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UNIDAD DIDÁCTICA

ESCATOLOGÍA

Mensaje Cristiano

Nº manual
Unidad 6. Escatología

CONTENIDOS
1. Enseñanza de Jesús sobre el final de la historia
2. El final de la Antigua Alianza
3. La visión de la liturgia celestial
a. La liturgia de la Palabra (Ap 1,1-11,18)
b. La Eucaristía celestial (Ap 11,19-22,21)
4. Las bestias y la nueva Jerusalén

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Unidad 6. Escatología

RESUMEN

En esta Unidad hacemos un recorrido por el libro del Apocalipsis. En particular, repasaremos las
enseñanzas evangélicas de Jesús sobre el final de los tiempos y las interpretaremos a la luz de Ap;
explicaremos el marco histórico en que las visiones que tuvo Juan contextualizan las enseñanzas de Dios
sobre el final de los tiempos y explicaremos la estructura del Ap haciendo referencia a la estructura de la
Misa y el significado de las imágenes más importantes empleadas en Ap.

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BIBLIOGRAFÍA

Sagrada Biblia, versión oficial de la CEE, BAC, Madrid 2012.

Catecismo de la Iglesia Católica, Asociación de Editores del Catecismo, Madrid 1992.

YOUCAT, Catecismo joven de la Iglesia Católica, Ediciones Encuentro, Madrid 2011.

Delegación Episcopal de Cultura, El Credo en imágenes. El arte como manifestación de la fe,


Madrid 2013.

J.P. Bagot & J. Dubs, Para leer la Biblia, Verbo Divino, Navarra 1998.

J. Monforte, Conocer la Biblia, Rialp, Madrid 2009.

J.I. Rodríguez Trillo (ed.), Sobre el fundamento de los Apóstoles. Catequesis del papa Benedicto
XVI sobre la experiencia y misión de los Apóstoles, EDICE, Madrid 2007.

J.L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la Creación. Escatología, BAC, Col. Sapientia Fidei, Madrid
1996.

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Enseñanza de Jesús sobre el final de la historia

En su predicación, Jesús habló sobre el final de la historia, y lo relacionó con:

- Una segunda venida del Hijo del Hombre (Mt 16,28: “En verdad os digo que hay algunos de los
aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que no vean al Hijo del Hombre venir en su
Reino”).

- El pleno cumplimiento de las promesas (Mt 24,34: “En verdad os digo que no pasará esta
generación sin que todo esto se cumpla”).

Con Jesús se terminó todo el mundo de la Antigua Alianza. Las promesas de Dios se suelen cumplir de
forma creciente y paulatina a lo largo de la historia. Por eso podemos entender el final de la Antigua
Alianza como una visión anticipada del final de nuestra propia historia. Para los cristianos, el final del
mundo es una promesa y no una amenaza. Sin embargo, para los perseguidores, los injustos y todos
aquellos que buscan su recompensa en la tierra, el fin del mundo es algo terrible. Los cristianos, en
cambio, ansían el retorno de Cristo glorioso, que vendrá al final de los tiempos para juzgar a los vivos y
a los muertos. Entonces, revelará lo que está oculto en los corazones y dará a cada uno según sus obras
y según su aceptación o rechazo de la gracia. Será el tiempo del nuevo cielo y de la nueva tierra, en el
que ya no habrá más dolor ni pena y en el que todos viviremos con alegría eterna junto a Dios Padre y
junto a Jesús.

Algunos han pensado que se pueden servir del libro del Apocalipsis y de otras profecías para predecir
con exactitud el curso de los acontecimientos terrenos futuros. Ni el género literario ni la intentio
auctoris de Juan (su autor) a la hora de escribir el Apocalipsis es esa. Por eso, quienes así opinan,
incurren en error, como nos recuerda el catecismo (CIC 676):

Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a
cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo
histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado
esta falsificación del tiempo futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo
la forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso” (cf. Pío XI, Divini
Redemptoris) que condena el “falso misticismo” de esta “falsificación de la redención de los
humildes”.

