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LOS DÍAS DEL “PODER TOTAL”


En la mañana del 12 de septiembre de 1973, los comandantes en jefe se
constituyeron formalmente como Junta de Gobierno y nombraron a sus primeros
ministros en medio de la urgencia y la sorpresa.
Las dos semanas siguientes serían parecidas: la emergencia, en aquellas tensas
jornadas, lo podía todo... incluso permitir la discusión sobre los plazos del nuevo
gobierno.

Dame un pucho —dijo el conscripto—. No he fumado en todo el día.


— ¡Nada de cigarros! —gritó un suboficial, a cierta distancia—. ¡Mi
general dijo que ni una luz!
Acurrucados en el portal de La Moneda, los soldados del Blindados N
° 2 tenían una larga y lúgubre madrugada por delante. Había pasado
la medianoche del 11 de septiembre de 1973, y en los patios del
palacio presidencial todavía humeaban algunos restos. Las maderas
derruidas crujían una y otra vez y el aire estaba invadido por el olor
penetrante de la ceniza mojada. Los bomberos se habían retirado
poco antes y el edificio estaba solo, mudo, herido, al cuidado de un
centenar de jóvenes cansados y nerviosos.
Al frente, a menos de cien metros, el general Nicanor Díaz Estrada
levantó el teléfono instalado junto al catre de campaña y espetó, en
su tono usualmente enérgico:
—Le voy a mandar una ambulancia para que se lo lleven al Hospital
Militar.
El interlocutor enmudeció brevemente.
Para el embajador cubano, Mario García Incháustegui, era una mala
opción enviar a un herido de su legación, en esa noche violenta, a un
recinto castrense.
El miércoles 12 estaba comenzando, pero aún se sentía el tableteo
de las ametralladoras en Santiago. El embajador se negó.
—¡Y entonces para qué cresta llama! —cortó Díaz Estrada.
El general llevaba horas respondiendo el teléfono para pedidos de
emergencia, casi todos insolubles.
En el 5° piso del Ministerio de Defensa se trabajaba en forma caótica,
pero a Díaz Estrada se le venía acumulando la tarea desde que el
almirante Patricio Carvajal, jefe del Estado Mayor de la Defensa, se
había ido hacia la Escuela Militar. Díaz Estrada, subjefe, procuraba
coordinar las decisiones.
En la Escuela Militar había concluido unas horas antes la reunión más
importante, la de los miembros de la Junta, donde cuatro hombres
que habían actuado como jefes de guerra, cruzarían sus primeras
palabras como nuevos gobernantes.
UN SOLITARIO FUNERAL
La agitación no era menor dentro del Hospital Militar.
En uno de sus pisos superiores había concluido la autopsia del
cadáver del Presidente Salvador Allende y se terminaba la redacción
del informe preliminar. Los cuatro jefes de Sanidad de las Fuerzas
Armadas firmarían los certificados.
El edecán de Ejército del Presidente muerto, el teniente coronel
Sergio Badiola, estaba a cargo de los preparativos para la
sepultación. Se trataría de poner el cuerpo en un ataúd sellado, y de
trasladarlo a Valparaíso, con un cortejo que debía incluir la menor
cantidad de gente posible: los familiares más cercanos, y algún
representante uniformado. Badiola llamó por la noche del 11 al
edecán aéreo de la Presidencia, el comandante Roberto Sánchez.
Horas antes, ambos habían salido juntos de La Moneda asediada.
Para nadie era un misterio que Sánchez había trabado una especial
amistad con Allende y aquella tarde estaba deshecho. Badiola tenía
un encargo de la Junta: que acompañara a Hortensia Bussi en un
avión hasta Valparaíso, para el entierro del Presidente.
En la mañana de ese miércoles 12, Sánchez se presentó en el
Ministerio de Defensa y recibió de Carvajal la orden de partir a Los
Cerrillos, donde se reuniría con Hortensia Bussi, Laura Allende y dos
sobrinos del Presidente muerto, Eduardo y Patricio Grove.
El vuelo, breve, tenso y silencioso, los dejó en Quintero (1)
Desde allí una patrulla escoltó al cortejo de Fiat 125 hasta el
cementerio de Santa Inés, que había pasado toda la noche bajo
vigilancia militar. En aquel lugar desierto, sin ceremonias, con unos
llantos contenidos y sin placa alguna que identificara los restos, fue
sepultado Salvador Allende. Flores furtivas acompañarían la tumba en
los años siguientes.
EL “PODER TOTAL”
La tanqueta: cuando vieron aparecer la tanqueta rugiendo desde
Alameda, hasta los hombres de la guardia del Ministerio de Defensa
se pusieron en alerta.
Aquella mañana del 12, todos los altos mandos uniformados habían
llegado con fuertes escoltas de protección. Pese al toque de queda
absoluto, los tiroteos continuaban en la ciudad y el poder de fuego de
los resistentes era aún desconocido. Armas pesadas acompañaron la
llegada de los comandantes en jefe. Pero sólo al almirante Merino se
le ocurrió trasladarse con una tanqueta Mowag de la Armada.
Desde esa llegada espectacular, los despachos de los jefes militares
se convirtieron en hervideros de gente y de rumores. Aquella mañana
debía producirse la primera reunión formal de la Junta, todavía no
estructurada como tal. Era necesaria un acta de Constitución: para
redactarla se pensó en los auditores de las Fuerzas Armadas, que
funcionaban en esa época como un comité. El presidente de ese
comité era el auditor general de la Armada, el abogado-almirante
Rodolfo Vio. Vio traspasó sobre la marcha el encargo a uno de sus
ayudantes, el capitán de navío Sergio Rillón. Rillón se puso frente a
una máquina de escribir y a toda velocidad produjo una carilla y
media de líneas.
El texto incluía los considerandos y un artículo único por el cual los
comandantes en jefe se constituían como Junta para asumir el Mando
Supremo de la Nación (“el poder total”, fue la instrucción que recibió
Rillón), con el compromiso de “restaurar la chilenidad, la justicia y la
institucionalidad quebrantadas”.
Hasta ese punto, el texto mecanografiado por Rillón fue aprobado con
una sola corrección: en lugar de Augusto Pinochet había escrito Ramón
Pinochet.
A mano, de inmediato, se agregaron los otros dos artículos: para
designar a Pinochet como presidente de la Junta y para declarar que
se garantizaría la independencia del Poder Judicial (2).
Un agregado adicional, el nombramiento del coronel Pedro Ewing
como secretario general de la Junta, fue borrado: sustituirlo en ese
cargo habría implicado dictar otro decreto ley.
La reunión de la Junta fue breve en el análisis del texto. En la primera
acta de esa reunión hay constancia de la unanimidad. Allí se habló,
también, de que la presidencia de la Junta podría ser rotativa. Pero
Pinochet pidió que de ello no quedara constancia.
—Eso —dijo— puede ser un acuerdo de caballeros, cuando más.
Pronto se vería que la rotación era impracticable (3). Así que en cosa
de minutos se firmó el decreto ley, fechado el 11 de septiembre y
numerado con el 1, aunque en rigor lo primero que se había dictado
era el estado de sitio.
En la misma sesión, la correlación de los decretos quedó establecida
por el número 2, y se dio el 3 a la implantación del estado de sitio. El
4 designó a los jefes de zonas en estado de emergencia.
Esa mañana debía formarse también el primer equipo de gobierno.
Nadie tenía planes. Nadie había pensado en nombres. Nadie iba a
postular candidatos. Sólo hubo un acuerdo previo: repartir los
ministerios claves entre las distintas ramas de las FF.AA. Si había
cupo para algún civil, cuanto mejor.
Reunidos en su salón del Ministerio, en el ala que da a la calle Gálvez
(hoy Zenteno), los generales Augusto Pinochet, Gustavo Leigh y
César Mendoza, el almirante José Toribio Merino y el vicealmirante
Patricio Carvajal, discutieron los nombres, asignaron los cargos y
acordaron imponerlos como si se tratara de destinaciones militares:
nadie podía negarse ni discutir el encargo.
DISCUSIÓN DE GABINETE
El primer caso debatido fue el del ministro del Interior.
Uno de los presentes propuso nombrar a un carabinero, puesto que
éstos dependían directamente de esa cartera, estaban a cargo del
orden público y conocían mejor el terreno. Se argumentó que la
ocasión serviría para dar al cuerpo policial un realce mayor. Pero el
general César Mendoza, sexto en la jerarquía de Carabineros el día
del golpe, no estaba seguro de su alto mando y no tenía a quién
recomendar.
Declinó la oferta.
En el momento en que eso se discutía, entró el general Oscar Bonilla
para entregar un informe urgente sobre la situación militar en el país y
sobre todo en Santiago, donde permanecían algunos focos de
resistencia armada.
Pinochet lo miró y se dirigió a los demás:
—Y este hombre, ¿qué les parece?
Bonilla quedó nombrado en Interior.
Carvajal, ahí presente, jefe del Estado Mayor conjunto, era el obvio
postulante a Defensa.
Relaciones Exteriores, no se sabe muy bien por qué, estaba para
todos vinculado al vicealmirante Ismael Huerta.
Después, la repartición siguió por ramas: tres por cada una. El
Ejército quedaría con cuatro al nominar a Ewing como ministro
secretario general de gobierno, pero como éste tenía un
nombramiento de la Junta, no significaba descompensación alguna.
Sólo dos casos crearon dificultades. Ahí se pensó en civiles. El
primero fue Justicia, porque la oferta hecha a los auditores de las
Fuerzas Armadas fue declinada en nombre del servicio a las
instituciones, y su argumentación resultó incontestable. Se pasó lista
a una serie de nombres que fueron quedando en el camino, y al final
se decidió consultar de inmediato a la Corte Suprema, para pedir a un
ex presidente.
Enrique Urrutia Manzano, a la sazón presidente de la Corte, atendió
el llamado telefónico. Escuchó.
—Los ex presidentes son muy ancianos —dijo, convincente—. Sería
mejor un ministro más joven. Le sugiero a Ricardo Martin, que fue
integrante de una sala.
Los emisarios de la Junta agradecieron la propuesta y trataron de
ubicar a Martin.
Pero no pudieron, y la necesidad era urgente. Sólo entonces la
Armada echó mano a un abogado que había trabajado en la
Subsecretaría de Marina y que era conocido y querido por los
almirantes: Gonzalo Prieto Gándara. El elegido debió aceptar el cargo
por teléfono.
El segundo caso fue el de Educación, un área conflictiva donde los
militares no serían bienvenidos.
Fue Pinochet el que, después de un recorrido infructuoso por otros
nombres, hizo memoria:
—Yo tenía un profesor muy bueno, hace años...
José Navarro, antiguo docente de la Escuela Militar, fue llamado por
teléfono y convocado para las 8 de la noche, en tenida formal, al
marcial recinto de Américo Vespucio con Apoquindo.
Con este método, en el aire solemne de la Escuela Militar y bajo los
severos emblemas nacionales, aquella noche juró el primer gabinete
del nuevo gobierno.
La ocupación de las oficinas ministeriales, en los días siguientes al
12, fue casi tan caótica como su desalojo tras el golpe.
En esa primera semana, un alto oficial instalado en un cargo del área
económica se encontró confundido frente a las resmas de papel con
membrete oficial. Decidió pedir auxilio al Estado Mayor de la Defensa.
—Tenís que ayudarme —le dijo a otro oficial amigo—. Nunca he sido
ministro.
—¡Yo tampoco! Te las vai a tener que arreglar solo, nomás.
Pero las ayudas espontáneas llegaron pronto.
Con la celeridad que sólo podría lograrse habiéndolo planeado con
anticipación, los grupos empresariales más descollantes hicieron
llegar a la Junta listas de posibles asesores en los cuatro días que
siguieron al golpe.
La Confederación de la Producción y el Comercio tenía una nómina
de varias carillas con economistas y empresarios dispuestos a
colaborar de inmediato.
Sólo días después, a fines de septiembre, en un ascensor del
Ministerio, una de esas listas le fue entregada al nuevo ministro de
Economía, el general Rolando González. Pero el general tenía ya una
lluvia de ofertas.
La miró con aire divertido y desdeñoso:
—No la necesito. Ahora, la economía de Chile soy yo.
LA CUESTIÓN DE LOS PLAZOS
En las pocas horas quietas de aquellas dos primeras semanas, los
oficiales concentrados en el Ministerio de Defensa se dedicaban a
especular sobre el futuro.
En el ambiente flotaba la “gesta” del golpe y los episodios heroicos
corrían de boca en boca. Los focos de resistencia armada iban
cayendo velozmente y las operaciones de búsqueda y rastreo
arrojaban centenares de sospechosos.
La Iglesia Católica ofreció sus recintos para depositar, anónimamente,
las armas que estaban en poder de civiles no autorizados: en pocos
días, los inventarios dieron cuenta de una capacidad de fuego
dispersa e individual, pero que en el caso de una conflagración civil
hubiera costado muchas vidas.
En el Ministerio de Defensa se hablaba con frecuencia de los plazos.
En los corrillos de oficiales aparecía el 74, el 75, el 76. El 4 de
noviembre de 1976, la fecha prevista para que Allende dejara el
poder, ofrecía sentido político: un plazo breve, suficiente “para
restaurar la institucionalidad quebrantada”, con sentido de continuidad
y una carga simbólica ligada a la democracia (4). Nadie pensaba
seriamente en un régimen más prolongado: la emergencia formaba
parte de la concepción, del desarrollo y de la resolución del golpe.
Quien pudiera imaginar otra cosa en ese momento, debía guardar el
secreto.
Cuando la Junta discutió el asunto, el acuerdo fue el mismo:
restauración lo antes posible.
El general Leigh propuso nombrar a una comisión que estudiara
reformas a la Constitución de 1925, con dos grandes objetivos: evitar
los “resquicios legales” que dieron celebridad a los abogados del
gobierno de Allende, e impedir los gobiernos de minoría, tal vez
mediante la segunda vuelta electoral.
En una breve sesión una semana después del golpe, la Junta dio su
aprobación a la idea.
Y agregó, para constancia del acta, que la comisión debía ponerse a
trabajar de inmediato.
Con ese explícito mensaje, el 20 de septiembre el general Gustavo
Leigh invitó a cuatro civiles a su despacho. La lista había sido
elaborada por sus asesores de entre una nómina más larga de
profesores de Derecho Constitucional. A la reunión llegaron
puntualmente Jaime Guzmán, Sergio Diez, Jorge Ovalle y Enrique
Ortúzar. La Constitución del 25 reformada sería la base de la nueva
democracia. Alguien, allí, mencionó otra vez la fecha tentativa: 4 de
noviembre de 1976 (5).
MENSAJES PARA EL CARDENAL
Los símbolos públicos de esa voluntad de restauración eran tan
indispensables como las declaraciones. Había que ir a las fuentes de
la autoridad republicana, seguir las tradiciones, continuar la vida. Los
criterios, sin embargo, a menudo se encontraban: los propósitos
publicitarios de los asesores civiles raramente calzaban con la
severidad de la seguridad militar y la táctica de infundir temor.
La Iglesia Católica ofreció el primer incidente interno.
La Junta discutió la necesidad de hacer el Te Deum con el espíritu del
renacimiento de la nación. Para algunos, ese propósito debía
encarnarse en los militares, en las Fuerzas Armadas, en los
uniformes. Para otros, debía recoger a la comunidad católica,
ampliamente mayoritaria.
Como la mayoría de los jefes militares desconfiaba del cardenal Raúl
Silva Henríquez, la primera tesis demoró poco en imponerse.
Dos días después del golpe, el 13, el obispo castrense, Francisco
Gillmore, fue a la casa del cardenal para decirle que en la Catedral no
podría oficiarse el Te Deum, por razones de seguridad. Los informes
de inteligencia sobre la protección del sector y del templo eran
adversos (6).
El cardenal replicó que podría trasladarse al Templo de Maipú.
La respuesta llegó esta vez con un emisario uniformado. El mensaje
exageró los datos: Maipú obligaría a movilizar dos divisiones, así es
que sería aún peor que la Catedral. A las Fuerzas Armadas les
gustaría que se oficiara en una unidad militar, idealmente un
regimiento; en su defecto, la Escuela Militar.
Silva Henríquez no debió pensarlo mucho: replicó de inmediato que
eso sería dañino para la Iglesia y también para los militares.
En ese caso —dijo el emisario— a la Junta le gustaría conversar
personalmente el tema, ocasión que podría aprovecharse para que el
cardenal realizara una visita formal al grupo de militares que son parte
de la feligresía practicante.
El cardenal no puso objeción.
Horas más tarde fue recibido en el Ministerio de Defensa. Uno de los
comandantes en jefe planteó la cuestión del Te Deum. Silva
Henríquez replicó que estaba dispuesto a hacer las mismas
ceremonias y ofrendas que con el gobierno anterior, pero no más que
eso. No, en todo caso, actos excepcionales.
La declaración molestó a los militares: sintiéndose, precisamente,
“liberadores” del país, mal podían querer el mismo tratamiento que al
gobierno que acababan de derrocar (7).
El cardenal ofreció entonces el templo de La Gratitud Nacional.
Sin demasiadas opciones, la Junta acogió la proposición.
48 horas después, los jefes castrenses devolvieron la visita del
cardenal concurriendo a sus oficinas de Cienfuegos. Allí la
conversación fue más formal y se evitaron los roces y los temas
espinosos.
Y en el templo salesiano, el 18 de septiembre, con la asistencia de la
Corte Suprema, los altos mandos y la dificultosa presencia de tres ex
Presidentes (Gabriel González Videla, Jorge Alessandri y Eduardo
Frei), tuvo lugar la primera ceremonia religiosa oficial del nuevo
régimen.
Años más tarde, Pinochet recordaría que Frei se retiró sin estrechar la
mano de los miembros de la Junta. Según su versión, Frei estaba
molesto porque se le retiró el auto oficial que le correspondía como
presidente del Senado (8).
Lo cierto es que el cierre del Congreso no fue notificado a ninguna de
sus autoridades: se adoptó como una violenta medida administrativa,
y sólo días después la Junta descubrió que allí había, fuera de
parlamentarios, funcionarios. Entonces decidió mantenerles el
empleo.
VISITA DE CORTESÍA
Un segundo paso relevante debería darse con la Corte Suprema.
Federico Willoughby, que en unos pocos días había llegado al rango
de vocero periodístico de la Junta, hizo los contactos con Enrique
Urrutia Manzano, a la sazón presidente de la Corte.
Urrutia firmaba, precisamente, la declaración por la cual el máximo
tribunal se congratulaba del golpe, el 12 de septiembre, menos de 24
horas después de concluidas las operaciones militares en el centro de
Santiago.
A su turno, la Corte de Apelaciones había sentado la doctrina del
Poder Judicial al rechazar el primer recurso de amparo de la historia
del régimen, presentado horas después de la caída de La Moneda por
Bernardo Leighton, en favor de varios ex funcionarios de Allende y, en
particular, del ex ministro del Interior Carlos Briones (9).
Así es que en la visita no habría sorpresas.
La zona de Compañía fue ocupada por las tropas en la mañana del
25 de septiembre y, en medio de una escolta fuerte y enérgica, los
cuatro miembros de la Junta se apersonaron en las escalinatas del
palacio de la Corte, donde salió a recibirlos Urrutia Manzano.
El intercambio de saludos fue cálido.
Urrutia hizo un discurso en el que denostó la violación de la ley por
parte del gobierno depuesto y expresó su satisfacción por la voluntad
restauradora del nuevo régimen (10).
Sólo tres días antes, el 22 de septiembre, se había publicado en el
Diario Oficial (11) un decreto imponiendo el estado de sitio en tiempo
de guerra, bajo cuyo imperio los derechos civiles y los recursos
jurídicos quedaban suspendidos y se entregaban a la tutela de las
cortes militares también de tiempo de guerra.
Veinte días después del encuentro en el palacio, la Junta buscó
afianzar la imagen de unidad de los poderes.
Urrutia Manzano fue designado para encabezar la delegación oficial
chilena a la asunción del mando de Argentina por el general Juan
Domingo Perón. El presidente de la Corte Suprema estuvo en la Casa
Rosada en aquella memorable tarde del 12 de octubre, en que el viejo
general volvió a hablar a la muchedumbre desde los balcones que
cuelgan sobre la Plaza de Mayo, esta vez protegido por unos vidrios
blindados.
LA MONEDA DEL FUTURO
La derrumbada Moneda fue abierta algunas veces en aquellos meses
agónicos del 73, para permitir el ingreso de los periodistas.
Oficiales de enlace y civiles conectados con el incipiente aparato de
prensa de la Junta acompañaban a los reporteros por entre los
escombros y los restos calcinados.
El trabajo de limpieza y remoción demoraría varios días. Incluso un
auto alcanzado por un obús en la Plaza de la Constitución,
permaneció en el lugar como objeto de curiosidad.
Pero pronto los asesores civiles comenzaron a hacer notar la
necesidad de disipar las imágenes de guerra. Los rastros del
combate, las huellas de las balas y el fuego del golpe eran
contraproducentes y podían contribuir a la ya perfilada “campaña
internacional” contra el régimen naciente. La orden de la Junta fue
despachada con la forma de un oficio, que de inmediato se haría
público, al nuevo alcalde de Santiago, el coronel (R) Hernán
Sepúlveda Cañas (12). La fachada de La Moneda debía restaurarse
con prontitud para dar inicio a los trabajos de reparaciones en el
interior.
Algún día, en ese mismo lugar, un nuevo Presidente y una nueva
República nacerían de las cenizas. No serían los militares: en el
gobierno de la emergencia, la emergencia sería el factótum.
Por cierto, el Ministerio de Defensa no era un lugar apropiado para las
tareas de gobierno.
Alguien pensó en el edificio que había servido de sede a la reunión de
la Unctad III.
Se preparó de inmediato la orden para adecuarlo. Y se dio una
instrucción perentoria:
—Hay que limpiar la zona.
2
UN MINISTRO EN LA ANTESALA
La prioridad de esos días era el control militar, cuya eficacia se veía en la sala de
operaciones del Estado Mayor. Los ajustes de ministros permitieron el ingreso de
un nuevo equipo económico y el reordenamiento del poder, incluida la cúpula
militar...

Los habitantes de la Remodelación San Borja fueron sacados a los


pasillos. Un compacto grupo de soldados inició los allanamientos torre
por torre, piso por piso, habitación por habitación. La orden era
“limpiar”: propaganda, literatura marxista, discos y afiches con olor
revolucionario, proclamas hippies. El cerco sobre el sector se tendió
con tropas de la Escuela de Suboficiales. Cada vez que los soldados
ingresaban a un edificio, desde la distancia los apoyaban piezas de
artillería apuntadas contra las torres.
El peligro de ataque era incierto: durante el 11 y 12, algunos disparos
salieron de la Remodelación contra las tropas del golpe.
Pasados varios días, se creía aún que en los intrincados subterráneos
de la Remodelación podía haber depósitos de armas. Cuando los
planos de los subterráneos fueron hallados —en las oficinas de la
Cormu—, la orden de allanar fue emitida de inmediato. Pero además
se trataría de “limpiar”.
Miles de libros, folletos, revistas, discos y afiches fueron confiscados y
reunidos en las plazas de la Remodelación. También se hallaron
armas, pero no fueron exhibidas. Durante el atardecer, enormes
fogatas se elevaron en los jardines: la tenebrosa luz de las llamas
iluminó la Remodelación. El primer paso de la “limpieza” fue el más
espectacular. Después se empadronó a los habitantes del sector.
El objetivo final era una colosal placa de equipamiento y la torre
numerada con el 22. Ambos edificios habían sido la sede de la
Unctad III y se llamaban Gabriela Mistral. Ahora, rebautizados “Diego
Portales”, servirían de base de operaciones al gobierno (1).
ESO ES TODO, SEÑORES
En la cúpula del nuevo poder, entre tanto, las dificultades de
administrar el Estado habían comenzado a aflorar.
Como la prioridad única era el control militar, lo más importante
estaba en la sala de operaciones del Estado Mayor de la Defensa,
donde los mapas iban mostrando las áreas controladas.
A sólo horas de haber asumido el profesor Navarro, de 70 años, en
Educación, se hizo claro que las reformas que el régimen quería no
serían abordadas por el ministro con la energía que se esperaba.
Para sustituirlo se propuso la Armada. La razón fue simple: en la fase
final del gobierno de Allende, los marinos encabezaron, dentro de los
uniformados, la resistencia contra los proyectos de la UP. La Armada
hizo una intensa —y nada disimulada— campaña contra la ENU
(Escuela Nacional Unificada) y algunos altos oficiales convirtieron el
tema en bandera de lucha y especialidad. Dos hombres claves en
esto fueron los entonces capitanes de navío Hugo Castro y Arturo
Troncoso Daroch.
A Castro, figura protagónica en la rebelión de la Armada, le fue
conferido el rango de contralmirante y se le asignó la misión de
reemplazar al profesor Navarro.
Pocos días después, Pinochet convocó a los rectores y vicerrectores
de las universidades a una reunión con el contralmirante Castro.
Aquellos pensaban presentar un plan de trabajo para reorganizar las
universidades y mantener el funcionamiento académico.
Pero Pinochet fue breve.
—El contralmirante aquí presente tiene un plan, me parece, ¿no?
—Bueno —dijo el ministro debutante—, creo que es necesario que las
actuales autoridades universitarias presenten sus renuncias, para
tener libertad de acción.
Se produjo un silencio.
—Bueno, señores —cortó Pinochet—. Eso es todo. Buenas tardes
(2).
ESPERANDO CITA
Sobre la prensa se aplicó el criterio de la guerra: la censura previa
sería una norma para las primeras semanas.
El 8 de octubre se produjo el primer incidente con la prensa
autorizada: un censor de mano blanda había permitido que ese día
Las Ultimas Noticias informara sobre hechos prohibidos. Pese a que
los materiales se mostraban antes de su publicación, el gobierno
decidió castigar al diario y lo cerró “por abuso de falso
sensacionalismo”, un delito cuya contradictoria formulación es hasta
hoy incomprensible. El presidente de la empresa El Mercurio S.A.P.,
Fernando Léniz, concurrió hasta el Ministerio de Defensa para tratar
de resolver la situación.
Tenía prisa: al día siguiente debía viajar a Londres. Pero, en la
antesala de la Junta, Léniz no podía saber lo que se le deparaba para
aquel día 9.
En los pocos días que habían transcurrido desde el golpe, la
economía se había convertido en una zona de caos. Nadie entendía
muy bien qué ocurría con los compromisos externos, con las
renegociaciones, con las deudas impagas y con los recursos frescos.
Ni el general Eduardo Cano en el Banco Central, ni el general
Rolando González en Economía, y ni siquiera el contralmirante
Lorenzo Gotuzzo en Hacienda, lograban ordenar la confusa
información con que los militares se encontraron en las reparticiones
claves.
Para hacer ese trabajo había sido convocado, desde Venezuela, el
ingeniero Raúl Sáez, a quien se dio el rango de asesor directo de la
Junta. Sáez había conseguido dar coherencia a los datos, pero el
gobierno carecía de equipo.
Aunque la situación hizo crisis a comienzos de octubre, la Junta
buscaba reemplazar al general Rolando González en Economía
desde los primeros días tras el golpe.
A decir verdad, González estaba en su cargo como una solución de
continuidad: ese general había sido el último ministro de Minería de
Allende, hasta el mismo día del golpe.
Pero, otra vez como en el comienzo, no había nombres disponibles.
En las primeras discusiones surgió el nombre de un abogado que
trabajaba en la Contraloría, y que había pasado por la Caballería del
Ejército: Hugo Araneda Dörr. Araneda fue sondeado por instrucciones
de la Junta. Y en principio aceptó, pero a condición de que el manejo
de la economía estuviera realmente en sus manos. Para ello propuso
exponer un plan ante la Junta. La sugerencia fue aceptada.
Durante varias semanas, cada mañana, Araneda Dörr fue explicando
los fundamentos de su plan económico ante la atenta mirada de la
Junta y de algunos de sus asesores. En la Marina estaban,
ciertamente, los más preparados. Y fueron ellos los que
descabezaron la viabilidad del plan Araneda Dörr, básicamente
porque éste pretendía fundarlo en un dólar fijo y de bajo precio El
descarte de Araneda Dörr tomó más tiempo del conveniente, y a la
vuelta de los días, la Junta volvía a estar sin titular en el cargo de
Economía.
LOS HOMBRES DE LA ARMADA
En eso estaba el general Leigh aquel 9 de octubre, cuando el asesor
Raúl Sáez entró a su despacho.
Leigh lo miró con esperanza.
—Me tiene que ayudar, oiga —le dijo—. No tenemos ministro de
Economía.
—Ahí afuera tiene uno —dijo Sáez, convencido.
—¿Y quién es?
—Fernando Léniz, de El Mercurio. Es muy talentoso, y quiere ayudar.
—Muy bien —dijo Leigh, y se reunió con la Junta para plantear su
proposición.
Léniz suspendió su viaje y juró al día siguiente. Los asesores civiles
que giraban cerca de la Armada no pusieron objeción alguna. Ni Sáez
ni Léniz supieron por qué tanta facilidad. Y es que detrás, había otra
vez una historia polémica.
Aquella historia se remonta a antes del golpe, cuando una comisión
de economistas opositores a Allende elaboró un programa económico
alternativo al de la UP.
El programa fue un encargo secreto hecho por la Sofofa, que arrendó
para ello una oficina en Nataniel, sobre el cine Continental. Esa
comisión estaba dominada por un grupo de egresados de la
Universidad de Chicago que por distintos caminos se habían allegado
al Partido Nacional, la Universidad Católica y el gremialismo. Emilio
Sanfuentes, asesor de Agustín Edwards y líder del grupo de estudios,
había hecho llegar el plan alternativo a su socio del Pollo Stop,
Hernán Cubillos, y a Roberto Kelly, dos ex marinos que compartían
amistad de años, cercanía con Edwards y afición por el yatching.
De Cubillos y Kelly a los oficiales a la Armada hubo un solo paso.
Y debido a ese paso, la Armada fue, en el momento del golpe, la
única institución que pudo disponer de un plan. Para afianzarlo, el
grupo de Chicago se preocupó de evitar que en áreas claves de la
economía quedara gente poco afín. Y otra vez fue Roberto Kelly el
encargado de hablar con el almirante Merino para poner en Odeplan
a un hombre de la misma línea. Merino no lo dudó: propuso a Kelly.
Simultáneamente, el grupo se apersonó en el Ministerio de Economía
para persuadir al gobierno de aplicar sus planes. La llegada fue
posible por el azar, que en aquellos días lo hacía todo.
Junto al general González en Economía, había sido nombrado como
subsecretario un coronel retirado, Enrique Lackington. El coronel tenia
un hijo, Tomás Lackington, que había trabajado con los Chicago en el
plan alternativo a la UP. Organizar la reunión fue una cuestión casi
familiar.
El joven decano de Economía de la UC, Sergio de Castro, llevó la voz
cantante ante los militares, que escucharon con cierto asombro su
tono firme, decidido y seguro.
Propusieron devaluar.
Araneda Dörr, el partidario de la fijación del dólar bajo, armó un
escándalo que llegó rápidamente a Pinochet y a Leigh.
Sin saber qué camino tomar, angustiados por la urgencia de las
decisiones en una economía descontrolada, la Junta congeló la
discusión. Hasta que el general Leigh supo que uno de sus oficiales
había tomado contacto con Raúl Sáez en Venezuela. Entonces Leigh
propuso que Sáez zanjara el debate. Sáez apoyó la devaluación. Con
ello, y sin saberlo, selló el destino de Araneda Dörr, afirmó la
competencia de los jóvenes de Chicago y creó la sensación de que la
Armada estaba con razón a cargo de la economía (3).
Sáez nombró a Léniz: y Léniz, hombre de El Mercurio, conocido de
varios de los Chicago y gestor empresarial, casi no tuvo idea de cómo
se tejía a su alrededor una frondosa red de amigos, ex compañeros e
ideólogos de un modelo que en pocos meses sería el dominante.
Y todo por una antesala.
LA ANTIGÜEDAD, VIEJO TEMA
La salida del general González y el profesor Navarro permitió a la
Junta hacer el primer ajuste de importancia en la conducción política.
El segundo ajuste debía operarse en el interior de las Fuerzas
Armadas, sometidas a una tensión bajo cuyo manto se había
trastocado la regularidad de los movimientos institucionales. Allende
había nombrado a Leigh en la FACh el 20 de agosto; Pinochet asumió
la jefatura del Ejército el 23 de agosto; Merino y Mendoza, el mismo
11. Así que Leigh era, técnicamente, el más antiguo por tres días.
Como se sabe, en las Fuerzas Armadas la antigüedad constituye
grado y mando, aunque se trate de ramas distintas. De modo que ese
solo dato habría bastado para conferirle al jefe de la FACh la
preeminencia en la Junta, es decir, la presidencia.
Pero, en el tráfago de la revolución, lo primero que se disolvió fue la
estructura tradicional de jerarquías.
En esos primeros días, la Junta acordó que, para despejar las
discusiones, se usaría como norma la antigüedad de las instituciones
en la historia. De ese modo, la prelación pasó a ser: Ejército, Armada,
Fuerza Aérea y Carabineros.
Los indicios sugieren que nadie estaba dispuesto a discutir el peso
del Ejército (4).
Pero esa primacía no terminó con los problemas. Quienes vivieron el
período dicen que la soterrada tensión por el protocolo obligaba a los
edecanes a vivir en permanente preocupación: por ejemplo, para
buscar puertas por donde pudieran pasar los cuatro juntos y no
tuvieran que entrar uno tras otro.
Leigh era la cabeza de la FACh por la insistencia de su alto mando,
que temía una razzia por parte de la UP. Debido a eso, tenía un
mando unido y fiable: los consejos de generales eran abiertos, y el
intercambio, fluido.
Merino copó la jefatura de la Armada de facto, destituyendo al
almirante Montero. Pero su paso a ese cargo había sido pedido en
voz alta por el almirantazgo, sin que Allende llegara a consumarlo (5).
Así es que también en la Marina el mando tenía coherencia y la
información era fluida.
Mendoza debió saltar desde una posición demasiado inferior como
para compartir el fenómeno en Carabineros. Si bien su cuerpo de
generales era coherente, Mendoza no expresaba la misma confianza
que la de Leigh o Merino en sus altos mandos.
Pinochet tenía una estructura mayoritariamente alineada. Pero desde
el comienzo la deliberación fue, si no nula, muy escasa. Estilo e
historia militar pesaban sin duda en el hecho de que Pinochet no
compartiera sus decisiones con los mandos inferiores y sólo en
contadas ocasiones describiera sus proyectos ante ellos (6). Pero, a
pesar de las diferencias, en todos los casos había que introducir
profundas transformaciones. Lo más difícil era, por cierto, la cúpula
del Ejército.
CAMBIOS EN LOS GENERALES
Ese orden había comenzado a hacerse en la mañana del 21 de
septiembre del 73, cuando los miembros de la Junta se reunieron en
el Ministerio de Defensa y pasaron revista a los innumerables
decretos que esperaban promulgación.
De entre toda la maraña, había aquel día dos que tendrían
insospechada importancia. Habían sido preparados con el concurso
del coronel René Vidal y el capitán de navío Sergio Rillón. En el
primero, que recibió el número 26, la Armada suspendió las Juntas
Calificadoras y de Apelaciones y confirió plenos poderes para actuar
en los escalafones al nuevo comandante en jefe, el almirante José
Toribio Merino (7).
El segundo llevó el número 33. Por él se cancelaron también las
Juntas Calificadoras del Ejército. Por él se confirió a Pinochet la
facultad de modificar todas las plantas (8).
En esos días turbulentos, con las balas todavía resonando por las
noches, los oficiales estuvieron de acuerdo en que era necesario
ordenar, clarificar y alinear el panorama interno.
La mayoría sabía que eso tendría sus costos, pero entonces menos
que nunca podía disgregarse la unidad del mando. Una sola
conducción, una sola línea. Mano de hierro.
La FACh no dijo nada.
Carabineros tampoco dijo mucho, pero a los pocos días se dictó para
el cuerpo un decreto ley semejante a los de la Armada y el Ejército (9)
Menos de un mes después de aquella reunión, la salida del general
González —a quien se ofreció la embajada en Paraguay— vino a
plantear la cuestión del doble desempeño, militar y político, y de las
destinaciones hechas por los mandos institucionales. Pareció obvio
que González pasaría a retiro. Y un pequeñísimo movimiento
producido una semana después, el 17 de octubre, confirmó la idea: el
coronel Nilo Floody, de destacada actuación durante el 11, fue
ascendido a general y sacado de la Escuela Militar. Floody venía a
ocupar una de las vacantes dejadas en el cuerpo de 25 generales.
El 1° de diciembre vino la segunda llamada de atención.
Ocurrió en Punta Arenas, a donde Pinochet llegó en la tercera gira de
su gestión. Punta Arenas era un extraño escenario militar. Como tenía
el rango de Región Militar y era sede de una división del Ejército, el
día 11 los mandos decidieron hacer más solemnes las magras
acciones del golpe de Estado. Y se autodesignaron como Junta de
Gobierno Local.
El general Manuel Torres de la Cruz, que venía enfrentándose a
Allende desde mediados del 73, asumió la presidencia de esta mini
Junta, junto al general de aviación José Berdichewsky y al
contralmirante Horacio Justiniano.
La situación era un poco extraña, pero nadie reparó demasiado en
ello. Hasta que a la sede del Ministerio de Defensa llegaron los
decretos leyes dictados por la “Junta” de Punta Arenas. No eran sólo
de orden público: también legislaban sobre materias aduaneras,
arancelarias y económicas. Los decretos leyes, enviados para su
publicación en el Diario Oficial, fueron devueltos sobre la marcha y la
“Junta” local cesó sus funciones.
En el escenario de esa ciudad austral, ante las guarniciones reunidas
y con el tono campechano de sus primeros discursos, Pinochet
subrayó que la guerra continuaba. Y agregó:
—Habrá cambios muy importantes en el Ejército.
17 días después se produjo el primer enroque en el alto mando. El
general Augusto Lutz, director de Inteligencia, fue designado
secretario de la Junta. De ese cargo saldría el general Fernando
González, que en el día del golpe había sido convocado a Santiago
desde su misión militar en España, para asumir la secretaría.
González pasó a la IV División, en Valdivia, reemplazando al general
Héctor Bravo. En el lugar de Lutz fue nombrado el coronel Julio
Polloni. El general Torres de la Cruz salió de la V División, nombrado
en la Inspectoría General, el tercer cargo en la línea de mando militar.
Pero el cambio fue sólo aparente: el retiro de Torres de la Cruz
estaba decidido a partir de un incidente previo
En el Campo Militar Schneider, que reúne a las unidades de la V
División, en una de esas noches magallánicas, un grupo de
conscriptos había encendido un brasero. Las chispas alcanzaron al
polvorín. La explosión había sacudido a la ciudad y, en el clima de
sospechas de aquellos días, se había rumoreado todo: desde un
ataque insurgente hasta una operación de sabotaje. Así que para
Punta Arenas fue designado César Benavides, uno de los generales a
los que se reconocía como de los más cercanos a Pinochet.
La misión de Benavides sería altamente sensitiva: fuera de despejar
el ambiente de rumores, debía producir el esperado equilibrio en el
poder militar. Mal que mal, la V División era una de las más
poderosas y más fuertes del país. Ese movimiento prefiguró las
sacudidas que ocurrirían en los 90 días siguientes.
SORPRESAS EN EL ALTO MANDO
El 19 de febrero, sorpresivamente (10), Pinochet cursó la renuncia de
Torres de la Cruz. El retiro del general estaba en el despacho de
Pinochet junto con el de todos los generales desde el momento
mismo en que (en agosto) había asumido la Comandancia en Jefe.
Una circular posterior al golpe, fechada el 18 de septiembre, había
reiterado la petición de renuncias a todo el alto mando.
Así que lo que ocurrió con Torres de la Cruz fue que aquel 19 el jefe
del Ejército dio curso a la renuncia.
Al día siguiente hizo lo mismo con la del general Orlando Urbina,
hasta entonces jefe del Estado Mayor y tal vez el único oficial de
Ejército de alto rango que no había tenido participación en el golpe
(11). Urbina había sido compañero de curso y confidente de Pinochet
durante la UP: a él se refiere El día decisivo cuando recuerda la noche
en que le dijo a Allende que no era el general Rojo (12).
El cambio decisivo sobrevino el 10 de abril, cuando Pinochet entregó
la lista de retiros y ascensos que debería haberse producido el año
anterior. Urbina, Torres de la Cruz y Rolando González encabezaron
el grupo de retiros.
Ernesto Baeza apareció en el lugar siguiente. Fuertes versiones de
que Baeza había renunciado en la noche del 12 de septiembre de
1973 se difundieron en los días siguientes al golpe (13). Como quiera
que fuese, Baeza era una personalidad austera y severa, y no
aparecía vinculado a la conspiración que culminó el 11. Enviado a
Investigaciones para intervenir a la policía civil, su llegada había sido
bien vista en la institución. Así que, junto con comunicarle su retiro,
Pinochet le pidió que se quedara en Investigaciones.
Ervaldo Rodríguez fue el quinto llamado a retiro. Este general, que
permanecía en la misión militar en Washington desde antes del golpe,
había presentado su renuncia junto a la del general Prats, pero, por
expresa petición de éste, nunca fue cursada. Pinochet lo mantuvo en
el puesto insistiendo en que no tenía con quién relevarlo. En febrero
de 1974, cuando regresó a Santiago, el general Rodríguez fue
recibido por Pinochet en el Diego Portales. Allí, el comandante en jefe
explicó la mecánica del retiro: de Rodríguez no se había recibido
ningún cable de adhesión al movimiento militar.
Entre los generales de brigada aparecieron Raúl Contreras, Sergio
Nuño y Carlos Araya. Los tres habían tenido importante participación
en el movimiento contra Allende.
La esposa de Contreras fue una de las firmantes de la carta que
esposas de oficiales enviaron al general Prats antes de su dimisión.
El gesto no gustó al propio Contreras, que lo hizo saber a sus
subordinados en una tempestuosa reunión; ese acto selló, tal vez, su
destino. Nuño fue del núcleo de conjurados que preparó los contactos
para el golpe; pero por razones de difícil auscultación, había estado
varias veces a punto de salir de la institución; su inclusión en la lista
de abril no hizo más que ratificar algo que ya se presentía. Araya era
director de Materiales de Guerra, y en los días de más tensión militar,
a mediados de 1973, había sido de los que pidieron al general Prats
que dejara el mando.
También se fueron el auditor Pedro del Río y el director de Sanidad,
José Rodríguez.
Algunos de los oficiales que ascendieron al generalato tendrían más
tarde una importancia crucial: Agustín Toro Dávila, Sergio
Cadenasso, Julio Canessa (14). El hecho importante, sin embargo, es
que en aquellos cambios de abril desaparecieron las cuatro
antigüedades que seguían a Pinochet. El segundo hombre pasó a ser
el general Oscar Bonilla. Los testimonios coinciden en apuntar que la
operación de los cambios fue extremadamente difícil de hacer para
Pinochet (ver capítulo 7).
Y no porque hubiera oposición a ellos, sino porque Pinochet, como
haría después una costumbre, parecía sentirse moralmente ligado a
sus compañeros de armas. Esta razón explicaría por qué la mayoría
de los retirados recibieron nuevos cargos u ofertas del propio
Pinochet (15).
3
FRACTURA EN EL PISO 22
En el incierto verano del 74 se hizo notorio que el poder se iba a concentrar. Los
asesores de Pinochet comenzaron a trabajar en la imagen, el ceremonial, las
normas jurídicas. Todo se completó en unas cuantas semanas... pero la discusión
fue tan dura que abrió la primera grieta por la cual desaguarían, antes de cumplirse
el primer año, algunos de los sueños iniciales del régimen.

Aquel verano de 1974 fue uno de los más inciertos en la cúpula del
nuevo gobierno.
A pesar de las apariencias: en aquel verano, la construcción del Metro
avanzaba a pasos acelerados y Edmundo Bigote Arrocet encendía
antorchas en la Quinta Vergara cantando Libre de Nino Bravo, de
rodillas ante el público.
Pero aunque todo pareciera calculable y coherente, en la comunidad
de inteligencia los sensores marcaban intensa actividad.
Cierto día de mediados de enero, un oficial de inteligencia de la
Armada llegó hasta el Ministerio de Defensa para hablar con un oficial
de la Fuerza Aérea. Traía un mensaje urgente. Los dos se reunieron
en uno de los pisos superiores, en una sala sin ventanas. El hombre
de la Armada quería informar que en su servicio se hablaba de ciertos
movimientos dramáticos en la cúpula del poder
La versión decía que el presidente de la Junta, el general Augusto
Pinochet, se disponía a renunciar, con la intención de que el vacío de
poder hiciera patente la necesidad de un mando único y sin trabas.
Los demás miembros de la Junta le pedirían que continuara al
mando, pero ahora sin condiciones. En la FACh no había noticia de
semejante cosa. O eso fue, al menos, lo que el oficial de la Fuerza
Aérea respondió ese día. El mensaje fue transferido al general
Gustavo Leigh, quien lo guardó para sí y ordenó no hacer nada.
Aunque el famoso complot parecía estar en la imaginación de mentes
conspirativas, se apoyaba sobre una cierta base, imprecisa e inasible.
El primer trimestre del gobierno había puesto ya de relieve las
diferencias de estilo entre los jefes militares.
En la Junta estas diferencias eran siempre atenuadas por el sigilo y el
fair play, pero día a día se hacían más notorias.
De hecho, un rumor difundido en esos días en las esferas de gobierno
señalaba que el vicealmirante Ismael Huerta, a la sazón ministro de
Relaciones Exteriores y único ocupante de alto rango de La Moneda
(en el ala que no se incendió), pasaría a retiro y sería nominado
Presidente, como una forma de zanjar las dificultades.
Debido a ese conjunto de versiones, una mañana de febrero el
general Gustavo Leigh salió en ropa deportiva de su casa de El
Bosque, se detuvo dos puertas más allá y entró a visitar al abogado
Jorge Ovalle.
El jurista convalecía de una operación, y Leigh, que sólo pasaba a
saludar, se quedó hasta altas horas de la madrugada. La visita no fue
intrascendente. En cierto modo, sin decirlo, y acaso sin tenerlo claro,
Leigh buscaba organizar un equipo de asesores de confianza, que
pudiera ayudarle con la complejidad del mando nacional. Leigh
notaba que esos equipos existían ya alrededor de Pinochet, y en la
Armada formaban una tradición estable.
En torno a Pinochet habían empezado a girar varios núcleos de
distinto origen y funciones, pero que en conjunto solían estar tras los
discursos, los textos, las minutas. El equipo militar era homogéneo:
los coroneles Enrique Morel y René Escauriaza y los oficiales Lorenzo
Urrutia y Luis Patricio Serre (este último secretario privado)
funcionaban como un solo cerebro.
En las comunicaciones actuaba Federico Willoughby, mientras que un
Comité Político integraba a organismos de entidad múltiple: Gisela
Silva (Organizaciones Civiles), Gastón Acuña (Informaciones) y
Alvaro Puga (Asuntos Públicos).
Por añadidura, el Comité Asesor de la Junta (COAJ), formado a fines
de 1973, estaba mayoritariamente integrado por oficiales de Ejército y
su mayor afinidad con Pinochet era evidente. De hecho, el general
Leigh había propuesto que se integraran al COAJ, en calidad de
asesores, su hermano Hernán Leigh, Gustavo Alessandri y Gregorio
Amunátegui.
Pinochet había aceptado la idea, pero no la concretaba.
LOS PENSADORES DE UNIFORME
El COAJ comenzó bajo la jefatura del coronel Julio Canessa,
entonces director de la Escuela de Suboficiales. Funcionó
inicialmente en dos oficinas de esa Escuela, en la calle Blanco
Encalada, y más tarde se trasladó a los pisos 7 y 8 del Diego
Portales. El equipo era pequeño, pero cohesionado.
El subjefe era el teniente coronel Horacio Toro, y a cargo de los
departamentos había un grupo de mayores especialmente
destacados: Roberto Soto Mackenney, Luis Alberto Reyes Tastests,
Luis Danús, Gastón Frez, Julio Fernández Atieza, Bruno Siebert y
Enrique Seguel.
Como asesor directo de la jefatura, Canessa llevó a un antiguo
compañero ya retirado, el coronel Víctor Muñoz.
Organizado como un estado mayor, con estructura y sistema de
análisis militar, el grupo casi no tenía influencia de civiles.
Ocasionalmente, algunos asesores sin uniforme trabajaban en los
proyectos, pero su redacción final y su presentación corría por
canales castrenses.
La primera tarea de relieve del COAJ fue el memorando por el cual
recomendó desechar la idea de la Presidencia rotativa, citando un
cúmulo de razones políticas, administrativas y, sobre todo, militares.
En esos primeros meses, el COAJ trataba de dar un cauce coherente
al río de decretos que salía desde el Ministerio de Defensa y del
Diego Portales. Una oficina complementaria, de carácter técnico, que
se instaló en el piso 15 del Diego Portales, oficiaba con cierta
frecuencia como asesoría jurídica del COAJ. Era el equipo de
abogados que ayudaba directamente a Pinochet en el origen de los
decretos leyes. Lo encabezaba Fernando Lyon y lo integraban, entre
otros, Rubén Díaz Neira y, Guillermo Pumpin.
A las sesiones legislativas Pinochet comenzó a llevar a Mónica
Madariaga como asistente.
Y fue a la vista de esa disparidad que Leigh incorporó a esas
sesiones a Julio Tapia Falk, mientras Merino invitaba a Aldo
Montagna y Mendoza a Patricia McPherson.
Dada su relación con la comisión de estudio de la Constitución, que
había sido organizada por el general Leigh, algunos asesores de
Pinochet entendieron, al parecer erróneamente, que Jaime Guzmán
asesoraba también con frecuencia al jefe de la FACh. Meses más
tarde, durante una fiesta de cumpleaños del propio general Leigh,
Pinochet se acercó a Guzmán y lo instó a definirse.
CUESTIÓN DE PRINCIPIOS
A comienzos de 1974, y sobre la base de documentos políticos del
COAJ, se formó una comisión ad hoc para dar forma a la Declaración
de Principios. Aunque la comisión fue integrada por diversas
personas, su verdadero liderazgo fue ejercido por Jaime Guzmán.
Tomando apuntes en los debates, recibiendo los escritos y
conversando con unos y otros, Jaime Guzmán fue redactando el
texto. Recogió en él la idea del llamado Objetivo Nacional, una
preocupación típica castrense que había tomado mucha importancia
en el COAJ.
El texto del borrador original fue fundamentalmente concebido por
Guzmán. Después, en las oficinas de la Junta y de Pinochet, recibió
cortes y aportes: aquella fue, tal vez, la primera discusión sobre fines
que tuvo lugar en la cima del poder.
El 11 de marzo de 1974, al celebrar solemnemente su primer “medio
cumpleaños”, la Junta hizo una ceremonia en el Diego Portales, en la
que Pinochet promulgó la Declaración de Principios y su
complemento, el Objetivo Nacional (1).
El primer documento formal del nuevo régimen, la primera
aproximación seria a un programa, estaba consumada.
Pero las conclusiones del COAJ iban también más lejos.
El concepto del régimen de emergencia estaba ahora bajo discusión:
el desarrollo de un programa suponía proyectarse en el futuro, sin
sujeción a la urgencia de los plazos (2).
La idea no disgustó a Pinochet. Sobre todo, porque en esos días
estaba sosteniendo una soterrada polémica con el Partido Demócrata
Cristiano, cuyo presidente, Patricio Aylwin, le había dirigido una carta
para exponer sus puntos de vista sobre la evolución del régimen (3).
Pinochet respondió a ese debate de una manera indirecta: se
comenzó a exigir que los miembros de partidos renunciaran a su
filiación para continuar en cargos públicos (4)
Adicionalmente, en los discursos se incorporó la crítica a los políticos.
Junto con la Declaración de Principios, el 11 de marzo, Pinochet abrió
formalmente el fuego:
—Algunos señores políticos tomaron una actitud favorable al
gobierno, pero vieron en la acción de la liberación de Chile por las
Fuerzas Armadas y Carabineros la posibilidad de que se les
devolviera la conducción del Estado en breve tiempo. Hoy han
reaccionado en contrario al darse cuenta cuán equivocados estaban,
y yo me pregunto: ¿o son patriotas o son mercaderes? (5).
El trozo fue tal vez el más significativo del período: ataque a los
políticos y anuncio de la prolongación del régimen formaron un solo
concepto, una idea con dos caras.
De ahora en adelante se hablaría de un largo período militar, y de
“metas y no plazos”. Los equipos, la organización del poder, las
reformas jurídicas, sociales y políticas tendrían ahora el horizonte de
la refundación nacional. Fue después de aquella ceremonia cuando
—como un símbolo de los nuevos aires— se decidió dejar como
decorado permanente los gigantescos caracteres instalados en la
sala de plenarios del Diego Portales por idea de Germán Becker y
uno de sus socios, que sentaban la igualdad de dos fechas distantes:
1810-1973.
CONVIRTIENDO AL LÍDER
En los revueltos días de marzo del 74 se hizo más patente que nunca
la necesidad de unificar el mando del Ejecutivo. Una cabeza debía
sobresalir. Una mano debía imprimir su sello a las decisiones. Un
brazo debía tener la chúcara rienda del país. Innumerables disputas
de cuantía menor venían sucediéndose continuamente. Para
agravarlas, la Junta se había repartido las áreas de trabajo de una
manera tal, que el mando quedaba duplicado y confundido.
El Ejército tenía a su cargo las áreas de Interior, Defensa y
Relaciones Exteriores. La Armada copaba la Economía, mientras que
la FACh disponía del área Social y Carabineros de la Agricultura.
Cada lunes por la mañana, los comandantes en jefe se reunían con
los ministros y sub secretarios de sus respectivas áreas, para discutir
la marcha del gobierno.
Por si ese aporte al caos no bastara, en los primeros meses sucedía
que no todos los ministerios estaban asignados al arma encargada de
un área. Trabajo, por ejemplo, que debía estar entre las prioridades
del sector social y, por tanto, de la FACh, tenía un ministro
carabinero; en Agricultura, de Carabineros, había un aviador, y en
Defensa, del Ejército, un marino. Y así sucesivamente. Esto
significaba que, fuera de rendir cuenta ante el jefe de un área, un
ministro dependía también de su alto mando.
Así es que, en esos tempranos meses de 1974, los asesores se
preocuparon de trabajar para que uno solo tuviera preeminencia. Uno
solo: Pinochet.
El equipo de prensa y comunicaciones tuvo la vanguardia en esa
misión.
Y la primera medida fue convertir a Pinochet en “el general del
pueblo”, usando una vieja expresión acuñada por el populismo
ibañista.
Hubo que desprenderlo de los anteojos oscuros con marco grueso.
Costó convencerlo de que infundir respeto con esos lentes tenía un
precio de imagen demasiado alto (6). La sonrisa, como la mirada,
debía ser nítida, transparente: fuera el oro, blancura de loza. El
vestuario debía ser austero y marcial: sin la “patente” (como se llama
en broma a las condecoraciones), pero con la gorra ligeramente más
alta que los demás generales. Altos también los zapatos, y cómodos,
ágiles.
Agiles los discursos, los énfasis, incluso las dificultosas
improvisaciones: decenas de visitas a localidades pequeñas fueron
aprovechadas por los asesores de prensa para “ensayar” esos
aspectos (7).
Se refinaron los decorados de las oficinas, los adornos, las telas para
la ropa.
El azar y la adivinación hicieron que el bando número 5, el más
importante del 11, quedara presidiendo sus oficinas: la esposa de un
oficial de Caballería, que tenía el don del ocultismo, había
recomendado la buena fortuna del número 5 (8).
Muchos detalles fueron sometidos a revisión.
El problema mayor, y que en aquellos días no pudo solucionarse, fue
el de las oficinas. Pinochet compartía el piso 22 del Diego Portales
con el gabinete de la Armada. El 21 era de la FACh y Carabineros.
Estas cercanías creaban una falta de privacidad que tendía a hacerse
insoportable en los días de mucha actividad. Prácticamente
cualquiera en esos pisos tenía acceso inmediato a la oficina del
presidente de la Junta, sin que el edecán Enrique Morel pudiera
evitarlo.
La situación se hizo notoria cuando Pinochet viajó, el 13 de marzo de
1974, a Brasil, para asistir a la asunción de Ernesto Geisel como
nuevo Presidente, en reemplazo de Emilio Garrastazu Médici.
Merino asumió en su lugar durante cinco días.
En Brasilia, Pinochet se entrevistó con el Presidente boliviano Hugo
Banzer en privado y dio origen a las primeras conversaciones sobre la
mediterraneidad de ese país.
Aprovechó de pasear por Río de Janeiro, tomar sol en Copacabana y
dar conferencias de prensa.
En el Diego Portales se acumularon cosas pendientes y debates
paralizados.
LA UNIDAD DE MANDO
Poco después de que esos episodios se tradujeran en concretas
dificultades para tomar decisiones y sentar la coherencia, el COAJ
recibió la orden de estudiar un mecanismo para centralizar el poder.
La nueva orden llegó al COAJ en mayo.
El COAJ coincidió en el diagnóstico: la agilidad en las decisiones, la
mística, el sentido de unidad ejecutiva, estaban deteriorados porque
cada rama de las FF.AA. aplicaba sus propios criterios y su propia
mentalidad.
Las decisiones empezaban a ser contradictorias en dos áreas
especialmente sensibles: la económica y la social.
El mismo COAJ había intentado, sin éxito, ejercer como puente entre
los equipos de la Junta. El viejo principio de la unidad del mando
necesitaba volver por sus fueros. El COAJ formó una comisión interna
para trabajar en el proyecto. Y su proposición consistió en separar las
funciones ejecutivas de las legislativas. La idea era que la
diferenciación se fuera realizando gradualmente, para no dar origen a
una fuente de conflicto. En el informe final se incluyó un proyecto de
reglamento interno de la Junta, por el cual se delimitaban las
competencias y las esferas de acción.
El documento fue entregado a Pinochet por Canessa. Y Pinochet lo
pasó discretamente a su asesora jurídico-política de mayor nivel,
Mónica Madariaga. De allí salió un texto de decreto ley, con el
nombre de Estatuto de la Junta y el número provisorio de 527. Aquel
527 resultaría inolvidable. El 17 de junio de 1974, Pinochet se reunió
con Merino, Leigh y Mendoza en los pisos superiores del Diego
Portales, y les presentó el texto en limpio del 527.
En el decreto ley se establecía que la Junta propiamente tal ejercería
el Poder Legislativo, mientras que el presidente de la Junta se haría
cargo del Poder Ejecutivo, con el título de Jefe Supremo de la Nación.
Las prerrogativas de ambos quedarían establecidas en catorce
artículos, uno de los cuales, el número 10, fijaría en quince puntos las
atribuciones del Presidente.
La discusión fue ingrata. Las facultades de uno y otro poder fueron
debatidas punto a punto, coma por coma. Al terminar la sesión,
Pinochet salió con el texto aprobado. Pero al original en limpio había
agregado ciertas anotaciones con lápiz grafito. Esas notas conferían a
la Junta, en algunos casos, poder de voz y, en otros, poder de veto.
En los últimos tres artículos se fijaban las normas de precedencia,
subrogación y reemplazo de los miembros de la Junta, que habían
sido desde antes materia de una polémica cuya acidez nadie quería
revivir (9)
EL 527 EN EL TAPETE
Menos de una semana después, el consejo de almirantes se reunió
en el Diego Portales para escuchar de Merino la explicación del
decreto ley. En el ambiente había malhumor y molestia. Los propios
asesores jurídicos de la Armada desconocían los fundamentos del
texto, y los oficiales sentían que algo nuevo estaba pasando.
Después de las explicaciones de Merino, un oficial que se
desempeñaba en el gabinete hizo una áspera pregunta:
—O sea, esto significa que yo, como ministro, ¿a quién debo rendirle
cuentas: a la Junta o al Presidente?
Hubo un silencio. Un asesor jurídico se sintió mirado por todos y dijo,
en tono menor:
—Bueno, yo entiendo que al Presidente.
El consejo de almirantes fue levantado más tarde en medio de
carraspeos y toses.
En la FACh, un consejo de generales realizado por los mismos días
tuvo resultados parecidos. Un viaje del general Leigh a Perú, que
incluyó una visita a Machu Picchu, contribuyó a atemperar los ánimos
y a disipar las tensiones.
Para mal de males, el decreto ley 527 también fue criticado por los
asesores de Pinochet, aunque por las razones inversas. El COAJ
consideró, aunque no llegó a formularlo oficialmente, que el
presidente de la Junta se había “amarrado las manos” con las
concesiones a la unanimidad de la Junta en las decisiones ejecutivas.
En particular, el nombramiento de altos funcionarios (y sobre todo,
ministros), sujeto al acuerdo de la Junta, podría significar graves
perturbaciones.
GRITOS EN LA CUMBRE
Sin embargo, la ausencia del general Leigh, que había servido para
relajar la situación en la FACh, se prestó también para el segundo, y
acaso más grave, incidente de esos días.
Durante esa ausencia, los equipos de Pinochet prepararon una
ceremonia para dar solemnidad y pompa a la promulgación del
Estatuto.
El gran día fijado fue el 27. Pero eso lo supieron sólo unos pocos: en
silencio se mandó a hacer una banda presidencial. Con el mismo
sigilo se encargó a la empresa Ursus que hiciera una piocha
presidencial (el emblema que ata la banda) a imitación de la original,
de O’Higgins, perdida en el ataque a La Moneda.
Con unas pocas horas de anticipación, el coronel Pedro Ewing se
contactó con el presidente de la Corte Suprema, Enrique Urrutia
Manzano, y lo convenció de que asistiera a la sesión donde Pinochet
asumiría el Mando Supremo. A Urrutia le sería conferido el honor de
investir al general con la banda tricolor.
Todo estaría listo.
Pero los miembros de la Junta, y en particular Leigh, no sabían de la
ceremonia.
El día señalado, a la hora señalada, centenares de invitados y prensa,
mucha prensa, se agolparon en el Salón Azul del Diego Portales.
Todo estaba listo: las cámaras, los sillones, los equipos de seguridad,
los edecanes. En el último piso de la torre comenzó a esa hora la
discusión con Leigh.
El jefe de la FACh había desaprobado el fondo del decreto ley y
estaba, ahora, enojado por la ceremonia.
El debate fue subiendo de tono a toda velocidad.
Leigh se sentía atropellado y quería dejar una fuerte constancia ante
sus pares.
—¡Te creís Dios! —gritó—. ¡Hasta cuándo!
Pinochet respondió con la misma ira.
—¡Aquí ya está bueno de joder! ¡Si hay tanto barullo se suspende
todo y vemos cómo se arregla esto! ¡No voy a permitir que se juegue
con el país!
Enfurecido, el general golpeó con el puño la cubierta de vidrio de la
mesa.
Hubo un ruido seco y un crujido de astillas. El cristal se rajó: aquella
fractura sería todo un símbolo.
—Has convocado a la prensa, a las autoridades, a medio mundo.
¡Qué vas a suspender! —gritó Leigh, rendido ya.
Los cuatro entraron al salón con los gestos agrios.
La ceremonia, breve, resultó emotiva para Pinochet. Con los ojos
brillosos agradeció a Urrutia Manzano la colocación de la banda y la
investidura de un cargo al que acababa de llegar, dijo, “sin haberlo
jamás pensado ni mucho menos buscado” (10).
MINISTROS DE “SEGUNDA ETAPA”
En la mitad de aquel crudo invierno de 1974, cuando los temporales
devastaban amplias zonas del sur, Pinochet había conseguido
centralizar los soportes del poder.
El nuevo cuadro de generales, la nueva organización de la Junta, la
nueva estructura de trabajo en el Diego Portales, y, sobre todo, el
nuevo espíritu con que se encararía el futuro del país, tenían ya una
forma más clara.
En el último fin de semana de junio se dieron dos pasos vitales: se
incineraron los registros electorales, a los que se acusaba de viciados
(11), y se pidió la renuncia del gabinete y los altos funcionarios.
El Jefe Supremo de la Nación necesitaba libertad de acción.
En las primeras nueve jornadas de julio, la afanosa búsqueda del
equipo ministerial consumió los días y las noches de los asesores de
Pinochet. El principal escollo era la economía. Pero esta vez, a
diferencia de las anteriores, había hombres trabajando duramente por
los cargos vacantes. El cambio significó que entraran dos civiles más
(entre catorce uniformados) al gabinete.
Raúl Sáez, que había gestionado arduamente el conjunto más difícil
de negociaciones y nuevos créditos, asumió una cartera
especialmente concebida para la emergencia financiera exterior: el
Ministerio de Coordinación Económica. De Hacienda salió el
contralmirante Gotuzzo y entró Jorge Cauas, a la fecha
vicepresidente del Banco Central. Aquel fue el primer paso en la
consolidación del equipo económico que en cuestión de meses se
haría cargo de la conducción del país (ver capítulo 9).
Sólo el primer paso: pese a que Pablo Baraona sustituyó a Cauas en
el Banco Central, en el gabinete y los mandos ejecutivos no había
todavía la férrea coherencia que el nuevo modelo le exigiría al
régimen.
Huerta salió de Relaciones Exteriores para irse a lo que hasta
entonces había sido su principal arena, la ONU. En su lugar asumió
Carvajal, que dejó Defensa para que asumiera el general Bonilla.
Interior, la cabeza del nuevo equipo, quedó a cargo del general César
Benavides, un oficial de la máxima confianza de Pinochet, el que le
ayudó a establecer el equilibrio en el alto mando (ver capítulo 2) y uno
de los pocos que lo acompañó en sus preparativos antes del 11 de
septiembre de 1973.
El cambio de gabinete selló en ese invierno el lanzamiento de lo que
Pinochet llamaría “la segunda etapa en el proceso de reconstrucción
nacional” (2).
Afuera, entretanto, la “guerra” continuaba. Ferozmente.
4
LA GUERRA
El palacio presidencial había sido bombardeado. En algunas industrias y
poblaciones roncaba el ruido de la metralla. Mil 500 kilómetros al norte, una
columna de tanques marchaba sobre las oficinas salitreras. Las universidades
comenzaban a ser rodeadas. Hombres y mujeres caían en las calles. En los
campos, bandas armadas iniciaban la cacería de los vencidos. Era la guerra.

Las instrucciones eran precisas. Los mejores cuadros del aparato


militar debían agruparse en los cordones industriales de Cerrillos,
Vicuña Mackenna y Santa Rosa. Se resistiría también en La Legua,
en La Victoria, en la José María Caro, en Peñalolén y en El Salto.
Los frentes de apoyo se concentrarían en el Instituto Pedagógico y en
algunos hospitales como el José Joaquín Aguirre y el San Juan de
Dios.
Una destartalada citroneta cruzó despacio las calles céntricas
intentando aproximarse a la sede principal del Partido Socialista en la
calle San Martín, entre Moneda y Agustinas. Los dos hombres que
viajaban en ella temían que los militares se apoderaran de las listas
de los compañeros del Regional Centro, que estaban en proceso de
refichaje. El cerco militar se estrechó sobre La Moneda. La citroneta
enfiló hacia el Pedagógico.
Allí llegaría la directiva de la FECh, encabezada por Alejandro Pipo
Rojas.
Juntos decidirían si sumarse a la resistencia en los cordones
industriales o atrincherarse en espera de los soldados leales.
Los carabineros rodearon el edificio del PS. Los hombres que estaban
en su interior se rindieron. Surgió un incendio. Los policías ingresaron
a la oficina donde estaban los archivos que comenzaban a quemarse.
Apagaron las llamas y sacaron la documentación a los buses.
No había bajas y los papeles parecían importantes.
Tres días después, el general Nicanor Díaz Estrada recibió en su
escritorio del Ministerio de Defensa varias carpetas con algunos de
los contactos que el PS tenía en las Fuerzas Armadas.
BLINDADOS EN EL HORIZONTE
Esa mañana del día 11 de septiembre de 1973, unas 200 personas, la
mayoría estudiantes, se congregaron en la sala del centro de alumnos
del Pedagógico.
Intercambiaron noticias y enviaron a un grupo para hacer contacto
con el cordón Vicuña Mackenna.
En los dormitorios de los internos, mientras, se preparaban bombas
molotov y se distribuían varas de coligüe, hondas, palos y fierros. Las
mujeres recibían y amontonaban gasas, alcohol, vendas, aspirinas,
yodo. En la chimenea ubicada en la sala del centro de alumnos fueron
quemados los carnés partidarios.
Algunos se preguntaban cómo podrían identificar a los soldados
leales.
—Los reconoceremos por el color de los pañuelos que llevan en el
cuello—, dijo uno de los presentes.
En eso estaban cuando llegó la expedición al cordón Vicuña
Mackenna.
No había nadie en el punto de encuentro y más allá no pasaron. Una
gran balacera y el tableteo constante de las ametralladoras lo habían
impedido.
Eran pasadas las 12. La Moneda estaba en llamas. Las calles de
acceso al Pedagógico comenzaban a ser copadas por un fuerte
contingente militar.
Se evacuó el recinto.
Unos tratarían de llegar a los cordones para sumarse a la lucha. Otros
se replegarían y pasarían a la clandestinidad.
A las siete de la mañana la comisión política del MIR se había reunido
en San Miguel para decidir qué hacer.
En tanto, otros dos dirigentes, Nelson Gutiérrez y Andrés Pascal
Allende, se dirigían presurosos a la embajada de Cuba, sacaban
armas y empezaban a distribuirlas con una camioneta del Ministerio
de la Vivienda en los cordones industriales.
Cerca de las 10, en una industria del sector metalúrgico, en el cordón
Vicuña Mackenna, se encontraron algunos de los hombres más
buscados por los militares.
Los socialistas, encabezados por Carlos Altamirano; los miristas, por
Miguel Enríquez, Bautista von Schouwen, Andrés Pascal y Nelson
Gutiérrez. El Partido Comunista, a través de un mensajero, anunció
que se oponía a la resistencia armada y que esperaría para ver si la
Junta cerraba el Congreso.
En el patio de la industria un centenar de militantes aguardaba
instrucciones.
Una camioneta Ford ingresó cargada con metralletas AKA. Uno de los
hombres del GAP había logrado sacarlas de Tomás Moro.
De improviso surgieron carabineros de las fuerzas especiales y se
inició el combate. Unos pocos partieron hacia La Legua (1).
A esa misma hora, mil 500 kilómetros al norte, en la oficina salitrera
Victoria, dos mil cien trabajadores y sus familias estaban reunidos en
la sede sindical y en la sala parroquial.
Por la radio escuchaban los sucesivos bandos militares leídos por el
teniente coronel Roberto Guillard Marinot.
Un ruido ronco y lejano fue creciendo y aproximándose.
Algunos obreros salieron a las polvorientas calles y vieron una
columna de tanques que se aproximaba por el desierto. De improviso
los blindados abrieron fuego.
Los obuses se estrellaron tras sus espaldas, más allá de las casas.
Tanques y carros de asalto ingresaron al poblado. Horas después,
varios camiones, con unos 200 hombres fuertemente custodiados,
salían de la salitrera.
Casi todos iban rumbo a Pisagua.
LOS ESTADIOS LLENOS
El 12 de septiembre, el Estadio Chile, un moderno gimnasio cercano
a la Estación Central, estaba lleno de hombres cabizbajos.
Un oficial rubio y alto, El Príncipe, se paseaba observando a sus
prisioneros ubicados en la cancha y en las graderías.
El folclorista Víctor Jara había sido torturado hasta lo indecible y
sacado en calidad de fardo con destino desconocido.
Un detenido atacó a un soldado arrojándolo al vacío desde un tercer
piso. El agresor fue muerto al instante por otro guardia. Un largo
silencio invadió el recinto.
Fue roto dos horas después, cuando otro prisionero se suicidó
lanzándose desde el cuarto piso.
Una semana más tarde, El Príncipe se quejaba de la falta de personal.
—No me alcanzan los 25 interrogadores que tengo.
En algunos cuartos subterráneos yacían presos de mayor rango,
esperando ser conducidos a otros lugares de donde jamás
regresarían.
Al otro lado de Santiago, el Estadio Nacional, escenario del Mundial
de Fútbol de 1962, también recibía prisioneros.
Eran ubicados por categorías: los obreros en una parte, al mando de
un oficial apodado Cóndor; los intelectuales en otra, los extranjeros en
un lugar especial, las mujeres en la piscina.
Pronto, los detenidos percibieron que hombres con acento extranjero
participaban de los interrogatorios. Esas sesiones se efectuaban en el
velódromo y en los pisos superiores del sector tribunas. Allí operaban
varios de los hombres que más tarde serían claves en la DINA.
El 4 de noviembre, entre las 9 y las 14 horas, se permitió el ingreso
de familiares y pocos días después los presos fueron desalojados
hacia el campo de concentración de Chacabuco. Por los camarines,
escotillas y galerías del estadio pasaron más de siete mil detenidos.
Cerca de un centenar murió fusilado allí mismo. Entre ellos un mayor
de Ejército, Mario Lavandero Lataste, que decidió evitar la muerte de
41 uruguayos y se los entregó al embajador de Suecia en Chile (2).
Orlando Letelier llegó el miércoles 12 de septiembre a la Escuela
Militar. Venía del Regimiento Tacna. Guardaba silencio. Estaba muy
afectado por lo que había visto en la unidad militar situada frente al
Parque Cousiño.
Allí tenían a Eduardo Coco Paredes, a una docena de detectives y a
miembros del GAP.
TRAS LAS ALAMBRADAS
En la Escuela Militar permanecían Clodomiro Almeyda, Edgardo
Enríquez, Enrique Kirberg, Aníbal Palma, Daniel Vergara, Aniceto
Rodríguez y otros personeros de la Unidad Popular.
El sábado 15, temprano, un oficial anunció que saldrían de viaje. A los
pocos minutos volaban hacia el sur en un avión de la FACh. Al
descender, el viento austral les golpeó la cara. Les colocaron un
capuchón, los subieron a un bus y de ahí a una playa, con el agua
hasta la rodilla, mientras un oficial les comunicaba que eran
prisioneros de guerra y que serían tratados según los acuerdos de la
Convención de Ginebra.
Habían llegado a la isla Dawson, al sur del estrecho de Magallanes
(3)
Otros campos similares se habilitaron a lo largo del territorio: la isla
Quiriquina, frente a la bahía de Talcahuano, donde se llegó a
mantener a unas mil personas; el Estadio Regional de Concepción;
Tejas Verdes, al lado de San Antonio; Ritoque, en el balneario de
Quintero; Puchuncaví; Tres y Cuatro Alamos, en Santiago.
A ellos se sumaban regimientos, bases aéreas y navales, cuarteles
policiales, casas especialmente acondicionadas e incluso buques.
El mismo 11, unos minutos antes de las 10 de la noche, el regidor por
Valparaíso Maximiliano Marholz sintió unos secos golpes en la puerta
de su casa. Al abrir se encontró con el prefecto de Carabineros, el
general Rodolfo Stange. El trato fue amable. Subió a una camioneta
donde iba el Superintendente de Aduanas y un abogado asesor del
Ministerio del Interior. Llegaron al molo y los subieron en un bote.
Poco después llegaba a bordo de la Esmeralda. Le ordenaron
desnudarse y luego vinieron golpes, descargas eléctricas, duchas
frías y más golpes. A los cinco días orinaba sangre.
Lo trasladaron al Lebu.
El abogado Luis Vega, en tanto, era obligado a subirse a la espalda
sangrante de un director de la Empresa Nacional de Minería, y
aplastar con sus pies la sal que habían derramado sobre las llagas
abiertas. Allí estaba también el sacerdote Miguel Woodward, que no
pudo resistir las torturas, muriendo en las bodegas del barco.
Otros sacerdotes sufrirían igual calvario.
Joan Alsina fue detenido el viernes 14 en el hospital San Juan de
Dios. Su cadáver fue encontrado en las riberas del río Mapocho.
El 1° de octubre fue arrestado el sacerdote Antonio Llidó: permanece
desaparecido hasta hoy (4).
CORVOS, BALAS Y ENTIERROS
El 13 de septiembre un piquete de carabineros inició en Laja, en la
provincia de Los Angeles, la cacería de 18 partidarios de la UP. Uno a
uno fueron detenidos y trasladados a lugares desconocidos. Nunca
más se supo de ellos. Trece eran casados; dejaron un total de 44
huérfanos.
En Valdivia, en tanto, bajo el mando del coronel Santiago Sinclair,
proseguía la represión contra los obreros de los complejos madereros
situados en la precordillera. Era capturado José Liendo, el Comandante
Pepe, y fusilado en medio de un despliegue publicitario.
Tres días después, en la madrugada del 17, un piquete de
carabineros sacó de sus casas a trece personas en Osorno y las
entregó a un grupo de civiles que ocultaban sus rostros con gorros
pasamontaña. Fueron conducidas a las riberas del río Pilmaiquén,
puestas una al lado de otra, de espaldas a las aguas, y acribilladas
desde pocos metros.
En el norte, en la provincia de Antofagasta, el coronel Odlanier Mena,
especialista en inteligencia, aplicaba lo que más tarde sería su sello
característico: evitar la represión brutal, controlar preventivamente.
A 500 kilómetros de allí, a Pisagua, eran trasladados prisioneros de
Arica, Iquique y de las salitreras. Otros 300 fueron llevados de
Santiago. El 29 de septiembre, seis fueron fusilados. Se les acusó de
intentar fugarse.
El 4 de octubre, un helicóptero Puma artillado, de origen francés,
descendió en Cauquenes. Un grupo de uniformados bajó del aparato.
Unos marcharon al Club Social, donde almorzaron. A media tarde
algunos de ellos sacaron de la cárcel a cuatro detenidos. Los
condujeron a un fundo cercano y los mataron.
Al día siguiente, en Mulchén, unos 200 kilómetros al sur de
Cauquenes, 30 civiles armados ingresaron a la hacienda El Morro y
detuvieron a cinco hombres. Con ellos, continuaron un itinerario
previamente trazado. En el fundo El Carmen apresaron a otros.
Pasaron por el río Renaico y eliminaron a algunos de sus prisioneros.
Siguieron al fundo Pemehue. Llevaban a un campesino atado con
espinas sobre un tractor; otro fue crucificado.
El horror se desataba en las tierras donde había nacido el hombre
más buscado por los militares: Carlos Altamirano.
Horas después, en la madrugada del día 7, muy cerca de Santiago,
en Isla de Maipo, el teniente de Carabineros Lautaro Castro iniciaba
otra batida. Once hombres fueron sacados de sus camas y cuatro
jóvenes detenidos en una plaza. Cinco años más tarde aparecieron
sus cadáveres amarrados con alambres en un horno de cal en
Lonquén, a pocos kilómetros de la ruta que conduce al puerto de San
Antonio.
Así se sucedían las expediciones punitivas.
El 11 de octubre cinco hombres fueron abatidos en San Felipe; el 13
otros tantos cayeron en Catillo, cerca de Linares.
En Santiago, mientras, proseguía incesante la búsqueda de
extranjeros y de militantes de partidos de izquierda.
UN PUMA BAJA DEL CIELO
Noventa y seis horas más tarde, el 15 de octubre, aterrizó en La
Serena un helicóptero.
Su tripulación era la misma que había estado en Cauquenes. Tenía
instrucciones de revisar las sentencias de los consejos de guerra. 16
hombres fueron sacados de la cárcel y trasladados al Regimiento
Arica. Allí les esperaba la muerte.
El helicóptero despegó rumbo a Copiapó.
Al día siguiente otras trece personas murieron allí a manos de sus
tripulantes.
Uno de los detenidos, el gerente de personal del mineral de cobre El
Salvador, Francisco Lira, había sido rescatado por una mano amiga
desde la cárcel. Cuando viajaba en un bus rumbo a Santiago,
escuchó por radio que sus compañeros habían sido fusilados.
Ese mismo día, en la madrugada, unos 800 kilómetros al sur, en la
zona de Paine, surgía de las sombras una fila de camiones.
Hombres con cascos, rostros tiznados y brazaletes rojos ingresaron a
las casas. Cinco horas después 24 lugareños eran subidos a un
camión rojo.
La caravana siguió hacia el Asentamiento 24 de Abril, de donde sacó
a otras trece personas.
Más allá, en Nuevo Sendero, a otras siete y en El Tránsito, a uno
más.
Finalmente se perdieron tras los cerros de Chena, hacia un campo de
prisioneros dependiente del Regimiento de Infantería de San
Bernardo.
Calderón, uno de los detenidos, sólo fue tocado por un balazo. Cayó y
se hizo el muerto.
Al alba huyó del lugar. Viajó al sur y regresó semanas después a su
casa. Reunió a su familia.
—Calderón —dijo—, dirigente sindical, ha muerto. Ahora se dedicará
a educar a sus hijos en las noches.
Vivió cinco años así.
Sólo se levantaba cuando oscurecía. Figuraba como desaparecido, al
igual que los restantes.
Una noche de verano, cuando paseaba cerca de su casa, un amigo lo
vio y salió corriendo:
—¡El ánima, el ánima! ¡Lo vi, lo vi!... ¡Andaba con barba!
Cerca de la cuesta de Chacabuco, camino a Los Andes, otro hombre
salvó con vida de un fusilamiento.
Huyó al norte. Pasaron dos años. Un conocido le sugirió que
regularizara su situación legal. Trató de hacerlo. Hoy figura en las
listas de detenidos desaparecidos.
En el norte, la muerte seguía bajando del cielo.
El 18 de octubre descendió el helicóptero en Antofagasta y murieron
trece personas.
Al día siguiente, 26 hombres fueron sacados de la cárcel de Calama,
conducidos al desierto y asesinados (5).
EL JUICIO A LA UP
Los últimos consejos de guerra se habían efectuado en Chile durante
la Guerra del Pacífico. Días después del golpe, la Junta determinó
que eran necesarios, que había una guerra interna, que había un
enemigo. Hicieron un análisis retroactivo y aplicaron categorías
bélicas a todo lo que había ocurrido durante la Unidad Popular.
Desde el golpe se desencadenó la represión contra el adversario,
pero nadie logró dar coherencia a ese proceso. Los primeros que lo
hicieron pertenecían a la FACh. Intentaron realizar un gran juicio,
abarcar todos los aspectos procesables de la UP.
No obstante, algunos hombres del alto mando del Ejército percibieron
que ello no era posible, que las críticas surgirían en todo el mundo,
que la presión sería difícil de soportar. Había que proceder de otra
manera: detener, interrogar, pero no juzgar. Sin rastros (6).
Desde el Ministerio de Defensa primero y luego desde la torre 22 del
edificio Diego Portales, se diseñaron los dos frentes de combate
contra los partidarios de la Unidad Popular y cualquiera que intentase
oponerse a la Junta de Gobierno.
Sucesivos decretos leyes arrasaron con la institucionalidad vigente
hasta el 11 de septiembre y articularon los mecanismos para reprimir
hasta con pena de muerte la posible disidencia.
El 12 de septiembre se declaró interinos a todos los empleados de la
administración estatal (7); el 17 se canceló la personalidad jurídica de
la Central Unica de Trabajadores (8); el 24 se disolvió el Congreso
(9); el 1º de octubre se designaron rectores delegados en todas las
universidades (10); el 8 se declararon ilícitos y disueltos los siete
partidos de la Unidad Popular (11); el 11 se decretó el receso de
todos los otros partidos; el 22 se declararon en reorganización todos
los servicios de la administración pública (12); y, así, sucesivamente.
Más de quince mil personas debieron abandonar sus trabajos en la
administración pública antes de fines de mayo de 1974 y otras 31 mil
antes del término de 1975.
En las universidades, unos mil académicos y cerca de tres mil
funcionarios fueron expulsados y no menos de 20 mil estudiantes
debieron retirarse de las aulas.
Al mismo tiempo, a través de sucesivos decretos leyes, se modificó el
Código de Justicia Militar, se aumentaron las penas y se delegaron
facultades para la aplicación de medidas contra el enemigo (13).
En estadios, regimientos, buques, islas, se aglomeraron los
detenidos: casi 45 mil en el primer mes.
Otros no alcanzaron a llegar a esos recintos y fueron fusilados
sumariamente o se les aplicó la ley de fuga.
Las embajadas se hicieron pequeñas para recibir a miles de asilados
(14).
El 28 de octubre se habían otorgado cuatro mil 761 salvoconductos y
aún estaban pendientes cuatro mil 880 (15).
Otros miles huían por los pasos cordilleranos hacia Argentina.
Organismos internacionales calcularon que las cifras de muertos
podían estimarse en no menos de quince mil (16).
A fines de 1973 la represión se hizo selectiva.
Los hombres del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea (SIFA)
empezaron a chocar con los de la DINA.
Poco a poco, la gente de Manuel Contreras copó el escenario.
Entraba el invierno de 1974.
Pronto habría un nuevo cambio de gabinete.
En las calles, un puño de hierro comenzaba a cernirse sobre los
sobrevivientes de la guerra inicial.
5
LAS CUATRO LETRAS DEL MIEDO
Pocos se atrevían a mentar su nombre en esos años. Su poder fue creciendo a
toda velocidad en el secreto de los cuarteles. Una gigantesca organización en la
penumbra, un coronel todopoderoso, un ambicioso plan de purga nacional: en esos
factores se incubaron la gloria y la perdición de la DINA.

Existe una versión según la cual el campo cercano a la base del


Regimiento Zapadores, en Tejas Verdes, fue acondicionado para
recibir detenidos durante la tarde del 9 de septiembre (1). Otra
sostiene que, dado que ahí estuvo la sede de la Escuela de
Inteligencia del Ejército, la práctica de las detenciones era parte de la
rutina anterior. En todo caso, en los primeros días que siguieron al
golpe militar, sólo algunos arrestados de la región costera pasaron
por ese lugar.
En noviembre, en cambio, el recinto empezó a ser usado de manera
sistemática y misteriosa.
En las canchas de tierra, entre las cabañas con piso de heno, por las
oficinas de emergencia, tras la empalizada que evitaba las miradas
intrusas, había una sola y temida autoridad: la del coronel Manuel
Contreras Sepúlveda. Contreras había controlado San Antonio y,
desde las oficinas de la Empresa Pesquera de Chile (Epech) imponía
la mano de hierro del nuevo régimen sobre el litoral central. Ex
alumno de Pinochet, hombre convencido de la urgencia de una
“purificación” ideológica nacional, creía que era imprescindible un
combate a fondo contra los partidos de la izquierda que habían dado
señas de preparación militar y vocación de resistencia.
Contreras tenía algunas ideas sobre lo que entonces estaba pasando.
La cacería de la izquierda había presentado rápidamente un problema
a las Fuerzas Armadas: los servicios de inteligencia de cada rama
actuaban con escasa coordinación. La necesidad de tener un
organismo centralizado, que respondiera directamente al poder
político ejecutivo y que pudiera recoger la información dispersa, se
hizo evidente. Ninguno de los altos oficiales puso objeción a ese
diagnóstico en aquellos tensos días.
“DEBE HABER UN ERROR...”
El general Nicanor Díaz Estrada miró con desolación las carpetas
acumuladas a su alrededor. La vastísima información recobrada
desde las llamas en el incendio de la sede del Partido Socialista
parecía no concluir nunca. Montañas de papeles, datos, nombres,
cifras, siglas y planes formaban un inextricable laberinto. Sería
necesario trabajar mucho para desentrañar lo esencial.
La tarea de inteligencia tendría tal vastedad, que todos los servicios
de las Fuerzas Armadas deberían empeñar sus mejores esfuerzos
para coordinarse. Para mal de males, la pega le caería como un fardo
al único organismo capaz de ver el llano desde la cima: el Estado
Mayor de la Defensa Nacional. Allí, en ese pasillo largo y estrecho del
quinto piso del Ministerio de Defensa, rodeado de carpetas, estaba
Díaz Estrada. Así que, sólo 48 horas después de concluido el golpe,
citó a los oficiales de inteligencia de las distintas ramas a una reunión
en su oficina.
Era el primer esfuerzo de coordinación. Y, fuera de las grandes
operaciones del Ejército, debía comenzar con los detenidos que
llevaba Carabineros.
Al encuentro llegaron el coronel Julio Polloni, que había trabajado en
el “Plan Silencio” de Telecomunicaciones; el capitán de navío Ariel
González, que había coordinado las tareas secretas de la Armada; los
ayudantes del general Díaz Estrada y otros oficiales de alta
graduación.
Por Carabineros se presentó el comandante Germán Campos,
nombrado ese mismo día por el general Mendoza.
Díaz Estrada lo recibió con extrañeza.
Miró las jinetas de teniente coronel y anotó, rudamente:
—Pero usted es comandante... Debe haber un error aquí.
—No —dijo Campos—, yo soy el director de inteligencia de
Carabineros.
—Pero si son altos oficiales, hombre. Es un error. Usted puede ser
ayudante.
—No, yo soy.
—Bueno, qué le parece si lo consulto con el general Mendoza.
—Me parece —dijo Campos, azorado—. Usted me está viendo medio
raro y yo no me siento mejor, pero a mí me nombraron y vengo
cumpliendo órdenes.
El general llamó por teléfono y regresó extrañado. Otra vez se dirigió
a Campos.
—Harto raro es. Pero bueno, sigamos adelante.
El general Díaz Estrada explicó que los servicios no iban a seguir
operando por su cuenta y que se reunirían una o dos veces por
semana. A cada servicio su tarea: y las tareas prioritarias eran las de
determinar qué dirigentes de izquierda andaban sueltos, tapar
cualquier posibilidad de insubordinación, parar cualquier reacción...
Pasaron dos o tres sesiones, y el general Díaz Estrada anunció que
en la siguiente se escucharía un planteamiento sobre una nueva
organización, un nuevo servicio de seguridad. Alguien con ideas
vendría a exponerlas.
Entonces apareció el coronel Manuel Contreras.
La charla del oficial quedó grabada, como todas las sesiones.
En síntesis, cada institución seguiría manejando su sistema de
inteligencia, pero habría otro mayor, que organizaría la información y
las tareas en el plano político.
POCO PERSONAL
Siguiendo el procedimiento que había establecido, Díaz ofreció la
palabra a contar de la antigüedad más baja.
Y fue el teniente coronel Campos el primero en expresar su
desacuerdo.
Con el tono rudo que más tarde lo haría famoso en la comunidad de
inteligencia, interpeló a los otros oficiales.
—Si le damos la salida a esto vamos a desaparecer los servicios de
inteligencia. Carabineros va a ser el menos afectado, por su labor
policial. Los que más van a perder son ustedes, porque este señor,
con las atribuciones que tiene, se va a llevar todo. El otro problema es
que se hará cargo de un servicio que está formado por Carabineros,
por Ejército, por Aviación, por Marina, conglomerados con
formaciones diferentes. Será un servicio mandado por oficiales
mozalbetes. Y van a mandar a tropa antigua, sin tener idea de esto,
sin saber ni interrogar a un curado.
Díaz Estrada detuvo la sesión. A la salida llamó a Campos.
—Mira, todos estamos de acuerdo contigo, con tus razones, y yo te
felicito. Pero esto no es un proyecto, esto está ordenado.
—Entonces pa’ qué llaman pa’ discutirlo —se enojó Campos
—No seái huevón, aquí no se discute: se cumple.
El coronel Contreras comenzó a pedir de inmediato las plantas a las
diversas instituciones. Nadie lo dijo entonces, pero en la comunidad
de inteligencia había una abierta desconfianza hacia el poder del
nuevo organismo. Entre las más poderosas razones para dudar, la
principal era la falta de entidad de la Dirección de Inteligencia
Nacional (DlNA). Ningún decreto, ningún escrito, ninguna instrucción
pública daba cuenta de sus orígenes. Entre los oficiales era una
especie de entelequia, un cuerpo abstracto y misterioso cuyo destino
final nadie conocía.
Así que cuando Contreras pidió las plantas a las direcciones de
personal, muchas luces rojas se encendieron. Y por eso en los
primeros días, cuando la pega parecía inabordable y las misiones
esperaban en una ristra de órdenes, la queja principal de los hombres
de la DINA era la falta de personal.
Cuando declinaba noviembre, el coronel Contreras se presentó en
Tejas Verdes ante los varios centenares de reclutados (2)
procedentes de todas las ramas de las Fuerzas Armadas. Soldados
de élite, oficiales de primer nivel y alumnos selectos de las
especialidades se congregaron en los patios, junto a hombres
violentos y especialistas del miedo.
—La organización sólo será responsable ante el presidente de la
Junta —proclamó el coronel—. Nuestra misión será exterminar el
marxismo y sus ideologías afines, como si fueran plagas.
El entrenamiento duró dos meses. Entretanto, en Santiago, la DINA
estaba asumiendo la tarea de interrogar, clasificar y separar a los
detenidos en los principales campos de concentración, el Estadio
Nacional y el Estadio Chile. La cuestión de los presos había adquirido
un volumen tan grande, que requería de una infraestructura central
para atender los múltiples problemas planteados, desde la logística
hasta las liberaciones.
En los últimos días de 1973, en una breve reunión en el edificio Diego
Portales, los cuatro miembros de la Junta aprobaron el decreto ley
117, que creó la Secretaría Ejecutiva Nacional de Detenidos.
El decreto ley jamás fue publicado (3).
El coronel Jorge Espinoza fue puesto al frente del organismo, que
nacía con apariencia humanitaria y voluntad de apoyo: ayudaría a los
familiares de presos, autorizaría las visitas, organizaría el tránsito por
los centros de reclusión. El Sendet se instaló en las oficinas
subterráneas del Congreso: todo un símbolo de la vocación de
servicio público.
En el artículo número tres del decreto ley 117 se había alojado, sin
embargo, el germen: la Dirección de Inteligencia Nacional sería ahora
una dependencia del Sendet y su misión consistiría en fijar normas
para interrogatorios, clasificar a los presos y coordinar las funciones
de inteligencia.
EL ENTRETECHO DEL CONGRESO
A contar de entonces, la DINA se instaló en el segundo piso y en el
entretecho de la parte posterior del mismo Congreso.
Mientras los reclutas se preparaban en el litoral, la Dirección de
Inteligencia del Ejército, situada en el noveno piso del Ministerio de
Defensa, recibió la instrucción de traspasar a la DINA a los civiles que
quisieran prestar su ayuda a las tareas de seguridad.
Esa fórmula dio origen al primer núcleo operacional de la red: la
Brigada de Inteligencia Ciudadana, BIC, a cargo de un mayor de
Carabineros. Esa unidad quedaría pronto concentrada en las oficinas
del Congreso, mientras el Cuartel General de Contreras se trasladaba
a la calle Marcoleta, en el número 90. La BIC recibió el nombre clave
de Miraflores. Dispuso rápidamente de una subsede en calle Bandera,
con una entrada camuflada por negocios de llaves y candados.
La tarea de la BIC fue larga, pero exitosa: la información del personal
de los ministerios y las reparticiones públicas, del Registro de
Identificación, de los hospitales y clínicas privadas, empezó a circular
por sus manos a toda velocidad, sin trabas, sin preguntas molestas
(4).
En los primeros meses de 1974 se sumaron otros dos núcleos
operativos. Las Brigadas de Arresto e Interrogación, formadas por
grupos de cinco o seis sujetos, debían conducir a los capturados
hacia pequeños recintos secretos. La sede se ubicó en un edificio de
Ahumada, bajo la cobertura de una compraventa de oro, (5) y sus
unidades comenzaron a trabajar en agrupaciones, también con
nombres clave, cada una vinculada a un lugar de detención
transitorio: Antumapu, Peldehue, Pehuenche, Yucatán... Este último
tomó una fama temible: su base era Londres 38, la siniestra casa de
“La Silla”, donde se entraba con vendas y mordazas y se salía
después de un par de días con destino a los campos secretos de
concentración.
La tercera brigada fue la de Inteligencia Metropolitana, encargada de
las más importantes cárceles secretas de la DINA, Tres Alamos y
Villa Grimaldi (6). La primera se estableció a mediados del 74. La
segunda, a finales.
El crecimiento de la DINA en los primeros meses de 1974 fue tan
espectacular, que los demás servicios comenzaron a inquietarse
tempranamente. Los camiones frigoríficos que usaba a fines del 73
fueron reemplazados por numerosas camionetas C-10 importadas ad
hoc. Los centros de detención se multiplicaron en el área
metropolitana y se extendieron a provincias. El número de agentes,
contactos y reclutas crecía por decenas cada semana.
La estructura interna se fue multiplicando en agrupaciones, unidades,
brigadas, departamentos y cuarteles. Imitando el esquema de
funcionamiento de los estados mayores, las operaciones de la DINA
se desdoblaron en cuatro departamentos. El primero, de gobierno
interior, tomó a su cargo las brigadas originales. El segundo, de
contrainteligencia, se adueñó de las tareas de infiltración y de
vigilancia dentro de áreas estratégicas, incluyendo las propias
Fuerzas Armadas (7). El tercero, económico, fue desplazándose
lentamente de la administración de los recursos hacia la investigación
de las empresas y las instituciones financieras; ambas cosas fueron
relacionándose en el tiempo: los negocios de financiamiento de la
DINA se hicieron muchas veces sobre la base del análisis de la
información de inteligencia. El cuarto, de operaciones sicológicas,
debía contrarrestar la propaganda adversa y producir propaganda
propia, información y desinformación, a través de métodos modernos
y refinados; connotados especialistas, periodistas y publicistas fueron
puestos al mando de Anthal Lipthay, que funcionaba también como
uno de los asesores más influyentes de Contreras.
LA CÚPULA
Antes de terminar el segundo trimestre de 1974, la DINA había
agregado un quinto departamento a su estructura: el de operaciones
exteriores, que trabaría contacto con los servicios de seguridad de
otros países, organizaría las salidas de altos funcionarios y actuaría,
si fuese necesario, en actividades clandestinas fuera de las fronteras.
Por encima de toda esta parafernalia, en la cima del poder, rodeado
por un Comando General que integraban unas 50 personas, con línea
directa hacia la cúpula del nuevo régimen, el nombre del coronel
Contreras comenzaba a circular con sorpresa y discreción en los
círculos informados.
El Comando General fue pronto insuficiente. Para manejar los
departamentos se creó la Dirección de Operaciones. Y para dotarlas
se agregaron las direcciones Administrativa, Logística y de
Documentación, todas con dependencias especializadas.
La DINA se fijó como primer gran objetivo el aniquilamiento del MIR.
La razón de ello fue un informe de inteligencia producido por las
Fuerzas Armadas en los primeros días de 1974, donde se sindicaba
la peligrosidad y el estado actualizado de cada uno de los grupos de
izquierda que había en el país.
El propio Pinochet sintetizó un mes más tarde las conclusiones de
ese informe.
—El Partido Comunista aún está intacto, y también está el MIR. Sólo
los socialistas fueron desbandados (8).
SITIO AL COMITÉ
La cacería abierta contra esos partidos produjo el primer y más
temible foco de problemas para la poderosa estructura de la DINA: la
Iglesia Católica.
La jerarquía eclesiástica, con el respaldo del cardenal Raúl Silva
Henríquez, inició la defensa de los asediados con riesgo de sus
propias vidas. Varios sacerdotes fueron arrestados: algunos no
regresaron jamás.
El Comité Pro Paz, formado pocos días después del golpe para dar
amparo jurídico y material a los militantes de izquierda que en
aquellos días eran sistemáticamente buscados, concentró las iras de
la central de inteligencia.
Una noche de aquel año, la DINA arrestó a un joven militante
socialista que declaró que su contacto estaba en el Comité Pro Paz.
Creyendo que la partida estaba ganada, la DINA llevó al joven hasta
las puertas de la sede del Comité, en la calle Santa Mónica, al
anochecer. El propio coronel Contreras acompañó a las patrullas.
El joven entró y pidió ayuda a las religiosas. Tenía un brazo dañado.
En ese momento los hombres del Comité advirtieron que la sede
estaba rodeada.
Un sacerdote comenzó a marcar números telefónicos. Ninguno de los
superiores del Comité estaba disponible. Al filo de la desesperación,
el sacerdote tuvo una idea: llamar al subsecretario del Interior, el
coronel de la FACh Enrique Montero Marx.
—Estamos rodeados por la DINA —dijo.
El subsecretario se sorprendió.
—Póngamelos al teléfono —replicó.
El sacerdote salió. Vio a un hombre.
—¿Usted es de la DINA?
El hombre no respondió.
—Está bien —dijo en voz alta, lo más alta que pudo, el sacerdote—.
Le diré al subsecretario del Interior que la gente de la DINA no quiere
venir al teléfono.
Así lo hizo.
—Entonces tiene que recurrir a mi general —dijo el subsecretario—.
Yo no puedo hacer nada.
El sacerdote consiguió finalmente ubicar al secretario del cardenal.
Silva Henríquez devolvió un mensaje: hablaría con Pinochet.
El secretario del cardenal volvió a llamar. Esta vez para decir que
Pinochet se había comprometido a retirar a la gente de la DINA.
Pocos minutos después, los autos y los hombres abandonaron el
cerco sobre la sede.
Pero una furiosa llaga había sido abierta.
Un día de abril de 1974, el propio coronel Contreras fue a visitar al
cardenal a su casa de la calle Simón Bolívar (9).
Llevaba una información.
—Cardenal —le dijo—, sabemos que andan muchos locos sueltos.
Tememos que le pueda pasar algo a usted. Sería bueno que se cuide
(10).
SECRETO DE UN DECRETO
El segundo foco de problemas se originó en el resto de la comunidad
militar.
Los reclamos sobre detenciones misteriosas, en las cuales la gente
desaparecía sin remedio y sin apelación, empezaron a llegar con
frecuencia creciente a los oídos del alto mando.
Los otros servicios de inteligencia descubrieron tempranamente que
algunos de sus detenidos les eran escamoteados por manos
anónimas. La primera víctima de ese hallazgo fue precisamente el
carabinero que había puesto objeciones al nacimiento de la DINA. En
el temprano mes de enero de 1974, el oficial Germán Campos fue
removido de su cargo.
La cadena llegó después al SIFA, el Servicio de Inteligencia de la
Fuerza Aérea, cuyo comandante, Edgar Ceballos Jones, recibió una
decena de denuncias de roces con el personal de la DINA en el
primer trimestre de aquel año violento.
La tercera inquietud surgió en el Servicio de Inteligencia Militar, SIM.
Poco después del golpe, durante el cual lo dirigió el general Augusto
Lutz, el SIM entró en reorganización bajo el mando del recién
ascendido general Julio Polloni. El SIM comenzó a abandonar las
tareas de represión interna bajo el mando de Polloni. En cambio,
concentró sus esfuerzos en la inteligencia de la defensa, a la vista de
los indicios de problemas fronterizos. Contreras quiso tener injerencia
también en eso. En una reunión con Pinochet, fue el general Díaz
Estrada el que planteó el presupuesto de inteligencia de las
instituciones para trabajar mejor.
—Eso —dijo Contreras— lo debe hacer la DINA.
Díaz Estrada enfureció.
—A ver, coronel, cuéntenos qué inteligencia ha hecho sobre las
fronteras del norte. A ver, dígale a mi general aquí qué es lo que
tiene, qué ha sabido.
Contreras guardó silencio, acaso viendo que la situación subía de
tono
Díaz Estrada ganó, provisoriamente, aquel debate.
Fueron estas presiones, reclamos y enojos los que hicieron imposible
que la DINA siguiera actuando como un organismo misterioso.
Pero la solución de la disputa no resultó como creían los enemigos de
la DINA: en lugar de restringirse su esfera de acción, lo que se
autorizó fue una ampliación de prerrogativas. El 14 de junio de 1974,
la Junta aprobó el decreto 521, consagrando la existencia de la DINA
como un ente autónomo, con recursos propios y enorme poder (11).
El decreto le asignaba la misión amplísima de “reunir toda la
información a nivel nacional proveniente de los diferentes campos de
acción, con el propósito de producir la inteligencia que se requiera
para la formulación de políticas y planificación”.
En los tres artículos secretos que contenía la norma, numerados 9, 10
y 11, se establecieron provisiones especiales. El primero fijaba a la
DINA la función de coordinación de todos los servicios de inteligencia,
pero —en un acápite introducido principalmente por presión de la
FACh— se establecía que en caso de peligro del Estado o del
régimen la DINA debería “participar y cooperar” en tareas de dirección
militar. El artículo número 10 confería a la DINA el status jurídico
necesario para operar en allanamientos y aprehensiones bajo estado
de sitio. El 11 contenía lo que hasta entonces había sido el problema
mayor de la DINA: la existencia jurídica.
Contreras se había encargado personalmente de obtener órdenes
firmadas por autoridades superiores para todas sus acciones, pero
aquél era un método engorroso e incierto. Necesitaba, ahora, validar
los actos de la DINA desde su secreto nacimiento hasta su
consagración formal en el decreto ley 521. Eran, en suma, ocho o
nueve meses de “blanqueo”.
Los abogados de la Junta explicaron que ello creaba dificultades.
Argumentaron que no podía nacer un organismo de la nada, y que no
podía validarse lo que no existiera. Hubo discusiones largas y
agotadoras.
A la salida de una de ellas Contreras se acercó a uno de los
abogados, lo tomó por el brazo y abordó el fondo del problema.
—Esto tiene que ser resuelto —dijo.
Horas después se armó el decreto y su artículo importante, el 11
secreto, junto con brindarle una estructura interna, validaba de hecho
las acciones emprendidas por la DINA en los meses anteriores,
mediante el expediente de afirmar que sería la continuadora legal de
“la comisión denominada DINA, organizada en noviembre de 1973”.
LA FACH HABLA CON EL MIR
La legalización permitió a la DINA lanzarse a las calles con todo el
peso de las armas tras sus objetivos.
Ello significó el inmediato aumento de los roces con la Inteligencia de
la Fuerza Aérea.
Por esos días, el SIFA se había propuesto desmantelar
completamente al MIR, pero el coronel Ceballos, alias Inspector
Cabezas, hombre extraño, de inusual pasión ideológica, no quería que
ello significara sangre ni muerte. Muchos de los detenidos sufrían
severos castigos en manos de sus hombres, pero a cambio de unas
cuantas informaciones podían quedar tranquilos. En los primeros
meses del 74 Ceballos había descubierto que los prisioneros que
liberaba desaparecían misteriosamente. Se demoró poco en
identificar a los responsables.
Entonces decidió ayudar a los proscritos a asilarse en las embajadas
y huir del país.
—Entregaban los entierros (arsenales ocultos) —contó años después
un ex agente—, a cambio del asilo en alguna embajada. Nunca pensé
que había tanto armamento, camiones de armamento. El jefe les
daba la salida, a tal extremo que incluso les daba plata de su bolsillo
(12).
La maniobra fue detectada por la DINA.
Y comenzó la guerra.
Cuando la lucha por el MIR arreciaba y la cabeza de Miguel Enríquez
se preciaba en el valor más alto para los hombres de la DINA,
Ceballos tomó una insólita iniciativa: sugerir al MIR que se rindiera.
Los hombres del SIFA arreglaron los contactos con los presos en la
Academia de Guerra Aérea. Roberto Moreno, de la estructura
superior del MIR, redondeó la gestión (13).
El MIR desestimó desde el comienzo la posibilidad de acceder a la
idea de Ceballos, pero en agosto de 1974 nombró como intermediaria
a Laura Allende, quien a su vez pidió la compañía del obispo Carlos
Camus (14).
Fallida y todo, la gestión de Ceballos enfureció a la DINA.
La cacería del MIR se hizo más intensa y más violenta. La cúpula
mirista fue cayendo lentamente en tiroteos inútiles. Ceballos, sabedor
de lo que ocurría en el subsuelo de la normalidad de aquel año,
insistió en su método: asilar más gente, ahora a través de contactos
abiertos con los organismos de derechos humanos.
La situación dio origen a una tenebrosa escalada de tensiones y
amenazas entre el SIFA y la DINA. Todo estalló el 3 de noviembre de
1974.
En la madrugada de ese día, Lumi Videla Moya (Luisa), una militante
del MIR compañera de Sergio Pérez Molina (El Chico), fue sacada
muerta del cuartel de la DINA en José Domingo Cañas (15) y arrojada
por encima de las rejas de la embajada de Italia, por ese entonces
repleta de asilados.
El mensaje era macabro pero claro: de ahora en adelante, sólo
muertos podrían asilarse los cuadros del MIR.
LOS GENERALES IRRITADOS
Visto en el tiempo, tal vez fue el ambicioso crecimiento, y su
incontenible fuerza, lo que marcó la fatalidad de la DINA.
Después del decreto, que se dictó muy cerca del momento en que
Pinochet se impuso como Jefe Supremo de la Nación, el coronel
Contreras comenzó a usar un timbre ostentoso.
Decía, sencillamente: “República de Chile. Presidencia de la
República. DlNA.”.
En el secreto de los cuarteles circulaba otro emblema: un puño de
hierro, cerrado, inflexible.
No fue necesario que pasara mucho tiempo para que el acceso de
Contreras con Pinochet surtiera el efecto de la ira.
El gabinete presidencial, que a cada momento se sentía atropellado
por el ímpetu de Contreras, puso lo suyo: el general Sergio
Covarrubias, nombrado en el poderoso cargo de jefe del Estado
Mayor Presidencial, fue el que primero hizo notar a su jefe que en la
DINA se estaba incubando un poder dañino (16).
Covarrubias tenía su grupo de amigos, pero la oposición a Contreras
no trascendió de ese círculo. En cambio, coincidió con otros. El
general Oscar Bonilla, a cargo de Interior primero y después de
Defensa, contempló las dos caras agrias del proceso.
Durante meses debió soportar las denuncias por desapariciones sin
respuesta. Su casa de la calle Luis Pereira comenzó a ser
directamente visitada por familiares de arrestados. En silencio, sin
que nadie lo supiera, ayudó a algunas de esas personas
recomendando abogados; a varios los contrató él mismo.
Durante meses, más tarde, vio cómo las unidades protestaban por la
constante exigencia sobre los mejores hombres. Bonilla y su amigo, el
general Sergio Arellano, compartieron en silencio su irritación. Hasta
que, durante una sesión de gabinete, el coronel Contreras expuso la
necesidad de incrementar la vigilancia en los ministerios, revelando
que se había descubierto robo de documentos desde el gabinete de
un secretario de Estado.
Bonilla y varios de los que estaban ahí sospechaban que ésa era la
finalidad de la inusual presencia de Contreras en la sesión. La razón
oculta era que varios ministros, y él mismo, habían protestado
privadamente por la excesiva actividad de la DINA en sus
reparticiones
Así que cuando Contreras describió su denuncia como un producto
de la infiltración izquierdista, Bonilla se irritó.
—Coronel —dijo—, ¿y qué pruebas tiene usted de lo que está
diciendo?
Contreras miró a Pinochet.
—Mi general, hay ciertas cosas que no se pueden decir delante de
extraños.
Bonilla quiso reaccionar con violencia para imponer su autoridad, pero
el tema fue bruscamente cerrado por Pinochet.
El episodio fue comentado con amplitud en los días siguientes dentro
del gobierno (17). Durante semanas, el general Bonilla reunió
antecedentes sobre lo que estaba ocurriendo con las detenciones.
Hasta que tuvo un caso concreto y completo: un comerciante que
había sido secuestrado y torturado; que logró huir y que, en un acto
de venganza, sufrió el secuestro de su hijo pocos días después. Con
una carpeta conteniendo ese caso, Bonilla se presentó al Consejo de
Generales de octubre y solicitó formalmente la destitución del coronel
Contreras.
Se le dio una respuesta evasiva: la situación se estudiaría.
En los mismos días, otro amigo de Bonilla, el general Augusto Lutz,
tuvo otro caso: el marido de una profesora del colegio donde
estudiaba un hijo suyo había sido arrestado por la DINA.
Lutz llamó a Contreras para pedir información. Pero Contreras fue
cortante:
—No tiene acceso a esa información, general. Sólo el Presidente.
Lutz estalló.
—¡Qué te has creído! ¡Cómo te atreves a decirle eso a un general de
la República! ¡Ya vas a ver!
Tampoco el ex director del SIM consiguió más.
Arellano, que conocía estos episodios y que veía cómo iban
presentándose de manera creciente entre los altos oficiales, decidió
saltar al ruedo en noviembre. Escribió una larga carta a Pinochet,
registrando casos de detenciones, abusos y preguntas sin respuesta.
Hizo notar que el coronel pasaba una y otra vez por encima y se
negaba a responder ante él, jefe de la Guarnición de Santiago,
superior en rango y general de la República.
“Se han olvidado”, escribió, “de lo que significan los derechos
humanos fundamentales y que vivimos en un Estado donde la
legalidad tiene plena vigencia”.
Y agregó, en tono severo: “Se está hablando de una verdadera
Gestapo” (18).
A decir verdad, la carta de Arellano parecía interpretar la opinión de
otros altos oficiales, y así lo entendieron los involucrados.
6
A LA CACERÍA DEL MIR
Poseían un exacerbado sentido de la lucha y todo lo subordinaban a la causa.
Desconocían la mayor parte del trabajo clandestino. Unos cayeron con las armas
en la mano. Otros fueron detenidos en las calles, en sus casas, delatados por ex
camaradas. No dieron ni pidieron tregua en aquella lucha soterrada, sabida por
algunos, intuida por otros, ignorada por la inmensa mayoría.

“Ahora le toca a Miguel...”


La frase se repetía en su mente mientras conducía el Fiat 125
tratando de eludir las patrullas militares que poblaban los barrios
obreros del lado sur de Santiago.
Beatriz Allende, la hija del Presidente que a esa hora yacía acribillado
sobre un sillón en La Moneda, le había transmitido el mensaje.
Las unidades operativas y las fuerzas centrales de los partidos de la
Unidad Popular no habían logrado constituirse a tiempo. Los
depósitos de armas estaban muy dispersos, ocultos de los
allanamientos que desde hacía varias semanas venían efectuando las
Fuerzas Armadas. Era imposible pensar en repartirlas a esa hora
entre las masas populares.
Por todas partes surgían piquetes de soldados, las radios estaban
copadas y se escuchaban insistentes llamados para que se
presentaran ante las nuevas autoridades decenas de dirigentes del
gobierno.
Los comunistas habían decidido no combatir y sólo les apoyarían
algunos miembros del aparato militar del Partido Socialista.
—Ahora le toca a Miguel —había dicho Allende.
Pero Miguel Enríquez, máximo dirigente del Movimiento de Izquierda
Revolucionaria, desconocía a esa hora que las fuerzas en pugna
distaban de ser equivalentes y que sólo podía disponer de unos
pocos centenares de militantes, dispersos y desorientados.
Ignoraba también que de sus propias filas saldrían hombres y mujeres
que los delatarían, que los identificarían en las calles, que
colaborarían en la caza para exterminarlos.
Miguel Enríquez enfiló rumbo a su refugio.
Allí se hizo la permanente, cambió su forma de vestir, se cortó el
bigote, consiguió carnés que lo acreditaban como militante del Partido
Nacional y se apertrechó de mejores armas.
Tres días después reapareció con Tonio —el doctor Humberto
Sotomayor, jefe de los hombres del MIR en el GAP (1)— en una casa
de Gran Avenida que arrendaban desde agosto, cuando habían
decidido pasar a la clandestinidad. En ella les esperaban sus
compañeras, Catita y Marisa —Carmen Castillo y María Luz García—,
y los niños.
La mujeres alteraron su apariencia. Dejaron los pantalones de
mezclilla. Se arreglaron el pelo, se pusieron vestidos, medias, zapatos
con taco, incluso algunas joyas.
Enríquez y el doctor Sotomayor comenzaron a retomar contactos, a
intentar recomponer los regionales, los frentes, a reemplazar hombres
y a instruir sobre el trabajo clandestino.
En una casa del barrio alto, cerca de Colón con Tomás Moro,
permanecían ocultos varios miembros de la dirección del regional
centro del MIR. Entre ellos, Máximo Gueda, José Carrasco y
Dagoberto Pérez.
Los miristas optaron por quedarse con armas cortas de buena calidad
y metralletas livianas. El resto comenzó a ser enterrado en diversos
lugares de Santiago. Cavaron fosas y sepultaron fusiles y
ametralladoras envueltas en plástico. Abrieron hoyos en La Dehesa;
en Lo Barnechea, en los faldeos cordilleranos de La Reina, en calles
y avenidas en construcción.
—Todo se entierra, nada se quema —decía Enríquez.
En esas semanas se extendió la práctica del andinismo.
Las directivas de todos los partidos intercambiaban informaciones y
discutían tácticas y estrategias mientras ascendían cerros o bajaban
quebradas en los alrededores de la capital.
Otros se reunían los fines de semana en los campeonatos de fútbol
de barrio, donde sostenían largos debates mientras miraban a
sudorosos pobladores perseguir una pelota.
La Vega Central comenzó a ser frecuentada por hombres jóvenes que
arrastraban carros con verduras y hacían juntos las compras mientras
daban o recibían instrucciones.
Las misas de 11 vieron aumentar la feligresía. Parejas de respetables
caballeros se ubicaban discretamente y se murmuraban frases
durante las liturgias.
El primer mensaje al exterior salió rumbo a Buenos Aires en el interior
de un tubo de crema.
Lo llevó una ayudista del MIR que trabajaba en una amasandería de
Providencia.
Pero la cacería recién comenzaba.
UNA CITRONETA INTERCEPTADA
A fines de septiembre de 1973, comandos del Ejército apoyados por
helicópteros de la FACh capturaron a un grupo de miristas en la zona
de los lagos, al interior de Valdivia.
Ahí cayó José Gregorio Liendo, el Comandante Pepe. A las 20.40 horas
del 3 de octubre fue fusilado públicamente junto a doce de sus
compañeros en un patio del cuartel de la División de Caballería (2).
En Santiago, entretanto, el nuevo director de operaciones del MIR se
movilizaba en un Datsun rojo con techo negro.
Vestía chaqueta de tweed, lucía chasquilla y portaba un maletín lleno
de folletos y formularios.
Escondido tras dos o tres identidades falsas se ocultaba el hombre
que sería fundamental en la rearticulación del movimiento: Hernán
Aguiló, gestor y máximo responsable durante la UP del Frente de
Trabajadores Revolucionarios (FTR).
Y así como unos asumían nuevas tareas para preservar la
organización y captar militantes de otros partidos, creando la
consigna de que “el MIR no se asila”, otros eran buscados en las
calles, sorprendidos en sus casas, esperados en las temidas
“ratoneras”.
Corría aún septiembre y una citroneta azul subía por la Avenida
Costanera. De pronto se le cruzó un vehículo de donde bajó, pistola
en mano, un oficial de la Armada. El marino había integrado el
Departamento de Ingeniería de la fábrica Indus Lever, donde también
trabajaba el conductor de la citroneta: Jean Ives Claudet, figura clave
en el equipo de inteligencia del MIR.
Claudet fue detenido y llevado al Estadio Nacional, de donde salió
semanas después rumbo a Francia.
Más tarde se reincorporó a la labor de inteligencia en el MIR y
desapareció a comienzos de 1975 en Buenos Aires, cuando el brazo
de la DINA se había extendido más allá de los Andes.
El cerco comenzaba a cerrarse.
En noviembre murió en Concepción la conviviente de José Carrasco,
Gabriela, una brasileña que había sufrido la tortura en su país y que
no estaba dispuesta a seguir huyendo.
Ella, al igual que otros internacionalistas, advirtió a sus camaradas del
MIR:
—Ustedes no saben lo que es la tortura. Nadie puede resistirla.
Y también les insistió:
—Tienen que extremar las medidas de seguridad. Si alguno cae...
van a caer otros.
No quiso entregarse.
Resistió sola durante varias horas en el departamento en que
habitaba, hasta que pereció acribillada.
José Carrasco —Pepone— no estaba allí cuando apareció la DINA (3).
LA CAÍDA DEL BAUCHI
Mario Melo había sido un soldado de excepción. Al egresar de la
Escuela Militar con el grado de subteniente, recibió el premio especial
que anualmente otorga la embajada de Estados Unidos. Luego fue
instructor de paracaidismo y profesor de judo y karate de los boinas
negras, los respetados comandos especiales del Ejército. Sus ideas
políticas se fueron radicalizando y en abril de 1970 fue dado de baja,
sumándose al aparato militar del MIR.
Producido el golpe, fue conminado a entregarse, su domicilio allanado
y sus efectos personales destruidos. Se refugió en un departamento
céntrico al que el 29 de septiembre, de madrugada, llegó una patrulla
de la FACh. Desde entonces está desaparecido (4).
En los primeros días de octubre, Miguel Enríquez se concentró en su
casa.
Pidió algunos libros y comenzó a diseñar una nueva táctica para
enfrentar el momento.
Surgió así un documento de cuatro páginas que, microfotografiado,
comenzó a ser distribuido a los militantes en cajas de crema Nivea.
El peligro aumentaba.
Decidió cambiarse de casa. Catita escogió una vivienda pintada de
azul en la calle Santa Fe, en la comuna de San Miguel, donde llegó a
fines de diciembre.
Poco antes, en la noche del 13, había caído el más querido amigo y
compañero de Miguel Enríquez, miembro del Comité Central,
editorialista de El Rebelde y médico cirujano: Bautista Von Schouwen,
soltero, 30 años.
El Bauchi, como lo apodaban, había llegado cerca de las 10 de la
noche acompañado por Patricio Munita Castillo (James) a pedir
albergue a la parroquia de los Capuchinos, en la esquina de
Huérfanos con Brasil. Allí fue sorprendido y llevado a algún lugar
desconocido. Sólo fue devuelto a sus padres el cadáver de Munita
Castillo. Meses después el Bauchi fue visto en estado vegetal en el
Hospital Naval de Valparaíso, según declaró un familiar en un escrito
presentado ante los tribunales. De allí desapareció para siempre.
Era el golpe más duro recibido por los dirigentes miristas. Von
Schouwen les había acompañado desde los inicios, al promediar los
años 60, cuando irrumpieron en la Universidad de Concepción (5).
LA APARICIÓN DE RAÚL ROMO
Conocido como el Comandante Raúl o el Guatón Romo, Osvaldo Romo
Mena se había destacado como un exaltado dirigente poblacional
durante el gobierno de Salvador Allende. Militaba en la Unión
Socialista Popular e incluso había logrado cerca de 400 votos como
candidato a diputado por Llanquihue, en las elecciones
parlamentarias de marzo de 1973. Su figura, alta y fornida, era
familiar a todos los campamentos controlados por el MIR.
Romo, a su vez, identificaba a los principales dirigentes y enlaces que
circulaban en Vietnam Heroico, Nueva La Habana, Asalto al Cuartel
Moncada y otros enclaves miristas de los suburbios obreros.
Así, desde que apareció en la mañana del 11 de septiembre de 1973
en el campamento Lulo Pinochet, vestido de suboficial, identificando
militantes de izquierda, Romo se transformó en uno de los más
feroces enemigos del MIR.
En el verano de 1974 operó como vigilante en el Instituto Pedagógico
de la Universidad de Chile. Se había cambiado de nombre y se hacía
apellidar Morel. Cuando la DINA terminó de adiestrar a los hombres
que lanzaría contra el MIR, Romo se agregó a ellos como eje principal
en el trabajo de identificación y captura (6). Romo fue decisivo en la
tarea que efectuaron los grupos Halcón I y Halcón 2, dependientes de
la temible Agrupación Caupolicán de la DINA (7).
El 29 de marzo de 1974 el encargado de logística del MIR, Arturo
Villavela —el Coño Aguilar—, fue herido y detenido en la comuna de
La Reina.
Después de un breve período en el Hospital Militar, fue conducido a
los subterráneos de la Academia de Guerra de Aviación (AGA) en Las
Condes.
Desde ese lugar, el comandante Edgar Ceballos Jones, segundo
hombre del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea (SIFA),
mantenía también su propia guerra contra el MIR.
Ceballos, alias el Inspector Cabezas, había tenido que ser rudo con sus
propios hombres.
Varios de ellos habían aceptado dar trato de prisioneros de guerra a
los detenidos, quienes incluso le entregaron un petitorio formal
detallando las razones de su exigencia.
Allí estaban Víctor Toro y Roberto Moreno (El Pelao) entre otros
dirigentes miristas.
EL ATAQUE FINAL
Al promediar el mes de abril de 1974, la dirigencia del MIR decidió
enviar al exterior a uno de los miembros de la Comisión Política. El
elegido —Simón— había estado a un paso de caer en manos de la
DINA. Era uno de los más jóvenes, impulsivo, tozudo, intrigante. Pero
también de los más confiables. Salió cruzando la cordillera de los
Andes con destino final en París.
Allí, Edgardo Enríquez debía reunir fondos para la causa, convencer a
todo el que pudiera de que el MIR estaba entero y con las armas en la
mano.
Exactamente dos años después desapareció en Buenos Aires.
En mayo de 1974, militantes de partidos y movimientos
revolucionarios de Argentina, Bolivia, Chile, Brasil y Uruguay se
reunieron en San Rafael, Mendoza, para crear un movimiento de
liberación latinoamericano (8).
Pocos días después, el general Augusto Pinochet proclamaba en
Osorno que “al otro lado de la frontera se preparan catorce mil
extremistas con el fin de desarrollar actividades de índole terrorista en
el país...”.
En tanto, cerca de Lautaro, en la provincia de Cautín, caía Víctor
Molfiqueo —El Manque— el máximo dirigente del frente campesino del
MIR —el Movimiento Campesino Revolucionario— y otros seis
integrantes de la organización.
Al mismo tiempo, en el Regimiento Tucapel de Temuco, empezaba un
consejo de guerra contra otros 23 miembros del MIR.
En Santiago, las detenciones y los allanamientos se acrecentaban.
A mediados de junio fue localizada una armaduría de metralletas Karl
Gustav en una ruta a la salida de Santiago. Las piezas eran
fabricadas al otro lado de la capital, en el barrio Vivaceta.
Por esas semanas el jefe de la DINA, el coronel Manuel Contreras,
había visitado al cardenal Raúl Silva Henríquez para demostrarle su
preocupación por la seguridad del prelado (9).
Miguel Enríquez escribió al cardenal que ningún grupo de izquierda
atentaría contra su persona y de paso le aseguró que el MIR
“funciona bajo nuevas condiciones y con suficiente regularidad”.
Enríquez ignoraba que el cerco estaba a punto de cerrarse.
Desde el 1° de junio al 31 de diciembre de 1974 centenares de
miristas cayeron en manos de la DINA y del SIFA.
Muchos murieron, otros recuperaron la libertad y partieron al exilio.
Pero 123 de los apresados en ese período permanecen aún
desaparecidos.
La primera semana de julio cayó Juan Carlos Perelman, compañero
de Gladys Díaz.
Poco después, Máximo Gueda (David), segundo hombre del aparato
de informaciones —el P7—, que también integraba José Carrasco.
El 6 de agosto fue apresada María Angélica Andreoli, secretaria de la
comisión política.
LA SIFA BUSCA UN ACUERDO
Casi simultáneamente, Miguel Enríquez enviaba una carta a Laura
Allende, hermana del Presidente muerto, donde le decía:
—Necesitamos pedirle un favor que puede acarrearle dificultades. Sin
embargo, no puedo creer que se atrevan a tocarla. Se trata de que
usted hable con el Coño Aguilar —a quien usted conoce— y el Pelao,
en la prisión de la Academia de la Fuerza Aérea, la AGA. Esta es una
de las condiciones previas que le hemos impuesto al coronel
Ceballos, del SIFA, y se inscribe en el contexto de una supuesta
“negociación” entre ellos y nosotros.
Añadía:
—A cambio de un cese definitivo de la lucha por parte del MIR, él nos
propone la liberación de los presos y una amnistía fuera de las
fronteras del país. Huelga aclarar que nos negaremos y que
denunciaremos esta tentativa de neutralizarnos y de dividir a la
izquierda. Detrás de Ceballos está seguramente el general Leigh; el
alcance del ofrecimiento nos hace suponer la complicidad de un
sector de la Junta. En suma, queremos utilizar este pretexto para
saber de los dos miembros de la Comisión Política presos en la AGA.
Esto es lo que le pedimos a usted que haga (10).
La reunión la había promovido en la AGA el Pelao Moreno, pese a la
oposición de Víctor Toro y otros militantes que recurrieron a un
agente del SIFA para hacer llegar su opinión a la Comisión Política.
A ese agente los presos le apodaban Papudo. Su nombre verdadero
era Andrés Antonio Valenzuela Morales y diez años después
desertaría de la FACh para entregar un pormenorizado relato de lo
que allí vivió (11).
El 28 y 29 de agosto Miguel Enríquez se comunicó con Ceballos para
pedirle que modificara el cerco sobre la organización. No le podían
dar una respuesta, le dijo, mientras la Comisión Política no se
reuniera, y la presión de la DINA les impedía hacerlo.
Al día siguiente de la última comunicación telefónica, Laura Allende y
el obispo Carlos Camus llegaron a la AGA.
Ceballos les indicó que el MIR debía renunciar públicamente a toda
resistencia política y sus militantes abandonar el país. De otra manera
la matanza sería inevitable.
No hubo respuesta de Laura Allende. Pidió ver al Coño Aguilar.
Dialogó brevemente con él y abandonó el lugar.
El 11 de septiembre de 1974, para el primer aniversario del golpe, el
MIR anunció su rechazo definitivo a seguir negociando con el SIFA.
LA PRESA MAYOR
El 21, al iniciarse la primavera, la DINA atrapó a Lumi Videla —Luisa o
La Negra—, esposa de Sergio Pérez Molina, en su cita matutina diaria
con Octavio, el segundo responsable del aparato de organización.
Luisa fue identificada por una de las principales colaboradoras de la
DINA, Marcia Alejandra Merino —La Flaca Alejandra—, una ejemplar
militante del MIR que no pudo soportar la tortura y que para evitarla
optó por entregar a sus compañeros.
La Flaca, casi irreconocible por el castigo recibido, era mantenida en
una de las casas de tránsito de la DINA, el ex consulado de Panamá,
ubicada en la calle José Domingo Cañas, en el barrio de Ñuñoa.
Diariamente los hombres de la DINA le colocaban una peluca y
dientes postizos y la subían en uno de sus vehículos a recorrer las
calles de Santiago. Cuando la Flaca identificaba a un mirista se ponía
a temblar. No podía parar de hacerlo. Entonces actuaban sus
acompañantes.
Esa noche Humberto Sotomayor —Tonio—, el segundo de Enríquez
en la jerarquía del MIR, acompañado de Sergio Pérez, retiró armas y
documentos de la casa de Luisa.
Al día siguiente Sergio Pérez fue atrapado por la DINA. El Chico,
esperando encontrar a su mujer, había regresado a la casa y caído en
una “ratonera”. Sotomayor alcanzó a huir en su Fiat 125.
Luisa y El Chico tenían los enlaces con los regionales del sur.
Enríquez y Sotomayor, premunidos de metralletas, pistolas y
granadas de mano intentaron rescatarlos. Pasaron varias veces por
José Domingo Cañas. En el interior de la casa, los hombres de la
DINA colocaron muebles en las puertas y se aprestaron a la defensa.
Nada ocurrió.
En la madrugada siguiente, los agentes de Halcón 1 cayeron en el
refugio de Amelia, Carolina y Jaime, otros tres militantes muy cercanos
al número 1, a la presa mayor, a Miguel Enríquez.
El 4 de octubre Enríquez se dirigió al refugio de Andrés Pascal
Allende y Marie Anne Beausire, en una parcela de La Florida. Más
tarde, acompañado de Sotomayor, trató de hacer contacto con un
enlace cerca de la piscina Mundt. Los esperaba la DINA y tuvieron
que abrirse paso disparando.
El sábado 5 de octubre de 1974, a las 13 horas, llegó el capitán
Miguel Krasnoff Marchenko a la casa de Enríquez, en la calle Santa
Fe, en el barrio Gran Avenida.
Le acompañaban los grupos Halcón 1 y Halcón 2, armados hasta los
dientes.
Carmen Castillo cayó herida. Miguel Enríquez fue acribillado.
El propio coronel Manuel Contreras llegó al sitio a donde había caído
su presa más buscada. En la tarde, el coronel iría hasta la capilla de
la Escuela Militar para entregar en matrimonio a una de sus hijas.
Durante mucho tiempo se diría que el coronel llegó esa tarde con la
pistola humeante.
Humberto Sotomayor alcanzó a huir del tiroteo y al día siguiente se
asiló en la embajada de Italia con su esposa María Luz García
Ferrada (Marisa).
Casi simultáneamente, Manuel Contreras llegó a ver a Carmen
Castillo al Hospital Militar, cita que repetiría cuatro días sucesivos.
Le acompañaban Marcelo Moren —jefe del centro Terranova—,
luciendo la metralleta Scorpio de Miguel, y el Guatón Romo.
El 8 de octubre una patrulla del OS-7 de Carabineros, a cargo del
mayor Luis Fontaine, ubicó el Fiat 125 en que había escapado
Sotomayor, considerado el seguro sucesor de Enríquez.
Horas después fueron apresados Mariluz y Cristián Castillo
Echeverría en Vivaceta.
A fines de octubre Carmen Castillo salió del país.
La secuencia de muertes y detenciones se aceleró.
EL DRAMÁTICO BALANCE
El 2 de noviembre Laura Allende fue arrestada en las torres San Borja
y conducida al centro de detención de Tres Alamos.
Al día siguiente fue arrojado al interior de la embajada de Italia el
cadáver de Lumi Videla Moya, la mujer de Sergio Pérez.
Ella había muerto en la casa de José Domingo Cañas, al negarse a
salir a las calles a identificar a sus compañeros.
A comienzos de diciembre fueron abatidos en una calle de
Providencia el cuarto hombre del MIR, Alejandro de la Barra, y su
pareja, Ana María Puga.
Veinticuatro horas más tarde cayó detenido en la avenida Kennedy el
quinto en la jerarquía de la organización, José Bordaz (el Coño
Molina), jefe del aparato militar, junto a María Isabel Eyzaguirre
Andreoli (la Negra Verónica).
En febrero de 1975, desde París, Edgardo Enríquez escribió una
carta a la Comisión Política del MIR.
En ella les señalaba todos los errores cometidos y la necesidad de
robustecer la organización buscando el apoyo de otros partidos.
Pero un nuevo golpe decisivo esperaba al MIR.
El 19 de febrero aparecieron en una cadena de televisión cuatro
conocidos miristas —José Carrasco V., Cristián Mallol C., Humberto
Menanteau A. y Héctor González O.—, detenidos desde hacía
semanas en el centro Terranova.
—No queremos más muertes ni detenidos. Continuar la resistencia en
estas condiciones es autoinmolarse— dijeron.
Los miristas admitieron por la televisión que “el deseo del gobierno es
encontrar la reconciliación y la unidad nacional”.
Y efectuaron un dramático balance.
De la Comisión Política y del Comité Central del MIR había nueve
muertos, 24 presos, diez exiliados, un expulsado y ocho prófugos.
Dos días después los mismos cuatro miristas se reunieron en el
edificio Diego Portales con la prensa. Ratificaron que su presentación
en la televisión había sido voluntaria.
—La derrota del MIR es militar y política —aseguraron.
—La capacidad militar es definitivamente nula —añadieron,
asegurando que otros 26 dirigentes estaban de acuerdo con el
llamado a deponer la lucha.
El 25 de febrero el MIR anunció que los cuatro que hablaron habían
sido sometidos a juicio y condenados a muerte por los delitos de
traición, delación, colaboración consciente y activa con la dictadura.
El golpe, sin embargo, había sido demoledor. Los miristas se habían
mantenido unidos tras Miguel Enríquez. Pero la autocrítica surgió
incontenible. Unos se aventurarían años después en la Operación
Retorno y seguirían tratando de lavar con su sangre las calles de
Santiago.
7
PINOCHET TRAS LA PRESIDENCIA
La disputa por alcanzar el título de Presidente de la República, que la Constitución
del 25 reservaba a los elegidos, fue áspera y prolongada. E1 general Pinochet
logró imponer su criterio a través de un equipo que, con discreción, comenzó a
construir las bases de un nuevo Estado, una nueva República, un nuevo Chile...

El general Oscar Bonilla dejó su cargo de ministro del Interior sin que
nadie le diera una explicación. Bonilla no estaba dispuesto a pedirla.
Pero, aunque la turbulencia de ese julio de 1974 impidió verlo, la
salida había sido bastante intempestiva.
Bonilla no era un hombre cualquiera para el Ejército del golpe. Su
figura había sido muy importante para los generales que iniciaron la
conspiración. Importante hasta un punto extremo: si los máximos
jefes del Ejército, y en particular el comandante en jefe, no estaban
dispuestos a derrotar a la UP, Bonilla sería el candidato para asumir
el poder.
Bonilla, que conoció la oferta en su momento, la rechazó: como
Allende desconfiaba de él, había conseguido que lo pasaran a la
Dirección del Personal, un puesto sin mando de tropas. Dado ese
cargo, su imposición en la cabeza del mando hubiera podido quebrar
al Ejército a la hora del golpe.
Pero, además, Bonilla era un hombre de confianza para el general
Augusto Pinochet. Y fue por eso que, tanto para los conspiradores
como para el general Pinochet, era claro que en cualquier
circunstancia Bonilla debía ser el segundo hombre del Ejército. En
cualquier circunstancia: incluso sabiendo que en la jerarquía era el
séptimo. Por eso, el primer cambio en la cúpula militar, en abril de
1974, significó el retiro de todos los generales que estaban entre
Pinochet y Bonilla. Y por eso su salida de Interior fue un raro e
inquietante episodio.
Por sorprendente que parezca, en ello tuvo que ver también el
decreto ley 527, el que nombró a Pinochet Jefe Supremo de la Nación
y que le significó su primer grave problema con la Junta (ver capítulo
3).
El decreto ley había sido conocido y debatido por los generales del
Ejército, con distintos énfasis y frecuencias.
Se sabía que el comandante en jefe aspiraba a formalizar la
conducción política del país y que su objetivo real era ser designado
Presidente de la República, recogiendo la denominación
constitucional.
Varios de los generales tenían reparos contra esto: consideraban
peligroso que el Ejército se involucrara directamente, con su jefe a la
cabeza, en un proyecto que, con ese nombramiento, empezaría a
tener otros horizontes y otras ambiciones. El régimen transitorio iría
desapareciendo tras la gestión ejecutiva.
Una de esas tardes, Bonilla se encontró en la iglesia del El Bosque
con su amigo el general Augusto Lutz, y conversaron del tema.
Concordaron en que Pinochet no debía asumir la Presidencia. En
aquellos días, Lutz, que venía dándole vueltas al asunto desde hacía
semanas, expresaba su opinión ante quien lo quisiera oír.
Pero la conversación con Bonilla pareció ser más importante. En
cuestión de días el general de división debió abandonar la cartera de
Interior. Lutz, que era secretario de la Junta, director de Instrucción y
décimo en la jerarquía del mando, fue enviado a la Quinta División, en
Punta Arenas. Desde allá regresó a Santiago el general Benavides,
para asumir en Interior.
Los cambios ocurrieron el 10 de julio.
El 6 de agosto, el cuerpo de generales obsequió a Pinochet una
banda presidencial.
EL ESPÍRITU DE PORTALES
La Junta celebró su primer aniversario el 11 de septiembre de 1974,
con una concentración convocada en la zona del Parque Bustamante.
Los informes de Carabineros aseguraron que la asistencia fue de 750
mil personas.
Lo cierto es que la zona escogida —Bustamante con Bilbao—se
atiborró de gente desde horas tempranas, pese a que una lluvia
persistente cayó aquel día sobre Santiago.
Era lo que el régimen proclamaba como su propia mística.
Mientras en distintas ciudades de América Latina hubo actos
recordando a Salvador Allende, en Chile la jornada se inició con
salvas de 21 cañonazos a lo largo y ancho del país.
El locutor oficial de la concentración, Francisco Gabito Hernández,
tomó los micrófonos a las 17 horas e hizo jurar a la multitud “dar la
vida en defensa de Chile contra los enemigos externos e internos”.
Pinochet y la Junta contemplaron el acto desde el piso 14 de un
edificio triangular situado en la esquina.
Saludaron brevemente y se felicitaron.
En la mañana habían entregado el mensaje oficial a la nación. Eran
los días de la “reconstrucción”: el discurso elaborado por los
publicistas oficiales se preocupaba de citar una y otra vez esa
palabra. La emergencia secreta seguía siendo el control militar total;
la emergencia pública, de la que se hablaba en voz alta, era la
económica.
El “espíritu portaliano”, la austeridad, la severidad en el gasto y la
justicia habían sido incorporados a la Declaración de Principios y
abundaban en los discursos, para regocijo del nacionalismo. Pinochet
se tomaba en esos días las fotos oficiales frente a un retrato de
Portales; Portales daba el nombre a la sede del gobierno; Portales
inspiraba las declaraciones juradas ante notario sobre los bienes de
los miembros de la Junta.
Las páginas de los diarios mostraban rostros sonrientes. Incluso en la
publicidad: “En el mundo frío e impersonal del dinero... válgase de
nosotros”, decía el BHC, a través de los rostros de cinco de sus
ejecutivos: Javier Vial, Rolf Lüders, Gerardo Zegers, Juan Ariztía,
Alvaro Gazmuri.
El IPC de ese mes fue de 12,8 por ciento. Le Monde escribía: “Chile
podría ganar su apuesta económica en un plazo de dos a tres años”
(1).
El Presidente paraguayo Alfredo Stroessner venía a Chile a
impregnarse de ese espíritu durante la marcial Parada.
También venía el jefe de la Armada argentina, el almirante Emilio
Massera, para ser condecorado por Merino en Valparaíso.
El fin de septiembre fue estremecido por una noticia que causó
desazón entre los militares: en Buenos Aires, la capital de una
Argentina azotada por la violencia terrorista, una bomba había
asesinado cruelmente al ex comandante en jefe del Ejército Carlos
Prats y a su esposa Sofía Cuthbert.
Complicado por el crimen, el régimen prometió honores oficiales. Pero
cuando el cadáver llegó y se preparaba una misa con todos sus
amigos, hubo una orden para adelantar el sepelio y suspender los
honores. Después, en la misa, se fotografió y pidió identificación a
todos los asistentes. Y se anunció que no se requeriría una
investigación al gobierno argentino (2).
Los militares fueron conmocionados, pero el episodio se olvidó
rápidamente. En la versión oficial, un crimen como ése sólo podría ser
cometido por enemigos del régimen, porque el perjuicio recaería en el
Ejecutivo de Santiago (3).
UN WHSKY, UNA FIRMA
En aquellos portalianos días, el whisky era un producto escaso y raro,
atesorado por los conocedores y degustado como un manjar.
—¡Me llegó una botella! —exclamó un día Mónica Madariaga, en el
piso 22—. ¿Por qué no se vienen a mi oficina para que la tomemos?
Entre los pocos invitados de la singular celebración, uno revestía
particular importancia: el coronel (J) Julio Tapia Falk, asesor directo
de Leigh.
La botella fue abierta en medio de la algarabía, pero repentinamente
Mónica Madariaga desapareció del lugar.
Después de un rato volvió con el texto de un decreto ley y se lo
entregó a Julio Tapia.
—Necesito que le des aprobación a esto. Augusto lo quiere con
urgencia.
Tapia leyó el texto. Era breve: en su único artículo, designaba a
Pinochet Presidente de la República.
—Moniquita, pero no puedo... —titubeó Tapia—. Esto tengo que
hablarlo con Gustavo.
—Hazlo —insistió ella—, pero que sea rápido. Me lo piden con
urgencia.
En ese tiempo, en que no había comisiones legislativas y los decretos
se sacaban por secretaría, el gabinete de Pinochet había establecido
que los firmara primero la última precedencia, es decir, Carabineros.
Después se pedía la firma de Leigh, que normalmente precipitaba la
de Merino.
Aquel día de octubre de 1974, Tapia advirtió que el decreto ley ya
tenía la aprobación del general Mendoza.
Tapia usaba con Leigh una clave sutil para hacer sus advertencias. Si
decía “Sin objeciones”, realmente debía aprobarse; si, en cambio,
anotaba “Sin objeciones de tipo jurídico”, estaba diciendo que había
observaciones importantes de orden político o militar.
Esa vez puso su visto bueno junto a un papelito: “Sin objeciones de
tipo jurídico”.
Leigh recibió el decreto con esa advertencia, pero era insuficiente: el
general se indignó.
En aquel tiempo, la Junta hacía unos almuerzos privados los días
martes, antes de la sesión legislativa, con el objeto de repasar los
proyectos que se verían después. En varios de esos almuerzos
Pinochet había planteado la cuestión de la Presidencia, con la
permanente oposición de Leigh y del almirante Merino. Ambos veían
toda clase de inconvenientes políticos a la maniobra. Pero, pese a
eso, Pinochet insistía. Y, acaso consciente de que una nueva
confrontación estaba ad portas, intentó usar el canal jurídico
MadariagaTapia.
No resultó.
Sólo horas después, Pinochet se comunicó con Leigh y lo invitó a una
cita en el piso 22. Allí discutieron el decreto. Pinochet dio sus
argumentos: la unidad del mando, la continuidad histórica, el respeto
internacional, la legitimación interna. Leigh expuso los suyos: la
concentración del poder, la falta de legitimidad, la imagen de
perpetuación, las probables acusaciones. La polémica, como otras
veces, fue subiendo hasta tonos inaceptables. Bruscamente, Pinochet
se paró, rompió el decreto en mil pedazos, lo tiró a la basura y salió
de la sala.
Esa tarde, la del 31 de octubre, a la inauguración de la FISA en el
Parque Cerrillos, por primera vez en muchas ceremonias, la Junta
llegó por separado.
Sus miembros iban con el ceño severo y la preocupación puesta en el
Diego Portales.
UN TRÍO DE INFANTERÍA
El 18 de octubre de 1974 fue anunciado el retiro de seis generales,
dos de división y cuatro de brigada (4).
Siete días más tarde, al concluir la junta de generales, se procedió al
ascenso de once oficiales, dos de ellos a generales de división y otros
nueve a generales de brigada (5).
Aquel cambio en la cúpula militar —el segundo de 1974— tuvo
importancia en muchos planos de la vida castrense, pero a la larga su
centro de gravedad fue una sola persona, traída desde la agregaduría
militar en España.
Su nombre había sido pensado por Pinochet especialmente. Su
misión sería difícil: hacerse cargo de un Estado Mayor dedicado a la
conducción política, un núcleo de extrema fiabilidad, alta eficiencia y
mucha energía, que permitiera al gobierno tener un horizonte claro y
realista. Inicialmente, el propio Pinochet hablaba de un Estado Mayor
político. Pero cuando encargó a sus juristas que crearan la figura
necesaria, cambió el nombre: un Estado Mayor Presidencial, del
máximo nivel. Su gabinete, en buenas cuentas, dependería ahora de
esta estructura.
Sólo Pinochet sabe por qué y cómo pensó en Sergio Covarrubias.
Un antecedente importante es que la vacante dejada por Covarrubias
fue ocupada por Pedro Ewing, que era ministro secretario general de
gobierno. El cargo de Ewing fue ofrecido, en esos mismos días y de
manera casi simultánea, al ya general Hernán Béjares, que estaba en
la valdiviana IV División. Béjares había sido subalférez de Pinochet
cuando éste era teniente, y se conocían ampliamente el afecto y la
confianza que le tenía su superior.
Con sólo unos meses de diferencia, Béjares había sido compañero de
promoción de Covarrubias, y también de Enrique Morel, edecán de
Pinochet desde el día del golpe.
Los tres formaban un grupo de amigos a través de toda la carrera
militar. Y eran, como Pinochet, del arma de infantería. Junto con
ascender, Morel dejó de ser edecán. En su lugar, el 28 de octubre,
fue nombrado otro oficial de confianza: René Vidal. Pocos días
después, el 6 de noviembre, se oficializó el traslado de Béjares a la
Secretaría General de Gobierno.
EL CEREBRO DEL RÉGIMEN
Lo cierto es que Covarrubias recibió su ascenso a general junto con el
cargo más delicado que jamás se había concebido en el gobierno
militar.
Había un problema.
Tras el Estatuto de la Junta —el polémico decreto ley 527— se había
creado, ipso facto, mediante el decreto ley 528, una jefatura de
gabinete para cada miembro de la Junta.
Guardando las prelaciones establecidas, esos gabinetes tenían rango
igualitario. Y de lo que se trataba ahora era de separar a uno de ellos,
darle el carácter de un Estado Mayor y asignarle rango ministerial. A
eso se dedicaron los asesores jurídicos más cercanos al presidente
de la Junta.
La solución fue un decreto supremo, aprovechando que en el decreto
ley 528, sobre organización de la planta de la Junta, se daba al
Ministerio del Interior la facultad de incidir en los encasillamientos de
los cargos superiores. El decreto supremo hizo posible eludir el
concurso de la Junta. En esas condiciones asumió el general
Covarrubias. En cuestión de días su poder se hizo enorme: la
mayoría de los papeles salían del gabinete de Pinochet con la sola
firma de Covarrubias y la fórmula “por orden del Presidente”. Al
Estado Mayor Presidencial llegó pronto un subjefe: el general Rafael
Ortiz primero y más tarde Bruno Siebert Held. Mónica Madariaga
oficiaba de asesora jurídica directa, mientras la ASEL (Asesoría
Legislativa) de Fernando Lyon prestaba su concurso para el
afinamiento de las leyes. El equipo se transformó, en esos últimos
meses de 1974, en el cerebro y el corazón del poder político.
Covarrubias lo podía todo, y lo hacía todo.
Sus consejos eran los más escuchados por Pinochet; su palabra
encarnaba la templanza, la moderación y el sentido común de un
régimen que quería construirse desde la nada.
—No hay que matar pulgas con bombas atómicas —decía
Covarrubias en el medio de los tormentosos dramas que enfrentaba
el gobierno.
Su tranquilidad daba confort y certidumbre a los asesores.
Fue, en aquellos años, el más temprano y sólido defensor de los
Chicago boys que se asomaban en el horizonte de la economía.
Fue un severo propagandista de la austeridad del régimen.
Fue el progenitor intelectual de los más importantes asesores
militares que tuvo después Pinochet.
Fue uno de los más encarnizados enemigos de los desbordes en
materia de derechos humanos y, en particular, del voluminoso
aparato montado por la DINA.
A pesar de que en las reuniones de gabinete y en las sesiones
legislativas casi no hablaba y muchos lo consideraban una figura
decorativa, ejerció el poder de una manera indirecta, silenciosa y
discreta. En Covarrubias hay que buscar gran parte de la concepción
del régimen como un proyecto de largo aliento. Aunque hay quienes
afirman que tras Covarrubias se instaló el liderazgo gremialista, lo
cierto es que en su despacho tuvo origen el aspecto medular de la
refundación de Chile propuesta por el régimen.
LA MUERTE DE UN GENERAL
De la junta de generales que rediseñó la cúpula del poder en aquel
octubre, el jefe de la V División, el general Augusto Lutz, salió
amargado y rabioso. A su juicio, el régimen se estaba
desnaturalizando y la concentración del poder en manos de Pinochet,
con el nombramiento de Presidente que se había anunciado en la
reunión del alto mando, terminaría por envolver a las Fuerzas
Armadas en una gestión puramente política. Su enfrentamiento
telefónico con el coronel Manuel Contreras (ver capítulo 5) había sido
otro hecho doloroso; la cuestión de los derechos humanos parecía
irrelevante para la sensibilidad del mando.
Lutz, primera antigüedad de su curso, hombre refinado y culto,
católico pese a la enorme influencia que tuvo la Masonería en sus
tiempos de oficial, había sido director de Inteligencia hasta el fin del
73, cuando lo nombraron secretario de la Junta. Su voz tuvo
importancia en los primeros meses del 74, pero sus posiciones jamás
resultaron cómodas para la cúpula militar. Fue él quien se encargó de
llevar las relaciones con la Iglesia Católica, pese a los severos enojos
que el cardenal Raúl Silva Henríquez provocaba en la Junta.
—¡Este don Raúl! —decía Lutz con frecuencia, entre cansado y
consciente de que las cosas se ponían malas—. ¡Le suelto a un
sacerdote, y ya le tienen a otro preso!
Lutz se opuso firmemente a la intervención de la Universidad
Católica, hasta el punto de que su constante crítica contra ese hecho
determinó su salida del cargo.
Así que su paso a la V División fue interpretado —incluso por él
mismo— como un desplazamiento: en lenguaje castrense, una
huesera.
Tras la junta de generales de octubre, Lutz volvió con una conclusión.
—Este año —le dijo a su familia— me voy. No aguanto más.
Unas noches después fue a un cóctel. Al día siguiente se enfermó.
Fue al hospital en Punta Arenas. Le diagnosticaron várices al
esófago, una enfermedad comúnmente asociada a los hábitos
alcohólicos. Pero Lutz no bebía. Lo operaron. La cirugía derivó en
septicemia: el diagnóstico había sido errado. Lutz sufría de úlcera. Un
avión LAN, con la mitad de la cabina convertida en hospital de
emergencia, fue enviado a Punta Arenas. En Santiago se hizo cargo
el Ejército. Un helicóptero lo trasladó al Hospital Militar en la tarde del
8 de noviembre.
Durante 20 días, con un coronel de guardia permanente, muchas
enfermeras, un equipo de médicos y prohibición estricta de visitas con
la única excepción de su esposa, Lutz sufrió operación tras operación.
Cierto día envió un mensaje débilmente escrito: “Sáquenme de aquí”.
Los familiares lo atribuyeron al delirio. El 28 de noviembre de 1974,
Lutz murió. Causa: septicemia.
La acumulación de errores clínicos había sido tan grande y
sospechosa —caídas de la sonda, sobredosis de antibióticos,
descuidos anormales—, que se abrió un sumario.
La esposa, los hijos, los familiares, fueron citados a declarar.
Meses después, la viuda fue a preguntar en qué había derivado la
investigación del sumario.
La atendió el mismo médico que lo había iniciado.
—¿Qué sumario? —le preguntó el facultativo.
“¡ERES UN... POLÍTICO!”
Del despacho de Covarrubias, entretanto, en ese fin del 74, salieron
otros dos decretos leyes que serían vitales para el funcionamiento
institucional.
El que llevó el número 788, firmado el 2 de diciembre de 1974,
estableció en cuatro artículos que en caso de oposición entre los
decretos leyes y la Constitución del 25, se entendería que la
preeminencia sería de los primeros (6). El texto fue preparado por el
abogado Guillermo Pumpin, y en las oficinas de Covarrubias se le dio
la aprobación final.
Era un cuerpo legal que, a esas alturas, se había vuelto indispensable
para el funcionamiento expedito de la Junta: los choques con la
Constitución se habían convertido en un verdadero refugio para
resistir el entramado jurídico que creaba el nuevo gobierno.
Mucho más que el prolongado estudio de una nueva Carta
Fundamental, fue ese decreto ley el que dio la más seria indicación
de que se estaba incubando una profunda y radical transformación
del estatuto jurídico nacional.
El segundo decreto ley de mayor envergadura era a la vez el segundo
intento, ahora sí que con todos los recursos imaginables, por dar al
régimen los títulos que Pinochet quería. Llevó el número 806 y sus
efectos fueron tanto o más polémicos que los del 527, al que
precisamente vino a modificar. Tenía un solo artículo y tres
considerandos.
Sintéticamente, designaba Presidente de la República al presidente
de la Junta, jefe del Ejecutivo y Jefe Supremo de la Nación.
En el principal de los tres considerandos se fundamentaba la medida
afirmando que “es preciso mantener la tradición histórica nacional en
cuanto a la denominación de quien ejerce el Poder Ejecutivo” (7).
Para aquel segundo intento —con dos meses de diferencia del
anterior—, el general Leigh había sido convenientemente aislado. El
17 de diciembre, Pinochet lo citó con urgencia a una reunión con la
Junta. Cuando el general de la FACh entró a la sala, los otros tres
miembros estaban ya sentados, mirándolo. Habían firmado el
borrador del decreto ley.
—Sólo faltas tú —le dijeron.
Leigh quiso negarse.
Repitió su argumento de que el título de Presidente sólo correspondía
a los jefes de Estado elegidos conforme a la Constitución del 25.
Se le respondió que, precisamente, se buscaba dar al mando de la
nación las legítimas prerrogativas de aquella Carta Fundamental, sin
las cuales el gobierno aparecía como un ente incompleto, carente de
una plena capacidad de decisión.
Como la discusión no llegara a resultados rápidos, la argumentación
viró: se acusó a Leigh de asumir sobre sí la responsabilidad del
quiebre de las Fuerzas Armadas. Si los demás estaban de acuerdo,
sólo uno sería culpable de dividir al país en tan dramáticas
circunstancias. Leigh replicó que sería peor darle una legitimidad que
no tenía.
Pinochet se exaltó.
—¡Eres un ambicioso! —gritó—. ¡Tienes ambición de poder, eso es lo
que pasa! ¡Eres un obcecado, un egocéntrico, un... un... un político!
Leigh vio que no tendría salida.
Se acercó al escritorio con gesto desdeñoso.
—Sabís que más... ¡ahí tenís tu decreto!
En nombre de la “inquebrantable unidad” de las Fuerzas Armadas,
que le sería invocada después en tantas oportunidades, Leigh puso, a
disgusto y con el sabor de la derrota, su postrera y definitiva firma.
Después se organizó una nueva y segunda ceremonia para que
Pinochet asumiera su nuevo rango. El acto fue tenso y no disipó los
rencores: al contrario, pareció aumentarlos. Al término, Pinochet subió
a su despacho enfurecido. Unos minutos después abrió la puerta,
intempestivamente, el almirante Merino. Llevaba la banda
presidencial en la mano.
Los testigos escucharon desde fuera una frase cortada.
—¡Se te quedó esta...!
Todas las versiones difieren en la palabra con que completó su airado
reclamo. En cambio, todas coinciden en señalar que el almirante salió
con la misma velocidad con que había llegado, dando un portazo tras
de sí.
En la tarde Pinochet partió a Los Angeles para iniciar una gira por el
sur.
CAE UN HELICÓPTERO
El general de división Oscar Bonilla estaba molesto en esos días de
fines del 74. Aunque sus debates recientes más intensos venían
teniendo lugar en la esfera de la economía —el tema de la estación
—, sus roces con los equipos de seguridad y sus diferencias con la
conducción política eran manifiestos. Aquel verano sufrió una
discopatía que lo tuvo postrado en la Clínica Alemana y lo obligó a un
reposo prolongado en su casa de la calle Luis Pereira.
Hasta allí llegaban los funcionarios del Ministerio de Defensa con
voluminosas carpetas para que el general trabajara en lo urgente. Esa
situación dio origen a intensos rumores de que el general estaba bajo
arresto domiciliario.
El coronel Oscar Coddou, subsecretario de Guerra, hombre de
confianza en el Ministerio de Defensa y amigo cercano del coronel
Manuel Contreras, hizo una declaración pública negando que Bonilla
estuviera arrestado (8).
Cuando pudo levantarse, Bonilla fue al Diego Portales a hablar con
Pinochet, y le ofreció hacer un desmentido personal. Pero se le dijo
que para entonces ya no era relevante.
El 22 de febrero, un hijo del general organizó una memorable fiesta
campesina en el fundo cercano a Rari, al interior de Linares, para un
empleado que ese día se casaba.
El huaso homenajeado nunca imaginó la categoría de sus invitados:
el general Benavides, que pasaba sus vacaciones en las termas de
Panimávida, asistió a la fiesta. También estuvo el general Enrique
Garín, ministro de Transportes, y la misa fue oficiada por el capellán
militar Florencio Infante.
El general Bonilla decidió asistir a última hora.
No sentía ninguna atracción por los vuelos, pero, debido a su
convalecencia, se vio obligado a viajar en helicóptero.
A las 11.30 llegó a Panimávida, sorpresivamente.
Participó en el almuerzo y a las 17.30 se fue hacia el fundo El
Calabozo, cerca de Romeral, donde había pasado sus vacaciones
desde la infancia. Pensaba descansar dos semanas en la propiedad
de su amigo Gerardo Rodríguez. Viajó hasta allá en el helicóptero,
mientras su esposa y otros familiares se iban por tierra. Fijó su
regreso para el lunes 3 de marzo. Y ordenó que lo fueran a buscar al
fundo ese día a las 7.30 de la mañana.
Un helicóptero de la Aviación del Ejército se preparó al amanecer del
3 para cumplir la misión. Pero ese lunes amaneció con niebla, esa
niebla espesa y baja que produce en la zona central la barrera de
estratos que se desplaza desde la costa. Impelida por la orden de
cumplir, la tripulación del helicóptero Bell Cobra U-H1H despegó
desde Tobalaba en las peores condiciones posibles.
Ningún otro aparato voló aquel día a esa hora: el clima estaba “bajo
mínimo”.
La tripulación constaba de tres uniformados: un mayor, que iba a
cargo del helicóptero pero que carecía de gran experiencia de vuelo;
un capitán, que sí tenia experiencia pero era inferior en rango, y un
cabo, especialista en mecánica, sentado en la cola del aparato.
Dificultosamente, el UH1H surcó el cielo de la zona central.
Acercándose a Curicó se aproximó al suelo y estuvo a punto de
chocar con una carreta. Aterrizó de emergencia en Curicó. Luego
reemprendió el viaje hacia El Calabozo.
Bonilla se enteró del accidentado viaje y ordenó que reprendieran a
los tripulantes. Se quedó en cama. Dio una instrucción: que le
avisaran cuando las condiciones mejoraran. Cerca de las 11, los
pilotos decidieron que el clima había mejorado, lo que no pasaba de
ser un juicio relativo: en Romeral, al pie de la cordillera, los estratos
chocan y se estacionan por largas horas.
El general convenció a una señora y a dos niños del fundo de que se
fueran con él hasta Santiago. Mal que mal, el UH1H tenía capacidad
para unas diez personas.
Cuando llegó hasta la cancha de fútbol donde lo esperaba el
helicóptero, Bonilla tuvo dudas. Le pareció que el cielo no había
mejorado. Y esas dudas crecieron cuando estuvo sentado ya en el
aparato y las aspas giraban a toda velocidad.
Se bajó y se acercó a la ventanilla del piloto. Golpeó.
—¿Está seguro de que se puede volar? —preguntó, gritando.
—Sí, mi general, no se preocupe —replicó el piloto.
El helicóptero se elevó, conducido por el capitán.
Se necesita ser un experto para volar entre nubes. La llamada fuerza
G (una mezcla de fuerzas centrípetas y centrífugas) desestabiliza los
mecanismos del sentido del equilibrio, y se produce toda clase de
sensaciones anómalas sobre la ubicación y la dirección en que se
está.
Tras despegar ratoneando por debajo de la niebla, el capitán se elevó
verticalmente, con la intención de volar por sobre la capa. Pero ésta
resultó más gruesa de lo que se creía. El capitán perdió el sentido de
la orientación e inclinó el aparato. De pronto vieron el suelo a unos
metros. El mayor tomó el control del aparato y lo estabilizó. Los
campesinos del sector vieron al helicóptero en vuelo estacionario,
cerca del suelo. El capitán insistió en intentarlo de nuevo. El U-H1H
volvió a elevarse, pero otra vez ocurrió lo mismo. Esta vez, el cabo
mecánico escuchó los gritos por el interfono: capitán y mayor se
disputaban el control de los mandos. Escuchó también al general
Bonilla, preguntando a gritos qué ocurría.
Descontrolada, la máquina caía frontalmente cuando alcanzaron a
divisar una encina. En el choque con ella se golpearon todos. El
general Bonilla y los pasajeros civiles, que iban sin casco, sufrieron
traumatismos. Derecho, como si fuera a planear, el helicóptero se
estrelló en el parque del fundo de la familia Lazcano (también amigos
de Bonilla), a metros de la casa patronal.
Los carabineros que habían vigilado el helicóptero en El Calabozo y
que venían tratando de seguir el recorrido llegaron en cuestión de
segundos. Las llamas habían comenzado y el cuerpo del general
Bonilla colgaba, semisalido, en las puertas. Un carabinero lo sacó
mientras estallaban las municiones del armamento que iba arriba. El
cabo mecánico se arrastró y salió por sus medios. Unos minutos
después estalló el estanque. La autopsia mostró que Bonilla murió de
traumatismo encefalocraneano.
Pocas horas después llegaron al lugar dos técnicos franceses que
habían venido a supervisar compras de helicópteros. Hicieron la
primera inspección junto con personal de la Fuerza Aérea. Una sola
cosa les pareció rara: el rotor de cola del helicóptero había quedado a
enorme distancia del aparato. Después comenzaron los hechos
anómalos.
El sumario abierto por la FACh fue tomado por el Ejército, sin que
nunca se conociera su resultado. El cabo sobreviviente, cuyo
testimonio alcanzó a ser conocido por la FACh, fue enviado a Francia
a hacer un curso que ya había seguido.
El coronel a cargo de la Aviación del Ejército fue destituido. En la
prensa se publicó la versión de que Bonilla había insistido en salir a
toda costa, y de que sobrecargó con pasajeros la máquina. Los
técnicos franceses murieron en el accidente de otro helicóptero. El
resultado de la investigación fue clasificado bajo el timbre “Secreto”.
La muerte del ministro de Defensa estremeció al país.
Un hombre sobre el cual se había dicho que podía estar arrestado en
su hogar, ¿podía tener una muerte tan casual, con sus dispositivos de
seguridad y su experiencia? La familia, que investigó también por sus
medios, quedó con la convicción de que se trató de un accidente.
Para despejar las sospechas, dos días después, en sus funerales, la
viuda pidió apoyar a la Junta. Ese día se vio a Pinochet llorar junto al
féretro (9).
El 7 de marzo debió reestructurarse la cúpula del Ejército.
Técnicamente, el general de división Héctor Bravo debía ocupar
ahora el puesto número 2 y, por tanto, el cargo de Bonilla: ministro de
Defensa. O al menos, jefe del Estado Mayor. Ni una ni otra cosa
ocurrieron: Pinochet lo nombró embajador en Tailandia, y puso a
Herman Brady, tercero en el escalafón, como nuevo ministro de
Defensa.
El general Gustavo Alvarez asumió la jefatura del Estado Mayor (era
hasta entonces subjefe), secundado por el general Carlos Forestier.
Al Estado Mayor Conjunto (o de la Defensa) fue enviado el general
Sergio Arellano; en el lugar de éste quedó Julio Polloni y la
Guarnición de Santiago se entregó a Rolando Garay.
8
EN EL AJEDREZ DEL MUNDO
A su “guerra” interna, el régimen debió sumar el peligro real de confrontación con
Perú. Y debió dar otra guerra aún más dura, que siempre perdió: la de la imagen.
Con un servicio diplomático a cargo de militares y grados de improvisación
inverosímiles, no podía ser de otra manera: los bochornos abundaron en este
enfrentamiento con el planeta.

El mismo 11 de septiembre de 1973, el Estado Mayor de la Defensa


fue informado en Santiago de que en Lima se había reunido el alto
mando militar peruano, para evaluar lo que ocurría en Chile. El 12, un
grupo de altos oficiales expuso ante el Presidente, el general Juan
Velasco Alvarado, la opinión taxativa de un sector del Ejército
peruano: el golpe en Chile debía ser aprovechado para una acción
relámpago sobre Arica.
El Ejército chileno sabía que la situación era peligrosa: la centenaria
aspiración de recuperar territorios perdidos en la guerra de 1879
había estado rondando fuertemente en Lima durante todo el 73.
Así se interpretó el cierre casi automático de la frontera que declaró el
Presidente Velasco Alvarado, un líder de esa peculiar izquierda militar
peruana que sentía amistad con Salvador Allende.
Los años han demostrado que en rigor aquel general tuvo la intención
de detener a sus propios camaradas, empeñados en una acción de
consecuencias imprevisibles.
Los informes recibidos en Santiago hablaban de una posible “guerra
rápida de objetivo limitado”, es decir, una conquista de territorio sobre
la provincia de Tarapacá.
El peligro de guerra con Perú había sido la más fuerte preocupación
del alto mando en Santiago en los meses previos al golpe. A lo largo
de todo ese año se había desarrollado una campaña sistemática de
hallazgos de uniformes del 79 y de rastros del saqueo de Lima: ¿se
estaba preparando a la opinión pública? Los informes castrenses
hablaban de una dimensión física de la operación (ocupación de
territorio) y de otra ideológica (la acción nacería vinculada al
centenario de la guerra, pero adelantada). Lo concreto es que Perú,
con o sin la voluntad de Velasco Alvarado, inmediatamente después
del golpe, movilizó su dotación de cazas supersónicos. Poco después
del 11, cerca del Callao, realizó ensayos de bombardeos destinados a
comparar su precisión con la de los Hawker Hunter que actuaron
sobre La Moneda.
El estado mayor chileno decidió entonces reforzar el norte y hacer de
Tarapacá el centro de una emergencia bélica. Se realizaron múltiples
juegos de guerra. Se organizaron distintos regimientos, se armaron
los mandos de operaciones y se inició un “traslado por infiltración”
hasta Putre, para no alertar al enemigo.
Eran unos mil 200 hombres. No había otro regimiento de Caballería
tan poderoso. La costa quedaba a cargo de los tanques. Y del
altiplano, la FACh. Putre debía ser el bastión de defensa y eventual
penetración en el altiplano. El desierto fue minado en amplias franjas,
salvando los caminos; se construyeron fortificaciones subterráneas y
defensas antitanques en la costa. Pesados tetrápodos de concreto
armado fueron fabricados e instalados a lo largo de la Línea de la
Concordia, como una visible advertencia al vecino del norte.
Un plan de enlace de telecomunicaciones tendría su comando propio
en el “teatro de operaciones”. El “teatro” era frágil para Chile: una sola
ruta debía abastecerlo. De ser aislado por la aviación enemiga, el
resultado sería desastroso. Para suplir esa deficiencia se instalaron
arsenales ocultos.
Trozos de la ruta 5 norte —la Carretera Panamericana— fueron
pintados con signos fosforescentes para que pudieran funcionar como
pistas en caso de ser copados o dañados los aeródromos usuales.
El núcleo de la táctica sería el uso de líneas de defensa natural: las
sucesivas quebradas que atraviesan el norte.
Se programaba, para el peor de los casos, una retirada escalonada
hacia el sur, pero con un límite: la quebrada de Camarones. Allí debía
detenerse a los blindados peruanos.
El ingenio buscó suplir la escasez de recursos.
El Ejército ordenó la venta de un stock excedente de cobre que había
quedado en Chuquicamata, para comprar armas. También adquirió
todos los yaganes (jeeps Citroen livianos, armados en Chile)
disponibles y los dotó de ametralladoras .30 y .50. Se recurrió a la
colaboración de civiles. Un equipo de la Escuela de Ingeniería de la
Universidad Católica, integrado por el después ministro Juan Antonio
Guzmán, ideó un proyectil antiblindado dirigido por radio. Otros
sistemas, de minas y de blindajes, fueron desarrollados con el apoyo
de la industria privada.
HV1, TODAVÍA VIGENTE
A comienzos de 1974, el gobierno de Santiago intentó un ejercicio de
distensión por la vía de afrontar problemas comunes con los
peruanos. Un informe sobre planes de agitación continental
preparados por la UP fue enviado a los militares peruanos.
Velasco Alvarado le restó importancia.
Pero paralelamente surgieron denuncias de arsenales que se estarían
armando en Lima y de intentos de infiltración en las FF.AA. de ese
país. La información chilena era fiable: sus datos procedían de
fuentes directas. Una supuesta predicadora evangélica, con el amplio
acceso que le daba su condición a los círculos militares, transmitía
casi diariamente sus apuntes. La predicadora se llamaba Ingrid
Olderock y era oficial de Carabineros.
En febrero de 1974, el Presidente peruano comentó una propuesta
que pensaba hacer para acordar un congelamiento de adquisición de
armas en América Latina por diez años. Un claro síntoma del estado
de las relaciones con Chile fue la reacción que este anuncio produjo
en Perú: la irritación cundió entre los círculos militares y de gobierno.
El jefe de la revolución debió precisar que se trataba sólo de una idea.
Así que, otra vez, durante todo el 74, los militares chilenos
continuaron la preparación de la eventual guerra.
HV1 seguía vigente.
Bajo esa clave —Hipótesis Vecinal 1— el Estado Mayor de la
Defensa estudiaba la posibilidad de conflicto con un solo país. Otras
dos hipótesis, HV2 y HV3, consideraban la hostilidad con Bolivia o
Argentina, o las tres naciones simultáneamente.
—Veíamos que la guerra se venía con todo: Perú, Bolivia y Argentina.
Era una guerra planteada como de objetivo limitado, pero podía
tratarse de un objetivazo: se pretendía el Estrecho, el Cabo de Hornos
y Arica —contó un oficial que participó en las operaciones de la
época.
Dado que Perú había sido el primer país sudamericano en incorporar
tanques y otros equipos de la URSS, se especulaba con que el
Kremlin, fracasada la experiencia chilena, se concentraría en la
revolución peruana.
Cierto desconocido profesor de Georgetown, que había escrito
algunas cosas sobre América Latina, fue contactado por la diplomacia
chilena para que difundiera su visión de una URSS dolida y buscando
reemplazo: el profesor se llamaba James Theberge.
En ese ambiente asumió como embajador en Lima el general (R)
Máximo Errázuriz. Al presentar sus credenciales, un mitin contra la
Junta chilena le enturbió la jornada.
La diplomacia chilena de entonces, absolutamente confundida con la
Defensa Nacional, decidió que lo mejor sería aislar el conflicto
mediante una delicada operación multilateral, centrada en el general
Hugo Banzer, jefe de Estado boliviano.
La ceremonia que en Brasilia instaló a Ernesto Geisel en la
Presidencia, en lugar de Emilio Garrastazu Médici, permitió que se
reunieran los gobernantes militares de Chile, Brasil, Paraguay y
Ecuador, más el autoritario dirigente uruguayo Juan María
Bordaberry.
Existe una tesis según la cual la presión de estos regímenes obligó a
los militares peruanos a bajar su perfil en el área del Cono Sur (1).
Cierta o no la teoría, es un hecho que en ese contexto surgieron las
gestiones que culminaron, más tarde, con la reunión de Pinochet y
Banzer en el “abrazo de Charaña” (2).
La operación tuvo éxito a fines del 74: un día de noviembre, el general
Odlanier Mena, a cargo de Arica, se reunió con el comandante de los
blindados peruanos de Tacna, general Artemio García, para el
“abrazo de la Concordia”, una ceremonia en la que se instaló un
monolito y sendos arbolillos a ambos lados de la Línea de la
Concordia (3).
No se había ganado la paz definitiva: sólo un peligro estaba
conjurado.
DESCONCIERTO EN LAS EMBAJADAS
El criterio de la defensa militar dominó las relaciones exteriores de los
primeros momentos en el nuevo régimen.
El 11 en la mañana, cuando los funcionarios de la embajada de Chile
ante los organismos internacionales con sede en Ginebra recibieron
las noticias del golpe militar, su primera reacción fue tratar de destruir
los equipos de comunicación. En esa sede funciona una central de
télex comunicada permanentemente con la Cancillería en Santiago.
Desde allí, los mensajes son repartidos al resto de Europa. El
sabotaje a los télex habría provocado un gran lío: pero los
funcionarios encontraron la tenaz oposición del embajador Hernán
Santa Cruz.
La situación en casi todas las representaciones diplomáticas era de
total incertidumbre.
Técnicamente, los embajadores debían renunciar. Casi todos lo
hicieron en su primera comunicación con Chile.
Pero hubo casos diferentes. En Londres, Alvaro Bunster se negó a
entregar la embajada, y tuvo una rara disputa con el adicto naval, el
contralmirante Oscar Buzeta, que terminó cuando Bunster
desapareció de la embajada. En Pekín, el embajador Armando Uribe
se tomó la sede, instalando una bandera. Las autoridades chinas
debieron obligarlo a salir, pero sólo lo consiguieron un mes después
del golpe.
El embajador en Corea del Norte, Fernando Murillo, optó por abrir un
libro de condolencias por la muerte de Allende. Poco después esa
embajada fue cerrada.
En la noche del 12 de septiembre de 1973, en la Escuela Militar de
Santiago, la Cancillería quedó a cargo del contralmirante Ismael
Huerta. Los involucrados no recuerdan una razón significativa para
que a la Armada le correspondiera esa cartera. Huerta había sido,
junto a Carvajal, el enviado de Merino a las reuniones de conspiración
previas al golpe, en la casa de una prima de Sergio Arellano Stark.
Los “méritos especiales” del contralmirante fueron recompensados.
Tras asumir como canciller, el 17 de septiembre fue ascendido a
vicealmirante (4). Pero el subsecretario que redactó el decreto incurrió
en un imperdonable error: dispuso el ascenso a partir del 15 de
septiembre. Huerta pidió corrección. Un nuevo decreto estableció que
había sido vicealmirante desde el mismo 11 (5).
El trabajo del nuevo canciller se inició en Defensa. Allí tomó contacto
con uno de sus primeros asesores civiles: Orlando Sáenz. Este fue
llevado al Ministerio en una patrulla —había toque de queda—, junto
a otros siete dirigentes empresariales. Los hicieron pasar a una sala
donde estaban los cuatro miembros de la Junta y el vicealmirante
Patricio Carvajal. Este explicó que los nuevos gobernantes deseaban
testimoniar la convicción de que el golpe había sido obra central de
las fuerzas gremiales, pero lamentaban no poder hacer público el
homenaje.
A la salida, Sáenz fue citado a una sala contigua, donde lo esperaban
Huerta y el general Nicanor Díaz Estrada. Hablaron largamente, toda
la mañana: tema central fue el desastre de la economía y del
comercio exterior.
—Debemos empezar a trabajar de inmediato para arreglar este
pastel, que es horrendo —dijo Huerta—. Al menos usted conoce al
cuerpo diplomático.
También se integraron como asesores el diplomático Enrique
Bernstein y el empresario Ricardo Claro. Con ese equipo, la
Cancillería se trasladó al ala sur de La Moneda, que salvó del
bombardeo del 11.
El 1° de octubre se declaró en reorganización el Ministerio: todo el
personal quedó interino (6). El 11 se dictó un decreto que dispuso que
la designación de los embajadores de Chile en el exterior se haría (y
se había hecho) por la Junta desde el 12 de septiembre (7).
LOS PRIMEROS ROCES
Mientras se abocaba a lo económico, un problema de otro orden
empezaba a acosar al ministro. Cientos de personas buscaron asilo
en embajadas y miles fueron detenidas en recintos habilitados como
cárceles. Embajadores de casi todos los países requerían a diario
información sobre detenidos y permisos para sacar gente: en los
primeros seis meses se extendieron cerca de siete mil
salvoconductos.
En octubre se acordó con Acnur que la mayoría de los detenidos en el
Estadio Nacional viajarían al extranjero. Las embajadas más
invadidas eran las de México, Argentina, Panamá, Venezuela,
Honduras, Colombia y Suecia. De una etapa en que se mantuvo
relaciones con casi todo el orbe, incluida el área socialista, se pasó a
una tensa relación de Chile con el mundo.
—El problema no puede mirarse dentro de Chile no más —decía
Pinochet, explicando su visión de la seguridad interior—. Este es un
tablero de ajedrez. Y los jugadores están fuera. Nosotros estamos
dentro y tratamos de colocarnos fuera del tablero. Pero hay otro
jugador que está mirando desde afuera, y que se quiere meter
adentro, a la lucha que se quiere crear (8).
Los constantes abusos en derechos humanos acentuaron las
hostilidades hacia el nuevo régimen.
Chile rompió relaciones con Cuba y Norcorea. Mientras la URSS
anunciaba que sólo tenía suspendido sus vínculos, otros países
socialistas optaron por el corte, y China advirtió que las relaciones se
mantenían. Tampoco rompieron Rumania y Albania.
El panorama externo era desolador. Casi sobre la marcha, la
Cancillería esbozó una reacción: campaña de imagen. Un grupo de
juristas salió a recorrer el mundo por tres semanas: en Madrid, la
capital del franquismo, fueron expulsados de una universidad. En
Bolivia, otro equipo, esta vez de dirigentes gremiales, fue desairado
por los periodistas, que los dejaron hablando solos. De Venezuela
fueron expulsados.
Otros partieron por su cuenta. A Sergio Onofre Jarpa se le vio en las
graderías de la ONU trenzado a puñetes con un grupo cubano que
insultaba a los militares chilenos.
“CÁLLESE, VOY ARMADO”
La primera pelea cuerpo a cuerpo con el mundo se dio en la ONU,
que iniciaba su Asamblea General en aquel septiembre.
Para defender a Chile de una acusación cubana ante el Consejo de
Seguridad, se llamó el día 13 al diplomático Raúl Bazán, asignado en
la ONU: ya no se contaba con el embajador Humberto Díaz
Casanueva, amigo de Allende.
Los cargos eran dos: que buques chilenos habían perseguido al navío
cubano Playa Larga, que con un cargamento de azúcar esperaba sitio
el día 11; y que patrullas militares habían disparado a la embajada
cubana en Santiago.
La primera ayuda para enfrentar el caso la ofreció la delegación de
EE.UU. Los dos embajadores en la ONU, Golbderg y Bennet,
invitaron a Bazán a la residencia del segundo. Querían evitar que
Cuba ganara en el Consejo.
Bazán preparó la defensa en Washington. El alegato tuvo lugar el 18
de septiembre.
Bazán admitió que el Playa Larga fue perseguido y dijo que ello se
debió a que la nave no obedeció las órdenes. En cuanto a los
disparos sobre la embajada, explicó que fueron una respuesta al
tiroteo con que fue recibida una patrulla enviada por Carvajal a
custodiar la sede. Argumentó que la legación, desguarnecida en la
mañana del 11, era posible objetivo de atentados. También aseguró
que se debió responder al fuego hecho desde la embajada en contra
de un piquete que tomó el control de los colindantes y estratégicos
estanques de agua potable de Antonio Varas, pues se temía fueran
envenenados.
La querella cubana no prosperó y Bazán fue premiado con el
nombramiento de embajador ante la ONU.
Por esos días llegó a Nueva York el canciller chileno, acompañado de
Enrique Bernstein, Fernando Coloma, Ricardo Claro y Orlando Sáenz,
para hablar en el foro.
Ya al ingresar al edificio de la ONU, para saludar al secretario
general, Huerta debió oír gruesos insultos de un grupo de
manifestantes.
En ese clima hostil, habló Huerta. Agresivamente.
Se retiraron de la sala los soviéticos, cubanos y mexicanos, y los
miembros del Pacto de Varsovia.
—Las Fuerzas Armadas y Carabineros han tomado la tarea de
reencauzar al país por la senda del derecho y la libertad. Una vez
logrado nuestro objetivo —prometió—, no dudaremos un minuto en
retirarnos a nuestros cuarteles y naves.
Huerta logró algunas entrevistas y fue invitado a la embajada de
España y a un banquete de Henry Kissinger en el Museo
Metropolitano.
Pero una sorpresa más aguardaba a la representación chilena.
Como Huerta viajó a Washington, Bazán debió responder a la
violentísima réplica que hizo Cuba el 9 de octubre. Dijo que mientras
en Chile el golpe costó algunas vidas por lado y lado, en Cuba la
crueldad llegaba al punto de que Fidel Castro —“caudillo
omnipotente”— se deleitaba invitando a amigos a las ejecuciones en
el paredón.
El canciller cubano, Raúl Roa, no pudo resistirlo:
—¡Maricón, hijo de puta! —gritó, acercándose a la tribuna con cuatro
guardaespaldas que blandieron sus armas.
El embajador uruguayo se cruzó gritando.
—¡Atájenlos!
—¡Cállese, embajador —dijo un guardaespaldas—, y siéntese, que
voy armado!
Bazán, entretanto, intentaba en vano arrancar de cuajo la lamparilla
del estrado, para defenderse.
Sólo la intervención de los guardias de la ONU impidió que Roa
subiera a la tarima.
El embajador chileno y su esposa fueron sacados en auto desde el
subterráneo para evitar la salida principal, donde más cubanos
esperaban.
A fines de septiembre, Bazán sufrió un nuevo gesto hostil: le cerraron
la puerta en una reunión del Grupo de los No Alineados al que hasta
entonces pertenecía Chile.
En el plano económico el balance no fue tan negativo: pese a la
imagen, Ricardo Claro y Orlando Sáenz consiguieron abrir canales
crediticios.
LA DIPLOMACIA PRETORIANA
El terremoto que azotó a la Cancillería con el golpe fue devastador
para el servicio diplomático. La Junta partió botando a la calle a 200
de los 400 funcionarios de carrera (9), en un movimiento que sirvió
también para meter en la Cancillería a decenas de oficiales de las
FF.AA en grados medios. Las fuentes aseguran que la reducción
llegó al 40 por ciento del personal, y al 32 por ciento de los ministros
consejeros. Se trataba, decía el régimen, de modernizar y agilizar ese
Ministerio (10).
En la definición usada por los expertos, se pasó del estilo “civil-
pragmático” con que se manejaban las relaciones exteriores en
democracia a uno “pretoriano-ideológico” (11).
Aunque como embajadores se mantuvo al principio una mayoría de
civiles, el cambio fue drástico (ver recuadro).
A René Rojas Galdames, funcionario de carrera con amplia
experiencia y pasado radical, se le llamó al Vaticano para que se
hiciera cargo de la representación en Buenos Aires, con la
expectativa de que en esa sede solventara él mismo los gastos de
representación. Ese argumento tuvo peso: la Junta quería colocar a
toda costa a un militar en Buenos Aires.
A la Santa Sede se envió a un hombre inusualmente joven: Héctor
Riesle, de 30.
La improvisación en el fino tejido de las relaciones exteriores llegó a
límites insólitos.
Una vez se ordenó a Huerta llamar a Fernando Durán, que había
dirigido El Mercurio de Valparaíso, para enviarlo de embajador a
Bélgica. Durán se presentó en el Diego Portales para una audiencia
con la Junta. Salió visiblemente alterado. Lo habían hecho entrar a la
oficina de trabajo de los comandantes en jefe.
Merino lo miró.
—Usted es el señor Durán, el que se va de embajador a Bélgica,
¿no? ¿Parlez-vous francais?
Y, mirando a Pinochet, agregó:
—¡Que Bélgica ni que nada! ¡Este es el hombre! ¡No se va a Bélgica,
se va a Francia!
La Junta acababa de saber que el agrément pedido para un miembro
de la Corte Suprema había sido rechazado.
En 1974, durante un cóctel en el Cerro Castillo, Pinochet se acercó a
un ex asesor que acababa de dejar funciones y se disponía a viajar a
Caracas, para que llevara una carta personal al nuevo Presidente
Carlos Andrés Pérez.
El emisario fue recibido por un funcionario de confianza del gobierno
de Caracas, quien le hizo una confidencia: Pérez acababa de reunirse
con su colega colombiano Misael Pastrana Borrero; hablaron de Chile
y se informaron mutuamente de que rechazarían los agrément
solicitados por la Junta para dos militares.
Pérez quería que esto se le dijera a Pinochet, para resolver el asunto
discretamente.
Pinochet se enfureció: ordenó insistir en la petición.
Colombia igual lo rechazó, pero esta vez con escándalo. Venezuela
dio una fría aceptación: el embajador jamás pisó el palacio de
gobierno después de presentar credenciales.
AGREGADOS CULTURALES
Entre las operaciones de imagen armadas en la primera etapa, una
apuntó a los “expertos en comunicación”.
El 19 de noviembre de 1973 se dictó un decreto que aumentó a 25 las
diez plazas de adictos culturales (12).
Fueron citados a la Cancillería Maximiano Errázuriz, Jorge Navarrete,
Lucía Gevert y Hernán Millas.
Los recibió el subsecretario, Enrique Carvallo.
—Queremos ofrecerle el puesto de agregado cultural y de prensa.
Usted podría irse a Canadá —dijo—. Aunque, en realidad, si estudió
en los Padres Franceses, mejor váyase a Ginebra.
Errázuriz partió a Suiza. Lucía Gevert, redactora de El Mercurio, fue
enviada a Alemania, y Jorge Navarrete a Londres. El cuarto de los
citados esa tarde, Hernán Millas, rechazó la oferta (Colombia).
En un rápido curso de la Academia Andrés Bello, los postulantes se
instruyeron. El número uno era procurar que no apareciera nada
sobre Chile, más que intentar publicaciones positivas.
El 23 de diciembre llegó a destino uno de los primeros enviados.
Maximiano Errázuriz tocó el timbre en el 56 de la rue de Moillebeau,
departamento 41, la oficina del embajador en Ginebra, Pedro Daza.
En la puerta había un símbolo de recepción: una corona negra con
filones blancos: Au peuple chilien, assessiné par le régime militaire.
Fue contra ese tipo de casos que la Cancillería concedió máxima
importancia a su Dirección de Información Exterior, Dinex. La dirigió,
desde diciembre, Carlos Ashton, capitán de navío reintegrado, ex
gerente de radio Agricultura. En Dinex, instalado frente al Diego
Portales, Ashton preparó una gigantesca ofensiva mundial de
información. Se firmaron centenares de contratos con radios, canales
de televisión, diarios y revistas, para que incluyeran espacios con
informaciones positivas de Chile. Ashton formó su equipo con un
pequeño núcleo: Alberto Guerrero, Luis Souza, Mario González y
Renato Deformes.
EE.UU., TRAGO AMARGO
En la operación hubo que incluir también a Estados Unidos: contra
todas las esperanzas de los militares chilenos, Richard Nixon había
mostrado demasiada frialdad pública con el régimen chileno. Pese a
que se había especulado sobre la participación de Estados Unidos en
el golpe militar, era un hecho que ese gobierno había querido tomar
distancia.
El embajador Nathaniel Davis había recibido la orden expresa de no
saludar a la Junta. El primer contacto formal había demorado dos
semanas, para un reconocimiento que llegó después que el de otros
22 gobiernos.
Davis había dejado Chile el 1° de noviembre (13), no sin representar
su preocupación por los derechos humanos.
Sólo en febrero del 74 había llegado un nuevo embajador, David
Popper.
En el intertanto, unas dos docenas de norteamericanos habían sido
detenidos. El cadáver de uno, Frank Teruggi, fue hallado en la
morgue, mientras otro, Charles Horman, desapareció (14).
En febrero de 1974, el régimen chileno había querido presentar como
un gran éxito una reunión del canciller Huerta con Henry Kissinger, en
el marco de las conversaciones que en Ciudad de México dieron lugar
al Tratado de Tlatelolco (15). Pero la cita había servido apenas para
que Huerta presentara el dramatismo de la urgencia económica.
Kissinger había advertido a Huerta que el Congreso podía ser
afectado por las opiniones de los liberals y obligar a la Casa Blanca a
suspender la ayuda militar.
El influyente senador Edward Kennedy había presentado una
enmienda en esa dirección sólo días después del golpe (16), y estaba
insistiendo
En la seguidilla de visitas inspectivas de aquellos días (17), tres de los
asesores de Kennedy se entrevistaron en abril con el general Bonilla,
ministro del Interior.
Al mes siguiente, el senador le escribió a Pinochet: sin progresos en
la situación de los derechos humanos “nos resultará imposible apoyar
en forma efectiva los acuerdos de cooperación bilateral”.
La respuesta fue dura: Pinochet dijo que ahora entendía a los que
hablaban de imperialismo (18).
La ofensiva siguió cuando la subcomisión de Inteligencia del Comité
de Servicios Militares de la Cámara citó a declarar al jefe de la CIA,
William Colby. Colby entregó información sobre las actividades de la
CIA en Chile desde 1964: ocho millones había destinado para
desestabilizar a Allende (19). Rechazó haber tenido participación en
el golpe, pero la revelación de que la CIA había sido autorizada para
intervenir en las elecciones reforzó la opinión de los liberals.
En Santiago sonaron todas las alarmas.
En junio, cuando Pinochet se disponía a hacer una completa
reestructuración del gabinete, los asesores propusieron que se
nombrara a un civil en la Cancillería. La Armada sugirió a alguien con
vinculaciones empresariales: Hernán Cubillos. Pero el jefe de la
FACh, Gustavo Leigh, recibió malos informes de Cubillos. Cubillos
había peleado con El Mercurio, y su figura estaba vedada para
algunos sectores. Apelando al estatuto de la Junta, que le permitía
vetar a los ministros, Leigh impidió el nombramiento de Cubillos.
En su lugar fue puesto el vicealmirante Patricio Carvajal, que dejó
Defensa. Huerta quedó destinado en la ONU (20).
UNA EMPRESA PARA LA IMAGEN
Un segundo esfuerzo de magnitud por arreglar las cosas con EE.UU.
vino por un camino doble: la seguridad interamericana y los arreglos
de las cuentas pendientes.
Para lo primero, fue Pinochet el que tomó la iniciativa. Durante su
primer viaje fuera del país, invitado a la asunción de Ernesto Geisel
en Brasil, se reunió con Hugo Banzer e inició las conversaciones con
Bolivia.
Poco después, de visita ante su colega paraguayo Alfredo Stroessner,
organizó un encuentro en el aeropuerto de Morón con el general Juan
Domingo Perón.
Ambas cosas fueron presentadas como un esfuerzo americanista en
favor de la paz regional, del mismo modo que el rechazo a Cuba se
expresó en la ausencia de Pinochet ante la cumbre de presidentes y
cancilleres de Ayacucho, en 1974.
La operación complementaria —el arreglo de las cuentas— dio sus
primeros frutos a mediados del 74, cuando se acordó el pago de 59
mil millones de dólares a la Anaconda, por los minerales de Chuqui y
El Salvador, y se anunciaron negociaciones similares con la
Kennecott, por El Teniente y La Exótica.
No fue suficiente.
El 8 de agosto de 1974, tras soportar la tormenta política de
Watergate, Richard Nixon debió dejar la Casa Blanca.
A poco de asumir, su sucesor, Gerald Ford, continuó con el
distanciamiento, declarando que EE.UU. nada tuvo que ver con el
golpe y que sólo dio ayuda a la oposición. En esos días, en el Comité
Church se veía el informe de la CIA.
Kennedy volvió a la carga para cortar la ayuda militar cuando se
debatió en el Congreso la ley de asistencia extranjera para 1975.
Aunque Ford anunció que vetaría cualquier embargo a Chile y el
Senado rechazó la nueva enmienda, en diciembre ambas cámaras
votaron el corte de la ayuda militar a Chile, a menos que se
garantizara una mejor conducta del régimen.
Fue a la vista de esos resultados que el gobierno de Santiago decidió
iniciar otra operación publicitaria: contrató al norteamericano Marvin
Liebman, dueño de Liebman Incorporated, como consultor en
relaciones públicas. Liebman aceptó, pero creó un consejo de
pantalla para que sus actos no parecieran provenir del régimen
chileno.
Inscribió en Nueva York el American Chilean Council, como agente
legal del Consejo Chileno-Norteamericano, que controlaría Nena
Ossa, en Santiago (21). Un memorando confidencial fue enviado por
Liebman en diciembre del 74 al embajador en Washington, Manuel
Trucco. En marzo del 75, Liebman Inc. recibió un cheque de 25 mil
dólares enviado por Mario Arnello, en nombre del consejo chileno. La
operación consistía en establecer contactos con sectores influyentes,
para conseguir aprobación de leyes favorables a Chile.
Estos y otros esfuerzos, sin embargo, serían vanos.
Se aproximaba el año 75.
Con él venían más y nuevos bochornos para la nueva diplomacia
chilena.
9
UN LADRILLAZO SOBRE CHILE
Entre fines del 74 y comienzos del 75 los Chicago boys instalados en puestos
claves de la red económica prepararon el asalto al poder. La defensa por Jorge
Cauas de la política de “shock” dio el paso decisivo. A contar de ese momento, el
modelo empezó a imponerse como una aplanadora, mientras a la DINA se le
recargaba el trabajo.

