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10 Benedict - La Antropología y Lo Normal
10 Benedict - La Antropología y Lo Normal
LA ANTROPOLOGÍA Y EL ANORMAL
RUTH BENEDICT
Wa, fuera del camino. Wa, fuera del camino. Den vuelta sus rostros que daré
vía a mi furia golpeando a mis pares jefes.
Wa, gran potlach, el más grande de los potlach2. Los pequeños3 sólo
aparentan, los insignificantes tercos, ellos sólo venden un cobre de vez en
cuando y se lo regalan a los pequeños jefes de la tribu.
Ah, no pidan piedad en vano. Ah, no pidan piedad en vano y levanten sus
manos, ustedes, con sus lenguas colgantes. Yo voy a romper4, voy a hacer
desaparecer el gran cobre que tiene el nombre de Kentsegum, la propiedad
del gran tonto, el gran extravagante, el gran insuperable, el remotísimo del
más allá, el gran bailarín caníbal entre los jefes5.
Soy el gran jefe que hace a la gente avergonzarse.
Soy el gran jefe que hace a la gente avergonzarse.
Nuestro jefe produce vergüenza en las caras.
Nuestro jefe produce envidia.
Nuestro jefe hace a la gente cubrir sus caras por lo que está haciendo
continuamente en este mundo, desde el principio hasta el final del año.
Dando una y otra vez fiestas a las tribus.
He citado algunos de estos himnos de auto glorificación debido a que, por una
asociación que los psiquiatras reconocerán como fundamental, estos delirios de
grandeza fueron esenciales en la visión paranoica de la vida tan llamativamente
desarrollada en esta cultura. Toda la existencia era percibida en términos de
insulto9a. No sólo los actos de desprecio de un vecino o un enemigo, sino todos los
inconvenientes, como un corte al caer la propia hacha o una zambullida al darse
vuelta la canoa, eran insultos. Todo amenazaba de la misma manera la seguridad
del propio ego, y el primer pensamiento permitido era cómo hacer justicia, cómo
limpiar el insulto. El duelo estaba apenas institucionalizado y el mal humor había
tomado su lugar. Un indio de la costa noroccidental se retiraba a su jergón, con la
cara contra la pared, y no hablaba ni comía hasta resolver cómo actuar para
salvar el propio honor luego de cualquier desgracia, sea el deslizamiento del
hacha talando un árbol o la muerte de un hijo preferido. Se levantaba de allí para
seguir algún curso de acción que, de acuerdo con las normas tradicionales, lo
rehabilitara ante sus propios ojos y ante los de la comunidad: distribuir
propiedades en suficiente cantidad para limpiar la mancha o ir a cazar cabezas
para que otra persona debiera hacer el duelo. Sus actividades no eran, en ningún
caso, respuestas específicas a la pérdida que había sufrido, sino que estaban
cuidadosamente dirigidas a obtener compensación. Si no tenía el dinero para
distribuir o si no lograba matar a alguien para humillar a otro, podía incluso
quitarse la vida. En su visión de la vida, había arriesgado todo a una determinada
imagen de sí mismo y, al pincharse la burbuja de su autoestima, no quedaba
interés alguno ni ocupación en la cual respaldarse, por lo que quedaba derrotado
tras el colapso de su inflado ego.
Cada contingencia de la vida era tratada dentro de estas dos opciones
tradicionales. Ambas eran equivalentes. Tanto si uno peleaba con armas como si
“peleaba con propiedades”, como ellos dicen, la idea que subyacía era la misma.
En los viejos tiempos, dicen, peleaban con lanzas, pero ahora pelean con
propiedades. Uno derrota a sus oponentes de forma equivalente en ambos
casos: midiendo fuerzas y saliendo adelante, uno puede burlarse del vencido más
satisfactoriamente en el potlach que en el campo de batalla. Toda ocasión de la
vida se percibe, no en sus propios términos, como una etapa de la vida sexual
del individuo o como un punto máximo de goce o de tristeza, sino como un paso
más de este drama dirigido a consolidar el propio prestigio y avergonzar a los
invitados. Tanto la ocasión del nacimiento de un hijo, como la adolescencia de
una hija o el casamiento de un hijo varón, constituyen la materia prima de la
cultura para este fin elegido tradicionalmente. Todos contribuyen a incrementar
el status personal y para consolidarse mediante la humillación de los pares. La
adolescencia de una joven entre los nootka (16) era un evento para el cual su
padre reunía propiedades desde que ella comenzaba a deambular. Cuando ella
alcanzara la adolescencia, el padre demostraría su grandeza a través de una
sorprendente distribución de bienes y del insulto a todos sus rivales. La
adolescencia no era un hecho de la vida sexual de una joven sino que
representaba la ocasión para un movimiento importante en el gran juego de
reivindicar la propia grandeza y humillar a los pares.