El Señor, a la hora de presentar el final de los tiempos, lo hace como una promesa (la segunda venida),
pero también como una advertencia contra el pecado, que es el enemigo de la consumación. Lo
podemos ver a lo largo de todo el discurso escatológico de Mt:

En cuanto al día y la hora, nadie sabe nada, ni aun los ángeles del cielo, ni el Hijo. Solamente lo
sabe el Padre. (Mt 24,36).

Permaneced despiertos, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entended que si el dueño
de una casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, permanecería despierto y no

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dejaría que nadie entrara en su casa a robar. Así también, vosotros estad preparados, porque el
Hijo del hombre vendrá cuando menos lo esperéis. (Mt 24,42-44).

El final de la Antigua Alianza

El libro del Apocalipsis está repleto de extrañas visiones y símbolos y, a primera vista, parece difícil de
entender. Para desentrañarlo, es necesario conocer el marco histórico en donde se desarrollan sus
escenas. Dios se sirve de este marco histórico para mostrar las verdades fundamentales de la
escatología. Los momentos más importantes son:

- La revuelta judía contra Roma que desembocó en una guerra civil (la Guerra Judía).

- Los cristianos de Jerusalén que huyeron a las montañas, al desierto de Pella, y se salvaron.

- Jerusalén fue conquistada en el año 70 y el Templo fue destruido.

- Con el Templo, se desvaneció el mundo de la Antigua Alianza.

En el año 67, el emperador Nerón nombró a Floro gobernador de Judea. Floro celebró el comienzo de su
mandato masacrando cientos de personas inocentes en Jerusalén. Muy pronto, la provincia estuvo al
borde de la revuelta. Además, Floro quiso mantener el orden azotando y masacrando. Esta actitud
provocó que la revuelta se convirtiera en una guerra civil muy cruel que enfrentó a judíos y romanos.

Las sucesivas victorias de los judíos provocaron que Nerón enviara a la zona a su mejor general,
Vespasiano. Éste logró grandes éxitos, pero antes de que pudiera terminar su trabajo, Nerón se suicidó
y Vespasiano fue nombrado emperador, de modo que tuvo que regresar a Roma. Tomó el mando del
ejército romano en Judea su hijo Tito.

Mientras tanto, la primera comunidad cristiana en Jerusalén retomó las palabras de Jesús en el discurso
escatológico: “Por eso, cuando veáis la abominación de la desolación, que predijo el profeta Daniel,
erigida en el lugar santo, entonces los que estén en Judea que huyan a los montes” (Mt 24,15-16). La
profecía de Daniel advertía que “Tropas suyas se impondrán y profanarán el santuario y la ciudadela,
abolirán el sacrificio cotidiano y establecerán la abominación de la desolación” (Dn 11,31). Historiadores
de la época sugieren que fue el Espíritu Santo quien indicó a los líderes de la Iglesia de Jerusalén que
abandonaran la ciudad. Así que los cristianos de Jerusalén se trasladaron a una pequeña ciudad llamada
Pella, en las montañas de la otra orilla del Jordán, antes de que la guerra comenzara.

Cuando los romanos sitiaron Jerusalén, la situación era aberrante. Jerusalén era una ciudad muy
poblada y, además, los refugiados entraban dentro huyendo de los romanos, lo que aumentaba la
población. La población estaba hambrienta, se mataban unos a otros por la comida e incluso incurrían
en canibalismo. Morían miles de personas cada día, tantos que no se podían sepultar y los cadáveres se
apilaban en montículos.

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Finalmente, la ciudad fue tomada en el año 70 por las tropas del emperador Tito. Miles de judíos habían
muerto en la batalla o de inanición. La mayoría de los que sobrevivieron fueron vendidos como esclavos
o arrojados a los leones en la arena. Casi toda la ciudad fue destruida. Pocas cosas se conservaron, entre
ellas, el edificio que albergaba el Cenáculo, lugar en donde Jesús había celebrado la Última Cena. Sin
embargo, lo que supuso que la destrucción de Jerusalén significara el final de la Antigua Alianza fue la
destrucción del Templo, que jamás ha sido reconstruido, como predijo el Señor.