El ladrillo: en aquellos días de fines de 1974, para los hombres que


rondaban al gobierno, el núcleo del problema estaba resuelto en el
ladrillo.
Ladrillo llamaban sus escasos conocedores al voluminoso documento
preparado por la oposición a Allende en los últimos meses de la UP,
sobre cuyo prestigio había llegado al gobierno un grupo significativo
de economistas educados en Chicago, algunos con tendencias
opuestas pero con igual preocupación por los fenómenos
macroeconómicos.
A decir verdad, el ladrillo era difícil de aplicar al pie de la letra, porque
muchas manos habían pasado por él: desde democratacristianos
hasta nacionales, gremialistas y nacionalistas, empresarios y
dirigentes, militares y civiles.
Pero todos sabían que el ladrillo caía bien en las Fuerzas Armadas y
por tanto era un buen escudo para el asalto al poder. Así que muchos
grupos pugnaban por él: la definición de un programa de largo aliento
pasaba por resolver el asunto pendiente de quién mandaba.
El cuadro era confuso y complejo.
Los militares cobijados en el Comité Asesor de la Junta y
encabezados por el general Aníbal Labarca y los oficiales Luis Danús
y Gastón Frez sometían a constante debate las decisiones
propuestas por los técnicos y los secretarios ministeriales.
El propio equipo de ministros no estaba muy cohesionado.
Raúl Sáez, nombrado en el cargo teóricamente supremo de la
Coordinación Económica, solía no estar de acuerdo con los
planteamientos de los Chicago. Sáez no polemizaba demasiado, pero
su voz tenía mucha potencia en la Junta misma y, especialmente, en
la Fuerza Aérea.
Pero además resultó evidente que la crisis petrolera desataría efectos
internacionales desastrosos: fundamentalmente, la baja en el precio
del cobre.
El presupuesto del año anterior, pese a sus rigideces, había sido
manejado con cierta holgura, en gran medida porque la Junta tenía
una preocupación que la desvelaba: no hacerse impopular tan
tempranamente.
Además, el hecho de que los ministros fueran uniformados creaba
canales irregulares.
Cada vez que un ministro se sentía agobiado, acudía a los superiores
de su arma: de ese modo, con más frecuencia de la que hubieran
querido, los funcionarios de la economía se veían sobrepasados por
el rango castrense.
Además, por si fuera poco, para afrontar el comienzo de 1975 había
dos condiciones agobiantes: 1) el ajuste debía ser realmente severo, y
2) las Fuerzas Armadas exigían que su propio presupuesto se
ampliara, a la vista de las necesidades de la “defensa interna”.
Los signos de que la inflación volvería a galopar eran visibles en el
horizonte. La Junta le temía a esto como si se tratara de un maleficio:
toda clase de penurias políticas se auguraban detrás de las cifras.
Los nervios se habían hecho públicos, síntoma perverso del
descontrol que podía venir.
Rafael Cumsille, dirigente del comercio, emplazaba a la Sofofa y al
empresariado a congelar los precios para detener la espiral alcista.
Secamente, la Sofofa respondía que “la inflación no se para con
demagogia”. La disputa escalaba tan rápidamente, que Jaime
Guzmán tenía que pedir una tregua (1).
Los economistas democratacristianos que participaban en cargos de
gobierno veían con creciente desaliento que su presencia empezaba
a carecer de justificación: su influencia menguaba día a día y el
gobierno las emprendía cada vez más duramente contra su partido.
Algunos meses antes, en 1974, el ex diputado Carlos Dupré había
pedido permiso para asumir la dirección de Dirinco.
Pero la directiva del PDC, a través de una carta enviada al general
Oscar Bonilla por Patricio Aylwin, había condicionado las
autorizaciones que en el futuro diera su partido a la fijación de plazos
del gobierno: la Junta debía decir cuándo se iría del poder. La carta
había irritado al Ejército y, en particular, a los generales, que sentían
cierta cercanía con la DC, porque, según decían, eso los aislaba entre
sus propios compañeros. Bonilla había replicado a la carta en duros
términos (2).
La detención de Claudio Huepe y la expulsión de Renán Fuentealba,
en los meses postreros de 1974, habían planteado otra situación sin
salida: los democratacristianos que habían creído poder “hacer algo”
desde dentro no tenían ya motivo para seguir intentándolo.
EL PALCO RESERVADO
La asunción oficial de la Presidencia, en diciembre del 74, permitió al
general Augusto Pinochet marcar fuertemente las diferencias de
poder con los que habían sido sus pares en la Junta.
El problema de quién mandaba comenzaba a resolverse de modo
irreversible.
El fenómeno empezó a apreciarse primero en los detalles. Tras su
designación presidencial, Pinochet consiguió que cada una de las
ramas de las Fuerzas Armadas le nombrara un edecán individual.
Mínimo como puede parecer a los ojos civiles, el episodio señaló un
hito: hasta ese día, cada miembro de la Junta tenía un solo edecán,
de su propia arma. A partir de entonces, sutilmente, las cuatro ramas
quedaban implícitamente subordinadas a un Mando Supremo único e
indiscutible.
Un día de finales de 1974 Pinochet decidió recorrer el edificio Diego
Portales piso por piso. Inspeccionó las oficinas, las dependencias, el
equipamiento. Después su gabinete preparó los oficios necesarios
para disponer los cambios. En la nueva distribución, Pinochet sacó al
gabinete de la Armada de su lado y se reservó los dos últimos pisos
para la Presidencia. En el piso 22 quedó el gran salón de sesiones, la
secretaría de la Junta y un despacho privado de Pinochet. En el 21
quedaron las dependencias del gabinete presidencial. Al piso 20 pasó
la Armada, mientras la FACh ocupaba el 19 y Carabineros el 18.
Otras acciones para distinguir el rango y el cargo del general se
sucederían en aquellos días.
Después de una función de Carmen en la que el general Gustavo
Leigh fue aplaudido por el público del Teatro Municipal, Pinochet
distribuyó una circular restringiendo el uso del palco presidencial a su
persona. El palco, de dos filas de cuatro asientos, era por lo demás
bastante incómodo: estaba casi sobre el escenario, y su ubicación era
lateral. La orden recordó a los miembros de la Junta que hay otro
palco, el número 21, creado por el ex Presidente Eduardo Frei, con 16
lugares y una ubicación central al fondo de la sala. Ese, y no otro,
debía ser el palco que habrían de usar los demás miembros de la
Junta.
Contrastando con la fuerza de esos gestos formales, Pinochet evitó
marcar demasiado la diferencia en la tarea legislativa de la Junta, que
siguió con su ritmo usual.
Un ritmo nefasto: el desorden en la emisión de las leyes era
inaguantable a fines del 74.
La Armada, que vio cómo varios de sus proyectos eran corregidos y
alterados hasta lo irreconocible, propuso cambiar el modus operandi y
convertirlo en algo formal. El abogado Aldo Montagna (con rango de
capitán de navío) y su subordinado, el oficial Mario Duvauchelle,
estudiaron un modelo: así nació, redactado y propuesto por ellos, el
decreto ley 991, que creó las comisiones legislativas.
La FACh lo aprobó de inmediato: era la que más había sufrido la
cruda experiencia de los decretos sacados por secretaría, en la
sombra y de sorpresa (3).
Las comisiones legislativas permitieron que se integrara al rodaje
jurídico del régimen un número importante de juristas, abogados,
economistas y especialistas en diferentes materias: una especie de
corporación de asesores, trabajando en el terreno movedizo de la
política militar.
UN EQUIPO DE JÓVENES
Pero el ladrillo continuaba sin aplicarse. Las órdenes y las
contraórdenes seguían siendo la tónica dominante en la economía.
Con Pinochet en el mando total, las cosas se simplificaron para los
Chicago: ahora había que convencer sólo a uno, y ganar la pelea
delante de él. Ese debate se hizo a finish en los últimos meses de
1974: sólo lo conoció el mundillo de la macroeconomía.
Tras la expulsión del ex presidente del PDC, Renán Fuentealba, el
director de Presupuesto, Juan Villarzú, presentó su renuncia.
El propio Pinochet lo tomó de un brazo y lo llevó a su despacho.
—No se preocupe —le dijo, hablando del caso Fuentealba—, estas
cosas no van a ocurrir de nuevo.
Villarzú retuvo su cargo, pero sabía que era cuestión de días. La
polémica en torno al ajuste puso el punto final. La salida de Villarzú
significó que se despejara uno de los más importantes reductos
conflictivos para los Chicago.
En marzo asumió un hombre de su confianza, Juan Carlos Méndez:
con él se completó el cuadro de altos funcionarios encargados de
aplicar el ladrillazo.
¿Quiénes eran esos hombres, desconocidos entonces para el
público?
En Odeplan, que dirigía el ex marino Roberto Kelly, había un núcleo
importante. Kelly había llevado como su asesor principal a Emilio
Sanfuentes, uno de los organizadores del equipo que elaboró el
ladrillo. Gracias a sus oficios y consejos, Kelly se había convertido en
un verdadero representante del poderoso equipo de técnicos jóvenes
que estaba cobijando en su entidad.
El principal de esos jóvenes era el jefe del Departamento de Estudios,
que había regresado desde EE.UU. en octubre de 1973, directamente
a ese cargo. Se llamaba Miguel Kast. Kast era el producto más
brillante de su generación, formada en los años 60 en la Universidad
Católica. Había estado en los orígenes del gremialismo y se le
consideraba un cerebro organizativo. Junto con el cargo en Odeplan,
Kast asumió tareas en algunos de los aparatos más secretos del
mundo militar. Esa intimidad con el poder facilitó su veloz ascenso.
Por su intermedio, otros talentos jóvenes fueron ingresando a
diversas áreas de la administración económica (4).
Aunque otra gente complementaba su trabajo (5), para la decisiva
polémica de fines del 74 y comienzos del 75, fue Kast el que dio
impulso a la participación de Odeplan.
En el Banco Central trabajaban otros dos hombres de importancia
máxima, aunque de diversa procedencia ideológica: Pablo Baraona,
que venía de las filas del Partido Nacional, y Alvaro Bardón, militante
del Partido Demócrata Cristiano.
Baraona había entrado al gobierno como asesor del Ministerio de
Agricultura, en parte porque su familia estaba ligada a la tradición
agraria y en parte porque había sido expropiado con violencia en los
días de la UP.
Bardón no quiso aceptar cargo en aras de la distancia crítica, pero
desde la Universidad se fue identificando con el equipo de Chicago.
EL MANGO Y LA SARTÉN
Pero el líder de todos, el mejor orador, el hombre de ideas más claras
y más firmes posiciones, era un economista que en los primeros días
posteriores al golpe fue recomendado como asesor de alto nivel para
el Ministerio de Economía, y que ejerció una influencia decisiva en la
polémica devaluación de octubre de 1973.
Sergio Tejo de Castro tenía fama de talento descollante.
Aunque hay quienes sostienen que tras su inteligencia ha estado la
de Manuel Cruzat, que nunca quiso dedicarse al gobierno, sino a la
empresa privada (6), De Castro era reconocido como uno de los
mejores entre sus pares.
En 1955 había sido becado a la Universidad de Chicago gracias a la
visita de Arnold C. Harberger, con quien llegaría a ser amigo. Pese a
todo lo que se ha dicho después, De Castro no se inspiraba tanto en
Milton Friedman, que contra toda evidencia creía que su modelo era
propio de la democracia, sino en su maestro y amigo Larry Sjastaad,
cuya inflexibilidad teórica era ampliamente conocida en Chicago (7).
En los primeros días del 74, De Castro había mostrado una fuerte
personalidad incluso ante el mismo Pinochet: en una sesión a la que
fueron invitados ministros, asesores y funcionarios de alto rango, se
discutió la necesidad de cambiar los sistemas tributarios para generar
incentivos a la inversión (8). Pinochet intentó zanjar la polémica
acudiendo a un argumento terminal:
—Y por último —dijo—, los que tenemos la sartén por el mango
somos nosotros.
De Castro no se amilanó.
—General —contestó, para asombro de los presentes—, lo que
puede ocurrir es que se quede con el puro mango...
Hubo un silencio gélido.
A la salida, Pinochet ordenó que De Castro fuera despedido. Y Léniz,
acudiendo a casi todos sus amigos en las esferas más altas, pidió
que persuadieran a Pinochet de no proceder a tal cosa. Resultó: el
general fue convencido de que se trataba de un incidente menor,
imputable a la inexperiencia.
Léniz protegió el trabajo de De Castro hasta las últimas
consecuencias, pero hacia fines de 1974 comenzó a ser evidente que
entre ambos no había demasiado acuerdo. El ministro de Economía
impulsaba una receta gradualista para enfrentar los problemas del
año siguiente, pero De Castro pensaba que el único abordaje posible
era el shock, decidido y frontal. Así es que muy pronto el eje del poder
de decisión económica comenzó a trasladarse del Ministerio de
Economía (Léniz) hacia el Ministerio de Hacienda, donde Cauas sí se
mostraba de acuerdo con los partidarios del shock.
Debido a eso, 1974 fue el último año en que Economía tuvo la
preeminencia protocolar y la voz cantante en las decisiones: en
adelante el poder radicaría en Hacienda.
Cauas tenía lealtades múltiples. En 1970 había trabajado como
director del Instituto de Economía de la Universidad Católica, el
bastión donde había hecho su fuerza y su prestigio Sergio de Castro.
De allí nació una amistad prolongada, pero Cauas, que también había
sido vicepresidente del Banco Central bajo la administración
democratacristiana, fue nombrado en el 72 como director del
Research Center del Banco Mundial (9).
Para decidir la famosa devaluación de octubre del 73, Raúl Sáez
recomendó a la Junta que se contara con el concurso de Cauas y de
Carlos Massad. Sáez y Léniz influyeron para que, a la salida del
almirante Gotuzzo de Hacienda, a mediados del 74, se nombrara a
Cauas. Pero hacia finales de ese mismo año, las posiciones de
Cauas estaban enfrentadas con las de Léniz y Sáez para encarar el
futuro. Un Cauas irritado protestaba por la lentitud del ajuste: la
inflación bajaba poco y el presupuesto seguía abultado.
Los asesores de Cauas coincidían en que la situación económica
debía ser afrontada soslayando la situación política, tomándola como
algo dado, irreversible e inmutable. Tampoco se preocupaban mucho
por los problemas de popularidad. Si el ajuste significaba que
aumentara la cesantía, la pobreza marginal y el desamparo de
algunos estratos de la población, no había que tener remilgos, porque
a la larga, prometían, el beneficiado sería el país entero.
Cauas, católico practicante y amigo del cardenal Raúl Silva
Henríquez, era uno de los pocos altos funcionarios que mantenía
relaciones con la jerarquía de la Iglesia Católica.
Pero, a decir verdad, tampoco quería que eso influyera en las
decisiones.
Cierta tarde visitó al cardenal en su casa de calle Simón Bolivar. El
cardenal escuchó sus puntos de vista, sus planes, sus propósitos.
Después le dijo, con tono de reproche.
—Hijo, eso no va a funcionar...
Cauas cambió de tema y el cardenal tuvo la sensación de que su
palabra no había sido oída.
Eso fue distanciando a los conductores del equipo de la gente como
Raúl Sáez.
Durante el 74, a lo menos en dos sesiones de gabinete, Sáez había
levantado la voz para decir que el problema de los derechos humanos
estaba afectando gravemente la obtención de recursos externos, y
que la configuración de un clima de libertades políticas ayudaría a
salir del atolladero que se asomaba en el horizonte.
En esa polémica, Cauas y su gente sostuvieron que el apoyo externo
sería siempre difícil, por razones políticas. Y dijeron que, dada esa
situación, habría que prescindir de él y aplicar una drástica política de
reducción interna, que bajara el gasto fiscal y acomodara al mercado
la variable del empleo: si el mercado dictaba que hubiera cesantía,
cesantía debería haber.
En enero de 1975, una reunión de todo el equipo económico enfrentó
de manera crucial las posiciones. El grupo de Chicago, arremolinado
en torno a Cauas, preparó entonces los planes para enfrentar el 75.
Léniz fue sencillamente sobrepasado.
Con Sáez se aprovechó una circunstancia casual. Contra todos los
consejos, el almirante Merino se había empeñado en ir a España para
conocer al caudillo Francisco Franco. Pero las relaciones con Madrid
estaban casi en cero, luego de que la Junta suspendiera un contrato,
suscrito por la UP, para internar una gruesa cantidad de vehículos
Pegaso.
Sáez fue enviado a arreglar el entuerto, y luego aprovechó de
renegociar cuentas externas en Europa.
La ausencia dejó el campo libre.
EL PODER EN UNA FRASE
En marzo estuvo listo el plan: era una verdadera asonada para copar
el poder en las decisiones de la economía.
Un sombrío viernes 4 de abril de 1975, un funcionario del Instituto
Nacional de Estadísticas se sentó frente a los periodistas y leyó, con
rostro amargo, el resultado del IPC de marzo: 21,2%.
Esa cifra sirvió de detonante: al equipo que se preparaba alrededor
de Cauas le vino de perillas para iniciar el lanzamiento de su modelo.
Cinco días más tarde, el 9 de abril, el gabinete renunció para dejar en
libertad de acción al Presidente ante las dificultades económicas.
En la tarde del día siguiente, el jueves 10, Jorge Cauas preparó
personalmente el texto de un decreto que le daría la calidad de
superministro, con amplias facultades para tomar decisiones en la
economía.
Aunque se mantendría en la cartera de Hacienda, tendría bajo su
mando práctico a todas las reparticiones públicas vinculadas a su
área y a diez ministerios más: Economía, Agricultura, Minería, Obras
Públicas, Transportes, Vivienda, Salud, Trabajo, Odeplan y Corfo.
El decreto, numerado después con el 966 (10), creaba el Ministerio de
Coordinación Económica y Desarrollo, que también funcionaría como
asesoría directa al Presidente.
Construir esas facultades extraordinarias había sido motivo de graves
perturbaciones en la Junta. El poder de veto de los comandantes en
jefe sobre los nombramientos había sido ya insinuado en debates
anteriores.
El jefe de la FACh había impedido la llegada de Hernán Cubillos a la
Cancillería y, también en 1974, se había opuesto a que Francisco
Soza Cousiño asumiera la responsabilidad de la Corfo.
Así es que junto con el nombramiento de Cauas se deslizó un
pequeño, casi insignificante precepto de concentración del mando.
Nadie lo notó en ese momento. Todo consistió en una frase incluida al
final, casi colgando de la letra b) del artículo 2. En esa letra se daba a
Cauas poder sobre los nombramientos y remociones de altos
funcionarios, con la excepción de los ministros de Estado, “cuya
designación y remoción es del resorte exclusivo del Jefe del Estado”.
Se eliminaba así el nombramiento “con acuerdo de la Junta” que
regía hasta entonces.
VETO EN PLENO JURAMENTO
El 11 de abril, cuando ya el decreto estaba redactado y promulgado,
cuando Cauas había iniciado la formación de sus equipos, Pinochet le
solicitó públicamente que presentara un Programa de Recuperación
Económica (11).
Cauas lo tenía ya listo. Pero sólo una vez que la petición presidencial
se hizo pública, la comisión ad hoc tomó un carácter más formal.
Roberto Kelly (por Odeplan), Sergio de Castro (por Economía), Alvaro
Bardón y Pablo Baraona (por el Banco Central) y, Juan Carlos
Méndez (por Hacienda, en la Dirección de Presupuesto) firmaron el
documento final (12).
El informe fue llevado al palacio de Cerro Castillo, donde estaba
Pinochet, para ser sometido a examen y crítica. Raúl Sáez, que venía
de Europa, se integró al otro día. Pinochet preguntó si había
objeciones, ante lo cual Sáez respondió que ni siquiera lo había leído.
La extraña situación azoró a los presentes: era obvio que el hasta
entonces principal ministro de la política económica estaba siendo
desplazado.
La reunión se suspendió para que Sáez leyera el proyecto.
En la terraza del palacio, Sáez ofreció su renuncia a Pinochet; el
general dijo que todo se arreglaría en la siguiente sesión de gabinete.
Pero en la sesión, Sáez impugnó duramente el proyecto Cauas. Atacó
el plan masivo de privatizaciones y advirtió sobre la cesantía que
podría crearse.
Se le respondió que el Fisco recibiría más dinero para el presupuesto
gracias al recién creado IVA, y que la desocupación podría
absorberse en parte con los programas de emergencia, como el
también nuevo PEM, que tendrían corta duración.
Sáez volvió a renunciar. Pero otra vez Pinochet le pidió que se
quedara, a la vista de las negociaciones inminentes con el Club de
París.
Unos días más tarde, el 14 de abril de 1975, fue designado el nuevo
gabinete: Sergio de Castro reemplazó a Léniz en Economía y Pablo
Baraona ocupó la presidencia del Banco Central, en vez del general
Cano.
Francisco Soza Cousiño relevó por fin al general Javier Palacios en la
Corfo. Pero su situación fue una de las más raras, y no sólo porque
se opusiera la FACh. También Cauas estaba en desacuerdo con su
nombramiento. Próximo ya al juramento, el superministro visitó a
Pinochet en su casa, donde el general pasaba una gripe, y expuso
sus objeciones. Pinochet había ofrecido ya el puesto a Soza Cousiño,
pero igual aceptó proponérselo a otro. Escogió a Léniz. Pero el
ministro saliente declinó el puesto, y aceptó una vicepresidencia
adjunta en Codelco. Así que Soza Cousiño volvió a ser el único
candidato. Y en esa extraña condición, con fuerte oposición y sin que
nadie admitiera haberlo recomendado, asumió en la Corfo.
En Justicia fue nombrado Miguel Schweitzer. La Junta se sacaba con
él un grave problema: la Corte Suprema había reiterado por enésima
vez la molestia que le producía tener en el Ministerio a un carabinero,
como era el general Hugo Musante (13).
Con Obras Públicas la Junta pagó lo que sentía como una deuda de
gratitud con los dirigentes gremiales que habían encabezado la
conspiración contra Allende: Hugo León Puelma era uno de los
secretos gestores de ese grupo.
En pleno juramento de los ministros, el lunes 14 de marzo, el general
Leigh quiso interponer de nuevo su veto sobre Soza Cousiño. Dijo
que su acuerdo para ese nombramiento no estaba. Por tanto, no
procedía. Pero la oposición no llegó más lejos: Pinochet hizo saber al
jefe de la FACh que una pequeña frase en el decreto ley 966 confería
al Presidente la atribución exclusiva de nombrar a los ministros.
CHISTE, SOLITARIO Y FINAL
Un verdadero torrente de proyectos de decretos leyes comenzó a ser
enviado por el Ministerio de Hacienda a la Junta: el cambio de la
estructura económica del país se había puesto en marcha.
La visita del gurú de Chicago, Milton Friedman, acompañado de
Arnold C. Harberger, pomposamente auspiciado por el BHC y
promovido por los funcionarios oficiales, sirvió al gobierno para
proclamar lo correcto de su rumbo.
Pero la avalancha de Chicago no podía imponerse sin heridos. En la
FACh y en la Armada comenzaron los primeros roces serios. Pronto
se sumarían algunos oficiales del Ejército.
Uno tras otro, los incidentes en las discusiones de los decretos leyes
fueron imponiendo el poder omnímodo del equipo económico.
La voz de Pinochet, que podía desequilibrar decisivamente esos
debates, fue identificándose de a poco con la de los Chicago boys.
Uno de los choques más severos se produjo en mayo, cuando se
propuso, en un pequeño acápite del decreto ley 1.056 (14), que la
Corfo pudiera enajenar bienes fiscales sin necesidad de propuesta
pública. En la tormentosa sesión donde se discutió el proyecto, la
FACh se opuso. Expresó abiertamente su temor de que las
enajenaciones sin propuestas fueran a dar a las manos de los grupos
económicos en gestación, y que una forma solapada de corrupción
funcionaria se cobijara en ese decreto. El debate fue, según algunos
de sus testigos, “un infierno”. La FACh perdió la batalla en medio del
silencio de los demás involucrados.
Pero el combate más duro tuvo lugar entre junio y agosto del 75,
cuando el ministro de Minería, Enrique Valenzuela Blanquier, entregó
un proyecto destinado a crear una super empresa que manejaría de
forma autónoma la gran minería, buscando impulsar la inversión
extranjera: era el primer paso para la desnacionalización del cobre.
El grupo de asesores de la FACh se opuso frontalmente: la
nacionalización había sido una decisión unánime del Parlamento, y su
retroceso implicaría la pérdida total de popularidad del régimen. La
Armada, a través del abogado Aldo Montagna, se sumó a las
objeciones. También lo hicieron algunos asesores jurídicos del
Ejército, como Fernando Lyon. Parte del gabinete de Pinochet
compartió la posición.
Tras arduos y encendidos debates, Pinochet decidió zanjar el
incordio.
—Esto se acaba aquí. Vamos a formar una comisión, y en quince
días debe estar listo el informe para decidir.
La comisión trabajó dos semanas y llevó como voz suprema a Julio
Philippi. El inclinó la balanza: recomendó la creación de la super-
empresa.
El general Aníbal Labarca, a la sazón jefe del Comité Asesor de la
Junta y por lo tanto cabeza del grupo de militares cuyo sesgo
“nacionalista” en la economía era indisimulable, hizo un comentario
en voz baja a quienes lo habían acompañado en la polémica:
—Siento vergüenza. Estoy verdaderamente asqueado.
Los tres miembros de la Junta pusieron sus firmas y se despachó el
texto al gabinete de Pinochet para que diera la última y solemne
aprobación.
Pero aquella vez Pinochet decidió esperar unos días. Terminaba
agosto y el proyecto estaba fijado para comenzar el 1° de octubre de
1975. Quedaba todavía tiempo para resolver.
Fernando Léniz sería el hombre que encabezaría la superempresa,
que estaría entre las 50 corporaciones más grandes del mundo, como
vicepresidente ejecutivo.
Los días que transcurrieron no bastaron para que sus asesores más
cercanos convencieran a Pinochet de la inconveniencia del proyecto.
Pero, de todos modos, resultaron también fatales para quienes lo
promovían. La razón fue casual.
Durante una concurrida comida en la que estaba presente el yerno de
Pinochet, Julio Ponce Lerou, los comensales dedicaron un pequeño
espacio a los chistes. Léniz, aficionado a ellos, los escuchó de buena
gana y mejor humor.
Hasta que se le ocurrió contar uno, relacionado con la crisis de
Chipre, que hablaba directamente de Pinochet.
El chiste llegó a oídos de Pinochet en cuestión de horas.
Poco después, el Presidente dio la orden de que Léniz no fuera
recibido más en su despacho.
Fue aquel chiste, y no las terribles peleas en las sesiones legislativas,
lo que terminó con el proyecto que desnacionalizaría el cobre chileno.
TRABAJO PARA LINCOYÁN
La imposición del plan de shock transformó al régimen.
La aspiración de algunos militares de crear un gobierno en el que
distintos sectores tuvieran voz e influencia, al modo corporativo, se
extinguió con la toma del poder por los Chicago boys.
La DINA recibió más trabajo que nunca en aquellos meses del shock
del 75.
La Brigada Lincoyán, dependiente del Departamento III (Económico),
tuvo a su veintena de agentes constantemente en las poblaciones y
los barrios populares, midiendo palmo a palmo el efecto de cada
nueva medida económica.
Instalados en los supermercados y los almacenes, contactándose con
una amplísima red de colaboradores irregulares a lo largo y ancho de
Santiago, eran capaces de informar al detalle lo que estaba pensando
la población del ladrillazo del 75.
La DINA tenía su propia opinión del modelo. Se oponía con
discreción, tratando de influir a través del COAJ. Pero una vez que
Cauas lanzó su plan, los agentes trabajaron como si se tratara de
algo propio.
A la inversa, el gremialismo aliado a los Chicago boys tenía su propia
opinión de la DlNA. Pero no la haría pública en aquel difícil año,
cuando la mano de hierro sería útil para aplastar cualquier insurgencia
contra la transformación de la estructura económica del país.
Como un celaje empezaron a aprobarse las grandes leyes: el paquete
de reprivatizaciones, que se fundaba en la tesis de que las empresas
en manos del Estado generaban expansión monetaria y, por tanto,
inflación (15); la sustitución de los impuestos directos por la
tributación del consumo; la ampliación del mercado de capitales; la
restricción de la política de remuneraciones; la apertura a la inversión
extranjera, incluso al costo de salir del Pacto Andino (16).
Para controlar al gasto público, Cauas y De Castro nombraron
funcionarios en cada ministerio: su tarea sería el manejo de los
dineros, con rango de subsecretarios, pero con más autoridad que el
propio ministro respectivo.
Los proyectos desarrollados por quienes no fueran afines al círculo de
Chicago no siempre fueron rechazados.
En cambio, pasaron a dormir el sueño de los justos. El estatuto social
de la empresa, las reformas al Código del Trabajo y el primer cambio
del sistema previsional quedaron en el papel como testigos del
esfuerzo de sus autores por empujar en otra dirección.
La popularidad se buscó por otros caminos. Gallup filtró para El
Mercurio una encuesta según la cual el 76 por ciento pensaba que en
verdad Pinochet trataba de ayudar a todos, el 78 por ciento confiaba
en que los militares arreglarían el país y el 79 por ciento ansiaba un
gobierno fuerte y autoritario (17).
Ese año se inauguró el Metro. José María Eyzaguirre reemplazó a
Enrique Urrutia Manzano en la presidencia de la Corte Suprema. Se
prohibió el ingreso de la comisión especial de derechos humanos de
la ONU, se estrenó El exorcista, Roberto Carlos hizo sonar Quiero tener
un millón de amigos y se usaron las corbatas anchas y las patillas
largas.
Ese año, en septiembre, Pinochet inauguró la “Llama de la libertad”
en el cerro Santa Lucía y Cauas le dijo al país que había logrado
equilibrar la balanza de pagos y extirpar los focos inflacionarios.
El ladrillazo estaba dado.
10
BAJO EL SIGNO DE LA CRUZ
Las relaciones de la Iglesia Católica con el gobierno siguieron un camino en
pendiente entre 1973 y 1975. El cardenal Raúl Silva Henríquez detuvo
tempranamente, y por petición del nuncio, una enérgica carta enviada por el Papa
Paulo VI, que nunca llegó a destino. Muy pronto se arrepentiría de aquella secreta
y desconocida gestión.

Cada vez que el cardenal Raúl Silva Henríquez se reunía con el


general Augusto Pinochet, los asesores de palacio temblaban: todos
sabían que en la sesión habría pullas, indirectas, directas y, en
ocasiones, hasta gritos.
Todo era imprevisible.
En ese año 1975, sin embargo, las citas sólo fueron agrias.
Especialmente en los meses finales: el general sentía que estaba
controlando el país con mano de hierro, los Chicago boys sorteaban
las turbulencias de la economía, los obstáculos políticos (incluida la
DC) estaban medianamente salvados, pero el peligro de la
insurrección continuaba allí, bajo sus pies.
Y, a su juicio, la Iglesia Católica la amparaba.
Entre septiembre y diciembre de 1975, una verdadera guerra de
gestos de autoridad se había librado entre el Ejecutivo militar y el
clero.
—Resistir a una dictadura atea es sencillo —comentaba un obispo—.
Lo difícil es resistir a una dictadura católica.
A lo largo de los dos años del régimen militar, las relaciones entre la
Iglesia y el gobierno habían seguido un camino en pendiente: el
deterioro era irreversible y parecía no tener fin.
En noviembre de 1975, Pinochet encontró que había llegado la
oportunidad.
Citó al cardenal a su despacho y le planteó el tema del Comité Pro
Paz, la peor espina que el régimen tenía en su esfuerzo por
demostrar que no cometía violaciones a los derechos humanos como
algo sistemático. El Comité era, según sus informes, un inequívoco
“foco de subversión”.
—No estamos de acuerdo —dijo el cardenal—. El Comité cumple una
tarea que la Iglesia respalda. Si ustedes respetaran los derechos
humanos...
—¡No me llene la cachimba de tierra, cardenal! —replicó Pinochet,
enojado—. ¡Si usted no lo quiere disolver, se lo disuelvo yo!
El cardenal advirtió que se trataba de una decisión. Optó por
aprovechar el enojo.
—Pídamelo por escrito, general.
La carta de Pinochet fue despachada el 11 de noviembre de 1975 (1).
Era el más severo golpe que se podía dar a la Iglesia de Santiago y,
en particular, al cardenal.
¿Cómo era posible? ¿Qué extraña dinámica había llevado las cosas
hasta este punto? ¿Qué rencores se habían acumulado en dos años?
FLASHBACK: 1973
Para entender el fenómeno hay que remontarse, otra vez, a los
orígenes del régimen, a los turbulentos días que siguieron al golpe, y
seguir la ruta de esas relaciones de dos años.
Hay que volver de nuevo a septiembre de 1973. Al 11 de septiembre.
Aquel día, a primera hora de la mañana, el cardenal Silva Henríquez
estaba orando cuando llamó el obispo José Manuel Santos.
—Raúl, pon la radio —le dijo.
La monja que preparaba el desayuno encendió el receptor.
—¿Qué pasa? —preguntó el secretario del cardenal, el sacerdote
Luis Antonio Díaz, que se venía levantando.
—Es que se armó, padre. Están echando a los upientos —respondió la
religiosa.
Empezaron a sonar los teléfonos. Desde diversas parroquias daban
cuenta de enfrentamientos y arrestos masivos.
El cardenal se comunicó con otros obispos. Ninguno podía salir.
Quedaron de juntarse al otro día en la Nunciatura.
Alarmado, el cardenal pidió a su secretario que recorriera algunos
sectores de Santiago. Díaz partió en el Fiat 125 con patente
diplomática que usaba el cardenal. Se dirigió a Sumar,
particularmente interesado en conocer la situación del dirigente
Manuel Bustos. Se encontró con la industria ocupada y los
destacamentos del MIR preparados para la lucha.
La tarde del 11 de septiembre de 1973 fue tensa en la casa de Raúl
Silva. Otro de sus asistentes, el sacerdote Raúl Hasbún, llegó en
silencio y se recogió en sus habitaciones.
No salió de allí en varios días.
Durante toda la noche se sucedieron los llamados telefónicos
pidiendo ayuda.
Al día siguiente el cardenal se trasladó a la Nunciatura, donde le
esperaban los obispos José Manuel Santos, Bernardino Piñera,
Orozimbo Fuenzalida y Sergio Contreras.
Juntos prepararon la declaración que saldría a nombre de la
Conferencia Episcopal y que fue enviada a media tarde del día 13 a
los medios de comunicación.
El miércoles 14 el cardenal regresó a su casa y Luis Antonio Díaz
llevó al Ministerio de Defensa el texto de la declaración.
—Esto no se puede publicar. Hay puntos en que no estamos de
acuerdo y el cardenal debe cambiarlos —le dijo Alvaro Puga.
—Soy nada más que un mandatario. Si usted quiere, pregúntele
directamente al cardenal —contestó el sacerdote.
Discó el teléfono y llamó a la casa de Simón Bolívar.
—Quédate tranquilo. Ya salió publicada —dijo el cardenal.
Apareció el ayudante de Alvaro Puga y acotó: “Han estado
discutiendo de más. Esto ya salió publicado”.
Luis Antonio Díaz abandonó rápidamente el Ministerio.
Horas después un emisario de la Junta llevó al cardenal un mensaje
confidencial.
—Fue como una puñalada por la espalda, cardenal. En la declaración
nada se dice de la salvación patriótica del país.
A esa misma hora, en una céntrica residencia de sacerdotes, una
pareja de jóvenes militantes de izquierda llegó en busca de auxilio. Se
les atendió, pero nadie hizo nada. Tuvieron que irse. En la noche, los
sacerdotes se reunieron para celebrar la eucaristía. Un seminarista
norteamericano, que hablaba algo de español y llevaba dos meses en
Chile, dijo que no estaba en condiciones de celebrar la eucaristía
porque sentía rota su comunión con Dios. Explicó que había visto a
dos personas que necesitaban ayuda y nadie se las había
proporcionado.
Varios de los presentes se conmovieron.
—Hemos pecado en el sentido más auténtico del término. Hemos
dicho que no a Dios en la persona de dos muchachos cuyas vidas
estaban en peligro —reflexionó uno de los religiosos.
UN CAPELLÁN ARMADO
Días después, el teléfono volvió a sonar en la casa del cardenal para
anunciar la llegada de unos emisarios de la Junta.
Cuando se acercó a recibirlos, el cardenal tuvo una sorpresa.
—Y usted, hombre —exclamó—, ¡qué hace con esa pistola al cinto!
—Su Eminencia, es que hay mucho peligro.
—¡Pero usted es un sacerdote!
—Soy capellán militar, Su Eminencia...
—¿Y eso qué significa? ¿Va a disparar con eso, va a matar a
alguien?
El joven capellán Alberto Villarroel, vestido con uniforme de guerra,
miró al general (R) Jorge Court, intermediario de la Junta con el
cardenal, y guardó silencio. El cardenal estaba enojado.
Aquel fue el primer incidente directo de la máxima jerarquía de la
Iglesia Católica chilena con los enviados de la debutante Junta de
Gobierno.
Silva Henríquez se opuso a la petición que ese día le llevaban, pero
no fue eso, sino tal vez la ausencia de felicitaciones y albricias por el
golpe lo que puso en alerta a la Junta.
La cuestión del Te Deum resultó irritante: después de que el cardenal
se negó a hacerlo en la Escuela Militar, se llegó al acuerdo de usar un
templo cuyo nombre completo era de lo más apropiado para los
militares: La Gratitud Nacional al Sagrado Corazón de Jesús por el
Triunfo de las Armas y Héroes de la Guerra del Pacífico.
En tanto, la represión también alcanzaba a sacerdotes y religiosos. El
viernes 14 fue detenido en Valparaíso el cura y profesor universitario
Miguel Woodward. Conducido a bordo del buque Lebu, murió sin
poder resistir la tortura.
Cinco días más tarde una patrulla militar arrestó al jefe de personal
del Hospital San Juan de Dios, el sacerdote español Joan Alsina. Lo
llevaron al recinto que la Armada mantenía en la Quinta Normal,
donde fue sometido a un severo interrogatorio. Otro sacerdote
español presenció la dura sesión y hasta ayudó en ella. Su cadáver
apareció en el río Mapocho con trece balas en la espalda. Al día
siguiente fue sepultado por el obispo Fernando Ariztía, el sacerdote
Ignacio Ortúzar y otros religiosos españoles.
El 1° de octubre fue arrestado en Santiago el cura español Antonio
Llidó. Testigos afirman haberlo visto en la casa de torturas que la
DINA mantenía en la calle José Domingo Cañas, en la comuna de
Ñuñoa. Nuevamente fue visto en el campamento de prisiones de
Cuatro Alamos a fines de octubre, desde donde desapareció hasta
hoy.
Gerardo Poblete, salesiano, profesor del colegio Don Bosco de
Iquique, fue detenido por carabineros el 21 de octubre en la terraza
del Colegio Salesianos de Iquique. A las ocho de la noche llamaron
desde la comisaría a su superior para que le diera la extremaunción,
pero ya estaba muerto.
La autoridad militar de Iquique emitió el 25 de octubre una aclaración:
“El padre Poblete, que iba esposado, resbaló en la pisadera del
furgón, cayendo pesadamente al pavimento sin consecuencias
iniciales aparentes por lo cual fue conducido al interior de la
comisaría...” y más tarde “se le fue a buscar al calabozo para ser
interrogado, encontrándosele inconsciente”.
La aclaración citó el informe de la autopsia: “Causa de la muerte:
anemia aguda generalizada debido a hemorragias agudas por
desgarros pulmonares, originados estos por fracturas de arcos
costales toráxicos... y hemorragias agudas del hemisferio cerebral
izquierdo... consecuencia de la caída del furgón N° 693”.
La arremetida prosiguió.
Fueron allanadas las parroquias Cristo Rey, San Cayetano, Santa
Rosa de Lo Barnechea, Cristo Nuestro Redentor y Santa Helena,
entre otras.
Las tropas ingresaron a las vicarías de la zona oriente y poniente.
Arrestaron a miembros del Movimiento de Obreros de la Acción
Católica y de la Juventud Obrera Católica.
Invadieron el colegio Sagrado Corazón y la residencia de las monjas
inglesas.
Intervinieron el colegio Saint George, de la congregación Santa Cruz,
porque allí había “adoctrinamiento marxista”.
Clausuraron o censuraron medios escritos de la Iglesia como Pastoral
Popular, Mensaje y Mundo 73.
Luego de algunas semanas el balance era desalentador: tres
religiosos muertos, más de 45 detenidos y unos 50 expulsados del
país (2).
CARTA DEL VATICANO
En los primeros días de octubre de 1973, antes de que el golpe
cumpliera un mes, el Papa Paulo VI, informado de lo que ocurría en
Chile, decidió intervenir.
Envió una carta dirigida al Episcopado chileno, con severas
observaciones sobre la situación de violencia, el problema de los
prisioneros y el respeto a los derechos humanos. Hablaba en ella del
“derramamiento de sangre” en Chile y de la necesidad de restablecer
con urgencia el orden democrático.
La carta de Paulo VI, un Papa más bien renuente a tener una
presencia fuerte en la escena política internacional, habría sido una
verdadera explosión en el seno de la Junta: la más relevante
personalidad mundial impondría su voz para pedir respeto por los
caídos y clemencia con los derrotados.
No es claro que la Junta haya conocido la existencia de esa carta en
aquellos días.
Pero Paulo VI estaba tan decidido a levantar su palabra, que el 7 de
octubre expresó a la prensa romana su congoja por la “represión
sangrienta” en el país.
Dos días más tarde, aprovechando de devolverle una visita de
cortesía, la Junta en pleno visitó al cardenal Silva Henríquez en sus
oficinas. Habló Pinochet.
Dijo que las palabras del Papa eran muy hirientes, que seguramente
estaba mal informado, que la Iglesia chilena debería ayudar.
El cardenal se comprometió a hacerlo. Pocas horas después declaró
que la Iglesia hubiera querido que el Papa tuviera otra imagen de
Chile.
Pero la carta seguía vigente, y esperaba en un escritorio de la calle
Montolín.
El nuncio Sótero Sánz no sabía qué hacer con ella.
Sánz había llegado como nuncio a Chile durante el gobierno de
Allende, en su primera destinación, pero llevaba largos años en la
Secretaría de Estado del Vaticano (3), y sabía cómo se movía la
diplomacia púrpura.
Ahora estimaba que la carta sería un golpe durísimo para la Junta, un
aliento para la eventual subversión armada, y, sobre todo, un
obstáculo para su silenciosa tarea de amparar, proteger y hasta asilar
gente perseguida.
Así que acudió al cardenal.
—¿Por qué no me ayuda a convencer a Su Santidad de que esta
carta sería perjudicial? —le dijo.
A toda prisa, sobre la tensión de esos días, Silva Henríquez partió a
Roma.
El 3 de noviembre de 1973 se reunió a solas con el Papa y le explicó,
como si fuera suyo, el punto de vista del nuncio.
La conversación fue larga.
El Papa tenía abundante y precisa información de lo que sucedía en
Chile y sus motivos para enviar la misiva eran poderosos.
La persuasión de Silva Henríquez pudo, sin embargo, más: Paulo VI
decidió suspender la publicación de la carta y dejó en manos del
cardenal el manejo de la cuestión (4).
Durante años Silva Henríquez se arrepentiría de esa gestión.
Sólo 48 horas más tarde de la conversación, el cardenal declaró a la
prensa que la Iglesia prestaría al gobierno “la misma colaboración que
dio en todas sus obras de bien al gobierno del señor Allende” y que
solicitó “la misma libertad de acción de que gozó en el anterior
gobierno”.
La declaración, cuya lectura europea apuntaba a frenar las críticas
que se erigían contra la “complicidad” de la Iglesia, irritó a la Junta.
Pinochet reaccionó con furia y propuso hacer algo al regreso del
cardenal.
Sus asesores lo disuadieron.
El vocero de la Junta, Federico Willoughby, se limitó a decir a la
prensa que “no puede ser” que el cardenal hubiera hecho tal
comparación y que el gobierno se sentía “sorprendido” (5).
LA CASA DE SANTA MÓNICA
Por aquellos días, cientos de personas subían diariamente las
escaleras hasta el tercer piso del Arzobispado donde estaba la oficina
del secretario del cardenal.
Luis Antonio Díaz y una ayudante voluntaria no lograban atender a
toda la gente y a los pocos días del golpe surgió la idea de crear un
organismo que permitiera brindar asistencia a los más necesitados.
La primera urgencia era proteger a los extranjeros y hubo que
coordinar los esfuerzos con el Alto Comisionado para los Refugiados
de las Naciones Unidas, el Comité Intergubernamental de
Migraciones Europeas, la Cruz Roja Internacional, las embajadas, los
organismos especializados y el trabajo de las diversas iglesias.
Así nació el Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados, que logró
del general Oscar Bonilla la autorización para crear dos
campamentos, uno en Padre Hurtado y otro en una casa del
Arzobispado, en calle Crescente Errázuriz.
Al mismo tiempo, el cardenal reunió a representantes de otras iglesias
cristianas, e impulsó la formación de otro organismo que centralizara
la ayuda a las víctimas del golpe.
Le pidió al obispo auxiliar de Santiago, Fernando Ariztía, que la
presidiera. Convocó además a diversos sacerdotes y laicos.
El 9 de octubre dictó el decreto 158-73 del Arzobispado de Santiago,
anunciando la creación de “una comisión especial para atender a los
chilenos que, a consecuencia de los últimos acontecimientos
políticos, se encuentren en grave necesidad económica o personal”
(6).
Surgía el Comité de Cooperación para la Paz en Chile. En él estaban
el obispo Helmut Frenz, por el Consejo Mundial de Iglesias; Luis
Pozo, por la Iglesia Bautista; Tomás Stevens, por los metodistas; Julio
Assad, de los metodistas pentecostales; el luterano Augusto
Fernández; José Elías, por la Iglesia Ortodoxa; y el rabino Angel
Kreimann, por la comunidad judía. De la Iglesia Católica participaban,
aparte del obispo Ariztía, que lo presidía, los sacerdotes Patricio
Cariola, Baldo Santi y Fernando Salas.
El Movimiento Familiar Cristiano facilitó su sede en calle Santa
Mónica y allí se cobijaron los primeros colaboradores: el abogado
Jaime Irarrázaval, el ex embajador Alejandro Magnet, el sindicalista
Jorge Murillo, el sacerdote Cristián Precht, el sociólogo José Manuel
Parada, que actuaba como chofer, algunas religiosas y familiares de
detenidos.
Luego aparecieron Hernán Montealegre, José Zalaquett, Fabiola
Letelier, Germán Molina, Eduardo Loyola y muchos otros.
Primero fueron sólo consejos legales. Más tarde, después de
publicarse un aviso en la prensa dando cuenta de la existencia del
Comité, con un equipo de ocho personas se empezó a otorgar
asesoría a los trabajadores despedidos y defensa a los procesados
en consejos de guerra.
Cuatro meses después, en enero de 1974, se inició la presentación
de recursos de amparo ante los tribunales.
Poco a poco fue creciendo. A mediados del 74 contaba con 103
funcionarios en Santiago y 95 en provincias. A esa altura ya sostenía
un departamento para cada área crítica: Legal, Asistencial, Laboral,
Universitario, de Salud, de Solidaridad y Desarrollo y Campesino.
El departamento Zonas disponía de 24 oficinas en diferentes
ciudades.
LA CRUZ SIN SOMBRAS
El 21 de agosto de 1974 el general Pinochet viajó a Linares.
En un almuerzo ofrecido por la comunidad, el obispo de la diócesis,
Augusto Salinas Fuenzalida, afirmó que “ahora hay más esperanza,
hay más hermosura, hay aire que no sólo penetra en lo más profundo
de los pulmones, sino que del corazón, porque esta primavera es
obra vuestra, señor general”.
—La Iglesia debe seguir apoyando sin distingos, sin comparaciones,
al actual gobierno, que es distinto de los demás, que no es de
partidos políticos, que no es de servicios personales, sino que es la
encarnación de Chile —añadió.
Ese tono había sido empleado desde el golpe militar por otros obispos
y sacerdotes. Coincidían en cuestionar la exacerbada pasión política
a que se había llegado durante la Unidad Popular. Desconfiaban de
los partidos marxistas y veían con simpatías más o menos
disimuladas la irrupción de los militares. Creían que la presencia de
los uniformados sería breve. Lo necesario para apaciguar los espíritus
y reorganizar la devolución del gobierno a los civiles.
El anterior obispo de La Serena, Alfredo Cifuentes, donó su anillo de
obispo para “restaurar la patria”.
—Con profunda y patriótica emoción, tengo el honor de poner en
manos de esta Honorable Junta mi anillo pastoral con el fin de
contribuir modestamente a la obra de reconstrucción de Chile —
manifestó tres semanas después del golpe (7).
El obispo de Chillán, Eladio Vicuña, poco antes de la Navidad de
1973, afirmó que “es un gran bien para el país que la Honorable Junta
de Gobierno haya implantado por un largo tiempo el silencio político”
(8).
Francisco Valdés, obispo de Osorno, emitió una Oración por Chile el
mismo 11 de septiembre.
Dirigiéndose a Dios, señaló en parte de su carta: “En este radiante día
de septiembre de mi liberación yo reconozco súbitamente la mano
con que me guías”.
Pero no pasó mucho tiempo antes de que la casi totalidad de la
jerarquía de la Iglesia Católica se diera cuenta de que el advenimiento
de los militares no era lo que suponían.
Muchos se arrepintieron y callaron. Otros elevaron con fuerza cada
vez mayor sus voces.
OPERACIÓN LEOPARDO
El 20 de diciembre de 1973, cinco jóvenes fueron arrestados en la
población La Legua. Pobladores, familiares y sacerdotes presenciaron
la detención. Pocos días después aparecieron muertos a balazos. El
gobierno dijo que habían caído en un enfrentamiento con servicios de
seguridad, y que entre sus ropas se habían encontrado los
documentos de un Plan Leopardo.
La denuncia del caso llegó con abundancia de testimonios al Comité
Pro Paz, que la traspasó, ordenada y documentada, a Silva
Henríquez.
El cardenal escribió una carta a Pinochet acompañando los
antecedentes.
El debate en la Junta fue áspero. Se dio orden de investigar a todos
los servicios.
En la comunidad de inteligencia, muchos parecían conocer la
misteriosa clave denominada Operación Leopardo.
Pero sólo el director de inteligencia de Carabineros, el mayor Germán
Campos, levantó la mano. Culpó a la recién nacida DINA. Dio la razón
a los documentos de la Iglesia. Y elevó un extenso informe a sus
superiores.
Campos fue destituido de su cargo y trasladado a Chiloé.
La carta de Silva Henríquez fue respondida en términos corteses,
pero descalificando toda imputación sobre los servicios de seguridad.
La Operación Leopardo mostró a la DINA que Pro Paz había entrado
en una fase superior: en una peligrosa.
La DINA inició entonces la presión sobre el cardenal, de manera
directa. El propio coronel Manuel Contreras lo visitó para advertirle
que podía ocurrir algo. El cardenal denunció la amenaza en una
homilía de abril de 1974 (9). El sacerdote Luis Antonio Díaz fue
también amenazado: un equipo de la DINA le organizó una encerrona
en una calle con un auto Falcon blanco.
En ese dramático año, la DINA creyó tener por fin en sus manos la
disolución de Pro Paz.
Un militante socialista había confesado que su contacto estaba en la
sede de Santa Mónica 2338. En muy mal estado, el joven fue llevado
hasta el lugar por un contingente de la DINA. El propio Manuel
Contreras se hizo cargo de la operación. El cerco a la sede motivó la
intervención del cardenal, que llamó a Pinochet (ver capítulo 5).
Pinochet, siempre cordial y amable con Silva Henríquez, ordenó
levantar el sitio.
El cardenal pidió a dos médicos de su confianza que examinaran al
joven. Y las conclusiones de éstos fueron terroríficas: el cuerpo
presentaba torturas de distinta clase, quemaduras de cigarrillos,
golpes, fracturas. Con ese desolador diagnóstico, Silva Henríquez fue
a hablar con Pinochet.
Le dijo que la DINA estaba produciendo problemas graves al propio
gobierno. Le recomendó terminar con ella. Pinochet respondió que
estudiaría el caso, que estaba de acuerdo en que algo así no debía
ocurrir. Silva Henríquez salió de aquella reunión preocupado.
Entre los obispos no se había creado certeza ni unanimidad sobre lo
que estaba ocurriendo en materia de derechos humanos: ahora había
una prueba irrefutable.
Así que reunió al Comité Permanente y pidió a uno de sus médicos
que expusiera el caso.
Los obispos escucharon con estupefacción el informe. Vieron, casi sin
poder creerlo, cómo el puntero del doctor señalaba, en el dibujo de un
cuerpo, los signos del pavor. La sesión marcó a algunos de los
presentes. Desde entonces, la actitud de la jerarquía de la Iglesia no
volvería a ser la misma.
El cardenal entraba a su más dura encrucijada: estaba al borde de la
ruptura total con el gobierno, pero aún creía que el régimen podría
salvarse si se le mostraba buena voluntad.
En agosto del 74, Silva Henríquez y tres pastores de otras iglesias
comprometidas en Pro Paz, escribieron a Pinochet pidiendo el cese
del estado de guerra “que aflige a Chile”, sugiriendo un indulto
general y pidiendo la revisión de los procesos militares.
Pinochet respondió hacia fines del mes, corrigiendo las apreciaciones
de los religiosos y puntualizando que, pese a la “infiltración marxista”
en las iglesias, “no consideraría procedente exigirles medidas
concretas en materias que son de su exclusiva incumbencia” (10).
PANFLETOS SOSPECHOSOS
En el intertanto de ese intercambio, que el propio gobierno publicitó,
el general envió una comunicación confidencial a Silva Henríquez.
Expresaba en ella sus molestias por la tarea de Pro Paz y acusaba a
los sacerdotes de parroquias populares de permitir y alentar la
infiltración comunista. Decía que los panfletos estaban redactados
con terminología eclesial, prueba fehaciente del hecho.
Pinochet disponía de otras “pruebas” —los amplios ficheros
elaborados por la DlNA—, pero no podía citarlos: era un hecho que
en el Comité Pro Paz se había cobijado numerosa gente de izquierda,
en parte porque nadie más quería asumir la tarea.
El cardenal contestó en una fecha simbólica: el 4 de septiembre de
1974. Explicó que el Comité Pro Paz era una institución ecuménica,
cuyo trabajo tenía el respaldo y la confianza de las iglesias cristianas.
Luego propuso una fórmula institucional global como solución a la
crisis: un “gobierno militar democrático”, que garantizara el respeto a
los derechos humanos. Advirtió sobre “las actitudes policiales” del
Ejército y el riesgo de desprestigio envuelto en ello.
La carta fue demorada en el despacho de Pinochet. Nadie se atrevía
a entregársela. Y como se temía, aquel día hubo un estallido de furia.
Pero aquello no fue nada: el cardenal rechazó en esos mismos días
una invitación para oficiar una misa solemne por el primer aniversario
del 11. Y más: el 18, en el Te Deum (que tuvo carácter ecuménico),
hizo una homilía centrada en las libertades públicas y los derechos
humanos.
La tensión parecía llegar a sus cotas máximas: cuando el MIR
anunció que había tomado contacto con el SIFA por intermedio de
Laura Allende y el obispo Carlos Camus, el gobierno protestó ante el
Vaticano, de manera discreta pero eficaz.
Camus debió ir en octubre a conversar con Pinochet. Explicó a la
salida que en aquella “reunión cordial” había aclarado que su papel
mediador sólo tuvo lugar a petición de las partes y con el objeto de
evitar muertes inocentes.
A SACAR AL CARDENAL
El segundo motivo de roces de gran envergadura fue la Universidad
Católica, en la que el gobierno designó como rector delegado al
vicealmirante (R) Jorge Swett.
El cardenal, gran canciller de la Universidad por derecho pontificio, no
recibió noticia alguna de la intervención. Pero a los pocos días,
alguien hizo saber al rector Swett que al ocupar esa posición estaba
violando el derecho canónico y que todo ello equivalía a algo así
como autodesignarse obispo. Swett visitó entonces al cardenal. Y el
cardenal, decidido a evitar roces tempranos con un régimen que lo
podía todo, optó por ratificar el nombramiento de Swett.
El conflicto abierto no tardó en estallar.
A medida que transcurría el 74, la Conferencia Episcopal veía cómo
su influencia en la Universidad era cada vez menor. A la inversa, la
proclamación que el régimen hacía de su poder en la UC era cada
vez más abierta.
El rector delegado quiso sacar de la Universidad a Jorge Awad,
vicerrector económico y hombre de confianza del cardenal. E insistió
tanto, que Silva Henríquez decidió dejar el paso libre y suspendió el
ejercicio de su cargo de gran canciller.
La polémica duró algunos días. El rector Swett no tuvo remilgos para
anotar que a su modo de ver todo era “un pretexto” de la Iglesia para
recuperar la Universidad.
El cardenal, en cambio, parecía preocupado del largo plazo.
Los obispos, indignados con la intervención, aconsejaban que se
quitara a la Universidad su carácter pontificio y se la dejara como una
simple universidad militarmente ocupada.
Arduos debates tuvieron lugar en el seno de la Conferencia
Episcopal.
Al final, la decisión quedó en manos del cardenal.
Y éste sugirió al Vaticano el nombre del sacerdote Jorge Medina,
hombre conocido en Roma, cercano a la Universidad y simpatizante
del régimen: las tres condiciones que se requerían para atemperar la
tensión y conservar a la Universidad en el marco de la Iglesia, aunque
fuera de un modo inicuo.
Durante meses, y hasta años, muchos obispos quedarían enojados
con aquella intervención del cardenal. Opinaban que la vinculación de
la universidad con la Iglesia sólo serviría para amparar atropellos.
De hecho, unos meses después, ya en 1975, varios obispos pidieron
una entrevista con el ministro de Educación, el contralmirante Arturo
Troncoso, para recordarle el carácter católico de las universidades
intervenidas. Sin demasiadas sutilezas, el ministro respondió que el
financiamiento de esas mismas universidades era estatal.
A partir de la mitad de 1974, las sesiones políticas de la Junta
(distintas de las legislativas) comenzaron a registrar, de manera
sistemática y reiterada, la intención de despejar el obstáculo que
significaba Silva Henríquez.
Aquellas reuniones estuvieron centradas en planificar la forma en que
el cardenal sería desalojado del centro de la vida política nacional. El
eje del plan era una esperanza infundada: que el Vaticano removiera
a Silva Henríquez. No de cardenal ni de obispo —lo cual era
impensable—, pero sí del Arzobispado de Santiago.
La operación debía pasar por muchos hombres que, instalados en
Roma, se dedicaran a conseguir apoyo cardenalicio para persuadir al
Papa de que se asignara a Silva Henríquez un cargo en la Santa
Sede. Se contaba con el respaldo de algunos obispos españoles de
indisimulada cepa franquista. El propósito final era llegar al secretario
de Estado vaticano, el cardenal Dell’Acqua.
El esfuerzo más serio se hizo tratando de envolver al cardenal en un
escándalo financiero. Una viña que poseía en Talagante como base
de su mensa episcopal, la parte de renta libre que se permite a los
purpurados, fue usada para los efectos de denunciar que Silva
Henríquez se estaba enriqueciendo en forma personal. La acusación
molestó al Vaticano, pero una discreta investigación fue abierta para
despejar toda sombra de duda. Al concluirla, el Papa decidió reafirmar
su respaldo al cardenal y le ofreció dinero extra para sus obras de
caridad.
Mes tras mes, día tras día, la operación fue fracasando.
“PASÓ TU OPORTUNIDAD”
Así, con la ya difundida sensación de que el daño era irreparable, se
llegó a septiembre del 75.
Cuatro días después del segundo aniversario del régimen, el 15, el
obispo Carlos Camus tuvo una conversación privada con los
periodistas que cubrían Iglesia.
En el diálogo fue franco y directo: admitió que personas de filiación e
ideas marxistas trabajaban en Pro Paz, y explicó las razones de ello.
Habló también sobre el gobierno, hizo algunos juicios sobre Pinochet
y narró casos de derechos humanos.
Alvaro Pineda de Castro, que asistía a la conferencia, rompió el off the
record y preparó una versión de lo dicho por Camus. La Segunda, que
bajo la dirección de Mario Carneyro venía siguiendo una sostenida
línea de ataques a la Iglesia, la publicó en el acto.
La crisis se desató de inmediato. Al obispo luterano Helmut Frenz se
le prohibió el ingreso al país después de que su propia grey lo había
descalificado.
Al mes siguiente, en noviembre, Andrés Pascal Allende, Marie Anne
Beausire y Nelson Gutiérrez, sobrevivientes máximos del MIR, se
enfrentaron con la DINA en una parcela de Malloco. Gutiérrez salió
herido de la lucha. Pero los tres huyeron y llegaron por la noche a una
parroquia. Allí fueron asistidos por Fernando Salas, Patricio Cariola y
algunas religiosas. Cariola consiguió la ayuda de la doctora inglesa
Sheila Cassidy, que dio atención de primeros auxilios a Gutiérrez.
El 1° de noviembre, la DINA llegó a la sede de los Padres
Columbanos, en Larraín Gandarillas. Tras una balacera, en que
resultó muerta la portera, la doctora Cassidy fue llevada a Villa
Grimaldi.
El 7 del mismo mes, un grupo de sacerdotes trasladó a Gutiérrez a la
Nunciatura.
—No los puedo ayudar —había dicho monseñor Sótero Sanz—, pero
si entran, no los expulsaré.
El asilo colmó la paciencia de los aparatos de seguridad.
Así, tras esa cadena de incidentes y a los dos años de fricciones,
Pinochet pidió la disolución de Pro Paz. Silva Henríquez, atrapado por
la dinámica de los hechos, accedió el 27 de noviembre. El gobierno
entendió mal la situación.
Como si el campo se hubiera despejado, decenas de personas
vinculadas a Pro Paz fueron perseguidas y acorraladas en diciembre.
Hubo sacerdotes detenidos, abogados torturados, religiosas
golpeadas.
En la Iglesia cundió la desazón. No pocos se sintieron abandonados
por el cardenal. Silva Henríquez partió a Roma. En la audiencia
privada que Paulo VI le dio, hablaron de la situación chilena. El
cardenal pidió que ahora, por fin, se diera a conocer la carta que el
Pontífice había enviado en octubre del 73 al Episcopado.
—No, Raúl —dijo Paulo VI—. Eso ya pasó. Perdiste esa oportunidad.
En cambio, lo autorizó para decir a Pinochet que el Papa consideraba
a los sacerdotes perseguidos como “mártires de la caridad cristiana”
(11).
El Arzobispado preparó su respuesta al embate oficial con una misa
en que el pueblo de Santiago expresaría su unidad con el pastor, el 8
de diciembre de 1975. Sería una gran demostración: en el Templo
Votivo de Maipú, entregado por el propio Pinochet a la Iglesia un año
antes.
Pero unas horas antes del acto el gobierno dictó un bando
prohibiendo concurrir al Templo en grupos o con pancartas.
Ese mismo día, el Episcopado resolvió suspender las ceremonias en
honor a la Virgen del Carmen, que mayoritariamente serían
castrenses.
Las relaciones estaban rotas.
A la vista del descalabro, uno de esos días finales del 75, Silva
Henríquez reunió a sus colaboradores del disuelto Comité Pro Paz y
les hizo una confidencia.
—Vamos a crear una Vicaría.
11
EL MISTERIO DE LA ASEP
Hacia fines de 1975, un reservado organismo manejado desde el Ministerio del
Interior e integrado por altos funcionarios y políticos civiles, se había convertido en
la pieza clave de algunas de las más dramáticas decisiones de aquellos días,
incluyendo una parada militar en pequeña escala para salir al paso de la
disidencia. Pronto llegaría a él un joven abogado que haría de la ASEP el cerebro
del gobierno.

Caía en Roma el anochecer del 6 de octubre de 1975 cuando


Bernardo Leighton y Anita Fresno se bajaron del taxi en la Vía
Aurelia. Compraron algo para la cena y emprendieron rumbo a su
departamento de la calle Gregorio VII.
Los coches estacionados cerca de los muros, por un lado, y el tránsito
intenso, por otro, los obligaron a ir por la calzada.
—¿Tienes la llave? —preguntó ella, consciente de que la verja del
edificio se cerraba a las 20 en punto.
—Sí —dijo él, hurgando en sus bolsillos.
Ella sintió la brisa fría cuando cruzaron.
El, el ruido de los autos.
Bernardo Leighton cayó de frente. Anita Fresno alcanzó a volverse
ligeramente tras el primer estampido de la Beretta 9 milímetros.
Luego cayó también.
Ella sintió cómo el líquido tibio y rojo le mojaba el vientre, la cara, la
espalda. La suciedad de la calle, la oscuridad del otoño, la blusa
húmeda. Levantó la cabeza y trató de girarla. ¿Cómo mover el
cuerpo, ese saco sucio y pesado?
Vio a su marido un poco más allá, sangrando e inmóvil. Vio su propia
sangre. Miró hacia la calle desolada, bulliciosa. Miró uno de los
faroles: roto. Vio que su sangre y la de Bernardo Leighton se juntaban
y corrían como un estero por la pendiente de la Vía Aurelia.
Entonces gritó.
El comando dirigido por Pierluigi Concutelli, un neofascista cuyo
prontuario se había teñido de sangre en los “santuarios” de la ETA en
el País Vasco francés, donde los servicios secretos del franquismo
solían asignarle misiones, desapareció del sector en unos pocos
minutos (1).
La tarea estaba cumplida.
Alfa fue informado menos de una hora después, directamente a su
base de operaciones en Madrid. La misión parecía un éxito.
Michael Townley y su esposa Mariana Callejas salieron de Roma
hacia Londres el 7 de octubre, mientras su compañero de gira por
Europa, el cubano Virgilio Paz, partía hacia Estados Unidos.
A fines de ese mes, al regresar a Santiago, Townley entregó un
detallado informe a sus superiores en la DINA.
Si bien un ataque previsto contra Carlos Altamirano había fallado, los
contactos con cubanos, italianos y franceses habían prosperado.
Townley recomendó especialmente traer hasta Chile a Alfa y a Daniel,
dos aventureros de marca mayor. Alfa, alias Alfredo di Stefano, alias
Topogigio, era Stefano Delle Chiaie, uno de los más buscados líderes
del neofascismo italiano. A Daniel se le conocía menos, pero su
verdadero nombre, Albert Spaggiari, era temido en el ambiente de la
ultraderecha francesa y en el nacionalismo corso.
Los jefes de la DINA optaron por estudiar los datos (2).
UN LOBO SE RESISTE
En aquella primera semana de octubre de 1975, Pinochet citó a su
despacho al general Sergio Arellano.
El Lobo, como le decían a Arellano sus compañeros de armas, era un
hombre con carisma y don de mando dentro del Ejército. A su
alrededor se había creado la mitología del hombre que había forjado
el golpe, y la del oficial implacable que había recorrido el norte y el sur
en un helicóptero Puma cuyo rastro fatídico era una cadena de
fusilamientos.
Entre sus escasos amigos íntimos, Arellano aseguraba que había
pedido una investigación sobre ese viaje, y que la dilación de ello era
una de las causas de su disgusto con Pinochet.
Pero era sólo una: en verdad, Arellano tenía discrepancias políticas
crecientes con la conducción del régimen y ya era casi pública su
disputa con el coronel Manuel Contreras.
Pinochet conocía en detalle la situación de Arellano. Lo consideraba
proclive a la DC, sabía que su hijo era militante de ese partido, y
sospechaba que tenía en él un grado de infiltración política que era
preciso cortar. Sus oficiales más cercanos también recomendaban
ese corte. Pero debía hacerse con discreción. De lo contrario, el
riesgo era despertar recelo y resentimiento entre los oficiales.
Así es que ese día que lo citó a su despacho, Pinochet le propuso
que asumiera la embajada en España, sin pasar a retiro.
El Lobo sabía que aquel método había sido empleado antes: para
desplazar del mando superior al general Héctor Bravo, y también para
sacar sin bulla al general Sergio Nuño.
Así es que rechazó la oferta.
Pinochet insistió.
—Es una orden —dijo—. No puedes rechazar una orden.
—No la acepto, Augusto —replicó Arellano—. Simplemente no la
acepto, porque no es una decisión militar. El Ejército no tiene
facultades para darme la designación de una embajada.
—¡Tienes que aceptar! ¡Yo decido lo que son órdenes militares!
Arellano se mantuvo en su posición y la discusión terminó cuando
Pinochet, ya exasperado, lo hizo salir de su oficina.
Unos días después, volvió a llamarlo. Trató de convencerlo de que la
destinación española era buena. Arellano siguió con su negativa.
Sabía ya que la mano vendría pesada. Pinochet se indignó.
—¡Aquí parece que hay señores oficiales que creen que no hay
mando! ¡Parece que creen que las órdenes se discuten, en vez de
cumplirse!
—Prefiero irme, Augusto —dijo Arellano—. ¡Y eso es lo que tú
quieres!
—¡Quiero tu renuncia aquí en 24 horas!
Arellano sacó un sobre de su guerrera. Estaba preparado.
—Aquí la tienes. No necesito 24 horas. Me voy de inmediato (3).
LA MUERTE DEL CAUDILLO
En la madrugada del 20 de noviembre de 1975, Francisco Franco,
Caudillo de España por 40 años, triunfador de la más traumática
Guerra Civil del siglo europeo, fue derrotado por la tromboflebitis y la
insuficiencia coronaria.
España entera sintió la zozobra. ¿Qué vendría después del anciano
gobernante que había manejado al país con mano inflexible?
El príncipe Juan Carlos se puso al frente de la nación y de las
exequias.
Decenas de gobiernos en todo el mundo prepararon sus
delegaciones.
En Santiago, Pinochet dispuso también lo suyo: fuera de rendir un
homenaje a un personaje de la historia por el cual sentía admiración,
el viaje a Madrid podría reportar utilidades diplomáticas.
Habría, por fin, la ocasión de explicar a los mismos europeos la
realidad chilena
La Cancillería insistió en ese punto de vista, pero mucho más peso
tuvo la opinión del embajador de Brasil, Antonio Castro da Cámara
Canto, un hombre del que Pinochet se sentía amigo. Había buenas
razones para confiar en Cámara Canto: no sólo fue el primero en
reconocer a la Junta el 11 de septiembre de 1973, sino que también
había colaborado en la conspiración contra Allende. Con mucho
sigilo, el embajador había tomado contacto con los militares a
comienzos de 1973, y venía cultivando esos lazos a través de su
afición por la equitación.
En verdad, el viaje venía siendo planificado a lo largo de todo el 75,
desde que el almirante José Toribio Merino se había entrevistado con
el Caudillo en enero.
Franco había enviado entonces una carta personal a Pinochet,
expresándole su afecto y el sentimiento de compartir principios y
puntos de vista.
Poco antes de que el Caudillo cayera enfermo, en las
concentraciones convocadas por el franquismo para responder a la
presión mundial en contra del fusilamiento de cinco miembros de la
ETA, el nombre de Pinochet había sido coreado con el de Franco.
Así que las perspectivas de una recepción calurosa eran
inmejorables.
Además, se habían hecho planes para algo original: celebrar el
cumpleaños de Pinochet, el 25, en la capital de España.
La delegación oficial que acompañaría al Presidente comenzó a
prepararse en el mismo día 20.
El embajador en Madrid, un viejo amigo y compadre de Pinochet, el
general (R) Francisco Gorigoitía, fue avisado en la mañana.
El coronel Manuel Contreras organizó el equipo de seguridad.
También él iría en el viaje.
Además, serían de la partida el canciller, vicealmirante Patricio
Carvajal, el edecán militar, coronel René Vidal, y el asesor de prensa,
Federico Willoughby, todos con sus esposas. Unos pocos periodistas
fueron invitados.
Cuando todo estuvo listo, ya en la tarde, una recomendación de
inteligencia llegó verbal y directamente a Pinochet por un alto oficial.
—Hay que llevar al general Arellano. No es bueno que se quede aquí
en su ausencia.
Arellano, a la sazón jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional,
fue notificado cerca de las 6 de la tarde que había de sumarse a la
comitiva presidencial en su primer periplo europeo.
La delegación llegó a Pudahuel en la medianoche.
El general César Benavides se disponía a encabezar la despedida,
como jefe del gabinete, pero intempestivamente el almirante Merino
se abrió paso y abrazó a Pinochet.
Aquel gesto buscaba todavía sentar la preeminencia de la Junta por
sobre el gabinete y era tal vez el último peldaño simbólico de una
escalada de tensión que llevaba ya varios episodios.
De acuerdo con el estatuto de la Junta, la sucesión de Pinochet en el
mando de la nación correspondía a la segunda antigüedad de las
armas, es decir, a la Marina.
Teóricamente, si Pinochet salía del país el poder debía ser asumido
por el almirante Merino. Un par de veces ocurrió así. Se dictaron
decretos supremos e incluso los almirantes, con sentido del humor,
regalaron a su jefe una banda presidencial.
Pero ese orden se había ido relajando hasta el punto de que, en una
ocasión, el ministro del Interior citó a consejo de gabinete sin que
Merino se enterara. Los almirantes hicieron notar que la citación no
procedía; y Merino suspendió aquel consejo.
Pero desde que Pinochet obtuvo el nombramiento de Presidente y se
dejó a la Junta la función legislativa, la norma ya no parecía tan clara.
En el caso del viaje a España, la cuestión se limitó al gesto de
adelantarse al gabinete en la despedida.
APLAUSOS EN EL VALLE
El vuelo partió a la 1.15 de Pudahuel. Llegó a Barajas en el
anochecer madrileño.
En el intertanto, el guardaespaldas del general Arellano fue el primero
en sufrir el clima hostil en que se les llevaba. Cercado por el aparato
de seguridad, dos veces fue agredido físicamente, mientras al general
se le rodeaba de un trato amable, pero distante.
Cuando se preparaba el descenso, el guardaespaldas de Arellano fue
“retenido” por los hombres de seguridad. Uno de ellos tomó la gorra
militar del general y la escondió bajo un asiento. En ese momento
Arellano se dio cuenta de que no podría bajar con el resto de la
comitiva. Sin la gorra, no podía usar el uniforme.
Arellano había sido agregado militar en España a comienzos de la
década del 70, y se decía que tenía muchos amigos en Madrid. Si
esos amigos estaban en la delegación oficial que esperaba al
gobernante chileno, no podrían verlo con él. Ni tampoco de uniforme:
apresuradamente, Arellano comenzó a cambiarse la tenida por un
traje civil.
El príncipe Juan Carlos había llegado a Barajas con bastante
anticipación para esperar el vuelo de Lan Chile.
La recepción fue cálida y prolongada. Debido a que era de noche,
Sofía, la esposa de Juan Carlos, no pudo asistir al aeropuerto, pero el
príncipe y el primer ministro Carlos Arias Navarro flanquearon al Jefe
del Estado chileno hasta el centro de Madrid.
Las dos delegaciones se fueron juntas hasta el hotel Ritz, en el Paseo
del Prado, donde alojarían los chilenos. En el segundo piso se habilitó
la suite presidencial.
Al día siguiente, pasado el mediodía, Juan Carlos I juró en las Cortes
como nuevo Rey de España. La ceremonia contó con sólo unos
pocos dignatarios mundiales: el Rey Hussein de Jordania, el príncipe
Rainiero de Mónaco, los hermanos de los reyes de Marruecos y
Arabia Saudita y del Sha de Persia, y el vicepresidente de Estados
Unidos, Nelson Rockefeller. El mundo no sabía aún qué significaría la
recién creada corona española.
El largo cortejo hacia el Valle de los Caídos, fuera de Madrid, donde
fue sepultado Franco, resultó uno de los instantes más exitosos en el
viaje de Pinochet: allí, los veteranos de la Guerra Civil, muchos de
ellos heridos y con amplias condecoraciones, ovacionaron al general
chileno y se disputaron el lugar para mirarlo de cerca y saludarlo.
Algo parecido ocurrió al día siguiente, en el Alcázar de Toledo, el
célebre bastión donde el general Moscardó resistió el sitio republicano
pese a que le tenían preso a su hijo. Allí Pinochet escuchó conmovido
la grabación del diálogo telefónico donde el general franquista
responde al chantaje enemigo diciendo que está dispuesto al
sacrificio en aras de la patria.
Los homenajes alcanzaron al mismo hotel Ritz.
Hasta allí llegó una delegación de nacionalistas croatas, mezclados
con falangistas españoles y neofascistas italianos, para saludar a
Pinochet. El coronel Contreras pidió para ellos un saludo especial en
el lobby, y una foto del Presidente junto al grupo.
Stefano Delle Chiaie, el líder de la violenta ultraderecha italiana,
estuvo en ese grupo y saludó a Pinochet.
Pero el equipo diplomático de Pinochet vio los peligros del gesto y,
aunque no pudo evitar el saludo en el lobby, consiguió escamotear al
Jefe del Estado de los fotógrafos dispuestos por el coronel Contreras.
Los verdaderos problemas vinieron después.
La agresiva conferencia de prensa que Pinochet dio ante
corresponsales de todo el mundo causó sorpresa y cierta molestia en
la diplomacia madrileña. El Presidente chileno se había permitido
acusar a algunos de los periodistas de ser “marxistas infiltrados” y
había ido más allá de lo necesario en las comparaciones entre su
régimen y el de Franco.
El segundo episodio incómodo para el protocolo español fue el
hecho de que, estando la ciudad de duelo oficial, la delegación
chilena hubiera gestionado la apertura de algunas tiendas para las
compras de las señoras.
Finalmente, el trago amargo se conoció en una pequeña y privada
recepción en la embajada de Chile. El gobierno español había hecho
saber a esa legación que habría dificultades para que los visitantes
chilenos permanecieran más días en Madrid.
El presidente de Francia, Valery Giscard d’Estaing, había
condicionado su asistencia al Te Deum oficial por Franco, que tendría
lugar el 27, a que no estuviera Pinochet.
Insinuaciones semejantes venían del Presidente alemán Walter
Scheel y de la corona británica, que sería representada por Felipe de
Inglaterra.
A pesar de la indignación que la noticia causó en la delegación, los
preparativos para el regreso se hicieron a toda prisa.
El lunes 24 de noviembre de 1975, un día antes de su cumpleaños,
Pinochet aterrizó en Santiago.
48 horas más tarde anunció que el gobierno introduciría cambios
profundos en la conducción de la política exterior y que se orientaría
hacia la “diplomacia directa”, en lo que se interpretó como un adelanto
de que los líderes del régimen viajarían ahora con más frecuencia.
El 27 fue el Te Deum solemne en Madrid, con la asistencia de
Giscard d’Estaing, Scheel, Felipe de Inglaterra, el príncipe Bertil de
Suecia y el Presidente irlandés Arbahil Odalaig.
Ese día, una gran noticia permitió a la Cancillería salir del banquillo de
las veladas acusaciones que se le estaban haciendo: la OEA decidió
que Santiago sería la sede de su Sexta Asamblea General, en julio de
1976, a pesar de la manifiesta oposición de Estados Unidos, que se
reflejó más en la negociación privada que en su voto de abstención.
La sede fue adjudicada con catorce votos a favor, dos en contra
(México y Costa Rica, que en ese momento tenía asilados en su
embajada de Santiago a Andrés Pascal Allende y Marie Anne
Beausire) y siete abstenciones.
TRES MEDIDAS CLAVES
El 16 de diciembre de 1975, Pinochet notificó al general (R) Agustín
Rodríguez Pulgar que lo relevaría en la rectoría de la Universidad de
Chile.
Rodríguez Pulgar comunicó la nueva a la FACh.
En cuestión de minutos el general Leigh subió a ver a Pinochet. Sólo
entonces se enteró de que un general de Ejército en servicio activo
había sido designado para el cargo. El nuevo rector estaba citado
para esa misma tarde en el Ministerio de Educación. Leigh consiguió
hablar con Pinochet. Le expresó su indignación por los
nombramientos en la Universidad; recordó que dos hombres
relevantes para la FACh habían sido “quemados” en la rectoría de la
Universidad de Chile; opinó que sería dañino poner a un oficial en
servicio activo.
Y agregó otras cosas: le reprochó la decisión de reabrir la isla
Dawson como campo de prisioneros, a la luz de las severas
condenas internacionales; aprovechó de lanzarse en picada contra el
equipo económico, defendió la ya solitaria posición de la FACh en el
Ministerio del Trabajo y advirtió sobre la alta cesantía.
Pinochet escuchó con calma.
Entendió la irritación que había en la FACh por el nombramiento de
un militar en la Universidad. 48 horas más tarde, creyendo que con
ello satisfaría las aspiraciones de la Fuerza Aérea, llamó a Leigh y le
pidió que pusiera a su disposición al coronel (J) Julio Tapia Falk para
asumir la rectoría. Leigh percibió una intención aviesa: Tapia era, con
Jorge Ovalle, su principal asesor jurídico, y parecía evidente que
ambos se habían granjeado la enemistad del jefe del Ejército.
Pinochet insistía en privado que todos los problemas de Leigh se
debían a los malos consejos y a que sus asesores lo inflaban y le
estimulaban el apetito del poder. Así que el jefe de la FACh hizo la
contrapropuesta de que se nombrara a un general retirado, Diego
Barros Ortiz. Entonces Pinochet no aceptó. Ya enojado, pidió a Leigh
que dejara de obstaculizar la tarea. Y, viendo que la cosa pasaría a
mayores, Leigh aceptó que Tapia Falk partiera a la Universidad de
Chile.
Hizo sólo una advertencia: si, como los otros, Tapia Falk se
“quemaba” en el cargo, volvería a la Junta como asesor.
La tensión con la FACh se atemperó en el final de ese año, a la vista
de una serie de medidas “políticas”, que incluyeron la liberación de
detenidos y una gratificación de Navidad.
También contribuyó la promulgación del Acta Constitucional N° 1,
creando el Consejo de Estado, a contar del 1° de enero de 1976.
El Consejo, integrado con representación de gremios y “fuerzas
vivas”, más la autoridad de los ex presidentes de la República, no era
bien visto en todo el gobierno. Despectivamente, algunos hablaban de
él como el “comando multigremial”. Pero para la FACh y parte del
Ejército era un órgano atractivo (4).
Los ex presidentes Gabriel González Videla y Jorge Alessandri
aceptaron integrarlo. Eduardo Frei declinó la oferta, subrayando que
el Consejo sólo tendría carácter consultivo y ninguna atribución.
El mismo 1° de enero, y también para satisfacción de algunos círculos
castrenses, se dictó el Objetivo Nacional, elaborado en 1974 por el
Comité Asesor de la Junta.
Pero el mal clima resurgió a los pocos días.
El 5 de enero de 1976, durante una extensa sesión privada de la
Junta en Viña del Mar, Leigh propuso tres medidas claves: levantar el
estado de sitio, dictar un Acta Constitucional regulando los derechos
ciudadanos y sacar al coronel Manuel Contreras de la DINA.
Merino aprobó las mociones y contribuyó con argumentos
adicionales. El general Mendoza guardó silencio hasta que, a pedido,
estimó que la situación de orden público era ahora menos tensa que
antes.
Pinochet, visiblemente molesto por lo que entendió como una
imposición más allá de lo razonable, propuso cancelar la discusión.
Dijo que estudiaría los temas en la hacienda de Bucalemu.
UN LIBRO Y UNA PARADA
A mediados de ese enero, la Dirección de Comunicación Social envió
una breve y seca nota al ex Presidente Eduardo Frei informándole
que su libro El mandato de la historia y las exigencias del porvenir
acababa de ser autorizado para aparecer en una edición de tiraje
limitado (mil ejemplares), con circulación restringida (5).
Frei había entregado el original varias semanas antes, pero el
régimen estaba en un quebradero de cabeza. Lo consideraba
directamente injurioso y estimaba que su crítica a la gestión militar, la
primera que el ex Presidente formulaba por escrito, creaba un serio
riesgo de desestabilización.
Tampoco se atrevía a prohibirlo. La imagen en el exterior hacía que
una medida como esa pudiera tener todavía peores efectos sobre un
arco de negociaciones pendientes, a las que el sector político del
régimen les tenía incluso más miedo que el sector económico.
El libro circuló antes de que se tomara la decisión final.
El 21 de enero, The New York Times le dedicó un editorial en el que, de
paso, recogió el rumor —conocido en Santiago— de que diez altos
oficiales del Ejército habían escrito una carta a Pinochet exigiéndole
medidas en favor de las libertades públicas y pidiéndole la disolución
de la DINA.
El coronel Gastón Zúñiga, director de Dinacos, se apresuró a
comunicar que se autorizaba la edición del “opúsculo”, como el mismo
Frei lo llamaba, de modo excepcional y como “una deferencia
personal al ex Mandatario”, anotando de paso que en su gobierno se
había atacado a otros presidentes (6).
El 22 de enero de 1976, el general César Benavides, ministro del
Interior, recorrió los despachos de los miembros de la Junta después
de sostener una extensa reunión en su gabinete privado. A las 7.30
de la tarde subió a la oficina del general Leigh. Le había pedido una
cita para tratar algo urgente. El Mercurio estaba ese día en la calle
con extractos del editorial de The New York Times. A la vista de la
gravedad del asunto, que Benavides consideraba extrema, el ministro
explicó que se había decidido hacer una reunión de la Guarnición de
Santiago, con todos los generales y almirantes y la Junta en pleno.
Tendría el carácter de un acto de desagravio y de fe hacia el
Presidente de la República.
Y se haría el martes 27, a las 7, en la Escuela Militar.
Agregó que la decisión fue recomendada después de dos reuniones
de la Asesoría Política.
Leigh escuchó con atención.
—¿Asesoría Política? —preguntó, molesto—. ¿Qué es eso? Primera
noticia que tengo de que existe algo así...
—Bueno —replicó Benavides, procurando calmarlo—, es algo
informal, una comisión...
Entonces Leigh se desahogó.
Discutió la existencia de la Asesoría Política sin conocimiento de la
Junta. Dijo que el acto sería una tontería a la vista del cuadro político
externo; que parecería un desafío al mundo, con unas Fuerzas
Armadas tal vez unidas, pero también solitarias.
Benavides, con el ceño fruncido, dijo que ya había hablado con
Pinochet, que estaba dispuesto a suspender su gira por Chiloé para
volver al acto en Santiago.
Leigh replicó que, siendo así, la FACh asistiría, pero seguía pensando
que sería una insensatez. Y luego siguió con los reproches (7).
La reunión se prolongó por largo rato y ambos quedaron con ánimo
preocupado.
El caso de la doctora Sheila Cassidy había conmocionado a Europa y
los medios periodísticos británicos hablaban abiertamente de una
política de aislamiento al régimen chileno, que abarcaría a todo el
Mercado Común. Robert McNamara, presidente del Banco Mundial,
acababa de suspender un crédito para Codelco por indicación del
gobierno de Holanda, y los efectos sobre la banca privada estaban
aún por verse.
El martes 27 de enero Pinochet regresó de su gira por Chiloé y partió
de inmediato a la Escuela Militar.
En el acto de lealtad hacia su persona desfilaron, por el patio central
de la Escuela, ocho mil soldados de doce batallones.
Los cuatro miembros de la Junta —incluido Leigh— hablaron contra la
agresión extranjera y reafirmaron su inconmovible lealtad hacia el
Presidente.
Hubo revista de tropas, himnos marciales y delegaciones simbólicas:
una mini-parada militar para mostrar al mundo “la férrea unidad de las
Fuerzas Armadas”.
A decir verdad, el acto tenía a lo menos cuatro destinatarios, entre los
cuales Frei era tal vez el más secundario.
Los otros tres eran: la comunidad internacional, que debía apreciar la
solidez del régimen; el general Leigh, cuya disidencia se hacía ya
intolerable; y, sobre todo, el general Arellano y aquellos que, como él,
pretendieran discutir el mando. El 2 de enero, el Ejército había
distribuido un comunicado revelando la oferta de Pinochet a Arellano
y el rechazo y retiro de éste. Otros seis generales compartirían aquel
año su destino, mientras un número igual de coroneles llenaba sus
cupos (8).
POLÍTICOS INVITADOS
Tampoco la Asesoría Política era tan informal como el ministro le dijo
al general Leigh
Había sido generada en esas condiciones al alero de la Secretaría
General de Gobierno, bajo la gestión del coronel Pedro Ewing, pero
muy pronto se había trasladado al Ministerio del Interior, para el cual
solía realizar análisis y recomendaciones de alto nivel.
En ciertos momentos había influido en casos de la máxima
importancia: la decisión de expulsar del país a Renán Fuentealba, la
marginación de los nacionalistas e incluso la recomendación de sacar
a Francisco Soza Cousiño de la Corfo, después del escándalo
generado por la venta de acciones del Banco de Chile a la empresa
Neut Latour, donde Soza Cousiño tenía intereses (9).
Para entonces la comisión era tan formal, que en los corrillos del
Diego Portales se la conocía hasta con una sigla: ASEP.
La presidía un equipo del Ministerio, encabezado por el general
Benavides e integrado por su asesor directo, Eduardo Avello, y el
subsecretario, coronel Enrique Montero. Montero había trabajado en
ella mientras era una dependencia de la Secretaría General de
Gobierno, así que en gran medida sirvió de enlace para sus dos
etapas iniciales.
La ASEP mantenía una estrecha y discreta relación con el general
Covarrubias, jefe del gabinete presidencial. Pero, paradojalmente,
otros miembros del pequeño equipo del gabinete no tenían idea de su
existencia.
La ASEP influía directamente en Pinochet.
Sus memorandos, redactados con síntesis y cuidado, eran
especialmente estimados por Pinochet, debido a que el sigilo parecía
garantizar que no había presiones detrás.
Tres abogados civiles de prestigio y trayectoria eran los más
prominentes invitados de la ASEP: Miguel Schweitzer, Hugo Rosende
y Juan de Dios Carmona
Lo único informal en la Asesoría era la irregular participación de los
ministros. Ellos eran convocados sólo para discusiones puntuales que
tuvieran que ver con las materias de su cartera. Lo mismo ocurría con
los cuatro técnicos de alto nivel y con los especialistas independientes
que rondaban al gobierno.
En la práctica, la ASEP había organizado la confrontación con la
Democracia Cristiana y ahora, a comienzos del 76, era la responsable
de la “defensa” del régimen ante la amenaza encarnada por Frei.
Pero la ASEP tenía un enemigo escondido: el gremialismo, que veía
en ella, con razón, el germen de una influencia creciente de parte de
los políticos de la derecha tradicional.
Fue Jaime Guzmán el encargado de dar la batalla, conocida como era
su cercanía con el general Covarrubias.
Si el régimen estaba criticando tan duramente a los políticos del
pasado, argumentó, era incoherente que trabajara con parte de esos
políticos.
La arremetida tuvo éxito.
Pinochet ordenó a Benavides que suspendiera las frecuentes
reuniones en su despacho. Benavides interpretó la orden con
amplitud. Las reuniones comenzaron a hacerse entonces en las
casas de Juan de Dios Carmona y de Angel Faivovich. Con el tiempo,
la misteriosa ASEP volvería a ocupar su lugar central en el Poder
Ejecutivo, y ya sin disgusto de los gremialistas. Con el tiempo, la
ASEP sería el corazón, el cerebro y la piel del gobierno.
EL MÁS RECOMENDADO
El general de la FACh Nicanor Díaz Estrada se había convertido en
una verdadera fuente de disgusto para el equipo económico.
Después de impedir que un delegado del Ministerio de Hacienda, con
rango de subsecretario, controlara los gastos de la cartera de Trabajo
(haciendo una excepción respecto de otros ministerios), los incidentes
en torno al Estatuto Social de la Empresa, el Código del Trabajo y la
política de salarios, parecían estar llegando al límite de la tolerancia.
Odeplan, con un equipo encabezado por Miguel Kast, había asumido
el estudio de la reforma a la previsión: en el nuevo sistema, los
propios trabajadores se harían cargo de su previsión. Díaz Estrada
venía oponiéndose tenazmente, pero para marzo ya tenía la batalla
perdida.
Cuando su salida de Trabajo se hizo inminente, los hombres del
Ejecutivo se dedicaron a buscar sucesores.
El general Benavides, ministro del Interior, fue encargado de revisar y
proponer nombres.
La primera opción fue William Thayer, especialista en derecho laboral.
Pero fue vetado: su pasado democratacristiano sembraba las
sospechas a su alrededor, justo cuando Alvaro Puga decía haber
descubierto un llamado Plan Azucena organizado por el PDC con el fin
de copar el aparato del Estado (ver capítulo 16).
Ya cerca de la angustia, Benavides tuvo la idea de preguntarle a uno
de sus principales asesores, el decano de la Escuela de Derecho de
la Universidad de Chile, Hugo Rosende.
—Oiga, don Hugo —le dijo—, necesito a un abogado para el
Ministerio del Trabajo. Ojalá fuera un muchacho joven, alguien serio,
responsable, que se haga cargo de este lío.
—Yo tengo uno —dijo Rosende, sin vacilar.
A decir verdad, la mención de Rosende era el último empujón para el
abogado que mencionó. También lo promovía Miguel Schweitzer,
cuyo hijo había sido compañero del postulante en Derecho. Miguel
Kast encontraba que no se podía elegir mejor: el hombre era miembro
de su comisión de reforma previsional.
La DINA chequeó sus datos y entregó un informe: oriundo de Punta
Arenas, su padre era proclive a la DC y una hermana parecía
inclinada al socialismo. Pero no pertenecía a la “fronda” aristocrática
que Pinochet detestaba, se le estimaba muy competente como
profesor de Derecho Civil en la Universidad de Chile y contaba con la
plena confianza de Jaime Guzmán.
A las pocas horas de la conversación de Rosende con Benavides se
presentó el postulante en las oficinas del Estado Mayor Presidencial.
Iba a hablar con el general Covarrubias, factótum del poder
ministerial.
Se llamaba Sergio Fernández Fernández.
El 8 de marzo del 76 asumió como ministro del Trabajo.
Junto con él llegaron al gabinete el general de brigada aérea Raúl
Vargas, que asumió en Transportes; y el general de brigada aérea
Fernando Matthei, que por recomendación del general Leigh
reemplazó en Salud al general Francisco Herrera.
En muy corto tiempo Sergio Fernández se integraría a la ASEP, pese
a que nunca antes un ministro del Trabajo había tenido acceso a ella.
12
AHORA TRAS EL PC
Primero se persiguió a los miembros del Dispositivo de Seguridad Presidencial;
luego siguieron los militantes del Frente Interno del Partido Socialista; a
continuación la Fuerza Central del MIR; y, a mediados de 1976, comenzó la
arremetida contra la dirección interna del Partido Comunista. A fines de 1976 las
víctimas eran más de 150 hombres y mujeres, la mayoría desaparecidos hasta
hoy.

El hombre se lanzó al paso del microbús VivacetaMatadero y fue


impactado en la cabeza.
Los curiosos se congregaron en la calle Nataniel, entre Coquimbo y
Aconcagua, a una cuadra de la avenida Matta.
Instantes después llegó una patrulla de Carabineros.
El herido recobró el conocimiento. Miró a su alrededor y empezó a
gritar:
—¡Soy Carlos Contreras Maluje! ¡No dejen que me lleve la DINA!
¡Avisen a la farmacia Maluje en Concepción!
Chirriaron los frenos de un automóvil Fiat 125 celeste y cuatro sujetos
bajaron precipitadamente.
—¡Son ellos!... ¡Que no me lleven!... ¡Público!... ¡Carabineros!...
¡Ayúdenme!...
Uno de los sujetos mostró una credencial al teniente que comandaba
a los carabineros. Los otros tres forcejearon con el caído. Uno le tapó
la boca. Lo arrojaron en la parte de atrás del vehículo y partieron
raudos, perdiéndose hacia avenida Matta.
Era el 3 de noviembre de 1976.
Contreras Maluje, uno de los últimos miembros de la dirección de la
Juventud Comunista (JJ.CC.), había logrado hasta horas antes eludir
la cacería emprendida a mediados de agosto de 1975 por un
comando conjunto de las Fuerzas Armadas en contra de su partido.
Ese comando había sido formado para centralizar la lucha contra el
PC. Lo dirigía un comandante de la Fuerza Aérea: Edgar Ceballos
Jones. Su jefe operativo era un civil incorporado a la FACh, Roberto
Fuentes Morrison (El Wally) (1).
Cerca de un centenar de hombres y mujeres claves en la conducción
del Partido Comunista de Chile desaparecieron sin dejar rastros en
1975 y 1976. Otros tantos fueron detenidos, torturados y
encarcelados.
La abrupta y breve aparición de Carlos Contreras Maluje, sin
embargo, permitió recurrir con poderosos argumentos ante la Justicia.
Se identificó al propietario del Fiat 125: era el director de Inteligencia
de la FACh. El 31 de enero de 1977 la Corte de Apelaciones dispuso
la inmediata libertad de Contreras Maluje. La orden no fue acatada,
pero se detuvo la arremetida.
El Comando Conjunto suspendió su faena.
Meses después sería disuelta la DINA (2).
LA “LÍNEA YAKARTA”
Cerca de las 10.30 de la mañana del 11 de septiembre de 1973, un
camión con militares llegó a la estación transmisora de Radio
Magallanes en Colina.
Los soldados ingresaron a la pequeña construcción, detuvieron a las
tres personas que allí se encontraban y un oficial disparó su
metralleta contra los equipos de transmisión.
Radio Magallanes, de propiedad del PC, la única emisora del
gobierno que se mantenía en el aire, fue silenciada. Minutos antes,
por sus ondas había dirigido sus últimas palabras al país el
Presidente Salvador Allende.
A esa misma hora, la Comisión Política del PC escuchó el discurso en
una larga y dramática reunión realizada bajo condiciones de
clandestinidad que habían sido previstas con anticipación.
La mayoría de los miembros de la CP comunista estaban ya
convencidos de que el golpe de Estado significaba el derrumbe de
todo el aparato institucional. Luis Corvalán, Orlando Millas y el
subsecretario general, Víctor Díaz, habían expresado ese temor en la
mañana del domingo 9 en ansiosa reunión con el Presidente Allende.
Era una conclusión compartida: a su juicio, tras la asonada se
impondría la “línea Yakarta”.
La CP hizo una evaluación de lo que estaba ocurriendo. Hasta ella
llegó la noticia de un encuentro entre dirigentes comunistas,
socialistas y miristas en una industria del Cordón Vicuña Mackenna.
Las versiones difieren radicalmente cuando se trata de recordar qué
pasó en esa cita: socialistas y miristas dicen que el emisario del PC
afirmó que su partido esperaría hasta saber si los militares cerrarían
el Congreso; los comunistas sostienen que en verdad advirtió sobre la
magnitud del golpe y el peligro de iniciar aventuras armadas
inorgánicas.
La lucha recién comenzaba.
Muy temprano, un piquete de uniformados había ingresado en la sede
central del PC en la esquina de Teatinos y Compañía. Las seis
personas que custodiaban el local cayeron acribilladas por las balas.
En la Moneda, cerca del mediodía, fueron detenidos dos de los 90
miembros del Comité Central (CC) del PC, Enrique París y Daniel
Vergara.
El PC aceleró y agudizó sus medidas para garantizar una
clandestinidad rigurosa. El Comité Central y el equipo de turno de la
Comisión Política cesaron en sus funciones y la dirección ejecutiva
pasó a manos de un secreto comité con plenos poderes, a la cabeza
del cual quedó Víctor Díaz. Orlando Millas ha dicho posteriormente
que entre las determinaciones de aquellos días estuvo la de que
ningún miembro del Comité se asilase.
Sin embargo, a fines de septiembre cayó uno de los hombres más
buscados por los militares. Su rastro había sido buscado casa por
casa, por centenares de soldados, en un sector de la comuna de
Ñuñoa. El método dio resultado: en una vivienda de calle Los Cerezos
encontraron oculto a Luis Corvalán, el secretario general del PC. Fue
conducido a la Escuela Militar y luego a la austral isla Dawson.
En la semana siguiente perecieron fusilados cuatro miembros del CC
en distintas regiones del territorio.
Juan López, alcalde de Vallenar, fue ejecutado en su ciudad; David
Miranda, subgerente de Cobre-Chuqui murió en Calama a manos de
la comitiva que comandaba el general Sergio Arellano; Isidoro
Carrillo, gerente de Enacar, cayó fusilado en Concepción; y Alberto
Molina, secretario regional del PC en Cautín, fue eliminado en el
Regimiento Tucapel (3).
La crítica situación obligó al comité secreto a revisar sus decisiones
anteriores. Durante octubre, Víctor Díaz ordenó el asilo de miembros
del CC y de la CP. Julieta Campusano, Mireya Baltra, Gladys Marín,
Luis Guastavino y Orlando Millas, entre otras piezas claves de la
estructura del PC, ingresaron a diversas embajadas.
A la soviética ya no era posible: el 22 de septiembre la URSS había
roto sus relaciones con Chile y ordenado a su personal que
abandonara el país.
ESCUCHA... CHILE
Volodia Teitelboim regresaba a Chile desde Moscú cuando se enteró
del golpe militar. En Roma hizo las primeras consultas telefónicas.
Los datos eran confusos.
Decidió volver a la Unión Soviética.
Al llegar, confirmó sus temores: era un golpe sin retorno.
—Camarada, debe hablar por Radio Moscú—le dijo un dirigente
soviético.
Dos días después de la muerte de Salvador Allende, salió al aire el
primero de los innumerables comentarios que haría el ex senador
comunista.
Desde un edificio de seis pisos, alto y macizo, construido en la época
de Stalin, junto a la estación Novokusnietskaia del Metro moscovita,
sede de Radio Moscú, un equipo de técnicos y periodistas diseñó el
programa Escucha, Chile.
Un ruso armenio, Guenady Spersky, coordinó los esfuerzos para
conseguir informes sobre lo que ocurría en Chile. La voz de la hija del
primer embajador de la URSS en México, allá por 1920, Katia
Olievskaia, locutora del programa, se hizo familiar para los chilenos
que noche tras noche sintonizaban Radio Moscú en los barrios de
Santiago. Una española que había llegado de niña a la URSS,
huyendo de las tropas franquistas, Pilar Villasante, actuó de
productora. Pronto se sumaron los chilenos José Miguel Varas y
Eduardo Labarca, entre otros.
También se montó un espacio de tres horas para Radio Magallanes.
Las noticias de Chile las buscaron a través del teléfono llamando a
Buenos Aires, Río de Janeiro, México y capitales de Europa.
Corresponsales, editores de diarios, diplomáticos, viajeros,
funcionarios internacionales, aportaron datos. Pronto otras radios se
sumaron a la tarea: radio Berlín Internacional, radio La Habana, radio
Praga, radio Sofía y radio Budapest crearon programas dirigidos
hacia Chile.
En tanto, la dirección del PC recomponía sus cuadros.
Cinco miembros del CC fueron marginados por mostrar “debilidades”.
Se ordenó el asilo de otros militantes connotados.
A fines de septiembre, un sacerdote cruzó desde Ñuñoa hasta Quinta
Normal buscando un refugio más seguro. Pocos días después subió
por la avenida Santa María hacia una embajada. Los militares
allanaban la Escuela de Odontología. Pasó entre ellos. Nadie lo
reconoció. Instantes después, Alejandro Rojas, símbolo de las JJ.CC.,
ingresaba a una sede diplomática.
En el exterior, el PC impulsó una vasta labor de reorganización y
propaganda, dirigida por Volodia Teitelboim. Junto a él operaron
Orlando Millas, Víctor Contreras, Julieta Campusano, Gladys Marín,
Jorge Insunza, Manuel Canteros, Mireya Baltra, César Godoy,
Samuel Riquelme y Luis Guastavino.
Nacieron comités regionales en países de América, Europa y
Oceanía. El más importante fue al poco tiempo el de Canadá.
EL FRENTE ANTIFASCISTA
En Chile se creó el Equipo de Dirección Interior (EDI), y a él se
incorporaron nuevos cuadros (4).
Un grupo escogido diseñó las normas de trabajo clandestino y las
rigurosas medidas de seguridad.
La CP, el CC y la Comisión Ejecutiva de la JJ.CC., el aparato de
inteligencia, las finanzas y los distintos frentes del partido sufrieron
modificaciones sustanciales. En Santiago, los seis regionales del PC
(Norte, Sur, Costa, Capital, Oeste y Cordillera) fueron reorganizados.
Los cuadros fueron autorizados para establecer sus propias formas
de comunicación, fijar puntos de encuentro, contraseñas, chequeos y
contrachequeos. Cada dirigente funcionó con cuatro o cinco
identidades distintas —chapas— dependiendo de sus relaciones.
Simultáneamente, afuera y adentro, surgió la discusión sobre los
errores cometidos y en torno a la estrategia que debería desarrollar el
partido para enfrentar al gobierno militar.
Los primeros indicios de que el PC había logrado diseñar un plan de
respuesta llegaron desde Argentina en junio de 1974.
Un cable de la agencia Associated Press afirmó que en Buenos Aires se
difundía una declaración del PC chileno llamando a construir un
Frente Antifascista junto al Partido Demócrata Cristiano. “La senda
del terror individual, el aventurerismo del pustch, debe ser cancelado
por el movimiento popular. Los fascistas quieren que el pueblo se
deslice por ese tipo de acciones para justificar el terror, que es la
base de su poder”, afirmó entonces el PC (5).
Algunas semanas después Pinochet denunció en San Felipe que el
PC se reorganizaba en la clandestinidad, y que “están delatando a
sus colegas, los socialistas, los miristas”.
El gobierno militar se jugó a fondo para impedir la posibilidad de un
acuerdo amplio.
En esos días, Radio Moscú elogió un documento emitido por
Bernardo Leighton y Rafael Agustín Gumucio llamando a los
cristianos “a sumarse a la lucha antifascista”.
Al interior del PC crecía una discusión ideológica que seguiría hasta
fines de la década del 80.
Un sector privilegiaba la necesidad de articular un frente militar que
permitiese aglutinar a los mejores cuadros del MIR y del PS.
Afirmaban que el esfuerzo por formar un Frente de Unidad
Antifascista no podía eludir la urgencia de adiestrar cuadros militares
que hostigaran y trataran de disminuir la moral de las Fuerzas
Armadas.
Pero, en el intertanto, la muerte se cernía una vez más sobre el
peligro.
En junio fue detenido el ex senador Jorge Montes.
Dos meses después, el 17 de agosto, cayó en manos del Servicio de
Inteligencia de la Fuerza Aérea (SIFA) un miembro del aparato de
inteligencia de la JJ.CC.
Ese militante —Carol Fedor Flores Castillo (Juanca o Ricardo)— sería
el primero de un pequeño grupo de comunistas que, luego de ser
detenidos y torturados, cambiarían de bando y actuarían contra sus
ex camaradas.
Flores conocía de cerca los sistemas de enlace del PC (6).
LA CUARTA PRIORIDAD
Eran las últimas semanas del invierno de 1974.
La DINA y el SIFA iniciaban su asalto final contra el MIR.
Los comandos operativos del coronel Contreras y del comandante
Ceballos se disputaban a los detenidos (7).
Para ello era imperativo cumplir las prioridades establecidas días
después del golpe. Primero había que neutralizar a los más de cien
miembros del Dispositivo de Seguridad Presidencial (DSP), conocido
usualmente como Grupo de Amigos del Presidente (GAP). En esa
tarea habían logrado abatir a un 60 por ciento de los perseguidos. La
segunda prioridad era el Frente Interno del Partido Socialista. A
continuación debían atacar a la Fuerza Central del MIR. Y en eso
estaban.
Luego se preocuparían del PC, pero para eso ya estaban reuniendo,
clasificando y procesando la información recogida antes y después de
la asonada militar de 1973.
Sesenta hombres habían sido seleccionados en la FACh para
integrarse al SIFA. Algunos fueron enviados a la Academia de Guerra
Aérea (AGA), en Las Condes. Otros pasaron a formar los “Grupos de
reacción” encargados de los allanamientos y detenciones. Pronto se
les sumó un importante número de carabineros, militares y marinos.
También se incorporaron civiles provenientes de Patria y Libertad.
Varios de ellos estaban acusados de haber participado en el
asesinato del edecán naval de Allende, el comandante Arturo Araya
(8). Muchos estaban juntos desde que comenzaron a trabajar en
hangares de las bases aéreas de El Bosque y Cerrillos, a comienzos
de 1974. Otros eran recién llegados, sin experiencia. Cada uno
asumió tareas en diversos departamentos: Contrainteligencia,
Operaciones, Análisis e Inteligencia, Logística.
Un pequeño núcleo sería el encargado de neutralizar a los más
peligrosos.
El 28 de agosto de 1975 desapareció Miguel Rodríguez Gallardo (El
Quila), miembro de la dirección de la JJ.CC.
Cuatro días después, varios civiles con gorros pasamontañas y con
las caras pintadas, provistos de ametralladoras, sacaron
violentamente de su casa a Arsenio Leal. 48 horas más tarde, más de
una docena de sujetos cubiertos con mantas y capuchas negras
sacaron de su domicilio a Humberto Castro Hurtado. Ambos hombres
fueron llevados a “casas de seguridad”, donde murieron mientras eran
interrogados.
Voceros de la FACh reconocieron la detención de ambos, pero
aseguraron que se habían suicidado (9).
El “Comando Conjunto” había iniciado la ofensiva final contra el PC.
La DINA, en tanto, anunció que en varias ciudades del país había
detectado un plan para crear un Frente Patriótico de Liberación
Nacional.
El Frente lo coordinaba el PC e incluía a miembros del MIR y del PS.
Su principal tarea era asesinar al general Augusto Pinochet,
aseguraba la gente de Manuel Contreras.
Y, a través de las páginas de El Mercurio, dio el teléfono 225058 para
que la ciudadanía entregase cualquier dato al respecto (10).
DELACIONES Y RATONERAS
René Basoa era un promisorio militante del PC. Llegó del sur y
durante la Unidad Popular estudió Sociología en la Universidad de
Chile junto a otros connotados miembros de la JJ.CC. Por sus
excepcionales condiciones se le incorporó al aparato de inteligencia
del PC. El 20 de diciembre de 1975 fue detenido. Frente a las torturas
y amenazas, cambió su vida por la de sus ex compañeros de partido.
Desde ese instante comenzó a colaborar entregando nombres,
chapas, puntos de encuentro.
Dos días después de su arresto cayó Miguel Estay Reyno (El Fanta)
en una casa de la Villa Kodak, en el paradero 19 de La Florida.
Estay era otro de los cuadros con futuro en la JJ.CC. Dirigente
secundario, más tarde de la Brigada Ramona Parra y luego integrante
del equipo de autodefensa del Regional Capital, El Fanta era
respetado entre sus pares. Sus cualidades lo hicieron merecedor de
un premio, y en agosto de 1971 viajó a Moscú para efectuar un curso
de inteligencia. Desde su regreso, en 1972, comenzó a operar en el
aparato de inteligencia.
También flaqueó, sumergiéndose en una espiral de traiciones y
participando incluso en interrogatorios y detenciones (11).
El “Comando Conjunto” actuaba desde los subterráneos de la AGA y
de casas distribuidas en diversos barrios de Santiago.
Una vivienda ubicada en el paradero 18 de Vicuña Mackenna, que
había pertenecido al dirigente mirista Humberto Sotomayor, era el
Nido 18. Allí, en un momento, hubo más de 40 detenidos, albergados
hasta en los closets.
En el paradero 20 de la Gran Avenida estaba el Nido 20; en Loreto,
frente a las canchas de tenis, mantenían otro local secreto; en la calle
Dieciocho, donde hasta el golpe funcionaba el diario Clarín, existía un
cuarto sitio de detención.
Más tarde, parte del comando se trasladó a Colina, a una
construcción nueva especialmente habilitada para las singulares
faenas.
El 29 de marzo de 1976 apresaron a José Weibel, el subsecretario de
la JJ.CC.
De ahí en adelante vino el descalabro del partido. La DINA había
logrado identificar a algunos cuadros claves del sistema de enlaces
de la dirección del PC. Dos vehículos siguieron un día a uno de ellos
hasta la Plaza Italia. Llevaba un bolso que dejó junto a un quiosco.
Los agentes esperaron que se fuera, cercaron el quiosco y se
apoderaron del bolso. En su interior había varios cientos de miles de
dólares que fueron llevados al cuartel central de la DINA.
Los fondos del PC eran escasos. Costaba mucho mantener los
contactos con el exterior para recibir las periódicas remesas de
dólares.
La DINA lo sabía y trataba de aislar aún más a los comunistas.
En el cuartel de Belgrado se sabía que era cosa de tiempo, que
pronto los comunistas cometerían un error, un caro error.
Y el seguimiento al enlace continuó.
El 2 de abril de ese año, un piquete de civiles detuvo en Quintero al
ex diputado Bernardo Araya, de 64 años, miembro del CC.
Los agentes del Comando Conjunto lo trasladaron a Santiago con su
esposa y tres nietos, entre ellos Ninoska, una niña de 9 años. Todos
fueron llevados a un recinto secreto cerca de un lugar con muchos
pinos y líneas férreas. A la mañana siguiente, la niña pudo observar a
través de una puerta entreabierta a su abuelo, encadenado y colgado
de los brazos.
—Mi abuelita lloraba a su lado y el abuelo tenía excrementos que le
corrían por las piernas —relataría años después.
Los primeros días de mayo, un grupo de agentes se ocultó en una
casa de calle Conferencia, en Santiago, a la espera de una selecta
reunión de los máximos dirigentes del PC. La información de que allí
se iban a juntar la obtuvieron amenazando al dueño de casa con
torturar a su esposa.
El día 4, el primero en aparecer fue Jorge Muñoz, esposo de Gladys
Marín, miembro de CP.
A continuación cayó baleado Mario Zamorano, integrante del CC.
Al día siguiente apresaron a Uldarico Donaire, quien durante 20 años
había sido el jefe de Control y Cuadros del PC.
Tras él fue emboscado Jaime Donato, encargado del Frente Sindical.
La ratonera había funcionado.
Y la cacería prosiguió.
El día 12 los grupos operativos del “Comando Conjunto” lograron
ubicar a una de las piezas claves. Varios de ellos llegaron de noche a
una casa en el barrio alto, saltaron la reja, levantaron a sus
moradores y empezaron a revisar la casa. En una habitación dormía
un hombre mayor, de 56 años.
—Está muy enfermo —les dijo el dueño de casa.
—A ver, viejo, vos quién soi... A ver, viejo, párate...
El hombre se paró y al caminar exhibió una marcada cojera en un pie.
—¡Chiiino! ¡ Por fin te agarramos...!
Los golpes cayeron sin compasión sobre Víctor Díaz López, el
subsecretario general del Partido Comunista de Chile. A los pocos
minutos su cara estaba deformada por los golpes. Fue sacado
violentamente de la casa, mientras el jefe del grupo llamaba eufórico
por teléfono a su jefe.
Víctor Díaz nunca más apareció.
Tampoco los secuestrados en los días anteriores.
En los meses siguientes muchos otros caerían.
Y tampoco se sabría cuál fue su destino (12).
Sólo unos pocos hechos dieron alguna luz sobre lo que estaba
ocurriendo.
El 12 de septiembre de 1976, un ciudadano francés admiraba las
rompientes de la playa La Ballena, en el balneario de Los Molles,
cerca de La Ligua. Entre los roqueríos vio el cuerpo atado de una
mujer madura que había sido arrojado por el mar. Era Marta Ugarte,
la tesorera del PC, secuestrada a comienzos de agosto, antes de
llegar a su casa.
En las semanas previas habían aparecido varios cuerpos
desfigurados en las riberas del río Maipo. Exhibían huellas de balazos
y estaban amarrados con alambre desde el cuello a las piernas, en
una extraña posición flectada. Todos habían sido arrojados desde el
aire.
LAS LÁGRIMAS DE BREZHNEV
El 17 de diciembre de 1976 fue canjeado en el aeropuerto de Zurich,
en medio de rigurosas medidas de seguridad, el secretario general de
PCCh, Luis Corvalán, por el disidente soviético Vladimir Bukovsky.
Horas después Corvalán llegó con su esposa al aeropuerto de
Vnukovo en Moscú.
Le esperaban dos de los principales miembros del Partido Comunista
de la Unión Soviética, Andrei Kirilenko y Boris Ponomarev.
Su arribo fue anunciado en carácter de urgente a toda la Unión
Soviética a través de la televisión.
Por la tarde la televisión mostró a un ansioso Leonid Brezhnev que
esperaba en el Kremlin para recibir oficialmente a Corvalán. Un
contraplano de las cámaras permitió ver al dirigente chileno. Brezhnev
avanzó hacia él y se fundieron en un prolongado abrazo. Instantes
después todos los soviéticos vieron en un primer plano el rostro de
Brezhnev. El más poderoso líder socialista del mundo lloraba.
Semanas después, Corvalán viajó a Bulgaria para visitar la tumba de
su hijo Luis Alberto. De allí a Italia, la RDA, Finlandia,
Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Cuba, Venezuela, México, Gran
Bretaña, Francia, Argelia, la RFA, Bélgica, Suiza, Vietnam, Portugal,
Mongolia, España, Suecia...
Teitelboim y otros dirigentes le plantearon la urgente necesidad de
efectuar un Pleno del Comité Central. El último se había realizado en
agosto de 1973, y eran 29 de los 90 integrantes elegidos en 1969 —
en el XIV Congreso Nacional— los que habían caído desde entonces.
Seis fueron ejecutados en las semanas después del golpe, 11
figuraban en las listas de desaparecidos, siete habían fallecido y cinco
estaban marginados por la dirección del partido (13).
13
A PUÑETES CON LOS OBISPOS
La arremetida contra el Comité Pro Paz fue creciendo y nada pudo evitar su
disolución. Surgió, entonces, en una antigua casa vecina a la Catedral de Santiago,
una nueva Vicaría dirigida por un joven sacerdote. Desde allí se reorganizó la
defensa de los perseguidos y la ayuda para los más necesitados. La DINA, en
tanto, no cejaba en su sorda lucha contra obispos, sacerdotes y laicos.

La disolución del Comité Pro Paz desoló a quienes habían trabajado


cerca de él.
Hubo especulaciones de todo tipo: la Iglesia Católica había negociado
con el gobierno; la DC había presionado para desplazar a la
izquierda; la instrucción venía desde el sector conservador del
Vaticano; el Departamento de Estado había impuesto su voz.
Los pocos que conocían la situación por dentro en ese duro final de
1975, soportaron con dificultades el vendaval de críticas.
En los últimos días del Comité era evidente que el gobierno estaba a
punto de tomar una medida de fuerza. El gabinete de Pinochet había
llegado a redactar, aunque no a debatir, un decreto ley declarando
“asociación ilícita” a la entidad. Algunos de sus abogados habían sido
arrestados por la DINA, y el carácter ecuménico del Comité estaba
siendo eficazmente saboteado por el gobierno: las demás iglesias se
veían cada vez menos dispuestas a seguir en la dura tarea.
La soledad de Pro Paz era ya absoluta. El Colegio de Abogados, a
donde acudían numerosos afectados por la situación de derechos
humanos, había cerrado sus puertas para el tema y su presidente,
Julio Salas Romo, contestaba secamente que ningún organismo
especial era necesario para atender ese tipo de problemas.
—Es que esas situaciones no existen —decía (1).
Pero, además, la propia Iglesia Católica tenía sus reparos sobre el
funcionamiento del Comité.
Era evidente que, en algunos casos, la institución servía como un
canal de ida y vuelta: una parte de la información que recogía
regresaba desde el Comité hasta los partidos donde militaban
algunos de sus funcionarios, como parte de un acopio que lindaba
con la tarea de inteligencia.
La Iglesia procuraba cambiar el curso de estas relaciones insistiendo
en que sólo podían estar en el Comité los que clara y
terminantemente se opusieran a toda vía violenta. Con ello apuntaba
en una dirección: el MIR.
Así es que era un hecho sabido que la disolución de Pro Paz
implicaría la salida del MIR.
A la inversa, el paso del tiempo y la evolución de la política nacional
habían llevado las relaciones del PDC con el gobierno a un grado tal
de deterioro que la orden de partido extendida en 1974 para no
participar en Pro Paz sería sustancialmente modificada.
NACE UNA NUEVA VICARÍA
El cardenal Raúl Silva Henríquez estudió con detención la fórmula
que usaría para resucitar la tarea del Comité. Después de largas
reuniones con sus obispos auxiliares, el Consejo de Vicarios de
Santiago dio en la clave: una vicaría.
La argumentación era poderosa. Jurídicamente, la consistencia de
esta entidad sería mucho mayor: un vicario es, por definición, un
delegado directo del pastor. El arzobispo mismo estaría presente en
cada una de sus actuaciones, a diferencia del Comité, donde el propio
carácter ecuménico generaba una dependencia oscura e imprecisa.
Sería un ente más sólido desde ese punto de vista; en cambio, su
circunscrIPCión territorial estaría más restringida: el vicariato
pertenece a la diócesis. Santiago tendría que trabajar para que los
obispos de otras diócesis ayudaran en su tarea y en lo posible
crearan instituciones hermanas.
A fines del 75, el cardenal citó a Cristián Precht y le contó que se
crearía la Vicaría de la Solidaridad. Agregó, casi sin inmutarse, que él
sería puesto al mando. Precht protestó por la decisión, pero obedeció
de inmediato.
La situación de Precht era inmejorable para el cardenal. Un sacerdote
joven, con experiencia en el pesado trabajo de los derechos
humanos, sin figuración pública anterior y de su plena confianza. Para
el gobierno sería difícil hacerle zancadillas. Para el microclima de los
afectados por la represión era un hombre con legitimidad y
conocimiento. Para el cuadro interno de la Iglesia era un joven
talentoso y con futuro promisorio.
Pero sobre todo era un sacerdote.
Este hecho, por obvio que parezca, era el más importante de todos.
El año anterior, en lo más candente de la lucha por la defensa de Pro
Paz, la Iglesia de Santiago había sido severamente “golpeada” por
una decisión del Vaticano: el obispo Fernando Ariztía, encargado de
Pro Paz en su calidad de auxiliar del Arzobispado de Santiago, había
sido intempestivamente nombrado a cargo de la diócesis de Copiapó.
Nada se podía hacer contra ese nombramiento: sin duda Ariztía
merecía estar al frente de una diócesis y, de cara a la opinión pública,
el traslado parecía un ascenso.
Pero en la intimidad de la Iglesia de Santiago se sabía perfectamente
que, por fin, después de tantos esfuerzos vanos, después de tantos
hombres y recursos empleados, el régimen había conseguido
anotarse un punto en el Vaticano.
Con el sacerdote Precht, dada la propia condición inferior de su rango
en la estructura jerárquica, no podría ocurrir lo mismo.
Precht puso manos a la obra.
Entre sus primeras peticiones estuvo la de una nueva sede. Acababa
de concluir un contrato de arriendo de un edificio de la Iglesia adjunto
a la Catedral Metropolitana, en Plaza de Armas 444: aquel lugar
podía ser un símbolo consistente del respaldo de la Iglesia de
Santiago, y también un sitio tan público y visible, que la seguridad
estaría mejor protegida.
INCIDENTE EN TRES ALAMOS
El recién nombrado vicario Precht convocó a uno de sus amigos
cercanos, Javier Luis Egaña, para hacerse cargo de la compleja tarea
de organizar la Vicaría.
El aspecto más importante del traslado de los efectos del Comité Pro
Paz a la nueva sede fue la operación llamada Roca Limpia, por la cual
se purgaron, copiaron, microfilmaron y ficharon los desordenados
materiales recogidos en la casa de Santa Mónica.
Cuando esas labores avanzaron, un informe de inteligencia fue
llevado al escritorio de Pinochet.
—¡Mono porfiado! ¡Es como un mono porfiado!
La creación de la Vicaría era de extrema gravedad para el gobierno:
era perfectamente transparente que la vinculación con la jerarquía le
daría más poder, con el agravante de que la Iglesia en Chile es una
persona de derecho público, inserta en una organización
extraterritorial.
Enfurecido, el Presidente ordenó que el cardenal Silva Henríquez
fuera invitado a su despacho.
—¿Qué es esto de la Vicaría, cardenal? ¡No me va a decir que va a
volver a llenar la Iglesia de comunistas!
—General, le dije que la Iglesia no puede ni va a abandonar la
defensa de los derechos humanos...
—¡O sea que otra vez vamos a empezar con la misma! ¡Parece que
la Iglesia no quiere entender, oiga!
El cardenal subió bruscamente el tono.
—¡Ustedes no pueden impedir la Vicaría! ¡Y si tratan de hacerlo yo
voy a poner a los refugiados debajo de mi cama, si es necesario!
Precht y Egaña reorganizaron los equipos de trabajo. Departamentos
hasta entonces ignorados por el trabajo de derechos humanos —el
laboral, el campesino, el empleo— surgieron rápidamente en el
organigrama de la Vicaría.
El gobierno buscó la forma de atacarla indirectamente en aquellos
primeros meses.
Primero, por las fuentes de financiamiento: las misiones diplomáticas
europeas tenían la tarea de ubicar los centros desde donde se podía
estar proveyendo de dinero a la Vicaría.
Pero el Consejo Mundial de Iglesias, que mandaba el grueso de los
aportes, era un organismo impenetrable: muchos de sus hombres
habían sufrido en carne propia los rigores de la situación chilena.
Después se intentó que los obispos considerados “conservadores”
expresaran su oposición abierta o soterrada a la Vicaría.
Tampoco resultó: la mayoría de los obispos, incluido, por ejemplo,
Emilio Tagle, creó oficinas hermanas de la Vicaría en sus diócesis.
Casi hasta la paradoja, fueron prelados como José Manuel Santos los
que más se demoraron.
El tercer esfuerzo fue la presión directa.
En mayo de 1976, cuando la Vicaría todavía no cumplía su primer
medio año, uno de sus más prominentes abogados, Hernán
Montealegre, fue arrestado por la DINA bajo la acusación de ser
enlace del Partido Comunista, y conducido a Tres Alamos.
Después de los fallidos intentos de Cristián Precht por recuperar a su
jurista capturado, el cardenal decidió tomar el caso en sus manos.
Acudió al general (R) Jorge Court, que todavía oficiaba como contacto
con la cúpula del gobierno. Court, hombre de Iglesia, amigo del
cardenal desde antes del golpe y oficial de confianza para Pinochet,
mantenía un amplio arco de relaciones entre los principales
intelectuales del clero.
Esa vez el cardenal le dio un mensaje: exigía que se le permitiera
visitar a Montealegre.
La respuesta fue que el abogado estaba bajo incomunicación. Silva
Henríquez insistió; advirtió que un monstruoso escándalo
internacional estaba ad portas.
Entonces se dio la orden para que Tres Alamos se abriera.
Montealegre, entre tanto, fue trasladado a Cuatro Alamos, el pequeño
recinto de la más rigurosa incomunicación, situado dentro de Tres
Alamos.
Silva Henríquez llegó allí con Sergio Valech, su obispo auxiliar.
Guardias armados llevaron a los dos prelados hasta un cubículo
donde permanecía Montealegre. Uno de los celadores se quedó en el
lugar. Silva Henríquez esperó calmadamente que saliera, pero
aquella no era la intención del guardián: había sido enviado para
presenciar la conversación. Irritado, el cardenal se levantó y tomó su
sombrero.
—Si es así, yo me voy a retirar...
No alcanzó a terminar.
El obispo Valech se dirigió perentoriamente al guardia, pidiendo un
teléfono para llamar al Ministerio del Interior. Hizo el ademán de salir,
pero el guardia se interpuso. Dudó un segundo, y luego se retiró. Los
obispos quedaron a solas con Montealegre.
CONTRA EL BELLARMINO
Si la Vicaría de la Solidaridad se convirtió en el aparato más odiado
por el sector político del régimen, sus servicios de seguridad tenían
muchísimo más interés en otras dependencias de la Iglesia.
El Centro Bellarmino, jesuita, estrechamente ligado a la revista
Mensaje y al Centro de Investigación y Acción Social, se convirtió en
uno de los blancos más codiciados por los agentes de la DINA. El
Centro estaba situado en la calle Almirante Barroso. A pocos metros
de allí se ubicaba la Fundación Cardjin, destinada a apoyar el
movimiento de la JOC (Juventud Obrera Católica) y supervigilada por
el sacerdote Luis Antonio Díaz, secretario del cardenal.
¿Por qué misteriosos caminos llegaron los servicios de seguridad a
interesarse en el trabajo del Centro Bellarmino?
La explicación no se conocía hasta ahora.
Durante el 75 y el 76, la DINA trabajó intensamente en la hipótesis de
que la Iglesia Católica probablemente disponía de su propio aparato
de inteligencia, con toda seguridad encubierto bajo alguna entidad de
estudios.
Las sospechas se acrecentaron cuando los agentes que actuaban en
terreno informaron que un número inusual de fotógrafos
desconocidos, al servicio de la Iglesia, parecía empeñado en registrar
a todos los asistentes a los servicios religiosos oficiales.
Muchos agentes de la DINA se creían fotografiados en esas
circunstancias; muchos de los que se infiltraban en ceremonias
importantes habían vivido la experiencia; muchos de los que se
habían preocupado del asunto más allá de lo normal estaban llegando
a la misma conclusión.
Los informes coincidían: el Centro Bellarmino era el que ejercía tareas
de inteligencia.
Un segundo análisis estableció más datos: los archivos del Centro
estaban en el local de la Fundación Cardjin. Una orden de comando
fue distribuida a distintas unidades operativas de la DINA. La
instrucción era sumaria: las instalaciones de la Fundación Cardjin
debían ser clandestinamente allanadas. Todos los archivos debían
ser retirados del lugar.
Cierta noche, las patrullas de la DINA se dieron cita en la calle
Almirante Barroso, en torno a la Fundación. Se presumía que la
operación sería rápida y brutal, pero sencilla: nadie trabajaba en
horas de la noche en ese recinto. Cuando un grupo de agentes se
acercó hasta las puertas, encontró algo inesperado: un cuidador. Los
agentes forcejearon para ingresar, pero el hombre, aparentemente
influido por el alcohol, comenzó a gritar a todo pulmón.
Aunque el insensato gesto pudo costarle la vida, lo que consiguió fue
llamar la atención de los soldados de guardia en un recinto de la
FACh cercano a la casa. Los centinelas dieron la orden de alto, pero
ella se cruzó con la orden de retirada de los jefes de la DINA.
Una infernal balacera estalló en cuestión de segundos. Entre tiros
cruzados y voces dispersas, los autos de la DINA debieron huir de la
zona a toda velocidad.
El asalto frustrado irritó a la jefatura de la DINA.
Un seguimiento y fichaje pormenorizado de cada miembro de la
Fundación y del Centro fue ordenado a partir de entonces.
Contra el sacerdote Díaz se dieron instrucciones más duras: debía
sufrir una lección. Varios intentos de secuestro fracasaron por
casualidad. Uno solo estuvo a punto de resultar.
A decir verdad, la operación contra el Centro Bellarmino y la
Fundación Cardjin era del todo inútil. Vista con el tiempo, revela que
el nivel de la información de la DINA era defectuoso y muchas veces
partía del simple rumor o de los datos inconfirmados.
El Centro Bellarmino estaba efectivamente dedicado a los estudios
sectorizados sobre la situación nacional, pero de una manera tal que
más bien tendía a copar los vacíos de estudios científicos dejados por
las universidades y los centros académicos. En cuanto a los
fotógrafos, su única cercanía era con los profesionales de Mensaje.
HABEAS CORPUS A PRUEBA
El 3 de julio, Jaime Castillo Velasco y Eugenio Velasco Letelier
viajaron a Ecuador. Ambos venían dando una solitaria lucha por los
derechos humanos en el foro del Colegio de Abogados y se
acercaban, con cierta frecuencia, a la Iglesia para entregar sus
trabajos o recoger información.
El viaje fue interpretado por el gobierno como un intento de
conspiración exterior, en el que también se involucraría la Iglesia (2).
Los informes sobre los dos juristas se fueron acumulando.
El 6 de agosto, a las 17.30, intempestivamente, sus oficinas fueron
ocupadas por agentes armados. Bajo arresto, sin dar tiempo de avisar
a nadie y sin recoger efectos personales, Castillo y Velasco fueron
llevados al aeropuerto de Pudahuel y embarcados en un avión Lan
Chile que salía hacia Buenos Aires. El despegue tuvo lugar a las
18.10, 40 minutos después de la detención.
Una ola de protestas se extendió en el ámbito de los partidos, los
organismos de derechos humanos y la Iglesia.
Una petición para suspender la expulsión fue acogida por la séptima
sala de la Corte de Apelaciones. Pero llegó tarde: ya estaban en
Buenos Aires.
Se inició entonces uno de los más espectaculares procesos que
había vivido el régimen en materia de derechos humanos. Se ponía a
prueba, ahora con sonoridad mundial, el habeas corpus.
El 16 de agosto, la Conferencia Episcopal emitió una declaración
anotando que había “un problema moral de fondo” en las expulsiones.
Los primeros alegatos por parte del gobierno los llevó un joven
profesor de Derecho que había sido recomendado por el
subsecretario del Interior, el coronel de la FACh Enrique Montero, en
virtud de su común afición por el fútbol. Se llamaba Ambrosio
Rodríguez.
Pero el poderoso recurso de amparo, con la cifra record de 226
páginas y doce abogados patrocinantes, hizo que el gobierno
decidiera reforzar sus líneas para enfrentar el caso.
El Ejecutivo veía el alegato como algo vinculado a su sobrevivencia
política.
Así que la jefatura del equipo jurídico fue asumida, ad hoc, por el
decano de Derecho de la Universidad de Chile y asesor del Ministerio
del Interior, Hugo Rosende.
El recurso era importante: tres mil amparos habían sido rechazados
antes por los tribunales.
Pero el resultado fue el mismo: la Corte votó unánimemente contra la
procedencia del recurso.
Entonces se interpuso uno de reposición.
Cientos de personas se agolparon en los tribunales para la histórica
sesión. Hubo que poner altoparlantes y reforzar la guardia.
Ahí alegó Rosende.
Dijo que los antecedentes para expulsar a los dos eran secretos, de
seguridad nacional. Y emplazó a los cinco magistrados diciendo que
podría haber alteraciones del orden público en cualquier momento:
—¿Y Vuestras Excelencias tienen los instrumentos para los efectos
de poder resguardar al país en tales circunstancias? Y si se
equivocan, ¿Vuestras Excelencias van a responder? (3).
El fallo final en contra de los derechos de Castillo y Velasco fue
firmado en la Corte Suprema por su presidente, José María
Eyzaguirre, Enrique Correa, Rafael Retamal, Juan Pomés y Osvaldo
Erbetta. Pomés murió de un infarto 48 horas después.
Al día siguiente, Pinochet envió a Rosende una carta de felicitación.
DE RIOBAMBA CON DOLOR
Durante una reunión de prelados latinoamericanos realizada en Cali,
a mediados de 1975, el obispo ecuatoriano de Riobamba, Leonidas
Proaño, tuvo una idea: realizar en su diócesis un encuentro de
obispos y sacerdotes amigos a los que quería mostrar su
originalísimo trabajo con los indígenas del Chimborazo (4).
La invitación quedó extendida allí mismo, y se fue perfeccionando a lo
largo de un año entero. Agosto del 76 se fijó como fecha.
Los regímenes militares que gobernaban a gran parte de América
Latina en aquel año sombrío daban cierta identidad de intereses y,
sobre todo, de problemas a la Iglesia de la región.
Siete meses antes, en enero, un triunvirato militar había derrocado al
general Guillermo Rodríguez Lara en Quito, y no se sabía si el nuevo
Ejecutivo continuaría la línea de populismo, vagamente inspirado en
el modelo peruano, o si se abriría el paso a una irrupción derechista
(5).
La reunión podía servir para pasar a algunos de los temas más
acuciantes de la Iglesia Católica implantada en sectores postergados,
como los indígenas y los campesinos, y obligada a vivir bajo
gobiernos fuertemente autoritarios.
Dos arzobispos y quince obispos llegaron puntualmente el lunes 9 de
agosto de 1976 al seminario hogar de Santa Cruz, en Riobamba, para
iniciar las sesiones de una semana de estudios e intercambios.
La reunión no tenía el apoyo de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana
ni tampoco de su máxima autoridad, el cardenal Pablo Muñoz Vega.
A cambio, había sido informada a la Santa Sede con conocimiento del
nuncio apostólico.
Hubo reuniones con plena normalidad durante tres días.
Pero el jueves 12 de agosto de 1976, a eso de las cinco de la tarde,
las puertas se abrieron violentamente y varias decenas de civiles
armados irrumpieron en la sala de reuniones y en las demás
dependencias del hogar.
—¿Qué pasa? —preguntó el obispo Proaño, estupefacto.
—¡Afuera! —gritaron los civiles.
—¡Pero qué pasa, hombre! —gritó el obispo venezolano Mariano
Parra León.
—¡Afuera, de una vez!
—¡Qué es lo que pasa! ¡Aquí están los pasaportes! ¡Somos obispos!
Parra León fue empujado con una subametralladora clavada en la
espalda.
El arzobispo norteamericano de Santa Fe, Robert Sánchez, y el
obispo de San Antonio, Patrick Flores, fueron sacados en vilo de sus
sillas por dos agentes de porte macizo. Al obispo argentino Vicente
Zaspe intentaron doblarle una mano. El prelado de Cuernavaca,
Sergio Méndez Arceo, fue violentamente registrado a la salida de la
sala.
Los 17 obispos, más 19 sacerdotes, seis religiosas y seis laicos
fueron subidos en dos buses y transportados fuera del lugar.
Con la incertidumbre de no saber a dónde iban, los prelados
entonaron Testigo soy. Sólo entonces se dieron cuenta de que sus
captores no sabían que entre ellos había obispos.
Contra las protestas de los demás, en la zona de Machachi el obispo
Proaño fue separado del grupo y conducido en un auto aparte.
Recién al llegar al Regimiento Quito N° 2 supieron que estaban
arrestados por la Policía Nacional, por orden del subsecretario (y
ministro subrogante) de Gobierno, Javier Manrique, bajo la acusación
de atentar contra la ley de seguridad social (equivalente a seguridad
interior).
El escándalo había comenzado a incubarse.
Presurosamente, el nuncio Accogli había comenzado a moverse en
Quito, mientras la Santa Sede recibía las primeras noticias del arresto
masivo. Algunos gobiernos también empezaban a hacer
indagaciones.
A las 7 de la tarde, un oficial de la Policía Nacional se acercó a los
prelados. Les dijo que podrían irse y retirar los pasaportes al día
siguiente.
—Queremos evitarles problemas...
—¡Ustedes son los que están en un problema! —se irritó un obispo—.
¡Llegamos aquí con nuestros pasaportes, y con ellos nos vamos a ir!
En la noche se supo que el embajador de EE.UU. en Quito había
obtenido la liberación de los tres obispos de esa nacionalidad. Pero
los beneficiados —Sánchez, Flores y Gilberto Chávez— se negaron a
abandonar a sus hermanos.
A las 2.30 de la madrugada, el nuncio visitó a los arrestados. Ya
sabía que el régimen ecuatoriano estaba en un atolladero como
jamás imaginó. Acababa de decidir que no había detenido a los
prelados, sino que sólo los había “invitado a un coloquio”.
El subsecretario Manrique explicó después ante la opinión pública las
razones de su gobierno: los obispos realizaban una reunión de
contenidos marxistas, con fines subversivos, los que podían probarse
en los documentos incautados, que incitaban al levantamiento
indígena y campesino.
Varias embajadas se movieron esa noche frenéticamente: las de
EE.UU., México y Venezuela, por sus obispos; la de Alemania
Federal, por una religiosa. Un silencio espeso rodeó la actitud de las
embajadas de Chile, Argentina, Paraguay y Brasil.
Después de 24 horas sin comer, los prelados fueron puestos en
libertad, a condición de que retornaran a sus países.
En menos de 48 horas, la totalidad de la Iglesia del continente se
había levantado para protestar contra la dictadura ecuatoriana por el
más insólito gesto conocido en la historia de las relaciones Estado-
Iglesia en América.
LA DINA EN PUDAHUEL
En Santiago, la prensa actuó en sonora concomitancia con las
acusaciones del gobierno de Ecuador (6).
Los tres obispos chilenos arrestados en el grupo —Enrique Alvear,
auxiliar de Santiago; Carlos González, de Talca; y Fernando Ariztía,
de Copiapó— fueron acusados de “izquierdistas” sin que se
conocieran todavía las imputaciones precisas de Quito.
El domingo 15, en un clima de hostilidades fomentado principalmente
por los diarios El Cronista (bajo la dirección de Silvia Pinto) y La
Segunda (a la que Mario Carneyro había convertido en la punta de
lanza de los ataques a la Iglesia), se anunció la llegada a Santiago de
los obispos expulsados.
En la mañana de ese día, los jefes de unidades de la DINA recibieron
la orden de reunirse en la “Casa Grande”. La clave correspondía al
Cuartel General y se empleaba para aquellos casos en que todos
debían reportarse, cualquiera fuera la misión en que estuviesen.
Sumariamente, en la sede de Belgrado se explicó que había que
organizar una recepción para los “obispos rojos” que venían de
Ecuador.
Sobre la marcha se compraron plumones, pintura, lienzos y palos.
A toda prisa, desplegados sobre los escritorios se organizaron los
lienzos.
Unos 300 agentes partieron hacia Pudahuel. Se instalaron en la
terraza del terminal y en la salida de la Aduana y esperaron con gritos
la entrada de los obispos.
Cuando los prelados quisieron subirse a los autos, una lluvia de
monedas y pedradas los alcanzó.
El pequeño grupo que había ido a esperarlos se vio sobrepasado.
Los agentes repartieron puñetes, patadas y amenazas. Ninguno quiso
guardar el secreto: Manuel Cabrera Costa, con domicilio en el Diego
Portales, exhibió su credencial para amenazar a Javier Luis Egaña y
luego para encarar al obispo Carlos González:
—No me olvide, cura. Míreme bien, no me olvide. Yo lo voy a ir a
buscar.
Guy Neckelmann Schutz, un fornido agente con doble nacionalidad
(chilena y alemana) rompió la cara de un turista extranjero que venía
en el avión. Un gordo agente quiso sacar a un sacerdote desde
dentro de una camioneta. Los carabineros detuvieron a algunos de
los parientes del obispo Alvear.
Pero el desembozo con que actuaron los agentes de la DINA fue
ciertamente un error.
El propio servicio lo supo así: no sólo por las críticas internas de los
agentes, sino también porque, a diferencia de otras operaciones de
ese tipo, nunca hubo reunión de evaluación ni nada que se le
pareciera.
Con el respaldo explícito de la Conferencia Episcopal, expresada en
una dura declaración del cardenal y los obispos Juan Francisco
Fresno, Carlos González, José Manuel Santos y Carlos Camus (7),
los tres prelados dieron más tarde una conferencia de prensa donde
detallaron la verdad de lo sucedido.
Unos días después, Pinochet invitó al obispo González. En la
conversación, que fue tensa y breve, el obispo pidió que se les diera
acceso a la televisión para explicar al país la dramática experiencia.
Ofreció grabar el programa para que el Presidente lo viera antes.
—Lo voy a pensar —dijo Pinochet.
Pero no volvió a responder.
14
DINA: LOS AÑOS DE GLORIA
Ya a comienzos del 76, Pinochet acumulaba quejas por los abusos del servicio que
manejaba Manuel Contreras. El general Odlanier Mena llevó sus discrepancias al
plano de la confrontación. Una sorda guerrilla se desató entre ambos. Un comando
conjunto llegó a formarse para salir al paso de Contreras.

El 11 de marzo de 1976, tres días después de que juraran los nuevos


miembros del gabinete, ahora integrado por ocho civiles, Pinochet
reunió a todos los ministros y a los cuerpos de generales y almirantes
en un salón del Diego Portales y anunció nuevas medidas
económicas.
Las principales de ellas eran el aumento de los salarios del PEM y la
continuación de la política de shock dirigida por los ministros de
Hacienda y Economía, Jorge Cauas y Sergio de Castro.
Aludió también a la situación de derechos humanos.
Recordó el decreto ley 1009 (1), sobre trato a los detenidos por
razones políticas, y la entrega de facultades a la Corte Suprema para
visitar los recintos de detención.
En virtud de esa disposición, el presidente de la Corte, José María
Eyzaguirre, había hecho a comienzos de año las primeras incursiones
de la ley en los campamentos de Tres Alamos.
Aquel discurso parecía destinado a tranquilizar los reproches que
desde los mismos cuerpos armados venían surgiendo en torno a la
DINA.
En cierto modo, el Jefe del Estado parecía moverse entre dos aguas
torrentosas: la presión por restringir las facultades del coronel Manuel
Contreras y el hecho cierto de que la tarea del coronel había sido de
una implacable eficacia en el combate por la estabilidad del régimen.
ADIÓS A LAS ARMAS
Cinco días después de ese discurso, el 16 de marzo de 1976, tuvo
lugar una de las más tensas ceremonias militares que se registren en
la historia del régimen. Fue la despedida oficial de los generales
retirados ese año, y la bienvenida para los que asumían sus
vacantes. En el nombre de los siete oficiales salientes habló Sergio
Arellano Stark. Resaltó la unidad del cuerpo y la misión histórica de
las Fuerzas Armadas en aquella hora.
Arellano había salido tras fuertes discusiones con Pinochet en octubre
del año anterior, y en los días posteriores algunos oficiales habían
querido ponerse a su disposición para la eventualidad de que el
general de división quisiera discutir la orden.
Los hombres más cercanos a Pinochet habían entrevisto también esa
posibilidad.
Arellano estaba sometido a estrecha vigilancia desde entonces.
Pese a ello, la ceremoniosa reunión en la Escuela Militar fue rodeada
de una marcialidad fuera de lo común.
La prensa la cubrió profusamente, porque para nadie era un secreto
que el retiro de Arellano había comportado un grado de violencia.
Pero entre los que se iban había a lo menos otros dos generales cuyo
alejamiento también estaba rodeado de incidentes y rencores. Ambos
habían sido jefes de la DINE, la Dirección de Inteligencia del Ejército.
Sergio Polloni había asumido la jefatura de ese servicio después del
general Augusto Lutz. Allí, desde su rango de general, tuvo los
primeros roces institucionales con el vasto poder del coronel
Contreras.
Paradójicamente, fue un hombre de confianza de la DINA, un oficial
de menor jerarquía pero alta calificación, el que enfrentó con rudeza
el caso de Polloni. Determinó que el general había dispuesto de
información sobre el Partido Comunista y escribió un extenso informe
señalando que tales antecedentes no habían sido entregados a los
organismos correspondientes, ni tampoco trabajados por la misma
DINE.
El oficio abrió interrogantes sobre los motivos de Polloni para este
silencio. Y quizás, al hacerlo, cerró el futuro militar del general.
Su sucesor, el general Odlanier Mena, pasaba a retiro directamente
por causa de Contreras.
FOTÓGRAFOS INDISCRETOS
Odlanier Mena recibió ese nombre de una excentricidad de su padre:
decidió llamarlo, simplemente, Reinaldo al revés.
Tenía tras de sí una veloz carrera militar. Desde la década del 60
dirigía la infiltración del Ejército en los partidos políticos de izquierda
(con especialización en el MIR y el PS), y el 11 de septiembre había
estado a cargo de Arica, en la sensitiva frontera con Perú.
Bajo su mando se realizaron algunas de las más importantes
operaciones de defensa del norte en 1974, cuando se temía que Lima
intentara reivindicar Tarapacá por la fuerza.
Pero su llegada a la jefatura de la DINE estaba marcada por los
malos presagios. Durante todo 1975 debió librar un sordo combate
contra el poder de la DINA. Cada vez que Pinochet salía de gira, y en
ocasiones antes de que Mena se enterara, Contreras disponía los
sistemas de seguridad. Sus hombres solían tener roces callejeros con
los agentes de la DINA y, lo que ya escapaba de toda norma, el
coronel Contreras negaba acceso a la información al general Mena.
Para agravar las cosas, Mena era un especialista en inteligencia,
mientras que Contreras no. Contreras rompía la ortodoxia de los
métodos tradicionales porque pensaba que la inteligencia política era
más sucia y desbordaba esas tradiciones. Mena creía que esta falta
de metodología amparaba a “cuatreros, ladrones y asesinos”, según
la frase que años después dijo a un ex agente de la DINA.
La pugna fue creciendo lentamente.
Mena presentó su protesta formal por la existencia reciente de una
Escuela Nacional de Inteligencia (ENI) en terrenos de Maipú, donde
Contreras formaba a su gente. La ENI demostraba, a juicio de Mena,
la intención de crear paralelismo dentro de las Fuerzas Armadas,
porque los oficiales del área, los verdaderos especialistas, se
formaban desde siempre en la Escuela de Inteligencia del Ejército, en
Nos.
El incidente final fue menor si se lo compara con las graves
discusiones que venían teniendo lugar entre el general y el coronel.
Cierto día de mediados de 1975, los hombres de la DINE dieron la
alarma sobre un vehículo sospechoso que merodeaba en las
inmediaciones de su Cuartel General.
La DINE ocupaba oficinas del edificio de la Comunidad de
Inteligencia, situado en Santa Rosa con Alameda. A ese edificio, y por
expreso acuerdo de los jefes de los distintos servicios institucionales,
los hombres de la DINA no debían tener acceso. Frecuentemente
eran expulsados por los oficiales de guardia, que no admitían ni las
credenciales ni las chapas con que se presentaba el personal de
Contreras.
Aquel día, el propio Mena dio la orden de investigar discretamente
qué ocurría con el vehículo misterioso. Era una camioneta con
patente falsa ocupada por dos hombres. Costó minutos enterarse que
el vehículo, la chapa y los ocupantes eran de la DINA. Estaban
fotografiando la entrada de la DINE y controlando ingresos y salidas.
Mena ordenó que los agentes fuesen a su vez fotografiados desde el
edificio.
Y con esas pruebas llegó hasta el despacho de Pinochet para
reclamar por enésima y última vez contra el jefe de la DINA.
—O se va él o me voy yo, mi general —dijo.
Pinochet guardó silencio. Mena, conocido por sus amigos como El
Negro, era un hombre con fama de impetuoso. Descargó toda su ira
en aquella reunión. Pero aun así Pinochet guardó silencio.
Pocos días después lo llamó para ofrecerle la embajada en Panamá.
Ahí comprendió Mena que su derrota estaba sellada.
LAS GLORIAS DE MALLOCO
Contreras basó su éxito en la desarticulación de los aparatos
clandestinos del MIR y el PC, pero también en la incipiente creación
de una red transnacional de “control del terrorismo”.
El 75 había terminado como un año de triunfos para su equipo, y el 76
se presentaba auspiciosamente como el año de la gloria.
Los únicos dos hombres importantes que habían huido de sus manos,
Andrés Pascal Allende y Nelson Gutiérrez, estaban asilados en la
Nunciatura y en la Embajada de Costa Rica, en lo que la DINA
entendía como una tácita aceptación de la derrota total.
Lo que había ocurrido el 15 de octubre de 1975 todavía era
considerado como una gesta gloriosa de la DINA. Cerca de las 10 de
aquella noche, el Cuartel General de la DINA había emitido una orden
de alerta máxima a todas sus unidades.
Las luces rojas de los vehículos se encendieron en muchos puntos de
Santiago. Decenas de autos, furgones y camionetas convergieron
hacia la parcela Santa Eugenia de Malloco, cerca del camino viejo
hacia Valparaíso.
En ese lugar estaban escondidos Andrés Pascal Allende, Nelson
Gutiérrez, Marie Anne Beausire, María Elena Bachman, Dagoberto
Pérez y Martín Hernández Vásquez, los máximos jefes del MIR tras la
muerte de Miguel Enríquez.
Una pareja de carabineros que pasó por el frontis de la parcela alertó,
sin saberlo, a los moradores. La defensa se preparó a toda prisa.
Cuando las patrullas de la DINA iniciaron la operación, un tiroteo
infernal estalló en los silenciosos campos.
Dagoberto Pérez, jefe del aparato militar, armado con una metralleta
AKA, se puso a la cabeza de la defensa y decidió cubrir la retirada de
sus compañeros.
La huida del lugar se había estudiado en dirección a Las Nogaladas
de Tino Porzio. Mientras Dago se enfrentaba solo a varias decenas de
agentes, aprovechando la confusión de la noche, los demás salieron
del lugar. Nelson Gutiérrez, alias Guatón, alias Mickey, fue herido
antes de huir. En esas condiciones, él y Pascal interceptaron a un
Volkswagen rojo y partieron rumbo a Santiago. Llegaron a una
parroquia y entraron.
El sacerdote Fernando Salas, secretario ejecutivo del Comité Pro
Paz, estaba allí. Exigió que abandonaran las armas. Gutiérrez se
negó. Herido, afiebrado por el dolor, se aferraba a la metralleta.
—Con esto puedo seguir viviendo —repetía.
Dos días infernales transcurrieron allí. Por fin, los religiosos los
pudieron trasladar hasta el convento de Notre Dame.
Para entonces habían conseguido que una doctora inglesa, Sheila
Cassidy, atendiera al herido.
Luego partieron a la casa del sacerdote norteamericano John Devlin,
que los albergó por varios días.
Otros sacerdotes que conocían la situación se contactaron con la
Nunciatura. El secretario del nuncio, un sacerdote hindú, acordó la
forma de asilar a los fugitivos.
El domingo 2 la DINA dio con el paradero de Hernández, refugiado
con ayuda de Rafael Maroto en la casa de Gerardo Whelan, en Lo
Barnechea.
Ese mismo día encontraron la pista de Sheila Cassidy. Y,
convencidos de que con ella estaban los prófugos, los agentes
asaltaron la casa de los Padres Columbanos, en calle Larraín
Gandarillas. No había tanto peligro: en la inútil balacera resultó
muerta la empleada de la casa.
Cinco días más tarde, con la DINA en los talones, Pascal y Marie
Anne Beausire consiguieron llegar a la casa del embajador de Costa
Rica, Tomás Soley.
Esa noche, Gutiérrez y su compañera fueron subidos a un Peugeot
404 por un sacerdote. Enfilaron por Pedro de Valdivia, tomaron
Montolín y se acercaron a la Nunciatura.
De pronto apareció un auto en sentido inverso. Los focos iluminaron
la tensa cara del sacerdote.
Un carabinero se acercó al Peugeot.
—¿Qué es eso? —preguntó el padre.
—Una de esas señoras diplomáticas que no se pueden aprender las
calles —dijo el policía.
El sacerdote se bajó tratando de extremar la sangre fría. Tocó el
timbre y habló en voz alta, para ser oído:
—¡Soy el obispo Enrique Alvear! —fingió. Y luego, como hablando
consigo mismo: —¿Para qué me habrá llamado el nuncio?
La puerta se entreabrió.
—Qué raro —siguió el sacerdote—. Quieren que entre. ¿Para qué
querrán que entre?
El carabinero se acercó y le ayudó a abrir el portón.
El Peugeot entró hasta el jardín. El sacerdote se bajó y abrió la
maleta.
—¿Dónde estamos? —preguntó Gutiérrez.
—No se preocupe. Está en territorio pontificio.
Aquella misma noche había sabido la DINA que sus dos principales
presas se acababan de perder.
Pero ese desesperado asilo, al borde de la muerte, había sido el más
claro síntoma de que el MIR estaba diezmado.
EL CÓNDOR PASA
Aún así, Contreras aspiraba a que la derrota fuera final y que del MIR
no quedara rastro sobre el país. El asilo conspiraba, en cierto modo,
contra ese propósito ejemplarizador.
Y como para una DINA que se sentía capaz de todo nada era
imposible, se ideó un asalto rocambolesco: un túnel desde una
propiedad cercana a la embajada de Costa Rica serviría para ingresar
subrepticiamente a la legación y sacar a Pascal. El mismo túnel
podría extenderse hasta la Nunciatura, a la siga del Guatón Gutiérrez
(2).
Durante semanas se trabajó en el proyecto, pero la concesión de
asilo y la final emigración de los fugados canceló los primeros
trabajos.
Entonces se decidió seguir a Pascal por el mundo. El cubano Virgilio
Paz debía ubicarlo en Costa Rica para darle el bajo.
Pero la operación no tuvo éxito.
En cambio, comenzó a estimularse la creación de una red
antisubversiva que unificaría a los servicios secretos del continente y
ampliaría sus nexos con grupos afines de todo el mundo. La utilidad
de esto había sido probada recientemente: ante el incidente de la
doctora británica Sheila Cassidy, por quien Londres estaba armando
un barullo monumental, las fotos tomadas para la DINA por el cubano
Paz en las cárceles de Irlanda del Norte habían sido usadas como
contrapropaganda. Se le contestaba al Reino Unido con su espina
más dolorosa.
La red era algo novedoso y estimulante.
Bajo el nombre de Operación Cóndor, los servicios de seguridad de
Argentina, Brasil y Uruguay se coordinarían para actuar en la
detención y neutralización de focos subversivos, intercambiando
datos y facilitando recursos.
En el sexto piso de la calle Moreno 1417, en Buenos Aires, bajo la
cobertura de la Superintendencia de Seguridad Federal, funcionaría
un departamento especial dedicado a recibir y entregar información a
los chilenos, que a su vez operaban con un jefe local de la DINA en
Buenos Aires, Víctor Hugo Barría Barria, conocido en el ambiente
como Chapalele (3).
En Brasil, vinculada a la agregaduría militar, se instalaría otra sección
especial.
Los nexos con Uruguay se establecerían con la temible Compañía de
Contrainformaciones del Ejército, dependiente del Departamento 11
del Estado Mayor, con especial participación del mayor Carlos
Rossel, que viajó a Chile con cierta frecuencia (4).
En Paraguay, el coronel Benito Guanes, jefe de la J-2, la división del
Ejército destinada a inteligencia, mantenía una línea directa y abierta.
El proyecto iba tan lejos, que Vianel Valdivieso, un oficial de la DINA
cercano a Contreras, había tomado contacto en Madrid con la Savak,
la policía secreta de Irán, que podía dar consejos sobre el trato con la
CIA y las leyes norteamericanas.
LOS AMIGOS DE ALFREDO
Los italianos Stefano Delle Chiaie, Maurizio Giorgi y Roberto Graniti,
tres de los más importantes dirigentes del grupo Avvanguardia
Nazionale, fueron traídos a Chile, lo mismo que Albert Spaggiari, un
francés temido en el ambiente de la ultraderecha europea. Cubanos
anticastristas y croatas exiliados se sumaban también a la lista de
amistades.
Los italianos se instalaron en las casas de algunos agentes
connotados. Delle Chiaie, alias Alfredo, y Graniti, alias Mario, fueron
alojados en la casa del coronel Pedro Espinoza. Maurizio Giorgi, alias
Gino, y el temible Pierluigi Pagliai, alias Gigi, buscado en Italia por la
explosión de una bomba en un local del PC milanés, fueron acogidos
en la casa de Townley en Lo Curro.
Los italianos, disciplinados y obedientes al indiscutible liderazgo de
Delle Chiaie, ofrecieron un plan de “acción sicológica” que fue
rápidamente acogido por la DINA: instalarían una oficina de prensa
para mejorar la imagen de Chile en el mundo.
La agencia competiría con la información del comunismo mundial.
Una oficina especial, dotada de télex, fue instalada en las
dependencias de la entonces Radio Nacional. Allí trabajaron,
convenciendo a medio mundo de que eran periodistas comunes y
corrientes, cuatro de los más buscados “lobos negros” de Italia. La
oficina se engalanó con una sigla: Agencia Internacional de Prensa
(AIP).
El proyecto de los italianos era que la AIP tuviera resonancia mundial.
Una filial en Buenos Aires podría rebotarla para el continente
americano, mientras que en Europa la agencia Afipe, del mismo
carácter, dirigida por Catherine Barnay, haría la hermandad
transoceánica (5).
Programas de onda corta con propaganda e indoctrinación ideológica
fueron transmitidos desde Santiago durante varias semanas.
Pero pronto los italianos decidieron que podía haber horizontes más
vastos.
Entonces propusieron ampliar la red de control antisubversivo más
allá del continente.
Mientras Pagliai y Graniti se especializaban en el uso de explosivos y
tecnologías electrónicas, Delle Chiaie y Giorgi viajaron por el mundo
con pasaportes chilenos.
Grupos cubanos, guatemaltecos, franceses y españoles fueron
contactados en las giras.
Era un proyecto grande.
Demasiado.
UN NEGOCIO DURO
Pero los nexos internacionales no servían para dar la lucha interna, y
Contreras sabía que ése era el primer territorio que debía ganar.
A medida que el 75 corría, la DINA comenzó a detectar que un grupo
de altos funcionarios, ligados al gabinete de Pinochet y al equipo
económico, hacía fuerte oposición a los métodos del servicio.
La resistencia se expresó de modo indirecto: presión presupuestaria.
Durante todo ese año, sintiéndose amarrado por el Ministerio de
Hacienda y la Dirección de Presupuesto, Contreras estuvo dirigiendo
oficios confidenciales a Pinochet para conseguir ampliaciones de
recursos. Casi invariablemente la respuesta fue la misma: no hay.
Contreras decidió entonces que la DINA podía generar sus propios
recursos. El era presidente de la Empresa Pesquera de Chile, Epech,
y sabía que una amplia línea de negocios podía ser abierta sin que se
notara demasiado.
Las operaciones de internación de equipos, especialmente
electrónicos, podían realizarse a partir de su cargo en el directorio de
Standard Electric.
Bajo el nombre de Procin, Consultec y Universal operaron pequeñas
subsidiarias creadas para los solos efectos de completar gestiones de
importación.
Del mismo modo, otro cargo en un directorio, esta vez en Sercotec, la
empresa de asistencia técnica que dependía de Corfo, sirvió para dar
cobertura a la formulación y desarrollo de proyectos de inteligencia.
En otros casos se trató de generar recursos autofinanciando las áreas
de gastos. Una agencia de viajes, con el poco disimulado nombre de
Dinamictur, se instaló junto al Mercado de Providencia. Aunque la
intención era que las utilidades de la agencia ayudaran a solventar los
frecuentes viajes de los propios agentes, ello jamás resultó: ni
siquiera los agentes iban a adquirir sus pasajes allí, por el temor de
que la filiación del local fuera ya conocida.
Otra forma de reducción de insumos fue la de absorber servicios
ajenos en la propia estructura de la DINA.
El taller de automóviles El Parque, en Portugal cerca de Avenida
Matta, fue especializado en la reparación de los vehículos del
servicio, mientras que para las adquisiciones se buscó a dos
prominentes proveedores (6).
Ciertos empleos apuntados a la infiltración o a la captación de
informaciones fueron también dirigidos de manera de sortear las
dificultades de recursos.
Esa fue, por ejemplo, una misión adicional que se encargó al servicio
de casino de la empresa Burger, a cargo de Pedro Diet, un hombre
que tuvo importancia en la estructura de la inteligencia económica de
la DINA (7).
DE LA CAJA A PANAMÁ
La complejísima operación desplegada para sacudirse la presión del
presupuesto fue dirigida desde los mismos cuarteles de Belgrado 11.
Humberto Olavarría, jefe del Departamento III, el Económico, concibió
la compleja y sensitiva red durante parte del 75 y sobre todo en el 76.
Fuera de hacer transacciones encubiertas con empresas de fantasía,
las que mayoritariamente tenían por objeto impulsar el movimiento de
capitales, tanto de salida como de entrada, era preciso aliviarse
también de la presión de las plantas.
Los jefes de las unidades se quejaban constantemente de falta de
personal y algunos de ellos sabían que una sorda batalla contra los
Chicago boys empezaba a librarse bajo la forma de un debate
presupuestario. Debido a eso, y también porque advertían el
incesante esfuerzo del coronel Contreras por ampliar su esfera de
acción, muchos de ellos aceptaron las severas restricciones de
recursos como una regla del juego.
Los agentes no tenían problemas a la hora de requerir infraestructura
o en el pago de sus sueldos: en la DINA se decía que el problema
empezaba en el terreno, a la hora de tomar un taxi o comer un
sandwich en el curso de una misión.
Para resolver el problema del personal había que pasar por el lado
del cupo máximo fijado por el presupuesto para las plantas del
Ministerio de Defensa y, por tanto, de la DINA.
Salarios e imposiciones de ese personal extraordinario fueron
desviados por otras sociedades de entidad puramente financiera.
En la Caja de Empleados Particulares se pagaron las prestaciones
sociales de numerosos agentes, con el nombre de una empresa
llamada Villar y Reyes. Otra firma, presuntamente de importación,
funcionó con la chapa de Elissalde y Poblete.
La principal fuente de financiamiento de estos gastos eran dineros
desviados de las empresas en cuyos directorios participaban hombres
de la DINA (con el muy relevante papel de Standard Electric), pero
muchos de esos capitales pasaban primero por cuentas y empresas
radicadas en Panamá.
Las operaciones principales se hicieron con el Cayman Bank.
La legislación de sociedades anónimas de Panamá (basta con que un
panameño figure en la escritura para que tenga residencia legal en el
territorio) abrió la opción de nuevas empresas fantasmagóricas, esta
vez más difíciles de detectar.
Panandina de Inversiones, Entrecostera Panatlántica, Complejo
Terranova, Comercial Caronte (8), fueron puestas a nombre del
coronel Contreras y de Hubert Fuchs, gerente general de la Pesquera
Chile.
FARAONES, SACERDOTES Y ESCLAVOS
La propia grandilocuencia de sus acciones fue sumiendo a la DINA en
el vértigo del poder.
El poder comenzó a ser demasiado visible.
El coronel Contreras concurría todos los días a las 7.30 a la casa de
Presidente Errázuriz, desde donde acompañaba a Pinochet hasta su
despacho en el Diego Portales.
Allí había un diario desayuno: entre el trayecto en auto y ese instante
se conversaba el briefing sintetizado de inteligencia sobre la situación
nacional. Y sólo después de eso, sin importar la magnitud de los
asuntos pendientes, comenzaba la actividad presidencial.
El coronel partía luego a su despacho de Belgrado, una oficina amplia
con acceso a un silencioso jardín y a un refinado comedor. Allí, entre
muebles de estilo francés, con sillas provenzales y escritorio de roble,
frente al mural de un lago sureño, con las fotos de los miembros de la
Junta y un gran retrato de Pinochet, Contreras sólo debía presionar
un botón para que en la pantalla empotrada en el muro apareciera el
despacho del Presidente. Desde el otro lado, lo mismo podía hacer
Pinochet. Cuando la imagen del general no estaba en pantalla, el
circuito mostraba los accesos de Belgrado, la calle Vicuña Mackenna,
los pasillos y algunas oficinas (9).
El inmenso poder que se le atribuía convirtió a Contreras en objeto de
adulación y cuidado.
Los agentes comenzaron a ver con recelo que el coronel era rodeado
por un grupo de amigos de nuevo cuño, que se sumaban al círculo
reducido de los “Cero Cero”, los hombres de confianza.
“Cero Cero” pudo llegar a ser un nombre hiriente en algunos casos:
dado que todas las credenciales de la DINA, compuestas por seis
cifras, empezaban con un doble cero, esa denominación se daba, por
extensión, al “brazo derecho”, al más cercano subordinado de un jefe.
Pero el grupo de los “Cero Cero” creció hasta niveles ingratos para
los agentes de rango inferior, que decían haberse jugado en nombre
de la “mística” antiizquierdista.
Los agentes crearon denominaciones despectivas.
El grupo de “Los Faraones” era el pequeño núcleo de oficiales de
Ejército que, aun sin estar en los grados mayores, rodeaba al coronel,
asistía a su casa, ordenaba sus cuestiones personales y lo trataba
como a un líder supremo.
El de “Los Sacerdotes” era el de las brigadas secretas, dependientes
únicamente del coronel, detestadas por su hermetismo y por sus
frecuentes viajes al exterior.
El de “Los Esclavos” era el de los trabajadores de la base, los
agentes y los profesionales, los que jamás asistían a las fiestas de la
superioridad y que en algún momento llegaron a protestar porque los
homenajes al coronel les eran descontados por planilla sin que jamás
se les hubiera invitado.
La división de grupos abrió camino a una tensión interna difícil de
contener. La calidad de los trabajos —que según los otros servicios
nunca fue de gran nivel— se deterioró en grados inadmisibles.
La recolección de EEI (Elementos Esenciales de Información, base
del trabajo de análisis) se convirtió en el instrumento para ganar o
perder poder. Las órdenes marcadas ST (Sin Testigos) comenzaron a
improvisarse con más frecuencia de la deseada. La infiltración en la
izquierda perdió fuerza. El Comando Conjunto arrebató a la DINA casi
la totalidad del PC, para su propia misión de exterminio. El método
cruzado de chequeo de información fue olvidándose, para sólo
reaccionar ante señales vagas e inconfirmadas. Y las chambonadas
de siniestro final se convirtieron en algo habitual.
Otro hombre procedente de la tradición ortodoxa de la DINE, también
experto en infiltración de partidos durante la década del 60, comenzó
a hablar en voz alta contra los métodos de la DINA: el general (R)
Ernesto Baeza, director de Investigaciones.
Baeza había modernizado a su servicio. Parecía obsesionado por el
deseo de convertirlo en una policía altamente especializada, dotada
de recursos y de comodidades. Por eso detestaba a los que, a su
modo de ver, habían convertido el trabajo de inteligencia en algo
ramplón y violento. En julio de 1976 levantó la voz, a propósito de un
caso específico.
En ese mes el funcionario de la Cepal y ciudadano español Carmelo
Soria fue encontrado muerto en un automóvil en el cerro San
Cristóbal. Las primeras informaciones hablaron de accidente o
suicidio. Pero la autopsia mostraba un grado alcohólico según el cual
Soria no podría ni haberse movido; había además señas de
estrangulamiento, y su secuestro había sido denunciado dos días
antes. La Brigada de Inteligencia Metropolitana había dirigido la
acción, incluso con el concurso infamante del cubano Paz.
A Investigaciones fue llevada la insistente sugerencia de que los
protocolos de autopsia debían perderse. Pero el servicio se negó: las
huellas de un crimen insensato y torpe eran excesivas. El episodio
terminó con las frías pero no malas relaciones entre la DINA e
Investigaciones.
Baeza se sumó al general (R) Mena en sus reproches contra el
escaso profesionalismo de los hombres de Contreras.
REUNIÓN EN EL CERRO
En mayo de 1976, el Comando Conjunto, nacido para demostrar la
ineficiencia de la DINA y para quitar a Contreras el omnímodo poder
construido, llegó a la conclusión de que algunos de sus agentes
estaban pasando información al servicio adversario.
Era un pecado mortal. Los agentes fueron interrogados en Colina.
Dos de ellos, el soldado Guillermo Bratti y el informante comunista
Carol Flores, fueron ejecutados en una espeluznante ceremonia en el
Cajón del Maipo (10). Otro fue liberado: no se pudo probar el doble
flujo de informaciones. El hombre volvió a los cuarteles de la DINA e
hizo una extensa y detallada relación de lo que sufrió y vio.
Fue en ese momento cuando la DINA, que hasta entonces creía
estarse enfrentando a la FACh, supo lo que tenía por delante: un
grupo integrado por oficiales y agentes de distintas ramas. Contreras
recibió el informe del agente liberado y escribió un oficio a Pinochet
informándole que su servicio estaba siendo atacado y que el conflicto
mayor se producía con la FACh, a cuyos hombres atribuía la iniciativa
del Comando Conjunto.
El oficio fue archivado.
Pero como la lucha sorda en la penumbra de las calles proseguía, la
DINA decidió tomar la iniciativa y propuso una reunión entre sus jefes
y los del Comando Conjunto.
Cierta noche de junio, decenas de agentes de la DINA fueron citados
para una operación especial en el cerro San Cristóbal, en el sector de
La Pirámide. Debían ir armados hasta los dientes y acordonar una
parte del sector. La otra parte estaría a cargo de los contingentes, no
menos armados, del Comando Conjunto.
El coronel Pedro Espinoza, jefe de operaciones de la DINA, y Roberto
Fuentes Morrison, El Wally, por el Comando Conjunto, se reunieron
entre los árboles para aclarar sus discrepancias. Se culparon de los
castigos a agentes, de los roces y de las fallas de coordinación.
Aclararon sus límites de acción y llegaron a acuerdo.
La guerra cesó.
Y comenzó el desmantelamiento de la tercera directiva clandestina
del PC.
A las 9.30 de la mañana del 21 de septiembre de ese año, un auto
azul se levantó del suelo en Sheridan Circle, en Washington, y una
enorme bola de fuego naranja emergió por el lado del conductor.
La explosión remeció a uno de los más elegantes vecindarios de la
capital norteamericana. La carrocería del auto azul quedó a 82 pies
del cráter que dejó el estallido.
El ex canciller y ex ministro de Defensa de la UP, Orlando Letelier,
murió minutos después, mutilado.
A su secretaria, Ronnie Moffit, una pequeña esquirla de metal le
rompió justo la carótida. Sólo su marido, Michael Moffit, sobrevivió en
el asiento trasero.
La historia del crimen es ampliamente conocida (11).
Aquella luminosa mañana, a miles de kilómetros de Santiago, marcó
el comienzo del fin para la DINA.
15
LA EMBRIAGUEZ DEL TERCER AÑO
Los ejercicios de poder en la cúpula del régimen tuvieron en el año 76 numerosas
expresiones. El panorama parecía despejado para imponer voluntades. Soplaban
vientos favorables: venían Kissinger, Orfila, el secretario del Tesoro de EE.UU.
Pero, al declinar el año, asomaron los primeros nubarrones.

