como la de prolongar y dar significado a la vida. Las dos razones por la que
Kelly explica el suicidio son: a) El futuro es obvio para el individuo y por tanto incapaz de
motivarle; b) Cuando por el contrario el futuro se muestra al sujeto totalmente impredecible, de
manera que se ve “obligado a abandonar la escena. Para Kelly, el suicidio desde sus
presupuestos cognitivos sería el efecto de la radicalización, por parte del sujeto, de la definición
y extensión de la comprensión de la realidad, y posterior construcción de la misma. Así, el
suicidio se manifestaría como una forma extrema de depresión, que o bien subraya o bien
rechaza en exceso la definición de la vida, reduciendo la amplitud del sistema al sujeto mismo,
desechando éste lo externo a él. Así, define al suicida como (Avia y Sánchez Bernardos, 1993,
Pág. 117):

“Aquel que con la muerte pretende validar la vida, y que acude a esa
solución bien porque su mundo le resulta impredecible, o bien en el caso
opuesto, porque sus anticipaciones le parecen excesivamente regulares,
obvias y carentes de interés.”

TEORÍA DE ROTTER

Rotter propone una Teoría del Aprendizaje Social compaginando la teoría de la


Psicología del Refuerzo Social y la Teoría de la Psicología Cognitiva. Desde estos tres criterios
explica conductas concretas y actitudes generales ante la vida y el entorno, como resultados de
un proceso de elección o inhibición determinado por las propias atribuciones de logro y / o
fracaso que las personas hagan sobre sus conductas, condicionadas por la interacción
continuada con el medio ambiente y la realidad, que propone como procesos de experiencia
que modelan a la persona en su proyección social. Rotter no tiene una teoría concreta sobre el
suicidio, pero sin dudas los procesos psicológicos dependientes de la experiencia social de los
sujetos contribuyen a su explicación. Su principal aportación al tema del suicidio radica en su
tesis de que la experiencia continuada de ineficacia en el curso de la propia vida puede llevar al
sujeto a un estancamiento y absorción de las propias limitaciones impuestas por el ambiente
(tanto en su dimensión física, como humana y social), rompiéndose el vinculo entre ambos por
agotamiento, o simple inconformismo con el estatus y rol socialmente impuesto. Es decir, la
teoría de Rotter nos introduciría en dos de las maneras por las que se puede llegar al suicidio:
por suspensión de la proyección social, al no poder realizar las expectativas propias y
percibirse el sujeto como incapaz de controlar su vida y los acontecimientos que le suceden; o
como alternativa aprendida como plausible ante la no realización de ciertas expectativas que le
sirven de refuerzo vital.

En resumen, Rotter defiende que para que las personas se desarrollen óptimamente y
deseen desarrollarse necesitan refuerzos vitales y un umbral mínimo de logro, determinados
por el control que sobre los sucesos de su vida tengan y la satisfacción de sus necesidades.

TEORÍA DE SELIGMAN.

La Teoría de la Indefensión Aprendida de Seligman se fundamenta en la idea de que la


percepción continuada por parte de un sujeto de no correlación entre los objetivos esperados
de sus actos y los resultados de los mismos pueden provocar en la persona un sentido de
impotencia e incapacidad de control. Esta experiencia de incontrolabilidad puede suscitarle un
sentimiento de indefensión, que se traduce en la limitación y / o bloqueo, en mayor o menor
grado, de su actividad. El aprendizaje e interiorización de la carencia de control en los
resultados de las propias conductas provocan, según el autor, tres déficit en la personalidad
(Abramson, Seligman y Teasdale; en Avia y Sánchez, 1993): “motivacional, cognitivo y
emocional”, traducidos en la depresión que sufriría el sujeto (Avia y Sánchez Bernardos, 1993,
Pág., 239). La hipótesis de la Indefensión Aprendida propone que el estado depresivo es una
consecuencia del aprendizaje de que los resultados son incontrolables”

La Teoría de la Indefensión muestra una especial relación del sujeto con el entorno
social, y con su propio desarrollo como ser social, relación que no lleva al sujeto a su
integración, sino todo lo contrario; provoca el paulatino desligamiento entre el sujeto y la
sociedad, e incluso entre el sujeto y su propio desarrollo como entidad individual y social, al ser
uno de sus principales efectos la apatía y la desmotivación.