Para quienes habían escuchado a Jesús y ahora vivían este hecho, cobraban especial significado sus
palabras (Mt 24,34-35): “En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla.
El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. La palabra griega “generación” se refiere a un
periodo de unos cuarenta años. La destrucción de Jerusalén y del Templo ocurrió en torno a cuarenta
años después de la predicción de Jesús.

La visión de la liturgia celestial

La otra clave que nos permite la correcta comprensión del libro del Apocalipsis es la Misa. La visión de
Juan en Ap es una visión de la liturgia celestial, siendo así que la liturgia que nosotros celebramos aquí
en la tierra es parte de esa liturgia celestial, como nos recuerda el catecismo (CIC 1136):

La “liturgia” es acción del “Cristo total” (Chistus totus). Por tanto, quienes celebran esta “acción”,
independientemente de la existencia o no de signos sacramentales, participan ya de la Liturgia del
cielo, allí donde la celebración es enteramente Comunión y Fiesta.

Juan describe la liturgia celestial recurriendo a cosas que podemos ver, oír, oler, gustar. La realidad
verdadera de la liturgia celestial va mucho más allá de lo que podemos comprender, pero la visión de
Juan y nuestra celebración litúrgica nos ayudan a entender la liturgia celestial mediante aquellas cosas
que ya conocemos.

La estructura del Ap es muy parecida a la estructura de la Misa que celebramos en la Iglesia. Nuestra
Misa se compone de dos partes. La primera, llamada Liturgia de la Palabra, incluye la lectura de la
Escritura y la homilía. La segunda parte, la Eucaristía, es donde recibimos el Cuerpo y la Sangre de
Cristo. De la misma forma, Ap se compone de dos partes, con la división casi exactamente en el centro:

1. Ap 1,1 – 11,18: Proclamación de las cartas a las siete iglesias (llamada al arrepentimiento). El
libro sellado con los siete sellos.

2. Ap 11,19 – 22,21: Derramamiento de los cálices. Bodas nupciales del Cordero.

En otras palabras, todo el libro es como una Misa y todo lo que ocurre en él, incluso las destrucciones,
las plagas y las batallas, son, de alguna forma, parte de la liturgia.

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La liturgia de la Palabra

El libro del Apocalipsis comienza con una visión del cielo. Dice Juan (Ap 1,9-11): “Caí en éxtasis el día del
Señor y oí detrás de mí una gran voz como una trompeta que decía: ‘Escribe en un libro lo que ves y
envíaselo a las siete iglesias…’”. El día del Señor es el domingo, por tanto Juan tuvo una visión el día en
que los cristianos de todas partes celebraban la Misa.

Me di vuelta para ver de quién era esa voz que me hablaba, y vi siete candelabros de oro, y en
medio de ellos, a alguien semejante a un Hijo de hombre, revestido de una larga túnica que
estaba ceñida a su pecho con una faja de oro. Su cabeza y sus cabellos tenían la blancura de la
lana y de la nieve; sus ojos parecían llamas de fuego; sus pies, bronce fundido en el crisol; y su voz
era como el estruendo de grandes cataratas. En su mano derecha tenía siete estrellas; de su boca
salía una espada de doble filo; y su rostro era como el sol cuando brilla con toda su fuerza. (Ap
1,12-16)

La expresión “Hijo de hombre” es la forma en que Cristo se refirió a sí mismo durante su ministerio.
Recuerda a Dn 7,13-14, donde explica que a uno “como un hijo de hombre” se le dio dominio para
gobernar todas las naciones para siempre. Como explica Ap, éste es Jesucristo en su gloria celestial.