Aún no cumplía tres años el régimen militar cuando se arrimó al poder


Sergio Fernández. Al asumir en el Ministerio del Trabajo, el 8 de
marzo de 1976, este admirador del gremialismo universitario de Jaime
Guzmán y recomendado de Hugo Rosende, realizó lo que se le
encomendó, y más. Aplicó las políticas laborales identificadas con la
línea de los Chicago boys, selló las puertas al clima aperturista que
había creado su antecesor, Nicanor Díaz Estrada, y cosechó el
malestar de los dirigentes sindicales.
El impetuoso nuevo ministro terminó con las invitaciones a la OIT a
delegaciones pluralistas, suspendió el estudio del Código del Trabajo,
archivó el Estatuto Social de la Empresa, un proyecto con el que
simpatizaban los militares, y sintonizó con la política de shock que
Jorge Cauas puso en boga desde Hacienda.
En reacción, se consolidó el “Grupo de los Diez”—en ciernes desde el
año anterior—, en el que figuraban líderes sindicales como Tucapel
Jiménez, Manuel Bustos, Eduardo Ríos, Ernesto Vogel, Antonio
Mimiza, Federico Mujica y Enrique Mellado, entre otros. Del
oficialismo que varios de ellos profesaron, se pasó a las misas de San
José Obrero al lado del cardenal.
Con el apoyo de la AFLCIO, la nueva fuerza sindical amenazaba con
ampliar un efectivo boicot si no se respetaban los derechos laborales.
Fernández había cambiado para siempre la relación entre los
trabajadores y el gobierno militar.
INCIDENTE POR UN RECTOR
La rectoría de Julio Tapia Falk en la Universidad de Chile fue una de
las más tempestuosas que había vivido el régimen.
Asumiendo con poderes plenos, Tapia Falk reconcentró las sedes de
la Universidad (que habían sido descentralizadas por la reforma),
removió a la mayoría de los altos mandos académicos y se negó a
traspasar los bienes de las sedes regionales a las universidades
locales. Para decirlo de manera sintética, se peleó con todo el mundo:
con la oposición, que denunció rasgos de persecución política en las
remociones y que consideró arrasados los principios de la reforma;
con el mundo académico, que, representado por el filósofo Jorge
Millas, abrió un intenso debate sobre la misión de la universidad; y
con el gobierno, que quería aplicar su política de reducción con la
mayor velocidad posible.
El debate llegó al punto de que una edición de la revista Ercilla
dedicada al tema fue confiscada por el gobierno (1).
La situación empezó a ponerse crítica en marzo, cuando se hicieron
públicas las acusaciones por las “matrículas brujas” de alumnos que
habían ingresado irregularmente a la Universidad de Chile.
Los antecedentes reunidos por el ex prorrector Enrique d’Etigny
fueron investigados por el académico Danilo Salcedo, que presentó
una denuncia con 156 casos. Mientras la rectoría despedía al
profesor Salcedo, El Mercurio publicaba los documentos.
La defensa del rector Tapia Falk en el asunto sirvió de poco: el
disgusto era público, aunque muchas de las matrículas fueron
recomendadas por miembros de las Fuerzas Armadas.
Es que, además, Pinochet no le perdonaba que siguiera prestando
asesoría jurídica a Leigh, en circunstancias que lo había puesto en la
“U” con el evidente propósito de alejarlo del comandante en jefe de la
FACh.
El 18 de mayo, Pinochet ordenó al ministro de Educación, el
contralmirante Arturo Troncoso, que recibiera la renuncia de Tapia
Falk que él ya había pedido.
—El que la hace la paga —rubricó.
Dos días más tarde llegó el general Leigh desde EE.UU., donde había
asistido a una conferencia de comandantes en jefe de fuerzas aéreas.
Lo esperaba la sorpresa: el tercer rector-delegado de la FACh y su
más cercano asesor personal había caído, tal como parecía previsto,
en desgracia.
Un general de Ejército en servicio activo asumiría con toda seguridad
el lugar de Tapia Falk.
El 24 de mayo de 1976, Leigh consiguió una audiencia con Pinochet.
—Augusto —le dijo—, me he enterado de que otra vez han sacado al
rector de la Universidad de Chile, que tú sabes es de mi confianza.
Han pasado varios días y todavía no me dices nada.
—Es que vienen más denuncias, Gustavo. No hay nada que hacer.
Pero no te preocupes, no es una deshonra para la FACh, porque está
bien claro que se actuó en uso de las atribuciones legales...
—¡Atribuciones legales! —exclamó Leigh—. ¿Y tus declaraciones en
la prensa? ¿Quieres que te las lea? Aquí las traigo. Dices que aunque
sean parientes o amigos les dejarás caer la mano dura. ¿Cómo se
puede interpretar esto?
—¡Eso es una chuecura, una cosa mal interpretada! Yo no me refería
al rector, sino a uno que dice que es pariente mío y que usó esas
matrículas de gracia...
—¡Pero lo que dice es otra cosa! ¡Aquí es la FACh la que está en
juego, Augusto! La Fuerza Aérea está dolida por este asunto, y yo no
tengo explicación que darle...
—¿Acaso la Fuerza Aérea se cree que es una parcela? No veo por
qué tenga que sentirse involucrada en los nombramientos.
—La FACh jamás ha hecho parcelas, Augusto. Y eso lo sabes muy
bien. Este caso es diferente, porque el rector es un hombre muy
respetado en la institución.
—¡Yo no estoy tratando de dañar a la Fuerza Aérea! Incluso en estos
días subimos ahí en la cancillería al comandante Lavín...
—Ya veo que no vas a cambiar tu decisión...
—No, no la voy a cambiar.
—Bueno —dijo Leigh—, entonces la FACh sabrá qué hacer.
En la mañana del día siguiente, en la ordinaria sesión legislativa, se
discutieron dos proyectos de decretos leyes.
Uno de ellos proponía el traspaso del Servicio Nacional de Jardines
Infantiles (dependiente del Ministerio de Educación) a CEMA Chile, un
organismo presidido por la esposa de Pinochet.
Leigh pidió la palabra y se opuso al proyecto. Citó un estudio técnico
y las recomendaciones de varios pedagogos de renombre. A la
opinión se sumaron el almirante Merino, el general Matthei y el
contralmirante Troncoso.
Casi sin más debate, el proyecto fue rechazado. Pero para todos los
presentes resultó claro que Pinochet se había disgustado. Sin hablar,
con el ceño fruncido, el Presidente abandonó la sala y se fue a su
despacho.
Esa tarde, Leigh redactó una carta de apoyo al coronel (J) Tapia Falk
y la distribuyó con urgencia a los medios de comunicación.
En la noche, desde Televisión Nacional llamaron a Pinochet.
El general ubicó por teléfono a Leigh en su casa.
—Gustavo, vente para acá. Quiero conversar contigo.
—Ahora no, Augusto. Mañana en la mañana te voy a ver.
—¿Qué significa esa carta que entregaste a la prensa? El Canal 7 me
la está enviando, pero todavía no la he visto.
—Léela primero, Augusto. Mañana la conversamos. Yo no voy a
renunciar a las atribuciones de mi mando, ya te lo dije. Voy a
respaldar a mis hombres. Y esa carta se va a publicar.
—Mañana vamos a ver.
Sobre la marcha, Pinochet ordenó que se preparara otra carta de
agradecimiento al coronel Tapia Falk.
Se distribuyó a última hora. Era tan elogiosa que parecía un
contrasentido que con ella lo estuviera echando.
La reunión entre ambos a la mañana siguiente fue cordial.
Pinochet le dijo que no quería más disgustos, que la serie de
malentendidos debía terminar y que sería mejor hacer borrón y
cuenta nueva.
Leigh estuvo de acuerdo. Pero, antes de irse, le dijo que también
estaba cansado de disgustos, y que si resolvía retirarse de este
torbellino contaría la verdad de lo que ocurría (2).
Uno de los asesores de Pinochet recibió poco después el comentario
sobre la reunión:
—Este gallo no tiene remedio.
En la “U” asumió Agustín Toro Dávila, general de brigada.
BUENA CONDUCTA
Pero la embriaguez del poder no tendría esa única manifestación en
aquella temprana etapa del régimen militar.
Hubo elementos que favorecieron ese clima: en abril, el secretario del
Tesoro norteamericano, William Simon, pidió al ministro Cauas ser
invitado a Chile, pues deseaba afianzar lazos. Simon, un hombre de
Nixon, compartía la política de libertad económica aplicada en Chile,
pero creía que debía acompañarse de libertad política. Antes de
concretar su visita consiguió que el gobierno anunciara la liberación
de 49 presos políticos: entre ellos, Pedro Felipe Ramírez, Aníbal
Palma y Sergio Vuskovic.
El régimen quería mostrar buena conducta.
Cuando Simon se entrevistó con Pinochet, fue acompañado por el
encargado de negocios de EE.UU., Thomas Boyatt, a quien el
gobernante chileno saludó familiarmente:
—Nosotros nos conocemos —dijo Pinochet abrazando a Boyatt y
mirando a Simon—, es un buen amigo y él puede atestiguar que
siempre he sido una persona democrática (3).
LA OEA EN CHILE
La realización en Chile de la Sexta Asamblea de la Organización de
Estados Americanos (OEA), tan ansiada, no se debía desaprovechar
como la ocasión más propicia para mejorar la imagen externa del
país, que, aunque pasaba por su mejor momento, distaba mucho de
ser buena.
Eran los planes.
Para conseguir la sede, ocho meses antes se había movido con
extraordinario sigilo el embajador chileno ante ese organismo, Manuel
Trucco. Tomó por sorpresa a los demás países, que se enteraron de
la postulación chilena cuando el plazo acababa de expirar.
A Trucco no le resultó una tarea difícil: era íntimo amigo del secretario
general de la OEA, Alejandro Orfila. Ambos compartían la pasión por
las aventuras hípicas. Trucco, hábil político y experimentado en
componendas de pasillo, prácticamente le armó la victoria a Orfila en
ese puesto. Para ello, tuvo que convencer al canciller Patricio
Carvajal, quien quería acceder a una petición de Brasil, en el sentido
de respaldar a cualquier candidato que no fuera Orfila, pues no quería
a un argentino en ese importante puesto.
El abogado Ricardo Claro, quien fue designado coordinador general
de la Asamblea, también había recomendado en su oportunidad no
apoyar a Orfila, previendo que se aproximaba un conflicto con
Argentina y ese puesto sería clave. Ganó Trucco.
El foro serviría para exponer la posición del gobierno chileno.
Santiago se llenaría de grandes figuras: junto a Orfila, vendrían Henry
Kissinger, secretario de Estado de Estados Unidos, cancilleres de 33
países, observadores de otros tantos y unos 500 periodistas. En
suma, un millar de personas.
Problemas no faltaron.
Tres semanas antes, México notificó su inasistencia.
Y un mes antes, Robert Scherrer, agente del FBI, agregado jurídico
en Buenos Aires, viajó a Santiago para entrevistarse con el director
de la DINA.
—Queremos a Rolando Otero y Orlando Bosch —dijo, refiriéndose a
dos terroristas cubanos exiliados que habían llegado a Chile a
colaborar con la DINA, que luego habían sido detenidos y que eran
buscados por el FBI.
Manuel Contreras respondió que no los tenía.
Scherrer —alertado de la presencia de por lo menos uno de ellos
(Otero) en el país— insinuó que al embajador norteamericano en
Santiago, David Popper, eso le inquietaría sobremanera, porque el
mes siguiente debía venir a Chile Kissinger, a quien le preocupaba
mucho que esos terroristas no sólo anduvieran sueltos sino que en
contacto con la DINA.
Scherrer no supo que Bosch también estaba en Chile, como huésped
en la Escuela Nacional de Inteligencia de Maipú. El 6 de mayo un
equipo de Contreras, presidido por el teniente coronel Luis Mujica, se
reunió con Scherrer para pedirle asesoría en seguridad para la
asamblea de la OEA. Scherrer explicó que si no entregaban a Bosch
y Otero, ello no sería necesario, pues no habría Kissinger en la
reunión de la OEA.
Nuevas reuniones con el general Ernesto Baeza, director de
Investigaciones, resultaron infructuosas.
Entretanto, el buscado Otero, detenido en Tres Alamos, fue testigo de
un cínico episodio. “Los guardias ríen. Dicen que se aproxima una
gran conferencia de la OEA y que Chile aceptó a la Comisión de
Derechos Humanos de la OEA visitar sus prisiones para inspeccionar
y verificar que Chile era un lugar adecuado para la reunión
internacional. La comisión visitó la prisión ese día; los guardias
sirvieron como prisioneros” (4).
El 19 de mayo, Scherrer recibió un llamado de Investigaciones. Le
informaban que la DlNA entregaría a Otero. Este fue conducido bajo
engaño al aeropuerto de Pudahuel: le dijeron que sería deportado a
Lima, pero el auto que lo llevaba al Aeroperú se desvió de pronto
hasta un Braniff con destino a Miami. (5)
Los preparativos para la VI Asamblea General de la OEA, que
tomaron todo el primer semestre, superaban un nuevo escollo.
PROBLEMAS DEL COORDINADOR
Se eligió a Ricardo Claro para coordinar la reunión, aprovechando sus
condiciones variadas de abogado, empresario, ex asesor económico
del Ministerio de RR.EE. y de reconocido prestigio internacional.
Antes de la partida, Claro declaró a la prensa que todo estaba bien,
que lo único negativo eran unos panfletos apócrifos que se hicieron
llegar a las delegaciones, desprestigiando al gobierno. Uno de ellos,
dijo, se le atribuyó a la Iglesia.
Lo que no contó fueron dos incidentes previos.
En una reunión de la ASEP, en La Moneda, Manuel Contreras objetó
el ingreso indiscriminado de periodistas, pues entre ellos se filtrarían
algunos que habían hablado mal de Pinochet. Claro se negó a limitar
la admisión.
Con todo, Contreras igual hizo detener en Pudahuel a un enviado del
Miami Herald, que figuraba en la lista negra de la DINA. Claro peleó
su liberación y ganó.
El día inaugural también debió sortear una huelga de los empleados
administrativos a cargo de las fotocopiadoras, claves en esos
eventos.
Paradojalmente, en los mismos días de la reunión se concretó un
cambio muy relacionado con aquélla. Pinochet designó a la periodista
María Eugenia Oyarzún, entonces alcaldesa de Santiago, como
embajadora ante la OEA, en reemplazo de Trucco.
Según las versiones oficiales, no se trataba de un desplazamiento de
Trucco, sino de un ascenso: a él, diplomático solvente, se le
encomendó la embajada de Chile en Washington, cargo que ya
ocupaba simultáneamente con el de la OEA.
Pinochet escogió a la periodista, con quien le une una gran amistad,
porque creía también que la simpatía de una mujer podría resultar
oportuna y conveniente en un cargo de ese tipo. El cambio se estaba
pensando desde hacía un tiempo. El motivo básico era cierta
desconfianza que el Presidente sentía por ese embajador. Ya en
marzo Trucco sabía que sería reemplazado. Dos cosas le provocaban
un indisimulado malestar: que se tratara de una mujer y que no era
diplomática.
La tensión Trucco-Oyarzún era notoria y se expresaba en los dimes y
diretes que se oían en las comidas.
El hecho es que la periodista integró desde el principio la delegación
ante la Asamblea. Esta la presidía el canciller Carvajal, y la
componían, además, Trucco, Enrique Bernstein, Sergio Diez, Manuel
Pinochet, Javier Illanes, Tomás Lackington, Miguel Schweitzer, Jaime
Guzmán, Fernando Monckeberg, Pedro Correa, Liliana Mahn, Alicia
Romo y otras 19 personas.
CUESTIÓN DE HOSPITALIDAD
Para los huéspedes también se elaboró un programa más relajado.
“Aparte de las reuniones de trabajo”, editorializó El Mercurio, “se ha
preparado un programa complementario para los visitantes, de alto
nivel cultural y también de grato esparcimiento. Como es habitual en
este tipo de reuniones, la intensa contracción de los debates puede
contrapesarse con una articulación eficaz de las horas libres.
Precisamente tal es el objetivo buscado al ofrecerse numerosas
alternativas que harán memorable la hospitalidad nacional” (6).
En su Cuartel General de la calle Belgrado, el estado mayor de la
DINA hizo también sus planes. Los objetivos básicos eran garantizar
la seguridad total en la Asamblea, impedir todo posible uso
propagandístico o político de ella y dar a los delegados un trato
cordial, que los hiciera sentirse “como en casa”.
El equipo de seguridad fue organizado según las normas regulares.
Fue en el esfuerzo por aumentar las “relaciones públicas” donde se
produjo el proyecto más ambicioso.
Un jefe electrónico de la DINA, cercano a Contreras y amante de la
aventura, había trabajado en Televisión Nacional y tenía una idea
disipada sobre algunas mujeres del mundo artístico. Así que propuso
formar con ellas una Brigada de Mujeres, que fue conocida con un
muy despectivo nombre.
Ella vendría a suplir las insuficiencias de la Brigada Femenina,
integrada por agentes cuya función era policial, pero que se
consideraban poco útiles para simulacros y operaciones encubiertas.
Sólo un pequeño núcleo de esa Brigada Femenina tenía a veces
tareas de ese tipo: era el equipo de las solteras, cobijadas en un
departamento cerca del cine Oriente.
Para esta Asamblea se necesitaba algo más: mujeres elegantes,
bonitas, en lo posible deslumbrantes.
Decenas de jóvenes fueron reclutadas con ayuda de un periodista del
Canal 7. Algunas salieron de programas de TV; otras, de los
contactos amistosos, de algunos cabarets y del mundo de la noche
santiaguina.
El motel “El Sauce” de la Gran Avenida fue especialmente habilitado
para uso exclusivo de la nueva Brigada.
Su misión no era muy específica. Si podían recoger alguna
información, debían presentarla en un somero informe. Si no, bastaba
con que prestaran atención preferente a los diplomáticos que se les
asignara.
También podrían servir para dirigirlas contra otros altos funcionarios
del propio régimen que estuvieran bajo sospecha o de los cuales se
quisiera obtener favores especiales.
Fuentes que conocieron de cerca el trabajo contaron que ese método
proliferó en el difícil año 76. Nunca dio grandes resultados: los
afectados, cuando mucho, se asustaron o abandonaron la relación.
En el motel de marras se produjo un incidente que pudo haber
abultado los anales de la DINA. Uno de los invitados extranjeros, en
quien el whisky había actuado como un eficaz acelerante de los
ímpetus, escogió a la mejor de la brigada. Su buen ojo resultó fatal:
ella era la única que no estaba para esos menesteres, pues se
trataba de una oficial a cargo de la caja. Al sentirse rechazado, el
conquistador le lanzó una fuerte bofetada en el rostro:
—¡Qué te pasa, gringo! ¡Suéltala o te vai cortado!...
Desde lo alto de la escala lo apuntaba el arma de un agente de la
DINA.
FANTASMAS EN LA TORRE
Del temario de 41 temas, sobresalían la ley de comercio exterior de
EE.UU., el asunto del Canal de Panamá y la situación de los
derechos humanos en el hemisferio.
Las aspiraciones del embajador chileno, Manuel Trucco, en cuanto a
la Asamblea en Chile, se centraban en el restablecimiento de un
mecanismo de cooperación equivalente a la Alianza para el Progreso.
Sin embargo, era otro el tema que empezaba a ambientar toda la
Asamblea: la situación de los derechos humanos en Chile. La OEA,
en los primeros años, no fue la que abrió los fuegos en ese delicado
asunto. Varios de sus países miembros tenían gobiernos militares, de
manera que no había gran interés en hostigar a la Junta Militar
chilena.
Distinta era la actitud de otros foros.
Los problemas estaban interrelacionados: el creciente interés mundial
por este tema lo incentivaba la verdadera cacería desatada en esos
meses sobre la ultraizquierda, y esa razzia a su vez la motivaba en
parte la proximidad de la reunión de la OEA.
En mayo había caído una directiva completa del PC. Dos meses más
tarde, Dinacos informaba que los servicios de seguridad “resolvieron
actuar en contra de las casas-buzones que el PC mantenía para el
enlace de la Comisión Política y los regionales, que serían 32 en
Santiago”. Un nuevo comunicado que vinculaba al abogado Hernán
Montealegre tuvo que ver en la razzia en que fue detenido un
importante grupo de dirigentes del PC (7).
Por esos días también, la Vicaría de la Solidaridad entregaba en los
tribunales un informe compuesto de varias carpetas, sobre detenidos
desaparecidos. Le llamaron “La Naranja Mecánica”, pues tenía las
tapas de ese color. Fueron la base del libro posterior ¿Dónde están?
Otro fantasma se paseaba también por la torre: la mediterraneidad
boliviana.
Aunque esto no fue incluido en la agenda temática, el entusiasta
canciller boliviano, general Oscar Adriazola, fue el primero en llegar a
Santiago, y gestionó numerosas reuniones. Logró actualizar el tema
en un foro hemisférico.
Al inaugurar la Asamblea, Pinochet no perdió la oportunidad de aludir
a su reciente visita a Uruguay, donde suscribió una declaración
conjunta con el Presidente Juan María Bordaberry, sobre el derecho a
la integridad de la imagen nacional, “expuesta hoy a tantos y tan
grandes atentados de parte de una maquinaria propagandística
hábilmente montada y financiada con recursos imperialistas
ilimitados” (8).
KISSINGER ESTRELLA
Cuando Kissinger vino por primera vez a Chile era figura estelar de la
política mundial. Recorría el mundo interponiendo su influencia, y la
de su gobierno, en los más delicados asuntos. Sus infatigables viajes,
que lo hicieron famoso, se aceleraron aún más en los meses previos
a su visita a este país, pues acababa de anunciar que renunciaría tras
el término de las elecciones de noviembre y quería dejar asuntos
resueltos.
Como la estrella que era se le trató. Su suite, la 1122 del Hotel
Carrera, tenía cinco ambientes, tres baños y cinco teletipos en una
dependencia aledaña. Su comitiva, unas 80 personas, se alojó en el
piso superior.
Pero la “estrella” no venía, ni mucho menos, sólo a confraternizar. En
su intervención, expresó el respaldo de su gobierno a la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. Propuso incluso
ampliar su mandato. Y planteó un enérgico llamado a superar los
problemas aludidos en el informe sobre la situación chilena, aunque
reconoció la colaboración, “que será indispensable mantener”, para
lograr una solución. También dijo que la condición de los derechos
humanos deterioraba las relaciones de Chile (9).
Durante el desarrollo de la Asamblea, Pinochet sostuvo varias
reuniones-almuerzo con grupos de cancilleres. Al primero fueron
representantes de siete países: Brasil, Panamá, Haití, Honduras,
Jamaica, Paraguay y Uruguay.
También ofreció una recepción en el Palacio Cousiño. Y asistió a otra,
en la embajada de Brasil, donde pudo saludar a Kissinger.
La fiesta en la representación brasileña tuvo un final accidentado: un
grupo de periodistas extranjeros logró llegar hasta una de las salas, el
escritorio del embajador, donde conversaban Lucía Hiriart de
Pinochet con Nancy Kissinger. Los reporteros, poco amables,
prácticamente hicieron a un lado a la esposa de Pinochet para
fotografiar sola a Nancy. Enfurecida, con su dignidad herida, la
Primera Dama chilena partió a buscar a su marido:
—¡Vámonos, Augusto, esto es el colmo de la mala educación!
Al día siguiente, Pinochet almorzó con el ilustre visitante y otros
nueve cancilleres en su despacho del Diego Portales.
Pero antes, hubo una entrevista de hora y media de Kissinger con
Pinochet. La reunión partió mal: Pinochet no admitió la presencia del
embajador Popper. Y siguió peor, pues frente a las respetuosas pero
precisas peticiones de Kissinger sobre derechos humanos, el Jefe de
Estado chileno se mostró intransigente. Cuando más, prometió
estudiar algunas de ellas.
Cuando el canciller venezolano almorzó —en grupo— con Pinochet,
no perdió la oportunidad. Fuera de libreto, le dijo al general que traía
el especial encargo del Presidente Carlos Andrés Pérez de expresar
su preocupación por los derechos básicos. Pinochet aún no se
reponía, cuando el canciller agregó que también su gobierno pedía la
liberación del secretario general del PC, Luis Corvalán (10).
Tal relevancia alcanzó el tema, que el informe sobre los derechos
humanos en Chile fue uno de los once ítems cuyo tratamiento se
reservó para los diálogos privados.
Dicho diálogo lo inició Carvajal, reconociendo que debía una
explicación: la aceptación de la visita de la comisión de trabajo de la
ONU, anunciada como un mérito en la anterior reunión de la OEA,
había sido anulada. Los motivos: declaraciones prejuiciadas hechas
por el presidente del grupo en Karachi y acogida de testimonios de
personas prófugas y de expulsados por el gobierno.
Continuó Sergio Diez, calificando de poco objetivo el informe:
—Acoge y reproduce una solicitud del obispo Ariztía —ejemplificó—,
pero omite referirse y publicar la respuesta que a esa presentación
dio la Corte Suprema.
LA MANO ESTIRADA
Discutibles triunfos de Chile en la reunión fueron destacados por
algunos diarios. Al aprobar la OEA una resolución sobre Chile, El
Mercurio tituló en caracteres desusados: “La OEA reconoce que Chile
respeta los derechos humanos” (11). Y a continuación entregó una
rebuscada explicación de cómo llegó a esa conclusión, a partir de una
resolución que acordaba: “Formular un encarecido llamamiento al
gobierno de Chile a fin de que continúe adoptando y poniendo en
práctica los medios y medidas necesarios para preservar y asegurar
efectivamente la plena vigencia de los derechos humanos en el país”.
La preocupación por el tema quedó también graficada en otro
episodio, no previsto en los planes de la diplomacia chilena. El
secretario general de la OEA, Alejandro Orfila, pidió visitar algunos
centros de detención. Tuvo el pase. La visita a Tres Alamos y Cuatro
Alamos se verificó en la noche del miércoles 19 de junio. Hicieron de
“guías” el presidente de la Corte Suprema, José María Eyzaguire, y el
ministro de Justicia, Miguel Schweitzer. Orfila pidió ver especialmente
a dos personas: Fernando Flores y José Cademártori.
Orfila salió diciendo que no recibió ninguna queja de los presos sobre
malos tratos o torturas y que, por el contrario, éstos le contaron lo
bien que los trataba el comandante.
No mencionó las protestas allí presentadas.
Hubo un incidente durante esa historiada visita: uno de los presos,
José Cademártori, dejó con la mano estirada al ministro Schweitzer,
lo que le costó el traslado e incomunicación por tres meses en
Puchuncaví.
Orfila recibió duras recriminaciones en el exterior y en círculos
opositores de Chile por su actitud durante las visitas a los campos de
detención.
Pese a la argumentación chilena, la resolución final advirtió en el
período 1975-1976 “una disminución cuantitativa de las lesiones a
ciertos derechos humanos fundamentales”, pero “algunas de las
disposiciones legales destinadas a prevenir la violación de aquéllos,
no trajeron efectos beneficiosos apreciables”.
La resolución consideró que “si bien las observaciones, tanto de
orden general como particular, suministradas por el gobierno de Chile
en torno a los hechos denunciados desvanecen en algunos casos las
denuncias presentadas, en otros no esclarecen las informaciones que
ha recibido la comisión sobre lesiones a los derechos humanos” (12).
Con todo, en los días que rodearon la Asamblea de la OEA, Chile
recibió dos importantes préstamos. El 4 de junio, el FMI concedió 90
millones de dólares. El 11 de junio, el Senado norteamericano aprobó
68 millones de dólares de ayuda a este país, derrotando una moción
del senador Hubert Humphrey, que hizo suya una enmienda de
Kennedy.
Pero ello no era suficiente para aplacar los impulsos del general
Pinochet, que a veces explotaban en medio de desgarros.
El 6 de agosto, el ex Presidente Frei acudía presuroso a hablar con el
presidente de la Corte de Apelaciones para impedir la recién
anunciada expulsión de Jaime Castillo y Eugenio Velasco, acusados
de actividades subversivas.
Al llegar, recibió un balde de agua fria: el subsecretario del Interior,
comandante Enrique Montero, notificó a la Corte que la medida ya
había sido cumplida.
Los expulsados ligaron la medida a una declaración hecha por
Ricardo Claro, durante la OEA. Como Castillo, Velasco y Andrés
Zaldívar habían enviado documentos críticos a los delegados
extranjeros; el coordinador de la reunión los acusó de traidores.
Años después, Claro pediría excusas a uno de ellos por su
infortunada acusación y descartaría que ella fuera el motivo de la
expulsión (ver capítulo 13).
“ATERRADORA SOSPECHA”
—¡Algo pasó! —gritó Manuel Trucco, embajador de Chile en
Washington, asomándose a la ventana de su residencia de la
diplomática avenida Massachusetts.
Era el 21 de septiembre de 1976, la fecha escogida por los asesinos
para eliminar a Orlando Letelier. En el atentado explosivo, que
desintegró el automóvil del ex canciller, murió también su secretaria,
Ronnie Moffit, y quedó herido el marido de ésta, Michael Moffit (ver
capítulo 14).
El crimen, cuya trama ha sido motivo de decenas de libros, millares
de artículos de prensa y de documentos procesales, tuvo un impacto
dentro del régimen cuyas huellas no se borrarían.
Desde dentro y fuera del gobierno había una sola y “aterradora
sospecha”, como la definió un funcionario de entonces: que el hecho
efectivamente pudiera haber partido de Chile.
Orlando Letelier, junto a Carlos Prats y Bernardo Leighton, eran
precisamente las tres personas a quienes se atribuyó en los primeros
años la real capacidad para organizar un gobierno en el exilio.
Además, se atribuía a Letelier la retención de importantes créditos a
Chile con su influencia en el BID y en el Banco Mundial.
Eso decían los informes reservados que recibió la DINA de sus
agentes en el exterior.
Un dato en poder de la CIA era que Letelier habría estado
investigando también la muerte de Prats. Y que tenía camino
avanzado.
A las enérgicas declaraciones de condena al criminal atentado, se
sumó el propio gobierno, que desde el principio se sabía el centro de
las sospechas. El argumento que usó es conocido: mal podría el
gobierno haber ordenado el crimen, si era a él a quien más
perjudicaba.
Algunos miembros de la Junta y varios ministros, de la manera más
cuidadosa posible, dejaban traslucir su inquietud. Pinochet lo leía en
las miradas. Para borrar cualquier sombra de dudas, pidió un día a
Contreras comparecer ante el gabinete:
—Coronel, quiero que me responda tres preguntas: una, ¿tuvo que
ver la DINA en el asesinato de Letelier?; dos, ¿tuvo que ver alguien
del gobierno?, y tres, ¿quién cree usted que lo hizo?
—A las dos primeras preguntas, debo responder negativo, mi general.
Respecto a la tercera, creo que la CIA.
—¿No ven? Esa es la verdad. Gracias, coronel, puede retirarse.
Penaba en la imagen pública el hecho de que doce días antes del
crimen, el gobierno había quitado por decreto la nacionalidad chilena
a Letelier, por “atentar gravemente contra los intereses esenciales del
Estado”.
Los burlados servicios secretos norteamericanos iniciaron una
minuciosa y paciente investigación.
La búsqueda de la verdad se aceleró tras la llegada al poder de
Jimmy Carter, quien adoptó como suya la bandera de los derechos
humanos.
No pasaría mucho tiempo para que se fuera confirmando la
“aterradora sospecha”.
LAS CARTAS DE LA IRA
Mientras se desarrollaba la reunión de la OEA en agosto del 76,
Pinochet envió un oficio clave a los otros miembros de la Junta.
Proponía en él la elaboración de un Estatuto Orgánico del Ejercicio de
los Poderes Públicos, que permitiera delimitar con claridad las áreas
de competencia del Ejecutivo y, en particular, las facultades
presidenciales.
Era una fórmula destinada a despejar las continuas y ya exasperantes
discrepancias con Leigh, pero también orientada a frenar a la Armada
en su frecuente toma de partido junto a la FACh.
La tensión estaba en el límite.
Un proyecto para crear la carrera docente, que era impulsado con
ahínco por el equipo económico y por el gabinete de Pinochet, fue
detenido durante semanas sin que hubiera explicación plausible. La
FACh estaba vetando el estudio mediante el expediente más simple y
sumario que era posible imaginar: Leigh se había llevado el proyecto
a su casa.
Las proposiciones para el nuevo Estatuto tendían a reforzar las
prerrogativas del Presidente muy por encima de las de la Junta. El
artículo 17, por ejemplo, proponía que el Presidente tuviera la facultad
de designar a un miembro de la Junta en reemplazo de otro, “en caso
de impedimento definitivo”. En cambio, el reemplazo del Presidente
se regularía no en el Estatuto, sino en un Acta Constitucional
separada, en un nítido esfuerzo orientado a mantener la preeminencia
del Ejército.
El oficio enfureció a Leigh. También a sus asesores más cercanos.
Jorge Ovalle y Julio Tapia redactaron el borrador de la respuesta.
Dividieron el análisis en dos partes (una jurídica y otra política) y
completaron seis carillas de consideraciones. El estudio fue empleado
por Leigh en el consejo de generales de la Fuerza Aérea. La
respuesta fue especialmente dura en el caso de los generales
Nicanor Díaz Estrada y Fernando Matthei.
Debido a esa irritación, el oficio definitivo de Leigh incorporaría una
punzante alusión directa: “Como comentario final, es preciso destacar
la inconveniencia de presentar ante el país la imagen de
personalismos o ambiciones de poder”.
Pero la dureza no amilanaría a Pinochet, preocupado como estaba
por el único problema real: dirimir la radicación del poder.
El 4 de enero de 1977, un nuevo oficio reservado de la Casa Militar
volvió a la carga, esta vez con un proyecto de nuevo Estatuto de la
Junta. Con el texto se adjuntó ahora un memorando que detallaba las
razones de la insistencia. Su punto fuerte —por decirlo de alguna
manera— era el 4: “El hecho de denominarse Junta de Gobierno del
país da la impresión de que la nación posee un gobierno con
características transitorias y no con fines permanentes” (13).
El punto 7 hacía explícitas algunas de las funciones buscadas en los
intentos anteriores.
Decía que era necesario aclarar de una vez por todas que el Poder
Ejecutivo lo ejerce sólo el Presidente; que éste corresponde al
comandante en jefe del Ejército; y que en su doble función sería
Generalísimo de las Fuerzas Armadas. (Esta última carencia tendría
un peso decisivo once años y nueve meses después, en la noche del
5 de octubre de 1988, cuando Pinochet volviera a solicitar el mando
total y le fuera denegado por última vez; ver capítulo 53).
El proyecto de nuevo Estatuto proponía una innovación audaz:
modificar el artículo 2°, para romper la regla de la unanimidad en el
funcionamiento de la Junta, una condición que para el Ejecutivo hacía
muy rígida la toma de decisiones. Pero como también aquí se trataba
de mantener el peso del Presidente, se añadía que, si bien los
acuerdos debían tomarse por mayoría (tres a uno), en caso de
empate habría de dirimir el Jefe de Estado. También proyectaba
concentrar los nombramientos públicos en la sola mano del Ejecutivo,
medida que el oficio fundamentaba con una redacción casi increíble:
“No se puede aceptar el volver a caer en el vicio de la politiquería de
las reparticiones de ministerios por partido, etcétera, cómo sería si se
pretendiera dar cuotas por instituciones, ya que ello es problema del
Ejecutivo en último caso, y no de una corporación”.
La última sugerencia novedosa era la de designar un Vicepresidente
por decreto supremo.
Otra vez Ovalle se hizo cargo del texto en la FACh. Esta vez, con
airada delectación, dividió su informe en partes e incluyó una de
consideraciones ortográficas.
Nuevamente su análisis pasó por el consejo de generales de la FACh.
Después de la reunión, algunos oficiales tomaron contacto con la
Armada. Se detectó que el clima de irritación era semejante. Ovalle
fue entonces invitado a una reunión con los almirantes, donde repitió
sus argumentos.
En ambos cuerpos comenzó a hablarse en clave de los dos textos
enviados por Pinochet con un código humorístico: Amin 1 y Amin 2.
El consejo de almirantes derivó en otra tempestad política. El oficio de
rechazo, que fue encargado a los almirantes Rodolfo Vio y Patricio
Carvajal, contenía términos aún más duros que los de la FACh (14).
16
PROMESAS EN LA PUNTA DEL CERRO
El 77 fue para el régimen un año de grandes aspiraciones y pomposos anuncios.
Los signos de la economía hacían sonreír a los hombres del equipo económico,
pero empezaban a generar sospechas. Pinochet intentaba despejar los focos de
conflicto y ejercía su presión.

En el día de inocentes de 1976, el 28 de diciembre, Jorge Cauas


abandonó la cartera de Hacienda y dejó paso al hasta entonces titular
de Economía, Sergio de Castro: ese cambio configuró el dominio
completo de la escena por parte de Chicago boys y gremialistas.
Cauas había sido el ministro del shock (1), pero De Castro era el
cerebro del equipo: y ponía ahora la cara y la mano inflexible para
administrar la etapa de recuperación, con signos que a juicio de los
Chicago boys eran crecientemente positivos, experimentada por la
economía.
La rigidez de De Castro ya había provocado roces, cuando era
subsecretario de Economía, con el coronel Gastón Frez. El coronel lo
culpaba de haber favorecido con créditos blandos, al parecer en
demasía, a una aceitera a la que él y el empresario Gustavo Ross
estaban ligados. Pero De Castro había demostrado, a su turno, que
no se amilanaba ante los uniformes y que podía imponer sus puntos
de vista.
El cambio ministerial, en todo caso, era más bien nominal.
Cauas no salió peleado con el equipo: nunca sintió fascinación por los
cargos de figuración pública, era menos ortodoxo que lo que las
circunstancias ameritaban y, después de todo, había asumido
subrayando siempre que su permanencia sería transitoria.
De que allí se iniciaba una nueva etapa, caben ahora pocas dudas.
Había un alentador repunte del precio del cobre y las cosas se volvían
más manejables.
La apertura española había impulsado el desplazamiento hacia Chile
de los capitales que allá tenían Manuel Cruzat y Fernando Larraín
Peña.
Ello revitalizó a los grupos que habían trabajado antes en el Banco
Hipotecario (Los Pirañas). Su enorme solvencia económica podía ser
cada vez más influyente en el marco de la nueva situación. Los
Pirañas crearon bancos, tomaron control de las entidades de crédito,
formaron empresas captadoras de ahorros, adquirieron
infraestructura.
Y colocaron a su gente en puestos claves.
Cauas y, más tarde, el ex presidente de la Sociedad Nacional de
Agricultura, Alfonso Márquez de la Plata —un hombre clave en la
conspiración contra la UP— pasaron del gabinete al directorio del
Banco Santiago, de propiedad del grupo.
En Forestal afilaba estacas el economista José Piñera. Y en el Banco
de Chile (el grupo de Javier Vial) preparaba su futuro ministerio
Hernán Felipe Errázuriz.
A comienzos del 77, el rápido abordaje del poder por parte de los
grupos había ya generado suspicacias en las FF.AA. Entre algunos
altos oficiales se temía, incluso en voz alta, que todo el modelo
terminaría sirviendo sólo a unos pocos.
Precavidos, los grupos empezaron entonces a practicar la
generosidad con los núcleos más allegados al poder político.
Otros sectores no veían con el mismo optimismo la naciente
prosperidad. “El problema sigue siendo angustioso y urgente... Las
condiciones tan precarias y difíciles en que están viviendo los
trabajadores se vuelven intolerables”, advertía el Comité Permanente
del Episcopado (2).
Había señales concretas de que algo andaba mal.
UNA FAMILIA INCÓMODA
Cuando quieren reflejar su unidad y fraternidad, las agrupaciones
políticas suelen referirse a sí mismas como “la familia del partido”.
Pero hay algunos que evitan tal símil.
Para los gremialistas, hablar de La Familia es como remover una
espina clavada. Clavada desde principios del 77, cuando se declaró la
quiebra de la Cooperativa de Ahorro y Crédito La Familia.
Esta era una entidad de carácter privado, creada y manejada por
connotados exponentes del movimiento gremialista afianzado en la
Universidad Católica y que funcionaba dentro de esa casa de
estudios: sus oficinas estaban en el mismo campus Oriente. No sólo
eso: captaba ahorros de la propia UC, provenientes de las matrículas
y otros ingresos, y concedía créditos con interés a los estudiantes
para que continuaran sus carreras.
Tras una poco feliz gestión financiera y administrativa, un grupo de
ahorrantes se querelló por estafa. Colocó en su defensa al abogado
nacionalista Pablo Rodríguez, un hombre cuya directa llegada ante el
Presidente tenía entonces vigencia plena, y que tomó el caso con
especial dedicación.
La cooperativa había nacido en una casa de la calle Suecia, donde
funcionaba la Fundación Azul, en cuya cúpula directiva estaban Jaime
Guzmán, Javier Leturia, Francisco Fernández y Cristián Valdés, entre
otros.
Pertenecían al directorio de La Familia Alberto Hardessen, vicerrector
de Asuntos Económicos y Administrativos, y Hernán Larraín,
vicerrector de Comunicaciones de la UC. Otros socios eran Javier
Leturia, ex presidente del Frente Juvenil de Unidad Nacional; Tomás
Irarrázabal, jefe de gabinete del ministro del Trabajo de la época,
Sergio Fernández, y otros.
Fueron detenidos y declarados reos Hardessen y Cristián López.
Sobre este último recayó una acusación por apropiación indebida de
400 mil pesos formulada por el carpintero José Cárdenas, ganador de
la Polla Gol. El ministro investigador, Sergio Dunlop, también dictó
arraigo en contra de Jaime Guzmán, medida que duró sólo 24 horas,
pues el afectado —un día después de visitar al Presidente en Viña—
logró demostrar que no lo vinculaba nada con La Familia y que la
Fundación Azul nada tenía que ver con la financiera.
Algunos días también estuvo detenido Rodrigo Mujica, ex director de
la Oficina de Planificación Agrícola (Odepa) (3).
En los mismos días en que se desarrollaba, con caracteres de
escándalo, ese proceso, otra noticia financiera captaba la atención
pública.
Los Chicago boys se habían lanzado en picada contra Los Cocodrilos,
nombre dado al grupo Fluxá-Yaconi.
El gobierno intervino el Banco Osorno y la Unión, del que eran
dueños Francisco Fluxá y Vittorio Yaconi.
Ambos fueron luego detenidos en Capuchinos, donde pasaron casi un
año. Fluxá fue detenido por la Bridec de Investigaciones. Pero la
operación fue planificada por el Departamento III (Económico) de la
DINA. Y cobró tal envergadura, que participaron en ella distintas
brigadas.
Incluso, cuando los agentes secretos buscaban a una secretaria del
Banco Osorno cercana a Fluxá, detuvieron al sacerdote Mario
Zañartu, un amigo de ésta, y lo interrogaron en una mansión de Lo
Curro: la casa de Michael Townley.
El asunto era tan grave para la DINA, que los agentes, después de
constatar la inocencia de Zañartu, decidieron impedir por cualquier
medio que contara lo que había vivido. Así que lo desnudaron y
trajeron a dos jóvenes, también desnudas, para fotografiarlo en una
fingida sesión de sexo.
La DINA concluyó de su “inteligencia estimativa” que ese banco era el
canal de bombeo de dineros para la DC. Esa idea venía desde el 75,
cuando el grupo estaba en pleno crecimiento. Y se acentuó en la
medida en que el banco pasaba rápidamente del séptimo al segundo
lugar de captaciones. Un documento preparado por la DINA detalló
hasta la minucia esos aspectos peligrosos.
Acosados por deudas con la Corfo, Fluxá y Yaconi recurrieron al
gobierno y acordaron fórmulas de pago. Pero días antes de
materializarlas, el banco fue intervenido y sus dueños apresados.
Era un oscuro comienzo para un año en que el país empezaba a salir
de la crisis mundial.
LA ESTRATEGIA POLÍTICA
Los signos de la economía indicaban la conveniencia de afianzar el
apoyo de los organismos financieros internacionales.
Para ganar terreno en esas sensitivas operaciones, el gabinete
presidencial había convencido a Pinochet de que era imprescindible
enfrentar tres problemas políticos de envergadura.
El primero, el caso Letelier, que junto al asesinato de Prats y el
atentado contra Leighton había acarreado sobre el gobierno militar
una tormenta de sospechas y acusaciones que ensombrecía aún más
las poco fluidas relaciones con EE.UU.
Junto con ello, esperaba cortar el problema de los desaparecidos y
exhibir signos de avance en el ordenamiento constitucional.
Contaba con un equipo que tenía una coherencia económica a toda
prueba, buenos contactos internacionales y una sustentación política
que no parecía dispuesta a disputar el poder ni desarrollar ambiciones
autónomas.
Debido a esas razones, estaba por desechar las otras alternativas.
Por ejemplo, la corporativista, ofrecida por los sectores nacionalistas y
que contaba con simpatías en círculos militares, porque temía que se
le transformara en un grupo político que luego lo presionara o
aspirara a establecer un equilibrio de poder.
La opción gremialista-Chicago boys, escogida no sin reservas por
Pinochet, la representaban entonces en el gabinete Sergio de Castro
(Hacienda), Pablo Baraona (Economía), Sergio Fernández (Trabajo) y
Roberto Kelly (Odeplan).
Algunos reductos, fuera de los ministerios que siempre reservó para
las Fuerzas Armadas, fueron aún utilizados por Pinochet para instalar
a gente de su confianza.
Uno de ellos era Vivienda, donde colocó a Edmundo Ruiz, un
ingeniero agrónomo aficionado a las armas y amigo de Manuel
Contreras. Muy pronto se granjeó la antipatía del equipo económico.
En una ronda de exposiciones ministeriales ante el cuerpo de
generales y almirantes, Ruiz sorprendió por su estilo. Después de
varias agotadoras jornadas de extensas exposiciones, se subió al
estrado y anunció que sería breve.
—El Ministerio de la Vivienda hace casas, señores. He dicho.
El otro enclave era el Ministerio de Justicia, donde Pinochet colocó el
11 de marzo a un amigo de infancia, El Bachicha Renato Damilano, un
porteño a quien había conocido en los Padres Franceses. El
nombramiento fue muy poco afortunado: a poco de asumir,
protagonizó un escándalo de proporciones tales que debió abandonar
el gabinete antes de cumplir 40 días.
En una clase magistral en la Universidad de Chile en Valparaíso,
aludió a “sacerdotes de alto rango, (que) abandonando la cura de
almas y olvidando aquello de que ‘mi reino no es de este mundo’ se
lanzan en un político e hipócrita ataque al gobierno. Hablan en
nombre de la caridad y al hacerlo pecan contra la caridad. Así
trabajan los adoradores de Marx y de Lenin, con la entusiasta
colaboración de los tontos útiles, de los ambiciosos, de los
malintencionados, de los resentidos y de los que abandonan su
sagrado ministerio para tomar el puesto que dejaron aquellos partidos
que, de una u otra forma, contribuyeron a destruir el país” (4).
La protesta del Espiscopado fue doble: el obispo Bernardino Piñera
envió una nota al ministro y otra al Presidente.
Pinochet, junto con advertir que se trataba de una opinión personal
que no comprometía al gobierno, ordenó a Damilano no reincidir en
sus poco diplomáticos juicios. Damilano no advirtió la gravedad de la
situación y reincidió: en una entrevista con La Tercera ratificó los
dichos de su discurso.
Pinochet se vio obligado a pedirle la renuncia.
El siguiente problema del general fue encontrar un reemplazante.
Pidió a Mónica Madariaga que le propusiera nombres. Esta le habló
de Enrique Ortúzar, Julio Philippi y Francisco Bulnes.
—¡No quiero políticos! —espetó Pinochet.
Entonces recurrió a las listas del “semillero de Miguel Kast” en
Odeplan. Nuevo fracaso: eran demasiado jóvenes.
Pinochet no esperó más. Consultó a su jefe del Estado Mayor
Presidencial, el general Covarrubias, escuchó la opinión del general
Hernán Béjares (secretario general de gobierno), oyó la del coronel
Contreras, y la nombró a ella.
El sacrificado Damilano ni siquiera concurrió a hacer entrega del
cargo a la nueva ministra.
Ella debió recurrir al penúltimo titular de la cartera, Miguel Schweitzer,
para interiorizarse de los detalles de su nuevo puesto.
EL PLAN AZUCENA
Jaime Guzmán sostuvo, desde el comienzo, que la prolongación del
régimen tenía un peligro: que fuera manejada por el centro.
De ello había logrado convencer a los sectores duros del gobierno.
Alvaro Puga, conductor de asuntos públicos, había dado a conocer un
supuesto Plan Azucena, que consistiría en el copamiento por parte de
la Democracia Cristiana del aparato del Estado. Ello había dado pie a
la persecución sistemática en contra de aquellos que no fueran de la
plena confianza de los grupos de poder. Listas y denuncias fueron
elaboradas durante meses.
El clímax de la sicosis de la infiltración DC se alcanzó en el 77.
Aunque Pinochet había expresado otrora simpatías por Frei, cuando
fue uno de sus intendentes; a pesar de que su hija Lucía habia sido
democratacristiana; y aunque el marido de ésta, Hernán García
Barzelatto, tenía un pasado de simpatizante del mismo partido, el
general reaccionó por instinto y ordenó medidas puntuales.
El acoso empezó en enero con la clausura de la Radio Balmaceda, de
propiedad de la DC.
El 28, una cincuentena de policías desalojó y cerró sus estudios, en la
calle Nueva York. El mayor que llevó la orden recordó, en un gesto
amistoso, que había estado con Frei en La Moneda, y permitió que el
último tema que se tocara en la radio fuera Yo tengo fe (5).
Ya un año antes, la emisora había sido suspendida por una semana y
su gerente y representante legal, Belisario Velasco, relegado a Putre.
La pelea judicial dada por Radio Balmaceda topó con un muro
infranqueable: justo en enero se había modificado el Acta
Constitucional que garantizaba el recurso de protección, tal vez la
más novedosa creación jurídica del régimen. La reforma fue
concebida y dirigida por el abogado Hugo Rosende y, a la vista de
que sería difícil promulgarla mediante una nueva Acta, se publicó
como el decreto ley 1.684. Después, en el alegato por la clausura de
la Radio Balmaceda, el propio Rosende defendería su creación
jurídica alegando que el Acta Constitucional adolecía de “una
inadvertencia” al no señalar la incompatibilidad del recurso de
protección con el estado de excepción.
El cerco a la DC estuvo tras la asfixia del grupo Fluxá-Yaconi y
continuó con una campaña de desprestigio en contra de Frei y su
gobierno.
Se explotaron declaraciones hechas en Washington por Edward
Korry, ex embajador en Chile, quien acusó a ministros de Frei de
haber recibido dineros de la CIA.
Frei respondió airado:
—No puedo ocultar mi indignación ante el vejamen que para mí
significa tener siquiera que referirme a una mentira tan despreciable.
Pero junto con hacerlo debo manifestar mi rechazo y mi desmentido
más absoluto, porque no puedo guardar silencio ante esta infamia.
Como parte del mismo plan, el 11 de marzo se dictó el decreto ley
1.697, que disolvió los partidos hasta entonces en receso. La
motivación central y declarada del ministro Hernán Béjares fue la de
parar a la DC. Como prueba del “delito” exhibió documentos
“subversivos” redactados en enero por Andrés Zaldívar y Tomás
Reyes: eran sus planteamientos para postular a la nueva directiva del
partido.
Béjares puso énfasis en el carácter clandestino de esa elección
interna.
Otros “verdaderos planes de subversión” —así los llamó Béjares—
incautados y exhibidos a la prensa fueron unas cartas enviadas por
Zaldívar a Máximo Pacheco, que estaba en EE.UU., informándole del
cambio de directiva. La carta fue arrebatada a la esposa de Pacheco
en el aeropuerto de Pudahuel.
A las 5 de la tarde del 11 de marzo, Hernán Béjares citó a los
directores de medios de prensa. Tenía dos órdenes: denunciar los
“documentos subversivos” incautados a Zaldívar y Reyes, y
comunicar la dictación de un bando que supeditaba la edición de
nuevas publicaciones al visto bueno de la Jefatura de Zona en Estado
de Emergencia.
Ello también tenía un objetivo preciso: impedir la próxima aparición de
la revista Hoy, que había anunciado el periodista Emilio Filippi en el
homenaje que se le rindió en el restaurante El Parrón cuando
renunció a la revista Ercilla, vendida a Los Pirañas.
Al día siguiente de esa comida, el anuncio salió en la prensa.
Entonces el jefe de Dinacos, Sergio Badiola, telefoneó a Filippi.
—Me he enterado, don Emilio, que usted piensa sacar una revista.
Quiero advertirle que para ello deberá pedir permiso al gobierno.
—No veo por qué —respondió Filippi—. No hay ninguna disposición
sobre eso.
El día 11 la hubo: el bando 107.
Tras dos meses de tramitación, se autorizó a Hoy (6).
La prensa pasaba entonces por uno de los peores momentos de su
historia.
Hasta las páginas regionales de El Mercurio llegaron a ser censuradas
por el intendente de la Tercera Región, tras una gaffe en la que un
nombre erróneo fue puesto bajo su foto.
Un caso más grave afectó a Qué Pasa cuando se supo que la DINA
había secuestrado en mayo al niño Carlos Veloso y más tarde a su
padre, dirigente sindical DC. Al estallar el escándalo, la DINA culpó a
cuatro compañeros de Veloso, a quienes detuvo, torturó y acusó de
porte de armas y explosivos.
También se detuvo como sospechoso al relojero Jorge Troncoso
Aguirre, quien se encuentra desaparecido hasta hoy.
El hecho fue profusamente difundido por Qué Pasa, que dirigía Jaime
Martínez Williams.
En la lluviosa tarde del 2 de julio, cuando salía de su oficina en la
calle Glamys, Martínez sintió que dos hombres furtivamente
introducidos en su auto intentaban cogerlo por detrás. La fortuita
circunstancia de que llevaba un abrigo sobrepuesto lo salvó del
secuestro. Miembros de la DINA comentarían después que nunca se
le quiso secuestrar, sino sólo “darle un susto”.
También aludieron a la antipatía que Manuel Contreras sentía por él:
lo consideraba un traidor, pues no concebía las críticas de quien
antes había sido fiscal militar.
Pero ese había sido un mero paréntesis: el objetivo central seguía
siendo el presidente de la DC, Andrés Zaldívar, y la Iglesia, a la que
se suponía soporte de ese partido.
Las oficinas del ex ministro fueron allanadas por la DINA en más de
una oportunidad, y en noviembre se armó un escándalo publicitario al
descubrirse una reunión en que participaba Zaldívar en la casa de
ejercicios San Francisco Javier, de la Iglesia.
También se intentó desprestigiar a la Vicaría tendiéndole una trampa:
familiares de personas supuestamente desaparecidas pidieron su
ayuda y, tras ser presentado un recurso de amparo, los afectados
aparecieron. Uno había sido miembro de Patria y Libertad y el otro
oficial del Ejército.
VICECOMANDANTE EN DISPUTA
En los primeros meses del 77 un nuevo conflicto de la ya larga
tensión entre Pinochet y Leigh estalló, cuando el Jefe de Estado envió
a la Junta un proyecto para crear la Vicecomandancia en Jefe del
Ejército.
Leigh planteó el tema en el Consejo de Generales de la FACh.
En el debate primó la opinión de que hacer eso equivalía a colocar al
segundo hombre del Ejército en el mismo nivel que los otros
comandantes en Jefe. Podrían aceptarlo, se dijo, siempre que se
creara una Vicecomandancia en cada institución.
Leigh llevó la negativa de la FACh hasta el despacho de Pinochet.
Para evitar un nuevo roce, planteó que esta vez sí estaba dispuesto a
modificar la regla de la unanimidad en la Junta, para que los acuerdos
pudiesen adoptarse por mayoría y no se entramparan.
Pero esta vez fue Pinochet quien se opuso, con una breve y
sugerente respuesta:
—No, ahora estoy pensando en otra solución.
Nadie midió entonces el alcance que podían tener esas palabras.
Pinochet insistió, transando en que todas las ramas tuvieran su
Vicecomandancia, pero Leigh partió de vacaciones a Puerto Montt.
Furioso, el Jefe de Estado mandó a buscar al subrogante de la FACh,
el general José Martini, pero éste también se negó. Totalmente
exasperado, citó a su despacho al principal asesor jurídico de Leigh,
Julio Tapia, a quien ordenó conseguir la firma de su general.
—¡Convénzase, mi amigo, aquí el que manda soy yo! —gritó.
—Usted debe tratar esto con la Junta —se mantuvo firme Tapia—. No
conmigo, mi general.
Pinochet volvió a citar a Martini. Esta vez lo amenazó con intervenir
drásticamente si el asunto no se resolvía en 24 horas. Entonces éste
pidió a Tapia que fuera a Puerto Montt a conseguir la firma.
Partió Tapia en un avión de la FACh. Leigh, temeroso de quebrar la
unidad de las FF.AA., firmó.
A principios de abril se creó el nuevo cargo en el Ejército: el de
vicecomandante.
El primero en ocuparlo fue el general Carlos Forestier (7).
LOS PLAZOS DE CHACARILLAS
Desde principios de año Pinochet maduraba la idea de dar
organicidad a la estructura institucional del régimen. Sacaba cuentas:
se acercaba a los 62 años, la idea de la muerte ya no le era
totalmente ajena. Confidenciaba a sus cercanos que la continuidad
del régimen debía quedar garantizada por si a él cualquier día le
ocurría algo. También consideraba el tiempo que llevaba en el poder:
46 meses. Era momento de hacer planes... y de largo aliento. Pero
sin apresuramientos.
El cauce que sus inquietudes iban tomando con la evidente guía de
sus consejeros se reflejaba en frases que ya sonaban extrañas en
sus labios.
—Entramos en un nuevo proceso, el de la institucionalidad, porque si
no hacemos esto es lo mismo que si se hubiera detenido el tiempo
(8).
Interpretando ese espíritu de cambio, del que en cierto modo eran
también autores y promotores, Jaime Guzmán y la ASEP
recomendaron a Pinochet irrumpir en el estancado panorama político
con grandes anuncios, en una ocasión propicia: el Día de la Juventud,
que se celebraba el 9 de julio, en conmemoración de la Batalla de La
Concepción.
De los preparativos para el acto se encargaron Alvaro Puga, director
de Asuntos Públicos de la Secretaría General de Gobierno, y un
notable subalterno suyo, Jaime Guzmán. El primero dio algunas
ideas, como que se hiciera en la cima del cerro Chacarillas. El
segundo redactaría el trascendental discurso.
La configuración del programa quedó en manos de un amante de la
historia, Enrique Campos Menéndez, que soñaba con dar realce ese
año a la conmemoración de la Batalla de La Concepción, donde
murieron 77 jóvenes soldados chilenos. La idea era que en su lugar,
otros 77 jóvenes recibieran ahora la condecoración Orden Luis Cruz
Martínez.
Campos Menéndez se asoció con un hombre de éxito en estos
eventos: el publicista y organizador de clásicos universitarios Germán
Becker.
Ambos concordaron en un homenaje telúrico: en todos los cerros de
Chile debía haber esa noche jóvenes subiendo con antorchas de
homenaje a los héroes.
—¡Al final quedó a un lado el héroe de la Concepción! —se quejó
después.
No le gustó nada el tono tan político que asumió el acto: eso desvirtuó
el propósito de él, que se declaraba “miliquista”. En su disgusto había
también una evidente discrepancia con el programa político
planteado. De hecho, el acto terminó en una fiesta para los
gremialistas, un sector al que no era afín.
La ocasión, tan cuidada por Becker en los aspectos escenográficos,
fue aprovechada por Guzmán para consumar el discurso del programa
institucional que durante meses le repitió en privado a Pinochet.
Finalmente, lo convenció de que era el momento: el programa
económico del gobierno era un “rotundo éxito”.
Tenía otro argumento: allí estarían los jóvenes, a quienes se debería
la obra del régimen militar.
—El discurso lo hice en Chacarillas —repetía luego Pinochet—,
porque considero que los que van a heredar esta nueva
institucionalidad son los jóvenes (9).
En la fría noche del 9 de julio, Pinochet definió su programa político
en un cerro que se iluminó con un millar de antorchas que portaban
los miembros del Frente Juvenil de Unidad Nacional.
En primera fila, arropados, estaban Sergio Fernández, Gonzalo Vial,
José Piñera, Miguel Kast y Jovino Novoa.
Pinochet fijó los plazos y las fechas del desarrollo de la nueva
institucionalidad.
Advirtió que la democracia en Chile sería “autoritaria, protegida,
integradora, tecnificada y de auténtica participación social”.
Las fases del itinerario anunciado en Chacarillas fueron tres:
1. Recuperación, en la que se estaba entonces, en manos de las
FF.AA., con sólo la colaboración de los civiles. En ese período sería
derogada totalmente la Constitución de 1925 y regirían Actas
Constitucionales. El 31 de diciembre de 1980 empezarían a tener
plena vigencia todas las instituciones jurídicas que las Actas
contemplaran.
2. Transición, a partir de 1981, con una progresiva conducción cívico-
militar. Desde ese año, el Poder Constituyente de la Junta se
ejercería con consulta al Consejo de Estado y se instalaría una
Cámara legislativa mixta, de carácter “termal”, aunque sin
participación de los partidos. Un tercio sería nombrado por Pinochet;
el resto vendría de las doce regiones con el visto bueno del gobierno.
3. Normalidad Constitucional, en 1985. El poder volvería a los civiles.
Eso equivalía a ofrecer elecciones libres y directas a ocho años plazo.
En esta segunda etapa del período de transición, los dos tercios de la
Cámara legislativa se elegirían por sufragio popular directo y un tercio
sería nombrado por el gobierno. Esa misma Cámara elegiría al
próximo Presidente por seis años.
El autor de este cronograma —“ni una coma fue puesta ahí por otro
que no fuera Jaime Guzmán”, comentó un ministro de la época—
declaró a la prensa después del discurso: “Este plan es un ejemplo de
patriotismo y buen sentido. Ojalá sea bien evaluado por la civilidad,
con realismo y responsabilidad. Es trascendente y oportuno”.
Los herederos directos del programa eran los miembros del Frente
Juvenil de Unidad Nacional. El coordinador nacional de ese ariete
gremialista, Ignacio Astete, estaba eufórico: “Con estos anuncios
Chile ha pasado de ser un Estado políticamente neutro a un Estado
con doctrina: el humanismo nacionalista y cristiano” (10).
Junto a él estuvo en Chacarillas el joven Cristián Larroulet Vignau,
también frentista y ex presidente de la FEUC. La labor del Frente era
complementaria con la de la Secretaría de la Juventud, que —
presidida por Francisco Bartolucci—, se preocupaba
fundamentalmente de fiestas de la primavera y carnavales juveniles.
Otro reducto del gremialismo, la FEUC, lo presidía por aquellos días
Juan Antonio Coloma, también consejero de Estado, estimado por
Pinochet al punto de que lo prefirió en ese organismo en lugar de
Guzmán, quien se había autopostulado en una quina.
El ánimo festivo del gremialismo contrastaba con la desilusión que
provocó Chacarillas en los nacionalistas. Lo medular para ellos (el
papel de los partidos y “freno al obstruccionismo de la demagogia”)
quedó en el aire.
Otro disgustado fue Leigh, quien se mostró sorprendido con
Chacarillas. Estaba en la Décima Región cuando se hizo el anuncio, y
declaró que la Junta aún debía analizar sus alcances. Además le
habían molestado dos cosas: que la condecoración Orden Luis Cruz
Martínez, que él había creado, se usara para eso, y que se hubiera
obligado a asistir al acto a cadetes de las cuatro ramas.
Un mes antes de Chacarillas, Pinochet había reunido al Consejo de
Generales del Ejército para contarles el proyecto. Uno de los
asistentes recuerda que el general Horacio Toro pidió la palabra:
—Mire, general —le dijo—, me parece altamente útil que usted nos
informe del proyecto político, pues para que éste funcione tenemos
que estar muy sintonizados en el cuerpo de generales y almirantes; si
estamos enterados podemos orientar a nuestros compañeros. Pero
ese proyecto político tiene como soporte único la unidad de las
Fuerzas Armadas. Si eso no es así, el proyecto puede fallar.
Podemos hacer un trabajo de unión, pero tenemos un límite, y ese
límite lo plantea la ruptura entre usted y el general Leigh. Mientras
exista esa ruptura, que es conocida hasta en la calle, todo el edificio
será frágil. Debe superarse esa tensión.
Pinochet se enfureció por la crudeza del planteamiento. Poco
después el orador fue llamado a retiro.
Si bien informó al Ejército, las otras instituciones fueron sorprendidas.
El general director de Carabineros, César Mendoza, al ser consultado
con posterioridad sobre ese itinerario, sólo comentó que conocía el
anuncio “muy parcialmente”.
—El discurso de Chacarillas —leía Pinochet en un acto dos meses
después— responde a un sólido convencimiento de quien les habla,
madurado desde largo tiempo en el gobierno, razón por la cual su
contenido fundamental no está sujeto a cambios inmotivados (11).
CITA EN EL SALÓN OVAL
A fines de agosto Pinochet fue invitado a Washington por Orfila para
participar en la firma del nuevo tratado del Canal de Panamá en la
OEA.
Días antes había pasado por Chile un enviado del Presidente Jimmy
Carter, el secretario de Estado adjunto para Asuntos
Latinoamericanos, Terence Todman. En su agenda traía
prácticamente un solo tema: derechos humanos. Su informe no fue
enteramente negativo: Pinochet viajó el 7 de septiembre a la capital
norteamericana.
Eso sí, debió volver en un par de días, porque el 11 se realizaba el
acto del cuarto aniversario del gobierno.
En la visita le acompañaron su esposa, sus edecanes, el
vicealmirante Patricio Carvajal, ministro de Relaciones Exteriores, y el
director de Informaciones, Max Reindl.
A la cita asistían 16 presidentes. Pinochet sostuvo una entrevista de
una hora con el Presidente Jimmy Carter en el salón Oval de la Casa
Blanca. Dos temas incómodos para el gobernante chileno se trataron
allí: la búsqueda de una solución para la mediterraneidad boliviana y
la situación de los derechos humanos.
Carter pidió que Chile aceptara la visita de observadores de la ONU
para comprobar en el terreno el respeto a esos derechos. Pinochet
replicó que, como particulares, lo que quisieran; pero como comisión,
no.
El tema de la salida al mar de Bolivia fue abordado, en cambio, en un
encuentro en la embajada chilena, con los presidentes de Perú y
Bolivia.
La prensa norteamericana fue hostil a la visita del general chileno. En
todo momento mantuvo presente el tema del atentado a Letelier y de
las posibles implicancias de la DINA. En las calles hubo algunos actos
de protesta.
Pocos sospechaban que la gente que más podía saber del caso
estaba en ese momento en las calles de Washington.
El coronel Manuel Contreras había recibido sólo unos días antes la
noticia de que la DlNA sería disuelta y que a él se lo transferiría a otro
oficio. Era una manera de sacarlo del turbulento centro de las
acusaciones.
Contreras, nostálgico a fin de cuentas, había pedido que se le
permitiera llevar a Washington, en la escolta del Presidente, a los que
habían sido sus mejores agentes. Y con ese permiso había
conseguido que el FBI tramitara sin bulla una treintena de pasaportes
oficiales chilenos falsos, con nombres e identidades cambiadas (ver
capítulo 19).
Cuando la delegación llegó al hotel de la capital norteamericana, el
cambio de nombres suscitó la confusión y la evidencia. El conserje
que tomó el paquete de pasaportes comenzó a llamar a sus
propietarios de a uno. Pasaron más de cinco nombres a los que nadie
respondió. Cuando la situación se volvía ya demasiado incómoda, el
propio Contreras se acercó al mesón, tomó los pasaportes y los fue
distribuyendo a sus ignorantes dueños.
Pero el personal del hotel, la guardia privada y los agentes locales del
FBI habían tomado nota del insólito hecho. En los días siguientes los
agentes de la DINA vivirían con la insoportable sensación de que todo
Washington sabía quiénes eran.
En la primera conferencia de prensa que ofreció Pinochet, las
preguntas fueron al grano con el caso Letelier.
—Puedo jurar —dijo Pinochet, contemplado de cerca por un sonriente
coronel Contreras, rigurosamente civil— que nadie en el gobierno
chileno planeó algo como eso.
Pero el hecho que más ensombreció la estadía, gratamente llevada
en la casa del embajador Jorge Cauas, fue uno que afectó a la
esposa del Presidente. Rosalyn Carter invitó a las primeras damas a
dar una vuelta en yate por el Potomac. Ninguna llevó intérprete. Y
sólo se habló inglés. Lucía Hiriart se quejó después por el bochorno,
según contó un miembro de la delegación.
LA LUCHA DE LAS ACTAS
A la presión internacional derivada del caso Letelier, y a las crecientes
denuncias sobre los detenidos desaparecidos, en el final de aquel año
1977 vino a sumarse una sorda tensión interna entorno al aparato
institucional sobre el cual debía moverse el régimen, y que
probablemente constituiría su legado al país.
El debate se había venido incubando, con soterrada pero sostenida
fiereza, desde el año anterior, cuando el régimen se había dado a la
tarea de dictar Actas Constitucionales. El encargo se había entregado
a la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, y en particular a
su presidente, Enrique Ortúzar. Pero varios de los miembros de la
Comisión sostenían desde el comienzo que aquella no era la función
para la que habían sido llamados; con el paso de los meses, otros se
fueron sumando a esa opinión: las Actas estaban adquiriendo la
forma de un subterfugio para postergar indefinidamente el proceso de
institucionalización.
A pesar de los ásperos roces que tuvieron lugar dentro de la
Comisión, tres miembros —Ortúzar, Jaime Guzmán y Jorge Ovalle—
asumieron la tarea de redactar tres Actas. Se sumarían a una
primera, dictada en enero del 76, sobre el Consejo de Estado, con
carácter constitucional, pero sin consulta a la nación... y tampoco a la
Comisión.
Los miembros que se oponían habían aceptado a regañadientes que
se hiciera tal cosa. Pero Ortúzar quiso llevar el proceso más lejos:
propuso que las Actas se discutieran además en las sesiones de toda
la Comisión.
Cuando quiso abordar una de ellas, la tercera, el jurista Alejandro
Silva Bascuñán no soportó la justificación del procedimiento y optó
por lo sano: se paró y se fue. Ante eso, Ortúzar ordenó que no se
levantaran más actas de las sesiones en las cuales se tratara el
tema... a menos que hubiera acuerdo (12).
Las tres Actas se habían promulgado, finalmente, el 11 de septiembre
del 76. Definían las Bases esenciales de la institucionalidad chilena, Los
derechos y deberes constitucionales y Los regímenes de emergencia. Es
decir, apuntaban a aspectos medulares de la arquitectura jurídica
superior del país. Para colmo de todo, el Ejecutivo venia dando signos
de que ni siquiera quería aplicar esas Actas: la palpable demostración
estaba en la modificación de la última de ellas por el asesor del
Ministerio del Interior, Hugo Rosende.
Era evidente que una normativa “por y para el poder”, sin apego a los
tiempos ni a la tradición jurídica, estaba siendo creada a partir del
trabajo de los virtuales constituyentes (13).
El malestar había crecido lo suficiente cuando llegó el año 1977.
Silva Bascuñán y Enrique Evans de la Cuadra, convencidos del error
que se estaba cometiendo, decidieron continuar colaborando por un
tiempo, en la secreta esperanza de contribuir a acelerar el retorno a la
democracia a través de un texto constitucional íntegro.
En marzo, el decreto ley 1.699 disolvió la totalidad de los partidos
políticos. Aquella fue la señal decisiva: Silva Bascuñán anunció que
en tales condiciones se veía obligado a renunciar a la Comisión.
Evans presentó también su dimisión (13).
Dos meses más tarde, Pinochet aprovechó esos cambios para
zafarse de Jorge Ovalle, a quien acusaba de influenciar pérfidamente
al general Leigh. También alejó, enviándolo a las Naciones Unidas, a
Sergio Diez: le habían dicho que tenía aspiraciones presidenciales.
Se mantuvieron en sus puestos Ortúzar, Guzmán, Alicia Romo y
Gustavo Lorca. En las vacantes fueron nominados Luz Bulnes, Raúl
Bertelsen y Juan de Dios Carmona.
Pero a pesar de que la Comisión pudo quedar “liberada” de los
elementos que más insistían en la inconveniencia de continuar con
las Actas, las tensiones siguieron. Chacarillas, en cierto modo, agregó
razones: si el régimen pretendía continuar a punta de Actas hasta
1980, entonces no habría trazas de la tan mentada
institucionalización.
A su regreso de Washington, Pinochet encontró una caldera hirviendo
en torno al tema constitucional. El ex Presidente Jorge Alessandri,
desde el Consejo de Estado, estaba enviando reiteradas protestas
por la prolongación de las Actas y en todos los sectores afines al
régimen se oían voces airadas en favor de una u otra tesis.
En los primeros días de noviembre del 77, el general Benavides,
ministro del Interior, y el general Covarrubias, jefe del Estado Mayor
Presidencial, concurrieron al Consejo de Estado para exponer el
proyecto de regionalización. Alessandri no desperdició la oportunidad.
Pidió que se atendiera a lo que quería decir y ensayó una extensa
exposición sobre la imperiosa necesidad de que se concluyera de una
vez con la ilegitimidad de las Actas y se diera paso a la redacción de
una nueva Constitución.
El discurso tuvo efecto inmediato.
Pinochet, informado sobre la marcha, encargó a Mónica Madariaga
que redactara un memorando describiendo, con amplitud y minucia, lo
que se había hablado sobre principios constitucionales, durante
cuatro años, en las conversaciones del gabinete, formales e
informales.
La ministra vio la inmensidad de la tarea. Decidió entonces pedir
ayuda a uno de los propios miembros de la Comisión: Jaime Guzmán.
El legajo de carillas fue llevado por Pinochet, la ministra y Covarrubias
hasta las mismas oficinas de la Comisión, junto con un oficio que
ordenaba la redacción de un texto constitucional y le ponía plazo: 21
de mayo de 1978 (ver capítulo 30).
La carrera de la institucionalidad “protegida” comenzaba ese día. La
Junta se mantendría en ella algo marginada y la propia Presidencia la
vería como un largo, muy largo trayecto: meses después, los
intercambios epistolares de la FACh y la Armada con Pinochet
seguirían hablando de Actas (ver capítulo 18).
17
CÓMO SE HIZO EL APAGÓN
Aunque la alarma oficial fue desatada por la Prueba de Aptitud Académica, la
abrupta declinación del movimiento cultural tuvo más que ver con la severa presión
aplicada desde la censura sobre las formas de expresión del país. En 1977, las
primeras tímidas voces empezaron recién a levantarse, asediadas por la violencia
y el silencio.

Los actores Jaime Vadell y José Manuel Salcedo llegaron con sus
esposas a la casa de Nicanor Parra en el balneario de Isla Negra.
—¿Qué hacemos, Nicanor? Nos quemaron la carpa y nos están
amenazando. Nos han tirado mierda en las puertas de nuestras
casas..., dijo uno de ellos.
Corría marzo de 1977. Algunos días antes, desconocidos habían
lanzado antorchas encendidas y bolsas de bencina sobre la carpa
ubicada en Providencia, donde se presentaba la obra teatral Hojas de
Parra.
La pieza, montada por los dos actores sobre textos de Nicanor Parra,
se estrenó el 18 de febrero de ese año y pasada una semana se
transformó en un éxito de público.
El día 28, el vespertino La Segunda se refirió a la obra con un título de
portada: “Infame ataque al gobierno” (1).
Cuatro días después, la carpa fue clausurada por el Servicio Nacional
de Salud, argumentando falta de agua, excusados y urinarios.
Cumplidas las exigencias, el SNS levantó la medida. Entonces, el
alcalde Alfredo Alcaíno impidió reanudar las funciones “hasta nuevo
aviso”.
Cuando Vadell y Salcedo dormían esperando una nueva entrevista
con el alcalde, la carpa fue atacada en pleno toque de queda y
destruida casi completamente.
Los agregados culturales de varios países manifestaron su
preocupación al gobierno, los actores reunieron firmas para
solidarizar con los afectados y un integrante del Consejo de Estado,
Arturo Fontaine Talavera, mostró su inquietud en carta a El Mercurio:
—Este terrorismo anónimo puede llegar a ser, si se propaga, tanto o
más peligroso que el otro, el desembozado y abierto que el gobierno
con tanta eficacia ha sabido ir desarticulando.
El mismo diario había dado origen en sus páginas al concepto de
“apagón cultural”, después de detectar, en encuestas callejeras, que
los jóvenes que daban la Prueba de Aptitud Académica desconocían
los méritos de Lord Cochrane y atribuían a Ramón Carnicer la gesta
de la Independencia.
Muy pronto, la idea del “apagón cultural” daría curso a un debate que
traspasaba la PAA (2).
Hojas de Parra no era, en ningún caso, una obra de crítica abierta. Sus
complejas metáforas, atravesadas por el sentido del absurdo, daban
cuenta de la tensión con que todavía los creadores independientes
procuraban desasirse de la férrea censura impuesta tras el golpe.
El arte sufrió la violencia de los nuevos tiempos desde el mismo 11 de
septiembre de 1973.
Dos días después del golpe, tres tanquetas habían rodeado el Museo
de Bellas Artes y comenzado a disparar contra el edificio.
El guardia que estaba de turno —Loquillo, le decían— no podía creer
lo que estaba viendo.
Trémulo, corrió al teléfono y llamó al director del museo.
—Don Nemesio, hay unas tanquetas disparando contra el museo.
—¿Quéeeee...? —gritó Nemesio Antúnez, al otro lado de la línea.
—Están disparando contra el museo...
Antúnez colgó y discó el número de la Primera Comisaría de
Carabineros. El oficial de guardia le respondió que habían recibido
una denuncia de una vecina que afirmaba haber visto ingresar a 200
miristas al museo.
—Yo salí del museo a las seis y media de la tarde y le puedo
asegurar que no hay ningún mirista en el recinto. Por favor, ordene
que paren de disparar, van a destruir obras invaluables —rogó el
artista.
A los pocos minutos cesaron los disparos y las tanquetas
abandonaron el lugar. Era el 13 de septiembre de 1973.
Un cuadro de Pablo Burchard había sido perforado por una de las
balas de grueso calibre. Retrato de mujer, de Francisco Javier
Mandiola, una de las principales obras de la pintura nacional, exhibía
dos voluminosos hoyos en la tela. Varios otros cuadros europeos
sufrieron daños considerables y todas las salas del segundo piso del
museo mostraban las huellas de los cañonazos lanzados por las
tanquetas.
Decenas de cajones conteniendo una muestra de los muralistas
mexicanos Siqueiros, Orozco y Rivera, resultaron indemnes. Esa
exposición iba a ser inaugurada en los mismos días en que sobrevino
el golpe militar.
El día 11, el director de la Escuela de Arte ubicada en la parte de
atrás del museo, Gustavo Poblete, había decidido junto a un grupo de
profesores y alumnos quedarse en el recinto y resistir la invasión de
los militares.
Muy pronto, sin embargo, el heroísmo de los artistas se desvaneció.
Soldados y carabineros rodearon el palacio y tras algunos escasos
disparos ingresaron sin mayores problemas.
Tras unos árboles del Parque Forestal, unos jóvenes estudiantes de
arte observaban angustiados la escena.
Ramón Núñez, que años más tarde llegaría a ser director de la
Escuela de Teatro de la Universidad Católica, lloraba.
UN PINTOR EN LA AGA
Guillermo Núñez, director del Museo de Arte Contemporáneo, yacía
con los ojos vendados en una pequeña celda en los subterráneos de
la Academia de Guerra Aérea, en Las Condes.
Lo acusaban de ser un importante enlace del MIR. En su casa en Lo
Curro se había ocultado Víctor Toro, el máximo dirigente del
Movimiento de Pobladores Revolucionarios, uno de los frentes de
masas del MIR. Al caer Toro, los hombres del Servicio de Inteligencia
de la FACh, dirigidos por el comandante Edgar Ceballos, habían
acudido a la casa de Núñez en Lo Curro.
Revisaron la vivienda palmo a palmo y se instalaron discretamente en
ella, esperando la llegada de otros miristas.
No apareció nadie y se marcharon llevándose al artista en un furgón
Citroen.
Era el 3 de mayo de 1974 y el trato en la AGA no estaba muy
deferente. Por esos días interrogaban a decenas de miembros de la
FACh, acusados ante los consejos de guerra que se iniciaban. Allí, en
unas seis o siete piezas, permanecía una población que fluctuaba
entre cincuenta y cien personas. Todos incomunicados y con los ojos
vendados. Algunos, encadenados a sus camas.
Cuando los guardias estaban de buen humor le permitían a Núñez
quitarse la venda, momento que aprovechaba para escribir o delinear
pequeños dibujos. Un oficial rubio y de porte distinguido revisaba con
entusiasmo las obras del artista y marcaba con un visto bueno las que
le gustaban.
Era un militar refinado. Admiraba a Salvador Dalí y cada vez que
aparecía sintonizaba música clásica en el receptor, el que durante
todo el día irradiaba compases de cumbia y corridos mexicanos, más
del gusto de los celadores.
Concluidos los consejos de guerra, las condiciones algo mejoraron.
El 13 de junio se inició el Mundial de Fútbol en Alemania y la
expectación cundió entre vigilantes y vigilados. Una tarde reunieron a
cinco presos en una habitación.
—Los vamos a dejar ver el partido de Chile con la Alemania
comunista, pero se van a estar muy calladitos. No queremos ningún
comentario, ¿oyeron?
Permanecieron mudos con los ojos fijos en el televisor, mientras los
hombres de la FACh gritaban los avances chilenos y sufrían los
ataques alemanes.
Núñez abandonó la AGA en octubre de 1974. No hubo cargos en su
contra.
Cinco meses después inauguró una exposición de plástica en el
Instituto Chileno Francés de Cultura. Reunió jaulas de pájaros, rosas,
trampas de ratones, mallas, telas desgarradas, falsos retratos, panes
amarrados, entre otros objetos. También presentó una corbata rayada
—azul, blanco y rojo— comprada en Nueva York, anudada y colgada
al revés.
La muestra duró cuatro horas: lo que demoraron los agentes de la
DINA en llegar, descolgar y destruir parte de las obras.
Horas más tarde la DINA rodeó la casa de Núñez y se lo llevó con
rumbo desconocido, atado y vendado, en la parte de atrás de una
camioneta.
Pasó 20 días incomunicado en Cuatro Alamos. De allí a Villa
Grimaldi, luego de regreso a Cuatro Alamos y enseguida al campo de
prisioneros de Puchuncaví, para cuatro meses después marchar al
exilio (3).
EL MUSEO DE LA SOLIDARIDAD
El 20 de septiembre de 1973, el escultor Matías Vial se hizo cargo de
la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Lily Garafulic
asumió como vicedecana y directora del museo.
A los pocos días ella acudió con el escultor Juan Egenau al edificio de
la Unctad —el actual Diego Portales— para descolgar las obras allí
exhibidas correspondientes al Museo de la Solidaridad.
Ambos artistas se llevaron varias sorpresas. En los estacionamientos
de vehículos permanecían dos cuadros de Roberto Matta, expulsados
airadamente del edificio. Una escultura en metal de Félix Maruenda
había sido pintada al mismo tono del recinto. Un cuadro de Rodolfo
Opazo situado a la entrada de la torre había desatado la ira de
Pinochet.
—Sáquenme esto de aquí. No lo quiero ver —ordenó el general.
Al día siguiente apareció en el mismo sitio una pintura de Arturo
Pacheco Altamirano.
El Museo de la Solidaridad iba a ser formado con las donaciones de
artistas de todo el mundo en homenaje al gobierno socialista de
Salvador Allende.
En las bodegas del aeropuerto de Pudahuel había despachos
procedentes de Estados Unidos, Suiza, Rumania, Italia, de los artistas
latinos en Nueva York y de algunos sudamericanos.
En unas grandes cajas de madera estaba el regalo de Carl André, un
escultor conceptual estadounidense. Contenía ladrillos y cajas de
plumavit que daban forma a una voluminosa obra. Los soldados que
inspeccionaron su contenido creyeron que eran desechos y los
arrojaron a la basura.
No obstante, gran parte de las obras destinadas al Museo de la
Solidaridad fueron guardadas en las bodegas del Museo de Arte
Contemporáneo (4).
Un día llegó al Museo de Bellas Artes un oficial del Ejército en busca
del retrato dc O’Higgins pintado por el Mulato Gil. Había sido enviado
por el coronel Enrique Morel. Lily Garafulic dio orden de que ningún
cuadro saliera del museo.
CESANTES Y CENSURAS
En febrero de 1974, el 50 por ciento de los periodistas de Santiago
estaba cesante.
De los once diarios existentes antes del 11 quedaban sólo cuatro;
cinco radioemisoras habían sido bombardeadas y expropiadas; las
revistas de izquierda desaparecieron y los canales de televisión
sufrían la cirugía ideológica de las nuevas autoridades (5).
Mensaje, una de las revistas sobrevivientes, propiedad de la
congregación jesuita, era implacablemente censurada. Sus editores
dejaban en blanco los espacios e incluían allí citas evangélicas. En el
número correspondiente a enero de 1974, se publicó una cita del
Evangelio según San Mateo que decía:
—No juzguen para no ser juzgados. Porque el criterio con que
ustedes juzgan, y la medida con que midan, se usarán para ustedes.
¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no ves la
viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano “deja
que te saque la paja de tu ojo”, si hay una viga en el tuyo? Hipócrita,
saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la
paja del ojo de tu hermano.
Mensaje tenía en un comienzo tres censores. Poco después fueron
aumentados a quince.
Pero no sólo los medios debían soportar el duro peso de la censura.
Los periodistas también eran perseguidos e intimidados.
El reportero René Durney, de la revista Estadio y de El Mercurio,
estuvo varios días detenido por revelar un incidente en un partido de
fútbol entre los equipos de Santiago Morning y Aviación. El
entrenador de los primeros había ingresado a la cancha para
reclamar el cobro de un penal y luego se dirigió a increpar a los
dirigentes de Aviación.
—Ustedes van a salir campeones por decreto —les dijo.
Días más tarde, Durney fue detenido por miembros de la FACh y
perdió su trabajo en El Mercurio.
Otras experiencias también reflejaron cuál era el ánimo y el criterio de
las nuevas autoridades.
Isabel Allende, periodista de la revista Paula, directora de Mampato y
animadora de un programa de televisión, tenía una vieja citroneta que
había pintado de vivos colores con franjas desiguales y llamativos
dibujos.
Un día, frente al Mercado Central, un carabinero la detuvo cuando se
dirigía hacia el barrio alto acompañada por una amiga periodista.
—Su permiso, señorita —exigió el policía.
—¿Qué permiso?
—El permiso para andar con la citroneta pintada así.
—Entiendo que no está prohibido hacerlo —dijo la sorprendida
conductora.
—Cómo no va a estar prohibido. ¿No ve que nadie anda así? Tiene
que estar —aseguró el uniformado.
La amiga de Isabel Allende tuvo la idea salvadora:
—Lo que pasa es que somos de una empresa publicitaria y andamos
haciendo propaganda a un nuevo producto...
—¿Y por qué no me habían dicho? Está bien. Por ahora sigan —
respondió satisfecho el carabinero (6).
En diciembre del 75 treinta agentes de la DINA allanaron la casa de
Hernán Millas. Se llevaron todos sus libros para revisarlos. Le hicieron
firmar un recibo, pero se lo llevaron también con ellos. Años después
un sobrino suyo encontró parte de esos libros, las ediciones finas, en
empaste, en una librería de viejo en París. Los identificó por la firma.
Los servicios de seguridad del Cono Sur vendían en París las
bibliotecas requisadas.
Dinacos había contratado como censor para los medios de
comunicación a Max Reindl, un eficiente publicista que había
alcanzado un sutil método de intimidación.
—Lo siento mucho —advertía a los reincidentes—, pero la próxima
vez va a tener que conversar con el comandante Merino. El es DINA.
En otra ocasión la Radio Santiago fue suspendida por tres días por
una información que molestó a los vigías de Pinochet, pero que la
radio no había dado.
—Sí, ya sé que ustedes no lo dijeron. Tengo el nombre de la emisora
que lo propaló. Pero ya la medida está tomada. En todo caso, estos
tres días de suspensión quedan abonados a cualquiera situación que
se les presente en el futuro. Lamentablemente la autoridad no puede
retractarse.
La explicación la daba el ministro secretario general de gobierno,
general Hernán Béjares (7).
LAS LETRAS EN LA MIRA
Quimantú, la editorial estatal, producía 25 libros al mes. Algunos
circulaban en quioscos con tirajes cercanos a los 80 mil ejemplares.
Quedaron prohibidos ipso facto tras el golpe: Poemas inmortales e
Incitación al nixonicidio, de Pablo Neruda; La viuda del conventillo, de
Alberto Romero; El chilote Otey y otros relatos, de Francisco Coloane;
Reportaje al pie del patíbulo, de Julius Fucik; La rebelión de los colgados,
de B. Traven; Mamita Yunay, de Carlos Luis Fallas; Cuentos de rebeldes
y vagabundos, de Máximo Gorki; Judíos sin dinero, de Michael Gold; El
ciclista del San Cristóbal, de Antonio Skármeta; El son entero, de Nicolás
Guillén; y Eloy, de Carlos Droguett.
Sólo para empezar.
Los monos hacen lo que ven es un cuento infantil que trata de un
vendedor de sombreros que se duerme junto a un árbol y en medio
del sueño los monos le arrebatan los gorros. Al despertar los monos
sólo se limitan a imitar sus gestos. Entonces el vendedor toma su
sombrero y lo arroja al suelo y los monos hacen lo mismo. Los recoge
y sigue su camino.
Fue censurado: los militares lo consideraron subversivo.
Igual cosa pensó un oficial que mientras allanaba una librería ordenó
requisar un libro que se llamaba Cubismo, por considerar que algo
debía tener que ver con la revolución cubana.
El escritor Gustavo Olate fue también víctima del exceso de celo
funcionario. En marzo de 1973, seis meses antes del golpe, había
publicado la novela Los asesinos del suicida, una intriga policial y
sicológica. Después de la muerte de Allende, la obra de Olate pasó a
ser peligrosa. Olate estuvo detenido hasta que un oficial se dio cuenta
de la fecha de publicación
—Oiga, pero este libro fue publicado hace seis meses.
—Es lo que he estado diciendo todo este tiempo y no me quieren
escuchar —respondió el escritor.
Olate recuperó su libertad y el libro volvió a circular (8).
En el sexto piso del Diego Portales operaba el Departamento de
Evaluación. Allí se decidía el futuro de los impresos. Esa repartición
cambió varias veces de nombre, pero, como Dirección de
Fiscalización o como Oficina de Evaluación, seguía haciendo lo
mismo.
De allí salió la orden para picar los libros El ideal de la historia, de
Claudio Orrego; Balmaceda, de Félix Miranda; y, Poesía popular chilena,
compilada por Diego Muñoz.
De allí salió la orden para allanar La Pérgola del Libro e incautar El
pensamiento social de Raúl Silva Henríquez; Mi camarada padre, de
Baltazar Castro; y El Padre Hurtado, de Alejandro Magnet.
De allí salió la orden que dio origen a la circular 451 de la
Superintendencia de Aduanas. En ella se exigía la autorización de
Dinacos para poder ingresar libros importados a Chile. Jerzy Kozinski,
Manuel Puig, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio
Cortázar, entre otros narradores, no obtuvieron permiso (9).
Las bibliotecas universitarias fueron víctimas de una implacable
censura que se prolongó hasta por lo menos 1975. En oficios
diversos, secretarios y otros burócratas de la censura entregaban
listas de libros que debían ser dados de baja o incinerados.
En enero de 1975, Eduardo Quevedo Leiva, secretario administrativo
de la Facultad de Arte y Tecnología de la Universidad de Chile, sede
Valparaíso, ordenaba en un oficio dirigido al conservador de
Inventarios, Nelson Espejo: “Adjunto a usted el oficio de la referencia,
en el que se incluyen listas de libros que deben ser dados de baja de
la Facultad por razones políticas. Agradeceré a usted arbitrar las
medidas para proceder a su incineración”.
Entre los libros figuraban obras de Engels, Marx y Gorki; El nuevo
estado industrial, de John Kenneth Galbraith; El Estado del futuro, de
Gunnard Myrdal; y escritos de Celso Furtado, Eduardo Galeano y
otros autores latinoamericanos (10).
En tanto, en el exterior comenzaban a aparecer libros de chilenos:
Moros en la costa, de Ariel Dorfman; Operación Chile, de Florencia
Varas y José Manuel Vergara; Tiro libre, de Antonio Skármeta;
Persona non grata, de Jorge Edwards; Allende, de Enrique Lafourcade.
Para leer el Pato Donald, de Ariel Dorfman, fue secuestrado de las
bodegas de la Editorial Universitaria de Valparaíso junto con otros
impresos y lanzado al fondo de la bahía por miembros de la Armada,
que consideraron su contenido altamente peligroso.
En Quimantú fue designado el general (R) de la FACh Diego Barros
Ortiz. En el consejo se integraron, entre otros, Enrique Campos
Menéndez y Fernando Campos Harriet.
Crearon la colección “Ideario”, publicando fragmentos del
pensamiento de O’Higgins, Portales, Balmaceda, Encina y Eduardo
Cruz Coke, entre otros.
En la colección “Pensamiento Contemporáneo”, el primer libro en
publicarse fue El pensamiento nacionalista, una selección de textos
compilados por Campos Menéndez.
La colección “Septiembre” fue dedicada a la ficción, editándose
Cuentos de cuartel, narraciones de oficiales de Carabineros y El taller de los
13, una novela de política ficción de Paul Lorrain.
Entre los primeros seis títulos publicados por Quimantú se incluyó la
reedición de dos libros de miembros del consejo directivo y uno de un
consultor: Sólo el viento, de Enrique Campos Menéndez; Alonso de
Rivera, gobernador de Chile, de Fernando Campos Harriet; y Cuentos
selectos, de Enrique Bunster.
En 1976 Quimantú fue vendida a Juan Fernández Montalva,
propietario de Imprenta y Litografía Fernández. La adquirió en
sociedad con Rodolfo Letelier y Guillermo Tolosa.
SÓLO CAMBIA EL SIGNO
A la última reunión del Consejo Superior de la Universidad Católica no
asistió Jaime Guzmán. En cambio estuvo presente el vicerrector
Alfredo Etcheberry. Debía discutirse la intervención de la universidad
por el gobierno, un paso que sólo los representantes de la FEUC
aprobaban.
Habló Manuel Antonio Garretón, director del Centro de Estudios de la
Realidad Nacional (Ceren). Se refirió a la muerte de Neruda y a los
soplones dentro de la universidad, mirando fijamente a los miembros
de la FEUC. “Cada día se muere por más razones en Chile”, dijo.
Fernando Castillo explicó: “Debo hacer entrega de la universidad a
quienes poseen la fuerza pero no la razón”.
La intervención se trasladó muy rápidamente hacia el canal de
televisión que poseía la UC.
En marzo de 1974, el rector Jorge Swett envió una carta al director de
Canal 13, el sacerdote Raúl Hasbún. En ella le expresaba su
“disconformidad por la forma un tanto autónoma y separada de la
política del rector, con que se maneja el Canal 13”.
Lo responsabilizaba de “reiterado incumplimiento de las instrucciones
impartidas por la rectoría en orden a que no debía contratarse ningún
funcionario sin el visto bueno del rector”.
Le ordenaba en la nota acatar estrictamente las instrucciones de la
rectoría, presentar a consideración del rector la nueva programación
de 1974 y reestructurar inmediatamente el Departamento de Prensa.
Hasbún respondió rechazando los cargos y expresando que se sentía
“en presencia de un ejercicio arbitrario del poder. Reitero que no
puedo, en conciencia, implementarlo, haciéndome con ello cómplice,
ni aun pasivo, de una aberración (...). Decisiones como las que usted
aparece preconizando son el trasunto de aquello contra lo cual Chile
luchó y se desangró. Es la concesión a grupos ávidos de poder. Es la
politización disfrazada de apelativos bien sonantes. Es la
redistribución de las granjerías y de las postergaciones, las mismas
en cantidad pero modificadas de signo. Es la canonización de la
audacia y de la astucia, la premiación de la intriga subterránea, el
desembarco del revanchismo, de la desconfianza, del odio...”
Manfredo Mayol, subdirector de prensa del canal, llegó a decir,
refiriéndose al estado de ánimo de Hasbún: “Está dispuesto a
cualquier cosa. No me extrañaría que se quemara a lo bonzo en la
Alameda”.
Swett destituyó a Hasbún; Omar Pabst debió abandonar la gerencia
general; y Juan Pablo Román, la dirección administrativa.
Luego hubo de renunciar el jefe de prensa, Vicente Pérez. El subjefe,
Manfredo Mayol, fue ascendido para compartir el cargo con Luis
Alberto Ganderats. El gremialista Raúl Lecaros recomendó a Swett
que entregara la dirección a Eleodoro Rodríguez, el que poco
después aceptó la renuncia de Ganderats y dejó a Mayol solo en la
jefatura de prensa. La crisis había servido para barajar de nuevo todo
el naipe (11)
EN BUSCA DE “LA CULTURA PROPIA”
Por razones de difícil escrutinio, la censura impuesta por el nuevo
régimen tuvo mucho más celo y rigor con el cine que con otras
expresiones.
En el comienzo, hubo además un interés concreto por tomar la
iniciativa con el cine: erigir algo así como una “cultura propia”.
Al día siguiente del golpe, una patrulla de civiles armados cercó las
oficinas de Chile Films, cuyo director, Eduardo Paredes, había sido
arrestado en La Moneda. Algunos funcionarios reunieron armas y
organizaron la resistencia. Hubo algunos gritos mutuos, algunos
sondeos, y de pronto los resistentes acordaron retirarse. No se
disparó un solo tiro (12).
El general retirado René Cabrera asumió la dirección de Chile Films.
La primera acción fue devolver a su productor los copiones de una
película inacabada de Raúl Ruiz, Palomita Blanca (basada en el libro
de Enrique Lafourcade), y su documental anexo, Palomilla Blanca.
E inmediatamente se puso en marcha un proyecto para filmar la opera
prima del nuevo gobierno: se llamaría Los mil días y tomaría sus datos
del recién editado Libro Blanco, narrando la peripecia política que
había llevado al golpe. La realización fue encargada a Germán
Becker, que trabajó en un extenso guión que jamás llegó a
consumarse.
La contraparte de la producción propia era el restablecimiento de la
distribución norteamericana, suspendida en 1971 por Jack Valenti,
presidente de la Motion Picture Association of America (MPAA).
Parte del síndrome del desabastecimiento durante los últimos meses
de la UP había sido, precisamente, la ausencia de los grandes éxitos
mundiales de las pantallas chilenas. Así es que en octubre, emisarios
del gobierno tomaron contacto con las compañías principales. Dieron
garantías del trato comercial y sugirieron que cada firma podría
entregar las recaudaciones de dos películas para el “Fondo de
Reconstrucción Nacional”.
Sólo algunas compañías aceptaron lo último. Así llegaron, a toda
prisa, Sueños de seductor, La amenaza de Andrómeda, Los centauros,
Escape del planeta de los simios, El novio y Los cowboys (13).
En el 74 viajó a Santiago Robert Corkery, vicepresidente de la MPAA.
En cuestión de días la Junta había conseguido reponer en la capital la
sensación de no estar fuera del mundo; al menos, del mundo del cine.
El Padrino, El pasado me condena, Contacto en Francia, Luna de papel y
otros éxitos de la taquilla mundial podrían verse en Chile (14).
A cambio, la censura hizo más severas sus normas y más “liberales”
sus procedimientos. El violinista en el tejado, aprobada en principio, fue
prohibida porque contenía escenas de la revolución soviética; por la
misma razón se rechazó desde el comienzo Nicolás y Alexandra. El día
del chacal fue congelada durante años por su detallada descrIPCión
de cómo realizar un magnicidio (la película de TV QB VII, que
contenía una operación similar, fue autorizada en cambio, después de
que Pinochet personalmente la aprobó) (15).
El Consejo de Calificación Cinematográfica, varias veces
reestructurado e integrado finalmente por miembros activos de las
Fuerzas Armadas, rechazó, entre el 74 y el 77, 121 largometrajes,
constituyendo el promedio más alto de las últimas décadas (16).
La voluntad de producción fue decayendo a medida que el control
ideológico y el modelo económico imponían sus normas.
En el 74 se estrenó Gracia y el forastero, una versión literal de Sergio
Riesenberg sobre la novela de Guillermo Blanco. Aunque había sido
rodada antes del golpe, una comisión encabezada por Jorge Iván
Hübner determinó que debía ser censurada para excluir,
principalmente, el violento papel del teniente que en la novela era el
novio de Gracia.
Ese mismo año, después de muchas revisiones y objeciones de la
censura, se estrenó también A la sombra del sol, una alegoría sobre la
violencia dirigida por Silvio Caiozzi y Pablo Perelman.
Al siguiente, el 75, se produjo el último intento por dar impulso a un
“cine del régimen”, con la firma de un vago convenio sobre
coproducción que constituyó uno de los éxitos del viaje del almirante
José Toribio Merino para conocer a Franco. Se trataría de una
biografía de Gabriela Mistral, cuyo guión sería obra de Campos
Menéndez.
El proyecto se archivó casi junto con la venta de Chile Films al
empresario Luis Gana Matte, dueño de la cadena de cines de
segunda de Santiago, que adquirió la empresa por un sexto de su
valor, tras una licitación dictada por el Ministerio de Hacienda (17).
Dos años más tarde, Chile Films pasó a la Radio Nacional en una
misteriosa transacción cuya principal motivación fue, otra vez, política:
el criterio de privatización chocaba nuevamente con el peligro de que
un medio de comunicación cayera en manos inapropiadas.
Fue el abundante exilio de cineastas el que creó un verdadero cine
chileno, fuera de las fronteras. Entre el 74 y el 77, 49 películas fueron
hechas por chilenos repartidos por el mundo. Muchas de ellas
escasamente quedaron en la propaganda. Otras saltaron a la fama:
La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, estructurada como una trilogía
documental, fue un éxito en Europa; Raúl Ruiz, cuyo descarnado
Diálogo de exiliados motivó polémicas ácidas en la diáspora intelectual,
se convirtió en el más cotizado vanguardista de Francia; Miguel Littin
se abrió puertas en el mercado mundial con Actas de Marusia; y Helvio
Soto, con ayuda búlgara, hizo una fantasiosa recreación del golpe con
Llueve sobre Santiago.
Otros cineastas, esta vez extranjeros, hicieron su fama con películas
de denuncia sobre la situación chilena. Entre las que más efecto
causaron están, en primer lugar, los documentales de Walter
Heynowski y Gerhard Schumann (18). Los dos estaban en Chile al
momento del golpe. Aunque pensaron en huir, algo fortuito los
persuadió para quedarse: un soldado que los detuvo en la calle
examinó sus papeles y vio que procedían de Alemania Democrática.
—Esa es la buena —dijo—. Si fuera la otra, la no democrática, lo
pasarían mal. Adelante.
Durante meses, Heynowski y Schumann registraron lo que ocurría en
las calles de Santiago. Sus materiales servirían de base a
innumerables películas, libros y documentales (19).
EL PARTO DE LA CENIZA
Dos años después del golpe, sobre las cenizas de una tanguería
ubicada frente al teatro Caupolicán, destruida por un incendio, se
levantó la Casa Folklórica Doña Javiera, donde, bajo el activo trabajo
de Nano Acevedo, comenzaron a reagruparse las voces y los sonidos
prohibidos.
Sergio Ortega, músico autor de Venceremos y El pueblo unido jamás será
vencido, los principales himnos de la Unidad Popular, se había asilado
en una embajada en las horas posteriores al golpe.
—Personas sensatas me pusieron en contacto con un muro que
había que saltar y lo salté —relató años más tarde.
Otros, como Patricio Manns, Angel e Isabel Parra, Quilapayún, Inti
Illimani, Payo Grondona y Osvaldo Torres, abandonaron el país o no
retornaron de giras que efectuaban en el exterior. Los que se
quedaron fueron acogidos en parroquias y reuniones de
universitarios, donde el triste sonido de quenas, zampoñas y
charangos transmitía los sentimientos que embargaban a los
folcloristas.
En un bar de mala muerte, El hoyo de arriba, a una cuadra de la Plaza
de Armas, apareció un grupo integrado por seis bolivianos —
Kollahuara— que grabó el primer disco folclórico de larga duración
impreso después del golpe.
Como callampas tras las lluvias, surgieron de pronto nuevos
conjuntos y solistas.
Ortiga, Aquelarre, Barroco Andino, Illapu, Aymara, Wampara,
Cámara, Mayarauco, Contierra, Santiago del Nuevo Extremo: ellos
dieron cobijo, en aquellos días inciertos, a la solapada protesta que
entusiasmaba a los jóvenes (20).
Las raíces latinoamericanas, la identidad cultural, los héroes
populares, los dolores sociales, la historia revisitada, formaron la
temática de esa incipiente resistencia cultural, hecha de peñas
sombrías y guitarreos colectivos.
En la primavera del 77, parte de ese movimiento se atrevió por
primera vez a cuajar de un modo semipúblico y organizado: muchos
militantes del Mapu y la Izquierda Cristiana estuvieron tras la
fundación de la Agrupación Cultural Universitaria, que se refugió en
las aulas y los casinos estudiantiles para cantar en voz alta (21).
18
ASONADA EN DICIEMBRE
Los quince días finales de 1977 sometieron a una prueba de fuerza la voluntad de
Pinochet contra todos los razonamientos “realistas”. Un acto electoral temido y
discutido fue empujado, contra los fuertes vientos internos, por la sola convicción
del general. El país no volvería a ser el mismo desde aquella sorda batalla.

El ascenso de Mónica Madariaga al rango de ministra de Justicia


privó al general Augusto Pinochet de una de sus asesoras más
directas: el versátil servicio jurídico de su prima se aproximaba al
consejo político y a la gestión de difíciles operaciones internas.
Acaso por eso mismo, la ministra fue de inmediato incorporada a la
Asesoría Política (ASEP), que en esos meses finales de 1977,
después de un período de baja, recuperaba su máxima importancia.
La ASEP había sido depurada de los “políticos tradicionales” por el
gremialismo y en particular por Jaime Guzmán, quien antes se había
opuesto a ella precisamente por esos componentes. Después de
gestiones directamente hechas ante el general Sergio Covarrubias,
Guzmán había persuadido al gabinete de que Francisco Bulnes fuera
enviado de embajador a Perú. El propio Bulnes decidió pensarlo
cuando recibió la oferta, pero un llamado de Guzmán le insistió en
que aceptara.
Otro conciliábulo, esta vez con apoyo de Pinochet, había movido a
Sergio Diez hacia la ONU; y a Sergio Onofre Jarpa se le había
ofrecido con amplios argumentos la embajada en Colombia (1).
A pesar de ocupar el Ministerio de Trabajo, Sergio Fernández logró
entrar fácilmente al staff de la ASEP, gracias a un persistente trabajo
de persuasión sobre el general César Benavides. Allí lo
acompañaban el canciller Patricio Carvajal; el ministro de Hacienda
Sergio de Castro; el jefe del Estado Mayor Presidencial, general
Sergio Covarrubias; y el subsecretario del Interior, coronel Enrique
Montero. Allí llegaría Mónica Madariaga.
Con Diez en la embajada ante la ONU comenzó lo que se convertiría
en el hecho más importante de aquel último mes de 1977.
La comisión especial presidida por el pakistaní Alí Allana había
emitido severos cargos contra la situación de derechos humanos en
Chile. El 1° de diciembre, Diez debió refutarlos (2). El 7, mientras las
relaciones con Argentina y con Bolivia comenzaban a mostrar señas
de deterioro, la tercera comisión de la ONU votó la resolución de
condena contra el gobierno chileno.
98 países la aprobaron; entre ellos venía una estocada amarga:
Estados Unidos (3). Sobre la base de esa votación, que auguraba el
peor resultado de los últimos años en la sesión de la Asamblea
General, comenzó a trabajar un pequeño grupo originado en la ASEP,
pero no integrado a ella.
El equipo fue concebido por Sergio Fernández, con ayuda de Jaime
Guzmán. En los días siguientes, decenas de personas afines al
régimen fueron consultadas sobre las posibilidades de acción.
La reunión crucial tuvo lugar en la casa de un amigo de Fernández.
Asistieron el propio ministro del Trabajo, Arturo Fontaine, Jaime
Guzmán, Alfonso Márquez de la Plata y Eduardo Boetsch. Fue este
último, un ingeniero civil estrechamente ligado al ex Presidente Jorge
Alessandri, el que defendió más ardorosamente una idea hasta
entonces descabellada: realizar un plebiscito.
La proposición fue intensamente debatida: sobre todo, porque se
creía que entrañaba un peligro global para las FF.AA.
—No sacamos ni el 30 por ciento —dijo alguien.
De todos modos, Fernández pidió que las proposiciones se le
presentaran por escrito.
Entre el 13 y el 14 de diciembre, las minutas fueron llevadas hasta la
oficina del coronel Sergio Badiola. Este las revisó y entregó una
síntesis al gabinete presidencial.
El jueves 15 de diciembre, el general Covarrubias convocó a una
reunión en su despacho a todos los interesados en el tema. Cada
quien debía defender sus proposiciones. Fernández no asistió.
Estuvieron el recién asumido subsecretario Mario Ríos, el coronel
Badiola, Arturo Fontaine, Jorge Fontaine, Manuel Valdés y Eduardo
Boetsch. Allí se redondeó la propuesta de Boetsch. Una síntesis de
ella fue llevada al escritorio de Pinochet, donde el azar y la
incredulidad la situaron en el último lugar de la lista.
El viernes 16, parte del aparato del gabinete presidencial estuvo
dedicado full time a esperar las noticias de la ONU.
La Asamblea votó y aprobó la resolución de condena al gobierno
chileno “con preocupación especial e indignación” ante el
“incumplimiento de promesas del gobierno chileno de que mejoraría la
situación de los derechos humanos”.
La votación tuvo caracteres únicos: 96 votos de condena, catorce de
respaldo al régimen chileno y 26 abstenciones.
EL SECRETO DEL 17
El sábado 17 de diciembre, Pinochet partió a Valparaíso para la
graduación de nuevos oficiales de la Armada.
Asistió al acto, pero no regresó a Santiago. Discretamente partió a la
hacienda de Bucalemu, donde lo esperaban las minutas recogidas
por su gabinete (4).
Pasó allí el domingo 18. Ese día se informó que el general preparaba
un importante discurso para el miércoles 21.
El lunes 19 retornó a Santiago. Durante todo ese día, el ajetreo fue
intenso en su gabinete, pero todos lo atribuían a la preparación del
discurso.
El martes 20 de diciembre de 1977 estuvo listo el conjunto del plan.
En la tarde sesionaban las comisiones legislativas, encabezadas por
los jefes de las Fuerzas Armadas. Entre las 15 y las 18 horas, en
medio de las sesiones, Pinochet fue enviando mensajes a los
distintos pisos de la Junta.
De ese modo, uno por uno, los miembros de la Junta fueron
informados de los propósitos del discurso del día siguiente: anunciar
un plebiscito en el que la ciudadanía respaldara al gobierno de las
FF.AA. ante la agresión de la ONU.
La noticia tomó por asalto a los comandantes en jefe. Todos volvieron
a sus despachos e hicieron llamar de inmediato a sus asesores más
cercanos.
El almirante José Toribio Merino convocó a un consejo de almirantes
de urgencia. El general César Mendoza reunió a los cinco generales
con rango de inspectores y les comunicó la noticia. El general
Gustavo Leigh distribuyó una circular urgente pidiendo que sus
generales le entregaran opiniones por escrito.
La Armada se puso en contacto con Jorge Alessandri. Procuraría que
una figura señera, a la que todos sabían que Pinochet respetaba,
expresara su opinión sobre el acto. Para actuar de enlace se buscó a
Juan de Dios Carmona. Este fue a ver a Alessandri.
En verdad, el ex Presidente había sido informado días antes acerca
del proyecto por su propio autor, Eduardo Boetsch. Entonces, un poco
incrédulo, Alessandri había dicho que no se metería en el asunto,
porque se trataría de una maniobra muy arriesgada.
Pero con la confirmación posterior no lo pensó dos veces: pidió una
audiencia urgente con Pinochet. El propio Carmona lo acompañó a la
cita.
Cortés y prudente, pero también enérgico, Alessandri hizo ver a
Pinochet que el plebiscito entrañaba problemas jurídicos y políticos.
Se exponía a las Fuerzas Armadas a un bochorno mundial.
Pinochet lo escuchó con atención, pero fue terminante:
—No, don Jorge, las cartas están echadas. Confíe en las Fuerzas
Armadas.
LA TORMENTA DEL ANUNCIO
A las 8.30 del miércoles 21, Pinochet anunció a la ASEP que
concurriría brevemente a su reunión diaria para dar una información.
Su intervención fue breve. Dijo que se haría un plebiscito para
rechazar la votación de la ONU, y que los ministros del Interior,
general César Benavides, del Trabajo, Sergio Fernández, y de
Justicia, Mónica Madariaga, quedarían encargados de la
coordinación.
Los primeros no se sorprendieron. La última esperó al fin de la
reunión y se dirigió al despacho de Pinochet.
—Augusto —dijo—, no hablarás en serio. Esto es una locura, esto lo
vas a perder.
—Mira, oye, te voy a pedir un solo favor. Confía en tu comandante en
jefe.
A las 11 del miércoles 21 la voz de “¡Grabando!” sonó en el
despacho-estudio de Pinochet, repleto de técnicos, camarógrafos y
maquilladores. La Junta, con rostro severo, estaba junto al
Presidente. Varios de los asesores asistían a la grabación, pero no
conocían el contenido del discurso. Esperaban, como todos, un fuerte
rechazo al procedimiento de las Naciones Unidas y una denuncia de
su politiquería.
Al comienzo fue así. Pinochet fustigó a la ONU, repitió algunos
argumentos esgrimidos por Diez y denunció una conjura
internacional.
Luego vino la sorpresa.
—Se requiere hoy de una definición personal, altiva y solidaria de
todos los chilenos —dijo, levantando la vista hacia el objetivo de la
cámara—. Es por ello que, consciente del significado histórico de este
paso, convoco a todos mis compatriotas mayores de 18 años de edad
a un plebiscito.
El estupor cundió en la sala.
Pero Pinochet siguió adelante. Dijo que cada hombre decidiría allí si
respaldaba al Presidente en la defensa de la dignidad de Chile, o si
en cambio apoyaba a la ONU “y su pretensión de imponernos desde
el exterior nuestro futuro destino”. Anunció que sería el 4 de enero y
se podría votar con el carnet de identidad.
Al terminar la grabación, que fue en blanco y negro, partió a una
ceremonia de graduación del Ejército. Después realizó la reunión de
Junta convocada el día anterior.
El subsecretario del Interior, coronel (J) Enrique Montero, explicó allí
los procedimientos y la logística del comicio.
Pero los ánimos no estaban para muchas explicaciones. Leigh
endureció el tono.
—Dígame, coronel, ¿y qué pasa con los votos en blanco?
—Bueno, mi general, se los va a contabilizar como Sí.
Hubo un silencio. Montero se sintió obligado a abundar.
—Es que se presume que el voto en blanco constituye aprobación de
parte del requerido...
—Mmm —carraspeó Leigh—. Mire, coronel, la verdad es que lamento
que esa explicación tan mala la dé un abogado. Y lamento más que
sea un abogado de la FACh.
La intervención desató la hasta entonces contenida tensión en el
ambiente. Pinochet agradeció la explicación de Montero y éste
entendió que debía dejar la sala.
Lo que vino después fue una de las más agrias tormentas jamás
producidas en el largo historial de conflictos en la Junta. Reproches
políticos colmaron los primeros minutos de discusión. Después
vinieron las acusaciones de procedimiento. Al final se pasó a las
críticas de la gestión militar. Hasta el bombardeo de La Moneda
revivió en la disputa.
Durante largos minutos, la consulta se convirtió en un tema de
segunda mano. Contra la argumentación política de Pinochet, a la
que ocasionalmente se sumó Mendoza, se opuso la insistencia de
Leigh y Merino en los aspectos jurídicos y de legitimidad. Aunque el
desacuerdo fue radical hasta el último momento de la reunión, los
cuatro llegaron a un instante de equilibrio: Leigh y Merino insistieron
en que no podría hablarse de plebiscito bajo ninguna circunstancia;
Pinochet se comprometió a corregir el tape, y a subrayar que el
resultado no crearía efecto jurídico alguno.
También dijo que cortaría de la grabación los detalles sobre fecha y
procedimiento, puesto que había dudas sobre la rápida repartición de
los útiles electorales. Leigh propuso que para el futuro se buscara una
forma de arbitraje en la Junta.
Al concluir la cita se reunieron los asesores de Pinochet para buscar
una fórmula que omitiera el concepto de plebiscito. Jaime Guzmán
propuso la idea de una consulta: pregunta hecha a la ciudadanía para
conocer su opinión. Por si las objeciones continuaban en la Junta,
como parecía previsible, se diría que el Presidente, como encargado
soberano de las relaciones exteriores, indagaría en la opinión
ciudadana sobre una materia propia de la política externa, tal como si
consultara a personas en privado.
A él mismo se le encargó redactar la pregunta. En la tarde
comenzaron a trabajar los equipos de la Armada y la FACh para
redactar las respuestas a Pinochet. Los almirantes Patricio Carvajal,
Charles Le May y Rodolfo Vio, con el equipo de auditores, quedaron a
cargo en la Marina (5). El equipo de la FACh fue más grande: el
general Sergio Figueroa, el coronel Julio Tapia y los juristas civiles
Jorge Ovalle, Gustavo Alessandri, Gregorio Amunátegui y Hernán
Leigh.
Las misivas quedaron listas para ser distribuidas entre los generales
de la FACh.
Esa noche Pinochet fue a los estudios de TVN, donde, en color y con
las correcciones previstas, grabó de nuevo el mensaje. Luego fue
emitido.
LAS CARTAS DEL 23
A las 13 horas del miércoles 22, en un país sacudido por el anuncio,
el ministro secretario general de Gobierno, general René Vidal, recibió
a los directores de los medios de comunicación.
Ya se había afinado el programa operativo, y quería darlo a conocer.
Lo que leyó se ajustaba casi al detalle con las ideas de Boestch en su
minuta al Presidente (ver recuadro).
Para la tarde de ese día, el gabinete presidencial había preparado
una sorpresa. Los equipos de seguridad se habían instalado desde la
mañana en las terrazas e inmediaciones del Paseo Ahumada,
atochado por vendedores ambulantes y compradores de Navidad.
Cerca de las 18, Pinochet se bajó de un auto e inició una caminata
por el Paseo, rodeado de guardaespaldas. La multitud que se
congregó comenzó a vitorearlo. Una lejana rechifla, en Moneda con
Ahumada, fue acallada por un amenazante grupo que obligó a huir a
los contramanifestantes.
El recorrido fue un éxito para la campaña lanzada desde el Diego
Portales. Al concluirlo, Pinochet montó de nuevo en su auto y se
dirigió, con su esposa y el general Vidal, a una casa de Lo Arcaya, en
Vitacura. Allí le esperaba un nuevo espaldarazo. Era el cumpleaños
del periodista de TVN Héctor Fuentes y, para celebrarlo, se había
organizado en la casa una reunión con los reporteros del Diego
Portales.
A la misma hora, en la casa de Leigh quedaba listo el oficio S-20 de la
FACh. Era el documento que se enviaría a Pinochet. La
argumentación, originalmente muy extensa, había llegado a centrarse
en cuatro puntos. En el primero se decía que el acto comprometería
el honor de las FF.AA., pues las pondría en la posición de realizar,
fiscalizar y calificar los resultados. En el segundo se opinaba que
nadie en el exterior creería en el resultado. El tercer punto soltaba
una acusación: los actos de esta clase son propios de los regímenes
personalistas, que pretenden concentrar el poder a través de métodos
poco ortodoxos.
Pero era el cuarto punto el medular: la convocatoria violaba el
Estatuto de la Junta y las Actas Constitucionales, puesto que ninguno
de esos documentos facultaba al Presidente para realizar tal cosa.
Había, pues, una extralimitación sumada a la ausencia de legitimidad.
El Jefe del Estado sobrepasaba, según la FACh, la propia preceptiva
que se había dado.
Aquel cuarto punto volvía a poner en discusión el problema del poder.
Se le disputaba a Pinochet, en su más importante decisión autónoma
desde el golpe, la autoridad para gobernar solo. La consecuencia de
todo era que la Fuerza Aérea, en nombre de su “lealtad
inquebrantable”, se obligaba a “representarle la inconveniencia de
una consulta que contraría los fundamentos y principios de nuestra
acción cívica”, y llamaba a suspenderla en el acto.
En uno de sus párrafos, Leigh advertía que una copia de este
documento había sido enviada a cada uno de los generales de su
institución.
También la carta de Merino quedó lista esa noche. El uso de la
primera persona le había dado un tono más personal, pero también
más enérgico.
Pese a ser menos extenso y argumentado que el de la FACh, el
documento secreto 683/A-1/48 afirmaba “mi total desacuerdo” con la
consulta y hacía presente que “lo considero improcedente, tanto en el
fondo como en la forma”.
Agregaba directamente que “con su actuar, ha vulnerado y
atropellado las atribuciones de la Honorable Junta de Gobierno y la
ha marginado de la más importante de las decisiones políticas de los
últimos años”.
A la sumaria argumentación de seis aspectos, añadía un severo
corolario: “Estimo que es la ocasión de hacer presente a Vuestra
Excelencia la imperiosa necesidad de que a la brevedad se cumpla
con el mandato constitucional de dictar un acta que clarifique en
forma definitiva las atribuciones de los poderes públicos, ya que no
estoy dispuesto a tolerar en el futuro que Vuestra Excelencia me
coloque ante situaciones de hecho, que debo soslayar para no
producir el quiebre de la unidad de las instituciones armadas que
asumieron el poder el 11 de septiembre de 1973, con el consiguiente
regocijo del comunismo internacional, de los enemigos internos de
Chile y con las gravísimas consecuencias que ello acarrearía al país”.
Al final sentenciaba “el deber moral e histórico” de expresar el
“completo desacuerdo con la realización del plebiscito convocado por
Vuestra Excelencia, opinión que comparten todos los señores
almirantes”.
ALARMA EN LA HORA H
El jueves 23 de diciembre, a primera hora, las cartas de Merino y
Leigh, firmadas y selladas, fueron guardadas en las cajas fuertes de
los gabinetes.
La hora “H” de la entrega fue dejada en suspenso hasta que los
comandantes se reunieran con sus consejos superiores, leyeran los
textos y terminaran las indagaciones necesarias. En el Ministerio de
Defensa sesionaron, casi simultáneamente, el consejo de generales
de la FACh y el consejo de almirantes.
A las 11 se adoptó la decisión: las cartas serían entregadas a las 12
en punto.
Cuando llegó el momento, tres coroneles de la FACh subieron al piso
22 del Diego Portales, se dirigieron a la Casa Militar y entregaron el
documento al edecán Jorge Ballerino.
Recién a la hora de almuerzo, los oficiales de Leigh se enteraron de
que la carta de la Armada no había sido aún despachada.
La alarma cundió de inmediato. Si Pinochet recibía mal el documento
de la Fuerza Aérea, como se temía, podía estarse ad portas de una
intervención militar. Los riesgos de la confrontación podrían
minimizarse si las dos fuerzas opinaban en conjunto.
Una desesperada carrera por saber qué había ocurrido con los
marinos se inició a esa hora. El edecán de Merino dio una información
angustiosa: el almirante había dejado la carta en su caja fuerte, había
partido hacia un cóctel y luego iría a su casa a dormir una breve
siesta.
Contra todo lo habitual, la FACh pidió que el almirante fuera
despertado. Desde el teléfono, Merino ordenó que la carta se
entregara en el despacho de Pinochet.
La gestión se cumplió a las 18 horas. Poco después, Leigh habló por
teléfono con Merino, bromearon con acidez sobre el asunto y un
edecán aéreo partió a la oficina de la Armada para retirar una copia.
Al anochecer, Pinochet, todavía enojado, buscó a Merino para pedirle
explicaciones. Tuvieron una agotadora conversación en la que Merino
protestó porque, antes de conocer la opinión de la Junta, Dinacos se
había largado a dar detalles de la consulta. Luego habló el general,
irritado.
Por la noche, Leigh se reunió con algunos de sus hombres para
comentar la tensa jornada. Allí se leyó la copia de la misiva de Merino
y hubo unanimidad para opinar que aquélla era mucho más tajante
que la de la FACh. Se creía aún que Pinochet cedería y abandonaría
la idea de la consulta.
Para asegurarse, algunos asistentes propusieron que la carta de la
FACh se distribuyera, muy privadamente, entre algunas
personalidades. Allí se decidió sacar cinco copias: cuatro para las
personalidades, y una quinta por si era necesario entrar al plano
público. Algunos pensaban que esto sería inevitable, porque Pinochet
había exhibido una decisión a prueba de todo.
Estaban en eso cuando el ulular de las sirenas estremeció la calle
Málaga. Los portones de metal del antejardín se abrieron
abruptamente y un poderoso auto oficial entró como una tromba. El
almirante Merino ingresó con aire severo. Desenfundó su pistola y la
dejó en el hall de entrada, sobre una repisa.
Los presentes notaron que algo muy grave estaba ocurriendo.
Algunos se retiraron, entendiendo que los comandantes debían
guardar cierta privacidad.
Merino fue de pronto al grano.
—Gustavo, retiremos las cartas. Creo que esto es muy peligroso y
puede quebrar a las Fuerzas Armadas.
Leigh no se sintió del todo sorprendido. Sospechaba que la decisión
de Merino seguía siendo incierta. Pero también sabía que los
documentos estaban ya en poder de Pinochet y que su retiro podría
agravar la débil posición de ambos. Así que, intentando ser
persuasivo, repitió la argumentación de las conversaciones
preliminares.
Merino se retiró cerca de la medianoche. A esa hora, por encargo de
Pinochet, Mónica Madariaga había comenzado el borrador de la
respuesta, en un tono igualmente agrio.
A partir de ese momento había quedado claro que la consulta debía
hacerse, a cualquier costo, porque se estaba dirimiendo, una vez
más, el problema del poder. Los altos funcionarios que participaron
recuerdan que se dejó de hablar de la votación de la ONU: la cuestión
era, ahora, el triunfo de Pinochet (6).
En la mañana del 24 de diciembre, en un ambiente de reproches mal
disimulado por el espíritu de la fecha, los miembros de la Junta
subieron a las oficinas de Pinochet para darle los saludos de Navidad.
Ese día y el siguiente fueron distribuidas las copias de la carta de la
FACh. Dos coroneles estuvieron a cargo de la misión. Uno de ellos
visitó al primer y más importante interlocutor: el contralor Héctor
Humeres. En la entrega, Humeres comentó que estaba de acuerdo en
la ilegalidad de la consulta. El segundo destinatario fue el presidente
de la Corte Suprema, Israel Bórquez, quien guardó silencio.
El otro coronel estaba a cargo de los dos ex presidentes que
integraban el Consejo de Estado. Jorge Alessandri, ofuscado todavía
por su previa conversación con Pinochet, agradeció el gesto de la
FACh y comentó hoscamente su coincidencia. Gabriel González
Videla, más afable, escuchó la explicación y dijo que también
pensaba que era un acto insensato.
La quinta copia era en buenas cuentas el material para filtrar por si las
cosas se ponían peores.
El encargo de la operación lo recibió el general Fernando Matthei. En
el fin de semana, éste buscó modo de acercarse a la revista Hoy y
consiguió entregar el mensaje. Pero los generales no estaban
decididos: la copia tenía embargo, “hasta ver qué se decide”.
El último plazo de publicación era el lunes 26, día de cierre del
ejemplar que aparecía el miércoles 28. Para la siguiente edición sería
tarde: aparecía el mismo 4 de enero.
La autorización para publicarla nunca llegó a Hoy (7).
Pero la filtración de las cartas sí llegó a oídos de Pinochet. Decenas
de copias estaban siendo distribuidas en Santiago (8).
EL OFICIO 3020/67
El lunes 26 de diciembre, después de un fin de semana de
devastador trabajo, la Casa Militar de la Presidencia despachó el
oficio 3020/67.
Iba dirigido al general Leigh. Tenía ocho carillas y siete puntos. En el
cuarto se daba respuesta a cada una de las objeciones. Se
desmentía que las FF.AA. fueran a calificar el proceso y se anunciaba
un “tribunal de personalidades” para el resultado. Se descartaba la
incredulidad internacional afirmando que la expresión popular pondría
“término definitivo a la conjura internacional”. Se replicaba a la
acusación de personalismo invirtiendo el argumento: tales regímenes
temen al voto.
Y finalmente se desataba la artillería pesada (tres carillas y media)
para afirmar la legitimidad de la decisión, recordando el
nombramiento de Jefe Supremo y el de Presidente de la República.
Concluía secamente: “La decisión de convocar a la ciudadanía es de
competencia exclusiva del Jefe del Estado, titular del Poder
Ejecutivo”.
El punto séptimo y último anunciaba que, siguiendo lo advertido por
Leigh, también Pinochet se permitía enviar copias de su respuesta a
los generales de la FACh.
La respuesta a la Armada, más breve y más suave, fue dirigida a
Merino. La argumentación repetía los conceptos recordados a la
FACh y reafirmaba la decisión de realizar la consulta.
El martes 27, Pinochet citó por separado a Merino y a Leigh a su
despacho. A ambos les anunció que tramitaría la consulta a través de
un decreto supremo (sin necesidad de firma de la Junta), para evitar
más problemas y discusiones. Con Leigh fue más lejos. Le informó
que sabía que su carta se estaba distribuyendo.
—Quiero que hagas un sumario para saber dónde se filtró —
concluyó.
—No puedo hacer eso. Tú sabes que las copias las tienen los
generales. Habría que investigar a los generales.
—¡Tienes que hacerlo! ¡Circular esas cartas es traición!
—Augusto, no puedo. Ofendería a la Fuerza.
—Entonces lo voy a hacer yo, Gustavo. Yo voy a hacer mi
investigación. Ya verás.
Después del debate, Pinochet recibió a la prensa para anunciar el
envío del decreto supremo 1308, con siete considerandos y 18
artículos, a la Contraloría. Allí habló de una campaña de rumores. No
sin audacia, abordó casi frontalmente su discusión reciente.
—Hoy conversaba —dijo— con los integrantes de la Junta de
Gobierno, almirante Merino y general Leigh, respecto a la forma en
que se distribuyen panfletos y cartas... Hay una campaña sicológica
montada y organizada.
Esa tarde, Andrés Zaldívar, Tomás Reyes y Rafael Moreno
convocaron, en nombre de la DC, a votar No. El PS llamó a la
abstención y el MIR a rayar el voto con una R. Esa tarde hubo una
decena de detenidos que gritaban por el No en Ahumada. 86
familiares de detenidos-desaparecidos, asediados por manifestantes
hostiles, se encerraron en la iglesia de San Francisco para apoyar el
voto de la ONU: era el único foro que había oído sus reclamos.
La oposición comenzaba a aparecer en las calles después de cuatro
años.
HUMERES, ACTO FINAL
El miércoles 28 de diciembre, día de los inocentes, el contralor Héctor
Humeres llegó tenso y nervioso a su oficina. Revisó el documento que
había estado trabajando y ordenó que fuera despachado de
inmediato.
Era un oficio confidencial al ministro del Interior. Argumentaba que la
consulta no tenia sustentación jurídica y decía que, por lo tanto, no
podía cursarlo. Sugería proceder mediante decreto ley.
Humeres sabía lo que eso significaba. Conocía bien el desacuerdo de
la Armada y la FACh y presumía, correctamente, que a lo menos el
general Leigh no prestaría su firma a un decreto ley. La consulta
estaría, pues, imposibilitada.
Sería su último gesto (9).
Benavides se comunicó de inmediato con Pinochet, Fernández,
Mónica Madariaga y el general Covarrubias. Había que actuar de
prisa. Se decidió seguir dos caminos paralelos: insistir en la
Contraloría, pero también tratar de sacar el decreto ley.
Mónica Madariaga recibió ambos encargos. Pidió audiencia con el
general Leigh. Se presentó ante él con su mejor semblante y expuso
durante casi una hora las razones que harían necesaria la expedición
del decreto ley. Leigh escuchó con paciencia, echado para atrás en
su sillón, con las puntas de los dedos frente a la boca. No cambió esa
expresión cuando dio su parecer.
—No voy a firmar.
La ministra salió convencida de que el tiempo no daría para más. Así
que se puso a investigar el expediente de Humeres. Descubrió algo
vital: el contralor había iniciado su trámite de jubilación acogido al
artículo 125 del Estatuto Administrativo, que le permitía hacerlo en
funciones, las que cesan cuando se completa el trámite. Se creía que
ello ocurriría el 2 de enero: quizás se podría apresurar.
A las 16 horas, la Junta se reunió con la prensa en el Diego Portales.
Leigh abrigaba la secreta esperanza de que, con su rechazo,
Pinochet relativizara la consulta. Pero no sólo fue así, sino que el Jefe
del Estado instó a un periodista (el mismo Héctor Fuentes) a
preguntar por las cartas de discrepancia de la Junta y admitió que las
había recibido. Leigh, sorprendido, se negó a hablar del tema. Merino,
inesperadamente, distinguió entre “opiniones personales” y “opiniones
institucionales”. Luego ingresaron a la reunión ordinaria.
Nadie sabía todavía que la FACh y la Armada habían replicado a la
respuesta de Pinochet ni que, ese mismo día, éste había enviado su
última y definitiva dúplica. Ocho cartas secretas habían sido
intercambiadas ya.
A las 16.15 del mismo día, simultáneamente con la conferencia de la
Junta, Humeres citó a la prensa al noveno piso del edificio de la
Contraloría en Teatinos, y reveló su rechazo al decreto supremo.
Informó de reparos “de forma y fondo”. Le preguntaron si eso
significaría que ya no habría tiempo para hacer la consulta.
—Claro —dijo.
Los teletipos zumbaron todo ese día. La noticia del veto de Humeres
circuló por el mundo en cuestión de segundos.
Otra vez Mónica Madariaga asumió la respuesta. Citó a la prensa y
declaró que se insistiría ante el contralor. Fue concluyente.
—Señores, consulta va a haber.
Poco después volvió a comunicarse con Pinochet.
—Augusto, en este minuto he tomado razón del decreto que cursa la
jubilación de Humeres y va a ser notificado. ¡Humeres se va mañana!
—Excelente. Hazte un decreto nombrando al nuevo contralor.
—Sí, pero, ¿a quién nombro?
—A Sergio Fernández.
—¡¡¿Qué?!!
—Nómbralo, no más. No te preocupes.
Fernández supo en seguida que asumiría el cargo clave.
Luego, el gabinete de Pinochet llamó al general (R) Tulio Espinoza,
director de la Caja de Empleados Públicos, y dio una orden.
—Paren todo lo que están haciendo, todo, todo. Dedíquense a
tramitar sólo la jubilación de Humeres.
A las 18 horas se dio a conocer el decreto supremo 1.295,
nombrando a Fernández.
FIN DE LA CAMPAÑA
El jueves 29, un bando de la jefatura de zona en estado de
emergencia designó a los jefes de locales para la votación. Esa tarde,
el Frente Juvenil de Unidad Nacional, presidido por Juan Antonio
Coloma y coordinado por Ignacio Astete, realizó un acto por el Sí.
El viernes 30, después de largas sesiones de debate en las que no
todos los prelados estuvieron de acuerdo (10), el Episcopado
despachó cartas para los cuatro miembros de la Junta. Pedía
formalmente que la consulta se suspendiera. Argumentaba,
extensamente, sobre la falta de información, libertad y condiciones
mínimas para un acto legítimo. El obispo Sergio Contreras informó
sobre el despacho de las misivas.
En la tarde, Fernández se reunió con Humeres, quien le presentó al
personal. El subcontralor Hugo Araneda, destinado en comisión de
servicio al Diego Portales, inició también su jubilación. Sólo el
subcontralor subrogante, Osvaldo Iturriaga, quedaría en la cúpula del
servicio.
El domingo 1° de enero de 1978, en Valparaíso, Pinochet cerró la
fulminante campaña por el Sí con una concentración.
El lunes 2 se recibió con alarma en el Diego Portales la noticia de que
el ex Presidente Eduardo Frei acababa de citar a una conferencia de
prensa en su casa de calle Hindenburg. Decenas de periodistas
asistían a ella.
Como se presumía, Frei descalificó la consulta, rechazó su forma y su
fondo, y se plegó al No. Aquel mediodía fueron detenidos en el Paseo
Ahumada numerosos militantes DC que, encabezados por Guillermo
Yunge, Miguel Salazar y Adolfo Zaldívar, habían salido a gritar por el
No.
También a esa hora los despachos de la Junta enviaron las
respuestas al Episcopado. Pinochet razonó en términos parecidos a
los que había empleado ante la FACh. Merino y Leigh se limitaron a
acusar recibo del mensaje. Mendoza usó un tono de gruesa ironía
para sugerir a los obispos que se metieran en sus asuntos teologales.
En la tarde, el nuevo contralor Fernández envió, cursado ya, el
decreto supremo de la consulta para su publicación en el Diario
Oficial. Era una nueva versión, de 14 artículos, en la que se habían
acogido algunos reparos de Humeres (11). De ellos, el más
importante era la obligatoriedad del voto, que fue suspendida.
El martes 3, el ajetreo recayó en las comunas, frenéticamente
empeñadas en preparar los sitios de sufragio.
La hora de los fuertes
El miércoles 4 de enero del 78, con una ciudad paralizada, se inició
por fin la votación. Todos los servicios policiales y de seguridad
salieron a la calle (12). Todas las unidades militares fueron puestas
bajo acuartelamiento. Todos los equipos de gobierno fueron
concentrados en el Diego Portales.
El general Leigh votó a las 9.10 en el Liceo 7. En el presidente de
mesa reconoció a un viejo compañero de la Escuela Militar.
—Bueno —le dijo, con un tono de broma que disimulaba mal su
verdadera irritación—, tú estás ilegal aquí, porque esto no aparece en
el decreto ni nadie ha dicho que haya tampón para ensuciar el dedo...
(13).
La Junta almorzó con Pinochet y el ministro Benavides, quien tenía
algunos avances de la situación en el país.
Las puntas de cinco millones y medio de cédulas de identidad fueron
cortadas ese día. Múltiples denuncias de irregularidades circularon: el
papel casi transparente del voto sembró las mayores suspicacias.
Una multitud comenzó a congregarse frente a la torre de Alameda al
caer la tarde, cuando se anunciaba ya la clara ventaja del Sí.
El almirante Merino bajó al salón de cómputos y conversó con los
encargados. El coronel Enrique Montero, en mangas de camisa y con
un arduo trabajo reflejado en el rostro, le dio las buenas noticias.
Entonces supo el gabinete de Leigh, el único que había continuado
con su trabajo, que la FACh estaba sola. El general reunió a su alto
mando en el Ministerio de Defensa y explicó en términos crudos la
grave situación en que se veía envuelto. El consejo terminó cuando
ya se había iniciado la concentración del triunfo frente al Diego
Portales. Los demás miembros de la Junta y el gabinete habían sido
convocados a la placa del edificio.
Leigh montó en su Mercedes Benz azul y dio orden al chofer de partir
a su casa. Otros oficiales lo acompañarían. El general Matthei pidió
apresuradas excusas y explicó que, como ministro, debía ir al Diego
Portales. El y Montero serían los únicos aviadores presentes en la
fiesta.
Pinochet salió a las escalinatas y se entusiasmó.
—¡Señores políticos! —clamó—. ¡Esto se les acabó a ustedes! ¡Ahora
Chile es otro!
Anunció que enviaría una carta a la ONU y que “en diez años” no
habría más consultas ni elecciones.
En un ambiente sombrío, los oficiales de la FACh que rodeaban a
Leigh comentaron los hechos. Un funcionario llamó a la casa para
que el general fuera al acto. Leigh se negó secamente (14).
Esa noche, grupos de manifestantes enardecidos fueron a las casas
de Frei y el cardenal a gritar insultos. En TVN, el director Jaime del
Valle y el gerente Manfredo Mayol recibieron con aire triunfal al
Presidente, que grabaría su mensaje de la victoria (15).
Pinochet envió su airada carta a la ONU para que la despachara el
Ministro de Relaciones Exteriores. Este propuso suavizar los
términos, y con la firma del vicecanciller, general Enrique Valdés, la
misiva fue despachada.
En los días posteriores el general Mendoza organizó algunas onces
con las esposas de los miembros de la Junta, empeñado en aplacar
las tensiones.
El 6, el general Benavides se reunió en la mañana con un grupo de
invitados para analizar las perspectivas del triunfo. Se excusó Pablo
Rodríguez. Asistieron Mario Arnello, Juan de Dios Carmona, Carlos
Cruz-Coke, Julio Durán, Arturo Fontaine, Jaime Guzmán, Pedro
Ibáñez, Sergio Onofre Jarpa, Hugo Rosende y William Thayer (16).
Era el triunfo de los fuertes.
19
LA NOCHE MÁS LARGA DEL 78
En menos de 60 días el general Manuel Contreras pasó de hombre de confianza
para misiones reservadas a personaje execrado en la cúpula del gobierno. Bajo el
asedio de diversos sectores, en la larga noche del 7 de abril de 1978, el general
debió circular por un amenazante Santiago, bajo la escolta de un verdadero
arsenal motorizado.

Fue un general, por añadidura un ex director de inteligencia, el que


tuvo la más importante misión diplomática en los primeros meses del
78.
La historia es remota y una tormenta política hizo que después se
olvidara.
Los ecos de la consulta no se habían apagado todavía (durarían
mucho tiempo), cuando un decreto ley, numerado con el 2.101 (1),
declaró en reorganización al Ministerio de Relaciones Exteriores.
El gabinete del Presidente Augusto Pinochet, y la misma Junta de
Gobierno, estaban convencidos de que los graves problemas del
régimen en el exterior, incluida aquella votación de la ONU que dio
origen a la consulta, se debían a su poco agresiva diplomacia.
Acusaciones de incompetencia, debilidad e infiltración caían una y
otra vez sobre la Cancillería: el nuevo decreto ley sería el esfuerzo
definitivo por enmendar esos tórridos rumbos.
Tendrían que pasar muchos años para que la cúpula del poder se
convenciera de que el problema central no estaba en la Cancillería.
De hecho, una primera reestructuración total, días después del golpe,
terminó con el empleo del 20 por ciento del personal y para 1978
únicamente 14 de los 53 embajadores eran funcionarios de carrera.
Los demás, así como los mandos superiores del Ministerio, eran
uniformados en servicio o en retiro (2).
Por lo demás, los estados mayores de las Fuerzas Armadas
recomendaban esa fuerte intervención: desde la crisis de 1974 con
Perú hasta el fallo arbitral dado en mayo del 77 por la corona británica
en el diferendo con Argentina, la tensión en las fronteras era una
preocupación central.
En aquel enero del 78, el deterioro de las relaciones con Argentina
aumentó. El almirante Emilio Massera, comandante en jefe de la
Armada argentina, se embarcó en el portaviones 25 de Mayo, para
unirse a la flota de guerra desplazada hacia el sur. El Ejército movió
contingentes hacia las provincias de San Juan, Mendoza, La Rioja,
Catamarca, Salta y Jujuy, y una fuente oficial y anónima anunció en
Buenos Aires que el gobierno declararía nulo el trabajoso laudo
arbitral (3).
El miércoles 11, el embajador chileno ante la Casa Rosada, René
Rojas, tomó un vuelo hacia Buenos Aires. Portaba un documento
altamente sensitivo: una carta del Estado Mayor de la Defensa,
dirigido a su par en Argentina, haciendo ver los peligros militares y
diplomáticos envueltos en el posible rechazo del laudo.
En el avión, Rojas encontró al general Manuel Contreras. El general
llevaba una misión personal, directamente encargada por Pinochet:
transmitir al general Jorge Rafael Videla, el Presidente argentino, su
interés en realizar una “reunión cumbre” a la brevedad. La invitación
significaba cancelar la misión de Rojas (4), y así lo acordaron los dos
emisarios.
Unos días después Rojas debió recibir de manos del canciller
argentino, Oscar Montes, la notificación de la nulidad del laudo.
Contreras, en cambio, obtuvo la confirmación de que el general Videla
viajaría a Chile para juntarse con Pinochet.
En un mismo avión y en unos pocos días se había mostrado la
relevancia de los contactos castrenses por sobre la diplomacia civil, al
menos en un continente sembrado de regímenes militares.
El diferendo con Argentina copó el escenario de aquellos días.
Semana tras semana, los consejos de gabinete comenzaban con lo
mismo: una síntesis de la situación bilateral a cargo del ministro de
Relaciones Exteriores. A medida que los días pasaban, la situación se
fue deteriorando también con Bolivia. Sólo Perú mostraba una actitud
cautelosa. Pero el equipo de ministros trabajaba pensando en HV3, la
hipótesis vecinal que presumía una conflagración con los tres países
simultáneamente, aunque el estallido inicial se produjera sólo con
uno.
CAMPANAZO DESDE WASHINGTON
Contra lo esperado, no fue el vecindario el que desató la más grave
crisis de aquellos meses.
El primer campanazo vino por Investigaciones, a fines de enero. El
general (R) Ernesto Baeza informó en esos días que había signos
ciertos de que el Departamento de Estado norteamericano preparaba
el despacho de un exhorto para ubicar a dos sujetos identificados
como Juan Williams Rose y Alejandro Romeral Jara, nombres que
según la policía eran falsos y habían sido usados en viajes a
Paraguay y EE.UU.
Un télex desde la misión chilena en Washington reforzó la alarma. El
embajador Jorge Cauas anunciaba que el fiscal asistente para el caso
Letelier, Eugene Propper, tenía listo el exhorto. Se preveían pruebas
temibles.
El 17 de febrero de 1978, el secretario de Estado adjunto, Warren
Christopher, se comunicó por teléfono con el embajador Cauas y le
describió el petitorio. Anunció que el exhorto judicial sería entregado
en Santiago a la Cancillería chilena, acompañando las fotos. El
Ministerio debía remitirlas a la Corte Suprema. Las preguntas debían
formulárseles a los sospechosos, de ser posible, en presencia del
fiscal Propper.
Simultáneamente, en Santiago, el embajador George Landau entregó
el sobre al canciller Patricio Carvajal. Eran las 17 horas.
El exhorto era más grave de lo que se temía: no pedía nombres, sino
fotos, y demostraba sin lugar a error que pasaportes oficiales chilenos
habían sido falsificados. La Cancillería anunció ipso facto una
investigación sobre este último asunto. La Corte nombraría unos días
después un ministro en visita. Marcos Libedinsky vería la causa.
De los nombres en la mira se sabia muy poco, salvo que habían
viajado a dos países en misiones de la DINA. El dato crucial eran las
fotos, correspondientes al viaje de ambos a Asunción.
Al revelarse los nombres de los sospechosos, las tres ramas de las
Fuerzas Armadas desmintieron que pertenecieran a sus filas.
Tampoco esos nombres figuraban en el Registro Civil. Y las
direcciones dadas en EE.UU. resultaron falsas.
La Corte Suprema encargó las diligencias a la jueza Juana González,
titular del Primer Juzgado del Crimen de Mayor Cuantía.
El 6 de marzo, el subsecretario del Interior, coronel Enrique Montero,
leyó a la prensa una declaración oficial. Dijo allí que “según
antecedentes obtenidos en últimas horas y por investigaciones
efectuadas sobre la materia y lo señalado por medios informativos,
habría existido la posibilidad de haberse tramitado y ofrecido dos
pasaportes oficiales”.
La bola de nieve empezaba a rodar.
En verdad, Propper tenía sólo unos cuantos datos sueltos sobre cierto
chileno rubio y alto que había tomado contacto con cubanos
anticastristas. Su esperanza era que el golpe publicitario abriera los
fuertes diques que mantenían a la investigación en un estado casi
inmóvil. Y la estrategia estaba resultando (5).
LOS ENEMIGOS DEL GABINETE
Entre los hombres de la ex DINA cundió la alarma. El general Manuel
Contreras inició una rápida movilización para ver cuánto podía saber
EE.UU. y, sobre todo, para conocer qué disposición había en el
régimen chileno.
Contreras tenía razones para temer.
En los últimos meses se sentía hostigado por otros altos oficiales y
por el equipo económico. En el año anterior, pese al enorme poder de
la DINA, ese equipo había conseguido arrinconarlo a través de la
constante presión de la burocracia y el presupuesto (ver capítulo 14).
Durante el 76, el Departamento Económico de la DINA había
trabajado en una minuciosa investigación sobre algo explosivo: la
relación entre los grupos financieros florecientes y los funcionarios
claves del equipo económico. El resultado fue una voluminosa
carpeta de la que se sacaron copias para todos los miembros de la
Junta. Contreras, en lo que se creyó que era la espera del momento
más indicado, guardó las carpetas en la bodega. Nunca salieron de
allí.
Pero los enemigos del poderoso coronel estaban ahora más allá del
equipo de los Chicago Boys: alcanzaban ya a los propios uniformados.
A la insistencia del gabinete presidencial (y del general Sergio
Covarrubias, personalmente) en que la figura de Contreras era
inconveniente, se sumaba la protesta de algunos oficiales que
estimaban inapropiado que Contreras dependiera directamente del
Presidente.
Por lo demás, los roces con otras fuerzas y otros mandos se habían
multiplicado y el propio coronel Contreras decía con orgullo que su
misión estaba cumplida: la amenaza de la subversión izquierdista
había sido anulada hasta en sus más mínimas expresiones.
Ya en el 76, la FACh había retirado a sus hombres de la DINA. En el
77, los problemas se originaron con la Armada y Carabineros. Los
primeros recibieron la fase inicial, y acaso la más hiriente, del caso
Letelier. El 5 de abril de 1977, el almirante Ronald Mclntyre fue
sometido a un detector de mentiras para comprobar la relación de la
agregaduría naval de la embajada en Washington con los extremistas
cubanos.
El fiscal Propper no llegó a imaginar el impacto que ese hecho tuvo.
Mclntyre informó a la Cancillería, pero sobre todo informó a la
Armada. Esta hizo saber su molestia ante el propio Pinochet.
El incidente estuvo en el origen de otro que ocurrió casi
simultáneamente. Un alto oficial de la Marina fue nombrado en la
subdirección de la DINA, pero el mando de ésta lo aisló y cerró el
acceso a la información sensitiva. El oficial renunció en cuestión de
semanas y se quejó del trato “poco cortés” del coronel Contreras. El
almirante José Toribio Merino decidió retirar a sus hombres de la
institución.
Con Carabineros se precipitaron dos episodios luctuosos. En uno de
ellos, el prefecto de Santiago, general Germán Campos —que había
tenido fuertes roces con la DINA desde su nacimiento— descubrió y
denunció detalladamente el uso, por agentes de la DINA, de
vehículos que pertenecían a detenidos desaparecidos (6).
En otro, el propio Campos acusó públicamente a los hombres de
Contreras de ser responsables de una seguidilla de bombas que
conmovieron la tranquilidad que la propia DINA decía haber logrado.
La imputación de Campos era más grave por sus detalles: un
carabinero había identificado a un auto que huyó del lugar de una
explosión, en pleno centro de Santiago, como perteneciente a la
DINA.
La acumulación era demasiado para el coronel Contreras. En julio de
1977, Pinochet le comunicó que la DINA sería disuelta, para dar paso
a una Central Nacional de Informaciones, cuyas atribuciones se
atuvieran a ese nombre y sirviera de efectiva coordinación entre los
distintos servicios. El objetivo central era terminar con la solapada
guerrilla interna (7).
El 12 de agosto de 1977, dos meses antes de que Pinochet viajara a
Washington, la disolución de la DINA y su reemplazo por la CNI se
hizo pública. En premio por los servicios, Contreras designó a sus
mejores agentes —sólo uniformados— para acompañar al
Presidente.
Pinochet lo mantuvo como director de la CNI durante tres meses.
Entonces Contreras desapareció de los cuarteles. El general Héctor
Orozco, director de Inteligencia del Ejército, fue nombrado interventor
en el cambio. Con perplejidad, los agentes vieron que Orozco recorría
los cuarteles, las casas secretas y las oficinas de fachada
inspeccionando personal y elementos.
Algo “gordo” estaba en curso: la extraña ausencia de Contreras y la
todavía más rara intervención de Orozco se parecían muy poco a un
trámite de rutina. Los agentes creyeron ver en ella una inspección
militar en la que se estaba previendo, tal vez, la posibilidad de que el
cambio fuera resistido por la DINA.
Había comenzado el final.
En noviembre del 77, Pinochet ascendió a Contreras a general y lo
destinó al Comando de Ingenieros. En su reemplazo nombró a uno de
los hombres que lo había estado criticando más ácidamente, incluso
desde las embajadas en Panamá y Uruguay, y que había llegado a
ser su peor enemigo: el general (R) Odlanier Mena, que nunca llegó a
admitir su temprana derrota ante el coronel, allá por 1975 (ver
capítulo 14).
Pese a las dificultades, para enero del 78 Contreras sentía que
seguía contando con la confianza del Presidente, y la reservada
misión a Argentina así parecía demostrarlo.
DIÁLOGO EN UN AUTOMÓVIL
En ese contexto se había precipitado la crisis del exhorto.
En febrero, pocos días después de llegar el documento
norteamericano, el alto mando del Servicio de Inteligencia de la
Fuerza Aérea ordenó abrir una investigación independiente. Los jefes
de la FACh, que sabían de la aguda tensión entre el general Leigh y
el general Pinochet, creían que el conocimiento de estos hechos
podía ser importante.
El SIFA tomó contacto con el FBI y averiguó quiénes eran los
hombres de las fotos. Confirmó su filiación DINA. Y de paso reveló un
caso extraño e inadvertido: el jefe de Protocolo de la Cancillería,
Guillermo Osorio, cuya firma rubricaba los documentos falsos, había
muerto en un presunto suicidio, en octubre del año anterior.
El día de su muerte, Osorio había ido a un cóctel en el Club Militar, en
honor al ministro del Interior de Perú, general Luis Cisneros (8).
Desde allí, bebido, había regresado a su casa en compañía del
vicecomandante en jefe del Ejército, general Carlos Forestier. Su
esposa, Mary Rose Scroggie, narraría después que
intempestivamente, y estando en su cuarto, Osorio se había
descerrajado un balazo. El general Forestier intercedió para que la
investigación se cerrara rápidamente y el cadáver fuese sepultado sin
publicidad (9).
Ahora, esa muerte parecía añadirse a un sombrío cuadro.
El general (R) Mena supo enseguida que la FACh estaba
investigando el exhorto.
La situación era más que delicada: pocos meses antes, el jefe de la
CNI había tenido un severo altercado con el general Leigh, quien, a
su turno, sabía que Mena empeñaría todos sus recursos de
profesional calificado para mostrar su lealtad a Pinochet.
Pero el 3 de marzo de 1978, un periodista de The Washington Star,
Jeremiah O’Leary, vino a dar un dramático giro a los acontecimientos:
ese día publicó las desconocidas fotos de Rose y Romeral, que en
cuestión de minutos dieron la vuelta al mundo (10).
Un día antes, Contreras se había reunido con el agente de origen
norteamericano Michael Townley, uno de los más nerviosos con el
asunto del exhorto. Townley había pedido esa cita para saber cómo
actuar, y Contreras había accedido a ella. En la noche, en un auto
que recorrió diversos barrios de Santiago, ambos conversaron sobre
la situación.
—Gringo —dijo Contreras—, tú te vas al sur.
Townley rechazó la idea. Entonces se le dijo que negara los viajes al
extranjero (11).
El domingo 5, el otro involucrado, el capitán Armando Fernández
Larios, partió a Santo Domingo, donde tenía su casa de verano
Contreras. También quería saber qué hacer. La instrucción fue negar
el viaje a Estados Unidos. Y esa versión recibió el general (R) Mena
en la CNI, donde Fernández aún era miembro de la Unidad de
Seguridad Preventiva (12).
Ya era tarde: al día siguiente, el 6 de marzo, un informante anónimo
identificó para El Mercurio a Rose: era Townley.
Townley inició entonces una fuga que lentamente se iría convirtiendo
en una pesadilla. Al comienzo, con humor y mucha ayuda: ex
compañeros, mayores, capitanes y oficiales de rango medio hicieron
posible que la CNI de Mena se devanara los sesos tratando de
ubicarlo.
En una de esas noches, Townley recibió en su casa de Lo Curro a
Fernández Larios y otros tres oficiales de la ex DINA. Iban a
comunicarle el plan para la coartada de Fernández: admitiría que
había ido a EE.UU., pero diría que era para investigar la posible
infiltración de Codelco en ese país (13). La coartada no gustó a
Townley: nada se decía sobre él. Su esposa, la escritora Mariana
Callejas, escribió esa noche en su diario: “I don’t like it” (“No me
gusta”). (14).
“CABALLERITOS” EN EL CUARTEL
El 7 de marzo de 1978, el subdirector de la CNI, coronel Jerónimo
Pantoja, llamó al agregado del FBI para el Cono Sur, Robert Scherrer,
y le pidió que se juntaran en Washington.
La misión de Pantoja tendría importancia decisiva: la CNI se sentía en
penumbras, no sólo por los escasos archivos que Mena había
encontrado al asumir, sino también por la magra colaboración de los
hombres que seguían siendo “de Contreras” dentro del servicio.
Pantoja era el hombre indicado para la misión. Había servido como
agregado militar en Montevideo cuando Mena era embajador. Ambos
se tenían extrema confianza, pese a lo cual Pantoja había sido
llamado para la subdirección de la DINA en los últimos meses de ésta
(15). Sabedor de las amistades de Pantoja, Contreras lo había
relegado a funciones administrativas. De hecho, el coronel había
nombrado como secretaria personal a Alejandra Diamani, que venía
de servir precisamente a... Michael Townley (16).
El 8 de marzo, Pantoja se reunió con Scherrer en un hotel de
Washington. Aquella pudo ser la peor sorpresa de su vida: ninguno de
los contundentes datos del FBI estaban en conocimiento de la CNI.
El general (R) Mena, un experto en inteligencia que sabía cómo
moverse en el difícil mundo de la política, se sintió humillado. A sus
espaldas, los agentes de la CNI que añoraban a Contreras lo
calificaban con desdén de legalista y decían que convertiría al servicio
en “un té de señoras”, un grupo de caballeritos encerrados en las
oficinas, sin salir a la calle como en los buenos viejos tiempos.
Mena partió de inmediato a ver a Pinochet. Tenía graves novedades,
aunque no certezas plenas. Todavía.
Ese día Pinochet anunció el fin del estado de sitio y la continuación,
bajo normas más severas que las tradicionales, del estado de
emergencia.
Otros dos funcionarios chilenos habían ido a investigar los alcances
jurídicos del exhorto. El subsecretario del interior, coronel Montero, y
el abogado de ese Ministerio, Miguel Alex Schweitzer, regresaron a
Santiago con apreciaciones parecidas a las de Pantoja, si no peores:
a las revelaciones se sumaba en su caso lo que entendían como una
intensa presión diplomática.
Montero guardó sus informes para la Presidencia. A la FACh, su
arma, le costó enterarse de lo que ocurría. Schweitzer era hombre de
confianza para los poderes que asomaban tras el Ministerio del
Interior: compañero de curso y de estudios de Sergio Fernández,
estaba emparentado con él a través de su matrimonio. Fernández, a
la sazón contralor, seguía cultivando esa amistad.
El 16 de marzo, el agente Scherrer concurrió a la CNI para una cita
con Mena, Pantoja y Montero. Los funcionarios querían decirle que se
había identificado a Rose y a Romeral que habían viajado a EE.UU.:
eran los capitanes René Riveros y Rolando Mosquera. Scherrer vio
sus fotos y supo de inmediato que había un engaño: no eran los
mismos Rose y Romeral que habían ido a Paraguay, de quienes tenía
las fotos.
La reunión fue larga y tensa. Scherrer advirtió que la presentación de
Riveros y Mosquera no sería tolerada como legítima por su gobierno.
No sabía entonces algo aún más escalofriante: ambos pertenecían a
la misma promoción de Fernández Larios, un curso que llegó a ser
predilecto para el reclutamiento de la DINA (17).
Allí supo Montero que hasta su firma había sido falsificada por el
servicio secreto. Indignado, llevó esa información al gabinete. La ira
contra Contreras comenzaba a crecer.
EL GRINGO NO SE VA
También los involucrados empezaron a desconfiar de que Contreras
pudiera darles realmente la protección que aseguraba. Townley,
presionado por su esposa para que confesara ante Mena, comenzó a
dar tumbos de refugio en refugio. Tampoco quería ver ya a Contreras.
La situación era desesperada. El sector de Lo Curro estaba plagado
de agentes, pero no sólo de la CNI: también de la ex DINA. El cerco
hacía imposible acercarse siquiera a la casa. Los puentes de acceso
a la zona estaban vigilados y sobre las laderas de las colinas se
habían estacionado completas unidades de seguimiento.
Una noche, mientras estaba refugiado en un departamento de la
población militar situada en la avenida Bilbao, un telefonazo avisó a
Townley que Contreras lo quería ver.
—Mi general te quiere a las ocho de la noche en Bilbao con Los
Leones. Ahí te va a esperar un auto. Lleva una maleta con harta ropa.
Te van a dar plata y acompañante, si lo deseas.
Townley se asustó. También su mujer. Ella insistió en que no saliera y
partió a la cita en su lugar.
Cuando estacionó su Fiat 125 blanco y negro en el punto señalado,
notó que otros cinco autos repletos de agentes armados la
esperaban.
Un hombre se acercó en la semioscuridad y entró al auto. Era “Victor-
Victor”, Vianel Valdivieso. El diálogo fue tenso.
—¿Y el Gringo?
—No va a venir.
—¿Pero qué pasa, no nos tiene confianza?
—No, no les tiene.
—No, no. Eres tú la que nos tiene desconfianza. Tenemos un sitio
perfecto en el sur donde lo podemos esconder.
—No se lo van a llevar.
—¿Pero por qué? Si es peligroso que ande por acá. Mena lo puede
matar.
—Cualquier cosa, pero al sur no se va a ir.
—Está bien —respondió Valdivieso, molesto, tirándole un sobre
blanco—, pero que no se deje ver.
El 125 partió. En el sobre había 30 mil pesos.
A partir de esa noche, Townley debió redoblar sus medidas de
seguridad: estaba convencido de que muchos y muy distintos bandos
preferían verlo callado para siempre.
El 19 de marzo, Propper llegó a Santiago y se reunió con la jefatura
de la CNI para arreglar los pasos de la investigación. Todavía jugando
al bluff de la presión diplomática, anunció que vendrían momentos
muy difíciles. Agregó más datos al ya agobiado, pero todavía
caballeroso director de la CNI.
En la noche del 20, el general Forestier convocó a Contreras a su
despacho. Allí le notificó que el Presidente había decidido cursar de
inmediato su baja. En los corrillos de oficiales se diría después que la
razón era “haber mentido” a su comandante en jefe.
Una verdadera batahola tuvo lugar en el mundo uniformado.
Hasta la casa de Contreras, situada en Príncipe de Gales,
comenzaron a llegar oficiales, familiares y amigos en número
indeterminado. Una verdadera fiesta de desagravio se fue
constituyendo en los salones y los jardines.
Encerrado en una de las habitaciones interiores, Contreras recibió el
saludo y el apoyo de numerosos oficiales de las distintas ramas de las
Fuerzas Armadas. Hasta el ministro de Defensa, Herman Brady,
asistió a la velada. También la esposa del Presidente.
Un ánimo belicoso dominó las conversaciones. Se culpaba a
Covarrubias de la “traición” contra el general. Se culpaba al ministro
secretario general de Gobierno, el general René Vidal, quien había
acusado a la DINA de distribuir calumnias en su contra. Se culpaba a
los Chicago boys, al equipo económico, a la Cancillería.
De aquella reunión salió hacia el gobierno la versión de que Contreras
estaba conspirando junto con la FACh: un alto oficial que asistía vio
que el general se reunía en privado con oficiales de esa rama.
Esa noche, estremecido por las noticias, con la ayuda de un mayor
amigo, Townley regresó a Lo Curro para ocultarse en el más
impensado de los refugios: su propia casa.
El 22 de marzo, tras las advertencias oficiales del embajador Landau,
la presentación de Riveros y Mosquera como los buscados Rose y
Romeral fue rechazada por el tribunal.
Ese mismo día, el magistrado Libedinsky se declaró incompetente en
el caso de la falsificación de pasaportes, que pasó a la justicia militar.
Tras consultar con Mena, el general Héctor Orozco se hizo cargo del
sumario y lo caratuló Falsificación de pasaportes y otro. Contreras
estalló en furia: ¿qué quería decir “otro’’? Apenas se enteró del
asunto inició veloces movimientos para que el proceso, que haría
famoso su número 192-78, quedara rotulado sin el “otro’’.
Ese mismo miércoles 22 Townley cedió finalmente ante la presión de
entregarse a Mena. Para hacerlo debió salir de Lo Curro agazapado
en la maleta del Fiat 125. Mariana Callejas condujo con uno de sus
hijos en el asiento de al lado, como había hecho todas esas mañanas
en que debía llevar al niño al colegio.
No hubo problemas. A esa hora, los agentes no prestaban rigurosa
atención a las decenas de automovilistas que cumplían la misma
rutina.
Al recibir la confesión de Townley, el general Mena se vio en una
dificil posición: no sabía bien qué hacer. Lo devolvió a su casa en
medio de un impresionante despliegue, bajo arresto domiciliario. Por
lo menos 20 autos de la CNI conformaron la caravana que lo llevó
desde Vicuña Mackenna hasta Lo Curro. La casa se transformó en
una fortaleza.
El subsecretario Montero, informado de la situación de Townley, se
permitió asegurar a Propper que le sería entregado en tres días.
Contreras no ignoraba la gravedad de los hechos. Un intenso ajetreo
de llamadas y visitas se inició de inmediato. La gran esperanza se
cifraba en el ministro del Interior, el general César Benavides. Se
creía que él apoyaría la debilitada posición del ex jefe de la DINA e
impediría los esfuerzos de otros miembros del gabinete por ceder a
las presiones de EE.UU.
El 29 de marzo, el general Orozco interrogó a Townley. Antes de
presentarse a declarar, había recibido de Contreras un formulario con
las preguntas que haría el fiscal militar. Junto a ello, instrucciones
sobre cómo debía responder. Tanto su declaración como la de
Mariana Callejas serían enteramente falsas.
Para el 31, el propio Mena admitía ante Propper que el país
atravesaba por una “fase crítica”.
El lunes 3 de abril, poco después de que Pinochet diera una
conferencia de prensa desvinculando enteramente al gobierno del
caso, tuvo lugar una tormentosa reunión del cuerpo de generales del
Ejército. Allí se explicaron los últimos detalles de la investigación y se
intercambiaron puntos de vista sobre la situación de Contreras.
Al día siguiente, martes, el canciller Carvajal mencionó por primera
vez ante los negociadores norteamericanos la posibilidad de
establecer “ciertos compromisos”.
Para eso viajaron a Washington, por segunda vez y ahora sí que en
un secreto total, Montero y Schweitzer. El miércoles 5 propusieron las
condiciones del acuerdo: se entregaría a Townley siempre que no se
usara la eventual información que se obtuviera sobre otras misiones
del agente. EE.UU. permitiría a representantes chilenos tener acceso
a Townley, y éstos se comprometerían a entregar cualquier otro dato
que tuvieran sobre el caso Letelier.
VIERNES 7, PLAZO FATAL
El texto del acuerdo fue arduamente negociado hasta el viernes 7,
cuando quedó listo el borrador final.
Ese día se reunió, en el piso 15 del Diego Portales, la Asesoría
Política (ASEP), encabezada por el general Benavides e integrada
por sus miembros habituales, los ministros Mónica Madariaga, Sergio
de Castro, Herman Brady, Sergio Covarrubias, Patricio Carvajal,
René Vidal y, en representación del gabinete presidencial, el general
René Escauriaza.
Fue una de las sesiones más largas que se recuerde en la historia de
la ASEP.
Se trataba de estudiar la situación de Townley. Pero hasta ese
momento, el principio rector no era la expulsión, sino la forma de dejar
al agente en territorio chileno. El proceso pendiente en Concepción
(por la muerte de un vigilante en el canal de TV de la Universidad
Católica) sería el pivote de la estrategia.
Estaba en eso el núcleo de la ASEP cuando se abrieron las puertas
de vidrio de la sala y entró el general Pinochet. Era una de las raras
veces en que había bajado desde el piso 22 a ese salón. Todos
supieron que sucedía algo tremendo.
Pinochet les pidió continuar la tarea y comenzó a pasearse tras las
sillas.
—Ibamos tan bien... —dijo, de improviso—. Tan bien, listos para el
despegue... ¡y sale esto! ¡Esto es una cáscara de plátano, señores!
Caviló un segundo.
—¡Una cáscara de plátano! —repitió—. Si la pisamos, el gobierno se
va de espaldas. ¡Nos vamos de espaldas!
Luego de unos minutos, abandonó la sala.
La ASEP continuó el debate hasta que una llamada desde
Washington la interrumpió. Montero quería hablar con el general
Benavides. En cuestión de minutos, explicó el dramatismo de la
situación. A su modo de ver, la ruptura con EE.UU. era cosa de horas
si no se expulsaba de inmediato a Townley.
Benavides soltó el teléfono. Cuando contó a los demás la versión de
Montero, hubo un solo acuerdo: cambiar todo el trabajo para dar
ahora fundamento jurídico a la expulsión del agente: lo contrario de lo
que se había estado haciendo. La decisión fue comunicada a
Pinochet, que la aprobó. Sobre la marcha se citó de urgencia a los
directores de medios de comunicación, para informar de la expulsión
inminente.
Contreras partió al Diego Portales y consiguió una entrevista con
Pinochet. Pasó horas allí. Y salió agobiado, pero no derrotado.
Esa tarde, Townley, Mariana Callejas y su abogado Manuel Acuña
Kairath se reunieron en la casa de un oficial amigo, en el sector
céntrico, al sur de la Alameda.
Habían salido, con la debida custodia, para llevar a Townley al
dentista. El estaba obsesionado con la idea de repararse un diente
que se le había quebrado: pensaba dar una conferencia de prensa a
la que invitaría a periodistas de la TV.
En esa casa recibió un llamado telefónico. Era un mensaje de Mena:
debía presentarse en el cuartel de la CNI.
En la reunión se le dijo inicialmente que había fuertes posibilidades de
que se le enviara a los tribunales de Concepción, con el fin de evitar
la extradición. Pero pocos minutos después la versión fue cambiando:
si la presión continuaba aumentando, no habría más remedio que
entregarlo al FBI. En su oficina, Mena recibía paso a paso las noticias
del trabajo de la ASEP. Pese a la angustia de esos minutos, la última
palabra tranquilizó a Townley: tres autos lo llevarían desde
Investigaciones hasta Concepción.
LA NOCHE ETERNA
En el cuartel central de Investigaciones Mena y Pantoja se reunieron
al atardecer con el general (R) Ernesto Baeza, director de la policía
civil. Un fuerte dispositivo de seguridad sería montado en conjunto por
Investigaciones y la CNI para proteger a Townley en calle General
Mackenna.
Cerca de las 9 de la noche, Mariana Callejas partió hacia
Investigaciones a esperar la salida de los autos a Concepción. Estuvo
en la calle durante una hora, pero debió ir a buscar a su hijo, que la
esperaba en una fiesta.
A las 9, en Washington, Montero llamó a la oficina de Propper para
formalizar el acuerdo. Por el gobierno chileno firmaría él; por el de
EE.UU., el fiscal adjunto Lawrence Barcella, representando al fiscal
Earl Silbert. El convenio se conocería a la postre como Montero-
Silbert.
En la casa de su madre, en Tomás Moro con Bilbao, Mariana Callejas
recibió el llamado del mozo de su casa de Lo Curro: Mena y Pantoja
la esperaban con un centenar de agentes.
El 125 voló en el trayecto hacia el sector alto. En el living del tercer
piso estaba la superioridad de la CNI. El segundo nivel de la casa,
que había servido como oficina de la DINA, lucía completamente
desmantelado.
—Señora —dijo Mena, con tono amable y tenso—, su marido deberá
ser extraditado. Por el bien del país, porque es legal, porque en
realidad Estados Unidos tiene todas las cartas a su favor, porque
corresponde... por la patria. Hay que hacerlo.
—¡No, no lo voy a permitir! —gritó ella—. Están cometiendo un error
demasiado grave. Yo quiero una audiencia con el general Pinochet
(18).
—Señora, a esta hora no creo que sea posible.
Ella vació su rabia en una carta dirigida a Pinochet, que escribió a
toda prisa en presencia de los visitantes. Se la pasó a Mena y le pidió
llevársela a Pinochet. Mena pidió permiso para leerla, aunque
adivinaba su contenido: súplicas, recriminaciones y amenazas de
que, si era extraditado, Townley contaría todo lo que había hecho
para la DINA y que había muchas cosas de las que tal vez ni él
estaba enterado.
Mena prometió entregarla a su destinatario y le deseó buenas
noches.
—Su marido viajará mañana a EE.UU. —dijo al salir—. Puede ir a
despedirse ahora, está en Investigaciones. Mis hombres la llevarán.
Ah, y cualquier cosa, yo estaré de servicio esta noche.
El abogado Acuña, encargado a solas del difícil caso, decidió llamar
al presidente de la Corte Suprema, José María Eyzaguirre, para
expresarle su aprensión de que Townley fuera expulsado.
—¡Cómo se le ocurre llamar para eso a esta hora, abogado! —se
enojó Eyzaguirre—. ¿No sabe que en este país hay leyes? Su cliente
tiene 24 horas después de presentar su recurso, y luego tiene otras
24 para apelar, así es que no me moleste hasta mañana.
Acuña cortó con alivio. Aunque debía hacer la gestión ante el
secretario de la Corte, René Pica, la voz de Eyzaguirre le parecía más
segura.
A la misma hora, Contreras había reunido a sus hombres de más
confianza y, montados sobre una decena de autos, armados incluso
con calibres pesados, temiendo un ataque en cualquier momento, se
dedicaron a recorrer las casas de varios oficiales para explicar lo que
estaba ocurriendo.
Contreras tenía aún cierta esperanza. Creía firmemente haber
convencido al gobierno del peligro de expulsar a Townley: estaba
seguro de que se iría a Concepción. Pero afirmaba también que sus
hombres habían detectado una maniobra para matarlo a él esa
noche. Tres sabuesos estaban supuestamente tras su pista.
Así que esa misma noche partiría a Zapallar, a un refugio seguro que
convertiría en fortaleza.
Mariana Callejas encontró a Townley en una oficina del segundo piso
de Investigaciones. Se veía abatido, nervioso y con el rostro
desencajado. Al llegar su mujer, los oficiales y amigos de Townley
que habían ido a despedirse, que habían sido previamente
desarmados en la guardia del cuartel, los dejaron solos. Pantoja
también la esperó afuera, para llevarla de vuelta a casa.
Esa noche se despidieron para siempre. El estaba seguro de que lo
matarían. Ella creía lo mismo. En Santiago ya habían aparecido
opiniones que aseguraban que Townley era un agente de la CIA (19).
Esa noche hubo muchos altos funcionarios que apenas durmieron.
En el Ministerio del Interior se trabajó hasta la madrugada. En la CNI,
con los hombres bajo acuartelamiento, veló el general (R) Mena. En
Investigaciones, el general (R) Baeza pidió que se le mantuviera
informado. Miembros de la ASEP escribieron hasta la madrugada
procurando fundar la intempestiva expulsión.
Fue la noche más larga del 78.
AMARGO AMANECER
A las 6 de la mañana del sábado 8 de abril de 1978, Mariana Callejas
se levantó para preparar los trámites del recurso. El abogado Acuña
estaba ya en su oficina redactando el escrito. Poco más tarde se
levantó la ministra de Justicia, Mónica Madariaga, para preparar la
charla que ese sábado 8 explicaría a los generales, almirantes y altos
funcionarios la medida de expulsión.
Mariana Callejas voló hacia el centro, estacionó su auto en medio de
la calle e inició con el abogado la frenética carrera del recurso. A las
ocho en punto estaban en la Corte. Pica los hizo esperar un rato,
porque se encontraba en una reunión. Apenas firmó el ingreso del
recurso, esposa y abogado partieron a Investigaciones. Tenían que
mostrarle a Baeza cuanto antes el recurso. El director no estaba: les
dijeron que los atendería un prefecto. Eso esperaban cuando salió de
una oficina el periodista Pablo Honorato, de Canal 13:
—¿Qué está haciendo usted aquí? —le preguntó.
—Vengo a presentar el recurso de amparo por Mike.
Los camarógrafos comenzaron a encender los focos. Había una
primicia.
—¡Pero si él se acaba de ir, lo tengo filmado! Se fue en el
Ecuatoriana. Retrasaron el vuelo como dos horas. Se fue esposado y
con los agentes del FBI.
Ella vio el micrófono extendido, lo cogió de un impulso e hizo una
furiosa, incontenible declaración acusando al gobierno. Nunca fue
emitida.
A las 11, Townley había sido llevado a Pudahuel, con la explicación
de que se embarcaría a Concepción. En la losa vio el avión de
Ecuatoriana y, al pie de la escalerilla, a los agentes del FBI. Entonces
supo que estaba perdido.
La embajada de EE.UU. llamó a su par en Ecuador para avisar que
un “pez gordo” iba en el vuelo de línea. Se trataba de advertir al
régimen ecuatoriano, también militar, que no intentara nada con
Townley.
Esa tarde, en un salón plenario repleto de altos mandos, Mónica
Madariaga dio la alambicada explicación jurídica del caso. Después
habló Enrique Ortúzar (20).
Nadie preguntó nada, nadie levantó una mano.
Contreras se enteró en Zapallar y decidió que la guerra estaba
desatada.
El presidente de la Corte Suprema protestó por la violación del
recurso y el general Baeza, a instancias del Presidente, abrió un
sumario para determinar la responsabilidad de la expulsión.
20
RUPTURA EN EL FRENTE NORTE
Desde 1962 estaban rotas las relaciones diplomáticas entre Bolivia y Chile.
Bastaron dos breves entrevistas para que los generales Augusto Pinochet y Hugo
Banzer decidieran intentar un nuevo y definitivo acercamiento. A1 comienzo todo
fue jolgorio y buenos propósitos. A1 final, en 1978, resurgieron las recriminaciones
y se abrieron nuevamente las heridas.

Tenemos que potenciarnos porque está visto que sólo el que tiene
plata habla fuerte. Porque está visto que sólo el que tiene cañones y
aviones habla fuerte.
Era el mediodía del 21 de marzo de 1978 en La Paz y el general
Hugo Banzer hablaba desde los balcones del palacio de gobierno a
unos diez mil bolivianos congregados en la plaza Murillo.
Cuatro días antes, el 17 de marzo de 1978, Banzer había roto las
relaciones diplomáticas con Chile y éste era el primer acto público
donde explicaba el nuevo fracaso en la búsqueda de una salida al
mar. 48 horas después, Banzer subió a una tarima montada en la
plaza Eduardo Avaroa —en el corazón de La Paz— y prometió que
algún día Bolivia tendría otra vez una costa propia en el océano
Pacífico.
Era el Día del Mar.
Las banderas flameaban a media asta mostrando crespones negros
en todas las casas y edificios del país.
—El propósito sincero de buscar un camino de solución para el
magno problema boliviano nos condujo a reiniciar el diálogo. Chile
desconoció el objetivo histórico que le habíamos conferido, de modo
que era válido interrumpirlo para denunciar ante el mundo esta nueva
agresión —dijo.
A la misma hora, un periodista de la agencia France Presse era testigo
de una inusual ceremonia en la frontera chileno-boliviana, en pleno
altiplano. Un regimiento motorizado, equipado con material bélico
estadounidense, se estacionó a escasa distancia de la línea divisoria.
Un oficial bajó de un carro blindado y al son de una trompeta izó la
bandera tricolor boliviana en un mástil portátil. Luego, con voz
enronquecida por la emoción, dirigió una arenga a sus hombres.
Enseguida subieron nuevamente a los vehículos y se perdieron bajo
una nube de polvo.
Era la “Marcha pacífica” que habían emprendido el 16 de marzo cinco
columnas de las Fuerzas Armadas “para sembrar de banderas
bolivianas la frontera”. Viajaron con trajes de campaña, en vehículos
blindados, con apoyo de artillería y de logística.
En Santiago, entretanto, la Cancillería chilena revelaba una carta
personal de Banzer a Pinochet y comentaba que “el gobierno de
Chile, en la negociación con Bolivia, ha procedido con la seriedad que
caracteriza la dirección de sus relaciones internacionales”.
El comunicado de la Cancillería boliviana había llegado a las 16.30
horas del día 17, en los precisos instantes en que el general Gustavo
Leigh se refería ante los periodistas a la “Marcha pacífica” de los
bolivianos.
—Mientras sea dentro de su territorio, están en su derecho a hacer lo
que quieran —señaló.
A las cinco de la tarde el recién designado embajador de Chile en
Bolivia, Pedro Daza, llegó a la Cancillería. Al subir al ascensor se
encontró con una periodista que le mostró un cable con carácter de
urgente fechado en La Paz.
—No creo. No puede ser... —balbuceó.
En tanto, los funcionarios de la embajada boliviana rompían o
guardaban documentos y llamaban a algunos amigos para que se
hicieran cargo de los compromisos adquiridos. Debían regresar a su
patria lo antes posible.
En Arica, las jefaturas militares daban cuenta de completa normalidad
—antes y después del rompimiento— y afirmaban que la guarnición
estaba preparada para cualquier emergencia (1).
Cuatro años antes, todo había comenzado de una manera diferente.
EL ABRAZO DE CHARAÑA
En marzo de 1974, Pinochet se encontró por primera vez con Banzer
en Brasilia, durante la asunción de Ernesto Geisel en reemplazo de
Emilio Garrastazu Médici. Allí, ambos acordaron “resolver asuntos
pendientes y fundamentales para las dos naciones”.
El paso siguiente se dio el 9 de diciembre de 1974, cuando ocho
países —Argentina, Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, Panamá, Perú
y Venezuela— firmaron la Declaración de Ayacucho. En ella,
implícitamente, se reconocía la necesidad de solucionar el problema
de la mediterraneidad de Bolivia.
En los primeros días de febrero de 1975 viajó a Santiago el cónsul
general de Chile en La Paz, Rigoberto Díaz Gronow, para
entrevistarse con Pinochet. De esa entrevista surgió la decisión de
invitar a Banzer a concurrir a la frontera altiplánica. Allí, a cuatro mil
metros de altura, donde cuesta caminar sin sufrir los efectos de la
puna, los dos generales se unirían en un abrazo para simbolizar el
interés de ambos por reanudar vínculos diplomáticos.
Díaz regresó a La Paz y entregó el mensaje al canciller boliviano, el
general Alberto Guzmán Gutiérrez.
El encuentro de los dos jefes de Estado se fijó para el mediodía del 8
de febrero.
En la noche previa a la cita hubo fiesta de carnaval en el consulado
chileno en La Paz, en la Villa Holguín, en el barrio residencial de
Obrajes. El cónsul recibió a sus casi 200 invitados bajo el disfraz de
Henry Stanley (2).
De madrugada, cuando aún no terminaba el festejo y los primeros
rayos de sol surgían tras el volcán Illimani, Banzer y una comitiva de
trece personas iniciaron la marcha hacia el encuentro con Pinochet.
Viajaron en el ferrobús 325 de la Empresa Nacional de Ferrocarriles.
Junto a Banzer iban el canciller Guzmán y el jefe del Comando
Conjunto de las Fuerzas Armadas, el general Oscar Adriazola.
El encuentro sería en el medio del altiplano, junto a los hitos
fronterizos, a dos kilómetros del villorrio boliviano de Charaña y a uno
del caserío chileno de Visviri. Un miembro de la comitiva miraba los
diarios del día. El horóscopo de Banzer anunciaba: “Hoy arregla usted
un antiguo problema”.
Poco antes de llegar a Charaña, Banzer dijo que la solución a la
salida al mar de Bolivia debía obtenerse en una reunión tripartita que
incluyera a Perú (3).
La delegación boliviana se presentó en el lugar de la cita media hora
antes que la chilena. Banzer se paseaba nervioso y fumando. A las
13 horas surgió el tren que conducía a Pinochet. La máquina se
detuvo a 50 metros del convoy boliviano. En el medio quedó la línea
férrea cruzada por la frontera.
—Soy portador del saludo fraterno del pueblo chileno al pueblo de
Bolivia. Estoy emocionado y muy contento —expresó Pinochet.
—Este abrazo fraterno reinicia una amistad que es necesaria a
ambos pueblos —replicó Banzer.
Pinochet pasó al territorio boliviano. Recibió honores militares y subió
a un antiguo carro ferroviario inglés, donde conversó con Banzer
durante 45 minutos, hasta que se les unieron los dos cancilleres y los
dos ministros de Defensa.
La reunión duró en total dos horas y 45 minutos, a cuyo término
ambos gobernantes firmaron una declaración sobre una mesa
chilena, sentados en sillas bolivianas y flanqueados por los
respectivos cancilleres.
Se volvieron a estrechar en un abrazo y una banda boliviana rompió
el silencio con marchas triunfales. Los habitantes de Charaña y Visviri
que habían acudido a observar el magno acontecimiento irrumpieron
en aplausos y vivas por ambas naciones.
Luego Pinochet invitó a Banzer a cruzar la frontera y, ya en territorio
chileno, una formación del Regimiento Rancagua rindió honores
militares. Finalmente se despidieron. Banzer volvió sobre los hombros
de sus conciudadanos. Pinochet, más tranquilo, retornó a Arica
sintiendo que ya no estaba tan solo en el Cono Sur (4).
LOS REPRESENTANTES
El segundo domingo de marzo de 1974, Banzer llamó a su casa a
Guillermo Gutiérrez Vea Murguía, un conocido hombre de negocios
vinculado a la mediana minería, ex director de la SIP y asesor de El
Mercurio en Santiago, uno de los principales accionistas de la minera
Estalsa y de la empresa de turismo Incatur S.A.
—Lo he llamado para que vaya a Chile como embajador de Bolivia —
le anunció.
Gutiérrez se negó. Aseguró que existían otros hombres mejores que
él para tan importante tarea. Pero el general no le dejó alternativa.
A los pocos días Gutiérrez acudió al Palacio Quemado —la sede del
gobierno— donde le entregaron el informe final de la Comisión
Marítima. En él se sugerían ocho posibles formas para salir al
Pacífico. Gutiérrez sabía muy bien que algunos grupos del gobierno
de Pinochet, destacados funcionarios de la Cancillería y de la
Armada, se oponían a la salida al mar de su país (5).
En sólo dos días concedió Banzer el agrément al nuevo embajador de
Chile, el ascendido cónsul general, Rigoberto Díaz.
El 18 de marzo, a las 11 de la mañana, Díaz fue recibido por Banzer
en el Salón de los Espejos del Palacio Quemado y le hizo entrega de
sus credenciales. Enseguida rindió honores a la bandera boliviana y
el Regimiento Colorados interpretó los himnos de ambos países. 24
horas más tarde, en la plaza Murillo, una de las más importantes de
La Paz, una banda militar interpretaba después de trece años el
himno chileno (6).
El 8 de abril, Gutiérrez viajó a Chile con su consejero económico y
quien sería cónsul general. A la semana siguiente fue recibido por el
canciller Patricio Carvajal y tres semanas después por Pinochet.
En La Moneda había pasos rápidos y caras circunspectas. Pinochet
enfrentaba desde el 9 una reestructuración global del gobierno: había
muerto el ministro del Interior, general Oscar Bonilla, un nuevo
programa económico se preparaba bajo la batuta de Jorge Cauas y
Sergio de Castro, y las relaciones con Argentina abrían la promesa de
un encuentro con la Presidenta María Estela Martínez de Perón.
Pero en los días previos a su entrevista con Pinochet, el flamante
embajador boliviano comenzó a frecuentar a sus antiguas amistades
y a sondear en cócteles y reuniones sociales las primeras
impresiones de su misión. Pronto identificó entre los partidarios de dar
una salida al mar para Bolivia a Ernesto Barros Jarpa, Conrado Ríos
Gallardo, el general Sergio Arellano Stark, Enrique Bernstein, Raúl
Bazán, Federico Willoughby, Julio Tapia Falk y Gabriel González
Videla, entre otros (7).
La presentación de sus cartas credenciales fue estrictamente
protocolar.
Pinochet evitó hacer cualquier comentario, pese a la insistencia del
diplomático. Sólo pudo obtener la promesa del general de que se
buscarían los medios para tener contactos frecuentes.
A los pocos días —en un hecho que le sorprendió—, Gutiérrez fue
invitado a almorzar con Pinochet y los altos mandos militares. Allí
estaban el ministro de Defensa, Herman Brady; el jefe del Estado
Mayor, Sergio Arellano Stark; el subsecretario del Ministerio de
Relaciones Exteriores, coronel Enrique Valdés; y el jefe del Comité
Asesor de la Junta, general Aníbal Abarca.
Gutiérrez propuso que Pinochet enviara una carta a Banzer el 6 de
agosto, con motivo del sesquicentenario patrio de Bolivia. Sugirió que
fuera una declaración explícita de las intenciones de conceder una
salida al mar a Bolivia.
Pinochet respondió que consideraba prematura tal decisión y que
podría originar inquietud entre los peruanos (8).
A comienzos de junio de 1975, Carvajal llamó a su despacho al
embajador para indicarle que algunos altos círculos bolivianos habían
alentado expectativas muy optimistas sobre la solución de la
mediterraneidad. Carvajal insistió en que habría negociaciones
prolongadas e hizo la primera oferta verbal: la entrega a Bolivia de
una zona autónoma dentro del puerto de Arica. El traspaso incluía la
entrega a un precio nominal de la sección chilena del ferrocarril Arica-
La Paz, una posible venta de buques mercantes y la ampliación o
construcción de nuevos oleoductos para que operara el terminal
marítimo.
El canciller chileno fue enfático para asegurar que cualquier
pronunciamiento peruano ofreciendo resolver el problema no haría
otra cosa que entorpecer la negociaciones o imposibilitarlas del todo.
El secreto era decisivo en las tratativas entre los gobiernos de Chile y
Bolivia.
Hubo muy poca correspondencia. Todo —o casi todo— era verbal y
los embajadores debían viajar constantemente para informar a sus
superiores de los avances y retrocesos.
En el Palacio Quemado comenzó a cundir el desaliento. La prensa
boliviana expresó su impaciencia y aumentaron los que exigían
rápidos resultados.
PACTO DE NO AGRESIÓN
El 17 de junio del 75 llegó Gutiérrez a La Paz a entregar el primer
informe de su gestión. Pinochet se había negado a enviar el mensaje
solicitado. Los chilenos en Bolivia comenzaron a ser hostigados (9).
Ambas cancillerías barajaban cuatro alternativas para resolver la
salida al mar.
Ellas eran un corredor a través de la frontera peruano chilena, un
enclave en algún lugar de la costa chilena, una compensación
económica o la instalación de un polo de desarrollo tripartito.
A comienzos de agosto de ese año, el primer ministro peruano, el
general Francisco Morales Bermúdez, hizo pública una propuesta
para poner fin a la “sicosis belicista” en el Cono Sur. Bolivia no
ignoraba que hasta ese año, pero sobre todo durante el anterior, la
frontera norte de Chile había estado bajo la constante alarma de un
choque armado con Perú. También sabía que el diferendo austral con
Argentina podía agravarse en cualquier momento.
El general sugirió que se firmara un pacto de no agresión. La iniciativa
sorprendió a los bolivianos.
Durante el sesquicentenario de Bolivia —el 6 de agosto de 1975— se
encontraron en La Paz delegaciones de los tres países. Morales
Bermúdez proclamó que no se podía admitir que “intereses
extralatinoamericanos mantengan un clima de belicismo en nuestra
región”. Banzer y el jefe de la delegación chilena, el general Sergio
Arellano, suscribieron la declaración.
Arellano —acompañado por el jefe del Servicio de Inteligencia Militar
chileno, el general Odlanier Mena— incluso se comprometió a firmar
el pacto contra “la agresión que alimentan sectores marxistas”. El
comandante del ejército de Bolivia, en cambio, afirmó que el pacto no
podía firmarse si no se solucionaba el problema de la mediterraneidad
(10). Pocos días después, ya en Santiago, Arellano cambió el tono:
—Mientras estemos conversando directamente con Bolivia respecto
de las negociaciones que se refieren a su mediterraneidad, es
preferible la no intervención de terceros.
Las declaraciones las hizo a la salida de una reunión con Carvajal,
Brady y el embajador en Bolivia, Rigoberto Díaz.
Casi inmediatamente, el 26 de agosto, se promulgó un texto
actualizado de la ley sobre Seguridad Interior del Estado. En él se
advirtió que “cometen delito contra la soberanía nacional” quienes
propicien la incorporación “de todo o parte del territorio nacional a un
Estado extranjero”.
Hubo un remezón en el Palacio Quemado. Urgentes llamados
telefónicos y reuniones intentaron explicar la medida. La tormenta
duró 72 horas y Bolivia aceptó las explicaciones: el decreto era contra
posibles acciones de izquierdistas secesionistas (11).
Pero un hecho decisivo era desconocido: Bolivia había hecho llegar a
La Moneda una propuesta formal sobre cómo salir al Pacífico.
Incluía dos puntos fundamentales:
• Cesión a Bolivia de una costa marítima soberana entre la Línea de
la Concordia y el límite del radio urbano de la ciudad de Arica. Esta
faja debería prolongarse con una faja territorial soberana desde dicha
costa hasta la frontera boliviano-chilena, incluyendo la transferencia
del ferrocarril Arica La Paz.
• Cesión a Bolivia de un territorio soberano de 50 kilómetros de
extensión a lo largo de la costa y quince kilómetros de profundidad,
en zonas apropiadas a determinarse, próximas a Iquique, Antofagasta
o Pisagua.
A mediados de septiembre, otra inquietud llegó de Buenos Aires.
Numerosos comentarios de prensa mencionaron la existencia de un
eje político entre Chile, Bolivia y Brasil, operando en contra de Perú y
Argentina. Según las versiones, Brasil alentaría el eje sobre la base
de una solución a la mediterraneidad boliviana (12).
Banzer había anticipado que la búsqueda de una salida al mar no
sería un paseo. El 18 de diciembre, después de asistir a la XXXI
Asamblea General de la ONU, advirtió en La Paz:
—No me responsabilizaré si fracasan las negociaciones que Bolivia
sostiene con Chile, para recuperar una salida al mar, si ello se debe a
la falta de unidad nacional.
Pocos días antes había recibido la respuesta de Chile a la propuesta
enviada a La Moneda tres meses y medio atrás.
Chile ofrecía negociar la cesión de una franja de territorio al norte de
Arica, rechazaba el enclave y, por primera vez, exigía una
compensación territorial. Tal proposición era “una superficie
compensatoria equivalente como mínimo al área de tierra y mar
cedida a Bolivia”.
Hasta ese instante, cuatro de los seis ex presidentes bolivianos —
todos en el exilio— habían criticado la conducción de Banzer en las
negociaciones. Los comentarios de Juan José Torres, Luis Adolfo
Siles Salinas, Hernán Siles Zuazo y Víctor Paz Estenssoro iban desde
considerar la solución como “una limosna” hasta suponer que “la
República en este momento está viviendo un supremo peligro”. La
situación política interna de Bolivia estaba subiendo de temperatura.
Después de varios años de dictadura, muchos deseaban recuperar la
normalidad institucional. Banzer no contaba con el respaldo necesario
para negociar con Chile.
LA MAESTRÍA DE TORRE TAGLE
La diplomacia peruana había enviado a uno de sus mejores hombres
a Bolivia, Felipe Bustamante Denegri, quien se hizo fuerte en
Cochabamba, donde se encontraban los principales críticos a las
negociaciones efectuadas por Banzer.
En diciembre de 1975, el subsecretario de Relaciones Exteriores de
Chile, Gastón Illanes, puso en movimiento un mecanismo acordado
con Perú en 1929 y que sería determinante en el fracaso de las
negociaciones. Según ese acuerdo, cualquier cesión a terceros de
territorios en Tacna o Arica debía contar con la aprobación de ambos
países. El Palacio de Torre Tagle (sede de la Cancillería peruana)
solicitó a Chile todos los documentos cursados entre Chile y Bolivia,
argumentando los nexos con la provincia de Arica.
Las gestiones directas entre La Moneda y el Palacio Quemado
estaban en su mejor momento. Bolivia había aceptado la
contrapropuesta chilena como “base global aceptable de negociación”
y la Comisión Asesora Marítima estudiaba el polo de desarrollo que
podría ubicarse en el área cedida por Chile.
Perú dilató su respuesta. Creó una comisión y precisó que “por
razones históricas (...) Tacna y Arica constituyen una sola región”. No
quería pronunciarse definitivamente y se programaron dos reuniones
—en abril y julio, en Lima y Santiago, respectivamente— para intentar
una solución.
La delegación peruana la presidió el secretario general de la
Cancillería, Luis Marchand Stens; la chilena fue dirigida por Julio
Philippi y Enrique Bernstein.
El 18 de noviembre de 1976, sorpresivamente, Marchand llegó a
Santiago trayendo la respuesta peruana a la iniciativa chilena. En ese
documento, Perú introdujo un elemento que era inaceptable para
Chile y que transformaría la negociación con Bolivia en un problema
trilateral: justamente lo que Chile rechazaba. El punto consistía en
plantear la creación de un área territorial administrada por los tres
países al sur del corredor que Chile cedería a Bolivia (13).
La contestación chilena fue rápida y categórica. Se declinó el
planteamiento peruano porque incidía “en materias propias de
exclusiva soberanía nacional”. De ahí en adelante todo se hizo más
lento y confuso, deteriorándose progresivamente las relaciones entre
Chile y Bolivia
En un discurso pronunciado en la Navidad del 76, Banzer hizo un
llamado urgente pidiendo a Chile que retirara su petición de canje
territorial y a Perú su proyecto de área compartida al sur de Arica.
No fue escuchado por La Moneda ni por Torre Tagle.
VANOS ESFUERZOS
Un nuevo ingrediente congeló aún más las negociaciones.
A comienzos de 1977 Perú firmó un tratado de asistencia militar con
la Unión Soviética por 700 millones de dólares. Técnicos y expertos
de la URSS comenzaron a llegar al país del Rímac. Hubo cambio de
representantes, nuevas reuniones, declaraciones en diversos tonos,
pero ningún avance.
Chile, además, comenzó a tener serias dificultades en su frente sur.
Los militares argentinos mostraron sus dientes.
El 4 de julio de 1977 se inició en el hotel Los Tajibos, de Santa Cruz,
en Bolivia, la Tercera Conferencia Tripartita de las Fuerzas Armadas
de Chile, Bolivia y Perú. La delegación chilena fue encabezada por el
general Carlos Forestier, el contralmirante Charles Le May y el
general de Aviación José Berdichewsky. Allí, muy en secreto, se
analizó la mediterraneidad boliviana, un sistema de comunicación
expedita para evitar roces en la frontera y el intercambio de oficiales
jóvenes. Pero tampoco hubo progresos (14).
El 8 de septiembre del 77, invitados por Jimmy Carter, Pinochet,
Banzer y Morales Bermúdez (ahora convertido en Presidente,
sucediendo a Juan Velasco Alvarado) se reunieron en la avenida
Massachusetts 2305, en Washington, en la residencia del embajador
chileno Jorge Cauas.
Conversaron una hora y media y al final Pinochet declaró:
—Hemos llegado al acuerdo de que hay que seguir las
conversaciones en un plano de Cancillería, buscando una solución
justa para todos los países. Esto fue muy bien recibido por el
Presidente Banzer. Al Presidente Morales Bermúdez no lo conocía.
Es primera vez que nos vemos y hemos quedado muy amigos.
El 28 de septiembre de ese año, el comandante en jefe de la Armada
y miembro de la Junta de Gobierno de Argentina, almirante Emilio
Massera, viajó a Santa Cruz, en Bolivia. Aseguró que su país sabía
“muy bien cuál es su compromiso (con Bolivia). Hay un mar antiguo,
casi metafísico, que anda recorriendo la historia esperando
reencontrarse con Bolivia”. Massera medía el efecto de sus palabras.
El Estado Mayor chileno confirmó su impresión previa: un eventual
conflicto debía trabajarse con HV3, la hipótesis vecinal según la cual
un eje tripartito contra las fronteras chilenas se organizaría a partir de
Argentina y Bolivia.
Diez días antes, la recepción que el embajador chileno Pedro Daza
había preparado para celebrar el 18 de septiembre había tenido el
carácter de un funeral. No concurrieron el canciller boliviano ni ningún
ministro, ni ningún alto mando uniformado. Sólo mandos medios.
El año anterior, hasta Banzer había ido.
En octubre, Bolivia retiró a su nuevo embajador en Chile, Adalberto
Violand.
Al mes siguiente, el canciller peruano, Luis de la Puente, puso un
epitafio. Hablando en Lima para la revista Caretas sobre el corredor
que Chile ofrecía a Bolivia señaló:
—Es allí donde puede producirse la fricción, la ruptura de la paz, algo
que queremos evitar por encima de todo (15).
Al comenzar 1978 surgieron las recriminaciones. Banzer y Pinochet
se acusaron mutuamente de no haber realizado los esfuerzos
necesarios (16).
UN SUEÑO ROTO
El rápido deterioro de las relaciones con Bolivia entrañaba no sólo un
peligro diplomático, aunque éste era de la mayor importancia: la
presencia del tema de la mediterraneidad en foros multilaterales que
se mostraban hostiles por otras razones al gobierno chileno, era un
ingrato añadido a la tensión de los funcionarios diplomáticos.
Pero la dimensión más importante estaba, y lo seguiría estando por
largo tiempo, en los propios deseos del general Pinochet. En el caso
de Bolivia, dos vertientes confluían en su íntima actitud frente al tema.
Por un lado, tenía un interés especial en dar una solución al problema
de la mediterraneidad boliviana. Aunque en sus opiniones
institucionales y en sus ensayos de geopolítica negaba cualquier
derecho histórico del país altiplánico a una salida soberana al mar, en
sus negociaciones mostró a veces un rasgo inesperado, según
admiten los propios negociadores de La Paz: reconocía la relación
chileno-boliviana como una situación muy inestable por la existencia
de este delicado problema.
Se sumaba la particular circunstancia de que el general estaba ligado
familiarmente a Bolivia. Su hermana Nena era viuda del abogado
boliviano Rafael Saavedra Bustillos. Ese matrimonio tuvo tres hijos,
todos de nacionalidad boliviana. Uno de esos sobrinos de Pinochet
fue Enrique Saavedra Pinochet, agente de Lan Chile en La Paz; la
otra, una joven que trabajaba como secretaria del consulado de Chile
en La Paz. Pinochet no dejó que esos vínculos se reflejaran en las
negociaciones y los mantuvo siempre en una reserva discreta y
distante.
En cambio, el otro gran factor de peso sí tuvo una presencia explícita:
como varios de los gobernantes militares chilenos, y siguiendo la
tradición de los primeros jefes castrenses de la historia independiente,
Pinochet aspiraba a legar para la posteridad la figura del pacificador
de las fronteras.
En un país sometido a una más que centenaria tradición de conflictos
limítrofes, el establecimiento de una paz negociada sobre bases
perdurables parecía entonces una realización mayor, un acto de
superior envergadura. Un pacificador de las fronteras debía dar a
Chile lo que muchas décadas no habían conseguido: resolver de una
vez la situación de los límites con tres países, para luego abordar
decididamente el tema de la integración del Cono Sur, incluso aunque
ésta se diera sobre fundamentos militares.
Con Argentina, el caso del Beagle era primordial y se convertiría en el
pasadizo natural para arreglar otra decena de disputas menores
sobre hitos y líneas de demarcación. Con Perú se debía concluir el
cumplimiento del Tratado de 1929. Y con Bolivia, poner fin al
irredentismo de la mediterraneidad.
Pero en aquel marzo de 1978, las cosas no se dieron de ese modo.
Casi al contrario, en una vertiginosa espiral de tensiones, en cuestión
de semanas los militares chilenos se vieron enfrentados a la
necesidad de estudiar las más dramáticas opciones posibles.
El gobierno chileno sentía una posición especialmente fuerte en el
ámbito político: una consulta popular había ratificado el poder
presidencial y el soplo de una permanencia larga del régimen militar
había insuflado nuevos ánimos a los altos mandos.
En el terreno militar, en cambio, el desconocimiento por Argentina del
laudo arbitral del canal Beagle presentaba la muy seria amenaza de
un rompimiento de consecuencias desconocidas. Pinochet se reunió
con el Presidente argentino, general Jorge Rafael Videla, pero el
contacto castrense no disimulaba para nada la tensión entre los dos
países. Bolivia era el primero en saber cada nuevo movimiento de
Buenos Aires.
Influido por esos hechos, y por la creciente presión de EE.UU. en el
caso Letelier, en marzo de 1978, midiendo lo intempestivo del gesto y
calculando su impacto para la política interna, el gobierno de La Paz
decidió la ruptura. Un largo y hostil silencio se abatió sobre las
relaciones bilaterales. Al Presidente Banzer todo aquello le costaría
un doloroso juicio político.