Estas características de la cultura se mostraban más nítidamente en su
comportamiento ante grandes pérdidas o duelos. Entre los kwakiutl no importaba
si un pariente había muerto a causa de una enfermedad o en manos de un
enemigo, en cualquier caso la muerte era una ofensa que debía ser saldada con
la muerte de otra persona. El hecho de que uno hubiera sido llevado a
lamentarse por algún evento era evidencia de que había sido puesto a prueba. La
hermana de un jefe y su hija habían ido a Victoria y, porque tomaron whisky en
mal estado o porque su bote naufragó, nunca volvieron. El jefe reunió a sus
guerreros. “Ahora, yo les pregunto, guerreros, ¿quién se lamentará? ¿Lo haré yo
o lo hará otro?”. El vocero respondió, por supuesto, “Tú no, Jefe. Deja a otros”.
Inmediatamente dispusieron el mástil de guerra para anunciar su intención de
limpiar la injuria y armaron una partida guerrera. Partieron y encontraron siete
hombres y dos niños dormidos y los mataron. “Luego se sintieron bien cuando
llegaron a Sebaa al anochecer.”
El punto que nos interesa señalar es que, en nuestra sociedad, todo aquel
que en esa ocasión se sintiera bien al llegar al anochecer a Sebaa sería
decididamente un anormal. Podría haber algunos con iguales sentimientos, aun
en nuestra sociedad, pero ellos no serían favorecidos y aprobados en esas
circunstancias. En la costa noroccidental quienes congenian con estos
sentimientos son favorecidos y afortunados, quienes los encuentran repugnantes
son desfavorecidos. Esta última minoría sólo puede sintonizar en su propia
cultura, ejerciendo violencia sobre sus respuestas espontáneas y adquiriendo
otras que le resultan más difíciles. Por ejemplo, un indio de las llanuras cuya
esposa ha sido sustraída de su lado y es demasiado orgulloso para luchar, sólo
podría lidiar con la civilización noroccidental ignorando sus inclinaciones más
fuertes. Si no puede lograrlo, será un desviado en esa cultura, su ejemplo de
anormalidad.
Estas cazas de cabezas que ocurren en la costa noroccidental luego de una
muerte, no tienen que ver con una revancha de sangre o una venganza
organizada. No se hace ningún esfuerzo por conectar la matanza subsiguiente
con alguna responsabilidad de la víctima por la muerte de la persona cuyo
fallecimiento se lamenta. Un jefe cuyo hijo ha muerto, visita todos los lugares
que desea diciendo a sus anfitriones: “Mi príncipe ha muerto hoy, y tú irás con
él”. Luego les mata. En este caso, de acuerdo con su interpretación, el jefe actúa
noblemente porque no ha sido vencido. Él se ha defendido. El procedimiento
completo no tiene sentido alguno sin la fundamental lectura paranoica que se
efectúa de las pérdidas o los duelos. La muerte, como todos los otros accidentes
inesperados de la existencia, toma por sorpresa el orgullo de los hombres y sólo
puede ser manejada en la categoría del insulto.
El comportamiento honrado en la costa noroccidental se reconoce como
anormal en nuestra civilización, sin embargo es lo suficientemente cercano a las
actitudes de nuestra cultura como para ser inteligible para nosotros y como para
tener un vocabulario definido con el cual podemos discutirlo. La tendencia a la
paranoia megalomaníaca es un claro peligro en nuestra sociedad. Como unas de
nuestras principales preocupaciones, nos confronta con la elección de una de dos
posibles actitudes. Una es juzgarla como anormal y censurable, ésta es la actitud
que hemos elegido en nuestra civilización. La otra es hacerla un atributo esencial
del hombre ideal, y es esta la solución en la cultura de la costa noroccidental.