TEORÍAS PSICOANALÍTICAS.

No se puede decir que Freud tratara ampliamente el suicidio, encontrándose sólo ciertas
referencias a él en su Sicopatología de la vida cotidiana algunas historias clínicas, y
especialmente en Duelo y melancolía y Más allá del principio del placer. Esta perspectiva del
suicidio tiene su origen en la teoría de los instintos (Futterman, 1961) elaborada pro Freud, y
más concretamente en el instinto de muerte (Thanatos), opuesto al de la vida (Eros) (Faberow,
1961, Pág. 323).

“Fundamentalmente, las bases del suicidio radican en el hecho mismo de un


instinto de muerte, que al buscar constantemente un reposo eterno puede
encontrar su expresión en el suicidio”.

Ha sido Menninger el discípulo de Freud que más fielmente ha desarrollado una teoría
del suicidio siguiendo sus presupuestos, desarrollada en el libro El Hombre contra sí mismo
(1938). Para Menninger las causas del suicidio responden a impulsos internos principalmente,
siendo los factores externos refuerzos y justificaciones que el sujeto inconscientemente se crea
congruentes con los primeros. En función de este planteamiento, Menninger establece la
existencia de tres elementos en la conducta suicida: “el deseo de matar, el deseo de ser
matado, y el deseo de morir” (Menninger, 1938).

Resumiendo, el suicidio surgiría al producirse un desequilibrio entre las tendencias


destructivas y constructivas del hombre, a favor de las primeras. De ello surgiría el deseo de
matar y el deseo de ser matado, ambos erotizados, que dirigirían la agresividad hacia el propio
yo del individuo. A ello habría de sumarse el deseo de morir, consciente e inconscientemente.
Por último, reconoce cierta influencia social (Menninger, 1938, Pág. 76):

“Se halla (el suicidio) indudablemente complicado por factores exteriores,


actitudes sociales, pautas familiares, costumbres de la comunidad, y
también por aquellas distorsiones de la realidad que se dan cuando existe
un desarrollo incompleto de la sociedad”.

4- LA EUTANASIA CULTURA DE LA MUERTE

En los últimos años algunos sectores sociales están aceptando cada vez más
ampliamente lo que podríamos denominar con el término inquietante de cultura de la muerte.
Se trata de un frente aguerrido no goza de bastante eco en los medios de comunicación. No es
que su postura esté refrendada por sólidos razonamientos, pero sus argumentos moldean
fácilmente la opinión pública porque se basan en el sentimiento, en la emotividad, en el
utilitarismo práctico, valores hoy en alza en la cotización social. Si en la civilización
grecorromana predominaba la cultura de la razón y en la civilización cristiana la cultura del
amor y de la vida, en la sociedad postmoderna, está haciendo brecha la cultura de la utilidad,
del miedo como diría Camus y del egoísmo mortífero. Sin embargo pudiera parecer como
sumario e injusto este juicio, principalmente teniendo en cuenta que es un trivial considerar la
barbarie como patrimonio de siglos pasados. Es difícil encontrar en la historia de la humanidad
ideologías más mortíferas que las que se han desarrollada en los dos últimos siglos. Del
jacobinismo al nazismo pasando por las diversas radicalizaciones del marxismo – leninismo.
Los intentos del genocidio judío o armenio no tienen paragón en siglos precedentes. Las
matanzas provocadas por Lenin, Hitler, Stalin, los jemeres rojos, son record difíciles de batir. Y
el fenómeno de los “boat – People” no se refiere a los colonizadores de América de hace cinco
siglos, sino a los cienos de miles de prófugos que a partir de 1975 se vieron obligados a
abandonar su patria por la amenaza de un régimen que sacrificaba los derechos humanos en
el altar del igualitarismo colectivista.

¿Acaso el progreso técnico ha hecho mejor al hombre?

En Hiroshima, los peligros de una guerra nuclear o de la manipulación genética humana


son ejemplos que no permiten responder afirmativamente a esa interrogante, al menos debería
inducir al ponerlo en una cuarentena de reflexión. No estaría de acuerdo con este juicio Karl R.
Popper, que recientemente definía la actual sociedad occidental como “la mejor entre las
construidas por el hombre”. Pero el filósofo Vienés hacía esa afirmación comparando la
sociedad occidental con la sociedad comunista, en donde se violan palmariamente los más
elementales derechos civiles y de conciencia.
Todos estos hechos mortíferos, y en esto tienen la razón Popper, han influido para que la
conciencia social actual rechace los regímenes que los provocaron. Pero no siempre se
rechazan sus presupuestos ideológicos. Por ejemplo, la cultura anti vida sigue produciendo sus
consecuencias a gran escala. Desde 1973, año de la sentencia de la Corte Suprema sobre el
caso Roe vs. Wade, en Estados Unidos se han producido más abortos que las víctimas que
cosechó la Segunda Guerra Mundial.