La visión de Juan era aterradora, por lo que no nos sorprende su reacción: “Al verle caí a sus pies como
muerto”. Pero el hombre de la visión le dijo a Juan que no tuviera miedo (Ap 1,17-20):

Al verle caí como muerto a sus pies. Pero él, poniendo su mano derecha sobre mí, me dijo: “No
tengas miedo: yo soy el primero y el último, y el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo para
siempre. Yo tengo las llaves del reino de la muerte. Escribe lo que has visto: lo que ahora hay y lo
que va a haber después. Este es el secreto de las siete estrellas que has visto en mi mano derecha,
y de los siete candelabros de oro: las siete estrellas representan a los ángeles de las siete
iglesias, y los siete candelabros representan a las siete iglesias.

A continuación, Cristo dictó siete cartas, una para cada una de las siete iglesias. Las cartas reflejan lo
que ocurría en esas iglesias en aquel momento. Pero el siete es también un número que simbólicamente
indica plenitud. Por tanto ha de entenderse como que las cartas van dirigidas a toda la Iglesia. Son una
llamada a las iglesias para que vuelvan su mirada a Cristo y prometen que el cielo protegerá a todos
aquellos que se arrepientan. Por lo tanto, esta primera parte es una llamada al arrepentimiento, muy
parecido al Rito Penitencial con el que comienza nuestra Misa. Termina con una de las frases más
conocidas de Cristo (Ap 3,20):

Mira, estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y
cenaré con él y él conmigo.

Jesús nos llama a cada uno de nosotros, pero siempre nos deja la libertad para que seamos nosotros los
que le permitamos entrar abriéndole la puerta.

Con esta preparación penitencial, Juan continúa la visión (Ap 4,1):

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Después de esto, miré y vi una puerta abierta en el cielo. Y aquella voz que yo había oído al
principio, y que parecía un toque de trompeta, me dijo: “Sube acá y te mostraré las cosas que
tienen que suceder después de estas.”

Ahora Juan tiene una visión del cielo en la que ve a Dios sentado en el trono con todos los seres
celestiales adorándole por los siglos de los siglos. Cada detalle de la descripción recuerda al Templo de
Jerusalén. Las palabras que cantan forman parte de nuestra liturgia (Ap 4,8; 4,11):

Santo, santo, santo es el Señor, el Dios Todopoderoso, el que era, el que es, el que va a venir.

Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Tú creaste todas
las cosas y por tu voluntad existían y fueron creadas.

A continuación, Jesús ve un libro sellado con siete sellos. Nadie, ni en el cielo ni en la tierra, puede abrir
el libro. Sólo el León de la tribu de Judá (símbolo de Cristo) ha sido hallado digno. Pero en vez de un
león, lo que se ve es un cordero, un cordero que parece haber sido inmolado para ser ofrecido en
sacrificio. De alguna manera, el León de la tribu de Judá es un Cordero. Por eso los ángeles celestiales
cantan (Ap 5,12):

Digno es el cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la


gloria y la alabanza.

Ahora el Cordero empieza a abrir los siete sellos del libro. Con la apertura del primero llegan cuatro
jinetes con cuatro caballos. El primero cabalga para vencer; los tres restantes traen la guerra, el hambre
y la muerte. Esto es lo que los habitantes de Judea sufrieron en la Guerra Judía. A medida que se va
abriendo el resto de los sellos, surgen escalofriantes augurios en la tierra y en el cielo. Los hombres de la
tierra se esconden en las cuevas y en los montes y se estremecen. Pero Dios no dejará a sus hijos
desprotegidos. Antes de que cualquier daño pueda llegar a la tierra, el verdadero pueblo de Dios (el
número perfecto, 12.000, de cada una de las tribus dispersas de Israel) serán marcados sobre sus
frentes con el sello de los siervos de Dios. La visión recuerda a Ezequiel 9, en la que Ezequiel profetiza la
destrucción de Jerusalén (Ez 9,4):

Y le dijo el Señor: “Recorre la ciudad de Jerusalén, y pon una señal en la frente de los que sientan
tristeza y pesar por todas las cosas detestables que se hacen en ella.”