Estos ejemplos, que sólo han podido ser referidos de la manera más
breve, nos ponen frente a la evidencia de que la normalidad se define
culturalmente. Si un adulto formado en los impulsos y estándares de cualquiera
de estas culturas fuese transportado a nuestra civilización, caería dentro de
nuestras categorías de anormalidad. Debería enfrentarse a los dilemas psíquicos
de lo socialmente no disponible. Sin embargo, en su propia cultura, sería el pilar
de la sociedad, el resultado final de las normas inculcadas de comportamiento, y
en su caso no se suscitaría el problema de la inestabilidad personal.
Ninguna civilización puede utilizar en sus normas tradicionales todo el
rango potencial de comportamiento humano. De la misma forma en que hay un
gran número de posibles articulaciones fonéticas y la posibilidad de ser del
lenguaje depende de la selección y estandarización de unas pocas de ellas para
posibilitar la comunicación, también la factibilidad del comportamiento
organizado de cualquier tipo, desde los usos locales de vestimenta y vivienda
hasta los principios de la ética y la religión, dependen de una selección similar
entre características posibles del comportamiento. En el campo de las
obligaciones económicas reconocidas o de los tabúes sexuales, esta selección es,
igual que en el campo de la fonética, un proceso no racional y subconsciente.
Este proceso sucede en el grupo durante largos períodos de tiempo y está
históricamente condicionado por innumerables sucesos de aislamiento o de
contacto social. En cualquier estudio comprehensivo de la psicología, esta
selección que las culturas realizan en el curso de la historia dentro de un gran
arco de comportamiento potencial, resulta de la mayor importancia.
Cada sociedad10, comenzando con una débil inclinación en una dirección u
otra, lleva su preferencia cada vez más lejos, integrándose cada vez de forma
más completa con la base elegida y descartando aquellos tipos de
comportamiento que son incongruentes. La mayoría de estas organizaciones de
la personalidad, que nos parecen tan indiscutiblemente anormales, han sido
utilizadas por diferentes civilizaciones en los fundamentos de su vida
institucional. Por el contrario, las características más valoradas de nuestros
individuos normales han sido consideradas por otras culturas como aberrantes.
En resumen, la normalidad, en su sentido más general, se define culturalmente.
Es, primordialmente, un término para el segmento socialmente elaborado del
comportamiento humano en cualquier cultura; en tanto la anormalidad es un
término para el segmento que una civilización en particular no usa. Nuestra
mirada sobre el problema se encuentra condicionada por hábitos de larga
tradición de nuestra propia cultura.
Esta es una cuestión que ha sido planteada más frecuentemente con
relación a la ética que en relación con la psiquiatría. Ya no cometemos el error de
derivar la moralidad propia de nuestro espacio y tiempo de la inevitable
constitución de la naturaleza humana. Ya no la elevamos a la dignidad de primer
principio. Reconocemos que la moralidad difiere en todas las sociedades y que es
un término conveniente para designar los hábitos socialmente aprobados. La
humanidad siempre ha preferido decir “Esto es moralmente correcto” que “Esto
es lo habitual”, y esta preferencia es ya un problema suficiente para una ciencia
crítica de la ética. Pero históricamente ambas frases son sinónimos.
El concepto de lo normal es, en realidad, una variante del concepto de “el
bien”. Refiere a lo que la sociedad ha aprobado. Una acción normal es aquella
que cae dentro de los límites del comportamiento esperado por una sociedad en
particular. Su variabilidad entre pueblos diversos es, esencialmente, una función
de la variabilidad de los patrones de comportamiento que cada sociedad ha
creado para sí misma, y nunca puede ser completamente divorciada de la
consideración de los tipos de comportamiento culturalmente institucionalizados.
Cada cultura es un desarrollo más o menos elaborado de las
potencialidades del segmento que ha elegido. Mientras esté bien integrada y sea
consistente en sí misma, una civilización tenderá a llevar cada vez más lejos, de
acuerdo con su naturaleza, el impulso inicial hacia un tipo particular de acción, y
estas elaboraciones incluirán características cada vez más extremas y más
aberrantes, desde el punto de vista de otras culturas.