JEFES DE ZONAS EN ESTADO


PRIMER GABINETE:
CUERPO DE GENERALES

GABINETE ‘74
Interior: General de división César Benavides
Relaciones Exteriores: Vicealmirante Patricio Carvajal
Economía: Fernando Léniz
Hacienda: Jorge Cauas
Coordinación Económica: Raúl Sáez
Justicia: General de carabineros (J) Hugo Musante
Educación: Contralmirante Hugo Castro
Defensa: General de división Oscar Bonilla
Obras Públicas: General de brigada aérea Sergio Figueroa
Agricultura: General de carabineros Tucapel Vallejos
Tierras: General de carabineros Mario Mackay
Trabajo y Previsión: Gral. brigada aérea Nicanor Díaz Estrada
Minería: General de brigada Agustín Toro Dávila
Vivienda: Contralmirante Arturo Troncoso
Salud: General de brigada aérea Francisco Herrera
Transportes: General (R) Enrique Garín
Secretario general de gobierno: Coronel Pedro Ewing

LOS LUGARES DE DETENCIÓN


Santiago
MÁS ALLÁ DE LAS FRONTERAS

EMBAJADORES DE CHILE A FINES DE 1973


Argentina: embajador René Rojas Galdames.
Brasil: embajador Hernán Cubillos Leiva.
España: embajador Francisco Gorigoitía.
EE.UU.: embajador Walter Heitmann Woerner.
Gran Bretaña: embajador Karen Olsen Nielsen.
India: embajador Augusto Marambio.
Paraguay: embajador Rolando González.
Perú: embajador Máximo Errázuriz.
Siria: embajador Fernando Contreras.
Suiza: embajador Manuel Rioseco
Turquía: embajador Rudi Geiger.
Uruguay: embajador Raúl Elgueta.
CEE: embajador Carlos Valenzuela.
NU: embajador Raúl Bazán.
OI (Ginebra): embajador Pedro Daza.
Agencia Arbitral de Chile (Beagle): embajador José Miguel Barros.
Alemania: ministro consejero Pablo Valdés.
Australia: encargado de negocios, capitán de navío Jorge Baeza.
Bélgica: encargada de negocios Elsa Wiegold.
Bolivia: ministro consejero Rigoberto Díaz Gronow.
Colombia: encargado de negocios Horacio Wood.
Costa Rica: embajador José Navarro Tobar.
China Popular: ministro consejero Alberto Yoachán.
Ecuador: Pablo Schaffhauser.
Egipto: ministro consejero Benjamín Montero.
Francia: ministro consejero Jorge Berguño.
Guatemala: encargado de negocios Enrique Gómez.
Holanda: encargado de negocios Mario Lizana.
Italia: encargado de negocios Carlos Mardones Restat
México: consejero Luis Castellón.
Suecia: encargado de negocios Víctor Rioseco.
Venezuela: ministro consejero Rigoberto Torres.

LAS CIFRAS DEL SHOCK


1974 1975 Fuente
IPC (variación anual) 375,9 340,7 INE
(*)
Desempleo (porcentaje anual) 9,1 17,6 U. de Chile
Indice de sueldos (base 100 = 1970) 61 59,9 INE
Consumo privado por habitante (pesos 77) 20.284 17.667 Banco Central
Crecimiento PIB (porcentaje) 1 - 12,9 Banco Central
Producción industrial (base 100 = 1978) 107,5 77,3 INE/Sofofa
Ahorro total bruto (millones pesos 77) 74.884 35.479 Banco Central
Déficit fiscal (millones dólares) 1.146 247 Min. Hacienda
Saldo balanza de pagos (millones dólares) -55 - 344 Banco Central
Exportaciones (millones dólares) 2.152,5 1.552,1 Banco Central
Importaciones (millones dólares) 2.412,9 1.338,2 Banco Central
Deuda externa pública (millones dólares) 3.583 3.597 Banco Central
Deuda externa privada (millones dólares) 443 670 Banco Central
Reservas (millones dólares) 94 - 129,2 Banco Central
Gasto social (millones dólares) 28,07 19,47 Banco Central
(*) No considera PEM, creado en febrero de 1975.
CONSEJO DE ESTADO
LOS CAÍDOS DEL PCCH
11/09/73 Daniel Escobar Cruz, empleado público; Jorge Klein, médico; Enrique París,
médico, miembro del CC.
19/10/73 David Miranda, fusilado en Calama. Miembro del CC.
22/10/73 Isidoro Carrillo, gerente de Enacar, fusilado en Concepción. Miembro del CC.
11/11/73 Florentino Molina, secretario regional de Cautín, fusilado. Miembro del CC.
14/12/73 Juan López, alcalde de Vallenar. Fusilado. Miembro del CC.
17/08/74 Es detenido Carol Fedor Flores Castillo, miembro del Aparato de Inteligencia de la
JJ.CC. Se transforma en colaborador.
04/10/74 Secuestran a David Silberman, gerente general de Codelco, desde la
Penitenciaría.
28/08/75 Miguel Rodríguez Gallardo.
01/09/75 Arsenio Leal Pereira.
03/09/75 Humberto Castro Hurtado.
04/09/75 Juan Cortés Cortés.
08/09/75 Alfonso Gahona Chávez.
20/10/75 Luis Moraga Cruz.
22/10/75 Horacio Yáñez Jiménez.
26/10/75 Ricardo Weibel.
30/10/75 Francisco Ortiz Valladares.
03/11/75 José Sagredo Pacheco.
04/11/75 Humberto Fuentes Rodríguez.
06/11/75 Son ejecutados en Peldehue, Gallardo, Weibel y otros nueve dirigentes del PC.
según testimonio del desertor de la FACh. El mismo día cae Juan Rivera Matus.
20/11/75 Alejandro Dávalos Davison.
04/12/75 Ignacio González Espinoza, artesano.
11/12/75 Santiago Fenus López, jubilado
12/12/75 Mario Quezada Solís.
20/12/75 Detienen a René Basoa. Pertenecía al aparato de inteligencia del PC. Se
transforma en colaborador.
22/12/75 Detienen a Miguel Estay Reino (El Fanta). Se transforma en colaborador.
29/12/75 José Ascencio Subiabre, artesano.
02/02/74 Ulises Merino Varas, empleado municipal.
29/03/76 José Weibel, subsecretario general de la JJ.CC.
02/04/76 Bernardo Araya, 64, ex diputado, dirigente sindical.
29/04/76 Luis Emilio y Manuel Recabarren; la esposa del primero, Nalvia Rosa Mena,
embarazada de tres meses.
30/04/76 Manuel Recabarren Rojas, padre de los anteriores, 50, dirigente nacional gráfico.
03/05/76 Miguel Morales Ramírez.
04/05/76 Jorge Muñoz, 43, esposo de Gladys Marín, miembro de la CP; y Mario
Zamorano, 45, obrero marroquinero, miembro del CC.
05/05/76 Uldarico Donaire, durante 20 años jefe de Control y Cuadros; y Jaime Donato, 41,
presidente de la Federación Eléctrica y uno de los encargados sindicales, miembro
del CC.
06/05/76 Elisa Escobar Cepeda, enlace del CC.
07/05/76 Fernando Lara Rojas, técnico agrícola, 27, miembro del CC de la JJ.CC.
09/05/76 Lenín Díaz Silva, 31, economista, miembro del CC de la JJ.CC.
10/05/76 Marcelo Concha Bascuñán, 30, ingeniero agrónomo, miembro del CC de la
JJ.CC.
19/05/76 César Cerda, 47, encargado nacional campesino.
12/05/76 Víctor Díaz López, (José Santos Garrido Retamal) 56, subsecretario general del
PC, y Eliana Espinoza Fernández, enlace de Díaz con el CC.
10/05/76 Rodolfo Núñez Benavides, miembro del aparato económico, chofer de camiones
de algunos supermercados que financiaban parte de las actividades del PC.
30/05/76 Asesinan en el Cajón del Maipo a Carol Flores.
08/06/76 Juan René Orellana, miembro CC de la JJ.CC.; y Luis Maturana, encargado re-
gional centro de la JJ.CC.
06/76 Es detenido Luciano Mallea (Macaco), miembro del aparato de inteligencia. Se
transforma en colaborador.
21/06/76 Guillermo Martínez Quijón.
15/07/76 José Tolosa y Mariano Turiel.
21/07/76 Raúl Montoya Vilches.
22/07/76 Juan Moraga Garcés.
23/07/76 Eduardo Canteros Prado, Clara Canteros Torres y Juan Quiñones Ibaceta.
26/07/76 Juan Gianelli Company, 30, dirigente del magisterio
27/07/76 Alejandro Rodríguez Urzúa, 49. arquitecto, miembro del CC.
28/07/76 Guillermo Gálvez Rivadeneira y Nicomedes Toro Bravo.
30/07/76 Nicolás López Suárez, Darío Miranda Godoy y Jorge Solovera Gallardo.
04/08/76 Iván Insunza Bascuñán, 43 años, médico; Carlos Godoy médico; Hugo Vivanco y
su esposa Alicia Herrera; y Daniel Palma Robledo.
05/08/76 Oscar Ramos Garrido, 70 años, ex intendente de Llanquihue. Gabriel Castillo
Tapia, Oscar Ramos Vivanco.
06/08/76 José Santander Miranda.
07/08/76 Manuel Vargas, 54, regidor de Tiltil, candidato a diputado en 1973.
09/08/76 Marta Ugarte, Mario Juica Vega, Pedro Silva Bustos, Jorge Salcedo Salinas,
Víctor Morales Mazuela, José Corbalán Valencia.
10/08/76 Nicolás Vivanco Herrera.
11/08/76 Vicente Atencio, Carlos Vizcarra Jofré, José Flores Garrido, Miguel Nazal Quiroz
13/08/76 Julia Retamal Sepúlveda, Juan Villarroel Zárate
15/08/76 Rosa Morales Morales.
16/08/76 Julio Vega Vega.
18/08/76 Enrique Jeria Silva.
26/08/76 Víctor Cárdenas Valderrama.
09/09/76 Alfonso Araya Castillo, Francisco González Ortiz, Aníbal Riquelme Pino.
03/11/76 Carlos Contreras Maluje, miembro del CC.
09/09/76 Armando Portilla Portilla.
13/12/76 Fernando Navarro Allende, 49, dirigente de la CUT.
15/12/76 Héctor Véliz Ramírez, 44, ex dirigente de la CUT. Fernando Ortiz Letelier, 54,
máximo dirigente del PC en Chile; Lincoyán Berríos Cataldo, 48, presidente de los
empleados municipales; Horacio Cepeda Marinkovic, 54, const. civil, ex director del
Instituto Chileno Alemán de Cultura (RDA); Waldo Pizarro Molina, 42, técnico en
Minas, trabajador de Insimet: Reinalda Pereira Plaza, 29, embarazada de cinco
meses, tecnóloga médica, secretaria de los trabajadores de la Salud; Luis Lazo
Santander, ex presidente de Chilectra, dirigente de la CUT.
18/12/76 Carlos Durán González, 27, constructor civil; y Lisandro Cruz Díaz, 54, dirigente
de Polpaico.
20/12/76 Edras Pinto Arroyo, 49, ex secretario de los diputados comunistas.
CONDICIONES Y RESULTADOS
• Fecha: 4 de enero de 1978.
• Registros electorales: No hay: se vota con carnet de identidad: se puede sufragar en
cualquier recinto habilitado de cualquier punto del país.
• Control de proceso: Ministerio del Interior, intendencias, gobernaciones y municipalidades.
• Universo: Todos los mayores de 18 años
• Control de voto: Corte de una esquina del carnet sellada luego con una cinta especial.
• Mesas: Constituidas por tres o cuatro personas, con funcionamiento durante ocho horas.
• Texto del voto: “Frente a la agresión internacional desatada en contra de nuestra Patria.
respaldo al presidente Pinochet en su defensa de la dignidad de Chile y reafirmo la
legitimidad del gobierno de la República para encabezar soberanamente el proceso de
institucionalización del país: Sí - No”. En el Sí, una bandera chilena; en el No, un cuadro
negro.
• Vigencia: Obligación de votar (este aspecto fue eliminado en el último decreto).
• Facilidades: Todas las actividades públicas y privadas serán suspendidas.
• Propaganda: No se permitirá en muros públicos.
• Prensa: La situación se mantiene igual: rigen las restricciones conocidas, en especial sobre
receso político
• Estado de excepción: Vigente en todo el territorio nacional.
ESCRUTADOS 5.349.172 100,00%
SI 4.012.023 75,00%
NO 1.092.226 20,24%
NULOS 244.921 4,76%
21
EL CUADRILLAZO DE LOS CIVILES
En una pequeña sala de estar, con un Pinochet nervioso y excesivamente fumador,
después de algunos discursos persuasivos, se decidió en secreto la salida del
general Benavides del Ministerio del Interior. El primer civil en ese cargo debería
asumir en un clima tempestuoso y con malos augurios. El mes de abril de 1978 era
atravesado por el vendaval del caso Letelier.

¿Cómo hace un régimen militar para desplazar sin traumas a uno de


los generales que le han dado su fisonomía? Enfrentados a este
dilema, que suele revestirse con la imagen de la renovación, algunos
gobiernos han perdido incluso la noción del poder.
El caso del general de división César Raúl Benavides, segundo
ministro del Interior y oficial de la confianza personal de Pinochet,
comenzó a gestarse mientras el incidente de la expulsión de Michael
Townley, y su sonora repercusión en el homicidio de Letelier, llenaba
los trajines de principios de abril de 1978.
En el secreto de los pasillos, el hecho parecía constituir el episodio
más importante de los cinco años de vida del régimen militar. La
sensación de que algo vital estaba en juego ensombrecía y alteraba a
los más altos funcionarios, desarmados ante el peso de los hechos.
Pero a pesar de las apariencias y sobre todo de los temores, una muy
reservada operación política se había iniciado bajo la tensa cuerda
del caso Townley.
Un encuentro informal de amigos dio origen, en los primeros días de
abril, a una reunión de los siete ministros civiles (si se excluye al
marino retirado Roberto Kelly, a quien se solía considerar como un
uniformado para estos efectos).
Comentaban el problema suscitado por el exhorto norteamericano y
las tensiones de data reciente en el seno de la Junta. Decían que si
se quería mejorar las relaciones con EE.UU. y la deteriorada imagen
ante el mundo, lo mejor sería introducir reformas que cambiaran el
rostro del régimen. De paso, se podría borrar la discutible gestión de
manejo público del caso Letelier. Habría además la opción de
entregar a algunos de los personajes pedidos siguiendo un complejo
mecanismo: que la responsabilidad fuera asumida por el gabinete
actual, pero se disolviera luego por el rápido reemplazo de los
ministros.
Como el acuerdo informal fue creciendo, los ministros decidieron
pedir una cita a solas, franca, sin temores, al Presidente Augusto
Pinochet. Sería bueno que alguna vez escuchara la voz de sus civiles
sin interferencias: Pablo Baraona, de Economía; Sergio de Castro, de
Hacienda; Mónica Madariaga, de Justicia; Hugo León, de Obras
Públicas; Vasco Costa, de Trabajo; Enrique Valenzuela, de Minería; y
Edmundo Ruiz, de Vivienda.
El encargo recayó en la ministra de Justicia, Mónica Madariaga, en
quien se confiaba como la más cercana al Presidente. Ella habló con
el general, que aceptó la idea y los invitó a todos a la casa de la
esquina poniente de Luis Thayer Ojeda con Bilbao, donde habitaba
mientras se hacían arreglos estructurales en la residencia del Ejército
de calle Presidente Errázuriz.
Aquellos arreglos tenían mucho de cábala. En el gabinete se solía
comentar que el Presidente quería borrar de esa morada las huellas
del pasado.
CIGARRILLOS SUAVES
A la cita llegaron todos los miembros civiles. La cena fue amena y
alegre. Al terminar, las señoras pasaron al living a tomar un café.
Pinochet invitó a los ministros a la sala de estar donde tenía su
órgano Yamaha. El mismo echó llave a la puerta.
Entonces comenzó la hora de la verdad.
El ministro del Trabajo, Vasco Costa, tomó la palabra. Hasta entonces
no se le conocía la vena oratoria que exhibiría esa noche.
Costa había sido subsecretario del mismo Ministerio bajo la gestión
de Fernández. Curiosamente, por una muy inusual excepción,
Pinochet había permitido a Fernández que nombrara él mismo a su
subsecretario: la norma, incluso establecida por decreto (1), era que
el segundo hombre de un ministerio fuera de confianza exclusiva de
Pinochet y el método frecuente, siguiendo la tradición militar, consistía
en nombrar a alguien de una línea distinta, y hasta opuesta, a la del
titular del ministerio.
Cuando se le permitió a Fernández designar a su segundo, algunos
perspicaces creyeron ver en el joven ministro el destello del poder. Y
esa sensación no disminuyó al asumir Fernández la Contraloría y ser
reemplazado por el mismo Costa. Algunos habían sido testigos
presenciales de aquella reunión en la que Pinochet anunció el
nombramiento de Fernández como nuevo contralor, tras lo cual
agregó:
—Y como ministro, pongan a este señor... Costa, eso, Vasco Costa.
Poco después de la consulta, Costa y Ruiz habían acompañado al
Presidente a Punta Arenas, en una gira destinada a reafirmar la
soberanía frente a la amenaza argentina. Sorprendentemente, en la
gira también fue el contralor Fernández, el que ocupó lugares de
privilegio en todos los estrados oficiales y que parecía encabezar,
incluso ante el público, la comitiva ministerial (2).
En la reunión de aquella noche en la casa de Thayer Ojeda, Vasco
Costa inició, con tono convincente e inteligente, un largo discurso
sobre la necesidad de dar al gobierno un rostro civil, de que las
Fuerzas Armadas no se desgastaran en un eventual manejo de orden
interno, de que había llegado la hora de caminar con fuerza hacia la
institucionalidad del futuro.
El discurso sorprendió a Pinochet. Por primera vez en mucho tiempo,
el general fumó en la velada casi una cajetilla de cigarrillos suaves.
Otros hablaron después.
Cada quien reforzó los puntos de vista del primer orador. El momento
era inmejorable: se habían levantado el estado de sitio, el toque de
queda para peatones, el bando 107, y se anunció una etapa de
transición en cuya cima estaría la nueva Constitución. Faltaba sólo un
empujón.
Algunos subrayaron hasta el exceso que no se trataba de quejarse
contra el general César Benavides, pero...
Pinochet preguntó qué nombres sugerían. El de Sergio Fernández
surgió con la naturalidad de una ocurrencia casual. Al despedirse los
invitados, el cuadrillazo había sido un éxito. Un capítulo importante en
la vida del general Benavides se había cerrado sin que él lo supiera.
UN “PREMIER” APURADO
La noticia del nombramiento le llegó a Fernández pocos días
después. Dicen sus colegas que no se sorprendió.
El 12 de abril, Pinochet hizo con él algo inusual. Como lo habían
sugerido los ministros en la reunión, reforzó la idea del Ejecutivo con
rostro civil por medio del expediente de encargarle “formar gobierno”.
Fernández asumiría como un inédito premier del régimen. Le dio dos
días de plazo.
A decir verdad, los otros nombramientos estaban más o menos
decididos.
Francisco Bulnes, embajador en Perú, había sido propuesto para
ministro de Relaciones Exteriores. La gestión avanzó lo suficiente
como para que el propio Bulnes hiciera algunas averiguaciones en el
ministerio, hasta que en palacio unas oportunas voces recordaron que
su nombre continuaba vetado para cargos en el Ejecutivo. Por lo
demás, la Armada había insistido por enésima vez en el nombre de
Hernán Cubillos para canciller, y el anterior veto de la FACh tendría
ahora escasas posibilidades de éxito: el Presidente ya había
abandonado la costumbre de consultar a la Junta por los nombres del
gabinete (3).
Con Agricultura, en cambio, se pensaba estrechar lazos con el mundo
de los gremios a través del ex presidente de la Sociedad Nacional de
Agricultura y a la sazón ejecutivo del Banco de Santiago (del grupo
CruzatLarraín), Alfonso Márquez de la Plata. Tal como el ministro de
Obras Públicas, Hugo León, Márquez de la Plata había estado en el
grupo empresarial que secretamente preparó el derrocamiento de
Allende y desde el cual se originó el equipo de los Chicago boys. Su
presencia en el Banco de Santiago tenía que ver con esas viejas
amistades. Ahora, su llegada al gabinete también.
En Transportes asumió el controvertido José Luis Federici. El
contralor había pedido su destitución de la dirección de Ferrocarriles
por la venta de activos sin licitación pública y a precios
inconvenientes. La petición la dirigió al ministro de Transportes. Pero
entonces Pinochet sacó al ministro y colocó en ese puesto al
cuestionado Federici, dejándolo en la inmejorable posición de recibir
el oficio que pedía su destitución. Lo salvaba la lealtad de los amigos.
El malestar del contralor llegó pronto a oídos de Pinochet.
—No le hagan caso a ese gallo. Que no se venga a poner difícil
ahora.
Quedaba un problema delicado: qué hacer con los uniformados
desplazados del gabinete.
Benavides, uno de los hombres de más confianza de Pinochet, recibió
y aceptó la oferta de hacerse cargo del Ministerio de Defensa.
De allí saldría el general Herman Brady, segunda antigüedad del
Ejército. Tanto Benavides como Brady debían pasar a retiro en caso
de quedar sin cargos de gobierno (4). Originalmente se pensó en
Brady para una embajada, pero eso significaba su salida del Ejército.
Así que se le asignó una ambigua asesoría de Defensa al Presidente,
después se lo nombró representante en el Instituto de Seguros del
Estado y finalmente (ya a mediados de año) se le dio la presidencia,
con rango ministerial, de la Comisión Chilena de Energía Nuclear (5).
En cuanto al canciller saliente, el contralmirante Patricio Carvajal,
recibió la noticia de su destitución en Papeete, de regreso de una
reunión de embajadores que tuvo lugar en Japón. La Armada se haría
cargo de su destino.
El general Mario Mackay, que abandonaba Agricultura, también se
enteró en el exterior, pero el general César Mendoza ya había
dispuesto que sucediera al general Eduardo Gordon como general
subdirector.
Todo parecía quedar arreglado sin traumas. Salvo por la prisa: dos de
los afectados, Carvajal y Mackay, estaban fuera del país, lo que
obligó a postergar el juramento oficial hasta el día 20. Pero como la
necesidad era más imperiosa, los nuevos ministros asumieron sus
cargos sin haber jurado. Fernández clausuró, el sábado 15, el primer
congreso de alcaldes, que había inaugurado Benavides. El lunes 17,
a primera hora, Fernández se reunió en su gabinete con Cubillos, el
general (R) Odlanier Mena y el general René Vidal, ministro secretario
general de Gobierno.
TOWNLEY: A CANTAR
La remoción del gabinete significó que las responsabilidades
buscadas por la expulsión de Townley quedaron en una tierra incierta.
La orden a Investigaciones había sido emitida por un jefe de gabinete
que ya no lo era y la policía civil dependía de un ministro de Defensa
que ya tampoco lo era.
El sumario administrativo sería largo, complejo y confuso. Pocos días
después de que el abogado de Townley, Manuel Acuña, presentara el
recurso, la Corte Suprema lo había rechazado y había derivado el
caso hacia la jueza Carmen Canales, del Tercer Juzgado del Crimen.
Pero el debate por la expulsión no se limitaba a la defensa jurídica.
Sólo 48 horas después de la entrega de Townley, su esposa Mariana
Callejas había partido a Washington, con pasajes pagados por
Estados Unidos. Su presencia allá era alarmante para los ex jerarcas
de la DINA, pero también inquietaba al gobierno.
La situación de Townley parecía irreparable ahora que el fiscal
Eugene Propper, previendo la posibilidad de que se intentara
“rescatar” judicialmente al ex agente de la DINA, había pedido para su
liberación una fianza de cinco millones de dólares (6). El juez
acababa de conceder el deseo del fiscal. Y el abogado Seymour
Glanzer, uno de los más prestigiosos del foro penal norteamericano,
contratado bajo gastos del gobierno chileno para asesorar a Townley
(7), se encontraba sin saber qué hacer.
Mariana Callejas estaba convencida de que su esposo debía hablar: a
su modo de ver, se lo había traicionado en Chile, y no había signos
de que las cosas fueran a mejorar para él. Su única salida era
negociar un arreglo con la justicia de EE.UU. El propio general
Pinochet había ratificado esa impresión el día 11, en una conferencia
de prensa.
—Los servicios de inteligencia —había dicho— sirven al gobierno. Si
hay alguna situación desagradable, ése es un problema de
inteligencia y no del gobierno... (8).
Townley dudó durante varios días, pero al final se convenció. La
detención de los cubanos anticastristas Guillermo Novo y Alvin Ross,
el día 14, fue determinante. Novo y Ross estaban acusados de
complicidad en el asesinato de Letelier, y se sabía en el ambiente
policial que amenazaban con confesar si no les protegían bien.
Así que Townley pidió a Mariana Callejas que llamara al general
Héctor Orozco, jefe de la DINE, instructor del sumario militar, para
que pudieran reunirse personalmente. Aunque ella creyó que la
gestión sería imposible, lo intentó. Se sorprendió cuando le
respondieron que el general Orozco viajaría de inmediato a
Washington.
El jefe de la DINE llegó a EE.UU. el domingo 16 de abril, acompañado
del subdirector de la CNI, coronel Jerónimo Pantoja, y del mayor
auditor Jaime Vergara, a cargo de la tramitación del caso por encargo
de Orozco. Los tres se reunieron con Townley y escucharon con
asombro una extensa y minuciosa confesión a la que nunca habían
tenido acceso. Orozco y Vergara se miraron con estupefacción: en el
mismo tono monocorde en que antes había declarado ante ellos que
no tenía nada que ver con nada, Townley les estaba diciendo ahora
todo lo contrario.
La confesión resultó devastadora. El grado de implicación de la DINA
parecía mucho más profundo y desgarrador de lo que se conocía. Los
tres oficiales conversaron brevemente del asunto, y el general Orozco
dio a Townley la autorización que esperaba para comenzar a cantar.
Algo terrible, pero también inevitable, se estaba develando.
EL ÍNDICE Y LA AMNISTÍA
Pocos días antes de asumir la jefatura del gabinete, y mientras
ahondaba en los sorprendentes recovecos del caso Letelier,
Fernández inició la preparación de una ley que sería su espectacular
debut. Pidió ayuda, una vez más, a Mónica Madariaga.
Se trataba de una ley para amnistiar los delitos penales de ribetes
políticos desde 1973 hasta la fecha.
La ministra, experta en derecho administrativo, constitucional y hasta
internacional, no lo era sin embargo en derecho penal. Así es que
tomó el índice de delitos del Código Penal y lo copió sin más trámite,
para establecer allí, expresamente, los delitos exceptuables de la
amnistía. Por eso quedaron afuera ciertas figuras de inaudita índole:
por ejemplo, los delitos de cheques, que no figuran en el Código
Penal, pasaron a ser objeto de amnistía.
Adicionalmente, para evitar que el caso Letelier continuara creciendo
más allá de los límites, incluyó un artículo especial para exceptuar de
la amnistía al proceso 19278. Fernández aceptó el texto y la única
condición que puso la ministra: que el decreto ley fuera emitido por el
Ministerio del Interior, y no por el suyo (9).
Una reunión de urgencia de la Junta fue convocada para aprobar la
amnistía.
Pinochet se encargó de decir a los comandantes en jefe que la
reunión sería privada, sin asesores de ningún tipo, con la sola
presencia del ministro Fernández. Los miembros de la Junta se
sorprendieron. Muchas veces se había hablado de una amnistía, pero
la iniciativa siempre topaba con la cerrada oposición de Pinochet: por
alguna extraña razón, el Presidente solía recordar, ante la sola
mención de la palabra, al general (R) Roberto Viaux, acusado de
conspiración en el asesinato del general René Schneider. Decía, en
esos momentos, que Viaux querría aprovechar un proyecto de ese
tipo.
Pero esta vez fue diferente. La discusión del proyecto comenzó al
atardecer y se prolongó hasta la noche. Al salir, como en otros casos,
el general Gustavo Leigh sintió que una vez más había sido víctima
de una encerrona. La ley no le gustaba nada, pero sus argumentos
habían chocado con la jerga jurídica del ministro del Interior: ahora
estaba firmada por los cuatro miembros de la Junta y sería
promulgada en cuestión de horas.
La ley sería presentada bajo el signo de la reconciliación y la buena
voluntad hacia el país en su conjunto: el nuevo gabinete, encabezado
por un civil, que vendría a atenuar los rasgos pretorianos del régimen,
mostraría su voluntad de entendimiento mediante un gran gesto de
paz.
Así fue entregada la ley a la opinión pública. Así la entendieron
algunos dirigentes políticos, influidos por el agobio de las
persecuciones. Así la entendió también la Iglesia Católica.
Pero, a la vez, era un verdadero gesto hacia las Fuerzas Armadas. En
la ola del caso Letelier, un sentimiento de inquietud por las eventuales
persecuciones criminales había comenzado a ser explícito entre la
oficialidad. La ley de amnistía vendría a poner punto final a los
temores, las acusaciones y los rumores.
El mismo día en que la ley fue promulgada, el miércoles 19, Pinochet
partió a la Academia de Guerra y tuvo una larga reunión con los
oficiales más jóvenes, que expresaron abiertamente su inquietud por
el texto. ¿Significaría acaso que las acciones “de guerra” serían ahora
vindicadas y ventiladas en juicios públicos, para aplicar después la
letra de la ley, salvando la pena pero no la honra de los eventuales
acusados?
Pinochet dio tranquilidad a los oficiales. Explicó en detalle los
alcances y el sentido del texto y lo fundamentó con la necesidad de
dar confianza y tranquilidad a la nación. Cinco días más tarde, debió
repetir lo mismo ante los mandos de la Guarnición de Santiago. El
caso Letelier quedaría aislado, incluso dentro de la propia ley de
amnistía y de la órbita militar, como una deshonrosa excepción.
23 MALETAS
Durante el fin de semana en que se terminó el texto de la ley de
amnistía, el general (R) Manuel Contreras supo que el general Orozco
estaba en Washington hablando con Townley.
Aunque sabía que aún no estaban echadas todas las cartas, miró el
asunto con inquietud. Aquel fin de semana entregó en matrimonio a
su hija Alejandra. Le satisfizo la concurrencia, abarrotada de altos
funcionarios de gobierno y amigos uniformados. Los generales Brady
y Agustín Toro Dávila, Julio Durán, Hugo Rosende y otras muchas
figuras de primer nivel estuvieron allí, contrariando a aquellos que
querían verlo derrotado.
Pero Contreras sabía que el esfuerzo en su contra persistía.
Desconfiaba de un gabinete dominado por los Chicago boys y por
hombres de negocios que cederían fácilmente a la presión
norteamericana. El incidente Townley lo obligaba a no creer en
promesas de antiguos amigos.
Necesitaba protegerse con urgencia. La decena de hombres armados
que lo seguía acompañando no podría mantenerse indefinidamente a
su lado, creando ese cerco impenetrable sobre su seguridad física.
Esa semana hizo los arreglos para dar un paso definitivo. Un emisario
le permitió llegar al general Guillermo Kaempfer, jefe del Servicio de
Inteligencia de la Fuerza Aérea. Pidió de él un favor especial: que el
avión Lan que salía el jueves 20 hacia Punta Arenas fuera revisado
con peculiar cuidado, porque haría un viaje hasta esa ciudad.
Los hombres del SIFA llegaron ese jueves a Pudahuel y se hicieron
cargo del avión. Todo fue registrado y probado. La prolongada
operación incluyó cabinas, motores y equipajes, hasta que los
hombres de la FACh se toparon con un problema: 23 maletas que los
guardaespaldas de Contreras impidieron revisar.
—Creímos que el general se iba a vivir a Punta Arenas —comentó
después un oficial de inteligencia ante sus superiores de la FACh—.
Llevaba tanto equipaje...
No era así: Contreras regresó de la zona austral el domingo 23 —
cuatro días más tarde—, para instalarse nuevamente en Santiago.
Estaba ahora algo más relajado.
Un poderoso archivo de carpetas de cartón numeradas, con los
nombres de muchos altos funcionarios, había sido puesto a salvo. Las
maletas, embarcadas en el carguero alemán Badenstein, navegaban
ahora rumbo a Europa.
LAS EXPULSIONES CONGELADAS
En aquella dramática semana, los otros acusados en el caso Letelier,
el teniente Armando Fernández Larios y el coronel Pedro Espinoza,
más el jefe electrónico de la DINA, Vianel Valdivieso, fueron puestos
bajo detención por la CNI.
Paralelamente se despachó una orden para arrestar al general (R)
Contreras.
El general (R) Odlanier Mena ordenó que se condujera a los
detenidos hasta oficinas especiales separadas en un recinto de la
Central situado cerca del centro de Santiago. Un extraño ajetreo de
órdenes e instrucciones comenzó a circular por los cuarteles.
Sólo unos pocos supieron que las confesiones de Townley estaban
produciendo un terremoto políticomilitar que nadie había llegado a
imaginar. Contra todo lo que hasta ese momento parecía posible, la
decisión de expulsar a dos de los tres arrestados estaba en estudio y
se estimaba que en cuestión de horas serían puestos a bordo de un
avión.
La decisión incluía, según los rumores, al propio general (R)
Contreras, pero éste parecía inubicable. En un gesto altamente
inamistoso, la casa del retirado director de la DINA, en Príncipe de
Gales, había sido rodeada durante la noche por unidades civiles y
militares con fuerte armamento.
Los arrestados veían con pavor que los acontecimientos se
precipitaban por sobre sus cabezas. En la casa de Zapallar,
Contreras recibía al minuto las inquietantes noticias de lo que estaba
ocurriendo en el corazón del poder.
Paralelamente, el general Orozco parecía dedicado a continuar con
su investigación a un ritmo implacable. Las sorpresas entregadas por
Townley en Washington excedían los límites de lo que un director de
Inteligencia podía ignorar: uno a uno, los implicados en este turbio
asunto tendrían que explicar su papel hasta despejar la nube.
En el noveno piso del Ministerio de Defensa, acompañado por una
dactilógrafa, una teniente y el mayor Vergara, Orozco citó a declarar
al coronel Espinoza y al teniente Fernández Larios. A ambos los
obligó a confrontarse, por primera vez, con la crudeza de las
confesiones de Townley. Ambos debieron relatar una pormenorizada
versión de su papel en el caso.
Sólo entonces, en la mañana del 25 de abril de 1978, apareció el
general (R) Contreras, también citado a declarar. La reunión de los
dos duró menos de media hora y sobre ella hay distintas versiones
(10), con un solo final: Orozco interrumpió abruptamente la cita, salió
de su oficina y los interrogatorios concluyeron.
Una etapa de tensiones pesadillescas parecía cerrarse en esa
elevada oficina de la calle Gálvez.
UN PAPEL ENTRA A LA SALA
Las severas dificultades militares creadas por el caso Letelier caían
en medio del optimismo del equipo económico. Ahora que el
panorama del orden interno se había despejado, era imprescindible
resolver con agilidad y “sentido pragmático” (esa expresión se
repetiría diariamente en los más altos niveles del gobierno) la
cuestión del asesinato.
Entretanto, el equipo económico se sentía obligado a redoblar los
esfuerzos. De los muchos escollos presentados inicialmente —desde
la inflación hasta las tasas de producción—, la mayoría parecía ya
resuelto. Quedaba sólo uno de los más delicados: el problema
laboral.
Para enfrentarlo había ahora un equipo unido: un ministro del Interior
que había pasado por Trabajo, un ministro de Trabajo afín al equipo
económico y una larga experiencia en estudios y proposiciones.
El director de Odeplan, Roberto Kelly, fue el encargado de armar el
paquete. Al menos formalmente, porque su asesor Miguel Kast
llevaba una vez más la batuta en la organización. El paquete se
armaría con tres cosas: una ley modificadora de los libros I y II del
Código del Trabajo, la creación de un Consejo Nacional del Trabajo y
el desarrollo de un Plan Contra el Desempleo.
El bautizo fue inmediato: “Plan Kelly”.
Su sola presentación motivó un fuerte debate en la opinión pública.
Era, a su modo, el preludio de lo que después se llamó “Plan Laboral”
(11).
La discusión abierta se trasladó a la Junta en medio de las tensiones
del caso Letelier. Sólo la FACh presentó 96 objeciones al libro I del
Código del Trabajo reformado.
Un día de fines de abril, el ministro Kelly llevó a una sesión legislativa
la proposición de eliminar el pago de un mes por año de
indemnización en los despidos de la empresa privada. Kelly afirmaba
que esa disposición creaba distorsión y rigidez en el mercado laboral.
Las empresas no podían remover a su personal con suficiente
ductibilidad y aquello rebotaba en el conjunto de la economía. El
planteamiento, crudo y seco, hizo que la discusión deviniera en un
tormento: los que defendían la estabilidad del empleo y la
indemnización decían proteger la popularidad y la estabilidad del
régimen; los otros los acusaban de demagogia.
Algunos asesores hablaban en voz baja, otros se disputaban la
palabra y aun otros insistían en gesticular ante cada palabra del
ministro. En el calor del debate, pocos advirtieron la entrada del
edecán presidencial aéreo, Jorge Massa, que se deslizó por detrás de
los asientos y dejó un pequeño papel en la carpeta del Presidente.
Pinochet leyó rápidamente el mensaje. Volvió a mirarlo, ahora con
más calma. A la tercera lectura resultó evidente que se había
abstraído de la reunión.
Un denso silencio comenzó a sobreponerse al debate a medida que
transcurrían los minutos.
La mayoría se daba cuenta, a esas alturas, de que Pinochet pensaba
en otra cosa.
Algunos esperaban que dijera algo, que suspendiera la sesión o que
cambiara de tema.
El ministro Kelly seguía con sus argumentos.
Inesperadamente, Pinochet pareció volver a la palestra. Pero fue
breve.
—El ministro está equivocado. Eso hay que desecharlo. Si no hay
objeciones, se levanta la sesión.
Nuevo silencio.
Pinochet se paró, saludó secamente y se fue acompañado de su
edecán, a toda prisa. Los miembros del gabinete y de la Junta se
miraron extrañados y volvieron a sus despachos.
El papelito entregado a Pinochet estaba a la salida de la reunión en
otros escritorios importantes del gobierno.
Decía, simplemente, que en Washington el ex agente Michael
Townley acababa de afirmar que el Presidente era el máximo
responsable de la DINA, de sus actos y del caso Letelier.
CUBILLOS Y EL MANDO REAL
El incidente, como los que casi a diario ocurrieron en aquella fecha,
demostró que si el caso Letelier era insoluble, entonces debía
acudirse al máximo esfuerzo en las relaciones exteriores.
Desde Washington, el embajador Jorge Cauas, que había vivido la
más conflictiva y tensa etapa de las investigaciones del asesinato,
había comunicado su voluntad de regresar a la actividad privada.
Estaba cansado del cargo y tenía una oferta para asumir la
presidencia del Banco de Santiago, un oficio que de paso serviría
para convertir al grupo Cruzat-Larraín en el mejor informado de Chile.
El canciller Carvajal, enterado de la renuncia de Cauas, había
designado para el puesto a José Miguel Barros, hasta entonces
embajador ante la Agencia Arbitral del Beagle. Sin embargo, Barros
había insistido en no asumir hasta que al menos parte del caso
Letelier pudiera despejarse. El mejor momento para llegar a
Washington sería después de la expulsión de Townley, cuando el
gobierno estuviera proyectando cierta imagen de transparencia y
cooperación.
Sería una de las últimas proposiciones aceptadas de Carvajal: un
lento y silencioso movimiento en la Cancillería había comenzado a
desplazar de ese sensitivo punto a los hombres de la Armada.
Como ocurrió con su relevo, Carvajal venía desconociendo
demasiadas cosas de las que ocurrían en la Cancillería. Los
funcionarios de entonces recuerdan que un cerco invisible parecía
haberse tendido en torno al ministro, hasta el punto de crearle un
mando más nominal que efectivo (12).
El verdadero centro de la Cancillería estaba en el subsecretario, el
general Enrique Valdés Puga, que había obtenido un nuevo refuerzo
de su posición a comienzos del 78, cuando se lo nombró viceministro.
Valdés, primero en su promoción militar, había conseguido que por su
despacho pasaran todos los asuntos relevantes de la política exterior
chilena. Por añadidura, contaba con un ministro del Interior
uniformado (Benavides).
El ascenso de Fernández cambiaba en algo las cosas. Pero más las
cambió Cubillos, que detectó la situación en cosa de días.
Cubillos venía dispuesto a mandar de veras. Así que nombró a su
gabinete sin pedir la opinión de nadie y sobre la marcha creó una
especie de consejo asesor en el que designó a funcionarios de
carrera de las diversas áreas. Gracias a eso consiguió que la
información relevante estuviera siempre primero en su oficina. El
poder de factótum del general Valdés comenzó a opacarse
lentamente.
El embajador Barros presentó sus cartas credenciales ante el
Presidente Jimmy Carter en mayo, en una ceremonia en la que
estuvo presente Terence Todman, el ex subsecretario de Estado
adjunto que había presentado los mejores informes sobre la situación
chilena. La esperanza de que el tratamiento del caso Letelier
mejoraría se reavivó. En mayo dejó la presidencia de la Corte
Suprema José María Eyzaguirre, un hombre con el cual el gobierno
había tenido ya varios roces. Asumió en su lugar el magistrado Israel
Bórquez.
Pero el romance duraría muy poco: en junio, irritado por los
obstáculos en la investigación, el Departamento de Estado
norteamericano llamó a consultas al embajador George Landau. El
diplomático partió en medio de rumores y tensiones una noche de
junio (13).
Pero además, bajo la frágil mesa donde la Junta se reunía cada
semana, una bomba de tiempo había comenzado su cuenta
regresiva: en lugar de aplacarse la tensión con la Fuerza Aérea
después de la consulta de enero, la situación se había deteriorado
hasta un grado explosivo.
Pronto, muy pronto, sería necesario tomar medidas drásticas.
22
LA CAÍDA DE LEIGH
En la mañana del lunes 24 de julio de 1978, el comandante en jefe de la Fuerza
Aérea, general Gustavo Leigh Guzmán, fue destituido de su cargo. Una lista de
pequeños indicios había prefigurado en los días anteriores esa crisis, la más grave
en la vida del régimen. Pero, sobre todo, aquel día se cerró un prolongado historial
de conflictos en el seno de la Junta.

La disputa por la consulta abrió la última fisura entre el general


Augusto Pinochet y el comandante en jefe de la FACh. Pese a que
ambos sabían que después de eso nada sería igual, el general
Gustavo Leigh se proponía insistir en la necesidad de dar pasos
sustantivos en la nueva institucionalidad que se habían comprometido
a crear y que, cinco años después, en medio de 1978, permanecía
irresoluta.
Sabía que Pinochet consideraba personal el triunfo en la consulta: era
claro que para enfrentársele había que recurrir ahora a métodos de
más peso.
Leigh estaba maniobrando en terreno peligroso. Su tarea en la Junta
se había vuelto obstruccionista y algunos de los proyectos propuestos
por el Ejecutivo descansaban en su casa, inmovilizados y “en
estudio”. Varias leyes sobre educación estaban en esa condición. Sus
opiniones empezaban a ser demasiado públicas. Y abarcaban
distintos órdenes: castrense, ético, legal, constitucional, político.
Horas antes de consumarse la consulta de enero del 78, Pinochet
había enviado a Leigh la última carta de su duro intercambio. Decía
en ella que debía estudiarse un mecanismo para dirimir conflictos en
el seno de la Junta. Proponía, en concreto, que se acudiera al
Consejo de Estado (1).
Sondeos posteriores permitieron a los miembros de la Junta saber
que el ex Presidente Jorge Alessandri era contrario a la idea, porque
suponía una intervención política en el ámbito propio de las Fuerzas
Armadas.
Así y todo, Pinochet insistió en esa fórmula.
Mediante el oficio de la Casa Militar 3020/20, del 14 de marzo de
1978, ofreció nuevamente llevar al Consejo de Estado “algunas
divergencias insalvables sobre el tema de los poderes del Estado y su
ejercicio”. Se refería, claro, a la permanente objeción de Leigh sobre
las atribuciones y los límites del poder presidencial.
Pinochet acertaba: las divergencias eran ya insalvables. Tuvo una
nueva ocasión de notarlo el 21 de marzo, para la celebración del
aniversario de la FACh en la base El Bosque. Leigh aprovechó
aquella oportunidad para hacer un planteamiento institucional y oficial
de sus discrepancias:
—Estamos con quienes creen que nos vamos acercando al momento
de comenzar a implementar una institucionalización progresiva —
mediante itinerario preestablecido—, que determine con claridad la
naturaleza y funciones de los poderes y organismos del Estado, de tal
manera de asegurar una conducción política fluida, objetiva y segura
(2).
Pinochet estuvo a punto de irse de la ceremonia.
Días después, el oficio R208, del 4 de abril, llevó la respuesta de
Leigh a las propuestas de Pinochet. Anotaba su acuerdo con la
necesidad de discutir el asunto, pero sugería fijar un período de
sesiones de la Junta donde el tema de la separación de los poderes
fuera el único. Esta fórmula ya había sido rechazada por Pinochet en
los días de la consulta. Así que la insistencia equivalía a anunciar la
ruptura definitiva.
UN GOLPE ABORTADO
En ese tenso mes de abril, algunos mandos de la FACh dieron curso
a un estudio cuya audacia estaba fuera de los límites conocidos hasta
entonces: un golpe de fuerza.
Se creía que Leigh podía acaparar más simpatías y popularidad que
Pinochet; se creía que algunos mandos de otras ramas se plegarían a
un movimiento contra el omnímodo poder del general; se creía que la
Armada y Carabineros reaccionarían con relativa pasividad, en un
primer momento, a la espera de definiciones.
Sobre estas bases se elaboró el proyecto para una asonada
relámpago, que debía copar los centros del Estado en cuestión de
horas.
El prefecto de Santiago, general de Carabineros Germán Campos,
fue contactado para la operación.
Su específica misión sería la de neutralizar a las fuerzas de tierra que
pudiera desplegar el Ejército, mediante “tapones” dispuestos en
diversos puntos de la capital.
Un comando combinado de la FACh y Carabineros ocuparía, en las
primeras horas del movimiento, el Ministerio de Defensa. Una
avioneta que despegaría desde Los Cerrillos y que volaría con un ala
inclinada por sobre el palacio de La Moneda daría, justo al mediodía,
la señal del golpe.
Se presumía que el general Eduardo Fornet, a cargo de la guarnición
aérea de Santiago, podía detener un avance eventual de tropas de
infantería mediante acciones aéreas. Los aviones serían desplazados
de sus bases, pero éstas quedarían a cargo de unidades de combate
terrestre.
De acuerdo con los cálculos, 80 hombres podrían copar el Ministerio
de Defensa. Unidades de Carabineros tendrían la misión de vigilar el
centro de la ciudad y copar los puentes del río Mapocho. Ninguna
fuerza militar debía pasar de esa línea hacia el sur.
La fecha tentativa fue fijada para el 1° de mayo.
En la noche anterior, durante una cena en casa del general (R)
Manuel Contreras, Campos supo que el plan era conocido. El propio
Contreras se lo comentó, y Campos partió esa noche preocupado.
En la mañana esperó inútilmente las señales de la FACh. A las ocho
estaba ya decepcionado: todos los teléfonos de sus enlaces con la
Fuerza Aérea marcaban ocupado.
Campos ignoraba que en la noche anterior el plan había sido
abortado. Correctamente, después de mucho meditarlo, los hombres
de la FACh habían llegado a la conclusión de que podía producirse un
baño de sangre. No sólo por el poder de las armas puestas en juego,
sino por la incerteza de un resultado rápido.
Un conflicto prolongado se convertiría en algo tremendo.
La noticia del plan llegó pronto a Pinochet. No cabía duda: las
diferencias eran insalvables. Habría que proceder con cautela (3).
CINCO Y CINCO, DIEZ
En aquel mayo, no sin cierto alivio después de las tensiones del
primer trimestre, el gabinete lanzó al debate la cuestión de la nueva
institucionalidad.
Pinochet acogió la idea: había que discutir si en el “camino a la
normalidad” se iba demasiado rápido o demasiado lento.
Sabía que con eso saldría al paso de las objeciones del general
Gustavo Leigh. Y, para reforzar esa posición, envió a los miembros de
la Junta un memorando pidiendo que opinaran sobre la
institucionalidad y los plazos que él había señalado.
—¿Cuál es el gobierno más largo en la historia de Chile? —preguntó
Leigh a sus asesores cuando recibió el documento.
—Los decenios del siglo pasado —le dijeron—. Diez años.
—Ya —meditó el jefe de la FACh—. Diez años. Van cinco, y cinco
más: 1983. Ni un día más.
El resultado de la pregunta de Pinochet fue ambivalente. Fuera de las
complejas respuestas de Carabineros y de la Armada, el oficio de
Leigh volvió a enojarlo.
En él, el jefe de la FACh le representó cinco conceptos: 1) que al
constituirse la Junta, “depositaria exclusiva del Poder Constituyente”,
sus miembros lo hicieron con el “patriótico compromiso” de restaurar
la institucionalidad; 2) que la Junta debía fijar plazos y etapas para la
estructuración de esa institucionalidad; 3) que desde 1973 no habían
avanzado mucho y, por el contrario, ni siquiera se había estructurado
un Estado de Derecho; 4) que debía fijarse un plazo de cinco años
para la preparación y aprobación de una Constitución; y 5) que debía
dictarse un nuevo estatuto jurídico de la Junta, que estableciera la
separación de poderes, para evitar “la personalización del poder”.
Según ese estatuto, el Ejecutivo debía ser ejercido por uno de los
cuatro comandantes; el Legislativo, sólo por los otros tres, excluyendo
al que ocupare la Presidencia; la ciudadanía debía participar en el
nuevo ordenamiento constitucional, “a lo menos a través del
referendo”. Remachó sugiriendo que la Constitución de 1925, “que no
fracasó en su totalidad”, debía ser la base de la nueva Carta
Fundamental.
El jefe de la FACh había aprovechado nuevamente la ocasión para
oponerse a Pinochet.
Las tribunas desde las que Leigh expresaba su discrepancia se
empezaron a diversificar. Incluso el acto de aniversario del Liceo José
Victorino Lastarria, donde había cursado su secundaria, le sirvió para
reiterar su posición el 2 de junio (4).
A esas alturas, ya había terminado el tuteo entre ambos: Leigh cambió
el coloquial “Augusto” por un impersonal “el Presidente”.
Uno de esos días en que la tensión aumentaba, Jaime Guzmán se
acercó a uno de los generales de confianza de Leigh para expresarle
su inquietud por el nivel que alcanzaban las discrepancias. Insistió en
lo importante que era mantener la unidad en la Junta. Fue expulsado
a gritos de la oficina. El general consideró inaceptable que un civil
fuera a hablarle en esos términos.
Pero Guzmán no cejó en el esfuerzo: sus buenos contactos en el
gabinete le permitieron sugerir la creación de una instancia
gubernamental que sirviera de contención al general Leigh, para que
Pinochet no tuviera que involucrarse directamente. La idea tuvo
acogida. Se acordó que, llegado el momento, el gabinete se
constituiría en Consejo de Ministros, presidido por Sergio Fernández.
El ambiente empezó a enrarecerse y a los trascendidos de las
disputas internas se sumaron los rumores de un inminente conflicto
limítrofe.
En ese clima, Pinochet dio una conferencia de prensa el 5 de julio,
restando importancia a una de las preguntas que se le hizo, y que sí
tenía asidero: que el general Leigh le había enviado un oficio pidiendo
acortar los plazos.
“PINOCHETISMO” EN EL NORTE
El adelanto del homenaje a los Héroes de la Concepción, que debía
hacerse el 9 de julio, dio pie a un nuevo roce.
Ese día Pinochet había programado una gira por la Cuarta Región,
para la cual guardó justamente su discurso a los jóvenes. El general
Leigh también viajó al norte el lunes 10 para inspeccionar el Ala 1 de
su institución, con asiento en Antofagasta, y el Ala 2, en Iquique.
Esa tarde, en La Serena, el coordinador del Frente Juvenil de Unidad
Nacional, Ignacio Astete, leyó ante el Presidente un discurso
inesperado:
—La impersonalidad del sistema institucional —dijo— es uno de sus
pilares, pero para que él culmine y se consolide, se requiere del
prestigio personal del actual Jefe de Estado. No obstante, por ello,
nos declaramos hoy pública y explícitamente pinochetistas y llamamos
a todos los chilenos a estrechar filas en torno a un movimiento cívico
que convierta al pinochetismo en la fuerza arrolladora que consolidará
la nueva institucionalidad democrática (5).
Cuando le informaron del anuncio, el general Leigh comentó que
debía tratarse de una broma, que no podían estar hablando en serio.
En su fuero interno sabía que una pesada operación en contra de sus
propósitos se había puesto en marcha.
También coincidió en ese paso por el norte otro integrante de la Junta
de Gobierno: el almirante Merino, que recibió el martes a Pinochet a
bordo del crucero Arturo Prat.
Pinochet regresó a Santiago el miércoles 12 y reiteró su llamado a la
unidad nacional.
A fines de la semana, encomendó al presidente de la Comisión de
Estudio de la Nueva Constitución, Enrique Ortúzar, analizar las
distintas alternativas de sistemas para elegir Presidente.
Las cosas comenzaban a precipitarse. Casi simultáneamente, el
general Leigh había concedido una entrevista a Paolo Bugialli, un
corresponsal para América Latina del diario italiano Il Corriere della
Sera, que le había sido recomendado por su amigo Jorge Ovalle (6).
Con esta entrevista Leigh quería compensar las crecientes
dificultades que se le ponían para organizar una conferencia de
prensa, como era su deseo. Quería hablar de tres temas: el caso
Letelier, el problema económico y la determinación de plazos.
El martes 18 de julio de 1978, a primera hora, resonaron los teletipos
en todo el país: la entrevista había sido publicada en Italia.
En lo sustantivo, Leigh había pedido cinco cosas: normalización del
país, con un itinerario institucional que se desarrollara en cinco años;
estatuto para el funcionamiento de partidos políticos; restauración de
los registros electorales; ley de elecciones; y preparación de una
Constitución.
Pero el malestar lo provocó un par de polémicos comentarios: que no
creía que el gobierno estuviera involucrado en el caso Letelier, pero
que si se llegaba a probar alguna participación él revisaría su
situación en la Junta; que la imagen exterior sólo mejoraría con la
normalización interna y que Chile no podía seguir siendo mantenido
“hasta el infinito en la negación de la libertad”.
Su principal asesor, el coronel Julio Tapia, que había regresado el día
anterior de un descanso en Buenos Aires, aterrizó de golpe en terreno
huracanado. Leigh lo citó para comentar la publicación. Tapia,
conocedor de los protagonistas, opinó que más que el fondo de los
planteamientos —que no eran una novedad para la Junta—, lo que
molestaría a Pinochet era que se dijera eso a la prensa extranjera, y a
Merino, que la información se refiriera a él como “el segundo” de la
Junta.
Lejos de inquietarse ante la probable molestia de Pinochet, Leigh
parecía dispuesto a todo. Tanto, que concedió una entrevista a la
Radio Agricultura, sólo para reiterar cuanto había dicho al periodista
italiano.
El ambiente se enturbió.
Esa tarde, como era habitual los martes, Leigh presidió la reunión de
su comisión legislativa. Uno de sus miembros, Fernando Maturana, le
pidió al general que antes de entrar en temas legales les contara qué
estaba pasando.
LOS MINISTROS, AL RUEDO
El miércoles 19 almorzó la Junta en el Diego Portales. Sin muchos
preámbulos se entró en materia.
Se hizo ver a Leigh “la gravedad y desafortunada oportunidad” de sus
declaraciones. Pinochet apenas contuvo su furia. Merino y Mendoza
pidieron al jefe de la FACh que se retractara. Leigh dijo que esas
declaraciones, matices más o menos, reflejaban su pensamiento y
que no veía motivos para retractarse. Los ánimos se acaloraron y se
suspendió la sesión de trabajo programada para después del
almuerzo.
Esa tarde, Sergio Fernández y Sergio de Castro organizaron una
reunión del gabinete para analizar las entrevistas de Il Corriere della
Sera y de la radio. Los ministros tenían ya un borrador de carta
preparado por la Asesoría Política, ASEP, y aprobado por sus
escasos miembros.
El ministro de Salud, general Fernando Matthei, enterado del temario,
se excusó de participar. Tampoco estuvieron presentes Herman
Brady, porque Fernández insistía en no considerarlo como ministro, ni
los titulares de Minería, Agricultura y la vicepresidencia de la Corfo,
que estaban fuera de Santiago.
La sesión duró más de tres horas.
—¡Cómo puede ser —dijo el ministro de Vivienda, Edmundo Ruiz—
que se vaya a sacar una declaración en contra de un miembro de la
Junta de Gobierno!
—Aquí se va a ver —respondió el jefe del Estado Mayor Presidencial,
general Sergio Covarrubias— quién está con el Presidente y quién
no.
Tras el debate, se resolvió emitir una declaración anunciando que los
secretarios de Estado, constituidos “libre y espontáneamente” en
Consejo de Ministros, acordaban enviar una carta privada de cuatro
carillas al general Leigh, expresándole su “profunda sorpresa y
desconcierto” ante las recientes declaraciones “a la prensa
extranjera”, “que han provocado conmoción y desorientación en la
opinión pública” (7).
Los ministros estimaban incomprensible que Leigh desconociera la
existencia de un itinerario político, puesto que éste había sido
anunciado en Chacarillas. La nota fue firmada por todos los ministros
y un viceministro, el de Relaciones Exteriores, general Enrique Valdés
Puga. Sendas copias fueron despachadas a Pinochet, Merino y
Mendoza
Enterados del incidente, varios generales de la FACh fueron a hablar
con el general César Raúl Benavides, titular de Defensa, para
protestar por el hecho inaudito. No consiguieron mucho: Benavides
era uno de los firmantes de la declaración.
La carta fue enviada a Leigh el jueves, a las 11 de la mañana, pero el
ministro Fernández entregó un escueto comunicado a la prensa
informando que se había acordado enviar a Leigh “la opinión
discrepante de la unanimidad de los ministros asistentes”.
Con el texto en su poder, Leigh se fue a almorzar a su casa ese día.
No supo que esa misma noche la CNI recibió orden de
acuartelamiento.
SE DESATA LA CRISIS
Pinochet informó de la gravedad que atribuía a la situación en una
reunión que sostuvo a las 12 horas del viernes 21, en el edificio Diego
Portales, con los generales de Ejército de la Guarnición de Santiago.
Los periodistas que lo vieron salir registraron un rostro tenso y severo
y la terminante negativa de hablar.
Una hora más tarde, a las 13, Leigh almorzó con sus generales en el
segundo piso del Ministerio de Defensa. No concurrió el general
Matthei.
En la cita se analizó el texto de los ministros y Leigh pidió opiniones.
Unos le aconsejaron no responder; otros, que enviara su respuesta
directamente a Pinochet, para no dar reconocimiento a ese Consejo
de Ministros. Otros sostuvieron que la FACh debía proceder a
retirarse del gobierno inmediatamente.
En las primeras horas de esa tarde, Merino habló con Leigh en el
Ministerio de Defensa. Le reiteró su amistad y le insinuó que lo mejor
sería que renunciara. Leigh lo tomó con humor.
Algunas decisiones de envergadura habían comenzado a volver
irreversible la crisis.
Pasadas las cuatro de la tarde, Leigh pidió a su segundo en el
mando, el general José Martini, que visitara al general Matthei en su
casa y le pidiera la renuncia. La gestión fracasó: Matthei se negó,
pero anunció que renunciaría el lunes.
—Ha llegado el momento —dijo Matthei— en que no puedo estar de
acuerdo honestamente con el curso que el señor general Leigh está
imprimiendo a la marcha política.
Los sondeos de Pinochet sobre Matthei para un eventual reemplazo
de Leigh mantenían al ministro de Salud en una tensión extrema. Lo
conversó con su familia; les contó que sus intenciones eran dejar la
FACh, pero también que se sentía presionado.
Leigh permaneció en el Ministerio hasta tarde aquel viernes. Se
quedó redactando su respuesta a los ministros. Algunos de sus
generales le habían aconsejado que no respondiera todavía a los
ministros, y que dilatara su misiva hasta que supiera los resultados de
la reunión de la Junta fijada por Pinochet para el lunes.
Algunos de esos generales se llevaron la sorpresa en el drive in Lo
Curro, donde se celebraba la boda de la hija de un oficial retirado: allí
supieron que Leigh había decidido responder ese mismo viernes a los
ministros. Lo consideraron un error.
En realidad, la nota de Leigh, de una carilla, decía que no iba a
responder al Consejo de Ministros, por tratarse de “un organismo
jurídicamente inexistente y, por lo mismo, carente de
representatividad para dirigirse a las más altas autoridades del país,
afectando así la estabilidad del régimen militar”.
También advertía que no iba a aceptar lecciones de quienes no
conocían a cabalidad los hechos del 11 de septiembre. Y reiteraba
que las declaraciones al diario italiano reflejaban su invariable
postura.
Cerca de las 19 horas, Leigh se retiró del Ministerio. Esa noche tenía
un compromiso ya imposible de anular: había invitado a cenar en su
casa a una veintena de sus compañeros de la promoción 1938 del
Liceo José Victorino Lastarria (8). Con ellos estaba cuando le
avisaron que el Consejo de Ministros, como reacción a su
declaración, había hecho pública la carta de protesta.
La guerra estaba desatada.
El sábado, la jornada se inició con una tenebrosa señal.
En el diario El Mercurio se publicaba un aviso sugestivo: “Por pérdida
de salud y caducidad permiso para pilotear, vendo avioneta regular
estado. Sólo interesados al contado. Málaga 195” (9).
Esa era la dirección de Leigh.
Otro anuncio similar, jugando esta vez con el motor fundido y la
brújula perdida, aparecía en La Tercera (10).
Temprano ese sábado, Julio Tapia llegó a la casa de Málaga a
contarle a Leigh que al parecer se preparaba un golpe en contra suya
para el lunes. Más tarde se les unió Jorge Ovalle. Ambos pasaron
gran parte del día en aquella casa. También asistió el general Martini,
insistiendo en que era esencial destituir a Matthei.
Aunque no estaban enterados, sus temores sí tenían fundamento:
Pinochet había dispuesto ese fin de semana acuartelamientos,
movilización de tropas desde el norte y desplazamiento de
paracaidistas: había echado a andar un verdadero operativo de
guerra.
Leigh intuía que algo grave podía pasar, aunque no creía que lo
fueran a sacar (11).
Ese sábado, Mendoza viajó a la Cuarta Región, pero volvió el
domingo. Merino se relajó en el Club de Golf Los Leones. Allí
comentó a sus amigos que la crisis seguramente se resolvería bien.
El domingo 23 volvieron a juntarse en privado Pinochet, Merino y
Mendoza. De esa reunión salió un nuevo recado para Leigh: le pedían
renunciar para evitar un quebrantamiento de la unidad de las Fuerzas
Armadas. Leigh respondió secamente: eso no estaba en sus planes.
Por la noche, Pinochet recibió en su casa a altos oficiales del Ejército.
A esa hora, los asesores jurídicos de su gabinete comenzaron a
redactar dos textos terminales: un decreto ley común y un acta de la
Junta que podría convertirse en decreto ley de excepción.
Era la destitución.
EL AMANECER DEL LUNES
El lunes 24 de julio de 1978, en la madrugada, los alrededores del
Ministerio de Defensa y del edificio Diego Portales quedaron bajo
control militar.
Las bases de la FACh fueron puestas bajo un discreto pero ostensible
cerco militar. Contra la unidad principal, la de El Bosque, fueron
dirigidos los emplazamientos del Ejército en Chena.
El general Leigh llegó a las 8.30 al Ministerio, en medio de una
situación abiertamente anómala: todas las puertas permanecían
cerradas y los guardias eran sólo del Ejército, en tenida de combate.
Había incluso paracaidistas.
Pidió a su edecán que citara para las 10 a todos los generales a un
Consejo Aéreo. Luego subió al quinto piso, a la comandancia en jefe
del Ejército, para conversar con Pinochet. Llevaba un memorando en
que proponía que se declararan, mediante comunicado público, en
sesión permanente hasta llegar a acuerdo sobre el itinerario
institucional.
Pinochet estaba con Merino, Mendoza y el secretario del Ejército, el
coronel René Escauriaza. Un decreto ley destituyendo al general, que
él mismo debía firmar, descansaba sobre la mesa.
Tras recibirlo, Pinochet dio la palabra a Merino.
—Gustavo, como tú muchas veces has dicho que estás bastante
molesto con la Junta y que cualquier día te vas a ir para la casa si
estimas que las metas y objetivos fijados por los que estamos aquí no
se cumplen, ¿por qué no lo haces ahora, que es el momento? Tu
situación es muy delicada después de las críticas que has hecho en la
prensa extranjera.
Pinochet dijo que eso no venía al caso y que tenía que firmar.
—Has puesto en peligro —agregó Mendoza— la unidad del país, la
tranquilidad y la seguridad, al hacer declaraciones tan graves a un
diario extranjero.
—Yo sólo he repetido lo que ya antes dije en el país en discursos
oficiales e incluso por escrito al Presidente de la República —replicó
Leigh, sacando su memorando.
Pinochet tomó la palabra. Mostró un papel.
—Tengo aquí todas las oportunidades en que usted se ha salido de
los márgenes con posiciones diferentes, así es que deseo que
presente la renuncia, porque lo que usted quiere es retirarse cuando
se abra el proceso de Letelier.
—No voy a presentar ninguna renuncia.
—Entonces lo voy a destituir.
—¿Y con cargo a qué ley me va a sacar?
—Bueno, no se preocupe, tenemos atribuciones para hacerlo. Aquí
está el decreto ley para que lo firme.
—Esto es absurdo. Hagan lo que quieran. Si quieren salirse de la ley,
allá ustedes, pero yo no voy a firmar. Guárdense su decreto.
—No importa, porque tenemos listo otro decreto.
—Hagan lo que quieran. Yo me voy a reunir ahora con mis generales.
—No haga tal, porque a los generales los tengo citados a mi
despacho para pedirles la renuncia a los más antiguos que el general
Matthei.
Alterado, Pinochet salió con brusquedad e hizo llamar a Matthei,
quien esperaba en una sala de al lado.
Leigh, perturbado, se retiró a su despacho y comunicó la noticia a los
generales, que ya se hallaban reunidos... con dos excepciones:
Matthei y Javier Lopetegui, asignado a la misión aérea en
Washington.
Los generales reaccionaron con furia. Se habló de oponer resistencia.
Leigh cortó las deliberaciones.
—Ni Pinochet ni yo valemos una gota de sangre de la que se puede
derramar si hay una resistencia mía, así es que yo prefiero irme
tranquilo a mi casa.
A la vez, les comunicó que Pinochet los citaría a su despacho.
ALGO GRAVE PASA
Los llamados comenzaron minutos después. Pero no fue Pinochet,
sino el ministro Benavides quien convocó a los ocho más antiguos
para comunicarles su retiro.
Nicanor Díaz Estrada, que era el jefe del Estado Mayor de la Defensa
Nacional, pidió a Benavides que nombrara al sucesor: él se iría de
inmediato, sin retorno, así quedara botado el Estado Mayor. Asumió
el almirante que estaba como subjefe del organismo y, como
interventor, entró el general Washington Carrasco.
Durante la reunión con Benavides, entró el vicecomandante del
Ejército, el general Carlos Forestier. Se acercó a darle un abrazo a
Díaz Estrada, en señal de despedida, pero éste lo rechazó. El día no
estaba para sentimientos.
Poco antes del mediodía, Leigh llamó a su asesor, Julio Tapia, que
estaba en el Diego Portales.
—Algo grave pasa, vente de inmediato.
En la torre la situación era casi más tensa.
Más de 90 carabineros con metralletas y cascos rodeaban el edificio.
Otros tantos, en la terraza, escrutaban el cielo...
Salvo el presidencial, todos los teléfonos del gabinete de Leigh se
encontraban cortados.
Cerca de las 10, una secretaria, pálida, le había dicho a Tapia que
tres carabineros venían a detener a Jorge Ovalle.
—Debe ser Brady, que me vio subir en el ascensor —comentó Ovalle.
Acto seguido, firmó un cheque en blanco y se lo pasó a Tapia por si
algo pasaba. Pero Tapia no quería gestos. Salió del despacho e
increpó duramente al capitán de Carabineros. El oficial, medio
confundido, se retiró.
Ovalle salió con Tapia del edificio. Los acompañaban Gabriela García
de Leigh, la periodista Celeste Ruiz de Gamboa y el chofer.
Abajo se separaron.
Tapia partió al Ministerio de Defensa. Tuvo que discutir con los
guardias para que lo dejaran entrar: no se permitía el ingreso de
civiles ni de oficiales que no estuvieran citados. Al subir, se enteró de
que el mando de la FACh estaba prácticamente detenido en el piso
segundo.
En cada pasillo había tropas del Ejército con órdenes de disparar si
alguien salía o entraba sin autorización. El general Martini acababa de
encarar a un oficial que le puso una metralleta en las costillas. A
gritos, el oficial había desistido.
En ese ambiente esperaba Leigh a Tapia.
—Te he llamado para darte mi última orden: te prohibo renunciar.
—Y eso, ¿por qué?
—Porque todos los generales están ahora en la lesera de que quieren
renunciar. Incluso los que están después de Matthei quieren
renunciar, pero es muy grave y peligroso descabezar a la Fuerza
Aérea.
—Lo lamento mucho, pero voy a tener que seguir la suerte de los
demás. No tendría cara para mirarme en el espejo en las mañanas,
sintiéndome un traidor. No me quedo ni un minuto más.
Casi a la misma hora, Dinacos difundió el comunicado oficial.
ESO SERÍA TODO...
Matthei bajó desde la oficina de Pinochet hasta la jefatura del Estado
Mayor de la FACh. Todavía no consideraba prudente ocupar la oficina
del comandante en jefe.
Allí empezó a citar a los generales menos antiguos.
Uno de los primeros fue el general Enrique Ruiz, que había sido su
compañero de curso. Le comunicó su designación y le expresó la
esperanza de que amigos y compañeros que lo comprendían
colaboraran con él. Concretamente —acercándose a darle la mano—
le pidió que lo acompañara como su segundo.
Ruiz puso las manos atrás y dijo:
—Mira, perdona, yo te quería advertir para que no siguieras, que no
estaré nunca dispuesto a colaborar para...
—Parece que eso sería todo, general —cortó Matthei.
—Efectivamente. Eso sería todo.
La escena se repitió más o menos en los mismos términos en estricto
orden jerárquico. Renunciaron todos los generales. Al concluir la
ronda, de 20 generales quedaba sólo uno: Matthei.
A las 12 horas, la Contraloría cursó el decreto más extraño de
cuantos habían pasado en el período: llevaba la firma de sólo tres
miembros de la Junta, pero mencionaba un Acta de Acuerdo
reservada.
El Acta declaró a Leigh imposibilitado para continuar ejerciendo sus
funciones. La Junta designaría al comandante en jefe que lo
reemplazaría.
Casi a la misma hora salieron del Ministerio de Defensa Pinochet,
Merino y Mendoza. Se fueron al Diego Portales para el juramento de
Matthei, fijado para las 12. El retraso de los técnicos de televisión
para montar los equipos obligó a postergar la ceremonia hasta las
12.45 (12).
En la calle Gálvez, la amargura y la ira contenida eran visibles en los
rostros de los generales de la FACh, reunidos todavía en el despacho
de Leigh. Un televisor encendido, que mostraba las imágenes de la
ceremonia de juramento, aumentaba la irritación. En la pantalla
apareció leyendo el decreto el subsecretario del Interior, coronel de
Justicia Aérea Enrique Montero Marx.
Los generales se miraron: debido a sus secretas misiones en
Washington, la FACh había decidido, apenas un mes antes, llamar a
retiro a Montero cuando se hiciera la Junta Calificadora de agosto.
En el juramento hubo ministros, generales, almirantes y altos oficiales
de la Guarnición. También el contralor Osvaldo Iturriaga y el
presidente de la Corte Suprema, Israel Bórquez.
La presencia de Bórquez convenció a Leigh que no tenía sentido
presentar recursos ante los Tribunales (13).
Matthei juró con una voz que delataba la tensión. Después declaró:
—Lamento mucho tener que ser yo su sucesor, pero yo creo que él
comprende la situación y espero que la comprenda...
Terminada la red nacional de radio y televisión, los generales
dimitidos de la FACh se juntaron en el comedor de la comandancia
para almorzar. Pocos tenían apetito.
En la casa de Leigh, descompuesta por los nervios, Gabriela García,
su esposa, era visitada por Margarita Riofrío de Merino. Ese día
también pasaron por Málaga las señoras de casi todos los generales
de la institución.
Frente a la casa, aunque no se detuvo, pasó una comitiva con Lucía
Hiriart (4).
Faltando poco para las cuatro de la tarde, se encendieron los motores
de los autos de la escolta de Leigh, que lo esperaban frente al
Ministerio.
Leigh salió a las 16 horas en punto.
Había pasado ocho horas en un estado de tensión nunca antes
experimentado.
Oficiales de Carabineros impidieron que el general destituido tomara
contacto con la prensa.
Una escolta especial se había preparado por instrucción del ministro
de Defensa. Pero los hombres de la guardia personal de Leigh
también esperaban. Cuando el general cruzó la puerta, sus hombres
se abalanzaron para rodear al auto. La otra escolta, sorprendida, trató
de forcejear.
Un teniente de Ejército quiso imponer su mando.
—¡Al general Leigh no lo custodia nadie más que nosotros! —gritó el
jefe de los guardaespaldas.
Hubo un empujón en la segunda fila. Un hombre de la FACh descargó
el puño en el bajo vientre de un escolta oficial.
El forcejeo terminó con los autos en marcha. Con armas
desenfundadas y colgando de las portezuelas, los guardias de Leigh
lo llevaron hasta su oficina del piso 19 del Diego Portales.
Allí el general quiso hablar con los periodistas, en un ambiente de
funcionarios nerviosos que comentaban en voz baja. Las
declaraciones de Leigh fueron transmitidas casi al instante por
algunas radios. Pero sus periodistas fueron amonestados y los
medios de comunicación advertidos por el mayor (R) Hugo Morales,
director de Dinacos, de que quedaban prohibidas todas las
informaciones sobre la FACh que no tuvieran la expresa autorización
de los nuevos mandos de la institución.
No fue el único rebote del conflicto en la prensa.
Al director de prensa de Radio Santiago se le advirtió:
—Ninguna entrevista al señor Leigh y a los oficiales que pasarán a
retiro. Tampoco ningún comentario o interpretación. Ceñirse a la
información oficial (15).
En la Radio Novísima, el director de prensa, Mañico Román, fue
práctico: colocó un aviso en la pared de la sala de prensa: “Prohibido
dar informaciones no oficiales en relación a la salida de Leigh”. Un
periodista de la emisora que lanzó un cable con un editorial de The
Washington Post comentando el quiebre en la Junta, fue despedido en
el acto.
DESFILE EN MÁLAGA
Aquella tarde, Leigh se despidió del personal de su gabinete —se
tomó incluso unas fotos con ellos— y de los miembros de la Comisión
Legislativa. Todos anunciaron su intención de renunciar.
Cerca de las 18 horas, el general Leigh llegó a su casa, rendido. A
eso de las nueve de la noche comenzó en su residencia un desfile de
casi todo el cuerpo de oficiales de la FACh. Pasaron incluso algunos
de los coroneles que acababan de ser ascendidos al grado de general
y que ya lucían sus nuevos uniformes.
Un caso fue el del coronel más antiguo, Juan Pablo González,
conocido por sus amigos como El Caballo, a quien le correspondía
ascender a general de brigada, pero que esa noche apareció como
general de aviación.
—Oye, Caballo, ¿de dónde sacaste esas estrellas? —le preguntaron
los presentes.
—¡Decreto ley, puh viejo, decreto ley!
Durante aquella velada Leigh supo que Matthei había llamado a
Lopetegui, a Washington, y que éste finalmente había aceptado
quedarse.
Un apagón en el sector de la calle Málaga puso una nota de
suspenso a la reunión.
La calle estaba tapada de autos, aunque no todos tenían dueño
conocido. Vehículos misteriosos tomaron nota durante horas de
quienes entraban y salían. La vigilancia duraría varias semanas.
Esa noche, en las poblaciones de la FACh se realizaron “reuniones
informativas”.
A la mañana siguiente, el martes 25, se realizó la inauguración del
casino para el personal del Ministerio de Salud, presidida por el
general Matthei. Aprovechando la ceremonia para despedirse del
cargo, Matthei declaró que habría sido “cobardía moral” no aceptar el
puesto. Y habló del “más grande comandante en jefe que ha tenido la
institución” y que no pretendía igualarlo en carisma (16).
Ese día, Tapia retiró algunas cosas del despacho de Leigh en el
Diego Portales. El miércoles, su chofer, que aún lo acompañaba, le
comunicó que había sido prohibida la entrada de él y del general
Leigh a la sede de gobierno.
El golpe había sido consumado hasta en sus más irrelevantes
detalles.
Comenzaba para Pinochet una nueva fase. Largos meses de
discusiones y obstáculos empezaban a quedar atrás. Era hora de
hacer nuevos planes.
23
EL PLAN DE LA VICTORIA
La salida de Leigh dejó el camino despejado para los planes del general Pinochet.
Después de que tuvo en sus manos un proyecto de Constitución que no ponía
plazos, el general se comprometió en un nuevo itinerario, donde la fecha de 1985
parecía clave... pero no lo era.

El 2 de agosto de 1978, nueve días después de la brusca destitución


del general Gustavo Leigh de la jefatura de la Fuerza Aérea, el
general Augusto Pinochet se reunió con los periodistas del Diego
Portales para dar por primera vez su versión sobre los hechos.
En esos nueve días la tensión inicial había ido disipándose a medida
que resultaba evidente que Leigh no se organizaría fuera del régimen
para combatir a Pinochet, un temor analizado días antes en el Estado
Mayor del Ejército. Leigh no se convertiría en un líder de la oposición
ni tampoco ejercería influjo directo en otros cuadros de las Fuerzas
Armadas.
Gruesos informes sobre sus actividades privadas se realizaban
diariamente. Pero no había en ellos nada que alentara el miedo a una
reactivación de la crisis.
El general Fernando Matthei había abandonado ya la cartera de
Salud en favor de uno de los oficiales que se quedaron en la FACh, el
coronel Mario Jiménez.
La conversación con los periodistas tuvo el tono más crudo que se le
conocía a Pinochet. Más tarde, Dinacos y la iniciativa propia de los
medios oficialistas harían ingentes esfuerzos para suavizar el texto y
presentar una versión menos agresiva (1).
Pinochet dijo que Leigh había mentido al declarar que no conocía el
plan de Chacarillas.
—Tenia malos asesores —agregó—. Tenía al gordinflón de Jorge
Ovalle, que yo tuve que echar de la Comisión Constituyente. A
Alejandro Jara Lazcano, que lo había nombrado de embajador en
Colombia, que lo único que hacía era dejar al gobierno como el unto,
y lo saqué en 24 horas. Ese señor cuando regresó a Santiago quiso
conversar conmigo y yo no lo recibí (2).
Después se refirió a una reunión a la que asistieron tres asesores de
Leigh, entre ellos Gustavo Alessandri y Gregorio Amunátegui.
—Una vez conversé también con tres astronautas que me vinieron a
hablar de la propaganda y publicidad que necesitaba el gobierno. Les
escuché muy atentamente y a uno de ellos le dije que podía servir
para canciller. Este señor al otro día me entregó un currículo, lo que
prueba las ambiciones que tenían estos señores.
Sobre las cartas distribuidas en torno de la consulta:
—Yo pedí una investigación sumaria para investigar cómo se habían
filtrado. Leigh me dijo que hacer una investigación era muy grave y se
supo que algunos de los generales de la FACh habían sacado copias
y se habían repartido por todas las bases del país. Incluso cuando
conversé el 19 de enero en Mendoza con el Presidente (Jorge Rafael)
Videla éste me mostró una carta de Leigh.
—Pero también se filtraron dos cartas suyas... —acotó un periodista.
—Sí, es verdad. Ya que las de Leigh se conocían, se conocieron las
mías.
—¿Entonces fueron una por otra?
—Sí, así fue.
—¿Pero también se conoció una carta de Merino?
—Sí, efectivamente. Esa carta la redactó Ovalle, pero el almirante
Merino se arrepintió después. Después vino el discurso de Leigh en la
Escuela de Aviación. Yo después de escucharlo no me fui de la
Escuela nada más que por normas de educación.
—¿Cuándo se desató la crisis?
—Yo he dicho que di vuelta la hoja a este asunto y no quiero entrar
en muchos detalles. Pero si algunos dijeron que no me iba a atrever a
hacer cambios en la Fuerza Aérea, ustedes ya han visto.
—¿Cree que Leigh tenía ambiciones presidenciales?
—No, yo creo que no. No voy a decir que tenía ambiciones
personalistas tampoco. Pero cuando se fue él, se retiraron 19
generales. Yo cité ese día lunes a ocho generales a mi despacho, y
como no vinieron les dije “para afuera, señores”, y el resto que
renunció, es cosa de ellos.
—¿No cree usted que al destituir a Leigh le ha facilitado el camino
para que sea jefe de la oposición civil, o una alternativa?
—No, no creo.
“DUROS” Y “BLANDOS”
La caída del general Leigh venía a cerrar la etapa de más fuertes
presiones dentro del régimen. Un horizonte nuevo se abría ante el
general Pinochet: en poco más de un semestre, exhibiendo una
audacia que muchos se negaban a concebir, el general había
transformado el panorama interno del gobierno y se había impuesto
como su jefe indiscutido.
El acto de la consulta le había dado la doble legitimidad que buscaba
desde el 74: ante el país y ante sus pares. Gracias a ella había
quedado en posición de estar, según sus propias palabras, “un paso
más adelante” que la Junta.
Ahora, el golpe de mano en la Fuerza Aérea venía a despejar el
último y más difícil escollo. Porque para Pinochet era evidente que el
general Leigh sólo no estaba dispuesto a admitir el peso de la
consulta, sino que además tenía sus propios planes para el futuro del
gobierno. De entre las muchas objeciones que la FACh ponía a la
conducción del Estado, ésta era una de las más hirientes e
insoportables: la idea del decenio como plazo máximo de ejercicio del
poder irritaba a los mandos del Ejecutivo. Significaba que en 1983 las
Fuerzas Armadas debían dejar el gobierno perentoriamente, sin medir
la “madurez política” del país ni los resultados de las políticas de largo
plazo puestas en marcha por el equipo económico.
Dos vertientes confluían en aconsejar a Pinochet que los plazos
fueran eliminados del lenguaje del gobierno. En una se reunieron
sectores del nacionalismo tradicional con algunos familiares del
Presidente. Su hija Lucía Pinochet, su esposo Hernán García
Barzelatto, Jaime Pereira y el agricultor Pedro Félix de Aguirre
(estrechamente ligado a Sergio Onofre Jarpa) formaron parte de un
pequeño núcleo que analizó los resultados de la consulta a la luz de
la proyección del régimen más allá de las fronteras políticas
conocidas, en función de los “cuerpos intermedios” y el poder gremial.
García Barzelatto y Pereira pasaron ese año a controlar el estratégico
bastión de Televisión Nacional, mientras que Félix de Aguirre, con
cierto apoyo del prorrector Hernán García Vidal, concentró sus
equipos en la Universidad de Chile.
En la otra vertiente se agrupó el equipo económico y la parte medular
del gabinete conducido por Sergio Fernández. Para ellos era
importante consolidar el modelo y proceder a algunas
transformaciones profundas de la estructura social, sobre todo en lo
relativo al papel del Estado. Ellos aspiraban a que algunas de las
imágenes negativas creadas en torno del régimen pudieran disiparse
con rapidez, para lo cual impulsaban la toma de decisiones con cierto
aire de apertura, pero sin que lo fundamental —la concentración del
mando— fuera alterado por un período extenso.
Las diferencias entre ambos grupos fueron detectadas por la prensa,
que acuñó, sin atreverse a llegar más lejos, la noción de los “duros” y
los “blandos”. Ambos sectores, sin embargo, comenzaron en aquel
agosto a trabajar para el plan político con que Pinochet reafirmaría su
control del país. Era el plan de la victoria.
Las condiciones de ese segundo semestre de 1978 eran favorables.
Pese a la altísima cesantía, el modelo empezaba a dar resultados en
el control de la inflación, el estímulo a la inversión extranjera y la
transformación del agro. La agitación laboral parecía estar
resurgiendo, pero también los cuerpos legales para contenerla
estaban ya avanzados y grandes novedades podían producirse en los
meses siguientes. El slogan “Chile, una isla de paz” daba visos de
estarse imponiendo.
De esa manera podría el gobierno concentrarse en sus dos conflictos
superiores: la tensión con Argentina, que había ido agudizándose con
los oscurecimientos de guerra en Buenos Aires y con las recíprocas
acusaciones de espionaje; y las relaciones con Estados Unidos,
seriamente deterioradas por el caso Letelier.
Como se esperaba, el 1° de agosto de 1978, a las 3 de la tarde, hora
de Washington, el fiscal adjunto Eugene Propper presentó ante el
juez William Bryant la acusación formal contra ocho personas por el
homicidio de Letelier. Cinco eran los cubanos, y tres los chilenos: el
general (R) Manuel Contreras, el coronel Pedro Espinoza y el teniente
Armando Fernández Larios. Se anunciaba que en cosa de días
vendría el exhorto para la extradición de los tres.
La derecha se apresuró a cerrar filas con el gobierno e interpretó la
presión norteamericana como un ataque a la soberanía. Esa sería la
estrategia para los meses venideros (3).
Esa fue la tónica central de las explicaciones que Pinochet y los
ministros del Interior, Relaciones Exteriores y Justicia dieron unos
días después a los cuerpos de generales y almirantes y coroneles y
comandantes, en dos reuniones efectuadas en las salas del Diego
Portales.
EL BORRADOR DE ORTÚZAR
A las 5 de la tarde del 16 de agosto de 1978, el prosecretario de la
Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, Rafael Larraín, entró
al Diego Portales con un cartapacio de cuero beige que contenía 305
carillas.
Nerviosamente, lo esperaban Enrique Ortúzar, presidente de la
Comisión, y los otros ocho miembros: Juan de Dios Carmona,
Gustavo Lorca, Raúl Bertelsen, Alicia Romo, Luz Bulnes, Jaime
Guzmán, Sergio Diez y el secretario, Rafael Eyzaguirre. También
estaba listo el gabinete de ministros.
A las 6, con media hora de retraso, la ceremonia fue abierta en el
Salón Azul con un discurso de Ortúzar. Después de casi cinco años
de trabajo, en 417 sesiones, reunidas en nueve tomos, y con el apoyo
de cinco subcomisiones, el anteproyecto de reforma constitucional
estaba finalmente listo.
La Comisión había pedido ya dos prórrogas, pero el plazo máximo
fijado por Pinochet vencía el 20 de agosto. Con cuatro días de
antelación, el equipo de Ortúzar conseguía ahora entregar el texto (4).
La ceremonia fue extremadamente formal, pero hubo calurosas
felicitaciones para todos. Incluso un legajo con instrucciones
especiales entregado por Pinochet en noviembre de 1977, cuando
gran parte del trabajo estaba ya avanzado, había podido ser
incorporado a las ideas rectoras del borrador de la nueva Carta
Fundamental.
La Comisión había tenido una vida tormentosa. Tres de sus
miembros, los juristas Enrique Evans, Alejandro Silva Bascuñán y
Jorge Ovalle, la habían dejado tras ácidas polémicas, y la FACh había
insistido en que no era necesario preparar un nuevo texto, sino sólo
modificar el de 1925.
Juristas disidentes habían iniciado el estudio de alternativas unos
meses antes. Reunidos en el Grupo de los 24, algunos de los más
prestigiosos hombres de Derecho de la oposición venían planteando
sus objeciones ante el proyecto y la naturaleza de su tramitación (5).
Al filo de la entrega oficial, otros ocho juristas habían pedido la
intervención del Colegio de Abogados para formar una comisión de
estudio ad hoc (6).
Curiosamente, el proyecto Ortúzar, extenso y detallado en la
exposición de las bases de la institucionalidad, dejó en blanco la
fórmula de la transición. Nada se decía sobre cómo se pasaría del
régimen militar a la democracia propuesta en el texto. Ningún
articulado transitorio se internaba en las difíciles decisiones de la
transferencia de los poderes (7).
El propio Presidente había hecho saber a la Comisión que el tema
debía quedar excluido. Se sabía que era objeto de severa polémica
dentro de las Fuerzas Armadas, pero el argumento principal fue el de
que, existiendo un programa de grandes líneas esbozado en
Chacarillas, debía ser el propio Jefe del Estado quien estableciera las
precisiones a ese programa y delineara la transición. Jaime Guzmán,
a quien se atribuía la autoría del plan de Chacarillas, estuvo de
acuerdo en que la transición no fuera delimitada por el anteproyecto.
La formulación del nuevo plan sería cuestión de unos días.
1985, FECHA CLAVE
El 11 de septiembre de ese año, al celebrar el primer quinquenio de
su gobierno, el general Pinochet preparó el discurso decisivo: “duros”
y “blandos”, embarcados en la polémica sobre la mayor o menor
rapidez que debía tener el retorno a la democracia, participaron en las
discusiones sobre lo que se anunciaría ese día.
Pero la decisión final quedó, como otras veces, en el reducido grupo
de la Asesoría Política (ASEP), donde las voces del ministro
Fernández y el canciller Hernán Cubillos habían llegado ya a ser
dominantes, casi sin contrapeso alguno.
Fue el primer año sin celebraciones oficiales. Sólo hubo, en la noche,
una manifestación de adherentes frente a la casa de Pinochet.
Pero el discurso de aquel día cambió el escenario conocido hasta
entonces.
Las “tres fases” delineadas en Chacarillas se esfumaron. La
recuperación con Actas Constitucionales hasta 1980 perdió entidad; la
transición con Congreso “termal” a partir de 1981 tampoco apareció; la
normalidad constitucional, con elecciones en 1985, se convirtió en algo
sutilmente distinto, pero con referencia a la misma fecha.
El cuerpo central del nuevo plan tuvo cinco puntos:
• El proyecto preparado por la Comisión Ortúzar sería estudiado
ahora por el Consejo de Estado, para su posterior examen y
aprobación por la Junta.
• Una vez hecho ese trámite, de duración no definida, el texto de la
nueva Carta Fundamental sería sometido a ratificación popular a
través de plebiscito. Esto eliminaba todas las proposiciones, en boga
por aquellos días, de formar una Asamblea Constituyente.
• A partir de la promulgación de la nueva Constitución, se iniciaría la
transición. Este proceso duraría seis años.
• Durante ese periodo se instalaría un Parlamento íntegramente
designado por la Junta. Otros órganos constitucionales empezarían a
funcionar también.
• Las primeras elecciones políticas tendrían lugar no antes de 1985.
La reiteración de 1985 como una fecha crucial tuvo en aquellos días
el efecto de una promesa. Puesto que ya se la había mencionado en
Chacarillas, parecía ahora la ratificación de una voluntad larga y
cuidadosamente meditada.
No era así.
Lo que se había meditado con extensión y cuidado era precisamente
la forma de modificar el plan original sin que apareciera una visible
contradicción en los términos.
El truco consistió en decir que las elecciones serían no antes del 85:
allí se implicaba, sin aclararlo, la posibilidad de que fueran después de
tal fecha. La sola visión del cronograma indicaba que ello sería
inevitablemente así: si la normalidad vendría después de una
transición de seis años, regida por la nueva Constitución, ésta debía
entonces regir en 1979. Pero ni el estudio del Consejo de Estado, ni
el de la Junta, ni el del posterior plebiscito, dejaban tiempo y espacio
para completar esos pasos.
El nuevo plan político tuvo, en su momento, menos resonancia que el
de Chacarillas (8).
Aquél se había beneficiado de ser el primer anuncio de cronograma
en la historia del régimen. El nuevo diseño, en cambio, era mucho
más relevante que el de 1977. Demostraba que la voluntad del
Ejecutivo admitía fuertes postergaciones en la decisión más compleja,
la de dejar el poder.
Era, además, el último paso para terminar con la presión de algunos
sectores castrenses por apurar el tranco. El decenio de Leigh moría
aquel día.
EL CUADERNO DE LO CURRO
El nuevo plan sirvió, sin embargo, de muy poco para mejorar la
imagen externa.
Desbocado de sus cauces, el caso Letelier comenzó a infiltrarse con
crudeza en la esfera militar chilena. Durante agosto y septiembre,
entre los oficiales de Ejército había circulado con fuerza la versión del
suicidio del general (R) Contreras. Algunos habían llegado a llamar a
su casa para cerciorarse de la falsedad del rumor.
Contreras estaba convencido de que una operación sicológica de
saturación pública estaba teniendo lugar para forzarlo a tomar
decisiones dramáticas. Por orden del instructor del proceso, el
general Héctor Orozco, los tres acusados habían sido trasladados al
Hospital Militar, en una situación de arresto que intentaba disimularse
bajo alambicadas declaraciones.
La notificación de tal cosa le llegó a Contreras por boca del general
Washington Carrasco, aún jefe del Estado Mayor en seguro paso
hacia la Vicecomandancia en Jefe. Contreras intentó resistir al
arresto, pero sus propios abogados le recomendaron la conveniencia
de registrarse en el Hospital Militar.
La situación empezaba a volverse crítica. Incluso los gastos de la
defensa jurídica comenzaban a pesar como un fardo en los ex
agentes de la DINA y el anuncio del exhorto lanzaba el caso hacia un
terreno altamente explosivo: el del juicio penal común.
En los meses posteriores a la disolución de la DINA, Contreras y sus
hombres de confianza habían planificado un tranquilo retiro en el cual
podrían incluso descansar apaciblemente. Su Departamento
Económico había elaborado un proyecto para dotar de viviendas a
todo el estado mayor del servicio. Con ese fin se había creado una
sociedad de responsabilidad limitada, con una cincuentena de
personas, inscrita bajo el nombre de “Pedro Diet y otros”. Diet era uno
de los hombres del Departamento Económico.
Al mismo tiempo, para solventar sus propios gastos, Contreras se
había asociado con Vianel Valdivieso en una empresa consultora
llamada Conas.
Pero ninguno de los negocios caminaba ahora: la presión que venía
desde el propio gobierno había impedido canalizar fondos y contactos
hacia esos proyectos.
La DINA sabía, además, que las declaraciones de Michael Townley
excedían con mucho los límites del secreto que había jurado
mantener. La defensa de Contreras intentaba probar que Townley
había tenido muy escasa relevancia en la estructura de la DINA, pero
Mariana Callejas estaba entregando nuevos antecedentes a la parte
acusadora.
Se sabía que un cuaderno de contabilidad que correspondía a la casa
de Townley, usada como oficina de la DINA, estaba en manos del
abogado de EE.UU., Alfredo Etcheverry, y aquella podía ser la prueba
bombástica del involucramiento del norteamericano con el servicio
chileno.
El 20 de septiembre de aquel año, el embajador George Landau se
presentó en la Cancillería chilena y entregó el exhorto con el pedido
de extradición: el paquete involucraba más de 500 fojas y numerosos
elementos de prueba.
El 21, coincidiendo con el segundo aniversario del asesinato, el texto
llegó a la Corte Suprema para dar comienzo al trámite jurídico.
Pocos días después, una bomba estalló en la casa del presidente de
la Corte Suprema, Israel Bórquez. En la casa del juez que fue
designado para investigar el caso, Sergio Dunlop, estalló un segundo
artefacto en cuestión de semanas.
Presionado por esta abrupta aceleración de los hechos, el abogado
Sergio Miranda Carrington, que servía a Contreras, anunció que su
cliente se acogería a una reciente modificación del reglamento militar,
según la cual el comandante en jefe podía admitir que un oficial
pasado a retiro continuara por seis meses más que los normales en el
ejercicio de sus prerrogativas. La petición no fue nunca contestada,
pero se entendió que Contreras había enviado su primer desafío a la
voluntad de Pinochet.
VIANDAS EN CHUQUI
El estallido del caso Letelier acalló en parte las repercusiones de otro
conflicto interno, más peligroso desde la dimensión del orden público.
Era un hecho larvario, ocurrido a mil 600 kilómetros de Santiago, pero
amenazaba con crear el más grave de los precedentes.
En el último día de julio, sintiendo agotadas las vías legales y directas
de presión salarial, los trabajadores de Chuquicamata habían
decidido iniciar un movimiento de protesta que consistiría en no asistir
a los comedores de la empresa.
Al principio, la situación fue vista con cierto desdén por los ejecutivos
de Codelco. No parecía que semejante reclamo, expresado con la
prescindencia de un servicio, pudiera llegar muy lejos. Pero las cosas
tomaron un giro alarmante al comenzar agosto. El 7 de ese mes, el
ministro del Trabajo, Vasco Costa, se reunió con los dirigentes
sindicales de Chuquicamata y les prometió una rápida respuesta del
gobierno. También les pidió informar a las bases.
Los dirigentes cumplieron con el encargo al día siguiente. Cuatro mil
trabajadores se reunieron para escuchar la cuenta. Inesperadamente,
el ingreso del presidente de la Confederación de Trabajadores del
Cobre, Bernardino Castillo, fue recibido con una prolongada rechifla
masiva. Castillo admitiría después que “me lo merecía, por haber
callado los requerimientos ante el gobierno” (9).
El 9 de agosto, los dirigentes que participaron en la asamblea fueron
citados por el vicepresidente ejecutivo de Codelco, el general (R)
Orlando Urbina. En realidad, no se trataba de un diálogo, sino de una
advertencia: si el movimiento continuaba, habría sanciones muy
severas.
Pero la protesta continuó. Así que al día siguiente, la empresa
despidió a seis trabajadores por “injurias al gobierno”. Aquella noche,
la Radio El Loa llamó a las mujeres de los trabajadores a persuadir a
sus maridos para abandonar el movimiento. Pero aquello no hizo más
que empeorar el clima: aquella noche hubo en Chuquicamata un
generalizado caceroleo, el primero que se oía desde los tiempos de la
Unidad Popular.
El gesto sembró la alarma en el gobierno. Después de unos días de
espera, el gobierno decidió aplicar la mano dura. Decretó el estado de
sitio en la provincia y detuvo y relegó a Chonchi a diez dirigentes de
los sindicatos. El ministro Fernández usó una cadena nacional de
radio y TV para explicar la medida. Afirmó que el Partido Comunista
estaba detrás del movimiento de los mineros y dijo que los detenidos
“pertenecen o están vinculados” al PC.
La acusación sembró el desconcierto en las propias filas del gobierno.
Los arrestados eran empleados y supervisores, un área donde la
izquierda jamás había tenido influencia. Uno de ellos tenía nivel
ejecutivo: era jefe de relaciones laborales; otro, con rango de
supervisor, era hijo de un general de Carabineros retirado que
también pertenecía a la plana mayor de Codelco (10).
Como un boomerang, la violenta medida tranquilizó la protesta pública,
pero abrió el debate dentro del régimen. El subsecretario de Minería,
general Rubén Schindler, declaró sin ambages que el reclamo de los
mineros le parecía lógico. El vicepresidente de comercialización de
Codelco, coronel Gastón Frez, opinó en Santiago que la negociación
había sido mal conducida.
A mediados de septiembre, cuando la situación amenazaba con
desbordarse, Pinochet citó a Santiago al general (R) Urbina y le
propuso un traslado.
Urbina presentaba el caso más peculiar de la cúpula militar del golpe.
Durante las acciones del 11 de septiembre de 1973, por expresa
petición de los generales que participaban en la conjura, Urbina, a la
sazón jefe del Estado Mayor y segundo hombre del mando, había
sido enviado a Temuco en una disimulada operación de alejamiento.
Los generales creían que Urbina era proclive a la UP y temían que
pudiera abortar el golpe.
Pero Urbina era un antiguo amigo y confidente de Pinochet. Ambos
se llamaban “hermano” y había certeza de que en las horas
posteriores al golpe el propio Urbina había recomendado a Pinochet
vigilar a algunos de sus generales, que mostraban ambiciones de
poder.
Urbina pasó a retiro a comienzos de 74, como parecía lógico, pero fue
designado en Codelco.
Ahora, ante la presión de las viandas, cuando una vez más se pedía
la cabeza de Urbina, Pinochet tenía para él una oferta: asumir la
secretaría general del Cipec en París, un cargo altamente codiciado.
Así es que el general retirado, aprovechando la reciente detección de
una afección ulcerosa, abandonó las conversaciones con los
trabajadores, que quedaron en manos del coronel Frez. Luego vino el
terremoto: diez de los más altos ejecutivos de Codelco fueron
removidos y la empresa quedó en manos de hombres de confianza
de Frez.
El equipo económico, que sabía de las antiguas discrepancias del
coronel Frez, publicitó la idea de que ahora sí que podrían llevarse
mejor las relaciones entre Codelco y los ministerios, acaso pensando
que con ello presionarían al coronel. Pero no fue así: Frez resolvió la
tensión laboral en Chuquicamata por la vía del diálogo y comenzó a
convertirse en una de las piedras de tope del plan privatizador que
venía ya en ciernes.
COSAS DE GENERALES
El incidente de Chuquicamata sacó al gobierno, durante algunas
semanas, de sus preocupaciones centrales. Pero al mismo tiempo le
permitió probar su capacidad de respuesta ante un tipo de situaciones
que hasta entonces no había enfrentado.
La evaluación fue positiva: mostró que, incluso manteniendo
opiniones encontradas, el cuadro militar podía alinearse frente a las
medidas superiores.
Para complementar el plan victorioso de aquel segundo semestre del
78, faltaba sólo la anual reorganización del mando del Ejército.
Pinochet introdujo la primera novedad a comienzos de septiembre.
Creó la denominación (no grado, según el texto reglamentario) de
teniente general para aquellos oficiales que, habiendo cumplido sus
41 años de servicio, estuvieran asignados a misiones especiales y
calificadas por el Presidente. La denominación debió crearse por
“orden de comando” y no por decreto, porque parecía evidente,
considerando los casos anteriores, que las demás fuerzas opondrían
resistencia.
Tenía, además, nombres y apellidos: los generales Herman Brady,
César Benavides y Carlos Forestier habían cumplido sus años de
servicio, pero Pinochet no quería alejarlos de su lado. Los tres fueron
nombrados tenientes generales.
En cuanto a los movimientos institucionales, dos cambios
modificarían la cúpula en sus niveles más delicados. El general
Sergio Covarrubias, que hasta la fecha había sido el cerebro y
factótum del gabinete, dejaría la jefatura del Estado Mayor
Presidencial, para asumir el mando de la Quinta División, en Punta
Arenas. Entre sus subordinados hubo un solo comentario:
—Lo están sacando de la “zona caliente”. Es que es el delfín.
El otro cambio fue el del director de Inteligencia, el general Héctor
Orozco, que estaba llevando el proceso de los pasaportes. El
secretario del Ejército, coronel René Escauriaza, le había asignado ya
la misión militar en Washington (11), y Orozco se disponía a partir en
cuestión de días. Nadie lo consideraba nada extraño, hasta que un
ministro se acercó a Pinochet.
—Presidente, esto es una locura. El general Orozco ha investigado el
caso Letelier. No puede ser enviado a Washington. Sería peor que
dar las extradiciones.
Pinochet lo pensó dos veces y decidió cancelar la asignación. Orozco
pasaría a otro país. Escauriaza conoció el episodio; poco después
llamó al ministro.
—Tremendo lío que me armaste —le reprochó—. Ya tenía todo
ordenadito, y ahora a empezar de nuevo.
Escauriaza, hombre de confianza de Pinochet, con una ya larga
trayectoria en la asesoría directa al Presidente (era secretario del
Ejército desde antes del golpe) fue ascendido a general y se le
encargó el Estado Mayor Presidencial, en reemplazo de Covarrubias.
El coronel Jorge Zincke asumió el puesto de Escauriaza.
Ese año recibieron también sus presillas de general el vicepresidente
de Conara, Iván Duboud, y el jefe de la misión militar en España,
Alejandro Medina Lois.
ADVERTENCIA EN CALLE CÓRDOBA
El miércoles 18 de octubre, el ministro Fernández grabó para la TV el
discurso con el que celebraba seis meses en el gabinete. Fue un
mensaje prolongado y doctrinario. Dijo que el gobierno no era
“blando” ni “duro”, sino que enfrentaba el porvenir con la decisión de
crear una nueva institucionalidad. Atacó a los grupos cercanos que
trataban de influir para torcer el rumbo del gobierno. Luego anunció
dos medidas.
En la primera, asumió facultades extraordinarias para reorganizar la
administración pública: un método sumario y directo para eliminar la
ya inexistente estabilidad funcionaria. El anuncio venía simplemente a
reforzar las facultades que había dictado para sí el gobierno en días
posteriores al golpe. En la segunda, decretó la proscripción de siete
confederaciones y federaciones sindicales que agrupaban a unos 150
mil trabajadores (12). Ese golpe, en nombre de la legalidad vigente,
sería el preludio decisivo para la formulación de una nueva
institucionalidad sindical.
En nombre del mismo principio, el rector de la Universidad de Chile,
general Agustín Toro Dávila, debió soportar un vendaval de reproches
internos por el auspicio que dio a la Federación de Centros de
Estudiantes, Fecech, que reemplazaría a la clásica FECh.
Aunque no había sombra de duda sobre la filiación gobiernista de la
primera directiva (Erich Spencer, presidente; Patricio Melero,
vicepresidente; René Gómez, secretario general), en el gobierno se
insistía en que era prematuro dar a los estudiantes una organización
que, más temprano que tarde, sería fuente de conflictos. Toro Dávila
soportó a pie firme las críticas, tal vez consciente de que se incubaba
en la Universidad un sentimiento de opresión con rasgos explosivos.
El nuevo país comenzaba a tomar forma y entidad. La nueva
democracia parecía un torrente inatajable. El gobierno no creía
todavía que todo ello tendría sus costos. En cuestión de semanas, la
embestida contra los sindicatos desataría la más airada protesta
internacional.
Un testigo interesado miraba con expectación lo que ocurría en
Santiago. El gobierno militar argentino parecía convencido de que
podría aprovechar en su ventaja la difícil situación externa de Chile.
En la mañana del 5 de noviembre de 1978, los servicios de
inteligencia decidieron probar en Buenos Aires hasta dónde se
estiraba la cuerda. Una decena de agentes irrumpió en las oficinas
del noveno piso de Córdoba 879, donde tenía su representación el
Banco del Estado chileno. Allí trabajaba Lautaro Enrique Arancibia
Clavel, un hombre que había estado vinculado a la ultraderecha que
asesinó al general René Schneider, y que operaba como agente de la
DINA y la CNI desde 1974 (13).
Arancibia tenía mucho que decir sobre el asesinato del general Carlos
Prats, como lo hizo después en su declaración ante el juzgado. Pero
la inteligencia argentina no ignoraba esto: Arancibia estaba conectado
con grupos del SIDE y del fascismo local, los que a su turno
mantenían estrechas relaciones con el Ejército argentino.
El duro interrogatorio no hizo más que confirmar que su caso estaba
siendo usado como herramienta de presión y que el bullado asunto
del espionaje no pasaba de ser una excusa bien montada.
Otros cinco chilenos, funcionarios de Lan Chile, fueron también
arrestados (14). El material “de espionaje” existía, pero se reducía
escasamente a unos planos sustraídos de archivos históricos y a
unos cuantos informes sobre la posición de los militares argentinos
ante un eventual conflicto con Chile. El séptimo arrestado fue Roberto
Acuña, dirigente del grupo neofascista Milicia y principal nexo local de
la DINA en el país.
Una sonora advertencia, que sólo algunos militares chilenos podían
comprender, había sido lanzada desde Córdoba 879. El régimen
argentino estaba dispuesto a jugar con las armas sucias.
Estaba dispuesto a todo.
24
Al filo de la guerra
Miles de soldados apoyados por tanques y carros de combate se apostaron frente
a los pasos fronterizos dispuestos a una guerra total. En las aguas australes, las
flotas de ambas armadas capeaban temporales y esperaban órdenes para
avanzar. En las bases aéreas, los pilotos aguardaban instrucciones para despegar
y bombardear las ciudades enemigas. Era diciembre de 1978. La angustia se
extendía entre chilenos y argentinos.

De los 400 pasos que cruzan la cordillera de los Andes, uniendo a


Chile y Argentina, sólo unos 60 estaban habilitados a fines de 1978.
Junto a ellos, y desde fines de 1977, grandes contingentes de tropas
esperaban un enfrentamiento que parecía inevitable.
En Socompa, frente a Antofagasta, gendarmes argentinos impedían
el paso de trenes hacia Chile y el normal tránsito del ferrocarril a
Bolivia.
Entre Las Cuevas y Punta de Vaca, a escasos metros del paso
Caracoles, frente a los Andes, una división de soldados esperaba la
orden de invadir.
Dependían del general Luciano Benjamín Menéndez, comandante del
III Cuerpo, el más poderoso del Ejército argentino (1).
Menéndez, al mando de las unidades emplazadas en Mendoza, San
Juan, La Rioja, Catamarca, Salta y Jujuy, todas fronterizas con Chile,
era uno de los oficiales más dispuestos a la guerra.
Más al sur, brigadas de alta montaña se habían estacionado en la
localidad trasandina de ChosMalal, frente a los nevados pasos de
Copulhue, Piocunleo y Pichachén, a la altura de Chillán y
Concepción.
La avanzada fronteriza chilena de Puesco, a cien kilómetros de
Pucón, era estremecida diariamente por los ejercicios de tiro que
efectuaban las fuerzas de Gendarmería argentina, reforzadas por
hombres del Regimiento de Caballería de Montaña y el Escuadrón 33
de Gendarmería de San Junín de Los Andes.
En San Carlos de Bariloche permanecían a la espera varias columnas
de tanques Sherman y de artillería motorizada, apoyadas por
centenares de mulas. Era la jurisdicción del V Cuerpo de Ejército
argentino, al mando del general José Antonio Vaquero, otro de los
oficiales duros, convencidos de que obtendrían un rápido triunfo
bélico sobre Chile.
El alto mando chileno, a su turno, había reforzado las dotaciones
desde Concepción al sur, concentrando blindados y tropas de élite en
Temuco, Valdivia y Osorno.
En ambos lados de la frontera se multiplicaba la formación de
brigadas civiles. Los Huasos de Bueras, unos siete mil jinetes
entrenados en los campos por instructores militares chilenos,
esperaban la orden para trotar hacia los pasos cordilleranos. Cientos
de motociclistas, también de origen civil, podrían apoyarlos en la
emergencia.
Unos pintaban con grandes cruces rojas los techos de hospitales y de
escuelas. Otros habilitaban refugios y ensayaban evacuaciones
masivas.
En Coyhaique se crearon brigadas de escombros: el Estado Mayor
Conjunto preveía un bombardeo de la ciudad.
Se sucedían los ejercicios de oscurecimiento y el ulular de sirenas
estremecía por las noches a los habitantes de las fronteras.
A través de la radio y de la televisión, el comité creativo de las
Fuerzas Armadas Argentinas irradiaba constantes mensajes llamando
a la defensa de la soberanía y a permanecer alertas y dispuestos
para la lucha por la patria (2).
La guerra estaba a la puerta.
LA DIPLOMACIA PÚRPURA
Mientras el clima bélico lo inundaba todo, el 10 de diciembre de 1978,
en un vuelo de Aerolíneas Argentinas, viajó a Roma el presidente de
la Conferencia Episcopal de Argentina, cardenal Raúl Primatesta.
El recién instalado Papa Juan Pablo II había recibido días antes un
informe urgente del nuncio apostólico en Buenos Aires, Pío Laghi.
El nuncio advertía a Karol Wojtyla que las instancias negociadoras
estaban agotadas y que se finiquitaban los detalles de un plan de
guerra total que impulsarían a corto plazo los generales argentinos.
Laghi decía que ese plan consistía en un bombardeo aéreo a
importantes ciudades chilenas, acompañado del ingreso sorpresivo
de columnas de tanques a través de varios pasos cordilleranos.
Era el Operativo Soberanía.
Juan Pablo II recibió en secreto al cardenal Primatesta. Se reunieron
durante varios días.
En esas citas, el cardenal insistió en que el Presidente de Argentina,
el general Jorge Rafael Videla, estaba dispuesto a detener la guerra
sólo si el Papa en persona intervenía.
—Santidad, una guerra entre Argentina y Chile sería un desastre para
el catolicismo. Involucraría a 35 millones de católicos —dijo
Primatesta al Papa en el tercer piso del Palacio Apostólico.
Primatesta sabía que se jugaba la última carta. Los cardenales se
habían acercado meses antes al Papa Paulo VI, pero éste se había
mostrado renuente a intervenir: su propia convicción, y la de sus
asesores directos, sugería que la diplomacia púrpura fracasaría ante
la gravedad del diferendo.
Al morir Paulo VI, y durante el cónclave para elegir a su sucesor, los
cardenales Raúl Silva Henríquez, Raúl Primatesta y Juan Carlos
Aramburu habían debatido la posibilidad de pedir la mediación al
nuevo Papa, Juan Pablo I.
Los cardenales argentinos se habían mostrado renuentes ante los
sucesivos fracasos, pero al final debían consentir. El acuerdo no lo
arreglaba todo: Albino Luciani tenía copadas sus audiencias por más
de un mes. ¿Cómo hacerle llegar el mensaje?
Después de la entronización y cuando los cardenales saludaban al
nuevo Pontífice en las escalinatas de San Pedro, el cardenal chileno
había demorado más de lo habitual. En esos breves instantes,
después de besarle el anillo, Raúl Silva Henríquez, hincado, le había
solicitado que mediara en el conflicto.
Días después los cardenales de Chile y Argentina habían recibido una
carta de Juan Pablo I pidiéndoles que buscaran los caminos de la
paz.
Pero la inesperada muerte de Luciani, 33 días después de asumir,
había devuelto al punto cero la posible mediación. Durante el
cónclave que eligió a Juan Pablo II, los cardenales de Chile y
Argentina redactaron una carta y se la entregaron a Karol Wojtyla.
—Si los dos episcopados me lo piden, yo ofrezco la mediación —
había respondido el Papa.
El cardenal Primatesta se entrevistó con el Presidente Videla: por fin,
éste se había mostrado dispuesto a aceptar la mediación.
Primatesta había comunicado sus gestiones a Silva Henríquez y la
Conferencia Episcopal chilena había hecho llegar su solicitud formal
al Vaticano en noviembre de 1978 (3). Así que la última gestión de
Primatesta, el directo llamado del Papa a Videla, era el paso vital, y
decisivo.
Para alivio de los cardenales, Juan Pablo II asintió.
La intervención era urgente. Cuestión de minutos: en cualquier
momento, un pequeño incidente fronterizo podía gatillar la guerra.
Horas después, el Papa levantó el fono y pidió comunicación con la
Casa Rosada.
Aquella breve conversación con el general Videla marcaría la frontera
entre la guerra y la paz: el Presidente dio recién en ese momento la
esperada conformidad argentina para la mediación. Poco después
surgió la aprobación chilena.
Juan Pablo II tenía todavía una dificultad mayor: no imaginaba quién
podía desempeñar exitosamente un trabajo tan delicado, donde se
pondrían en juego su autoridad moral y la solvencia del Vaticano.
Fue su secretario de Estado, el cardenal Agostino Casaroli, quien
sugirió el nombre del cardenal Antonio Samoré, ex nuncio apostólico
en Colombia y uno de los forjadores del Celam. Samoré, de 72 años,
había sido formado por el secretario de Estado de Juan XXIII, el
cardenal Domenico Tardini, hablaba perfecto español y conocía
Latinoamérica como pocos en la Curia.
El Papa lo sacó de su tranquila labor en los archivos del Vaticano.
—Usted —le dijo—, vaya a esos dos países y evite a cualquier precio
esa guerra.
Al mediodía del 22 de diciembre, el Papa envió un mensaje a Videla
indicándole su disponibilidad para “hacer todo lo que sea posible en
favor de la paz”. El mensaje fue divulgado inmediatamente por Radio
Vaticana y horas después lo publicó L’Observatore Romano.
Dos días después de Navidad, el cardenal Samoré llegó a Ezeiza con
el jesuita Fiorello Cavalli, que en la Secretaria de Estado tenía a su
cargo el tema de Argentina y Chile. Los acompañaban el extremeño
Faustino Sáinz Muñoz, especialmente elegido por Samoré, experto en
Europa Oriental, particularmente en Polonia.
El cardenal Samoré viajó dos veces a Chile para entrevistarse con
Pinochet. En Buenos Aires se reunió cinco veces con Videla y —en
ambas ciudades— más de 20 veces con los cancilleres Carlos Pastor
y Hernán Cubillos.
EL RECHAZO DEL LAUDO
La crisis que llevó al borde de la guerra se había originado 19 meses
antes, el 29 de abril de 1977, en Londres, cuando los diplomáticos del
Foreign Office citaron a las amplias oficinas de Whitehall a los
representantes de Chile y Argentina ante la Corte Arbitral.
Aquel día culminaba el proceso arbitral que había querido iniciar el
gobierno de Eduardo Frei y que perfeccionó el de Salvador Allende,
en 1971. La intervención británica había sido más bien formal, porque
los dos países habían designado una corte ad hoc, compuesta por
cinco juristas (un sueco, un inglés, un norteamericano, un francés y
un nigeriano), elegidos nominativamente y con acuerdo de las partes.
La decisión unánime de esos juristas fue aprobada por la Reina Isabel
II y pasó a tener el carácter de laudo arbitral, algo que el tratado de
1902 calificaba de definitivo e inapelable. La tramitación había durado
más de seis años.
El laudo decidió que las islas Picton, Nueva y Lennox, conjuntamente
con los islotes y rocas adyacentes a ellas en la zona austral,
pertenecían a Chile. En un mapa anexo se trazó una línea roja para
marcar el límite de las jurisdicciones de cada país en la zona que se
conoció como “el martillo”.
Aquella mañana en Londres, el Foreign Office había preparado un
pequeño cóctel para festejar la emisión del laudo. Pero los
representantes argentinos, Julio Barbosa y Ernesto de la Guardia,
fuertemente presionados por su gobierno, vieron el resultado y
declinaron la invitación.
El embajador especial chileno, José Miguel Barros, que llevaba años
trabajando en el tema, decidió llamar al canciller Patricio Carvajal y
darle las buenas noticias con cierto humor.
—Canciller —le dijo—, Colo Colo ganó 3 por 0 a River Plate...
En Santiago, Carvajal sonrió. Repitió la frase en voz alta, satisfecho.
El comandante Lavín, que estaba en el despacho, salió a la antesala
y se encontró con otro de los miembros del equipo negociador, Julio
Philippi.
—¡Julio! —exclamó—. ¡Colo Colo ganó 3 por 0 a River Plate!
—¡Estamos todos tensos con lo del laudo —se enojó Philippi— y
usted preocupado del fútbol!
En Buenos Aires la noticia cayó como una bomba. Los militares
argentinos, recién instalados en el poder, creían necesario demostrar
que podían efectuar un mejor trabajo que los políticos en las
cuestiones limítrofes. El laudo era un desastre.
La Casa Rosada sabía que el gobierno chileno hacía frente a un
creciente aislamiento diplomático. Condenas de la ONU por
violaciones a los derechos humanos, una ofensiva boliviana para
obtener una salida al mar e inequívocos gestos agresivos del Perú en
la víspera del centenario de la Guerra del Pacífico, mantenían de
cabeza a la Cancillería chilena (4).
Así que cuando el laudo se hizo público, el 2 de mayo, la Armada
argentina no tardó en comenzar a mostrar los dientes. Mientras la
Cancillería argentina emitía un ambiguo comunicado postergando su
“opinión” para los nueve meses siguientes, el almirante Emilio
Massera, a la sazón comandante en jefe, se embarcó en la lancha
torpedera Indómita y recorrió desafiante las aguas del canal Beagle.
Semanas después, un buque de la Armada colocó una baliza en el
islote Barnevell, en el canal Beagle, territorio chileno, originando un
intercambio de duras declaraciones y una serie de sucesivas
violaciones de espacios aéreos y marítimos.
El general Videla, hostigado por sus compañeros de Junta, envió un
emisario a Santiago proponiéndole a Pinochet llegar a acuerdos en
negociaciones bilaterales. Se inició una ronda de conversaciones
entre las cancillerías que a poco andar comenzó a tener tropiezos.
Los argentinos propusieron mantener un statu quo en la zona del
Beagle, sugerencia que fue rechazada por Chile. Las relaciones se
fueron deteriorando. Abiertas provocaciones y encendidos discursos
marcaron la pauta de los meses siguientes.
El 4 de diciembre de 1977, el almirante Julio Torti trajo a Chile una
nueva proposición de tratado complementario de límites.
Argentina pidió tener costas en el Cabo de Hornos. “Las islas Evout,
la isla Barnevelt y la isla de Hornos quedarían bajo la administración
perpetua de un ente binacional con la presidencia alternada”, decía la
carta oficial.
También fue rechazada.
El 7 de enero de 1978, un cable procedente de Argentina confirmó lo
esperado. El gobierno argentino había adoptado la “decisión
indeclinable de rechazar el fallo arbitral”, algo que no estaba previsto
en el tratado. Como fundamentos se estipularon “los errores tanto
históricos como geográficos, la extralimitación de las funciones a las
cuales la Corte no estaba autorizada a pronunciarse y la falta de
equilibrio de las apreciaciones de las argumentaciones argentinas”.
Simultáneamente zarparon hacia la zona austral un portaviones y dos
submarinos para unirse a la Flota de Mar.
Tres días después, el canciller chileno Patricio Carvajal envió una
carta a su colega argentino, Oscar Montes, donde lo invitó a acudir al
Tratado General sobre Solución de Controversias, suscrito por ambos
gobiernos en 1972, a pedido de Argentina. El tratado les obligaba a
someter a la Corte Internacional de Justicia de La Haya todos los
diferendos que no se resolvieran directamente entre ambas naciones.
—Esto se soluciona si ambas partes ceden algo —dijo Pinochet a la
revista Somos—, pero no aceptamos imposiciones.
Pero las negociaciones no prosperaron y Pinochet decidió enviar a
uno de sus hombres más cercanos, el general Agustín Toro Dávila,
en una misión secreta a Buenos Aires.
Toro Dávila se reunió con Videla y le transmitió el interés de Pinochet
por reunirse con él para buscar una salida a la crisis.
Videla tomó el teléfono y llamó al Diego Portales para convenir una
cita con Pinochet en la base aérea de Plumerillo, en Mendoza (5).
OCHO HORAS EN PLUMERILLO
A comienzos de enero de 1978, el canciller Carvajal convocó a los
embajadores chilenos y los instruyó sobre los pasos por seguir en el
conflicto.
Casi paralelamente, la Armada argentina ordenó a su flota zarpar
hacia el Atlántico Sur para navegar en maniobras bélicas.
En medio de la alarma, otro emisario de Pinochet, el general Manuel
Contreras Sepúlveda, viajó secretamente a Buenos Aires con un
mensaje para el alto mando argentino.
Lo hizo en el mismo avión donde regresaba a Buenos Aires el
embajador chileno René Rojas Galdámez, portando la nota oficial del
gobierno (6). Pinochet estaba convencido de que la diplomacia
castrense y directa sería más eficaz que el complejo juego de la
Cancillería. El 19 de enero, finalmente, se reunieron Pinochet y Videla
en el aeropuerto Plumerillo de Mendoza, base de la Cuarta Brigada
Aérea.
Pinochet le pidió a Videla que no desconociera el laudo.
—No puedo hacerlo. La decisión ya está tomada —respondió el
militar argentino.
Conversaron ocho horas, sólo interrumpidas para almorzar palmitos,
mariscos y un bife con champiñones.
El general Agustín Toro Dávila circuló ese día insistentemente con un
maletín negro entre el lugar donde estaban los asesores y la jefatura
de la brigada aérea, donde permanecían Videla y Pinochet.
Al final decidieron designar dos comisiones castrenses para analizar
el conflicto y se despidieron entre himnos y salvas (7).
Una semana después, Argentina reiteró su decisión de declarar nulo
el laudo, ahora “insanablemente”: ya no se consideraba obligada a
cumplir la sentencia.
Recrudecieron los gestos hostiles y los intentos de intimidación. La
diplomacia internacional permaneció silenciosa. Nadie condenó con
suficiente firmeza la actitud argentina y sólo esporádicos gestos
reflejaron la preocupación por un posible conflicto bélico.
El 2 de febrero se efectuó en Santiago la primera reunión de las
comisiones castrenses surgidas de la cita en Plumerillo.
El avión presidencial trasandino Patagonia trasladó a la delegación
argentina y una carta “personal y secreta” de Videla para Pinochet. En
la misiva, el Presidente argentino —refiriéndose al movimiento de
tropas en la frontera— explicaba que “las noticias son inexactas o
cuando menos exageradamente deformadas”. La carta —reproducida
por cables en un inusual gesto diplomático— decía en parte: “La
nación argentina a través de su honrosa conducta tiene sobrada
autoridad moral para expresarle a usted por mi intermedio que jamás
ha utilizado la amenaza como procedimiento en pos de la
consecución de objetivo alguno”.
En el amplio salón de la rectoría de la Universidad de Chile se
instalaron los representantes argentinos: el general Reynaldo
Bignone, el vicealmirante Eduardo Fracassi y el brigadier Basilio Lami
Dozo, secretarios generales de los comandos en jefe. Por Chile
estuvieron presentes el general Agustín Toro Dávila; el vicealmirante
Charles Le May, jefe del Estado Mayor de la Armada; el comandante
de la cuarta Brigada Aérea (Punta Arenas), general Rodolfo Martínez;
y el jefe de Planificación de la Cancillería, comandante Ernesto
Videla. Permanecieron catorce horas analizando el problema austral
sin llegar a acuerdo. Concluyeron pasadas las 10 de la noche y
retornaron minutos después a Buenos Aires.
Al día siguiente, en breve comunicado, se explicó que los enviados
habían trazado las bases para un nuevo encuentro presidencial,
todavía sin fecha.
SORPRESA EN EL TEPUAL
Trascendió que dejando de lado el laudo, las delegaciones habían
puesto por escrito sus coincidencias y divergencias, recalcando que
“todo es conversable y negociable”.
A comienzos de febrero, Pinochet llegó a Punta Arenas acompañado
del contralor Sergio Fernández, los ministros de Minería, Trabajo y
Vivienda y otros personeros, entre ellos el general de brigada Manuel
Contreras Sepúlveda.
Esa noche estaba prevista una comida privada. Sorpresivamente se
suspendió y Pinochet, su esposa y el intendente general Nilo Floody,
se dirigieron a El Pontón, un restaurante especializado en mariscos a
orillas del Estrecho de Magallanes. Algo nuevo iba a ocurrir.
Al otro día llegó a Punta Arenas el brigadier Basilio Lami Dozo,
emisario de la Junta argentina, con la respuesta a la primera reunión
celebrada por las delegaciones militares en la Universidad de Chile.
La réplica fue inmediata: una misión militar chilena, encabezada por el
general Agustín Toro Dávila e integrada por el vicealmirante Charles
Le May y el general Nicanor Díaz Estrada, voló a Buenos Aires. Allí,
en el salón Gris del Senado argentino —cerrado desde el golpe militar
del 76— fueron recibidos por los mismos oficiales argentinos que
habían viajado a Santiago diez días antes. Reunidos desde las 10 a
las 20 horas, dejaron listo el documento que se firmaría en Puerto
Montt.
El documento decía que ambos gobiernos “han impartido órdenes a
las autoridades respectivas de la zona austral en referencia, a fin de
evitar acciones o actitudes contrarias al espíritu de pacífica
convivencia que debe mantenerse entre ambos países”.
Una brisa fría recibió a Videla y a su comitiva en el aeropuerto El
Tepual de Puerto Montt, para firmar el acta que reanudó las
negociaciones directas entre los dos gobiernos, delineando el
itinerario de las conversaciones. Antes de terminar el acto, Pinochet
sorprendió a Videla con un discurso, el más duro de los pronunciados
hasta ese instante por el jefe del gobierno chileno.
—Chile no tiene ningún espíritu expansionista, ni pretende arrogarse
títulos sobre tierras, espacios marítimos o plataformas submarinas;
pero, también con el mismo énfasis, proclamo que mi gobierno ha de
cumplir cabalmente la responsabilidad de defender el patrimonio que
a él le corresponde por derecho.
Videla, desconcertado, debió improvisar unas breves palabras que
después le serían duramente reprochadas por otros jefes argentinos.
Casi enseguida, Videla abandonó territorio chileno en el avión Tango
02 de la Presidencia, escoltado por seis cazabombarderos F5 de la
Fuerza Aérea de Chile (8).
El esquema teórico del acta de cuatro carillas planteó que una
comisión mixta propondría a los gobiernos en un plazo de 45 días las
medidas conducentes a crear “las necesarias condiciones de armonía
y equidad, mientras se logre la solución integral y definitiva”.
En la segunda fase y en el plazo máximo de seis meses a partir del
término de la primera, otra comisión mixta examinaría la delimitación
definitiva de las jurisdicciones que correspondiesen a Chile y
Argentina en la zona austral. También se discutirían las medidas para
promover la integración, los comunes intereses antárticos, cuestiones
referentes al Estrecho de Magallanes y sobre las líneas de bases
rectas necesarias para fijar los límites marítimos.
En la tercera fase las proposiciones serían elevadas a los gobiernos.
La instalación de la primera comisión mixta quedó fijada para el 1° de
marzo en Santiago.
Pero Pinochet sabía que todo aquello podía variar.
La cúpula del poder en Argentina no estaba consolidada, ni mucho
menos. Desde ese instante hasta noviembre podían pasar muchas
cosas, incluso que tanto Videla como el almirante Massera tuvieran
que acogerse a retiro.
El enrevesado mecanismo de consultas, viajes, cartas y citas
reservadas ideado por los cuerpos militares podía desmoronarse en
cuestión de días.
LA FRONTERA SE CALIENTA
El 23 de febrero del 78, algo parecido a eso se insinuó en un discurso
de Videla que tomó el carácter de un ultimátum a Chile: “El laudo
arbitral no existe, el camino justiciable está terminado”.
Sus palabras recibieron incondicional apoyo. El general (R) Juan
Guglialmelli declaró: “Si persiste la tozudez chilena, seguiría una
única y trágica opción: imponer el derecho mediante el diálogo de las
armas”.
A mediados de marzo Videla, Massera y el brigadier Orlando Agosti
se embarcaron hacia el Atlántico Sur para inspeccionar las unidades
de las Fuerzas. El ministro del Trabajo, general Horacio Liendo, partió
a la Patagonia para revisar la situación de los miles de chilenos
radicados allí.
Ese mismo día se reanudaron en Buenos Aires las conversaciones de
la comisión mixta de distensión, integrada por el general chileno Luis
Ramírez Pineda y el brigadier argentino Pablo Osvaldo Apela. Su
trabajo concluyó a comienzos de abril: recomendó medidas de
pacificación que nunca llegaron a cumplirse (9).
Al contrario: con el paso de las semanas, los preparativos de guerra
se multiplicaron.
En Santiago, la Cancillería veía con alarma cómo aumentaba la
escalada de recriminaciones. La Armada chilena mostraba su
indignación con vehemencia y reclamaba para sí el derecho de
replicar a los gestos hostiles de Argentina.
La situación amenazaba con escapar de control. En parte por eso, los
funcionarios de Relaciones Exteriores recibieron con alivio la noticia
de que el almirante Patricio Carvajal sería removido de su cargo y que
asumiría en su lugar un hombre que, pese a su vinculación con la
Armada, era a fin de cuentas un civil: Hernán Cubillos.
En verdad, la salida de Carvajal, en aquel abril, tenía que ver con una
operación política más amplia, apuntada al rostro “institucionalista” del
régimen. Pero para los efectos del conflicto en ciernes, podía ser una
buena ayuda. A la postre, el ingreso de Cubillos se relacionaría
también con el cambio del embajador chileno en Buenos Aires, René
Rojas, que fue destinado a España. Su lugar sería ocupado por
Sergio Onofre Jarpa, trasladado desde Colombia.
El 12 de mayo, la Fuerza Aérea Argentina hizo una maciza
demostración de poderío en los faldeos cordilleranos de Mendoza,
ante la presencia de los miembros de la Junta.
Un mes después, el 11 de junio, el ministro de Defensa, brigadier
mayor José María Klik, habló de “recuperar sectores signados por
despojos, arbitrariedades, pretensiones injustas o fallos inadmisibles”
y notificó de una “toma de posesión definitiva”, de continuar “la
negativa de restituirnos lo que válidamente nos corresponde”.
El 13 de junio, los altos mandos argentinos, embarcados en el
portaviones 25 de Mayo, asistieron a juegos de guerra en el Atlántico
Sur.
Al promediar agosto, la totalidad de la Flota de Mar zarpó desde
Puerto Belgrano tras una arenga de su comandante: “Sólo nos queda
un arma: estar listos para la lucha”.
Los síntomas eran inequívocos y la delegación chilena interrumpió
sus conversaciones en Buenos Aires para volver a Santiago.
Massera añadió un nuevo leño al fuego desde la cabina de mando del
25 de Mayo, fondeado en Ushuaia: “La Argentina no está dispuesta a
permitir que terceros juzguen y decidan sobre lo que es nuestro”.
El 7 de septiembre, un avión Lan aterrizó de emergencia en Río
Gallegos. Soldados fuertemente armados lo rodearon. No dejaron
bajar a la tripulación ni a los pasajeros. También se les negó
combustible, obligándolos a despegar en peligroso estado (10).
Los oscurecimientos en Buenos Aires se hicieron cada vez más
frecuentes y extensos. Se simulaban bombardeos, se hostilizaba a los
chilenos residentes y se multiplicaba la propaganda de guerra.
El 12 de octubre, el ejército argentino convocó a 500 mil reservistas,
al mismo tiempo que el Tercer Cuerpo iniciaba ejercicios conjuntos
con la Fuerza Aérea junto a la frontera chilena, en “solidaridad con los
reclamos bolivianos”.
El comandante en jefe del Ejército argentino, Roberto Viola, viajó a
Venezuela y Jorge Rafael Videla se entrevistó en la localidad
altiplánica de Pocitos con Juan Pereda, el Presidente boliviano, para
darse mutuo apoyo en la defensa de sus soberanías.
El Estado Mayor chileno apreció la maniobra; HV2, la hipótesis
vecinal que suponía una agresión conjunta de Argentina y Bolivia,
estaba en marcha. ¿Cuánto demoraría en sumarse Perú y configurar
la temible HV3?
A fines de octubre un decreto facultó a los comandantes de las
Fuerzas Armadas argentinas para movilizar los recursos humanos y
materiales que estimaran necesarios. Dos corbetas francesas
armadas con misiles Exocet y 26 aviones de combate israelíes
Dagger se sumaron al poderío bélico argentino. Diecisiete nuevos
tanques austríacos Kuerassier fueron movilizados cerca de San
Carlos de Bariloche y se inició la distribución de 250 mil uniformes de
campaña (11).
En ese ambiente, las reuniones de las comisiones eran cada vez más
dificultosas. En la octava ronda de trabajo, efectuada en Buenos
Aires, el chileno Francisco Orrego decidió interrumpir las
conversaciones sólo diez minutos después de haber empezado.
CENA EN EL CIERVO AZUL
El 29 de octubre, cuando restaban días para que concluyera el plazo
final de las comisiones, el brigadier Basilio Lami Dozo citó a una
reunión urgente a los miembros de la delegación argentina en la casa
del agregado aeronáutico de su embajada en Santiago.
Allí les informó que se había llegado a un acuerdo, según el cual la
solución final sería puesta en manos del Papa. Instruyó a los
representantes de la Casa Rosada para que en la declaración final de
las comisiones se mencionara que el gobierno argentino optaba por la
mediación.
El 30, las delegaciones se reunieron en el Hotel Sheraton. Los
argentinos estaban mucho más tranquilos. Ricardo Etcheverry Boneo,
el jefe de la delegación argentina, expuso su versión ante los
chilenos.
Incrédulo, escuchó la respuesta de Francisco Orrego, quien
desautorizó el supuesto acuerdo.
Orrego informó que sólo estaba autorizado para decirle que no se
había hallado una solución a la delimitación marítima, que no se
había tocado el asunto de Magallanes y que sí se habían logrado
acuerdos sobre integración física, cooperación económica y políticas
comunes en la Antártida.
Etcheverry Boneo telefoneó a Videla y minutos más tarde regresó a
Buenos Aires, donde le esperaba el Comité Militar reunido en sesión
permanente.
Ese mismo día volvió a Santiago el brigadier Lami Dozo. A las 20
horas se entrevistó con Pinochet para hacerle ver que el no llegar a
un acuerdo ponía en peligro la estabilidad del gobierno argentino.
Pinochet replicó que aquél no podía ser un argumento válido en una
cuestión de soberanía.
El 2 de noviembre concluyó el trabajo de la comisión en la embajada
argentina en Santiago. A las 16 horas ambas delegaciones recibieron
a la prensa y comunicaron el resultado: acuerdo sobre la Antártida e
integración física, aspectos contenidos en el acta de Puerto Montt;
desacuerdo en delimitación, estrecho de Magallanes y líneas de
bases rectas. A la salida, los reporteros pidieron a los presidentes de
las comisiones que se estrecharan la mano. Ello no ocurrió.
Pese al fracaso, se invitó a los argentinos a una comida en el
restaurante El Ciervo Azul. La mesa estaba puesta para 24
comensales. Los chilenos esperaron los quince minutos de rigor, pero
los argentinos no aparecieron. Los mozos retiraron ocho cubiertos y
las banderitas chilenas y argentinas. Encabezados por el canciller
Hernán Cubillos y Orrego, los chilenos se sentaron a la mesa.
Horas antes, Cubillos había recibido la aprobación del consejo de
ministros para enviar una nota al canciller subrogante argentino,
Albano Harguindeguy, y proponerle a la Corte Internacional de La
Haya la mediación de algún país amigo, comunicado que había
enviado antes de salir a la cena.
En la Casa Rosada, el Comité Militar estudiaba la nota. Cerca de la
medianoche, el embajador Sergio Onofre Jarpa recibió un llamado
telefónico donde le solicitaban su presencia. Harguindeguy le entregó
una nueva carta de Videla para Pinochet: ahora lo exhortaba a
continuar con el diálogo bilateral.
EL ÚLTIMO FRACASO
En noviembre, el brigadier de aviación Carlos Washington Pastor,
cuñado de Videla, reemplazó como canciller argentino al
vicealmirante Oscar Montes.
Un mes después, el 12 de diciembre, Cubillos viajó a Buenos Aires
para entrevistarse con su nuevo colega. La reunión fue breve. Pastor
sugirió al Vaticano como mediador y dijo que las negociaciones
podían insertarse como una tercera fase del acta firmada en Puerto
Montt.
Cubillos asintió y de inmediato comenzó a redactarse una declaración
conjunta donde se acogía la carta enviada por Juan Pablo II a los
presidentes de ambas naciones, recibida el día anterior, y se le
solicitaba que aceptara el encargo de mediador.
Mientras se redactaba la carta, Pastor acudió a entrevistarse con el
Comité Militar. Videla, Viola y Agosti estuvieron de acuerdo. Pero el
almirante Alfredo Lambruschini, que había reemplazado a Massera,
no dio su aprobación.
Un llamado telefónico puso en alerta a Cubillos: Videla había sido
desautorizado por el Comité Militar.
El canciller chileno retornó de urgencia a Santiago. Ahora sí que la
guerra estaba ad portas.
Los altos mandos argentinos cancelaron todas las licencias del
personal militar; la Flota de Mar informó que se mantenía en
operaciones en el Atlántico Sur; el comandante en jefe del Ejército
citó a una reunión a todos los generales de división y al jefe de
Gendarmería.
Quince mil hombres y cerca de 200 tanques fueron desplazados
hacia Río Gallegos. Se cerraron los pasos Puyehue y Caracoles.
Esos eran dos de los puntos claves de la invasión.
El 17 de diciembre La Prensa de Buenos Aires informó que el
aeropuerto de Lima había sido cerrado y que se iniciaban maniobras
conjuntas entre la Fuerza Aérea Peruana y la Armada, y que
unidades de la Marina habían zarpado hacia el sur.
Ese mismo día el brigadier Lami Dozo volvió a aterrizar en Santiago.
Su visita, sin embargo, fue ignorada por el gobierno chileno: HV3
había comenzado.
Las agencias internacionales de noticias informaron que la CIA había
detectado la inminente ocupación argentina del Beagle. Referían
también que el Presidente Jimmy Carter había reconocido que el
apresurado regreso del secretario de Estado Cyrus Vance desde el
Medio Oriente a Washington, se debía al posible estallido de la guerra
en el Cono Sur. El embajador de Estados Unidos en Buenos Aires,
Raúl Castro, venía sosteniendo contactos permanentes con la Casa
Rosada, pero sus informes eran desalentadores.
La flota argentina navegaba en alta mar cuando en Punta Arenas las
naves chilenas recibieron también la orden de zarpar. Al mando de
uno de esos buques, el oficial Mariano Sepúlveda arengó a sus
hombres. El recuerdo de Arturo Prat fue la motivación central de la
sombría jornada. Ambas flotas fueron envueltas aquellos días por una
tormenta: esa azarosa circunstancia impidió que se encontraran. (El
cardenal Samoré comentaría después que en esa tarde encapotada
fue el Espíritu Santo el que tomó la forma de la borrasca).
El 20 de diciembre, el gobierno chileno, en un último esfuerzo,
propuso a Argentina entregar el litigio al Vaticano, sin condición
previa. La nota fue respondida con inaudita prisa por el canciller
Pastor, en la mañana del jueves 21: el tono acusaba la disposición
argentina para lanzar la escalada bélica en unas pocas horas. Ese
mismo día la Casa Rosada entregó al Consejo de Seguridad de la
ONU una acusación contra Chile.
Aquella tarde sonaron todas las alertas.
La Cancillería chilena decidió presentar de urgencia un llamado ante
el Consejo Permanente de la OEA, invocando el Tratado
Interamericano de Asistencia Recíproca, TIAR.
La inteligencia militar chilena entregó su último informe en el
crepúsculo: la invasión comenzaría aquella misma noche. Se
calculaba un ataque masivo sobre la zona austral e incursiones de
gran proporción sobre a lo menos tres puntos distantes del territorio.
La lucha sería ardua y fulminante: todos los planes suponían ataques
y respuestas masivas, en la fórmula de una guerra relámpago, pero
devastadora.
Otros dos gobiernos incrementaron la información conocida. El de
Brasil confirmó la magnitud del movimiento argentino. El de Estados
Unidos aportó la certeza de la fecha y hora del ataque, más el
conocimiento de que Perú organizaba sus fuerzas para una operación
en el sur de su territorio. Se sabía que el decreto con la declaración
de la guerra estaba en el escritorio de Videla, esperando la firma.
Esa tarde el Papa Juan Pablo II levantó el fono de su despacho y
pidió que discaran el número de la Casa Rosada.
Esa tarde, ese jueves, miles de hombres pertrechados para el
combate quedaron inmóviles en sus puestos.
El fin de semana más largo y sangriento de la historia de ambos
países había sido detenido.
25
SILENCIO EN LOS HORNOS
La Iglesia Católica chilena vivió grandes conmociones en 1978. Pero ninguna fue
tan estremecedora como aquella que empezó un día de noviembre, cuando un
viejo desgreñado y cubierto de tierra, tocado con un cucalón extravagante, llegó
diciendo que en unas minas de cal, abandonadas al viento en los cerros de
Talagante, habitaba el horror.

El 6 de agosto de 1978, una larga sombra se abatió sobre el mundo


católico: Giovanni Batista Montini, Paulo VI, el Papa del posconcilio,
fue víctima de un definitivo ataque cardíaco.
El llamado al cónclave para elegir al nuevo Pontífice sorprendió a la
Iglesia Católica chilena concentrada en las más delicadas tensiones
de aquellos años: la polémica defensa de los derechos humanos, que
venía deteriorando de manera sostenida sus relaciones con el
régimen militar, y el esfuerzo por evitar la guerra con Argentina, una
posibilidad que nunca antes en la historia se había visto tan cerca.
A Paulo VI se habían dirigido poco antes los obispos chilenos para
insistir en que asumiera la mediación entre los dos países; a él había
llegado la directa petición del cardenal Raúl Silva Henríquez para no
emitir declaraciones de condena al gobierno de Santiago, y él mismo
se había negado a dictar esos mismos juicios públicos en años
posteriores.
Paulo VI no había querido intervenir en el conflicto chileno-argentino
debido a que sus asesores directos creían imposible la mediación.
Tampoco quería, en sus últimos años, aludir al conflicto interno en
Chile, salvo para expresar su respaldo a una Iglesia contra la cual el
régimen estaba en campaña.
Sabía, sin embargo, que en el Vaticano había centrado La Moneda su
esperanza de doblegar a la jerarquía. El Papa había tenido que
rechazar personalmente una sugerente proposición llegada a su
Secretaría de Estado desde Santiago: ofrecerle al cardenal Silva
Henríquez un cargo de notoriedad en la Curia de Roma.
Cuatro candidaturas dominaron aquel cónclave. El cardenal
Sebastiano Baggio, considerado un factor de equilibrio entre las
diversas tendencias, fue promovido por un grupo de cardenales
italianos ligados a la estructura de la Curia, mientras que otro grupo,
frecuentemente calificado como más conservador, propuso a Albino
Luciani. Por el argentino cardenal Eduardo Francisco Pironio se
inclinaron los sectores más ligados a la Iglesia latinoamericana,
mientras que un cuarto papabile, postulado por los cardenales
alemanes, fue visto como una solitaria invocación europea: Karol
Wojtyla.
Se creía que el cónclave sería largo, debido a la división de los
italianos en dos candidaturas. Pero no resultó así: para la segunda
votación, ya era claro que el obispo y patriarca de Vittorio Veneto,
Albino Luciani, sería el nuevo Pontífice.
Tras la aclamación de los 111 cardenales, en la tercera ronda, Luciani
fue ungido bajo un nombre que él escogió para dar continuidad a los
legados de Juan XXIII y Paulo VI: Juan Pablo I.
La presión de la crisis bélica con Argentina forzó aquella vez al
cardenal Silva Henríquez para quebrar el severo protocolo vaticano.
Durante el saludo oficial, en el que los prelados forman una larga fila
para besar el anillo del Pontífice, se le acercó al oído y en italiano le
narró el dramatismo de la situación. En un apretado y angustioso
diálogo, le pidió además que aceptara la mediación.
La demora de Silva Henríquez fue advertida por quienes le seguían, y
después se lo hicieron saber. El cardenal chileno se disculpó
afirmando que la situación era desesperada y que el nuevo Papa
tenía su agenda copada hasta dentro de un mes. No podía saber lo
breve que era el tiempo de ese Papa.
613 CASOS
Tres días antes del Te Deum de aquel año, la Vicaría de la
Solidaridad entregó al cardenal un voluminoso informe sobre la
situación de derechos humanos (1).
El documento era la síntesis de las difíciles investigaciones realizadas
por la Vicaría en el curso de un año, en que el ministro del Interior
Sergio Fernández había emitido la ley de amnistía y, junto con ello,
comprometido la respuesta del gobierno a todos los casos “serios”
que se le presentaran.
Para presionar por esa respuesta, en mayo los familiares de los
detenidos desaparecidos habían realizado una prolongada huelga de
hambre que sólo pudo terminar por la intercesión de la Nunciatura y la
Conferencia Episcopal.
En junio, los obispos habían entregado el conjunto de antecedentes
de cada diócesis al ministro: prácticamente no hubo obispo, por afín
al gobierno que se lo considerara, que no dirigiera una carta al jefe
del gabinete.
Ninguna misiva había obtenido respuesta. Sólo de manera indirecta
se había pronunciado el Ministerio del Interior, afirmando que en 25
de los casos los familiares podrían acogerse a las disposiciones sobre
muerte presunta.
El general (R) Jorge Court, intermediario entre el gobierno y la Iglesia,
recibía diariamente el encargo de insistir en el Diego Portales y, a
medida que el tiempo pasaba, su falta de resultados irritaba más y
más a los prelados.
A la inversa, Court era también vapuleado en el gobierno por repetir
sus peticiones. Aquella infernal tarea estaba deteriorando la posición
de Court ante sus dos interlocutores.
El informe entregado a Silva Henríquez era la culminación de ese
agotador proceso. 613 casos estaban comprobados hasta el detalle.
Se requería ahora la decisión para hacerlos públicos a través de un
compendio exhaustivo.
El cardenal dio aquella vez el visto bueno. De allí saldría la colección
de siete tomos titulada ¿Dónde están?, que se elaboró durante el último
trimestre de 1978 y fue impresa a comienzos de 1979. Era el más
terrorífico recuento formulado hasta entonces por escrito.
El 18, el cardenal realizó en un ambiente tenso el Te Deum en la
catedral, con asistencia del jefe del Estado y la Junta. Su texto se
tituló La armas de la paz y fue apuntado a la doble dimensión de la paz
interna, corroída por la violación de derechos humanos, y la paz
externa, crecientemente amenazada por la hostilidad argentina.
DETENIDOS... Y MUERTOS
Diez días después de esa ceremonia, el 28, inesperadamente, una
nueva muerte alteró la vida de la Iglesia: Juan Pablo I se había
convertido en el más fugaz Papa del siglo, con sólo 33 días de
Pontificado.
El nuevo cónclave volvió a plantear el problema de las candidaturas.
Los cardenales italianos volvieron a dividirse entre dos nombres, pero
esta vez ningún sector estuvo dispuesto a echar pie atrás. Las arduas
negociaciones se prolongaron por algunos días, y la impasse hizo
surgir abruptamente una variante inesperada: nombrar a un Papa que
no fuera italiano.
La elección de Karol Wojtyla fue favorecida por el hecho de que la
Curia no quería prolongar la indecisión después de la trágica
fugacidad de Juan Pablo I.
El nuevo Pontífice, tercero en el año más agitado de la Iglesia
moderna, subrayó esa voluntad de continuidad adoptando el nombre
de Juan Pablo II. Fue investido el 16 de octubre de 1978. Su
entronización despertó toda clase de especulaciones sobre el rumbo
que tomaría la conducción de la Iglesia.
Atentos a los hechos, los especialistas del gobierno chileno se
apresuraron a sacar una conclusión: Wojtyla venía de Polonia, uno de
los países de más fuerte tradición católica en la Europa del Este y
aquél donde más duramente se había sentido el enfrentamiento entre
la Iglesia y la dirección comunista; por tanto, su Pontificado sería más
proclive a comprender la finalidad antimarxista de los regímenes
militares de América Latina.
El gobierno chileno tendría una nueva oportunidad.
Una misión especial fue enviada a Roma a investigar la nueva
situación de la Curia. El informe que la misión envió, sólo unos días
después, no fue de lo más alentador: al menos en principio, el
Vaticano no sufriría grandes cambios.
El Papa había dado su expreso respaldo a las conferencias
episcopales de América Latina y hecho sus primeras alusiones a la
defensa de los derechos humanos.
El 9 de noviembre, el Comité Permanente del Episcopado emitió la
más dura declaración conocida hasta la fecha sobre el tema de los
detenidos desaparecidos. Decía en ella que las personas en esa
condición “deben, a nuestro parecer, darse por detenidas por los
servicios de seguridad del gobierno”, pero que, tras las gestiones,
“hemos llegado a la conclusión de que el gobierno no realizará una
investigación a fondo de lo ocurrido”. Agregaba un párrafo dramático:
“Lamentamos tener que decir que hemos llegado también a la
persuasión de que muchos, si no todos los detenidos desaparecidos,
han muerto, al margen de toda ley” (2).
La declaración produjo una enorme conmoción en el ámbito de la
justicia.
La Iglesia revelaba, por primera vez en público, que poseía
antecedentes suficientes para presumir la culpabilidad de funcionarios
de gobierno en delitos aún vigentes.
La declaración irritó la epidermis del régimen, pero poco o nada pudo
hacer para salir al paso. Aprovechó, en cambio, otra declaración del
mismo día: el Ministerio del Trabajo acababa de convocar a
elecciones sindicales, pero los candidatos debían jurar que no tenían
militancia ni relación con los partidos políticos; ahora, los obispos
afirmaban que tal juramento era espurio. Entonces se desató una
orquestada artillería contra el clericalismo y la intervención en materias
contingentes.
El ataque se intensificó unos días después, cuando culminó la
Asamblea Plenaria de obispos en Puerto Montt y el Comité
Permanente emitió un documento de 106 páginas y 173 parágrafos,
titulado Humanismo cristiano y nueva institucionalidad (3). En él se fijaba
la doctrina de la Iglesia en el ordenamiento jurídico y político: era una
respuesta, cierto que indirecta, al proyecto constitucional entregado
por Enrique Ortúzar.
Aunque el documento contenía una parte doctrinaria y una parte
analítica sin carácter magisterial, el gobierno buscó descalificar la
totalidad del contenido. Recibió, inesperadamente, la sustantiva
ayuda del arzobispo de Valparaíso, Emilio Tagle, que en una carta
pública (4) expresó que el documento no fue conocido por todos los
obispos y que no fue aprobado por él ni por varios otros. El episodio
motivó una ácida polémica interna en la Conferencia Episcopal, cuyo
Comité Permanente se sintió desautorizado (5).
EL VETO DE LOS CANÓNIGOS
Pero el centro de todos los afanes dirigidos contra la Iglesia de
Santiago era uno solo: la Vicaría de la Solidaridad. Después de tres
años de esfuerzos, el gobierno no había conseguido que el
Arzobispado de Santiago desistiera de dar su respaldo e impulso a la
Vicaría. Ahora, ésta parecía estar pasando a la iniciativa.
Para conmemorar la declaración de 1978 como el año de los
derechos humanos, la Vicaría había llegado a programar la
realización en Santiago de un Simposio Internacional sobre los
derechos humanos. La magnitud de la tarea reflejaba claramente la
envergadura que había adquirido la Vicaría (6).
Después del accidentado comienzo del nuevo organismo en el primer
día de 1976 (ver capítulo 13), el vicario Cristián Precht y el secretario
ejecutivo Javier Luis Egaña habían llegado a construir un complejo y
extenso aparato de asistencia al que diariamente acudían cientos de
personas por los más diversos motivos.
Casi todas las prestaciones sociales de la Iglesia de Santiago estaban
ahora concentradas en la Vicaría. Si el área jurídica era la más
caracterizada (por sus más de cuatro mil recursos de amparo), el área
de ayuda social era aún más amplia: 300 comedores infantiles, 50
bolsas de cesantes y 130 talleres de subsistencia estaban bajo su
tutoría.
Los servicios de seguridad del gobierno estimaban que sus zonas
más sensibles, particularmente la de documentación, equivalían a un
auténtico sistema de inteligencia. Los militares y también los
funcionarios civiles del gobierno creían ver allí el germen y el nudo de
la larvada resistencia.
Pero el Simposio por los derechos humanos parecía algo más que
todo eso: una verdadera provocación desestabilizadora.
Unos 45 delegados de distintos países se darían cita en Chile para
reprocharle sus actos al gobierno en el mismo momento en que la
ONU iniciaba la discusión sobre el informe de la comisión especial
presidida por el pakistaní Ali Allana, que culminaría probablemente
con una nueva condena al régimen.
La diplomacia chilena se quemaba las pestañas tratando de reducir la
votación adversa en el foro multinacional, y ahora la Vicaría
procuraría exhibir, en pleno Santiago, los trapos sucios. Para peor, la
Vicaría había planeado dar a su encuentro toda la solemnidad que
era posible en la capital del país: se anunciaba que las sesiones
tendrían lugar en el recinto de la Catedral Metropolitana, el templo
más protocolar de cuantos pueda haber en Chile.
Esa circunstancia sirvió al gobierno para concentrar su presión en el
cardenal Silva Henríquez, cuya condición de arzobispo de Santiago lo
convertía en responsable último del acto.
Decenas de mensajes fueron enviados al cardenal para que
desistiera de la idea. Otros recados intentaron avivar la polémica
entre los asesores del cardenal e incluso entre los miembros de la
Conferencia Episcopal. Hasta fines de octubre, sin embargo, nada de
ello tuvo efecto.
A comienzos de noviembre estallaron los verdaderos problemas. La
Catedral estaba bajo la administración de un Cabildo Eclesiástico,
compuesto por quince canónigos (7) y, aun cuando el templo es la
sede litúrgica del arzobispo de Santiago, éste no actúa sin el
consentimiento de aquéllos.
Lentamente, a medida que la inauguración del Simposio se acercaba,
la tensión con el gobierno fue creando ambiente entre los canónigos.
La realización de un acto como ése, al que asistirían no creyentes e
incluso ateos, en la más importante iglesia del país, empezó a ser
vista como un despropósito.
En noviembre los canónigos que se oponían al encuentro se
convirtieron en mayoría y expresaron su parecer al cardenal (7). Silva
Henríquez quedó entonces en una severa disyuntiva: o imponía su
criterio sobre los administradores del templo, sometiendo a la Iglesia
de Santiago a una tensión insoportable, o suspendía la realización del
encuentro, exponiendo la polémica interna a la vista pública y
desautorizando de hecho a la Vicaría de la Solidaridad (8).
Tras una tormentosa reunión con el Cabildo Eclesiástico, el cardenal
se reunió con los vicarios, algunos de los cuales también se oponían
al Simposio. Luego habló con la Vicaría. Entonces comprendió que
sería imposible suspender las invitaciones. Hasta el lienzo de doce
metros, con la figura tomada de los esclavos de Miguel Angel, estaba
ya colgado.
Pero la presión también creció. El 20 de noviembre, 48 horas antes
de la ceremonia de inauguración, llegó a su grado límite. Todos los
equipos de sonido y de iluminación estaban ya instalados en el
recinto de la Catedral; se habían hecho los ensayos y distribuido las
ubicaciones para personalidades, autoridades y prensa. Centenares
de tarjetas habían sido ya repartidas.
Ese día, el cardenal se dirigió al comité patrocinador del Simposio,
encabezado por el vicario general, Ignacio Ortúzar, y le planteó una
proposición nueva: trasladar el encuentro a la Basílica de El Salvador.
La oferta fue desechada: la complejidad de las instalaciones hacía
imposible el cambio de última hora, pero además no disimularía la
concesión.
El cardenal propuso entonces atenuar la magnitud del acto no
asistiendo él mismo. Otra vez la Vicaría se erizó: si el cardenal no
concurría, la legitimidad y el respaldo formal del encuentro
desaparecerían. Sería otra forma de desautorización.
La falta de opciones forzó una solución de compromiso. Sólo la
inauguración y la clausura tendrían lugar en la Catedral. Las
deliberaciones del Simposio mismo se harían en el recinto de la
Vicaría, al costado del templo. Se controlaría estrictamente el ingreso
para evitar aglomeraciones y se cuidarían hasta la minucia los
comunicados públicos y los dichos a la prensa.
Con esas condiciones, el 22 de noviembre de 1978, bajo el lema Todo
hombre tiene derecho a ser persona, y soportando la explícita furia del
gobierno, el cardenal y sus vicarios inauguraron el Simposio, el acto
más grande y el primero de su naturaleza registrado bajo el régimen
militar.
Las sesiones se prolongaron hasta el 25. Dos legados quedarían en
ella: la Cantata por los derechos humanos, una obra del joven Alejandro
Guarello que fue escrita por el sacerdote Esteban Gumucio, dirigida
por Waldo Aránguiz y recitada por Roberto Parada (9); y el Acta de
Santiago, un documento de compromiso suscrito por los participantes,
que fijó el 25 como el día en que la Iglesia reafirma su defensa de los
derechos humanos, y cuyo cirio original se conserva aún en la Vicaría
(10).
El Simposio sacudió al ambiente político local. Es difícil saber en qué
medida contribuyó a difundir internamente el problema de los
derechos humanos, pero las ofensivas acusaciones lanzadas a través
de la prensa revelaron que ciertos sectores del oficialismo se sintieron
directamente tocados.
La Iglesia de Santiago resintió los efectos de la polémica causada por
el uso de la Catedral. La multitud de versiones llevadas a Roma
dejaron un rastro de dudas y temores.
Para la Vicaría fue un éxito mayor. Al menos en apariencia: el éxito
del Simposio había también expuesto demasiado a la Vicaría; había
exhibido su robusto aparato y su vitalidad; la había situado en el
centro de las miradas.
Pero para los máximos directivos de la Vicaría faltaba todavía lo peor.
DON INOCENTE, EL VIEJO
Un hombre viejo: así empezó todo.
Un hombre viejo y sucio, con ropajes desgreñados y unos enormes
bototos cubiertos de tierra y barro, llegó hasta la Vicaría a mediados
de noviembre.
Faltaban días para el comienzo del Simposio, y sus organizadores,
metidos en el torbellino del programa, no tenían tiempo para atender
a nadie. Menos a ese sujeto extravagante, con la cabeza tocada por
un cucalón, mal afeitado y de mirada extraña, que pedía hablar con
los jefes de la Vicaría.
El Viejo, como lo llegaron a llamar quienes lo vieron circular por la
Vicaría en dos o tres ocasiones, parecía un explorador fuera de
época. Eso creyó también el sacerdote que finalmente lo atendió.
En verdad, El Viejo, cuyo nombre de pila era Inocente de los Angeles,
había jubilado como minero con una única y solitaria desgracia a
cuestas: su hijo había desaparecido en manos de agentes
misteriosos. Desde el día en que perdió su huella, El Viejo don
Inocente había decidido partir a recorrer los cerros de Chile en busca
del hijo ausente. Llevaba años en esa tarea terrible y paciente. Ni
siquiera sabía qué buscaba: restos, un cadáver, una señal... En ese
peregrinar incesante, El Viejo había llegado a los caminos de
Talagante. Una vaga confidencia pueblerina lo había conducido a los
montes de Lonquén.
Y allí había visto el horror.
El sacerdote Cristián Precht y Javier Luis Egaña tomaron la iniciativa
en cuanto conocieron el relato. Una tarde de noviembre partieron
hacia los hornos de cal abandonados que describía El Viejo don
Inocente.
La constatación demoró muy poco: en los hornos había cadáveres
humanos. Las primeras indagaciones en los archivos entregaron los
nombres de un grupo significativo de desaparecidos en la zona de
Isla de Maipo.
Una conclusión terrible e innombrable persuadió a los ejecutivos de la
Vicaría.
Decidieron que era mejor no mentarla: el Simposio empezaba en
esos mismos días y, si bien cabía la posibilidad de hacer la denuncia
pública en el marco de ese foro, calcularon que el gobierno lo
consideraría una inmensa traición y haría lo posible por demostrar
que era un show. Las certezas fueron guardadas en los escritorios
directivos. Nada se diría de ello hasta después de concluido el
encuentro.
QUINCE CUERPOS
Cinco días después de la clausura del Simposio, el 30 de noviembre,
el obispo auxiliar de Santiago, Enrique Alvear, convocó a una reunión
en su despacho. Precht, Egaña y el abogado jefe de la Vicaría,
Alejandro González, lo acompañarían para recibir al abogado Máximo
Pacheco, al director de la revista Qué Pasa, Jaime Martínez, y al
subdirector de la revista Hoy, Abraham Santibáñez.
Ninguno sabía a qué iba. Ninguno sospechaba el testimonio que le
sería deparado.
Egaña y Precht hicieron el relato sucinto de lo que sabían. El obispo
Alvear propuso constituirse como comisión ad hoc. Ese mismo jueves
30 de noviembre, la comisión partió hacia Lonquén.
En el interior de la cooperativa agrícola El Triunfador, en los cerros
del sector oriente, con sus silenciosas bocas mirando al sur, estaban
los dos hornos de una antigua mina de cal.
Uno de los hornos, el de la izquierda, tenía grietas profundas y una
punta parecía próxima a desprenderse. El otro, erguido sobre sus
cerca de nueve metros, se veía indemne, pero su boca estaba
tapiada por rocas y ladrillos.
El abogado González removió esos escombros y se arrastró de
espaldas por la bóveda. Agitó las manos hacia arriba: un tórax
humano cayó sobre el piso. En la chimenea del horno, de un estrecho
diámetro obstruido por fierros y enrejados, una tenebrosa amalgama
de huesos, ropa, cal y piedras colgaba de manera informe.
La comisión decidió regresar a Santiago. Al día siguiente volvió a
reunirse y llevó hasta la Corte Suprema la denuncia formal.
La Corte despachó la orden de investigar a la jueza del crimen de
Talagante, Juana Godoy. Un equipo de la Vicaría ya había llegado
hasta esa localidad. La jueza convocó a Investigaciones, pero antes
de esperar su llegada partió hacia los hornos con el equipo de la
Vicaría encabezado por el sacerdote Gonzalo Aguirre. El fotógrafo
Luis Navarro fue el primero en introducirse para registrar el interior del
horno. Las fuertes emanaciones le impidieron estar más de un
minuto. El abogado Héctor Contreras lo ayudó con los equipos.
La noticia se difundió en cuestión de horas. Una empresa
constructora fue contratada por la Vicaría para iniciar excavaciones
por la boca superior del horno. En tres días el trabajo fue terminado.
Vino entonces el lento trámite de la identificación y análisis de los
restos. Quince personas habían sido sepultadas en el horno; sobre
sus cuerpos se había vaciado tierra y rocas; encima de ese relleno se
había construido un improvisado radier de cemento, a manera de
tapa; y aún arriba se había cubierto con más tierra.
La investigación fue pavorosa. Lentamente logró establecerse que los
cadáveres correspondían a tres familias: Sergio Maureira Lillo y sus
cuatro hijos (Rodolfo Antonio, Sergio Miguel, Segundo Armando y
José Manuel); Oscar Hernández Flores y sus hermanos Carlos
Segundo y Nelson; y Enrique Astudillo Alvarez y sus dos hijos (Omar
y Ramón); además de cuatro jóvenes: Miguel Brant, Iván Ordóñez,
José Herrera y Manuel Navarro.
La Corte designó como ministro en visita a Adolfo Bañados, quien se
propuso llevar la investigación a fondo, contra todas las “sugerencias”
que día a día se le hicieron. Su indagación estableció que los quince
muertos habían sido detenidos entre el 6 y el 7 de octubre de 1973
por carabineros de la Tenencia de Isla de Maipo, a cargo del
entonces teniente Lautaro Castro.
Los funcionarios, (ocho en total) declararon que las víctimas habían
perecido después de un confuso enfrentamiento nocturno, pero el
ministro estableció la falsedad de la versión. Una vez que determinó
eso, declaró su incompetencia y el proceso, originado con el número
27.123-3, pasó a la justicia militar.
Allí fue sobreseído en virtud de la ley de amnistía.
Pero lo que se había revelado era inaudito: del horno salieron sólo
tres vainillas de fusil; de los quince cuerpos, sólo un cráneo
presentaba herida de bala. Ninguna otra huella de violencia armada
se hizo presente. Los indicios reunidos sugerían que las víctimas
llegaron vivas a la boca del horno.
Concluido el análisis en el Instituto Médico Legal, el fiscal militar
Gonzalo Salazar ordenó entregar los restos de Sergio Maureira Lillo y
sepultar los demás en Isla de Maipo. Las osamentas fueron sacadas
por la puerta posterior del Instituto, mientras los familiares esperaban
su entrega. Un entierro fugaz y anónimo en una fosa común cerró el
episodio (11).
En verdad, ese final quería el gobierno. En el gabinete se había
discutido el alcance del caso y se temía que pasara a convertirse en
un estandarte contra el régimen. Se creía que tanto el funeral como el
sepulcro podrían ser usados para mantener viva la llama de la
vendetta y que las ceremonias podían prestarse a desbordes
emocionales de la opinión pública.
Esa razón también estuvo presente en la posterior destrucción de los
hornos por el nuevo propietario de la tierra. En marzo de 1980, el
comprador del fundo, un caracterizado agricultor que años antes
había provocado un sonoro escándalo al incendiar una caleta de
pescadores que se había instalado en las orillas de su predio, ordenó
dinamitar las pesadas estructuras de ladrillos levantadas a comienzos
de siglo.
MIEDO EN LA CUESTA
El hallazgo de Lonquén tuvo un inolvidable impacto público.
Aquel nombre se convirtió en un sinónimo de la barbarie.
Pero para los familiares de detenidos desaparecidos constituyó algo
más doloroso: la primera evidencia pública de que sus parientes
podrían estar, como habían temido los obispos, definitivamente
muertos.
En cosa de días, la Vicaría se vio asediada por decenas de
testimonios que hablaban de posibles escondrijos de cadáveres. Uno
tras otro, los familiares querían dar señas de su gente para identificar
restos eventuales. El trabajo de las asistentes sociales, menos sonoro
públicamente, pero más importante para el cuidado de las víctimas,
se multiplicó hasta el exceso.
La Vicaría decidió entonces abordar una tarea de ribetes lúgubres:
recopilar y establecer las fichas antropométricas de los
desaparecidos, para facilitar la tarea de reconocimiento de restos.
Doce mesones fueron habilitados en un salón de la Vicaría para
recibir los testimonios sobre ropas, cicatrices, señas óseas, fichas
dentales y objetos peculiares.
El 19 de diciembre, mientras Lonquén empezaba recién a develarse
en toda su magnitud, otra denuncia consistente fue admitida por la
Vicaría.
Otra comisión ad hoc, compuesta esta vez por el obispo Jorge
Hourton; el vicario juvenil, Miguel Ortega; el sacerdote y director de
Mensaje, Renato Hevia; el periodista de La Tercera Iván Cienfuegos; y
el abogado Jorge Molina, llegó cerca del mediodía a una ladera de la
Cuesta Barriga.
Cavando superficialmente bajo peñascos y arbustos, hallaron los
restos de a lo menos dos cadáveres. La comisión partió al Juzgado
de Talagante a estampar la denuncia, mientras los peritos de la
Vicaría empadronaban el lugar. Estaban en esta tarea cuando
apareció una patrulla de carabineros. Los hombres de la Vicaría
fueron encañonados por un alterado suboficial que se negó a
escuchar explicaciones. La llegada del obispo cortó lo que parecía ser
el preludio de un acto de violencia.
Las osamentas fueron enviadas a la Tenencia de Curacaví, donde
quedaron más de un día. El análisis posterior del Instituto Médico
Legal determinó que se trataba de restos extraídos de un cementerio.
El médico Claudio Molina, director del Instituto, que había mostrado
en público su irritación durante el hallazgo de Lonquén, habló de
“profanación”.
Nunca se llegó a establecer nada más respecto de lo sucedido allí.
Pero apareció un testigo. Ese hombre contó que el 17 de septiembre
de 1973, siete detenidos fueron sacados de la Tenencia de Curacaví
y llevados hasta una caseta de la Cuesta Barriga. Allí, apostados
contra un muro, fueron fusilados sin mediar palabra (12).
En la sombra, abandonados a la intemperie, los cuerpos quedaron
inmóviles. Pero dos de ellos habían recibido heridas no mortales.
Soportando el peso de los cadáveres, sobrevivieron y huyeron del
lugar. Se refugiaron en casas de campesinos hasta recuperarse, y
volvieron a sus hogares en el terror y la zozobra. Uno de ellos, José
Guillermo Barrera, decidió siete meses después normalizar su vida y
se presentó a la policía. Unas noches después, el 13 de marzo de
1974, fue arrestado. Nunca más se supo de su destino.
El otro testigo prefirió sumergirse. Así sobrevivió para narrar lo
ocurrido en Cuesta Barriga (13).
Poco tiempo después, el proceso abierto por el caso fue sobreseído
en nombre de la ley de amnistía.
PRECHT: FIN DE ETAPA
En aquel año de dramáticas revelaciones, la ONU decidió que su
premio quinquenal a los derechos humanos debía reconocer el
trabajo de la Vicaría.
El 10 de diciembre, en Nueva York, se realizó la ceremonia de
entrega del premio. El cardenal Raúl Silva Henríquez recibió el
galardón de manos del secretario general de la ONU, Kurt Waldheim,
y del presidente de la Asamblea General, Indalecio Lievano.
Pero para aquel viaje a Nueva York el cardenal había guardado una
decisión dramática. Optó por afrontarla poco después de la ceremonia
en la ONU.
Inesperadamente, sin que sus acompañantes lo sospecharan, el
cardenal habló con el vicario Cristián Precht, que también había
asistido, y le pidió la renuncia al cargo. Precht fue sacudido por la
noticia. El cardenal explicó largamente sus motivos: la Vicaría había
cumplido una etapa, la gran tarea estaba concluida y era necesario
dar paso a un nuevo desarrollo; en la Iglesia de Santiago había
quienes decían que la Vicaría había crecido demasiado, que estaba o
podría estar fuera de control; la propia persona de Precht, sufriendo
una y otra vez los embates del régimen, podía verse perjudicada y tal
vez se dañaría el futuro como obispo que el cardenal quería para él;
en la propia Iglesia había fricciones por la labor de la Vicaría y
muchos de sus detractores culpaban directamente al vicario, aunque
ello fuera injusto.
Agregó un detalle: la decisión era irrevocable.
Cuando retornaron a Santiago, la noticia se esparció en los niveles
directivos de la Vicaría. Allí se decidió apelar ante el cardenal.
Numerosos mensajes, varias reuniones y prolongados debates
postergaron por unas semanas el cumplimiento de la decisión.
El gobierno tuvo un impreciso conocimiento de la discusión que se
estaba librando. Calculaba que una intervención más decidida de la
Nunciatura podía apresurar las cosas.
Pero aquél podía ser un error. El cardenal Silva Henríquez había
tenido relaciones ocasionalmente tensas con el anterior nuncio,
Sótero Sanz, debido a la continua superposición de estilos y
objetivos. El nuncio tenía la misión de establecer buenas relaciones
con el gobierno y creía que por ese camino facilitaría el entendimiento
y la concordia; la Conferencia Episcopal apreciaba el paulatino
deterioro de los nexos con el régimen como un hecho inevitable.
El cardenal había previsto que el nuevo nuncio, Angelo Sodano,
cambiaría el estilo. Recordaba que Sodano había sido secretario de la
Nunciatura en los años 60 y había colaborado en la solución de la
crisis estudiantil de la Universidad Católica.
Pero las cosas no se habían dado así. El gobierno creía ver en la
Nunciatura un camino fácil para oponerse a la jerarquía, aunque a
menudo fracasaba en ese esfuerzo. La jerarquía buscaba apoyo
rápido y terminante en la palabra del nuncio, pero no siempre la
obtenía. Unos y otros llegaban con frecuencia al Vaticano, que solía
devolver las inquietudes hasta la calle Montolin (ahora Sótero Sanz),
como parte del riguroso y ceremonial método de la diplomacia
púrpura.
A fines del 78, cuando el año más dramático en la historia del régimen
tocaba a su fin, el Presidente Augusto Pinochet invitó a una
celebración en el Salón Azul del Diego Portales. Todas las dignidades
del país estuvieron presentes. La revista Qué Pasa registró un privado
diálogo tras el brindis de rigor:
—Que sea mejor el año que viene —le dijo Pinochet al cardenal.
Silva Henríquez se le acercó al oído.
—Que seamos mejores —murmuró.
Pinochet se mostró sorprendido.
—Yo me refería al nuevo año, monseñor (14).
El episodio, con cierto humor, fue visto como un síntoma del extremo
deterioro de las relaciones entre el gobierno y la Iglesia local.
En cuanto se abrió el nuevo año, las presiones contra la Vicaría se
intensificaron.
Se sabía que era cuestión de énfasis: la decisión de sacar al vicario
Precht tendría inevitablemente la lectura de un golpe de timón. En
febrero se concretó. El vicario Precht fue destinado a la zona oriente,
mientras que el titular de aquélla, Juan de Castro, uno de los críticos
del desarrollo que había adquirido la Vicaría, asumió como nueva
cabeza de la Solidaridad.
Un cambio profundo comenzaría a operarse desde entonces. La
nueva etapa estaba iniciándose.
26
El general en la sombra
Los cambios del gabinete a fines del 78, pensados para la emergencia, abrieron
horizontes insospechados al régimen. Trabajando en las bambalinas, con
ubicación privilegiada en el cerebro del poder, un general, el más joven de todos,
ayudó a dar su consistencia al gobierno en un breve e intenso año. Después,
inesperadamente, sin terminar la tarea, murió.
¡Lo único que faltaba! —comentó el general Augusto Pinochet cuando
le llevaron la noticia.
El año 78 había sido con certeza el más difícil en la historia del
régimen. Y no sólo por los graves problemas de estabilidad en el seno
de las Fuerzas Armadas —en cuya más dramática expresión había
caído el general Gustavo Leigh—, sino por la anómala acumulación
de factores internos y externos en unos cuantos meses.
Mientras el homicidio de Orlando Letelier proseguía sembrando el
desasosiego en los servicios de seguridad y la amenaza de guerra
con Argentina se veía amplificada por los gestos hostiles de otros
vecinos, la deteriorada imagen política sufría golpe tras golpe con las
revelaciones sobre los desaparecidos y las denuncias de la Iglesia
Católica.
Y ahora, a punto de terminar el año, sólo faltaba eso: un boicot. Nada
menos.
En la tarde del 26 de noviembre de 1978, reunida en Lima, con la
presencia del ministro del Trabajo chileno, Vasco Costa, la
Organización Regional Interamericana de Trabajadores (ORIT)
aceptó una moción de la central norteamericana AFLCIO para
declarar un boicot portuario contra Chile, Cuba y Nicaragua.
Los fundamentos de la propuesta eran parecidos en los tres casos,
pero particularmente se quería reprochar al régimen chileno la
conducta asumida ante los sindicatos en los últimos meses.
El ministro Costa había propiciado la promulgación de cuatro decretos
que afectaban directamente a los trabajadores (1). Pero el último
había sido la gota decisiva: por él se había convocado a unas
elecciones con dos días de plazo, en las que los candidatos debían
cumplir una larga serie de condiciones, incluyendo el juramento de no
haber pertenecido a un partido político en los diez años anteriores.
El Grupo de los Diez, estrechamente relacionado con la AFL-CIO,
había denunciado la situación (2) y las embajadas chilenas estaban
sufriendo una presión constante para explicar lo inexplicable. El plan
era criticado incluso dentro del gobierno: en el gabinete se decía que
carecía de objetivos y de sentido y que “no es ni bueno ni malo, sino
todo lo contrario”.
El 14 de diciembre, George Meany, el veterano cacique de la AFL-
CIO (3), junto con una comisión de la ORIT, aprobó la decisión y fijó
una fecha para decidir su aplicación: el 8 de enero de 1979.
Al día siguiente, Peter Grace y William Doherty, presidente y director
del Instituto para el Desarrollo del Sindicalismo Libre, recibieron un
llamado del gobierno chileno: se requería un contacto urgente para
resolver el incordio. Doherty hizo algunas consultas y determinó que
la AFL-CIO consideraba “intratable” al ministro Costa. Eso respondió.
Pinochet encomendó entonces la misión al ministro de Hacienda
Sergio de Castro. El 19, en secreto, éste partió a Washington y
durante tres días sostuvo reuniones con Grace, Doherty y el propio
Meany. De Castro expuso largamente los planes del gobierno para el
tema sindical. Meany escuchó con atención y sentenció:
—Señor ministro, usted debe volver pronto a Chile. La solución para
el boicot no está en Washington, sino allá.
Peter Grace, un hombre de negocios cuya llegada a Pinochet era
directa y cordial, decidió intervenir personalmente, a petición de De
Castro. Grace aterrizó en Pudahuel y enfiló rumbo a La Serena,
donde se encontraba Pinochet. Tuvieron una prolongada reunión en
la que Grace dijo que sin cambiar la política laboral no se detendría el
boicot.
Pinochet repuso que ello podría hacerse, pero en un plazo razonable:
un año (4). Grace sugirió acortar ese plazo, pero enfatizó que el solo
compromiso ayudaría a lo menos a postergar la decisión de la AFL-
CIO, a la que ahora amenazaban sumarse los sindicatos europeos de
la Ciosl y la CINT.
LA CHARLA DEL JOVENCITO
Para entonces, Pinochet tenía previsto un nuevo paquete de ajustes
en el gabinete.
El ministro del Interior, Sergio Fernández, venía impulsando una
mayor participación civil en los ministerios, sobre todo ahora que el
proceso de elaboración de la Constitución entraba a su fase final.
Pero además había un problema de coyuntura: el ministro de
Economía, Pablo Baraona, había presentado su renuncia el 14 de
noviembre, después de una gestión en la que su cargo había estado
subordinado a la férrea disciplina impuesta desde Hacienda.
El carácter de De Castro y las necesidades del momento hacían muy
difícil y compleja la elección. Hasta que recordaron cierto inusual
episodio ocurrido unos meses antes.
Había comenzado en el encuentro anual de la Facultad de Economía
de la Universidad Católica, ante una concurrencia nutrida de altos
funcionarios, cuando se había designado a un joven que tenía el título
de mejor alumno de su promoción y era uno de los pocos que en
lugar de proseguir sus estudios en Chicago había ido a Harvard.
El joven había hecho aquel día una exposición sobre la posibilidad de
alcanzar el desarrollo a través de una economía liberal y tecnificada.
Roberto Kelly, impactado por la conferencia, lo invitó a repetirla en el
Diego Portales. No le dijo, sin embargo, que sería ante la totalidad del
gabinete, frente a la Junta y con presencia de altos mandos.
Pese a la sorpresa, el economista reiteró su charla y su visión
optimista de las posibilidades fundacionales del régimen. Algunos
ministros, molestos por lo intempestivo de la cita, hablarían después
de “la clase de economía” del jovencito de anteojos, de quien sólo se
sabía que era asesor personal de Manuel Cruzat y editor del Boletín
de la Colocadora Nacional de Valores, uno de los más prestigiosos en
su rubro.
Los ministros recordaron su nombre a la hora de ocupar la vacante en
Economía: José Piñera Echeñique. Como otros postulantes nuevos al
gabinete, Piñera recibió la oferta el viernes 22 de diciembre de 1978.
Pero en esos días la cuestión del boicot hizo crisis.
Pinochet insistió en la remoción de Vasco Costa y declaró su
intención de manejar el asunto con mano dura, nombrando a un
militar en la cartera. Fernández gastó parte de aquel fin de semana
oponiéndose a esa medida.
A decir verdad, en el origen de la crisis con los sindicatos estaba el
propio Fernández, que al asumir como ministro del Trabajo en 1976
había enfriado las relaciones con los dirigentes y había roto los
principios de acuerdo conseguidos por su antecesor, el general
Nicanor Díaz Estrada. Era un hecho sabido que su estilo “empujó” a
muchos sindicalistas hacia una oposición frontal (5), como también
que él mismo había propiciado la designación de Costa para
continuar esa línea.
Pero ahora el horno no estaba para bollos.
Una vez que logró persuadir a Pinochet de que el nombramiento de
un oficial empeoraría las cosas, el mismo Fernández sugirió ese fin
de semana que en lugar de destinar a Piñera a Economía se lo
enviara a Trabajo.
Piñera aceptó el encargo subrayando que su interés era reformar el
sistema previsional; además, haría frente al boicot con la urgencia
requerida.
LOS EQUILIBRIOS DE DICIEMBRE
La vacante de Economía fue ocupada por Roberto Kelly. El,
precisamente, había puesto al desnudo la necesidad de contar con un
plan coherente para reformar la previsión, unos meses antes.
Odeplan, que tenía estudios detallados sobre el impacto del sistema
de pensiones en las cuentas nacionales, había recibido el encargo de
diseñar un nuevo sistema, pero su resultado había sido desastroso.
En el proyecto se aumentaba la edad de jubilación, se terminaban las
causales de pensión que no fueran antigüedad con edad o invalidez
extrema, y se anulaban las pensiones que hubieran sido concedidas
por motivos distintos de los nuevos. Era una forma brutal de bajar los
déficits: miles de pensionados serían lanzados frontalmente contra el
gobierno.
Así que la discusión derivó en una tormenta interna. Algunos
ministros reaccionaron con inusitada violencia, y hasta ofrecieron sus
renuncias si se aprobaba el plan de Kelly. La Junta debió cancelarlo
en cosa de días.
Pero he ahí que, a la vuelta del incidente, el gobierno seguía sin plan.
El plan lo tenía Piñera, pero Odeplan debía ser su apoyo
fundamental. Así que cuando Kelly fue desplazado a Economía, en un
ascenso más aparente que real, fue nombrado en Odeplan el hombre
que había dirigido los estudios sobre la reforma previsional y que era
el auténtico motor de esa oficina: Miguel Kast.
De Vivienda salió Edmundo Ruiz —un hombre cercano al general (R)
Manuel Contreras— y entró el general (R) Jaime Estrada Leigh, a
quien antes Pinochet había querido nombrar rector de la Universidad
de Chile, con rechazo de la FACh.
En Minería se había radicado, en cambio, parte de la disputa de
ciertos sectores militares contra los afanes liberalizadores del equipo
económico. En gran medida fue para hacer posibles los otros cambios
que Pinochet sacó de allí a un civil, Enrique Valenzuela, y optó por
designar a un militar: al almirante Guillermo Montero. Como éste
rechazó la oferta, se acudió al secretario regional de Minería de Punta
Arenas, el capitán de navío Carlos Quiñones.
Aquel cambio de gabinete configuró un amplio cuadro de
transacciones. Pinochet debió moverse entre un sector militar
(apoyado por los civiles “duros”), que en aquel tiempo se atrevía a
formular planteamientos, sobre todo en relación con los recursos
económicos, y el sector civil neoliberal, que se abría paso en los
distintos puestos del gabinete. Los delicados equilibrios de aquel
difícil diciembre no hubieran sido posibles sin un administrador que
los manejara con tacto y conocimiento.
Para su fortuna, Pinochet había encontrado al hombre: pocos días
antes, había nombrado ministro jefe del Estado Mayor Presidencial al
más joven de los generales del Ejército, René Escauriaza, un oficial
que lo venía acompañando en el mando desde los días del golpe y
que había ocupado el cargo de secretario general del Ejército desde
antes del 11 de septiembre de 1973.
GUERRILLA CONTRA VIAL
Pese a todo, había un cambio que se sabía polémico desde antes de
intentarlo: el de Educación, donde la gestión militar había terminado
por estancarse mientras paralelamente se insistía en la necesidad de
reformas profundas.
La recomendación del canciller Hernán Cubillos fue decisiva para el
ingreso del historiador Gonzalo Vial, ex director de las revistas
Portada y Qué Pasa, ex ministro de Hacienda en el gabinete
nacionalista de Jorge Prat y estrecho colaborador del canciller en la
Editorial Santillana.
Vial tenía la misión de iniciar esas reformas con la mayor prisa. Todo
el verano del 79 fue dedicado al complejo diseño de un nuevo manejo
de la educación. En marzo, con los primeros avances de Vial,
Pinochet elaboró una Directiva Presidencial sobre la Educación Nacional,
un documento de 27 páginas donde se daban los grandes
lineamientos de la reforma, fundada en una drástica
descentralización, una paulatina “incorporación de la comunidad” a la
gestión educativa y una mayor autonomía para los motores de tal
gestión. El Estado menguaría su papel tutelar y desarmaría parte de
su burocracia para agilizar la modernización.
La Directiva dio origen a una comisión especial para aplicarla. La
presidiría el ministro Vial, con el concurso del subsecretario Alfredo
Prieto, el director general de Educación, coronel Juan Agustín Soto, y
el asesor Jorge Claro. Una compleja red de subcomisiones debía
llevar los problemas puntuales hasta esa instancia superior.
La guerrilla interna no tardó en desarrollarse. Siguiendo la vieja
disputa por el control de la educación, la Masonería hizo notar que el
ministro Vial podía tener vinculaciones con el Opus Dei. Se citó como
prueba el hecho de que una hermana suya pertenecía a la Obra.
La Masonería fue discreta en sus primeras imputaciones, pero ellas
sirvieron para que el grupo de los “duros”, que opinaban que Vial era
un ex nacionalista corroído ya por el gremialismo, fundara sus
ataques. Pablo Rodríguez abrió los fuegos empleando la imagen del
Opus Dei. Pronto lo siguió Silvia Pinto, directora de El Cronista, que
desde una columna titulada Buenos días, Presidente, interpeló a
Pinochet sobre el origen de sus ministros.
La concentración de los “duros” en el área de la educación permitió
que el tema laboral, otra de sus preocupaciones, fuera congelado.
Sin esas presiones internas, el ministro Piñera echó a andar en
cuestión de horas la maquinaria de las reformas. Dos asesores lo
acompañaron en el acelerado fin del 78: Hernán Büchi y el abogado
Roberto Guerrero.
Para garantizar la eficacia del nuevo plan era preciso neutralizar al
Grupo de los Diez, al que se atribuía decisiva influencia en la postura
de la AFL-CIO. Así que apenas empezó enero, Piñera reabrió las
puertas del Ministerio para los sindicalistas. Una larga reunión le
permitió ganar el primer punto: una cierta confianza. El líder de la
ANEF, Tucapel Jiménez, le dio el paso.
—Tan joven... —comentó con ironía—. Y economista...
—Me extraña su preocupación —dijo Piñera—. Pero podemos
arreglarlo: hago dos fiestas de cumpleaños al año y las celebramos
juntos.
Pocas semanas después, Piñera obtuvo el visto bueno para dos
decretos leyes que pondrían en marcha el sistema: la libertad de
reunión y la libertad de afiliación y cotización. El primero satisfacía un
reclamo persistente de los sindicalistas; el segundo apuntaba a
quitarles parte del poder.
Las medidas significaron la continua postergación del boicot durante
los críticos meses del verano. Paralelamente al trabajo delicado de
Piñera, el Ministerio del Interior había preparado otras medidas, ahora
de fuerza, para frenar al Grupo de los Diez. En Transportes, por
ejemplo, el ministro José Luis Federici tenía listo el despido de
Ernesto Vogel y de otros dirigentes por si las cosas se ponían
pesadas (6).
Durante meses, negociando, abuenándose y peleando con los
sindicalistas, implantando de a poco la idea de que ellos eran los
viejos cracks que se oponían al cambio para no perder privilegios,
Piñera consiguió que el conjunto de reformas, que pasó a ser
conocido como el Plan Laboral, disolviera el boicot por inercia.
En el último plazo fijado por Pinochet, el 30 de junio de 1979, el Plan
Laboral fue promulgado. Junto con preparar el anuncio oficial, Piñera
despachó hacia EE.UU. a Büchi y Guerrero: su misión sería reunirse
con los caciques de la AFL-CIO en el mismo momento en que en
Santiago se dieran a conocer las medidas.
El Plan Laboral redujo a escombros las medidas de Vasco Costa,
implicó la disolución práctica del Código del Trabajo (7) y eliminó las
formas más agudas de la presión por la huelga. La AFL-CIO fue
convencida de que la nueva normativa respetaba los principios del
sindicalismo libre de EE.UU.; los mensajeros insistieron, además, en
que conseguir elecciones y negociaciones era un paso gigantesco en
el contexto de un régimen donde algunos sectores veían a los
trabajadores como enemigos potenciales.
Una tardía protesta posterior de la AFL-CIO pareció sólo un saludo a
la bandera: su más aguda herramienta, el boicot, se había esfumado.
Sorprendentemente, junto con poner en marcha el Plan Laboral, el
mismo ministro Piñera anunció que en pocos meses entraría en
vigencia la reforma previsional. Para ello, desde el momento de su
asunción, un equipo dirigido por Martín Costabal había estado
trabajando sobre la base de los estudios preparados en Odeplan.
El principio sobre el cual debía operar el nuevo sistema sería el de la
capitalización individual, sustituyendo los grandes fondos
previsionales que hasta entonces se habían considerado
redistributivos.
Al terminar el 78 se dio el primer paso: un decreto ley estableció el
reajuste automático según el IPC para todas las cajas, anulando de
hecho la tarea de las “perseguidoras”... salvo la de las Fuerzas
Armadas.
Para mediados del 79 ya estaban listos los análisis sobre los activos
de las cajas, que serían puestos en sumaria licitación para paliar los
déficits del antiguo sistema y dar comienzo al nuevo.
El éxito de Piñera con el Plan Laboral, y también su inaudita eficacia
para proponer de inmediato la reforma previsional, desataron una
verdadera fiebre neoliberal en el seno del gobierno.
El primer semestre de 1979 registró los más dramáticos cambios
ocurridos en muchos años en la estructura económica y social del
país.
Hacienda resolvió decretar la libertad de tarifas profesionales,
cortando la principal atribución de los colegios profesionales;
Agricultura liberó los controles sobre la producción de cepas
vitivinícolas; Vivienda, siguiendo un modelo propiciado por el
economista Arnold C. Harberger, eliminó las trabas al crecimiento
urbano (8); Salud inició una experiencia piloto de privatización en el
Hospital Paula Jaraquemada; De Castro encargó a su asesor Sergio
de la Cuadra preparar un Estatuto Automotor que permitiera importar
autos usados y vehículos de hasta 842 centímetros cúbicos; Corfo
retomó su ritmo de privatizaciones y lo aceleró en agosto, cuando el
general Luis Danús fue relevado por el general Rolando Ramos en la
vicepresidencia y Julio Ponce Lerou en la gerencia de empresas.
Para julio, parecía que la fiebre arrasaría con la vieja estructura del
país.
Pero en los pasillos del Diego Portales se libraba todavía una sorda
batalla. El equipo económico, que basaba su éxitos en el equilibrio de
las cifras y en la apertura al exterior, imponía al proceso un ritmo que
para muchos era ingrato. Los “duros” estimaban peligrosa la
dependencia del beneplácito externo. Tampoco toleraban que los
grandes grupos locales estuvieran creciendo al amparo del régimen
militar. Una ideología a la que habían combatido por años —el
liberalismo capitalista— se imponía por todos lados. Para salir al paso
de la avalancha no eran suficientes sus figuras más connotadas, que
una y otra vez disparaban sobre el gabinete. Hacía falta algo más: el
apoyo militar.
Dos bastiones fueron conseguidos por ese sector en ese año: el área
de Salud, donde el Colegio Médico contaba con un reciente ex
presidente, Ernesto Medina Lois, que era hermano de un general,
Alejandro Medina Lois, ubicado en el estratégico puesto del Comité
Asesor de la Junta. El doctor Medina Lois se había opuesto
férreamente a la eliminación del Servicio Nacional de Salud y ahora,
con la presidencia del doctor Sergio Reyes, el Colegio continuaba
influyendo para detener las reformas.
En junio las cosas llegaron a un punto crítico. El ministro Mario
Jiménez, coronel de la FACh, puso en juego su cargo si la
reestructuración total de los servicios de salud no se aprobaba.
El general Escauriaza, otra vez desde la sombra, debió intervenir para
aplacar el choque entre el Estado y los gremialistas. Finalmente,
Jiménez consiguió que en julio se aprobara la ley de reestructuración.
Los médicos guardaron sus influencias para una batalla final que se
daría meses después (9).
El segundo bastión se concentró en la gran minería del cobre, donde
la palabra privatización empezó a ser considerada un “acto
antipatriótico”. Así la llamó el vicepresidente ejecutivo de Codelco,
coronel Gastón Frez, que desde la entidad resistió el embate del
equipo económico enfrentándose incluso al ministro de Hacienda,
Sergio de Castro.
En Codelco se levantó la trinchera de los oficiales que resistían la
política de los Chicago boys. Ernesto Silva, puesto en la Comisión
Chilena del Cobre por el equipo económico, fue desplazado por el
general de Carabineros Rubén Schindler. Como vicepresidente de
operaciones asumió otro coronel de extrema cercanía con Frez, Luis
Alberto Reyes Tastets.
Allí no logró hacer mella la artillería neoliberal.
El cobre, y por extensión toda el área minera, permaneció como un
fortín donde se ampararon los militares de corte nacionalista y los
civiles que, lejos o cerca, les daban respaldo y aliento.
TRES MINISTROS ACUSADOS
El embate de los “duros” fue la coyuntura indicada para que otros
sectores quisieran también sacar sus dividendos.
Para los acusados en el caso Letelier, por ejemplo, la política del
gabinete neoliberal conducía inevitablemente a la traición: traición a
los que ganaron la “guerra” de 1973, a los que cayeron combatiendo
al terrorismo, a los que interpusieron su vida para borrar la
subversión.
El general (R) Manuel Contreras sostenía que la presión
norteamericana por las extradiciones debía afrontarse derechamente
como un problema político, poniendo por delante la soberanía; pero el
gabinete, creía él, había claudicado dándole al tema un enfoque
judicial.
Para mostrar su fuerza, el abogado de Contreras, Sergio Miranda
Carrington, partió en febrero de 1979 a Washington, con dos guardias
personales del general: Mario Marín y Mario Jara. Se presumía que
colaborarían con la defensa de los acusados cubanos, pero, en lugar
de eso, Miranda lanzó dos explosivas afirmaciones: que Contreras
mantenía una estrecha amistad con Pinochet, y que el general había
hecho en Chile un trabajo de limpieza en el que “sólo faltaron los
democratacristianos”.
Después de rechazar el arresto que inicialmente le fueron a
comunicar los generales Washington Carrasco y Enrique Morel,
Contreras había terminado por aceptar la situación. Desde agosto de
1978 había trasladado su cuartel de operaciones al sexto piso del
Hospital Militar, donde lo acompañaban el coronel Pedro Espinoza y
el capitán Armando Fernández Larios.
Los dos primeros habían desarrollado una estrategia común para
enfrentar el proceso: era un plan fundado en el conocimiento del
sumario secreto, que les fue enviado junto a una tarjeta del fiscal
instructor, el general Héctor Orozco.
Sus abogados, Miranda y Jorge Balmaceda, funcionaban a un solo
ritmo.
Pero algo estaba fallando: Fernández Larios se negaba a plegarse al
mismo esquema de defensa, mostraba constantes desacuerdos con
sus ex jefes y expresaba su disgusto por el sombrío matiz que había
tomado la investigación. Se sentía, a la vez, acorralado y
abandonado.
Lentamente, con el paso de las semanas, Fernández Larios fue
dando vuelta a una idea obsesiva: ¿y si se entregara a la justicia de
Estados Unidos para aclarar su papel en el complot?
Convencido de esa opción, pidió a su madre, Pura Larios, y a su
hermano Arturo que viajaran a Washington para sondear la
posibilidad de que la justicia se desistiera de acusarlo a cambio de su
testimonio. Paralelamente, encargó a otros amigos en Santiago que
pasaran el mensaje a algunos niveles del gabinete y a altos oficiales.
Algo insólito ocurrió entonces: importantes jerarquías de Santiago
estuvieron de acuerdo en que podría estudiarse la entrega de
Contreras si EE.UU. desistía de sus acciones contra otros oficiales. El
mensaje fue transportado a Washington, pero el fiscal Eugene
Propper se vio envuelto en una trampa lógica: si olvidaba sus
acusaciones contra otros oficiales —entre ellos Fernández Larios—
carecería de testigos para inculpar a los jefes de la DINA. Tampoco
parece haber entendido Propper que la proposición tenía la anuencia
de altas esferas chilenas.
¿Lo supo, en cambio, Contreras, que en su habitación de dos
ambientes mantenía un nutrido programa de visitas y contactos?
Los indicios sugieren que sí.
En todo caso, el 14 de mayo el presidente de la Corte Suprema, Israel
Bórquez, emitió un fallo de primera instancia rechazando las
extradiciones, y reservando para una investigación local “algunas
contradicciones” en los testimonios de los inculpados.
La resolución hizo sentirse fuertes a los hombres de la DINA. El
abogado Miranda sondeó entonces a Jaime Guzmán sobre la
posibilidad de descalificar a algunos ministros; otros oficiales de alta
graduación fueron interrogados discretamente acerca del mismo
tema.
Pese a los resultados adversos, el 31 de mayo de 1979 Contreras y
Espinoza dieron un salto audaz: acusar constitucionalmente a los
ministros Fernández, Cubillos y Vial. Motivo: presiones que Vial
habría ejercido sobre el abogado Jorge Balmaceda, jefe del
Departamento Jurídico del Ministerio de Educación, para abandonar
la defensa de los presos; Vial habría recibido tal orden de Cubillos y
Fernández, los que a su vez acogían un pedido del embajador de
EE.UU., George Landau.
Aunque no se dio a conocer públicamente, la acusación involucró
también al general Escauriaza. Según testigos del episodio, aquel fue
el error fatal: Escauriaza era definitivamente intocable para Pinochet.
De no haberlo incluido en el libelo, la historia pudo ser otra.
Es un hecho que Vial y Cubillos, a quienes no se les dada la mayor
de las confianzas en la Presidencia, vieron deteriorada su posición y
deberían abandonar sus cargos al primer roce serio, tiempo después.
La intentona fue perdida por Contreras, pero le dio pie para desafiar a
Pinochet.
—Yo, como militar —declaró—, estoy dispuesto a cumplir, una vez
más, las órdenes de mi general, pese a la actitud ignominiosa de
algunos lacayos que actualmente lo rodean.
Fernández Larios volvió a separarse del grupo de la DINA: envió a
Pinochet una carta de respaldo que le granjeó la sospecha y la ira de
sus antiguos jefes.
Las disputas intestinas iban en progreso, bajo cuerda, cuando
comenzaron los alegatos públicos ante la Segunda Sala de la Corte
Suprema.
Después del intercambio, el tribunal (10) decidió ratificar el fallo de
Bórquez y ordenó continuar la investigación del proceso de los
pasaportes en la justicia militar.
ESCAURIAZA, GENIO Y FIGURA
Pero hubo un hecho que fue poco advertido en la trabajosa polémica
jurídica.
Un día después del abierto desafío lanzado por Contreras, el propio
general Escauriaza había saltado al ruedo para enfrentar a los
acusadores. Aprovechando el Día de la Infantería, el jefe del Estado
Mayor Presidencial advirtió con severidad a “aquellos que aún
pretenden minar la lealtad de la institución”.
¿Qué poder sentía Escauriaza para animarse a semejante
enfrentamiento?
En la misteriosa figura de este joven general radicó durante años el
centro de gravedad del poder militar.
Desde su cargo de secretario general del Ejército, Escauriaza había
seguido la secreta evolución de las fuerzas en una posición
privilegiada. Los asesores de Pinochet que lo conocían más de cerca
solían considerarlo como si fuera un verdadero compartimento del
cerebro del general. Escauriaza había sido el segundo de su
promoción en la Escuela Militar, detrás de Enrique Valdés Puga. No
sentía, por lo tanto, el tradicional peso de esta posición de esfuerzo y
sacrificio, pero era famoso por su destreza en el trato informal y por
su aproximación directa y franca a los problemas más complejos.
Actuaba en las bambalinas del régimen; su cargo podía estar en la
sombra, pero funcionaba con la eficacia de una máquina: él había
distribuido los pisos del Diego Portales, ordenado el protocolo de la
Junta, concebido la lenta preeminencia de Pinochet sobre sus pares.
Se le tenía particular simpatía por su humor y su manera divertida de
plantear y discutir los más agudos conflictos.
Había ministros que recordaban sus bromas como si fueran propias.
Discutiendo la ley minera, una vez había copiado un artículo para
usarlo como lema: “Si uno descubre una mina, la guarda y la usa para
sí...”. En las más serias notas, junto al membrete de la Presidencia,
solía poner dibujitos o epigramas minúsculos. Nadie le discutía esta
atribución, ni aún Pinochet: su inteligencia era considerada superior
en el gabinete.
El le recomendaba al “jefe” cómo vestir, qué decir, cuándo aparecer.
Le hablaba con más franqueza que nadie, pero su tono humorístico
aplacaba toda dureza.
La compleja red de posiciones militares, la distribución con las otras
ramas de las Fuerzas Armadas, las fichas de los posibles ministros y
la gestión de sondeo y aproximación con los grupos afines eran
centralizadas por Escauriaza.
Ahora, en el 79, a cargo del Estado Mayor Presidencial que había
dirigido el general Sergio Covarrubias, Escauriaza preparaba el salto
cualitativo de su organismo: debía convertirse en Ministerio, en la
Secretaría General de la Presidencia que, contando con estructuras y
recursos, oficiara como la más directa y reservada asesoría al
Presidente.
La tremenda energía de Escauriaza ofrecía, sin embargo, un punto
flaco: en un curso en Estados Unidos, años atrás, había contraído
una alergia que se radicó en las vías respiratorias y le produjo asma.
Esto lo obligó en sus últimos años a andar permanentemente con un
vaporizador, que debía echarse en la boca. Nadie, sin embargo,
dejaba de fumar en su presencia, pese a que el humo del cigarrillo le
era altamente pernicioso. La insuficiencia respiratoria había terminado
por afectarle el corazón, pero esto no lo sabía casi nadie.
Cierto día de mediados de octubre, el sostenido conflicto entre el
ministro de Salud y el Colegio Médico motivó una reunión de urgencia
en el Ministerio del Interior, en el piso 15 del Diego Portales, hasta
muy tarde en la noche.
Allí estalló el más grave enfrentamiento entre el ministro Jiménez con
el general Alejandro Medina Lois, que desde el COAJ defendía la
posición del Colegio. El encontrón de esa noche fue increíblemente
duro. Escauriaza trató de mediar una vez más, como venía haciendo
desde hacía meses: aquella vez se alteró más de la cuenta. Tosió,
tosió, tosió, y el interminable ataque obligó a suspender la sesión.
Al día siguiente llamaron a los ministros: en la noche, a los 47 años,
había muerto Escauriaza.
El gobierno decretó duelo oficial. Pero quizás no fue suficiente:
muchos altos funcionarios de entonces creen que otro hubiera sido el
destino del régimen de no ser por aquel trágico suceso.
RESONANCIAS DE MAO
Muy poco antes de aquella noche, Escauriaza organizó la más
relevante ceremonia de celebración del 11 de septiembre desde los
anuncios de Chacarillas.
La experiencia del Plan Laboral y la reforma previsional habían
entusiasmado a tal punto al gobierno, que al propio José Piñera se le
había pedido desarrollar in extenso su tesis sobre el desarrollo integral,
lo que él llamaba el golpe de timón, el salto de la audacia para crear
esquemas nuevos (11).
Piñera lo redactó. E incluyó un concepto del todo sorpresivo: las “siete
modernizaciones”. Advirtió, sin embargo, a Pinochet: la idea había
sido directamente tomada de Mao Tse-Tung, cuyas “cuatro
modernizaciones” habían inspirado la reforma de China.
Pinochet no atribuyó importancia a esa resonancia oriental y aprobó
la idea. El 11, para el sexto aniversario del régimen, restringió a unos
pocos párrafos la esperada explicación sobre el itinerario institucional
y lanzó, en cambio, la inesperada tesis de las modernizaciones. De
las siete enunciadas, dos estaban ya en marcha: el Plan Laboral y la
nueva previsión; dos más se debatían en la disputa intestina:
educación y salud; y otras tres constituían materia de consenso en el
régimen: la modernización de la justicia, la renovación en la
agricultura y la reforma administrativa.
Entusiasmado, después del acto Pinochet convocó a la prensa
extranjera al Diego Portales. Respondió de política, derechos
humanos y economía. Pero tenía una sorpresa reservada: había
entrevisto el umbral del desarrollo.
—Hacia 1985 ó 1986 —prometió—, cada trabajador chileno va a
tener auto, casa y televisor. No va a tener un Rolls Royce, pero tendrá
una citroneta del 75.
Pero bajo las modernizaciones latía todavía el pulso de la lucha por el
poder.
La presión de los “duros” consiguió debilitar mediante un trabajo de
zapa al ministro Vial. En octubre, dos uniformados, el capitán Eduardo
Cabezón y el coronel Juan Agustín Soto, fueron puestos a cargo de la
Directiva Presidencial y de la comisión reestructuradora del Ministerio.
Poco después la Masonería se sumó a los reproches. Desde la
Universidad de Chile se abrió fuego nutrido sobre la propuesta ley de
universidades. Finalmente, en diciembre, la intervención de Lucía
Pinochet Hiriart ante su padre precipitó la caída de Vial, victimado por
su presunta relación con el Opus Dei. En su lugar fue nombrado el
subsecretario Alfredo Prieto.
Simultáneamente, las disputas con los gremios determinaron el
derrumbe de la posición del ministro Jiménez, en Salud. En el puesto
quedó... el general Alejandro Medina Lois.
EL MOVIMIENTO SECRETO
La lucha de los “duros”, en aquel año de transacciones que fue 1979,
se dio también en otros terrenos.
Sin disimular su preocupación por el crecimiento de los grupos
económicos, susceptible ante el poder de sus Chicago boys y
reticente, como siempre, al control del mando por un solo grupo de
seguidores, en el primer semestre Pinochet había citado a su ex
asesor de prensa, Federico Willoughby.
Quería hacerle una proposición que le gustaría. Willoughby, como sus
amigos nacionalistas, entre los que figuraba muy centralmente Lucía
Pinochet y su Corporación de Estudios Nacionales, venía propiciando
desde el comienzo del régimen la idea de crear un movimiento cívico-
militar. El mismo había incorporado ese concepto en la última
redacción de la Declaración de Principios (12), y venía repitiéndolo
año tras año.
Ahora, Pinochet quería encargarle que, discretamente, sin bulla,
empezara a dar forma a ese movimiento. El trabajo comenzó de
inmediato, en el más riguroso silencio. Era evidente que, aunque
Willoughby entendía que se trataba de organizar a “la base” para
darle formación política de cara a la futura democracia, se acusaría a
la iniciativa de caminar con un rumbo corporativista.
Para aplicarlo, Willoughby dispuso de amplísimas facultades; los
intendentes y los generales debían recibirlo en sus casas para
escuchar las instrucciones, previo anuncio hecho desde Santiago a
las señoras de los altos funcionarios.
La estructura básica se organizó alrededor de CEMA-Chile, el más
importante entre la decena de organismos que encabezaba la esposa
del Presidente (13).
El fin era dividir el poder de CEMA y repartirlo entre las señoras de
empresarios y figuras civiles, y las señoras de altos mandos de las
Fuerzas Armadas; a través de esa repartición se debía producir el
enlace definitivo.
Los encargados recorrieron el país de punta a punta para desarrollar
la idea y encargar tareas concretas. Las reuniones se hacían con la
organización del intendente, que invitaba a recintos cerrados, muchas
veces fuera de las ciudades, a todos los alcaldes con sus esposas, al
voluntariado e incluso a oficiales de las Fuerzas Armadas. Algunas
reuniones con los intendentes llegaron a tener lugar en la casa de
Presidente Errázuriz.
Tras esas reuniones se asignaban misiones. La principal era
completar el reclutamiento de la población a través de completas
fichas personales que luego se procesaban para ingresar a
computadores. La red de enlace eran las mujeres de los más altos
funcionarios, lo cual evitaba el directo involucramiento de éstos. El
control se llevaba posteriormente en Santiago, en el claustro de
CEMA, en la calle San Francisco. Allí estaba la infraestructura
necesaria, a cargo de un coronel de Ejército.
Cuando la idea tomó vuelo propio, habían pasado ya varios meses
(14).
Sólo entonces los alcaldes cercanos al gremialismo empezaron a
reaccionar hacia arriba. Fernández tomó nota del asunto y expresó su
preocupación en el gabinete. Todos sabían que el movimiento se
había creado al margen de los ministros y del aparato instalado en el
Diego Portales. Desde las secretarías especializadas del gobierno se
acusó también el golpe: sus bases eran de pronto llamadas para
funciones de reclutamiento sin que las directivas hubieran sido
informadas.
La situación se puso crítica en el segundo semestre, coincidiendo con
la crisis de salud que obligó a Willoughby a un prolongado y
extenuante tratamiento de diálisis.
Allí decidió intervenir el gabinete, de la manera más enérgica: cinco
de los principales ministros escribieron a Pinochet cartas de renuncia
fundadas en el desarrollo anómalo del movimiento cívico-militar.
Pinochet estudió la situación y decidió frenar la iniciativa.
—No podemos seguir con esto —dijo—. No puedo quedar sin alguna
gente que necesito. Hay que congelarlo. Aunque sea por un tiempo...
Pero el silencioso y secreto trabajo en las células territoriales había
arrojado un valiosísimo instrumento político, refinado como ninguno:
240 mil nombres de partidarios estaban fichados y clasificados en un
computador.
Esa nómina tendría incomparable utilidad un año después, cuando el
régimen requiriera miles de amigos para la más difícil prueba de su
futuro, justo un 11 de septiembre, aquel inolvidable 11 de 1980: el día
del plebiscito.
27
FILIPINAZO
El 21 de marzo de 1980, el Presidente Augusto Pinochet y una numerosa comitiva
se embarcaron con optimismo para una visita que sería el paso más relevante de
la “apertura al Pacífico”. En cuestión de horas el viaje se convirtió en una aventura
infernal que desestabilizaría a las figuras claves del gabinete encabezado por
Sergio Fernández.

