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CAZADOR

Recortados por los anaranjadas rayos del sol poniente, la silueta de un jinete a caballo
surgió de repente sobre la polvorienta colina que se alzaba sobre el desértico paisaje. El
cansancio se apreciaba tanto en la cabeza gacha de la montura, como los hombros del que lo
montaba. Siguieron el camino a paso firme y lento, un camino que apenas era un indicio de
sendero en el yermo. El insoportable calor del día aún estaba presente en el aire en el que
bruscas corrientes levantaban extrañas formas de la tierra reseca que pisaba el caballo. No
llegarían antes de la noche al amurallado y silencioso pueblo de piedra que divisaban a lo
lejos.

La sombra que vino con la marcha del sol no trajo frescor alguno, pues el calor empezó a
emanar del suelo. Este bochorno se había almacenado durante el día en la tierra, más cocida
que calentada por los implacables rayos del astro que ahora se había marchado. El jinete
intentó buscar algo más de comodidad, y echó para atrás su sombrero de ala ancha, que
llevaba hasta entonces calado hasta la cejas, así como retiraba también el pañuelo que le
tapaba la boca y nariz. Sus pelos estaban apelmazados por un sudor ya seco, y las partes
de su rostro que llevaba expuestas al aire hasta ese momento, mejillas, contorno de los ojos y
orejas, presentaban un color marrón oscuro, sugiriendo alguna extraña pintura de guerra.
Bebió de un casi vacío odre que cogió de las alforjas a sus izquierda, aunque sólo pareció
mojar sus labios de lo breve que fue ese. Mojó su mano enguantada y la ofreció al caballo
para que la lamiera, cosa que agradeció el exhausto animal.

Cuando la luna llena apareció, estaba a como un kilómetro de su objetivo. A la nueva luz,
las escasas sabandijas que rondaban el desierto nocturno pudieron por fin mirarlo bien. Su
porte ahora era regio, recto sobre su silla de montar. Su pelo corto, cortado a cepillo. Su
rostro de cuero avejentado transmitía paciencia y en cierta medida atisbo de una fuerte
voluntad. Sus ojos atentos no dejaban de mirar tanto al camino como hacia la población ante
él.

Al poco, y sin desmontar, se quitó primero el sombrero que sujetó con un cordel a su silla de
montar. Después, se quitó por la cabeza el sobremanto, una pieza cuadrada de tela con una
abertura para la cabeza, que le tapaba hasta las pantorrillas. Lo enrolló, ató con un par de
cordeles y guardó en las alforjas de su derecha con un equilibrio que denotaba la fuerza de la
costumbre. Se pudo apreciar que vestía unos pantalones sin bolsillos y una camisa sin botones
de una muy maltratada y basta tela gris con parches color marrón claro, aunque tal vez
ambas prendas fueran originariamente blancas y el polvo incrustado de los caminos su tinte.
Más escarpes que calzado, unas botas de cuero sin cordones de aspecto flexible le cubría las
piernas hasta las rodillas. En sus manos los guantes parecían más bien guanteletes de cuero.
Bajo el pañuelo de su cuello, se adivinaba una gorguera, también de cuero. Pero lo que más
llamaba la atención de su atuento no era eso.

Sobre su corazón, prendida sobre la camisa estaba una estrella de cinco punta de artística
factura que reflejaba los plateados haces de la luz lunar. A sus caderas estaban prendidas
en sus fundas dos pistolas, que apenas podían ceñirse a esa definición. Brutalmente grandes,
le llegaban a la mitad de los muslos, con sus cachas de oscura madera tallada con lo que
parecían runas y cañones grabados de arabescos que sugerían algún elegante y exótico
lenguaje. Primitivas aunque refinadas, Portadoras de Muerte. Si un armero medieval
hubiese vuelto a forjar una espada corta para asemejarla a un revólver, ese hubiese sido su
aspecto. Es más, el cuchillo de caza de también llevaba a la espalda, a también la cintura
aunque en horizontal, parecía algún pariente de esas armas.

Llegó al pueblo, y paró el caballo ante el abierto portal de las pequeñas murallas. No había
puertas en el oscuro hueco, a través del cual se veía a la luz de la luna el poblado
abandonado. Las sombras a la luz plateada hablaban de amenazas que arrastrarían
cualquier insensato a la oscuridad a sufrir los horrores sólo sugeridos por las pesadillas. El
pistolero descabalgó sin ceremonia. Se volvió a su montura, acariciándole el hocico a la vez
que le susurraba una suave orden. Tras eso se encaró al portón, sin atar al animal. En
postura rígida, con las piernas ligeramente separadas, desenfundó ambos revólveres en un
fluido movimiento cruzando los brazos, y cruzó ambos sobre el pecho. Sin dejar de mirar
hacia las puertas abiertas del pueblo, gritó:

“¡Soy Arión, Cazador de la Orden de Pistoleros de Harandró! ¡Llevo 3 días


rastreándote, Aberración! ¡Sé que estás aquí! ¡Voy a darte muerte! ¡No querrás, creo -
y allí sonrió - pero te doy la oportunidad de que lo poco que quede de hombre en ti
recapacite y te rindas, hallando algo de redención!”

Sólo los ruidos de la noche le respondieron. Así que remató su declaración mientras daba su
primer paso dentro de la villa, con lo que parecía por su tono una fórmula repetida muchas
veces, como una oración:

“¡Sea! ¡Qué canten las Altas Pistolas su canción de fuego y metal recalentado!¡Si es
posible, que la Luz se apiade de ti, y si no, vete al infierno!”
La noche fue larga a partir de allí, y mayormente silenciosa. El caballo ni se alteró ni
cuando 4 monstruosos disparos sonaron ya próximo al amanecer, apostillados del gorgoteo
en un grito de dolor proferido por una voz no exactamente humana. Una hora más tarde, el
pistolero salió por la puerta del pueblo, agotado. A sus espaldas, una pira ardía
consumiendo su presa, una forma que no seguía del todo los contornos de lo que se esperaría
de un hombre.

El pistolero se aproximó al caballo, que lo saludó cariñosamente. Arión habló a su montura,


a la par que le mostraba un objeto cilíndrico que sujetaba con orgullo:

“No sólo cacé mi presa, viejo amigo. Encontré este porta documentos de factura antigua
si no me equivoco. No comprendí nada de los pergaminos que contenía, pero seguro que
nuestro querido compañero Erudito de ojos de cristal tendrá distracción para unos cuantos
meses, y puede que no lleve a más cazas...”

Montó su caballo con gesto cansado, sujetando su hallazgo en un lugar visible. Dio dos
vueltas a las bridas en sus guantes y se inclinó sobre la cabeza del caballo, rodeándole como
en un abrazo:

“A casa, viejo amigo...”

El caballo se puso a trote ligero sin esperar, y no lo varió ni cuando la cabeza del jinete cayó
sobre sus crines, al quedar inconsciente. En la camisa iluminada por el sol naciente se podía
ver bajo el hombre derecho una mancha oscura que crecía lenta, pero seguramente.

Autor: Arcan el Viejo


Basado en: Revólveres y Ocultistas
Maquetación: Iriem

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