Está en la página 1de 5

La doctrina aristocrática

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 5 de septiembre de 2011)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra


aquí: http://mises.org/daily/5603.

[Gobierno omnipotente (1944)]

De entre la infinidad de afirmaciones falsas y errores factuales que conforman la


estructura de la filosofía marxista, hay dos que son especialmente objetables.
Marx afirma que el capitalismo causa una creciente pauperización de las masas y
sostiene alegremente que los proletarios son intelectual y moralmente superiores a
la burguesía estrecha de miras, corrupta y egoísta. No merece la pener gastar
tiempo en refutar estos cuentos.

Los defensores de la vuelta a un gobierno oligárquico ven las cosas desde un


ángulo bastante diferente. Es un hecho, dicen, que el capitalismo ha derramado el
cuerno de la abundancia sobre las masas, que no saben por qué se hacen cada
día más prósperas. Los proletarios han hecho todo lo que han podido para
dificultar o ralentizar el ritmo de las innovaciones técnicas: han llegado incluso a
destruir máquinas recién inventadas. Sus sindicatos aún se oponen hoy a toda
mejora en los métodos de producción. Los empresarios y capitalistas han tenido
que empujar a las masas reticentes e indispuestas hacia un sistema de producción
que hace más confortables sus vidas.

Dentro de una sociedad de mercado no intervenida, continúan diciendo estos


defensores de la aristocracia, prevalece una tendencia hacia una disminución de
la desigualdad de rentas. Mientras el ciudadano medio se hace más rico, el
emprendedor de éxito raras veces obtiene riqueza que le ponga muy por encima
del nivel medio. No hay más un pequeño grupo de rentas altas y el consumo total
de este grupo es demasiado insignificante como para desempeñar ningún papel
en el mercado. Los miembros de la clase media alta disfrutan de un nivel de vida
superior al de las masas pero asimismo sus demandas no son importantes en el
mercado. Viven más confortablemente que la mayoría de sus conciudadanos, pero
no son suficientemente ricos como para permitirse un nivel de vida
sustancialmente diferente. Su vestido es más caro que el de los estratos inferiores,
pero sigue el mismo patrón y está sujeto a las mismas modas. Sus baños y sus

1
coches son más elegantes, pero el servicio que dan es sustancialmente el mismo.
Las viejas discrepancias en patrones han disminuido hasta diferencias que en su
mayor parte no son sino cosa de adorno. La vida privada del empresario o
ejecutivo moderno difiere mucho menos de la de sus empleados de la vida de
hace siglos del terrateniente feudal respecto de la de sus siervos.

A los ojos de estos críticos pro-aristocracia, es una consecuencia deplorable de


esta tendencia hacia la igualación y el aumento en los niveles de las masas el que
dichas masas desempeñen un papel activo en las actividades mentales y políticas
de la nación. No solo establecen los patrones artísticos y literarios: son también
supremos en política. Ahora tienen comodidades y ocio suficientes como para
desempeñar un papel decisivo en asuntos comunales. Pero son demasiado
estrechos de miras como para entender el sentido de las políticas sensatas.
Juzgan todos los problemas económicos desde el punto de vista de su propia
posición en el proceso de producción. Para ellos, los empresarios y capitalistas, en
realidad la mayoría de los ejecutivos, son simplemente gente ociosa cuyos
servicios podría prestar fácilmente “cualquiera capaz de leer y escribir”.[1] La
masas están llenas de envidia y resentimiento: quieren expropiar a los capitalistas
y empresarios cuya falta es haberles servido demasiado bien. Están
completamente incapacitados como para ver las consecuencias más remotas de
las medidas que defienden.

Así que se inclinan por destruir las fuentes de las que deriva su prosperidad. La
política de las democracias es suicida. Las turbulentas masas demandan actos
que son contrarios a los mejores intereses de la sociedad y a los suyos. Se
vuelven a demagogos, aventureros y charlatanes corruptos del Parlamento, que
pregonan medicinas y remedios idiotas. La democracia ha generado un
levantamiento de los bárbaros locales contra la razón, las políticas sensatas y la
civilización. Las masas han establecido firmemente a los dictadores en muchos
países europeos. Pueden tener éxito muy pronto también en Estados Unidos. El
gran experimento del liberalismo y la demacración ha demostrado autoliquidarse.
Ha traído la peor de las tiranías.