A la cultura de la muerte, o anticultura, interesa sólo el hombre en su dimensión


horizontal, inminente: “en la civilización del bienestar ocupa una posición de privilegio el
hombre que produce, que consume y es feliz. Por tanto, queda marginado el hombre que no
produce, que no es feliz y que supone un peso para la sociedad. En esta concepción sólo es
digna de ser vivida la vida que corresponde a estos requisitos. La otra vida, que no produce,
que no es feliz, que es un peso para la sociedad, no tiene dignidad y no merece pues, ser
vivida”.

Las actitudes del paciente ante la muerte adquieren en determinadas situaciones gran
complejidad. El Dr. Kubler – Ross, de la Universidad de Chicago, ha conducido numerosos
seminarios interdisciplinarios sobre la muerte, con participación de médicos, personal auxiliar y
teólogos, invitando a pacientes incurables a exponer libremente sus temores y ansiedades. Se
ha dado amplia difusión de las reacciones de los enfermos moribundos ante el conocimiento de
la verdad, reducidas esquemáticamente a cinco etapas: de negación o rechazo, de
resentimiento, de Trato o canje, de depresión y de aceptación.

Todos los pacientes no adoptan el modelo descrito, la mayoría muestran los elementos
correspondientes a dos o tres fases simultáneamente, y no siempre ocurren en el mismo orden.
Sin embargo, es importante reconocer que cuando un paciente ha alcanzado un genuino,
verdadero estado de aceptación y comienza una regresión a etapas previas, se debe a que no
le hemos permitido progresar en forma adecuada, utilizando procedimientos innecesarios de
prolongación de la vida para el paciente ya no importa, en tal caso cuando la actitud de los
familiares es torpe y el paciente se siente culpable por los inconvenientes que acarrea. En la
última etapa la regresión es un signo irrefutable de manejo incorrecto del paciente, sólo que
ello no es valedero para las otras etapas.

5- LA EUTANASIA RELACIÓN MÉDICO PACIENTE Y EL SUICIDIO ASISTIDO.

Antes los prodigiosos avances de la tecnología médica la muerte natural le confería a


la Eutanasia un papel marginal: la mayoría de las personas reducidas al “estado vegetativo” por
problemas congénitos, accidentes o graves alteraciones circulatorias, neurológicas o
metabólicas, fallecían rápidamente. La situación ha cambiado bruscamente y en forma paralela
han crecido las preocupaciones por el efecto “deshumanizante” del desarrollo tecnológico.

Eutanasia Activa y Eutanasia Pasiva. Estas partículas griegas eu, (bien) y tanatos
(muerte), dieron origen a la palabra Eutanasia. Históricamente la definición pareciera
corresponder a un solo concepto: “permitir una muerte fácil, promoviendo la misma por razones
de misericordia”. Fácil el enunciado. Compleja la interpretación que pueda atribuirse a estos
términos.

La Eutanasia Activa (positiva o directa) consiste en la acción deliberada de poner fin a


una existencia que se considera fútil, ya por el sufrimiento, ya por hallarse desprovista de
significado. Es un acto de “comisión”. La muerte se induce mediante la acción directa o por el
empleo de un procedimiento indirecto.

La Eutanasia Pasiva (negativa o indirecta) comprende aquellas situaciones en las cuales


el médico desiste del uso de medidas extraordinarias también calificadas de heroicas de
mantenimiento del proceso vital de enfermos considerados irrecuperables y pretenden con ello
evitar el sufrimiento o la persistencia indefinida de la pérdida de la conciencia. Incluye actos de
“omisión”. Tales como no intentar la resucitación en pacientes terminales o en recién nacidos
con graves anomalías congénitas.
FLETCHER, prefiere los términos Distanasia y Anti-Distanasia correspondería a la acción
de descontinuar tales procedimientos, equivaliendo a eutanasia activa o pasiva. Ortotanasia,
del griego ortos, recto, derecho, normal, equivale a eutanasia pasiva. Otros términos como
Acatanasia y Benomortasia no han logrado mayor aceptación.