El sábado 22 de marzo de 1980, a las 14.30 horas, los funcionarios


de la embajada de Chile en Manila se encontraban en el exclusivo
restaurante La Tasca, revisando la disposición de las mesas para una
cena que ofrecería la embajada a la colectividad chilena residente.
La cena festejaría la visita oficial a Filipinas del Presidente Augusto
Pinochet, invitado del Presidente Ferdinand Marcos, que se iniciaba al
día siguiente. En esos menesteres recibió el restaurante una llamada
urgente.
Era el canciller filipino Carlos Rómulo. Deseaba hablar con el
embajador chileno, el contralmirante (R) Charles Le May.
—Embajador —dijo, en tono grave—, la visita de su Presidente ha
sido cancelada.
—¿Qué cosa?
—La visita ha sido cancelada.
—Pero, ¿cuáles son los motivos? Esto no puede ser.
—Son las instrucciones que tengo. No conozco los motivos.
—Necesito una audiencia con el Presidente Marcos.
—El Presidente no está disponible, embajador. Si desea, puedo
recibirlo en mi casa en media hora más.
Le May sintió que su rostro revelaba el impacto. Llamó al primer
secretario, Jorge Dupuis, quien había sido enviado como refuerzo
para los días de la visita.
—Vamos a la casa del canciller Rómulo. Tú también vienes, para que
seas testigo de lo que vamos a conversar.
Rómulo atendió, compungido pero cordial, a los chilenos.
—Embajador —dijo—, ha habido una reunión de los generales con el
Presidente. Se me ha comunicado esta decisión y desconozco las
razones. Sólo se me ha adelantado que no se puede garantizar la
seguridad de su Presidente ni del Presidente Marcos. El viajó al sur
para atender un asunto urgente.
—Si el Presidente Marcos no está disponible —pidió Le May—,
entonces que reciba a mi Presidente la señora Imelda.
—Las instrucciones son que su Presidente no puede llegar a Manila.
—¿Se trata de una cancelación o de una postergación?
—Lo primero.
—Pero esta explicación es insuficiente —replicó Le May—. Y es algo
muy grave para nuestras relaciones.
—Lo comprendo, pero no soy yo quien ha tomado la decisión. No me
gustaría estar en sus pantalones, embajador.
NO HAY RAZONES, PRESIDENTE
El avión Lan con la comitiva presidencial había salido de Pudahuel a
las 14.07 horas del viernes 21. Había hecho una escala en Isla de
Pascua y otra en Papeete y se encontraba en plácido vuelo hacia
Nandi, islas Fiji.
La Central Nacional de Informaciones, CNI, había instalado un
perfecto circuito de radiocomunicación entre Santiago, la aeronave y
las ciudades que serían visitadas. Dos fueron los mensajes
importantes transmitidos a través de ese sistema.
El primero, a las cuatro horas de vuelo, fue un saludo del embajador
filipino en Brasil y concurrente en Chile, Pelayo Llomas, quien no
alcanzó a despedirse personalmente de Pinochet en Santiago. El
cablegrama deseaba una fructífera visita, auguraba una mayor
estrechez en las relaciones bilaterales y transmitía la ansiedad de
Marcos y su esposa por recibirlo.
El segundo mensaje llegó cuando se acercaban a Fiji. Era un llamado
urgente para el Presidente, de parte del embajador Charles Le May.
La conexión la estaba haciendo personalmente el general (R)
Odlanier Mena, director de la CNI, porque el vicecanciller, general
Enrique Valdés Puga, estaba inubicable y no atendió el llamado de Le
May en Santiago.
—Presidente, el canciller filipino me ha comunicado que la visita ha
sido cancelada —dijo Le May.
Pinochet se quedó varios segundos en silencio.
—¿Qué razones se le dieron?
—No dan razones, Presidente.
—Vuélvase a Santiago.
La reacción de Pinochet fue atípica. Contra lo esperable, no estaba
furioso: meditaba. Parecía buscar lo que en verdad había detrás de
esa orden inaudita.
Al pesado silencio inicial siguió el revuelo en el avión. Desde la cabina
de primera clase, que Pinochet compartía con algunos ministros y con
parte de su familia, la noticia se extendió como un rumor hacia la
segunda clase, repleta de funcionarios, periodistas y amigos.
Con el Presidente viajaban su esposa, su hija Lucía y su yerno
Hernán García Barzelatto. Cuatro ministros se habían embarcado
también con sus esposas: el canciller Hernán Cubillos, Sergio de
Castro (Hacienda), el general César Benavides (Defensa) y el recién
ascendido general Santiago Sinclair, el flamante jefe del Estado
Mayor Presidencial, que había sucedido a René Escauriaza y que
mostraba un currículo de oficial cercano a la Comandancia en jefe
desde los tiempos de René Schneider. El equipo militar se
completaba con el secretario general del Ejército, coronel Jorge
Zincke, y el secretario privado de Pinochet, teniente coronel Ramón
Castro, más los cuatro edecanes presidenciales.
Por la Cancillería iban el director de Política Exterior, Javier Illanes, y
el de Protocolo, Ricardo Letelier.
Los periodistas, las secretarias y el personal de seguridad formaban
el resto de la numerosa comitiva: en Manila se comentaba que,
siendo esa ciudad centro de convenciones internacionales, era
rutinario recibir grandes delegaciones, pero rara vez una de
semejante tamaño.
Horas antes de partir de Santiago, cuando el viaje era todavía una
certeza y los programas se extendían hasta el 1° de abril en lo que
sería la gran ofensiva de la apertura al Pacífico, un mensaje del
gobierno filipino había llegado hasta la Cancillería.
Anunciaba que por razones de fuerza mayor sería necesario cancelar
los discursos de recepción en el aeropuerto de Manila.
Además, sugería que el Presidente no usara su uniforme de general,
sino vestuario civil (1). La petición había sido llevada a Pinochet, pero
éste la había rechazado con cierta irritación.
—No tengo razón para sacarme el uniforme de mi Ejército —había
respondido—. Dígales a los filipinos que así voy a llegar.
El episodio había sido molesto, pero en nada se comparaba con lo
que ocurría ahora, a diez mil pies de altura. La calma duró poco a
bordo del Lan. El desconcierto cedió paso a la sensación de que algo
muy grave estaba pasando, o a punto de pasar: algo más grave, por
cierto, que la pura suspensión de la visita.
Los primeros reproches empezaron a circular atrás, en la segunda
clase, contra una Cancillería y un ministro que debía saber lo que
ocurría.
Algunos funcionarios aprovecharon de lanzar los primeros dardos.
Decían que Hernán Cubillos no era una persona de fiar. Repetían que
al Presidente se lo habían dicho hacía ya bastante tiempo, y él mismo
lo había confirmado en diciembre del 79, cuando dos de sus más
cercanos amigos, el historiador Gonzalo Vial y el ex marino Roberto
Kelly, habían dejado el gabinete.
Todavía ausente de ese clima, Pinochet ordenó una pequeña reunión
de gabinete cerca de la cabina del piloto, para analizar la situación.
Fue infructuosa: faltaban antecedentes.
MANILA ERA UNA FIESTA
El embajador Le May preparó una rápida maleta y se ocupó de recibir
desde Chile la confirmación de sus vuelos para regresar esa tarde
sabatina a Santiago.
Antes de dejar Manila, encargó a Dupuis una acuciosa revisión de los
preparativos para averiguar dónde pudo estar la falla.
La invitación se había originado en 1977, cuando el ministro de
Economía Pablo Baraona y dos empresarios visitaron varios países
asiáticos. En Filipinas fueron recibidos por Marcos, y éste les dijo de
improviso:
—Me gustaría invitar al Presidente Pinochet... Yo lo invito oficialmente
en este momento.
Por entonces era embajador chileno en la isla Fernando Porta Angulo
(2). En abril de 1979 lo había reemplazado Le May. Gracias a él, la
recepción de Pinochet estaba afinada hasta en sus ínfimos detalles.
Le May había pasado toda la mañana del sábado en la Cancillería
filipina puliendo el programa. El comité creado para la visita había
repartido las lujosas invitaciones para las ceremonias.
Una de ellas era el acto en que Ferdinand Marcos iba a condecorar a
Pinochet como doctor honoris causa de alguna universidad filipina:
horas antes, la católica Universidad de Santo Tomás se había negado
a conceder tal título al general chileno.
Los embajadores de Estados Unidos, Francia y Alemania habían
confirmado su asistencia al banquete que ofrecería Pinochet en el
hotel Manila, un recinto de histórico sabor militar: allí había instalado
Eisenhower su cuartel general del Pacífico en la Segunda Guerra
Mundial.
Las calles de Manila lucían embanderadas; las credenciales para
invitados, agentes y periodistas estaban repartidas; hasta la multicolor
placa 121 del auto que usaría Pinochet había sido entregada por el
gobierno filipino; un gran cartel en inglés invitaba ya en el aeropuerto:
“Bienvenido Sr. Presidente, general Augusto Pinochet Ugarte, esposa
y comitiva”.
De otros preparativos se había encargado en persona Imelda Marcos,
la dama de hierro del Pacífico. Ella había decidido que los huéspedes
alojaran en el ala izquierda del palacio de Malacañang, para evitarles
los olores de la bahía que solían invadir el ala derecha.
Los equipos de seguridad llevaban días de trabajo intenso. La guardia
personal de Marcos, de 30 sujetos, revisaba todavía cada lugar por
donde pasaría el gobernante. Desde Santiago había salido a Manila
una avanzada de la seguridad chilena para conocer el terreno. En el
grupo iban el coronel Hernán Ramírez, jefe de la escolta presidencial;
Jaime Lúcares, de la Casa Militar; un funcionario de Protocolo y el
teniente Hormazábal, de la CNI.
La misión fue demorada más de una semana antes de autorizarse el
acceso a los lugares que visitaría el Presidente; pero no habían
perdido el tiempo: el relajado ambiente de la isla permitía ciertos
gozos.
Aunque el equipo de seguridad personal de Pinochet y el de la CNI
rivalizaban por la custodia, fue la Casa Militar la que evacuó el
informe más optimista. De hecho, la relación de Lúcares no coincidió
con los informes de la embajada.
Sólo unos pequeños, irrelevantes gestos, eran hostiles en la cálida
Manila. Ciertos grupos de activistas habían repartido volantes contra
Pinochet y un dirigente sindical audaz, Bonifacio Topaz, se había
permitido tratarlo de “plaga para la humanidad”. Nada de cuidado,
realmente.
La noticia de la cancelación del viaje entró al Manila Rizal Hotel como
un cañonazo.
Patricio Balmaceda, un antiguo funcionario de la Cancillería enviado
especialmente para montar una exposición de artesanía de CEMA-
Chile (3), la recibió allí junto al secretario de prensa de Pinochet,
Eduardo Ramírez, el funcionario de Dinacos Carlos Padilla y los
periodistas Julio López, de Televisión Nacional, Cristián Bustos, de la
agencia Orbe, y Roberto Muñoz, de Canal 11, enviados a registrar la
recepción.
Ramírez no pudo contenerse: después de lanzar algunas
imprecaciones contra el país y los filipinos, pidió a los demás empacar
y regresar a Chile: la situación podría volverse peligrosa.
—Claro —se lamentó Balmaceda—. Pero no sabes el problemita que
tengo yo.
—¿Qué te pasa?
—Tengo aquí como quinientos regalos que me pidieron traer desde
Santiago. ¿Qué voy a hacer con ellos?
Le recomendaron enviarlos a la embajada.
Precisamente desde ese hotel, ubicado en un extremo del Rizal Park,
los periodistas observaron esa noche de sábado una gran recepción
en un yate.
Alguien comentó que la embarcación era propiedad de los Marcos y
que a la fiesta asistía incluso el Presidente: parecía falso que no
estuviera en Manila.
COMUNICADO, DE PRISA
La noticia se conoció en Santiago en la mañana del mismo sábado,
mientras empezaba esa fiesta en Manila.
Un infierno de llamados y oficios azotó a la Cancillería y luego a la
Secretaría General de Gobierno. Los pisos medios del Diego Portales
se convirtieron en un hervidero de funcionarios consternados.
Era casi inverosímil que aquello estuviera sucediendo justo en el más
luminoso momento de las relaciones exteriores del régimen. Pese a la
presión de EE.UU., Jimmy Carter acababa de sufrir un severo traspié
con la invasión soviética de Afganistán, que venía a sumarse a la
crisis de los rehenes en Irán, en evidente detrimento de su
popularidad. Pero además, una de las potencias europeas más
renuentes a la relación con Santiago, el Reino Unido, acababa de
cambiar de línea (tras una formal excusa del gobierno chileno por el
caso de la doctora Sheila Cassidy) y restablecido las relaciones.
A las 10.30 de aquel sábado, la Secretaría General de Gobierno
decidió leer a la prensa un doloroso comunicado anunciando la
suspensión de la visita y el regreso a Santiago.
La Cancillería se apresuró a dar las razones que ni el mismo palacio
de Malacañang había afinado todavía: Marcos había debido viajar a la
isla de Mindanao debido a un recrudecimiento de las acciones
guerrilleras del musulmán Frente Moro de Liberación. La agencia
Associated Press citó a un funcionario filipino para afirmar lo
contrario: que Marcos estaba incómodo con la visita desde antes. “Es
realmente algo muy embarazoso, pero ¿qué se puede hacer? El pidió
que lo invitáramos. Es jefe de gobierno hasta que sea derrocado. El
Presidente Marcos y yo conocemos su foja”, decía el funcionario (4).
El ministro del Interior, entre tanto, procuraba organizar una reunión
de urgencia con los ministros que pudiera ubicar en Santiago. La
sesión tuvo lugar en el Diego Portales, encabezada por el ministro
Sergio Fernández, pero poco y nada se sacó de ellas, salvo la
instrucción de declararse en emergencia aguda, para atender a los
últimos sucesos.
Un antiguo plan para reaccionar ante ausencia intempestiva del
Presidente fue desempolvado.
En pocos minutos la noticia sorprendió al mundo. The Washington Post
tituló: “Desaire filipino humilla a Pinochet”. El Mercurio prefirió:
“Presidente de la República regresa mañana a Santiago”.
SUSPICACIA EN NANDI
La comitiva seguía especulando sobre los hechos cuando el Lan
sobrevoló Nandi, en Fiji, en la madrugada del domingo 23 de marzo, a
las 0.30 hora local.
Así estaba programado. Pero poco antes de tocar tierra, la tripulación
recibió un raro aviso: lo mejor sería no aterrizar allí, porque la nave no
podría reabastecerse de combustible ni de alimentos. Había una
huelga.
Los pilotos replicaron sin vacilaciones: la autonomía del vuelo del Lan
concluía en Nandi. Sería inevitable descender. En la losa, con el
avión detenido, vino el segundo golpe: los empleados del aeropuerto
se negaban a colocar la escalerilla.
Agentes de seguridad de Fiji rodearon intempestivamente el avión: los
guardaespaldas de Pinochet entraron en alerta y tomaron sus armas.
Un minuto de zozobra invadió a los pasajeros. ¿Qué locura estaba
por suceder?
La aparición de una escalerilla relajó un poco la tensión. Un solitario
empleado de overol subió con aire distraído.
Las miradas se concentraron en el hombre. Pero aquél sacó un spray
e inició la fumigación con toda displicencia.
Alguien preguntó por la temperatura. Entonces notaron que se había
vuelto insoportable: para ahorrar combustible, el capitán del avión
había apagado los motores y el aire acondicionado ya no funcionaba.
Una desganada autorización para descender llegó por fin desde el
aeropuerto. Varios funcionarios chilenos bajaron como un celaje, para
arreglar los problemas de alojamiento.
De allí surgió otra noticia: el gobierno de Ratu Sir Kamisese Mara
había cancelado el alojamiento del Presidente en la residencia del
gobernador, en Suva, por razones de seguridad: había amenaza de
protestas.
A decir verdad, Ratu Sir Kamisese Mara llevaba varios días molesto
con la visita. Antes de que Pinochet saliera de Pudahuel, había
declarado que el general chileno sólo debía hacer una escala técnica
en su isla, pero que él mismo había pedido una recepción oficial como
Jefe de Estado. Según el gobernador de Fiji, tal solicitud era irregular,
pero aun así la aceptaría. Ahora, con el viaje a Manila cancelado,
Ratu Sir Kamisese Mara se tomaba la pequeña atribución: no habría
recepción oficial.
La hostilidad continuó para la comitiva en el recinto del terminal
aéreo. Contra la prisa, la fatiga y la ira de los chilenos, los
funcionarios locales interpusieron una indiferencia gélida e
inamistosa. La Policía Internacional decidió hablar a los visitantes sólo
en fijiano: de pronto decidieron que de inglés no entendían nada.
Cada equipaje fue revisado hasta el extremo; ningún bolso pudo
pasar por cortesía; funcionarios y reporteros debieron declarar sus
equipos; la tripulación se enteró, en medio de gestiones
desesperadas por conseguir combustible y alimentos para el avión,
que nadie quería ayudar.
Sólo horas más tarde, los hombres de Lan lograron negociar a
precios irregulares la recarga de combustible. La línea australiana
Quantas contribuyó a paliar el problema de las comidas,
proporcionando raciones frías y algunas bebidas.
Pasada la una de la madrugada, Pinochet consiguió salir rumbo al
hotel Regent. El trayecto fue ingrato: grupos de manifestantes
lanzaron sobre el auto huevos y tomates.
La llegada a las habitaciones pareció el descanso de una pesadilla.
A las tres de la mañana, Pinochet citó a los ministros para una
reunión.
Recién entonces se decidió cancelar el resto de la gira. No se
cumpliría el programa oficial en ninguna parte. No serían necesarias
las escalas técnicas en Nueva Guinea y Hong Kong.
El canciller Cubillos recordó entonces que tenía previsto salir desde
Manila a Japón, a donde estaba invitado. Tal vez sería bueno ir de
todos modos, desde Fiji, para apreciar mejor la situación en el
Oriente...
—No, mi amigo —cortó Pinochet—. Usted no se me baja del avión.
Usted vuelve conmigo.
La sugerencia molestó a Pinochet mucho más que eso.
Pero el análisis saltó muy pronto hacia otras dimensiones. Por
primera vez en medio de la crisis, se habló esa noche de complot.
Una trama que parecía cuidadosamente urdida había envuelto a
Marcos y al gobierno de Fiji. Tal vez a toda la Asean, la agrupación de
los países no comunistas del Sudeste Asiático. La apertura al Pacífico
que tanto promovía Cubillos, que entusiasmaba a la Armada y que
parecía lógica a los geopolíticos, se había ido al cesto.
¿Quién podía ser responsable?
El gobierno estadounidense de Jimmy Carter había advertido sobre
represalias tras la negativa de extradición en el caso Letelier. Se
sabía que pocos días antes se negociaba la permanencia de la
principal base norteamericana en el Pacífico con el gobierno de
Marcos. Este pedía mil 500 millones de dólares por el arriendo, pero
Washington se negaba a semejante suma. Al final había propuesto
una cifra intermedia, pero a cambio de otros servicios, según la
versión de un funcionario de la embajada de EE.UU., en Manila.
¿Podría estar Pinochet entre esos servicios?
Pero para funcionar, el complot debía tener la aquiescencia, o la
inmensa desidia, de muchos altos funcionarios chilenos. ¿Cómo es
que nadie se dio cuenta?
El crudo planteamiento del tema arrojó un sombrío silencio en la
reunión.
Aquella noche, el general Benavides decidió cerciorarse de la
situación militar en Santiago. Testigos presenciales de la crisis
recuerdan que se temió seriamente por la estabilidad del gobierno:
¿se habría puesto en marcha una operación de más envergadura?
El general Sinclair tomó a su cargo la determinación de responder al
agravio con algo contundente. Ambos contactaron al general Sergio
Badiola, ministro secretario general de Gobierno, para que Santiago
esperara con una concentración masiva al Presidente.
Aquella noche Pinochet declaró a los periodistas que “el marxismo
está penetrando también al Pacífico”. Aludió también a “cierta
superpotencia” que eventualmente podría influir.
LA CABEZA DE UN CANCILLER
El avión despegó de Nandi a las 10, hora local (16 horas en Chile),
del domingo
Aquel vuelo desató las pasiones contenidas por la emergencia en el
día anterior.
La propia sequedad de Pinochet con su canciller estimuló la ira. La
esposa del Presidente habló en voz alta contra los ineptos de
Relaciones Exteriores. Su hija Lucía se acercó al ministro Sergio de
Castro.
—Tejo —le dijo, de la manera más sonora que pudo—, menos mal que
mi padre tiene por lo menos a un ministro leal...
La señora de Cubillos escuchó la alusión con enojo. Optó por pararse,
salir del compartimento e instalarse en la parte de atrás.
Aislado, trabajando en sus papeles, Cubillos mantuvo el silencio y la
indiferencia. Durante largos minutos debió escuchar susurros y
acusaciones no tan disimuladas.
Lucía Pinochet se dirigió después a los periodistas que iban en la
comitiva.
—Al Presidente lo engañaron. Le ocultaron información. ¡Esto debe
terminar! Había gente de la Cancillería que sabía de lo sucedido, pero
prefirieron dar la espalda a la realidad. Les interesaban más sus
puntos de vista que hacer caso a otros informes fidedignos que
aconsejaban no realizar la gira. ¡Esto debe terminar!
Cuando llegaron por fin a Papeete, en Tahiti, la tormenta pareció
amainar.
—No es un desaire para mí —declaró Pinochet en su primer
encuentro con la prensa del mundo tras el incidente— sino para mi
patria, porque soy el Presidente de todo Chile.
Pinochet pasó las cinco horas de la escala técnica en la casa del alto
comisionado Paul Cousseran y partió rumbo a Isla de Pascua para
llegar a las 7.20 horas del mismo domingo (10.20 en Chile
continental), adelantado por la diferencia horaria.
El trayecto final PascuaSantiago se inició el lunes a las 10, hora
insular, y concluyó en Pudahuel a las 18 horas.
La recepción que había preparado a toda máquina el general Sergio
Badiola, a cargo de la Secretaría General de Gobierno, fue exitosa.
Miles de personas se congregaron entre el aeropuerto y el Diego
Portales para expresarle su apoyo.
En la losa, Pinochet fue recibido por el almirante José Toribio Merino,
que había asumido una titular vicepresidencia, y por la totalidad de las
autoridades de gobierno. El trayecto entre Pudahuel y la sede de
gobierno demoró cerca de tres horas. Entre medio, la prensa tuvo
tiempo de acosar al canciller. Cubillos admitió responsabilidad, pero
insistió en un punto:
—Nada, absolutamente nada hacía presagiar ningún tipo de
problemas hasta una hora antes de partir. Aquí han participado
muchas personas. Incluso en un momento de su preparación, lo toma
la Casa Militar y se ultiman hasta los menores detalles, con bastante
anticipación. Aquí tendrían que haberse equivocado muchas
personas, porque la visita estaba arreglada en cada detalle.
Pero algunos sectores no estaban para explicaciones. Aquella noche
el frontis del Diego Portales fue sembrado con panfletos
improvisados: el propio Antal Lipthay, que había estado en los más
altos niveles del aparato de comunicaciones del gobierno y era uno
de los asesores directos del general (R) Manuel Contreras, se
encargó de la distribución de algunos de ellos. Invariablemente
pedían “la cabeza de Cubillos” (5).
—No puedo aceptar una bofetada a mi país —se desahogó Pinochet
ante la multitud— y por eso romperé relaciones con Filipinas. Ningún
país honorable puede hacer ese tipo de ofensas a otro.
Cubillos llegó esa noche por la entrada posterior del edificio, a las
20.30 horas, para reunirse con el ministro Fernández y el general (R)
Mena. Por primera vez en la crisis se habló allí de una embestida de
los sectores “duros” (6) contra la totalidad del gabinete. Los mismos
que habían agotado esfuerzos en el año anterior para desalojar del
poder al gremialismo y a los Chicago boys, querían ahora entrar a
saco en los ministerios para hacer la limpieza en nombre del agravio.
Ese mismo día el diario La Tercera estaba en la calle con una columna
de Ricardo Claro titulada “Conjura del Pacífico”. Gastón Acuña se
sumaría pronto para hablar de la insensatez del viaje recomendado
por la Cancillería. Alvaro Puga llegó un poco más lejos y acusó al
gabinete no sólo del bochorno, sino también de haber preparado un
“indigesto” proyecto de Constitución.
La ofensiva se venía con todo.
Habría que ser firmes.
LA MANO MILITAR
El martes 25, Cubillos llegó temprano a la Cancillería y declaró a la
prensa que todavía no había tenido tiempo de analizar en detalle el
incidente filipino, pues estaba muy atareado preparando un viaje, por
invitación del gobierno japonés, que debía iniciar esa noche.
La declaración, en lugar de aplacar los ánimos de sus adversarios,
estimuló la guerrilla interna: ahí estaba la prueba final de que a
Cubillos sólo le importaba su propio prestigio.
Pasado el mediodía hubo una reunión ampliada con generales,
almirantes, ministros y altos funcionarios en un salón del Diego
Portales. La sesión fue tremebunda. Muchos se disputaron a gritos la
palabra para dar sus opiniones de condena a lo que había hecho o
dejado de hacer la Cancillería. Los sinónimos de complot abundaron
en las intervenciones. Viejos resquemores y sospechas nunca
probadas salieron a flote. Pero fue Mónica Madariaga, la ministra de
Justicia, la que llegó más lejos en su encendido discurso, que culminó
con un dedo apuntado al canciller y una palabra seca y final:
—¡Traidor!
Cubillos supo entonces que la lucha estaba por concluir. El propio
ministro del Interior parecía tomar distancia del conflicto y era visible
que el Presidente estaba bajo el asedio de sus familiares y consejeros
más tajantes. A las 17 horas, Pinochet lo citó a su despacho, junto al
ministro Fernández, el general Sinclair, el general Valdés Puga y el
general (R) Mena.
A esa concurrencia debía unirse el embajador Le May, que, después
de un increíble periplo de escalas por el Oriente, había llegado a
Santiago a las 14. Pero Le May regresó indispuesto, y no pudo asistir
a la cita, que se suponía serviría para clarificar lo ocurrido en
Filipinas.
A la salida de la reunión, Pinochet invitó a Cubillos a su despacho.
—Debo pedirle la renuncia —dijo de pronto—. Le ofrezco la
posibilidad de que usted la presente.
—No quiero abandonar el barco, Presidente. Le ruego que me pida la
renuncia.
—Muy bien. Así será, pues.
Aquella noche, Televisión Nacional transmitió con inusitada rapidez la
noticia de la renuncia.
Cubillos tuvo un verdadero desfile de saludos en su casa. Algunos
embajadores, incluido George Landau, de Estados Unidos, fueron a
expresarle sus sentimientos. Un miembro de la Junta, el general
Fernando Matthei, también llegó. Otro, el almirante Merino, que había
sido el más tenaz promotor del ascenso de Cubillos al Ministerio, lo
llamó por teléfono.
El gobierno de Japón declaró sobre la marcha que la invitación a
Cubillos era personal e intransferible. El gesto irritó todavía más al
gobierno.
En reemplazo de Cubillos quedó interinamente el hasta entonces
vicecanciller, el general Enrique Valdés Puga.
Valdés Puga y Cubillos habían tenido tensas relaciones desde el
comienzo. El primero, que bajo la gestión de Patricio Carvajal había
manejado los hilos de la Cancillería con amplias facultades, veía con
desconfianza al equipo de asesores que el ministro nombró para
tomar el mando total. Cubillos, a su turno, lo miraba con recelo porque
sabía que muchas de las informaciones de su personal —a veces,
incluso, de los embajadores— no llegaban hasta su escritorio y se
detenían en la vicecancillería.
En el incidente filipino, Valdés Puga decía haber informado que a su
juicio la gira era altamente inconveniente, dada la situación interna de
ese país. Y comentaba que se había ocultado un antecedente sobre
el asunto. Cubillos hacía notar que el propio Valdés Puga había
viajado a Filipinas y otros países de la Asean unas semanas antes, y
que jamás conoció informes adversos que procedieran de esa visita.
Un antecedente estaba perdido: el general (R) Alfredo Macho
Canales, destacado en la sede de Nueva York de la ONU, había
enviado, casi un mes antes de la fecha fijada para la visita a Filipinas,
un cable informativo. Versiones conocidas en el ambiente de la ONU
sugerían que la Asean planeaba declarar persona non grata a
Pinochet. El cable, sin embargo, no apareció entre los antecedentes y
pareció perderse en la nocturna burocracia. Saber quién lo ocultó o
extravió fue imposible.
La responsabilidad cayó sobre Cubillos. Y gracias a ello, Valdés Puga
volvió a tener, aunque fuera por un tiempo, el control total de la
Cancillería (7).
El miércoles 26 Le May se reunió finalmente con Pinochet y le
entregó su versión. Después presentó su renuncia y anunció que
debía viajar a buscar a su familia. Pinochet no respondió de inmediato
a la renuncia, pero le pidió que no se moviera de Santiago y que sólo
fuera a buscar a su esposa e hijos cuando él se lo dijera. Eso ocurrió
un mes más tarde. Después, la renuncia fue cursada.
Después Le May comentó privadamente que su investigación no
encontró nada que pudiera justificar el desenlace y que tampoco
había fundamentos para pensar en una conjura entre gobiernos para
perjudicar a Pinochet. Le May creía por descarte en la versión de un
posible atentado.
El viernes 28 de marzo, a las 15 horas, fueron citados a la oficina de
Pinochet tres embajadores de carrera: René Rojas Galdames,
encargado de España tras su paso por Buenos Aires; Juan José
Fernández, destinado en Francia; y Héctor Riesle, en el Vaticano.
Pinochet diría después que la cita era verdaderamente para Rojas y
que había pensado en él ya en Isla de Pascua. La convocatoria a los
otros dos era sólo en la calidad de “cartas de reemplazo” si Rojas no
aceptaba.
Aquella tarde, en una ceremonia breve y simple transmitida por radio
y TV, René Rojas juró como nuevo canciller.
El Presidente había advertido con dureza tras su regreso a Santiago:
—Las relaciones exteriores las manejo yo.
DOS SOBORNADOS
Hasta entonces, en Chile no se daba crédito alguno a la explicación
oficial filipina de que la seguridad de Pinochet habría corrido peligro si
hubiese llegado a Manila. De hecho no se aportaba ningún
antecedente serio que avalara esa versión.
Sólo en un rincón de un diario de Manila había aparecido el día 24
una pequeña información: un desconocido había sido muerto a tiros
por los guardias de Malacañang, luego de que el sujeto hiriera con un
cuchillo a uno de ellos para arrebatarle la metralleta.
El 28 de marzo surgió una segunda noticia, ahora mayor: ocho
presuntos terroristas extranjeros habían sido detenidos en Manila en
la semana previa a la cancelación de la visita, acusados de preparar
un complot para asesinar a Pinochet.
Con esos antecedentes, el embajador filipino en Washington,
Eduardo Romuáldez, uno de sus más prestigiosos funcionarios y
casualmente primo de Imelda Marcos, fue enviado a Santiago con las
excusas personales de Marcos.
El encargo parecía difícil. La Tercera se animó a llamarlo “misión
imposible” (8). Romuáldez, que recordaría más tarde esa calificación,
venía a poner la cara. Pero no sólo a eso: su objetivo era también
atenuar el malestar de otros gobiernos que solidarizaron con el
chileno e insinuaban deterioro en las relaciones.
Pese a que esperaba lo peor, Romuáldez se llevó varias sorpresas en
Santiago. La primera la tuvo en Pudahuel, el lunes 31 de marzo,
cuando descubrió que un director y un subdirector de la Cancillería
chilena habían ido a recibirlo. Luego vinieron las otras: una escolta
policial lo acompañó al hotel Sheraton: los periodistas lo trataron con
amabilidad; nadie parecía extrañarse de su anormal misión; la
Cancillería le pedía que esperara en su habitación un llamado del
nuevo ministro, para decirle cuándo lo recibiría; Pinochet acababa de
declarar que estaba dispuesto a escuchar las explicaciones y hasta a
desistir de la ruptura si ellas le satisfacían.
Sólo sufrió la esposa de Romuáldez: por no poder salir de compras.
Al día siguiente lo recibió René Rojas.
Y siguieron las sorpresas: hubo para Romuáldez un trato cordial, y
hasta la proposición de hablar “de embajador a embajador”.
Rojas preguntó cómo pudo ocurrir la cancelación de la visita
presidencial, un hecho que él nunca había visto en su vida
diplomática; por qué durante 48 horas no se dio ninguna explicación
fundada, y por qué no se entregó ningún antecedente al embajador.
Romuáldez le dijo que traía una carta personal de Marcos para
Pinochet, pero que también daría a conocer algunos antecedentes.
Reiteró que el motivo fue el descubrimiento de un complot para
asesinar a Pinochet y posiblemente también a Marcos.
Reveló algo del todo nuevo: a dos miembros de la guardia de Marcos
se les intentó sobornar para que facilitaran las cosas al hombre
encargado de hacer los disparos. Ellos rechazaron la oferta y
reportaron el hecho. Pero mientras no se investigara a fondo, no
podrían estar seguros de que otros guardias no hubieran aceptado o
que todo un piquete de seguridad no estuviera implicado.
Mientras se averiguaba eso, el Presidente fue incomunicado: eso
explicaba las 48 horas sin entregar antecedentes.
Rojas preguntó si tras la investigación se determinó si la guardia
estaba implicada en el complot. Romuáldez respondió negativamente,
pero repitió que mientras no se pudiera establecer el cuadro
completo, la lealtad de la guardia no estaba garantizada. Le entregó
un informe del general Ver, comandante de la guardia presidencial,
dirigido a Marcos y fechado el 20 de marzo, y copia de las
declaraciones de los dos guardias.
Estos estaban detenidos y, si las autoridades chilenas lo deseaban,
podrían interrogarlos.
Rojas le agradeció y pidió que esperara por si había respuesta.
La segunda entrevista tuvo lugar a las 6 de la tarde del miércoles 2.
Rojas, nuevamente escoltado por el general Valdés Puga, le entregó
al embajador una carta de Pinochet a Marcos. Y, como un delicado
gesto diplomático, le facilitó una fotocopia para que conociera su
contenido.
Eran cuatro párrafos. En el primero, acusaba recibo de las
explicaciones. En el segundo, decía que leyó cuidadosamente la carta
y los demás antecedentes. En el tercero informaba que después de
una cuidadosa consideración había concluido que lo que debía
prevalecer por sobre cualquier cosa eran las relaciones de amistad
entre los dos gobiernos y pueblos, por lo cual resolvía considerar
cerrado el asunto (9).
Romuáldez estaba sorprendido, pero feliz, con ese inesperado final
para el incidente.
Rojas agregó tres comentarios, advirtiendo que no se trataba de
poner condiciones: 1) que Chile mantenía aún su interés en estrechar
lazos con los países del Pacífico y que en ello Filipinas podría ayudar;
2) que sería bueno que Filipinas instalara una misión permanente en
Chile, aunque fuera con un pequeño staff (un embajador y un
encargado de negocios, tal vez); y 3) el gobierno chileno estaba
disgustado por la falta de apoyo de Filipinas en los organismos
internacionales, particularmente en las Naciones Unidas. Romuáldez
prometió transmitir las sugerencias a su canciller. Y Rojas volvió a lo
suyo. Tenía trabajo por delante.
28
La guerra del subterráneo
Los atentados explosivos comenzaron a estremecer Santiago. En las calles,
patrullas de Carabineros vigilaban a los hombres de la DINA. El MIR recién daba
inicio a su Operación Retorno. Al mismo tiempo, desde los cuarteles, surgían los
primeros indicios de una pugna entre dos formidables enemigos: los generales
Manuel Contreras y Odlanier Mena.

Los bombazos esporádicos en las calles de Santiago se iniciaron a


comienzos de 1977.
Eran estallidos de escasa potencia y estaban dirigidos contra postes
de alumbrado público, frontis de oficinas bancarias, tarros de basura y
objetivos menores.
Poco a poco las detonaciones se hicieron más frecuentes, sin que
apareciese ninguno de los habituales signos que presagian y
preceden a la irrupción de un movimiento subversivo.
El único grupo armado, el MIR, había sido casi completamente
desarticulado dos años antes.
En las calles apenas había rayados contra el régimen militar. La
izquierda parecía subsumida en la difícil tarea de la reorganización de
cuadros.
Pero en los barrios de la capital sí había unos siete mil carabineros,
casi todos escrutando, cada vez más atentos, el posible origen de los
ataques explosivos. Algunos oficiales de la policía dudaban de la
paternidad de los atentados. Recibían información casi diaria de
vehículos sospechosos y de la presencia más o menos reiterada en
los lugares amagados de algunos civiles con rasgos familiares. Entre
los policías, la sospecha cedió pronto y pasó a la certeza: la mayoría
de los ataques no eran efectuados por grupos de izquierda, sino por
miembros de la DINA (1).
Cerca de la medianoche del 27 de abril de 1977, una ola de bombas
estremeció los barrios céntricos de la capital. Era la primera ofensiva
masiva de los presuntos extremistas.
En los salones del Club de Carabineros culminaban los festejos del
cincuentenario de la institución. Altos oficiales de Perú, Bolivia,
Venezuela y Argentina departían con sus colegas chilenos en una
alegre cena.
El jefe de Orden y Seguridad, el general González, fue interrumpido
por su ordenanza a la hora del postre. Recibió un mensaje y
descendió a toda prisa hacia la planta baja del edificio. Regresó
pálido a la mesa. Se acercó al general César Mendoza y le murmuró
algunas palabras al oído. Muy cerca de Mendoza comía, impasible, el
prefecto jefe de Santiago, el general Germán Campos.
—Oiga, Campos, ¿y usted por qué está tan tranquilo? —dijo
Mendoza, severo—. Santiago está siendo bombardeado.
—Estoy tranquilo, mi general —replicó Campos—, porque sé quiénes
son los que están poniendo las bombas.
—¿Cómo? ¿De cuándo acá es adivino?
—Mi general, los que están poniendo las bombas son miembros de
los servicios de seguridad.
—Oiga, Campos, ésa es una acusación muy grave...
—Averigüe, mi general. Usted tiene los medios para hacerlo. Mañana
temprano voy a su oficina y si gusta le ratifico oficialmente lo que le
digo —contestó el prefecto.
La breve conversación pasó casi inadvertida para la mayoría de los
asistentes, que continuaron departiendo hasta bien avanzada la
madrugada. Al día siguiente, antes de las 8 horas, el general
Mendoza ya disponía de la información necesaria. Pidió que le
comunicaran con la oficina del prefecto jefe.
—Campos, no venga. Tenía razón.
LAS RAZONES DEL PREFECTO
Algunas semanas más tarde, cerca de la medianoche, el prefecto
Campos recibió una llamada telefónica en su casa de Quilicura. Al
otro lado de la línea, inquieto, estaba el jefe de la DINA, el coronel
Manuel Contreras.
—Mi general, me secuestraron una patrulla. Hace bastante rato debía
haberse recogido a su base y no lo ha hecho. ¿Me podría apoyar en
la búsqueda con las fuerzas especiales?
—Voy a dar órdenes de inmediato para que salgan, y si puedo le voy
a enviar unos 200 carabineros más —ofreció Campos.
Colgó el auricular y llamó a la Central de Comunicaciones. El capitán
a cargo le informó que los integrantes de la unidad de la DINA
estaban detenidos en la Prefectura de Radiopatrullas, acusados de
robo y confesos.
Campos ordenó que una copia de la confesión grabada del cabo de
Ejército fuera enviada al general Mendoza y que, redactados los
partes correspondientes, fueran entregados a una unidad militar para
ser puestos a disposición de la justicia. Ordenó también que se diera
cuenta al coronel Contreras. A los pocos minutos sonó nuevamente el
teléfono de su casa.
—Oiga, general, esto hay que pararlo. Si usted no lo hace voy a dar
cuenta al ministro del Interior y a mi general Pinochet...
—Hágalo, Contreras. Hágalo, para que de una vez por todas
arreglemos esto —dijo Campos, irritado (2).
El general Campos había reunido varios antecedentes sobre las
labores de la DINA. En las semanas previas, un alerta sobre un robo
a mano armada en la farmacia Benjerodt, en la esquina de Huérfanos
con Estado, había confirmado sus sospechas. Un carro de
radiopatrullas que pasaba por el lugar detuvo a los ladrones, que
huían con el botín en las manos. Reducidos y llevados a una
comisaría, resultaron ser un suboficial de Ejército y dos carabineros,
adscritos los tres en comisión de servicio a la DINA.
Las operaciones de la DINA requerían cada vez mayores cantidades
de dinero. Gran parte de la información había que comprarla y su
precio era alto. En ese escenario, donde las calles eran disputadas
por la DINA y los servicios policiales, un conflicto grave parecía de lo
más previsible.
Campos y Contreras no eran hombres fáciles de sobrepasar. La
pugna entre ambos amenazaba con rebotar de modo impredecible
entre los diversos estamentos del gobierno militar.
ESTO DEBE TERMINAR
Un día martes, un nuevo atentado explosivo derribó varias torres de
alta tensión y dejó sin energía eléctrica a varias comunas de la
capital.
El intendente de Santiago, el general Rolando Garay, llamó a
Campos.
—Hubo un atentado y no me informaste.
—Hasta cuándo... Si ustedes saben perfectamente quiénes son —
replicó el prefecto.
—Y sigues con esa cantinela...
—Te lo puedo afirmar oficialmente.
—Le voy a informar al ministro del Interior—, advirtió Garay.
—Infórmale. Dile también al Presidente, si quieres.
Al día siguiente, el general Campos fue llamado por el ministro de
Defensa. Desde la Dirección de Carabineros salió acompañado por el
subdirector de la institución, el general Eduardo Gordon.
En una pequeña oficina vecina a su despacho, el ministro de
Defensa, general Herman Brady, lo esperaba acompañado por el
comandante de la Guarnición de Santiago, general Enrique Morel; el
intendente, general Rolando Garay; y el jefe de la DINA, el coronel
Contreras.
Medio en broma, medio en serio, Brady les explicó que esos roces no
podían continuar, que dejaran de pelearse y que de una vez por todas
se pusieran de acuerdo. Campos se mostró inflexible. Se quejó de
que los hombres de la DINA trataban de meterle el dedo en la boca a
Carabineros. Agregó que la situación era muy grave, porque se
rompía el equilibrio de fuerzas y eso dañaba al gobierno militar.
—Entonces, Campos, ¿ratificas lo que dijiste? —preguntó el general
Brady.
—Mantengo lo que dije.
—Lo que ocurre es que mi general es de carácter un poco violento —
dijo Contreras, desplegando sobre una mesa los restos de varias
bombas estalladas—. El no nos quiere. Traigo aquí la demostración
de las bombas que hemos recogido...
—Hablemos en serio. Dejémonos de explicaciones técnicas. Mis
hombres han visto a una mujer rubia que aparece en casi todos los
lugares donde explotan bombas. Los taxistas nos han contado cosas.
Tengo siete mil hombres observando todo el día la ciudad y sabemos
perfectamente de qué estamos hablando. Sé, además, que a ustedes
les faltan los restos de una bomba —dijo Campos, mirando a
Contreras.
—Se la robaron los extremistas —explicó el jefe de la DINA.
—No, la bomba la tenemos nosotros. Carabineros vieron cuando
gente tuya la colocó e hizo explotar. Después recogieron los restos.
La hice analizar y el informe está en poder de mi general Mendoza.
El diálogo se hizo cada vez más tenso.
—¿Y usted, Gordon, qué dice? —consultó Brady al subdirector de
Carabineros.
—Yo y el alto mando de mi institución respaldamos completamente lo
que afirma el general Campos.
Brady se levantó de su asiento.
—Esto debe terminar —dijo—. No pueden seguir así. Esto no
beneficia a nadie. Lo vamos a arreglar.
REGRESA “EL COÑO”
La muerte de Dagoberto Pérez y el asilo de Andrés Pascal Allende y
Nelson Gutiérrez, en octubre de 1975, habían marcado la derrota del
Movimiento de Izquierda Revolucionario.
Desde esa fecha en adelante, las diligencias del MIR se esforzaron
en mantener cierta presencia política y robustecer la decaída moral
de los militantes. Esa labor dio paso a un brusco viraje: era necesario
recuperar la iniciativa, recomponer la fuerza central y reemprender
con nuevo vigor la lucha armada contra el régimen.
Uno de los escasos dirigentes que sobrevivió a la represión contra el
MIR entre septiembre de 1973 y fines de 1975, Arturo Villavela
Araujo, El Coño Aguilar (3), fue uno de los encargados de articular la
Operación Retorno. Villavela ingresó a Chile junto a una importante
cantidad de miristas adiestrados en escuelas guerrilleras de Cuba, la
RDA y otros países socialistas. Muy pronto, esos selectos cuadros
recompusieron su aparato de propaganda, retomaron contactos con
los regionales del norte y del sur, iniciaron tareas para captar
adherentes y emprendieron acciones para conseguir fondos.
Hombres y mujeres que cumplían labores de enlace salían y entraban
de Chile trayendo dólares y llevando mensajes. Pero no pasaron
muchos meses antes de que comenzaran a ser abatidos por las
fuerzas de seguridad. Incluso algunos cayeron antes de restablecer
sus vínculos con la estructura interna.
Pocos sospecharon entonces que la Operación Retorno había sido
infiltrada en La Habana y que uno de los principales jefes cubanos del
Departamento América, que había estado en Chile durante la Unidad
Popular, era extorsionado por los servicios de seguridad chilenos (ver
capítulo 33). Ese hombre entregó en España nombres, fechas,
itinerarios, orígenes y destinos de muchos de los miristas que
volvieron a Chile.
Debieron pasar casi seis años para que el informante fuera detectado,
sorprendido, enjuiciado y finalmente encarcelado en un penal de
Cuba (4). Pero, sin saber de la infiltración, los nuevos cuadros del
MIR comenzaron a actuar.
Primero colocaron bombas, en una escalada de propaganda
destinada a consolidar la acción en Chile y acceder a fondos y apoyo
externos. En seguida dieron impulso a los asaltos y a los atentados
selectivos.
Surgieron entonces grupos armados de ultraderecha —los comandos
Lautaro y Carevic, entre otros—, que procedieron a combatir a su
manera a los opositores y cuyo origen nunca fue aclarado por la
justicia.
CAMBIO DE GUARDIA
Más de 150 personas —confesas fabricantes de bombas— fueron
detenidas en 1978 y parte de 1979. La mayoría, sin embargo, quedó
en libertad incondicional por falta de méritos.
Una bomba cada tres días como promedio estalló en Santiago en
esos meses. El MIR se arrogó la autoría de sólo la mitad de esos
ataques. El resto no registró responsables (5).
La tensión era insoportable en el primer trimestre del 78. El 20 de
marzo de ese año, el general Carlos Forestier había comunicado a
Manuel Contreras la decisión de Pinochet de darlo de baja definitiva.
El caso Letelier quemaba el corazón mismo del régimen y las
presiones seguían en ascenso. En la madrugada del 8 de abril,
Michael Townley fue expulsado a Estados Unidos y el jefe de la DINA,
fortificado en el balneario de Zapallar, consideró que la guerra le
había sido declarada. Pocos días más tarde —el 24 de abril de 1978
— se ordenó el arresto de Contreras junto al capitán Armando
Fernández Larios, y los coroneles Pedro Espinoza y Vianel
Valdivieso.
Todos fueron enviados al Hospital Militar (6).
Muchos de los hombres de Contreras le seguían fieles, pero el
general sabía que enfrentaba a un nuevo y formidable enemigo, con
quien había mantenido ácidas disputas en la comunidad de
inteligencia y que ahora comandaba la reformada Central Nacional de
Informaciones: el general (R) Odlanier Mena. Contreras sabía que era
uno de sus críticos más feroces: por eso, cuando supo que vendría a
hacerse cargo de su antigua creación antisubversiva, consiguió la
ayuda de los amigos que tenía en ella para dar de baja parte de los
archivos secretos. Algunos fueron directamente quemados; hubo
kárdex sobre los cuales se roció bencina para luego proceder al
incendio. Mena encontraría en la CNI un desolado panorama de
vacíos, silencios y datos inubicables (7).
Pero en aquellos días tensos todo podía ocurrir.
Cierta mañana, el jefe de la Guarnición Militar de Santiago, el general
Enrique Morel, recibió una sorpresiva visita del prefecto Germán
Campos.
—Tu general Contreras corre peligro de muerte —dijo el general de
Carabineros, secamente—. Lo van a matar y no son extremistas.
—¿De qué mierda estás hablando? —preguntó, pálido, Morel.
—Te estoy diciendo que nos van a matar a Contreras. Pero esta
pelota interna la arreglas tú. Yo no me voy a meter.
—¿Estás seguro?
—Mi información es de primera fuente. Te advierto, voy a impedir que
maten a Contreras. Yo soy el responsable de lo que pase en Santiago
y no voy a aceptar que ocurra esto.
—Pero... ¿Cómo? ¿Dónde?
—En su casa, en Príncipe de Gales. Van a atacar su casa. Le van a
disparar a la salida. Con tu venia o sin tu venia, desde este momento
voy a poner cien carabineros de Fuerzas Especiales frente al equipo
militar que tienes ahí.
—No puede ser. Tienes que estar equivocado.
—Averigua. Pregúntales a los de inteligencia militar.
—Pero esto es algo muy jodido. Dame un poco de tiempo. Tengo que
llamar...
Cuando Campos se fue, el general Morel hizo tres llamados
telefónicos. El cuarto fue al mismo Campos.
—Tienes razón —le dijo—. Procede no más y haz tu operativo. Desde
este momento no hay más militares frente a la casa de Contreras. Y si
aparece uno, dispárale.
Dos unidades de Fuerzas Especiales de Carabineros, de 50 hombres
cada una, se habían apostado temprano, rodeando la casa del
general Contreras.
Pasado el mediodía, los comandos del Ejército hicieron abandono del
lugar.
El mayor a cargo de la fuerza policial se presentó ante la señora
María Teresa Valdebenito de Contreras para comunicarle que desde
ese instante estaba a cargo de la seguridad de la casa. La esposa del
ex jefe de la DINA agradeció. Los carabineros, en tanto, fuertemente
armados, tomaron posiciones dentro y fuera de la propiedad.
Permanecieron vigilando la casa durante más de dos meses.
Cinco días después, una caravana de vehículos llegó al Hospital
Militar. Desde uno de ellos, conducido por un industrial de
ascendencia árabe, amigo de Contreras, descendió el general
Campos. Habían dado numerosas vueltas por Santiago, tratando de
eludir algún posible seguimiento. En la pequeña y austera habitación
que le servía de oficina, contigua a su dormitorio, Contreras recibió a
quien había sido uno de sus más decididos antagonistas.
—Gracias, general —le dijo—. Mi mujer ahora duerme tranquila (8).
EL REVÓLVER EN LA MESA
El 14 de junio de 1979, apenas pasado el mediodía, el abogado Mario
Neumann llegó al edificio donde estacionaba su vehículo, muy cerca
del Teatro Municipal. Estaba agotado: acababa de concluir un partido
de tenis con Mario Kreutzberger.
Pensaba en ello cuando escuchó el despacho urgente de la radio: en
un sitio eriazo vecino a la casa de sus abuelos, habían hallado el
cadáver del niño Rodrigo Anfruns Papi. El abogado sintió un
estremecimiento. Había aceptado hacerse cargo del caso 24 horas
antes.
Giró bruscamente el volante del automóvil y se dirigió al lugar de los
hechos. El barrio estaba conmocionado.
Once días antes —el domingo 3, por la tarde—, el menor había sido
secuestrado mientras jugaba a escasa distancia de la casa de su
abuela.
Neumann cruzó la barrera de policías y se dirigió al lugar donde yacía
el cuerpo del niño de seis años. A su lado observaba el juez Manuel
Silva Ibáñez. Rodrigo Anfruns estaba desnudo y el largo pelo le caía
sobre la frente. Conservaba el color de la piel.
De pronto alguien tomó del brazo a Neumann.
—Perdón, ¿usted es el abogado de la familia?
—Sí. Yo soy.
—José Opazo, a sus órdenes. Soy el jefe de la Brigada de
Homicidios. ¿Usted sabe que ya tenemos resuelto el caso?
—¿Cómo? ¿Quién es?
—Ni se lo imagina. Ni se imagina qué edad tiene. Es un niño casi
como él. ¿Ya vio el cadáver?
—Sí, está impecable.
—¿Usted acaso duda...?
—No dudo, ni creo.
—Mire, señor, yo pongo mis 25 años de experiencia, mi placa y mi
revólver sobre la mesa si las cosas no son como lo digo.
—Espero no tener nunca que cobrarle la palabra.
El secuestro de Rodrigo Anfruns, alumno de primero básico del
Colegio La Salle, concentró la atención de todo el país durante trece
días. La policía había vivido una guerra de nervios. Se sabía que en
los más altos niveles de gobierno se esperaba un esclarecimiento
rápido y sin dubitaciones.
A los tres días de la desaparición, la fotografía de Rodrigo Anfruns
estaba pegada en las vitrinas de los locales comerciales; más de
cuatro mil retratos habían sido distribuidos entre los taxistas; desde
todos los sectores se hacían llamados para que fuera devuelto con
vida. En opinión del cardenal Raúl Silva Henríquez, “nunca antes un
caso como éste ha conmovido tanto a Chile”. Lucía Hiriart de
Pinochet pedía “como madre, abuela y mujer” que entregaran al niño.
Ella tenía un nieto casi de la misma edad, que también se llamaba
Rodrigo
Los titulares de los diarios registraban los ribetes dramáticos: “Chile
con el corazón deshecho”; “No hagan sufrir más a mi hijo”.
Pero todos los esfuerzos fueron en vano. El niño apareció sin vida y
horas después Investigaciones informaba que el autor del secuestro y
asesinato estaba identificado.
El presunto culpable era un menor de 16 años, P.P.V., que tenía sus
facultades mentales perturbadas. Móvil: “intento de violación”. Data
de muerte: el mismo día del secuestro.
Todo parecía fácilmente resuelto. Pero las dudas eran muchas,
demasiadas. El cadáver del menor fue trasladado al Instituto Médico
Legal para la autopsia de rigor. No la practicó ninguno de los médicos
de planta. La hizo el doctor José Luis Vásquez, ginecólogo del
Hospital Militar.
Instantes después, el director del Instituto, el doctor Claudio Molina,
llamó por teléfono a la ministra de Justicia, Mónica Madariaga, para
informarle que la data de la muerte era de tres días. Esa afirmación
no estuvo, sin embargo, contenida en el informe oficial, que tampoco
fue refrendado (como es usual) por el médico jefe de Tanatología, el
doctor Julio Veas. Este diría después que fue la única autopsia que
no visó.
La fecha de la muerte era un dato decisivo. Si Rodrigo había sido
asesinado el mismo día de su secuestro —como afirmó oficialmente
Investigaciones y quedó registrado en el proceso, sobreseído
temporalmente hasta ahora—, ¿por qué no presentaba ningún signo
de descomposición?
Investigaciones aseguró que el cuerpo se había conservado porque al
niño se le había suministrado Benzetacyl en los días previos a la
muerte y que las bajas temperaturas de esos días también ayudaron
a preservarlo.
En un informe posterior, solicitado por los Tribunales, el doctor Veas
explicó que nunca y en ningún caso los antibióticos han servido para
preservar cadáveres.
El director del Instituto de Anatomía de la Universidad de Chile dijo
que es necesaria a lo menos una temperatura de 30 grados bajo cero
para impedir el deterioro de un cuerpo muerto.
INTERROGATORIO A BAEZA
El caso provocó una conmoción que ningún otro hecho puramente
policial había suscitado antes.
En el Diego Portales, la conmoción derivó pronto en alarma. El
ministro del Interior, Sergio Fernández, decidió tomar las riendas del
caso, a sabiendas de que un sinnúmero de rumores circulaba por
Santiago y de que entre ellos había algunos que sin disimulo
rebotaban en la policía del régimen.
El asunto llegó hasta la Asesoría Política, ASEP, ese selecto grupo de
ministros que Fernández presidía en reuniones matinales diarias. Los
informes se revisaron día a día. Pero la ASEP era todavía una
instancia insuficiente: poco después de asumir en su cargo,
Fernández había relevado de las reuniones en esa instancia a la
ministra de Justicia, Mónica Madariaga. Y justo ahora su repartición
era vital para saber del caso.
Fernández decidió entonces trabajar a dúo con la ministra en las
posibles implicancias del delito cometido con el niño Anfruns. El
conjunto de informes contradictorios no permitía sacar conclusiones
firmes. Casi al contrario: arrojaba sombras de sospechas sobre la
presteza de Investigaciones. Para despejar esas dudas, Fernández
decidió llamar al director de la policía civil, el general (R) Ernesto
Baeza, e interrogarlo hasta el último detalle junto con la ministra.
Baeza llegó al edificio Diego Portales y, como si se hubiera aprendido
de memoria una lección, respondió paso a paso al engorroso asedio
de los ministros.
Pero las dudas no cedieron.
Aquel día, el ministro del Interior había citado a los directores de los
medios de comunicación a su oficina, para pedirles que el tema fuera
tratado con mesura. Pensaba decir que ya se había hecho demasiado
daño a una familia, que el ejemplo social era dramático y que sería
una injusticia cargar los dados a la tarea de la policía. Pensaba decir
todo eso, pero la presencia de Baeza lo hizo cambiar de idea. Ya que
estaban allí, y en eso, ¿por qué no podría hablar el propio Baeza?
Así se hizo. El director de Investigaciones respondió otra vez, una por
una, como había hecho poco antes con los ministros, las preguntas
de los periodistas. Pareció impecable: pero nadie contaba con que,
para los asistentes, la presencia de los dos ministros aparecería como
un tácito respaldo del gobierno a la versión de Investigaciones.
El sitio donde apareció el cuerpo de Rodrigo Anfruns había sido
revisado el primer día del secuestro por perros policiales, sin
encontrar rastros del niño. Investigaciones explicó que el cadáver no
había sido detectado porque estaba cubierto por ramas de palqui,
arbusto que —según los detectives— inhibe el olfato de los perros. Se
argumentó también que numerosos perros vagos impidieron la labor
de los sabuesos de Carabineros.
El magistrado que investigaba el caso, el ministro en visita Ricardo
Gálvez Blanco, designado en vista de la conmoción pública, aceptó
ambas explicaciones pese al informe en contrario de Carabineros.
Expertos en perros policiales ratificaron que bajo ninguna
circunstancia el palqui podría interferir con el olfato de esos animales
(9).
Horas después de encontrado el cadáver, seis funcionarios del OS-7
concurrieron al sitio del hallazgo con el perro Atlas, el mejor mastín
policial del país. Atlas tardó sólo algunos minutos en detectar un
pedazo de la camisa de Rodrigo Anfruns. Los abogados Neumann y
Víctor Barahona, enfrentados a todas estas dudas, pidieron una y otra
vez la reapertura del proceso.
En una de esas oportunidades entregaron los nombres y las
fotografías de dos personas que en su opinión debían ser
investigadas. Ambos estaban seguros de que Rodrigo Anfruns había
permanecido vivo casi una semana, secuestrado y oculto en una casa
ubicada cerca de la avenida República. Tenían el convencimiento de
que P.P.V. —Patricio Pincheira Villalobos— no era el responsable,
que en el secuestro y asesinato de Rodrigo estaban involucradas
terceras personas. Se basaban, entre otras muchas deducciones, en
el informe entregado por el sicólogo que había examinado a P.P.V.:
“Parece estar guardando u ocultando antecedentes para proteger a
tercera o terceras personas”.
Pero no sólo los abogados, los médicos y la familia tenían dudas.
También el propio director de Investigaciones e incluso el director de
Carabineros, el general César Mendoza (10). El doctor Claudio Molina
renunció a la dirección del Instituto Médico Legal y el doctor Julio
Veas se acogió a jubilación.
TEORÍA DE UN ERROR
Rodrigo Anfruns Papi había nacido en Inglaterra. Era hijo del
ingeniero en minas y profesor de la Universidad de Chile, Jaime
Anfruns, de 31 años, y Paola Papi, de 27.
Algunos fines de semana, como el del secuestro, el niño se quedaba
con su abuela, casada en segundas nupcias con el coronel Alberto
Iraçábal, ex subdirector de Correos. Mientras desempeñaba ese
cargo, el coronel Iraçábal —amigo íntimo del general César
Benavides— realizó una severa purga entre los funcionarios que
revisaban y sustraían correspondencia, un hábito que descubrió como
frecuente. Varios de ellos pertenecían a la DINA.
Durante el sumario hubo incluso algunos balazos en las oficinas de
Correos. En esos incidentes se llegó a originar un proceso
sustanciado por la magistrada Aída Travezán Lara en el Vigésimo
Sexto Juzgado del Crimen.
El coronel Iraçábal tenía un hijo, el capitán Luis Iraçábal Lobos, de la
especialidad de Ingenieros, experto en energía nuclear, ex miembro
de la DINA y oficial en comisión de servicios en la CNI. Luis Iraçábal,
de 33 años, tenía a su vez un hijo que también, en ciertos fines de
semana, dejaba al cuidado de su padre, y que en muchos casos
jugaba con Rodrigo Anfruns.
Ese domingo 3 de junio, sin embargo, Rodrigo estaba solo.
Pocos días después de ser encontrado el cadáver del niño Anfruns, el
capitán Luis Iraçábal y su familia abandonaron el país rumbo a
España. Tenían el viaje previsto con anterioridad, pero ni siquiera los
nuevos dramáticos sucesos alteraron el programa.
Tras ellos quedó la duda —nunca aclarada— de que en el secuestro
de Rodrigo Anfruns hubo tal vez una terrible, espeluznante
equivocación (11).
UN SOPLO AJUSTADO
A mediados de 1979, el resurgimiento del MIR se hizo evidente. Las
acciones de propaganda armada se multiplicaron e incluso los
militares se atrevieron a iniciar la planificación de asaltos y atentados
contra objetivos mayores. Andrés Pascal Allende, el cuestionado
secretario general del movimiento, había ingresado clandestinamente
a Chile para tratar de retomar el control de las operaciones.
La conducción local del MIR estaba en manos de Hernán Aguiló, el ex
dirigente del Frente de Trabajadores Revolucionarios, que había
asumido la cabeza del movimiento después del asilo de Pascal y
Nelson Gutiérrez, cuatro años antes.
Muchos miristas no perdonaban a ambos dirigentes la huida del país
y criticaban lo que consideraban el “aburguesamiento” de sus líderes.
A comienzos del 78, Pascal se había contactado en París con el
periodista César Fredes, que desde 1977 cumplía tareas para el MIR.
El sería el primero en retornar a Santiago. Una tarde de febrero de
1979, Fredes tuvo su primer punto, el primer encuentro con Ana Luisa
Peñailillo en la heladería Vía Flaminia, en el corazón de Providencia,
a escasos metros del Hospital Militar. Caminaron algunas cuadras y
se reunieron con Pascal. Este ya tenía un panorama definido: sería
necesario que Fredes viajara a Lima en busca de armas.
Ana Luisa Peñailillo había retornado a Chile en septiembre de 1978,
procedente de París. Su misión era preparar la recepción de un
miembro de la dirección del partido. Arrendó una parcela en El
Arrayán y, mientras asistía a un curso de conducción en la Academia
San Cristóbal, estableció nuevos vínculos con la organización
clandestina. En abril de 1979 hizo el contacto inicial con Pascal, que
poco después se trasladó a la parcela.
Casi de inmediato se mudó también allí José Manuel Hidalgo, un
amigo militante encargado de la seguridad del secretario general (12).
El 4 de agosto, Ana Luisa Peñailillo estuvo preparando el cambio de
una nueva casa de seguridad, arrendada en la Florida. Regresó a la
parcela pasadas las 18 horas.
En las afueras, casi una decena de vehículos tomó posiciones para el
asalto a la casa. Un informante había proporcionado a la CNI un soplo
preciso: en aquella parcela de El Arrayán operaba el cuartel central
del MIR.
A las 20.30, la CNI inició el ataque. Varios agentes derribaron la
puerta de la cocina e ingresaron disparando.
Hidalgo intentó resistir con una pistola Browning y granadas de mano.
Pereció en cuestión de minutos. La mujer cayó herida. En los
instantes previos, César Fredes había sido detenido al bajarse de un
taxi en las cercanías de la parcela (13).
Por alguna razón, Pascal Allende no llegó esa tarde a su refugio.
En los meses siguientes, el MIR sufrió nuevas e importantes bajas.
En octubre fue detenido el periodista Ulises Gómez, uno de los
encargados del aparato de propaganda y el hombre sindicado como
el editor de El Rebelde. Gómez había trabajado junto a Gastón
Salvatore Pascal, primo hermano de Andrés Pascal Allende, a
comienzos de 1970, reclutando adherentes para el Movimiento
Campesino Revolucionario, uno de los frentes de masas del MIR.
Más tarde, durante la Unidad Popular, Gómez se había incorporado al
diario Clarín, donde había conocido a Hernán Aguiló, que trataba
infructuosamente de expropiar el periódico a su propietario, Darío
Sainte Marie.
Las detenciones de aquel agosto no mermaron la decisión mirista.
Al contrario. Muy pronto se iniciarían los asaltos a los bancos y los
atentados selectivos contra miembros de las Fuerzas Armadas.
29
Gritos en el Cuartel Central
A1 iniciarse 1980, los ataques del MIR y el asesinato del jefe de Inteligencia del
Ejército, el coronel Roger Vergara, desbordaron a la CNI. Surgieron entonces
voces que pidieron el retorno de la DINA, en medio de una sorda pugna entre
Odlanier Mena y Manuel Contreras. En ese escenario, turbio y sensible, los
excesos provocaron la crisis de los aparatos de seguridad y el recambio de los
hombres a cargo de las tareas de represión.

Al comenzar 1980, las unidades operativas de la fuerza central del


MIR, reforzadas por el reingreso al país de un reducido pero eficaz
grupo de guerrilleros, puso en jaque a la CNI: aquella extraordinaria
circunstancia era inédita, y había llegado a ser casi impensable,
después del aplastamiento total de los primeros años.
Pero ahí estaba.
El MIR había logrado reconstituir parte de su organización durante
cuatro años de lento trabajo clandestino. Cumplida esa etapa e
iniciada la Operación Retorno, pretendía dar un salto hacia objetivos
mayores. Creía tener a su favor la escasa experiencia de los nuevos
oficiales de la CNI, dirigidos por el general (R) Odlanier Mena, que
deseaba cambiarles el rostro a los servicios de seguridad y borrar
para siempre el recuerdo de la DINA y del general (R) Manuel
Contreras.
Las primeras acciones del MIR en busca de fondos comenzaron a
fines de 1979, pero sólo en abril de 1980, con el primer asalto a tres
sucursales bancarias ubicadas en Santa Elena con Rodrigo de Araya,
comenzaron a inquietarse realmente a los aparatos de seguridad.
Dos semanas después, el MIR atacó uno de los símbolos del
régimen, la “Llama de la Libertad”, instalada provisoriamente en una
terraza del cerro Santa Lucía. El carabinero que la vigilaba intentó
enfrentar a los agresores, pero el esfuerzo fue tardío: pereció
acribillado.
Un nuevo ataque tuvo lugar el 22 de junio, cuando coordinadamente
fueron asaltados dos cuarteles policiales y la sucursal Manquehue del
Banco del Estado.
El despliegue de violencia de aquella asonada pareció amplificarse
una semana más tarde, cuando un comando de unos quince miristas
robó, a balazos y en plena tarde, otras tres oficinas bancarias en
Macul con Irarrázaval.
Un sentimiento de incertidumbre se extendió en las esferas
superiores del régimen. La CNI parecía incapaz de detener la
arremetida del MIR.
FUSILEROS EN UNA C-10
Las primeras voces de protesta surgieron desde el propio gobierno.
Pero todavía faltaba el golpe decisivo, el que sumiría en la ansiedad
al general (R) Mena y que haría añorar a algunos la “eficiencia” de la
DINA y de su jefe, el general Contreras.
Hugo Ratier y Víctor Zúñiga Arellano vigilaron durante varios días
desde un paradero de locomoción colectiva la casa del coronel Roger
Vergara. El militar, de 43 años, salía a las 8.05 de la mañana, usaba
siempre el mismo vehículo, no cambiaba jamás su recorrido hacia el
trabajo y viajaba sentado indistintamente al lado del chofer o en el
asiento de atrás. Roger Vergara vivía en Bilbao, entre Antonio Varas y
Manuel Montt, muy cerca de las escuelas de Telecomunicaciones y
de Carabineros, en un barrio poblado por militares y sus familias (1).
Ratier (José) y Zúñiga Arellano (Mariano) formaban parte de un grupo
de combate del MIR que había recibido la orden de ejecutar al
director de la Escuela de Inteligencia del Ejército.
A mediados de junio, la dirección del MIR —que acusaba al jefe de
inteligencia de haber sido causante de torturas durante su
desempeño en la DINA— había encargado la tarea a Ernesto Zúñiga
Vergara (Manuel). Zúñiga Vergara reunió a siete hombres para cumplir
el encargo. Ni él ni sus compañeros inquirieron detalles sobre la
víctima y los motivos para matarlo: se veían como soldados de una
causa y acataban órdenes sin discutirlas. El 12 de julio, el grupo se
acuarteló en una casa de la calle Los Maitenes, en la comuna de La
Reina. Ratier llevó dos fusiles AKA, expuso el plan y asignó las
funciones.
Tres días después, a las 8.05 de la mañana del 15 de julio, el coronel
Roger Vergara salió de su domicilio y subió a su flamante Chevy
Nova rojo. El chofer, el sargento Mario Espinoza, inició el trayecto
habitual hacia la Escuela de Inteligencia, en Nos. Bajó por Bilbao
hasta Manuel Montt y dobló al sur, hacia Irarrázaval. Tras él corrió
una camioneta Chevrolet C-10 con un disco de Endesa: lo conducía
Víctor Zúñiga Arellano. A bordo, con los fusiles AKA preparados, iban
Ernesto Zúñiga Vergara y Félix, los fusileros encargados de los
disparos (2).
La C-10 se puso al lado del Chevy Nova y los miristas presionaron los
gatillos. Las ráfagas alcanzaron de lleno al vehículo, que, fuera de
control, se estrelló contra un Fiat 1.500 estacionado. El coronel
Vergara pereció al instante, acribillado a balazos. Su chofer quedó
grave. Los atacantes se perdieron por Manuel Montt. La misión había
sido cumplida (3).
MENA: NOCHE FINAL
Cuatro días después, un calificado pero anónimo experto en
seguridad concedió una entrevista al diario La Tercera, en la que
aseguró que no había detenidos ni reos por las 198 acciones
terroristas perpetradas desde 1978 hasta esa fecha (4). Añadió que
se habían registrado 16 ataques armados contra cuarteles y personal
de las FF.AA. y Carabineros y dijo estar convencido de que estaba
operando una fuerza de guerrilla urbana, aunque de poca
significación.
También afirmó que en el asesinato del coronel Roger Vergara
habían participado 60 personas.
Alvaro Puga, columnista del mismo matutino y asesor de Contreras,
se sumó a la ofensiva:
—Después de conocer estos hechos, no cabe otra cosa que añorar
esos tiempos (de la DINA), en la plena seguridad de que este vil
asesinato no se habría cometido, porque la labor de prevención que
ejerció ese organismo fue radicalmente efectiva y le aseguró a la
ciudadanía paz y tranquilidad durante más de cinco años.
Al día siguiente, la CNI replicó con una indisimulada iracundia: acusó
al desconocido experto de vulnerar antecedentes que eran
absolutamente confidenciales.
La sorda guerra que habían librado desde hacía años Manuel
Contreras y Odlanier Mena alcanzaba nuevamente un momento
decisivo. Quizás definitivo: entre los hombres cercanos a cada uno
circuló por aquellos días la versión de que se estaba llegando al límite
de la tolerancia... ¿Qué venía después?
Sus respectivos grupos de pares se alinearon tras ellos e irrumpieron
en los medios de prensa tratando de inclinar una esperada decisión
del Presidente Augusto Pinochet.
Desde su oficina en el cuartel central de la CNI, en Belgrado con
Vicuña Mackenna, en medio de objetos de ónix y tras las blancas
cortinas de su despacho, el general (R) Mena meditaba sobre los
diferentes niveles de la contienda.
Amigos del general (R) Contreras llevaron a Pinochet una noticia
publicada el 21 de julio en el diario O Globo, de Río de Janeiro, donde
se anunciaba que María Teresa Valdebenito, la esposa del ex jefe de
la DINA, y su hijo, eran esperados en el consulado de Chile para un
agasajo. La agencia italiana Ansa hizo rebotar la información en
Santiago.
Era una técnica conocida: nunca se le dejaría tranquilo, ni a él ni a su
familia. Cada paso que diera, adonde fuera, sería conocido por sus
adversarios. La esposa de Contreras estaba desde hacía una semana
en Brasil. Corría peligro y algunos amigos de Contreras hicieron ver
su preocupación a Pinochet. Era el colmo, le dijeron, que se pusiera
en peligro de esa manera a la familia de quien había limpiado el país
de terroristas.
A la noche siguiente, la del 23 de julio, Pinochet llamó a sus oficinas
—en el piso 22 del edificio Diego Portales— al general (R) Mena.
Conversaron a solas hasta muy tarde. Casi al final, el jefe de la CNI
se convenció de que lo mejor era abandonar el cargo. Días antes,
Pinochet había ordenado que el jefe de la zona en estado de
emergencia, el general Humberto Gordon, coordinara a todos los
servicios que investigaban el atentado contra el coronel Roger
Vergara.
En ese instante ya se había sellado la suerte de Odlanier Mena.
LA BATALLA DEL IVA
Como si las disputas por la seguridad no hubieran sido suficientes, un
nuevo campo de lucha se había creado en las semanas anteriores.
Pinochet había sido informado de una serie de noticias publicadas por
los diarios sobre una cuantiosa evasión del Impuesto al Valor
Agregado.
La notas de prensa apuntaban directamente a ex miembros de la
DINA. Se sugería que tras la millonaria evasión estaban de una u otra
manera las manos del general (R) Contreras (5).
Algunos semanarios también recogieron el tema y publicaron incluso
escrituras enviadas desde Panamá, donde habían sido inscritas
empresas fantasmas a nombre de Contreras. Sorprendentemente, los
anónimos llegados de Panamá venían firmados por un jamás
existente “Comando de Defensa de la Zona del Canal”.
Los hombres de Contreras hicieron saber a la revista Hoy, que publicó
esas escrituras, que tenían sus sospechas apuntadas, una vez más,
hacia Mena, que había sido embajador en Panamá.
También se sumó el director de Investigaciones, el general (R)
Ernesto Baeza.
Refiriéndose al asesinato de Roger Vergara y al caso del IVA, Baeza
expresó:
—Habría que recordar el caso de Al Capone. No se le encarceló por
sus asesinatos, sino por impuestos.
El fraude por cobro ilegal del IVA había sido descubierto en mayo. Su
volumen: cerca de 20 millones de dólares. La principal empresa
involucrada era Union Trading Co. Ltda., controlada por Eduardo
Romero, un ex dirigente del gremio de camioneros que conocía al
general Contreras desde antes del golpe militar de 1973. Romero
tenía sus oficinas en el mismo edificio desde el cual Contreras dirigía
su empresa de seguridad, Alfa Omega Limitada.
Romero y uno de sus socios, Manuel López, sindicados como ex
miembros de la DINA, fueron detenidos y encarcelados, en tanto otros
dos socios —Jorge Bendek y Jorge Masihy— huían al extranjero.
Comenzaron a surgir los nombres de numerosas empresas
interrelacionadas entre sí, varias de ellas formadas en Panamá,
ligadas a Manuel Contreras.
La precisa detección del fraude, sin embargo, había impedido que
Romero, Contreras y otros integrantes del grupo económico “Santa
Lucía” accedieran a la representación en Chile de neumáticos de la
industria italiana Pirelli.
Romero apareció como socio o gestor de varias empresas, incluso de
algunas que operaban directamente con la CNI. Se sabía que una
agencia aduanera vinculada a la red, Elissalde y Poblete, había sido
una empresa de la DINA, pero también era claro que ahora seguía al
servicio de la CNI. Los datos eran casi inextricables: agentes antiguos
de la DINA y personal en servicio de la CNI aparecían cruzados en la
misma maraña, como si la antigua red se hubiera aferrado a la nueva.
López, en tanto, mantenía en su domicilio algunas cédulas de
identidad de personas detenidas presuntamente por la DINA y
desaparecidas desde los años posteriores al golpe militar.
El turbio incordio subió de tono cuando se aseguró que dos
importantes ciudadanos estadounidenses, financistas de la campaña
presidencial de Ronald Reagan, habrían intervenido en favor de
Romero. Este había estado poco antes en Miami, gestionando la
representación para Chile de las tarjetas de viaje Big Travel Club.
De cualquier manera, el nombre del general (R) Contreras estaba
apareciendo con demasiada frecuencia en los diarios y los periodistas
seguían hurgando en temas delicados para el régimen (6).
Pinochet no tuvo dudas: Odlanier Mena estaba obsesionado con
Contreras y eran demasiados los secretos en juego para correr
riesgos innecesarios. Había que removerlo. Para eso lo llamó en la
noche del 23.
ESCARAMUZA EN LOS DIARIOS
El jueves 24, Pinochet nombró como nuevo director de la CNI al
general Humberto Gordon. Beto, como le decían sus amigos,
mantenía buenas relaciones con Mena y Contreras. Era la elección
adecuada: reflejaba que Pinochet no había querido inclinarse por
ninguno de los bandos en disputa.
Ese mismo día, Odlanier Mena se despidió de sus hombres, aseguró
a la prensa que el asesinato del comandante Vergara se escapaba
del “criterio de actuación del MIR” y se marchó a su casa. Allí recibió
el apoyo de militares en retiro, amigos y de varios ex ministros, entre
ellos el ex canciller Hernán Cubillos y el ex ministro de Educación
Gonzalo Vial.
Pero el respaldo más decidido surgió del diario El Mercurio, que al día
siguiente, en un editorial titulado “Preguntas serias”, interrogó:
“¿Por qué el renunciado director de la CNI declara (...) que en la
muerte del comandante Roger Vergara hay una pequeña indicación
que conducirá a la verdad? ¿Es oportuno el retiro voluntario de un
jefe de inteligencia que tiene conocimiento de esa ‘pequeña
indicación’, considerada por él de tanta trascendencia? ¿Qué
atención hay que darle a las palabras del general Mena cuando
asevera que el atentado y asesinato del comandante Vergara ‘escapa
al criterio de actuación del MIR’?” (7).
Los ad láteres de Contreras volvieron a subir el tono. Aseguraron que
Mena había sido relevado por ineficaz, por ser incapaz de mantener
la tranquilidad en el país y por tener como blanco principal de sus
ataques al ex jefe de la DINA (8).
Desde el otro bando se replicó que Mena era cuestionado por
apegarse a la legalidad y que su trabajo había sido entorpecido. Se
culpaba al general Contreras de haberse llevado o haber destruido
archivos claves para el trabajo de inteligencia.
EL COMANDO ANTISUBVERSIVO
La orden de Pinochet había sido perentoria: el asesinato del coronel
Vergara no podía quedar impune, y menos si existían dudas sobre el
origen de los hombres que lo habían ejecutado.
El general Gordon, debutante pero no desconocido en la tarea, reunió
a funcionarios de Investigaciones, Carabineros y de la CNI y dio
forma al Comando Antisubversivo (CAS), integrado por la Brigada de
Homicidios (BH), la recién creada Brigada de Inteligencia Policial
(BIP), el departamento OS7 de Carabineros y la Brigada
Metropolitana de la CNI.
Decenas de personas comenzaron a ser detenidas e interrogadas.
Era necesario encontrar cualquier indicio que permitiera identificar a
los autores. Y en eso estaban cuando la pugna entre Mena y
Contreras se había vuelto insostenible.
Pero mientras Pinochet intervenía en el conflicto, una nueva tormenta
se cernía sobre el enrarecido ambiente de los aparatos de seguridad.
El mismo día en que Gordon asumió la dirección de la CNI, agentes
de ese servicio interceptaron un taxi colectivo en la esquina de las
calles Lota y Los Leones y, pistolas en mano, hicieron descender a
dos alumnos de Periodismo de la Universidad Católica. Algunos
peatones y conductores de otros vehículos intentaron pedir una
explicación. Los sujetos se identificaron en voz alta y subieron a los
dos jóvenes a una camioneta Chevrolet C-10, partiendo rumbo al
centro de la ciudad.
Minutos después, los estudiantes Eduardo Jara y Cecilia Alzamora
ingresaron con los ojos vendados a unos subterráneos que después
identificarían como parte del Cuartel Central de Investigaciones, en la
zona donde se ubica la Brigada de Homicidios.
Varios sujetos comenzaron a interrogar a Jara, preguntando nombres
de alumnos, profesores del Campus Oriente de la UC, personas que
vivían en provincias del sur... Los golpes dejaron paso a las
descargas eléctricas concentradas en los genitales. La sesión se
prolongó durante dos días, sólo con breves intervalos para que la
víctima se recuperara.
Jara, natural de Villarrica, mantenía vínculos con el aparato de
comunicaciones del MIR y servía como enlace con algunos militantes
del sur (9).
En otra habitación, Cecilia Alzamora también era requerida para que
identificara nombres. Con ella el trato fue diferente: sin golpes, sin la
temida corriente eléctrica. Pero los dos eran sólo los primeros: en
cuestión de horas, las detenciones se multiplicaron.
El sábado 26 fueron arrestados el estudiante de Medicina Gonzalo
Romero y otros cuatro sospechosos, dos de ellos en el Cementerio
Metropolitano.
También fue apresado Santiago Rubilar Salazar (10).
Al día siguientes, 14 civiles movilizados en cinco vehículos llegaron a
las cuatro de la mañana a la población Clara Estrella y se llevaron a la
estudiante de Filosofía Norma Orellana Riffo, de 18 años.
El lunes 28 se entregó Juan Alejandro Rojas Martínez (Simón), quien
se había refugiado en la parroquia San Cayetano, en la Vicaría Sur.
La CNI lo sindicaba como uno de los eslabones para llegar a los
asesinos de Roger Vergara.
Esa misma noche cayó Eduardo Arancibia (Miguel), acusado de ser
uno de los jefes de las milicias del MIR (11).
El CAS se movilizó sin respiro.
Otras unidades capturaron a los jóvenes Nancy Ascueta y Juan
Capra; a Esme Ríos López, en la población El Pinar; y a Juan Rubilar
en El Arrayán.
Pero la lucha era implacable: el MIR necesitaba responder con
urgencia a la feroz y dispersa arremetida. Así que mientras los
servicios de seguridad se repartían por los barrios de Santiago, un
comando mirista asaltó por segunda vez las tres sucursales bancarias
ubicadas en Santa Elena con Rodrigo de Araya.
En los cuarteles secretos del CAS, con los ojos vendados, los
detenidos escucharon los gritos de los agentes de seguridad,
alertados por el asalto.
En la Octava Judicial, en Macul, cundió el desconcierto.
—¡Traigan las armas! ¡El grupo de Arafat debe armarse! ¡Falta un
chofer...! —vociferó uno de los jefes.
Minutos después, en medio de chirridos de neumáticos, varios
vehículos salieron con las sirenas ululantes.
CHOCOLATES Y 30 PESOS
El miércoles 30 al mediodía, la Radio Chilena informó de la
desaparición del estudiante de Medicina Gonzalo Romero Estrada,
hermano del periodista Mario Romero, jefe de prensa de la Radio
Presidente Ibáñez, de Punta Arenas. Guillermo Hormazábal, jefe de
prensa de la emisora y del Arzobispado de Santiago, amigo de los
hermanos, estaba inquieto porque del muchacho nada se sabía
desde hacía cuatro días.
Terminado el noticiario, invitó a almorzar a Mario Romero y juntos se
dirigieron al restaurante Carillón, en Huérfanos casi al llegar a Mac
Iver.
Un hombre alto, de traje gris, tomó intempestivamente del brazo a
Hormazábal, a escasos metros de la entrada del local, ubicado en un
pasaje.
—¿Quién es usted? —preguntó el periodista.
—No haga escándalo —fue la respuesta.
El hombre de gris y otro sujeto lo arrastraron hacia Huérfanos.
Hormazábal trató de llamar la atención. Otros dos hombres llevaron a
Romero.
—Si sigues haciendo escándalo, la vas a pasar mal —le advirtió el
hombre alto.
A un costado de la librería Pax les esperaba una camioneta Chevrolet
C-10 con el motor andando. Fueron vendados y emprendieron una
marcha que no duró más de diez minutos.
Esa noche, tras un amable interrogatorio en un subterráneo donde
incluso le comentaron lo atractiva que estaba Fresia Soto en la
portada de un diario y le convidaron chocolate, Hormazábal fue
liberado en un sitio eriazo en Pudahuel. Eran cerca de las 23 horas.
Contó hasta diez y se sacó la venda. Le habían dado 30 pesos para
que se movilizara, pero había olvidado algunas prendas de ropa.
En las horas que mediaron entre el secuestro y su liberación, la Radio
Chilena había iniciado un programa especial exigiendo la liberación
de su jefe de prensa y llamando a toda la comunidad para que
ayudara a encontrarlo.
La solidaridad creció, amenazando con precipitarse sobre los
aparatos de seguridad del gobierno. Aquella aterradora cadena fue tal
vez crucial: el secuestro de Hormazábal había llamado la atención de
la ciudadanía, que ahora reclamaba la aparición de los otros
secuestrados en sitios sombríos e inciertos.
Pero los hermanos Romero lo siguieron pasando mal. Mario fue
llevado a una pieza fría donde había algo que giraba y hacía ruido.
Unas cinco personas lo sentaron desnudo en un sillón, con manos y
pies amarrados. Le preguntaron por “Bigote’’, le exigieron que
revelara cuáles eran sus contactos (12). Trató de explicar: entonces le
colocaron algo detrás de las orejas y empezaron a aplicarle
electricidad.
Al rato lo sacaron en una camioneta y lo llevaron a una casa donde
había una pieza alfombrada con gente que se quejaba. Los
testimonios posteriores identificaron el lugar como la Octava
Comisaría Judicial de Investigaciones (13). Lo empujaron a otra
habitación. Le desnudaron los genitales y le introdujeron una aguja en
la uretra. Las descargas eléctricas comenzaron a sacudir toda la parte
baja de su cuerpo.
Pasaron minutos interminables.
En seguida lo tendieron en el suelo y le dijeron que moviera los dedos
para que circulara la sangre. Un sujeto de lenguaje claro y educado,
que usaba una colonia muy fragante, comentó.
—Les han dado mucha rienda a los extremistas. Ahora hacen lo que
quieren. Mataron a mi coronel Vergara y se ríen de las Fuerzas
Armadas. Ya no sirven los carabineros, ya no sirve Investigaciones,
así que vamos a empezar a actuar nosotros.
De pronto los interrogatorios cesaron. Mario Romero fue subido a un
vehículo donde reconoció la voz de su hermano y de otras personas.
Horas después, de madrugada, fueron liberados en un sitio eriazo. Lo
habían pasado mal, pero traían todas sus cosas; incluso las de
Hormazábal.
El viernes 1° de agosto, el ministro en visita Alberto Echavarría,
encargado de investigar el secuestro de Hormazábal, había decidido
suspender los interrogatorios después de escuchar a la víctima. El
abogado Francisco Aguirre, profesor de la Escuela de Derecho de la
UC, interrumpió al magistrado:
—Ministro, está en juego la vida de dos personas, de las cuales nadie
se va a responsabilizar. Interrogue al menos a uno de los hermanos
Romero —le dijo.
Ese mismo día, una mano anónima depositó en el correo una carta
que llegaría cuatro días después al vespertino La Segunda: “Señores,
ante la incapacidad de las fuerzas de seguridad y de policía, con esta
fecha hemos formado el Comando de Vengadores de Mártires
(Covema). Asumimos las responsabilidades que ustedes y la
sociedad han eludido. Dios y Patria”, decía la nota.
Pocas horas después, en la madrugada del sábado, Eduardo Jara y
Cecilia Alzamora fueron abandonados en la comuna de La Reina.
Una patrulla de carabineros, llamada por vecinos del sector, condujo
a ambos estudiantes a la Posta de Ñuñoa. Jara presentaba costras
en las muñecas y en los genitales, una hemorragia generalizada y un
traumatismo encéfalo craneano.
A las 8 de la mañana le sobrevino un paro cardíaco. Murió cuando
tenía 26 años y un hijo de dos.
En la retina de los secuestrados quedó rondando la imagen de una
monja, la única que coincidentemente había estado con ellos en las
horas previas a sus detenciones.
La inquietud le fue comunicada al vicario de la Solidaridad, Juan de
Castro, quien pidió a uno de sus asesores que fuera a conversar con
la religiosa. No hubo diálogo. La monja abandonó el país algunos días
después, para retornar un año más tarde. Entonces ya era una laica.
“SE ENCHUECÓ LA CNI”
El general (R) Ernesto Baeza había llegado el 13 de septiembre de
1973 al Cuartel Central de Investigaciones para hacerse cargo de la
dirección de la policía civil. No más de 50 detectives —de un total
cercano a los dos mil 500— fueron marginados del servicio.
Baeza, hombre reacio a la violencia destemplada y a los métodos
estridentes, se rodeó de colaboradores de confianza: el mayor
Guizen, el mayor Cristián Chaigneau, un suboficial mayor, un coronel
en retiro y su ayudante personal, el también coronel (R) Urra.
Inicialmente desconfió de prefectos y comisarios. Esa desazón, sin
embargo, fue pasajera y pronto se sintió como en su casa.
Subió los sueldos, liberó a los detectives de la vigilancia de los
cuarteles, presentó un proyecto para modernizar la Escuela de
Investigaciones y solicitó que se duplicara la planta de funcionarios en
un plazo de cinco años.
Redujo al mínimo al Departamento de Informaciones, encargado
hasta ese momento de recolectar y procesar información política e
insistió ante sus hombres en que la labor del servicio era judicial,
apegada a la legalidad vigente (14).
El lunes 11 de agosto de 1980, en un sorpresivo comunicado firmado
por los ministros del Interior y Defensa, Sergio Fernández y César
Benavides, el gobierno explicó que en el secuestro de los periodistas
y en la muerte de Eduardo Jara estaban comprometidos funcionarios
de Investigaciones.
Se añadió que el general Pinochet había encargado una investigación
al jefe de zona en estado de emergencia, general Carlos Morales. Los
antecedentes habían sido entregados al gobierno por Carabineros y
la CNI. Casi enseguida sobrevino la renuncia del general (R) Ernesto
Baeza.
Un insólito y febril estallido de gritos sacudió al Cuartel Central de
Investigaciones. Las agitadas carreras superaron incluso el habitual
control de la guardia, que cerró las puertas cuando ya se habían
colado algunos periodistas. Un grito enfurecido salió desde el
subterráneo.
—¡Se enchuecó la CNI!
A lo menos ocho funcionarios de las brigadas de Homicidios, de
Asalto y de Inteligencia Policial fueron detenidos y llevados a la
Escuela de Telecomunicaciones (15).
Todos los medios de prensa dieron por segura la existencia del
Comando de Vengadores de Mártires, Covema, pero los detectives
conocían otra versión (16). En la amplia gama de agentes con que se
buscaba por cielo y tierra a los asesinos de Roger Vergara, los
hombres de la policía civil venían trabajando con el resto de los
servicios.
Los técnicos de Investigaciones detestaban esta mezcla. Su clásica y
tolerada disputa con Carabineros por la protección del “lugar del
suceso” se había vuelto áspera y a veces violenta con los hombres de
la CNI. En el triple asalto de Irarrázaval los roces habían llegado al
borde de los hechos de fuerza.
A disgusto, contra su vocación y su experiencia, la dirección de
Investigaciones había destinado a algunos de sus hombres más
experimentados para trabajar en conjunto con las demás unidades.
Ahora, esas otras entidades se alejaban del escenario y apuntaban el
dedo de la acusación en contra de los detectives. Baeza, ofendido e
irritado, decidió renunciar sin retorno y sin demora. Sobre la marcha lo
hizo el prefecto de Santiago, Juan Salinas, un detective cuya larga
trayectoria concitaba el respeto de los agentes. Otros funcionarios
quisieron irse también. Minor Otsu, coordinador de las brigadas, y
Samuel Lillo, jefe de la BIA, hubieran desmantelado el servicio con su
retiro.
Baeza se fue en silencio y nunca más mentó el tema.
Un amplio proyecto que había entregado a la Presidencia fue
archivado para siempre. Hay, entre los que trabajaron con él en esos
tensos días, quienes creen que ese plan pudo incidir en su abrupta
caída. Se trataba de un esquema para centralizar los servicios de
seguridad en una pequeña unidad de alta especialización, que haría
los análisis de inteligencia política y policial, y que distribuiría las
tareas entre las unidades existentes.
Esa tarea podía radicarse en Investigaciones, como Baeza proponía,
pero también podía estar fuera de cualquier servicio: en la práctica,
sería un núcleo con autonomía y capacidad de decisión.
Baeza había trabajado durante las décadas del 60 y el 70 en la
inteligencia del Ejército, como jefe de las unidades de infiltración y
análisis de los partidos políticos. Un brillante currículo en la detección
de esfuerzos subversivos del MIR y otros partidos de izquierda le
daba una solvencia que nadie en el Ejército se atrevía a discutir. Fue
ese currículo el que hizo que, después de pasarlo a retiro en los
primeros meses del 74, Pinochet le encargara la difícil
reestructuración de Investigaciones.
Pero su proyecto significaba en los hechos la desaparición de la CNI
y la pérdida de prerrogativas de otros cuerpos. Eran, a juicio de sus
colaboradores, demasiados enemigos (17).
La reestructuración de los aparatos de seguridad no logró detener la
arremetida del MIR, cuyos máximos jefes en el interior siguieron
operando.
El 5 de septiembre, una unidad mirista atacó con ráfagas de
metralleta y bombas los cuarteles de Investigaciones en calle Román
Díaz y de la CNI en Alférez Real.
A comienzos de octubre recién vino a quebrarse la línea clandestina:
algunos mensajes dirigidos desde la Penitenciaría a la Fuerza Central
fueron interceptados por la policía.
Ellos permitirían a los servicios de seguridad ir recomponiendo
parcialmente el organigrama del MIR y comenzar a asestar los
primeros golpes importantes en su contra.
Era importante que la guerra se mantuviera en esos callados y
secretos límites: el Presidente le preparaba al país algunas
decisiones cruciales.
30
LA PUGNA POR LA CONSTITUCIÓN
El ex Presidente Jorge Alessandri llevó su antiguo proyecto de reformar la
Constitución hasta un Consejo de Estado independiente y severo y trabajó en él
durante dos años; después, un pequeño grupo de ocho personas se reunió en el
piso 22 del Diego Portales e hizo la nueva Carta. El general Augusto Pinochet se
quedaría 16 años más en el poder.

El mensaje de la Presidencia fue casi una bendición: mediaba agosto


de 1978 cuando el Presidente Augusto Pinochet envió aquel recado al
recinto del Congreso.
Por fin, después de tanto tiempo, pareció que el Consejo de Estado
tendría la misión histórica que querría cumplir.
Hasta la llegada de ese mensaje, el Consejo de Estado había sido un
órgano puramente figurativo. De tarde en tarde y sólo por especiales
instrucciones de la Presidencia, algunos ministros enviaban proyectos
para que el Consejo opinara. Era una manera de evitar el agravio a
las personalidades que lo formaban, en particular a los ex presidentes
Gabriel González Videla y Jorge Alessandri.
El recado de agosto vino, en cierto modo, a poner las cosas en su
lugar: no más proyectos irrelevantes, no más consultas de cortesía. El
Consejo vería nada menos que la nueva Constitución. Estudiaría el
informe redactado por la Comisión de Estudio que encabezaba
Enrique Ortúzar desde fines de 1973 (1) y daría su opinión fundada.
Ortúzar había trabajado cinco años para elaborar su texto. Después
de 417 sesiones, había dado a luz no las reformas que inicialmente
se había propuesto la Junta, sino una Carta enteramente nueva.
¡Cuánta agua había corrido bajo esos puentes!
El trámite agotador de estudiar tema por tema había tenido incluso
momentos tormentosos: tres de los miembros originales habían
desertado por severas discrepancias. Para dos de ellos (Alejandro
Silva Bascuñán y Enrique Evans) había resultado inaceptable la
disolución por decreto ley de los partidos políticos, y un tercero (Jorge
Ovalle) había sido objetado por el Presidente Augusto Pinochet,
debido a su cercanía con el general Gustavo Leigh. Aquellas
dimisiones pusieron fin a los asomos de pluralismo ideológico que la
Comisión conservaba.
Pero no fueron los extensos debates ni las crisis internas lo que
marcó el trabajo de aquella Comisión: fue, más bien, cierta visita que
el Presidente realizó a sus oficinas el 15 de noviembre de 1977. Aquel
día, Pinochet entregó un grueso legado de carillas con orientaciones
para la nueva Constitución (2).
La ministra de justicia, Mónica Madariaga, había redactado
personalmente el extenso oficio, que venía a imponer con precisión lo
que el gobierno quería del anteproyecto. Sin que ni siquiera Pinochet
mismo lo supiera, uno de los presentes en aquella sala conocía con
anticipación lo que se estaba leyendo. Era lógico: la ministra había
pedido ayuda a Jaime Guzmán para redactar las indicaciones del
Ejecutivo sobre el proyecto.
Todos los conceptos básicos de la llamada “nueva institucionalidad”
estaban allí: todavía hoy, inexplicablemente, la historiografía
constitucional se resiste a darle a aquel oficio la importancia
fundacional que tuvo para la Carta del 80.
El resultado fue que, a la vuelta de casi un año, cuando Ortúzar
entregó su trabajo, el texto que llegó a la Presidencia era casi
exactamente lo que la Presidencia esperaba. No se ha subrayado lo
suficiente la significación de este hecho: el llamado proyecto Ortúzar
era el proyecto del gobierno. No todos lo entendieron así.
Es un hecho que la Comisión trabajó hasta tal punto sobre bases
limitadas, que el texto entregado en agosto de 1978, de 301 carillas,
contenía las materias básicas, pero no era ni siquiera un proyecto:
carecía de articulado y tenía el aspecto de un ensayo de derecho
constitucional.
Cuando ese documento se anunció a Alessandri, este pidió a
Pinochet una audiencia.
—Mire, con esto no se puede trabajar. Hay que tener un articulado.
—Muy bien —dijo Pinochet—. Le vamos a encargar a Ortúzar que lo
transforme.
En los siguientes dos meses, la Comisión de Estudio se dedicó a esa
tarea. Cuando el texto estuvo listo, Alessandri había ya expresado su
desconfianza por la demora. El ex Presidente, que estaba disgustado
por las anteriores Actas Constitucionales, temía que sobre el trabajo
de Ortúzar volviera a imponerse la voluntad de postergarlo todo. Las
Actas habían sido clara demostración de ese intento: con ellas se
podía hablar, como hicieron Franco en España y después los
dictadores militares en Brasil, de “metas y no plazos”. Era una forma
de sacarle el bulto a las fechas.
EL LLAMADO DE LA HISTORIA
Finalmente, el oficio número 6583/13 de la Casa Militar, fechado el 31
de octubre de 1978, puso fin a la suspicacia: el Presidente
formalizaba su petición de que el Consejo de Estado iniciara el
análisis del nuevo texto constitucional.
Entre los que menos advirtieron la íntima simbiosis que había entre
los deseos de Pinochet y el texto de Ortúzar estuvo sin duda
Alessandri, que vio en el oficio de la Casa Militar la opción histórica
del Consejo de Estado.
En verdad, era también la gran opción histórica de perfeccionar la
Carta Fundamental, una de las obsesiones que marcaron su historia
política. Muchos años antes, en 1925, su padre, Arturo Alessandri, se
había enfrentado a un Congreso hostil y sólo por el destierro había
conseguido que una nueva Constitución regulara las difíciles
relaciones entre Presidente y Congreso. Jorge Alessandri había vivido
convencido de que aquella Constitución, la del 25, no fue nunca
suficiente porque el Parlamento se encargó de impedir su correcta
interpretación. El Presidente continuaba maniatado por la inmensa
capacidad de obstrucción del Parlamento.
Con esa convicción llegó al poder en 1958, y con ella salió en 1964.
En aquel año, poco antes de terminar su mandato, envió al Congreso
un proyecto de reforma de la Constitución que no prosperó.
Paradoja de la historia, aquel proyecto llevaba la firma del mismo
Enrique Ortúzar, que a la sazón era su ministro de Justicia; y para su
análisis, Alessandri había aprovechado una de sus semanales
reuniones con el contralor de entonces, Enrique Silva Cimma, con el
objeto de recoger una opinión especializada (3). Ortúzar acompañó a
Alessandri en su angustia de años por el funcionamiento
constitucional, de modo que también vio en la Comisión de Estudio,
como Alessandri en el Consejo de Estado, la gran posibilidad
histórica.
Es un hecho que Ortúzar llevó hasta la Comisión varias de las ideas
que guiaron el intento de reforma de 1964: un Presidente fuerte, una
economía libre de interferencias parlamentarias, un Congreso limitado
en sus atribuciones, un estricto control constitucional. Algunos puntos
—como que los senadores fueran nacionales y no regionales—
llegaron hasta la Comisión tal como fueron planteados en 1964,
incluso a pesar de que el ex Presidente había cambiado de opinión.
Cada uno a su manera, Ortúzar y Alessandri parecían convencidos de
que las reformas del 64 hubieran evitado el derrumbe institucional.
Uno y otro se sentían “dueños”, por separado, del proyecto
postergado. Ortúzar creía que el espíritu de aquél había sido
protegido en la Comisión de Estudios, a pesar de las fuertes
presiones; estaba seguro de poder persuadir al régimen militar.
Había debido resistir incluso el fuego graneado de los partidarios
“duros”.
En el Diego Portales, esos grupos decían que el solo hecho de tener
una Constitución, aun en borrador, era una bomba atómica de tiempo
en el cajón del escritorio.
En 1979, la Corporación de Estudios Nacionales había organizado un
seminario constitucional con la presencia de pensadores
corporativistas como Juan María Bordaberry y Gonzalo Fernández de
la Mora, al cabo del cual la hija del Presidente, Lucía Pinochet, había
declarado que el proyecto Ortúzar “no corresponde realmente el
espíritu de mi padre”.
Pero Ortúzar había resistido a los disgustos: y ahí estaba ahora su
proyecto, marchando.
A su turno, Alessandri desconfiaba de la fidelidad del texto de Ortúzar
para con los postulados de su gestión; le parecía sospechosa la
intervención del Ejecutivo, tanto en la composición de la Comisión
como en el dictado de sus principios.
De hecho, Alessandri se había separado ya del criterio de su antiguo
ministro un par de años antes, después de que Ortúzar declarara que
las Actas Constitucionales reemplazarían de a poco a la Carta del 25.
En noviembre del 77, Alessandri había aprovechado una visita del
general César Benavides al Consejo de Estado para enviar un sonoro
reclamo por las Actas y pedir, formalmente, que se abandonara su
elaboración para redactar un nuevo texto de Constitución. Alessandri
se enorgullecía de haber conseguido el fin de las Actas (4).
Alessandri creía en la total independencia del Consejo de Estado:
pero, fuera de creer, quería garantizarla. Por eso había promovido un
reglamento interno entre cuyas disposiciones había una dominante: el
secreto. Para los miembros del Consejo quedaría vedado desde el
comienzo revelar las intimidades del debate. Nada debía saberse, ni
aun bajo presión: estaba seguro de que ello garantizaría la sinceridad
de las posiciones. Según el reglamento, sólo el Presidente podría
autorizar la divulgación de los debates.
Esa condición grava todavía el conocimiento de las Actas del Consejo
(5). La medida apuntaba contra las filtraciones hacia los sectores
críticos, pero también contra la injerencia de los altos funcionarios. La
poco favorable idea que Alessandri tenía del proyecto Ortúzar
derivaba en gran medida de la interferencia oficial que había
apreciado. Pero no contaba con un detalle: el propio Ortúzar formaba
parte del Consejo de Estado. Con razón, el Ejecutivo intuyó que el
veterano ex Presidente querría imponer su criterio en el nuevo
estudio.
El Estado Mayor Presidencial entregó entonces una reservada
instrucción: el gabinete debía estar preparado para afrontar la
defensa del proyecto Ortúzar, para lo cual debía obtenerse
información fiel sobre lo que allí se estaba discutiendo.
El general Sergio Covarrubias, a la sazón encargado del Estado
Mayor Presidencial, transfirió esa misión al Ministerio de Justicia, la
única repartición vinculada orgánicamente con el Consejo del Estado.
Su sucesor, el general René Escauriaza, ratificó ese método.
Había que ser extremadamente cautelosos.
Alessandri era un hombre celoso de su jerarquía y conciente de su
influencia. Meses antes, el propio Estado Mayor había sentido el peso
de la ira en un incidente menor: Alessandri había dirigido a la
Presidencia un oficio pidiendo mejorar la situación del personal del
Consejo de Estado en el escalafón de remuneraciones. El oficio llegó
al Estado Mayor y la negativa fue firmada por su subjefe, el general
Rafael Ortiz Navarro, usando la fórmula “por orden del Presidente”.
Alessandri interpuso su severa protesta por escrito, y Ortiz perdió el
puesto.
Pero, además, el Consejo era visto en el gobierno como un verdadero
fortín del ex Mandatario. Todas las personas que lo integraban
contaban con su expresa aprobación. Nadie fue nombrado sin que
Alessandri lo consintiera. En 1979 murió el ex rector de la Universidad
de Chile, Juvenal Hernández, que se preocupó de dejar redactado un
voto sobre la libertad de enseñanza. El estudio de la Constitución no
estaba aún terminado y correspondía que en esa vacante el gobierno
designara a otro ex rector. Alessandri impuso entonces por anticipado
su veto sobre Juan Gómez Millas.
—Si lo nombran a él, me voy yo —sentenció.
El designado fue William Thayer.
LOS CAMBIOS DEL CONSEJO
Aunque es difícil detallar el monto de las transformaciones que en el
Consejo de Estado sufrió el proyecto Ortúzar, algunos puntos son
sustantivos.
Lo primero fue el corte del ostentoso Preámbulo imaginado por la
Comisión Ortúzar.
La discusión no fue nada fácil, porque Ortúzar, defensor y coautor de
aquel texto doctrinario, resistió la eliminación y consiguió el apoyo de
otros cuatro consejeros (6). Pero la voz de Alessandri tuvo aquí un
peso aplastante: calificó al Preámbulo de “superfluo”.
En cambio, el artículo 8°, sobre proscripción ideológica, por el cual
había dado tan largas y duras batallas Jaime Guzmán en la Comisión
Ortúzar, fue mantenido casi intacto en el Consejo de Estado. Sólo
resultó polémico un párrafo retroactivo (“que incurran o hayan
incurrido...”) que dividió en dos mitades al Consejo (7).
Al mismo Guzmán se le atribuye la insistencia por incorporar lo que
tal vez sea la más notable creación jurídica de la Constitución: el
recurso de protección, que amplía los cauces de defensa del individuo
frente a la autoridad (8).
Alessandri tenía un interés particular y antiguo en restringir la libertad
de prensa. En los debates del Consejo llegó a decir que a su juicio
era más importante frenar los excesos de los medios de
comunicación que excluir las doctrinas marxistas. Propició incluso
invalidar el secreto profesional para estos efectos.
El texto final del proyecto no fue todo lo drástico que el ex Presidente
hubiera querido, pero él se ofreció para salir públicamente en defensa
de las restricciones. De su insistencia surgió el punto 4° del artículo
19 de la Constitución (9), que busca defender el respeto a la vida
privada y a la honra de las personas centrando la responsabilidad en
los medios de comunicación y sus ejecutivos.
Las restricciones al derecho a huelga, desarrolladas en el Proyecto
Ortúzar, no resultaron polémicas en el Consejo. El solitario voto de
Guillermo Medina sólo objetó la prohibición de huelga para
empleados públicos y municipales.
Alessandri asumió también la defensa del período tradicional de
duración de los presidentes, de seis años. Ortúzar había propuesto
ocho. De la misma manera modificó la mecánica de sucesión en caso
de imposibilidad final: donde la Comisión proponía que asumiera el
vicepresidente, Alessandri impuso el criterio de que se respetaría
mejor la voluntad popular llamando a nuevas elecciones.
Más polémico fue el articulado que regula las atribuciones
presidenciales en relación con las Fuerzas Armadas. La Comisión,
siguiendo el criterio dictado por el régimen, había dado al Presidente
la facultad de organizar a las FF.AA. según una ley orgánica, es decir,
sin mucho margen de autonomía; Alessandri quiso eliminar esa falta
de subordinación y estableció la preponderancia del Presidente.
También eliminó las exigencias para designar a los comandantes en
jefe. La doctrina recogida por Ortúzar provenía directamente de los
estudios realizados años antes en la Academia de Guerra, en los que
se había determinado que la dependencia castrense del Presidente
podía convertirse en dependencia política.
En cuanto al Congreso, el Consejo cambió la propuesta de la
Comisión sobre los diputados (120 en vez de 150) y determinó un
Senado integrado por miembros de cada región del país.
Curiosamente, Ortúzar había propuesto un Senado cuyos
componentes fueran nacionales (y no regionales): pero esta no era
una idea suya, sino una sugerencia que Alessandri había hecho en el
intento de reforma del 64. El ex Presidente cambió de opinión y
propició en el Consejo la integración por regiones, más un grupo de
personalidades designadas.
El artículo 60, sobre ámbito de la ley, tuvo la máxima importancia. La
Comisión Ortúzar había seguido allí un principio dictado por la
ministra de Justicia, Mónica Madariaga, que ella llamaba “la ley a su
rincón”. En la práctica, significaba que las materias de ley serían
enumeradas en la Constitución. Todo lo que no estuviera en esa lista
sería de atribución exclusiva del Presidente, en ejercicio de su
potestad reglamentaria; por tanto, el Congreso quedaría restringido a
lo fina y exhaustiva que la enumeración fuera. Ortúzar usó, entonces,
la fórmula: “Sólo son materias de ley...”.
Alessandri se quejó durante toda su carrera por la insoportable
intromisión del Parlamento. Pero aún así, sabía que limitar la
elaboración de las leyes podía ser aún más peligroso: bastaría que
esa inmensa herramienta quedara en manos de un autócrata. Por eso
repuso la fórmula tradicional: “Sólo en virtud de una ley se puede...”
Otro punto sensitivo de las modificaciones fue el del Consejo de
Seguridad Nacional. Este organismo, también concebido en las
academias militares, había sido diseñado con una fuerte presencia
militar: cinco uniformados y cuatro civiles (incluyendo al Presidente).
Así lo recogió Ortúzar. Alessandri estimó que otra vez aquí la
autoridad era sobrepasada. Así que propuso cambiarlo por un
Consejo con cinco civiles más: cinco ministros, que darían mayoría de
votos al Presidente.
En el Banco Central, la autonomía asignada por la Comisión le
pareció al Consejo desmedida. Alessandri hablaría en su informe de
“un superpoder” al que decidió quitar atribuciones.
En el último punto polémico, la reforma de la Constitución, el Consejo
bajó el quórum propuesto por Ortúzar para dar flexibilidad a las
innovaciones.
CINCO AÑOS DE TRANSICIÓN
Pero el cambio más trascendente vino después del articulado
permanente.
El propio Alessandri promovió la idea de diseñar una transición.
Discutió con dos argumentos poderosos: la necesidad de ampliar la
participación en el proceso de gobierno y la de asegurar que la nueva
Constitución fuera interpretada en los márgenes que el régimen
quería, y no en los de un Parlamento abruptamente abierto a la
política campal. Así que el pilar de tal transición debía ser la
cohabitación entre el régimen vigente y un Congreso deliberante, pero
de manera controlada: es decir, con miembros designados.
El Congreso constaría de dos cámaras. Los 120 diputados serían
designados por la Junta. En el Senado participarían los ex
Presidentes, por derecho propio; además, 20 personas designadas
por Pinochet de acuerdo con las normas de la Constitución;
finalmente, otras 20, también designadas por Pinochet, pero del más
amplio campo de actividades del país.
La Junta continuaría en funciones hasta la instalación de ese
Congreso “biónico”. Después se integraría al Congreso y sus
miembros serían senadores vitalicios.
La transición tendría vigencia durante los cinco años siguientes a la
aprobación de la Constitución. Dados los planes que el gobierno ya
había insinuado, tal fecha se contaría desde el 11 de marzo de 1981.
Por tanto, la transición terminaría el 11 de marzo de 1986.
En los primeros tres años (hasta el 84), los alcaldes serían
designados por el Presidente, para iniciar después las elecciones:
aquélla sería la primera ventana a la democracia.
En marzo del 86 habría elecciones de Presidente y diputados.
Para Pinochet, como único caso, sería posible presentarse a tales
comicios.
Con ese sorpresivo diseño, a la vuelta de 21 meses y 57 sesiones
plenarias, el Consejo de Estado terminó un texto de Constitución que
quedó acordado el 1° de julio de 1980.
Un voto de minoría, firmado por el empresario Pedro Ibáñez y el
economista Carlos Cáceres (vinculados por la Escuela de Negocios)
sentó la discrepancia de ambos en torno a varios puntos del proyecto,
de los cuales el más relevante fue su oposición al sufragio universal y
su sugerencia de que las autoridades máximas fueran elegidas por
votación indirecta.
Pinochet diría más tarde en confianza que aquel voto de minoría le
hacía sentir simpatía por Ibáñez y Cáceres.
EL GRUPO DE LOS OCHO
El proyecto quedó terminado a fines de junio.
La ceremonia formal de entrega fue fijada para el 8 de julio de 1980.
Pero el gobierno necesitaba conocer el texto con anticipación.
Alessandri consintió en que se le hiciera llegar doce días antes, el 26
de junio. Estaba convencido de que al final del proceso se reuniría
con la Junta, y tal vez con más gente, para exponer y defender el
proyecto.
Pero la Casa Militar llevó el texto a Pinochet, que lo revisó
rápidamente y citó al ministro del Interior Sergio Fernández.
—Hay que formar una comisión —dijo— y analizar con mucho
cuidado esto. Urgente.
Los cartapacios entregados por Alessandri eran dos. En el más
delgado se contenían las disposiciones transitorias, que regulaban la
transición. Pinochet sólo entregó el documento grueso a su ministro.
—Con esto otro —dijo, guardando en su escritorio el documento
delgado— me quedo yo.
Fernández convocó al Grupo de Trabajo ad hoc a la ministra de
Justicia, Mónica Madariaga, y a cuatro auditores militares, nombrados
por la Junta.
Concurrieron el general Fernando Lyon, por el Ejército; el almirante
Aldo Montagna, por la Armada; el general Enrique Montero, por la
FACh; y el mayor Harry Grunewald, por Carabineros. Al grupo se
sumó el jefe del Estado Mayor Presidencial, general Santiago Sinclair.
Como asistente operó el secretario de legislación, el capitán de navío
Mario Duvauchelle, con un pequeño pero probado equipo de
secretaría. Desde allí se proveyeron las necesidades logísticas.
Sendas carpetas, con carillas divididas en dos, en las que a un lado
aparecía el texto de la Comisión Ortúzar y al otro el del Consejo de
Estado, fueron preparadas para los miembros del Grupo de Trabajo
(10).
Todos ellos, comprometidos en el secreto máximo, debieron
abandonar su rutina y concentrarse en el piso 15 del Diego Portales,
en la sala de reuniones donde funcionaba la ASEP, junto al despacho
de Fernández.
Sólo los más cercanos subalternos de cada uno sabía dónde ubicarlo:
en el teléfono de que disponían no se identificaba el Ministerio del
Interior, sino sólo el número. Durante dos semanas hubo intendentes
que no encontraron al ministro del Interior; el presidente de la Corte
Suprema, Israel Bórquez, buscó infructuosamente a la ministra de
Justicia para tomar té con ella, como solía hacerlo; los auditores de
las FF.AA. delegaron sus funciones en los equipos subalternos; sólo
el general Sinclair pudo atender con cierta regularidad su despacho,
porque no asistió a la totalidad de las sesiones.
Las extenuantes reuniones duraron exactamente los doce días
necesarios. En las copias preparadas por el equipo de Duvauchelle
se fueron marcando con un signo de aprobación los textos que
tendrían validez final, escogiendo entre uno y otro proyecto cada
artículo y, a veces, cada inciso. Sorprendentemente, el Grupo de
Trabajo tampoco tuvo acceso a las actas del Consejo de Estado.
Cada noche, al terminar la sesión, los apuntes de los acuerdos eran
llevados por Duvauchelle para que sus funcionarios los pasaran en
limpio y los tuvieran disponibles a primera hora. Un conjunto de actas
secretas registra la misión de marcha forzada (11).
El 8 de julio, cuando Alessandri asistió a la audiencia en que entregó
formalmente el estudio del Consejo, se encontró con la sorpresa de
que lo esperaba mucha prensa, Pinochet y la Junta: habría fotos, pero
no reunión.
Para entonces, el Grupo de Trabajo había terminado de transformar
el texto y se preparaba para analizarlo con la Junta.
175 NOVEDADES
La tarea del Grupo cambió aspectos fundamentales del proyecto de
Alessandri. Se discute aún la magnitud de ellos, pero es seguro que
el ex Presidente se sintió atropellado. Un estudioso del pensamiento
alessandrista detectó en el texto final de la Constitución 175 cambios,
de los cuales 85 serían “especialmente importantes”, y 59
“fundamentales” (12). En 25 de las más relevantes modificaciones se
regresó al proyecto Ortúzar (13). Ese volumen, y la participación del
propio Ortúzar en algunas sesiones consultivas, irritaría a Alessandri.
En los primeros días, el Grupo de Trabajo funcionó en la más estricta
soledad. Sólo ocasionalmente, para efectos de discernir algunos
principios, se reunió con la Junta (14).
Cuando tuvo borradores terminados, sesionó durante varios días con
la Junta en pleno. Recién en esa fase se invitó a algunos
especialistas para debatir temas puntuales.
No hay un registro público de quiénes concurrieron al llamado de la
Junta. Se sabe que Pablo Baraona y Sergio de Castro estuvieron en
los debates relativos a la autonomía del Banco Central, que venían
propiciando desde hacía meses (15). José Piñera participó en los
temas laborales. Miguel Kast opinó también en este ámbito y en el
área económica. Oscar Aitken fue otro invitado, como el propio
Ortúzar.
En todo caso, la más decidida de las visitas fue la del coronel Gastón
Frez, vicepresidente de Codelco y oficial decidido a proteger la
riqueza minera de la avalancha privatista. Frez, asesorado por el
profesor Carlos Ruiz Bourgeois y respaldado por el general Fernando
Lyon, concurrió a oponerse a la idea de que el Estado tuviera sólo un
“dominio eminente” sobre las riquezas mineras. La feroz batalla que
libró significó que en el texto final se definieran tales riquezas como
“dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible” del Estado.
Todos los especialistas coinciden hoy en que esa disposición es una
isla en una Constitución que una y otra vez concede derechos
prioritarios a la propiedad privada. Poco después vendría el equipo
económico a corregir, por el camino de la ley, la flaqueza de esos
días.
Pero fuera de este aspecto puntual, las modificaciones tuvieron casi
siempre el criterio del Grupo de Trabajo, cuyo estudio apuntaba
básicamente al texto de Alessandri.
El Grupo partió por subir las penas del artículo 8°, sobre proscripción
de doctrinas, al doble de lo que había propuesto Alessandri.
Una ardorosa defensa de Mónica Madariaga sobre la condición
ciudadana de los uniformados determinó que se incorporara el
derecho de voto para los militares, que Alessandri había suprimido.
El Ministerio de Hacienda y Odeplan influyeron en algunos debates
para que se anulara la colegiación obligatoria de las profesiones
universitarias.
El plazo de la Presidencia fue subido conforme a lo propuesto por
Ortúzar, que a su turno era lo propuesto por Pinochet: ocho años.
En el crucial aspecto del ámbito de la ley, la ministra de Justicia
restituyó el concepto, también admitido por Ortúzar, de “la ley a su
rincón”, ampliando la potestad reglamentaria del Presidente.
El Tribunal Constitucional fue modificado por entero; desde ahora
tendría dos miembros elegidos por el Consejo de Seguridad Nacional.
También se limitó, pese a la ardua polémica sostenida por Alessandri
en contra de esta idea, la capacidad presidencial para designar
comandantes en jefe, remitiendo su elección a las cinco antigüedades
mayores y dándoles inamovilidad por cuatro años. Alessandri había
advertido que este tutelaje inmovilizaría al Presidente y lo obligaría
prácticamente a un cogobierno con las FF.AA.
El Consejo de Seguridad Nacional volvió a su original (Ortúzar)
mayoría militar, aunque se aceptó a medias la proposición de
Alessandri: se incorporarían cinco ministros, pero sólo con derecho a
voz. Más grave que eso, se le confirió un inmenso poder de
intervención: estaría ahora autorizado para representar ante
cualquiera autoridad (y no sólo ante el Presidente) su opinión sobre la
gestión.
Finalmente, la reforma de la Constitución fue convertida en un cerrojo
de hierro: el quórum se elevó a tres quintos de cada Cámara. Como
en el Senado hay representantes que no son elegidos, ni aun una
mayoría política nacional podría originar tales reformas (16).
CORTANDO EL CHORIZO
Hacia el fin de julio de 1980, Pinochet citó a su despacho al ministro
Fernández y le entregó las disposiciones transitorias.
—Esto ya está aprobado —dijo—. Por la Junta.
El jefe del gabinete debía revisarlas con ayuda de alguno de los
miembros del Grupo de Trabajo y afinar su presentación jurídica.
Nada se dijo sobre el origen de aquellos artículos, pero parecía obvio
que habían sido discutidos por la Junta a puertas cerradas.
Fernández acudió a su vez a la ministra de Justicia. En su despacho
leyeron el texto.
Ciertamente no se parecía en nada a la transición propuesta por
Alessandri, pero tampoco a los planes del 77 (Chacarillas) y del 78: el
complejo diseño de pasos y contrapesos parecía inspirado en ciertos
documentos antiguos (el Estatuto de la Junta, por ejemplo), pero
también en un proyecto político nuevo, de mucho más largo alcance.
En alguna parte se había olvidado la fecha clave de 1985. Uno de los
artículos fijaba el plazo concreto de la transición. Decía que habría un
período excepcional después de la promulgación de la Carta: duraría
16 años continuos, con el general Augusto Pinochet como titular de la
Presidencia. Era el equivalente a dos de los períodos establecidos en
los artículos permanentes.
Otra disposición, vinculada a la anterior, asignaba a la Junta el Poder
Legislativo durante ese prolongado lapso. Y sobre la marcha
declaraba que 90 días antes del 11 de marzo de 1997, el Presidente
convocaría a elecciones generales, de Presidente y de Parlamento.
Los ministros no se inquietaron por el plazo. Con humor, comenzaron
a hablar del chorizo. Hasta les pareció natural: en los recientes
debates internos del gobierno se había llegado al consenso de que
una obra de refundación política y social requería de plazos
prolongados para ponerse en marcha e impedir el resurgimiento de
los vicios del pasado.
De hecho, gran parte de la pugna entre “duros” y “blandos” se había
dado en torno a esta cuestión. Pero no porque entre ambos se
discutiera la necesidad de un régimen extenso, sino porque los
segundos sostenían que tal régimen debía institucionalizarse e ir
abriendo paso a los derechos públicos sin situación de excepción. Los
“duros” proponían postergar esa definición, porque creían ver en ella
el germen de la autodestrucción del régimen: a su juicio debía ser una
obra de la hora última, cuando ya todo estuviese “atado y bien atado”.
Para el análisis jurídico, que no podía inmiscuirse en la decisión
política, el Presidente había dado a los ministros unos pocos días:
después de todo, se trataba de corregir comas y acentos. El texto ya
estaba aprobado, había dicho.
Pero sólo horas después de entregarlo a Fernández, el propio
Pinochet lo había llamado por el citófono para sugerirle que también
se lo mostrara a Enrique Ortúzar, como un gesto de cortesía hacia
quien había puesto personal interés en que la Constitución saliera
conforme a los deseos presidenciales. Mónica Madariaga contactó a
Ortúzar, quien se dirigió de inmediato al Diego Portales. En silencio,
con progresivo asombro, Ortúzar leyó el articulado transitorio.
Cuando llegó al plazo de los 16 años no pudo contenerse.
—¡No puede ser! —clamó—. ¡Esto es una locura!
Los ministros lo tomaron con humor.
—Enrique, no te alarmes. No te metas con el chorizo, no es para
tanto.
Agitado, Ortúzar explicó entonces que no sólo se estaba cambiando
el sentido de la transición, tal como se le había prometido al país, sino
que además se ponía en riesgo el conjunto de la delicada trama.
Argumentó que un período de 16 años continuos sería impresentable
para el público. Fue tajante: aquélla era la manera segura de perder
el plebiscito. La dramática exposición de Ortúzar impresionó a los
ministros. Sobre la marcha pidieron una audiencia al Presidente para
que Ortúzar explicara sus aprensiones. Y éste pudo repetir ante
Pinochet su angustiosa percepción del proyecto.
Entonces Pinochet tomó la decisión final: Ortúzar debería exponer
ante la Junta y sus asesores sus argumentos. A aquella sesión asistió
la Junta en pleno, los mismos ministros y algunos auditores
uniformados. En el piso 22, utilizando una pizarra blanca y plumones
de colores, Ortúzar desarrolló la convicción de que los 16 años serían
rechazados por la opinión pública.
Agregó inconvenientes objetivos: el periodo de 16 años se cerraba
con una elección masiva, que podía ser traumática. Una transición
debería tener elementos de gradualidad, como un Parlamento elegido
antes del término del período, para evitar que el frenesí parlamentario
arrasara con todo.
Al terminar la exposición todos parecieron de acuerdo. Pinochet se
acercó a la pizarra, tomó un plumón y trazó una línea.
—Muy bien —dijo—. Ocho años. Aquí se corta.
Luego trazó otra raya, más abajo.
—Y otros ocho años. Dos períodos. En el medio, plebiscito de
ratificación.
Los presentes asintieron. Parecía que de ese modo se salvaría la
imagen pública.
Después vino la redacción del articulado definitivo. El general Lyon
quedó a cargo de las transformaciones necesarias para ajustar el
articulado transitorio: en vez de hablar de el período, habría que
distinguir ahora entre los períodos.
Allí, la Junta se tomó sus resguardos. Por ejemplo, fijó la inamovilidad
de los comandantes en jefe prácticamente por el mismo período de
Pinochet, siguiendo el principio que el almirante Merino expresaba
con la consigna de que “llegamos juntos, y nos vamos juntos”.
En cambio, el ejercicio de la facultad legislativa debía perderse en la
mitad del período, para los efectos de hacer operar la transición. Un
Congreso elegido sustituiría a la Junta en la mitad, en 1990.
Mientras no se llegara a ese Parlamento, en el crucial período de
promulgación de las leyes que complementan la Constitución,
seguiría la Junta.
En principio tendría las mismas facultades que el Parlamento. Pero,
llegados a ese punto, el general Fernando Lyon pidió el texto y
explicó que tenía instrucciones de modificar algunos preceptos.
Cuando mostró lo que había escrito hubo sorpresa. En lugar de
simplemente conferir las mismas atribuciones que el Parlamento,
Lyon se había preocupado de detallar una por una las facultades de
la Junta en el período transitorio. La mayoría no entendió qué había
ocurrido. Sólo años después vendrían a advertirlo: la facultad de
conocer las acusaciones al Presidente, y cursarlas, había
desaparecido.
LA DECEPCIÓN DE ALESSANDRI
Alessandri vio con desaliento lo que se había aprobado.
En los primeros días de agosto, Pinochet encargó a sus ministros que
visitaran al ex Presidente y le llevaran el texto de la nueva
Constitución antes de que fuera publicado, como una deferencia
personal.
El encargo quedó en manos de Fernández, quien pidió a Mónica
Madariaga y el general Sinclair que lo acompañaran. Alessandri
recibió a la delegación en su departamento de la calle Phillips 16. La
misión era difícil: se trataba de que el ex Presidente no se sintiera
afectado por los cambios a su proyecto. Por eso llevaban el texto
definitivo, pero no los textos comparados, a pesar de que la
eficientísima Secretaría de Legislación los tenía ya preparados.
Alessandri escuchó en silencio la explicación. Hizo algunos alcances
sobre el Consejo de Seguridad Nacional e insistió con su favorito
tema del derecho a la honra en relación con los medios de
comunicación. Bromeó con alguno de ellos reprochándole la escasa
defensa del planteamiento del Consejo.
La reunión fue breve. Alessandri se quedó con el texto y ese mismo
día se dedicó a leerlo con detalle. Antes de irse, los ministros habían
ofrecido enviarle los textos comparados. Pero el ex Presidente llamó
personalmente al Diego Portales para informar que necesitaría los
textos comparados: se daba perfecta cuenta de que su proyecto
había sido radicalmente modificado.
Todavía se discute hasta qué punto Alessandri se enojó con la
Constitución. Las versiones coinciden en que le irritaban muchos
puntos, pero está fuera de duda que uno era el más importante: las
limitaciones del Presidente para nombrar a los comandantes en jefe y
el efecto de “cerrojo” que esto producía en el Consejo de Seguridad
Nacional (17).
Una copia en limpio del texto definitivo fue enviada a la imprenta para
ser difundida. Mientras duraba ese trámite la Constitución fue
mostrada a diferentes personas. El presidente de la Corte Suprema,
Israel Bórquez, uno de los favorecidos, se alarmó con la rigidez del
artículo 24 transitorio, que no permitía recurso alguno: sugirió agregar
la “reconsideración” por parte de la autoridad. El original debió
corregirse cuando ya estaba en prensa.
El viernes 8 de agosto, los ministros fueron citados para una sesión
de gabinete ampliado. El Estado Mayor Presidencial sugirió que
fueran vestidos para una ocasión solemne.
Allí, los asistentes del general Sinclair habían preparado el original
encuadernado de la Constitución, que sería despachado a la
Contraloría. Cada ministro firmó al pie: un fotógrafo fue dejando
constancia, uno por uno, de ese momento histórico.
Así se emitió el decreto ley 3464, que fue seguido por el 3465,
convocando a plebiscito nacional (18). Pese a que expresamente
Pinochet había establecido en el 78 que la diferencia entre consulta y
plebiscito era que este último debía hacerse con registros electorales,
se anunció por anticipado que no habría registros: otra vez se votaría
con el carnet, en cualquier parte.
El domingo 10 de agosto, Pinochet invitó a un gran cóctel en el Club
Militar de Peñalolén. La Casa Militar, el Estado Mayor Presidencial y
hasta su hija Lucía se movieron intensamente para conseguir la
asistencia de todos los grandes empresarios, los jerarcas del mundo
financiero, los políticos afines y numerosos académicos, profesionales
y amigos.
El la reunión hubo un solo orador: Pinochet. Anunció que al día
siguiente se convocaría a plebiscito, explicó los criterios básicos de la
nueva Constitución y pidió el apoyo y la ayuda de los presentes.
Luego recorrió el recinto saludando a cada uno de los invitados. El
lunes 11 fue transmitida por cadena nacional la convocatoria al
plebiscito.
Se iniciaba la campaña. 30 días sería el plazo.
31
LA CAMPAÑA DE LOS 30 DÍAS
Cuando el gobierno convocó en la noche del 10 de agosto de 1980 a un plebiscito
para el 11 de septiembre para votar la nueva Constitución, desató frenéticas
carreras. Unos se esforzaban por impedir el acto, otros afinaban preparativos y
trabajaban por el Sí. Fue una campaña tensa. Y en ella tuvieron papeles
determinantes el Presidente Pinochet y los ex mandatarios Jorge Alessandri y
Eduardo Frei.

El ex Presidente Jorge Alessandri escuchó contra todos sus deseos el


anuncio oficial del plebiscito en la noche del domingo 10 de agosto de
1980.
El extenso discurso del Presidente Augusto Pinochet informó que la
Junta había aprobado el texto de la nueva Constitución y convocó a
las urnas para el 11 de septiembre. Se adelantó a advertir que “con el
fin de evitar toda crítica malintencionada, en el sentido de que se
trataría de un plebiscito carente de alternativa, declaro enfáticamente
a la ciudadanía que el hipotético rechazo del proyecto aprobado por la
Junta de Gobierno significaría el retorno a la situación jurídica y
política existente en el país al 10 de septiembre de 1973”.
Alessandri se sentía abatido, cansado, molesto. “Vejado”, le diría a
uno de sus amigos más cercanos. Una Constitución que no le
gustaba, y que había sido hecha, según su opinión, contra su larga
experiencia y su trabajo de años, estaba a punto de ser sometida a la
voluntad popular.
Esa noche Alessandri comenzó a redactar una extensa carta con lo
que creía que serían sus opiniones definitivas sobre lo que había
ocurrido. Era, en cierto modo, su testimonio ante la historia. Sus
amigos y consejeros, particularmente Eduardo Boetsch, lo habían
llevado a una convicción que ahora compartía hondamente: su
intervención en contra del texto constitucional podía implicar la
derrota del régimen en las urnas.
Una palabra suya desmoronaría la difícil albañilería involucrada en la
Constitución que, a fin de cuentas, sería un marco para frenar los
ímpetus del militarismo al que tanto temía Alessandri.
La Constitución se publicó el lunes, y el martes 12 de agosto salió el
decreto ley 3465 con la convocatoria. Ese día Alessandri concluyó su
carta: era la renuncia a la presidencia del Consejo de Estado. La
entregó al secretario del Consejo, Rafael Valdivieso, con una extraña
instrucción: debía ser presentada el 12 de septiembre, al día siguiente
del plebiscito, pero sólo en caso del triunfo del Sí. Si el destino quería
que ganara el No, Valdivieso debía retener la carta: otra situación se
crearía entonces (1).
La carta decía, en síntesis, que, aun agradeciendo la confianza que
se había depositado en él para el estudio de la nueva Constitución, no
podía dejar de señalar su discrepancia con ciertos preceptos que
alteraban el espíritu fundamental de su proposición. Reprochaba la
velocidad y la reserva con que se hicieron los cambios a su proyecto,
y la falta de oportunidades para defenderlo. Advertía que en tales
circunstancias, su presencia en el Consejo no tendría justificación en
lo sucesivo, y entregaba su renuncia indeclinable.
Si el ex Presidente había sido sorprendido, no lo fue menos la
oposición.
La Democracia Cristiana, prácticamente la única fuerza orgánica con
actividad abierta, se encontraba en una actitud más bien contestataria
y de confrontación pública con las políticas oficiales, tratando de
resistir a un poder aplastante, pero sin un proyecto claro de salida
política. Apenas habían recibido rumores, en la mañana del 10, de
que Pinochet podría convocar a un plebiscito.
Pero esa noche, cuando se reunieron, los líderes de la DC fueron
doblemente sorprendidos, primero porque el texto no era el que había
preparado Alessandri, y luego, porque contaban con la afirmación de
Pinochet (el año 78) de que un plebiscito debía hacerse al menos con
registros electorales.
Los debates, iniciados esa noche y continuados al día siguiente en el
edificio Carlos V, de calle Huérfanos, donde los miembros de la
directiva DC tenían sus oficinas de abogados, concluyeron en una
dura declaración, que calificó la convocatoria como “un acto de
extrema violencia y una afrenta a todo el país”. Añadía: “En estas
condiciones, el supuesto plebiscito carece de toda validez y, en
consecuencia, el texto que se vote, como todos los futuros actos que
se ejecuten en el ejercicio de los poderes emanados de aquél, son
igualmente ilegítimos y sin valor”.
La declaración llevaba cinco firmas (personales, porque los diarios no
podían hablar de la DC como institución): Andrés Zaldívar, Jaime
Castillo, Raúl Troncoso, Tomás Reyes y Carmen Frei.
Zaldívar agregó un llamado: movilizarse para expresar “en la forma en
que cada uno pueda, y aun entendiendo los riesgos” su repudio al
acto.
Aún no se pronunciaban sobre si participarían o no en la votación:
para unos, un fraude estaba en curso y debía llamarse a la
abstención; para otros, era preciso jugarse por un No combinado con
la descalificación del plebiscito.
UN OFICIO CONTRA EL TIEMPO
El aparato estatal, indiferente a los dilemas de la oposición, había
iniciado horas antes del 11 de agosto una agitada carrera contra el
tiempo. No había minuto que perder.
Fuera de la campaña, era indispensable improvisar un sistema
electoral confiable. La experiencia de la consulta del 78 serviría de
mucho, pero no sería suficiente. Las normas sí que ayudarían: para
votar bastaría el carnet de identidad, incluso vencido; los presidentes
de las mesas serían designados por los alcaldes, y los dos vocales
sorteados también por el alcalde entre quienes se ofrecieran; los
recintos de votación serían señalados también por los alcaldes; a
cada sufragante se le marcaría con tinta indeleble el pulgar derecho.
En los escrutinios, los votos blancos se sumarían al Sí; los jefes de
local, designados por “la autoridad militar correspondiente”, enviarían
actas, talones y antecedentes al alcalde; de allí pasarían al
gobernador y al intendente.
Dadas esas condiciones, la tarea organizativa se centró en la
Secretaría General de Gobierno, a cargo del general Sergio Badiola.
Su subsecretario, el abogado Jovino Novoa, preparó y distribuyó la
circular confidencial clave, numerada 112/6: en ella se instruía a los
funcionarios públicos sobre cómo proceder.
Tenía cuatro puntos: 1) la organización seguiría el principio del
gobierno interior (intendentes, gobernadores y alcaldes); 2) las
actividades ya programadas debían mantenerse “en tanto signifiquen
un apoyo a las labores de preparación del plebiscito”, incluyendo en
charlas y seminarios temas alusivos.
El punto 3) reseñaba los trabajos específicos:
“a) Colaborar con los alcaldes proporcionando listas de personas
confiables para que sean designadas presidentes de mesa y promover la
inscripción de personas de sectores favorables al gobierno para
que participen en el sorteo de vocales.
“La labor de apoyo para la constitución de las mesas de mujeres se
ha centralizado en la Secretaría Nacional de la Mujer. Por su parte,
en lo que respecta a la conformación de las mesas de hombres,
ésta se hará a través de la Secretaría Nacional de la Juventud y de
los Gremios.
“b) Los trabajos referidos en la letra anterior deberán estar
concluidos al 21 de agosto de 1980, luego de lo cual nuestras
organizaciones deberán volcar sus esfuerzos en la realización de
un trabajo casa por casa, en coordinación con los alcaldes, con el
objeto de captar el máximo de adherentes y evitar así duplicidad
de labores.
“Para facilitar esa labor se proporcionarán los siguientes elementos:
“• Facsímil del voto (para enseñar a votar).
“• Cartilla de instrucciones para el día del plebiscito.
“• Cartilla conteniendo los principios fundamentales de la Constitución.
“• Afiches, calcomanías u otros medios de propaganda.
“Estos elementos se entregarán en cantidades suficientes con el
objeto de dejar un ejemplar en cada casa que se contacte”.
El punto 4) avisaba que los materiales de difusión y apoyo serían
preparados por Dinacos y enviados a cada intendente.
Tras la firma, la distribución: divisiones de Organizaciones Civiles y de
Comunicación Social; secretarías nacionales de la Mujer, de la
Juventud, de los Gremios y de Relaciones Culturales; Instituto Diego
Portales; secretarías regionales respectivas; y copias informativas
para el Ministro del Interior, intendencias, gobernaciones y alcaldías.
La conducción política de la campaña quedó en manos del ministro
del Interior, Sergio Fernández, y la administrativa la asumió el
subsecretario, general Enrique Montero.
Todos corrían: apenas unos días se demoró el alcalde de Santiago,
Patricio Guzmán, en reacondicionar dos mil 400 mesas que se habían
usado en la consulta del 78. En todo el país habría 33 mil mesas.
El 13, Montero distribuyó a regiones el facsímil del voto para su
exhibición. Al día siguiente, debió ordenar un cambio en los dobleces
de la cédula: el doblez original permitía que el voto se trasluciera.
El centro de cómputos se instaló en el Diego Portales. En cuatro
horas distintas se recibirían los escrutinios parciales.
El oficio de Novoa surtió efecto inmediato sobre la composición de las
mesas. El trabajo había sido fulminante: en cuestión de pocos días
las vocalías quedaron copadas. Los organizadores habían encontrado
una facilidad inesperada: el secreto trabajo de Federico Willoughby
organizando su Movimiento Cívico Militar, durante 1979 y 1980, había
conseguido fichas fiables de miles de personas, centralizadas en un
computador a cargo de CEMA Chile.
No sin asombro, la oposición comenzó a recibir las primeras
denuncias sobre anomalías en la composición de las mesas. Aunque
los vocales debían ser sorteados, los alcaldes habían hecho extrañas
designaciones.
Familias completas de Las Condes y Providencia, así como ejecutivos
de bancos y grandes empresas, aparecían a cargo de mesas
contiguas en las comunas populares.
En Pudahuel apareció una sorprendente lista de presidentas de
mesas: Gloria Arthur Aránguiz (1), Gloria Morandé Arthur (33),
Josefina Morandé Arthur (35), Trinidad Larraín Mira, Magdalena
Larraín Mira (16), Luz Larraín Mira (18), Angélica Lira Peñafiel (20),
Paula Morandé Peñafiel (22), Isabel Morandé Peñafiel (23), Verónica
Morandé Peñafiel (26), Ana María Morandé Peñafiel (30), Francisca
Peñafiel Edwards (24), Angélica Peñafiel Salas (27), Josefina Peñafiel
Salas (58).
En las mesas de Conchalí: Carlos Varas Valdés y Eugenio Varas
Valdés (G-349), Arturo Parot Benavides (G-358), Ricardo Parot
Benavides (G-359), Ricardo Cherniaviscky (C-131), Horacio
Cherniaviscky (C-131), Eduardo Cherniaviscky.
Los máximos ejecutivos de Soprole se hicieron cargo de mesas en
Pudahuel, encabezados por Luis de Mussy Marchant, gerente de
finanzas. Los ejecutivos de Mingo estaban en Puente Alto: Sergio
Mingo Díaz (A-15), Julián Mingo Echavarría (B-77), José Miguel
Mingo E. (B-102), Pablo Fontanet Mingo (B-99), Alejandro Fontanet
Mingo (B-98), Javier de Vicente Mingo (B-A14), Julián Mingo Marinetti
(A-25).
Los de Neut Latour Forestal, del Banco de Chile y del BHC estuvieron
en Renca. En San Miguel hubo 22 hombres de Embotelladora Andina.
LA DC HACE UNA OFERTA
Dispuesto a agotar todos los medios para impedir el plebiscito, el
presidente de la DC, Andrés Zaldívar, intentó una delicada gestión:
acercarse a Jorge Alessandri.
Primero sondeó el terreno: se entrevistó con su ex canciller, Carlos
Martínez Sotomayor. Le dijo que, ante lo que consideraba un dilema
inaceptable, y conociendo la decisión del ex Presidente de renunciar
al Consejo de Estado después del plebiscito, quería saber si
Alessandri estaría dispuesto a encabezar un movimiento para solicitar
la suspensión del acto por razones morales y jurídicas.
Martínez Sotomayor cumplió el encargo. El 20, informó a Zaldívar que
Alessandri había considerado fundados sus argumentos, pero que por
ningún motivo podría tratar de impedir el plebiscito: una actitud suya
de ese tipo podía provocar la guerra civil.
El presidente de la DC acudió entonces hasta el despacho del ex
senador nacional Francisco Bulnes. Le expuso sus razones. Bulnes le
encontró razón en algunos de sus argumentos y le agregó otros. Pero
añadió que “frente a otra no-alternativa, que significaría el derrumbe
de todo el sistema”, no tenía más camino que optar por el mal menor,
es decir, votar Sí.
Allí dio Zaldívar por concluidos sus intentos y se dispuso a impulsar
con su partido una campaña de respuesta al régimen, consciente de
las escasas posibilidades. A cargo de esa tarea se nombró a Genaro
Arriagada.
Pero faltaba todavía la voz clave: la del ex Presidente Eduardo Frei,
que se encontraba en Sao Paulo, invitado por el candidato a
gobernador Franco Montoro.
Como Frei no podía regresar de inmediato, porque se le había
programado una serie de homenajes en la ciudad, debió viajar a
conversar con él, por encargo de la directiva, el ex senador Juan
Hamilton. Este le había llevado una propuesta concreta: que aceptara
liderar a la oposición frente al plebiscito. Hamilton desconocía la
gestión ante Alessandri.
Frei retornó a Santiago el viernes 15, sin formular declaraciones. Sólo
había adelantado en Brasil que no reconocería validez al plebiscito.
—No es más que un artificio del gobierno —había dicho— para
perpetuarse en el poder por nueve años más.
Su primer pronunciamiento de fondo tuvo lugar el 19, en una comida
privada con profesionales, en la hostería Las Delicias de El Arrayán:
—Nosotros debemos decirle al país que estamos en contra de esta
Constitución por razones que se han dado, y que no sólo
descalificamos el plebiscito sino que además rechazamos esta
disyuntiva. Parece increíble que quien propone el plebiscito y la
Constitución se sienta con derecho a proponer la alternativa de los
contrarios. Es unir, como decía Sancho, el castigo a la injuria, porque
al menos se nos debía dar el derecho de que aquellos que no
compartimos la opinión del gobierno, presentemos nosotros la
alternativa. Y una alternativa tan absurda... ¿por qué? ¿Qué es esto
de volver al 11 de septiembre? ¿Vamos a resucitar a los muertos y
desaparecidos para reconstruir el 10 de septiembre? (2).
Frei tampoco había decidido aún de qué manera responder.
PINOCHET SALE A TERRENO
La campaña oficial centró la actividad del Presidente Pinochet en las
regiones.
En el corto mes de trabajo, se organizaron con él concentraciones en
casi todas las ciudades principales, y especialmente en el sur.
—Nada nos habría costado —argumentaba— haber aprobado la
Constitución sin tomar en cuenta a la ciudadanía, pero este es un
gobierno limpio y procedió públicamente.
El general Fernando Matthei también era severo:
—¿Frei? Me parece increíble. El entregó a Chile al comunismo. ¡Es el
autor directo y responsable de todo el desastre en que quedó sumido
nuestro país y ahora tiene cara de hablar! ¡Lo considero inapropiado!
Ese es mi primer pensamiento. Y escríbalo (3).
En Santiago, la acción central de la campaña fue la inauguración del
tercer tramo de la línea 1 del Metro (Manuel Montt a Escuela Militar),
que se terminó apresuradamente.
Entre los colaboradores, hubo algunos claves para captar
adhesiones. Fue el caso del ministro del Trabajo, José Piñera, que
hizo exclamar al sindicalista René Sotolicchio:
—¡Me impactó su afirmación de que Chile se convertirá en una nación
desarrollada en la próxima década!
En la red “independiente” de apoyo al Sí trabajaron numerosas
personas. El ex ministro Pablo Baraona asumió la presidencia de un
comando coordinador de la labor informativa, que logró realizar mil
500 reuniones (4). También se creó un Comando de Profesionales
Jóvenes 11 de Septiembre, presidido por Raúl Lecaros, e integrado,
entre otros, por Roberto Pulido, Orlando Poblete, Javier Leturia,
Carlos Bombal, Carlos Correa y Juan Jorge Lazo. Los sindicalistas
Manuel Contreras Loyola, Valericio Orrego y René Sotolicchio
formaron un Frente Cívico Patriótico 11 de Septiembre. Un Comando
Juvenil 11 de Septiembre integró a dirigentes como Andrés Chadwick
y Juan Antonio Coloma.
Ciertos exponentes del nacionalismo, contrarios a algunos artículos
de la Constitución y a la oportunidad para el plebiscito, abandonaron
los reparos y se lanzaron a trabajar en la campaña del Sí.
El apoyo del aparato de comunicaciones sirvió para revivir en
imágenes el período de la Unidad Popular.
—Respecto a la propaganda y opiniones que puedan vertirse en torno
a esta consulta, el Ministerio del Interior será el que centralice esos
aspectos. En lo que a mí se refiere, garantizo el orden y el fácil
acceso a los lugares de votación —explicaba a la prensa el general
Carlos Morales Retamal, comandante de la Guarnición de Santiago y
jefe de la zona en estado de emergencia.
Ese estado de excepción, que impedía las reuniones, regía en todo el
territorio, a la par con el receso político y el control de las
publicaciones. La disidencia sólo podía expresarse con precauciones
en algunas revistas y radios independientes.
El permiso solicitado por la Coordinadora Nacional Sindical para
realizar un acto público condujo al ministro Fernández a declarar que
no permitiría que “grupos de fachada del marxismo internacional,
carentes de personalidad jurídica y de representación alguna,
pretendan realizar actividades políticas”.
Una vigilia juvenil para expresar la discrepancia con la Constitución
debió suspenderse por la falta de autorización. En la sede Macul de la
Universidad de Chile, Edgardo Boeninger debió hablar a los jóvenes
que lo habían invitado a un foro desde unas escalinatas de la
biblioteca.
UN ERROR DE TRANSCRIPCIÓN
En ese ambiente se entregó la DC a la muy ardua tarea de articular a
la oposición. La presencia del radicalismo, de la socialdemocracia y
del socialismo se limitaba a unas pocas personas con cierta
posibilidad de opinar en la prensa. La derecha tampoco estaba
organizada. El esfuerzo de la cúpula DC por concertar a esos
sectores dispersos tuvo la ayuda de algunos independientes de
derecha: Héctor Correa, Hugo Zepeda, Julio Subercaseaux.
Recurrieron a cuanto sector influyente estuviera dispuesto a oírlos.
La juventud opositora, concentrada en el Movimiento Juvenil
Democrático encabezado por Miguel Salazar, se movía en las calles
con altos costos: unas 250 personas fueron detenidas en los primeros
días.
En torno al Grupo de los 24 se organizó el primer (y último) esfuerzo
serio por detener el plebiscito. Una compleja negociación de términos
y conceptos condujo a un documento dirigido a la Junta,
fundamentando la necesidad de suspender el acto.
Para incorporar a la derecha se redactó una cláusula especial:
“Incluso algunos de los infrascritos hemos sido y somos partidarios
del actual gobierno, pero tal calidad no nos impide considerar que el
procedimiento adoptado en esta materia adolece de los defectos e
inconvenientes (...) que es urgente rectificar”.
El autor del acápite estaba seguro de que así lo suscribiría también
Francisco Bulnes. Aunque éste se había mostrado dispuesto en un
primer instante, finalmente no firmó.
El 21 de agosto, con la firma de 120 personalidades (5), fue
despachado el documento que condicionaba la legitimidad del
plebiscito a tres requisitos básicos: 1) que se formulara un sistema
electoral válido; 2) que se asegurara a la alternativa de rechazo la
adecuada publicidad de argumentos a través de todos los medios de
comunicación y especialmente de la TV; y 3) que se garantizara la
posibilidad de reunión sin permiso previo.
Ese mismo día se realizó, en la casa de ejercicios Las Rosas, de
Puente Alto, una Asamblea Plenaria Extraordinaria de la Conferencia
Episcopal, convocada de urgencia por el Comité Permanente. Sólo
estuvieron ausentes el cardenal Raúl Silva Henríquez, que visitaba
Alemania, el vicario general castrense, Francisco Gillmore, y el obispo
de Illapel, Polidoro van Vlierberghe. Después de dos días de ardoroso
debate, el obispo José Manuel Santos, presidente de la Conferencia,
junto al secretario general, Bernardino Piñera, comunicó el resultado.
Los obispos recordaron la trascendencia del plebiscito, señalaron que
“debería ser un paso decisivo hacia un consenso nacional” y
plantearon las condiciones para que tuviera autoridad moral:
definición clara del significado y consecuencias de las dos
alternativas; separación de los contenidos diferentes; libertad, secreto
y seguridad para emitir el voto; y garantías de corrección en el
procedimiento electoral.
La declaración fue publicada, pero dos días después alguien notó que
un párrafo había sido olvidado. Un nuevo comunicado debió reparar
el “error en la transcripción”.
No era un párrafo cualquiera. “Dada la importancia del proceso”,
decía, “recordamos la grave responsabilidad en conciencia de no
ejecutar, ni permitir que se ejecute, acto alguno conducente a alterar
de algún modo la voluntad de los votantes. Nadie podría, sin grave
falta moral, adulterar o sustituir votos o cómputos o permitir que ello
se haga sin procurar evitarlo por los medios a su alcance”.
El agregado —que hizo más notorio el mensaje— despertó la ira de
Pinochet. En un discurso público, acusó a la Iglesia de ofender a las
Fuerzas Armadas, “al poner en duda la honorabilidad de nuestro
proceder en este plebiscito”. El obispo Piñera respondió que no había
ánimo de ofensa, sino el deseo de “recordar a todos la obligación de
actuar con absoluta corrección” (6).
En la Masonería se desató también la polémica, con rasgos
tempestuosos. La terminante oposición de la jerarquía a emitir un
pronunciamiento crítico motivó la rebelión de cerca de 500 masones
que, a título personal, descalificaron el plebiscito (7).
El ex comandante en jefe de la FACh, el general (R) Gustavo Leigh,
saltó al ruedo para opinar que “las disposiciones transitorias apuntan
a institucionalizar la dictadura en Chile” (8). Más tarde, Leigh
comentaría privadamente a un dirigente de la DC que ya conocía los
resultados del plebiscito: había recibido información de amigos en el
gobierno según la cual se estaba discutiendo el resultado que debía
darse para que resultara creíble:
—Al Sí le van a poner entre 60 y 65 por ciento, y al No entre 30 y 40.
El Partido Comunista, sumido en la clandestinidad, estimó que se
estaba a punto de entrar en un nuevo cuadro político. Una revelación
fue entregada entonces a la DC: pasado el plebiscito,
institucionalizado el régimen, para el PC se habría agotado el camino
de buscar la unidad de las fuerzas opositoras, encabezadas por la
DC, para derrotar a Pinochet; producido este “momento de quiebre”,
pasarían a una fase que integraría “todas las formas de lucha”,
incluida una política militar.
A pesar de todo, el PC comprometió su llamado al No sólo como una
forma de no facilitarle las cosas al régimen.
CERCO EN EL CAUPOLICÁN
En la tarde del 20, el ex Presidente Frei fue convencido de hablar en
el Caupolicán. Una tormentosa discusión previa de la directiva había
enfrentado a quienes insistían en abstenerse con los que creían que
el No podría dar a la oposición una efectiva presencia pública.
El 21, Frei firmó y envió al Diego Portales una carta dirigida al ministro
Fernández. Pedía, como ex Presidente y blanco de constantes
ataques oficiales, autorización para usar el Teatro Caupolicán en un
acto público y la disposición de una cadena de radio y TV para
difundir su discurso. Después de tres días, el gobierno autorizó el acto
para el miércoles 27, pero negó la cadena, “por cuanto ha sido
tradicional reservar éstas sólo para muy contadas ocasiones”.
La directiva de la DC estimó que la limitada concesión debía
rechazarse, y a plantear eso fueron varios dirigentes a la casa de
Frei, en la calle Hindenburg. Se encontraron con un imprevisto: el ex
Presidente ya había dado su consentimiento al Ministerio. No
quedaba tiempo para más discusiones: en casi 24 horas debían
asegurar que el acto fuera un éxito.
Andrés Zaldívar, Enrique Krauss y Raúl Troncoso se dirigieron a
hablar con el dueño del teatro, Sergio Venturino, que fijó un precio
razonable y sólo pidió garantías sobre la integridad física del local.
Otros partieron a los medios de comunicación para sondear el
ambiente y los precios de los espacios. La Radio Portales tasó en 500
mil pesos la transmisión del discurso, pero luego se desistió por
órdenes superiores.
Uno de los organizadores intentó otro camino para obtener la TV:
consultar a una agencia publicitaria cuánto costaría arrendar un
espacio en el canal 13 para transmitir el mensaje de Frei. La cifra era
imposible: 170 mil dólares.
Dos académicos de la Universidad Católica, Alejandro Silva
Bascuñán y Pedro Jesús Rodríguez, acudieron a un nuevo
expediente: enviaron el 25 una nota a monseñor Jorge Medina, pro
gran canciller de la Universidad: le pedían interceder ante las
autoridades del canal para que se cediera un pequeño espacio.
No hubo respuesta. Recién a principios de septiembre, y cuando los
profesores dieron a conocer la carta, Medina respondió. “Me causó
extrañeza”, escribió, ‘’que la prensa hiciera pública la petición de
ustedes antes de que hubiera habido un contacto entre nosotros,
dándose la impresión de que el asunto era de mi competencia, o que
yo quisiera eludir una respuesta. Ninguna de esas hipótesis se aviene
con la realidad”. Explicó que había transmitido el día 26 la petición a
las autoridades del canal y recordó que “la Gran Cancillería no tiene
atribuciones en la programación del canal”.
Las palabras de Frei sólo iban a ser conocidas por una cadena parcial
de radios, encabezadas por Cooperativa y Chilena.
El 26, Frei seguía preocupado: sabía que su decisión tendría una
trascendencia histórica. ¿Qué sería lo justo: el No o la abstención?
Para resolver, por fin, en la misma mañana del 27, se reunió con la
directiva de su partido: ahí se acordó llamar al No.
En la tarde del día crucial, el perímetro del Caupolicán fue
acordonado por la policía en tres cuadras a la redonda. Miles de
personas que quedaron afuera debieron seguir el discurso a través de
receptores portátiles de radio.
Un precario sistema de control quedó en manos de la JDC. Contra
sus previsiones, grupos de las Juventudes Comunistas llegaron
temprano al recinto y tomaron ubicación en los asientos de la platea
alta. Desde allí comenzaron las primeras consignas de la UP en el
teatro: “¡El pueblo unido jamás será vencido!”.
Los animadores del acto, Ricardo Hormázabal, Ana María Palma y
José Manuel Salcedo, agotaron esfuerzos para acallar las consignas.
Pero no fue suficiente: cuando Frei se aprestaba a hablar, alguien
gritó el nombre de Allende.
Frei quiso mantener la calma.
—Yo invité al pueblo —diría después—. Si entraron personas que
levantaron el puño, bueno, entraron y yo no me voy a morir de susto
por eso.
En su discurso —después de los de Manuel Sanhueza y el filósofo
Jorge Millas—, Frei insistió en descalificar la alternativa planteada por
el gobierno y emplazó al Jefe de Estado a un debate por televisión.
También esbozó lo que a su juicio debía ser un régimen de transición:
tres años, con integración cívico-militar (9).
Esa noche, Televisión Nacional dedicó medio minuto al acto; Canal
13, cinco minutos.
El tono de las notas de TV motivó que en el Canal 11, de la
Universidad de Chile, el conductor Patricio Bañados optara por
saltarse dos párrafos del libreto: su contrato decía que no estaba
obligado a leer injurias, groserías o descalificaciones a personas o
instituciones. Al terminar las noticias lo esperaba el subjefe de prensa,
Roberto López: el director del canal, José Tomás Hurtado, había
ordenado su despido.
Después de esa noche, a Frei no se le permitió ningún acto más. Dos
concentraciones que iba a presidir en Valparaíso y Concepción fueron
prohibidas y se le negó la autorización para un acto con la juventud.
Dinacos afirmó que el emplazamiento de Frei a un foro con Pinochet
era un recurso propagandístico.
ALARMA DE ÚLTIMA HORA
El texto de la Constitución agitó las aguas también dentro del
gobierno.
El ministro de Hacienda, Sergio de Castro, había perdido la batalla
contra el coronel Gastón Frez, vicepresidente de Codelco, y en virtud
de esa derrota el texto de la Carta sostenía ahora el dominio
“absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible” del Estado sobre
las minas.
La Sociedad Nacional de Minería inició entonces la presión.
Inversionistas extranjeros y nacionales, abogados, especialistas y
geólogos fueron movilizados para expresar, por todos los caminos
posibles, su opinión: la minería sería dañada en sus cimientos si el
texto quedaba así, porque nadie querría invertir en ella y porque el
Estado tampoco tendría capacidad para hacerlo.
Muchas de esas andanadas fueron directamente apuntadas contra
Codelco, el monstruo empresarial convertido en fortín del estatismo.
La intensidad de la campaña empezó a tener efectos a fines de
agosto. Entonces, el presidente de la Sonami, Manuel Feliú, y el
abogado del organismo, Samuel Lira, redactaron un memorando que
fue enviado al Presidente.
El paso final tuvo lugar en Copiapó. Feliú consiguió allí que su
mensaje llegara directamente a Pinochet, que había ido a presidir un
acto por el Sí. Ya persuadido por las versiones alarmantes que le
llegaban desde todos lados, el Presidente meditó el tema a bordo del
avión Citation que lo trajo a Santiago. Antes del descenso, impartió la
orden a sus asesores: la Constitución debía cambiarse. Había que
buscar una fórmula de urgencia.
—Y despáchenle un oficio a Feliú, para que se quede tranquilo —
remachó.
El equipo del Estado Mayor Presidencial preparó la alternativa. Se
modificaría el número 24 del artículo 19, en los incisos dedicados a la
propiedad minera; la nueva normativa se publicaría en el Diario Oficial
como corrección del texto constitucional, y se publicitaría lo suficiente
para que se supiera que se votaba por ambas cosas, la Carta y su
modificación.
La corrección estuvo lista: restituía el concepto de “dominio eminente”
del Estado, como lo había propuesto la Comisión Ortúzar.
Eran ya los primeros días de septiembre.
La modificación llegó a oídos del ministro de Minería, capitán de navío
Carlos Quiñones, que se comunicó de inmediato con el coronel Frez.
Frez se dirigió al Diego Portales para presentar una renuncia
velozmente escrita a mano. Luego pidió audiencia con el ministro de
Defensa, el general Benavides. Privadamente, éste decidió comunicar
a Pinochet y a la Junta su acuerdo con el coronel.
Pinochet, sometido otra vez a la mecánica de las presiones, jugó lo
que sabía serían sus últimas opciones: consultar al gabinete
presidencial. Mónica Madariaga intervino decisivamente en aquel
momento.
—Si la Constitución se modificara ahora, Augusto —dijo—, después
no va a quedar nada de ella en pie. Esto es una locura. Mejor
terminar todo, porque estar cambiando las reglas del juego cuando ya
está dada la partida...
Pinochet volvió a meditar. Unas consultas adicionales con el almirante
José Toribio Merino pusieron el dramático final a la intentona: no
habría cambios. Faltaban horas para el plebiscito. El gabinete
presidencial tendría que ir al correo, a detener el oficio enviado a
Feliú.
NOCHE DE TRIUNFO
Así llegó el 11 de septiembre de 1980.
Aquella mañana, Alessandri votó en el Instituto Nacional. Rechazó
hacer declaraciones. En su lugar, Eduardo Boetsch anunció que el ex
Presidente votaría Sí y que pedía a sus amigos que lo hicieran
también.
Por la tarde, los escrutinios resultaron opacos: en los pocos casos en
que se permitió la presencia de observadores, se puso la condición
de que estuvieran a varios metros de las mesas. Entre la gente que
reclamó hubo varios detenidos. Dos políticos que quisieron demostrar
que la tinta indeleble era lavable fueron detenidos (10).
La DC había establecido un rudimentario sistema de control, pese a la
ausencia de registros.
Un intento de muestreo rápido fue puesto a cargo de un grupo de
ingenieros que sufrió la directa hostilidad del oficialismo. Otro trabajo
complementario quedó en manos de la Academia de Humanismo
Cristiano: 600 voluntarios vigilarían 981 mesas, en un equipo dirigido
por el experto Eduardo Hamuy.
Lanzados a las calles, los equipos encontraron la más variada gama
de casos sorprendentes. En la mesa 140 del Liceo Lastarria vieron la
mágica conversión de votos No en Sí por el simple expediente de
contarlos en un fardo distinto; en la mesa 48 de la Escuela John
Kennedy los votos nulos pasaron a ser blancos, y, por tanto, Sí; en la
mesa 157 de la Escuela 396, en Pudahuel, la presidenta sacó del
escritorio un fajo de votos, se los puso en la falda y los cambió por
votos escrutados.
En el 39,7 por ciento de las mesas controladas los voluntarios
detectaron irregularidades. Muchos fueron expulsados de los recintos
por protestar (11).
Más tarde, los expertos opositores establecieron que en al menos
nueve provincias votó más del ciento por ciento de la población (12).
En comunas como Panguipulli y Futrono, los electores aumentaron en
96,4 y 83,8 por ciento respecto de la consulta del año 78.
La oposición no cuantificó la magnitud que sus denuncias implicaban,
ni su incidencia en las cifras finales: quería apuntar, más bien, a las
condiciones generales en que había tenido lugar el segundo golpe
electoral del régimen militar.
Al caer la tarde, una alegre muchedumbre se congregó frente al
edificio Diego Portales: cerca de las 19 horas el ministro Fernández
calculaba el Sí en un 70 por ciento. Esa noche, Pinochet pronunció un
discurso llamado “a quienes impugnaron la pureza de ese acto a
deponer tal actitud y reconocer el legítimo triunfo del pueblo de Chile”.
Hizo varias promesas para los siguientes ocho años: un millón de
nuevos empleos, 900 mil casas más, una nueva previsión, un
automóvil y un teléfono por cada siete chilenos y un televisor por cada
cinco; un Ministerio de la Mujer o de la Familia (13) y un “gran
movimiento cívico militar de Chile”, para el cual había que inscribirse
en los municipios.
Para celebrar, invitó a sus más cercanos colaboradores y amigos a
tomarse unas copas en su residencia de Presidente Errázuriz.
En la noche del 11, el comando electoral y la directiva DC se
congregaron en la casa de Zaldívar, en Nueva Costanera. Pese a que
se creían preparados para recibir el resultado, tuvieron la sensación
de estar entrando en un túnel.
La casa fue esa noche atacada con piedras y el Peugeot de Patricio
Aylwin, estacionado en la puerta, chocado ex profeso.
Al mediodía del 12, Pinochet habló con la prensa extranjera. Allí
reveló lo que habría ocurrido de triunfar el No: “En un período
brevísimo habría llamado a elecciones de ciertas personas y nosotros
nos habríamos ido a los cuarteles”.
Cuando le preguntaron por qué declaró, un día antes del acto, que no
se presentaría como candidato en 1989, respondió.
—Yo no he declarado nunca que no me voy a presentar de candidato.
He dicho que no voy a estar aquí. He dicho quinientas veces que no
aspiro a la reelección, porque un hombre de más de 70 años no rinde
lo suficiente en un puesto como éste (14).
El último esfuerzo opositor tuvo lugar a principios de octubre, cuando
Patricio Aylwin, a nombre de 46 abogados, entregó una voluminosa
carpeta de antecedentes al Colegio Escrutador Nacional para que
investigara las anormalidades (15). El Colegio, integrado por el
contralor general de la República, Osvaldo Iturriaga, el ministro de la
Corte de Apelaciones, Arnoldo Dreyse, y el secretario de la Corte
Suprema, René Pica, respondió que no tenía atribuciones para
acoger los reclamos.
ALESSANDRI: ÚLTIMO GESTO
El lunes 15 de septiembre, el ex Presidente Jorge Alessandri recibió
un llamado desde el Diego Portales. Dos ministros querían visitarlo
para una breve pero urgente conversación.
Alessandri recibió a Sergio Fernández y al general Santiago Sinclair
en la tarde de ese día. Dos discretos guardias se quedaron en la
puerta de Phillips (6).
Los ministros llevaban una misión especial encomendada por el
Presidente. La carta de renuncia del ex Presidente había producido
desazón e intranquilidad en el gobierno, que, dijeron, nunca había
querido ofender a una personalidad tan destacada. En nombre de los
superiores intereses del país, debían pedirle ahora que no hiciera
efectiva la dimisión al Consejo de Estado, un organismo que, siendo
consultivo, había sido de gran utilidad para el gobierno. Era la
segunda vez que los ministros llegaban con excusas: en la primera
(junto con Mónica Madariaga) no se conocía aún el texto definitivo de
la Constitución.
Alessandri fue breve pero terminante: no tenía sentido que continuara
en el Consejo cuando la principal misión de éste había concluido.
Agregó, casi de modo casual, un latigazo: menos todavía si tal misión
no había sido tomada en cuenta.
Los ministros desarrollaron nuevamente sus explicaciones. Agregaron
ahora que la carta tendría graves efectos negativos para el gobierno.
Alessandri, molesto, accedió a una sola cosa: no haría pública la
carta si es que el gobierno se consideraba tan seriamente perturbado
por ella. Pero tampoco la retiraría. Sería su testimonio.
Los ministros se fueron de Phillips 16 poco después. Alessandri
quedaría esa tarde irritado.
32
EL AÑO DEL CAPITÁN GENERAL
El día en que el general Augusto Pinochet se trasladó a La Moneda no fue uno
cualquiera: ese 11 de marzo, cuando debutó la Constitución, algo cambió para
siempre en el corazón del régimen. En aquellos ceremoniales meses de 1981 hubo
quienes creyeron que se trataría sólo de simbólicos gestos pasajeros. El tiempo los
sacaría del error.

