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Educación en la ética de los derechos humanos

Si deseamos que las sociedades y las personas que las integran


satisfagan sus necesidades para el bienestar común, deberán
emprender acciones en la cotidianidad que potencien su
transformación. Así, el mundo de mañana tiene que ser
diametralmente distinto al que hoy día conocemos.

En consecuencia, debemos iniciar ese camino mediante un proceso


educativo en la ética de los DD. HH., que potencie un futuro de buen
vivir. De ahí, que la educación es la fuerza del futuro como impulso de
un proceso intencional, que modifique la manera como nos
relacionamos, que haga efectivo el respeto y garantías de los DD. HH.,
de modo que podría comprenderse como un esfuerzo sostenido en
valores.

Por otra parte, la educación en la ética de los DD. HH. hace referencia
primeramente al sentido de la dignidad humana, tan importante como
la vida. Se podría afirmar que es el agregado de indisolubles valores
personales. En efecto, la incapacidad histórica de concebir la
complejidad ética de los derechos humanos en sus múltiples
dimensiones, rodeadas aquí por su microextensión particular y su
macrodimensión universal, suele conducir a muchísimos e
innumerables factores trágicos, perdiciones, exclusiones sociales y
riesgos generalizados.

Además, asistimos al final de la hegemonía de un modo de pensar: el


pensamiento lineal, dicotómico, dualista, disciplinar; de ahí la
relevancia de la perspectiva compleja de unos derechos que
imperativamente son abarcativos de la dimensión humana biopsico-
social-espiritual; es decir, de todo el ser humano, “…por lo que no es
exagerado afirmar que la evolución de estos derechos corre paralela a
la misma historia de la humanidad” (Marina & Válgoma, 2001).

Como puede inferirse, el elemento medular son las posibilidades que


tiene toda persona para explicarse a sí misma en el conjunto de sus
dimensiones, cuestión potenciada por la educación ética de los DD.
HH., pues establece una secuencia del conocer, el hacer, el ser, el
emprender, el sentir, el convivir juntos y el transcender, donde lo más
importante ha sido, y a nuestro modo de ver sigue siendo, el
reconocimiento de la dignidad del ser humano. Precisando de una vez,
la lectura adecuada gravita en que el ser humano conoce la relevancia
de los saberes y praxis de la complejización de los DD. HH., y al
reconocerlo tiene muchísimas posibilidades de pensarlo mientras para
aprehenderlo tiene que aprender a desaprender.

Según los razonamientos anteriores, se asume una idea de la dignidad


humana con medios pacíficos, donde la ética prevalezca sobre la
técnica, con conciencia moral, donde la cultura del ser prevalezca ante
la cultura del estar en el mundo, se haga cotidiano el esfuerzo
colectivo y solidario; en fin, donde las personas tengan reconocimiento
por su dignidad y no por un precio, lo que se traduciría en una
existencia humanizadora con paz duradera y más firme.

En el orden de las ideas anteriores, la dignidad de la persona humana


es su grandeza, es el importe como la posición de riesgo de los DD.
HH. Al mismo tiempo la polisemia de la dignidad como término hace
que el ser humano persiga la aproximación a la transcendencia, a la
sabiduría y a reconocer también su proyecto de infinitud en el
universo, procurando un sorprendente sentido a su vivir.
Indudablemente, para ubicar en este momento la concepción de los
DD. HH. los acontecimientos han demostrado en el devenir histórico
de la humanidad que el solo hecho de que seamos seres humanos no
acredita automáticamente que actuemos en un marco adecuado a esa
condición, que lleva a manifestar el amor, la solidaridad, la fraternidad.
Por el contrario, lo que impera es la práctica del egoísmo, el
menoscabo de identidad personal, la masificación y
despersonalización, se acude a una doble moral, que en la acción
social de la cotidianidad opera en medio del cinismo, el terrorismo y
similares.
Sin embargo, la idea de la dignidad humana en su sentido más radical,
y en el más preciso para delimitar el concepto de los derechos
humanos, no puede interpretarse desde esta perspectiva, pues
entonces estaríamos negando o, cuando menos, cuestionando la
titularidad de estos derechos a quienes por defecto, inmadurez o
deterioro no son, por cierto, sobresalientes ni capaces de ejercitar las
superiores capacidades humanas, lo que en el fondo sería tanto como
negarles su peculiar condición personal, su derecho a ser hombres y
mujeres, a aspirar y a ser ayudados a alcanzar los mejores modos de
vida que les quepa desarrollar.

Por tanto, la dignidad humana solo puede constituirse en el verdadero


fundamento de los derechos y en la aspiración dinamizadora y
alentadora de su evolución y extensión; cuando se conciba, como ya
se ha señalado, ha de hacerlo en términos referidos al reconocimiento
de que la condición humana y su pleno desarrollo tienen un valor
intrínseco. A partir de este presupuesto, la manifestación jurídica de la
dignidad se concretará en la protección necesaria para que cada
persona pueda participar de un conjunto fundamental de derechos
iguales para todos, así como se expresará para respetar y apoyar los
particulares proyectos personales de vida que cada sujeto decida
desarrollar participando en un horizonte común de humanidad.