Las personas que tengan sus frentes marcadas estarán a salvo cuando llegue la destrucción a Jerusalén.
La palabra traducida por “marcar” es la palabra hebrea tau, una letra del alfabeto hebreo que tiene
forma de cruz. Cuando los cristianos son bautizados reciben esta marca en sus frentes.

En el contexto histórico del Apocalipsis, esos 144.000 son los cristianos judíos que huyeron a las
montañas, al otro lado del Jordán. El mensaje que Juan trae para ellos es que, a pesar de todos los
desastres que puedan ocurrir en Judea, ellos no serán dañados. Pero el mensaje también es para
nosotros: el número perfecto 144.000 significa que ni uno sólo de nosotros ha sido excluido. Todos los
cristianos, todos los fieles bautizados serán salvados.

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Finalmente se abre el séptimo sello y se hace un silencio en el cielo. Entonces, los siete ángeles tocan
siete trompetas y con cada una de las seis primeras se arroja una plaga sobre la tierra. Las plagas
recuerdas a las que sufrió Egipto antes del Éxodo. Y al igual que el faraón, las personas malvadas que
sufrieron las plagas se negaron a arrepentirse.

Todo este énfasis en los libros sellados nos recuerda la Liturgia de la Palabra de la Misa, en la que la
Palabra de Dios es propagada a todo el mundo.

La Eucaristía celestial

El lugar del Arca de la Alianza había quedado perdido desde el exilio y todos sabían que no volvería a
aparecer de nuevo hasta que Israel estuviera congregado otra vez de nuevo, según reza en el libro de
los Macabeos (2Mac 2,4-8):

Estaba escrito también en ese documento que el profeta, por instrucciones de Dios, se había
hecho acompañar por la tienda del encuentro con Dios y el arca de la alianza, y que se había
dirigido al monte desde el cual Moisés había visto la tierra prometida por Dios, y que, al llegar allí,
Jeremías había encontrado una cueva en la que depositó el arca de la alianza, la tienda y el altar
de los inciensos, después de lo cual tapó la entrada. Algunos de los acompañantes volvieron más
tarde para poner señales en el camino, pero ya no pudieron encontrarlo. Jeremías, al saberlo, los
reprendió diciéndoles: ‘Ese lugar debe quedar desconocido hasta que Dios congregue a la
totalidad del pueblo y manifieste su misericordia. Entonces el Señor hará conocer nuevamente
esos objetos; y aparecerán la gloria del Señor y la nube, como aparecieron en tiempos de Moisés y
cuando Salomón pidió al Señor que el templo fuera gloriosamente consagrado’.

Juan manifiesta, sin embargo, la visión del Arca de la Alianza en Ap 11,19: “Y se abrió el Templo de Dios
en el cielo y en el Templo apareció el arca de su alianza; y se produjeron relámpagos, fragor de truenos,
un terremoto y un fuerte granizo”. Por el texto reconocemos inmediatamente que este momento que
ve Juan, el momento final, es el momento en el que Dios “congrega a la totalidad del pueblo y
manifiesta su misericordia”, que anuncia 2Mac.

A continuación de la visión del Arca, y como perfectamente ligado a ella, leemos (Ap 12,1-2):

Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada
de doce estrellas. La mujer estaba encinta y gritaba por los dolores del parto, por el sufrimiento
de dar a luz.

De alguna manera, en la visión se está mostrando que el acceso mejor al conocimiento del Dios (en
Jesucristo) es esta “mujer vestida de sol” (la Virgen) (Ap 12,3-6):

Luego apareció en el cielo otra señal: un gran dragón rojo que tenía siete cabezas, diez cuernos y
una corona en cada cabeza. Con la cola arrastró la tercera parte de las estrellas del cielo y las
lanzó sobre la tierra. El dragón se detuvo delante de la mujer que iba a dar a luz, para devorar a

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su hijo en cuanto naciera. Y la mujer dio a luz un hijo varón, que ha de gobernar a todas las
naciones con vara de hierro. Pero arrebatando a su hijo, lo llevaron ante Dios y ante su trono; y
la mujer huyó al desierto, donde Dios le había preparado un lugar en el que fuera alimentada
durante mil doscientos sesenta días.