Andrés Zaldívar aterrizó en Jerusalén en la noche del 15 de octubre


de 1980. Venía de Roma, a donde había asistido, por invitación de la
Democracia Cristiana y a petición del ex Presidente Eduardo Frei, a
los actos de aniversario de ese partido. Lo aguardaba un ajetreado
programa oficial del gobierno israelí.
Así que esperaba dormir en abundancia, sin interrupciones. Pero esa
madrugada sonó el teléfono. A miles de kilómetros, desde un
Santiago lejano y bullicioso, lo llamaba Genaro Arriagada.
—Andrés —dijo—, tengo una mala noticia. Hemos recibido la
información ya confirmada de que se ha dictado un decreto de
expulsión de Chile. En tu contra. No te dejarían volver, Andrés. Dicen
que es por unas declaraciones que tú habrías hecho a un diario
mexicano.
Zaldívar quedó estupefacto. Después del plebiscito, su partido había
estado discutiendo sobre la actitud que debía adoptar para el delicado
momento, a la vista del clima triunfalista que reinaba en el régimen.
Aunque la mayoría de la dirección se inclinaba por bajar el perfil
público durante un tiempo prudencial, la juventud y otros sectores
decían que debía insistirse en la descalificación del acto electoral.
Caminando sobre el filo de esas opiniones, Zaldívar había hecho una
dura declaración sobre el plebiscito a fines de septiembre. Después,
el 3 de octubre, había partido rumbo a Roma.
Un extraño sentimiento de inquietud lo había envuelto poco antes de
salir de Chile. Desde el aeropuerto de Pudahuel había llamado a Raúl
Troncoso, vicepresidente de la DC, para informarle que una carta con
instrucciones sobre la sucesión había quedado en la secretaría
general del partido: estaba sellada, pero quería que supiera que si
algo le pasaba debía asumir él la presidencia. Solía dejar
instrucciones como ésa —el estatuto de emergencia del PDC decía
que el presidente en ejercicio debía nombrar a su sucesor—, pero
esta vez el presentimiento era más fuerte.
Con todo, ninguna de esas aprensiones incluía las presuntas
declaraciones a un diario mexicano. Una nueva llamada, ahora de
Cristián Zegers, desde El Mercurio, aclaró un poco más las cosas: se
trataba de una entrevista publicada por el diario Uno más Uno, firmada
por Jorge Andrés Richards y reproducida con alarmantes caracteres
en La Segunda, en la que admitía haber tomado contacto con oficiales
de las Fuerzas Armadas para provocar su insubordinación.
En México, Richards se comunicó con la redacción del diario, para
protestar por la tergiversación de su entrevista. Dos párrafos críticos
de lo que se había publicado no estaban en el texto original.
En Santiago, la directiva de la DC se reunió de urgencia para
considerar la situación. El debate se orientó pronto a definir la
presidencia interina. Tras un breve intercambio, la asumió Tomás
Reyes.
Troncoso, enfrentado a una situación de hecho y enterado del secreto
de la carta, pidió que en tal caso las instrucciones de Zaldívar se
mantuvieran selladas. Así se hizo.
Esa misma noche comenzaron las gestiones para lograr el retorno de
Zaldívar. En México, Uno más Uno publicó un desmentido a su propio
texto y dijo haber despedido al responsable. Un directivo de la DC
conversó con Jaime Guzmán, de quien obtuvo la propuesta de que
Zaldívar debía firmar una declaración comprometiendo su
acatamiento al orden institucional. Otro llamó al presidente del
gobierno español, Adolfo Suárez, para iniciar gestiones diplomáticas.
Pero el gobierno no se mostró dispuesto a ceder. Conocida la
retractación del diario mexicano, publicó una inserción con el historial
opositor de Zaldívar.
Una persona que logró llegar hasta el Ministerio del Interior fue
conducida hasta una sala donde, sobre una larga mesa, se habían
desplegado recortes, fichas y cintas con declaraciones de Zaldívar.
Adolfo Suárez consiguió que un cercano amigo del Rey Juan Carlos,
Javier de Valdés Prado y Colón y Carvajal, viajara hasta Santiago
para interceder. El emisario logró hablar con el Presidente Augusto
Pinochet y le planteó que España consideraría el reingreso de
Zaldívar como un valioso antecedente para votar en la ONU.
El Presidente replicó que el voto de España no le importaba. Valdés
Prado acudió entonces a otro expediente: una visita a Chile del Rey.
—Dígale al Rey —respondió Pinochet— que yo lo he invitado y puede
venir cuando quiera.
Entonces el emisario echó mano a las relaciones comerciales. Pero el
Presidente no quería escuchar más sobre el asunto.
—Mire, aquí afuera está (René) Rojas, el Canciller, y (Juan de Dios)
Carmona, el embajador en Madrid —dijo—. ¿Por qué no habla con
ellos, mejor?
Desalentado, Valdés Prado vio una luz. En la conversación surgió la
idea de que Zaldívar firmara una declaración.
En Madrid se concluyó un texto que el dirigente estuvo dispuesto a
aceptar.
Se propuso entonces que el embajador Carmona lo recibiera y lo
tramitara hasta Santiago. Pero Carmona interpuso su objeción,
considerando que se vería involucrado en una descomunal polémica:
sugirió que se enviara por correo. Aquello irritó a Zaldívar, que
canceló la declaración. Había concurrido a ella con renuencia,
después de advertir a Frei, por carta, que a su juicio se pretendía
humillar al PDC.
El efecto del exilio de Zaldívar se dejó sentir de inmediato en las
relaciones exteriores. Fuera de las gestiones privadas, directas e
indirectas, algunos gobiernos hicieron saber su molestia poniendo
distancia en las relaciones con Santiago; otros optaron por invitar y
promover la figura de Zaldívar en sus propios países (1). El colofón de
ese movimiento fue la designación, tiempo después, de Zaldívar
como presidente de la Internacional Demócrata Cristiana (2).
MICRÓFONOS EN EL SALÓN
A fines de octubre, el cardenal Raúl Silva Henríquez y el nuncio
Angelo Sodano obtuvieron una audiencia con el Presidente.
Silva Henríquez vencía aquel día una dura e ingrata resistencia de
sus hombres de más confianza en la Iglesia de Santiago. Los vicarios
se habían opuesto decididamente a que se invitara al Presidente para
la clausura del XI Congreso Eucarístico Nacional, programada para
noviembre. El cardenal había debido imponer su autoridad luego de
que el argumento de la tradición fracasara.
Pero una oposición parecida, ahora con más fuerza —por el relieve
de los cargos— se había presentado en el seno de la Conferencia
Episcopal. Para esta polémica Silva Henríquez había acudido ya al
consejo de la Santa Sede y la Nunciatura, que se habían inclinado en
su favor.
La audiencia fue larga, pero el tema del Congreso Eucarístico resultó
breve.
El Presidente agradeció la invitación y comprometió su asistencia y la
de los ministros.
—Bueno —dijo el cardenal—, nosotros lo invitamos a usted, pero
comprenderá que no podemos invitar a cada ministro. Si ellos quieren
ir, serán bien acogidos, pero lo harán por su cuenta.
—No se preocupe —respondió Pinochet—. Irán de todas maneras.
—Presidente —añadió el nuncio Sodano—, este Congreso es muy
importante para la Iglesia Católica. Quiere ayudar a la reconciliación,
al espíritu de concordia entre los chilenos, a la fraternidad. Y en ese
sentido...
—¡No me diga que me va a hablar de ese Zaldívar, usted también! —
cortó Pinochet.
—Bueno, sí... Su Santidad está preocupado por esta situación, y
quiere que usted sepa...
—¡No me diga nada, monseñor! El señor Zaldívar no va a volver a
entrar, porque ha dicho muchas cosas muy graves. El gobierno sabe
lo que hace.
La reunión terminó para los prelados con el sabor amargo de la
palabra inútil.
Antes de que se retiraran, Pinochet se dirigió a Silva Henríquez.
—Usted sabe que este gobierno es autoritario, pues —dijo—. Y yo sé
que a usted no le gustan los gobiernos autoritarios.
—Así es, general. No me gustan.
—Pero la autoridad viene de Dios, cardenal.
—La autoridad, sí. El autoritarismo, de los hombres.
Las relaciones entre Iglesia y Ejecutivo venían pasando por
momentos difíciles, pero se habían cifrado algunas expectativas en
que el Congreso Eucarístico contribuyera a limar asperezas.
Pocos meses antes, en junio, una comisión de buena voluntad de tres
obispos había llegado hasta la misma Presidencia. Pinochet se había
quejado ante ella de que la Iglesia no reconocía nada bueno en el
gobierno. Los obispos, aclarando que la intención no era ésa, se
comprometieron a enviarle un memorando con sus observaciones
sobre los hechos negativos. Mencionaron en él el exilio, las
relegaciones, el trato de los detenidos, las formas institucionales.
Para precisar esos tópicos fue asignado el enlace oficial entre las dos
instituciones, el general (R) Jorge Court, quien comenzó a reunirse
con los obispos en un salón del Círculo Español.
Cierta tarde, Court sufrió la más amarga experiencia de su gestión:
los obispos descubrieron en esos salones unos micrófonos cuya
instalación se atribuyó a los servicios de seguridad (3).
¿Quién quería grabar esos encuentros, y con qué fines? Court se vio
en una posición imposible: la desconfianza que le mostraban ambas
partes había pasado a convertirse en un acto hostil. Los obispos, a su
turno, creían poco y mal en su inocencia. Court debió entonces
renunciar a su tarea.
Por si no fuera suficiente, el jefe del Estado Mayor Presidencial,
general Santiago Sinclair, respondió finalmente al oficio, dando por
“no recibidos” dos de los cinco puntos (4).
En agosto de 1980, el gobierno designó en el lugar de Court al
ministro director de Conara, el general Roberto Guillard, un hombre
que venía trabajando en las asesorías presidenciales desde el mismo
golpe militar. Guillard no era lo mismo que Court: aspiraba, sobre
todo, a mantener una relación protocolar; no tenía la disposición de su
antecesor para identificarse ocasionalmente con los puntos de vista
de la Iglesia.
Así que su relación con los obispos se fue deteriorando rápidamente.
En diciembre fue nombrado ministro secretario general de Gobierno,
lo que añadió frialdad y distancia a la tarea de interlocución con la
Iglesia. En enero se alcanzó el límite y la Iglesia Católica pidió su
remoción de esa responsabilidad.
El gobierno inició entonces la ardua búsqueda de un nuevo
intermediario.
El propio cardenal Silva Henríquez y el obispo José Manuel Santos, a
la sazón presidente de la Conferencia Episcopal, contribuyeron para
proponer un nombre: el capitán de navío (J) Sergio Rillón Romani,
considerado un católico practicante y conocido de ambos como
discípulo y amigo. Rillón aceptó la misión y durante algunos días logró
establecer las mejores y más optimistas relaciones con los obispos.
En poco tiempo todo aquello se iría al cesto y sus propios promotores
se arrepentirían de la intervención.
CUADRANDO EL CÍRCULO
El resultado del plebiscito creó el ánimo del triunfo, pero no resolvió
las cuentas pendientes en el seno del gobierno.
Para el equipo económico, la prolongación del sistema, refrendada
constitucionalmente por los artículos transitorios, abría la inmejorable
posibilidad de concluir el reordenamiento nacional en torno a la
economía de mercado.
José Piñera, el cerebro de la idea de las “siete modernizaciones”, vio
también la perspectiva, ahora realista, de que su proyecto tuviera
conclusión efectiva. A fines de octubre tuvo lista la reforma de la
previsión.
Habló entonces con el secretario de legislación, Mario Duvauchelle:
quería que se le reservara un número redondo de decreto ley, que
sirviera para fijar en la memoria estética lo que a su juicio sería la más
profunda de las innovaciones sociales, un escollo con el que decenas
de expertos, empezando por Jorge Prat en los años 50, se habían
estrellado.
Duvauchelle reservó el número 3500. Con él salió, el 6 de noviembre,
la conversión de la previsión en un sistema de capitalización privada,
con administración de fondos también privadas y competitivas, que
permitirían romper el endémico déficit del sistema repartidor (5).
De las muchas personas que habían trabajado en el tema, cinco eran
claves: Renato Gazmuri y María Teresa Infante, que habían
desarrollado estudios específicos; y Hernán Büchi, Alfonso Serrano y
Luis Larraín, que habían ideado las fórmulas para realizar el traspaso
de la manera menos traumática posible para el Estado y las cuentas
fiscales.
Piñera celebró su triunfo y se preparó para renunciar. Un viejo sueño
que lo obsesionaba, fundar una universidad privada, estaba ad portas:
incluso la marca de la Universidad de San Felipe estaba ya inscrita.
Pero Pinochet le tenía una sorpresa.
El grave conflicto por la propiedad minera, que estuvo a punto de
modificar la Constitución y que casi significó la renuncia de militares
del máximo nivel, seguía latente.
La discusión no sólo no se había resuelto, sino que se venía
agravando. A proposición del ministro, contralmirante Carlos
Quiñones, el gobierno había formado una comisión para estudiar el
problema de las concesiones. Pero el ministro, que había luchado
contra los indisimulados esfuerzos por conseguir la privatización de
Codelco, era considerado un “estatista” por sectores amplios del
empresariado minero y por algunos hombres destacados del equipo
económico.
De hecho, en lugar de suavizar la tensión con la Sociedad Nacional
de Minería (Sonami), Quiñones la había estimulado al impedir, por
razones protocolares, un discurso de su representante, Juan Luis
Ossa, en la instalación de la comisión.
En noviembre, el presidente de la Sonami, Manuel Feliú, envió una
carta a Quiñones advirtiendo sobre la magnitud de los riesgos de que
se paralizaran las inversiones extranjeras por falta de garantías sobre
la propiedad (6). La profecía resultó exacta: en los mismos días, tres
grandes compañías paralizaron sus decisiones de inversión (7). Pero
una de ellas consiguió alarmar a Pinochet: la Exxon, propietaria de La
Disputada de Las Condes.
Quiñones advirtió que el circuito estaba sobrecargado. Se reunió
entonces con el general Sinclair y le advirtió que las cosas se estaban
poniendo difíciles. Sugirió que lo podrían sacar de ese puesto crítico.
Así que cuando Piñera se disponía a irse, Pinochet le pidió que se
quedara. Debía resolver el problema minero con dos condiciones:
presentando algo atractivo para la inversión extranjera y no tocando el
texto de la Constitución. La tarea de “cuadrar el círculo” era todo un
desafio.
El viernes 26 de diciembre, el Presidente cursó la renuncia del
gabinete, que le había sido ofrecida por iniciativa de Sergio
Fernández, inmediatamente después del plebiscito.
En la mañana del lunes 29 de diciembre, día previsto para el
juramento de los nuevos ministros, el almirante José Toribio Merino
citó al contralmirante Quiñones a su despacho y le informó que su
renuncia a Minería había sido aceptada.
Lo sucedería, con un horizonte difícil pero preciso, José Piñera.
Miguel Kast salió ese día de la Dirección de Odeplan para asumir el
cargo vacante de Piñera en Trabajo. El lugar de Kast fue ocupado por
Alvaro Donoso, un hombre de su confianza, mientras que en Salud se
integró el contralmirante Hernán Rivera Calderón, alguien en quien el
equipo económico confiaba para hacer las reformas que el general
Alejandro Medina Lois había resistido.
Aunque el general René Vidal había sido ya designado para suceder
a Sergio Badiola y retomar un cargo que ya había tenido años antes,
el de secretario general de Gobierno, finalmente Pinochet nombró a
otro general, Julio Bravo Valdés.
De Economía salió José Luis Federici y se integró un general cuya
apariencia era engañosa, pues, aunque algunos sectores creían que
su formación garantizaba la llegada de un “estatista”, se trataba de un
firme partidario del equipo económico: Rolando Ramos.
El mismo equipo sufrió una sola derrota: sus candidatos a suceder a
Alfonso Márquez de la Plata en Agricultura fueron desplazados por el
secretario José Luis Toro, cuyo parentesco con el general Agustín
Toro Dávila aseguraba una posición para los “duros” (8).
Un misterio mayor se resolvió en Defensa, donde fue designado el
teniente general Carlos Forestier. Dado que la Constitución permitía a
Pinochet nominar a un oficial en su representación para la Junta, el
ascenso a ese lugar del teniente general César Benavides había
abierto la duda de quién lo reemplazaría (9).
Pero el nombramiento de Piñera era el verdaderamente crucial en
aquel cambio.
En unas cuantas horas, Piñera convocó a la directiva de la Sonami y
se reunió con el general Gastón Frez, que aparecían como los
bandos en pugna. La conversación con Frez permitió al nuevo
ministro despejar un tema: el general había defendido el dominio del
Estado como una forma radical y ultrista de proteger a Codelco de la
embestida privatizadora. Frez había sentido sobre sí la intensa
presión del ministro de Hacienda, Sergio de Castro, por pasar a
Codelco al sector privado, y se había jugado con sus cartas más
fuertes para impedirlo. Pero, al margen de Codelco, no tenía mayores
reparos contra la intervención privada en la minería.
La Sonami insistía en la reforma constitucional, pero tampoco creía
imposible que se fortaleciera al sector privado ampliando el concepto
de las condiciones y dando garantía sobre las eventuales
expropiaciones.
Ese camino, ciertamente intermedio y ligeramente distinto del
propuesto en el espíritu original de la Constitución, fue el escogido por
Piñera.
Desechando las teorías de los expertos que asesoraban a cada
bando, Carlos Ruiz Bourgeois (estatista) y Samuel Lira (privatista), el
ingeniero comercial Rodrigo Alamos y el abogado Arturo Marín lo
ayudaron a discurrir la fórmula para esa vuelta de tuerca dada entre
los recovecos de la Constitución.
En unos pocos meses Piñera tuvo lista la solución.
Hasta encontró un camino para reinterpretar la letra misma de la
Carta del 80. Según ésta, la concesión “obliga al dueño a desarrollar
la actividad necesaria para satisfacer el interés público que justifica su
otorgamiento”. En la práctica, quería decir que el amparo a la
propiedad se otorgaría por el trabajo; si algún concesionario paraba el
trabajo, caducaría su concesión.
Piñera, interpretando con sentido amplio el “interés público”, y
argumentando que no siempre el trabajo minero se justifica y que el
control del trabajo da origen a la burocracia y a la corrupción,
consiguió que el amparo se concediera por la patente: con sólo
adquirir la concesión, a un costo elevado, se tendría garantizada la
propiedad.
La inversión comenzó a retornar a toda velocidad. La Sonami acalló
sus protestas públicas y privadas. En un año saldría la nueva ley
minera (10).
LAS AMARRAS FINALES
Precisamente en Codelco era gerente de relaciones públicas Federico
Willoughby, el hombre que durante el 79 y el 80 había estado
organizando el Movimiento Cívico Militar que heredaría los principios
fundadores del régimen y prepararía a sus partidarios para la futura
democracia.
El movimiento había sido torpedeado por la presión del gabinete
neoliberal y, aunque el Presidente podía rodearse en privado de sus
partidarios “duros”, a la hora de las decisiones los “blandos” habían
retenido el control gracias a la fuerza de su programa económico.
Pero el día del plebiscito Pinochet había vuelto a reunirse con
Willoughby.
—¿No ve que necesita el Movimiento? —había dicho el ex secretario
de prensa, consciente de la hora triunfante.
—Claro que me doy cuenta —había replicado Pinochet—. ¿Y cómo lo
hacemos?
—Bueno, usted haga un llamado para que la gente se vaya a inscribir
en las municipalidades.
De ese modo había surgido la pública convocatoria presidencial, con
la abierta resistencia del gabinete. El titular de Interior, Sergio
Fernández, diría unas horas después que para las inscripciones no
habría tanto apuro.
El ministro sabía que aquel Movimiento podía significar el
desplazamiento del sector neoliberal de las principales posiciones de
poder. Era obvio que el Presidente se sentía tentado por la idea y que
recibía un fuerte estímulo en su círculo familiar. En las fiestas
hogareñas solían predominar los invitados “duros” y su propia hija
Lucía aparecía encabezando un grupo notorio.
Cuando Willoughby reinició sus contactos con los intendentes y los
alcaldes, el ministro Fernández envió una circular reservada
advirtiendo a esos funcionarios que toda actividad política debía
prohibirse e incluso denunciarse, aunque se hiciera en nombre de
partidarios del gobierno.
El gesto sirvió a los “duros” para identificar en el Ministerio del Interior
a su principal enemigo. Directamente ante Pinochet, comenzaron a
promover entonces la idea de un cambio de gabinete. Los
argumentos principales fueron expuestos por Willoughby, incluso en
entrevistas de prensa: Fernández había cumplido su papel, el de
promulgar la Constitución, y ahora debía irse. Un rostro nuevo debía
dar curso a la transición controlada.
Había incluso un candidato: el director de El Mercurio, Arturo
Fontaine.
El Movimiento Cívico Militar alcanzó a tomar cierto impulso en
algunas regiones. En Santiago, fue decididamente promovido por el
recién ascendido general Carol Urzúa, a la sazón intendente de
Santiago (11).
La tensión con el gabinete fue sorda y se prolongó por meses (12).
Finalmente, el Ministerio del Interior logró imponer su criterio y, por
segunda vez en menos de tres años, el Movimiento Cívico Militar fue
desautorizado desde la misma cima del poder. La lápida fue un
severo comunicado de Interior advirtiendo sobre el castigo que caería
sobre quienes violasen el receso político (13).
Es una paradoja insuficientemente estudiada que el torpedo contra el
Movimiento que proclamaba su fe en los cuerpos intermedios viniera
desde quienes a finales de los 60 habían fundado el gremialismo. A
decir verdad, el gremialismo había ido variando sus premisas
ideológicas en la misma medida en que el modelo económico
neoliberal presentaba una fórmula eficiente para el régimen militar.
La irrupción de la idea de las “modernizaciones” había dado un
inesperado horizonte a esa economía centrada en la estabilidad
monetaria: ahora podría retomarse el concepto de desarrollo de una
manera agresiva.
Fue en ese marco que, a comienzos del 81 y ocupando el escaso
tiempo disponible antes de que comenzara a regir la Constitución, se
dictaron las últimas grandes medidas para dejar todo amarrado.
En enero se aplicaron las facultades presidenciales para reestructurar
las universidades, mediante tres decretos con fuerza de ley que
establecían plazos perentorios y condiciones básicas: por ejemplo, la
de desmantelar las principales universidades mediante el expediente
de dar autonomía a sus sedes regionales.
Jaime Guzmán redactó en febrero el decreto ley 3621, que terminó
con la exclusividad de los colegios profesionales y los obligó a
convertirse en asociaciones gremiales de libre afiliación.
Ese mes se dio la presidencia vacante del Consejo de Estado a
Miguel Schweitzer, se constituyó el Consejo de Seguridad Nacional y
se nombró a los siete miembros del Tribunal Constitucional (14).
UN PALACIO COMO NUEVO
Todas esas autoridades estarían presentes el gran día: el 11 de
marzo, cuando el Presidente Pinochet ingresara solemnemente a La
Moneda.
La importancia de este paso no sería puramente protocolar. Algo más
profundo y más estable estaría representado en aquel edificio
simbólico que desde 1846 venían ocupando los presidentes de Chile.
Arquitectos, diseñadores y militares, e incluso el propio Pinochet,
habían discutido ya este punto: La Moneda debía volver a ser lo que
fue durante casi un siglo, el edificio más elegante y mejor organizado
del país.
La espera de siete años y medio debía permitir que renaciera el
palacio majestuoso, venerable y venerado, con los requisitos de la
modernidad asentadas en los mismos cimientos de la anciana
construcción.
Las razones funcionales eran muchas.
Durante los anteriores cincuenta años, prácticamente cada nuevo
Presidente había agregado o modificado algún elemento del edificio
original. A la vuelta de los años era un monumento lleno de parches,
agregados y mejoras de emergencia. El inmenso aparato burocrático
que se había cobijado allí debía ser organizado y reducido, creando
espacios limpios y también espacios nuevos.
La violencia del golpe había servido, paradojalmente, para ese casi
incumplible propósito. Bajo el impacto de las bombas del 11 de
septiembre, La Moneda había perdido todos sus estucos y
revestimientos. Los vetustos tejados se habían incendiado casi
totalmente. Muros estructurales estaban semi demolidos y algunos
agregados hechizos habían caído bajo las llamas.
En esa patética desnudez, La Moneda había exhibido sus flaquezas y
debilidades. Los grandes muros se revelaban poderosos, pero
algunos refuerzos estructurales impedirían que los temblores y los
años fueran haciendo su tarea.
La tarea de rastrillar el terreno era, además, necesaria para los que
veían en La Moneda el fantasma del pasado y el espectro de un
Presidente muerto en sus salones.
Pinochet aceptó la proposición de que se volviera, en todo lo posible,
a los conceptos originales del diseño, incorporando reformas
funcionales. La puerta de Morandé 80, por donde salió el cadáver de
Salvador Allende, desapareció de los planos. En cambio, en Teatinos
se abrió una amplia rampa de acceso para llegar a los
estacionamientos subterráneos situados bajo el Patio de los Naranjos.
La techumbre, renovada, se haría de cobre, y en las cajas de escalas
se incorporarían ascensores de uso privado para llegar al segundo
piso.
Toda el ala de Moneda con Morandé, reservada para las
dependencias presidenciales y sus equipos asesores, tendría desde
ahora accesos difíciles y vigilados.
Las reparaciones habían tenido un ritmo ceremonioso desde 1973,
pero la perspectiva de trasladar la Presidencia aceleró los trabajos a
mediados del 80. Una comisión especial fue puesta a cargo de la
subsecretaría de Obras Públicas. En la fase del trabajo grueso la
coordinó Luis Simón Figueroa; en la del trabajo final, el coronel
Fernando Hormázabal.
Con ambos operaron el director de Arquitectura de ese Ministerio,
Edwin Weill, y, sobre todo, el director del Museo Histórico, Hernán
Rodríguez. El jefe del proyecto arquitectónico fue Rodrigo Márquez de
la Plata. Mariano Serrano, uno de los restauradores más prestigiosos,
cumplió la tarea de recuperar y reparar reliquias (15).
Febrilmente, a fines de 1980 comenzaron a despacharse oficios para
que los municipios y las intendencias buscaran objetos históricos y los
despacharan hacia La Moneda. Otras tantas adquisiciones se
encargaron al exterior.
Así llegó una mesa del despacho de Mateo de Toro y Zambrano
hasta la oficina de la esposa del Presidente; un escritorio del siglo
XVII, perteneciente a la Municipalidad de Providencia, a uno de los
salones de la Presidencia; una partida de mármol de Carrara que
cubre el piso de la antesala del comedor; el mármol negro de Bélgica
sobre el cual se camina en la capilla; las alfombras y tapices de
Inglaterra; y muchos de los cuadros que cubren los altos muros del
palacio.
Hubo cosas que no se pudieron recuperar: el Acta de la
Independencia, que Miria Contreras (La Payita) sacó después del
bombardeo del 73, y que fue destruida en la calle; la mesa de trabajo
de Bernardo O’Higgins; un sillón que perteneció a Diego Portales;
varios cuadros de Fray Pedro Subercaseaux y los valiosos tapices y
cortinajes que desde el siglo pasado adornaban los salones del ala de
Morandé.
EL CINTURÓN MILITAR
A ese edificio de renovada imponencia llegó Pinochet en la mañana
del 12 de marzo de 1981, acompañado del jefe de la Casa Militar, el
coronel Jorge Ballerino.
El día anterior, Pinochet había jurado su nuevo período de ocho años,
en una concurrida reunión en el salón de plenarios del Diego Portales.
Contra lo que se había dicho, en la ceremonia no fue el presidente de
la Corte Suprema, Israel Bórquez, el encargado de tomar el
juramento. Pinochet lo leyó simplemente ante la asistencia.
Después, el conjunto de autoridades, vestidas con fracs y trajes de
gala, había asistido a la Catedral Metropolitana para el Te Deum que
presidiría el cardenal Silva Henríquez. Aquel Te Deum había sido una
nueva fuente de disgustos para el cardenal. Otra vez sus vicarios se
habían opuesto a que lo realizara, y otra vez Silva Henríquez había
explicado que la tradición consagraba ese servicio por parte de la
Iglesia Católica, sin que con ello se emitiera juicio de legitimidad.
Los reclamos de la Iglesia de Santiago se habían levantado con tanta
fuerza, que habían llegado muy rápidamente a la prensa. Sólo un
mensaje explícito del Papa Juan Pablo II, apoyando la decisión del
cardenal, había acallado los reproches. Pero el cardenal había cifrado
sus esperanzas en que la etapa constitucional del régimen permitiría
un nuevo clima político, de más apertura y menos restricciones a las
libertades individuales. El discurso del Diego Portales no prometió
tales cosas y el cardenal presidió el Te Deum con ostensible molestia.
Nada de lo que había oído recién presagiaba tiempos mejores.
El 11 fue día de ceremonias y abrazos.
El 12 comenzó a actuar, en la nueva Moneda, la nueva Presidencia.
Aquella noche hubo una recepción en el Patio de los Naranjos, cuyos
arbolillos recién plantados prometían frutos para 1986. Fue la más
normal de cuantas se recordaran en el régimen.
El ruido de los brindis se acalló en la madrugada. El 13, el gobierno
sería otro.
Fueron los funcionarios más altos quienes lo notaron primero.
El trato fluido y directo que existía en el Diego Portales fue sustituido
por un severo ceremonial militar. El protocolo del mando apareció con
una fuerza hasta entonces inédita.
El propio general Sinclair, instalado en el piso bajo del sector de la
Presidencia, con un equipo de jóvenes oficiales encargados de hacer
funcionar el Estado Mayor Presidencial, fue imponiendo paso a paso
las nuevas formas que habría que respetar. Jimmy, como lo llamaban
sus amigos, se convirtió en un estricto guardián de la nueva etapa.
Ninguna mujer podría llegar a La Moneda en pantalones; ninguna
persona, por mucha que fuera su confianza, podía tutear al
Presidente en público; ningún funcionario, ni aun ministro, podía llegar
sin audiencia previa; ningún subsecretario seguiría con la rutina de
acompañar al Presidente mientras firmara los cuerpos legislativos:
ahora esos documentos entrarían a la silenciosa y reservada cadena
de la Casa Militar y el Estado Mayor Presidencial; ninguna reunión se
improvisaría, nada ocurriría por azar.
Los funcionarios de alto rango que vieron el cambio recuerdan que en
menos de 48 horas el Presidente se volvió inalcanzable.
Aunque casi todos difieren en la importancia que esto tuvo, hay
coincidencia en que el símbolo de La Moneda, con su reglamentado
ceremonial, encarnó algo profundo que había cambiado en el
régimen. Algún político cercano a palacio, que experimentó
crudamente la diferencia de estilo, diría más tarde que ese círculo
cerrado modificó en Pinochet la perspectiva del país.
NUEVOS GRADOS, NUEVOS RANGOS
Aquel año fue de perspectivas grandes y solemnes.
Hasta Estados Unidos, después de largos esfuerzos de presión,
reconocía su fracaso: el recién asumido Presidente Ronald Reagan
anunciaba que sustituiría todos los métodos abiertos por una discreta
“diplomacia silenciosa”, para lo cual envió, en aquellos días, a un
representante personal, el general (R) Vernon Walters, ex director de
la CIA y conocido de Pinochet desde los días posteriores al golpe.
Pocos meses después, una ley vino a modificar el escalafón y las
denominaciones de los oficiales superiores del Ejército. Los generales
de brigada pasarían a llamarse brigadieres generales; los de división,
mayores generales.
Para el Presidente de la República quedaría reservado el rango de
generalísimo y el comandante en jefe podría llamarse capitán general.
El Ejército explicaría que la intención era uniformar los grados con los
que existen en otros cuerpos del mundo; aquello, decía, había
originado toda clase de dificultades protocolares.
La misma ley agregó una denominación. Los coroneles que
cumplieran cuatro años en el rango sin haber ascendido a brigadieres
generales, podrían quedar como brigadieres, una denominación “de
espera” para los eventuales ascensos. Los oficiales comenzarían a
hablar desde entonces de “caer al pozo” para designar esa situación.
Aquel año hubo diez brigadieres generales más que en el 73. Los
escalafones serían doce (desde alférez hasta capitán general) y se
mantendría vigente la norma sobre los tenientes generales, segundos
en el rango, pero sólo mientras el comandante en jefe quisiera
mantenerlos en tal posición (16).
Aquel año Pinochet reunió a los directores de los medios de
comunicación y en un almuerzo privado les contó que en los terrenos
que habían pertenecido al Club de Tiro, en Lo Curro, iniciaría la
construcción de una casa presidencial.
Era el año del boom, y el año de las instituciones.
Sólo unos sujetos de espíritu curioso, que se habían acercado a las
estadísticas del Banco Central, andaban insistiendo en una majadera
inquietud: las exportaciones estaban cayendo.
Pero aquello no se lo podían decir al Presidente: era cada vez más
difícil verlo.
33
MUERTE POR MUERTE
Las brigadas de la CNI se lanzaron a las calles tras los hombres claves de la
Fuerza Central del MIR. En esa guerra cayeron delatores, soplones e infiltrados.
En el sur, mientras, sigilosamente ingresaba una avanzada mirista proveniente de
Cuba y dispuesta a establecer un foco guerrillero.

Faltaban muy pocas horas para que terminara 1980, un año infeliz
para los servicios de seguridad: sus máximos jefes habían sido
reemplazados después de soterradas pugnas, sucesivos fracasos y
decisivos errores.
El MIR había rearticulado sus cuadros y emprendido una ofensiva
creciente, de propaganda mayor e incluso de temerarios ataques
contra blancos cada vez más selectos.
Ese era el balance que hacían los agentes cuando sonaron los
timbres de alarma.
Un comando integrado por más de 30 hombres y mujeres había
asaltado a las 14.30 horas del día 30 de diciembre las tres sucursales
bancarias ubicadas en Macul esquina de Irarrázaval. Los miristas
huían con un botín superior a los siete millones de pesos. Tras ellos
habían quedado dos carabineros y un guardia de seguridad muertos,
varios heridos y una inusitada conmoción por la audacia del atraco.
Sólo dos semanas antes, otro numeroso grupo de miristas había
atacado una sucursal del Banco de Chile.
La osadía de los subversivos nuevamente estaba provocando
inquietud en las altas esferas del gobierno militar.
El general Humberto Gordon había iniciado la reorganización de la
Central Nacional de Informaciones. Nuevos oficiales trabajaban
redistribuyendo al personal, asignando tareas, refichando al enemigo,
estructurando redes de colaboradores e intentando introducir agentes
en los movedizos cuadros de los partidos de izquierda. Se iniciaba
una fase distinta en los aparatos de seguridad. Era necesario actuar
en varios niveles: golpear con fuerza a la resistencia armada,
atemorizar a las renacientes organizaciones sociales, impedir la
exteriorización del descontento. La combinación de ambas estrategias
llevaría a una espiral de muertes, de uno y otro bando, sólo opacadas
por sucesos aún más dramáticos.
En la noche del domingo 28 de diciembre de 1980, unos golpes secos
sonaron en la puerta de la vivienda de Roberto Rojas, en la población
Salvador, de Renca. El dueño de casa se levantó del sillón desde
donde miraba televisión, abrió la puerta y recibió cuatro balazos en el
cuerpo. Murió de inmediato. Uno de sus familiares sólo logró ver una
camioneta blanca en la que huían los asesinos. Junto a la casa, los
sujetos habían lanzado algunos volantes:
“Lo matamos por ser agente de la CNI, torturador e infiltrado. Milicias
Populares de la Resistencia”.
Rojas, de 34 años, tenía una trayectoria conocida. Desde el
nacimiento de Patria y Libertad se había mostrado como uno de los
miembros más activos de los escuadrones nacionalistas de choque.
Derrocado el gobierno de Salvador Allende, Rojas había sido
enganchado como colaborador de los servicios de seguridad del
régimen militar.
Dos semanas después del homicidio, el 12 de enero en la
madrugada, un automóvil Peugeot blanco se estacionó en la calle Los
Capitanes, frente al domicilio de Marcos Aburto, ministro de la Corte
Suprema. Desde el vehículo, donde viajaban cuatro hombres, surgió
una ráfaga de disparos y el carabinero que vigilaba la casa del
magistrado cayó herido de gravedad.
Siete días más tarde, en la madrugada del 19 de enero de 1981, los
agentes de la CNI abatieron en una casa desocupada, en calle
Ricardo Santa Cruz, a escasos metros de donde vivía el sindicalista
Clotario Blest, al militante comunista Leandro Arratia Reyes, de 35
años, que había retornado desde el exilio en octubre de 1980. Arratia
había recibido cinco días antes, en su casa de Conchalí, la visita de
los hombres de la CNI. Le habían interrogado y sugerido que
recorriera antiguas amistades y les contara de sus actividades. Luego
se habían marchado.
Conocida su muerte en un presunto enfrentamiento, la familia de
Arratia recibió una carta que decía: “A la familia Arratia: La muerte de
un comunista es la muerte de un perro sarnoso. Así morirán todos. No
más marxistas en Chile. Comando Roger Vergara” (1).
Eran los síntomas de la nueva estrategia.
DINAMITA EN EL DESIERTO
El 18 de febrero la CNI anunció una importante victoria.
Había logrado capturar a una célula mirista de relevancia, dirigida por
Carlos García Herrera, miembro del comando que asesinó al coronel
Roger Vergara y partícipe en varias de las más atrevidas acciones del
MIR (2).
Por esos días, el nuevo director de Investigaciones, general (R)
Fernando Paredes, ordenó la creación de la Brigada Especial de
Investigaciones, dependiente de la Prefectura de Unidades
Especializadas, a la que se incorporaron 50 agentes. Su objetivo era
reunir información sobre los grupos armados y, si era requerido,
actuar contra ellos.
Junto con el comienzo de marzo, recrudeció la represión contra los
opositores.
El miércoles 5 fue arrestado Raimundo Valenzuela, abogado y
consejero de la Fundación Missio, y conducido a los cuarteles
secretos de la CNI.
Simultáneamente, fuerzas especiales de Carabineros rodearon la
industria Panal y reprimieron una reunión con motivo del Día
Internacional de la Mujer.
En las horas siguientes las detenciones se multiplicaron: en la
industria Sumar, en Concepción, Linares y Talagante.
Los organismos de defensa de los derechos humanos se pusieron en
alerta.
En tanto, en la sede de gobierno, el Presidente Augusto Pinochet y el
canciller René Rojas sostenían una serie de reuniones privadas con
Vernon Walters, ex subdirector de la Agencia Central de Inteligencia
estadounidense (CIA).
A la ola de detenciones se sumó la promulgación del decreto ley 3627
que reestrenaba los tribunales militares en tiempo de guerra. Su único
artículo estableció que “en los casos de delitos de cualquier
naturaleza en que, como acción principal o conexa, hubiera resultado
de muerte para autoridades de gobierno o funcionarios de las Fuerzas
Armadas o Carabineros”, entrarían de inmediato en funcionamiento
los tribunales militares en tiempo de guerra.
Pero la ofensiva fue bruscamente detenida por un golpe inesperado
que provino desde las entrañas mismas de los servicios de seguridad.
A las 20.30 horas del 9 de marzo, las sirenas de alarma de la sucursal
Chuquicamata del Banco del Estado comenzaron a sonar. Un
funcionario del banco, acompañado de un oficial de Carabineros,
comprobó que la puerta de la bóveda estaba entreabierta, pero que
las cajas de caudales estaban cerradas y aparentemente intactas. Al
día siguiente se descubrió el robo: faltaban 46 millones de pesos. El
agente, Luis Martínez, y el cajero, Sergio Yáñez, habían
desaparecido. No hubo dudas. Ellos eran los ladrones.
Todos los servicios policiales y de inteligencia se incorporaron a la
búsqueda. Parte del botín estaba destinado al pago de miembros de
las Fuerzas Armadas con asiento en Calama.
El 25 de mayo, todos los agentes de los bancos de Arica fueron
citados a una reunión con el jefe de la CNI en esa ciudad, el mayor
Carlos Vargas. En ella, Vargas los conminó a perfeccionar sus
sistemas de vigilancia y seguridad, les ofreció su colaboración y les
sugirió que contrataran a empresas privadas de seguridad. Llegó
incluso a sugerir los servicios de Alfa Omega, la empresa creada
meses antes por el ex jefe de la DINA, el general (R) Manuel
Contreras.
El 6 de junio, el Presidente Pinochet llegó de visita a Calama. Su
seguridad estuvo a cargo del jefe de la CNI en la zona, Gabriel
Hernández Anderson.
Sólo seis días después la acuciosa investigación del juez Iván
Tamargo llegó a un punto crucial. Tamargo se constituyó en un sector
desértico a 30 kilómetros de Calama, donde se iniciaba el camino a
Chiu Chiu. Allí, en 50 metros a la redonda, estaban diseminados
pedazos de los cuerpos del agente Martínez y del cajero Yáñez.
Habían sido dinamitados por los verdaderos autores del robo.
Horas más tarde, la CNI reconoció que Eduardo Villanueva Márquez,
agente de la CNI en Calama, con la colaboración de Gabriel
Hernández Anderson, jefe de ese servicio en la ciudad, eran los
responsables del robo y posterior asesinato de los funcionarios del
banco.
Desde ese instante se sucedió una serie de hechos que hizo
sospechar de la existencia de una subterránea trama tendida para
borrar las huellas de los autores intelectuales del delito.
El 13 de junio desapareció en Arica el mayor Carlos Vargas. Horas
antes había confesado a un familiar que deseaba comunicarse en
forma urgente con el juez que investigaba el robo al banco. Su
cadáver apareció 48 horas más tarde en el interior de un automóvil en
el camino al poblado de Ticnamar. Se informó de un suicidio. La
verdadera identidad del mayor Vargas era la de Juan José Delmás
Ramírez, 33 años, perteneciente al arma de Transportes, experto en
explosivos, en inteligencia y guerrilla urbana. Era un comando, un
soldado de excepción, a quien incluso se le había ofrecido tiempo
atrás una delicada misión en Francia, responsabilidad que había
rechazado.
Desde Santiago viajó de inmediato un mayor de Ejército, sicólogo, a
hacerse cargo de la jefatura de la CNI en Arica, y a continuar las
diligencias emprendidas en el caso.
Las muertes, sin embargo, prosiguieron.
El 19 de junio apareció flotando en el mar el cadáver de Mario
Barraza Molina, un suboficial en retiro que era uno de los principales
informantes del mayor Delmás. Cuatro meses después, el 31 de
octubre, fue asesinado de un balazo en la frente, en la puerta de su
casa, José Zumaeta Dattoli, otro de los colaboradores cercanos del
ex jefe de la CNI en Arica. Al año siguiente murió en un extraño
accidente automovilístico en la ciudad de Concepción el capitán
Sergio Zaldívar, lugarteniente de Delmás en Arica, trasladado al sur
después del aparente suicidio de su jefe.
En 1983 las aristas del caso aún ocasionaban daño.
En Osorno apareció muerto, también por un presunto suicidio, el
cuñado de Delmás, Alfonso Fort Arena, con dilatada trayectoria en los
servicios de seguridad del gobierno militar.
Esperando el cumplimiento de su sentencia a la pena capital, en
tanto, Gabriel Hernández escribía un libro en la cárcel. Allí vertió
poemas, notas y reflexiones. En una de las páginas indicó que el robo
al Banco del Estado de Chuquicamata se había gestado en enero de
1981, cuando el mayor Delmás le comunicó la misión. Según
Hernández Anderson, Delmás le había insistido en la urgente
necesidad de conseguir fondos adicionales para la CNI, muy
deteriorados por los enormes gastos ocasionados por el envío de
agentes al extranjero.
En el robo —le había asegurado Delmás, afirmaba el condenado—
contarían con el apoyo del agente del Banco del Estado de
Chuquicamata (3).
LA CAÍDA DE LOS MÉDICOS
El 19 de mayo agentes de la CNI detuvieron al doctor Manuel
Almeyda, hermano del ex canciller de la Unidad Popular, Clodomiro
Almeyda, e importante dirigente en el interior del Partido Socialista.
Pero el doctor Almeyda era aún más sensible para la CNI por su
trabajo médico. De sus manos habían salido gran parte de los
informes que comprobaban la tortura contra numerosos detenidos.
Almeyda trabajaba con otros médicos en la recopilación de datos que
permitiesen llevar los procesos por torturas a los tribunales de justicia.
Uno a uno esos médicos también fueron arrestados por la CNI: el 20
de mayo, el doctor Patricio Arroyo; el 27 de mayo, el doctor Pedro
Castillo Yáñez.
En Borgoño se les mantenía gran parte del tiempo vendados, pero no
fueron torturados. Incluso algunos agentes tuvieron para ellos un trato
deferente.
El legendario Doc, uno de los más conocidos interrogadores de la
CNI, dio la cara al doctor Almeyda. Era un hombre gordo, de unos 54
años, que intentaba hipnotizar a los detenidos.
—Mire, usted sabrá mucho de partidos políticos, pero yo sé mucho de
la CNI. Yo me dedico a ver la gente que ustedes maltratan, así es que
a mí no me van a venir con cuentos —le dijo Almeyda (4).
Era una arremetida a fondo contra la Vicaría de la Solidaridad, que
entre marzo y mayo había tramitado más de 200 recursos de amparo.
Aparecieron también las amenazas en contra de los abogados que
defendían a los médicos. Una bomba explotó junto a la casa del
abogado Pedro Barría. En un llamado telefónico anónimo al abogado
Roberto Garretón le advirtieron: “Tus hijos correrán la misma suerte
que los gatos del antejardín”. Garretón salió al patio de su casa y en
una bolsa encontró varios gatos descuartizados.
El 22 de junio nuevamente hablaron las balas.
Un comando formado por varias decenas de miristas atacó
simultáneamente la sucursal del Banco del Estado en Apoquindo con
Manquehue, la comisaría de Las Tranqueras y un cuartel de
Investigaciones en el mismo sector. El botín del atraco fue magro, no
más de tres millones de pesos; uno de los atacantes pereció —
Charles Ramírez Caldera— y varios uniformados resultaron heridos.
Lo importante fue que el MIR demostró que seguía con un poder de
fuego no despreciable, pese a las severas bajas sufridas.
Reaparecieron entonces, con más vigor, las críticas al trabajo de los
servicios de seguridad.
La desesperación cundió. Los carros policiales chocaban en las
calles, había baleos entre agentes, seguimientos erróneos,
descoordinación.
Eran los efectos del caso Calama.
El general Gordon se defendía:
—Yo no contrato asesinos. Desde que estoy al mando de este
organismo, garantizo que no se tortura... —No por algunos
desquiciados vamos a pagar todos. Lo que pasó se debe a razones
que no puedo entregar. Tal vez algún día... —Yo no le puedo
asegurar que de repente un gallo no le pegue un puñete a otro... pero
torturas no hay... —El personal se renueva a menudo, pero no por
problemas graves. Sólo porque no cumple bien su tarea, como
sucede en cualquier empresa (5).
UN PINTOR ES APUÑALADO
A las 8.10 horas del 6 de julio de 1981 el suboficial de Ejército Carlos
Antonio Tapia Barraza, adscrito a la CNI, se despidió de su familia,
salió de su casa, a la altura del paradero 7 y medio de Vicuña
Mackenna, y enfiló hacia su vehículo para dirigirse a su lugar de
trabajo, el edificio Diego Portales. Cuando se aprestaba a subir al
automóvil, fue acribillado a balazos por tres miembros del MIR.
Los autores —Alejandro, Emilio y Aníbal— habían recibido la orden
días antes de parte del jefe de uno de los destacamentos de las
Milicias Populares de Resistencia, Guillermo Rodríguez Morales (6).
Tapia Barraza se había infiltrado en el aparato militar del MIR, y se le
había detectado después de la muerte de Charles Ramírez en el
asalto a la sucursal del Banco del Estado.
En la noche del 8 de julio el perro de un empleado de Chilectra, que
recorría diariamente el sinuoso camino hacia la central hidroeléctrica
de Los Maitenes, en el Cajón del Maipo, descubrió el cadáver
apuñalado de un hombre joven. Sobre su cuerpo había una tapa de
cartón que exhibía una gran “R” dibujada con la propia sangre de la
víctima. A escasos metros del lugar, casi al borde de una quebrada, la
huella de un vehículo liviano era la única marca dejada por los
asesinos.
El cadáver correspondía a Hugo Riveros Gómez, integrante del
aparato de apoyo de la estructura urbana del MIR, abocado
principalmente a las tareas de comunicación. El día anterior, a las
14.30 horas, había sido sacado de su casa con los ojos vendados por
cuatro sujetos jóvenes que lo introdujeron a la fuerza a un automóvil
azul oscuro (7). Riveros, 28 años, egresado de Bellas Artes, talentoso
pintor y dibujante, había efectuado varias exposiciones en Alemania
Federal y España, donde trabajó con José Balmes. En noviembre de
1980 había sido detenido por la CNI, pero cuatro meses más tarde,
en marzo de 1981, había logrado la libertad bajo fianza.
Mientras estuvo detenido en el cuartel de Borgoño, Riveros logró ver,
por un costado de su venda, los principales detalles de ese cuartel
secreto de detención. También logró observar a algunos de sus
captores, a varios interrogadores y a otros habitantes de ese temido
lugar. Ya fuera del recinto, fue capaz de reconstituir en sus dibujos las
imágenes captadas. Ellas sirvieron para que ex funcionarios del
Servicio Nacional de Salud pudieran identificar por primera vez el
caserón de Borgoño como principal cuartel de la CNI.
Los dibujos de Riveros, incluyendo los rostros de más de una decena
de agentes de la CNI, fueron enviados al exterior, pero uno de los
paquetes despachados fue interceptado por la CNI. Entre tanto,
Riveros, ya libre, había empezado a dibujar pequeñas tarjetas
postales con los mismos motivos, que no tardaron también en caer en
manos de los servicios de seguridad. Compararon los trazos de los
dibujos con los de las postales. Eran los mismos.
UNA PIEDRA EN EL ZAPATO
Oscar Polanco Valenzuela concluía esa noche un trabajo de
contabilidad en la maestranza donde laboraba, en Pudahuel, a
escasos metros del río Mapocho. Estaba apurado: debía reunirse más
tarde con tres amigos, los abogados Carlos López, Raúl Elgueta y
Nelson Paz (8).
Sonó el teléfono y una voz femenina lo invitó a acudir de inmediato a
una cita muy cerca de allí. La había conocido hacía poco y le gustaba
la muchacha. Salió de la oficina y caminó hacia Mapocho. A poco
andar se encontró con un amigo, con quien inició un breve diálogo.
Un automóvil Charade de color claro se aproximó lentamente a ellos.
Tres hombres viajaban en su interior. A corta distancia, en otro
vehículo viajaban dos hombres y una mujer.
—¡Polanco!... —llamó uno de los hombres.
El contador se acercó al vehículo y se curvó para mirar a quien lo
requería. En ese instante recibió la certera descarga de una pistola
ametralladora blandida por uno de los pasajeros. Polanco cayó herido
de muerte mientras los vehículos de los atacantes se perdían en las
oscuras calles del sector.
Polanco, de 40 años, era un hombre corpulento, que había trabajado
en el equipo de seguridad de Fidel Castro cuando el líder cubano vino
a Chile. El día 11 de septiembre de 1973 se había entrevistado con
Raúl Bacherini Zorrilla, encargado regional litoral militar del PS en
San Antonio, quien había sido detective por más de 20 años, y le
había preguntado qué hacer, dónde encontrar las armas.
—No hay armas —respondió Bacherini.
—¿Qué hago entonces?
—Habla con Luis Norambuena.
Norambuena era el secretario regional del PS y podía recomendarle
con quién contactarse en Santiago para trabajar en la protección del
partido.
Ni Bacherini ni Norambuena sabían que Polanco era amigo personal
del entonces teniente coronel Manuel Contreras. Bacherini fue
fusilado en la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes; Norambuena
desapareció para siempre en octubre de ese año. Polanco viajó a
Santiago y se integró a los trabajos de su partido.
Operó principalmente en Pudahuel, Renca y Estación Central, lugares
continuamente amagados por la DINA y luego por la CNI. Pero
Polanco estaba arrepentido de su familiaridad con los servicios de
seguridad. Había cumplido tareas para ambos bandos y ese era un
juego que no podía durar demasiado. Polanco llegó a la Vicaría de la
Solidaridad el 23 de marzo de 1979.
Se le aconsejó que presentara un recurso de amparo. No volvió. No
se supo de él hasta que estuvo muerto (9).
Polanco estaba arrepentido. Deseaba huir al extranjero, pero ya era
tarde. Manos anónimas, pero conocidas para él, deseaban eliminarlo.
Su nombre estaba en una lista de “piedras en el zapato” que había
elaborado la CNI. En ella también estaba el dirigente sindical Tucapel
Jiménez. Tiempo después, un boletín clandestino del PS culpó a uno
de sus ex secretarios, Benjamín Cares, del asesinato de Polanco.
Meses después, dos hombres de confianza de Cares murieron frente
a la casa del canciller Rojas (10).
En 1979, en el pleno de Argel se había dividido el Partido Socialista.
Carlos Altamirano había enviado entonces, a comienzos de 1980, a
Juan Carlos Moraga para que intentara rearticular el partido.
Un grupo de militantes que habían formado la Coordinadora Nacional
de Regionales (CNR) se marginó de cualquier discusión.
Ellos habían surgido del Regional Cordillera y fueron agrupados
después del golpe por cuatro dirigentes que habían quedado
descolgados del nivel central: Tito Martínez, el doctor Nicolás García,
Claudio Taubi y El Chico Guerra.
Uno de los principales dirigentes de la disidente CNR, Juan Soto,
intentó articular a un grupo que emprendiera acciones más atrevidas
y de franca resistencia al gobierno militar. Soto y tres de sus más
cercanos colaboradores fueron capturados a comienzos de
noviembre de 1981. Pocas horas después sus cuerpos, entre ellos los
dos colaboradores de Cares, fueron destrozados por una bomba
colocada en el interior de un automóvil Peugeot estacionado en el
camino a Las Vizcachas, frente a la casa del canciller René Rojas
Galdames.
DE ARGEL A PUERTO FUY
A fines de noviembre la revista Qué Pasa informó escuetamente de
“una reunión en la cumbre del terrorismo internacional”, celebrada el
26 de abril de 1981 en Puerto España, Trinidad Tobago (11).
Allí, según la revista, que citaba fuentes “de seguridad”, se habían
reunido los miembros de la Junta Coordinadora Revolucionaria, JCR,
para preparar “un siniestro plan de agitación en Chile” que debía
materializarse entre el 20 de septiembre y el 6 de noviembre. Se
mencionaba también que la junta había acordado una nueva reunión
en los próximos meses en Argel.
El dato era cierto, pero parcial. En Puerto España se habían reunido
los principales dirigentes del MIR, Tupamaros, FAR, M-l9, ERP, Alfaro
Vive, y del naciente Tupac Amaru, además de los representantes de
las guerrillas centroamericanas. En conjunto habían aprobado la
creación de focos guerrilleros en el continente. Para ello, los hombres
destinados a su formación serían adiestrados en Argel y Libia. Uno de
los primeros sería instalado en Chile, en las exuberantes selvas de
Neltume, semejantes a los campos de adiestramiento de Punto Cero,
en la Habana.
Algunos de los guerrilleros fueron entrenados en Argel por un ex cabo
de la Fuerza Aérea de Chile que había sido sometido a consejo de
guerra después del golpe de 1973, y que luego de abandonar el país
se había transformado en instructor del Ejército sandinista. Su
nombre: Enrique Reyes Manríquez (Octavio).
Cuando todo estaba preparado, los hombres destinados a la guerrilla
se trasladaron a Cuba y de ahí en submarino a la costa de Argentina.
Era el comienzo del otoño de 1981 y los esperaban hombres del
Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que les ayudarían a
flanquear sin problemas el territorio argentino rumbo a la Cordillera de
los Andes. Entre los que esperaban estaba Hugo Ratier, uno de los
organizadores del asesinato del coronel Vergara, que había salido de
Chile para partir al encuentro de la avanzada.
La columna ingresó por Puerto Fuy hasta encontrar los campamentos
previamente habilitados por miristas de Valdivia. Cuatro guerrilleros
conocían la zona al detalle. Casi diez años atrás habían formado
parte de los hombres de José Liendo, el Comandante Pepe, y habían
salvado de ser fusilados luego de la captura del grupo en las
semanas siguientes al golpe de Estado.
Portaban fusiles de asalto livianos belgas (FAL), pistolas de 9
milímetros Llama, de origen español, e incluso algunos lanzacohetes
estadounidenses LAW.
Ya instalados, la tarea principal de los guerrilleros era formar una
escuela de instrucción de donde saldrían nuevos cuadros de
combatientes que se distribuirían en el resto del país.
Cumplidas las etapas de adiestramiento, los hombres irían
abandonando Neltume por tres vías diferentes: Neltume-Coñaripe-
Villarrica- Temuco, Neltume-Panguipulli-Los LagosValdivia y Neltume-
Puerto Fuy-Llifén-Futrono-Valdivia.
Pronto, sin embargo, se dieron cuenta de que algo muy importante no
habían previsto con la suficiente acuciosidad: los rigores del invierno,
la nieve, el frío y la humedad. Las medicinas quedaron inservibles, se
humedecieron las balas, la ropa no era lo suficientemente abrigadora,
faltaban alimentos más calóricos.
Entretanto, uno de los máximos jefes de la Operación Retorno en Chile,
Arturo Villavela (El Coño) daba infructuosas instrucciones al Regional
Valdivia del MIR para que suministrara el apoyo necesario a los
hombres instalados en Neltume.
EL COMANDANTE HUMBERTO
Otro dato vital era desconocido por los guerrilleros: gran parte de sus
nombres, al igual que muchos otros de los involucrados en la
Operación Retorno del MIR, estaban en manos de la CIA. La filtración
residía en uno de los puntos neurálgicos de la operación, en el
corazón mismo de La Habana: en el Departamento América. Allí, uno
de los responsables de las triangulaciones y de las rutas de ingreso y
salida de los miristas, el Comandante Humberto, recababa precisos y
oportunos informes para la CIA, que también llegaban a los servicios
de inteligencia chilenos (ver capítulo 28).
Algunos de los guerrilleros llegados a Neltume habían salido hacia
Santiago, iniciándose una red de enlaces para el tránsito entre los
campamentos instalados en la cordillera y los diferentes regionales
del MIR. Uno de aquellos hombres era seguido de cerca y cada uno
de sus contactos minuciosamente registrados y vigilados por los
agentes de la CNI. Fue entonces cuando los servicios de inteligencia
consiguieron localizar la zona donde se había instalado el foco
guerrillero.
A comienzos de junio, el alto mando del Ejército instruyó al
comandante de la IV División, brigadier general Rolando Figueroa
Quezada, para que iniciara operaciones masivas contra un foco
insurgente detectado en la zona comprendida entre los volcanes
Choshuenco, Villarrica y Lanín.
El general Figueroa Quezada puso al frente de la Operación Machete al
coronel Orlando Basauri, quien pidió el inmediato apoyo de
helicópteros Puma y Lama, además de tropas de elite llevadas desde
Santiago a bordo de un avión de transporte CASA. Hasta la zona de
Neltume, a 30 kilómetros de la frontera con Argentina, fueron
trasladados en helicópteros los temibles boinas negras del batallón
Llancahue, apoyados por agentes de la CNI, carabineros y perros
policiales. Los oficiales al mando se instalaron en Liquiñe, Neltume y
en el fundo Huilo Huilo.
Pronto unos dos mil hombres estaban movilizados en operaciones de
rastrillo y peineta, cercando progresivamente a los guerrilleros.
El sábado 27 de junio, a las 11.30 de la mañana, una escuadra de
boinas negras detectó el campamento principal, sorprendiendo a gran
parte de los miristas mientras profundizaban sus refugios
subterráneos (tatoo).
Tronaron las ametralladoras y el desbande fue generalizado. Los
guerrilleros se adentraron en la selva valdiviana abandonando
medicinas, alimentos, armas e incluso una mochila con gran parte de
los planos, mapas y documentos del grupo, fotografías incluidas. Un
número importante logró traspasar el cerco trazado por los comandos
del Ejército. Otros, impedidos de reagruparse, de recuperar sus
armas, sin comida y con crecientes síntomas de congelamiento,
deambularon por la exuberante vegetación cordillerana, sin recibir la
esperada ayuda de los cuadros miristas de Valdivia.
Sorpresivamente, el 21 de julio, gran parte de las tropas abandonó la
persecución, bajando a sus cuarteles en el llano. Sólo quedó un
contingente cercano a los 250 hombres, que prosiguió la búsqueda,
apoyado desde el aire por helicópteros.
Casi dos meses después, en el límite de sus fuerzas, algunos de los
fugitivos intentaron aproximarse a los villorrios y caseríos de la región
en busca de ayuda, decisión que les sería fatal.
Entre el 13 y el 21 de septiembre fueron abatidos siete guerrilleros.
Todos eran originarios de la región, habían sido detenidos y
encarcelados después del golpe. Sus penas habían sido conmutadas
por extrañamiento en Holanda, Suecia, Canadá y otros países, desde
donde retornaron clandestinamente para una aventura fracasada (12).
El 6 de septiembre, La Nación de Buenos Aires denunció el ingreso de
militantes de los Montoneros a Argentina y reveló los síntomas de una
“penetración subversiva realmente grave” hacia Chile, lo que fue
desmentido enfáticamente por la Cancillería (13).
Neltume, no obstante, no detuvo el ímpetu del MIR.
El miércoles 18 de noviembre, Víctor Zúñiga Arellano (el mismo que
conducía la camioneta desde donde se acribilló al coronel Vergara),
Raúl Castro Montanares y Sergio Silva Espinoza, a bordo de una
camioneta Chevrolet C10, dispararon desde escasos metros contra
uno de los vehículos escoltas del jefe del Estado Mayor Presidencial,
general Santiago Sinclair.
Más de 60 disparos traspasaron la carrocería de la patrullera de
Investigaciones que, estacionada desde frente a la casa del militar, en
Eliodoro Yáñez 2880, esperaba la salida del oficial.
La camioneta huyó raudamente por la avenida, dejando a su espalda
los cadáveres de Héctor Henríquez Aliste, inspector; Ricardo Reyes
Urra, detective, y Sergio Osbén Cuevas, conductor.
“EL CARA DE JOTE”
Junto con la entrada del invierno de 1981, los dirigentes de la
Izquierda Cristiana decidieron convocar a una reunión para analizar
las posibilidades de nuevas alianzas y la agitada coyuntura política.
Uno de los asistentes grabó el intercambio de opiniones para enviarlo
a otros miembros de la dirección en el exterior. Pero la cinta fue
interceptada por la CNI. Los efectos de esa operación sólo se
vislumbraron al finalizar el año, cuando los agentes de seguridad
arremetieron frontalmente contra ese partido.
El primer blanco fue un ex regidor por Santiago, Jorge Leiva, para
luego apuntar hacia las figuras claves de ese conglomerado político.
El 28 de noviembre fueron detenidos Ramón Piña y Raúl Reyes
Susarte.
Una semana después, a las 14.30 horas del 4 de diciembre, en la
esquina de Alameda con San Martín, fue detenido en la calle el
economista Sergio Aguiló y trasladado al cuartel de Borgoño, donde
lo mantuvieron durante diez días sometido a feroces apremios.
El 10 de diciembre, los hombres de la CNI irrumpieron en la sede del
Centro de Estudios Económicos Vector, en busca de Pedro Felipe
Ramírez, quien semana tras semana venía anunciando el inminente
deterioro de la situación económica.
Ese mismo día los hombres de la CNI llegaron a CENECA, para
llevarse a su director ejecutivo, al abogado Luis Eugenio Díaz, quien
además era miembro del Grupo de Estudios Constitucionales.
Poco más tarde, a las 21 horas, fueron aprehendidos Germán Molina
Valdivieso y Pablo Fuenzalida Zegers, secretario de asuntos
nacionales y jefe del departamento de regiones de la Comisión
Chilena de Derechos Humanos, respectivamente.
Todos fueron conducidos con los ojos vendados al cuartel de
Borgoño. Allí los obligaron a ponerse overoles y zapatillas para, luego
de un examen médico, dar comienzo a los interrogatorios.
Los colocaron con los ojos vendados en una especie de cama
metálica, desnudos, atados de pies y manos, con cintas metálicas
ubicadas en el estómago, en el pecho, entre los testículos y en la
planta del pie.
Uno de los interrogadores giró una manivela. Se escuchó un zumbido
y una violenta descarga eléctrica sacudió los cuerpos.
En esos días los detenidos pudieron comprobar las preocupaciones
de los hombres de la CNI.
Les inquietaba Eduardo Frei, añoraban al general Manuel Contreras,
reclamaban por sus largos turnos de trabajo y celebraban que de vez
en cuando un alto funcionario del gobierno —al que llamaban El Cara
de Jote— acudiera a presenciar algunos interrogatorios.
34
FUEGO CONTRA EL DÓLAR
El crujido de CRAV fue el comienzo del fin de las grandes ilusiones. Una
tempestuosa recesión haría tambalear al sistema, al cambio fijo y al gabinete. Un
implacable ministro de Hacienda, Sergio de Castro, sufrió durante todo el 81 el
embate de enemigos numerosos y enfurecidos: cuando despuntara el nuevo año,
los presagios oscuros dominarían la escena.

En aquel verano de 1981 la demanda de teléfonos en la zona céntrica


de Santiago subió de manera inesperada. El crecimiento estimativo
fue súbitamente desbordado por ofertas de compra que se
concentraron en el área del centro. Rarezas de la economía de
mercado, pensaron algunos.
Pero no de la economía, sino de La Moneda.
Debido al alza de la demanda, la instalación final en La Moneda de
los equipos que rodearían en los años siguientes al Presidente
Augusto Pinochet tomó algunos días de marzo de 1981.
Un detalle imprevisto había terminado por afectar ese proceso: los
teléfonos. Pese a las previsiones tomadas con antelación, el número
de teléfonos que se necesitaba excedía con mucho los presupuestos
establecidos. Una bultosa cuenta esperaba en la Compañía de
Teléfonos y, sin embargo, seguían faltando líneas.
Un oficio de la Presidencia encontró la solución: los servicios públicos
que estuvieran instalados en el centro debían donar líneas a La
Moneda. Ministerios y dependencias habrían de deshacerse de
algunas líneas para completar las varias decenas que el palacio
presidencial requería. Cuando las donaciones tuvieron lugar, el
problema se traspasó a los donantes, que, con cargo a sus propios
presupuestos, salieron a buscar teléfonos para recuperar las líneas
perdidas.
Fue uno de esos teléfonos el que logró congelar el primer conflicto
surgido al amparo de la nueva posición del Ejecutivo. Se trató de un
conflicto menor, pero en su momento puso en ascuas la relación entre
la Junta, que se quedó en los pisos del Diego Portales, y el Ejecutivo.
La reestructuración de las plantas de personal y el nuevo
encasillamiento de los funcionarios favoreció a quienes se fueron a La
Moneda y perjudicó a los que se quedaron en el Legislativo. Pero,
sobre todo, motivó un reordenamiento general de los aparatos de
asesoría.
Cierto día, el almirante José Toribio Merino notó que en las plantas de
la Junta subsistía la presencia del Comité Asesor de la Junta, aquel
viejo organismo nacido tras el golpe que había cobijado a la joven
intelligentsia militar. El COAJ estaba ahora bajo el mando del general
Roberto Guillard, también cabeza de Conara y ministro de Vivienda.
—Se acabó —dijo el almirante—. Yo no voy a permitir que se llame
Comité Asesor de la Junta a algo que jamás ha asesorado a la Junta.
La protesta llegó enérgicamente a La Moneda. Unos días de nerviosa
deliberación permitieron dar con la solución. El COAJ se convertiría
en lo que de verdad era desde tiempo atrás, un Comité Asesor
Presidencial, COAP. Habría que dar algún plazo a los asesores
jurídicos para que prepararan el cambio.
El sábado 21 de marzo, poco después de las 10, un incendio feroz
estalló en el piso once de la torre Santa María, el edificio más alto de
Santiago y la sede del grupo BHC, uno de los más poderosos
imperios financieros del momento. Once personas murieron esa
mañana. Pero nadie creyó que fuera un presagio de algo terrible.
No era época de presagios: sólo unos meses antes, la bonanza de las
cifras había llevado a decir al propio Presidente que a fines de los 80
uno de cada cinco chilenos tendría televisor, y uno de cada siete,
teléfono y auto (1).
AZÚCAR AMARGO
El lunes 4 de mayo de 1981, Jorge López Titus convocó a la prensa.
Era un llamado infrecuente: hubo quienes creyeron que se trataría de
alguna operación de relaciones públicas.
Pero López quería hacer el más delicado anuncio de los últimos
meses: la empresa azucarera CRAV, de la cual era gerente general,
pediría autorización al Ministerio de Hacienda para paralizar las
faenas de su planta de Viña del Mar. Dio razones de peso: desde el
año 79, cuando la autoridad había bajado el arancel para el azúcar
importada a un diez por ciento, el negocio nacional había pasado a
ser poco rentable.
A decir verdad, la política arancelaria había llegado, a través de
distintas etapas, siguiendo un plan diseñado por el asesor de
Hacienda Sergio de la Cuadra, a establecer barreras parejas y bajas.
El diez por ciento había sido planteado como la meta ideal, pero ello
sólo se supo después de sucesivas aproximaciones que se iniciaron
en 1974. En todo caso, mal podía CRAV argumentar que la reducción
arancelaria la había pillado en descampado.
El anuncio de López tuvo un efecto inmediato: en cuanto se publicó,
la Bolsa decretó que las acciones de CRAV dejaran de transarse,
hasta aclarar la situación de la empresa. Una primera versión permitió
saber que cerca de 300 millones de dólares estaban comprometidos.
La explicación sobrevino en seguida. En menos de un año, el precio
del azúcar había caído a un tercio del valor que tenía en 1980 (2).
Pero la caída en los precios era insuficiente para explicar tan severas
medidas.
CRAV era una de las más grandes empresas del país y tras su
centenaria existencia —que la había convertido en una tradición de
Viña del Mar— se encontraba la gestión de la familia Ross.
A la cabeza de CRAV estaba Jorge Ross Ossa, sobrino nieto de
Federico Santa María, el magnate del azúcar que en el siglo pasado
había puesto de rodillas a los consumidores y a los consorcios
europeos, mediante compras fabulosas de stock azucarero. Ross,
vinculado a la familia Edwards, conocía las más recónditas
intimidades de casi todos los grupos surgidos bajo el régimen militar.
Durante la UP, el temor a la expropiación había incentivado el
traspaso de negocios de CRAV a la sociedad anónima Forestal, que a
la postre daría origen al grupo Cruzat-Larraín. Con el nuevo régimen
había conseguido que por decreto ley se subsidiara la producción de
su compañía, con aportes que debía devolver y que más tarde, por un
nuevo decreto, ley, fueron absorbidos definitivamente por el Estado
(3).
Ross logró constituir un conjunto de negocios lo suficientemente
poderoso como para ser considerado un grupo con vida propia. Ese
año, un fondo mutuo (La Alborada) y un consorcio de seguros
(Protectum) se sumaron a otras sociedades cuyo capital podía
medirse en millones de dólares: Craval, Codina, Conafe, Invasa, Los
Andes, Agrícola y Comercial Chile. En esa etapa de grandes
expectativas, Ross había tratado de concentrar al máximo la
propiedad de los negocios del azúcar, jugando a una maniobra de
insospechada audacia: esperar el alza del precio internacional. Pero
ello no sólo no ocurrió, sino que el mercado se vino al suelo.
Los vencimientos comenzaron a estrangular al grupo ya a comienzos
de 1981. Pero ni Ross ni sus amigos parecían afectados. Su antiguo
socio, Manuel Cruzat, principal accionista de Copec, lo había
nombrado en la presidencia de esa poderosa empresa confiando en
la enorme capacidad de maniobra de Ross.
Copec había sido considerada “empresa estratégica”, por lo que tenía
en su directorio a un miembro de cada una de las ramas de las
Fuerzas Armadas. Ahora que las finanzas estaban rindiendo frutos,
se quería que Ross consiguiera sacar a los uniformados. Y en febrero
del 81, Ross había obtenido la derogación de ese molesto decreto ley
1136.
La gratitud por esa gestión y la amistad de años, ya que no la
prudencia, hicieron que Cruzat consiguiera la reelección de Ross a la
cabeza de Copec, aun después de la caída de CRAV.
La notificación de cese de faenas sembró el pánico en un sistema de
pequeños acreedores que ya se veían en problemas. 18 días
después del comunicado, la proveedora Inter Chile, premunida de un
pagaré vencido por tres mil 800 dólares, pidió la quiebra de CRAV.
Entonces comenzó la estampida. Codina debió pedir la quiebra para
sí misma. Luego cayó La Alborada, que había invertido en acciones
de CRAV, Craval, Codina y Conafe, las que a su vez eran dueñas de
La Alborada (4).
El Banco de Santiago (Cruzat) se dejaría caer más tarde con una
denuncia por contrabando, y el Banco del Estado con una querella
por la desaparición de varios miles de toneladas de azúcar dadas en
garantía.
Para junio, la situación se había vuelto caótica.
En silencio, pero siguiendo paso a paso la evolución de los hechos, el
equipo económico de gobierno guardaba para sí la preocupación por
el impacto que en la comunidad de negocios produciría la caída del
grupo Ross. Con esa reserva, ese mes viajaron a Estados Unidos el
ministro de Hacienda Sergio de Castro, el empresario y cabeza del
grupo BHC, Javier Vial, y el abogado de CRAV y del grupo Edwards,
Carlos Urenda Zegers.
La misión era confidencial y altamente sensitiva: informar a los
banqueros que el derrumbe de CRAV se debía a un mal cálculo
especulativo, y que en ningún caso afectaría a la política económica
ni a la prosperidad del sistema financiero chileno. La visita tuvo
efectos positivos: otros seis mil millones de dólares del exterior
entrarían al país en el segundo semestre del año.
CUATRO PARA LAS CUEVAS
En julio, los síntomas de una recesión internacional prolongada y
fuerte, que afectaría los precios de las materias primas y la
disponibilidad de dólares en el mercado mundial, eran considerables.
Pero los economistas seguían sin ponerse de acuerdo. Para muchos,
todavía era posible que la recesión pasara rápido; algunos caerían en
el camino, pero los más solventes se mantendrían en pie. En los
círculos financieros del extranjero se apostaba a un ajuste recesivo de
unos seis meses; sólo los especialistas del Banco Morgan predecían
que la cosa sería más larga. Pero el optimismo de la banca
norteamericana era escasamente consecuente con sus propias cifras:
cada vez había más dificultades para conseguir recursos.
Un frente inesperado amenazaba en esos días con romper el severo
marco impuesto por el gobierno para afrontar su futuro cercano.
A medida que el ministro del Trabajo, Miguel Kast, había ido
extendiendo la aplicación del Plan Laboral a todos los sectores, la
resistencia había ido disminuyendo. Con una excepción: la
Coordinadora Nacional Sindical (CNS), encabezada por Manuel
Bustos y Alamiro Guzmán.
El gobierno no desconocía la filiación democratacristiana de Bustos,
pero sabía que en el seno de la CNS participaban militantes del PC;
la propia Radio Moscú se cuidaba de subrayarlo cada vez que podía.
A comienzos de julio, el Presidente ordenó al ministro del Interior,
Sergio Fernández, que expulsara del país a Bustos y Guzmán. El
argumento se buscó a toda prisa: la CNS carecía de personería y se
arrogaba una representatividad que la ley desconocía. En unas horas
se preparó la operación. Cuando estuvo lista, hubo un consejo de
gabinete. Pinochet se acordó repentinamente del tema.
—Bueno, ministro —dijo—, ¿ya está afuera ese Bustos?
Los asistentes enmudecieron.
Fernández explicó las razones del retraso. Entonces pidió la palabra
el titular de Minería y creador del Plan Laboral, José Piñera.
—Presidente —dijo—, si me permite: creo que sería un inmenso error
echar a esta gente. Aquí no los oye nadie, pero afuera van a causar
mucho daño.
Piñera se explayó en su oposición a la medida. No era usual que un
ministro interviniera en un área que no fuera de su competencia, así
que la mayoría guardó silencio. Cuando terminó, algunos expresaron
su acuerdo.
—Ministro Fernández —cortó Pinochet—, detenga la expulsión hasta
nueva orden. Pero métalos presos.
Los dirigentes de la CNS fueron detenidos el 9 de julio.
El 10, en el recinto de la Vicaría Pastoral Obrera, se constituyó un
Comité de Defensa de la Libertad Sindical, integrado por políticos y
dirigentes de las más diversas tendencias (5).
Indignado, Pinochet convocó esa tarde a su despacho a Fernández y
al ministro jefe del Estado Mayor Presidencial, general Santiago
Sinclair. La formación del Comité lo tenía enardecido. Propuso
entonces que se ordenara de inmediato el estado de sitio. Fernández
discutió la conveniencia de la medida; afectaría la imagen exterior y
podría desatar reacciones internas. Una expulsión masiva, entonces.
Fernández volvió a replegarse: tal vez se podrían estudiar algunos
casos selectos; eso sería recibido como advertencia y como castigo
suficiente.
El 4 de agosto, Kast cumplió con una instrucción que debía ser
previa: advertir que el gobierno no aceptaría el desconocimiento de su
legalidad laboral.
A las 6 de la mañana del martes 11 de agosto salieron de
Investigaciones las patrulleras que debían arrestar a Carlos Briones
(PS), Orlando Cantuarias (PR), Jaime Castillo Velasco (PDC), y
Alberto Jerez (IC). Dinacos explicó más tarde la selección diciendo
que los cuatro se habían comprometido a respetar la legalidad.
Castillo, que resistió su detención, fue arrastrado y sacado en vilo de
su casa. Los cuatro fueron llevados hasta el paso cordillerano de Las
Cuevas, y expulsados hacia Argentina (6).
39 PESOS
Las expulsiones podían poner provisorio fin a la incipiente agitación
sindical, pero no a las dramáticas señales provenientes de la
economía.
Las exportaciones venían cayendo desde fines del 80 y los costos
internos seguían subiendo.
Aunque la construcción y los servicios financieros (los bienes no
transables) seguían creciendo, la mayoría de los productores
nacionales empezaban a sentirse asfixiados por la disminución de sus
utilidades.
El dólar, que el ministro De Castro había fijado en 39 pesos desde
junio de 1979, en vista de la reducción de las expectativas
inflacionarias, comenzó a ser mirado con recelo.
Tímidamente primero, y en público luego, los sectores productivos
iniciaron el ataque contra el dólar fijo. Los 39 pesos pasarían a ser un
símbolo de la intransigencia en cuestión de semanas.
La paradoja fenomenal consistía en que De Castro era por doctrina
contrario al dólar fijo. La teoría monetaria de Friedman, de Chicago, y
de todo el pensamiento neoliberal, proclamaba la total libertad
cambiaria, el reinado pleno del dólar flotante. Pero poco después de
iniciarse la política del régimen militar, De Castro había notado que la
sensibilidad del dólar era extrema.
Y había una explicación: en una economía pequeña, totalmente
abierta, fundada en gran medida en el comercio, el dólar podía ser un
factor de especulación. Para evitar ese riesgo, era mejor pegarse a la
moneda de la metrópoli comercial. Pegarse, pues, al dólar,
estableciendo una paridad fija, era visto como una medida que
garantizaba una inflación tan baja como la que EE.UU. tuviera.
La inflación era el más temible término que podía usarse ante la
cúpula militar: cualquiera que prometiera reducirla al mínimo sería
bienvenido.
Consciente de que la presión sobre el dólar empezaba a subir, y que
consejos de la más diversa naturaleza estaban llegando a los oídos
del Presidente, De Castro decidió advertir sobre la inminencia de la
recesión y el carácter metódico de las medidas del gobierno.
El viernes 24 de julio, el ministro se enfrentó a una cadena nacional
de radio y TV e hizo un discurso doctrinario, redactado con la ayuda
de Jaime Guzmán, que constituía un balance de los éxitos del modelo
y una advertencia para los tiempos difíciles (7).
No hubo muchos que detectaran en su momento lo excepcional que
era aquel mensaje.
Pero en agosto, cuando las quiebras comenzaron a tocar las puertas
de algunas grandes fábricas (las textiles, primero), la alarma empezó
a generalizarse.
De Castro conocía por dentro la situación de los grandes grupos
financieros. Sabía que en buena medida su suerte pendía de un hilo:
si el flujo de crédito externo disminuía, algunos podrían
desbarrancarse. Ya había hecho notar su molestia por la voracidad de
ciertos conglomerados. Cuando el BHC se hizo cargo del debilitado El
Tattersall, De Castro advirtió que el dinero de cientos de ahorrantes
podía estarse usando para inversiones dudosas y rescates inciertos
de empresas falentes, mediante operaciones cruzadas.
De esas constataciones surgió el proyecto de una nueva ley de
bancos, que aumentaría severamente el poder fiscalizador del
Estado. La ley, estudiada en celoso secreto, salió el 19 de
septiembre, con tanta prisa, que se olvidaron las firmas de la Junta.
Una edición corregida del Diario Oficial debió reparar la omisión al día
siguiente.
EL CALLEJÓN DE LOS SALARIOS
La polvareda levantada en los bancos, de cuya asociación era
presidente Javier Vial, no pudo ser mayor por una circunstancia casi
fortuita: a comienzos de octubre, la Caja Reaseguradora pidió la
quiebra de los seguros Lloyd de Chile.
Lloyd, que pertenecía al grupo Sahli-Tassara, maniobró a última hora
y logró presentar un plan de pago avalado por la Financiera de
Capitales, también del mismo grupo. Pero era vox populi que la
Financiera se sostenía en el respaldo del Banco Español; a su turno,
éste venía dando señales de dificultades, de entre las cuales la peor
fue la que entregó el Banco Santander: interesado en comprar la
institución, realizó una auditoría interna y decidió suspender la
operación por 90 días.
La presión comenzó a canalizarse entonces por otros lados.
Los gremios empresariales, que hasta entonces no habían tenido una
decisión muy fuerte para emprenderlas contra el dólar fijo, iniciaron
aproximaciones directas hacia el Presidente, a través del general
Sinclair. Varias reuniones con dirigentes sectoriales tuvieron lugar en
esos días (8). No consiguieron demasiado: un reglamento antidumping
protegería el precio de los productos nacionales contra los subsidios
extranjeros; la política arancelaria no se tocaría.
De Castro ponía el otro ingrediente: tampoco se tocaría el dólar a 39.
El tema no podía siquiera ser mencionado en su presencia. Amigos y
colegas del ministro recibían una seca despedida cada vez que
intentaban hacerlo.
Los propios sectores empresariales empezaron a difundir la versión
de que De Castro saldría en cualquier momento, que el gobierno no
resistiría su porfiada insistencia en el dólar fijo (9).
Pero el ajuste debía venir.
Mal o bien, esta conclusión dramática era compartida por todos los
economistas. De Castro lo sabía también. Y menos ignoraba que
habría sólo dos caminos: bajar el gasto mediante una restricción
fuerte del consumo, determinada principalmente por la caída de los
salarios; o devaluar el dólar, haciendo recaer el peso del ajuste sobre
los deudores, que verían automáticamente incrementados sus
compromisos.
Era un callejón sin salida.
Los salarios estaban indexados (o sea, crecían según el IPC) a la
inflación interna desde 1979, cuando se dictaron los primeros
decretos leyes del Plan Laboral. En Hacienda se decía que ese precio
había pagado Piñera para sacar su Plan Laboral en un momento en
que el régimen se negaba a abrir el canal sindical.
Los economistas sostenían que la indexación volvía rígido el
funcionamiento de la economía, porque hacía subir los costos
internos. Los empresarios que exportaban seguían recibiendo el
mismo valor por sus productos (debido al dólar fijo), pero sus gastos
subían porque debían aumentar los salarios.
A su turno, el dólar comprometía a gran parte del aparato productivo y
a la totalidad del sistema financiero, que había contraído grandes
deudas de corto plazo.
Para evitar que la situación continuara agravándose, el anterior
presidente del Banco Central, Alvaro Bardón, había conseguido que
el equipo económico lo autorizara a poner limitaciones a los nuevos
créditos. Se había establecido que los nuevos créditos externos no
podían ser pagaderos a menos de dos años plazo, y se había
impuesto un fuerte encaje para los nuevos créditos que se contrajeran
entre dos y cinco años plazo. Pero la medida era puramente
preventiva: el endeudamiento estaba ya asumido, y seguía
aumentando.
Lo agravaba la liberalidad de la ley con los grandes grupos
económicos, que podían cruzar y entretejer deudas y préstamos.
Así que, a juicio del equipo económico, el verdadero meollo del
problema estaba en los salarios indexados: al no poder modificar esa
situación, veían que la presión se iba concentrando sobre las tasas de
interés, que empezaban a subir con alarmante rapidez: el dinero
costaba cada día más caro. Para fines de año, las tasas estarían ya
en el 2,5 por ciento mensual, por sobre todos los niveles calculados.
Ese síntoma permitía prever que el ajuste sería pagado finalmente
por los deudores, que estaban sufriendo las alzas de sus
compromisos pendientes. Los deudores eran una masa informe de
muy diversa cuantía. Iba desde los grandes grupos cuyo capital podía
tasarse en decenas de millones de dólares, hasta la clase media
embarcada en autos, electrodomésticos y pequeños bienes de
capital. La disyuntiva parecía inmovilizar al gobierno.
El general Sinclair, que había visto el tono hostil del empresariado,
inició entonces discretos sondeos en el gabinete. Encontró algo: el
ministro Piñera era partidario de devaluar. Sugirió al Presidente que
conversara con él. Piñera expuso, por segunda vez, sus argumentos.
La noticia de su desacuerdo no tardó en filtrarse en el gabinete.
UN PROYECTO BAJO EL BRAZO
De Castro decidió entonces que había que hacer algo.
Miguel Kast, que compartía tanto su visión de la política económica
como la apreciación de que había que mantener el dólar a 39,
coincidía también en que los salarios eran un verdadero obstáculo. Y
en una doble dimensión: en el hecho de que se reajustaran por el
IPC, lo cual hacía subir los costos y los precios internos; y en el que
existiera un salario mínimo, que ponía un piso a la contratación de
mano de obra e incidía sobre los costos y la desocupación.
Ambos estuvieron de acuerdo: habría que proponer una rebaja de los
salarios del sector público. Kast preparó un proyecto que alcanzó a
entrar a la antesala de La Moneda. Fue rechazado ipso facto: apenas
unas semanas antes se había concedido un reajuste del catorce por
ciento, y el gobierno sentía vivamente los beneficios políticos de
aquello. Desalentado pero no derrotado, Kast volvió a la carga, ahora
con un proyecto para eliminar el salario mínimo.
Para no repetir la experiencia anterior, se movió en fatigosas
entrevistas individuales con la Junta y el gobierno, explicando la
necesidad de la medida. Lentamente, con paciencia, sin descanso,
como solía hacerlo, fue obteniendo asentimientos. Llegó, en un
momento, a la convicción de que se conseguiría promulgar la ley. Su
proyecto, avalado por De Castro, había logrado circular con sigilo en
la cumbre del poder. Era uno de esos proyectos que, con pérfida
ironía, en el gabinete se conocían como “axilares”, porque se
asociaban a la imagen de secretos propiciadores llevando una
secreta carpeta bajo el brazo.
Pero el general Sinclair, que había oído la opinión de Piñera sobre el
dólar, decidió salir al paso de la operación. Inesperadamente,
convocó a La Moneda a De Castro, Kast y Piñera; al ministro de
Economía, general Rolando Ramos; al director de Odeplan, general
Luis Danús; al ministro del Interior, Sergio Fernández; a la ministra de
Justicia, Mónica Madariaga; y al director del Trabajo, Ramón Suárez.
La cita, misteriosa para la mayoría, tuvo lugar en el salón amarillo,
cerca de la Presidencia. Antes de entrar, Kast pidió a algunos de los
asistentes que le prestaran apoyo. Algo raro estaba pasando.
Cuando estuvieron todos, se incorporó Pinochet.
Sinclair pidió a De Castro que expusiera el proyecto. Luego le cedió la
palabra a Kast. Ambos defendieron la eliminación del salario mínimo
señalando la conveniencia de comenzar a enfrentar gradualmente el
ajuste que de todas maneras tendría que sufrir la economía. Con
pesadumbre, otros de los asistentes dijeron comprender también la
situación. Kast añadió algo dramático: si no se liberaba el salario,
crecería el desempleo, porque los empresarios preferirían no tener
más gente antes que pagar sueldos imposibles.
Danús y Sinclair callaron.
Entonces habló Piñera.
Dijo, tajantemente, que desempleo y salario mínimo nada tenían que
ver. Explicó que, siendo también partidario de salarios entregados al
mercado, creía que una economía pequeña debía poner ciertas
limitaciones. Usaba así el mismo argumento con que De Castro se
afirmaba en el dólar fijo. Expuso su tesis de que el Estado debe
cumplir con su papel subsidario ayudando a los más desposeídos, o
protegiéndolos al menos del abuso. Se explayó en la necesidad de
controlar los salarios de la gente más pobre y sin educación y advirtió
sobre las consecuencias de un estallido social en un momento en que
la tensión comenzaba a sentirse ya en las calles.
Los demás ministros quisieron replicar, pero el asunto era claramente
irritante para el Presidente. Este decidió zanjar lo que se veía venir
como una polémica más ácida que razonable.
—El señor Piñera tiene la razón. Se retiran los ministros.
De Castro se paró enojado y espetó un par de imprecaciones contra
Piñera, imputándole su intromisión en un tema que no le competía;
Kast diría después que se sintió atacado personalmente; Piñera se
retiró tras defender su posición afirmando que era ministro del
Presidente, y no del titular de Hacienda (10).
Las relaciones quedarían deterioradas.
AL BORDE DEL ABISMO
La contenida crisis en el sistema financiero se hizo evidente en el
último trimestre del 81. Para entonces ya se sabía que el 46 por
ciento, casi la mitad, del capital de los bancos y las financieras estaba
comprometido en carteras riesgosas. Las cesaciones de pagos se
multiplicaban e iban produciendo un “efecto dominó” sobre el
mercado de capitales.
El lunes 2 de noviembre, usando las disposiciones de la nueva ley, la
Superintendencia de Bancos decretó la intervención de cuatro bancos
y cuatro financieras cuya insolvencia le pareció evidente: Banco
Español, Banco de Talca, Banco de Fomento de Valparaíso, Banco
de Linares, Financiera Cash, Finansur, Compañía General Financiera
y Financiera de Capitales.
Cinco grupos fueron tocados por la intempestiva decisión, pero el más
grande de entre ellos recibió un golpe fatal: Sahli-Tassara (11).
Raúl Sahli y Mauricio Tassara llevaban tres años de esfuerzos por
crecer. Se habían asociado poco después del golpe. El primero era
un empresario de vasta experiencia, que había estado a la cabeza de
la Sofofa y a cargo de varias empresas de la Corfo después de la
irrupción de los militares. El otro, un joven ingeniero comercial de
mente rápida y audaz, también había sido puesto al frente de
empresas de la Corfo. De aquella relación surgió una sociedad que
tuvo un golpe de suerte: la oportuna compra de otro negocio de la
Corfo, licitado como casi todos, los había embarcado en el floreciente
rubro de las semillas, primero, y, luego, de la producción agrícola.
Se habían expandido hacia el área financiera después de comprar al
grupo Puig la Compañía General Financiera, los seguros Lloyd y el
Banco Español. Ahora, en medio de la crisis, pensaban vender el
Banco Español al Banco Santander, pero éste, cauteloso, había
congelado la operación (12).
La intervención pudo dar origen a una corrida contra todo el sistema
financiero, si el Banco Central no se hubiera apresurado a garantizar
los depósitos de los ahorrantes a través de un comunicado ordenado
por su presidente, Sergio de la Cuadra.
Esa misma tarde, el Segundo Juzgado del Crimen ordenó la
detención inmediata de los dos máximos ejecutivos del grupo.
Dinacos se contactó con algunos medios de comunicación para pedir
que la noticia se tratara con mesura.
Sobre la marcha se agregó un aumento radical en el encaje bancario
para depósitos a corto plazo y depósitos a la vista.
En 60 días, el salvavidas arrojado por el Estado a los bancos trepó
hasta los 300 millones de dólares. La pérdida era, sin embargo,
incomparablemente menor al costo político y social que hubiera
tenido la simple quiebra de las ocho instituciones.
Ese salvavidas sería, a la postre, tan fatal como la quiebra. El
respaldo del Estado sembró la idea de que los bancos no podrían
quebrar, porque el Banco Central lo impediría. Se podía seguir, pues,
invirtiendo dinero para aprovechar las tasas de interés. La plata dulce
estaba a la mano.
LUCES ROJAS
Empeñado en la idea de echar a andar su universidad privada, y
estimando que ya había sobrepasado con mucho sus planes de
permanecer en el gobierno, José Piñera redactó una extensa
renuncia al gabinete, que fechó y entregó a comienzos de noviembre.
Pinochet no quería perder de vista al economista que le había echado
a andar tres de sus modernizaciones. Le ofreció entonces, puesto que
el tema le interesaba, la cartera de Educación. Pero Piñera tenía una
decisión irrevocable.
Ese mes comenzó la búsqueda del nuevo gabinete. Complicado por
el manejo interno, Pinochet pidió a todos los ministros que lo dejaran
en libertad de acción.
Un caudal de rumores sobre los cambios inminentes se extendió por
el gobierno. Por primera vez, el propio Sergio Fernández parecía
involucrado en ellos. Y las versiones no carecían de base. Fernández
había creado, años antes, los llamados consejos de ministros, donde
los secretarios de Estado sesionaban bajo la presidencia del titular de
Interior. Se diferenciaban en eso de los consejos de gabinete, que
eran con Pinochet.
Muchos ministros deseaban esos consejos: sentían que en ellos se
podía polemizar más abiertamente, sin el peso de la presencia del
jefe. Muchas cosas podían ventilarse sin temor. Pero de pronto, sin
decir agua va y bajo la aparente influencia de algunos consejeros de
palacio, el Presidente había prohibido a Fernández que siguiera con
los consejos de ministros.
—Alguien le anduvo diciendo —comentaría después amargamente el
jefe de gabinete— que yo quería mandar más...
Pero el cambio de aquel fin de año fue menos dramático de lo que se
decía.
El ex vicepresidente del Banco Central, Hernán Felipe Errázuriz, fue
llamado para suceder a Piñera en Minería; en Defensa, el teniente
general Washington Carrasco sucedió a Carlos Forestier (su lugar
como vicecomandante en jefe del Ejército fue ocupado por Julio
Canessa); como viceministro de Relaciones Exteriores regresó de
Punta Arenas el general que había sido el “cerebro” de los primeros
años, Sergio Covarrubias; y en Odeplan entró el general Luis Danús.
Este último fue, en verdad, el cambio más traumático. La feroz crítica
contra los grupos y el manejo financiero se había desviado hacia esa
repartición, a la que se solía culpar por el proceso de privatizaciones y
por los planes que se diseñaban para desarticular las restantes
grandes empresas. Su titular, Alvaro Donoso, continuador de Kast,
sabía desde el mes anterior que su destino estaba sellado; los
hombres de Odeplan sabían que el general Danús vendría a
congelar, cuando menos, los proyectos de dividir las empresas
estatales para crear holdings descentralizados (13).
Danús notó la hostilidad. El propio De la Cuadra, a cargo del Banco
Central, hizo saber que lo consideraba un nombramiento “político”.
Pero la tarea de desmontar el polvorín en que se había sentado la
economía chilena parecía estar por encima de esas rencillas.
A poco de asumir, el propio Pinochet encargó a Danús que preparara
una detallada exposición sobre la situación de los grupos y la forma
en que habían manejado sus empresas relacionadas.
Aunque por esas fechas en los consejos de generales se habían
dejado de abordar temas políticos y económicos, la exposición de
Danús sería frente a los más altos oficiales del Ejército. La reunión se
prolongó por varias horas. Un callado sentimiento de ira se había
extendido entre los oficiales. Pero las informaciones eran
contradictorias.
A fines del 80, preocupado por la lentitud de los procesos y la
incidencia de esa traba en el fluir de la economía, De Castro había
propuesto a la ministra de Justicia que pusiera a su gente a trabajar
en reformas rápidas y profundas. La ministra había respondido que en
su Ministerio no podría. Debería crear una comisión ad hoc.
—Yo te la financio —había dicho De Castro—. Nómbrala tú. Pero
luego, por favor.
El subsecretario Francisco José Folch había ubicado un
departamento en calle Bustamante, cerca de la casa de la ministra, y
ahí se había instalado la comisión. Se integraron a ella Arturo
Alessandri Cohn, como coordinador; Juan Carlos Dörr, abogado de El
Mercurio; Mariela Corral, jefa de gabinete de Economía; Eugenio
Valenzuela Somarriva, miembro del Tribunal Constitucional; Roberto
Guerrero, fiscal del Banco Central; Ricardo Rivadeneira, del Consejo
de Defensa del Estado, y Ramón Suárez, director del Trabajo.
El propósito de agilizar la administración de justicia fue muy
rápidamente perturbado por la oposición del presidente de la Corte
Suprema, Israel Bórquez, a introducir la computación.
Lentamente, la “Comisión Bustamante” fue derivando hacia otras
esferas: preparó los decretos con fuerza de ley para reorganizar las
universidades, desarrolló un proyecto de ley antiterrorista (que fue
rechazado) y prestó asesorías en otros temas.
A fines del 81, la ministra pidió algo especial a su comisión: elaborar
un estudio sobre el estado de los grupos económicos. El trabajo fue
breve y el resultado, magro: la “Comisión Bustamante” entregó dos
carillas opinando que no habría razones para tocar a los grupos. El
informe llegó a manos de Pinochet junto con otras contradictorias
estimaciones sobre lo mismo.
A la inversa, los propios grupos prendieron las señales de alarma. En
el BHC, Rolf Lüders, que asumió como vicepresidente ejecutivo, le
propuso a su socio principal, Javier Vial, realizar una proyección con
variables pesimistas sobre el futuro del conglomerado. Vial aprobó la
idea. Lüders se puso a la cabeza del estudio y, con el jefe del
departamento de estudios, Alfredo Vidaurre, llegaron a la conclusión
de que en unos cuantos meses enfrentarían una crisis (14).
La recomendación fue sintética: iniciar la venta de algunos activos
grandes e informar de inmediato a las autoridades. Vial aprobó ambas
cosas. Lüders se entrevistó con De Castro, expuso crudamente la
situación del grupo y adelantó las medidas que adoptarían.
De Castro le sugirió informar lo mismo a De la Cuadra, a Arsenio
Molina, superintendente de Sociedades Anónimas, y a Boris Blanco,
un ex socio del grupo que ahora era superintendente de Bancos.
Las luces rojas estaban encendidas.
La presión sobre la moneda dura salía de control.
En 18 días del febrero siguiente, 190 millones de dólares de las
reservas serían devorados por quienes, obviamente, esperaban la
devaluación.
El dólar no aguantaba más; o mejor dicho, no aguantaban ya quienes
lo sostenían.
De Castro intuía que quedaba poco tiempo.
35
EL VERANO DURO DEL 82
La repentina muerte de Eduardo Frei Montalva, un ex Presidente cuyo liderazgo
era escasamente discutido en la disidencia al régimen, desoló el panorama político
de comienzos de 1982. A esa muerte sucedería el inaudito crimen de otro líder, un
“viejo crack” sindical cuyo poder era temido.

El ex Presidente Eduardo Frei Montalva cumplió 71 años el 16 de


enero de 1982.
Ni la edad ni los nuevos tiempos habían conseguido minar su
condición de líder indiscutido de la Democracia Cristiana y, por lo
tanto, del mayor sector opositor al régimen.
Era sabido que el gobierno seguía con detalle la actividad de Frei. Se
temía en el Ejecutivo que cualquier conjunción de fuerzas
desfavorables —económicas, políticas, sociales— hiciera resurgir un
sentimiento que parecía latente: el ex Presidente podía ser la
alternativa.
Es un hecho que el régimen le temía mucho más a esa figura que a
su partido.
Pero en aquel presagiante fin del 81, cuando el fantasma de una feroz
recesión económica se veía en el horizonte, Frei llevaba ya varios
meses sufriendo los síntomas de la esofagitis, una dolencia incómoda
e ingrata. Por eso decidió, en noviembre del 81, someterse a una
operación quirúrgica. No era estrictamente necesario, pero lo prefería
así. Quería resolver esa molestia de una vez. Su mal podía curarse
con tratamiento médico o con cirugía: se trataba de corregir una
malformación en el esófago. La cirugía se recomendaba sólo si un
prolongado tratamiento de varios meses no daba resultados.
Enfrentando el problema, Frei preguntó si era operable. Los médicos
le dijeron que sí. Inquirió detalles: ¿se podría hacer en Chile? Le
respondieron que sí, y que también en el extranjero. En ambos casos
se podía garantizar que los resultados serían similares. Así, con la
recomendación de varios médicos, Frei decidió operarse de la hernia
al hiato que para corregir el ensanchamiento del orificio que separa el
esófago del estómago, origen del reflujo gastroesofágico (el ácido
clorhídrico del estómago que sube al esófago, produciendo efectos
corrosivos).
Aunque los resultados fueron considerados muy satisfactorios por los
médicos, a los diez días se iniciaron ciertas grandes e inesperadas
molestias. Los exámenes permitieron establecer que había ahora una
obstrucción intestinal por adherencias. La adherencia es un fenómeno
en el que los tejidos de dos órganos distintos de la cavidad peritoneal
se pegan, debido a que al abrirse el estómago se reseca el líquido
que lubrica esa zona y permite el libre roce y desplazamiento de los
intestinos y otros órganos alojados en el peritoneo.
Hasta allí, la situación estaba bajo control.
La nueva operación se realizó el 6 de diciembre y —aunque las
adherencias encontradas comprometían una zona bastante extensa,
incluido un trozo de intestino— fue considerada normal. Al día
siguiente sobrevino la sorpresa: el ex Presidente sufrió un shock
séptico por reacción al virus Proteus Providence. Diagnóstico de
estado: grave. Urgidos por el abrupto deterioro de la situación, los
médicos decidieron intervenir nuevamente, en procura de erradicar la
infección. El martes 8 procedieron. Frei reaccionó bien; bajó su
temperatura, pero su estado se mantuvo grave.
El shock acarrea a una persona en ese estado más complicaciones,
que comprometen a otros órganos hasta entonces no dañados. Por
eso, por ejemplo, para aliviar sus funciones, debió efectuársele una
hemodiálisis adicional (conexión a un riñón artificial). También hubo
que conectarlo a un aparato de respiración mecánica, pese a la
evidencia de que ello implicaría aumentar los riesgos de infección y
crear complicaciones pulmonares.
Cuando la infección se expande, en la cavidad peritoneal se crea pus:
otra vez en este caso, es necesario operar para sacarla. Los
abscesos infecciosos persistentes llevaron a los médicos a la
conclusión de que era inevitable una cuarta operación.
La nueva intervención tuvo lugar el 17 de diciembre: intentaba limpiar
la cavidad peritoneal y eliminar abscesos infecciosos. El cuadro se
había complicado extremadamente y ya derivaba en una falla
multisistémica: el organismo entero del ex Presidente parecía
asaltado por el mal.
La preocupación de la familia —que ocupaba una habitación contigua
en la Clínica Santa María—, de los médicos, de los amigos y de la
opinión pública nacional y extranjera habían comenzado a crecer con
el paso de los días.
Numerosas misas se realizaban en todo el país para pedir por su
mejoría.
La serie trágica de complicaciones tenía desconcertados a los
médicos: si bien cada uno de los efectos tenía una razón médica,
nadie podía sustraerse al hecho de que se había tratado en su origen
de una operación simple, de bajo riesgo, que derivó en lo que
vulgarmente se denomina “apendicitis pasada”. ¿Cómo podía ocurrir
aquello?
—Se dieron todas las complicaciones que casi nunca se dan, pero
que están dentro de las posibilidades de cualquier operación —
explicaban los médicos.
Frei tuvo los mejores cuidados.
El equipo que intervino fue de unos 25 a 30 médicos altamente
especializados. Cirujanos, anestesistas, especialistas en UTI,
especialistas en infecciones, especialistas en pulmón, nefrólogos.
Nombres prestigiosos componían ese batallón de expertos: Augusto
Larraín, Vicente Contreras, Alejandro Goic, Juan Luis González,
Gonzalo Sepúlveda, Ramón Valdivieso, Sergio Valdés, Patricio Silva
Garín, Eduardo Weinsteill, Juan Pablo Beca, Mauricio Parada, Juan
Reyes y Carlos Zabala.
Incluso hubo asesoría de especialistas del extranjero, con quienes se
sostenían conferencias telefónicas. Los remedios más caros y nuevos
se trajeron desde el exterior. Se obtuvo toda la información: a
disposición de los facultativos chilenos quedaron los bancos de datos
de las mejores bibliotecas especializadas, donde podía obtenerse la
última información sobre antibióticos para determinado tipo de
microbios, mucho antes de que estuvieran en el mercado. La
información se entregaba vía satélite. El gobierno francés envió a
Chile lo más moderno en máquinas de alimentación. Desde Estados
Unidos llegaron los mejores antibióticos.
En un momento se llegó a consultar si podría ser trasladado a un
centro del exterior. La familia se contactó con los médicos italianos
que trataron al Papa Juan Pablo II después del atentado. Ellos dijeron
que si aquí había posibilidades y confianza en los médicos, no
parecía necesario ni conveniente sacarlo de Chile.
Como ocurre cada vez que es operado un personaje de renombre, la
ola de rumores y especulaciones comenzó a presionar sobre el
trabajo de los médicos. El extrañamente rápido deterioro de Frei
aumentó las versiones tenebrosas: se dijo, entre miles de cosas, que
en la clínica había reaparecido el estafilococo, una temible plaga
infecciosa que podía sembrar el terror en los hospitales; que a Frei le
habían encontrado un trozo de gasa olvidado en el estómago; que
manos desconocidas habían intervenido en remedios e
instrumentales. Sometido a esa presión, el equipo de los médicos
sintió como un golpe personal —mucho más que profesional— la
veloz degradación de los hechos. En pocos días se había pasado de
una operación rutinaria a una inmensa zozobra por la vida del
paciente.
Para algunos de los médicos, el caso de Frei se convirtió en una
preocupación única y casi obsesiva durante varias semanas. Siempre
estaba muy claro entre ellos qué era lo que había que hacer ante la
nueva complicación y entendían que nada podía garantizar en
términos absolutos una mejoría. Cada organismo —lo sabían—
reacciona de manera peculiar a similares tratamientos.
Al promediar el mes de enero, las esperanzas de salvación eran
dramáticamente escasas.
—Sólo queda rezar —aconsejaban los más cercanos.
¿TENÍA QUE HACERLO?
El viernes 22 de enero de 1982, a las 17.11 horas, el sacerdote
Miguel Ortega comunicó la noticia del fallecimiento a la multitud
congregada en el hall de la clínica. Ese lugar se había convertido en
un ir y venir de personalidades y casi en un centro de prensa, hasta
donde se hacían llegar saludos y deseos de mejoría de todas partes
del mundo. Ante esa multitud que esperaba lo peor, el sacerdote
Ortega cerró el capítulo.
Concluido ya el drama, tiempo después Radomiro Tomic preguntó a
uno de los médicos:
—¿Tenía que operarse?
El facultativo explicó:
—Es como cuando alguien viaja a Argentina y el avión se cae. La
gente dice: “Pero qué tenía que ir a hacer allá”. Es cierto. A lo mejor
podría no haber ido. A lo mejor podría no haberse operado. Podría
haber ido y no haber pasado nada y podría haberse operado sin que
nada se complicara. Pero es el destino. A la mayoría no le pasa nada.
Pero siempre hay un pequeño porcentaje de veces en que las cosas
se complican inesperadamente.
El Presidente Augusto Pinochet, cuyos edecanes habían realizado
unas rápidas y reconcentradas visitas a la clínica durante la agonía,
envió sus condolencias a la familia y anunció la imposición de un
duelo nacional por tres días.
A la vez, en una carta entregada a la viuda, María Ruiz-Tagle de Frei,
precisaba que se le rendirían los honores correspondientes a un ex
Jefe de Estado y anunciaba que el gabinete en pleno asistiría a la
misa fúnebre. La comunicación molestó a la familia. Para algunos, era
una provocación hacia quien había sido un claro disidente del
régimen. Temían que la situación se prestara para un indebido
aprovechamiento político. Sobre esas aprensiones, la familia sólo
aceptó que se realizara un responso solemne, al que asistirían
únicamente autoridades, y que luego, por separado, se hiciera una
misa abierta a toda la ciudadanía.
Los restos de Frei fueron trasladados hacia la medianoche de ese
viernes hasta la Catedral Metropolitana, donde comenzó un
interminable desfile de personas, cuyas filas cruzaron una y otra vez
la Plaza de Armas, para llegar hasta el féretro a despedir al ex
gobernante.
Cuando llegó la guardia oficial de cadetes de la Escuela Militar, los
jóvenes democratacristianos, vestidos con camisas azules y
brazaletes con la flecha roja de la Falange Nacional, se negaron a
levantar su propia escolta.
Andrés Zaldívar, Renán Fuentealba, Jaime Castillo y Claudio Huepe
viajaron desde el exilio a Santiago, en la esperanza de que en esas
especiales circunstancias se les permitiera ingresar aunque fuera por
un par de días. No fueron admitidos. Cuatro sillas vacías, con sus
nombres, se instalarían en la Catedral en un lugar de privilegio (1).
El lunes 25 de enero, a mediodía, se realizó el responso para las
autoridades.
La tensión congeló por varias horas el ajetreo del centro. Cuando el
Presidente Pinochet entró a la Catedral, los jóvenes
democratacristianos congregados frente al templo lo abuchearon
sonoramente: sería la primera vez que el general sintiera en su
presencia el ruido de la protesta.
Pero los personeros del Ejecutivo no habían ido solos. En los
alrededores de la Catedral, grupos organizados de partidarios del
régimen hicieron contramanifestaciones.
En esa dura encrucijada, el mayor de los hijos, Eduardo Frei Ruiz-
Tagle, se hizo cargo de la representación de la familia. Hubo saludos
parcos y breves condolencias.
Por la tarde, miles de personas siguieron la misa por altoparlantes y
acompañaron luego el cortejo, muchos de ellos lanzando consignas
democratacristianas o voceando el nombre de Frei. Una treintena de
personas fue detenida en el sepelio y un sacerdote italiano resultó
maltratado.
A la entrada del Cementerio General hubo discursos emocionados y
vibrantes: Hugo Zepeda, como ex presidente del Senado; Ernesto
Vogel, como sindicalista; Tomás Reyes, como presidente en
funciones del PDC; Rafael Caldera, ex Presidente de Venezuela y
antiguo amigo de Frei; y Mariano Rumor, en italiana representación
de la Internacional Democratacristiana (2).
La muerte de Frei sorprendió en ese verano al PDC en pleno proceso
de renovación de la directiva. Una comisión de “hombres buenos”
había sido encargada de aunar las distintas posiciones: Sergio
Molina, Narciso Irureta y Francisco Cumplido. Con ello se quería
sustituir una casi imposible elección directa, habida cuenta de los
riesgos envueltos en la declaración de receso político. La muerte de
Frei había sembrado una intensa sensación de vacío y el PDC
parecía golpeado por un designio severo en un momento crítico.
Una opción la representaba Claudio Orrego. La otra, Gabriel Valdés.
En marzo, Orrego renunció a su postulación, ante el cuestionamiento
que le hizo un sector de su partido por declaraciones vertidas al diario
La Segunda en torno al significado de la muerte de Frei.
La directiva que presidía en forma interina Tomás Reyes, desde que
se prohibiera la entrada a Chile de Andrés Zaldívar (en octubre de
1980), terminaba su período entre abril y mayo.
A principios de abril asumió la presidencia, tras alcanzar el consenso,
el ex canciller Gabriel Valdés, secundado por Patricio Aylwin.
El peso de la ausencia de Frei aún no se sentía con la intensidad que
después tuvo (3). Después de todo, el PDC no era sólo el partido más
grande, sino el único que había mantenido en un rodaje afinado y
constante a sus militantes. El resto del cuadro político chileno había
comenzado recién a reflotar tímidamente; algunos, azuzados por el
asedio de la crisis económica en ciernes; otros, por la necesidad de
dar un cauce coherente al futuro institucional.
Esa actividad había dado lugar a los centros de estudios, de entre los
cuales brillaba el núcleo nacionalista congregado en la Corporación
de Estudios Nacionales, que presidía Lucía Pinochet Hiriart; la “nueva
derecha” reunida en la Corporación de Estudios Contemporáneos,
con Luis Valentín Ferrada; los grupos disidentes del Instituto Chileno
de Estudios Humanísticos, Flacso, Sur y otros. El gremialismo había
optado también por organizarse en torno al grupo Nueva Democracia
y la revista Realidad.
ASESINATO BAJO EL SOL
Tucapel Jiménez salió de su casa en el taxi Datsun que había
comprado con la indemnización con que la Dirinco prescindió de sus
servicios en 1981. Manejaba lentamente, como siempre: era una
mañana soleada, la mañana del 25 de febrero, y no tenía prisa rumbo
a la Asociación Nacional de Empleados Fiscales, la vieja ANEF que
reconocía su liderazgo desde hacía ya tantos años.
Le esperaba Manuel Bustos, el líder de la Coordinadora Nacional
Sindical, con quien debatiría los últimos detalles del llamado a un paro
nacional que se convocaría para mediados de marzo.
Más tarde tenía que entrevistarse con Eduardo Ríos, cabeza de la
Unión Democrática de Trabajadores, una central creada a distancia
de la presencia comunista y de polémica relación con la CNS.
Jiménez deseaba convencer a Ríos, que se mostraba poco proclive a
entendimientos donde cupiera la izquierda marxista, de que era
necesario un acuerdo amplio en torno a demandas exclusivamente
gremiales.
Sus esfuerzos para lograr la unidad de las dirigencias sindicales
había sido un paciente trabajo de orfebrería política en el difícil mundo
de los dirigentes, a quienes el gobierno había motejado como “viejos
cracks’’, aludiendo tanto a su destreza política como a su resistencia a
los planes de nuevos tratos laborales.
Por eso mismo, la sensitiva tarea era seguida de cerca por la
Secretaría Nacional de los Gremios y los agentes de la CNI. Para
éstos, Tucapel Jiménez era hacía tiempo parte de una lista
delicadamente llamada de “piedras en el zapato”, cada vez más
molesta (4).
Esa mañana, inesperadamente, un vehículo se situó al lado del
Datsun y un individuo lo conminó a detenerse. El sindicalista dudó.
Sabía que lo vigilaban desde hacía tiempo y que en cualquier
momento podrían expulsarlo del país. Pisó el freno. Tres sujetos
subieron entonces a su automóvil. Uno de ellos lo empujó hacia la
derecha y tomó el volante. Otro le colocó una pistola en la nuca,
mientras enfilaban hacia el oriente. Aquella violencia inaudita debió
presagiar el tenor de los hechos. Sintió un pinchazo en el brazo
derecho y percibió que lo sujetaban férreamente con el cinturón de
seguridad.
A los pocos minutos el taxi llegó al camino rural que une a las
localidades de Noviciado y Lampa.
Uno de los individuos puso nuevamente el revólver sobre la nuca del
sindicalista y apretó cinco veces el gatillo. La cabeza de Tucapel
Jiménez cayó hacia adelante. El sujeto pulsó la yugular de su víctima:
seguía latiendo. Entonces extrajo un afilado cuchillo y con tres
movimientos precisos cercenó la garganta del dirigente de los
trabajadores fiscales.
Aquella mañana, el auto abandonado fue detectado por los lugareños,
pero nadie dijo nada. Horas después, los vidrios empañados y el raro
olor del sector motivaron el llamado a la policía. La identificación del
cadáver tomó unas horas. La noticia azotó los teletipos del mundo
entero.
Varios meses después, un hombre ingresó a la embajada de Francia
y pidió ver a la funcionaria Ivonne Legrand. Muy nervioso, Galvarino
Ancavil, programador de computación del Departamento de Control
de Armas y Explosivos de la Dirección de Reclutamiento, solicitó
ayuda para abandonar el país. Ancavil relató que en enero de 1982,
pocas semanas antes del asesinato de Tucapel Jiménez, había
entregado dos armas cortas de fuego a un comando de la CNI.
Una de esas armas, un revólver calibre 22, era el que había sido
usado para ultimar al sindicalista.
El atemorizado testigo viajó rumbo a Francia en enero de 1983,
perdiéndose su rastro hasta ocho meses después, cuando en una
escalerilla del Metro de París fue interceptado por chilenos. Tenían
una oferta para hacerle: 500 dólares, en cinco billetes nuevos, a
cambio del silencio y como señal de buena voluntad para que
regresara a Chile y aceptara su protección y seguridad.
TESTIMONIO EN FRANCIA
La oferta no fue la única. Pero también la justicia francesa quería
conocer su paradero: debía responder a un exhorto enviado por los
tribunales chilenos.
Sentado frente a un juez francés, Ancavil confirmó gran parte del
relato que meses antes había efectuado ante un notario en Santiago.
En él comprometía a cuatro agentes de la CNI: Carlos Molina
Cabrera, Humberto Gajardo Julia, Elías Oyarce Parraguez y Raúl
Descalzi Sporke.
Molina Cabrera había sido instructor del Regimiento Blindados N° 10
y Ancavil lo sindicaba como el hombre que tenía la lista de “piedras
en el zapato”.
Gajardo Julia era un mayor de Ejército (R), ex agente de la DINA y de
la CNI, que en la fecha del asesinato de Tucapel Jiménez cumplía
funciones en el servicio de seguridad del Metro.
Oyarce Parraguez era cabo de Ejército y había cumplido su última
destinación en el Regimiento Blindados N° 10, bajo las órdenes de
Molina Cabrera.
Descalzi Sporke era teniente de Ejército y tenía a su cargo los talleres
mecánicos que la CNI mantenía en la comuna de Pudahuel.
Todos fueron llamados a declarar por el juez en visita, el magistrado
Sergio Valenzuela Patiño. Todos fueron dejados en libertad y la CNI
acusó a Ancavil de ser una persona “que muestra signos de un claro
desequilibrio mitomaniaco”.
En el proceso también se vieron involucrados otros hombres de la
CNI. Entre ellos el teniente coronel Elías Zanelli, integrante del
aparato logístico del servicio de seguridad, y Humberto Calderón
Luna, ex jefe de personal de la DINA y luego de la CNI. Calderón
Luna era el responsable de ubicar a los hombres adecuados en el
momento preciso. Coincidiendo con la fecha en que sería llamado a
declarar, fue enviado como jefe de seguridad al Hospital Militar.
La investigación judicial permitió además establecer algunos vínculos
entre lo que constituía la Brigada del Trabajo de la CNI y la Secretaría
Nacional de los Gremios, a cargo de Misael Galleguillos, y
dependiente del coronel Fernando Hormazábal, al frente de la
Dirección de Organizaciones Civiles (5).
Galleguillos había creado en Antofagasta, Valparaíso y Santiago el
Movimiento Revolucionario Nacional Sindicalista (MRNS), cuyos
adherentes recibían adiestramiento paramilitar en una parcela en
Peñaflor. Dos hombres claves de ese grupo eran Valericio Orrego,
presidente de los empleados de Obras Públicas, y René Sotolicchio,
presidente de la Asociación Nacional de Empleados Municipales. Uno
de los vehículos que interceptaron a Tucapel Jiménez, minutos antes
de su asesinato —un taxi Opala— era propiedad de Orrego,
encargado de reclutar informantes para conocer las actividades
sindicales opositoras.
Todos ellos conformaban una compleja red destinada a contener la
reorganización del movimiento laboral: era una misión en la que todo
parecía válido. La guerra podía abarcar incluso a quienes habían sido
baluartes en la lucha contra la Unidad Popular y que, consumado el
golpe de 1973, habían salido a recorrer el mundo para explicar la
acción de las Fuerzas Armadas (6).
EL SOCIALISMO DE NUEVO
El asesinato de Tucapel Jiménez había sido concebido como una
operación de cirugía en el más crítico momento de una crisis
económica y social que ya estaba ad portas. Una infusión de miedo,
de una audacia y una envergadura desconocidas hasta la fecha,
debía congelar el avance del nuevo tejido urdido por la oposición.
El entendimiento de socialistas, comunistas y democratacristianos en
la Coordinadora Nacional Sindical parecía ser, aunque sin demasiada
certeza, el indicio de un proceso mayor.
Las manifestaciones de descontento de los mineros del cobre
comenzaban a aflorar a borbotones. Ciertas poblaciones de la zona
sur de Santiago y algunos barrios obreros de Concepción y
Valparaíso tenían ya una organización de emergencia. La Asociación
Gremial de Educadores de Chile, Agech, nacida para combatir el
predominio oficialista en el Colegio de Profesores, comenzaba a
recomponer núcleos territoriales del magisterio. Los universitarios
daban muestras de reagrupamiento en la zona norte de Santiago.
—Si nos abrimos, nos cae la repre; si no, la efervescencia no tendrá
canalización —decía un socialista.
En el Tercer Pleno del Partido Socialista habían participado unos
cinco mil militantes que decidieron la reestructuración partidaria y una
nueva propuesta política. Pese a las crecientes disputas internas, sólo
se marginaron de ese encuentro, realizado en las más difíciles
condiciones de semiclandestinidad, las tres fracciones de la
Coordinadora Nacional de Regionales, identificadas como Pro MIR,
Indoamérica y otra controlada por el “Viejo” Benjamín Cares.
Participaron la Dirección para el Consenso (7) y militantes que luego
se aglutinarían entre los Socialistas Humanistas (8).
Llegaba a su punto más caliente la discusión entre los bandos
dirigidos por Carlos Altamirano y Clodomiro Almeyda.
El PS había sufrido los más duros embates del golpe del 73. Cinco de
los 45 miembros de su Comité Central habían sido muertos tras el
golpe y otros 26 habían conocido la cárcel y el destierro. Una
autoinstalada Dirección Interior, de línea “dura”, había sido segada
con la desaparición de sus tres máximos dirigentes clandestinos,
Carlos Lorca, Ricardo Lagos y Exequiel Ponce.
La lucha de fracciones había estallado en el temprano año de 1975,
pero ni aun esos severos embates podían aniquilar la pesada
máquina de un partido articulado en mil núcleos a lo largo del país (9).
Altamirano, instalado en Europa Occidental y hostilizado por los
núcleos más combativos del interior, había abandonado del todo las
tesis de la revolución intransable y recibía ahora las influencias del
Partido Socialista Italiano, de los españoles del PSOE y los socialistas
holandeses y alemanes. En 1979, cuando aún residía en Berlín, un
pleno en Argelia y un pleno extraordinario en Chile lo habían
empujado a la ruptura con los sectores donde la llama del leninismo
seguía viva. Ahora, Altamirano intentaba crear rápidamente una
nueva orgánica socialista junto con la Izquierda Cristiana (IC), el
Mapu y el Mapu Obrero Campesino.
De esa compleja operación había nacido el Secretariado por la
Convergencia Socialista, un núcleo cuyo discurso, con claras
resonancias de Antonio Gramsci, aspiraba a renovar los aires del
socialismo chileno y reinterpretar, bajo la óptica de la democracia
tradicional y la defensa de los derechos humanos, el legado de la
historia.
Con ese bagaje trataba Altamirano de allegar aguas al molino
socialista:
—Usted, Lucho —le decía a Maira, el máximo dirigente de la
Izquierda Cristiana—, tiene un barquito pequeño, que navega muy
cerca de la costa, capeando aguas tranquilas sin poder enfrentar las
grandes olas. Su barco es un falucho. Yo, en cambio, tengo un
transatlántico, torpedeado, con los motores fallando, haciendo agua.
Pero es un transatlántico y yo soy su almirante. ¿Por qué no se viene
con su tripulación a mi transatlántico, lo pintamos, lo arreglamos y
navegamos juntos?
Almeyda, en cambio, frecuentaba ahora a las dirigencias comunistas
establecidas en Moscú, La Habana y la República Democrática
Alemana. La fuerza de hechos violentos y traumáticos, y la propia
dinámica de radicalización seguida por los militantes más activos en
el interior, había llevado a este antiguo académico, pensador y
diplomático del más moderado socialismo criollo, hasta una
comunidad que procuraba no romper ni quebrantar el proyecto
inacabado de la Unidad Popular.
En Chile, una parte de la dirección interna propugnaba la tesis del
“bloque socialista” y levantaba cada vez con más fuerza su oposición
a Altamirano.
—No puedo discutir con una dirección que no tiene rostros —se
quejaba Altamirano, inquieto, en el exilio europeo—; no puedo luchar
con esos jóvenes de los sótanos, esa patrulla juvenil procomunista.
Entonces irrumpió, también dentro del país, una tesis nueva, casi
insospechada: la “fuerza propia popular”, cuya definición pasaba por
reconstruir lo específico del socialismo, negar vigencia al frente
antifascista impulsado por el PC e iniciar la recomposición del partido
en las bases. Para el universo socialista, que en los primeros años del
golpe se había sumido en arduas y verbosas discusiones sobre si el
régimen era o no “fascista” (de lo cual se desprendía, o no, la tesis del
frente amplio), clausuraba de pronto el tema y apuntaba en otro
rumbo.
El debate se extendió como una llamarada por todos los ámbitos de la
política (10). Pronto alcanzaría, cierto que tímidamente, a los medios
de comunicación.
Aquella polémica fue soportada en solitario por los antiguos dirigentes
sindicales comunistas, los únicos que podían aparecer en la escena
pública mientras no concluyera la rearticulación de los cuadros
comunistas en sus diversas áreas de presencia.
Se comenzaba a exteriorizar, además, el resultado de una larga
discusión interna sobre las tácticas y estrategias comunistas. Los
dirigentes empezaban a alinearse en silencio, sin admitirlo, en dos
tendencias que hasta ese momento aparecían tenuemente
diferenciadas. El triunfo del Ejército Sandinista, la renovación de los
comunistas europeos, la política de la Unión Soviética sobre Polonia y
la invasión a Afganistán comenzaban a producir los primeros efectos
críticos en el férreo seno del PC.
En eso estaban, cuando Luis Corvalán, secretario general del PC,
anunció en Estocolmo, en septiembre de 1980, un cambio decisivo en
la línea del partido: la vía de la violencia aguda.
EL GIRO DE PC
Al promediar 1982, los militantes comunistas trabajaban en la
recomposición de las estructuras del partido.
Las prioridades históricas en la orgánica del PC estaban siendo
reemplazadas con máximo apuro, para sentar las bases de la nueva
estrategia elaborada tras largas discusiones en Chile y en el exterior.
Era necesario realizar los máximos esfuerzos para impulsar “todas las
formas de lucha” contra el gobierno militar. Ninguna violencia debía
quedar excluida. Y para ello se requería a los militantes más idóneos,
aquellos que hasta ese momento estaban abocados a los frentes más
sensibles: sindicatos, universidades, organizaciones culturales y
artísticas.
La tarea había adquirido mayor dinámica a fines de 1981. Los
mejores cuadros universitarios y sindicales comenzaban a sumergirse
en el trabajo poblacional. Cualquier duda o discrepancia era anulada
por las Juventudes Comunistas, que actuaban como un verdadero
comisariato, propagando e imponiendo la nueva línea. El frente
cultural, históricamente decisivo en la política del PC, era
desmembrado; los profesionales postergados, los presupuestos
reorientados.
A comienzos de 1980, el Comité Central de las JJ.CC., encabezado
por Gladys Marín, se había integrado al partido y desde la dirección
central apuraba la nueva tarea.
Muchos de ellos tenían ahora la convicción de que la caída del
gobierno de Salvador Allende, de la UP y del partido, se había debido
a la falta de una política militar adecuada para la defensa del poder.
Así, un grupo de ideólogos comunistas, instalados en la ciudad
alemana oriental de Leipzig, había estado elaborando desde 1974 la
teoría de la vía armada. Sus planteamientos habían sido desoídos
mientras estaba abierta la política del frente antifascista, en la que el
PC buscaba consolidar un acuerdo con el Partido Demócrata
Cristiano. En ese intento, los comunistas llegaron a formular un
violento ataque a quienes en los años posteriores al golpe optaron por
la lucha armada.
Decenas de miristas presos o en la clandestinidad se sintieron
virtualmente traicionados cuando apareció en 1976 el documento
Ultraizquierdismo, caballo de Troya del imperialismo (11), firmado por el
PC.
Pero los esfuerzos comunistas con el PDC rebotaron una y otra vez
en el rechazo inflexible.
En 1977, luego del pleno realizado en Roma, el PC había emitido el
documento Nuestro proyecto democrático, donde formulaba tres
proposiciones a la DC para lograr la “unidad antifascista”: 1) actuar
unidos para terminar con el gobierno militar; 2) buscar consensos
para el nuevo régimen institucional; y 3) intentar un acuerdo PC-DC
de gobernabilidad futura (12)
Al año siguiente, en 1978, los comunistas habían quemado su último
cartucho a través de las advertencias contenidas en El paso táctico: de
fracasar la unidad que proponían, decía el PC, tendrían el derecho de
buscar otras vías para luchar contra el gobierno militar. Agregaba
algunos elementos propios de la coyuntura, en una aparente
sugerencia sobre áreas de encuentro: la erradicación de los grupos
económicos y la justicia ante las violaciones de los derechos
humanos.
LA PIM, ESE MISTERIO
Dirigentes como Luis Corvalán, Volodia Teitelboim, Américo Zorrilla y
Alejandro Rojas, entre otros, sintieron que el tiempo se les terminaba.
Hasta ese instante, el partido había logrado mantenerse como un solo
hombre, pero el descontento crecía adentro y afuera.
A mediados de septiembre de 1980, poco después de que Corvalán
anunciara en Estocolmo el giro del PC, en Chile se distribuyó entre
los militantes comunistas la decisiva PIM, Pauta para la discusión
interna de la perspectiva insurreccional de masas.
Esa discusión —acentuación táctica versus viraje estratégico— sería
una de las más violentas en la historia del Partido Comunista de
Chile. No obstante, el aparato del PC comenzó a rodar y los cuadros
comunistas fueron bombardeados con las nuevas consignas.
Radio Moscú empezó a difundir diariamente la nueva estrategia del
partido. El 19 de diciembre de 1980, en el programa Escucha Chile, se
reprodujo parte de la intervención de Luis Corvalán en el 11 Congreso
del Partido Comunista de Cuba:
—Para derribar a la dictadura fascista no hay otro camino que el
enfrentamiento en toda la línea, haciendo uso de las más diversas
formas de combate. No estamos a la espera de que maduren ciento
por ciento las condiciones que hagan posible echarla abajo.
Las cartas estaban echadas. El PC había optado frontalmente por un
camino cuyos viejos cuadros miraban con extrañeza y cierto recelo.
El 12 de junio de 1981, en Radio Moscú, a través del espacio Volodia
Comenta, el ex senador definió también, en sus propios términos, la
nueva línea:
—Sabemos que las nuevas formas de lucha, aunque se produzcan en
principio en torno a ellas interpretaciones erróneas, bien llevadas
arrastrarán multitudes cada vez más considerables en la medida en
que su vigencia, perspectiva y posibilidades de transformarse en
hechos y en práctica, consigan abrir al pueblo los horizontes de la
libertad.
Y así sucesivamente, en panfletos, en cuartillas, en diarios y revistas
clandestinos, por medio de radios internacionales, discusiones cara a
cara e incluso férreas imposiciones, el Partido Comunista impartía y
aplicaba su viraje (13).
El verano del 82 era un verano caliente.
Preocupado de lo que vendría, replegado en algunos refugios
costeros, presionado fuertemente por los síntomas de la recesión, el
gobierno planeaba cómo enfrentar la crisis.
36
LA BOMBA EN LA CAJA FUERTE
A la caída de Sergio de Castro en 1982 sucedió una devaluación, y a ella, una
trágica secuela de quiebras y cesaciones que sacudió a la economía chilena. Un
gobierno desconcertado y en pugna concentró su ira en los grupos que antes había
amparado y buscó el blanco preciso en un hombre que desde la torre más alta del
país había creado un imperio financiero...

El “milagro chileno” comenzó a despeñarse a fines de 1981.


El deterioro de la economía, evidente a esas alturas, debilitó la
posición de quien era considerado el gestor de los cambios
estructurales ejecutados por el régimen militar. Sergio de Castro,
ministro de Hacienda y factótum de la política económica, no podía
sino percibir que una intensa guerrilla de intereses y posiciones se
libraba en su contra.
La fragilidad quedó de manifiesto en una reunión que el Presidente
Augusto Pinochet realizó en el palacio del Cerro Castillo. Asistió el
conjunto del equipo económico, pero hubo también otros invitados del
área política, de las asesorías presidenciales e incluso de algunas
grandes empresas estatales. Los generales Luis Danús, a cargo de
Odeplan, y Gastón Frez, de Codelco, encabezaron la crítica a la tesis
de De Castro.
Un Presidente escéptico observó la defensa del jefe del equipo
económico, mientras el silencio de los contertulios hacía evidente el
vacío que lentamente se creaba a su alrededor.
Para abril de 1982, la evolución de las cifras era francamente
desfavorable. La producción industrial había caído en un 13,5 por
ciento durante el primer trimestre, mientras las ventas habían bajado
en un 12,2. Los pasivos del sistema bancario, descontados capital y
reservas, se empinaban sobre los seis mil millones de dólares. Ambas
cifras insinuaban ya el aire trágico de la crisis.
Por los primeros datos, productores y comerciantes apuntaban contra
el dólar: el precio fijo de 39 pesos asfixiaba a una economía cuyos
costos internos seguían subiendo por los reajustes de salarios y el
alza en los precios de servicios estatales. Por los segundos, se
apuntaba contra los grupos financieros: las grandes cantidades de
crédito contraído en el exterior amenazaban con poner en jaque la
capacidad de pago del país.
La marcha de los números comenzaba a empujar a sindicatos y
gremios hacia la resistencia política.
Pero, además, otras nubes ensombrecían el ambiente.
El contradictorio manejo político en ciertos casos de repercusión
nacional (el asesinato de Tucapel Jiménez, los crímenes de los
llamados “sicópatas de Viña del Mar”) y las poderosas atribuciones
conferidas tanto al Estado Mayor Presidencial como al Comité Asesor
Presidencial, (COAP) complicaban el manejo de orden público casi
tanto como la recesión anunciada.
El ministro del Interior, Sergio Fernández, tenía escasas respuestas
para estos problemas: sus herramientas parecían limitadas por el
cerrojo militar de las decisiones en La Moneda. Fernández estaba
convencido de que el régimen contaba aún con la popularidad
suficiente como para afrontar la recesión con costos bajos, siempre
que se dieran claras señales de avance institucional, o de “apertura”,
como preferían decir otros. A comienzos de abril, con el subsecretario
Enrique Montero, Fernández elaboró un plan político (que inauguraría
el método de los “planes políticos”) destinado a despejar el panorama.
Lo que se conoce de aquel plan indica que vinculaba cuatro cosas de
distinto género: 1) la elaboración, acaso con más agilidad, de las
leyes complementarias de la Constitución, dejando para el final la de
partidos políticos; 2) la coordinación, bajo Interior y no Defensa, de los
servicios de seguridad y policía; 3) la simplificación de las asesorías
presidenciales para evitar duplicidad de instrucciones; y 4) la
mantención de la política económica (1).
El 4 de abril de 1982, el director de El Mercurio, empleando el análisis
de La Semana Política, dio el primer golpe de proporciones a la gestión
ministerial. Escribió: “Las cosas se están haciendo mal, se están
manejando con una rudeza de inexpertos, lo que provoca desánimo
en los partidarios del gobierno y pone a éste en peligro de quedar sin
más defensores que sus aguerridos soldados”.
El temblor fue inmediato.
La severa advertencia, lanzada desde el más entusiasta diario de
entre los afines al régimen, inquietó el Ejecutivo más allá de lo
previsible. Fontaine debió renunciar en cuestión de días.
Pero eso no detuvo la crítica.
Y en ese clima tuvo lugar una nueva reunión del equipo económico en
La Moneda, encabezado por Pinochet. Otra vez De Castro intentó la
defensa postrera ante altos oficiales convencidos de que el ministro
seguía en el error. Pinochet pronunció entonces la frase definitiva.
—No —dijo—. ¿Por qué no reconocemos? Esto, tal como va, fracasó.
LLEGAN LOS GENERALES
El viernes 16 de abril de 1982, Pinochet citó a De Castro a su
despacho y le pidió la renuncia. Poco después recibió la de
Fernández y la del resto del gabinete.
Pero la crisis debía mantenerse en secreto: una economía tan
sensibilizada podía comenzar a corcovear en el momento menos
esperado. La noticia y los nuevos nombramientos fueron calculados
para el martes 20. El mismo viernes, Pinochet citó a los generales
Danús y Frez. Les comunicó que uno pasaría de Odeplan a Hacienda
y el otro, de Codelco a Economía.
Se presumía que la dupla era coherente, aun cuando quien los
conociera debía saber que, fuera de ser cuñados, no compartían la
misma visión de la economía. Ambos habían participado con el
general Rolando Ramos en un secreto y pequeño Comité Económico
destinado a vigilar la marcha inicial de las AFP.
Danús estaba mucho más próximo que Frez a los postulados de una
economía totalmente abierta, pero los dos, sumidos en las pasiones
de esos días, habían sido acusados de “estatismo” por la ortodoxia
del equipo económico. De hecho, el general Danús quería llevar los
principios declarados por el modelo hasta sus últimas consecuencias.
Se había opuesto en diciembre a que el Estado rescatara a los
bancos falentes y proponía que se dejara quebrar a las instituciones
dañadas, para dar una señal inequívoca a los inversionistas.
El sábado 17 de abril, Danús se propuso iniciar su gestión con un
gesto de ese tipo. Se comunicó con el superintendente de Bancos,
Boris Blanco, y le pidió que para el lunes estuvieran listas las quiebras
de tres bancos: el de Fomento de Valparaíso (intervenido a fines del
año anterior), el de Fomento de Bío Bío y el Austral.
Danús creía que la quiebra sería una enérgica y suficiente
advertencia para inversionistas y ahorrantes. Confiaba en esa medida
el lunes 19, cuando se presentó a La Moneda. Pero Pinochet tenía
una sorpresa: ya no sería ministro de Hacienda, sino de Economía.
Frez pasaría a Odeplan. En todo caso, De Castro no seguiría en
Hacienda.
Ese mismo lunes, adelantando sus planes, el ministro secretario
general de Gobierno, el general Julio Bravo, anunció la dimisión del
gabinete. La búsqueda del nuevo equipo duró hasta el mismo jueves
22, la fecha fijada para el juramento.
De Interior se hizo cargo el subsecretario más antiguo del régimen,
Enrique Montero. A Educación ingresó el contralmirante Rigoberto
Cruz Johnson y a Obras Públicas el general Bruno Siebert; en
Agricultura, sobre el filo de la hora, se designó al abogado Jorge
Prado.
En el área económica los cambios parecían buscar el equilibrio de
tendencias. La propia recomendación de De Castro llevó a Hacienda
a Sergio de la Cuadra, hasta entonces presidente del Banco Central.
En su lugar quedó Miguel Kast, pese a su renuencia a aceptar tal
cargo.
Pero los roces en el equipo comenzaron de inmediato.
El primero en sentirlo fue, tal vez, el general Frez, que asistió a una
cena de despedida que los funcionarios de Odeplan dieron al general
Danús en el Club de la Unión. El tono de los discursos —que parecía
sepultar para siempre el reinado de la inteligencia en Odeplan—
molestó a Frez, que los replicó con punzante ironía. Sabía el general
que Odeplan era el fortín de la ortodoxia de Chicago. Su principal
impulsor, Miguel Kast, le había impreso un sello enérgico e
intransigente, y los funcionarios se sentían deudores de ese legado.
El segundo síntoma grave fue la discusión sobre los bancos. Danús y
De la Cuadra polemizaron una y otra vez sobre la necesidad de
declarar un par de quiebras. Danús sostenía que eso encendería las
alarmas. De la Cuadra creía que causaría pánico en los medios
internacionales.
—¡O sea —clamaba Danús— que aquí el Chicago boy soy yo!
Las discusiones sembraron dudas en Pinochet. Debido a eso, el jefe
del Estado Mayor Presidencial, general Santiago Sinclair, comenzó a
interiorizarse de los temas discutidos en los ministerios del área
económica. Aquel era posiblemente el más claro indicio de que las
cosas se movían en un terreno resbaladizo (2).
LAS REBAJAS Y EL MIEDO
Para mal de los ministros, la discusión sobre el dólar había
inmovilizado en la indecisión al gobierno. Todo seguía pendiente. El
ministro De la Cuadra, asediado por los debates en el equipo de
ministros y por la incesante presión de los gremios, dudaba.
Sutilmente primero, con cierta franqueza después, De la Cuadra fue
mostrando sus aprensiones a los hombres más cercanos de su
equipo. Tal vez sería conveniente devaluar...
Fue Miguel Kast quien salió al paso de esas cavilaciones. Con su
tono impetuoso, quiso emplazar a De la Cuadra para que no cediera:
el modelo entero podía estar en juego si se tomaba ese riesgo. Kast
sabía que se había convertido en el último pilar de esa política. En el
Banco Central, rodeado de funcionarios que no seguían su rumbo
agobiador, estaba obligado a moverse como nunca.
Kast se llevó a De Castro a trabajar como un reservado asesor del
Banco. Un pequeño equipo se fue formando alrededor de ambos:
Hernán Felipe Errázuriz, Martín Costabal, Felipe Lamarca... Con
cierta frecuencia, el grupo se reunía en las oficinas del Banco para
discutir la evolución de las medidas económicas. En otras ocasiones
los debates se trasladaron hasta los comedores del Club de Golf.
Algunas veces fue invitado Danús; Frez, nunca. En todo caso, los
ministros militares supieron pronto que la fuerza de De la Cuadra se
sustentaba en ese equipo.
Como De Castro antes, el ministro de Hacienda creía todavía posible
que, en lugar de la devaluación, el ajuste tomara la forma de la rebaja
de salarios. El tema se convirtió en el más recurrido durante mayo del
82.
La insistencia fue tanta, que el general Danús tomó la iniciativa y
ordenó que se calculara el efecto de una rebaja salarial del diez por
ciento en todo el sector público. Luego llevó su conclusión hasta la
reunión de los ministros del área. Según las cifras, la rebaja
significaría un alivio del gasto público, que podría inspirar al sector
privado para seguir la medida y reducir el gasto nacional. De la
Cuadra dijo entonces que la rebaja en el sector público no serviría de
nada. Que sólo tendría sentido si se hacía una rebaja general, por
decreto supremo.
Danús, de nuevo representando los principios del modelo, replicó que
el Estado no podía hacer tal cosa. Sólo reajustar los sueldos públicos.
Si el sector privado quisiera desoírlo, nada podría hacer.
Frez, viendo que la posibilidad de la rebaja comenzaba a tomar
cuerpo, abrió una nueva línea de argumentación. Bajar los sueldos
sería lo mismo que aumentar la inflación. En tal caso sería preferible
emitir más dinero que cortar las conquistas de los trabajadores. Y,
dirigiéndose a Pinochet:
—A mí no me gustaría, mi general, que usted fuera el primer
Presidente de Chile que pasara a la historia por bajar los sueldos.
Pinochet dejó aquella reunión sin decir nada. Poco antes, un
banquero le había hecho llegar un estudio sobre otros casos de
rebajas salariales. En el memorando se recordaban tres: el del
general Carlos Ibáñez, que fue derrocado poco después; el de
Indonesia, donde la medida fue sucedida por un triunfo comunista, y
el de Winston Churchill en los años 20, que perdió su puesto de
ministro de Hacienda por una protesta militar.
Luego de la reunión, Pinochet viajó al norte.
El general Frez, consciente de las vacilaciones y temeroso de que la
decisión final afectara los salarios, decidió “quemar” la idea. El
método era bien conocido en el gobierno: hacerla pública.
El 27 de mayo, el mismo día que Pinochet declaraba en el norte que
“no hay nada” sobre la rebaja de salarios, Frez respondía a los
periodistas que “el gobierno estudia seriamente la rebaja”. Danús lo
ratificaría al día siguiente, agregando que ya había ordenado un
estudio en las empresas públicas (3).
Para completar la operación, Frez preparó, con dos abogados de su
confianza y fuera del staff de Odeplan, un documento con un plan
completo para afrontar la totalidad de la crisis económica. Lo trabajó
en silencio y lo entregó a Sinclair para la siguiente reunión del equipo.
Convencido de que De la Cuadra consultaba sus opiniones con el
equipo radicado en el Banco Central, pidió que se mantuviera su
autoría en el anonimato. El general Sinclair fue el encargado de
leerlo.
Consistía, primero que todo, en devaluar. Luego, dar el aval del
Estado a la cartera vencida (los créditos impagos) de los bancos, en
el entendido de que esa cartera debía ser, a la larga, pagada por los
mismos bancos. Esta garantía sólo podría concederse después de
intervenir los bancos con mayores problemas, congelando sus
ganancias e inyectándoles recursos del Banco Central.
La proposición requería complejos ajustes técnicos, que De la Cuadra
se comprometió a estudiar. Es un hecho que la discusión llegó
efectivamente hasta el Banco Central, donde se congeló. Entonces la
presión sobre el dólar volvió a subir.
—¡No quiero oír más de devaluación! —se molestaba Pinochet.
—No hay otra solución, mi general —insistían los militares—. Claro
que le va a traer problemas. Hasta le va a costar encontrar ministros.
Pero no hay otra.
EL FIN DEL DÓLAR
El sábado 12 de junio de 1982, la Casa Militar de la Presidencia se
comunicó con los ministros Danús, De la Cuadra y Frez y los citó al
Ministerio de Defensa para una reunión con el Presidente, a las 8 de
la mañana del lunes.
Algunos de los citados creyeron que se trataba de materias militares.
Los lunes, Pinochet asumía en plenitud su calidad de comandante en
jefe y atendía en la calle Zenteno los asuntos institucionales. Se sabía
que la primera tarea de los lunes se iniciaba con el teléfono privado
conectado a un confusor de voces (que impide escuchar a quien
interfiera la comunicación), desde donde el Presidente hablaba
personalmente con los principales agregados militares repartidos por
el mundo. La llamada llegó a ser tan importante, que algunos oficiales
creían caer en desgracia si su teléfono no sonaba en la mañana del
lunes.
Los tres convocados se encontraron en la planta baja del Ministerio
de Defensa. Ninguno parecía saber de qué se trataba (4). Los tres
intercambiaron impresiones sobre lo último que habían dicho o hecho,
los datos del mes, las discusiones recientes.
Poco después el Presidente los hizo ingresar a su despacho.
—Señores ministros —dijo secamente—: ¡devaluamos!
Los tres guardaron silencio.
—Usted —apuntó al ministro De la Cuadra— calcúleme cuánto. Y
solo, que no se entere nadie. Usted, Danús, va a hacer el anuncio por
televisión a la noche. Y usted, Frez, tome posición de caja. Mire bien
lo que le digo: usted va a ser el único responsable si esto se sabe y
empiezan a comprar dólares por ahí...
Los tres ministros partieron.
Danús se encerró en las oficinas del Banco Central para redactar con
Hernán Felipe Errázuriz y el vicepresidente del Banco, Iván de la
Barra, el discurso que pronunciaría esa noche.
De la Cuadra, ayudado por el director de política monetaria, Daniel
Tapia, hizo los cálculos finales. Luego Errázuriz y Tapia redactaron el
acuerdo formal del Banco Central.
La tarea más difícil recayó en Frez, que debía establecer los lugares
donde había dólares registrados y fijar su monto. Para no dar a
conocer la noticia, reunió a su personal de Odeplan en un seminario
que duró toda la mañana y que los tuvo virtualmente encerrados,
incluso con los llamados telefónicos al exterior bajo bloqueo. A las
2.30 de la tarde, con los bancos ya cerrados, les encargó ir a tomar
posición de cajas. Los funcionarios más altos se quejarían luego de
esta falta de confianza.
En la noche, vestido con severo uniforme, el general Danús anunció
al país la devaluación del dólar en un 18 por ciento. Se cotizaría
ahora a 46 pesos.
Cecilia Sommerhoff estaba en su casa cuando un amigo la llamó para
contarle lo que acababa de ver en la TV. Ella inició entonces una
desesperada carrera por encontrar a su esposo, Miguel Kast,
presidente del Banco Central y por tanto encargado de la política
cambiaria, que estaba en Alemania persuadiendo a la banca y al
gobierno local de que el dólar se mantendría a 39 (5).
Como lo suponía, nadie había informado a Kast.
Kast regresó de Europa desolado y confundido. Venía dispuesto a
renunciar, pero sus amigos le persuadieron de que ello causaría
grave daño. Kast aceptó los argumentos y volvió a la brega.
UN HOMBRE LLAMADO JAVIER
La devaluación precipitó la desconfianza. Todo el país recordaba que
sólo unas semanas antes, el propio Presidente había vuelto a
comprometerse con la mantención del dólar fijo.
Una ola de rumores sobre la posible congelación de los depósitos
sacudió a la banca, mientras las tasas de interés, estimuladas por la
súbita falta de liquidez, seguían subiendo.
A la pesada carga sobre las empresas se sumaba, además, el peso
de los nuevos impuestos que constituyeron uno de los últimos
anuncios de De Castro, obligado por la realidad a admitir la fuerte
baja de la recaudación fiscal (6).
Pero la verdadera “bomba” seguía activa: la situación de los bancos.
Los dos principales grupos del país, CruzatLarraín y BHC, estaban ya
en una delicada situación: los pasivos debidos a sus créditos internos
y a las carteras relacionadas de sus bancos habían superado con
creces a los activos. En cualquier momento comenzaría la reacción
en cadena de cesaciones de pagos. Kast advirtió que la “bomba”
debía ser desactivada.
En julio inició la delicada operación de desarmar el inextricable nudo
de las carteras vencidas y de los préstamos dados por los bancos a
las empresas de sus mismos propietarios. La fórmula se fue refinando
a toda prisa: el Banco Central compraría las carteras vencidas, que
según los cálculos alcanzaban ya al 54 por ciento del capital y
reservas de todos los bancos privados juntos. Para que esa compra
no fuera una dádiva, debían imponerse ciertas condiciones (7), la
principal de las cuales era la eliminación paulatina pero rápida de la
cartera relacionada.
La fórmula fue trabajosamente afinada por Kast, con ayuda de
Hernán Büchi y Juan Carlos Méndez. Este último, un ejecutivo
eficiente y famoso por su dureza de trato, debía coordinar el proceso
de traspaso de carteras.
Los hombres del Banco Central apuntaron la mira hacia quien
consideraban el más peligroso animador en la gestión de los grupos.
Ese hombre, una figura magnética cuya fuerza casi no tenía
parangones en el medio empresarial chileno, y a la que se atribuía un
inmenso poder, estaba al frente del BHC. Se llamaba Javier Vial.
Vial había construido un imperio financiero en sólo unos pocos años.
Se conocía ampliamente su infinidad de contactos y la fiereza con
que solía defender sus ideas. Ese poder de decisión era
precisamente el que el gobierno miraba ahora con recelo. El equipo
económico estimulaba esa desconfianza, y tenía razones más
particulares que la pura peligrosidad para el país: Vial era un ácido
crítico de sus medidas, y no lo callaba.
El 4 de julio, Vial cometió un desliz. Durante el tradicional cóctel de la
embajada de Estados Unidos, comentó lo que consideraba una
cadena de errores del gobierno. En el pequeño grupo de
interlocutores estaban el ex ministro José Piñera y el general
Washington Carrasco.
—No querían devaluar —explicó— para no causar inflación. Pero lo
hicieron, en 18 por ciento; y eso significa que los precios van a subir
en 18 por ciento. También las deudas van a subir un 18 por ciento. Y
más, porque apretar la masa monetaria en un cinco por ciento sólo va
a hacer que siga disparándose la tasa de interés. Así que no han
resuelto nada.
El general Carrasco, preocupado por el sintético análisis, preguntó si
podría transmitirlo al Presidente. Vial dijo que sí.
Pero la versión cayó mal en La Moneda.
Pese a la auténtica inquietud del general Carrasco, los hombres del
equipo económico hicieron notar que si un banquero de la relevancia
de Vial desparramaba estos comentarios, sería muy fácil difundir el
pánico.
Los economistas sabían que el punto frágil de cualquier grupo era
precisamente la cartera relacionada. Sabían que en la estrategia de
crecimiento del grupo de BHC, formado ahora por unas 130
empresas, había una herramienta clave: el control del directorio del
Banco de Chile, el más grande y prestigioso del país, y el más
influyente en el acceso al crédito. Se sabía que la institución tenía una
cartera relacionada menor que otros bancos, y ni siquiera
concentrada en un solo grupo, sino a lo menos en cuatro distintos: el
BHC, Carlos Cruzat, Francisco Soza Cousiño y el grupo Hirmas.
Pero había una debilidad crucial: 20 empresas del grupo BHC eran
las propietarias del paquete accionario que permitió a Vial controlar el
Banco de Chile. A su turno, las mismas veinte empresas debían al
mismo banco unos ocho mil millones de pesos. Aquel era el costado
por donde se podía morder. Por añadidura, la magnitud de la
institución serviría para dar una lección total a los demás bancos: si el
Chile vendía, todos lo seguirían.
Vial advirtió sin duda la maniobra. Comenzó entonces a resistir la
venta de la cartera vencida del banco, que era el mecanismo con que
partía la cadena.
AMENAZA DESDE EL SUR
El desafío irritó al gobierno.
El ministro De la Cuadra y el subsecretario Enrique Seguel intentaron
utilizar primero la persuasión, pero a poco andar la resistencia de Vial
los convenció de que un problema de autoridad, y de eventual desafío
al régimen, estaba también en juego.
A su turno, Vial confiaba en su capacidad de maniobra.
Pero otros elementos comenzaban a conjugarse en su contra.
El vicepresidente ejecutivo del grupo, Rolf Lüders, había propuesto
enfrentar la posible insolvencia del grupo vendiendo activos y
desarmando la red de relaciones entre las empresas. Vial había
estado de acuerdo con la medida y de hecho había permitido que se
programara una desconcentración paulatina de los compromisos con
el Banco de Chile. Pero los meses pasaban y no había novedades; a
la vista de esa demora, el gerente general del Banco, Hugo Ovando,
había intensificado la presión.
Vial parecía apostar a un golpe de audacia: el gobierno debía
apartarse totalmente del conflicto, o intervenir cambiando de política.
El Presidente aprovechó una reunión con el consejo de generales y
almirantes para pedir a Frez que explicara la situación de los grupos.
La descripción fue completa y alarmante. Explicó los problemas
derivados del endeudamiento externo y la actitud renuente de los
ejecutivos de los grupos.
—Usted está siendo demasiado blando, Frez —interrumpió Pinochet
—. Demasiado blando. La actitud de este señor ya está cayendo en lo
antipatriota.
No llegó a decir a quién se refería. Pero la sombra de Javier Vial
parecía flotar sobre la sala.
El enojo de Pinochet se hizo patente poco después, durante una
reunión con ejecutivos norteamericanos, en la que Vial, como
presidente de la Asociación de Bancos, pronunció un discurso
cargado de matices críticos. En cierto momento, el Presidente perdió
ostensiblemente la paciencia e interrumpió al orador.
—Oiga —dijo—, ya está hablando mucho.
El incidente fue notorio, pero se mantuvo en el silencio.
No duraría mucho.
El sábado 10 de julio de 1982, Vial estaba viendo televisión en su
refugio cordillerano de La Parva, a donde había invitado al embajador
norteamericano James Theberge, cuando el noticiario transmitió la
versión de que el Presidente había dicho que un prominente
banquero podía ser expulsado del país.
Nadie en La Parva dudó de quién se trataba.
El lunes 12, mientras Vial enviaba emisarios para saber con exactitud
los alcances del mensaje de La Moneda, Miguel Kast anunció
oficialmente la decisión de que el Banco Central comprara la cartera
vencida de los bancos.
La operación de pinzas se iba cerrando: la presión directa y el
anuncio jurídico comenzaban a converger.
LA BATALLA DEL BANCO DE CHILE
Pocos días después, Kast organizó los contactos para que el
directorio del Banco de Chile se reuniera a almorzar en el Banco
Central con el ministro De la Cuadra. Sería algo amistoso, de buenos
amigos. El gerente Ovando informaría de la situación. Cuando
llegaron, los invitados notaron una ausencia. No estaba el presidente,
Javier Vial. La conversación se puso tensa y avanzó muy poco. Al
terminar, los directores pidieron a Ovando una reunión especial.
Entonces le reprocharon la exclusión de Vial.
La firma del convenio comenzó a convertirse en el más polémico
objeto del grupo. Mientras Vial creía que podía seguir resistiendo, sus
hombres adivinaban que la porfía del poder sería más fuerte.
Por las dudas, Vial consiguió que un amigo con directa llegada a la
Presidencia hiciera una consulta clave: ¿quería Pinochet que dejara
la presidencia del Banco de Chile? El emisario llevó una respuesta
tranquilizadora: no. Pero el 22 de julio, De la Cuadra y Seguel
volvieron a conversar con Vial. Traían una decisión: debía dejar la
presidencia. Vial respondió que había consultado a Pinochet, y que
éste no pensaba en tal cosa. De la Cuadra y Seguel fueron entonces
a hablar con Pinochet.
En esa reunión se llegó a la conclusión de que Vial debía abandonar
de una vez la cabeza del Banco de Chile, so riesgo de que los
propósitos del gobierno cayeran en el vacío.
Además, y aunque continuara como miembro del directorio, debería
entregar de una vez sus acciones y empresas falentes al Banco de
Chile. Las cosas ya habían tomado un giro drástico (8).
El mismo día, la Superintendencia de Bancos agregó normas aún
más estrictas para los préstamos a las empresas relacionadas (9).
Atrapado por su propia convicción de que se seguía un juego
peligroso, y por el empeño de Vial en estirar la cuerda, el propio
Lüders decidió por esos días que había llegado la hora de separarse
del BHC y de la intransigencia de su máxima figura. Su renuncia,
hecha pública unos días después, conmocionó al grupo.
En la siguiente sesión del directorio del Banco de Chile, el convenio
sobre cartera vencida fue planteado como un callejón sin salida. Pero
Vial persistió en su tesis. Entonces perdió sus últimos apoyos: Sergio
Molina Benítez y Joaquín Figueroa expresaron su acuerdo con la
firma (10).
La reversión de la mayoría descabezó a Vial. Abruptamente perdió la
presidencia del Banco, que fue recuperada por Manuel Vinagre,
cuyos 78 años encarnaban la tradición y la historia de la institución. A
pocas horas de hacerse cargo, Vinagre llamó a Juan Carlos Méndez y
firmó el convenio sobre cartera vencida.
Al día siguiente comenzaron las llamadas de los demás bancos para
iniciar los convenios de traspaso de las carteras vencidas. El primero
provino del Banco de Santiago: el grupo CruzatLarraín, el más
poderoso del país, había jugado al bajo perfil mientras seguía la
crisis.
Pese a la severa dificultad que representaba la pérdida de la
presidencia, Vial mantuvo en pie su negativa a entregar el poder de
sus acciones en el Banco de Chile.
El Banco Central decidió entonces que había llegado el momento y
puso un ultimátum: si el acuerdo no se firmaba el 13 de agosto, el
Banco de Chile procedería a ejecutar los compromisos impagos de
las empresas del BHC.
En la noche del 13, Vial cruzó las solitarias oficinas del Banco Central,
entró en una oficina y firmó tres acuerdos redactados por su abogado
Sergio Diez y arbitrados por Francisco Bulnes Ripamonti (11).
Le habían doblado la mano. Pero derrotado, lo que se llama
derrotado, no estaba.
FUNERAL PARA UN PAQUETE
Los sacudones de la crisis arreciaron en agosto.
Mientras el dólar escalaba hasta los 70 pesos y las reservas
continuaban saliendo a través de las ventanillas del Banco Central,
una incipiente agitación política comenzó a perfilarse en las orillas del
drama económico.
El gobierno, alerta a las señales inquietantes, decidió anticiparse.
Un llamado de Eduardo Ríos (de la Unión Democrática de
Trabajadores) a no pagar las cuentas de servicios públicos fue
calificado por el ministro Montero como una “grave incitación”. El
mismo ordenó al director de Investigaciones, el general (R) Fernando
Paredes, que citara —mediante virtuales arrestos— al dirigente de los
empleados fiscales, Hernol Flores, y al presidente de los trabajadores
del cobre, Emilio Torres, y les advirtiera sobre posibles expulsiones
del país.
Kast, preocupado por la caída de las reservas, la disminución violenta
del dinero y la evidencia de que se estaba ante expectativas
alarmistas, convenció a De la Cuadra para que dejara el dólar en un
régimen de flotación libre. Ello podría frenar la especulación. Unos
pocos días bastaron para comprobar que las cosas no estaban para
medidas audaces: el dólar siguió dando tumbos y las reservas
cayendo.
El desempleo, verticalmente lanzado hacia arriba, amenazaba con
sobrepasar el 20 por ciento.
Entonces Odeplan presentó un proyecto para crear un segundo plan
de emergencia. La eficacia del PEM se había diluido en el tiempo, y
parecía urgente sostener a más personas desesperadas por la
cesantía. Con el fin de evitar que la experiencia del PEM se
reprodujera, Odeplan propuso dar un salario mejor, pero sólo para
jefes de familia: era el POJH.
Sólo Danús se opuso. Argumentó que lo que se necesitaba era
estimular la producción, no subsidiar el desempleo. Usó rudamente la
comparación con los “batallones de trabajo” de la crisis europea. Pero
el general no estaba ya en posición de decidir por sí. Poco antes, en
una reunión con altos funcionarios y oficiales, en presencia suya, el
Presidente se había referido a De la Cuadra como el jefe del equipo
económico. Danús, que tal vez lo presentía, supo entonces que se
había consumado el lento desplazamiento de las decisiones.
Economía retornaba a su posición secundaria.
Con acuerdo de Frez, Danús preparó entonces un extenso y detallado
plan para afrontar las inminentes dificultades de los meses venideros.
Consiguieron que el Presidente convocara a una reunión con De la
Cuadra y Kast.
Allí expusieron las medidas —básicamente de reactivación productiva
— y creyeron percibir el acuerdo del Presidente.
Hasta que vino la objeción de Kast: nada de ello se podía hacer,
debido a los acuerdos que se negociaban con el FMI.
—¡Para qué hacemos reunión, entonces! —se exaltó Frez—. ¡Ya está
todo decidido!
El Presidente lo miró fijamente y se retiró en silencio.
¿Tuvo que ver ese hecho puntual con el llamado de la Presidencia
que por los mismos días recibió el abogado Luis Mackenna Shiell?
Tal vez. Pero lo cierto es que el gobierno necesitaba resultados
rápidos, y no los tenía; necesitaba un equipo cohesionado, y la
tensión entre los ministros era vox populi; necesitaba imagen, y el
deterioro aumentaba.
Entre los economistas cercanos al gobierno se decía ahora que la
devaluación había agudizado una crisis cuyo impacto mayor ya había
sido absorbido antes de esa medida; que los errores venían
sucediéndose debido a la indecisión de La Moneda; que se
necesitaba devolver a la economía la imagen de seguridad que había
perdido (12).
Luis Mackenna había sido presidente del Banco Central y ministro de
Hacienda de Jorge Alessandri en una encrucijada de resonancias
semejantes. En el Banco Central había defendido la fijación del dólar
contra la opinión de Hacienda y luego, como ministro, había tenido
que afrontar una devaluación cuyas dramáticas consecuencias
marcaron el período final de Alessandri (13).
El prestigio de Mackenna en el mundo empresarial era un capital
político que nadie desconocía. Por eso, el llamado de la Presidencia
para intercambiar ideas sobre lo que se podría hacer desde el
Ministerio de Hacienda no sorprendió a nadie. Mackenna, consciente
de que una oferta estaba involucrada, pensó que ciertas condiciones
políticas eran necesarias.
Después de unos días, la Presidencia respondió. Agradecía mucho la
buena disposición de Mackenna y su voluntad de servicio, pero...
Sin embargo, esa llamada fue sólo una de las primeras en una
frenética serie de emergencias.
Fernando Léniz estuvo también con el Presidente, tratando de
convencerlo de que un fuerte componente político dominaba el
escenario.
Sergio Fernández, el único de los ministros dimitidos que conservaba
el privilegio de un teléfono presidencial directo, también regresó a La
Moneda.
Sergio Onofre Jarpa y Juan de Dios Carmona se mencionaron como
posibles jefes de gabinete en un ámbito de “apertura”. Y otros
nombres empresariales (Carlos Hurtado, Pierre Lehmann, Jorge
Fontaine) sonaron como posibles conductores del viraje económico.
De la Cuadra, entre tanto, quemaba sus últimos cartuchos. El jueves
26 de agosto debía presentar un nuevo “paquete” de medidas (esos
“paquetes” eran la moda de la estación) y había preparado para ello
nuevas fórmulas tributarias. El miércoles 25 hubo consejo de
gabinete, presidido por el ministro Montero. Allí leyó el titular de
Hacienda las medidas. Hubo silencio. Montero ofreció la palabra. El
silencio siguió. Hasta que irrumpió el ministro Siebert:
—Esto parece un funeral, no un consejo de ministros. ¿Nadie tiene
nada que decir?
Nadie dijo nada.
Era, en efecto, el entierro de las medidas.
Al día siguiente, De la Cuadra partió a La Moneda a exponer el
“paquete” ante el Presidente. De allí salió renunciado. Como había
pasado en el gabinete, nadie parecía encontrarles sentido a las
medidas; nadie veía en ellas la urgencia que la situación planteaba;
nadie creía que pudieran resolver el problema.
El sábado 28, cerca de la medianoche, el general Sinclair telefoneó a
la casa de Rolf Lüders y le pidió que fuera a La Moneda.
Allí, en un palacio semivacío y silencioso, le ofreció asumir como
nuevo biministro de Hacienda y Economía. Tendría las amplísimas
facultades que el decreto ley 966 había otorgado años antes a Jorge
Cauas (14), podría nombrar a gente de su confianza en todos los
puestos y manejaría la totalidad de la política económica.
Sólo una condición: encontrar un reemplazante para Miguel Kast,
cuya extensa renuncia manuscrita había llegado al Presidente tras la
caída de De la Cuadra.
Lüders hizo notar su reciente vinculación con el BHC y su
responsabilidad en las operaciones de éste. Sinclair no dio
importancia al asunto: la situación no resistía más demora.
El lunes 30 juró Lüders, en medio de la estupefacción general.
Hernán Felipe Errázuriz fue removido de Minería para tomar la
Secretaría General de Gobierno; a su lugar llegó el abogado de la
Sonami, Samuel Lira. De Defensa salió el general Carrasco y asumió
el vicealmirante (R) Patricio Carvajal. En Odeplan, Frez dejó su cargo
en manos del brigadier general Sergio Pérez Hormazábal.
Lüders no removió a ningún funcionario de alto nivel. Pero nombró al
director de la Escuela de Negocios, Carlos Cáceres, en el Banco
Central, y llamó a Alvaro Bardón para hacerse cargo de la
Subsecretaría de Economía.
Javier Vial presintió el peligro.
37
Colapso en día 13
Un caluroso jueves de enero de 1983, el biministro Rolf Lüders anunció el peor
terremoto financiero en la historia chilena. Era el estertor final de un cataclismo que
se había incubado en el silencio. Cinco meses más tarde Santiago sería
estremecido nuevamente: ahora, por el inclemente ruido de las cacerolas y las
balas.