El contenido de la idea de dignidad se irá conformando históricamente


en la dinámica de los derechos humanos. Lo que hoy se conoce como
derechos fundamentales del hombre es en realidad un concepto del
mundo moderno que se va fraguando entre los siglos XIV y XVII, hasta
consolidarse en el siguiente. La noción de la dignidad, atribuible
históricamente a la doctrina ética cristiana, al afianzar la primacía de la
persona y sus derechos naturales e innatos, irá convirtiéndose
paulatinamente en conciencia política, y, por tanto, alentadora del
reconocimiento social y jurídico de la igualdad básica de los hombres y
mujeres.

Con la aparición del Estado moderno asentado en el


constitucionalismo, la separación de poderes, el poder del pueblo, etc.,
el siglo XVIII traerá consigo las primeras declaraciones de derechos,
con una extensión aún limitada, que se plasma en textos como la
Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, de 1776, o la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789.
Como eje explicativo para recoger su evolución histórica a partir de
estos momentos iniciales, suele ser habitual referirse a varias
generaciones de derechos, cada una de las cuales pretenderá integrar
las conquistas y superar la experiencia de las limitaciones de las
anteriores. Los llamados derechos de primera generación, libertades
civiles y políticas y garantías procesales, tal como se recogen en esas
declaraciones de finales del siglo XVIII, representarán un logro frente a
las pretensiones absolutistas del viejo orden.

Estos derechos se inspiran en el ideal de la libertad, principalmente de


la libertad de conciencia y la libertad religiosa, e incluyen aspiraciones
como el derecho a la participación política, el derecho a garantías
legales y juicio, el derecho a la propiedad privada, etc. Con el
desarrollo de las ideas sociales, a finales del siglo XIX y principios del
XX, la segunda generación de derechos, derechos de igualdad,
buscará corregir las distorsiones del liberalismo inicial.

El contenido de derechos humanos se amplía, para abarcar, junto con


los anteriores, los derechos económicos, sociales y culturales: derecho
al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la educación… De ahí, que el
sustrato de los DD. HH. es su indivisibilidad, que forma una entidad
sustentada en valores, que es social, educativa, ética, jurídica, política,
económica y cultural, lo que hace imperativo la mirada compleja e
interdisciplinar, en tanto forma de saber, y la interacción, que resulta
manifestándose en la cotidianidad individual-colectiva durante la
transición entre una y otra época. Significa entonces, que la educación
en la ética de los derechos humanos incorpora saberes generativos de
estrategias de conocimientos y orientaciones que pueden explicarse
por medio de los siguientes elementos humanos: el ego, el alter ego y
un ente real o imaginario, los cuales se manifiestan en las acciones
singulares que trae la cotidianidad. Además, los DD. HH. por estar
circunscritos a la persona humana, no son perceptibles o embargables
a través de un simple axioma.

Dado lo anterior, al denominarse “derechos” se sitúan en un horizonte


más amplio, cual es el “derecho”, que debemos ir desafiando en la
sociedad del riesgo e incertidumbre, cuyo dinamismo produce las
transformaciones de un saber a otro de los derechos humanos, en la
perpetua convivencia de las personas para conseguir la mayor suma
de felicidad y bienestar posibles, parafraseando al Libertador, que
lanzó esta ex presión en el Congreso de Angostura en 1819, y como
una manera de dar cumplimiento a la Constitución de la República
Bolivariana de Venezuela (1999), donde se deja claramente descrito el
papel que juega la educación en el desarrollo del ser humano, por lo
que establece que la educación y el trabajo son los procesos
fundamentales (Art. 03).

Ahora bien, dada nuestra convicción de que la educación tiene como


razón de ser el crecimiento espiritual de las personas, citamos las
palabras de Jacques Delors (1997) al respecto: “La educación es uno
de los principales medios disponibles para promover un desarrollo
humano más profundo y armonioso, y para hacer retroceder la
pobreza, la violencia, la exclusión, la ignorancia, la opresión, la
guerra…”. Por tanto, los conocimientos y saberes que podamos
adquirir del análisis de las principales vertientes filosóficas para el
tratamiento de los derechos humanos y sus generaciones, permitirá
enriquecer nuestro intelecto para la democracia, y en democracia
participativa y protagónica: la responsabilidad social, la igualdad entre
todos los ciudadanos y ciudadanas sin discriminaciones de ninguna
índole, la formación para la independencia, la libertad y la
emancipación, la formación en una cultura para la paz, la justicia
social, el respeto a los derechos humanos, la práctica de la equidad y
la inclusión.

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