El hijo de la mujer iba a regir todas las naciones y es arrebatado hasta el trono de Dios. La “vara de
hierro” viene del Salmo 2,9, uno de los salmos citados con más frecuencia como profecía del Mesías (Sal
2,7-9):

Voy a anunciar la decisión del Señor:


él me ha dicho: “Tú eres mi hijo;
yo te he engendrado hoy.
Pídeme que te dé las naciones como herencia
y hasta el último rincón del mundo en propiedad,
y yo te los daré.
Con vara de hierro destrozarás a los reyes;
¡los harás pedazos como a ollas de barro!

El niño es el Mesías, el Cristo, el Ungido. Si el niño es Cristo, entonces su madre tiene que ser María.
Pero la corona de doce estrellas también la identifica con algo más. Hay doce tribus de Israel y doce
Apóstoles para gobernarlas. La mujer es la Iglesia (es decir, la que engendra a todos los fieles de Dios a
lo largo de la historia), de la que Cristo vino bajo la Antigua Alianza y a la que Dios protege en el desierto
de Pella bajo la Nueva Alianza. De alguna manera, los hechos temporales (maternidad divina y la Guerra
Judía con la protección en Pella) son formulaciones materiales de lo que ocurre eternamente en la
escatología final.

El Arca de la Alianza antigua contenía la Palabra de Dios inscrita en piedra: la ley dada a Moisés en el
Sinaí. Cristo es la Palabra de Dios hecha carne, como puede leerse en el prólogo de Jn. El Arca de la
Alianza también contenía el pan del cielo, el maná que alimentó a los israelitas en el desierto. Cristo es
el Pan de Vida. Además, el Arca contenía la vara de Aarón. Cristo rige las naciones con una vara de
hierro.

La Palabra, el pan, la vara: esta es la presencia de Dios guardada en el Arca. En otras palabras: la mujer
que dio a luz al niño es ella misma el Arca de la Alianza. La Virgen es la personificación del Arca, por eso
Juan la introduce nada más nombrar el Arca. Juan ha visualizado lo mismo a lo que llegó Lucas en su
evangelio: María es el Arca de la Nueva Alianza.

Pero esta mujer que es María, representa también a los fieles de Dios a lo largo de los siglos: es madre
de la Iglesia, en la que se hace presente Cristo, guiándola y protegiéndola del mal. La Iglesia es también
Arca de la Nueva Alianza y la Virgen es Madre de la Iglesia. La mujer (la Iglesia; la Virgen) es atacada por
un dragón (el pecado; la serpiente), pero la mujer es protegida en el desierto (como la Iglesia primitiva

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en Pella; como la Virgen en su condición Inmaculada; como la Iglesia es protegida hoy por el Señor
glorioso).

Lo que estamos presenciando como hecho fundamental de la escatología final es la aniquilación del
pecado. La serpiente tentó a Adán y a Eva y ellos sucumbieron a la tentación. Pero la mujer y su hijo (la
nueva Eva y el nuevo Adán; María y Jesús; la Iglesia y Cristo glorioso que la protege y guía) vencen al
dragón. Adán y Eva fueron concebidos sin pecado; la mujer y su hijo también son concebidos sin pecado.
El pecado afectó a la humanidad a través de la mujer; el pecado es vencido a través del consentimiento
de la mujer. El hijo de la mujer es el linaje prometido que finalmente aplastaría la cabeza de la serpiente.

Las bestias y la nueva Jerusalén

A partir del capítulo 13, podemos leer (Ap 13,1-3):

Vi subir del mar un monstruo que tenía siete cabezas y diez cuernos. En cada cuerno tenía una
corona, y en las cabezas tenía nombres ofensivos contra Dios. Este monstruo que vi parecía un
leopardo, tenía patas como de oso y boca como de león. El dragón le dio su poder y su trono, y
mucha autoridad. Una de las cabezas del monstruo parecía estar herida de muerte; pero la herida
fue curada, y el mundo entero, lleno de asombro, siguió al monstruo.