A sus 47 años, Rolf Lüders estaba considerado como uno de los


economistas más brillantes de su generación. Había tenido simpatías
por el movimiento tercerista de la Democracia Cristiana y en los años
turbulentos de la reforma lo habían elegido decano de Economía de la
Universidad Católica.
Metódico, múltiple, con una rara y apasionada vocación pedagógica,
Lüders se había incorporado al grupo BHC y, reinvirtiendo el producto
de su trabajo en las mismas empresas, pronto había llegado a ser
uno de los socios mayores de Javier Vial. Pero la evidente decisión
de La Moneda de terminar con el poder de Vial había distanciado a
los amigos. Ahora, en el agosto difícil de 1982, Lüders venía a asumir
la totalidad de la autoridad económica —los ministerios de Hacienda y
Economía— con amplísimas facultades, sin ignorar que su problema
más serio sería precisamente la situación de los grupos.
Las circunstancias convergieron para hacer particularmente dura la
tarea. En aquel mes, el Presidente mexicano José López Portillo
decidió intervenir la banca privada y suspender todas las operaciones,
lo que equivalía a una virtual cesación de pagos del país. La banca
internacional puso en marcha todos sus dispositivos de emergencia.
El crédito dejó de fluir hacia los países endeudados y un inmenso
sentimiento de zozobra se esparció por las estranguladas economías
latinoamericanas.
En Chile, las cifras reflejaban ya la catástrofe. En los primeros siete
meses del 82 habían entrado créditos por mil 236 millones de dólares,
pero habían salido, sólo por intereses y amortizaciones, mil 148
millones de dólares. Las reservas habían caído en mil millones de
dólares y la demanda de divisas era tan urgente que cada mañana
escapaban por las ventanillas del Banco Central más de 22 millones.
El Fondo Monetario Internacional suspendió ese mes un crédito por
850 millones de dólares, pero el significado de esto era mucho más
que monetario: si el FMI aplicaba este rigor con Chile, las fuentes de
crédito externo, sensibilizadas por la crisis, cerrarían sus llaves de
paso. Las confusas medidas adoptadas en los últimos días de la
gestión de Sergio de la Cuadra sólo habían conseguido echar leña en
esa hoguera de desconfianza.
Apenas asumió, Lüders preparó sus papeles y partió a Toronto, a la
reunión anual del FMI con el Banco Mundial. Arduas explicaciones
precedieron a la aceptación de que Lüders presentara un plan para
reactivar el crédito suspendido.
Para preparar el pedregoso camino que tenía por delante, Lüders
convocó la asesoría de numerosos economistas que asumieron áreas
específicas. En su círculo más cercano estuvieron Julio Dittborn, el
renunciado subdirector de Odeplan, que quedó de jefe de gabinete;
Alvaro Bardón, subsecretario de Economía; Fernando Léniz, Canio
Corbo y Edgardo Barandarian (1).
En la presidencia del Banco Central, Carlos Cáceres debió enfrentar
el más urgente de los problemas fiscales, la fuga del dólar, mediante
un programa de restricción que limitó las ventas diarias y las cuotas
para viajeros.
Nueve días después, cuando ya declinaba septiembre, Cáceres debió
modificar una vez más la política cambiaria, fijando un dólar de
referencia con una compleja banda de reajuste mensual (2).
Nada parecía suficiente: en aquel mes se protestó el 18,9 por ciento
de las letras comerciales emitidas en el país, casi el doble que el año
anterior.
EL BAILE DE LOS BALANCES
El traslado de las oficinas del BHC desde los pisos superiores de la
torre Santa María hasta el cuarto piso del Hotel Crillón era un reflejo
simple y directo de la acorralada situación del grupo y de su pérdida
de poder; no reflejaba, en cambio, la batalla que seguía librando
Javier Vial.
Ya era transparente el propósito del gobierno de desalojar a Vial del
Banco de Chile; pese a que el director de Impuestos Internos, Felipe
Lamarca, había sido explícito para decir que lo que se buscaba era
que Vial dejara el Banco o las empresas, todas las fuerzas de la
autoridad política se habían concentrado ahora en este objetivo
económico de apariencia menor y ribetes obsesivos.
En agosto de 1982 el BHC había firmado convenios para traspasar
las acciones del Banco de Chile; pero en octubre una carta de Manuel
Castro Cuevas y Cristián Valdés reveló crudamente la fragilidad de
tales acuerdos.
En realidad, decía algo que todos sabían en el momento mismo de
firmarlos: que las acciones en poder del BHC habían sido dadas en
prenda al Banco Morgan, de Estados Unidos, a cambio de un crédito
por 700 millones de dólares, y ahora el Morgan negaba el permiso
para que fueran traspasadas al Banco matriz. Proponía una solución.
El BHC podría pagar en pesos el valor de esas acciones, cotizándolas
a más del doble de su valor libro, y podría renunciar al uso del crédito
entregado por el Morgan (3).
Manuel Vinagre, presidente del Banco de Chile, respondió que la
autorización del Morgan podría obtenerse. La situación fue discutida
con Juan Carlos Méndez, encargado de las carteras vencidas en el
Banco Central. Méndez recomendó acudir al árbitro, para parar de
una vez las dilaciones del BHC.
Pero la guerra estaba lanzada.
Vial había previsto la compra de más acciones del Banco de Chile
antes de la crisis. Tenía un vendedor. Eduardo Guilisasti, socio
mayoritario de la Viña Concha y Toro, quería salir del Banco de Chile
y deshacerse de sus títulos, que daban acceso a un director. Se
acordó que el 11 de noviembre se tomaría la opción de compra. Lo
haría, a nombre de Automotriz Arica, un cuñado de Vial, Andrés
Allende.
El gobierno vio la operación como un gesto hostil. Entonces se
difundió en la prensa que Vial había tramado una enmarañada
operación supuestamente llamada El once a las once. La versión se vio
abruptamente reforzada porque Allende, apoderado de Vial, tomó en
su ausencia, y a su nombre, un vale vista en el Banco Sudamericano,
para consumar la operación. El equipo económico convenció al
Ejecutivo de que Vial no quería resolver, con la urgencia que le
pedían, el centro del problema: la insolvencia del grupo.
Los economistas del gobierno sabían que Vial podría seguir
recibiendo oxígeno del exterior; pero afirmaban que eso sólo serviría
para prolongar la agonía y profundizar el daño.
Por añadidura, la porfiada resistencia de Vial amparaba a los demás
grupos dañados. El principal del país, formado por Manuel Cruzat y
Fernando Larraín, era también el menos complicado de abordar. Sus
dueños lo habían estructurado con una fuerte concentración del
poder, en una pirámide de relaciones en cuya cumbre estaba la
Sociedad Promotora General Progresa Limitada. Esa formación daba
al grupo una gran debilidad si sus ejecutivos decidían resistir; pero
también le confería un sólido poder de negociación directa, despejada
de equívocos. Cruzat mantenía una certera información sobre los
pasos del gobierno: cometer un error estaba sólo en sus manos.
Los antecedentes para iniciar el desmontaje de los grupos mayores, y
en particular del BHC, estaban ya listos. En octubre, el biministro
Lüders había ordenado que se confeccionara una lista de los
principales deudores. Sería difícil que lo engañaran: como presidente
del Banco Morgan Finansa, conocía esa lista casi de memoria.
Además, sabía que los balances podían esconder el verdadero
estado de las instituciones, porque los traspasos de carteras habían
permitido diferir las pérdidas para otro año. Así que ordenó castigar
los cálculos según las más pesimistas previsiones.
OPCIONES PARA UN DESASTRE
El resultado fue entregado por la Superintendencia de Bancos a fines
de mes; estimaba que las deudas impagas de la banca llegaban a
dos mil 500 millones de dólares, el doble del capital y reservas de
todas las instituciones.
Las conclusiones fueron sometidas al peritaje de un experto del
Banco Mundial. Y éste corrigió las cifras: las pérdidas podían
calcularse en realidad en unos cuatro mil millones de dólares.
Noviembre de 1982 fue el mes crucial.
Con la información a la vista, Lüders aplicó su rigor metódico.
Estableció modelos de cálculo, hizo tablas de operaciones y sometió
los datos a la presión de variables distintas. Así llegó a definir sólo
dos grandes alternativas, una de las cuales se subdividía en tres
variantes.
1) Dejar actuar al mercado, es decir, permitir el colapso total del
sistema financiero, que arrastraría a la mayor parte del sector
productivo, paralizaría el comercio y causaría un caos prolongado. El
principal defecto sería la conmoción social y política, de proporciones
incalculables.
2) Intervenir el sistema desde el gobierno. Tres posibilidades:
a) Congelar depósitos y préstamos y decretar su capitalización obligatoria.
En tal caso los depositantes recibirían, en vez de su dinero, acciones
de los bancos. Un equipo de juristas estudió la opción: totalmente
inconstitucional.
b) Subsidiar a familias y empresas para reducir los pasivos en el sector
productivo. Esto no resolvería el problema de las carteras relacionadas
y haría que en definitiva el peso de los deudores cayera sobre toda la
población o, como se decía entonces, “Moya”.
c) Actuar de manera mixta: que paguen los grandes deudores, pero
evitando quebrar a las empresas viables y productivas; que el Estado
tome el control, pero sólo para dejar después paso libre a la empresa
privada. En esta opción pagarían todos, pero en distinta proporción.
Un memorando con las alternativas fue entregado al Presidente
Augusto Pinochet. Pero ya era evidente que la opción con costos
políticos más bajos era la última (4).
Entonces se midieron las pérdidas que haría cada sector: unos 600
millones de dólares deberían ser asumidos por los dueños de la
banca, con su patrimonio; unos 120 millones de dólares tendrían que
pagar los ahorrantes; 400 millones de dólares perderían los tenedores
de brokers; y mil millones serían asumidos por el Estado.
El plan para la intervención masiva quedó en manos del subsecretario
de Hacienda, el coronel Enrique Seguel. Y éste, militar a fin de
cuentas, diseñó un documento operativo de numerosas páginas, que
contenía los aspectos prácticos que debían considerarse. El legajo
describía una verdadera operación militar.
Empezaba con la hora cero cero: era el momento en que entrara en
crisis (cesación de pagos o algo parecido) alguna empresa grande de
los grupos que comprometiera la estabilidad de algún banco o cadena
de bancos. Luego anotaba todo lo que debía hacerse a partir de ese
momento, minuto a minuto, día a día.
El ministro Lüders había calculado que a partir del momento en que
esa situación se produjera, disponía de un máximo de cinco días para
actuar. Como los efectos no serían inmediatos, podía esperarse hasta
el viernes más cercano para decretar la intervención. De ese modo se
aprovecharía el fin de semana para instalar a los interventores, hacer
arqueos y tomar las precauciones necesarias.
Del plan se enteraron muy pocos. Fuera de Lüders, Seguel, Cáceres
y Pinochet, lo conocieron el superintendente de Bancos, Boris Blanco,
y su asesor Mauricio Larraín.
Seguel se encargó de comunicarlo a la Junta y obtener las firmas
para tres leyes sin fecha, que se dictarían al sobrevenir la hora cero
cero. Una de ellas permitía declarar feriado bancario; la otra
establecía el seguro sobre los depósitos, para evitar corridas; y la
tercera garantizaba la deuda externa de las instituciones intervenidas
por cuenta del Estado.
EL AÑO DE LOS DESTIERROS
En la tarde del jueves 2 de diciembre de 1982, Manuel Bustos recibió
una notificación de la Intendencia de Santiago, encabezada por el
general Carol Urzúa. Decía, escuetamente, que no autorizaba un acto
público programado por la Coordinadora Nacional Sindical en la plaza
Venezuela, en la calle Artesanos. Bustos pretendía leer allí una
declaración pidiendo un aguinaldo navideño y urgentes medidas
contra el desempleo.
Pero el acto estaba convocado, y aquella tarde, en el frescor de los
prados de la plaza, algunos disciplinados seguidores de la
Coordinadora esperaban la señal para iniciar la reunión. Pese al sitio
de la policía, Bustos llegó al lugar y explicó a los carabineros que sólo
quería anunciar la suspensión del acto. Un oficial negó el permiso:
sus hombres se harían cargo de despejar el área.
Pero el presidente de la Confederación de Trabajadores de la
Construcción, Héctor Cuevas, trepó intempestivamente sobre un
monolito e inició una arenga.
La policía corrió.
Los periodistas también.
También Bustos, y otros dirigentes.
De pronto, un grupo de hombres se desplegó desde los pretiles del
río Mapocho. Vestían de civil, con zapatillas, y llevaban diarios
enrollados bajo el brazo. De entre ellos desenfundaron los laques.
Una despiadada golpiza se descargó sobre Cuevas, Bustos, los
dirigentes y algunos espectadores. Los periodistas Manuel Délano, de
Hoy, Manuel Francisco Daniels, de Cooperativa, y Juan Domingo
Ramírez, de Portales, fueron golpeados a mansalva ante la inane
mirada de los carabineros (5).
Habían debutado los gurkhas. La guerra de las Malvinas y la
imaginación popular bautizaron a este grupo clandestino, orquestado
en los recintos de la CNI y especializado en contramanifestaciones.
Bustos y Cuevas fueron arrestados. El viernes 3, con una orden
firmada por el ministro del Interior, general Enrique Montero, uno
subió por la fuerza a un avión Varig y otro a un Lufthansa. Esa noche,
desterrados, se reunieron en Río de Janeiro.
A la hora en que despegaba el segundo avión, el dirigente de la
Asociación Nacional de Productores de Trigo, Carlos Podlech, llegó
hasta la sede de la Sociedad de Fomento (SOFO) de Temuco, a dos
kilómetros de la ciudad, y se unió a varias decenas de agricultores
que lo esperaban.
El acto era el punto alto en una cadena de incidentes que venían
teniendo lugar en el sur. Cualquiera que llegase en esos días a la
zona podía sentir el clima de guerra. Las radios difundían consignas
contra la usura; los agricultores salían a los caminos a gritar contra
los bancos y los pequeños productores se presentaban en los
pueblos como si la revolución hubiese comenzado.
La primera chispa había saltado en Lanco, a comienzos de
noviembre, cuando un banco ejecutó la maestranza de Armando
Cuvertino, un hombre a quien nadie en la región podía desconocer. El
día del remate, decenas de personas se apiñaron ante el local. El
martillero debió atravesar entre rostros hostiles y, cuando puso su
bandera blanca, advertir con asombro cómo el hijo de Cuvertino
trepaba y la cambiaba por una bandera chilena. Nadie hizo ese día
ninguna oferta. Nadie abrió los candados de la maestranza.
Desde el incidente de Cuvertino, muchos remates habían sido
saboteados en el sur. Hubo desenlaces violentos cuando algún banco
mandó a un funcionario a actuar en su nombre. Hubo gente que
recuperó los bienes a precios ínfimos gracias a la ausencia de
posturas.
Los agricultores habían emitido ya una llamada Declaración de
Valdivia, a la que pronto sucedió una Declaración de Rancagua.
Protestaban contra la crisis financiera y la indiferencia del gobierno.
Su crítica iba tomando claros ribetes políticos (6).
Y a reforzarlos iba Podlech ese 3 de diciembre, con una Declaración
de Temuco corredactada por León Vilarín, el mitológico dirigente de
los camioneros; Hernol Flores, jefe de la UDT; Juan Jara, dirigente de
los taxistas, y Andino Avalos, en nombre del Comercio Detallista.
Los caciques de los gremios que habían desestabilizado a Salvador
Allende volvían a unirse.
Pero el local de la SOFO estaba también rodeado. Podlech pidió a los
carabineros cuatro minutos para leer la declaración. Como no se los
dieron, se inició la discusión. Podlech fue detenido y una fenomenal
gresca de pedradas y palos tomó cuerpo, por primera vez en una
década, en los apacibles campos de Temuco.
Esa noche, Podlech, un dirigente agrario de los tradicionales, con
pasado derechista, retirado del Ejército con grado de capitán e
instruido bajo el mando del teniente Augusto Pinochet, fue subido a
un avión de Investigaciones y despachado a Santiago. El domingo 5
partió desterrado a Brasil. Es un hecho que el castigo contra Podlech
frenó el impulso que venía tomando el movimiento sureño, aunque no
calmó las iras.
Pocos días después, el Ministerio del Interior anunciaría el término de
un estudio sobre la situación de los exiliados que, a petición de
Pinochet, había elaborado una comisión ad hoc desde octubre.
La comisión fue integrada por los ministros del Interior y Justicia,
Enrique Montero y Mónica Madariaga; el presidente del Consejo de
Estado, Miguel Schweitzer; los abogados Ricardo Rivadeneira y
Eugenio Valenzuela Somarriva, y el subsecretario Ramón Suárez,
que ofició de secretario. El grupo trabajó intensamente durante más
de un mes en las carpetas que le entregó el Departamento
Confidencial del Ministerio del Interior.
Aunque sus contenidos eran irregulares (ficha de filiación, algunas
cartas, algunos recortes), había cosas sorprendentes: en la mayoría
de los casos, incluso el informe de la CNI era favorable; una
proporción de ellos habían sido incluidos en las listas de prohibición
de ingreso por el solo hecho de preguntar si podían retornar, durante
la gestión de Sergio Fernández; para algunos que figuraban en la
nómina del computador pero no en los registros, se crearon carpetas
ad hoc.
La comisión trabajó sobre la base de que tres votos favorables
permitían quitar a una persona la restrictiva “L”.
Al terminar, el remanente de personas prohibidas era pequeño;
algunos recuerdan que menos de mil; otros, que un poco más (7).
El informe final debía ser redactado con fundamentos doctrinarios, por
lo que la comisión pensó en Jaime Guzmán. Su texto fue entregado a
Pinochet por Montero el 22 de diciembre. Una mala mañana para el
ministro. Que la amplia mayoría de los exiliados regresara no era la
conclusión que el Presidente deseaba. Toda su furia cayó entonces
sobre el ministro, que recordaría esa ocasión como el mayor reto de
su vida.
El 24, Montero se reunió con la comisión e informó del penoso
resultado. La indignación del jurista Eugenio Valenzuela Somarriva
prolongó la sesión más allá de lo previsto. Montero volvió a soportar
una tormenta de reproches, ahora por razones inversas. La comisión
soportó en silencio el fracaso. Pero estuvo a punto de estallar de ira
cuando, unos días más tarde, el Ministerio del Interior emitió un
comunicado autorizando el reingreso de... 125 exiliados.
LA HORA CERO CERO
El gobierno supo a comienzos de enero de 1983 que Inforsa, cuya
propiedad pertenecía al BHC y a un grupo español, tendría problemas
en sólo unos días. No era difícil averiguarlo: en el directorio de Inforsa
había un representante de la Corfo. El lunes 10 de enero de 1983,
falló una operación que permitiría a Inforsa cumplir un compromiso de
aval con Papeles Sudamérica.
En el Ministerio de Hacienda se encendió el alerta: había llegado la
hora cero cero. Lüders ordenó que se preparara todo para el viernes
14. Seguel activó el plan. Ambos debían proseguir sus rutinas como si
nada estuviera por pasar. El miércoles 12 fueron citadas diez
personas al despacho de Lüders. Compartirían el secreto por unas
horas. Dentro de poco se convertirían en liquidadores, interventores e
inspectores delegados (8).
Lüders le temía a esa conversación. Creía que era el flanco por
donde la noticia podía filtrarse y desatar una catástrofe: una corrida
bancaria, una fuga de capitales, un vaciamiento de bóvedas...
Coincidencia o no, fue así.
Ese día, el ministro asistió a un almuerzo con empresarios y escuchó
la primera señal.
—¿Así que el gobierno piensa tomar medidas enérgicas, Rolf?
El ministro guardó silencio. Trató de no extrañarse.
—No —dijo—. No hay nada, que yo sepa.
Volvió a su oficina preocupado.
Cerca de las 4 de la tarde del jueves 13, el director de La Segunda,
Cristián Zegers, llamó al subsecretario Alvaro Bardón.
—Alvaro, te llamo porque me contó Enrique que van a intervenir la
banca...
Bardón pensó que le hablaba de Enrique Montero. Y no pudo
contenerse.
—¡No puede ser! ¡Te lo dijo!
En ese instante Bardón supo que había cometido un error. Acababa
de revelar que la medida era efectiva, aun cuando Zegers no supiera
exactamente de qué se trataba.
Unos minutos después Bardón marcó el número de Lüders.
—Rolf, parece que metí la pata.
Lüders, cuya inquietud era ya suficiente, decidió entonces que la hora
había llegado. Llamó a Bucalemu y avisó al Presidente que tendría
que hablar esa noche. Y puso en marcha a sus equipos en Hacienda.
El contacto con Televisión Nacional se hizo de inmediato. El ministro
tendría que ir a los estudios, porque los móviles ya no alcanzaban a
llegar a su despacho.
Un mensajero fue a su casa a buscar un terno apropiado para la
ocasión. El ministro se vistió en los estudios de Bellavista y echó una
rápida revisión al texto de su discurso. A las 22.30 apareció en las
pantallas de la cadena nacional.
Cuando comenzó a hablar, la Superintendencia de Bancos despachó
las órdenes para los interventores. Debían constituirse a primera hora
el viernes en las casas matrices de los bancos intervenidos. La policía
envió de inmediato unidades para resguardar las puertas de las
instituciones. Otros inspectores partieron a desalojar los recintos. En
cada uno de ellos dos funcionarios de la Superintendencia de Bancos
tomaron el mando y se quedaron a pernoctar.
El plan de Seguel funcionaba como un reloj.
Tres instituciones (el BHC, el BUF y la Financiera Ciga) fueron
declaradas en liquidación, siguiendo el criterio de que su pasivo era
más de tres veces superior al patrimonio; cinco (de Chile, de
Santiago, Concepción, Internacional y Colocadora Nacional de
Valores) fueron intervenidos, considerando que su deuda superaba
más de una vez al patrimonio; y otros dos (BHIF y Nacional) quedaron
bajo observación.
Francisco Javier Errázuriz, presidente del Banco Nacional, vio la
noticia en la casa de Willie Arthur, en una de sus ecuménicas
tertulias. Estaba también presente Alvaro Bardón. Errázuriz descargó
sobre él la ira por las medidas. Dijo que el equipo económico seguía
cometiendo errores, que los “mirones” enviados a su banco no
servirían de nada y que todo se reducía a una venganza.
Vial, con cierta estupefacción, recordó dos hechos: que al día
siguiente, el 14, el Banco Central debía devolver un préstamo a los
bancos de Chile y de Santiago; y que el día anterior, el 12, el grupo
BHC había conseguido un acuerdo con el subsecretario Seguel para
despejar el problema de las carteras relacionadas.
Todo parecía insensato.
Ese día se suspendió también el rescate de las cuotas de los fondos
mutuos. Durante la semana siguiente, largas filas de gente
desesperada, parte de los 131 mil clientes de los fondos mutuos, se
agolparon frente a las oficinas clausuradas de las instituciones.
Una rabia sorda comenzaba a extenderse por la escala social.
El plan del gobierno partía del supuesto de que los préstamos
externos que correspondían a los bancos liquidados quedarían
impagos. Del resto se haría cargo el Estado. Pero la banca extranjera
sostuvo que sus créditos se habían basado en la información del
gobierno, y por tanto había un tácito aval. Atrapado por la
circunstancia de que las reservas y los nuevos créditos dependían de
algunos de esos bancos extranjeros, el equipo económico debió
echar de inmediato pie atrás y dar el apoyo estatal a todas las
pérdidas privadas de la banca chilena.
PLANES EN BUCALEMU
El lunes 7 de febrero de 1983, el canciller René Rojas presentó su
renuncia ante Pinochet. Aquél sería el detonante para la
reestructuración total del gabinete que Pinochet venía planeando.
Pocas semanas antes, en un almuerzo campestre en Bucalemu, el
Presidente había invitado a algunos nacionalistas de relieve que
tenían una severa opinión sobre lo que estaba ocurriendo. La velada
tuvo un final gentil y amistoso gracias a que un joven capitán llamado
Alvaro Corbalán la animó con la guitarra.
Los nacionalistas acusaban al gremialismo de copar las
subsecretarías y hacer la guerra contra los cambios que el gobierno
requería, como el postergado Movimiento Cívico Militar. Para ello
había un organismo clave: la Secretaría General de Gobierno.
Esa semana comenzaron los cambios. Fueron removidos los
subsecretarios y en el lugar de Rojas asumió el abogado de la
Cancillería y embajador en Londres, Miguel Alex Schweitzer.
Esa semana, en el hotel de Londres donde se hospedaba durante el
periplo por Europa, recibió Lüders la llamada en que, a nombre de la
Presidencia, le pedían que dejara el Ministerio de Economía. Lüders,
que no hubiera aceptado el cargo sin las amplísimas atribuciones que
se le dieron, entendía que había llegado el momento de irse. Sabía
que si dejaba Economía, era más que seguro que nombrarían a un
hombre de ideas diferentes: intuía la disputa que sobrevendría en tal
caso. Como Baraona años antes, Lüders creía que el Ministerio de
Economía podía desaparecer (de hecho, en diciembre, aprovechando
la ley de presupuesto, lo había propuesto sin éxito), pero no debía
competir en la esfera de la decisión macroeconómica.
Lüders no llegaba a imaginar aún cuánta razón tenía. El Presidente
acababa de convocar a su antiguo amigo Manuel Martín, un
empresario del pan con inmenso ascendiente en su gremio, para que
se hiciera cargo de Economía. Era claro que Martín no apoyaría más
medidas restrictivas.
Después de la llamada, Lüders conversó con Cáceres. Ambos
quedaron de acuerdo: si Lüders salía, lo mejor sería que continuara
Cáceres.
El sábado 12, Pinochet citó a su casa de Presidente Errázuriz, de
urgencia, a los ministros Montero y Mónica Madariaga, y al jefe de la
Casa Militar, Jorge Ballerino. También al general Santiago Sinclair,
que poco antes había conseguido finalmente la creación del Ministerio
Secretaría General de la Presidencia, absorbiendo los remanentes de
Conara y el COAP.
La reestructuración del gabinete sería el mismo lunes 14: se
necesitaban decisiones urgentes.
—Voy a poner a Jaime del Valle en Justicia —dijo Pinochet.
Mónica Madariaga se sorprendió. Pocos días antes habían hablado y
el Presidente le había propuesto que asumiera en Educación; ella
había aceptado, a condición de que removiera de la rectoría de la
Universidad de Chile al general Alejandro Medina Lois; ella proponía
al general Sergio Covarrubias, pero, finalmente, habían concordado
en el general Roberto Soto Mackenney.
Para suplirla en Justicia, se había pensado en su subsecretaria, Alicia
Cantanero, una solución que a la ministra le parecía óptima; tanto,
que ella misma la había ubicado en su lugar de vacaciones, en los
lagos sureños, para que se regresara a Santiago. Pero ahora venía
Del Valle.
—¿Y qué hago, entonces? —dijo Pinochet cuando le hicieron notar el
punto—. Ya le ofrecí a Del Valle la Secretaría General de Gobierno,
pero resulta que ahora tengo ahí a Gastón Acuña...
Los asistentes se excitaron. Acuña, calificado en el sector de los
“duros”, no era un buen nombre para ese cargo, a juicio de los
ministros. Encasillaría al gobierno, asustaría a la gente.
—Si las cosas son así —transó Mónica Madariaga—... entonces
dejemos a Del Valle en Justicia. Yo me arreglo para explicarle a
Alicia. Pero en la Secretaría no debe estar Acuña.
—¿Y a quién poner?
La ministra tenía una carta reservada: poco antes la había llamado
Sergio Fernández para subrayarle que Ramón Suárez, tras cesar
como subsecretario, estaba sin cargo.
—A Ramón Suárez —dijo la ministra.
—¡Pero si ése es gremialista! —se enojó el Presidente—. ¡Está
metido con Guzmán y todos esos!
—Te equivocas —dijo ella—. Trabajó conmigo. No es gremialista.
Estuvo en Justicia, estuvo en Trabajo, en la Comisión Bustamante...
¿De dónde sacaste eso?
El Presidente discutió un rato más. Luego cedió.
—Bueno, nombrémoslo. Pero adviértanle que si lo pillo metido con los
gremialistas...
El lunes 14 se preparó el juramento del nuevo gabinete.
Esa mañana llegaron de Europa Lüders y Cáceres. En el salón VIP
los esperaban Montero y Errázuriz. Montero, que había partido a esa
misión con desgano, habló brevemente con Lüders. Le explicó que a
nombre del Presidente le debía pedir la renuncia a Hacienda, y
también el favor de sugerir algún nombre. Lüders señaló a Cáceres,
que aceptó sobre la marcha.
UN RUIDO SORDO Y METÁLICO
En aquel verano dramático, la oposición vio la ocasión y la necesidad
de resurgir con rapidez.
Bajo la fórmula de una sociedad anónima, un grupo de dirigentes
había creado el Proyecto de Desarrollo Nacional (Proden), un
“paraguas” que haría valer los puntos de vista de la disidencia ante la
opinión pública (9).
Entre los partidos, además, empezaba a germinar un paciente trabajo
hecho desde el mismo año 1974, cuando se creó el Círculo de Ex
Parlamentarios.
Las reuniones sistemáticas habían comenzado a fines del 78, con
extremas precauciones, a altas horas de la noche, en una casa de la
calle Jorge Matte donde vivía Tomás Reyes. Las habían iniciado
Eduardo Frei y Luis Bossay, a quienes se agregó más tarde Hugo
Zepeda, a nombre de los liberales. Querían modelar un pacto amplio
de oposición, que incluyera a partidos tradicionalmente distantes y
que involucrara incluso a sectores de la antigua UP, como los
socialistas moderados que por entonces representaban Ramón Silva
Ulloa y Hernán Vodanovic.
Por fin, en febrero de 1983, se estaba llegando a un consenso.
En las costosas gestiones finales tuvieron un papel clave Reyes,
Bossay, Silva Ulloa, Vodanovic, Zepeda, el presidente del PDC,
Gabriel Valdés, René Abeliuk (socialdemócrata) y Armando Jaramillo
y Julio Subercaseaux. El Partido Radical que dirigía Enrique Silva
Cimma sufrió una postergación debido al veto inicial de Bossay.
El 15 de marzo, finalmente, mientras los ministros del gobierno
trataban de ordenar las difíciles negociaciones con la banca y los
acreedores externos, se firmó solemnemente el Manifiesto
Democrático, un documento que serviría de germen a la posterior
Alianza Democrática y que propiciaba la salida de Pinochet como
base de un acuerdo nacional (9).
Mientras los ajetreos de los partidos tomaban forma, la agitación
sindical se había desplazado hacia el más poderoso foco del país: el
cobre. Un decidido presidente de la Confederación, Emilio Torres,
había sido víctima de una operación de ocupamiento. En su propio
sindicato, el oficialismo consiguió la victoria y procedió a desafiliarse
de la CTC. Torres quedó sin piso (11).
En vista de la emergencia, los dirigentes del cobre que pertenecían al
PDC se reunieron con Valdés en el edificio Carlos V, provisoria sede
partidaria. Allí se propuso que en lugar de Torres, y por un tiempo,
asumiera un joven dirigente, rancagüino, evangélico, sin militancia,
desconocido. Valdés se encargó de patrocinar su ingreso a la DC.
Rodolfo Seguel ganaría muy pronto el liderazgo de la CTC. El
encabezó el ampliado de la Confederación que tuvo lugar en Punta
de Tralca, a comienzos de mayo del 83. La reunión concluyó con un
acuerdo audaz: paro nacional. La idea parecía tan insensata que la
Cepch y la ANEF declararon de inmediato su separación del
movimiento. Valdés también se mostró escéptico.
—No —dijo cuando se lo comunicaron—. Paro no. No hay ningún
ambiente.
Seguel quiso mantener la decisión. Después de un duro debate,
surgió una idea: llamar a una protesta con rasgos simbólicos, de
resistencia pacífica. Los partidos del Manifiesto la apoyarían.
El diseño resultó complejo y algo confuso: el 11 de mayo, la gente
debía retirarse a los hogares a las 2 de la tarde; los niños no
concurrirían a clases, no se compraría nada y habría que conducir los
vehículos lentamente. Por la noche se harían sonar cacerolas y se
apagarían las luces.
El 11 de mayo fue miércoles.
Comenzó como un día cualquiera: tal vez la movilización anduvo algo
escasa. A media mañana hubo incidentes episódicos en las
universidades y Codelco constató con sorpresa que el cobre estaba
parado. Hubo cierto ausentismo laboral y escolar y el comercio de
Santiago cerró temprano.
Abruptamente, contra todo lo esperado, a las 8 en punto de la noche
un gigantesco caceroleo estremeció la capital. Centenares de autos
se lanzaron a las calles —sobre todo en los barrios altos— para
cubrirlas de bocinazos. Una policía desconcertada salió a quebrar
parabrisas en los atochamientos de Providencia y Las Condes,
mientras piquetes especiales intentaban acallar el ruido de los
edificios lanzando lacrimógenas.
Dos personas murieron baleadas en La Victoria y en Lo Plaza. Más
de 600 fueron detenidas y hubo decenas de heridos.
Una medianoche espectral cayó sobre la ciudad. Las últimas ráfagas
resonaron en la periferia, de madrugada.
38
EL PLAN JARPA
Tres protestas estallaron entre mayo y julio de 1983. La sacudida alcanzó a los
más altos niveles de La Moneda, pero el paso decisivo se dio en Buenos Aires,
cuando el embajador Sergio Onofre Jarpa esbozó sus ideas sobre lo que el
gobierno debería hacer. Las difíciles condiciones para que asumiera la gestión se
crearon justo cuando una nueva tormenta se aproximaba...

La preparación de la primera protesta nacional, en mayo de 1983,


había complicado a partidos y dirigentes políticos más allá de lo
previsible.
Después de hablar con el recién elegido presidente de la
Confederación de Trabajadores del Cobre, Rodolfo Seguel, el
presidente del Partido Demócrata Cristiano, Gabriel Valdés, había
dejado el asunto en manos de sus dos vicepresidentes, Patricio
Aylwin y Narciso Irureta.
Valdés tenía programada una extensa gira por Europa, que incluía
encuentros con varios jefes de Estado y no podía postergarse.
Aylwin e Irureta compartían las aprensiones de Valdés respecto de un
paro nacional, pero también sabían que la decisión ya era pública y
no se podía recular. El PDC había llegado a su conclusión final
después de una reunión de consejeros a la que citó Aylwin. Este,
complicado por una gripe y por asuntos personales, había entregado
la tarea a Irureta.
Pero a decir verdad, Irureta creía que el eventual éxito de la protesta
era muy incierto.
Un equipo del partido se había formado a su alrededor para coordinar
las acciones: Jaime Hales, Luis Eduardo Thayer, Ricardo Hormazábal
y José de Gregorio, más Daniel Sierra y Gonzalo Duarte, de la
Juventud.
En ese equipo se había acordado acudir a Jorge Lavandero para
echar a andar la pesada maquinaria de los partidos. Lavandero tenía
en el Proden un centro de confluencia de numerosos dirigentes: las
oficinas de Monjitas 454 funcionaban como una caja de resonancia
para las actividades de la oposición. El Proden había cumplido la
misión básica: distribuir los instructivos a todos los sectores políticos y
organizaciones sindicales que existían.
A las dudas de los políticos se había sumado pronto la de los propios
sindicalistas. Pocos días antes de la fecha crucial, Irureta propuso a
Aylwin encarar frontalmente la extraña situación.
—Patricio —dijo—, me parece que lo menos que podemos hacer en
estas circunstancias es conocer al cliente. No lo conocemos. ¿Por
qué no pedimos una reunión con Rodolfo Seguel?
A la cita fueron varios dirigentes del cobre. Aylwin e Irureta asistieron
con el ex diputado Santiago Pereira. Los sindicalistas tenían una
sorpresa: a su modo de ver, la situación era tan crítica, que convenía
retirar a Seguel del escenario. Sergio Barriga, de El Salvador,
asumiría su lugar en la convocatoria.
Los dirigentes de la DC mostraron extrañeza. Se opusieron. Seguel
ya estaba metido y debía seguir; de otro modo, la protesta y el paro
perderían sus últimos visos de seriedad. Los sindicalistas no
discutieron mucho más. La hora se acercaba.
El PDC había encargado entonces la impresión de volantes para
promover la protesta. El pedido había recaído en la imprenta del ex
diputado Arturo Valdés Phillips. Pero al día siguiente la policía había
llegado a los talleres de Valdés Phillips, a confiscar los panfletos.
La urgencia y la semiclandestinidad habían dificultado las cosas hasta
un grado extremo. Varios mimeógrafos se encargaron a última hora
de producir los panfletos, en un trabajo diseminado y presuroso que
tomó día y noche.
El generalizado estallido de la protesta del 11 de mayo sorprendió a
los políticos. También al régimen. Golpeado de sorpresa, éste tuvo
una perpleja reacción.
Pero no demoró mucho.
El 13, 48 horas después del intempestivo cacerolazo, el gobierno
suspendió los servicios informativos de Radio Cooperativa, a los que
atribuía la difusión y la exaltación de los hechos del 11. En la
madrugada del 14, en Osorno, otra radio disidente, La Voz de la
Costa, sufrió un atentado contra su antena transmisora.
En la madrugada del sábado 14, la Guarnición de Santiago movilizó
parte de su contingente, cercó un amplio perímetro del área sur y
realizó el primer allanamiento masivo sobre cinco de las más grandes
poblaciones santiaguinas.
Recién entonces se inició el proceso contra diez dirigentes de la CTC,
por su responsabilidad en el llamado al paro.
Pero el 18, cuando el aire seguía caldeado por los rebotes de la
protesta, la Corte Suprema debió elegir al hombre que la presidiría
por los siguientes cinco años. Cumpliendo la tradición de rotación por
antigüedad, el nominado fue Rafael Retamal. Y el nuevo dignatario
desenfundó sus primeras opiniones públicas en un ambiente de
confusión: declaró la legitimidad de las protestas.
El jueves 19, el Presidente Augusto Pinochet reunió al gabinete y a
los altos mandos militares e hizo un enfurecido discurso contra los
políticos. Denunció un plan soviético para dañar su imagen y fustigó a
la dirigencia partidaria que se escondía tras los trabajadores para
promover el desorden.
El discurso, que fue emitido al día siguiente por cadena nacional,
sentó la línea básica de argumentación del gobierno para los
próximos días: los políticos estaban “sacando las castañas con la
mano del gato”.
Con todo, el equipo de la protesta tomó otra vez el acuerdo de
trabajar en el secreto más absoluto. La segunda protesta, anunciada
por el mismo Seguel para el 14 de junio, tendría nuevamente el
patrocinio público de los sindicatos. Otra vez el Proden cumpliría la
tarea de articular y difundir los instructivos.
ADIÓS AL CARDENAL
El cardenal Raúl Silva Henríquez recibió con inocultable pesar la
noticia de que dejaría definitivamente la Arquidiócesis de Santiago el
10 de junio.
Las huellas de la violencia y las tensiones del momento ponían a la
Iglesia Católica ante una encrucijada. El cambio de la máxima figura
venía a producirse justo cuando el país parecía reclamar que un ente
moral de amplio reconocimiento interviniera para evitar males
mayores.
Pero el proceso venía de antes y Silva Henríquez, una figura severa
como pocas en la historia chilena, marcada simultáneamente por la
popularidad y por la soledad del poder, por la lucidez y la agobiante
sensación de los proyectos inacabados, sabía que sería doloroso.
Silva Henríquez cumplía sus 75 años a fines de septiembre de 1982.
Conforme al decreto conciliar Ecclesiae Sanctae, que él mismo había
contribuido a promover hasta su promulgación en agosto de 1966,
debía presentar su renuncia a la diócesis. El decreto establecía una
paternal sugerencia del Papa en tal sentido, pero su fundamento era
sólido: ciertas reuniones en el Vaticano habían demostrado que la
lucidez de los pastores podía deteriorarse seriamente después de
cierta edad.
A lo largo de todo 1982 había meditado el cardenal cuál sería el
momento para presentar la renuncia. Decenas de consejos
convergieron al fin en la misma conclusión: cerca del cumpleaños.
En septiembre de ese año viajó a Roma y entregó la renuncia. Con
una rapidez totalmente extraordinaria, el Vaticano le comunicó que
estaba aceptada. Debía entregar entonces, como cada vez que un
obispo deja su diócesis, una breve lista con sugerencias de
sucesores.
La velocidad tenía su explicación.
Después de 20 años de ejercer una poderosa influencia en la Santa
Sede, con dos décadas de un liderazgo reconocido entre sus pares,
después de aquel Concilio Vaticano II en que su figura (la segunda
más joven del encuentro) había saltado a la cabeza de los pastores
procedentes de América Latina, el cardenal descubría que de pronto,
a la vuelta del tiempo, otra vez estaba solo en el complejo mundo de
la Curia.
Un hombre clave, el cardenal Sebastiano Baggio, se había
distanciado de él después de una amistad cuyos frutos eran
recíprocos y visibles. Baggio había sido nuncio en Chile desde 1953 a
1959; hacia el final de su estada, él había promovido el nombramiento
obispal de Silva Henríquez, pese a que éste quería mantener su
intensa actividad en la Congregación Salesiana. Baggio no llegó a ver
el ordenamiento de Silva Henríquez como obispo de Valparaíso. Esa
misión la cumplió su sucesor, Opilio Rossi. Pero había seguido
atentamente la innovadora trayectoria de Silva Henríquez y su
decisivo papel al frente de la Iglesia de Santiago.
En la Curia se sabía que el cardenal chileno tenía un amigo en el más
alto nivel vaticano. Con los años, Paulo VI nombró a Baggio como
prefecto de la Congregación para los Obispos, el órgano crucial en los
nombramientos y remociones. Allí comenzaron algunas de las
discrepancias con el cardenal chileno. Pero el momento clave se
produjo en 1978, cuando Paulo VI murió y los obispos se reunieron en
Roma para elegir al sucesor.
Entre los cardenales italianos, Baggio surgió como una figura
poderosa y carismática, un papabile con altísimas posibilidades. De
pronto, la candidatura sufrió un traspié. Los obispos latinoamericanos
no parecían dispuestos a apoyar a Baggio. La Curia sacó sus
conclusiones: el liderazgo de Silva Henríquez no seguía esa
dirección.
Aquel delicado episodio, cargado con la discreción y hasta la
elegancia vaticana, pudo ser uno de los factores por los cuales Silva
Henríquez, cerca ya de su último cumpleaños como obispo, se
encontró solo en la Curia.
El extenso y paciente trabajo del régimen había hecho también lo
suyo. Cada cosa que ocurría en Chile parecía ser responsabilidad del
Cardenal. Y en estos años difíciles de tensiones y polémicas,
tampoco el nuncio Angelo Sodano había mantenido su antigua
cercanía con el cardenal.
El doloroso secreto debía guardarse hasta mayo de 1983. Sólo
entonces se hizo pública la aceptación de la renuncia. Ese mes se
supo también que un hombre inesperado había sido nombrado
sucesor con la personal insistencia del Papa, porque el arzobispo de
la Serena, Juan Francisco Fresno, creía que otro debía ser el elegido.
La sutil gestión de Santiago Brurón, administrador de los bienes de la
Arquidiócesis, y de los sacerdotes Juan de Castro y Renato Poblete,
hizo posible que la transición entre los dos dignatarios de tan diverso
carácter y estilo careciera de traumas.
El gobierno, observando el cambio a la distancia, no disimuló su
alegría por el retiro de Silva Henríquez. La esposa del Presidente,
Lucía Hiriart, convirtió el tema en un estandarte, hablando desde
Punta Arenas:
—Parece que Dios nos ha oído.
EL DESCONCIERTO Y LAS COVACHAS
Los primeros días de junio de 1983 mostraron a un gobierno
desconcertado y disperso.
El ministro del Interior, Enrique Montero, partió en un misterioso viaje
a Estados Unidos mientras en Santiago la Junta dictaba una ley
especial para evitar que el subsecretario, Francisco José Folch,
asumiera como subrogante.
El hecho motivó la renuncia de Folch. En Interior asumió el titular de
Defensa, Patricio Carvajal. Pero éste se enfermó y sus dos cargos
fueron entonces adoptados —cosa insólita, considerando la
existencia de un gabinete más numeroso— por el vicecomandante en
jefe del Ejército, el general Julio Canessa.
La derecha tradicional se movía inquietamente y el gremialismo
insistía en hablar del “inmovilismo” oficial. Una sensación de naufragio
azoraba a los partidarios del régimen; algunos, derechamente,
iniciaban el desembarco. Incluso el proyecto de transición del Consejo
de Estado, más breve y claro que el de la Constitución del 80,
reflotaba ahora como una alternativa posible.
Para salir al paso de la segunda protesta, la jefatura de zona en
estado de emergencia prohibió informar sobre hechos “ilegales”.
El martes 14 de junio Pinochet habló en Copiapó. Golpeado.
—¡A los señores políticos les digo desde acá que ligerito los vamos a
mandar a sus covachas para que terminen sus problemas!
La amenaza surtió poco efecto. Esa noche, la segunda protesta
estremeció al país. Muchas más ciudades de provincia se sumaron a
la sonajera de cacerolas y las poblaciones periféricas de Santiago se
lanzaron a hacer barricadas para resistir a la policía. Hubo, esa
noche, tres muertos.
En la madrugada del día siguiente fueron arrestados en sus casas
Rodolfo Seguel, los dirigentes campesinos Carlos Opazo y José
Oróstica y el dirigente de la Construcción, Sergio Troncoso. Pocas
horas después se inició en Codelco el despido de 30 dirigentes de la
CTC y de casi dos mil trabajadores que participaron en el paro. Cinco
requerimientos contra sindicalistas se abrieron en los tribunales.
El 17, Pinochet volvió a usar la cadena nacional para dirigirse con
irritación al país.
Sorpresivamente, la dirigencia del transporte, encabezada por Adolfo
Quinteros, anunció un nuevo paro nacional para fines de junio. El
torbellino obligó al ministro Montero a citar a Quinteros. Le ofreció
entonces una solución al problema más urgente: repactar las deudas.
La maniobra frenó el paro, pero el gobierno quedó expuesto a la
evidencia de su propio temor; quería decir que muchas otras
concesiones eran posibles (1).
La andanada contra los sindicalistas hizo mella en la oposición.
La acusación de que los políticos estaban detrás de las protestas
tenía amplios visos de veracidad y los dirigentes sindicales,
castigados ya por la dureza de las represalias, insinuaban que era la
hora de que los partidos asumieran la conducción del movimiento.
La discusión se trasladó al seno de la DC.
Aunque el comité organizador se opuso, porque prefería continuar
con el trabajo silencioso y clandestino, la DC tomó la decisión de
convocar a la tercera jornada frontalmente, pese a los riesgos
involucrados en el hecho de que un partido clandestino resurgiera de
ese modo. Lavandero sostuvo entonces que el propio presidente del
partido debía dar una conferencia de prensa. Discutió el punto una y
otra vez con Valdés, que a su turno dudaba del momento y de la
conveniencia real de que la dirigencia se arriesgara a la cárcel... o al
exilio.
El debate se prolongó sobre esos argumentos, pero finalmente
Valdés aceptó convocar a la tercera protesta.
Nada pudo salir en la prensa: la prohibición de informar dejó en
suspenso el llamado de Valdés.
Pero la caldera se abrió en otro costado. El 29 de junio, el ministro
sumariante Hernán Cereceda citó a declarar a Jorge Lavandero.
Cuando quedó libre, éste dio a los periodistas la fecha de la nueva
jornada: 12 de julio.
Otra vez pudo quedar todo en silencio. Pero un día después, el
abogado del Ministerio del Interior, Ambrosio Rodríguez, anunció el
estudio de acciones contra Lavandero por la nueva convocatoria. Así
conoció el país el tercer llamado.
LOS PANFLETOS CAPTURADOS
El miércoles 6 de julio, los dos jóvenes del comité organizador,
Gonzalo Duarte y Daniel Sierra, partieron a la imprenta Emos, de
propiedad de Eladia Mesa, militante DC. Retirarían desde allí 700 mil
volantes llamando a la protesta.
La falta de hábitos clandestinos y de precauciones fue decisiva. Una
patrulla de la CNI los siguió hasta la imprenta, y una vez en ella, los
arrestó con la totalidad del material. Los agentes condujeron a los
jóvenes a un recinto secreto donde los interrogaron largamente, para
luego ponerlos a disposición del magistrado Arnoldo Dreyse.
Otros miles de panfletos se salvaron de la incautación en la imprenta
de otro militante DC, Víctor Zúñiga. Gracias a ellos, la protesta
planeada siguió su curso.
El viernes 8, Pinochet, que había pasado una semana agripado en su
casa, regresó a La Moneda. Esa tarde se reunió el ministro Montero
con los abogados Ambrosio Rodríguez y Humberto Neumann en una
sala de los tribunales.
El sábado 9, el magistrado Dreyse citó a declarar a Valdés,
Lavandero y De Gregorio.
Los interrogatorios de Dreyse fueron severos. El juez parecía
dispuesto a demostrar la culpabilidad de los detenidos. Con Valdés
tuvo un áspero diálogo sobre los hombres con figuración pública. De
Duarte quiso obtener la ratificación de una declaración extrajudicial
hecha ante la CNI.
Los abogados Patricio Aylwin y Luis Ortiz Quiroga habían
recomendado a Valdés que admitiera su responsabilidad en la
convocatoria a protesta, y que reconociera como una gestión personal
el financiamiento de los panfletos (entre 30 y 40 mil pesos), que
parecía interesar sobre manera al magistrado. En cambio, debía
evadir toda alusión o reconocimiento a las actividades partidistas: por
allí podría el juez encontrar fundamento para el proceso y las
sanciones.
Cuando concluyó, Dreyse decidió incomunicar a los sospechosos. El
efecto sería duro: era sábado y no habría posibilidad de apelación
hasta entrada la semana. Un bus de Gendarmería los llevó hasta la
Cárcel Pública, donde los esperaban pequeñas celdas separadas, sin
luz, en el tercer piso. Las instrucciones eran estrictas: no podían
recibir alimentos desde fuera de la cárcel, no debían tener ropa para
las camas, y estarían a cargo de otros reos comunes.
A Valdés fue asignado El Mandíbula, un sujeto patibulario, con una
gran cicatriz, fornido y temido en el ambiente de los reos. El
Mandíbula, prestando toda su generosidad a una causa que no
alcanzaba a comprender del todo, fue precisamente quien reveló, dos
días después del ingreso de los dirigentes, que la Corte fallaría a
favor y que Gendarmería había dispuesto un alivio: desde entonces
podían recibir los pasteles enviados por la esposa de Máximo
Pacheco, Adriana Matte Alessandri.
En los partidos, entre tanto, los instructivos se convirtieron en el foco
de inesperados problemas.
El Partido Comunista, que hasta entonces había mantenido un papel
silencioso y activo, empezó a cuestionar el contenido de las
convocatorias. Sostenía que las instrucciones debían ser elaboradas
previo acuerdo entre todos. El PDC rechazaba la idea: aceptaría
sugerencias para el éxito de las protestas, pero se reservaba el
derecho a conducirlas.
Así empezaron a surgir instructivos diferentes y diversidad de
comandos y comités de protesta. Con el tiempo, ello derivaría en la
casi desaparición de la dirección central y la anarquización del
movimiento (2).
El martes 12 de julio estalló la tercera protesta, en medio de un toque
de queda que abarcó entre las 20 y las 24 horas. Dos jóvenes
murieron.
Los dirigentes políticos sintieron el cacerolazo en la cárcel.
Pasado el sexto día de incomunicación, en la noche del jueves 14 de
julio, Valdés, Lavandero, De Gregorio, Duarte, Sierra y Eladia Mesa
fueron liberados.
Una multitud los recibió en las puertas de la cárcel: parecía que la
presión callejera estaba consiguiendo los resultados que nunca antes
habían podido obtener los partidos.
CONTACTO EN BUENOS AIRES
La preocupación del régimen se reflejó menos en los confusos
movimientos públicos que en las reservadas conversaciones de
algunos líderes de derecha. Curiosamente, la conversación crucial no
tuvo lugar en Santiago, sino en Buenos Aires. Fue en abril del 83,
justo antes de la primera protesta, cuando se inauguró en esa capital
la Feria del Libro. En la representación chilena asistió ese año William
Thayer, cabeza de la Editorial Jurídica, para pronunciar un discurso
que impresionó al embajador ante la Casa Rosada, Sergio Onofre
Jarpa.
Los dos se conocían escasamente, pero era visible que compartían la
preocupación por lo que ocurría en Chile. Thayer, amigo del
Presidente y conocedor de los intrincados mecanismos del poder
militar, ofreció trasladar las ideas de esa conversación hasta La
Moneda. Acordaron entonces redactar un memorando.
El primer borrador lo recibió el ministro secretario general de la
Presidencia, el general Santiago Sinclair. Este transmitió las líneas
principales al Presidente. Jarpa fue invitado entonces para una
extensa reunión con Pinochet para analizar los contenidos del
memorando. Allí se habló de generar un plan político.
Aunque Jarpa advirtió que un plan de esa naturaleza no debía estar
ligado a un nombre, ni siquiera al suyo (puesto que era un político de
conocida camiseta), se entendía que el entonces embajador tenía la
notoriedad y el perfil para conducir un cambio. Jarpa comenzó
entonces a desplazarse reservadamente por Santiago. Inició algunos
contactos, retomó amistades distanciadas y entró silenciosamente a
la cancha de los políticos. Cierta tarde se reunió con Jorge Ovalle a
tomar té en el Club de la Unión. De la conversación surgió algo claro:
para Jarpa, el momento requería de una aproximación discreta con la
Democracia Cristiana. Se necesitaba saber si ese partido estaría
dispuesto a entrar en el cuadro institucional, estableciendo incluso
algunos acuerdos de importancia, o si por el contrario se embarcaría
en la dinámica de ruptura que insinuaban las protestas.
Jarpa conocía poco (y le disgustaba su estilo) a Gabriel Valdés, la voz
más oficial del partido; pero tenía buenas relaciones con otros
dirigentes: Patricio Aylwin, Narciso Irureta, Felipe Zaldívar, Genaro
Arriagada.
Ovalle narró su conversación a la DC. Esta decidió esperar pasos
concretos, pero seguir adelante con las protestas.
Entre fines de mayo y comienzos de junio, Jarpa trabajó en la
elaboración final del plan político. Un equipo pequeño y reservado lo
acompañó: Sinclair, el jefe de la Casa Militar, coronel Jorge Ballerino,
y el subsecretario de la Secretaría General de la Presidencia, coronel
Guillermo Garín. William Thayer colaboró también en la redacción.
El memorando final fue dividido en varios capítulos (3).
• Las consideraciones preliminares analizaban los efectos negativos
del receso político y la ausencia de una fuerza propia de apoyo al
régimen; decía que la iniciativa política permitiría superar las
dificultades económicas, siempre y cuando en esta última área se
atendiera también al llamado de los gremios y los sectores de la
producción y el trabajo.
• Se proponía un paquete de diez medidas inmediatas:
1) “Cuidar al Presidente”, evitando la exposición de su imagen en
debates menores.
2) Recuperar el respaldo de sectores gremiales, empresariales y
políticos.
3) Dar un ritmo ágil a la administración del Estado, respondiendo a
los requerimientos con urgencia.
4) Eliminar de los cargos claves a los “enemigos internos”.
5) Crear un comando político unificado con los sectores proclives al
régimen.
6) Generar un movimiento social para agrupar a los independientes.
7) Iniciar el estudio de las leyes de elecciones y partidos políticos.
8) Promover un debate sobre el marxismo y el período 70-73.
9) Crear un comité de expertos para manejar las comunicaciones del
gobierno, con objetivos claros y de largo plazo.
10) Centralizar en el comunismo soviético (y no en los políticos
locales) el blanco principal.
• Se definían tres tareas para 1984:
1) Terminar las leyes de elecciones y partidos y convocar a un
plebiscito para aprobarlas.
2) Levantar el receso político y fijar un período para la organización
de los partidos.
3) Crear un movimiento político independiente pero defensor del
régimen.
• Otras dos tareas para 1985:
1) Fijar fecha de elecciones parlamentarias.
2) Organizar el movimiento político para ganar tales elecciones.
• Entre las medidas económicas, dos tenían urgencia máxima:
1) Dar pronto apoyo a sectores del trabajo y la producción.
2) Aplicar sanciones a los responsables del colapso financiero.
La finalidad global del plan, tal como la definían sus autores, era la de
consolidar la vigencia de la Constitución del 80, fijándola como marco
para los avances políticos. Adicionalmente se daría al régimen una
base política para defender y proyectar su obra más allá de 1989, la
fecha prevista para someter al gobierno a una confrontación electoral.
La alusión a los sectores de la producción no era nada inocente: la
presión de esos sectores por una solución global estaba llegando ya a
su límite y se conocía la existencia de varios planes “de reactivación”,
a los que el gobierno parecía, peligrosamente, desoír.
Las últimas reuniones de afinamiento del plan político se realizaron en
julio. El ministro Montero, enterado pero marginado de ellas, sabía
que en cuestión de días sería reemplazado.
CÁCERES BAJO FUEGO
El martes 12 de julio, el presidente de la Confederación del Comercio
Detallista, Rafael Cumsille, celebrando el aniversario de la entidad,
recibió en una sesión plenaria a dos invitados del gobierno: el
subsecretario de Economía, coronel Manuel Concha, y la ministra de
Educación, Mónica Madariaga.
Otros dirigentes gremiales, incluidos los que habían iniciado el
iracundo movimiento del sur, estaban en primera fila. Muchos de ellos
venían a solidarizar con Cumsille, que sostenía una pública y
pantanosa batalla con el director de Impuestos Internos, Felipe
Lamarca.
Lamarca había querido sancionar a Cumsille por no emitir boletas de
compraventa en sus negocios, pero éste resistía la presión oficial en
nombre de la crisis de los pequeños comerciantes e industriales.
Después de un breve y deslavado discurso del subsecretario Concha,
Cumsille ofreció la palabra a Mónica Madariaga.
Intempestivamente, la ministra emprendió un feroz ataque contra los
“mandos medios” de la administración del Estado, en lo que
claramente se entendió como un torpedo dirigido a Lamarca.
—Esas personas —dijo la ministra— no merecieran llamarse
chilenos, ni tendrían tampoco el derecho que esgrimen a vivir en
nuestra patria...
La tormenta estalló en cuestión de horas.
Asediado por las acusaciones, el propio Pinochet pidió al ministro
Montero que obtuviera la grabación de las palabras de su prima.
Lamarca replicó con frialdad: no contestaría. El ministro de Hacienda,
Carlos Cáceres, inició una rápida operación de defensa de Lamarca y
de los genéricos “mandos medios”, una serie de puestos que seguía
en manos de economistas formados al alero de los Chicago boys.
Mónica Madariaga advirtió la crisis. Y también la posibilidad de
producir otra, de alcances más vastos, que sacudiera al gobierno de
la modorra y de la indecisión en que ella lo veía. Creía que su
renuncia al cargo podía justificar un cambio total, porque era la más
antigua miembro del gabinete. Redactó la renuncia y la llevó
personalmente al Presidente.
Unos días después recibió un llamado del general Sinclair.
—Oye —le dijo—, ¿qué te parece irte a la OEA? Mi general está
pensando en la OEA para ti...
La ministra se negó. Pidió que le aceptaran la renuncia sin nuevo
cargo. A las 24 horas llegó hasta su despacho un sobre sellado de la
Presidencia.
Contenía su renuncia, rota.
La crisis de gabinete fue postergada, pero la guerrilla en el ámbito
económico no cesó. Algunas semanas después, el ministro Martín
reanudaría la crítica a los “mandos medios”, ahora desde una
posición más fuerte. Aquél sería el último espolonazo de gran
envergadura que Martín lanzara contra la gestión de Cáceres y los
remanentes de los Chicago boys. En agosto presentaría, a su turno, la
renuncia.
Para entonces se había sabido ya que Martín tenía diseñado un plan
de reactivación propio, independiente e incluso opuesto al plan de
emergencia de Cáceres (4). Martín había trabajado en ese diseño con
un ex ministro de Jorge Alessandri, Luis Escobar Cerda; consistía
básicamente en un proyecto para licuar las deudas del sector
productivo a través de la fijación de la tasa de interés por debajo de la
inflación. Ello suponía aumentar el déficit fiscal y salirse frontalmente
de los programas convenidos con el Fondo Monetario Internacional.
Secretamente, Cáceres luchó contra el plan procurando demostrar
que en el corto plazo conduciría a tasas de inflación más altas (5).
La iniciativa de Martín y Escobar no era la única.
En los meses previos, la Confederación de la Producción y el
Comercio, presidida por Jorge Fontaine, había encargado a su jefe de
estudios, el ingeniero José Luis Cerda Urrutia, que elaborara un plan
de recuperación (6). El estudio, concluido en julio, fue entregado al
ministro Cáceres. Proponía también aumentar el déficit fiscal,
fomentar la inversión de las empresas estatales, aplicar una política
monetaria activa (de emisión) para conservar la liquidez y movilizar la
capacidad del Estado para atraer más recursos al país.
La tenaz defensa de Cáceres contra estas embestidas podía ser
eficaz mientras el economista mantuviera el difícil equilibrio de las
proposiciones, intentando demostrar que muchas de esas medidas
estaban ya en curso. Pero a mediados de julio esa defensa entró en
crisis.
La banca acreedora extranjera había decidido resistir a toda costa las
pérdidas provocadas por el sistema financiero chileno. Exigía que el
Estado diera su aval a la totalidad de las deudas, y no sólo a las que
vencían entre el 83 y el 84.
La presión se hizo insostenible: las reservas y hasta algunas
propiedades del gobierno estaban bajo amenaza si no se hacía de
ese modo. A toda prisa, moviéndose entre La Moneda y el Diego
Portales, Cáceres obtuvo las firmas para la ley 18.235, que otorgó el
aval del Estado a garantías y créditos del sector por siete mil 700
millones de dólares.
Esto ocurrió el 21 de julio.
Seis días después, el 27, el FMI concedió la licencia para salirse del
programa de estabilización acordado en enero, con el compromiso de
retomarlo en octubre.
El 28, Cáceres, el presidente del Banco Central, Hernán Felipe
Errázuriz, y el embajador chileno en EE.UU., Enrique Valenzuela
Blanquier, se reunieron en las oficinas del Manufacturers Hanover
Trust, en Nueva York, y firmaron las 300 carillas del nuevo acuerdo
de renegociación de la deuda.
Ese acuerdo daría un nuevo crédito por mil 300 millones de dólares,
pagadero en condiciones aliviadas. Los 611 bancos acreedores
abrirían, además, sus líneas de crédito de comercio exterior.
Pero estas escasas ventajas apenas disimulaban las draconianas
condiciones impuestas a la negociación. El Banco Central aparecía
como deudor, y como aval... la República de Chile. Esta y aquél
tendrían que regirse por las leyes de Nueva York y la totalidad de sus
bienes (excepto embajadas y destinaciones militares) podrían ser
embargados en caso de incumplimiento. Chile pagaría los viajes y los
costos de los acreedores y se comprometería, mediante una
Declaración de Principios firmada por Cáceres, a “mantener, incentivar,
desarrollar y apoyar un sector empresarial y financiero fuerte y viable”
(7).
La polémica negociación dejó en mal pie a Cáceres, en torno al cual
comenzó a tejerse una red de sospechas y desconfianzas. Las cosas
llegarían un par de meses después a grados extremos: para las
nuevas conversaciones con el FMI se obligó a Cáceres a viajar con
Manuel Martín y Luis Escobar Cerda, que actuarían como verdaderos
vigilantes, incluso con el mote humorístico de “Los ángeles de
Charlie”. Cáceres debió recurrir a innumerables artimañas para eludir
en Nueva York el asedio de sus ángeles.
CARTA URGENTE AL VATICANO
El domingo 24 de julio, hablando desde los balcones suspendidos
sobre la plaza San Pedro, en el Vaticano, el Papa Juan Pablo II
dedicó una parte de su homilía a la situación chilena. El dramático
llamado a la pacificación remeció los teletipos del gobierno.
Era, también, una oportunidad propicia para comenzar a poner en
marcha el nuevo plan político. A toda velocidad, Jarpa redactó una
extensa respuesta al Papa. El embajador ante la Santa Sede, Héctor
Riesle, y el encargado de asuntos especiales (relaciones con la
Iglesia Católica, entre otros), Sergio Rillón, fueron convocados por el
general Sinclair para revisarla y dar su opinión.
El texto quedó listo el miércoles 27. Mientras la carta se despachaba
hacia la Nunciatura, donde sería entregada a monseñor Angelo
Sodano, William Thayer invitó al arzobispo Fresno y al presidente de
la Conferencia Episcopal, José Manuel Santos, para darles a conocer
el contenido de la misiva.
Su párrafo clave sostenía que no obstante los ataques externos e
internos, el gobierno estaría “dispuesto a dar pasos decisivos en la
consolidación de la institucionalidad que anhela la mayoría de los
chilenos”.
La reservada conversación con los obispos fue seguida de otra, más
pública, entre el Presidente y los mismos dos dignatarios de la Iglesia.
La cita resultó mucho más precisa que la anterior. Pinochet mencionó
en ella algunos de los plazos previstos por el plan.
A comienzos de agosto, el propio Pinochet decidió hacer públicas
algunas ideas del plan. El miércoles 3 citó a su despacho al ex
ministro Sergio Fernández, encargado de la Comisión de Estudio de
las Leyes Orgánicas, y le informó que su equipo ya no vería esos
fundamentales proyectos; lo haría el Consejo de Estado. Al día
siguiente anunció el inicio del estudio de cuatro anteproyectos de
leyes políticas: de partidos, de sistema electoral, de Congreso
Nacional y de Tribunal Calificador de Elecciones.
Jarpa partió a Buenos Aires para retirar sus cosas y despedirse de las
autoridades argentinas. El 5 regresó a Santiago.
La oposición, embarcada en el ritmo ardoroso de las movilizaciones,
había comenzado los preparativos para la cuarta protesta
inmediatamente después de la liberación de los dirigentes democrata-
cristianos. A sus conductores les parecía claro que no era el momento
de detener ese ímpetu, por mucho que en el horizonte cercano se
avecinaran cambios de gran envergadura. El equipo clandestino que
había dirigido las convocatorias anteriores fue sustituido entonces por
un grupo a cargo de Ricardo Hormazábal.
Pero pese a esa centralización, las convocatorias empezaron a diferir
ostensiblemente; para algunos, debería durar un día, el 11 de agosto;
para otros, prolongarse por dos o más días; para unos terceros, podía
ser el germen de un paro más prolongado.
La confusión se reflejó en los volantes y en los rayados.
Desde La Moneda, Pinochet advirtió que usaría toda la energía
militar.
Se avecinaban vientos de tormenta.
Jarpa, que lo sabía, se preparaba para asumir el timón en medio del
vendaval.
39
UN DIÁLOGO INCONCLUSO
Pese a lo público que pareció, el diálogo político entre el ministro Sergio Onofre
Jarpa y la Alianza Democrática tuvo secretos y confusiones. La breve primavera de
la apertura duró poco más de un mes, pero regó de expectativas a un país
desolado por la violencia. El gobierno descubrió, a fines de 1983, que había
salvado su más duro trance.

Largas negociaciones de invierno —un invierno crudo, que sacó al


Mapocho de su cauce y lo lanzó contra decenas de rancheríos,
mejoras y mediaguas— dieron forma al documento con que los
firmantes del Manifiesto Democrático se convertirían en socios políticos
formales.
Una cena de homenaje a Gabriel Valdés, liberado poco antes desde
la Cárcel Pública, reunió a centenares de opositores en el Círculo
Español. Aquella fue la ocasión escogida para la doble operación de
lanzar la cuarta protesta y el nacimiento de la Alianza Democrática.
Era la noche del 6 de agosto de 1983. La noche de la “protesta con
propuesta”.
La propuesta tenía tres elementos básicos: un acuerdo nacional para
generar una Asamblea Constituyente y una nueva Constitución; la
renuncia del Presidente Augusto Pinochet, y el establecimiento de un
gobierno provisional para una breve transición.
Al día siguiente regresó de Buenos Aires el embajador en Argentina,
Sergio Onofre Jarpa. Venía a asumir el Ministerio del Interior, con un
plan político aprobado por la Presidencia y estimulado por vientos de
apertura.
Jarpa sabía que la tarea sería durísima. Le preocupaba, primero, la
angustiosa situación de la economía, con sectores productivos
asfixiados por las deudas financieras y con ministros conductores
entregados a la teoría del ajuste automático, más temerosos de la
inflación que del desempleo. Convencido de que sin un cambio la
inestabilidad continuaría, Jarpa tenía una piedra de tope en el
gravitante Ministerio de Hacienda: Carlos Cáceres.
El Presidente había dado su expreso respaldo a Cáceres, y era un
hecho que dentro de la Junta, este ex profesor de la Academia de
Guerra Naval contaba también con la simpatía del almirante José
Toribio Merino. Debido a eso tuvo que renunciar al Ministerio de
Economía el empresario Manuel Martín, amigo cercano de Pinochet.
Recién a última hora, y en la emergencia, se había echado mano a
Andrés Passicot, director del INE (1).
Ni Cáceres ni Passicot eran los hombres ideales para Jarpa. Pero
ellos eran la realidad del gabinete, y habría que afrontarla.
Tampoco pudo poner en Trabajo a William Thayer, que había
colaborado en el plan político: como el equipo económico creía que
Thayer atacaría el Plan Laboral, tuvo que recurrir al fiscal del Banco
del Estado, Hugo Gálvez, que había sido solvente ministro de Jorge
Alessandri.
Por si no bastara, estaba el problema de la protesta, fijada para el 11
de agosto.
El Presidente había anunciado que aplicaría toda la mano dura del
gobierno para contenerla: 18 mil hombres armados saldrían a las
calles a controlar el orden, según un antiguo plan de seguridad que
dividía a Santiago en cinco zonas de mando (2).
Jarpa discutió esa medida. Creía que sería contraproducente y que
no ayudaría a cambiar el clima en favor del gobierno. Pero no tuvo
acogida. Las órdenes estaban dadas y existía la decisión de redoblar
la energía; según las previsiones de inteligencia, una asonada de
magnitud comparable con el bogotazo de 1948 podía estar en ciernes.
La decisión de asumir o no en un día semejante no era fácil. Pero
Jarpa aplicó su lógica política: la opinión pública podía percibir que las
medidas estaban decididas antes de su llegada y no sería un acto
responsable dejar el problema en manos del dimitido ministro Enrique
Montero. Así que, contra todas las especulaciones de que quería
postergar su juramento, Jarpa asumió en la tarde del martes 10 de
agosto, casi a la misma hora en que las unidades trasladadas del
norte iniciaban su acuartelamiento en Santiago.
EN EL CINTURÓN DE FUEGO
La cuarta protesta fue dura, terrible. La más dura de cuantas se
conocían. En una ciudad virtualmente ocupada, bajo toque de queda
a partir de las 18.30 horas, centenares de personas se lanzaron a las
calles de las poblaciones para enfrentarse a la policía. Por primera
vez desde el inicio de las protestas, las poblaciones revelaron un
verdadero cinturón de fuego que se había extendido en torno a
Santiago.
En los dos días que duró, 26 personas murieron. Algunas cayeron en
sus casas, baleadas a través de los muros; otras fueron ultimadas
desde autos en marcha; otras, alcanzadas por balas sin destino.
Los trágicos resultados plantearon un grave dilema moral a los líderes
de la oposición: la responsabilidad de exponer a gente indefensa a un
clima de violencia descontrolada era incompatible con la voluntad de
movilizar a sectores cada vez más amplios de la población. Las
propias bases poblacionales empezaban a hacerlo notar y en las
capas medias la deserción iba siendo notoria.
Jarpa inició su gestión con una celeridad que alteró la rutina, los
hábitos y el lenguaje de La Moneda. Más de 300 audiencias tuvieron
lugar en los primeros días.
El sábado 13, visitó al arzobispo de Santiago, Juan Francisco Fresno,
en la casa de calle Simón Bolívar. En la reunión, a la que Fresno
invitó a uno de sus más cercanos asesores de entonces, el vicario
Juan de Castro, Jarpa expuso con detalles los aspectos relevantes de
su plan. No lo dijo, pero era evidente que deseaba el respaldo de la
Iglesia Católica. Fresno tampoco lo dijo, pero lo que escuchó le
pareció estimulante.
—Ministro —propuso—, y usted, ¿estaría dispuesto a contarles estas
cosas a los dirigentes de la Alianza?
—Cómo no —dijo Jarpa—. Sería lo ideal.
Fresno pidió unos días para hacer algunas gestiones.
A la semana siguiente, Jarpa se contactó con un antiguo camarada
del agrariolaborismo del que había estado cerca en las
parlamentarias de 1971: el ex diputado democratacristiano Luis
Pareto. Quedaron de acuerdo en cenar el miércoles 17. Esa noche en
la casa de Pareto estuvieron Jorge Lavandero (también con pasado
agrariolaborista, de cuyo padre Jarpa había sido amigo) y Carlos
Dupré. Allí se habló de conversar con el Partido Demócrata Cristiano.
Después, afinando detalles, quedó claro que lo mejor sería hacerlo
con la Alianza Democrática en su conjunto. Jarpa no tenía
dificultades. Apreciaba a Hugo Zepeda, a Luis Bossay y a otros como
antiguos luchadores de la arena política.
Entretanto, el arzobispo Fresno llamaba a Gabriel Valdés para
invitarlo a la conversación con el ministro del Interior. Valdés mostró
su disposición y llevó el tema al partido, que lo aprobó sin demora: se
creía que el ambiente era propicio para un diálogo. Luego, el mismo
Valdés trasladó la discusión a la mesa de la Alianza Democrática.
También allí se aprobó por unanimidad y comenzó a afinarse el
documento de Bases del diálogo para un gran acuerdo nacional. La
invitación definitiva fue cursada por el arzobispo para el 25 de agosto.
Tres días antes, la AD se encargó de publicitar las Bases.
Sólo entonces surgió una complicación: pese a haber firmado los
documentos, Julio Stuardo y Hernán Vodanovic debieron acatar una
instrucción del Comité Político de Unidad (CPU), que por entonces
procuraba reunir al fragmentado mundo socialista, para no concurrir al
diálogo.
El CPU estimaba que los socialistas, que habían pagado durísimos
costos humanos tras el golpe de Estado, no podían sentarse en una
mesa con el régimen que diezmó al partido (3).
UNO: DEBUT EN SIMÓN BOLÍVAR
El 24, la directiva de la AD estableció una pauta para evitar que la
conversación se dispersara.
Según ella, Ramón Silva Ulloa, de la Unión Socialista Popular, debía
fijar la condición de que el diálogo debía hacerse “de cara al pueblo”,
con amplia cobertura periodística; luego se entregarían al ministro las
Bases y Valdés expondría la razón de las protestas y la necesidad de
un cambio en la conducción del Estado; Bossay, líder histórico de la
Socialdemocracia, subrayaría la necesidad de que condujeran la
transición personas que creyeran en la democracia; Zepeda hablaría
sobre la modificación de la Constitución, para dejar luego que el
radical Silva Cimma describiera los resultados mínimos esperables:
suspensión del artículo 24 transitorio de la Constitución, fin del exilio,
reconocimiento de los partidos, esclarecimiento de muertes, reintegro
de trabajadores destituidos, acceso a la TV, fin del estado de
emergencia.
En la tarde del jueves 25 de agosto de 1983 llegaron a la casa de
calle Simón Bolívar los cinco dirigentes, a bordo de dos autos. El
arzobispo, sus vicarios Sergio Valech y Juan de Castro, y el director
de comunicaciones del Arzobispado, Guillermo Hormazábal, los
recibieron a la entrada.
El último en ingresar, en medio de un inusitado despliegue de prensa,
fue el ministro Jarpa, acompañado de dos escoltas.
Tras los saludos, tomó la palabra el arzobispo. Explicó el sentido de
su invitación y ofreció retirarse para dejarlos conversar solos: la
Iglesia ofrecía su mesa pero no intervendría en el diálogo.
Todos le pidieron que se quedara. Fresno y sus vicarios lo hicieron,
en actitud de oración.
En torno al té y las galletas dispuestos por Sor Milagros, la religiosa a
cargo de la casa, habló primero Jarpa. Dijo que había sido nombrado
para llegar a una fórmula de acuerdo, que tenía facultades que el
Presidente le había entregado y que concurría con los mejores
propósitos. Agregó que el clima mejoraría si se pudieran suspender
las protestas: las cosas no podían seguir con esa cuota de muertos.
Después de la introducción de Silva Ulloa habló Valdés.
—Hemos venido —dijo— en representación de los partidos; los
partidos han tomado el acuerdo de concurrir al diálogo aceptando
este llamado del arzobispo.
Explicó que las protestas eran la única forma de expresión que tenía
la ciudadanía, porque las demás seguían clausuradas. Pidió al
ministro que no tomara la protesta como un acto de violencia, sino
como el gesto de rebeldía de un pueblo sin vías de expresión.
Antes de terminar, Valdés dijo que, para la oposición, había una
persona que obstaculizaba el entendimiento: el general Pinochet.
Entonces Jarpa interrumpió:
—Si me van a pedir la renuncia del Presidente, esto se va a volver
absurdo. A mí me ha nombrado él y ustedes pretenden desconocerlo.
Entonces yo no soy ministro. Se termina esto y me retiro.
—Ministro —se adelantó Zepeda, que se había opuesto antes a esta
mención—. Dé por retirado ese tema, pasemos a los otros.
Jarpa explicó que tampoco podría recibir los documentos de la AD,
porque en ellos se volvía sobre lo mismo. Agregó que lo importante
era desarrollar esta instancia de información mutua, en la que podría
contar en qué consistía el curso de acción que la Presidencia había
aprobado.
Los opositores no insistieron.
Los otros temas fueron desarrollados en un clima más relajado.
Se acordó entonces continuar la reunión en una segunda rueda. La
fecha: 5 de septiembre.
Esa noche, los dirigentes de la AD salieron con la impresión de que
se había producido algo notable: Jarpa parecía interesado en buscar
acuerdos y los opositores estaban satisfechos de exponer su
pensamiento.
SI EMPUJAN...
Las expectativas aumentaban en cosa de horas: una lista de mil 600
exiliados autorizados para retornar se acababa de publicar, grandes
manifestaciones habían recibido el regreso de Jaime Castillo Velasco,
Andrés Zaldívar, Renán Fuentealba, César Godoy y muchos otros, y
el estado de emergencia era derogado.
El clima sorpresivamente distinto estimuló la actividad política a una
velocidad desconocida. El Partido Comunista sacó, por primera vez
durante el régimen, una faz pública mediante voceros oficiales y hasta
organizó una concurridísima conferencia de prensa en la casa de
Pablo Neruda, encabezada por María Maluenda y Jaime Insunza.
Paralelamente con ese resurgimiento, el PC buscó la forma de
obtener participación en las actividades concertadas de los partidos
de centro. A través de José Sanfuentes, que tenía nexos familiares
con Ignacio Palma y Tomás Reyes, se envió directamente el mensaje
a la DC: los comunistas deseaban integrarse a la Alianza, o generar
un nuevo pacto que los incluyera.
Los socialistas dijeron estar de acuerdo, pero anotaron que el
mecanismo de consenso debía respetarse. Los demás partidos se
opusieron. El rechazo tenía que ver con las protestas, pero también
con el diálogo.
La AD estaba convencida de que la incorporación comunista
entorpecería cualquier negociación con el régimen, incluso si se
aceptara (y no todos lo hacían) que la vía insurreccional no era aún
una táctica seriamente asumida por los comunistas.
A la inversa, el PC creía que el diálogo sostenido con Jarpa derivaría
en un reflujo de las protestas, y algunos militantes se mostraban
firmemente convencidos de que aquél era el secreto propósito que
alentaba las reuniones.
Estos dos principios estuvieron entre los factores que aceleraron la
creación del Movimiento Democrático Popular (MDP), reuniendo
básicamente al PC, al PS dirigido por Clodomiro Almeyda y al MIR, el
20 de septiembre de 1983. La izquierda más radical tendría su propio
pacto para hacer valer su presencia. Antiguas rencillas, y sobre todo
la del PC con el MIR, cederían el paso a una fórmula política
desconocida.
A las 8.30 de la mañana del martes 30 de agosto de 1983, una
camioneta Chevrolet Luv de color amarillo se estacionó en
Apoquindo, a la altura del 6.900 y esperó unos minutos, hasta que el
mayor general (R) Carol Urzúa, intendente de Santiago, salió de su
casa de La Cordillera 6984. El comando del MIR abrió fuego desde
tres puntos cuando el Datsun Laurel del general se detuvo ante la luz
roja de la esquina. Más de 60 balas perforaron el auto.
El general murió en el asiento trasero. El chofer, cabo segundo Jorge
Aguayo Franco, quedó acribillado en la posición delantera. El
guardaespaldas, cabo primero Carlos Riveros, cayó por la derecha
hacia la calle.
Los asesinos huyeron y se esparcieron por Santiago.
Aunque las investigaciones posteriores demostraron que las órdenes
del atentado y el chequeo del general se habían realizado desde
varios meses antes, el momento parecía directamente elegido para
hundir los aires de apertura. Por un instante se creyó que el diálogo
mismo naufragaría.
En La Moneda, con los primeros informes del crimen, Pinochet
ordenó declarar estado de sitio. Sólo en la tarde los ingentes
esfuerzos del gabinete para persuadirlo de no tomar esa medida
congelaron la decisión.
Era claro que el crimen provenía de sectores menores y
probablemente aislados. No podía fundarse la suspensión del plan
político en un hecho de ese tipo.
Pero quedaba todavía otra decisión conflictiva: la quinta protesta,
programada para el jueves 8 de septiembre. Pese a la sugerencia de
Jarpa, e incluso pese al clima provocado por el crimen, la Alianza
había decidido que debía seguir adelante de todos modos. Las
propias amenazas de Pinochet incitaban:
—Yo tengo la fuerza, y si la cosa se generaliza y me empujan y me
empujan, pierdan cuidado que vamos a llegar al estado de sitio, más
duro que antes (4).
La Alianza aprovechó algunas de esas declaraciones para hacer la
primera advertencia sobre el rumbo que podían tomar las cosas:
declaró que la mantención del diálogo suponía “un clima de respeto
mutuo” y anotó que “desde que comenzó este diálogo, tal condición
ha sido alterada por el Jefe de Estado en diversas declaraciones
públicas”.
Luego, cuando el propio Jarpa criticó la acción opositora y recomendó
formar guardias vecinales de autodefensa, la AD declaró que ello era
“más grave aún”.
Pero el impacto producido por la violencia, las víctimas y, sobre todo,
el despliegue militar en la protesta de agosto, echaban una sombra de
duda sobre la decisión opositora. ¿Qué podía ocurrir ahora, en esta
quinta protesta que algunos sectores querían convertir en la más
prolongada, para que alcanzara y sobrepasara a los actos del 11 de
septiembre?
La AD había elaborado un dramático informe sobre los hechos del 11
de agosto y lo había entregado al nuncio Angelo Sodano.
Por añadidura, en la propia coalición opositora habían surgido
disputas sobre las medidas apropiadas. Actuando a nombre del
Proden, Lavandero había pedido y obtenido permiso para una
concentración el 4 de septiembre. La AD, firmemente opuesta a la
idea, forzó la suspensión del acto.
DOS: LAS FAMOSAS COMISIONES
Las discusiones seguían cuando llegó el lunes 5 de septiembre, el día
de la segunda cita con Jarpa. Otra vez el grupo se reunió en la casa
de Fresno.
Alguien tomó la palabra para anunciar que Valdés haría una
propuesta.
—Bien —dijo Jarpa—, pero si van a plantear la renuncia de Pinochet
yo me retiro.
—Creíamos y seguimos creyendo —replicó Valdés— que la
presencia del general Pinochet en la Presidencia de la República es
un obstáculo insalvable para llegar a un acuerdo y tenemos que
hacerlo presente. Pero hay otros puntos en nuestra agenda.
El principal era una reforma constitucional que permitiera realizar
elecciones libres y acortar el período presidencial de Pinochet; que se
llamara a un ministerio de reconciliación y que se restaurara la
libertad de prensa. Agregó la necesidad de poner fin al exilio.
Uno de los dirigentes formuló una petición particular: que se aclarara
el destino de Jorge Peña Hen, el director de orquesta de La Serena
fusilado en el paso de “la caravana de la muerte”, en 1973.
Jarpa respondió afirmando que los registros electorales y la ley de
partidos figuraban en el plan del gobierno para el año siguiente, 1984.
Agregó que el asunto de la prensa debía estudiarlo, pues no
dependía de él. También se comprometió a averiguar el paradero del
músico.
Luego hizo una dura crítica al manejo de la economía en los años
recientes y a la tecnocracia de los Chicago boys.
Los opositores expresaron su acuerdo con esas críticas, pero tuvieron
la sensación de que Jarpa era mucho más severo, porque sus dardos
no usaban el enfoque de las desigualdades, sino el de la parálisis del
sector productivo.
Silva Cimma habló luego.
—Ministro —dijo—, yo creo que usted puede dar una muy buena
señal de avance si toma alguna medida política importante. Me
permito sugerir que se termine la CNI. Yo tengo antecedentes que
podrían serle útiles.
Jarpa meditó unos instantes.
—No crea que no es una posibilidad. Pero habría a lo menos dos
aspectos importantísimos que considerar. La CNI tiene una inmensa
utilidad en la infiltración, y por lo tanto en el control de los grupos
ultras; y además presta un servicio inestimable parando el
contrabando de armas hacia la guerrilla, que viene desde Bolivia.
Los opositores escucharon en silencio. Jarpa pasó luego al análisis
de los temas de fondo: las reformas que quería impulsar.
—Han visto —dijo— que hemos anunciado que el Consejo de Estado
iniciará el estudio de las leyes políticas. Sería muy útil que ustedes
pudieran contribuir a ese trabajo, incluso incorporándose al Consejo,
si es necesario.
—Bueno —contestó Valdés—, usted comprenderá que esa es una
decisión muy delicada. La oposición no quiere convertirse en un
órgano asesor de este régimen. Lo que exige son cambios reales.
Está dispuesta a aportar su buena voluntad, pero hay que precisar:
cómo, cuándo, para qué. Personalmente no creo que sea una fórmula
idónea.
—Bien, yo se los planteo para que lo analicen. A mí me parece un
buen camino. Quizás también se podrían crear comisiones de estudio
de estos temas y otros pendientes. Podrían ser comisiones paritarias,
donde la oposición tuviera representación. Alguna podría ver los
problemas constitucionales.
La más importante idea del diálogo había quedado formulada en ese
momento: las comisiones se transformarían luego en un eje del
debate.
Hacia el final se habló de la protesta en ciernes, que había de tener
lugar tres días después.
—El gobierno —dijo Jarpa— no va a repetir la experiencia de agosto.
Las tropas no van a salir a la calle. Tampoco habrá toque de queda.
Los carabineros son los únicos que van a estar a cargo del orden
público. Ustedes han planteado esto como pacífico. Yo preferiría que
no se hiciera, porque siempre hay exaltados e infiltrados. Pero si lo
van a hacer, ojalá no tenga connotaciones violentas.
Los dirigentes opositores entendieron el mensaje.
Esa noche salieron de la casa de Fresno con una impresión aún más
optimista que la anterior.
Antes de separarse, convinieron con el ministro en que un tercer
encuentro sería necesario.
INCIDENTE EN PLAZA ITALIA
Con cautela, sin declararlo, la AD planificó acciones que cambiaran el
eje de la quinta protesta. El presidente de la DC, Gabriel Valdés,
decidió variar la conducción del comando y nombró a Genaro
Arriagada. Este modificó de inmediato el estilo: reconoció
públicamente su carácter de coordinador de la protesta y explicó ante
la prensa en qué consistía ese papel (5).
En el esquema de acciones, la idea motriz de la protesta serían las
manifestaciones pacíficas. Para subrayarlo, se acordó que el acto
central fuera un sit in de los principales dirigentes en la zona de Plaza
Italia.
Así se hizo. Pero la Plaza, rodeada y copada por contingentes
policiales, se convirtió en una inmensa batahola a los pocos minutos
de iniciarse el acto. Genaro Arriagada fue arrastrado y golpeado por
la policía, mientras decenas de bombas lacrimógenas y varios carros
lanzaaguas disuadían del intento a otros dirigentes.
En la tarde del 8, después de las 17, el ministro Jarpa marcó los
citófonos de algunos funcionarios. No encontró a nadie. Insistió.
Nada. La Moneda parecía desierta. El subsecretario Germán
Gardeweg había dado al personal la orden de retirarse a las 17.
Jarpa se encargaría de cobrar el error. En el lugar de Gardeweg, el
propio Pinochet nombró a Luis Simón Figueroa, primo suyo en
segundo grado.
La AD estimó inaceptable la humillación de la plaza: el 9 declaró
suspendido el diálogo hasta que el gobierno no entregara un
calendario de transición.
Como se temía, la protesta se extendió esa vez más allá de lo que la
AD había planificado. Algunas poblaciones se mantuvieron en pie de
guerra durante cuatro días consecutivos. Cuatro personas murieron
en las violentas refriegas nocturnas.
El mismo día 9, el gobierno organizó una manifestación de apoyo a
Pinochet. Después de varios meses de silencio y hasta de temor, los
partidarios del régimen partieron hasta el centro de Santiago para
concentrarse cerca de La Moneda.
En el palacio se sabía qué recursos eran los artificiales. Algunos de
ellos quedaron en evidencia horas después, cuando se supo que un
obrero del POJH de Pudahuel había sido muerto de un balazo
durante una rebelión de trabajadores que resistían el acarreo hasta el
centro. El alcalde Eduardo Bajut, que había declarado en esa comuna
su propio estado de guerra con guardias armadas y fusileros de
perdigones, tendría después que aclarar ante la justicia el papel del
municipio.
Así y todo, el gobierno fue inesperadamente alentado por el acto: más
gente de la prevista había concurrido y el ánimo estaba mejor de lo
que se creía (6).
Jarpa se mezcló con la multitud, satisfecho: había logrado lo que
otros ministros no habían imaginado y su propósito de restaurar el
respaldo al régimen empezaba a dar dividendos.
Esa mañana debutaron unos carteles impresos con un colorido dibujo
de Pinochet. El dibujo tenía autor: Avanzada Nacional. Alertados por
el resurgimiento de la actividad partidista, algunos funcionarios
vinculados a la CNI y establecidos en el Norte Grande, habían
decidido que una pequeña publicación nacionalista, Avanzada, fuera el
germen de un movimiento de apoyo combativo al régimen.
Algunos meses de trabajo y reclutamiento hicieron posible un
sorpresivo debut en la noche del 10 de septiembre, con un acto
marcial y nocturno en el cerro San Cristóbal, denominado Plan
Libertad 10.2200.SEP.983 e inexplicablemente transmitido por
Televisión Nacional. El episodio costaría el puesto a su director, el
mayor (R) Hugo Morales, pero esa noche, en la voz de un dirigente
juvenil llamado Hernán Moreno (7), saltó Avanzada.
Otros movimientos en la derecha excluida del plan Jarpa mostraron
también el interés por organizarse. Sergio Fernández surgió a la
cabeza de una Unión Demócrata Independiente que reuniría a los
contingentes del antiguo gremialismo (8).
REYMOND, ANFITRIÓN SECRETO
El 11 tuvo lugar la ceremonia oficial de los diez años del régimen. En
el esperado discurso de Pinochet hubo un anuncio clave: se haría un
plebiscito para modificar el funcionamiento del Poder Legislativo.
La afirmación significaba dos cosas: que el plan de Jarpa tenía
todavía vigencia, y que la elección de Congreso se adelantaría.
La oposición recibió con reservado entusiasmo aquel discurso. Pero
los contactos con Jarpa se habían suspendido. Para evitar que la
impasse se prolongara, Valdés decidió procurar una conversación
privada con el ministro. La gestión fue pedida a Carlos Reymond,
hombre discreto, abogado de prestigio, amigo de Jarpa y político de
buena voluntad.
Reymond llamó a Jarpa para pedirle que pasara por su oficina a
conversar con Valdés. Cuando se juntaron, los dejó solos por dos
horas.
Valdés expresó su preocupación por el carácter inorgánico que
estaba tomando la “apertura”. Dijo que la multiplicación de propuestas
podría echar a perder todo y que los partidos necesitaban un canal
claro y estable. Jarpa insistió en la idea de las comisiones. Sería
necesario trabajar en ello para sacar adelante los cambios. Deberían
ser específicas, con dedicación exclusiva. Valdés replicó que bastaba
con una comisión, centrada en la Constitución, paritaria y con
expertos. Jarpa insistió en que el trabajo demostraría luego la
necesidad de crear más de una.
Hablaron de tres, cuatro o seis personas por lado. Valdés quedó de
transferir la idea a su partido y a la Alianza, y de redactar una
proposición él mismo.
Convinieron en que todos aquellos aspectos en los cuales la comisión
llegara a acuerdo serían enviados a la Junta de Gobierno. Esta podría
decidir someterlos a plebiscito. Si no hubiese tal acuerdo, se podrían
presentar a plebiscito dos alternativas.
Valdés se movió con rapidez. En un par de días obtuvo de la DC y de
la AD la aprobación para la fórmula. Luego redactó el documento con
la proposición.
Entonces pidió al arzobispo Fresno que convocara a una tercera
reunión.
Pero para los dirigentes políticos las condiciones eran crecientemente
difíciles. Algunos soportaban fuertes críticas en sus partidos por la
ausencia de resultados visibles en el diálogo. Ciertos sectores
juveniles sostenían que la oposición estaba entrando en un juego
distractivo y debilitando su mejor herramienta, las protestas.
Debido a esas presiones, la AD pidió que el tercer encuentro con
Jarpa se hiciera en forma secreta. Cuando la sugerencia fue
planteada a Fresno, éste propuso cambiar el lugar: la casa de la
Congregación de los Padres Maristas, en calle Sótero Sánz, sería un
sitio suficientemente reservado. Fresno también consideró que no
sería necesaria su presencia y pidió al vicario Valech que lo
representara.
Ya estaba prácticamente todo listo para el encuentro cuando Jarpa
avisó al arzobispo que deseaba ir acompañado del ex senador
Francisco Bulnes. Preguntó si los miembros de la Alianza tendrían
inconveniente.
Fresno llamó a Valdés.
—¿Y en qué calidad iría don Francisco Bulnes, monseñor?, —
preguntó Valdés.
—Como asesor jurídico, porque el ministro dice que él no es experto
constitucional, y el señor Bulnes sí.
A decir verdad, Bulnes no era sólo un experto, sino que en junio
anterior, cuando Jarpa preparaba su plan, había concebido y
propuesto la idea de comisiones paritarias.
Y esa tarde, Jarpa sorprendió a Bulnes.
—Necesito que me acompañes a esta reunión.
—Sergio, pero yo antes necesito hablar contigo.
—Imposible. Tengo otro compromiso antes. Nos juntamos allá.
—Sergio, pero ¿seré aceptado por los demás? No quiero llegar de
intruso.
—No te preocupes. Lo estás.
Valdés comunicó la novedad a los miembros de la Alianza, que se
habían reunido en la casa de Hugo Zepeda poco antes de partir hacia
el lugar de la cita.
El temor de que el ministro pudiera estar intentando una movida fuera
de programa hizo que algunos miembros de la AD pusieran
objeciones a la presencia de Bulnes. Pero no era motivo para
suspender la cita. Las seguridades dadas por el obispo Valech
reforzaron el compromiso.
TRES: ÚLTIMAS SONRISAS
El jueves 29 de septiembre llegaron todos a la calle Sótero Sánz.
En la reunión, Valdés sacó la minuta escrita y la leyó (9).
Jarpa comenzó a tomar notas. Pero Valdés lo interrumpió.
—No se preocupe, ministro. Este documento es para usted. Se lo voy
a entregar.
Tenía cinco puntos. El primero, sosteniendo las posiciones anteriores
de la AD, proponía un plebiscito en 1984 para formar una Asamblea
Constituyente. El segundo, que recogía la idea de Jarpa, sugería
crear una comisión paritaria para estudiar y promulgar leyes políticas
en 120 días. El tercero instaba a cambios profundos, el cuarto a un
plan económico de emergencia y el quinto a terminar con la “campaña
injuriosa”.
Cuando concluyó, Jarpa dijo que debía repetir lo del comienzo: la
Asamblea le parecía inviable. Las comisiones, en cambio, eran lo
idóneo. En cuanto a la economía, se lanzaría pronto un plan
reactivador. Para lo demás pidió paciencia y tiempo. Agregó que
transmitiría estas ideas a las autoridades.
Bulnes intervino para reforzar el rechazo de Jarpa a la Asamblea
Constituyente. Dio amplios argumentos históricos y prácticos: un
trabajo de tan alta especialización requería de una comisión pequeña
y reconcentrada. Luego habló en favor de una comisión bipartita y
explicó que un Congreso representativo podría funcionar en 1985.
Los opositores se extrañaron por la intervención de Bulnes, que
parecía no estar completamente alineado con Jarpa. Tenían razón:
Bulnes diría después que entendía que su presencia allí era como
representante de la derecha democrática y no como asesor.
La reunión dio vueltas sobre la idea de las comisiones y, aunque
parecían hablar de cosas diferentes, concluyeron en términos
amistosos. Hasta se habló de dónde podría instalarse una comisión.
Alguien sugirió las oficinas del Congreso Nacional.
Jarpa recibió el texto de la minuta de Valdés y lo guardó en el bolsillo
izquierdo de su chaqueta.
Luego se acordó dar una versión atenuada a la prensa, que se
suponía no sabía de la reunión.
Pero a la salida vino la sorpresa: una muchedumbre de periodistas
esperaba a los políticos en la calle Sótero Sánz.
¿Cómo había ocurrido aquello?
A decir verdad, los reporteros sospechaban la fecha del encuentro.
Algunos de ellos se dirigieron en la mañana a Armando Jaramillo para
inquirir detalles. Jaramillo guardó la reserva, pero dio una pista clave.
—Muchachos —dijo—, no les puedo decir. Pero a la tarde váyanse a
tomar un traguito a mi casa. Ahí conversamos. Total, qué tanto se van
a demorar...
Jaramillo vivía en Sótero Sánz.
Más tarde, a solas, los políticos revelarían sus preocupaciones.
En la AD crecía la sensación de que Jarpa intentaría a toda costa
envolverlos en el régimen; se sabía que la presión desde la izquierda
seguiría subiendo, y había indicios claros de que la protesta sería
difícil de contener.
Jarpa, a su turno, tenía la certeza de que la insistencia de la AD en la
Asamblea conducía a un callejón. El régimen no podía tolerar esa
pretensión y los partidos no se veían verdaderamente dispuestos a
ceder. Entretanto, él mismo era criticado en el gobierno por sostener
ese diálogo en medio de las protestas.
El sábado 1º de octubre Pinochet sobrevolaba Pichilemu, dentro de
una gira por la Sexta Región, cuando las turbinas del helicóptero
fallaron y se inició un pavoroso descenso de emergencia. El piloto
maniobró angustiosamente para tocar tierra. La información oficial fue
parca, pero el accidente pudo resultar fatal (10).
Al día siguiente, en Paredones, el general improvisó un fiero discurso
contra los políticos. Dijo, expresamente, que la Constitución “no se
alterará, cueste lo que cueste” y que los políticos podían “seguir
conversando no más”.
Dos días después, la AD se reunió para considerar las afirmaciones
de Pinochet. En reemplazo de Valdés, que había viajado a Caracas,
emitió la declaración el nuevo presidente, Hugo Zepeda: exigía del
gobierno una “respuesta inmediata y clara’’ a la minuta entregada. Sin
ello, debería dar por desahuciado el diálogo.
No hubo respuesta.
No inmediata. Sólo unos días después, en un programa de Radio
Minería, Jarpa declaró su extrañeza por la suspensión. “Estábamos
conversando para ponernos de acuerdo, y no para hacernos
concesiones mutuas’’, dijo.
La AD puso fin oficial a su contacto con el régimen. El 11 realizó una
concentración en la Alameda. Ese día, y hasta el 14, el MDP convocó
a una nueva protesta, la sexta de la serie, que desató otra vez la
violencia periférica.
Hubo cinco civiles muertos y un carabinero fue asesinado con su
propia metralleta.
Todo se había ido al suelo.
DISGUSTOS EN EL GABINETE
Jarpa, obligado a maniobrar en el seno de un gobierno enojado por
los nuevos brotes de insurrección, centró su preocupación en la
disputa por el modelo económico.
Para entonces, el ex ministro Manuel Martín y Luis Escobar Cerda
habían regresado de su viaje a Nueva York, escoltando al ministro
Cáceres en las negociaciones con el FMI, y habían presentado su
informe confidencial. Decían en él que la renegociación de la deuda
se había hecho bajo pésimos términos para el país y que el ministro
había aceptado compromisos que hacían imposible un plan
reactivador.
El memorando de los “ángeles de Charlie” fue devastador.
El 12, Pinochet pidió la renuncia a Cáceres. Se llamaría por fin al
asesor de la Sofofa, José Luis Cerda, que viajaba por Europa.
Pinochet decidió, sin embargo, congelar el cambio hasta la semana
siguiente.
En los mismos días, la ministra de Educación había iniciado una gira
por el país para conocer la situación de las universidades. En
Valdivia, frente al intendente, general Claudio López Silva, la ministra
había sido emplazada por los estudiantes a pronunciarse sobre los
rectores delegados.
—Miren —dijo ella—, yo he postulado para comandante del
Regimiento Tacna y todavía no me han nombrado.
Esa tarde el general López Silva viajó en helicóptero a Santiago y
presentó un informe ante el general Julio Canessa, vicecomandante
en jefe del Ejército. La ministra había sido insolente con el
desempeño de altos oficiales. Ella regresó a Santiago por unas horas.
Notó un mensaje del general Sinclair, pero no pudo encontrarlo.
Siguió al norte.
El 13 regresó. Entonces supo para qué la necesitaba Sinclair.
—Oye, el Presidente sigue pensando en la OEA para ti.
—¿Por qué? ¿Quieren que me vaya?
—Bueno, sí. Pero tal vez no todavía.
La ministra decidió acelerar la crisis. Redactó su renuncia y citó a una
conferencia de prensa en su oficina. Ahí anunció que se iba.
Ese día la despidió un Pinochet dolido y complicado.
—Tengo que sacarte, tengo que sacarte del país incluso. No quiero
que te pelen. ¿No quieres la OEA? Bueno, te ofrezco que te des una
vuelta por Europa, en mi nombre, para explicar la realidad chilena.
Cansada y aburrida, ella aceptó. Cuatro días después, cuando jurara
en Educación Horacio Aránguiz, expondría con toda crudeza la crisis
en las universidades (11).
En el intertanto, sin embargo, la crisis de gabinete se había congelado
en el área económica. Cáceres había vuelto a obtener el respaldo
presidencial a la vista de la inminente visita de una misión del FMI,
Cerda había sido contactado para pedirle disculpas y el modelo
seguiría igual. Días después, el ex Presidente Alessandri daría el
espaldarazo definitivo en favor de Cáceres, ante los empresarios
reunidos en Enade.
En medio de la nueva derrota, Jarpa intentó otro esfuerzo. Aprovechó
el solitario juramento de Aránguiz para trabajar con el Presidente el
discurso que éste pronunciaría. Allí se trataría de recuperar el tono
moderado anterior a la ruptura del diálogo. Pinochet diría que su
gobierno ha tenido una “honesta actitud (que) no ha recibido la
adecuada reciprocidad...”.
Pero ya era tarde.
Y no sólo tarde: Pinochet había descalificado de hecho,
intempestivamente y bajo un raro impulso, la delicada gestión del
ministro en el momento más inoportuno. Toda reparación parecería
una artimaña. Ni aun la voluntad de Jarpa —que los opositores
tendían a reconocer— podría superponerse a ello.
El ministro intentó recorrer una nueva ruta: crear un frente de derecha
organizado que pudiera respaldar las instituciones y una transición
cautelosa.
En medio de esas gestiones se fue acabando el año 83, larga y
dolorosamente.
A las 6 de la tarde del 11 de noviembre, un hombre desesperado
trazó una línea de tiza en el atrio del Arzobispado de Concepción,
gritó que la CNI le devolviera a sus hijos María Candelaria y Galo
Fernando y encendió un bidón de parafina sobre su cuerpo. La
horrible muerte de Sebastián Acevedo Becerra, de 50 años,
estremeció al mundo (12).
Unos días después, la oposición tuvo su primer acto de masas en el
Parque O’Higgins, el 18 de noviembre, organizado por una AD cuya
presidencia rotativa había asumido Silva Cimma.
En diciembre se jugó lo que pudo ser la última carta del diálogo.
Bulnes, que se había ido a un fundo de La Cruz tras la muerte de su
hijo Francisco Bulnes Ripamonti (en octubre), había seguido
trabajando en la idea de la transición. Se había puesto a disposición
de Gonzalo Eguiguren, jefe de gabinete de Jarpa, pero nadie lo había
llamado.
Ese mes, Bulnes se presentó en un seminario sobre Perspectivas
políticas, en presencia de Jarpa y de dirigentes aliancistas. Allí formuló
una propuesta: negociar entre la oposición y miembros de la derecha
democrática, para establecer acuerdos que podrían ser sometidos al
Ministerio del Interior.
La operación parecía ir al rescate del plan de Jarpa sacando de en
medio la personal responsabilidad que Pinochet le exigía. Ese día, el
ministro no leyó el discurso que llevaba escrito y adhirió a Bulnes.
La oposición interpretó que así se convertiría en un órgano consultivo
(13). Y lo desechó.
Jarpa se preparó para seguir.
No quería quedar solo.
40
LA REFORMA QUE NO FUE
El verano de 1984 llegó con el augurio de nuevas tensiones. Pero también con la
decisión de Sergio Onofre Jarpa de transformar a toda costa el panorama político.
Una reforma a la Constitución del 80, tal vez la maniobra más audaz desde los
tiempos triunfales del régimen, llegó a redactarse y despacharse.

La tormenta de las protestas, que en siete meses transformó la


fisonomía política del país y reveló las explosivas tensiones
acumuladas en la estructura social, amainó con el fin del año 1983.
Muchos fenómenos convergieron para producir ese efecto. El
cansancio, la violencia, el miedo, la manipulación, las vacilaciones de
los dirigentes... Pero de entre todos, uno de los más relevantes había
sido el diálogo entre el Ejecutivo y la Alianza Democrática, un inédito
intercambio que concentró fuertes expectativas sobre una solución
negociada.
El fracaso del diálogo se convirtió en un fantasma para los dos
bandos. La oposición aliancista recibió ese verano los reproches de
“entrar al juego” presuntamente urdido por el régimen para
desmovilizar la protesta.
El ministro del Interior, Sergio Onofre Jarpa, vio crujir una parte
medular de su plan político, que pasaba primero por demostrar que
un acuerdo con los partidos era posible y luego por arbitrar las
condiciones para modificar los plazos del régimen.
El diagnóstico de la oposición era oscuro: el régimen sólo parecía
conmoverse con la expresión callejera, fuerte y decidida.
El análisis oficial partía a la inversa: la oposición era irresponsable y
anarquizante. No estaba dispuesta a reconocer nada: se consumía en
la sed del poder.
Mientras terminaba el 83, y persuadido de que el diálogo directo con
la AD conduciría sólo a su desestabilización y fracaso, Jarpa se
propuso reunificar a la derecha cercana al gobierno para que sirviera
de enlace con el resto del mundo político. Una antigua proposición de
Francisco Bulnes coincidía con esto. Si la derecha afín al régimen,
pero con vocación democrática, intervenía para proponer más
claridad en la transición, ella podría ser el puente de plata con los
sectores moderados de la oposición.
CUATRO EXTRAÑOS
Pero en aquel mes con que comenzó 1984 nuevos acontecimientos
estremecerían la ya agitada vida política del país.
En la soleada tarde del 16 de enero, dos hombres y dos mujeres
entraron armados a la embajada de Francia. Dijeron ser buscados por
los servicios de seguridad y requirieron que se les ayudara. La
vicecónsul francesa, Ivonne Legrand, les hizo una proposición. Y para
cumplirla los guió hacía el patio posterior.
Los cuatro subieron por una escala y saltaron al patio de la casa de
servicios de la Nunciatura, ubicada junto a la parte posterior de la
residencia francesa. Iban premunidos de un arsenal, algo nunca visto
entre los militantes de izquierda que se habían asilado en los años
anteriores. Allí se encontraron con el secretario de la Nunciatura,
Antonio Sozzo. Le apuntaron. El sacerdote reaccionó con calma.
—Esto no es una petición de asilo —dijo—. Esto es un asalto. Así no
conseguirán nada. Es mejor que entreguen esas armas.
Alertado el nuncio, se comunicó de inmediato con el secretario de
Estado del Vaticano, el cardenal Agostino Casaroli. Sozzo, entretanto,
seguía discutiendo con los extraños. Pasaron más de 90 minutos de
agitada polémica hasta que los convenció de entregar las armas. A
cambio, pidieron que les dejara un revólver con cuatro balas.
—Preferimos matarnos antes de ser detenidos —dijo Jaime
Yovánovic.
Yovánovic oficiaba de cabecilla en un grupo que además integraban
José Aguilera, Elba Duarte y Pamela Cordero. Los cuatro eran
intensamente buscados por el homicidio del general (R) Carol Urzúa,
el intendente de Santiago acribillado cuatro meses y medio antes.
Instantes después, desde la Nunciatura se solicitó el envío de un
funcionario de confianza de la Cancillería para hacerle entrega de las
metralletas y revólveres (1).
Al día siguiente, el nuncio solicitó al gobierno que le concediera
salvoconductos para que los asilados abandonaran el país.
Una nueva crisis se iniciaba.
Todo había comenzado muchos meses antes, en el otoño del 83,
cuando la dirección del MIR decidió la “ejecución” del general Urzúa.
La orden fue transmitida al argentino Hugo Ratier, dirigente de la
cúpula del MIR y combatiente clandestino fogueado en las técnicas
de la guerrilla urbana. Ratier se opuso inicialmente al atentado,
argumentando que carecía de sentido político.
Pero la disciplina podía más.
La operación debió tener lugar en marzo del 83, pero la preparación
era aún insuficiente. En mayo, Ratier instruyó a Jorge Palma Donoso,
alias Gabriel, para hacerse cargo del asunto. Este reunió a la unidad:
Hugo Marchant Moya (Manuel), Carlos Araneda (Gaspar), Jaime
Yovánovic Prieto (Hugo), José Aguilera Suazo (Rodrigo) y Elba Duarte
Valle (Luisa). Como ayudistas participarían Susana Capriles y Marta
Soto.
En las semanas siguientes, Palma dispuso una minuciosa
observación del general: horarios, itinerario, custodia, vehículos, todo
fue cotejado una y otra vez.
En agosto se distribuyeron las armas: dos fusiles de asalto FAL y dos
subametralladoras checoslovacas SHEM 25. Los vehículos —un
furgón utilitario y una camioneta Chevrolet Luv café, con armazón
metálica de protección— también quedaron dispuestos ese mes.
En la noche del 29 de agosto de 1983, los miristas se acuartelaron en
una casa de seguridad.
A la mañana siguiente, a las 5.30 horas, salieron en diferentes
direcciones. A las 8.15, Hugo Marchant llegó en la camioneta
Chevrolet y se estacionó frente a la Municipalidad de Las Condes,
cerca de la esquina de Apoquindo con La Cordillera.
En la parte trasera, bajo un toldo, con los FAL en las manos,
esperaron Carlos Araneda y Jaime Yovánovic. Palma se ubicó en la
esquina de La Cordillera, cerca de un paradero de buses, con una
subametralladora en el bolsillo. Frente a él, tras un quiosco, tomó
posición Elba Duarte.
Minutos después, cuando el general llegó a la esquina en su auto con
un chofer y un escolta, Palma dio la orden. Araneda y Yovánovic
levantaron el toldo, apuntaron y vaciaron las 20 balas de los
cargadores de los FAL. Elba Duarte y Palma atacaron por detrás,
hasta agotar la munición.
La operación duró segundos. Los miristas abordaron la camioneta y
se perdieron por Hernando de Magallanes hacia el sur (2).
Operacionalmente, el atentado fue exacto. Cada detalle resultó como
estaba planeado. Salvo uno, que los miristas desconocían: los
servicios de seguridad sabían quiénes eran e incluso los seguían
desde hacía ya tiempo.
Siete días después del homicidio, la CNI pidió el apoyo del escuadrón
antisubversivo del Servicio de Inteligencia de la FACh.
La operación de castigo iba a comenzar. Varios de los autores
estaban ubicados.
LA MUERTE EN PUNTO 30
Jorge Palma Donoso salió de la vivienda donde se ocultaba para
hacer un contacto. No supo que era observado.
—Salió el número 1. Síganlo —se oyó en las radios de los vehículos
de seguridad.
Palma realizó su contacto y abordó un taxi. Minutos después fue
violentamente sacado de él por los agentes. Casi al mismo tiempo
eran detenidos Hugo Marchant y Carlos Araneda.
El 7 de septiembre de 1983, a eso de las siete de la tarde, unos 60
agentes de seguridad se reunieron en un supermercado ubicado junto
a la rotonda de la avenida Colón, en espera de un jeep armado con
una ametralladora punto 30. Cuando el vehículo llegó, el grupo se
dividió en pelotones que salieron hacia la calle Fuenteovejuna 1330,
situada a pocas cuadras.
Sigilosamente cercaron una casa ubicada frente a un pasaje. En su
interior estaban Lucía Vergara (3), Sergio Peña Díaz y uno de los
hombres más buscados por la CNI, Arturo Villavela Araujo, el Coño
Aguilar, miembro del Comité Central del MIR y jefe militar del
movimiento (4).
De pronto, la .30 comenzó a disparar y el barrio se convirtió en un
infierno de pólvora. Cuando la ametralladora calló, un altavoz
conminó a la rendición.
Desde la vivienda salió un hombre con los brazos en alto que a poco
andar cayó acribillado. Tras él, una mujer se movió en la casa
respondiendo el fuego.
Una bengala mal lanzada por un agente reventó en la construcción: el
incendio que se declaró hizo cesar recién los disparos.
Los tres miristas habían sido abatidos. Pero otra cacería comenzaba.
Las unidades de la CNI y los grupos de apoyo enfilaron hacia el otro
lado de Santiago, hacia la calle Janequeo 5707, cerca de la plaza
Garín, en Quinta Normal. Aquella casa era vigilada desde hacía un
par de meses.
En los instantes previos a la llegada de los agentes, Carabineros
había desalojado a unas 80 personas desde un albergue colindante
para llevarlos a una iglesia (5).
El jeep artillado volvió a tomar posición. Una orden por radio pidió a
los agentes que se agacharan en sus vehículos. Uno de los dos
hombres buscados venía corriendo hacia el lugar.
Al pasar junto a una muralla fue ametrallado. Era Alejandro Salgado
Troquián.
A continuación, la ametralladora inició su faena.
En el patio de la casa cayó abatido Ratier, organizador del atentado al
coronel Roger Vergara y pieza clave de la Operación Retorno (ver
capítulos 29 y 33).
El balance impresionaba. A sólo una semana del asesinato del
intendente de Santiago, los servicios de seguridad habían logrado
abatir a cinco miristas —dos de ellos de la cúpula del movimiento— y
arrestar a otros cinco (6).
El 29 de diciembre de 1983, en calle Andes esquina General Barboza,
en la comuna de Quinta Normal, fue abatido por la CNI Juan Elías
Espinoza Parra (Yuri), sindicado como uno de los encargados de
archivo y documentación de un taller de falsificación del MIR.
Espinoza se había asilado tras el golpe del 73 en la embajada de
Finlandia, donde permaneció hasta 1975, cuando viajó a la República
Democrática Alemana. Había colaborado en la Operación Retorno y
reingresado clandestinamente a Chile, viviendo en Las Condes (7).
Su caída fue el último alerta para los sobrevivientes del comando que
había ejecutado al general Urzúa. Fue por eso que el grupo decidió
asilarse.
Y ahí estaban ahora, encerrados entre las altas paredes de la
representación papal, vigilados, fotografiados, hostigados, abriendo
uno de los períodos más tensos de las relaciones entre el régimen y
la Iglesia Católica.
El asilo coincidía con los delicados preparativos de las entrevistas que
el 22 de enero de 1984 iniciara el canciller Jaime del Valle con
autoridades del Vaticano para tratar la mediación papal en el conflicto
limítrofe con Argentina (8).
En la víspera del viaje del canciller, el nuncio Sodano le insistió
verbalmente en la petición de salvoconductos. Del Valle, como toda la
Cancillería, era partidario de que se concedieran en vista de que el
Papa lo pedía.
Pero el recién asumido ministro de Justicia, Hugo Rosende, tenía otro
argumento: una orden de detención contra los miristas estaba
pendiente y los tribunales de justicia los esperaban. El caso escapaba
de la esfera diplomática.
El argumento era inútil para el nuncio. Las órdenes de detención
estaban fechadas dos días después de la petición de salvoconductos.
Así que la explicación encubría una decisión política. Encubría
también la ira de los altos oficiales, para quienes el crimen del general
no podía quedar impune.
La presión sobre la Nunciatura fue creciendo rápidamente. Se
aspiraba a que terminara en la expulsión de los cuatro asilados. La
CNI instaló a 24 de sus agentes en una casa vecina a la sede
pontificia. Carabineros dispuso una guardia de nueve hombres
armados junto a las puertas. Grupos de civiles aparecieron mañana
tras mañana a quemar banderas del MIR y exigir a gritos la entrega
de los asilados. Los vehículos que entraban y salían de la embajada,
llevando a obispos, cardenales y embajadores, eran prolijamente
revisados.
El cuerpo diplomático comenzó a inquietarse.
A fines de enero pareció inminente el otorgamiento de los
salvoconductos. Pero de pronto, Pinochet congeló la solución y
nombró una comisión tripartita para estudiar el problema: la
integrarían los ministros Jarpa, Rosende y Del Valle (9).
Entonces, intervino personalmente el Papa y el Vaticano hizo pública
una enérgica defensa de los refugiados (10).
La prensa nacional se inquietó. Algo turbio, desconocido, dilataba la
crisis.
A fines de marzo, el gobierno consultó a la Corte Suprema si el
otorgamiento de salvoconductos significaría intervenir en la
administración de Justicia. Comenzaba a visualizarse una salida.
Después de que la Corte respondió que era facultad privativa del
Presidente resolver, la solución se aceleraría: el 7 de abril, los cuatro
miristas saldrían rumbo a Pudahuel, para abordar un avión hacia
Ecuador. En otro vuelo dejaría también el país la vicecónsul francesa,
declarada persona non grata por el gobierno militar (11).
LA COMISIÓN SECRETA
Francisco Bulnes, que no cejaba en su propósito de conseguir un
acercamiento entre la derecha y la oposición de centro, estuvo ese
verano en la comisión que redactó el anteproyecto de ley sobre
partidos políticos. El equipo lo integraron también Luz Bulnes, Jaime
Guzmán y Gustavo Cuevas.
Trabajaban con los horizontes dibujados por Jarpa: la ley de partidos
debía salir a la brevedad, para echar a andar las instituciones
constitucionales antes del fin de período, antes de 1989. Aquella ley
era sólo el primer eslabón de una cadena que para Jarpa debía
culminar con la elección de un Congreso. Pero el temor a los partidos
era en el gobierno más fuerte que cualquier voluntad impuesta por la
dinámica de las cosas.
En aquel verano, a fines del 83, regresó de su misión especial por
Europa la ex ministra Mónica Madariaga. El largo periplo había sido
más bien decepcionante. Las cancillerías europeas habían tomado su
viaje como uno cualquiera y en varios países nada especial había
sido dispuesto para que ella cumpliera la misión oficial de “explicar la
realidad de Chile” según la perspectiva del gobierno.
Sólo en España, donde el presidente del gobierno Felipe González la
recibió por casi dos horas, había conseguido una cita del más alto
nivel; pero aquello en cierto modo se presumía, porque la ministra
había ayudado a González en la misión de liberar al dirigente
socialista Erich Schnake.
De regreso, se encontró sin tarea, aunque seguía vigente la oferta de
la embajada en la OEA.
Pero en aquellos días el general Santiago Sinclair, ministro secretario
general de la Presidencia, estaba preparando una comisión ad hoc
para trabajar en un muy secreto plan que, bajo la inspiración de Jarpa
y la aprobación del Presidente Augusto Pinochet, permitiría al
régimen retomar la iniciativa política.
El plan concretaba, en buena medida, lo que Jarpa había propuesto al
asumir e incluso lo que había sugerido durante el diálogo con la AD.
Se trataba de producir una reforma a la Constitución del 80 que fuera
al mismo tiempo sintética y exhaustiva, que en unos pocos puntos
resolvería los problemas que se habían revelado en el curso de estos
difíciles años.
El equipo organizado por Sinclair incluyó a sólo cuatro personas,
fuera de sí mismo: Sergio Onofre Jarpa, Mónica Madariaga, el jefe de
la división jurídica de la Secretaría General de la Presidencia, general
Fernando Lyon, y el recién nombrado asesor especial del proyecto
Chile del futuro, Mario Arnello.
La comisión trabajó durante poco más de un mes, intensamente. De
entre ellos, sólo Jarpa parecía tener claros los objetivos globales del
proyecto y sus efectos políticos de mediano plazo. El aspiraba a
establecer una continuidad de instituciones que permitieran que en
1989 el sistema estuviera funcionando en plenitud.
Los demás tenían preocupaciones específicas.
A Arnello le interesaba particularmente el tema de los partidos
políticos; tenía la convicción de que la liberalidad con que éstos
habían actuado en el pasado era parte sustancial de la crisis y creía
que aun la Constitución del 80 había sido redactada con “manga
ancha” en la materia. El artículo 19, número 15, cuyo inciso quinto
regula el ámbito de los partidos, le parecía aún poco preciso. A su
juicio, las normas debían incorporar dos nuevos elementos: la
prohibición del voto partidario, en virtud del cual diputados y
senadores se sometían antes a la disciplina de la directiva, y la
posibilidad de crear partidos regionales, que representaran los
intereses específicos de algunas zonas.
Mónica Madariaga se sentía más cerca del propósito de adelantar el
Congreso. Si éste podía estar en funciones antes de que el
Presidente concluyera su período, las instituciones podrían
perfeccionarse y se daría espacio a la expresión plural de ideas
dentro de los marcos del propio régimen.
Quedaba por resolver, eso sí, el problema de la Junta y de cómo
perdería ésta sus funciones legislativas. El proyecto original
contemplaba la instalación de un Parlamento íntegramente elegido,
tal vez guardando el espacio necesario para que los altos mandos de
la Junta se incorporaran en condiciones razonablemente seguras al
Poder Legislativo. La duda era seria: ¿aceptarían el almirante José
Toribio Merino, o el general César Mendoza, coautores del golpe de
1973, entregar su importante cuota de poder y convertirse en simples
senadores de un cuerpo de 35 miembros?
UN MEMORANDO TAXATIVO
Pero el tercer aspecto era el más sensitivo de todos, y también el que
más importaba a Pinochet. Se trataba de dar al Ejecutivo una
herramienta que en períodos difíciles permitiera resolver las crisis de
legitimidad planteadas por la oposición o incluso por dirigentes afines
al régimen.
Los hechos del 83 habían demostrado, a juicio de La Moneda, que
algunas minorías podían copar distintos escenarios (no sólo políticos,
sino también sociales, económicos, financieros) mediante golpes de
audacia o coyunturas favorables. Pinochet se había convencido de
que la discusión podía afectar la estabilidad del gobierno y de que, en
tales casos, convendría acudir al pronunciamiento directo.
De esa lógica nació la tesis de las consultas con fines diversos, a las
que el Presidente podría acudir en cualquier momento para enfrentar
controversias. Nadie desconocía que aquella facultad terminaría con
las últimas posibilidades de veto que para entonces se reservaba la
Junta. Cada vez que la competencia de ambos poderes entrara en
fricción, Pinochet podría acudir a la vox populi.
La idea fue planteada por la comisión ad hoc a diversos organismos y
personalidades.
El contralor Osvaldo Iturriaga expresó su oposición al mecanismo. Se
fundó en la historia de la Constitución, en la que Jaime Guzmán había
marcado la diferencia entre plebiscito y consulta después de la
experiencia de fines del 78: un plebiscito crea efectos jurídicos y una
consulta no; por tanto, esta última carece de validez y no debe
realizarse.
El artículo 5° fijó esa doctrina radicando el ejercicio de la soberanía de
la nación “a través del plebiscito y de elecciones periódicas”.
La comisión elaboró entonces un memorando de respuesta a las
objeciones de Iturriaga. Severo. Taxativo. Sobre todo para Iturriaga,
que en 1978 había vivido desde los puestos más altos de la
Contraloría la crisis planteada con Héctor Humeres y su final
destitución en cuestión de horas.
“Sostener hoy”, decía el memo, “que la Constitución en vigor prohíbe
una consulta, representa privar de validez a aquella que se efectuara
en 1978, bajo el amparo de la Constitución del 25, que en esta
materia establecía reglas del todo similares. En otras palabras, negar
ahora esa posibilidad jurídica es aceptar lisa y llanamente la tesis
Leigh de 1978”.
Argumentaba que el artículo 5° no sólo limita a dos expresiones el
ejercicio de la soberanía, sino que lo confiere también a las
autoridades. De manera que plebiscito y elecciones serían “ejercicio
formal”, pero a la vez “el Presidente de la República, como encargado
primario del gobierno y la administración del Estado, está necesaria e
históricamente dotado de las atribuciones necesarias para este
objetivo, ya sean tales facultades regladas o discrecionales. Estas
últimas derivan de la necesidad y del deber de administrar. Así
entonces, en uso de estas potestades, bien puede el Presidente de la
República recabar el parecer informativo de quienes crea conveniente
y oportuno antes de adoptar una decisión de su competencia. Este
parecer informativo puede pedirlo de personas determinadas, de
grupos de personas o de la colectividad toda, si así lo estima
adecuado”.
El memo advertía de los inconvenientes de esas consultas.
“La simple consulta es un mero acto de asesoría; es consultiva, como
su nombre lo indica, y aun cuando muestra un parecer nacional
mayoritario hacia una determinada alternativa querida por el pueblo,
este criterio carece de fuerza resolutiva. Lo aprobado en consulta no
es una decisión legal, no es ley ni Constitución; hay sólo un parecer
informativo que obligará al gobernante, si desea hacer efectivo el
criterio aprobado, a iniciar todo un trámite nuevo de formación de la
ley o de reforma de la Constitución. En caso de que el parecer
mayoritario resultado de la consulta haya sido favorable para una
enmienda constitucional, hay que convocar a un nuevo acto de
pronunciamiento popular denominado ahora derechamente
plebiscito”.
Sobre este texto se trabajó el contenido de la reforma constitucional.
Para dar al Presidente la facultad, se agregaría un número (el 23) al
artículo 32 de la Constitución, que fija las atribuciones privativas del
Jefe del Estado.
Junto con ello se inició la redacción de un nuevo artículo transitorio
para hacer posible el funcionamiento del Congreso. Sería el articulo
trigésimo (son 29). Así se evitarían las complejidades de las
disposiciones transitorias mediante el expediente sumario de anular lo
que pareciera discordante. Se redactó un texto:
“Trigésima. —El Presidente de la República convocará a
elecciones generales de senadores y diputados para integrar el
Congreso en la forma dispuesta en la Constitución, convocatoria
que se efectuará nueve meses después de entrar en vigencia esta
disposición. La elección tendrá lugar no antes de los 30 ni después
de los 45 días siguientes a la convocatoria. Quedan derogadas
todas las disposiciones transitorias de la Constitución que fueran
contrarias a esta reforma”.
Cuando el ministro Jarpa llevó ese borrador al despacho de Pinochet,
éste pareció entusiasmado. Y agregó, de su puño y letra, una
precisión fundamental: la fecha.
—El Congreso —dijo en voz alta, escribiendo— se reunirá el 21 de
mayo de 1987...
Una vez terminado, el proyecto fue copiado y enviado a la Junta para
la discusión preliminar. Pinochet, entretanto, viajaría a la zona austral
(12).
PUNTARENAZO
El viaje del general fue recibido con ira por la oposición de Punta
Arenas. Parecía que en aquella ciudad distante y casi aislada,
Pinochet buscaría el apoyo que en Santiago le era esquivo y escaso.
Aquello, creían los opositores, no debía permitirse.
Así que convocaron a una protesta para la noche del viernes 24 de
febrero, cuando el Presidente llegara. El centro de Punta Arenas se
llenó de panfletos y de gritos. La intervención de la policía dispersó a
los manifestantes, pero un niño fue atropellado en las refriegas por un
estudiante de Derecho. Ese episodio accidental levantó la rabia hasta
niveles de descontrol.
El sábado 25 Pinochet partió hacia Puerto Porvenir. Ese mismo día, la
oposición convocó al tercer “cabildo abierto” de la ciudad y proclamó
allí su decisión de impugnar directamente la presencia del Jefe del
Estado, mediante manifestaciones al paso de su comitiva.
Al mediodía del domingo 26, cuando Pinochet inició su marcha hacia
la Plaza de Armas de la ciudad, comenzaron las rechiflas entre el
público. El coro tomó fuerza en los alrededores de la Catedral: “¡Y va
a caer!”
Pinochet miró a los manifestantes con detención. Escuchó los gritos.
Pasó enojado.
Inesperadamente, un grupo de jóvenes vestidos de civil irrumpió en
nuevas aclamaciones:
—¡El Pudeto, unido, jamás será vencido!
La refriega se inició cerca de las puertas de la Catedral. Los jóvenes
del Pudeto, el regimiento más importante de la región, atacaron en
bloque a los manifestantes. Algunos se refugiaron en el interior del
templo y estuvieron durante horas bajo el asedio de los conscriptos.
Recién en la tarde se serenaron los ánimos.
El inmediato efecto del puntarenazo fue desatar la controversia entre la
autoridad de gobierno y la jerarquía de la Iglesia Católica, a la que se
acusaba de amparar y estimular las manifestaciones contra el
Presidente.
Basado en sus apreciaciones del lugar, y en las tomas efectuadas por
un equipo de Televisión Nacional, el intendente regional, mayor
general Juan Guillermo Toro Dávila, acusó al sacerdote Marcos
Buvinic de alentar a los manifestantes contra Pinochet. Buvinic, sin
embargo, demostró que no había estado en el lugar sino hasta la
tarde. Sí podía verse, en cambio, al sacerdote Natale Vitale, pero los
testimonios gráficos lo mostraban gritando con el aparente propósito
de apaciguar. Investigaciones posteriores revelarían que el montaje
de TV fue alterado para producir diferentes impresiones de lugares,
tiempos y personas.
El puntarenazo alentó a la oposición y enojó al gobierno. Durante los
actos de desagravio, Pinochet se preguntó, con tono suspicaz, si la
Iglesia estaba contra el gobierno. El dirigente del Comando Nacional
de Trabajadores, Rodolfo Seguel, que visitó la ciudad unos días
después, llamó a las regiones a recibir a Pinochet en los mismos
términos, “dondequiera que vaya” (13).
LA REFORMA SE ARCHIVA
El viernes 2 de marzo se fijó la reunión entre Pinochet y la Junta, a
puerta cerrada, para considerar la reforma propuesta. Como era más
o menos previsible, la cerrada oposición del almirante Merino fue lo
primero en plantearse. El almirante expuso crudamente su tesis de
que las Fuerzas Armadas llegaron para gobernar en conjunto y no
para desplazarse o conceder cuotas de poder. Una vieja frase
marinera (“a este bote nos subimos juntos, y juntos nos bajamos”)
sirvió para hacer la metáfora gruesa de la situación.
La sesión fue larga y ácida. Entre las muchas cosas que se hicieron
valer para la exposición de uno y otro argumento, una tuvo un peso
especial: si se restringían las facultades de la Junta, entonces debían
restringirse también las del Presidente, porque en ambos casos se
había considerado necesario otorgar poderes especiales para el
período de la transición.
El debate culminó cuando Pinochet propuso que se diera por no
presentado el proyecto de reforma. Agregó que entregaría un nuevo
texto, más sintético, centrado ahora en el mecanismo de las consultas
directas (14).
El tema del Congreso podría ser estudiado de nuevo, conforme a otra
fórmula: por ejemplo, que no se eligiera íntegro, sino sólo en la
Cámara de Diputados. La Junta podría sustituir al Senado hasta el fin
del período.
Aquella proposición atenuada saldría más tarde por boca del llamado
“Grupo de los Ocho”, el conglomerado de partidos cercanos al
gobierno que Jarpa propició y que cobijó a la recién formada Unión
Nacional (con Andrés Allamand), la UDI (Sergio Fernández), la
Democracia Radical (Julio Durán), los Talleres Socialistas (Luis Angel
Santibáñez), el Partido Nacional (Fernando Ochagavía), el Padena
(Luis Minchel), el Movimiento de Acción Nacional (Federico
Willoughby) y el Movimiento Social Cristiano (Juan de Dios Carmona).
Cuando la versión de que se estudiaba el adelanto del Congreso llegó
a la prensa, el general Fernando Matthei hizo su personal precisión
con términos cuidadosamente elegidos para involucrar no sólo a la
Junta, sino al conjunto de las instituciones.
—Sí —dijo—, tal vez se podría adelantar el proceso en dos años.
El 11 de marzo debía celebrarse el tercer aniversario de la vigencia
de la Constitución.
Para la ocasión, el ministro de Defensa, vicealmirante (R) Patricio
Carvajal, se contactó con el arzobispo Juan Francisco Fresno y le
solicitó el Templo Votivo de Maipú para una ceremonia en la que las
Fuerzas Armadas harían una acción de gracias en nombre de la
Carta del 80.
Aquella mañana se reunieron en Maipú las máximas autoridades,
incluso el Presidente. Carvajal leyó un discurso cuyo contenido
resultó sorpresivamente político y se convirtió en el más explosivo
tema del mes. Dijo que las FF.AA. “están dispuestas a defender el
período constitucional y las elevadas metas que se ha fijado” y que, a
juicio de éstas, los plazos debían respetarse sin apresuramientos.
Agregó que una federación de partidos “acatantes de la Constitución”
sería necesaria para terminar con la dispersión.
La ceremonia concluyó en medio de los comentarios y la sorpresa.
Los asistentes se trasladaron luego al recinto del Diego Portales,
donde Pinochet leyó el discurso oficial. Pero las relaciones
restauradas en esos mismos días con el Arzobispado obligaron al
Presidente a revisar el texto. Casi quince minutos relativos a la Iglesia
Católica fueron exclusivos a última hora, mientras el equipo de
secretarias trabajaba a toda velocidad para producir una nueva
versión destinada a la prensa.
En el discurso Pinochet anunció finalmente el envío a la Junta del
proyecto de reforma constitucional que le daría la facultad de la
consulta. No lo dijo en ese momento, pero el documento enviado al
trámite legislativo tendría el carácter de “secreto” y sugeriría un
trámite catalogado de “extrema urgencia”.
En aquella mañana de sorpresas y disgustos, la Junta se retiraría de
los actos preocupada. Merino diría tres días después que Carvajal “es
retirado, no es marino” y, aprovechando la inauguración del año
legislativo, subrayaría que a juicio de la Junta “las leyes políticas
están de tal manera conexas que esperamos poder analizarlas en un
conjunto que las haga plenamente operantes”.
Era claro que la junta rechazaría las reformas. Pero para morigerar el
conflicto y evitar su exposición a la luz pública, se hicieron objeciones
de procedimiento en la presentación del proyecto.
La argucia serviría para que el Ejecutivo procediera poco después a
un “retiro técnico” del texto.
La reforma constitucional pasaría a dormir en el cajón de los
recuerdos.
PANORAMA EN HELICÓPTERO
Pero ese áspero intento no había conseguido detener la voluntad de
Jarpa por dar una nueva fisonomía a la política local.
Tampoco había detenido la acción opositora.
Después de las reuniones del verano, los sindicalistas del CNT
habían acordado aspirar a que durante 1984 pudiera realizarse el
proclamado paro nacional. Las condiciones parecían irse reuniendo.
Mientras la política económica seguía el poco flexible curso del
“ajuste automático”, con sólo unas escasas concesiones sectoriales,
los gremios seguían clamando por rectificaciones. Todos, incluso los
empresariales, se mostraban dispuestos al paro si sus reclamos
seguían sin escucharse. Pero un paro suponía una larga y cuidadosa
planificación.
En subsidio de que ese momento llegara hacia mediados del año, el
CNT convocó a la primera protesta del 84 (la séptima de la serie),
para el 27 de marzo.
Los días pasaron como una tromba. Un gobierno inmovilizado y una
oposición excitada volverían a enfrentarse en el peor de los terrenos,
el de la calle.
Una semana antes de la protesta, un grupo de sujetos interceptó el
auto de Jorge Lavandero y le dio una golpiza cuya barbaridad lo envió
al hospital.
El ministro del Trabajo anunció apresuradamente que se reformaría el
Plan Laboral, mientras un bando militar imponía censura previa sobre
cuatro revistas opositoras. El bando fue derogado luego, pero se dictó
en cambio el estado de emergencia y se impuso toque de queda para
las noches del 26 y 27 de marzo.
La protesta atravesó cruelmente el país.
Seis personas murieron baleadas y en ciertas poblaciones hubo
tiroteos cruzados. Los pobladores de La Victoria vieron en esa noche
espectral al párroco Pierre Dubois atravesarse con los brazos abiertos
ante dos buses de Carabineros. Por primera vez hubo grupos
armados de izquierda que salieron a las calles de las poblaciones
(15).
Aquella noche, el ministro Jarpa salió en un jeep del Ejército a recorrer
la periferia de la ciudad para ver las huellas de la violencia.
Pinochet, que por primera vez estuvo en Santiago para un día de
protesta, trepó a un helicóptero, también militar, y divisó desde el aire
el cinturón de fuego armado por las poblaciones.
Regresó meditabundo a La Moneda.
Dos días después, el jueves 29, Pinochet convocó a su oficina a los
ministros de Hacienda y de Economía, Carlos Cáceres y Andrés
Passicot. Les pidió la renuncia. Cáceres sabía que el momento
llegaría, pero Passicot no lo esperaba. Los dos ministros salieron
frustrados del palacio.
Pinochet tenía en su escritorio el informe confidencial sobre la
protesta. Pero otro documento lo acompañaba: era un análisis sobre
la imposibilidad de reactivar la economía con las restricciones
impuestas por Cáceres.
Pocos días antes, el Presidente había podido ver directamente la
agudeza de las diferencias entre ministros. El titular de Vivienda,
Modesto Collados, había propuesto un plan de construcciones que
según sus cálculos reduciría en un cuatro por ciento el desempleo,
con sólo aumentar un uno por ciento el déficit fiscal. Pero la
proposición había sido desestimada por Cáceres, en virtud de los
compromisos contraídos con el Fondo Monetario Internacional y,
sobre todo, con los presupuestos que su Ministerio manejaba para el
año.
La discusión en el gabinete fue agitada y algo violenta. Jarpa apoyó a
Collados y Cáceres debió sostener una solitaria defensa de su tesis,
pese a que sabía que otros presentes lo apoyaban.
Finalmente, el plan había sido aprobado y Pinochet había llegado a
incorporarlo en su discurso del 11 de marzo. Pero en los días
siguientes el equipo económico había preparado un estudio para
demostrar su inviabilidad y había conseguido detenerlo. Collados
presentó entonces su renuncia, pero Pinochet le pidió que esperara
unos días. Durante el fin de semana que siguió a las renuncias, la
Secretaría General de la Presidencia se movió febrilmente para
estructurar el nuevo gabinete. Los candidatos más obvios para
suceder a Cáceres eran quienes habían seguido sus pasos en las
negociaciones ante el FMI, Luis Escobar Cerda y Manuel Martín. Pero
Martín, amigo del Presidente, se había expuesto ya demasiado en su
disputa del año anterior con Cáceres. Escobar Cerda podría
sustituirlo.
Para asumir en Economía parecía estar disponible Collados. Pero
cuando el cargo le fue ofrecido, Collados impuso algunas
condiciones: la primera, desarrollar el plan trienal largamente
acariciado por la Cámara de la Construcción para reducir el
desempleo; luego, estudiar soluciones reales al endeudamiento
interno y externo; y, finalmente, concentrar las decisiones en un
mando claro, radicado... en Economía.
Aceptados esos principios, la Junta derogó el decreto ley 966, que
daba la preeminencia a Hacienda, y la dupla Collados-Escobar juró el
lunes 2 de abril. Como un torrente vendrían luego las renuncias y los
despidos de los criticados “mandos medios” que adherían a los
Chicago boys. Las primeras víctimas del movimiento en la cúpula
fueron el director de Impuestos Internos, Felipe Lamarca, que salió
por directa petición del ministro Jarpa, y Martín Costabal, director de
Presupuesto.
El Presidente del Banco Central, Hernán Felipe Errázuriz, entendió
que también debía irse, pero aceptó quedarse otros 30 días para
preparar el traspaso a un sucesor idóneo. Entre tanto, la Secretaría
General de la Presidencia tramitó para Errázuriz el nombramiento
como embajador en Estados Unidos: el cargo estaba vacante
después de que Washington había sugerido, a través de la
agregaduría militar chilena, que no concedería el agrément a Mario
Barros van Buren, cuyo currículo registraba una remota militancia
nazi.
Decidido a impulsar un plan fuerte de reactivación, Escobar partió a
los pocos días a renegociar las condiciones con el FMI, para obtener
el uno por ciento adicional de déficit fiscal. Le fue mal: sólo entonces
se reveló que Cáceres había conseguido un 0,8 por ciento adicional...
y ya había sido consumido. Al primer traspié seguiría un segundo,
algo más rudo, cuando la Junta rechazara una ley para aumentar los
impuestos de los bienes suntuarios.
A pesar de eso, el ministro del Interior seguía esperando. Un equipo
de su confianza, sintonizado en la misma visión de las cosas, estaba
ahora en el mando. Jarpa tendría todavía más razones de
satisfacción en ese primer semestre; el 1° de mayo, celebrando el Día
del Trabajo en la central hidroeléctrica de Colbún-Machicura, Pinochet
anunció por fin la creación del Consejo Económico y Social, un
órgano consultivo de la Presidencia que a través de 99 cupos
integraría a los “cuerpos intermedios” a la gestión del gobierno. Aquél
era parte de los proyectos de Jarpa. Y, visto a la distancia, fue tal vez
una de las últimas iniciativas que logró imponer sin dificultad.

EL GABINETE FERNÁNDEZ
Interior: Sergio Fernández F.
Relaciones Exteriores: Hernán Cubillos S.
Defensa: General de División César Benavides.
Hacienda: Sergio de Castro.
Economía: Pablo Baraona.
Educación: Contralmirante Luis Niemann.
Justicia: Mónica Madariaga.
Obras Públicas: Hugo León P.
Agricultura: Alfonso Márquez de la Plata.
Bienes Nacionales: General de Carabineros Lautaro Recabarren.
Trabajo: Vasco Costa U.
Salud: General de Brigada Aérea Fernando Matthei.
Minería: Enrique Valenzuela B.
Vivienda: Edmundo Ruiz.
Transportes: José Luis Federici.
Secretario General de Gobierno: General de Brigada René Vidal.
Odeplan: Roberto Kelly.
Estado Mayor Presidencial: General de Brigada Sergio Covarrubias.
LOS GENERALES DE LA FACH
El cuerpo de generales de la Fuerza Aérea
de Chile al 24 de julio de 1978 lo

CONDICIONES Y RESULTADOS
• Fecha: 11 de septiembre de 1980.
• Registros electorales: No hay; se vota con carnet de identidad, en cualquier recinto
habilitado del país.
• Control del proceso: Ministerio del Interior, intendencias, gobernaciones y municipalidades.
• Universo: Todos los mayores de 18 años.
• Control de voto: Marca de tinta indeleble en dedo pulgar.
• Mesas: Constituidas por tres personas.
• Texto del voto: “Plebiscito Nacional. Nueva Constitución Política de la República de Chile.
1980”. Sí (precedido por una estrella) - No (precedido por un círculo negro).
• Vigencia: Obligación de votar
• Facilidades: Todas las actividades públicas y privadas serán suspendidas.
• Prensa: Rigen las restricciones sobre receso político.
• Estado de excepción: Vigente en todo el territorio.
ESCRUTADOS 6.271.868 100,00%
SI 4.204.879 67,04%
NO 1.893.420 30,19%
NULOS 173.569 2,77%

EL GABINETE MONTERO
Interior: General de brigada aérea (J) Enrique Montero M.
Relaciones Exteriores: René Rojas G.
Defensa: Teniente general Washington Carrasco.
Hacienda: Sergio de la Cuadra F.
Economía: Brigadier general Luis Danús C.
Educación: Contralmirante Rigoberto Cruz Johnson.
Justicia: Mónica Madariaga G.
Obras Públicas: Brigadier general Bruno Siebert H.
Agricultura: Jorge Prado A.
Bienes Nacionales: General de Carabineros René Peri F.
Trabajo: Máximo Silva B.
Salud: Contralmirante Hernán Rivera C.
Minería: Hernán Felipe Errázuriz.
Vivienda: Brigadier general Roberto Guillard M.
Transportes: General de brigada aérea Caupolicán Boisset.
Secretario general de gobierno: Brigadier general Julio Bravo.
Odeplan: Brigadier general Gastón Frez A.
Estado Mayor Presidencial: Brigadier general Santiago Sinclair O.

LAS CIFRAS DE LA CRISIS


1980 1981 1982 Fuente
IPC (variación anual) 31,2 9,5 20,7 INE
Desempleo (porcentaje anual) 12,3 12,4 23,7 U. de Chile
Indice de sueldos (base 100= 1978) 124,7 135,8 135,5 Banco Central
Crecimiento PGB (porcentaje) 7,8 5,5 -14,1 Banco Central
Producción Industrial (base 100= 1978) 109,5 109,8 83,4 Banco Central
Déficit fiscal (millones dólares) 420,5 240,1 288,4 Banco Central
Exportaciones (millones dólares) 4.705,3 3.836,5 3.705,7 Banco Central
Importaciones (millones dólares) 5.468,8 6.513,0 3.643,3 Banco Central
Deuda externa pública (millones dólares) 4.720,0 4.415,0 5.166,0 Banco Central
Deuda externa privada (millones dólares) 4.693,0 9.138,0 8.726,0 Banco Central
Reservas (millones dólares) 4.073,7 3.775,3 2.577,5 Banco Central
Gasto social (millones dólares) 1.407,1 1.846,2 1.952,4 Banco Central
NOTA: Este cuadro tiene continuidad con el del capítulo 9.
41
EL PAÍS BAJO SITIO
El ministro Sergio Onofre Jarpa iría perdiendo lentamente su poder en el centro de
un gobierno decidido a cerrar filas y descartar todo adelanto en los plazos. En
noviembre de 1984 intentó renunciar. Pero se quedó, a pesar del estado de sitio
que lo silenció todo. Y a pesar de que un joven ministro llamado Francisco Javier
Cuadra prepararía en silencio su caída final.

El ministro del Interior Sergio Onofre Jarpa estaba convencido de que,


después del cambio de gabinete que le había permitido transformar la
conducción de la economía, el segundo semestre de 1984 ofrecería
las mejores expectativas para salir de la crisis política y social al país
en el trienio reciente.
La rápida gestión de una apertura política, de rasgos limitados pero
hasta entonces desconocida, le había permitido cumplir ya con un
objetivo que no figuraba explícitamente en sus planes, pero que el
gobierno esperaba de él: la desactivación de la protesta opositora,
cuya explosión en 1983 había puesto en jaque la estabilidad del
régimen y su capacidad para retener el equilibrio.
Jarpa sostenía, sin embargo (y esto sí que lo decían los planes), que
más importante que descalificar a la oposición era crear un
aglutinamiento real y visible de los partidarios del régimen, a quienes
nunca se había dado la oportunidad de organizarse verdaderamente.
Este paso era decisivo para el propósito global que animaba su
gestión ministerial: adelantar el proceso de la transición para que
todas las instituciones pudieran funcionar poco antes del 89.
Pero si en el horizonte cercano se proponía dar cauce a los partidos y
hasta elegir un Congreso, entonces era indispensable que la derecha,
o los sectores partidarios del régimen, se organizaran para ello.
El primer paso en esa dirección se había dado antes de asumir Jarpa
en Interior, cuando él mismo, y algunos amigos, iniciaron la
recolección de firmas para apoyar un diseño de apertura.
Un llamado telefónico de Jarpa recuperó para la política a un antiguo
líder estudiantil del Partido Nacional, que había guardado un distante
silencio por casi diez años, pero que conservaba la impetuosidad y la
decisión de irrumpir con fuerza en el panorama: Andrés Allamand.
Allamand aportó el sentido de la organización y algunos métodos
modernos a la desperdigada recolección de las firmas. Luego la
encabezó. Y produjo una sorpresa cuando publicó la adhesión de casi
70 mil personas a un programa de transición cuya identidad con el de
Jarpa era total.
La operación de Allamand cumplía un doble propósito ambicionado
por Jarpa: evitar la simple resurrección del Partido Nacional en los
términos en que existía hasta el 73, y señalar un camino para la
reunificación de todos los sectores afines al régimen en torno a un
proyecto claro. De hecho, las conversaciones para ello se iniciaron a
fines de 1983, bajo el impulso indisimulado del ministro del Interior.
Pero otra maniobra pública, proveniente esta vez desde los grupos
gremialistas que habían copado el aparato del Estado en los años
recientes, inició el descalabro de la operación.
Jaime Guzmán, cuyas relaciones con La Moneda habían llegado a su
punto más bajo, y el ex ministro del Interior Sergio Fernández, que
conservaba las buenas relaciones pero perdía día a día su influencia
de antaño, anunciaron la formación de la Unión Demócrata
Independiente, UDI.
La creación fue una sorpresa total, incluso para el Presidente Augusto
Pinochet. Para Jarpa tuvo en cambio un significado preciso: no todo
el gobiernismo estaba dispuesto a plegarse bajo las mismas
banderas.
La UDI dio sobre la marcha un paso audaz: propuso generar un
Congreso designado, y no elegido como quería el ministro del Interior.
Aquella idea sería un detonante para la dispersión. ¿Qué dirigentes
de renombre estarían dispuestos a sumarse a un solo conglomerado
si un Congreso a dedo les podría dar escaños por su sola figuración?
Ocho partidos estallaron en el ambiente de la derecha ante la sola
posibilidad de que las cosas se dieran de ese modo. Allamand,
decidido ya a sostener la vigencia de su proyecto por sobre esa
proliferación, organizó entonces el Movimiento de Unión Nacional,
sobre la base de la operación de las firmas.
ESCOBAR CONTRA TODOS
El fracaso del proyecto de unidad de la derecha fue el último traspié
político de gran envergadura que sufrió la gestión de Jarpa. Él mismo
intuyó que, al menos ante la Presidencia, su credibilidad en ese
terreno había sufrido un golpe. Por eso cifró parte de sus expectativas
de continuar avanzando en la gestión económica.
Pero tampoco esto era tan fácil. La asunción de Modesto Collados y
Luis Escobar al frente del equipo no había sido una solución real.
Collados había impuesto la condición de que Economía tuviera la
preeminencia, algo que Escobar había aceptado a disgusto y que no
se veía muy dispuesto a cumplir desde Hacienda.
Sin embargo, en los primeros meses de gestión del nuevo equipo se
advirtió que las dificultades no las tendría Collados, sino Escobar: la
poderosa red de “mandos medios” seguía bajo el control de los
gestores de los Chicago boys, y éstos eran proclives a favorecer a
Collados por encima (y muchas veces en contra) del titular de
Hacienda.
Un episodio de apariencia menor, pero fuertemente ligado al destino
que tendrían los ministros, reveló la magnitud de la disputa.
El superintendente de Bancos, Hernán Büchi, venía estudiando desde
el año anterior diversas fórmulas para evitar que la banca y las
empresas intervenidas quedaran finalmente en manos del Estado: se
trataba de encontrar mecanismos razonables que permitieran su
rápido traspaso a las manos privadas.
Uno de los problemas mayores en esos planes lo presentaba la
empresa Copec, que a juicio de Büchi podía continuar su operación
bajo la presidencia de una figura independiente y respetada. Büchi
llevó sus proposiciones al ministro secretario general de la
Presidencia, el general Santiago Sinclair, y las discutió ampliamente
con él. Pero el ministro Escobar no lo supo sino hasta que su propia
proposición, que pasaba por el nombre de Efraín Friedmann y que era
coherente con el plan de dar pragmatismo al manejo de esas
empresas, se encontró ante los hechos consumados.
La situación se fue deteriorando con el paso de las semanas. En junio
del 84 ya era visible que Collados y Escobar habían entrado en una
sorda guerrilla de dichos y contradichos y cualquier funcionario
reconocía en las contraórdenes las huellas de una disputa llevada
hasta los escritorios más subalternos. Escobar se trenzó en
polémicas públicas con algunos de esos funcionarios e incluso con
ministros y ex ministros. La propia Junta de Gobierno vio con
exasperación su estilo demasiado franco.
A decir verdad, parte de la Junta, y en particular el almirante José
Toribio Merino, estaba ya exasperada con el conjunto del equipo de
Jarpa. Este había propuesto una reforma constitucional que relevaría
del poder a los miembros de la Junta, pero además había hecho la
guerrilla interna contra los mandos de la economía que Merino había
respaldado y recomendado. La situación estalló en agosto de 1984,
cuando el ministro del Trabajo, Hugo Gálvez, hizo llegar al Legislativo
el proyecto para las modificaciones del Plan Laboral. El texto fue
detenido en la Junta y el propio Merino declaró que era impreciso y
que carecía de la claridad necesaria.
Gálvez replicó por la prensa. Dijo que “se me ha lanzado un torpedo
desde un acorazado y yo apenas navego en una chalupa. Las
declaraciones del almirante Merino las encuentro precipitadas y no las
puedo aceptar”. Pero fue Merino el que no aceptó. Citó a Gálvez a su
despacho y no le permitió hablar. Una sucesión de reproches y retos
cayó sobre el ministro, que volvió a su despacho para redactar su
renuncia.
Pinochet la recibió y la guardó. No debía cursarla en el mismo
momento, porque entonces la Junta tomaría una indeseada injerencia
en los asuntos del gabinete. Dos meses esperaría Gálvez para
conocer la decisión final.
UNA BALA, UN SACERDOTE
El deterioro de la posición del ministro del Interior parecía acelerarse.
Aunque el ministro Escobar podía mostrar síntomas claros de
reactivación en materia de producción y comercio, y aunque la
presión política había disminuido ostensiblemente en los sectores
gremiales y empresariales, los proyectos de fondo continuaban
inmovilizados.
Los síntomas de retroceso comenzaron a registrarse en ese mismo
período.
Hablando para The New York Times (1), Pinochet dijo que no se
adelantaría el Congreso ni habría elecciones de ningún tipo, y hasta
consideró erróneo haber abierto el diálogo político con tanta
anticipación a 1989.
Casi al mismo tiempo, asistiendo en Quito a la asunción del nuevo
Presidente ecuatoriano León Febres Cordero, Jarpa reafirmó la
necesidad de la apertura y la vigencia del plan de adelantar el
Congreso.
Las ostensibles discrepancias entre el Presidente y su ministro fueron
aplacadas después por algunas ambiguas declaraciones, pero algo
definitivo parecía estarse rompiendo.
El consenso en torno a la apertura se había terminado en la intimidad
de La Moneda.
La frágil posición del ministro Jarpa alentó a otros sectores del propio
cuerpo ministerial. En septiembre, mientras se discutía el reingreso de
algunos exiliados, en un consejo de gabinete, el ministro de Justicia
Hugo Rosende expuso su terminante oposición al retorno del
dirigente radical Aníbal Palma. Jarpa, que años antes había motejado
duramente a Palma en un recordado programa de TV, sostenía que el
político tenía un proceso pendiente con la justicia chilena, y que era
absurdo que se lo buscara por ello y al mismo tiempo no se le dejara
responder.
Una áspera polémica tuvo lugar en el salón. Jarpa y Rosende
cruzaron palabras duras ante un Pinochet silencioso. A la salida,
Jarpa ofreció su resignación al cargo, en vista de que “parece que hay
personas con más condiciones” para él. Recién entonces Pinochet lo
respaldó. Palma fue autorizado para retornar.
Pero ya no quedaba mucho espacio.
La protesta había amainado, pero ciertos brotes de terrorismo urbano
(un día de agosto estallaron 30 bombas en Santiago) parecían
respaldar la convicción de algunos círculos en torno a la necesidad de
cancelar de una vez la apertura.
Pinochet seguía insistiendo, ante quien lo quisiera oír, que las ideas
del plan para una transición adelantada habían sido ya desechas.
La oposición, desalentada también por la evidencia de que el
gobierno había vuelto sobre un estilo de fuerza y claros signos de
desautorización de los principios de diálogo e intentos de conciliación,
decidió reactivar el mecanismo de las protestas.
Una nueva manifestación fue convocada para comienzos de
septiembre.
La protesta estalló con una fuerza inaudita. A las 6 de la tarde del
martes 4, La Victoria era otra vez un infierno de gases, estallidos y
balas. La policía luchó ese día contra cócteles molotov, miguelitos y
trampas cavadas en el suelo. Un tiroteo inmisericorde se extendió por
entre las casas de madera.
A esa hora el sacerdote André Jarlan subió al segundo piso de la
parroquia y abrió la Biblia en el Libro de los Salmos. Oraría a solas. En
la misma posición lo encontró más tarde el párroco Pierre Dubois.
Una bala de 9 milímetros, disparada por una subametralladora UZI,
había atravesado la habitación y le había perforado el cráneo en la
zona cercana al cuello. Un delgado hilo de sangre recorría la ropa, la
mesa y el libro abierto.
La muerte de Jarlan sacudió a La Victoria y al país entero.
Las manifestaciones menguaron en el estupor, pero resurgieron
después con más violencia.
El proceso mostraría después que en la zona hubo un grupo de
Carabineros que disparó balas de fusil y de subametralladoras. Los
oficiales llegarían incluso a alterar los datos al ministro en visita
Hernán Correa de la Cerda (2).
En las dos jornadas de aquella convocatoria murieron otros ocho
civiles y un teniente de Ejército.
Todos baleados.
BALANCE EN SEPTIEMBRE
A la vista del complejo cuadro de incertezas en que comenzaba a
sumirse la conducción del gobierno, Jarpa decidió en septiembre
preparar un memorando de evaluación sobre lo que había sido su
gestión. Sería, en cierto modo, un testimonio de último momento
sobre la chance final que se le podía dar al plan. El memo, de 29
carillas, comenzaba reafirmando la validez del proyecto propuesto por
el ministro en el momento de preparar su asunción, en julio del 83 (3).
Establecía luego los factores positivos y negativos. Entre los
primeros, dos grandes: la recuperación de apoyo gremial y la
renovación del sentido fundacional del régimen. Entre los segundos,
dos graves: el fracaso en “cuidar al Presidente” (en el sentido de
sacarlo de la polémica contingente, algo que ciertamente le gustaba
más al gabinete que al propio Pinochet) y la declinación del apoyo en
el último trimestre.
La sutileza del “cuidado del Presidente” tenía, en verdad, dos caras.
Una, la positiva, se refería al efectivo distanciamiento de las
polémicas cotidianas, basándose en el principio de que las propias
Fuerzas Armadas no debían ser arrastradas al juego político.
La otra, nunca dicha, nunca expresa, era el propio temor de que el
estilo del Presidente, su proverbial agresividad verbal y su constante
descalificación de los demás terminara por echar a pique las más
delicadas maniobras del gabinete. Eso era casi exactamente lo que
había ocurrido con el diálogo, al menos según el diagnóstico de los
políticos que habían intervenido con la intención de ayudar a Jarpa.
Jarpa identificaba tres razones para la pérdida reciente de respaldo:
1) los obstáculos a la nueva conducción de la economía; 2) las
tendencias internas contrarias a la institucionalización, y 3) la inercia
en la creación de un movimiento nacional y popular.
El memo explicaba que en cuatro aspectos políticos el plan original
había tenido completo éxito: la promoción del estudio de las leyes
políticas, el debate sobre el gobierno de la Unidad Popular, la
imposición de definiciones ante el marxismo y la exhibición de una
voluntad de avanzar.
Sin embargo, anotaba también las cosas pendientes: el retraso
sufrido por la ley de partidos, que ponía en marcha los otros
engranajes institucionales; el retraso de la ley de elecciones y la
paralización y dispersión de los grupos de apoyo al régimen. Para
salir de esa situación de estancamiento, Jarpa proponía un plan
integrado de acción política, que retomara las ideas centrales del plan
de 1983 y les pusiera ahora metas y dinámicas nuevas. El plan
consultaba diversas áreas, fechas concretas y coordinación entre los
sectores hacia los que se quería apuntar (ver recuadro).
Se trataba, en el fondo, de las condiciones de Jarpa para continuar en
el gobierno. “De elegirse esta propuesta”, decía, “estoy dispuesto,
como siempre, a participar en un equipo cohesionado que la
desarrolle para el bien del país y de todos los chilenos”. Pero ya era
tarde.
Unos meses antes, siguiendo un método que venía aplicando desde
que había llegado al Estado Mayor Presidencial, el general Sinclair
había distribuido un cuestionario de preguntas políticas entre
numerosos funcionarios, partidarios y especialistas del gobierno. Las
respuestas, como siempre, habían servido para medir la percepción
de sectores muy diversos sobre el momento y la viabilidad de los
planes conocidos. Muchas de ellas expresaban sentimientos o
apreciaciones extraordinariamente subjetivas. Pero había una que se
había grabado en la mente de quienes conocían los cuestionarios.
Era la del encargado de asuntos especiales, Sergio Rillón, que había
formulado la profecía sorprendente de que los temperamentos de
Jarpa y el Presidente llegarían a ser incompatibles y terminarían por
hacerse contradictorios.
El recuerdo de aquella afirmación fue una de las razones por las
cuales se llamó a Rillón para ampliar sus percepciones sobre lo que
estaba ocurriendo.
En el gobierno crecía la impresión de que la gestión de Jarpa estaba
ya agotada.
DISCURSO Y CANCELACIÓN
Las condiciones definitivas para la crisis de gabinete cuajaron en
octubre.
En nombre de un agregado ad hoc a la ley de seguridad del Estado, el
juez Arnaldo Toro encargó reos a ocho de los principales dirigentes
de la protesta (4) y los encarceló.
La tensión con la Iglesia Católica creció hasta llegar a un grado
extremo cuando en Punta Arenas, la misma ciudad que había inferido
a Pinochet la primera contramanifestación provincial de su carrera,
estalló una bomba en la parroquia Nuestra Señora de Fátima y resultó
muerto el teniente de Ejército Patricio Contreras Martínez (5).
Pinochet fue convencido por sus subalternos de que tras la muerte de
Contreras había una conspiración: se le dijo que el teniente había
estado esa noche en una casa de vida ligera y que, desde allí,
drogado, lo habían llevado hasta el lugar del bombazo. La autoridad
eclesiástica, en cambio, quedó con otra convicción: el teniente estaba
instalando el artefacto, que estalló por accidente.
Sobre ese dramático episodio vino a sumarse otro, esta vez en La
Serena. El camionero y dirigente democratacristiano Mario Fernández
López, arrestado por agentes de la CNI y sometido a torturas
eléctricas, murió después de salir en estado comatoso del principal
recinto secreto del organismo en esa ciudad. Fernández tenía
destrozado el mesenterio, la más resistente membrana abdominal,
que sólo se rompe con golpes de violencia extraordinaria.
Un médico militar, Guido Díaz, había visto a la víctima en estado de
shock en el recinto de la CNI y había recomendado su traslado de
urgencia a un hospital. Así y todo, los agentes lo sacaron a la calle
para que la ambulancia lo recogiera en las puertas de un cementerio
(6).
Otra vez Pinochet recibió versiones coloridas y atenuadas de los
hechos, mientras que en la DC cundía la sensación de que el crimen
político había comenzado a dirigirse contra sus filas.
En ese mismo octubre, Escobar se enfrentó públicamente a Collados,
que emitió juicios descalificatorios contra su gestión ante la banca
extranjera. Escobar, cansado ya de la disputa interna, presentó su
renuncia. Y Collados, reinando sin contrapeso en el ámbito
económico, recibió el encargo de proponer nuevos nombres para
hacerse cargo de Hacienda.
Jorge Cauas, José Piñera y el empresario Gustavo Vicuña (también
ligado a la construcción, como Collados) aparecieron en la terna
elaborada por Economía.
Pinochet consideró la situación. Una remoción de esa magnitud
modificaría el panorama político; por lo mismo, debía estar vinculada
a cambios estructurales.
La renuncia de Escobar fue congelada.
Varios atentados terroristas alcanzaron ese mes a Carabineros.
En uno de ellos, contra un bus policial, se usaron explosivos de alto
poder; en otro, frente al Diego Portales, se extremó la audacia en el
lugar y la hora.
El socialista Ricardo Lagos asumió la presidencia rotativa de la
Alianza Democrática y se auguró a sí mismo una gestión “movida,
muy movida”. En ese carácter convocó a la nueva protesta, para
comienzos de noviembre y adhirió al paro nacional declarado para el
martes 30 por el Comando Nacional de Trabajadores.
A la vista de esos hechos, Pinochet decidió cancelar formalmente los
últimos vestigios de la apertura. Hablando en Viña del Mar, el lunes
29 de octubre de 1984 anunció que la Constitución no sería
modificada, que no habría diálogo con la oposición, que la ley de
partidos se dictaría después de las otras leyes políticas y que se
podría implantar el estado de sitio si las cosas seguían así.
CUADRA, CAMBIO ¿MENOR?
El 30 de octubre, 239 personas capturadas en allanamientos masivos
a algunas poblaciones y calificadas como “delincuentes comunes”
fueron relegadas a Pisagua.
Ese día, el paro desoló la capital y desató la violencia en la periferia.
Nueve personas murieron. Baleadas también. Y baleadas como
siempre: desde autos sin patente, por sujetos de civil, en disparos a
mansalva (7).
El viernes 2 se conoció el IPC del mes: 8,2 por ciento, el más alto del
año.
La cifra había sido conocida el miércoles 31 en palacio. Y Pinochet
había estallado ante su sola mención. En ese momento se había
sabido que el destino de los ministros del área económica podía estar
sellado. Tal vez había llegado la hora de hacer cirugía mayor.
Pero faltaba atar algunos cabos. El domingo 4 de noviembre, Jarpa
supo que la decisión de imponer el estado de sitio estaba por tomarse
(8). Sus recomendaciones en contrario habían sido desechadas. El
lunes 5 llegó temprano a su oficina. A las 9 se presentó en el
despacho de Pinochet. Le entregó su renuncia.
Con cierta sorpresa, Pinochet pidió las razones. Jarpa dijo que para
los proyectos que estaban en curso, su persona no serviría. El plan
que había presentado en 1983 estaba siendo anulado, y la dinámica
de los hechos parecía apuntar a la cerrazón del régimen. Agregó que
pese a los resultados exitosos mostrados por la nueva conducción
económica, continuaba la obstrucción y la indecisión frente a las
medidas reactivadoras.
Pinochet se irritó con las explicaciones. Citó la cifra de inflación del
mes de octubre. Dijo que los políticos habían mostrado su
incapacidad de ofrecer alternativas y que incluso algunos de los
amigos del ministro se mostraban ahora críticos y compartían tribunas
con los dirigentes opositores. Culpó a la apertura de permitir que la
persona del Presidente fuera manchada por escándalos (en concreto,
el que estalló con la casa de Lo Curro y con los terrenos comprados
por Pinochet en El Melocotón y Limache) (9) y agregó que la pérdida
de control sobre el orden público debía ser enérgicamente superada.
La discusión fue subiendo de tono. El propio Pinochet decidió cortarla.
Cuando Jarpa regresó a su despacho, los periodistas de palacio lo
esperaban para la rutina de las declaraciones. Contra todo lo habitual,
Jarpa los hizo pasar a su oficina y les anunció su renuncia.
Dio una rara explicación: en el fin de semana pasado, durante su
visita ad limina a Roma, doce obispos se habían reunido con exiliados
chilenos, entre los que se encontraban el dirigente comunista Volodia
Teitelboim y el socialista Clodomiro Almeyda (10).
—Esta reunión —dijo— me deja absolutamente fuera de toda
posibilidad de trabajar.
Casi simultáneamente, Pinochet se reunía con la Junta para explicar
la situación creada por la renuncia de Jarpa. Tenía intención de
formar un gabinete encabezado ahora por quien se había mostrado
como uno de los más severos críticos de Jarpa, el titular de Justicia
Hugo Rosende.
Para Hacienda, el Presidente había pensado en promover
precisamente a quien había llevado la más sostenida pero discreta
resistencia a Escobar, Hernán Büchi, un ingeniero de aire jovial por el
cual se sabía que Pinochet profesaba una preferencia particular.
En la larga batalla contra Escobar, Büchi había conseguido la alianza
y la simpatía de Modesto Collados, quien le había llegado a proponer
la subsecretaría de Economía, incluso a costa de olvidar que antes,
cuando era ministro de Vivienda, se había enfrentado al joven
funcionario. Así que Collados aprobaría de buena gana su ingreso al
gabinete. Sólo que había un detalle: si Büchi asumía, sería para
tomar la jefatura del equipo, no la posición de subordinado.
Se ofrecería una vez más Economía a Canio Corbo, y todavía habría
que pensar en quién podría hacerse cargo de la Secretaría General
de Gobierno, puesto que Alfonso Márquez de la Plata ya había
aceptado ocupar el lugar del dimitido Hugo Gálvez en Trabajo.
Aquella tarde fue intensa en La Moneda.
La Junta se fue convencida de que ése sería el nuevo gabinete.
Luego de que el dimisionario jefe del gabinete se reuniera con los
demás ministros para informarles de su renuncia, y aún después de
que todos los secretarios redactaron sus propias renuncias, el general
Sinclair invitó a Jarpa a su despacho. Toda esa tarde estuvieron
reunidos a puertas cerradas. Sinclair pidió a Jarpa que no
abandonara el cargo. Explicó que su figura era reconocida y bien
recibida por las Fuerzas Armadas, y que su alejamiento podría causar
malestar en un momento crítico para el país.
Juntos elaboraron un memorando para delinear las posibilidades de
una nueva forma de transición para el año siguiente, tal vez después
de que el estado de sitio cumpliera con su misión fundamental de
apaciguar los ánimos y poner coto a los actos de violencia.
Aquella misma noche, un amigo de Escobar y también del Jefe de
Estado, el ex ministro Manuel Martín, visitó a Pinochet en su casa de
Presidente Errázuriz. Llevaba una misión confidencial, pero
dramática: convencerlo de que no nombrara a Büchi en Hacienda.
Aquello, argumentó, sería visto como el retorno en pleno de los
Chicago boys, desalentaría al empresariado y significaría la más cruda
descalificación de cuanto había hecho el gobierno en el último lapso.
Significaría también la inexorable salida de Jarpa, que tal vez estaría
dispuesto a quedarse si las cosas no se agravaban con esos
cambios.
Por la mañana del día siguiente, el ministro Rosende comunicó su
decisión a la Secretaría General de la Presidencia: no le parecía
oportuno ni conveniente asumir la jefatura del gabinete. Justicia era lo
suyo.
También Corbo comunicó su segunda negativa para hacerse cargo
de Economía.
El tercer rechazo de ofertas vino de Patricia Matte, secretaria de
Asistencia Social, a quien se había propuesto para reemplazar a Luis
Simón Figueroa al frente de Odeplan. Figueroa venía proponiendo su
renuncia precisamente porque consideraba incompatible la gestión de
aquella Secretaría con Odeplan, más aún si esta oficina no tenía
ninguna injerencia en la gestión de aquélla.
Büchi, en cambio, había aceptado Hacienda, pese a los riesgos de
enfrentamiento derivados de la heterogeneidad del equipo vigente.
Aquellas noticias precedieron a una nueva reunión entre Jarpa y
Pinochet, donde se despejaron los puntos de controversia del día
anterior. Allí fue descartada la asunción de Büchi, pero éste vino a
enterarse sólo horas después, a minutos del juramento del nuevo
gabinete.
Pasado el mediodía, Jarpa se comunicó con Fresno y pidió ser
recibido para aclarar su posición ante la Iglesia Católica, después de
la sorpresiva explicación pública de su dimisión.
Aprovecharía la presencia en la casa de calle Simón Bolivar de seis
de los miembros de la Conferencia Episcopal, incluido su presidente,
el obispo Bernardino Piñera, que se habían citado para almorzar y
analizar las palabras de Jarpa.
La reunión de los obispos con el ministro duró cerca de 40 minutos y
pasó revista a los temas candentes.
Fresno hizo notar su molestia por lo que había dicho Jarpa a la
prensa, y éste explicó que aunque no quería debatir con la jerarquía
católica, el encuentro con los exiliados había sido un duro golpe en un
momento en que soportaba fuertes presiones de diversos sectores.
La conversación terminó con ánimo relajado.
Antes de irse, Jarpa dijo esperar que las relaciones de los prelados
pudieran ser mejores con el futuro ministro. Los obispos quedarían
estupefactos cuando, a las 6 de la tarde, en una ceremonia retrasada
en una hora, vieron a Jarpa continuar al frente del gabinete, como
todo el equipo de ministros.
Sólo se hizo efectiva esa tarde la dilatada renuncia del ministro
Gálvez.
Para sustituirlo se nombró a Alfonso Márquez de la Plata, que dejó
vacante la Secretaría General de Gobierno. En ese cargo, para el que
fueron propuestos los nombres de Gustavo Cuevas Farren y Roberto
Méndez, asumió un joven profesor y funcionario del equipo de Sergio
Rillón: Francisco Javier Cuadra.
Un informe reservado de la embajada de Estados Unidos, analizando
los cambios en la cúpula ministerial, se refería a estas nuevas
destinaciones como “dos ministros menores”. Pero Cuadra no iba a
eso. Su función no estaba prevista como menor, ni nada que se le
pareciera.
EL REINO DE LA CENSURA
Al día siguiente, el 7, se decretó el estado de sitio y el toque de queda
en la capital.
Esa tarde se comunicó al Arzobispado de Santiago que se había
cancelado la visa de ingreso y permanencia al vicario Ignacio
Gutiérrez. La presurosa visita del vicario general, obispo Sergio
Valech, para representar al gobierno la arbitrariedad de la medida, no
sirvió de nada.
Y esa noche, Cuadra leyó ante los directores de medios de
comunicación el decreto 1217, por el cual se restringieron todas las
informaciones de “carácter, relevancia o alcance político”, se
suspendió la edición de las revistas Apsi, Cauce, Análisis, Pluma y
Pincel, La Bicicleta y Fortín Mapocho y se impuso censura previa a la
revista Hoy.
El estado de sitio cayó con todo su peso sobre el país.
El viernes 9, el arzobispo Fresno se reunió con todos sus vicarios. Allí
se acordó emitir una declaración que hiciera saber que la Iglesia de
Santiago se sentía atropellada, no sólo por la expulsión del vicario
Gutiérrez, sino por la sucesión de hechos sobre los cuales no había
recibido información ni aviso.
La carta fue redactada en las oficinas del Arzobispado. Contenía una
extensa relación de los sucesos conocidos por la Iglesia y hacía notar
que Jarpa, durante su visita a la casa de calle Simón Bolívar, no
había dicho nada sobre la prohibición contra el vicario ni tampoco que
reasumiría el Ministerio del Interior (11). Fresno quiso que la carta se
publicara por todos los medios.
La revista Hoy la despachó in extenso hacia las oficinas de José Miguel
Armendáriz, que oficiaba como censor titular de Dinacos (12). Volvió
rayada con plumón amarillo. No podía publicarse. La censura irritó
más a la Iglesia, que protestó otra vez ante La Moneda.
Jarpa intervino entonces. Quería responder a la carta del arzobispo,
que a su modo de ver contenía datos y afirmaciones que lo
involucraban directamente. En ese momento opinó Cuadra.
—¿Y cómo va a desmentir lo que yo he prohibido que se publique?
Jarpa tuvo un momento de desconcierto, que cedió pronto paso a la
indignación. Cuadra comenzaba a mostrar el que sería su perfil de
hombre fuerte dentro del gabinete. Pese a su insistencia, Jarpa nada
pudo hacer.
En las calles, los equipos de la CNI ya se habían lanzado para
apoderarse del estado de sitio.
Las oficinas del MDP, en calle San Antonio, fueron allanadas y
pintadas con spray por un grupo de agentes que detuvo incluso a los
periodistas que llegaron hasta el lugar. También se intervino en la
sede del Bloque Socialista.
A la oficina que ocupaba Ricardo Lagos en calle Serrano llegó un
oficial con anteojos oscuros y varios civiles armados de metralletas y
cubiertos con gorros pasamontañas. Un periodista que logró ingresar
preguntó por Lagos.
—¡Se acabó! —gritó el oficial, exaltado y trémulo—, ¡El señor Lagos
se acabó! ¿Me entiende?
A decir verdad, no había tal. El dirigente socialista llegó unos minutos
después y exigió al oficial el inmediato desalojo de las oficinas. Hubo
un diálogo breve y hasta amable, y los agentes se retiraron.
En el hall del edificio se quitaron los pasamontañas.
Ese domingo, Fresno pidió a todas las iglesias de Santiago que
leyeran su carta durante la misa. En algunos recintos hubo incidentes
entre opositores y partidarios del régimen. En otros, se retiraron
algunos fieles. Aun en otros, hubo aplausos y pequeñas
manifestaciones.
En los mismos días, la Conferencia Episcopal sufriría también la
censura de una declaración (13) y la Intendencia Metropolitana, a
cargo del general Roberto Guillard, notificaría la prohibición de
realizar la Semana Social.
El estado de sitio lo podía todo.
Y Lagos, decidido a quebrarlo, en un país silenciado y aplastado por
la vasta operación militar iniciada en aquel noviembre, convocó a una
nueva protesta para fines de mes. El llamado sería conocido por unos
pocos.
UN AUTO VIAJA A VIÑA
El fin del año 84 encontraba a un gobierno acuartelado y replegado
sobre su fuerza militar. Nada, o casi nada, lo haría salir de ese fortín.
Jarpa se fue encerrando en sus tareas diarias poco a poco.
El partido que había apadrinado, Unión Nacional, se mostraba más
crítico que nunca y algunos de sus amigos insistían en que el
gobierno debía retomar la iniciativa en vez de “atrincherarse” (un
término empleado por el Departamento de Estado norteamericano) en
las medidas militares.
El ministro no podía dejar de sentir el arrinconamiento. En privado se
quejaba de que en La Moneda casi no lo dejaban salir de Santiago, y
que debido a ello estaba perdiendo el contacto con lo que más le
importaba, el mundo de los gremios, las provincias y los productores.
En diciembre logró convencer a la Presidencia para invitar a un
almuerzo a algunos de los políticos que antes habían formado el
Grupo de los Ocho. Pero el almuerzo resultó neutro, al menos para el
efecto de que se expusiera en él el punto de vista verdadero de los
partidarios. Sólo al final Pedro Ibáñez intervino para hacer valer la
posición de Unión Nacional. Dijo que sería necesario dar un nuevo
impulso al avance institucional, porque de otro modo el respaldo se
perdería irremediablemente.
Pinochet replicó con un ácido comentario sobre los políticos. Y
contrapreguntó:
—¿Y cómo va la acusación constitucional de los amigos de la UDI
contra el MDP? ¿Cuántos de aquí la han apoyado?
Federico Willoughby se hizo cargo. Dijo que la UDI había planteado el
asunto como una cruzada propia y excluyente, y que por eso los
demás partidos habían tomado distancia.
El almuerzo terminó entre chistes y abrazos, y desde entonces el
ministro del Interior volvió a languidecer.
El verano fue transcurriendo lenta y pesadamente (14).
Pinochet emigró en enero a la hacienda de Bucalemu, organizó
almuerzos campestres y se desentendió del gabinete.
Sólo en apariencia. Un verdadero torrente de memorandos, análisis y
estudios estaba llegando secretamente a la hacienda, con nuevas
proposiciones para armar el gabinete que debía surgir para una
nueva etapa.
En la noche del domingo 10 de febrero de 1985, el Presidente llamó a
Jarpa por teléfono y le propuso reunirse a primera hora del día
siguiente. Jarpa debió modificar su agenda. Esa mañana tenía
previsto partir al sur, donde asistiría al aniversario del periódico El
Llanquihue. Por fin había podido encontrar un espacio para hacer un
viaje. Breve y todo, sería reconfortante.
Pinochet estaba un tanto esquivo. Habló de su insatisfacción con la
gestión económica, del cambio de etapa marcado por el estado de
sitio, de la nueva situación de orden público. Dijo que estaba
pensando hacer algunos cambios en el gabinete para marzo. Jarpa
captó el mensaje.
—¿Por qué no lo hacemos de inmediato, Presidente?
Sacó un sobre, desplegó una carta de renuncia y puso la fecha.
Pinochet la recibió en silencio.
Aquella mañana, el ministro Escobar llegó a La Moneda para
conversar sobre las negociaciones con el FMI. Iba acompañado de
Jan Van Houten, el experto del Fondo encargado de las relaciones
con Chile. Recién entonces se enteró de que la renuncia de Jarpa
había sido presentada. Se tendría que ir. Van Houten asistió con
desconcierto a la mayor crisis de gabinete de los años recientes. Se
divertiría después con esa sorpresa.
Ni Jarpa ni el gabinete —con la sola excepción de los ministros
Sinclair y Cuadra, que habían trabajado en celoso secreto— lo sabían
en ese momento, pero poco antes el jefe de la Casa Militar, el coronel
Jorge Ballerino, había partido raudamente hacia Viña del Mar.
Iba a buscar a un empresario quitado de bulla, notorio por su oratoria
refinada y por sus buenas relaciones con la Iglesia Católica. Su
nombre había surgido de Francisco Javier Cuadra y Sergio Rillón, que
lo tenían por un amigo.
Se llamaba Ricardo García Rodríguez.
42
TRES CUERPOS EN QUILICURA
La llegada de Ricardo García Rodríguez abriría la “nueva etapa” del régimen e
iniciaría, ya en 1985, el trabajo para conseguir que Pinochet fuera el candidato
único. Todo iba marchando sobre ruedas... hasta aquella noche de marzo en que
tres cuerpos degollados fueron hallados a la vera de un camino rural, en los
extramuros de Santiago.

Ricardo García Rodríguez no fumaba mucho antes del 11 de febrero


de 1985.
Aquella tarde soleada asumió como ministro del Interior, sucediendo a
Sergio Onofre Jarpa, en el que fuese el más inesperado
nombramiento de jefe de gabinete del régimen militar.
La llegada de este hombre sin figuración política, de actuación
preponderante en el mundo discreto y muchas veces anónimo del
empresariado, culminaba sin embargo una operación política iniciada
muchos meses antes, con el freno y los obstáculos puestos en el
Ejecutivo a la gestión de la apertura de Jarpa.
El prolongado período de debates, dudas y rencillas sobre la
estabilidad del gobierno y su capacidad para llevar adelante lo
proyectado por la Constitución del 80 venía a cerrarse con la figura de
García Rodríguez.
Una nueva administración, de rasgos técnicos, con fuerte acento
legalista y sin ribetes polémicos se impondría bajo el manto del
estado de sitio. Es un hecho que la operación fue manejada con un
descollante protagonismo del joven ministro secretario general de
gobierno, Francisco Javier Cuadra, que trabajó para ello durante
semanas. Su antiguo superior jerárquico, el asesor especial Sergio
Rillón, estuvo también en la primera fila del plan.
El ministro de Justicia Hugo Rosende coadyudó con su persistente
crítica a la conducción de Jarpa y su insistencia en el debido
cumplimiento de los plazos constitucionales (1).
En el silencio de las oficinas de palacio, sin embargo, muchas otras
figuras menos conocidas se movieron para iniciar la “nueva etapa”.
Pero la decisión crucial del cambio tenía que ver también con el área
económica, donde la disputa entre Hacienda y Economía era tan
pública como inmanejable. Modesto Collados ganó provisoriamente
aquella batalla, desplazando a Luis Escobar Cerda. Pero no duraría
mucho: a poco de asumir en Hacienda, Hernán Büchi comenzaría a
mostrar que la verdadera capacidad de jefatura del equipo, la llegada
privilegiada ante el Presidente Augusto Pinochet y la facilidad para
moverse en la maraña de los mandos medios radicaban en las
oficinas de Hacienda.
Un tercer hombre, proveniente esta vez del Ejército, aportaría el
desequilibrio decisivo en las confianzas dispensadas por el
Presidente: el coronel Enrique Seguel, un asesor en materias
económicas desde los más tempranos días del régimen, al que
Pinochet usaba con frecuencia para los efectos de verificar la
información de sus ministros, quedaba al frente del Banco Central.
CONTRA-GABINETE
Este método de trabajo era otro de los factores que habían permitido
producir un cambio de grandes proporciones.
El chequeo diario de los ministros, que había comenzado siendo un
sistema improvisado por el Presidente, a menudo a través de los
subsecretarios, era para 1985 un método altamente perfeccionado,
con su propia burocracia y sus propios mecanismos de control.
La tarea estaba radicada en la Secretaría General de la Presidencia.
Allí, bajo el mando del general Santiago Sinclair, se había
desarrollado un aparato tentacular compuesto por jóvenes oficiales de
Estado Mayor que habían llegado a operar como un verdadero
contra-gabinete, o un gabinete-sombra. Cada cartera era
minuciosamente seguida desde esos cargos.
Los coroneles Hernán Ramírez y Guillermo Garín, y los tenientes
coroneles Ramón Castro Ivanovic, Javier Salazar, Cristián Labbé y
Francisco Gillmore solían visitar a los ministros para representarles la
inconveniencia de determinados planes o las contradicciones que
algunos proyectos mostraban con los del Ejecutivo.
Algunos funcionarios tendían a perder la paciencia con esas visitas; a
veces perdían también el cargo (2).
Ese contra-gabinete era complementario con el enrevesado
mecanismo de controles y equilibrios establecidos por los
nombramientos de subsecretarios, definidos por la confianza del
Presidente.
A decir verdad, el propio Jarpa pudo presentir el inexorable deterioro
de su posición cuando se nombró en su cartera a un segundo
subsecretario. A Alberto Cardemil, llevado por él como hombre de
confianza, vino a agregarse un oficial para el que se había creado una
subsecretaría de Desarrollo Regional.
Era el brigadier Patricio Serre, que había sido secretario privado de
Pinochet y que ejercería su función estableciendo el nexo con los
intendentes regionales, todos uniformados; en verdad, al poco tiempo
se sabría que, más que establecer el nexo, se trataba de arrebatarlo
del control político. Otra explicación conocerían los titulares del
Ministerio: Serre estaba a punto de ser llamado a retiro en el
escalafón militar, por lo que se habría creado para él un cargo de
servicio gubernamental ad hoc.
En medio de ese equipo y de esas relaciones debió instalarse Ricardo
García Rodríguez: fumando cada día un poco más, cambiando
drásticamente su estilo de vida y saltando a la palestra pública en el
momento más rígido del gobierno. Como la mayoría de los hombres
de Jarpa quiso emigrar con él cuando dejó el cargo, García se
encontró con un equipo desmantelado y sin centro. Pero el nuevo
ministro tampoco quiso introducir modificaciones notorias.
Permaneció sin jefe de gabinete durante varias semanas, acudiendo
únicamente a la ayuda de su hermano Juan Ignacio García, un
hombre que había trabajado en el Servicio Electoral bajo la dirección
de Andrés Rillón y que, luego de disolverse éste, había permanecido
en el equipo jurídico del Ministerio del Interior. Desde esa posición,
los conocimientos y la experiencia de Juan Ignacio García habían
servido al gobierno para la consulta del 78 y el plebiscito del 80; ahora
prestarían utilidad a su hermano.
En el Consejo Económico y Social, el organismo que Jarpa había
impulsado como una de sus más importantes creaciones para la
presencia de los cuerpos intermedios, García tampoco intervino.
Paralelamente con el cambio de gabinete, el CES fue sacado de la
dependencia del Ministerio del Interior y se lo puso en manos de la
Secretaría General de la Presidencia. De ahora en adelante, el CES
no tendría más relación con el jefe político del gabinete, sino que
estaría directamente ligado a Pinochet a través de su equipo de
confianza.
Y lo primero que hizo el general Sinclair fue citar al presidente del
CES, Gustavo Cuevas Farren, para proponerle una fórmula nueva: al
Presidente le gustaría que continuara en el CES, pero como
vicepresidente; la presidencia quedaría en manos de Sara Navas.
Cuevas, apelando a la tradición militar, dijo que no podía aceptar y
presentó su renuncia. Pero tampoco asumió finalmente Sara Navas,
sino un empresario amigo del ministro García, cuya base de
operaciones estaba también en Valparaíso: Beltrán Urenda.
LA PETICIÓN DEL PATRONATO
La figura de Ricardo García podía servir para morigerar también las
deterioradas relaciones con la cúpula de la Iglesia Católica.
Eso era, al menos, lo que esperaba el gobierno.
El nuevo ministro había sido director del Instituto de Viviendas de
Caritas (Invica), una institución creada por el cardenal Raúl Silva
Henríquez para promover la construcción popular.
Pero el cardenal había roto sus buenas relaciones con parte del
directorio de Invica después de que se intentó modificar los estatutos
de la corporación sin su conocimiento. De la operación, que envolvía
también la venta intempestiva del Banco Hipotecario y de Fomento de
Valparaíso (otra entidad concebida por el prelado), Silva Henríquez
culpaba, entre otros, a García.
Con todo, la Iglesia de Santiago mostraba un cauteloso optimismo
con la nueva designación. El arzobispo Juan Francisco Fresno
esperaba que su intermediación permitiera suavizar algunos de los
más ásperos conflictos que venían arrastrándose desde el año
anterior.
En abril del 84, el encargado de asuntos especiales del gobierno,
Sergio Rillón, había viajado a Roma secretamente para una misión de
alta sensibilidad. Debía proponer al Vaticano el restablecimiento del
derecho de patronato, una antiquísima fórmula por la cual alguna vez
el Papa había otorgado a otros estados la facultad de designar a los
obispos.
Si el derecho de patronato era considerado excesivo por la Santa
Sede, el gobierno chileno proponía negociar mecanismos de
consultas para que el Vaticano acordara tales nombramientos con
Santiago. Se trataba de impedir, sostenía el gobierno, que en la
jerarquía católica se agudizara el perfil opositor que creía ver ya
presente; a su juicio, el nombramiento de obispos estaba fuertemente
cargado por la actitud que los prelados tenían desde 1973, o aun
desde antes. Para reforzar esa noción, la misión se complementaba
con un extenso y detallado dossier sobre cada obispo y la posición
que había adoptado en cada caso ante el Ejecutivo.
Rillón aspiraba a reunirse con el secretario de Estado, cardenal
Agostino Casaroli; pero éste había reaccionado velozmente, avisando
al nuncio en Santiago, Angelo Sodano, y al obispo presidente de la
Conferencia Episcopal chilena, Bernardino Piñera. Ambos habían
partido a Roma para reunirse con Casaroli y con el secretario de
Asuntos Públicos, Achille Silvestrini, para discutir la situación. Debido
a esas precauciones del Vaticano, la misión Rillón languideció
esperando durante varios días la audiencia deseada. Finalmente
recibió la noticia de que no sería recibido a menos que fuera como
compañía del embajador oficial, Héctor Riesle.
Pero a Rillón se le había asignado rango plenipotenciario: mal podía
aceptar ese trato subordinado. Regresó a Chile. Los obispos
conocieron en detalle la abortada operación y, por distintos medios,
hicieron saber su profunda molestia al gobierno.
Cuando se impuso el estado de sitio y tanto los llamados de la
Conferencia Episcopal como los del arzobispo Fresno fueron
censurados, los puentes estaban casi totalmente cortados.
LA DISPUTA POR LA UC
Para peor, a ese conflicto, atribuible a una casi inverosímil torpeza
diplomática, se venía sumando el originado en torno a la Universidad
Católica, sobre la cual la Iglesia aspiraba a recuperar el control.
La ocasión parecía propicia. En el ambiente de apertura marcado por
Jarpa, con las polivalentes críticas a la gestión de los rectores
delegados, y más encima frente a la renuncia del almirante (R) Jorge
Swett, Fresno creía que la universidad podía ser finalmente devuelta
a las manos eclesiásticas en las que siempre había estado.
Años de disgustos y tensiones podían resolverse con ese simple
paso. Fresno estaba incluso dispuesto a negociar el nombre de un
académico de respeto, que fuera designado por la Iglesia pero que
cayera bien a los ojos del gobierno, para nominarlo en el cargo.
El gobierno desconfiaba de esta salida: una y otra vez, y en
ocasiones con brutal franqueza, acudía al argumento de que cerca
del 70 por ciento del financiamiento de la universidad venía de las
arcas fiscales.
El ministro de Educación, Horacio Aránguiz, llevó adelante las
negociaciones intentando ser sutil y cuidadoso. Al comenzar 1985, su
delicada gestión parecía haber llevado las cosas hacia un terreno tan
suave, que el gobierno comenzó a insinuar, directamente hacia la
Nunciatura, que el propio Aránguiz se hiciera cargo de la rectoría de
la Universidad Católica. La sugerencia fue prontamente descartada:
aquel no sería visto como un nombramiento de Iglesia, sino como una
imposición del gobierno.
Los obispos sugirieron entonces otro camino: que se nombrara a una
figura eclesiástica del mayor relieve. Podría ser el propio presidente
de la Conferencia Episcopal, el obispo Piñera. La proposición llegó
directamente a los oídos del general Sinclair, que no dijo nada.
Tampoco dijo nada ningún otro funcionario de alto nivel.
Cuando sobrevino el cambio de gabinete de febrero, el gobierno
creyó poder insistir en su alternativa. Se previó para entonces
nombrar en Educación al propio embajador ante la Santa Sede,
Héctor Riesle, y sacar a Aránguiz. Su nombre quedaría liberado para
la importante tarea. Esta vez, el intento falló por otro lado. Riesle se
encontraba inexplicablemente inubicable a través del teléfono. Nadie
tuvo siquiera la oportunidad de ofrecerle el Ministerio.
Otra variante fue explorada. El decano de Derecho de la Universidad
Católica, Sergio Gaete, podía ser el hombre idóneo. Era muy bien
visto por el gobierno. Demasiado bien. Y tan demasiado, que los
propios académicos de la UC se mostraban dispuestos a resistir esa
designación. La Iglesia interpuso otra vez su veto total.
Recién entonces comenzó a surgir el nombre de Juan de Dios Vial
Correa. Aquél sí resultó un nombre de consenso. La Iglesia declaró
su satisfacción por ello y pidió para el nuevo conductor de la
universidad el nombramiento pontificio. Este comenzó su trámite por
la burocracia vaticana y demoró algunos días en salir. En el intertanto,
el gobierno decidió hacer lo suyo. Publicó un decreto nombrándolo
rector delegado.
La compleja transacción se fue al tiesto.
La Iglesia, y personalmente el arzobispo Fresno, se sintieron
agraviados por el innecesario decreto, que venía a convertir en algo
inicuo el nombramiento papal. Otra vez se protestó ante La Moneda.
Pero nadie quiso que la protesta rompiera el statu quo conseguido en
torno a Vial Correa.
Al menos era algo.
Unos meses después, el gobierno completaría la orgullosa imposición
de sus términos nombrando ministro de Educación al académico que
la jerarquía había rechazado, Sergio Gaete.
3 DE MARZO, 19.48
En aquel verano apacible y de escasa actividad política, Pinochet
decidió innovar en el manejo del gobierno e instaló el Poder Ejecutivo
—con excepción del Ministerio del Interior— en Punta Arenas (ver
capítulo 52).
El gesto tenía fuerte carga simbólica, porque la mediación del Papa
en el diferendo con Argentina por las islas del canal Beagle estaba
por concluir y en los círculos castrenses se desarrollaba un intenso
debate sobre la conveniencia de la propuesta papal.
Se sabía que lo mismo ocurría en Argentina, sólo que con ribetes más
intensos y enfervorizados.
El Ejecutivo preparaba la ley sobre estados de excepción en silencio y
secreto. Aquella ley era importantísima para los planes futuros. Si los
estados de excepción existentes les daban pocas herramientas a los
titulares del poder, entonces era necesario redefinir esos estados y
ampliar su capacidad de restricción. La nueva ley, exigida por la
Constitución, haría posible dar ese paso y salir, por tanto, del estado
de sitio que tantos criticaban, pero que tanta utilidad prestaba al
desenvolvimiento del régimen.
Aquel verano, los políticos de oposición pasaron sus vacaciones
haciendo planes y pensando cómo revitalizar el movimiento popular
para salir al paso del silencio y la censura.
Pocos prestaron atención a los temblores que en febrero sacudieron
varios puntos del litoral nortino; con algo más de alarma, los
veraneantes de Algarrobo notaron que la frecuencia sísmica había
aumentado hasta casi dos movimientos diarios.
El domingo 3 de marzo comenzaron los preparativos para volver a las
actividades de la rutina anual. Duraron hasta las 19.48 horas de esa
tarde.
Un violento terremoto, caracterizado por la superposición de dos
movimientos casi simultáneos, desoló en un minuto y medio a las tres
regiones más pobladas del país: la Metropolitana, la Quinta y la
Sexta. Centenares de viviendas, obras camineras, puentes, puertos y
edificios antiguos fueron demolidos por la fuerza telúrica. Miles de
personas huyeron a las calles en el atardecer ensombrecido por el
polvo, el humo de los incendios y la gigantesca destrucción.
El primer terremoto enfrentado por el régimen militar puso a prueba
su capacidad de reacción en un marco de restricciones políticas,
sociales y económicas.
Aquella noche se mantuvo un toque de queda que muy pocos
respetaron.
Pinochet recibió el aviso en Punta Arenas. Ordenó poner fin al
experimento de trasladar el gobierno y regresó de inmediato a
Santiago.
Los ministros, encabezados por García, se reunieron poco más de
una hora después del cataclismo, en las oficinas de La Moneda.
Pero no se tomó ninguna determinación especial, salvo que el jefe de
un departamento del Ministerio del Interior, Claudio Gaete, se haría
cargo de coordinar los requerimientos de la emergencia.
Pinochet se molestó con esa inactividad cuando volvió a Santiago. Y
ordenó entonces que el mando militar asumiera el control de la
catástrofe mediante un Cuartel de Emergencia especial, a cargo del
brigadier general Jorge Lúcar, jefe del Comando de
Telecomunicaciones. Allí debía centralizarse la operación de ayuda a
las víctimas, que habría de sortear grandes peligros y dificultades.
Muy pronto los desencuentros entre el Ministerio del Interior, el
Cuartel de Emergencia y las oficinas especiales de las regiones se
hicieron notar (3). El incidente más serio se produjo en Melipilla,
donde el alcalde Rafael Morandé y un oficial de Carabineros que
ejercía como gobernador provincial recibieron la ayuda oficial en
varios camiones a fines de la semana.
Mientras la ayuda estaba almacenada y en proceso de clasificación
(especialmente los zapatos, debido a que los pares venían separados
y había una confusión de derechos e izquierdos), la esposa del
Presidente, Lucía Hiriart, visitó la zona y exigió que los implementos
fuesen administrados y distribuidos por el despacho local de CEMA-
Chile.
Alcalde y gobernador se opusieron. Y lo dijeron. La negativa tuvo dos
inmediatas repercusiones: el intendente metropolitano, general
Osvaldo Hernández Pedreros, fue enviado para destituir al alcalde
Morandé; y el general Pinochet se comunicó con el general director
de Carabineros, César Mendoza, para pedir la remoción del oficial
gobernador. El intendente Hernández no pudo encontrar a ninguno.
Ambos le llevaron la renuncia a su oficina.
El terremoto obligó al gobierno a hacer más rígida la línea de mando y
presionó fuertemente sobre los recursos disponibles.
Fue en ese verano cuando el ministro Büchi comenzó a delinear la
fórmula definitiva que adoptarían las privatizaciones de las empresas
que seguían en poder de la Corfo, incluidas las más grandes.
PINOCHET CANDIDATO EL 88
Entre tanto, la línea política seguiría las directrices de la “nueva
etapa” con implacable convicción y con fuertes señales enviadas
hacia partidarios y opositores.
En marzo, cuando se esperaba que el gobierno hiciera anuncios
importantes sobre el estado de sitio, el aniversario de la Constitución
proporcionó la ocasión de exhibir esa pétrea reafirmación de los
planes originales, aquellos de 1980, los mismos que el 83 y 84 habían
estado bajo debate y cavilación.
Aquel 11 de marzo no fueron Pinochet ni el ministro del Interior los
oradores escogidos para la solemne ceremonia: fue el ministro de
Justicia, Hugo Rosende, que mezcló alusiones al sismo en una
intervención centrada en la defensa a ultranza de los plazos y los
métodos establecidos por la Constitución, incluso (o sobre todo) los
discutidos plazos del articulado transitorio. 1989 sería la meta del
gobierno.
Ni un día menos.
La aparición de Rosende subrayó también su nueva influencia en la
etapa que se iniciaba y pareció recalcar la importante función que le
había cabido en la caída de Jarpa. Pero, sobre todo, estableció la
idea de que en adelante la transición dejaría de ser un fenómeno
político y pasaría a ser un programa puramente jurídico, apegado a la
letra de la Constitución y centrado en la elaboración de leyes e
instrumentos legales.
Un par de meses más tarde, cuando las normas del estado de sitio
fueran sometidas a la discusión final, el ministro Cuadra establecería
las líneas de ese nuevo plan mediante un cronograma de leyes
pendientes. Aquel anuncio certificaría la defunción formal de la
apertura.
Unos días después de la intervención de Rosende, el subsecretario
Alberto Cardemil se reunió con los directores de varios centros de
estudios políticos. Tenía un mensaje semioficial que transmitir: al
gobierno le gustaría que la actividad política se canalizara a través de
esos centros, puesto que la reedición de la pública actividad de los
partidos, aun si se levantara el estado de sitio, sería intolerable para
los propósitos de largo plazo del régimen.
Cardemil anunció una noticia que sólo tres años después vendría a
confirmarse plenamente, después de vueltas y revueltas entre los
principales jerarcas del aparato militar: el Presidente Pinochet estaba
considerando seriamente la posibilidad de postular como candidato
único en el plebiscito que habría de tener lugar a fines de 1988.
Para ello, adelantó, empezaría a trabajar desde entonces.
La continuidad del gobierno se había presentado como una necesidad
de supervivencia y de proyección de la obra gruesa de los años
transcurridos desde el 73. Algunos oyentes se sorprendieron. Incluso
para los partidarios del régimen, la “nueva etapa”, concebida en tales
términos, resultaba una completa novedad.
Muchos habían comprometido su adhesión al gobierno en 1980 en el
entendido de que en 1989 el general Pinochet abandonaría
definitivamente el mando. Muchos otros habían sido persuadidos de
apoyar al régimen bajo la promesa de que un sistema abierto y
democrático, sin presencia militar, quedaría afianzado y funcionando
a fines de la década.
OPERACIÓN EN LOS LEONES
El miércoles 27 de marzo de 1985 debía verificarse el último intento
por revivir la protesta. Una convocatoria del Movimiento Democrático
Popular (MDP) había fijado esa fecha para retomar el impulso de las
grandes movilizaciones.
El lunes 25 hubo un negro presagio.
En la noche de ese día, un altoparlante instalado en el piso décimo
del Hotel Araucano de Concepción comenzó a emitir una proclama
revolucionaria firmada por la Radio Liberación. Bajo el artefacto
colgaba una bandera del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
El suboficial de Ejército Alejandro Avendaño y el suboficial de la
Armada René Lara, más otros tres funcionarios especializados en
contrasubversión, subieron a callar la grabación. Pero en la habitación
1017 los esperaba una poderosa trampa explosiva. El estallido mató a
los dos suboficiales e hirió al resto.
El martes 26 la violencia nocturna continuó. Un automóvil cargado
con amongelatina estalló frente a las oficinas del diario La Nación, a
cien metros de La Moneda. Una hora más tarde, otra fenomenal
explosión destruyó la mampostería de varios edificios situados en
calle 11 de Septiembre: también un auto bomba.
El 27 salieron a las calles unidades militares y se reforzó la vigilancia
policial. La protesta abortó esa noche.
Dos días después, el viernes 29, a las 8.40 de la mañana, un station
wagon Opala, de color beige, llegó hasta Los Leones 1401 y se detuvo
frente a dos hombres que conversaban en la vereda.
A una cuadra, sin que ellos pudieran verlo, se había instalado un
individuo a desviar el tránsito. Un helicóptero acababa de pasar en
vuelo rasante por el sector.
Tres sujetos armados bajaron a toda velocidad del station y agarraron
de viva fuerza al profesor del Colegio Latinoamericano Manuel
Guerrero Ceballos y al director de la Unidad de Archivo y
Procesamiento de la Vicaría de la Solidaridad, José Manuel Parada
Maluenda.
El forcejeo duró muy poco.
Pedro Aceituno, el coordinador del Colegio, vio la escena desde el
antejardín e intentó intervenir, pero una poderosa pistola apuntada a
la cabeza lo obligó a entrar de nuevo.
Otro profesor, Leopoldo Muñoz de la Parra, advirtió la violencia desde
unos metros más atrás, cuando caminaba hacia el Colegio. Corrió
para intervenir, pero el golpe de un arma corta en la cabeza lo
derribó. Escuchó un grito:
—¡Dispárale!
Sintió el fuego en el abdomen, a quemarropa.
El station arrancó a toda velocidad.
La operación sembró la alarma en el Colegio, primero, entre los
familiares de los secuestrados, después, y finalmente en los
organismos a que estaban vinculados.
Ambos compartían la militancia en el Partido Comunista y se
conocían desde hacía años. Guerrero había estado preso en
Puchuncaví y Tres Alamos, casi al mismo tiempo que Parada
prestaba servicios para el Comité Pro Paz y su continuadora, la
Vicaría de la Solidaridad (4).
Con el tiempo, Guerrero había regresado a Chile y se había
convertido en dirigente de la Asociación Gremial de Educadores de
Chile, un organismo creado para salir al paso del Colegio de
Profesores (en manos oficialistas) y para reunir a la militancia de
izquierda de ese gremio, particularmente a aquella de filiación
comunista (5).
Parada ocupaba uno de los cargos más sensitivos de la Vicaría y
tenía aún entre manos el más delicado trabajo que jamás había
llegado hasta ese recinto: la extensa y exhaustiva confesión del
agente y desertor de la Fuerza Aérea Andrés Valenzuela, cuyas
revelaciones a la periodista Mónica González y a la revista Cauce
habían aclarado numerosas operaciones de los servicios de
seguridad y la existencia de un Comando Conjunto paralelo y
competitivo con la DINA.
En la mañana del jueves 28, cuando la noticia del secuestro se había
ya extendido, el pintor y publicista jubilado Santiago Nattino Allende
salió de su casa para dirigirse a una cita con su oculista. Pasaría
brevemente por su antigua oficina de Londres 75B, donde ahora
funcionaba el taller de comunicaciones de la Agech, pero que seguía
figurando a su nombre en la guía de teléfonos.
Ninguna de las dos cosas llegó a ocurrir.
A dos cuadras, en Apoquindo con Badajoz, un individuo se le acercó
por la espalda, lo encañonó con un revólver, lo esposó y lo forzó a
subir a un vehículo de color beige que paró en la esquina.
Un manto de terror y presentimientos se extendió en la oposición.
¿Qué estaba realmente ocurriendo?
NOCHE DE PUÑALES
El misterioso vínculo que unía los secuestros había comenzado a
tejerse cinco meses antes, como una red secreta conectada por las
casualidades, los errores y la vocación criminal.
El 30 de octubre de 1984, poco antes de decretarse el estado de sitio,
la sede del MDP en calle San Antonio había sido asaltada por una
banda misteriosa que encañonó a los presentes en el lugar, registró
documentos y cajones y dejó en muros, con spray rojo, una retahíla de
amenazas e insultos.
En el asalto desaparecieron muchos documentos. Pero la gente que
circulaba por aquellas oficinas era numerosa. Un catastro de lo
perdido sólo podría hacerse consultando uno por uno a los visitantes
frecuentes y ocasionales. Entre ellos estaba el publicista y egresado
de Arquitectura Ramón Arriagada Escalante, conocido por su
seudónimo de Vincenzo, que sí supo lo que había perdido aquella
noche de octubre: le habían arrebatado su libreta de teléfonos y
apuntes.
Vincenzo fue seguido por los asaltantes furtivos durante varias
semanas. No podía evitarlo, aunque sabía que en su libreta había
nombres, números y direcciones que no debían caer en malas
manos. El 25 de febrero, mientras un pequeño incidente tenía lugar
en la plaza Italia y Vincenzo trataba de eludirlo, dos sujetos bajaron de
un auto, lo encañonaron y lo subieron en la esquina de Ramón
Carnicer con Almirante Simpson.
Durante varios días fue mantenido con la vista vendada y sometido a
torturas e interrogatorios. La libreta perdida estaba, obviamente, en
manos de los secuestradores.
Los exhaustivos interrogatorios se prolongaron por más de una
semana.
El día del terremoto, Vincenzo seguía preso. Fue trasladado a un lugar
de la costa y poco después se le anunció que retornaba a Santiago.
Ya en la ciudad, los captores le ofrecieron un trato: lo liberarían, pero
debía partir a casa de su hermana, en Cobquecura, y permanecer
unos quince días sin ver a nadie (6). Si no, lo matarían. Sin
alternativas, Vincenzo obedeció.
Después de una semana de incertidumbre, logró hacer llegar un
mensaje a Santiago. Algunos amigos del Colegio de Arquitectos y
abogados de la Vicaría de la Solidaridad lo fueron a ver hasta la
localidad cercana a Chillán. Allí se preparó su retorno. En Santiago,
Vincenzo contó su experiencia al subsecretario Cardemil y dio una
conferencia de prensa. Hubo quien pensó que se trataba de una
farsa.
Pero en la libreta de Vincenzo figuraban los nombres de Guerrero,
Parada y Nattino. Sus secuestradores tenían especial interés por los
dos primeros. Creían que Guerrero oficiaba clandestinamente como
secretario general de las Juventudes Comunistas, y que Parada era el
enlace entre los presos comunistas vinculados al aparato militar (y al
FPMR) y la dirigencia en la clandestinidad. Al mismo Parada se le
atribuía un estudio pormenorizado sobre identidades y estructuras en
los servicios de seguridad, mientras que sobre Nattino recaía la
sospecha de ser el encargado de los reingresos clandestinos de
militantes.
En la noche del jueves 28 de marzo, otra banda de desconocidos
asaltó la oficina de Londres 75B. Armados hasta los dientes, cubiertos
con pasamontañas y bufandas, los sujetos destruyeron los equipos
del taller de comunicaciones de la Agech, golpearon a quienes
estaban en el lugar y secuestraron a cuatro dirigentes: Eduardo
Osorio, Alejandro Traverso, Mónica Araya y José Toloza.
Los cuatro fueron interrogados durante un día entero. Pero en la
noche del 29 los liberaron.
Ese mismo viernes de marzo, Guerrero, Parada y Nattino fueron
flagelados.
En la madrugada, más de un vehículo partió con ellos y sus captores
en dirección a la zona de Quilicura. Los bajaron, amarrados, en las
cercanías del fundo El Retiro, en un lugar en penumbras y sin trazas
humanas hasta decenas de metros a la redonda.
Allí fueron degollados.
En los cuerpos quedaron las huellas de la última e inútil resistencia:
cortes en los dedos, brazos doblados, gestos de pavor. Parada tenía
también una gruesa herida en el abdomen.
Pasado el mediodía siguiente, los campesinos José Antonio y Nelson
Ruiz encontraron el pavoroso resultado entre los matorrales, a la vera
del camino. Casi simultáneamente una llamada anónima había
alertado a los carabineros de la 27ª Comisaría.
La noticia, esa tarde, horrorizó al país. En las puertas de la Morgue,
donde se constató la identificación, un centenar de amigos y
familiares lloró desconsoladamente. En La Moneda, un comunicado
de Dinacos confirmó secamente la inmensidad de la tragedia.
El Mercurio editorializó sugiriendo levantar el estado de sitio. El
almirante José Toribio Merino opinó que debía tratarse de un crimen
“del Partido Comunista”. El general César Mendoza estimó que era un
“ajuste de cuentas”. El ministro de Defensa Patricio Carvajal dijo que
la autoría era imputable al “comunismo dirigido desde Moscú”.
En el fin de semana, la Corte Suprema designó al juez José Cánovas
Robles para investigar los sucesos.
A primera hora del lunes, el juez Cánovas se constituyó en Quilicura
(7). En ese sitio desolado y seco comenzaría la investigación. Sería
rápida. Había muchas pistas por donde buscar.
43
EL CAMINO DEL ACUERDO
Casi un año duró la paciente gestión del más amplio documento de consenso
conocido hasta aquel año 1985. Todo lo que se ha dicho después sobre esta
iniciativa refleja escasamente el inmenso esfuerzo que se invirtió en ella y la
facilidad que el régimen tuvo para sabotearla.