Filosofía Moral y Ética de la Eutanasia. Si la nueva tecnología médica continuara atada a


las tradicionales exigencias éticas y legales contenidas en la frase “mantener el paciente vivo a
todo coste”, irremisiblemente contribuiría a la prolongación del sufrimiento y a la pérdida de la
dignidad e identidad de la persona en una era en la cual la ciencia es capaz de mantener el
funcionamiento del cuerpo humano en ausencia de signos reconocibles de vida humana.
Plantear el problema de la eutanasia en un ensayo dedicado al análisis de la relación médico-
paciente exige la formulación y análisis previo de “principios” cuya vinculación con dicha matera
es evidente: “el derecho a la vida”, el “deber de vivir”, y el “derecho a la muerte”.

El “derecho a la vida” si la persona lo desea, implica su derecho a utilizar los


procedimientos que le permiten mantenerse con vida, y encierra el deber de otros en permitirle
vivir e incluso en ayudarle si la persona no puede lograrlo por sí misma. Ahora bien, el “derecho
a la vida” no es absoluto, ya que necesariamente experimenta limitaciones derivadas del
disfrute de igual derecho por parte de otros. La sociedad y por ende, la profesión médica tiene
que administrar los recursos en materia de salud y no siempre puede satisfacer por igual las
necesidades de los que se hallan en situación similar, debiendo establecer dolorosas
prioridades (situación frecuente en las Unidades de Cuidado Intensivo).

El “deber de vivir” tampoco es absoluto, acepta excepciones y luce a primera vista


incompatible con el “derecho a la muerte”. Si este deber fuera absoluto habría la obligación de
preservar la vida al menos voluntariamente y no siempre sucede así. A nadie se le ocurriría
calificar a los soldados en frente de guerra como violadores de su “deber de vivir” cuando
aceptan exponer sus vidas o participar en misiones suicidas.

De acuerdo con Kurt Baier: “Una persona no violaría su “derecho a vivir” si, para combatir
un dolor intolerable, utiliza una dosis elevada de morfina, a sabiendas que le producirá la
muerte. Sin descartar el principio del “deber de vivir” un paciente Terminal puede utilizar
determinados medicamentos a sabiendas que le producirán la muerte y en igual forma rehusar
tratamientos que le mantendrán con vida, siempre que pueda justificar tal comportamiento”. La
formulación de Baier se presta a interpretaciones equívocas. Por ello la Iglesia Católica ha
contribuido a clarificar esta situación a través de la aplicación del “Principio del Doble Efecto”.

“El médico que actúa deliberadamente para aliviar el dolor con el


conocimiento de que con tal comportamiento no puede evitar acortar la vida,
se conduce en forma moralmente inobjetable”.

Contemplemos ahora la aplicación de los principios anteriores desde la perspectiva del


médico y sus deberes derivados de los derechos del enfermo “a la muerte” y “a la vida”. El
médico tiene el deber de permitirle al paciente vivir, pero aceptando la premisa de que le
permite vivir si el paciente lo desea. No tiene el deber de mantenerlo vivo independientemente
de que el paciente lo desee o no. Si el paciente, en plena posesión de sus facultades
intelectuales, expresa no desear que se le mantenga con vida, el deber del médico en
preservar esta última ha terminado. Ahora bien, esto no significa que cualquiera tiene el
“derecho a la muerte” en contra de los deseos de su médico y que este debe prestarle
asistencia para facilitar su desaparición. El paciente tiene el derecho a exigir que sean retiradas
las medidas extraordinarias de mantenimiento artificial de la vida, pero para el médico es
opcional su actuación en este sentido. (Artículo 28 de la Ley del Ejercicio de la Medicina.)