Los cuernos son símbolos de poder y las diademas son símbolos de autoridad real. La bestia descrita
debió de recordar al Imperio Romano a los primeros lectores de Juan, o a la dinastía de Herodes que
infestó Palestina. Pero representa, en el tiempo, cualquier gobierno o forma de gestión o de hacer
corrompida, perseguidora de la Palabra. La gente de la tierra adora a la bestia, o al dragón que le da
poder (el demonio), al igual que se hace hoy en día a través del pecado.

La segunda bestia resulta todavía más inquietante (Ap 13, 11-13; 18):

Después vi otro monstruo que subía de la tierra. Tenía dos cuernos que parecían de cordero, pero
hablaba como un dragón. Tenía toda la autoridad del primer monstruo y la ejercía en su
presencia; hacía que la tierra y todos sus habitantes adorasen al primer monstruo, el que había
sido curado de su herida mortal. También hacía grandes señales milagrosas: hasta hacía caer
fuego del cielo a la tierra, a la vista de la gente. ¡Ahí se verá la sabiduría! El que entienda, calcule
el número del monstruo, que es un número de hombre. Ese número es el seiscientos sesenta y
seis.

Se han hecho muchas interpretaciones sobre este número. Algunos hacen notar que el nombre de
Nerón César, deletreado en hebreo, suma 666. Otros recuerdan que Salomón generó 666 talentos al
año, de tal forma que la bestia representaría la corrupción del reino de Israel. El hecho es que la bestia
significa el pecado actuante en el mundo, que Juan ve encarnado en la historia de Israel en hechos

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concretos, aunque algunos nos sean difíciles de determinar. Todos los símbolos de Ap tienen
significados concretos de la época de Juan y un significado universal.

Pero si Ap estuviera repleto únicamente de plagas, tribulaciones y bestias, sólo conduciría a la


desesperación. Sin embargo, el mensaje de Ap es de esperanza y consuelo porque sabemos que el final
es el triunfo de Cristo y de su Iglesia (Ap 21,1-5):

Vi después un cielo nuevo y una tierra nueva; el primer cielo y la primera tierra habían dejado de
existir, y también el mar. Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de la
presencia de Dios. Estaba dispuesta como una novia que se adorna para su prometido. Y oí una
fuerte voz que venía del trono y decía: “Dios habita aquí con los hombres. Vivirá con ellos, ellos
serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Secará todas las lágrimas de ellos, y
ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo que antes existía ha dejado de
existir.” El que estaba sentado en el trono dijo: “Yo hago nuevas todas las cosas.” Y también dijo:
“Escribe, porque estas palabras son verdaderas y dignas de confianza”.

Al final de los tiempos, los fieles de Dios habitarán con Él en la nueva Jerusalén y el viejo mundo del
pecado y de la muerte será reemplazado por un mundo nuevo donde viviremos en júbilo y adoración
para siempre. Será un gran banquete nupcial eterno en el que Cristo será el novio y la nueva Jerusalén
será la novia (Ap 21,22-26):

No vi ningún santuario en la ciudad, porque el Señor Dios todopoderoso y el Cordero son su


santuario. La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbren, porque la alumbra el resplandor de
Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones andarán a la luz de la ciudad, y los reyes del mundo
le entregarán sus riquezas. Sus puertas no se cerrarán de día, y en ella no habrá noche. Le
entregarán las riquezas y el esplendor de las naciones.

Pero nosotros no tenemos que esperar al final de los tiempos. A lo largo de todo el libro, Juan nos
muestra que el culto en el cielo, ese acto eterno de banquete de bodas es exactamente el que se
celebra en la Misa. Cuando estamos en Misa, estamos realmente en la nueva Jerusalén participando de
la liturgia celestial. Por eso podemos decir con propiedad que la Misa es el cielo en la tierra.

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