Cada una de esas características, en la medida en que refuerzan los
modos de comportamiento elegidos, es normal para esa cultura. Aquellos
individuos que congenian con estos rasgos, ya sea por un motivo congénito o
como resultado de características de su niñez, no sufren el desprecio o la
desaprobación social que sus rasgos suscitarían en una sociedad organizada de
modo diferente. Por el otro lado, aquellos individuos cuyas características no
congenian con el tipo seleccionado de comportamiento en esa comunidad son los
desviados, sin importar cómo esos rasgos de su personalidad sean evaluados en
otra civilización.
El hombre que no es susceptible frente al miedo a la traición, que disfruta
de trabajar y ser solidario, es el neurótico de los dobu y es considerado un tonto.
En la costa noroccidental la persona que no puede leer la vida en términos de
una competencia de insultos, será la persona sobre quien caerán todas las
dificultades de lo desautorizado culturalmente. La persona para quien no resulta
fácil humillar al vecino, ni ver la humillación en su propia experiencia, aquel que
es amoroso y amigable, podrá, por supuesto, encontrar alguna forma no
estandarizada de satisfacción en su propia sociedad, aunque no podrá hacerlo
dentro de los patrones de respuestas que la cultura requiere de él. Si nació para
jugar un rol importante en una familia con muchos privilegios hereditarios, sólo
podrá tener éxito reprimiendo su personalidad. Si no lograra triunfar, habrá
traicionado a su cultura; esto es, será un anormal.
He hablado de individuos que tienen inclinación hacia ciertos tipos de
comportamiento y de inclinaciones que van contra los tipos de comportamiento
institucionalizados en la cultura a la que pertenecen. A partir del conocimiento
que tenemos de culturas distintas entre sí, parece claro que las diferencias de
temperamento ocurren en todas las sociedades. El problema no ha sido nunca
objeto de investigación, pero sería posible decir, a partir del material disponible,
que estos tipos de temperamento parecen tener recurrencia universal. Esto es,
hay un rango discernible de comportamiento humano que se encuentra toda vez
que se observa agrupamientos suficientemente numerosos de individuos. Sin
embargo, la relación entre tipos de comportamiento en las diferentes sociedades
no es universal. La vasta mayoría de los individuos se forman con acuerdo a los
usos y tradiciones de su cultura. En otras palabras, la mayor parte de los
individuos son moldeables por la fuerza de la sociedad en la cual han nacido. En
una sociedad que valoriza el trance, como en la India, los individuos han de tener
experiencia supranormal. En una sociedad que institucionaliza la
homosexualidad, serán homosexuales. En una sociedad que establece la
acumulación de propiedades como el principal objetivo humano, acumularán
propiedades. Los desviados, sea cual fuere el tipo de comportamiento que la
cultura ha institucionalizado, serán pocos en número; y no habrá mayor
dificultad en moldear la vasta y maleable mayoría a la normalidad de lo que
nosotros consideramos rasgos aberrantes, por ejemplo los delirios de referencia,
como a la normalidad de modos de comportamiento tan aceptados por nosotros
como el consumismo. La pequeña proporción en número de los desviados en
cualquier cultura no es función del instinto sobre la base del cual la sociedad ha
construido su sanidad, sino que se explica por el hecho universal de que,
afortunadamente, la mayoría de la humanidad adopta fácilmente las formas que
se le presentan.
El relativismo de la normalidad no es un tema académico. En primer lugar,
sugiere que la aparente debilidad del aberrante es las más de las veces y en gran
medida ilusoria. Esto no proviene del hecho de que carece del vigor necesario,
sino de que se trata de individuos sobre los cuales esa cultura ha ejercido más
presión que la habitual. Su incapacidad para adaptarse es un reflejo del hecho de
que para él la adaptación implica un conflicto interno que no se suscita en los
llamados normales.