¿Puede el médico matar al paciente en aquellas circunstancias en las cuales tiene el


derecho a dejarle morir? Matar es intervenir en forma tal que como resultado de dicha acción
se produzca la muerte de quien aun pudiera mantenerse con vida, espontáneamente o con la
ayuda de los recursos necesarios. Permitir morir es no intervenir, aún reconociendo que con la
ayuda de esa intervención la persona se mantendría con vida.
La persona tiene el “derecho a la muerte” y el médico el derecho o deber de asistirle en
esta coyuntura. El dilema moral se reduce entonces a matar o dejar morir. Dicho en otros
términos: ¿Cuál forma de eutanasia le es permisible al médico ejercer, la Eutanasia Activa o la
Eutanasia Pasiva? La Eutanasia Activa versus Eutanasia Pasiva. Citaré, en primer lugar, los
argumentos de los partidarios de la Eutanasia Activa: Ya no en términos de “moralidad” sino de
“humanitarismo” qué es más humano permitir morir mediante un proceso largo, doloroso,
ofensivo a la dignidad del enfermo o remediar tan lamentable situación en forma instantánea
mediante la inyección adecuada.

El retiro de la medida terapéutica no siempre conduce a la muerte en breve plazo,


manteniéndose la situación indefinidamente. Mediante el empleo de una droga letal termina de
inmediato tan horrorosa agonía. El primer procedimiento “dejar morir”, puede ser lento y
doloroso; el segundo “favorece morir”, es rápido e indoloro. Matar no es, intrínsecamente, peor
que dejar morir. Las diferencias morales entre la eutanasia activa y la eutanasia pasiva son
espúreas. La distinción entre quitar la vida y dejar morir no tiene en si importancia moral.

Para Joseph Fletcher, quien durante largos años ha sido el gran defensor de la eutanasia
activa, el razonamiento ético implica determinar lo correcto e incorrecto de una acción
estimando sus posibles consecuencias. Y, en último análisis, la única forma de justificar un
medio es, precisamente, en términos del fin pretendido. Ya que el fin buscado en ambas
formas de eutanasia es el mismo, desprenderse de una vida no deseada cualquiera de las dos
formas, dependiendo de la situación, puede ser la correctamente adoptada.

La tesis de que los médicos no son omniscientes y algunos pacientes con diagnósticos
de “irrecuperables” se salvan y la aplicación en los mismos de la eutanasia activa hubiera
resultado en una muerte innecesaria responden: la misma objeción pueden plantearse en el
caso de la eutanasia pasiva; ¿quién garantiza que la persistencia de las medidas
extraordinarias no pueden dar tiempo a la “curación milagrosa”?

La indicación de la eutanasia activa se presta a un uso malicioso para satisfacer


intereses extraños al paciente, lo cual responde también a motivos maliciosos y pueden
conducir a la aplicación de la eutanasia pasiva; esto no indica diferencias intrínsecas entre uno
y otro procedimiento. Los partidarios de la eutanasia pasiva exponen: Asesinar es, moralmente
hablado, peor que dejar morir. Nuestros juicios deben ser influidos, no sólo por los medios sino
también por el fin. Y un fin loable abatir el sufrimiento innecesario por bueno que sea, no
puede justificar por sí mismo el empleo de un procedimiento vil; en el caso de la eutanasia
activa, el asesinato.

La eutanasia pasiva no puede homologarse al acto de matar. Al paciente lo mata la


enfermedad incurable que padece. El médico suprime o alivia al máximo el sufrimiento humano
con el recurso de que dispone. Terminar activamente con la vida de un enfermo es realizar un
acto extraño a las obligaciones morales con el enfermo. Ni los más extremos argumentos de
“racionalización humanitaria” pueden hacerle moralmente defendible.

En cuanto a la Eutanasia en Venezuela, en el año 1977, se publicó los resultados de una


encuesta en escala nacional, investigando las “Actitudes del Médico en Venezuela ante el
Enfermo Terminal”. Las dos terceras partes de los médicos sometidos a la encuesta negaron
haber omitido las medidas destinadas específicamente a prolongar la vida (eutanasia pasiva.)
Las preguntas relativas a la realización de la eutanasia activa dieron lugar al rechazo casi
absoluto: más del 90% negó haber utilizado alguna vez espontáneamente, por solicitud del
paciente o de sus familiares, medidas destinadas a precipitar el proceso de la muerte.

La Ley de Ejercicio de la Medicina, no menciona la palabra eutanasia, pero autoriza (lo


cual es sinónimo de eutanasia pasiva) el retiro, en pacientes irrecuperables, de medidas
extraordinarias de mantenimiento artificial de la vida. Tres artículos de la mencionada ley
contribuirán a delimitar la responsabilidad del médico venezolano concerniente a la atención
del enfermo moribundo. Con toda seguridad influirán a favor de la aplicación de la eutanasia
pasiva.
Artículo 28.