No es por el bien de la élite sino por la salvación de la civilización y el beneficio de


las masas por lo que se necesita una reforma radical. Las rentas de los
proletarios, dicen los defensores de una revolución aristocrática, tienen que
recortarse y su trabajo debería hacerse más duro y más tedioso. El trabajador
debería estar tan cansado después de cumplir con su tarea diaria que no pueda
encontrar ocio para pensamientos y actividades peligrosas. Debe privársele del
voto. Todo el poder político debe recaer en las clases superiores. Así se dejará
inerme al populacho. Habrá siervos, pero contentos, agradecidos y serviciales. Lo
que necesitan las masas se mantendrá bajo control. Si se las deja libres caerán
fácilmente presas de las aspiraciones dictatoriales de los sinvergüenzas.
Salvémoslas estableciendo a tiempo el gobierno oligárquico paternal de los
mejores, de la élite, de la aristocracia.

2
Estas son las ideas que muchos de nuestros contemporáneos han deducido de los
escritos de Burke, Dostoievsky, Nietzsche, Pareto y Michels y de la experiencia
histórica de las últimas décadas. Tienes que elegir, dicen, entre la tiranía de
hombres de la escoria y el gobierno benevolente de sabios reyes y aristocracias.
Nunca ha habido en la historia un gobierno democrático duradero. Las repúblicas
antiguas y medievales no fueron genuinas democracias: las masas (esclavos y
metecos) nunca tomaron parte en el gobierno. En todo caso, estas repúblicas
también acabaron en la demagogia y la decadencia. Si es inevitable el gobierno de
un Gran Inquisidor, mejor que sea un cardenal romano, un príncipe borbónico o un
lord británico que un aventurero sádico de baja cuna.

El principal defecto de este razonamiento es que exagera mucho el papel


desempeñado por los estratos más bajos de la sociedad en la evolución hacia las
perjudiciales políticas actuales. Es paradójico suponer que las masas a las que los
amigos de la oligarquía describen como gentuza hayan podido se capaces de
imponerse a las clases más altas, la élite de los empresarios, capitalistas e
intelectuales, e imponerles su propia mentalidad.

¿Quién es el responsable de los deplorables acontecimientos de las últimas


décadas? ¿Desarrollaron las nuevas doctrinas tal vez las clases bajas, los
proletarios? En absoluto. Ningún proletario contribuyó en nada a la construcción
de las enseñanzas antiliberales. En la raíz del árbol genealógico del socialismo
moderno encontramos el nombre del depravado vástago de una de las más
eminentes familias aristocráticas de la Francia real. Casi todos los padres del
socialismo eran miembros de la clase media alta o profesionales. El belga Henri
de Man, un socialista radical de izquierdas, hoy un no menos radical socialista por-
nazi, tenía mucha razón al declarar: “Si uno aceptara las errónea expresión
marxista que atribuye cada ideología social a una clase concreta, tendría que decir
que el socialismo como doctrina, incluso el marxismo, es de origen burgués”.[2] Ni
el intervencionismo ni el nacionalismo viene de la “escoria”. También son
productos de las clases acomodadas.

El éxito abrumador de estas doctrinas que han resultado ser tan dañinas para la
cooperación social pacífica y ahora sacuden los fundamentos de nuestra
civilización no es una consecuencia de las actividades de la clase baja. Los
proletarios, los trabajadores y los granjeros sin duda no son culpables. Los
miembros de las clases sociales superiores fueron los autores de estas ideas
destructivas. Los intelectuales convirtieron a las masas a esta ideología, no la
sacaron de ellas. Si la supremacía de estas doctrinas modernas es una prueba de
decadencia intelectual, no demuestra que los estratos inferiores hayan
conquistado a los superiores. Más bien demuestra la decadencia de los
intelectuales y de la burguesía. Las masas, precisamente porque son ignorantes y
mentalmente inertes, nunca han creado nuevas ideologías. Esto ha sido siempre
la prerrogativa de la élite.