Terapéuticamente, el relativismo de la normalidad sugiere que, en
cualquier sociedad, la inculcación de la tolerancia y la apreciación hacia los tipos
menos usuales es de fundamental importancia para una higiene mental
satisfactoria. Del lado del paciente, el complemento de esta tolerancia es una
educación en la confianza personal y la honestidad consigo mismo. Si puede ser
llevado a darse cuenta de que lo que lo ha empujado a su situación miserable es
la desesperación por la falta de apoyo social, podrá lograr una actitud más
independiente y menos tortuosa, y encontrará los fundamentos para un
adecuado funcionamiento en su modo de existencia.
Hay un corolario adicional. Desde el punto de vista de las categorías
absolutas de una psicología de lo anormal, debemos esperar encontrar en
cualquier cultura una gran proporción de los tipos anormales más extremos entre
quienes, desde el punto de vista local, están mas lejos de pertenecer a esta
categoría. La cultura, de acuerdo con sus preocupaciones principales,
incrementará e intensificará los síntomas histéricos, epilépticos y paranoides, al
mismo tiempo que dependerá socialmente en un grado cada vez mayor de estos
individuos. La civilización occidental permite y honra culturalmente
gratificaciones del ego que de acuerdo con cualquier categoría absoluta serían
consideradas como anormales. El retrato de arrogantes egoístas sin límites como
hombres de familia, oficiales de la ley, hombres de negocios, ha sido un tema
favorito de novelistas y son muy comunes en cualquier comunidad. Estos
individuos probablemente son más retorcidos mentalmente que cualquier
paciente de nuestras instituciones mentales que, sin embargo, se encuentran
recluidos. Son tipos extremos de esas configuraciones de personalidad que
nuestra civilización alienta.
Esta consideración pone en primer plano la confusión que produce, por un
lado, el uso de la inadecuación social como criterio de anormalidad y, por el otro,
el uso de síntomas fijos definidos. Estas confusiones están presente en casi todas
las discusiones de la psicología de lo anormal y pueden ser aclaradas sobre todo
mediante una consideración adecuada del carácter de la cultura, y no de la
constitución del individuo anormal. Sin embargo, el peso que tiene la seguridad
social en la situación total del anormal no puede ser exagerado, y la psiquiatría
comparativa deberá ocuparse de este aspecto del problema.
Está claro que los métodos estadísticos que definen la normalidad, cuando
se basan en estudios en una civilización seleccionada, sólo nos conducen a un
provincianismo cada vez más profundo, salvo en los casos en que se contrasta
con la configuración cultural. La tendencia reciente en la psicología de lo anormal
a utilizar el modo de laboratorio como normal y de definir anormalidades en
función de este nivel promedio, sólo tiene valor en la medida en que señala que
los aberrantes son aquellos individuos susceptibles a serias perturbaciones
debido a que sus hábitos no son sostenidos culturalmente. Por otra parte,
desestima el hecho de que cada cultura, más allá de sus anormales conflictivos,
probablemente tiene anormales que se ajustan cabalmente al tipo cultural.
Desde el punto de vista de una psicología de lo anormal válida universalmente,
es probable que se encuentren en este mismo grupo tipos extremos de
anormalidad, y que el grupo pase desapercibido en los estudios basados en una
única cultura, excepto por sus formas institucionales extremas.
La relatividad de la normalidad es importante para lo que algún día podrá
ser una verdadera ingeniería social. En esta generación, nuestro retrato de la
propia civilización ya no se hace en los términos de imperativos categóricos
inmutables y divinos. Debemos hacer frente a los problemas que nos plantea
este cambio de perspectiva. En esta cuestión de los padecimientos mentales,
debemos enfrentar el hecho de que incluso nuestra normalidad es un producto
humano y es resultado de nuestras propias búsquedas. Así como hemos tenido
dificultades para abordar los problemas éticos mientras sostuvimos una
definición absoluta de la moralidad, también será difícil abordar la anormalidad si
identificamos nuestras normalidades locales con la sanidad universal. He tomado
ejemplos de diferentes culturas porque las conclusiones son más evidentes si las
contrastamos con grupos sociales diferentes. Pero el problema principal no
deviene de la variabilidad de lo normal de cultura en cultura, sino de su
variabilidad de era en era. No podemos escapar a esta variabilidad en el tiempo y
encarar este cambio con pleno entendimiento y racionalidad no es ajeno a
nuestras posibilidades (9). Ninguna sociedad ha logrado todavía un análisis auto
consciente y crítico de sus propias normalidades, ni ha intentado lidiar
racionalmente con su proceso social de creación de nuevas normalidades en la
siguiente generación. Sin embargo, el hecho de que no se haya logrado no es
prueba suficiente de su imposibilidad. Es una débil indicación de cuán
importantes serán sus consecuencias en la sociedad humana.