“El médico que atiende a enfermos irrecuperables, no está obligado al


empleo de medidas extraordinarias de mantenimiento artificial de la vida...”

Artículo 29.

“El ingreso y la permanencia de los enfermos en la Unidades de Cuidado


Intensivo, deberán someterse a normas estrictas de evaluación, destinadas
a evitar el uso injustificado, inútil y dispensioso de estos servicios en
afecciones que no las necesitan y en la asistencia de enfermos
irrecuperables en la etapa final de su padecimiento”

Artículo 32.

“La certificación de la muerte del donante para los fines del Transplante de
órganos, exigirá que los criterios prevalecientes en la profesión médica
muestren que aquel ha sufrido un daño irreversible de las funciones
cerebrales”

El Código de Deontología Médica, vigente desde el 29 de marzo de 1985, aunque


tampoco utiliza el término eutanasia, considera técnicamente inobjetable la modalidad pasiva
de eutanasia y rechaza en forma enfática la modalidad activa.

Artículo 77.

“El moribundo tiene derecho a exigir se le permita morir sin las miserias
adicionales derivadas de la torpe decisión de aplicar en forma
indiscriminada las medidas extraordinarias de mantenimiento artificial de la
vida. Debe respetarse la decisión expresa del enfermo de no desear le sean
aplicadas medidas de reanimación. El desatender este deseo puede
considerarse como una violación a los derechos del enfermo de morir en
paz”

La interrupción de las medidas extraordinarias no exonera al médico de su obligación de


asistir al moribundo y suministrarle la ayuda necesaria para mitigar la fase final de su
enfermedad.

Artículo 81.

“El médico que atiende enfermos irrecuperables no esta obligado al empleo


de medidas extraordinarias de mantenimiento artificial de la vida. Para el
debido cumplimiento de esta disposición deberá atenerse a lo dispuesto en
el Reglamento de la Ley del Ejercicio de la Medicina”.

Artículo 80.

“Es obligación fundamental del médico el alivio del sufrimiento humano. No


puede, en ninguna circunstancia, provocar deliberadamente la muerte del
enfermo aun cuando este o sus familiares lo soliciten”

En la obra Eutanasia, dedico un extenso capítulo al análisis de las diferencias entre la


Eutanasia Activa y la Pasiva y expongo las razones que me llevan a preconizar esta última:

“Disponemos en la actualidad de excelentes recursos destinados al alivio


del sufrimiento físico, tenemos un mejor conocimiento de las necesidades
del moribundo y las perspectivas son cada vez mayores de lograr un cambio
de actitud por parte de los médicos y de la sociedad en todo lo que
concierne a las necesidades fundamentales del enfermo en la etapa final de
su existencia”.

La muerte ha cambiado de escena, ya no observamos al moribundo que yace en cama


rodeado de sus familiares, dictando sus últimos deseos. La mayoría muere en hospitales:
“entubados”, “sedados”, “aireados” y “non compos menti”. La muerte se ha convertido en un
negocio sucio, impúdico, torpe en pocas palabras: en un hecho obsceno. Como consecuencia
de esta nueva forma de morir, la bata blanca comienza a perder su resplandor. El enfermo
actual al buscar la ayuda del médico lo hace con mayor esperanza y creencia en su
competencia profesional, pero también con mayores dudas ante la incertidumbre de lo que le
podrá suceder. Actualmente ha perdido la confianza en las destrezas del médico, y al carácter
humano de la ayuda profesional, un conflicto entre dos vertientes: la científica, y la sensibilidad
humanitaria.

La eutanasia, solamente es legal en 5 países, entre los que permiten esta práctica a
mediados del 2015; han sido Canadá, y Colombia. En el área del derecho la muerte digna,
como referencia sigue estando en Europa específicamente en Holanda que fue el primer país
del mundo que legalizó la Eutanasia, en el año 2002, pocos meses antes de que lo hiciera
Bélgica. Es importante señalar que Luxemburgo la incorporó en su legislación en el 2009.
Haciendo honor al tema debo señalar que el suicidio asistido está permitido en Suiza y cinco
lugares de Estados Unidos: Oregón, Washington, Montana, Vermont y California.

Sociólogo: Irbin Acosta. G

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