3
La verdad es que afrontamos una degeneración de toda una sociedad y no un mal
limitado a algunas partes de ella.

Cuando los liberales recomiendan un gobierno democrático como el único medio


para salvaguardar una paz permanente tanto en el interior como en las relaciones
internacionales, no defienden el gobierno de los mediocres, de la gente de baja
cuna, de los estúpidos y de los bárbaros locales, como creen algunos críticos de la
democracia. Son liberales y demócratas precisamente porque desean un gobierno
de los hombres mejor preparados para la tarea. Mantienen que los mejor
calificados para gobernar deben demostrar sus habilidades convenciendo a sus
conciudadanos, de forma que éstos les confíen voluntariamente el cargo. No
siguen la doctrina militarista, común a todos los revolucionarios, de que la prueba
de su cualificación es la apropiación del cargo por actos de violencia o fraude.
Ningún gobernante al que le falte el don de la persuasión puede estar mucho
tiempo en el cargo: es una condición indispensable de gobierno. Sería una ilusión
inútil suponer que cualquier gobierno, no importa lo bueno que sea, pueda
mantener se forma duradera sin consentimiento público. Si nuestra comunidad no
produce hombres que tengan el poder de hacer que sean generalmente aceptados
principios sociales sensatos, la civilización está perdida, cualquiera que pueda ser
el sistema de gobierno.

No es verdad que los peligros del mantenimiento de la paz, la democracia, la


libertad y el capitalismo sean consecuencia de una “revuelta de las masas”. Son
un logro de estudiosos e intelectuales, de hijos de los acomodados, de escritores y
artistas criados por lo mejor de la sociedad. En todos los países del mundo,
dinastías y aristócratas han trabajado contra la libertad junto a socialistas e
intervencionistas. Prácticamente todas las iglesias y sectas cristianas han
adoptado los principios del socialismo y el intervencionismo. En casi todos los
países, el clero favorece el nacionalismo. A pesar de que el catolicismo abarca
todo el mundo, ni siquiera la Iglesia Romana ofrece una excepción. El
nacionalismo de los irlandeses, los polacos y los eslovacos es en ran medida un
logro del clero. El nacionalismo francés encontró en la Iglesia su apoyo más
eficaz.

Sería inútil intentar curar este mal con un retorno al gobierno de autócratas y
nobles. La autocracia de los zares en Rusia y de los Borbones en Francia, España
y Nápoles no fue una garantía de buena administración. Los Hohenzollern y los
junkers prusianos en Alemania y los grupos gobernantes británicos han
demostrado claramente su incapacidad para dirigir un país.

Si hombres indignos e innobles controlan los gobiernos de muchos países, es


porque eminentes intelectuales han recomendado su gobierno: los principios de
acuerdo con los cuales ejercitan sus poderes los han desarrollado doctrinarios de
clase alta y han obtenido la aprobación de los intelectuales. Lo que necesita el
mundo no es una reforma constitucional, sino ideologías sensatas. Es evidente

4
que puede hacerse que funcione satisfactoriamente cualquier sistema
constitucional cuando los gobernantes son iguales a su tarea. El problema es
encontrar a los hombres apropiados para el cargo.

Ni el razonamiento a priori ni la experiencia histórica han desacreditado la idea


básica del liberalismo y la democracia de que el consentimiento de los gobernados
sea el requisito principal del gobierno. Ni los reyes benevolentes ni las
aristocracias ilustradas ni los sacerdotes o filósofos desinteresados pueden tener
éxito si les falta este consentimiento. Quien quiera establecer de forma duradera
un buen gobierno debe empezar por tratar de convencer a sus conciudadanos y
ofrecerles ideologías sensatas. Cuando recurre a la violencia, la coacción y la
compulsión en lugar de la persuasión, solo demuestra su propia incapacidad. A
largo plazo, la fuerza y la amenaza no pueden aplicarse con éxito contra las
mayorías. No queda esperanza para la civilización cuando las masas favorecen
políticas dañinas. La élite debería ser suprema en virtud de la persuasión, no de la
ayuda de los pelotones de fusilamiento.

Este artículo está extraído de Gobierno omnipotente, parte 2, capítulo cinco, sección 3
(1944).

[1] Ver las ideas características de Lenin acerca de los problemas del emprendimiento y la
dirección en su panfleto State and Revolution (Nueva York, 1917), pp. 83–84. [Puiblicado
en España como El estado y la revolución (Madrid: Alianza Editorial, 2010)].
[2] De Man, Die Psychologie des Sozialismus (ed. rev. Jena, 1927), pp. 16–17. Man
escribió esto en un tiempo en que era uno de los favoritos del socialismo alemán de
izquierdas.

Tomado de: http://mises.org/Community/blogs/euribe/default.aspx

También podría gustarte