Hay otro factor central en el condicionamiento cultural de la anormalidad.
A juzgar por el material que está a nuestro alcance en el presente, parece un
factor menos importante que el que hemos discutido. Sin embargo, desestimar
su importancia ha llevado a numerosos malos entendidos. Las formas
particulares de comportamiento a las que son susceptibles los individuos
inestables de cualquier grupo son, muchas de ellas, problemas de configuración
cultural, como ocurre con cualquier otro comportamiento. Es por esta obvia
razón que los desórdenes epidémicos de un continente o de una era suelen ser
infrecuentes o son ignorados en otras partes del mundo o en otros períodos
históricos.
Las evidencias más claras de la configuración cultural del comportamiento
de individuos inestables se encuentran en el fenómeno del trance. El uso que se
le da a tal proclividad, la forma que adoptan sus manifestaciones, las cosas que
se ven y se sienten en el trance, todo ello es controlado culturalmente. El
individuo en trance puede regresar portando comunicaciones de los muertos que
describan en detalle la vida en el más allá, visitar el mundo de los no-nacidos,
traer información sobre objetos perdidos, experimentar la unidad cósmica,
adquirir un espíritu guardián eterno, u obtener información de eventos futuros.
Aun en el trance, el individuo se apega estrictamente a las reglas y expectativas
de su cultura y su experiencia responde a patrones locales, al igual que en un
rito de casamiento o en un intercambio económico.
Se ha reconocido la conformidad de la experiencia del trance con las
expectativas de la vida consciente. Ahora que ya no nos confunden los intentos
de adscribir validez supranormal a una o a otra y nos damos cuenta de cómo en
la experiencia del trance se encarnan las preocupaciones experimentadas por el
individuo, aceptamos también como principio fundamental la configuración
cultural del éxtasis.
Pero el problema no finaliza aquí. No es sólo la experiencia del trance la
que tiene una clara distribución geográfica y temporal. Esto es verdad también
para las formas de comportamiento de individuos inestables de cualquier grupo.
Una de las principales dificultades en el uso de una información tan imprecisa y
casual como la que poseemos sobre el comportamiento del inestable en
diferentes culturas, es que el material no se corresponde con datos de nuestra
propia sociedad. Se ha pensado que tipos de inestabilidad como la histeria del
Ártico (14) o los ataques frenéticos de los malayos eran enfermedades raciales.
Pero por lo que conocemos, y a pesar de la carencia de buenos informes
psiquiátricos, este fenómeno no coincide con la distribución racial. Más aun, el
mismo problema se destaca en casos donde es imposible la correlación racial.
Los ataques frenéticos han sido descriptos con síntomas y tratamientos
semejantes en partes del mundo tan diferentes como Melanesia (11, pp.54-55) y
Tierra del Fuego (7).
La explicación racial también se descarta en instancias de manía
epidémica, que son características de nuestra propia herencia cultural. La manía
del baile (13) que, en los tiempos medievales, llenó las calles de Europa con
bailarines compulsivos, hombres, mujeres y niños, es reconocida como una
instancia extrema de sugestión en nuestro propio grupo racial.
Estos comportamientos son pasibles de elaboración controlada en gran
escala. Los individuos inestables en una cultura adquieren formas características
que serán poco comunes, o estarán ausentes, en otra cultura; y esto es incluso
más notorio cuando se ha asignado valor social a una forma u otra. De esta
manera, cuando, en cualquier sociedad, un tipo de comportamiento límite ha
sido asociado con el shamán y ésta es una persona de autoridad e influencia,
éste ha de sufrir este tipo de ataque preestablecido en cada demostración. Entre
los shasta de California, como hemos visto, y entre muchas otras tribus de
distintas partes del mundo, la posesión cataléptica, en alguna de sus formas, es
el pasaporte al shamanismo y debe acompañar constantemente su práctica. En
otras regiones es una visión o audición automática. En otras sociedades, el
comportamiento es más cercano a lo que entendemos como epilepsia histérica.
En Siberia, se requiere para cualquier performance del shamán todas las
características asignadas a nuestras sesiones espiritualistas. En todos estos
casos, la experiencia particular que se elige socialmente es objeto de
considerable elaboración y es usualmente modelada en detalle de acuerdo con
los estándares locales. Esto es, cada cultura aunque selecciona un número
pequeño del gran campo de experiencias límite, impone sin dificultad su tipo
seleccionado sobre ciertos individuos. El particular comportamiento de un
individuo inestable en esta instancia no es el modo único e inevitable en que su
anormalidad puede expresarse. Él ha tomado un ejemplo de comportamiento
condicionado por la tradición, tanto en éste como en cualquier otro campo. Por el
contrario, en toda sociedad, la nuestra incluida, hay formas de inestabilidad que
están fuera de uso. No se presentan, al menos en el presente, para su imitación
por los individuos influenciables que constituyen, en cualquier sociedad, un grupo
considerable de los anormales. Parece claro que no es ésta una cuestión de la
naturaleza de la sanidad, o de una tendencia biológica heredada dentro de un
grupo local, sino que simplemente es una cuestión de configuración social.
El problema de entender el comportamiento humano anormal en un
sentido absoluto, independiente de los factores culturales, está lejos de ser
resuelto. Las categorías de comportamiento límite que derivamos del estudio de
las neurosis y psicosis de nuestra civilización son categorías de tipos locales de
inestabilidad. Dan mucha información acerca de las presiones y exigencias de la
civilización occidental, pero no proveen de un cuadro final del comportamiento
humano inevitable. Cualquier conclusión sobre tal comportamiento debe esperar
la recolección de datos psiquiátricos de otras culturas a cargo de observadores
entrenados. Debido a que hasta el presente no se ha producido trabajo de este
tipo, es imposible establecer una definición de anormalidad que pueda ser
considerada válida para todo el material comparativo. Ocurre lo mismo que en
ética: todas nuestras convenciones locales de comportamiento moral e inmoral
carecen de validez absoluta y, sin embargo, es posible que pueda desentrañarse
una porción pequeña de lo correcto e incorrecto compartido por toda la raza
humana. Cuando se disponga de los datos en psiquiatría, es probable que esta
definición mínima de las tendencias humanas anormales sea muy diferente de
nuestra psicosis culturalmente condicionadas y altamente elaboradas, como las
descriptas, por ejemplo, bajo los términos de esquizofrenia y maníaco-depresivo.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Anthrop., vol. 3)Nueva York: Columbia Univ. Press, 1925. Pp vii+357.
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1913, 7, 67-80.
Departamento de Antropología
Universidad de Columbia
Ciudad de Nueva York.
1
En todas las culturas, aquel comportamiento que se encuentra recompensado socialmente atrae a personas a
quienes les resulta atractiva la posibilidad del liderazgo, y tales personas pueden simular el comportamiento
requerido. Esto es válido tanto para sociedades que recompensan la prodigalidad como para aquellas que
recompensan la catalepsia. Para este argumento no se considera el nivel de la simulación aunque tiene una obvia
importancia. Se trata de una cuestión que las culturas estandarizan tanto como estandarizan los tipos de
comportamientos recompensados.
2
La celebración que está dando.
3
Sus oponentes.
4
Romper una pieza de cobre constituía la marca final de grandeza, al demostrar cuán alejado se estaba incluso
de los bienes más superlativamente valiosos.
5
Él mismo.
6
Como lo hacen los salmones.
7
Él mismo.
8
Irónicamente, por supuesto.
9
De tesoro.
9a
Insulto es utilizado aquí en referencia a la intensa susceptibilidad a la vergüenza que es tan conspicua en esta
cultura. Cualquier contingencia posible era interpretada como situación de competencia y la gama de emociones
oscilaba entre el triunfo y la vergüenza.
10
Este modo de referir el proceso es deliberadamente animístico. Se utiliza sin referencia alguna a la mente del
grupo o a lo superorgánico, sino en el mismo sentido en que se acostumbre decir, “Cada arte posee sus propios
cánones”.