Declinaba el año 84 cuando el arzobispo Juan Francisco Fresno


propuso a su amigo y colaborador José Zabala de la Fuente, hacer
algo que permitiera salir de la crisis y el estancamiento político que
habían llevado al país a las protestas colectivas, primero; al estado de
sitio, después, y finalmente, a los actos de incipiente violencia
terrorista que proliferaban.
Zabala presidía la Unión Social de Empresarios Cristianos, un selecto
grupo de hombres cuya cercanía con la jerarquía de la Iglesia
Católica data de antiguo.
El estado de sitio acababa de imponer en el país el silencio
informativo, pero los signos de la violencia latente, acechando en el
subsuelo de la censura, eran notorios para la cúpula católica. El tema
había sido tratado varias veces en la Conferencia Episcopal y el
Comité Permanente, y además los vicarios en Santiago registraban la
hendidura que parecía estarse profundizando día a día.
La Conferencia Episcopal había querido incluso ir más allá de la
preocupación pura. En una sesión especial, sus miembros habían
votado una moción destinada a ofrecer a los políticos que la Iglesia
sirviera de punto de encuentro para buscar consensos entre los
partidos. Se sugería que a partir del Arzobispado de Santiago se
hicieran reuniones con los dirigentes principales, y que ese
mecanismo se fuera amplificando y extendiendo hacia las demás
diócesis, en un proceso escalonado que condujera a algo formal.
Una alternativa de gobernabilidad, tal vez.
La conversación de Fresno con Zabala dio origen a una pequeña
pauta de trabajo. Podrían hacerse algunas reuniones con los
dirigentes de centro, de la izquierda moderada y de la derecha crítica.
Zabala sugirió agregar a alguien más para dar orden y sentido a las
conversaciones. Podría ser Sergio Molina Silva, economista, ex
ministro de Hacienda del gobierno de Eduardo Frei, de vocación
moderada y prestigio reconocido en disímiles sectores.
Una coincidencia vino a entregar un nuevo aporte. El ex ministro de
Economía Fernando Léniz Cerda, antiguo amigo de Zabala y
conocedor de su estrecha relación con Fresno, le dijo en cierto día
que tendría ganas de conversar con el arzobispo y entregarle algunos
puntos de vista sobre lo que estaba pasando y cómo veía el futuro.
Léniz, laico y agnóstico, no conocía otro canal para llegar al
arzobispo. Pero tampoco sospechaba que el personaje y el momento
le depararían un papel tan relevante.
Zabala, Molina y Léniz se reunieron con Fresno y abordaron en
detalle el asunto de las conversaciones. En el largo proceso de lanzar
ideas a la mesa, convinieron en que en los últimos tiempos se podía
notar una fuerte aproximación entre sectores políticos divergentes.
En el historial reciente, estaba la creación de la Alianza Democrática,
que había reunido a la Democracia Cristiana con remanentes
moderados de la Unidad Popular; estaba el abortado diálogo del 83,
que había permitido vislumbrar soluciones novedosas; estaba la
incipiente organización partidista de la derecha, con figuras de gran
peso y fuerte reafirmación democrática; estaba el famoso seminario
en el que Patricio Aylwin y Enrique Silva Cimma habían lanzado por
primera vez la tesis de que la Constitución del 80 podía ser
reconocida como “un hecho” (1); estaba, en fin, el vasto trabajo de los
centros de estudio, que habían logrado aproximar posiciones
antagónicas, incluyendo la notable sesión en que se juntaron el ex
senador derechista Francisco Bulnes y el ex ministro socialista Carlos
Briones, y que costó al primero ácidas palabras del Presidente
Augusto Pinochet (y su renuncia ipso facto al Consejo de Estado) y al
segundo los reproches menos considerados de la “izquierda dura”.
Era un ambiente de acuerdo.
RONDA DE DESAYUNOS
Concordaron en que la ronda debía comenzar por el partido al que se
reconocía una militancia más numerosa y un peso político mayor en
el espectro: la Democracia Cristiana.
Pero la DC, en aquel verano del 85, había iniciado ya su proceso
electoral interno y libraba un agitado debate entre el presidente que
concluía su período y aspiraba a otro nuevo, Gabriel Valdés, y un
contendor que polemizaba con su línea, Juan Hamilton.
La invitación a Valdés podía ser vista como una interferencia en ese
proceso. Entonces surgió el nombre de Patricio Aylwin, que parecía
marginado de la querella interna y tenía el prestigio del político
experimentado, con amplio manejo partidario.
A continuación de la DC, el diálogo debía moverse hacia la izquierda,
dentro de la misma Alianza. Y allí sí que había una figura clara, sin
oponentes visibles, cuya presencia en algunos debates académicos
había contribuido a crear la imagen de un socialismo “renovado”, tal
vez el más novedoso ingrediente político de aquellos años. Era Carlos
Briones, el último ministro del Interior de Salvador Allende.
El tercer paso debía orientarse pendularmente hacia la derecha, pero
ahora más allá de la Alianza. El arzobispo Fresno recordaba los
aportes que el ex senador Francisco Bulnes había hecho en el
diálogo; los demás tenían presentes sus ponderadas intervenciones
en discusiones públicas.
Para el cuarto lugar se resolvió volver hacia la centro izquierda: los
radicales de Enrique Silva Cimma. Y luego la centro derecha: los
republicanos de Hugo Zepeda. Centro izquierda: René Abeliuk,
socialdemócrata. Centro derecha: Pedro Correa, nacional.
Con ciertas dudas sobre su posible aceptación, los cuatro decidieron
incorporar también a Andrés Allamand, en cuya juvenil y crítica
dirección de Unión Nacional les parecía ver el germen de un
pensamiento genuinamente independiente y derechista.
La operación fue cuidadosamente definida y planificada en cada uno
de sus pasos. Contra lo que se dijo en aquellos días, no fue el
producto de una improvisada gestión a la que fueron agregando
elementos, sino que existía tras ella un diseño afinado y con un
cálculo relativamente preciso sobre los pasos.
En marzo se dio el vamos.
Zabala pidió a Molina que hablara con Aylwin y lo invitara a la casa
del arzobispo, la misma de avenida Simón Bolívar donde hacía dos
años había tenido lugar el diálogo de la apertura, a tomar desayuno.
Fresno pidió a Aylwin su opinión.
Según lo convenido, discretamente Zabala comenzó a tomar notas.
Aylwin explicó su tesis acerca de la Constitución y la posibilidad de
que ciertas personas pudieran contribuir en un estudio sobre
reformas. Sugirió los nombres de dos mujeres: la ex ministra Mónica
Madariaga, cuyo regreso de la embajada en la OEA había sido
motivado por una entrevista crítica que dio a Qué Pasa, y Mónica
Jiménez, miembro de la Comisión Justicia y Paz del Episcopado. La
idea fue registrada, aunque no se la volvió a mencionar.
Pese a las notas de Zabala, Fresno pidió a Aylwin que redactara un
memorando con la síntesis de sus ideas... y las del PDC.
Al concluir, casi casualmente, agregó un segundo encargo: hablar con
Carlos Briones, para saber si le interesaría también tomar desayuno.
Briones repitió, sólo unos días después, la escena que había vivido
Aylwin.
Luego Bulnes, contactado por Léniz.
Y Silva Cimma, a mediados de abril, invitado por Zabala. Léniz citó a
Abeliuk.
UN VIAJE A WASHINGTON
Ninguno de ellos sabía que el improvisado actuario en que se había
convertido Zabala ordenaba cada día sus apuntes, elaboraba una
minuta con ellos y la entregaba a Fresno.
Una vez a la semana, Fresno citaba a Zabala, Molina y Léniz y leían,
repasaban y discutían las minutas. Palabras, frases, conceptos,
ideas, iban revelando sus parecidos y sus diferencias en ese
minucioso procedimiento. La vaga sombra del consenso se estaba
dibujando en los apuntes.
Las cosas se detuvieron bruscamente poco después. Una noticia que
vendría a insuflar nuevo aliento a la secreta tarea obligaba a
interrumpirla: el Papa Juan Pablo II había decidido nombrar cardenal
al arzobispo Juan Francisco Fresno. Las celebraciones y los
preparativos para el viaje a Roma obligaron a suspender los
desayunos. Pero la actividad política seguía moviéndose
intensamente por otros carriles, aun bajo el mando del estado de sitio.
Una iniciativa a la que el Departamento de Estado norteamericano no
fue ajeno permitió a los partidos Demócrata y Republicano organizar
dos seminarios paralelos en los que se trataría el tema de Chile.
Nueve políticos y estudiosos de un espectro que abarcaba desde el
socialismo hasta los diversos matices de la derecha fueron invitados
por distintos canales (2) a discutir en Washington sobre la situación
chilena.
Antes de partir, nacionales y aliancistas iniciaron conversaciones para
elaborar una declaración sobre la democracia en Chile, que podría
ser emitida en el marco de los seminarios.
Juan Somavía tuvo la redacción a su cargo. Pero surgió allí un
conflicto: Allamand, invitado a una reunión del Club Balmaceda para
debatir el asunto, expresó su renuencia y fue descartado.
La reunión de Washington sirvió al Departamento de Estado y en
particular al encargado del chilean desk, David Dlouhy, para ver en
acción a los políticos chilenos fuera de su hábitat. Sirvió también al
gobierno para explotar la negativa de Allamand a suscribir el
documento final. Y sirvió, finalmente, a los propios políticos para
conocer el grado de sus acuerdos.
El seminario estaba en curso cuando José Zabala ubicó en Santiago
al padre de Allamand. Le contó que el recién designado cardenal
Fresno quería conversar con él. El recado llegó hasta la esposa del
dirigente, Bárbara Lyon, que lo ubicó en Washington. Allamand, que
pensaba permanecer más días en Estados Unidos, consiguió armar
su programa para regresar a Santiago casi el mismo día en que
Fresno debía partir a Roma.
Aquella reunión concluyó la ronda crucial.
La minuta definitiva extraída de los apuntes de Zabala sería
elaborada mientras Fresno permaneciera en Roma.
UN FALLO INESPERADO
Tampoco el gobierno había detenido su marcha en esos meses de
silencio.
Ahora, sin embargo, parecía cazado en la trampa del estado de sitio,
que había conseguido renovar dos veces pese a la creciente
resistencia de la Junta. El estado de sitio venía perdiendo su sentido,
salvo en la restricción sobre la prensa.
Varios actos terroristas de gran magnitud se habían cometido igual,
en medio de las medidas de dureza y, lo que era peor, el
degollamiento de los tres militantes comunistas estaba proyectando la
impresión de que el estado de sitio servía más a la impunidad criminal
que a la mantención del orden.
El gobierno aceleró la tramitación de la ley de estados de excepción,
que había de ser orgánica según dictaba la Constitución. En ella se
fijarían las causales, las normas y los rangos de cada situación. El
proyecto motivó una áspera disputa con la Junta, que lo consideró
desmedido y rechazó varias de sus partes.
Pero el gobierno consiguió negociar silenciosamente lo que más le
importaba: la ampliación de las facultades que tendría el Ejecutivo
con el estado de emergencia. Para ganar ese punto, centró la
discusión en el concepto de “restringir” las libertades públicas
(particularmente las de expresión y de reunión), como un término
distinto del de “suspender”. La Constitución reserva este último para
el estado de sitio; al estado de emergencia le confiere el primero.
Pero el oficio del gobierno, redactado con la mano astuta del ministro
Hugo Rosende, aspiraba a que la “restricción” incluyera la censura
previa, o la posibilidad de negar el permiso para determinadas
reuniones.
“El poder de restringir”, decía el oficio, adjunto al boletín 547-06 con
que se tramitaba el proyecto, “comprende necesariamente el de
revisar, con anterioridad a su emisión, todos los medios a través de
los cuales se difundirán las opiniones o informaciones, a objeto de
determinar cuáles de aquellos o qué aspectos de los mismos pueden
ser publicados y cuáles deben ser limitados u omitidos”.
En suma, se aspiraba a que la simple declaración del estado de
emergencia confiriera al Ejecutivo la capacidad de imponer censura.
Aquella herramienta aplastaría los últimos vestigios de libertad de
prensa, pero, sobre todo, daría al régimen una inmensa capacidad de
manipulación de las informaciones. La Junta discutió el precepto
hasta fines de mayo, pero el criterio del Ejecutivo fue más fuerte.
Además, las cosas no estaban para continuar en ascuas: poco antes,
el almirante José Toribio Merino había retenido y torpedeado
sistemáticamente el acuerdo de paz con Argentina, pese a que el
propio Presidente había decidido ratificarlo. Merino había negociado y
dilatado su firma hasta el último momento, y el episodio había dejado
sus huellas en la relación de los miembros de la Junta.
El proyecto de ley de estados de excepción fue despachado para la
revisión final del Tribunal Constitucional.
Allí no se esperaban sorpresas.
Es cierto que algunos años antes, al designar a los miembros de ese
Tribunal, Pinochet había perdido la batalla por imponer al profesor
Avelino León, y que en su lugar había quedado Eugenio Valenzuela
Somarriva, que no era de su entero agrado; también es cierto que el
Tribunal había mostrado ciertos rasgos de independencia en el
análisis de las leyes y en sus fallos; pero estaba cerca todavía la
declaración de inconstitucionalidad del MDP, un triunfo que el
gobierno había obtenido gracias a la cruzada personal emprendida
por los dirigentes máximos de la UDI (ver capítulo 52).
Pero inesperadamente, el Tribunal Constitucional objetó los términos
de la ley de estados de excepción y no aceptó el amplísimo concepto
atribuido a la facultad de “restringir”.
En el gobierno cundió la desazón.
Airado, el ministro Rosende propuso insistir y se ofreció para tramitar
personalmente la cuestión ante el Tribunal; el ministro del Interior,
Ricardo García, fue quien rebatió la tesis: al gobierno le interesaba la
legitimidad del Tribunal Constitucional, y también su imagen de
independencia.
La ganancia de un precepto por la fuerza no debía servir para que se
dijera después que el Tribunal era otra dependencia del régimen.
Aquel razonamiento terminó por imponerse.
Pocos días después, acatando el perturbador fallo y decidido a
entregar la noción de su “nueva etapa”, el gobierno decidió levantar el
estado de sitio.
EL SILENCIO DEL CARDENAL
Fresno fue ungido cardenal en la mañana del 25 de mayo de 1985.
Juan Pablo II le asignó ese día la diaconía de Santa María
Inmaculada de Lourdes.
El gobierno chileno envió a la ceremonia una modesta delegación
integrada por un amigo del arzobispo, el ministro de Agricultura Jorge
Prado, y el embajador Héctor Riesle.
Unos días después, el cardenal regresó a Santiago y encontró una
segunda modesta representación oficial esperándolo en Pudahuel: el
ministro Ricardo García, el intendente Osvaldo Hernández Pedreros y
el alcalde Carlos Bombal. Se sabía que una medalla había sido
acuñada para entregársela al nuevo cardenal, tal como se había
hecho con Raúl Silva Henríquez, pero ahora estaba diferida la
ceremonia y sobre la medalla no había trazas.
Fresno se molestó con la frialdad. ¿Qué pretendía el gobierno?
En La Moneda, la cuestión era clara, pero sólo para algunos.
Casi un año antes, en la reunión de Fresno con Pinochet, aquél le
había dicho al Presidente que se requería de él “un gran gesto”.
Pinochet había entendido que se le estaba pidiendo su renuncia, y la
cita se había agriado prontamente. Dudoso de su propia actitud,
Pinochet había preguntado a sus asesores presentes y en particular
al enlace con la Iglesia, Sergio Rillón, si habían entendido lo mismo. Y
éstos, sin titubear, le habían dicho que sí, que por supuesto.
Desde entonces Pinochet quería evitar a Fresno (3).
Y, como solía ocurrir en este campo, el gobierno volvía a cometer el
más inmenso de sus errores de apreciación. Una retahíla de asesores
mal informados y de jóvenes arrogantes continuaba ahondando el
deterioro de las relaciones del gobierno con la Iglesia, justo en
aquellos puntos donde aquél podía obtener ventaja.
El mismo año anterior, Fresno había tenido un ácido intercambio con
sus pares de la Conferencia Episcopal debido a que, en la visita ad
limina, fuera de todo programa e incluso contrariando el resultado de
una secreta votación interna de la Conferencia, el arzobispo de
Santiago había invitado abruptamente al Papa a venir a Chile.
El propio Pontífice había mostrado su desconcierto: para él era claro
que una mayoría de los obispos chilenos se oponía a su visita en las
condiciones vividas por el país.
La intempestiva invitación le había sido enrostrada duramente a
Fresno y la discusión se había prolongado por semanas.
Pero el gobierno seguía desconociendo esos datos. Y tanto, que en
ese mismo mes de julio, una nueva “misión especial” partió al
Vaticano para insistir en la tercera intentona de establecer línea
directa con la Santa Sede. Fracasada la petición del derecho de
patronato, y fracasado también el proyecto de manejar los
nombramientos obispales a través de consultas, se quería esta vez
formalizar comisiones bilaterales entre el gobierno y el Vaticano para
discutir los puntos de conflicto.
El procedimiento importaba, por supuesto, saltarse a la Conferencia
Episcopal chilena y al propio nuncio Angelo Sodano, representante
directo del Papa en el canal protocolar. Otra vez la petición iba
dirigida al cardenal Agostino Casaroli, secretario de Estado. La
llevaba, ahora, una misión de tres miembros: el embajador Riesle, el
asesor especial Rillón, y el asesor de éste y jefe de gabinete del
canciller, Rodrigo Serrano.
Una vez más Casaroli negó la audiencia. El trío fue recibido por los
monseñores Beackis y Leanza, que pusieron por escrito la
proposición del régimen chileno.
La respuesta retuvo durante varios días a la “comisión especial” en
Roma. Al fin, con la ceremonial astucia vaticana, hubo una respuesta.
Las comisiones se aceptarían. Bilaterales y todo. Para discutir lo
difícil. Pero: la Comisión Vaticana sería presidida por... el nuncio
Sodano.
El nombramiento marcó el tercer fracaso de los intentos oficiales por
someter a la Iglesia Católica a un estatuto y un tratamiento
especiales.
Pero no apaciguó los ánimos en el interior.
Fresno calló ante el agravio de la minúscula recepción oficial y se
dedicó, en los días siguientes, a la Asamblea Plenaria de obispos,
que tuvo lugar en el Santuario de Schoenstatt. Largos debates dieron
paso a una declaración de la Asamblea en favor de la reconciliación,
incluyendo un llamado a los católicos que desempeñaban puestos en
el gobierno.
También hubo una disputada votación, en la que el obispo Bernardino
Piñera resultó elegido presidente de la Conferencia Episcopal, por
una muy estrecha diferencia de votos por sobre el obispo Carlos
González.
Pero nada dijo el cardenal de los encuentros que había tenido con los
líderes políticos.
Ni de lo que estaba por venir.
SECRETO EN CALERA DE TANGO
El 19 de julio, Zabala, Léniz y Molina se distribuyeron una tarea
encargada en celoso secreto por el cardenal. Habían de repartir
invitaciones a los políticos para una conversación privada, a primera
hora del lunes 22, fuera de Santiago. Para llegar al lugar se dibujó un
mapa y se encargó mantener la reserva a toda costa.
El que mejor pudo garantizar tanto silencio fue el presidente radical,
Enrique Silva Cimma: pasaría ese fin de semana lejos del mundanal
ruido, en las Termas del Corazón. Desde allí saldría directo hacia el
lugar de la cita, en la madrugada del lunes.
El sacerdote Renato Poblete, director del Centro Bellarmino, hizo los
preparativos en la casa de los jesuitas situada en Calera de Tango.
Hacía frío esa mañana, cuando llegaron a la casa los nueve políticos
citados y los tres amigos del cardenal. A Aylwin lo acompañó Gabriel
Valdés, ya reelegido para un nuevo período en la presidencia del
PDC. Abeliuk, Allamand, Briones, Bulnes, Correa, Zepeda y Silva
Cimma llegaron por separado. Ninguno conocía la totalidad de la lista
de invitados. Uno a uno se fueron reconociendo con cierta sorpresa.
Tampoco sospechaban la finalidad del encuentro, salvo la vaga y
común aspiración de conversar asuntos importantes.
Fresno inició la sesión desde el centro de la mesa.
Explicó que había conversado con cada uno de los presentes por
separado sobre la situación del país, y había notado en todos ellos la
misma aspiración por la paz, el entendimiento y el orden. Ahora,
agregó, quería ver si de esto podía hacerse algo concreto.
Luego se dirigió a Zabala.
—A ver, Pepe, usted que tomó notas. ¿Por qué no lee lo que tiene?
El dirigente empresarial inició una pausada y metódica exposición de
los puntos discutidos en los desayunos de Fresno.
Con creciente sorpresa, muchos oyeron repetirse algunas de sus
propias frases; a veces, con variaciones tan sutiles, que parecían
adaptadas para sensibilidades distintas. La lectura asombró a los
invitados. En efecto, la cantidad de acuerdos era mucho más
importante de lo que a simple vista se observaba. El ejercicio diario
de la política parecía haber ocultado las notables evidencias
expuestas por Zabala.
Entonces se inició la discusión. Pero no había mucho por hacer, salvo
felicitarse de ese imprevisto acercamiento. Entonces se acordó que
todo aquello debía volcarse a un texto que certificara la voluntad del
mundo político de llegar a un entendimiento amplio para garantizar un
camino pacífico hacia la democracia, y de conferir a ésta un principio
de gobernabilidad.
El documento debía salir pronto, auspiciado por el cardenal. Sobre la
marcha se decidió que la fecha de una nueva cita, ahora más formal,
quedara a criterio de los asesores especiales del cardenal.
Fresno acotó algo que le parecía particularmente importante: guardar
la reserva más absoluta sobre lo conversado; de otro modo, este
naciente consenso, cuya proyección podría ser histórica, terminaría
por enredarse y destruirse en las versiones de la prensa.
Antes de concluir, Bulnes preguntó por la ausencia de la UDI.
—Es que esto era para los partidos políticos —replicó uno de los
asesores—, para los que no están en el gobierno. Como se sabe, la
UDI está en el gobierno.
La respuesta no fue del todo satisfactoria. Fresno notó el vacío y
tranquilizó a los invitados derechistas. Ya vería él manera de
conversar con la UDI, aunque en principio parecía que la disposición
mostrada por ese grupo no era la mejor.
La noticia estalló ese mismo día.
El martes 23, Fresno se comunicó con el ministro García y explicó lo
que a su modo de ver era el sentido de la reunión: generar acuerdos
entre los sectores democráticos para garantizar una transición
negociada y pacífica.
Esa explicación concurrió, por boca de García, al consejo de gabinete
que, al día siguiente, debatió el tema en presencia de Pinochet. El
Presidente mostró de inmediato su escepticismo y agregó un
comentario mordaz sobre el renovado esfuerzo de la Iglesia por
inmiscuirse con los políticos.
Al término de la reunión, el ministro Francisco Javier Cuadra tuvo la
misión de dar la primera impresión oficial sobre el hecho: junto con
saludar como “oportuna y estimable” la iniciativa del cardenal, hizo
saber las dudas del gobierno sobre algunos de los asistentes y sobre
las ideologías de sus partidos.
El miércoles, Fresno se comunicó con Jaime Guzmán. Lo invitó a
desayunar para el día siguiente, y, en vista de que sería San Jaime, le
ofreció dedicarle el oficio matinal.
Guzmán concurrió el jueves 25 a la avenida Simón Bolívar.
Después de la misa, desayunaron con el cardenal y éste le explicó la
finalidad y parte del resultado de la reunión de Calera de Tango.
Guzmán agradeció el gesto del prelado, pero anotó sus aprensiones
de inmediato: si una iniciativa como ésta fracasaba por la incapacidad
de los políticos, o por razones superiores a ellos, la autoridad de la
Iglesia podía ser seriamente minada.
Fresno quedó con la impresión de que la UDI no se incorporaría de
ninguna manera. Y así lo hizo saber a los demás (4).
TORPEDOS DESDE EL GOBIERNO
Zabala, Molina y Léniz se reunieron otra vez para acordar la manera
de poner en marcha la segunda reunión. Decidieron que debían llevar
un texto preparado para esa ocasión, de manera tal que los partidos
lo estudiaran, hicieran las modificaciones necesarias y se
comprometieran con él mediante una suscripción formal. Para
redactarlo sería necesario acudir a otras fuentes.
Molina recordó que Edgardo Boeninger venía desarrollando el tema
de los consensos políticos en el Centro de Estudios del Desarrollo,
donde además existía un archivo ordenado y claro.
Para la parte económica y social, optaron por acudir a Vector, un
centro de orientación socialista donde también se había avanzado en
los acuerdos de este tipo. Luis Alvarado, miembro del PSBriones,
sería un auxilio de primer nivel.
Las cosas fueron avanzando rápido en esos últimos días de julio.
Pero al iniciarse agosto, un juez llamado José Cánovas Robles
sacudió al país al encargar reos a varios carabineros en la
investigación por el crimen de los degollados. El impacto estremeció
la estructura del gobierno y derribó de la Junta al general César
Mendoza Durán, el hombre que se había puesto a la cabeza de la
policía en el golpe de 1973 (ver capítulo 44).
Los asesores fijaron la segunda reunión con los políticos para el 13
de agosto, en la Casa de Ejercicios de San Francisco Javier. Pero la
caída de Mendoza y los dramáticos acontecimientos que le siguieron
hacían aconsejable una postergación. Todos estuvieron de acuerdo.
Un nuevo ingrediente vino a sumarse a la decisión. Privadamente, y
en nombre de las comisiones bipartitas recién establecidas, Rillón se
comunicó con el nuncio Sodano para hacer ver que el gobierno
consideraba “excesivo” el uso de recintos eclesiásticos para
reuniones políticas. Fresno, que recibió el recado de Sodano,
aconsejó cambiar el sitio y buscar otro igualmente reservado.
Entonces se propuso contratar los salones del Círculo Español.
Nueva fecha: martes 20 de agosto.
En el intertanto, los coordinadores recibieron de Carlos Briones una
sugerencia: puesto que la representación de la derecha era un poco
más amplia que la de otros sectores, sería conveniente incorporar a
otro partido de izquierda a la mesa; los socialistas de su corriente
veían con cierta intranquilidad el “predominio” de la derecha, y ello
podría terminar restando legitimidad a su presencia allí.
Fresno, que discretamente había creado una comisión especial para
analizar el tema de los “cristianos de izquierda”, aceptó con cierta
reticencia la idea de incorporar a la Izquierda Cristiana. Sólo lo
estimuló el hecho de que su dirigente máximo fuese Luis Maira, un
político joven al que tenía aprecio personal y respeto intelectual.
Maira fue invitado a un nuevo desayuno. El mismo 13 anunció su
incorporación a las conversaciones.
Para la reunión del martes 20 se estableció una variación en el modus
operandi: para dar mayor representatividad a las decisiones que
pudieran tomarse, esta vez irían dos miembros dirigentes por cada
partido.
El gobierno veía con alarma el ritmo que iban tomando las reuniones,
pero no podía decirlo. En palacio se hablaba con discreción y en
privado sobre el peligro de la operación dirigida por el cardenal, y sólo
unos pocos se preciaban de saber hasta qué punto estaba el
Presidente molesto con la iniciativa. Sin embargo, era indispensable
no dar señales de ese enojo hasta que hubiera algo concreto.
Un primer gesto hostil, la protesta por el uso de los recintos de Iglesia,
había sido silenciosamente absorbido por los patrocinados.
Un segundo gesto, también poco notorio, debía centrarse a la
derecha, el flanco que más le molestaba. La presencia de Unión
Nacional en esos diálogos no era peligrosa sólo por la relevancia de
sus figuras, sino porque parte del apoyo social del régimen podía ser
involucrado en esta peligrosa maniobra.
Múltiples llamados comenzaron a dirigirse a los miembros de la
cúpula de Unión Nacional; varios líderes locales recibieron ofertas
para asumir alcaldías y a otros se les ofreció participación sin
condiciones en entidades de rango medio. Día tras día, los intentos
fueron fracasando. Hasta que uno resultó: Gustavo Alessandri,
miembro de la Comisión Política de la UN, aceptó incorporarse como
nuevo miembro del Consejo de Estado.
Allamand, consciente de que la poderosa maquinaria del gobierno se
movía en su contra, optó por responder con un gesto de peso:
persuadió a Bulnes para que ingresara en las filas de la UN.
MARTES 20, CÍRCULO ESPAÑOL
En ese clima se llegó a la helada mañana del martes 20. Los tres
coordinadores llegaron poco antes de las 9. Observaron con
satisfacción que la cacería de los periodistas no había logrado dar
aún con el lugar. (Poco rato después se desengañarían: la prensa
consiguió llegar a las puertas del Círculo Español).
En seguida comenzaron a sumarse los dirigentes, dos por partido:
Aylwin y Valdés, por la DC; Briones y Darío Pavez, por el PS; Correa
y Patricio Phillips, por el PN; Allamand y Fernando Maturana, por la
UN, con el adicional refuerzo de Bulnes; Abeliuk y Mario Sharpe, por
el PSD; Zepeda y Armando Jaramillo, por los republicanos; Maira y
Sergio Aguiló, por la IC, y Luis Fernando Luengo, por el PR.
Fresno, que asistía a una reunión del Celam, envió el mensaje de
saludo y esperanza cuya lectura inició la reunión.
Después Maira pidió la palabra para hacer dos observaciones: la
primera, que a su juicio faltaba en la mesa la izquierda chilena, que
había probado ser un tercio de la nación; la segunda, que tendría
observaciones sobre el procedimiento, pero que en vista de que los
coordinadores le habían pedido postergarlas, procedería a
enunciarlas al final.
Bulnes propuso establecer desde ya qué destino se daría al
documento final, especialmente en lo que se refería al gobierno. Pero
el tema era polémico y otra vez intervinieron los coordinadores para
pedir que ello se postergara.
Zabala distribuyó entonces el texto que habían preparado.
Eran nueve carillas. En las fotocopias de cada ejemplar se había
trazado un enorme número identificatorio, para impedir nuevas
fotocopias y filtraciones indeseadas.
Luego el mismo Zabala leyó los cuatro capítulos del texto, que incluía
temas constitucionales, económicos, sociales, jurídicos y medidas
inmediatas.
La discusión fue extensa y cansadora. Consumió el almuerzo y parte
de la tarde.
Párrafo por párrafo, la redacción se fue modificando, simplificando y
reduciendo. Se trataba de llegar a puntos precisos, sin largos
circunloquios y que no requirieran de segundas explicaciones.
El tema de la exclusión de las ideologías, o la sanción a las conductas
antidemocráticas, congeló el debate. Todos sabían que aquel punto
sería el de más arduo trámite: el Partido Comunista constituía la
piedra de tope para parte de la izquierda e incluso para parte del
centro.
Se acordó dejar el punto para una siguiente reunión, tres días más
tarde.
Zabala retiró los textos que había entregado al iniciarse la sesión.
El viernes 23 llegó con los nuevos textos, los producidos después de
las discusiones del 20. Pero esta vez el tema único sería el PC.
En el intertanto se sumaron a las conversaciones el Movimiento
Liberal, encabezado por Gastón Ureta, y el Partido Socialista de
Manuel Mandujano, representado por Ulises Pérez y Sergio
Navarrete. El Mapu pidió una audiencia con el cardenal para solicitar
su incorporación, pero Fresno, calculando que ello podría demorar y
entrabar el proceso, fijó la audiencia recién para el lunes 26.
La discusión del viernes 23 se centró en Maira y Allamand; el primero
había preparado una detallada fundamentación para defender la
legitimidad de la izquierda marxista, mientras que el segundo había
trabajado en la casa de Bulnes en una minuta sobre principios
constitucionales para la exclusión.
La ostensible discrepancia entre ambos movió a los coordinadores a
buscar una salida de consenso.
Maira y Allamand, además de Aylwin, deberían reunirse a almorzar
por separado para discutir y redactar una proposición nueva. Del
almuerzo surgió un texto que los dos contrincantes decidieron dejar
ad referendum.
A la salida, cada uno se reunió con sus compañeros de partido.
Inesperadamente, ambos consideraron insuficiente la redacción. La
polémica cundió por la sala y amenazó con quebrar definitivamente
los acuerdos.
Entonces intervino Léniz. Invitó a los mismos tres dirigentes a
reunirse en su casa, en la tarde del sábado 24, para acordar un texto.
Recién allí Allamand logró que se aceptara su tesis de que debían
sancionarse no sólo los actos, sino también los objetivos
antidemocráticos; hubo acuerdo en que la decisión debía ser
adoptada por un Tribunal Constitucional; y Maira logró que la
definición de democracia se incorporara plenamente al concepto.
Maira fue quien redactó la formulación definitiva.
El domingo 25 volvió a reunirse el grupo en el Círculo Español. Maira
expuso y leyó el texto pendiente, se repasó la totalidad de lo
aprobado y entonces los coordinadores procedieron a pedir las firmas
de los presentes. Zepeda, que debía operarse, fue el primero. Luego,
uno a uno, fueron rubricando el texto los demás partidos. Phillips hizo
algo curioso e inusitado: escribió el nombre de su esposa, Carmen
Sáenz, que a la sazón ejercía la presidencia del PN.
Maira interpuso entonces su objeción: como no se había discutido la
operatoria (y ella incluía la manera en que los partidos ratificaban el
texto), no podía firmar. Molina salvó la situación añadiendo una frase
a la introducción: el documento había sido aprobado por unanimidad.
Así se consumaba el Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena
Democracia, el texto de más amplio consenso conocido hasta la
fecha.
Esa noche, sin disimular su alegría, los tres coordinadores partieron a
la casa del cardenal y le entregaron el documento. Fresno estaba
preocupado de una sola cosa: cualquier filtración sería trágica. Por
eso, decidió que se diera a la publicidad al día siguiente.
Agregó algo más.
—Hay que hacer una gestión con el gobierno. Y rápido.
El lunes 26, los coordinadores se reunieron con la decisión de
consumar esa gestión. Tres veces llamaron a la oficina del ministro
García. Querían saber, aunque fuera de modo informal, cuál sería el
canal más apropiado para entregar al gobierno el texto del Acuerdo.
Pero los tres desconocían un dato clave.
El viernes anterior, el propio Pinochet se había dirigido a García,
presumiendo que sería a él a quien apuntarían los esfuerzos de
Fresno.
—Lo que ésos quieren es derribar al gobierno. No deben tener
contacto con el gobierno.
La situación se volvió angustiosa en esa primera semana de vigencia
del Acuerdo.
El 31, el propio Fresno decidió intervenir y redactó una carta dirigida a
Pinochet. Otra vez se hizo el silencio. (Sólo un mes y medio más
tarde, el 15 de octubre, la contestaría el general Santiago Sinclair,
ministro secretario general de la Presidencia, escuetamente).
El 3 de septiembre Dinacos entregó un comunicado que hizo ver la
magnitud del rechazo del gobierno. A pesar de considerarlo un paso
positivo, anotó que para el gobierno había diferencias sustantivas
entre el Acuerdo y la Constitución del 80, y volvió a reprochar la
conducta de sus firmantes en la política contingente.
Después del comunicado vinieron los otros rechazos: el de la UDI, por
la derecha, y el Partido Comunista y el MIR, por la izquierda (6).
Una comisión especial designada por los coordinadores para redactar
una respuesta al gobierno no llegó a acordar los términos precisos de
la necesaria réplica, en parte porque algunos se habían enojado con
las declaraciones oficiales, y en parte porque otros aspiraban a que
se insistiera en los canales ya explorados.
El 18, aprovechando el Te Deum de Fiestas Patrias, Fresno intentó
un gesto de gran magnitud: invitó a los políticos firmantes del Acuerdo
a sentarse en un palco especial, dispuesto a escasos metros del
Presidente.
Pinochet y los políticos se miraron escasamente y más bien de reojo
durante la misa.
Los agentes de seguridad tuvieron riñas con los dirigentes juveniles y
hubo gritos e insultos en el cercado perímetro de la Plaza de Armas.
El Acuerdo parecía imposible más allá de sus propios límites.
ACUERDO NACIONAL
(Síntesis esquemática)
Acuerdo Constitucional
• Elección popular de la totalidad del Congreso.
• Procedimiento que haga posible reformas constitucionales.
• Elección directa del Presidente, con segunda vuelta.
• Tribunal Constitucional con representación de los tres poderes.
• Libre expresión de ideas y organización de partidos. En estos últimos,
inconstitucionalidad contra aquellos cuyos objetivos, actos o conductas atenten
contra principios del régimen democrático.
• Regulación de los estados de excepción.
El orden económico social
• Prioridades: superación de extrema pobreza; creación de oportunidades de trabajo
productivo y estable; tasa alta y sostenida de crecimiento.
• Propósito nacional de compartir equitativamente sacrificios y recompensas.
• Garantía constitucional al derecho a la propiedad privada.
• Función activa del Estado para determinar los grandes objetivos nacionales, pero uso
preferencial de instrumentos indirectos de persuasión e incentivo.
• Participación de trabajadores y empresarios en la formulación de estrategias.
• Responsabilidad creciente a las organizaciones sociales intermedias.
• Concertación entre empresarios y trabajadores.
• Relaciones equilibradas entre empresarios y trabajadores.
Medidas inmediatas
• Término de los estados de excepción; restablecimiento de todas las libertades
públicas; término del exilio.
• Formación de registros electorales.
• Término del receso político.
• Aprobación de ley electoral para elegir Presidente, senadores y diputados por
sufragio directo.
• Plebiscito para legitimar estas disposiciones, con las garantías debidas.
44
SACUDIDA EN CARABINEROS
Un juez alto y encorvado inició la investigación por los tres degollamientos en abril
de 1985. A los tres meses pisaba los talones de los sospechosos, pero José
Cánovas estaba dispuesto a ir mucho más lejos en su solitaria batalla contra el
poder. El 10 de agosto debió renunciar el general César Mendoza.

Ni los que iniciaron la investigación de los tres homicidios por


degollamiento, en aquella cruel mañana del sábado 30 de marzo de
1985, ni los muchos que la continuaron en las semanas siguientes
parecían saber quién era José Cánovas Robles.
Aquel hombre delgado y alto, de aspecto quebradizo y de una mirada
desmesurada, como si viviera en el asombro, con una carrera de
ministro de corte que ya bordeaba los 30 años, se hizo cargo del
proceso a las 14.15 horas del lunes 1° de abril de 1985.
Era el más espeluznante de los casos de los años recientes. Manuel
Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino habían sido
hallados en un camino de Quilicura, horriblemente degollados, en
medio de unos secos matorrales, con rastros de sangre y el tipo de
corte que la jerga criminal conoce como corbata, ejecutada con arma
blanca de capacidad devastadora.
¿Qué podría hacer aquel hombre flaco y encorvado, de carrera tan
larga y aspecto tan modesto? (1).
Aquel fue, tal vez, el primer error de apreciación en la larga cadena
que se desataría en los meses siguientes.
Cánovas se constituyó en Quilicura y notó desde el primer momento
los extraños signos del crimen. Parada, que evidentemente había
resistido el ataque y exhibía dos heridas profundas, tenía muy poca
sangre a su alrededor. También los otros. Aquello no era propio del
degüello. La conjunción de arterias y venas en la zona del cuello
produce un sangramiento abundante, casi explosivo: a lo menos
debía haber en el sitio algunos charcos.
El juez convocó a expertos de su confianza y estableció una primera
conclusión: las tres víctimas habían sido degolladas en otro lugar, tal
vez poco antes de su abandono, y trasladadas ya muertas hasta el
camino en penumbras.
Segunda cosa: las armas homicidas no eran puñales cualesquiera.
Eran corvos. El desgarramiento de las heridas, su increíble
penetración y el tipo de movimiento de la mano ejecutora casi
anulaban otra presunción.
Tercera: los procedimientos de técnica tanatológica adoptados en el
primer momento distaban mucho de convencer por su
profesionalismo o por su minuciosidad. Uno de los peritos albergaba,
por ejemplo, la sospecha de que Nattino había muerto tras un ataque
al corazón sufrido probablemente durante alguna sesión de castigo
físico, y que había sido degollado después de eso.
Pero la autopsia inicial no había indagado en esas variantes posibles.
Las sospechas del juez estaban inicialmente diseminadas entre los
diversos organismos de seguridad: en los rasgos del crimen era claro
el móvil político, pero se intuía también la pretensión de enviar un
mensaje o una señal hacia un enemigo (los comunistas): casi podía
descartarse de plano la tesis de la venganza esgrimida con tanta
prisa por algunos altos funcionarios.
UNA CAMPANADA DEFECTUOSA
Pero las sospechas se fueron centrando lentamente en Carabineros.
Las características del secuestro, la amplia operación montada en las
puertas del Colegio Latinoamericano, el paso de un helicóptero
policial minutos antes del plagio de Parada y Guerrero, apuntaban en
esa única y perturbadora dirección.
Más elementos se sumaron a esa hoguera de presunciones. El juez
creía ver en la policía uniformada tanto una excesiva ansiedad por
hacerse cargo de algunas diligencias, como un desgano notorio por
seguir las instrucciones al pie de la letra.
Cánovas fue desenrollando la misteriosa madeja de los crímenes a
partir de unos pocos y circunscritos elementos de juicio.
Estaban esos hechos confusos frente al Colegio Latinoamericano,
empezando por el helicóptero que sobrevoló el secuestro, y
concluyendo en una extraña pareja de sujetos que días antes pidió
permiso en unas oficinas situadas al frente del local para vigilarlo,
utilizando dos mentiras: que eran del departamento séptimo de Orden
y Seguridad de Carabineros (OS7) y que se trataba de un problema
de drogas.
Estaba el secuestro colectivo, con allanamiento incluido, en la sede
de la Asociación Gremial de Educadores de Chile (Agech), desde
donde cuatro dirigentes habían sido sacados a viva fuerza.
Estaba el prolongado secuestro y los interrogatorios al egresado de
Arquitectura Ramón Arriagada Escalante, conocido como Vincenzo.
Estaban los testigos de los secuestros, asustadizos e impactados por
la tragedia.
Estaban los familiares directos e indirectos que aportaban infinidad de
datos sobre amistades, hábitos, lugares, nombres, recuerdos del
pasado, conexiones políticas (2).
Estaban las prostitutas de la calle Londres, conocedoras de rostros,
personas y rarezas de la noche.
Y en el fondo de todo, una mentalidad, un estilo, un método, que
había diseminado sus huellas y sus intenciones a lo largo de varios
otros casos.
No existía en aquel crimen el rastro de los novatos: en cada paso se
podía detectar el trabajo de los profesionales.
Contra lo que alguna prensa y parte de la opinión pública apreció en
los primeros meses, la investigación del ministro Cánovas avanzó a
pasos rápidos, precisos y cortantes. Una tras otra fueron
desapareciendo las opciones más lejanas al caso; a la vuelta de seis
semanas, el juez estaba ya pisando los talones de aquellos a quienes
consideraba los principales sospechosos.
De los primeros interrogatorios obtuvo una docena de retratos
hablados y la persistente descripción de un recinto de detención en
cuyas cercanías había algo peculiar: una campana que tenía un
desperfecto en el tañido de las cinco de la mañana.
Cánovas despachó la extraña orden de investigar las campanas de
Santiago a la Brigada de Homicidios de Investigaciones. Y tuvo una
respuesta: de las dos iglesias de Santiago que presentaban esa
rareza, sólo la grabación de una coincidía con las señas. Era la
situada en San Ignacio con Alonso Ovalle.
Cerca de ahí, anotaba la BH, estaba el cuartel de un organismo
especializado de Carabineros.
Dos casos anteriores de secuestros con amplia resonancia pública
vinieron a agregar más datos a la causa. El primero fue el de la
socióloga Carmen Andrea Hales, hija del ex ministro Alejandro Hales,
que fue forzada a subir a un auto cerca de su casa y permaneció
amarrada, bajo intenso interrogatorio y presión física y sicológica, en
un recinto cuyas características retuvo y procuró describir. El
resultado de las primeras indagaciones llevó a la familia Hales a
presumir que el sitio del secuestro era precisamente una Comisaría,
la número 17, situada en la calle Las Tranqueras de Las Condes.
El segundo caso, casi olvidado para los efectos de la investigación,
había ocurrido el 13 de enero, en Puente Alto, cuando algunos
militantes del Mapu Lautaro (3) fueron arrestados, interrogados y
acusados de portar armas. Las cinco víctimas habían estado en poder
de un organismo cuyo nombre aparecía por primera vez: la Dirección
de Comunicaciones de Carabineros, Dicomcar.
El grupo que operó los había trasladado hasta la Tenencia San
Gabriel, del Cajón del Maipo, y luego a la 18ª Comisaría de San José.
Según sus testimonios, fueron sacados de allí y llevados a un lugar
secreto y clandestino hasta cuatro días más tarde. En el transcurso
de esa “desaparición”, estuvieron en un recinto parecido al que
describían los secuestrados de la Agech. Y no sólo eso: uno de ellos
había sido sacado por un agente para reconocer a una persona en la
Clínica de la Universidad Católica. En el camino, el sujeto le había
amarrado un artefacto a la pierna, con la advertencia de que si hacía
cualquier señal o intento de fuga, estallaría en pedazos.
—Así lo hicimos con Alicia Ríos —había dicho el agente, casi al
pasar, recordando el caso de la hija del abogado Lautaro Ríos,
despedazada por una bomba mientras iba en su bicicleta (4).
La versión de Carabineros consignó que los militantes del Mapu
Lautaro habían sido liberados el mismo 13, y detenidos nuevamente
el día 17, para luego ser puestos a disposición de la Fiscalía Militar.
Las versiones encontradas extrañaron a Cánovas. Los sujetos
hablaban de cuatro días continuos de arresto, de los cuales tres eran
clandestinos; es decir, secuestro. Los Carabineros hablaban de dos
detenciones sucesivas, con un vacío en medio. Dada la acusación
que se les imputaba, ¿cómo podrían haber sido liberados en el mismo
día? ¿Y más encima para aprehenderlos de nuevo? ¿Qué razones
podrían tener las víctimas para fingir un secuestro continuo?
Pero estaba, además, esta misteriosa Dicomcar.
Y de entre ella, un cabo primero, Luis Ernesto Jofré Herrera, que
acreditaba su participación en los extraños hechos del Cajón del
Maipo.
El puzzle parecía imposible.
Pero a pesar de eso, el juez se estaba acercando.
“NO RENUNCIE, DON JOSÉ”
Ese implacable avance fue el que cambió las cosas entre fines de
abril y comienzos de mayo.
La policía y los servicios de seguridad detectaron que la investigación
de Cánovas estaba saliéndose de control y comenzaba a apuntar
hacia las zonas sensibles del régimen. Y esos nerviosos movimientos
se trasladaron pronto a las cúpulas del sistema.
Cada mañana, durante varias semanas, los jefes de los servicios de
seguridad sostuvieron reuniones con sus estados mayores para
conocer el avance del proceso.
El general director de Carabineros, César Mendoza, estuvo presente
en la mayoría de los encuentros de sus generales y jefes de servicios.
En la CNI, el general Humberto Gordon encabezó las sesiones de
análisis con sus jefes operativos.
Los siguientes pasos del juez intensificaron ese clima expectante.
Era, en cierto modo, lo que Cánovas esperaba. Con cálculo
minucioso, el ministro había decidido marginar de las diligencias a
Carabineros y a todas sus dependencias, algo del todo inusual en un
caso en el que se esperaba la emisión de una orden amplia de
investigar.
Aunque tales órdenes habían sido excluidas de la rutina judicial desde
que el caso del Covema mostrara su inmensa ineficacia y
peligrosidad, para los hechos de conmoción pública parecía posible la
excepción.
El alto mando de Carabineros advirtió la maniobra. Y se quejó. Pero
no ante la judicatura, sino ante el gobierno. El ministro de Justicia
Hugo Rosende fue encargado de transmitir la inquietud oficial ante la
Corte Suprema.
El país parecía invadido por los rumores, y cualquier persona se
sentía tentada de culpar a la policía. La situación no podía continuar.
El juez estaba actuando con criterios discutibles.
La Corte reaccionó ante la enojada advertencia de Rosende. Cánovas
fue citado para explicar su proceso, en un Pleno de la Suprema
prolongado y extenuante que dejó al juez con el sabor de la derrota.
Sólo un antiguo ministro se incorporó del asiento, e inesperadamente
espetó con voz aguda:
—Lo felicito, Cánovas. Brillante.
Después de la sesión, Cánovas se dirigió al presidente de la Corte,
Rafael Retamal, y expresó su decisión de renunciar.
Pero Retamal no quería que la justicia apareciera declinando la
pesada responsabilidad dejada por los crímenes. La fuerza moral del
juez orgulloso de su papel, esa vieja altivez del hombre que lleva la
ley a los territorios ignotos y a las zonas recónditas de la moral
pública, ¿tuvo lugar en aquella conversación?
—No, don José —dijo Retamal al fin, severo y meditabundo—. No
haga ni tal. No puede, y no debe.
Retamal tenía la conciencia de que días muy difíciles esperarían al
juez y a la investigación. Cánovas creía que la presión era ya
insoportable. No sabía que estaba recién empezando (5).
La guerra declarada entre la CNI y Carabineros estalló a comienzos
de mayo.
Un suboficial de la policía adscrito al servicio de seguridad, y
distanciado de su institución de origen por rencillas de otro orden,
proporcionó los datos básicos para dar inicio a la operación.
Los hombres de Carabineros no tardaron en detectarlo.
Las oficinas de Dicomcar en el vetusto edificio de calle Dieciocho
fueron filmadas y fotografiadas desde autos en marcha, helicópteros
en vuelos rasantes y edificios vecinos.
Un equipo de interrogadores de la CNI llegó hasta la Cárcel de San
Miguel para indagar en el caso de los secuestrados del Mapu Lautaro,
pero los dos detenidos en ese lugar armaron un escándalo que hizo
imposible la intentona.
Un completo informe con nombres, vehículos e hipótesis de trabajo
fue elevado a las máximas autoridades de la CNI (6).
Si Carabineros no estaba dispuesto a asumir la responsabilidad y, en
razón de ello, las investigaciones del juez Cánovas desbordaban los
marcos del caso (como parecía que lo harían), entonces el cuerpo
había de atenerse a las consecuencias.
El informe fue entregado al general Mendoza y al general Juan
Alegría, director del Personal. Raramente, iba dirigido a otra
autoridad: el general subdirector, Rodolfo Stange Oelckers. Pero los
dos jefes no podían aceptarlo de buenas a primeras: se pidió
entonces a Dicomcar que elaborara un contrainforme.
La situación irritó a la CNI. El jefe de la Brigada Operativa de la CNI,
el mayor de Ejército Alvaro Corbalán, que funcionaba bajo el nombre
falso de Alvaro Valenzuela y que con esa chapa encabezaba el grupo
de Avanzada Nacional, fue directamente al grano. Pidió entrevistas
con los hombres claves de la inteligencia de Carabineros, visitó una y
otra vez a los responsables y pasó el mensaje de que la CNI llegaría
más lejos.
MISTERIOSA DICOMCAR
Pocos días después le fue enviado a Cánovas el devastador informe
de la Central describiendo los métodos y los centros de operación de
la Dicomcar.
Pese al tono cuidadoso que se quiso dar a la redacción, el texto era
un libelo incriminatorio. Atribuía a Carabineros la responsabilidad
básica de los secuestros, y se proponía vincular la tenebrosa
seguidilla con los antiguos remanentes del Comando Conjunto, que
en 1976 había disputado a la DINA el control de la calle y que había
aniquilado a varias direcciones clandestinas del Partido Comunista.
El informe podía servir para incriminar a varios de los sospechosos de
Cánovas. Pero en el delicado subsuelo de los servicios secretos
aquello revestía una gravedad sin límites. Así que el informe fue
enviado sin firma. Cánovas advirtió la peligrosidad del asunto. Pidió
entonces que se acreditara la responsabilidad. El oficio regresó
firmado por el subdirector de la CNI, el brigadier general Hugo Salas
Wenzel.
Aquel paso marcó el lado en el que se situaría la CNI en los días
sucesivos.
Un jefe importante de la Central recibió la misión de custodiar a
Cánovas. Días después, cuando la ronda de interrogatorios alcanzara
sus puntos más calientes, los jefes inculpados de Carabineros
expresarían su indignación a gritos por ese hecho: “¡Esto es una
humillación! ¡Estamos siendo tratados como delincuentes!”
Cánovas supo que era vigilado. Contra su oficina en los Tribunales
fue dirigido un refinado equipo de escucha y grabación, mientras que
a su alrededor circulaban los rumores sobre preparativos para un
atentado callejero en su contra.
Las rondas de interrogatorios elevaron el nivel de la tensión. Decenas
de funcionarios fueron interrogados y sometidos a careos,
declaraciones y reconocimientos de testigos.
Dos nombres saltaron al ruedo de las sospechas en aquellas
sesiones: los capitanes de Carabineros Héctor Díaz Anderson y
Patricio Zamora Rodríguez. Ambos serían señalados por testigos de
la Agech como parte del grupo aprehensor que actuó en la calle
Londres. El primero, además, estaba siendo investigado por la
Fiscalía Militar de Valparaíso como presunto culpable en la muerte del
joven socialista Carlos Godoy Etchegoyen, asesinado en una sesión
de torturas después de acusársele de participar en una “escuela de
guerrillas” en Quintero. Por si no bastara, Díaz Anderson era también
identificado como el hombre que obligó a subir a un auto a Santiago
Nattino, en la mañana de su secuestro. (El testigo, dependiente de un
negocio cercano, se retractaría más tarde).
Había más: Díaz Anderson era un hombre tan activo, que entre sus
actividades del 28 de marzo se contaba un llamado para actuar en el
escenario donde, tras un presunto enfrentamiento con Carabineros,
cayeron muertos los hermanos Rafael y Eduardo Vergara Toledo,
militantes del MIR, en la comuna de Pudahuel.
Gracias a esos primeros interrogatorios, la extraña estructura de
Dicomcar fue develándose lentamente. Era un servicio nacido en
septiembre de 1983, después de la disolución del Servicio de
Inteligencia de Carabineros (Sicar), con ex miembros de ese equipo,
del GOPE y de otras unidades especializadas. Tenía más de un
centenar de hombres, pero de él dependían también los carabineros
enviados a la CNI (7).
Aunque algunos funcionarios de alto rango insistían en que se trataba
de un organismo con fines principalmente internos, donde se
elaboraban los DHP (fichas) de los postulantes al cuerpo, era un
hecho comprobado que personal de ese organismo aparecía
involucrado en operaciones dudosas.
Algunos de sus miembros habían sido mencionados como piezas
claves del Comando Conjunto en las revelaciones del desertor Andrés
Valenzuela; determinados testigos creían reconocer la presencia de
Adolfo Palma Ramírez y de Miguel Estay Reyno (miembro de Patria y
Libertad, el uno; delator comunista, el otro) en los episodios del
secuestro.
El juez despachó una orden para que el director de Dicomcar, el
coronel Luis Fontaine, aclarara el organigrama y la filiación interna.
Pero Fontaine respondió que ello podría incurrir en el delito de
“espionaje”. Entonces supo el ministro que estaba en presencia de un
hueso duro, muy duro de roer.
Cuando compareció a los tribunales, Fontaine lanzó además un
desafío ante la prensa.
—¿Cree usted por ventura, señor, que un carabinero va a ser capaz
de cometer un crimen deleznable contra un profesor? ¡Nunca en la
vida, señor!
La frase era un velado recordatorio. Remitía a la muerte por torturas,
en manos de la CNI, del profesor Federico Alvarez Santibáñez, en
agosto del 79.
Entretanto, el país seguía estremecido por la ola de violencia
clandestina desatada en los más extraños focos políticos. En
Concepción había sido asesinado el estudiante José Randolph, y los
funcionarios judiciales que investigaban el caso habían vivido la
traumática experiencia de las amenazas directas y las agresiones. En
Santiago, varios estudiantes secuestrados aparecieron con cruces
marcadas a cuchillo en sus cuerpos. Otro joven, Pablo Yuri Guerrero,
denunciaba una pesadillesca experiencia de tortura tras un presunto
enfrentamiento en que la CNI había dado fin al chofer del taxi que lo
acompañaba.
EL DÍA MENOS PENSADO
Cánovas creyó tener parte del puzzle armado a mediados de junio de
1985. Vio que no podría continuar; ni la ostensible presión de los
servicios de seguridad ni la notoria molestia del gobierno harían
posible que un solitario juez, obligado a depender de los servicios
policiales para ejecutar sus diligencias, mirado como un excéntrico
audaz en la propia judicatura, llegara más allá de sus medios.
Debía dar un envión potente. Tenía ya la convicción de que figuras
relevantes estaban en conocimiento de los hechos y procurarían
ocultarlos hasta el fin. En el proceso se acumulaban mil 657 fojas y un
cuaderno adicional con otras 400 se seguía incrementando. Los
hombres de la CNI reforzaban día a día la impresión de que
poderosos señores intentaban frenar el desenlace.
El 30 de julio tomó la determinación. Antes de proceder en el delicado
paso, presintiendo el ambiente adverso, consultó con el fiscal de la
Corte, Gustavo Chamorro. Este lo apoyó. Era de una inmensa
gravedad: se declararía incompetente invocando el fuero militar de los
inculpados. Pero antes de hacerlo, fundaría su resolución en
antecedentes tales que no permitieran el sobreseimiento, y dictaría
arraigos y encargatorias de reo en los más altos niveles del aparato
policial.
Ese día habló con Retamal.
El miércoles 31, cumpliendo un compromiso personal contraído poco
antes, Retamal se comunicó con el ministro Rosende y le advirtió que
Cánovas dictaría medidas fuertes al día siguiente. Rosende trasladó
de inmediato la noticia a La Moneda. Las urgentes reuniones que
tuvieron lugar esa noche no consiguieron, pese a todo, establecer el
alcance exacto de lo que Cánovas se proponía. Un juez inabordable
se estaba cruzando en el camino.
Contra todo lo aconsejable, pero empeñado también en mantener la
imagen de normalidad en el Ejecutivo, el Presidente Augusto Pinochet
se negó ese día a suspender una charla programada para la mañana
siguiente en el subterráneo principal de la Plaza de la Constitución,
una dependencia de La Moneda.
En la mañana del jueves 1°, todos los altos mandos institucionales,
los ministros y subsecretarios e incluso los miembros de la Junta
asistieron a las tres conferencias sobre Marxismo y Teología de la
Liberación que dictaron los especialistas Sergio Rillón e Isabel Millán,
y el coronel Orlando Jerez.
Poco después del fin de esa reunión, el general Carlos Donoso, jefe
de Orden y Seguridad de Carabineros, declaró a la prensa que el
proceso Cánovas marchaba regular y eficientemente (8). Donoso
sostenía a pie firme la versión que sus oficiales le habían dado: que
Carabineros no tenía nada que ver con el secuestro ni el crimen, que
se trataba de una campaña contra el cuerpo, y que pasado el torrente
de rumores se demostraría la plena inocencia de la policía. Donoso
había comprometido no sólo su palabra, sino también su prestigio
público de hombre moderado y profesional: había llegado a asegurar
a las viudas de los asesinados que la institución estaba exenta de
culpa.
Esa tarde Cánovas anunció su resolución.
Dos funcionarios, presuntos piloto y copiloto del helicóptero
sospechoso, fueron encargados reos por falsificación de instrumento
público, acusados de alterar las bitácoras de vuelo para fingir que
pasaron después del secuestro, y no antes, como indicaban los
testigos.
Otros doce carabineros quedaron bajo arraigo por 60 días; entre ellos,
los coroneles Luis Fontaine Manríquez, jefe de Dicomcar y el primer
edecán que el general Mendoza había tenido en la Junta, y Julio Luis
Michea Muñoz, jefe de asuntos internos y externos de la misma
dirección; y el teniente coronel Iván Edmundo González Jorquera, a
cargo del Grupo de Operaciones Especiales (GOPE).
En seguida, y en virtud de que “fluyen nítidas presunciones graves,
precisas y concordantes”, traspasó a la justicia militar la competencia
para seguir conociendo el caso (9).
La figura era compleja: la descripción de Cánovas impedía revocar las
encargatorias de reos y los arraigos, por los fundamentos que
entregaba; pero tampoco podía aceptarse que los sospechosos
hubieran actuado en nombre de su fuero militar, porque ello arrojaría
una sombra sobre las instituciones.
Pinochet citó entonces a una reunión de urgencia en La Moneda.
Rosende compartió puestos con el canciller Jaime del Valle, el
ministro del Interior Ricardo García, el secretario general de Gobierno
Francisco Javier Cuadra y el secretario general de la Presidencia,
general Santiago Sinclair. También llegaron el general Mendoza y el
general Rodolfo Stange, tal vez el único de los jefes más altos que se
había mantenido en una posición reservada y algo distante del caso.
Hubo una explicación técnica sobre el significado de las medidas de
Cánovas. Alguien creyó ver una intención aviesa en el traspaso de la
competencia en nombre del fuero militar: allí se podía involucrar a las
instituciones, pero sobre todo al régimen. Si la justicia militar aceptaba
la competencia y después se veía en dificultades para resolver el
caso, se culparía al gobierno y habría acusaciones de encubrimiento.
Mendoza enjuició la lealtad entre los servicios de seguridad. Explicó
la posición de Carabineros.
Luego hubo un silencio que sólo rompió Pinochet.
—Bueno, César, dime qué digo ahora —había un dejo de reproche en
sus palabras—. Antes dije que Carabineros no tenía nada que ver. Y
mira cómo estamos.
Mendoza hilvanó una explicación. Luego hubo otro silencio
prolongado. La reunión terminó como si nada más hubiera que decir.
De regreso a la Dirección General, Stange dictó su renuncia. El
general Donoso acababa de terminar la suya. Ambas tenían un
curioso rasgo en común: eran para presentarlas ante el Presidente,
no ante el director institucional.
Al anochecer, Mendoza citó a su despacho a un grupo de sus
generales, para discutir el asunto. Los altos oficiales estaban
indignados.
Algunos opinaban que este montaje estaba destinado a desarticular a
la policía uniformada y a restarle toda su independencia. Otro recordó
airadamente la dura batalla librada por el general Mendoza varios
años antes contra el general de Ejército Herman Brady, ministro de
Defensa, que quería reducir drásticamente las compras y el stock de
armamentos de Carabineros.
Otro propuso una renuncia colectiva de generales. Se sabía de casi
una decena de nombres que estarían dispuestos a irse de inmediato
para que el país tomara nota de la enérgica protesta del cuerpo por
las imputaciones dirigidas en su contra.
—No, no —se impuso una voz gruesa—. Eso no. La marea gris se
vendría encima.
—Acuérdense, señores —terció alguien—, que dos oficiales del
Ejército fueron enviados a Alemania a seguir cursos netamente
policiales. ¿Para qué, señores? ¿Para ayudarnos a nosotros? Hay
que hacerse esa pregunta...
Casi a la misma hora, Pinochet conversaba con algunos de sus
generales de mayor confianza.
Después de esa cita decidió que la Junta debía reunirse en pleno.
El almirante José Toribio Merino había partido hacia Viña del Mar con
su esposa: debió ser ubicado por la radio del auto, que giró
velozmente y retornó a Santiago.
Mendoza fue citado a La Moneda por segunda vez en la jornada.
La reunión tuvo el aire sombrío de los temas y las decisiones
innombrables. Era evidente que la magnitud de las acusaciones
contra Carabineros habían desestabilizado a los mandos de la
institución. Pero la sacudida no podía llegar hasta el gobierno. Si el
cuerpo estimaba que todo era una injusticia, debía demostrarlo de
frente al país; si no podía hacerlo, entonces había de asumir la
responsabilidad.
Mendoza captó el mensaje.
Con serenidad, cansada la voz y agotado el gesto, habló.
—A lo mejor renuncio.
El silencio que siguió no escondió el sentimiento de zozobra.
Mendoza había dado agotadoras peleas en otras ocasiones,
frecuentemente por causas de menor envergadura, pero ahora
parecía abatido. Pinochet mencionó la renuncia de Stange.
—Ese nombre no debe irse —agregó—. Pero ha mandado una
renuncia, y yo todavía no sé qué significa esto.
Alguien opinó que una renuncia no debía ser con elástico, porque eso
debilitaría aún más la moral del personal.
MENDOZA CIERRA EL DESPACHO
El viernes 2 de agosto, los generales Stange y Donoso fueron en la
mañana a la Dirección General de Carabineros para despedirse de su
gente.
Calmado, en su oficina, flanqueado por el severo comandante que
atendía su secretaría, Donoso atendió incluso los llamados de algún
reportero. No quería comentar nada: las cosas se habían dado así.
Stange ordenó sus papeles privados en un maletín y saludó a todos
los funcionarios de la Subdirección. Había pasado una mala noche y
no quería continuar en el endiablado ritmo de los rumores y las
versiones inciertas. A su alrededor se tejían confusas especulaciones
sobre lo que haría y dejaría de hacer el general Mendoza.
Aquella mañana, Stange anunció a sus colaboradores más cercanos
que en la misma tarde partiría a descansar a la playa, a la caleta de
Horcones, por la que sentía tanta nostalgia en los días de tensión.
Mendoza volvió a citar a sus oficiales. Se veía desganado. ¿Habría
dormido mal?
—Señores —dijo—, estoy consternado. Aquí parece que alguien sabe
más de lo que han dicho.
En el sepulcral silencio de la sala, alguien pidió la palabra.
Explicó que esta era una guerra declarada contra el cuerpo por la
CNI, con el indisimulado propósito de sacarlos de la escena,
especialmente en las investigaciones políticas. La tesis decía que la
Central no quería una policía independiente, que los sometiera a
control. Añadía que no había otra institución verdaderamente
autónoma, porque desde 1973 el Ejército se había hecho cargo
también de Investigaciones.
Y algo más: en el ambiente de la oficialidad se rumoreaba que el
general Luis Prussing, a la sazón vicepresidente de la Caja de
Previsión de la Defensa Nacional, había sido ya designado por el
Ejército para asumir el mando de Carabineros si era necesario.
La reunión fue prolongada y ninguna conclusión positiva emergió de
ella.
Mendoza pidió a sus hombres proteger la moral de los subordinados y
ordenó que se citara para una reunión en la Escuela de Carabineros a
todos los oficiales de la dotación de Santiago.
Luego los despidió de la sala.
A las 15.30 de aquel 2 de agosto, aún sin almorzar, el general
Mendoza cerró su despacho y pidió a sus ayudantes que no pasaran
llamados ni mensajes de ningún tipo. Tampoco recibiría a nadie, por
urgente que fuera.
A las 16 abrió la puerta. Miró al ordenanza.
—Ya —le dijo—, vámonos a la Escuela.
En la Escuela estaban esperándolo los oficiales de la capital.
Mendoza hizo un discurso breve, casi lacónico, desarrollando la tesis
de la emboscada organizada contra el cuerpo y pidiendo a los
oficiales que, como en los peores momentos de la institución, evitaran
las provocaciones y sostuvieran la moral de trabajo en alto.
Luego comenzaron a hablar los oficiales. Uno tras otro fueron
vertiendo la indignación contra la CNI y contra los oficiales
encargados de la inteligencia militar. Se sabía que unos 200
carabineros estaban adscritos en comisión de servicio a la CNI:
aquella tarde se propuso retirarlos de inmediato.
Pero la situación iba aún más allá. Sin que algunos mandos lo
supieran, la oficialidad había tomado ya medidas de hecho. La policía
uniformada se había retirado de las calles.
En el caldeado ambiente de la reunión, se pidió que el general Stange
retirara su renuncia. Lo mismo el general Donoso. Si ellos se iban, la
institución quedaría desguarnecida y con toda probabilidad sería
“ocupada” por algún alto oficial de Ejército.
Pero Stange partiría a Horcones. Y Donoso, que estaba presente,
reiteró que su renuncia era indeclinable. Se había mancillado el honor
de la institución a la que había servido toda una vida; su propia
palabra empeñada estaba ahora en duda. ¿Qué sentido tenía que
continuara?
Los oficiales determinaron entonces que la renuncia de Stange debía
ser rechazada. Aunque hubiera sido presentada ante el Presidente,
aquél debía saber que lo consideraban el legítimo jefe de Carabineros
(10).
Mendoza regresó a su oficina cuando ya había anochecido.
En su despacho preparó el texto de la renuncia y pidió a su edecán
que lo llevara a La Moneda mientras la secretaría pedía audiencia con
Pinochet.
Poco rato después se reunió con el Presidente.
—Bueno, Augusto. Me voy.
Seco, tenso y serio, Pinochet preguntó las razones. Parecía una
formalidad: ambos sabían que estaba al tanto de lo que venía
ocurriendo en las últimas horas, y en cierto modo la renuncia se había
prefigurado en la noche anterior.
Es un hecho que Pinochet pensaba que el nombramiento de Stange
era lo que procedía. Sin proponérselo, estaba de acuerdo con la
decisión de los oficiales.
—Supongo —se adelantó Mendoza— que van a llamar a Stange.
—Sí —dijo Pinochet—, claro que este amigo ha presentado una
renuncia...
—Pero se la van a rechazar —replicó Mendoza, ambiguamente.
Pinochet preguntó a qué se refería. Mendoza narró entonces
sucintamente lo que pensaba la oficialidad.
—Muy bien —dijo Pinochet—. Hay que ubicarlo para que jure esta
misma noche.
Stange recibió el llamado camino a Horcones.
Mendoza volvió a su oficina y tuvo una agria conferencia de prensa
antes de subir al ascensor. Le preguntaron por qué se iba.
—Porque se me antojó, no más —desafió.
Y luego:
—Se está desgranando el choclo...
STANGE, DÍAS DUROS
En los días sucesivos, el general Stange debió librar una dura lucha
en muchos frentes. El personal de Carabineros, herido por las
imputaciones, se negaba a operar con los demás servicios de
seguridad, ya no en este caso, sino en cualquiera que se presentara.
Varios roces callejeros dieron cuenta del estado de tensión frente a la
CNI e Investigaciones.
El domingo 4, Carmen Andrea Hales fue nuevamente secuestrada, en
lo que se entendía como un mensaje, un desafío y hasta una burla
cruel de las determinaciones tomadas por la justicia. Los captores
volvieron a liberarla, pero la apuesta parecía lanzada.
El 5, el juez militar de Santiago (a la vez comandante de la guarnición
de Ejército), brigadier general Samuel Rojas, declinó la competencia
en el caso y agravó la acusación: los inculpados debían ser
procesados por ley antiterrorista, en la justicia civil.
El 11, Stange decidió afrontar la defensa del cuerpo y emitió un
comunicado subrayando que ninguno de sus hombres estaba
procesado por los delitos de secuestro y homicidio.
El 16, la tensión callejera llegó al límite y la jefatura de zona en estado
de emergencia intentó intervenir para corregir las asignaciones de
personal. Esa tarde la policía hizo su último y enérgico movimiento de
reacción: volvió a retirarse de las calles.
Stange ordenó la disolución de Dicomcar y anunció la
reestructuración del GOPE (11). En compensación por estas
medidas, que fueron recibidas con protestas por algunos oficiales,
consiguió modificar el estatuto interno para prometer a los
funcionarios sometidos a retiro temporal que se les guardaría el
puesto, el rango y el sueldo... hasta por tres años.
Pero la guerrilla entre los servicios fue apagándose muy rápidamente.
Y el primero en notarlo fue el juez Cánovas. Cuando el caso volvió a
sus manos por expresa decisión de la Corte Suprema, continuó con
las rondas de testigos y sospechosos. En quince días preparó el
segundo paquete de encargatorias de reos.
También despachó una orden de aprehensión en contra de Miguel
Estay Reyno, el buscado y misterioso Fanta.
SALUDO A LOS PRIMOS
El 30 de agosto, Cánovas dictó la encargatoria de reo para los
coroneles Fontaine y Michea; el mayor Guillermo González
Betancourt, jefe operativo del departamento de asuntos internos y
externos de Dicomcar; los capitanes Héctor Díaz Anderson y Patricio
Zamora; el cabo Jerinardo Cortés Obreque, y el sargento Víctor
Zúñiga Zúñiga, todos de Dicomcar. Para encausarlos, usó contra ellos
el secuestro de los miembros de la Agech.
Hizo lo mismo con el teniente Gustavo Navarrete, de Fuerzas
Especiales, y los suboficiales Joel Martínez y José Parada, del
GOPE. Ellos eran los verdaderos tripulantes del helicóptero.
Y volvió a declararse incompetente.
Apareció, sin embargo, una sorpresa. Pocas horas antes de la
decisión se dictó una ley especial, firmada por todos los miembros de
la Junta, para permitir que los oficiales de las Fuerzas Armadas y
Carabineros pudiesen permanecer detenidos en recintos
institucionales o en sus propias casas, según ellos mismos lo
determinaran. La ley parecía dictada ad hoc para el coronel Fontaine.
Mientras dictaba su resolución, Cánovas supo que finalmente el Fanta
había sido detenido por Investigaciones en un fundo de Los Angeles.
Traído a Santiago, fue sumariamente interrogado por la Primera
Fiscalía Militar, que lo dejó en libertad; la Segunda lo encargó reo por
portar armas.
Aquel episodio alertó a Cánovas. Había comenzado a cerrarse la fase
de la colaboración. Por añadidura, la Corte de Apelaciones actuó
extrañamente: pidió un informe a Cánovas para resolver sobre un
recurso de amparo de los coroneles Fontaine y Michea, justo cuando
el caso estaba ya en manos del juez militar (12).
La justicia castrense rechazó por segunda vez la competencia e
insistió en la tesis de la ley antiterrorista. Pero Cánovas, que veía los
caminos en vías de cerrarse, insistió. La contienda de competencia
fue resuelta por la Corte Suprema de modo que Cánovas retuviera la
causa.
En octubre, el juez vio un nuevo hilo conductor. Carabineros entregó
por primera vez una información clave: Fontaine respondía
directamente ante Mendoza por la Dicomcar, y cada semana le
entregaba personalmente una evaluación de inteligencia nacional.
Estudió el caso, lo conversó con algunos amigos y preparó el gran
impacto: encargar reo a Mendoza.
Comenzó por citarlo a declarar al Sexto Juzgado del Crimen para el
12 de noviembre de 1985, a las 10 de la mañana.
Estaba en esos trámites cuando la Corte de Apelaciones asestó el
segundo golpe a las diligencias: ordenó la libertad del mayor
Guillermo González Betancourt y del capitán Héctor Díaz Anderson.
González Betancourt salió enojado de los tribunales el día que fue
notificado. Y envió un nítido mensaje en las declaraciones a la
prensa:
—A mis padres tengo que soportarles esto, y a mis hermanos
también. Pero a mis primos les pido que no me den explicaciones.
Los “primos” de la CNI se dieron por aludidos. Ningún movimiento
más en favor de la dirección que llevaba la indagatoria fue hecho
desde entonces.
Mendoza contestó poco después a la citación de Cánovas: la ley
permitía a los generales de la República declarar por oficio. El juez se
irritó. Dictó un oficio advirtiendo que Mendoza no era citado como
testigo. Su excusa no cabía.
Pocas horas más tarde, la Junta legisló sobre una modificación al
artículo 246 del Código de Procedimiento Penal, estableciendo que
las personas constituidas en dignidades (generales, entre otros)
podrían declarar en sus domicilios.
Decidido a encargar reo a Mendoza, aunque para ello debiera
someterse al procedimiento dictado ad hoc, Cánovas aceptó ir al
Diego Portales. Pero aquello era ir muy lejos. Su interrogatorio,
finalmente realizado en diciembre, no logró llegar al grano.
En enero, Cánovas descubrió que muchas más cosas se habían
movido bajo su piso. Fontaine y González Betancourt habían salido
de su lugar de reclusión sin aviso a nadie, y había fuertes indicios de
que el segundo había alojado en su casa costera al fugitivo Fanta.
Cuando por fin pudo encargar reos a González Betancourt y al Fanta,
sabía que estaba dando uno de sus últimos pasos.
Así fue. El 16 de enero de 1986, la Corte Suprema determinó que no
había suficientes méritos para continuar con las encargatorias de reos
de Fontaine, Michea y Zúñiga. Cánovas, abatido, liberó también a
González Betancourt y al Fanta y desacumuló el proceso por el
secuestro de la Agech, que siguió en el Sexto Juzgado del Crimen.
Era mucho.
Aunque no suficiente. No para un hombre flaco, alto y encorvado, de
aspecto quebradizo y mirada desmesurada, como si viviera en el
asombro.
45
LA VUELTA DE LA HOJA
Semanas después de firmarse el Acuerdo Nacional, la Iglesia Católica y los
coordinadores tomaron contacto con altos mandos de las FF.AA. El jefe de la
FACh planteó ante el Presidente la necesidad de revisar la posición. Pero el
general había ya tomado, ese año 1985, la decisión de ser candidato.

El Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia no


languideció de inmediato después de su firma (a fines de agosto de
1985), pero comenzó a entramparse peligrosamente. De hecho, los
partidos de la oposición buscaron la forma de darle una vitalidad
pública a través de una campaña de firmas y de su promoción en las
organizaciones sociales.
La operación tenía un doble sentido, porque por otro lado, a partir de
esos mismos núcleos se intentaba articular un Frente Cívico cuyo
claro horizonte fuera levantar el poder social como sustituto del poder
político. Para algunos opositores era una forma de desplazar el eje
del debate político hacia la zona más candente; para otros, era la
promesa secreta de alcanzar un paro nacional.
Pero esta doble inversión de recursos debilitó también al Acuerdo.
Sembró la certeza de que el nuevo énfasis en la dimensión social
haría innecesaria e irrisoria la negociación con el régimen. Y éste le
dio la razón: su silencio prolongado, por un lado; las invectivas
reiteradas contra los dirigentes opositores, por otro; y el rechazo
manifiesto de los intentos de la Iglesia y de los coordinadores del
Acuerdo, terminaron por desalentar o, al menos, postergar todas las
iniciativas de diálogo intentadas a partir del consenso.
El ex ministro Fernando Léniz, que se sabía mal recibido en La
Moneda, se retiró cautamente del primer plano. Los otros dos
coordinadores, el ex ministro Sergio Molina Silva y el empresario José
Zabala de la Fuente, asumieron la tarea de buscar flancos por donde
aproximarse. El esfuerzo no fue jamás retribuido por el gobierno.
Un Ejecutivo cerrado, con esa cerrazón que revela la desconfianza y
hasta el miedo, negó todo acceso al diálogo sobre la base del
Acuerdo. En las academias y unidades militares se distribuyeron
análisis críticos sobre el texto, previniendo por anticipado su posible
arraigo en niveles inconvenientes.
Molina debió afrontar el costo interno de la gestión. En su propio
partido, el Demócrata Cristiano, debió recibir críticas y hasta tuvo que
disputar su derecho como coordinador para dar al Acuerdo el trámite
que el cardenal Juan Francisco Fresno le quisiera dar. Otros partidos,
a la izquierda y a la derecha del espectro, le reprocharon también el
inútil esfuerzo por llegar a La Moneda.
Pero había ciertos signos alentadores, a pesar de todo.
LA CANDIDATURA A GRITOS
A fines de septiembre, el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, el
general Fernando Matthei, había declarado que a su juicio el Acuerdo
era interesante. Después de esas palabras, Pinochet lo llamó desde
Osorno para reprocharle agriamente, y con voz fuerte, tales opiniones
(1). En la misma llamada lo citó a su despacho para aclarar la
discrepancia.
Matthei llegó, esa vez, preparado. Había redactado un memorando
explicando sus razones para haber expresado su apoyo al documento
de consenso, y en la breve y tensa reunión con el Presidente no hizo
más que entregarlo. La cosa pareció no llegar más lejos, y de hecho
eso mismo le dijo Pinochet a la prensa cuando lo abordaron para
preguntarle por la cita.
Pero unos días después hubo una tempestuosa reunión con la Junta
en la que Pinochet decidió enfrentar lo que veía como un peligroso
reblandecimiento de los comandantes en jefe frente al Acuerdo.
Aquella cita resultó inolvidable. Aunque al principio se trataba de
discutir la tramitación y la secuencia de las leyes políticas,
inesperadamente se convirtió en una ardorosa discusión sobre el
documento de los partidos.
En un momento de excitación, Pinochet declaró a gritos su intención
de convertirse en candidato para la reelección en 1988, y su certeza
de que ganaría esos comicios; y los ganaría, agregó, aunque votaran
contra él, porque tendría el respaldo de sus mujeres, sus hijos y sus
camaradas, que era la gente verdaderamente consciente, la gente
que se daría cuenta de que si no fuera así, ellos y todos sus amigos
sufrirían el caos y la persecución, el odio y la venganza.
Y ahí sí que lo lamentarían.
La sesión impactó a los oyentes. Después de ella, pareció claro que
los temas de la sucesión debían ser abordados de una buena vez, so
riesgo de que se presentaran más tarde como hechos consumados.
Sólo unos días más tarde, el ministro secretario general de la
Presidencia, el general Santiago Sinclair, redactó y despachó la
respuesta oficial del gobierno al cardenal Juan Francisco Fresno, que
se había preocupado de enviar a La Moneda una carta explicando el
sentido del Acuerdo y su participación en la gestión de éste.
Fresno había puesto en su misiva las sugerencias que la Iglesia
Católica estimaba pertinentes para tranquilizar la situación del país y
caminar hacia una transición eficiente y verdadera. Decía también
que a su juicio el Acuerdo era un esfuerzo de buena voluntad que
debía ser acogido calurosa y generosamente por el gobierno.
Terminaba la carta diciendo que rezaría por el Presidente.
Sinclair redactó una respuesta lacónica y puramente formal. Anotó
que el Presidente había prometido que estudiaría el asunto, que
analizaría las sugerencias y que le agradecía la preocupación. Luego
puso algo inaudito: que también el Presidente rezaría por el cardenal.
Fresno se molestó por aquella última alusión, que parecía una torva
ironía. Pero lo tomó con paciencia y decidió esperar todavía unos días
más.
Contra todas esas señales adversas, a pesar de las negativas, el
Acuerdo continuó representando la más promisoria expectativa no
sólo para la política chilena, sino también para los países interesados
en el caso chileno.
MATTHEI Y LAS REFORMAS
Sorprendiendo al régimen, la embajada de Alemania Federal, que
asumió de manera local la presidencia rotativa que ese país
detentaba en la Comunidad Económica Europea, tomó la iniciativa en
el respaldo explícito al Acuerdo e inició una serie de reuniones con los
dirigentes y los gestores del texto.
A fines de octubre de 1985, esa embajada y su titular Hermann
Holzeimer, iniciaron una ronda de contactos para acercar el Acuerdo
al mundo militar. Fuera de los políticos, un jefe militar era clave de
cualquier movimiento en esa dirección: el general Matthei. Holzeimer
podía sospechar que Matthei, luterano y de ascendencia alemana,
aceptaría algunos encuentros con la gente vinculada al Acuerdo, pero
no imaginó la calidez del asentimiento.
En parte gracias a esas gestiones, y en parte por la intermediación de
otras legaciones diplomáticas, Sergio Molina tuvo la oportunidad de
hacer llegar su punto de vista hasta el jefe de la FACh. Varias
conversaciones informales tuvieron lugar con esos auspicios. De allí
salió la idea de elaborar algunas minutas por escrito.
El contenido principal del mensaje que Molina quería transmitir era
directo y sin ambages: el Acuerdo podía ofrecer ventajas más
evidentes a las Fuerzas Armadas que a la propia oposición.
Matthei, a su turno, compartía con el resto del gobierno la crítica a la
incomprensión de los políticos sobre la naturaleza y las intenciones
de las Fuerzas Armadas.
Pero concordaba en que el gobierno militar no debía situarse en la
posición de dudar a priori de los firmantes.
Aclaraba que en esto su posición era solitaria, y apreciaba que en las
Fuerzas Armadas el sentimiento anticomunista no permitiría dar
pasos de apertura hacia ese sector.
Para Matthei había dos aspectos que podían contarse entre lo más
relevante del período que se vivía y lo más delicado para el futuro
cercano: la necesidad de introducir algunas reformas que hicieran
más flexible u operativa la Constitución del 80, y la indispensable
modificación del mecanismo de sucesión previsto para el final del
período presidencial iniciado el 80.
Como muchos hombres de la derecha y del propio Ejecutivo en aquel
momento, el comandante en jefe de la FACh estaba convencido de
que el plebiscito con candidato único conduciría a una fuerte
polarización del país, sometería a las Fuerzas Armadas a una
disyuntiva intransitable y produciría efectos perniciosos en el cuadro
de las alianzas políticas.
Agregaba algo más: si Pinochet deseaba aspirar a un segundo
período presidencial, a partir de 1989 y hasta 1997, debía hacerlo
como un candidato entre varios.
Esta tesis no era nada extraña: en el propio centro del Ejecutivo se
solía afirmar que un cuadro electoral configurado por varias opciones
dividiría las fuerzas de la oposición y aumentaría las posibilidades del
Presidente para ganar esa elección.
En lo demás, tanto Matthei como Molina podían concordar fácilmente
las reformas constitucionales de más consenso, aquellas en las que
todo el mundo parecía estar de acuerdo, salvo, obstinadamente, el
Ejecutivo.
Cuando las conversaciones avanzaban por buen camino, a
comienzos de noviembre, el propio Matthei agregó un ingrediente
estimulante: el nuevo general director de Carabineros, Rodolfo
Stange, también estaría de acuerdo en los puntos principales.
Los dos altos jefes tenían nociones ya claras y decantadas sobre lo
que sería conveniente. Se centraban en tres grandes aspectos:
conseguir del gobierno una valorización positiva del Acuerdo
Nacional; impulsar el rápido desarrollo de las leyes políticas,
respetando en su integridad la autonomía del Tribunal Constitucional;
y ensayar formas de aproximación realistas, sobre bases de respeto
mutuo, hacia los partidos políticos moderados.
La posición podía incluir también otras decisiones para generar esa
aproximación en el más corto plazo posible.
Matthei y Stange declararían su disposición a estudiar reformas a la
Constitución del 80, sin precisar en principio sobre qué temas.
Además, se intentaría modificar la fórmula de sucesión prevista en el
articulado transitorio, para promover una elección abierta. Y,
finalmente, se buscaría obtener del Acuerdo los principios necesarios
para impulsar otro acuerdo, ahora de más nivel, comprometiendo al
Presidente y a las Fuerzas Armadas.
MISIONES DISCRETAS
Tanto los puntos concretos como la fecha en que se hablaba de éstos
eran muy importantes. Para el 7 de noviembre de 1985 estaba
prevista una reunión crucial. Los miembros de la Junta habían pedido
al Presidente esa cita especial y privada para discutir el asunto, y se
esperaban días tormentosos.
Se sabía también que, a través de los gabinetes de los miembros de
la Junta, se había sondeado previamente el parecer del almirante
José Toribio Merino e incluso del teniente general César Benavides.
Los resultados de esas verificaciones habían sido del todo
sorprendentes. Merino tenía buena disposición. Pero también (y esto
sí que era novedoso) el general Benavides.
A pesar de la cercanía y la lealtad que Benavides mostraba hacia
Pinochet, el teniente general tenía otra visión sobre la importancia del
Acuerdo. Benavides había sido el hombre clave del Presidente en
todos los momentos críticos que siguieron a la instauración del
régimen.
En 1973, como jefe de Institutos Militares, había cumplido uno de los
papeles principales en el desarrollo del golpe; más todavía, cada vez
que se repetía la versión de que Pinochet se embarcó en el golpe a
última hora, el Presidente respondía que él también había trabajado
en secreto, con otro grupo, en el que únicamente mencionaba a
Benavides.
En 1974, enfrentado al estilo demasiado autónomo del general Oscar
Bonilla en el Ministerio del Interior, Pinochet había echado mano a
Benavides para reemplazarlo. En 1978, cuando Sergio Fernández
fuera catapultado para ser jefe de un gabinete preponderantemente
civil, el Presidente había decidido prescindir del general Herman
Brady para dejar en su lugar (Defensa) a Benavides.
Pero aquellos lazos no podían estar por encima de la convicción del
teniente general: el país vivía momentos peligrosos y el Acuerdo
planteaba proposiciones razonables. Además, eran razonables sus
gestores. Benavides recordaba con nostalgia los tiempos en que
había trabajado como ministro del Interior con Fernando Léniz, a la
sazón ministro de Economía. Sus preocupaciones por la pobreza y el
desamparo de algunos sectores, sentía Benavides, eran compartidas
por Léniz. Mucho más habrían podido hacer juntos si no se hubiera
impuesto el dogmatismo de los Chicago boys y la implacable máquina
neoliberal.
Y ahora, once años después, Léniz era uno de los pilares del
Acuerdo. En esa condición el ex ministro se había comunicado con él
para hacerle ver la virtud y el buen criterio del Acuerdo. No necesitaba
subrayarlo mucho. Benavides entendía.
Pero entre las razones de esta actitud nueva había muchos más
antecedentes. Y uno de ellos, acaso de los más importantes, era
aquella turbulenta sesión de la Junta en que Pinochet había
proclamado su candidatura a cualquier costo, por encima de los
deseos y las ideas de los otros comandantes en jefe.
Lo que no sabían los comandantes eran que paralelamente con esas
discretas gestiones, otro general, esta vez de Ejército, encargado del
inmenso aparato de la CNI y llamado Humberto Gordon, estaba
desarrollando una iniciativa también reservada.
A través de conversaciones informales, de apariencia casual pero
deliberadamente precisas, Gordon estaba transmitiendo hacia
círculos de la Iglesia Católica y de los partidos de centro cierta “idea
personal” que se le “había ocurrido” en días recientes. ¿No sería
razonable que en efecto se modificara la fórmula de sucesión
presidencial, como pedía la oposición, pero que al mismo tiempo se
estableciera el pleno derecho de Pinochet a ser candidato en esa
elección?
El mensaje de Gordon era del todo inusual.
No sólo por su contenido, sino también por el hecho de que el
general, buen amigo de algunos antiguos conocidos en el gobierno de
Eduardo Frei (de quien había sido edecán), no solía tener esas
aproximaciones.
“LEA ESOS PAPELITOS”
Ignorante de esos movimientos, la Junta se preparaba para la reunión
del jueves 7 con ostensible expectación. Pero algo extraño había
ocurrido en el momento de pedirla. Pinochet se había mostrado
molesto con la sugerencia y había dejado ver sutilmente su
suspicacia ante el asunto. Sin embargo, no se había opuesto. Y, dado
que tenía que ser privada, había ofrecido garantizar el secreto al
máximo: el jueves 7 podrían tomar té en la residencia de El
Melocotón.
En aquella semana decisiva, sin embargo, Pinochet sufrió una
inflamación a los ganglios. Cuando todos creían que se iba a
suspender la reunión del 7, se recuperó y la mayoría de las
actividades de la agenda fueron repuestas.
Con un agregado: se convocó a una reunión ampliada de gabinete
para el mismo jueves 7, por la mañana. La invitación fue del todo
sorpresiva para los miembros de la Junta: aquel tipo de reuniones se
había dejado de lado hacía ya tiempo (2). El motivo presunto tampoco
parecía muy sólido: se trataba de analizar los hechos de los días 5 y
6, durante los cuales se había desarrollado una jornada de protesta y
la violencia había vuelto a planear sobre Santiago.
Aquellas sesiones, se sabía, tenían poca utilidad y era una
apreciación corriente en La Moneda que los ministros hacían
esfuerzos demasiado notorios por lucirse, en lugar de discutir
abiertamente los temas de tabla.
Pero la reunión fue todavía más rara que eso.
Al comenzar, Pinochet no se dirigió a los ministros ni a la Junta, sino
al secretario general de la Presidencia, el general Santiago Sinclair.
—Lea esos papelitos que tiene ahí —ordenó.
Sinclair explicó que lo que leería era el texto de la defensa presentada
por el almirante Emilio Massera ante los tribunales argentinos, que
pretendían enjuiciarlo por la “guerra sucia” desatada contra la guerrilla
por el régimen militar.
El 30 de septiembre anterior, Massera se había presentado ante la
justicia civil de Buenos Aires y, después de que su abogado
concluyera la defensa jurídica, había lanzado una arenga política que
puede incorporarse a la antología de la doctrina de seguridad
nacional.
—No vine aquí para defenderme —había dicho Massera, y así
comenzó a leer Sinclair—. Nadie tiene que defenderse por haber
ganado una guerra justa. Y la guerra contra el terrorismo fue una
guerra justa. A pesar de eso, aquí estoy procesado porque ganamos
esa guerra justa. Si la hubiésemos perdido no estaríamos aquí, ni
ustedes ni nosotros, porque haría ya tiempo que los altos jueces de
esta cámara habrían sido sustituidos por turbulentos tribunales
populares, y una Argentina feroz e irreconocible habría sustituido a la
vieja patria. Pero aquí estamos. Porque ganamos la guerra de las
armas y perdimos la guerra sicológica...
Sinclair se detuvo un instante y miró a los presentes por encima de
los anteojos. Luego siguió leyendo.
—Y esa guerra sicológica aún no termina. Ya lleva más de diez años
golpeando la sensibilidad de las personas, ayudada por un
extraordinario apoyo de la prensa... Aquí estamos todos
protagonizando algo que es casi una travesura histórica: los
vencedores son juzgados por los vencidos. Y yo me pregunto: ¿de
qué lado estaban mis jueces? ¿Quiénes son o qué fueron los que hoy
tienen mi vida en sus manos?
La inmensa ofensa contenida en estas preguntas costaría a Massera
el enojo de los seis jueces y la dura sentencia en su contra, meses
después, cuando las vistas concluyeran (3). Pero en aquellos días
eso aún no se sabía y al Presidente Pinochet le importaba otra cosa.
Fue el primero en hablar cuando Sinclair terminó la lectura. Dijo que
había querido que todos conocieran ese texto porque reflejaba
exactamente la situación creada por mandos militares que en un
momento habían dudado, y que habían permitido que sus
instituciones fueran puestas bajo juicio, escarnio y venganza.
El general Matthei, que se sentía incómodo y molesto por las
capciosas alusiones del texto y de Pinochet, pidió la palabra y buscó
modo de quitar dramatismo al asunto. Dijo que la situación argentina
era del todo diferente; subrayó que los militares de ese país habían
ganado la guerra interna pero habían perdido la guerra más
importante (con Gran Bretaña) y concluyó que no podían extrapolarse
lecciones apresuradas.
Entre el gabinete hubo algunos gestos de aprobación y ciertos
comentarios ambiguos. Pinochet no quiso prolongar la discusión.
Y entonces sacó la carta fuerte.
Anunció de manera escueta, mirando su carpeta, que había decidido
que era necesario hacer un cambio de personas y de ideas en la
Junta. Por tanto, el general Benavides sería relevado de la pesada
tarea legislativa, para que asumiera su lugar en la Junta el teniente
general Julio Canessa, hasta entonces vicecomandante en jefe del
Ejército.
Benavides fue sorprendido por la revelación. También los otros
miembros de la Junta. Ninguno de ellos había dado importancia a las
versiones que habían circulado poco antes sobre el presunto retiro de
Benavides, mientras éste soportaba unos días de hospitalización.
Ninguno había oído las seguridades entregadas a los periodistas de
palacio por el coronel Guillermo Garín, de la Casa Militar, sobre la
salida de Benavides a más tardar en enero. O, si las habían conocido,
no estaban en disposición de creerlas.
Pero nadie dijo nada. Nadie insinuó, tampoco, que eso podría alterar
el programa de la reunión privada que se le había pedido al
Presidente.
¿Sabía Pinochet que a sus espaldas se había tejido un consenso de
ideas distintas de las que él venía sosteniendo encarnizadamente?
¿Conocía las reuniones de los miembros de la Junta con los
dirigentes políticos?
A la distancia, parece evidente que sí.
La salida de Benavides destruiría el poder básico de la Junta, que
residía en su unanimidad: en el nombre de ella se hablaba con
frecuencia de la “unidad monolítica” de las Fuerzas Armadas, y aquel
parecía el principio ordenador del régimen entero.
Si el Presidente se mostraba contestatario de esa unidad, sería culpa
suya; jamás de la Junta.
BENAVIDES: SILENCIO
La reunión ampliada terminó abruptamente y Pinochet invitó a la
Junta a almorzar. Lo del té en El Melocotón sería muy complicado,
dijo.
En la privada cita, Pinochet reprochó al almirante Merino por haber
hecho declaraciones en contra del estado de sitio, afirmando que la
presión externa lo hacía inviable. Una cosa era que la Junta no
estuviera de acuerdo con decretar esa medida, como lo había
comprobado unos días antes, al querer frenar las protestas del 5 y 6
por ese camino, pero otra muy distinta era que se anduvieran dando
razones que perjudicaban la imagen de fuerza del gobierno.
Después habló Matthei.
Y, como estaba minuciosamente previsto, planteó al Presidente los
tres aspectos del punteo acordado: la necesidad de valorar el
Acuerdo Nacional, la decisión de dar un impulso a las leyes políticas y
la voluntad de estudiar reformas constitucionales en torno a la
mecánica de la transición.
Luego, el general Stange expuso sus razones para respaldar ese
plan, aunque con menos énfasis y más matices de los que
seguramente Matthei hubiera deseado.
El almirante Merino añadió brevemente su concordancia con estos
puntos de vista e hizo un comentario sobre las dificultades del trabajo
legislativo.
El único que no dijo nada fue el general Benavides. Visiblemente
incómodo (algunos dicen que aún desconcertado), escuchó los
argumentos de los comandantes en jefe, las precisiones de Pinochet,
las bromas de camaradas. Pero no dijo nada.
La reunión concluyó sin resultados, pero los miembros de la Junta se
quedaron con la sensación de que el Presidente se vería obligado,
aunque no le gustara, a revisar sus planteamientos.
Salvo, tal vez, Benavides.
¿Consideró la Junta la fuerte señal de intransigencia enviada por
Pinochet con la remoción de ese general? Parece ser que no.
En todo caso, aquella misma tarde, con una celeridad que alteró la
rutina y la burocracia del aparato de comunicaciones, Dinacos emitió
un comunicado informando de la destitución de Benavides, el ingreso
de Canessa y el ascenso a vicecomandante en jefe del ministro
secretario general de la Presidencia, general Santiago Sinclair.
A Sinclair lo sustituiría en ese cargo de confianza exclusiva un
brigadier general, Sergio Valenzuela, ex gerente de Enacar y hasta la
fecha director de Odeplan.
A su turno, Odeplan sería ocupado por Francisco Ramírez Migliassi,
un brigadier general de los más nuevos, que ejercía antes la
vicepresidencia de la Corfo.
A LA HORA DEL CÓCTEL
El nuevo cuadro de la dirigencia militar venía a borrar los últimos
vestigios de la fundación del régimen. Benavides era el último de los
generales, de entre los que encabezaron la sublevación, que
permanecía en altos cargos de la administración.
Canessa, nuevo representante de Pinochet en la Junta, había estado
en la calle aquel 11 de septiembre, dirigiendo a la Escuela de
Suboficiales en su camino a dominar el centro de Santiago
avanzando desde el flanco sur... por expresas instrucciones de
Benavides.
Sinclair, en cambio, estaba varias generaciones más atrás y tenía en
su currículo la carrera de un oficial vinculado siempre a los altos
mandos. El día del golpe comandaba una unidad en el sur.
De Valenzuela se sabía todavía mucho menos. Como otros militares
enviados al área económica y al manejo de empresas de la Corfo, se
había formado en la Academia Politécnica Militar y casi no se
recordaba de él el ejercicio del mando militar concreto.
Esa misma tarde, Benavides retiró sus efectos de la oficina que
ocupaba en el Diego Portales y se despidió de su personal. Poco
después hubo un cóctel en su residencia de la comuna de
Providencia. Asistieron a él asesores, miembros del gabinete y
representantes de las otras ramas de las Fuerzas Armadas. Aunque
Benavides guardó esa noche un discreto y distante silencio, sus
hombres estaban consternados y furiosos.
Alguno aventuró que la calidad técnica de Benavides, su rigor en el
método y su pasión por los temas, no podrían ser ni remotamente
igualados por su sucesor.
Otros culparon a Sinclair por la salida intempestiva del general. Había
quienes se extrañaban de que en la misma sesión en la que
Benavides se enteró de su relevo, hubiera sido Sinclair el protagónico
lector del discurso de Massera. También, se agregaba, Sinclair debía
saber cuál era su nueva destinación, lo mismo que el Presidente, pero
ninguno la mencionó en la sala.
La delicada situación creada en la Junta con la salida de Benavides
alertó al mundo político y a los pocos que podían conocer o intuir la
trama completa de los hechos.
Fue tal vez por lo mismo que el embajador Holzeimer, cuya posición
pareció repentinamente reforzada por la imagen y el discurso público
del nuevo embajador norteamericano, Harry Barnes, decidió hacer un
gesto de fuerte notoriedad.
El jueves 14 de noviembre consiguió reunir a los embajadores de la
Comunidad Económica Europea y a los firmantes del Acuerdo, y
ofreció un cóctel de estímulo (4).
El paso alemán fue mal visto por la Cancillería, que hizo una discreta
gestión para representar al Ministerio de Relaciones Exteriores de
Bonn la inconveniencia de intervenir tan activamente en la política
chilena.
Pero Bonn no escuchó la queja. O, si lo hizo, lo disimuló muy bien.
UNA MISA EN LA MONEDA
Tampoco el cardenal Fresno estaba dispuesto a amilanarse por las
sucesivas negativas del gobierno. Aunque la oposición estaba ya
desencantada y la irritación había comenzado a crear crecientes
problemas entre los firmantes del documento, Fresno creía que
todavía era posible cambiar el clima de las relaciones entre el
Ejecutivo y la Iglesia Católica, para después dar pasos reales de
entendimiento.
Los políticos tenían un total escepticismo respecto de esa gestión.
Para rescatar al Acuerdo de la disputa sobre las interpretaciones, que
estaba enfrentando a los partidos de derecha con los de izquierda, los
coordinadores crearon una comisión destinada a estudiar y proponer
reformas constitucionales. Pero en el difícil ambiente de las reuniones
con los partidos, la comisión debió funcionar con tropiezos
abundantes.
En medio de los reservados acercamientos ensayados hacia el
general Matthei, en la última semana de octubre, el vicario Sergio
Valech se comunicó con el ministro del Interior, Ricardo García, de
quien era amigo, y le dijo que tenía un encargo para él. La Iglesia de
Santiago vería con gran satisfacción que el ministro accediera a
conversar con los coordinadores del Acuerdo.
García se sobresaltó. Explicó que el Presidente no quería que nadie
del Ejecutivo tomara una iniciativa de ese tipo sin ciertos resguardos
formales. Valech insistió. Después de varios tira y afloja, el ministro
aceptó una fórmula extraña: podría recibir a uno de los coordinadores,
sólo a título personal, y siempre que fuera a su casa.
Un día después, el arreglo se vino abajo. Entonces Valech volvió a
contactarse con García, esta vez para otra cosa: el cardenal Fresno
querría conversar con él en su casa una de esas noches. García
accedió sin reparos. Era notorio que prefería que se juntaran en un
sitio privado, porque el ambiente de La Moneda era todavía bastante
hostil.
Fresno fue acompañado de Valech. Explicó que tenía previsto un
viaje a Estados Unidos para los primeros días de noviembre, pero que
antes de eso quería entrevistarse con el Presidente para saludarlo y
conversar algunos temas de interés común, como el término de la
mediación papal y el futuro viaje de Juan Pablo II a Chile. El cardenal
quería ser muy claro en este punto: los temas no abarcarían la
política contingente, porque en ese ámbito entendía que se habían
deteriorado mucho las relaciones.
García ratificó esa impresión. Reveló que el Presidente se sentía
ofendido por la Iglesia de Santiago, y que eso explicaba en buena
parte la falta de contactos y la falta de deferencias que se habían
producido en algunos episodios. En todo caso, una entrevista de esta
naturaleza podría cambiar y desentrabar las relaciones. El ministro se
comprometió a gestionarla y responder con prontitud.
Unos días después García llamó a Fresno. La agenda del Presidente
estaba absolutamente sobrecargada de trabajo, de modo que la
reunión sería imposible antes del viaje del cardenal. Sin embargo, se
podría conversar de nuevo a su regreso.
Fresno partió a Estados Unidos con cierta decepción, pero no estaba
dispuesto a dejarse llevar por la impaciencia.
En Santiago, la oposición reunida en la Alianza Democrática inició
una ardua serie de trámites y negociaciones con la jefatura de zona
en estado de emergencia para obtener el permiso para una segunda
concentración en la capital, que finalmente se realizó en el Parque
O’Higgins. Miles de personas llegaron ese día hasta la elipse y los
hombres de la AD sintieron que una nueva infusión de fuerza venía a
probar la potencia disidente.
Freno regresó a Chile y en menos de 48 horas se comunicó con
García para dar un solo mensaje: insistía en reunirse con el
Presidente, en la fecha y hora que él determinase. Quedaría a la
espera.
García reinició las gestiones en el gabinete de Pinochet, pero
encontró más resistencia de la que obviamente esperaba. Los días
comenzaron a pasar angustiosamente. El ministro se sintió asediado
por los indirectos mensajes que llegaban para que se respondiera a
Fresno, pero La Moneda no daba señales de cambiar de ánimo.
No sólo eso: una gestión independiente, pero que las dilaciones
convirtieron en algo paralelo, agudizó la tensión. Sergio Molina y José
Zabala, dando un corte final a las querellas de los partidos dentro del
Acuerdo, pidieron formalmente una audiencia con el ministro del
Interior para hacerle entrega oficial del documento suscrito cuatro
meses antes.
Pero el Presidente había endurecido la posición hasta tal punto, que
una expresa prohibición de referirse al tema, o de reunirse con
personas ligadas a él, pesaba ya sobre García.
—Usted —había dicho Pinochet— no está autorizado para hablar de
este asunto.
En la respuesta a los coordinadores, García debió aducir “exceso de
trabajo” y ofreció que los recibiera el subsecretario Alberto Cardemil.
Paralelamente, la petición del cardenal terminó por filtrarse hacia la
prensa. Fuentes directas del Arzobispado la confirmaron. Y aquella
abrupta publicidad del desaire obligó al Ejecutivo a ceder. Se anunció
que la audiencia entre Pinochet y Fresno tendría lugar el martes 24
de diciembre, a las 11 de la mañana.
La negativa a los coordinadores y la aceptación a Fresno fueron
anunciadas casi conjuntamente, como si configuraran partes de una
misma estrategia de garrote y zanahoria.
Molina y Zabala, de todos modos, no cejaron. El viernes 20 se
presentaron en la oficina de Cardemil y permanecieron poco más de
20 minutos: diez de espera y diez de reunión.
Explicaron secamente que su interés era reunirse con el ministro y
que la importancia del documento del Acuerdo era suficiente razón
para ello. Cardemil, contemporizador, se mostró incómodo con la
situación.
—Ojalá —bromeó —el Viejito Pascuero nos traiga novedades.
Molina y Zabala no respondieron.
El Ministerio del Interior, entre tanto, buscaba una forma decorosa de
hacer cumplir las instrucciones del Presidente para la recepción de
Fresno.
El cardenal estaba en Punta de Tralca y, cuando se comunicó la
fecha de la audiencia, un funcionario fue enviado hasta la costa para
entregarle la invitación. Para confirmarla, Fresno llamó a García. Y
éste, fuera de declarar su alegría por lo conseguido, agregó
suavemente una petición que parecía condición: al Presidente le
gustaría que, siendo la mañana de la cita la víspera de la Navidad, el
cardenal oficiara una misa en la capilla de La Moneda, para los
funcionarios y sus familias.
Fresno fue sorprendido por la oferta.
Respondió rápidamente que lo pensaría y reunió a sus vicarios y
asesores para discutir el asunto. Una opinión se impuso entre la
mayoría: el gesto sería usado con fines políticos por Pinochet; el
cardenal se convertiría en algo así como el capellán de la
Presidencia. Compartiendo esa opinión, Fresno volvió a llamar a
García para rechazar el ofrecimiento. Agregó que a las 12 del mismo
día había fijado una reunión con los sacerdotes de Santiago, por lo
que no alcanzaría para hacer otra cosa fuera de la audiencia. García
propuso adelantar la audiencia, y entonces Fresno reaccionó, con
cierto enojo, clausurando el tema.
El martes 24 de diciembre de 1985, finalmente, Fresno llegó a La
Moneda para el encuentro con Pinochet.
Durante 20 minutos conversaron sobre el Papa y los planes de su
visita. Aventuraron fechas, lugares y ceremonias, y acordaron volver a
reunirse para ir afinando progresivamente los detalles.
Hacia el final, Fresno quiso referirse al Acuerdo.
—Presidente —dijo—, usted sabe que yo he auspiciado un
entendimiento generoso entre los hombres con responsabilidad
política del país...
—Mire, cardenal —dijo Pinochet, adelantándose—, yo sé que usted
quiere hablarme de ese acuerdo que han hecho. No, no. Mejor demos
vuelta la hoja.
La reunión concluyó casi de inmediato.
El régimen estaba en otra cosa. No para hablar de acuerdos.
El largo camino de una campaña electoral acababa de comenzar.
46
LA UFA SALE A LAS CALLES
El comienzo de 1986 estimuló en la oposición la idea de que sólo una intensa
movilización callejera haría ceder al régimen y cambiaría sus planes de continuar la
marcha hacia el plebiscito de 1988. Pero el Ejecutivo estaba decidido: los militares
saldrían a las calles si era necesario.

El desahucio formal del Acuerdo Nacional por parte del gobierno, en


las postrimerías del 85, estimuló la idea de que una intensa
movilización social, invocando todos los recursos de la oposición en
ese plano, podría retrotraer la situación a los días calientes del 83 y
forzar al régimen a cambiar de pie.
Las condiciones económicas parecían favorables.
El ministro de Hacienda, Hernán Büchi, estaba obligado a reconocer
que el crecimiento del producto sería menor bajo su primer año de
gestión que el que había conseguido, en el período anterior, la dupla
formada por Luis Escobar Cerda y Modesto Collados.
Síntomas recesivos volvían a asomarse en el horizonte y la
conducción del equipo económico parecía concentrada en desactivar
la “bomba” fiscal, recortando recursos, gastos y propiedades del
Estado.
El camino, creía la oposición, había de ser fácil.
La semilla de las protestas se había enterrado profundamente entre
los pobres; la actividad de los partidos tenía el espacio suficiente para
mover aparatos y recursos; el gobierno se veía inane, subsumido en
las distantes tareas de las leyes políticas y los cronogramas de
institucionalización.
Aquel fin de año, el Movimiento Democrático Popular (MDP),
estimulado por la perspectiva de relanzar la lucha callejera, envió una
carta a la Alianza Democrática (AD). Proponía, en síntesis, dos cosas:
concertar entre ambos bloques un plan de movilización para lo que se
percibía como el año crucial en la tarea de frenar al régimen y cortar
su desembozada carrera hacia 1988; y establecer un acuerdo amplio
sobre bases de la gobernabilidad futura, dando por hecho que el
documento de consenso propiciado por el cardenal Juan Francisco
Fresno había ya fracasado en su formulación y en sus objetivos.
La carta causó problemas a la AD. Una mayoría de sus partidos
miembros eran reacios, si no francamente adversos, a cualquier
entendimiento con el MDP, sustentando el firme argumento de que el
Partido Comunista sostenía tesis de rebelión que eran incompatibles
con el tipo de transición buscado por la Alianza; otros, y en particular
los socialistas del ex ministro Carlos Briones, impulsaban el diálogo
con el MDP bajo el amparo de que una política de exclusión podía
solamente contribuir a polarizar a ese sector de la izquierda.
El PC quería cortar por lo más simple: 1986 debía ser, sencillamente,
“el año decisivo”.
El verano sorprendería a la oposición sumida en esa discusión
agotadora y desgastante.
KENNEDY EN EL CAMINO
Hacia fines del 85, Leslie Dash y Mark Schneider, dos ayudantes del
senador norteamericano Edward Kennedy, llegaron a Santiago para
sondear la conveniencia de una visita del político demócrata a Chile.
Kennedy tenía prevista una gira que incluiría Argentina y había creído
que una pasada por Chile, el país que se había convertido en una de
sus principales banderas de lucha en los pasillos de Washington,
ayudaría tanto a su propia campaña como a los intereses de la
oposición.
Dash y Schneider encontraron buen ambiente en los círculos
opositores de Santiago. Particularmente, el interés de la Comisión
Chilena de Derechos Humanos y de la Vicaría de la Solidaridad
formaban un sustento suficiente para la incursión del senador.
Schneider sostuvo las reuniones más intensas con los ejecutivos de
la Vicaría. De entre ellos surgió la idea de que Kennedy estableciera
su centro de operaciones en el recinto eclesiástico de la Plaza de
Armas, atendiendo allí a los numerosos personajes de la política local
que querían reunirse con él.
En Washington, entre tanto, otros miembros de la oficina de Kennedy,
acompañados por funcionarios del Departamento de Estado, visitaban
la embajada de Chile para resolver los problemas de visa y protocolo
involucrados en el viaje.
El embajador Hernán Felipe Errázuriz se vio bruscamente envuelto en
una difícil tarea. Kennedy podía ser uno de los políticos
norteamericanos más odiados por el régimen chileno, pero también
era una de las más prominentes figuras del Capitolio. No se lo podía
tratar como a cualquiera.
Errázuriz despachó el cable informando sobre los planes de Kennedy
y la necesidad de autorización en los primeros días de enero de 1986.
El Ministerio de Relaciones Exteriores sintió el ardor de la noticia
entre sus manos. Evitando la responsabilidad, traspasó de inmediato
el asunto a la Presidencia.
El general Augusto Pinochet lo recibió en la hacienda veraniega de
Bucalemu. Y fue breve.
—No.
Los funcionarios de la Cancillería no quisieron insistir. Pero sí debió
hacerlo Errázuriz, asediado por los llamados del Congreso y del
Departamento de Estado.
Pinochet respondió con un mensaje: el embajador Errázuriz no debía
tomarse la molestia de viajar a Santiago para tratar de convencerlo,
porque la contestación final sería nuevamente la misma: no.
Pero entre los llamados que había recibido en esos días, Errázuriz
encontró el más persuasivo de los argumentos para acercarse a
Pinochet. Un viejo amigo suyo, el ex subdirector de la CIA y general
en retiro Vernon Walters, que solía hacer pasadas por Chile en
discretas misiones encargadas no se sabe por quién, mandaba a
decir que no se hicieran problemas con Kennedy, que lo dejaran
entrar, eludieran una tormenta política espuria y le evitaran al senador
el triunfo que sería la prohibición chilena.
Pinochet aceptó el consejo de buena gana.
Pero pidió a su gabinete que se comunicara con la Iglesia Católica
para notificarle que la presencia de Kennedy en recintos eclesiásticos
sería vista como una verdadera agresión contra el gobierno y contra
las propias Fuerzas Armadas. El cardenal Fresno supo por ese
conducto que la Vicaría de la Solidaridad había decidido ser el
anfitrión de Kennedy. Sus averiguaciones encontraron otra cosa más:
el vicario Santiago Tapia había aprobado y autorizado personalmente
la gestión.
Fresno se enfureció. Convocó a Tapia y le ordenó desahuciar las
conversaciones sostenidas con los representantes de Kennedy (1).
Una corriente de indignación circuló por la Vicaría cuando se conoció
la desautorización. Sin embargo, no habría alternativa. Dash y
Schneider fueron notificados cuando ya casi no quedaba tiempo para
cambiar el programa.
Nerviosas gestiones de última hora consiguieron arrendar el Círculo
Español para que Kennedy pudiese instalarse allí, en plena Alameda,
recibiendo a sus invitados, amigos y conocidos.
HUEVOS Y TOMATES
Una semana antes de la llegada, Dinacos creó la agencia publicitaria
Acto de Ser e inició la publicación de avisos repudiando la figura y la
presencia de Kennedy.
Un slogan fue creado para la ocasión: “¿Quién se dará la mano con
este enemigo de Chile?”
A los avisos propagandísticos profusamente difundidos por los diarios
del oficialismo se sumaron, en cuestión de horas, los panfletos y los
carteles.
Dos imprentas de Santiago recibieron órdenes millonarias para
imprimir retratos de Mary Jo Kopechne, la secretaria de Kennedy
muerta en 1969, en el accidente sobre el puente de Chappaquidick,
donde la dudosa actuación del senador significó el más grave
retroceso de su carrera política.
Varias reuniones de coordinación tuvieron lugar en la Secretaría
Nacional de la Juventud en los días previos. La UDI y Avanzada
Nacional prepararon también a sus militantes.
Todo estuvo listo al atardecer del martes 14 de enero de 1986.
A las 19 horas de ese día, decenas de jóvenes asistieron a una
conferencia descriptiva en la sede de la Secretaría. Las instrucciones
eran sencillas: los jóvenes debían reunirse a las 8 de la mañana del
día siguiente en el acceso trasero del hotel Crowne Plaza, donde
buses especialmente arrendados esperarían para llevarlos a la zona
del aeropuerto Arturo Merino Benítez.
Sólo debían llevar huevos y tomates; los carteles y los panfletos, así
como los equipos de perifoneo y parte de los vehículos, serían
proporcionados por los organizadores.
Aquella noche, equipos de brigadistas salieron a rayar consignas
contra Kennedy en los muros del centro y del barrio alto de la ciudad.
A las 8 del miércoles 15, decenas de jóvenes, muchos de ellos
adolescentes, se concentraron junto a los buses. Habían sido
alquilados a la empresa Ettel, cuyos servicios para la Secretaría
Nacional de la Juventud se habían mostrado eficientes poco antes,
durante las manifestaciones organizadas en las afueras de la
Catedral para el Te Deum en que el cardenal Fresno invitó a los
políticos firmantes del Acuerdo; en aquella ocasión, varios buses
habían devuelto a la gente en las cercanías de la Escuela Militar (2).
Los que se concentraron tras el hotel eran principalmente de la UDI.
Avanzada Nacional había preferido reunir a su contingente en la
fortificada sede de Alameda, donde un portón de hierro cerraba el
paso hasta las vetustas oficinas, el bar del segundo piso y la sala de
pool dispuesta para el descanso militante.
Ni la UDI quería tener que ver con Avanzada, ni viceversa. La alianza
sería en los hechos, en el terreno y en la acción.
Los buses y los autos se estacionaron a dos kilómetros del
aeropuerto, en la última curva de acceso. Los líderes de los grupos se
proveyeron de walkie talkies para cubrir la eventualidad de que
Kennedy quisiese salir del lugar por los caminos traseros.
A esa hora, el brigadier general Carlos Ojeda Vargas, jefe de la zona
en estado de emergencia, decidió que el aeropuerto, en tanto zona
militar, debía quedar bajo su tuición. Los carabineros de la dotación
local recibirían sólo sus órdenes.
Kennedy aterrizó en Pudahuel pasadas las 10 de la mañana,
acompañado de un par de ayudantes y de sus hermanas Jean y Pat,
a bordo del avión privado que dispuso para él el gobernador peronista
de La Rioja, Carlos Saúl Menem.
Aunque misteriosa y difícil de reconocer, su llegada fue
inmediatamente registrada por los grupos de contramanifestantes.
Una orden sonó en los parlantes del camino: “Mover los autos”.
Decenas de vehículos salieron desde las bermas y se cruzaron en las
pistas de la carretera. Sus ocupantes los dejaron con llave, frenados y
abandonados.
El embajador Harry Barnes recibió a los hermanos Kennedy mientras
la guardia del FBI se preparaba para echar a andar la comitiva de
vehículos.
Pronto se vio que sería imposible salir de allí.
Los autos de algunos políticos que habían concurrido al aeropuerto
intentaron romper el bloqueo.
Pero la audacia era insensata: Máximo Pacheco, Jaime Castillo
Velasco, Gabriel Valdés, Gastón Ureta y Javier Díaz, entre otros,
fueron agredidos a golpes y sus autos resultaron cubiertos de huevos.
Díaz, que se bajó en el control policial del acceso al aeropuerto, se
enfrentó a puñetes con los manifestantes, pero debió retirarse del
lugar en vista de la contundencia de la agresión.
Carabineros contempló el espectáculo con pasividad y distancia.
El embajador Barnes se comunicó entonces con el general director de
Carabineros, Rodolfo Stange, para pedir que se garantizara la
seguridad de los diplomáticos y del senador visitante.
Stange se comprometió a enviar un helicóptero para ayudarlos a salir
de Pudahuel.
Gabriel Valdés también llamó a Stange, pero el general no quiso
hablar. Su ayudante recibió el mensaje:
—O se garantiza mi seguridad, o no tendré más alternativa que irme a
Buenos Aires.
Valdés no consiguió la rápida ayuda de la policía, salvo por una poco
tentadora oferta de sacarlo en un furgón y dejarlo en calle San Pablo,
pero sí obtuvo que un mayor de la FACh le ofreciera un helicóptero.
Gracias a él llegó, horas más tarde y con el traje manchado por los
proyectiles, hasta el aeródromo de Tobalaba.
Barnes y los hermanos Kennedy embarcaron en un helicóptero de
Carabineros que tomó inmediato rumbo hacia el Hospital de
Rehabilitación del Niño Lisiado, conocido como el de la Teletón.
Los manifestantes de la UDI se enteraron un poco tarde de la salida,
pero ordenaron a su gente emprender el regreso en caravana hacia el
centro de Santiago. En Alameda esperaban otros buses, contratados
a la línea La GranjaEI Montijo, para continuar con los actos de
repudio.
Pero esos grupos alcanzaron a avanzar sólo unas cuadras.
Poco después de la Estación Central comenzaron a sentir la
hostilidad de los transeúntes y de los partidarios de la oposición. La
agresión comenzó a revertirse rápidamente. Cerca del Círculo
Español, las decenas de adolescentes agrupados por la Secretaría
Nacional de la Juventud fueron golpeadas y perseguidas por grupos
enfervorizados e irascibles.
La policía debió rescatar a muchachos atrapados por la multitud de
palizas que seguramente podían derivar en hechos más graves. Hubo
militantes de Avanzada y de la UDI a los que les fueron arrebatados
objetos personales e incluso armas caseras para disparar perdigones.
En cuestión de horas, los contingentes del oficialismo perdieron la
calle y Kennedy pudo instalarse tranquilamente en el Círculo Español,
donde recibió a decenas de personas, desde el cardenal Raúl Silva
Henríquez hasta los dirigentes del Partido Nacional, la Alianza
Democrática y el Comando Nacional de Trabajadores.
La febril jornada del senador culminó al día siguiente, con una
recepción en la casa de Barnes, en el cerro San Luis.
Desde allí, un funcionario de la embajada se comunicó con la FACh
para pedir que un helicóptero recogiera a Kennedy y lo trasladara al
aeropuerto, en prevención de nuevos incidentes. Un oficial dilató la
llamada hasta que recibió las instrucciones pertinentes.
—Lo siento, pero los helicópteros están en tierra.
—¿Cómo? —se extrañó el diplomático—. ¿En tierra?
—Claro. Es que les faltan repuestos. ¿No ve que la enmienda
Kennedy nos impide comprar repuestos en Estados Unidos?
La embajada norteamericana palpó el retintín de la venganza.
Volvió a recurrir a Carabineros. Y otra vez tuvo buena acogida.
Un helicóptero policial recogió a Kennedy en el Club de Golf Los
Leones y lo llevó hasta Pudahuel.
EL CONSENSO DE LAS REFORMAS
Paradójicamente, el gobierno hizo una positiva evaluación de la
inusual agitación promovida en torno a Kennedy. Para el gabinete,
una contundente manifestación de independencia frente a Estados
Unidos, a su Congreso y a su embajada, había mostrado la fortaleza
del Ejecutivo y su decisión de no aceptar presiones. El embajador
Barnes, a quien comenzaba a verse como un personaje
profundamente hostil (3), debía saber con quién se enfrentaba.
De modo que, pasado el incidente, las carteras ministeriales volvieron
a lo suyo. Y, para todos los efectos, el trabajo de aquel verano
pasaba por un solo y reconcentrado objetivo: fortalecer las
herramientas institucionales para llegar a 1988 sin alterar los
mecanismos ni los calendarios fijados por la Constitución.
Unos pocos sabían de otra decisión, tomada con más reserva y la
cautela propia del equipo militar cercano al Presidente: puesto que los
políticos de derecha no habían demostrado ser capaces de levantar
una alternativa propia y realista, ni parecía probable que lo hicieran en
el futuro, Pinochet debía prepararse para ser el candidato en aquel
lejano plebiscito.
El ministro del Interior, Ricardo García, preocupado por el cronograma
jurídico, reunió en ese mes a la Comisión de Estudio de las Leyes
Orgánicas, encabezada por el ex ministro Sergio Fernández, y creó
comisiones para acelerar el trabajo en los anteproyectos pendientes.
El jurista Eduardo Soto Kloss, especialista y creador del recurso de
protección, se hizo cargo de los textos sobre la administración del
estado. Luz Bulnes, Jaime Guzmán, Gregorio Amunátegui y Raúl
Bertelsen tomaron las leyes sobre libertad de expresión. Y Juan de
Dios Carmona, Gustavo Alessandri, Guillermo Bruna, Patricio Prieto y
Gustavo Cuevas asumieron la responsabilidad de las leyes políticas.
Todos ellos trabajaron sobre el mismo principio: la Constitución no
sería ya reformada, y su entramado jurídico debía ser reforzado por
las leyes orgánicas.
Pero el consenso no era tan amplio.
Pese a la restringida premisa que se impuso en la Comisión, era un
hecho que algunos de sus miembros consideraban necesarias ciertas
reformas al texto del 80. Y tenían un argumento de peso: la noción de
esas reformas se había extendido en el cuerpo social y en los núcleos
políticos.
En esos mismos días, ocho grupos políticos afines al gobierno,
incluyendo organizaciones surgidas desde el seno mismo del poder
militar y también de partidos y personas de probada lealtad con el
Ejecutivo (como Democracia Radical), habían terminado la redacción
de un completo proyecto destinado a modificar el artículo 27
transitorio, clave del mecanismo plebiscitario para la sucesión. Los
firmantes podían que se dejara paso a una elección abierta.
A duras penas, la UDI, cambiando su posición de unos meses antes,
había pasado a defender el mecanismo consagrado por ese artículo:
pero lo hacía ahora en nombre de la posibilidad de nominar de esa
manera a un candidato de consenso.
La argumentación sugería que si tal candidato no existiera, entonces
sería procedente una reforma del plebiscito.
Pero era todavía el Acuerdo Nacional la principal unidad de trabajo en
esa línea.
A pesar de las querellas internas y del entrampamiento a que habían
llegado sus firmantes discutiendo las cuestiones de la coyuntura
política (un fuerte encontrón entre Andrés Allamand y Gabriel Valdés,
a propósito de los pactos con el MDP, había tenido lugar en esos
días), el Acuerdo había logrado establecer una comisión de estudio de
reformas constitucionales que laboraba con silenciosa eficacia en las
bambalinas del debate.
La comisión dio a luz sus acuerdos en ese verano. Once puntos
resumían el trabajo desarrollado por juristas de la Unión Nacional, el
Partido Nacional, el Partido Republicano, la Democracia Cristiana, el
Partido Radical, el Partido Socialdemócrata y el Partido Socialista de
Briones:
1) Restablecimiento de la cuenta anual que el Presidente debe rendir
a la nación.
2) Derogación de la facultad presidencial de disolver una vez durante
su mandato la Cámara de Diputados.
3) Atribución del Congreso para declarar la inhabilidad presidencial.
4) Derogación del inciso que permite que un diputado sea destituido
por haber votado una moción que el Tribunal Constitucional
considere, incluso a posteriori, inconstitucional.
5) Ampliación del fuero parlamentario más allá del recinto del
Congreso.
6) Supeditación de los tribunales en tiempo de guerra a la Corte
Suprema.
7) Nueva composición del Tribunal Calificador de Elecciones: dos
miembros de la Corte Suprema, un ex presidente del Senado y un ex
presidente de la Cámara de Diputados.
8) Nueva composición del Consejo de Seguridad Nacional: en vez de
siete miembros, nueve, con la incorporación del presidente de la
Cámara de Diputados y del contralor.
9) Derogación de la inamovilidad de los comandantes en jefe de las
Fuerzas Armadas.
10) Nueva redacción del artículo 8°, sobre proscripción de conductas
antidemocráticas, de acuerdo con el texto elaborado en el Acuerdo.
11) Reducción del quórum parlamentario para introducir reformas a la
Constitución.
HABLA EL ALMIRANTE
La mayoría de estas proposiciones llegaron a conocimiento de la
Junta por distintos caminos.
Otros estudios, preparados por especialistas independientes e incluso
institucionales, estaban también llegando a la cúpula del Diego
Portales.
Un trabajo sin firma, titulado Observaciones sobre las normas que rigen
durante el denominado período de transición, circuló en los más
relevantes ambientes de la Armada: apuntaba, en síntesis, a los
defectos del mecanismo plebiscitario previsto para el fin del período
del Presidente Pinochet.
La Junta discutió varios de estos puntos durante el verano,
generalmente de manera informal.
Al llegar marzo, ya se sabía que el almirante José Toribio Merino
abordaría frontalmente el tema de las reformas en su discurso de
inauguración del año legislativo. Por eso, ni La Moneda ni el Diego
Portales se sorprendieron cuando, el 18 de marzo, el almirante
proclamó formalmente su convicción de que “es del todo necesario”
revisar algunos aspectos de la Carta Fundamental.
Cuando la prensa lo abordó a la salida de la sala, el almirante evitó
entrar en detalles. Sólo agregó que, por ejemplo, se podría modificar
el voto de los militares, que consideraba inconveniente por los riesgos
de politización.
—Fue un error que cometimos —agregó.
A pesar de todo, el discurso provocó tensión y molestó visiblemente al
general Pinochet. La situación le parecía confusa y contradictoria.
Mientras el gobierno trataba de reafirmar su apego a los plazos y las
normas de la Constitución, el Legislativo imaginaba ahora
modificaciones profundas en ambas cosas. Esta arritmia debía ser
resuelta.
El almirante se sorprendió cuando el general Fernando Matthei
declaró, horas después, que Merino había hablado a título personal y
que no conocía por anticipado el contenido del discurso. En la misma
línea habló el teniente general Julio Canessa, nuevo representante de
Pinochet en la Junta y mandatario de la orden de impedir cualquier
iniciativa reformista.
—Lo único que puedo decir —se enfadó el almirante— es que (el
discurso) se lo mandamos a estos caballeros...
Sólo unos días después la esposa del Presidente, Lucía Hiriart, reveló
ante la prensa cuáles eran los verdaderos planes que la cabeza del
Ejecutivo estaba imaginando para el futuro.
—Si el día de mañana mi marido dejara de ser Presidente —declaró
—, una vez que venga el plebiscito del 89, y si determinan que él se
puede presentar y no fuera aceptado por el pueblo, después del plazo
estipulado en la Constitución, entregaría el poder. Pero no se
quedaría con los brazos cruzados en la casa, ni estaría en un lugar
como un ministerio ni cosa así, porque no es adecuado para un
hombre que ha sido Presidente de la República. Pero sí hay muchas
maneras de combatir, y una de ellas es escribiendo, y creo que mi
marido, aun cuando no es un literato, ha escrito cosas interesantes y
tiene muchas experiencias que trasmitir a la gente joven.
Dos implícitos eran revelantes en esas palabras: habría plebiscito (es
decir, no se modificaría la normativa transitoria) y Pinochet sería el
candidato.
ASAMBLEA Y DEMANDA
Convencida de que el gobierno arrastraría a sus críticos, a los
disidentes y a sus propias fuerzas hacia el cronograma y los planes
que Pinochet quería imponer, la oposición tomó la decisión de invertir
todo su capital político en un esfuerzo de movilización que para la
mitad del 86 pusiera al gobierno en un franco jaque.
Los acuerdos que habían comenzado en las organizaciones sociales
se fueron desplazando lentamente hacia los partidos políticos.
El largo proceso de consultas y decantaciones derivó en la creación
de la Asamblea de la Civilidad, encabezada por el doctor Juan Luis
González y concentrada en las instalaciones del Colegio Médico. La
Asamblea recogió de numerosas organizaciones de base los
principales requerimientos por sectores y elaboró la llamada Demanda
de Chile (4).
Aquel texto debía activar la escalada de movilizaciones.
Pero como se trataba de un proceso sensitivo, los partidos crearon,
tras bambalinas, un comité político que coordinaría acciones y
delinearía estrategias.
La Demanda fue entregada al gobierno en abril, poniendo un plazo
límite para la respuesta: el 30. Después de ello, y ya en mayo, la
Asamblea acordaría la fecha para un paro nacional con un fuerte
contenido desestabilizador.
Se esperaba que, como en el 83, el gobierno se viera obligado a
negociar o, si era posible, sufriera su traspié final.
Los voceros clandestinos del Partido Comunista llegaban todavía más
lejos: el paro debía incluir la sublevación masiva contra el régimen,
con el propósito firme de derrocarlo (5).
La secuencia se cumplió tal cual era posible imaginar: el gobierno
jamás respondió a la Demanda, la Asamblea se reunió para acordar el
paro, y la fecha quedó a firme en cuestión de horas: 2 y 3 de julio.
El gobierno no desconocía lo que se estaba preparando en su contra.
El jueves 3 de abril, en una reunión con los mandos policiales y de
seguridad y parte del gabinete, Pinochet reprendió a los encargados
del orden público por la proliferación de actos de violencia callejera y
la manifiesta incapacidad de sus cuadros para detener las
manifestaciones vandálicas.
Los reproches fueron duros, pero la situación verdaderamente grave
se creó después, cuando el brigadier general Carlos Ojeda hizo saber
al general de Carabineros Oscar Torres Rodríguez, jefe de Orden y
Seguridad, que el Ejército asumiría el control callejero si la policía
uniformada seguía mostrándose blanda o simplemente ineficaz para
contener los desbordes.
Las unidades del Ejército en Santiago habían ya comenzado a
trabajar en un plan operativo con ese fin. De ese plan surgió la
Unidad Fundamental Antisubversiva (UFA). Se trataría de pequeñas
unidades de represión callejera, formadas por oficiales jóvenes,
necesariamente solteros, agrupados de a 15 ó 20, con vehículos e
implementos dispuestos por la guarnición respectiva.
Para hacer eficiente la acción de la UFA, debía garantizarse la
impersonalidad del trato y el anonimato de los funcionarios: se usaría,
pues, camuflaje de guerra en los rostros.
De poco y nada sirvieron las protestas de la policía uniformada en
esos días.
Para agravar esa posición de fragilidad, el 8 de abril un hombre joven
se acercó por detrás a un cabo de Carabineros, lo cogió por las
piernas y lo levantó en vilo. El cabo estrelló la frente contra el
pavimento y, medio inconsciente y sangrante, fue subido a una
camioneta (6).
El Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que había debutado en los
secuestros el año anterior, con un hijo de Manuel Cruzat, retendría en
cautiverio al cabo Germán Obando durante varios días; y aunque
aquello nada tenía que ver con el orden público, mostraba la inmensa
vulnerabilidad de la policía ante la acción subversiva.
CIUDAD CERCADA
Un llamado de los estudiantes universitarios a una concentración
“para ver el paso del cometa Halley”, citada en la noche, en Plaza
Italia, sirvió para el debut de la UFA.
Los carros militares ocuparon el perímetro de la Plaza, arrestaron a
cientos de jóvenes en el lugar y disolvieron la manifestación.
Pocas horas después, un llamado a paro de la Confederación de
Estudiantes de Chile (Confech), que significó la toma de varias sedes
universitarias, puso nuevamente en acción a los hombres de la
antisubversión. La sede de Medicina Norte de la Universidad de Chile
fue, por ejemplo, desalojada por unidades de paracaidistas.
Una demostración más contundente se produjo el 1° de mayo,
cuando las tropas ocuparon la Alameda para impedir los actos y
marchas anunciados por el Comando Nacional de Trabajadores.
El copamiento militar de las calles no aminoró, sin embargo, los
hechos de violencia.
Una espiral de miedo estaba creciendo en la periferia de Santiago, y
el debut de métodos nuevos, como las botellas de ácido lanzadas
contra vehículos de la movilización colectiva, parecía estar
empujando las cosas en el camino de la conflagración.
Pero la final prueba de eficiencia de la UFA vino el 20 de mayo,
durante la segunda sesión en Santiago de la Asamblea Parlamentaria
Internacional por la Democracia en Chile (Apainde), organizada por la
sala de ex parlamentarios chilenos (7).
Para dar a la Apainde una imagen de fuerza y decisión, el CNT y
otras organizaciones planificaron marchas y reuniones en todo el
centro de Santiago. A su turno, grupos de parlamentarios extranjeros
se propusieron salir a marchar por las calles de la ciudad para
mostrar su repudio al régimen chileno. Previendo las manifestaciones,
Carabineros ordenó cercar el perímetro del hotel Tupahue, sede de
las sesiones, mediante un cordón de barreras de tránsito.
Con la convicción de que ése sería el mecanismo usado, el general
Rodolfo Stange se retiró a su hogar en la noche del lunes 19 de
mayo.
Pero en la mañana del 20 tuvo la sorpresa: la jefatura de zona en
estado de emergencia había ordenado el despliegue de dos mil
soldados, dispuestos en círculos concéntricos en todo el centro de la
capital. Hombres fuertemente armados provocaron ese día los más
extensos atochamientos de tránsito que recuerde Santiago.
La intervención de la UFA no contuvo, sin embargo, los incidentes
provocados en la periferia del cordón militar. Aquella noche murió, de
un balazo en la cabeza, en el sector de Mapocho, el estudiante
Ronald Wood.
Las tensiones generadas por el empleo de equipos militares
escalaron rápidamente hacia el mando superior de Carabineros. Este
hacía notar con creciente energía su alarma por la situación: las
patrullas de soldados no tenían experiencia en materias de orden y
con ello se exponía seriamente la posibilidad de una tragedia. Pero ni
los reclamos del general Stange ni las fuertes discusiones del general
Torres con la jefatura de zona lograron resultados.
Y con esa temible perspectiva se llegó al 2 de julio. En la mañana
cundieron por Santiago las barricadas y los incidentes. Un
estremecimiento de violencia azotó a las poblaciones periféricas,
mientras el centro y los barrios altos se desolaban tempranamente. La
Asamblea de la Civilidad, dispersa en sus distintos centros de
operaciones, entregaría recién sus primeras evaluaciones en la tarde
de ese día.
HORROR EN GENERAL VELÁSQUEZ
Pero una noticia había sacudido los teletipos de todo el mundo ya en
las primeras horas de aquella jornada.
En el sector de General Velásquez, en un remoto callejón solitario, a
plena luz del día, dos jóvenes habían sido capturados por una patrulla
militar en un tenebroso incidente tras el cual habían sufrido horribles
quemaduras en todo el cuerpo.
Los jóvenes Rodrigo Rojas Denegri, de 19 años, y Carmen Gloria
Quintana Arancibia, de 18, habían sido abandonados en medio del
sufrimiento en un camino de Quilicura, y encontrados por un grupo de
trabajadores. Rodrigo Rojas moriría poco después y Carmen Gloria
Quintana habría de sufrir numerosas operaciones para salvar
dificultosamente la vida.
Contra las versiones inmediatamente narradas por testigos
presenciales, el Ejército negó que hubiera en la zona patrullas
militares que pudieran haber actuado en el caso.
El gobierno se aferró a esa afirmación y casi todos los altos
funcionarios repudiaron las imputaciones. Algunos culparon
directamente a Estados Unidos de estar embarcado en un intento
desestabilizador, y las acusaciones sobre el embajador Barnes, que
asistió a los funerales de Rodrigo Rojas, se hicieron gruesas y
ofensivas.
17 días más tarde, el Ejército emitió un nuevo comunicado,
rectificando el anterior. En efecto, una patrulla había detenido a los
dos jóvenes quemados. Tres oficiales, cinco suboficiales y 17
conscriptos fueron detenidos por el incidente.
Más tarde se sabría que las comunicaciones radiofónicas de la
patrulla, grabadas, entregaban abundante información adicional sobre
lo que había ocurrido.
El ministro en visita Alberto Echavarría dictó encargatorias de reo por
cuasidelitos de homicidio y de lesiones graves y se declaró luego
incompetente.
La justicia militar centró la responsabilidad en el teniente Pedro
Fernández Ditus, encargado de la patrulla, y lo encausó por violencia
innecesaria con resultado de muerte.
La larga discusión sobre cómo resultaron tan horriblemente
quemados ambos jóvenes siguió abierta durante años de testimonios,
reconstituciones y peritajes (8).
Casi un mes más tarde, el escándalo mundial suscitado por el hecho
vendría a agravarse con una acusación lanzada contra el senador
republicano Jesse Helms, un buen amigo del régimen chileno en
Washington.
Helms era acusado por el Departamento de Estado de haber
entregado información altamente sensible a la Junta chilena.
Y el conocimiento de esa “traición” tenía una enrevesada historia: un
funcionario chileno se había quejado poco antes al embajador Barnes
debido a que su representación estaría ejerciendo tareas de
“espionaje” en las Fuerzas Armadas chilenas.
Cuando Barnes preguntó a qué se refería, el funcionario dijo que
Helms había revelado que el Senado conocía un “informe secreto” de
los militares chilenos sobre el caso de los quemados. El informe se
había entregado en una sesión restringida del Subcomité de
Relaciones Exteriores del Senado, a la que asistió Christopher
Manion, ayudante de Helms.
Barnes traspasó la protesta hacia Washington, donde el FBI asumió
la investigación sobre Helms.
Pero aquella trágica y desolada experiencia era ya irreversible.
El paro del 2 y 3 de julio, que había conseguido llevar otra vez la
movilización callejera a su nivel más alto, estaba ahora marcado por
el horroroso episodio del callejón situado en General Velásquez (9).
47
ATAQUE EN LA RUTA G25
En una noche del verano del 86, un grupo acampado en Carrizal recibió una señal
por radio: comenzaría la más grande operación de ingreso de armas nunca
registrada en Chile. Siete meses después, un grupo adiestrado atacaría al Jefe del
Estado en la sinuosa carretera del Cajón del Maipo. Aquellos actos cambiaron la
faz del país.

Eran las 18.50 horas del domingo 7 de septiembre de 1986.


Los operadores de las centrales de radio de los servicios de
seguridad y de Carabineros recibieron casi simultáneamente el aviso:
—¡Se escucharon explosiones en ruta G25! ¡Número Uno va pasando
por allí hacia Santiago!
Las radios de los vehículos escoltas de Pinochet no respondieron.
Sonó la alerta roja.
Arriba, en la cuesta Las Achupallas, en el Cajón del Maipo, sólo
quedaban restos humeantes, olor a pólvora, muertos y heridos. La
comitiva presidencial había sido emboscada cuando regresaba desde
la casa de descanso de El Melocotón.
Fuego cruzado de fusileros y gruesos impactos de cohetes
antitanques habían vuelto inútiles los intentos de respuesta de
algunos de los guardaespaldas.
Pudo haber sido el abrupto final del general, a escasos cuatro días de
cumplir trece años al frente del régimen militar. Pero tres
providenciales razones lo impidieron: el macizo blindaje del automóvil,
dos fallas sucesivas en los proyectiles antitanques y la pericia de un
chofer.
Este último hizo retroceder al vehículo presidencial maniobrando para
esquivar los disparos, rompió el bloqueo de una casa rodante y se
escabulló rumbo a la Escuela de Instrucción Femenina del Ejército
(1).
Desde allí, Pinochet se comunicó con los regimientos que
consideraba más leales. Necesitaba confirmar con premura cuál era
el origen del ataque. Excepto su chofer, su médico, el edecán naval y
su nieto Rodrigo, nadie conocía la suerte de Pinochet.
En los altos mandos de las Fuerzas Armadas cundió la inquietud. De
estar herido, o muerto, ¿qué ocurriría? Para empezar, ¿quién había
de asumir el mando? ¿El almirante José Toribio Merino, el general
Santiago Sinclair, el general Alejandro Medina Lois...?
Entretanto, los autores de la emboscada descendían velozmente
hacia Santiago. Viajaban a bordo de vehículos semejantes a los que
usaban las fuerzas de seguridad, con balizas en movimiento,
vistiendo ropa de combate, armas en ristre. Al pasar fueron saludados
desde los puestos policiales e intercambiaron señales de luces con
los agentes de la CNI que subían hacia el lugar de la emboscada.
Llegando a La Florida, cambiaron las ropas, ocultaron los fusiles y
uno a uno fueron descendiendo de los vehículos en fuga para dirigirse
hacia las casas de seguridad previamente establecidas.
La Operación Siglo XX, cuidadosamente urdida por la dirección del
Frente Patriótico Manuel Rodríguez, había fracasado.
Desde ese instante, cualquier cosa podía ocurrir.
Seis meses antes, el gobierno había autorizado el retorno a Chile de
César Bunster Ariztía, hijo de Alvaro Bunster, ex embajador de la
Unidad Popular en Londres y connotado académico de Cambridge.
César Bunster venía de Cuba, donde había sido contactado para el
montaje táctico de la operación (2).
Alvaro Bunster, interesado en regresar definitivamente a Chile y
aceptar la oferta de una de las principales universidades del país para
que hiciera clases, desconocía la tarea de su hijo.
Muy pronto, César Bunster consiguió una cobertura ideal para sus
actividades. Postuló y obtuvo el cargo de recepcionista de la
embajada de Canadá y, con ello, un certificado que lo acreditaba
como funcionario diplomático.
Es un hecho que Bunster disponía de los fondos para la amplia
operación. De otro modo no hubiera podido poner a punto las
necesidades logísticas de mayor envergadura. En julio, arrendó una
amplia y lujosa mansión en el sector de La Obra, a escasos metros
del sitio elegido para la emboscada a Pinochet. Se fue a vivir en ella
con Tamara, Cecilia Magni, que oficiaría de dueña de casa en el
fingido matrimonio nuevo del barrio.
El paso siguiente fue conseguir los vehículos adecuados para las
distintas fases de la operación. Los arrendó en cinco empresas
diferentes. Todos eran semejantes a los que utilizaba la Central
Nacional de Informaciones. Con uno de ellos pidió también una casa
rodante.
REAPARECE PASCAL
El 5 de agosto de 1986, un mes antes de la Operación Siglo XX, un hombre
de edad indefinida recogió a dos periodistas en los alrededores de la Villa
Frei.
Tras recorrer durante casi dos horas los barrios del sector alto de la
ciudad a bordo de diferentes vehículos, los tres hombres abordaron
un microbús para bajarse en la esquina de la Alameda Bernardo
O’Higgins con Miraflores.
Desde allí caminaron hacia un edificio ubicado en Moneda con Mac
Iver. Subieron hasta el quinto piso e ingresaron a un pequeño
departamento.
Dos hombres encapuchados esperaban en el interior.
Minutos después los periodistas fueron conducidos al baño, donde
permanecieron cerca de cinco minutos. Al volver a la sala les
esperaban dos de los hombres más buscados por los servicios de
seguridad: Andrés Pascal Allende y Hernán Aguiló, secretario general
y subsecretario general, respectivamente, del Movimiento de
Izquierda Revolucionario.
La entrevista fue breve. Los dirigentes miristas anunciaron una nueva
ofensiva contra la dictadura, reconocieron algunos errores y llamaron
al pueblo a sumarse a la lucha contra el gobierno militar. Luego, tras
un procedimiento similar al de la llegada, se marcharon.
Cinco minutos después, mientras los encapuchados limpiaban huellas
en manillas, ceniceros y tazas de café, los periodistas abandonaron el
lugar. Horas más tarde, enterados de la presencia de Pascal y de
Aguiló, todos los organismos de seguridad se movilizaron. Los
agentes de la Brigada Antisubversiva y del Grupo Operativo Táctico,
de Investigaciones, salieron a las calles tras las pistas dejadas por los
miristas.
Igual cosa hicieron los hombres de la brigada encargada del MIR en
la CNI, severamente reprendidos por sus superiores. Todo en vano.
Pascal y Aguiló ya habían desaparecido.
Al día siguiente —el 6 de agosto— un nuevo golpe propagandístico
remeció al Ejército.
En una rueda de prensa con corresponsales extranjeros, el FPMR
presentó a dos conscriptos desertores que anunciaron su
incorporación al movimiento.
Un encapuchado que se presentó como jefe de las unidades del
FPMR en el interior de las Fuerzas Armadas, amenazó: “Tenemos las
fuerzas suficientes para decirle a Pinochet y al alto mando que no
pueden estar tranquilos. En cualquier momento alguno de nosotros va
a terminar con Pinochet” (3).
Ese mismo día, sin embargo, 700 kilómetros al norte de Santiago, los
servicios de seguridad daban un golpe decisivo a la estrategia de
sublevación nacional programada por el FMPR y vastamente
anunciada en el mundo por el Partido Comunista de Chile.
LAS ARMAS LLEGAN POR MAR
Cerca de las 14 horas del 6 de agosto, cuando los hombres del FPMR
finiquitaban los detalles para abandonar definitivamente la zona de
Carrizal Bajo, llegó a la pequeña caleta un automóvil Datsun Blue
Bird.
A bordo iban cuatro agentes de la CNI. El grupo recorrió el poblado
conversando con los algueros. En un momento, al parecer luego de
descubrir algunas vainillas de balas, encañonaron a tres de los
supuestos lugareños.
Desde los montes vecinos, los vigilantes del FPMR que seguían los
movimientos de los recién llegados constataron que habían sido
descubiertos. A la vista de la crisis, decidieron avisar por radio a
Vallenar, a 90 kilómetros de allí, donde estaba situado el cuartel
central de la operación. Un piquete de rodriguistas partió hacia la
costa para rescatar a sus compañeros. Esa noche hubo un
enfrentamiento entre ambos grupos.
Dejando atrás la balacera, unos pocos lograron huir a través del
desierto.
En unas cuantas horas, el alerta difundido entre las fuerzas militares,
de Carabineros y de la CNI consiguió establecer un amplio cerco
dentro de la provincia de Vallenar. Decenas de agentes, vehículos
terrestres, helicópteros y aviones en vuelos rasantes iniciaron la
nerviosa búsqueda de los prófugos. En los cinco días siguientes
fueron detenidos 21 miembros del FPMR.
Todos estaban vinculados a los diferentes equipos que venían
trabajando desde hacía meses en la recepción de armamentos
destinados a equipar virtualmente a un ejército popular. No eran
armas comunes: los expertos de la inteligencia norteamericana que
vendrían más tarde a reconocer los arsenales dirían que se trataba de
material suficiente como para equipar a varios batallones de combate
guerrillero, principalmente rural, debido al calibre y al alcance de las
armas (4).
El montaje de la operación se había comenzado a discutir a fines de
1984, cuando se tornaba cada vez más difícil ingresar armas por
tierra desde Bolivia, Perú y el norte de Argentina.
Los cargamentos llegaban a las costas peruanas y eran acopiados en
poblados cercanos a la frontera. Fusiles, pistolas y explosivos eran
despachados hasta entonces por diversas rutas hacia Chile, ocultos
en vehículos especialmente acondicionados. Sin embargo, cada
partida era muy pequeña y los riesgos eran crecientes.
No obstante, sin disponer aún de la infraestructura necesaria para
recibir embarques masivos desde el mar, el suministro de
armamentos siguió haciéndose por tierra durante casi todo el 84 y
parte del 85.
Los servicios de inteligencia peruana habían informado a sus
similares chilenos del aumento del tráfico de armas y de constantes
reuniones de coordinación entre representantes de grupos guerrilleros
del continente.
A mediados de 1985, los informes desde Perú pusieron en máxima
alerta a los controles fronterizos. Había un síntoma temible: se había
detectado el traslado, en camionetas con doble fondo, de fusiles M16,
lanzacohetes, pistolas ametralladoras UZI y proyectiles de variados
calibres. En la caleta peruana de Llostay, cuatro kilómetros al
suroriente de Tacna, se había hallado un arsenal de fusiles belgas
FAL, M16, lanzacohetes RPG y otros pertrechos.
Se presumía que los desembarques se estaban realizando en botes
inflables desde buques pesqueros que navegaban cerca del puerto de
El Callao (5).
El hallazgo era, sin embargo, algo tardío.
La dirección del FPMR había replanteado ya el transporte de sus
pertrechos y se trabajaba intensamente en los preparativos para la
recepción de más de 50 toneladas de materiales bélicos,
directamente en la costa chilena.
Uno de los miembros de la dirección nacional, de nombre político
Pedro, había sido designado como responsable de la misión. Este, a
su vez, comisionó a dos de los mejores cuadros del movimiento para
que se hicieran cargo de los detalles. Alfredo Malbrich Baltra, un
brillante programador de computación que había sido ejecutivo del
Banco Edwards y empleado del Banco del Trabajo y de Texas
Instruments, quedó al frente de la planificación de la tarea. Sergio
Buschmann Silva, actor, talentoso simulador, hombre frío y
voluntarioso, recibió el encargo de organizar las empresas que
servirían de fachada.
Junto a ellos trabajó un selecto grupo de militantes, responsables de
las diferentes aristas de la faena: desembarque, ocultamiento,
transporte, distribución, seguridad...
Malbrich demoró varios meses en recorrer el litoral del norte y centro
del país tratando de ubicar el lugar más apto para el desembarque.
DOCE HORAS AL NOROESTE
Inicialmente, Malbrich escogió como zona crítica un punto cercano a
la caleta Hornos, al norte de La Serena. Pero el hecho accidental de
tener algunos roces con las autoridades locales lo obligaron a
trasladar el emplazamiento hacia Punta Herradura, a corta distancia
de Carrizal Bajo, en la Tercera Región.
El 23 de octubre de 1985, en Coquimbo, ante el notario Oscar Suárez
Alvarez, dos hombres dirigidos por Buschmann —Víctor Fernández
Cartes (Pitrufo), biólogo marino, y Alexis Texier Verdugo
(Calambriento), programador de computación— crearon la sociedad de
responsabilidad limitada Cultivos Marinos Chungungo Limitada, con
domicilio legal en calle Rojas 332, en Vallenar.
Pocos días después, Buschmann y su lugarteniente, Diego Lira Matus
(Cara de Corneta) adquirieron dos vehículos y se trasladaron a
Vallenar, donde arrendaron una céntrica casa.
Por esos mismos días, Víctor Fernández pidió a la Subsecretaría de
Marina en Santiago la concesión por cinco años de un sector de playa
de 70 metros de frente por 70 de fondo en Atacama, provincia de
Huasco, comuna de Huasco, caleta Herradura de Carrizal.
Con las autorizaciones en mano, las actividades de Chungungo
empezaron a fines de mes.
Simultáneamente, otros dos hombres del Frente —Pablo Flores
Castillo (Freddy) y Chayita— dieron inicio a otra de las empresas de
fachada: extracción y comercialización de huiros.
Todo era coordinado hasta ese instante desde Vallenar, donde se
reunían periódicamente los máximos responsables de la operación.
En los primeros días de diciembre, otro grupo de militantes empezó a
reconocer cada palmo del terreno donde operarían: playas, cerros,
piques, caminos, habitantes, instalaciones...
Pronto llegó otro grupo al sitio elegido. Con él se inició la instalación
de galpones, apoyados por jeeps Toyota y una cuadrilla de camiones
pesados, livianos y de doble propósito.
Los forasteros se mostraron atentos con los lugareños,
abasteciéndolos de agua potable, proporcionándoles combustible
para el equipo electrógeno del pueblo y facilitándoles el transporte
hacia ciudades cercanas (6).
Cuando faltaban unos días para la Navidad del 85 llegaron Malbrich,
Buschmann y Pedro. Con ellos venía también el grupo encargado de
la seguridad, comandado por Juan de Dios Márquez Miranda, que
había retornado clandestinamente luego de catorce años en Cuba.
La operación marchaba sin problemas. Para la fecha, ya disponían de
dos goletas pesqueras de alta mar adquiridas en cerca de quince
millones de pesos —la Chompalhue y la Astrid Sue—, destinadas a
recibir los embarques.
A mediados de enero de 1986, quedaron preparados más de diez
piques mineros en estado de abandono, cuya función había de ser la
de guardar las armas. Se trataba de adecuar sitios realmente
seguros: piques dentro de piques, cavernas de ingreso estrecho,
hondonadas difíciles de ver.
También estaban funcionando los equipos de telecomunicación y de
navegación por satélite.
Para no llamar la atención, el grupo se concentró en la compra de
algas, las que fueron amontonando en Carrizal Bajo y transportando
en camiones hacia Vallenar y Santiago.
En Santiago, otra unidad construía paralelamente los depósitos
subterráneos en parcelas y casas especialmente adquiridas para
esconder armamento.
Un modelo de prefabricación había sido diseñado de tal manera que
miles de pequeños trozos de maderas cortadas podían producirse sin
sospecha en barracas y talleres de carpintería.
Al promediar el verano del 86, un mensaje cifrado captado por radio
puso en tensión los nervios de los responsables de la operación.
Se aproximaba a las costas chilenas la nave que traía el primer
embarque.
Malbrich se trasladó a Coquimbo y se embarcó en la goleta
Chompalhue zarpando con rumbo noroeste, al encuentro del buque
cubano Río Najasa. A bordo viajaba un pequeño grupo de hombres.
La Chompalhue navegó cerca de doce horas, hasta hacer contacto en
medio de la oscuridad con una nave color gris oscuro que esperaba
en alta mar.
Malbrich subió a recibir formalmente el cargamento. A los pocos
minutos, una pequeña grúa comenzó a trasladar unos pesados bultos
oscuros hacia la goleta chilena. Los primeros fueron acomodados en
la bodega; los siguientes sobre la cubierta. Por momentos se temió
que la embarcación escorara por la mala estiba de la carga. Hubo que
lanzar algunos paquetes al mar.
Era de madrugada cuando la Chompalhue inició su retorno hacia el
continente, maniobrando dificultosamente para demorar el arribo
hasta el anochecer. Cerca de la medianoche siguiente, la goleta hizo
contacto visual con el equipo que esperaba en la costa.
Se pararon las máquinas y se ancló a unos 500 metros de la playa.
Las balsas de goma, equipadas con pequeños motores rugientes,
partieron a su encuentro en la tenue claridad de la noche nortina.
LA SOMBRA DEL FRACASO
Antes de amanecer, la primera descarga había concluido.
Las armas se acumularon en la playa, pasaron rápidamente a los
camiones y en cosa de minutos quedaron a buen resguardo en los
viejos piques mineros. La goleta zarpó hacia el sur y los hombres se
retiraron a descansar. Unos pocos vigilaban. No dejarían de hacerlo
en ningún momento a partir de entonces.
En los días siguientes, poco a poco, utilizando vehículos con doble
fondo, las armas comenzaron a ser despachadas hacia sus lugares
definitivos de almacenamiento, en otras zonas del norte y del centro
del territorio nacional.
Ese mismo mes, Volodia Teitelboim había declarado por Radio
Moscú: “Este será un año de combates titánicos”.
Las semanas siguientes fueron de rutina en el disfrazado
campamento del Frente.
El 3 de abril, los diarios anunciaron con grandes caracteres el
asesinato del dirigente poblacional de la Unión Democrática
Independiente, UDI, Simón Yévenes.
El hombre había sido acribillado desde escasos metros por un sujeto
que lo atacó mientras estaba tras el mostrador de su local comercial,
cerca de la población La Victoria.
Pocas horas antes, el Diario Oficial había publicado la autorización
permanente para que la empresa Chungungo Limitada iniciara sus
actividades pesqueras.
A partir de mayo recrudecieron los ataques armados contra diferentes
objetivos.
Era el inicio de una ofensiva mayor.
El 27 de abril, un comando asaltó la panadería Lautaro, en Santiago.
En la refriega que siguió a la acción propagandística, realizada con
increíble falta de pericia, cayó asesinado el carabinero Miguel
Vásquez Tobar.
El 29, desde un vehículo en marcha dispararon sobre una patrulla
militar en San Eugenio con Macul. Varios soldados resultaron
gravemente heridos.
El 3 de junio estalló una bomba frente a las oficinas del ex jefe de la
DINA, el general (R) Manuel Contreras, en calle Santa Lucía.
El 4 de julio, varios hombres dispararon con armas largas contra un
retén de Carabineros en Bilbao Alto, hiriendo a cuatro uniformados.
Entre abril y julio se registraron además una decena de otros
atentados explosivos y con armas de fuego contra oficinas públicas,
tendidos eléctricos, cuarteles policiales y militares e incluso en la vía
pública.
Un número indeterminado de personas resultó con heridas de
diversas magnitudes.
En esos meses, las manifestaciones opositoras se sucedieron con
progresiva intensidad.
La réplica gubernamental también subió de tono. Surgieron las
Unidades de Fuerza Antisubversiva, los militares con caras pintadas y
nuevos vehículos y técnicas de represión callejera.
Era una espiral que crecía y crecía.
A fines de julio llegaron dos nuevos despachos de armas a Carrizal,
descargados sobre la goleta Astrid Sue.
Muchas de las armas ya estaban en Santiago y algunas habían sido
distribuidas en las unidades operativas del FPMR. Ciertas acciones
esporádicas y puntuales habían sido realizadas con las primeras
muestras de los embarques nortinos.
Se acercaba el momento del alzamiento: para el Frente, el
diagnóstico parecía claro.
El 4 de agosto, una violenta explosión sacudió el barrio Diez de Julio.
Una poderosa bomba instalada dentro de un automóvil estalló de
madrugada junto a una de las murallas del Regimiento Libertadores.
Cuarenta y ocho horas después, mientras los comandantes Daniel y
José Miguel, dos miembros de la dirigencia del Frente, daban una
conferencia de prensa en algún lugar de la capital, los servicios de
seguridad lograban localizar la punta de un iceberg hundido en el
desierto.
PIQUES Y TORTURAS
El 8 de agosto Carabineros detuvo a Alfredo Malbrich Baltra, mientras
hacía fila en una sucursal del Banco de Crédito e Inversiones de
Vallenar. Momentos antes había ingresado a la casa de Sergio
Buschmann, desde donde fue seguido. Lo condujeron a la comisaría
y pronto llegó a buscarlo una patrulla de la CNI al mando de un
capitán de apellido Téllez.
El oficial de Carabineros lo hizo someter a un riguroso examen
médico antes de entregarlo a los servicios de seguridad, certificando
que estaba en perfecto estado de salud.
En Santiago, la Dirección Nacional de Comunicación Social, Dinacos,
había prohibido informar sobre el descubrimiento de los arsenales... al
menos por unas horas. En algunos medios de prensa el hallazgo se
supo en la misma tarde del día 8, a través de versiones telefónicas
entregadas por vecinos de Vallenar.
Por eso, cuando se difundieron oficialmente los hechos, el lunes 11,
la CNI ya caminaba sobre seguro.
Esa misma noche fueron arrestados en Coquimbo varios de los
tripulantes iquiqueños de la goleta Astrid Sue.
Unidades militares capturaron, entre los cerros cercanos de Carrizal,
a Diego Lira Matus.
En Vallenar, que se convirtió en una ciudad ocupada por tropas en
tenida de combate, fueron detenidos otros dos rodriguistas.
Todos los arrestados fueron llevados al cuartel de la CNI en La
Serena y sometidos a violentas torturas. Sergio Buschmann recibió
tormentos que describiría luego como inimaginables mientras lo
mantuvieron colgado en el patio del cuartel. El uso de animales,
práctica de tortura sólo registrada en los meses siguientes al golpe de
Estado de 1973, volvió a ser empleado en esos días (7).
En tanto, comenzaron a ser ubicados uno tras otro algunos de los
principales escondites de armas: el 13, un pique ubicado en el sector
de Palo Negro; el 14, una mina abandonada en Cerro Blanco.
En medio de esa sucesión de sorprendentes hallazgos, el Frente
decidió dar un golpe de efecto para contrarrestar la ofensiva del
gobierno. El 18 de agosto, un comando secuestró al jefe de protocolo
del Ejército, el coronel Mario Haeberle. Miles de soldados y policías
comenzaron a peinar Santiago. Las agencias internacionales, diarios y
revistas fueron estrechamente vigilados por agentes de seguridad,
previniendo una posible conferencia de prensa como otras que había
dado el FMPR con sus secuestrados.
Periódicos boletines del Frente, dejados en tarros de basura y
estaciones del Metro, dieron cuenta de la marcha del secuestro.
Agentes del Servicio de Inteligencia del Ejército, SIDE, se sumaron a
la búsqueda.
El Frente difundió un presunto documento encontrado en el maletín
del coronel. En él se revelaba un supuesto diálogo entre el jefe del
Comando Sur del Ejército norteamericano, el general John Galvin, y
altos mandos de las Fuerzas Armadas chilenas.
Nada logró inmutar a las fuerzas de seguridad.
El coronel fue abandonado, drogado, envuelto en una bandera del
FPMR, en una calle vecina a un cuartel de Investigaciones, cerca de
Vicuña Mackenna.
Entre tanto, la razzia contra los hombres de los arsenales prosiguió
implacablemente.
El día 19 cayeron en Santiago José Abelardo Moya Toro,
comerciante, padre de uno de los integrantes del grupo de seguridad
de Carrizal Bajo, y Jorge Velásquez Ugarte.
La CNI ya tenía las pistas necesarias para dar con los lugares de
acopio de armas en Santiago.
El día 20 fue detectado uno de los escondites secretos en el fundo La
Trilla, en Paine.
Horas después, en calle Los Granados 0576, en La Pintana, se
descubrió otro subterráneo atiborrado de fusiles y explosivos.
Al día siguiente se informó de otro hallazgo en calle Tucapel 1635.
Esa misma noche, cerca de Carrizal, en el subsuelo de la posada
Arbol de Marañón, adquirida meses antes por miembros del FPMR,
fue encontrado el mayor de todos los arsenales.
En total, hasta ese instante, habían sido detectados tres mil 115
fusiles M-16, 114 lanzacohetes RPG-7 de origen soviético, 167
lanzacohetes LOW de procedencia estadounidense, más de dos
millones de cartuchos de diversos calibres, unas dos mil granadas de
mano, ametralladoras pesadas, toneladas de explosivos de variados
poderes, bombas, detonantes y numerosos otros pertrechos bélicos:
el material suficiente para equipar a los combatientes de una larga y
extendida lucha en todo el país.
Las armas norteamericanas habían sido abandonadas en Vietnam;
las armas soviéticas, fabricadas entre 1983 y 1984.
Los incrédulos comenzaron a mirar con asombro, pese a los intentos
del Frente por atribuir los hallazgos a un montaje del gobierno militar.
El 3 de septiembre, la Comisión Política del Partido Comunista envió
una carta a Gabriel Valdés, presidente del Partido Demócrata
Cristiano, donde anotaba: “Pensamos que ustedes hacen pie del show
de los armamentos para justificar un retroceso que se viene
experimentando en las posiciones de vuestro partido desde mucho
antes”.
Para el día siguiente estaba convocada una Jornada por la
Democracia que amenazaba con derivar en nuevos y violentos
incidentes.
Muy temprano, en calle Longaví, en Las Condes, la CNI cayó sobre
uno de los principales cabecillas de la internación de armas: Claudio
Molina Donoso (El Rucio). Con él fueron arrestados Mario Hayes
Olivares, Pedro Delgado Zapata y Claudio Vergara.
Molina fue mantenido cuatro días en la Comisaría de Las Tranqueras
y luego llevado al cuartel de la CNI en Borgoño.
Era la semana siguiente al atentado contra Pinochet y hasta las frías
habitaciones del recinto llegó el general Hugo Salas Wenzel, director
de la CNI.
Estaba muy interesado en lo que El Rucio sabía sobre César Bunster.
ESPERA EN LA OBRA
Un grupo de rodriguistas, encabezado por Vasily Carrillo, Marcial
Moraga y Lautaro Cruz se había encargado de recibir las armas
destinadas a la emboscada de Pinochet. Las habían transportado en
camioneta hasta la casa de La Obra y guardado en un subterráneo.
Al promediar el mes de agosto ya estaban designados los cinco
grupos que actuarían en la operación, divididos en dos comandos de
catorce hombres cada uno aproximadamente.
Todos se concentraron en La Obra y en la residencial Carrión, en el
poblado de San Alfonso, a escasos kilómetros de El Melocotón.
El 5 de septiembre hubo un apagón en Santiago. Se recordaba el 54°
aniversario de la fundación de la Juventud Comunista de Chile.
Ese mismo día, dos mujeres llegaron a alojarse a la residencial
Inesita, en San José de Maipo. Pidieron un cuarto que diera sobre la
carretera. Ellas debían avisar de la aparición de la comitiva
presidencial en el camino.
Desde ese lugar hasta la cuesta Achupallas no había más de doce
minutos de vehículo.
En la tarde del 6 de septiembre, un grupo de apoyo médico se
acuarteló en una casa de seguridad en Santiago, a la espera de los
posibles heridos.
A las 7 de la mañana del día 7, los 28 integrantes del comando que
ejecutaría la Operación Siglo XX estaban concentrados en las
dependencias de la casa de La Obra.
Recién allí se enteraron de cuál era su misión. Dos hombres vigilaban
los alrededores.
A las 17 horas, el personal médico del FPMR se dirigió en Santiago a
las clínicas clandestinas.
En El Melocotón, Pinochet estudiaba el discurso que pronunciaría el
11 de septiembre. Se levantó y anunció su regreso a Santiago. Su
nieto Rodrigo le pidió que lo llevara. Dudó, pero aceptó.
Los automóviles estaban con los motores calientes, la escolta atenta.
Se anunció por las radios el inicio del regreso.
Pasadas las 18 horas, la comitiva salió a la ruta G25.
A su paso por la residencial Inesita, las mujeres dieron el aviso. En La
Obra, los rodriguistas escuchaban una grabación con las últimas
palabras de Salvador Allende en La Moneda.
Recibida la señal, se pusieron en marcha.
Estaban a sólo tres minutos del lugar de la emboscada.
Instantes después la ruta G25 se transformó en un infierno.
Cinco escoltas murieron —los cabos Pablo Silva Pizarro, Gerardo
Rebolledo Cisterna, Roberto Rosales Martínez, Cardenio Hernández
Cubillos y Miguel Angel Guerrero Guzmán— y otros doce sufrieron
graves heridas.
Esa noche se reunió la Junta de Gobierno y decretó el estado de sitio
y el toque de queda.
LA LEY DE TALIÓN
En las horas posteriores al ataque contra Pinochet, en algún lugar de
Santiago se dio una orden perentoria.
Era necesario vengar la muerte de los escoltas. Siete horas después
de la emboscada, a las dos de la madrugada del lunes 8 de
septiembre, un grupo de hombres uniformados con tenidas verde
oscuro rodeó la casa del electricista Felipe Rivera Gajardo, en la
comuna de Pudahuel. El hombre, de 40 años, antiguo militante del
Partido Comunista, cuñado de Diego Lira Matus, uno de los 21
detenidos por el caso de los arsenales, fue subido a un vehículo que
partió con destino desconocido.
Dos horas después, el comando vengador llegó a la casa de Gastón
Vidaurrázaga, 28 años, profesor, miembro del MIR, hijo de la jueza
titular del 11° Juzgado de Letras de Santiago. También fue sacado a
empujones, casi sin vestimenta.
Enseguida, la nocturna comitiva enfiló sus vehículos hacia el barrio
Bellavista. De allí salió con el periodista José Carrasco Tapia,
miembro del comité central del MIR.
En la mañana, los cuerpos de los tres fueron encontrados acribillados
a balazos. El primero, en un terreno eriazo frente a la fábrica de
Toyota, en Pudahuel; el segundo, con 20 balas en el cuerpo, en el
kilómetro 15 de la Ruta 5 Sur; el periodista, con trece balas en la
cabeza, junto a un muro, en las cercanías del cementerio Parque del
Recuerdo.
En la noche siguiente, bajo toque de queda, el comando volvió a salir
a las calles. A las tres de la madrugada los encapuchados llegaron al
sector Casas Viejas, al oriente de Puente Alto, y secuestraron
violentamente a Abraham Muskatblit Eidelstein, publicista, antiguo
miembro del Partido Comunista. Su cuerpo apareció acribillado en un
canal de regadío contiguo al camino que conduce a Lonquén (8).
Faltaba sólo uno. Esa misma noche salieron en su busca.
Llegaron en un jeep y un automóvil al domicilio de Luis Toro, abogado
de la Vicaría de la Solidaridad.
Pero Toro había tomado especiales precauciones. La aparición de los
cadáveres y las múltiples amenazas contra dirigentes opositores y
defensores de los derechos humanos lo mantenían intranquilo.
Dos hombres saltaron la reja e intentaron forzar la puerta de la
entrada. Luego la de la cocina.
Toro, que advirtió la llegada de inmediato, comenzó a discar
frenéticamente el teléfono tratando de avisar lo que pasaba.
Abrió una ventana del segundo piso de su casa y gritó: “¡Coronel!
¡Coronel!”
La luz de una ventana se encendió en la vivienda contigua y un
hombre asomó su cabeza.
—¿Qué pasa, Lucho? ¿Qué pasa?
Otras ventanas se iluminaron.
Los hombres dejaron la casa, subieron a sus vehículos y
abandonaron el lugar (9).
Una nueva noche de sangre parecía haberse evitado.
El general Pinochet, repuesto del intento del magnicidio, resultó
fortalecido casi en la misma medida en que la oposición entraba en
una fase de incertidumbre y repliegue.
Para ambas fuerzas, los dramáticos hechos de violencia obligaban a
meditar.
Aquel año terminaría envuelto aún en el humo de las balas.
48
TOTUS TUUS
Entre octubre de 1985 y marzo de 1987, la Iglesia Católica desplegó uno de los
esfuerzos más monumentales que recuerde su historia. La tarea de conseguir que
el Papa no fuera manipulado en un régimen terco y hostil a la jerarquía significó
disgustos y triunfos diarios. Por primera vez se puede ahora escudriñar en la
intimidad de ese proceso.

La confirmación de la visita del Papa a Chile fue simultáneamente


difundida en Santiago y en el Vaticano el 1º de octubre de 1985.
Aquel día quedó cancelada la discusión que hasta entonces habían
sostenido los obispos sobre el tema. Un tácito acuerdo de trabajar
para que todo resultara perfecto se impuso en el seno de la
Conferencia Episcopal y comenzó la búsqueda de equipos humanos
para la más ardua tarea que debía enfrentar la Iglesia Católica chilena
en casi toda su historia.
En ese octubre del 85, mientras el cardenal Juan Francisco Fresno
quemaba sus últimos esfuerzos en conseguir una recepción favorable
del gobierno hacia el Acuerdo Nacional, La Moneda parecía ver
todavía el viaje del Papa como algo distante y remoto. Ningún órgano
especial, ninguna comisión, ninguna estructura oficial fue creada para
iniciar los preparativos.
El Ejecutivo conocía al dedillo los agudos problemas suscitados entre
la jerarquía católica y la oficina de asuntos especiales que dirigía
Sergio Rillón y que teóricamente tenía a su cargo la relación con la
Iglesia Católica. Sabía, también, que ni el Vaticano ni el Episcopado
chileno aceptaban a esa oficina ni a su titular como interlocutor. Así
es que designó al vicario general castrense, obispo Joaquín Matte,
como encargado oficial de la visita a nombre del Ejecutivo, pero éste
no asistió nunca a una reunión.
En noviembre, el cardenal Fresno debió viajar a Roma para una
reunión del Papa con los cardenales. Tuvo entonces la idea de llevar
a su vicario general, Cristián Precht, para que conversara con el
padre Roberto Tucci, encargado vaticano de las giras papales.
Una casualidad llevó a Roma, en esos mismos días, a Javier Luis
Egaña, un laico con extensa trayectoria en labores relacionadas con
la Iglesia. La circunstancia no pudo ser más afortunada para él:
Fresno se enfermó, debió volver a Santiago, Precht no pudo hablar
con Tucci y el encargo quedó en manos de Egaña.
Tucci era un hombre poderoso en la Santa Sede. Había estado a un
paso de ser el superior general de los jesuitas y por su oficina
desfilaban laicos, dignatarios, banqueros y notables de la curia
romana (1).
Al recibir a Egaña, Tucci explicó en detalle las normas vaticanas:
desde cuánto dura una eucaristía del Papa hasta los minutos que han
de destinarse al descanso (2). Tras la conversación, Egaña produjo
un extenso memorando para el cardenal Fresno. El Informe Tucci,
como lo llamaron, llegó hasta la Asamblea Plenaria de Obispos de
diciembre del 85, donde se debatió extensamente. Hubo allí una
decisión crucial: nombrar una comisión provisoria, que sería conocida
como la PrePapa, para trabajar en los contenidos de la visita, el
ceremonial, el programa y los actos preparatorios que habría el año
siguiente.
La Comisión se constituyó el 16 de enero de 1986 con el obispo
Bernardino Piñera, presidente de la Conferencia Episcopal, como
cabeza. En ella también participaba el obispo Sergio Contreras. En
calidad de coordinadora asumió Mónica Jiménez, miembro de la
Comisión Justicia y Paz. Los sacerdotes Cristián Precht (vicario
general), Renato Poblete (capellán del Hogar de Cristo) y Joaquín
Alliende (consejero de Schoenstatt en Alemania) quedaron también
incorporados. Y hubo otros cuatro laicos: Egaña, el empresario
Eleodoro Matte, el ingeniero Ignacio Rodríguez y el secretario de la
Vicaría Pastoral Obrera, José Aguilera.
La Comisión completó su trabajo y lo entregó para el análisis de los
obispos a fines de marzo.
LAS DIÓCESIS AL RUEDO
Una Asamblea Plenaria Extraordinaria fue convocada para el 1° de
abril de 1986. Esta aprobó con relativa celeridad el vasto plan de
acciones previas a la visita, que incluiría misiones y catequesis. Un
símbolo sería el centro de todo: la figura de Cristo, cuyo rostro se
insertaría en “altares familiares” de cartón y reaparecería en plena
visita del Papa, en el Estadio Nacional.
Pero cuando sobrevino el debate sobre los lugares que había de
incluir, comenzó la tormenta. Como era lógico, ningún obispo estaba
dispuesto a prescindir del Papa en su diócesis. Ninguno carecía de
motivos.
Tras horas de debate, un principio se impuso entre los prelados: el
Papa debía ir a las arquidiócesis jerárquicamente más importantes. O
sea: Santiago, Antofagasta, La Serena, Concepción y Puerto Montt.
Un sexto caso era algo especial: Valparaíso, que es diócesis pero
está a cargo de un arzobispo.
Luego comenzó la batalla por los otros puntos. El obispo de Calama,
Juan Bautista Herrada, opinó que sería indispensable que el Papa se
reuniera con los obreros del cobre, en Chuquicamata.
El obispo de Temuco, Sergio Contreras, recordó que Juan Pablo II
respalda a las minorías étnicas: el pueblo mapuche no podría ser una
excepción. El obispo de Punta Arenas, Tomás González, reclamó
para su ciudad el derecho de recibir en la zona de conflictos al Papa
que había resuelto el diferendo con Argentina; los obispos de la zona
central defendieron a los huasos, a los campesinos y al agro.
Las horas de polémica terminaron con algunas decisiones claras,
pese a todo: a las arquidiócesis se agregarían Punta Arenas y
Temuco. Nada más: el tiempo no permitiría otra cosa.
El último aspecto de la reunión fue la elección de la Comisión
Nacional Visita Santo Padre, otro tema que venía siendo polémico
entre los hombres de Iglesia. El sacerdote Joaquín Alliende se había
ofrecido para la misión, pero su residencia en Alemania complicaba el
trabajo. Cristián Precht fue propuesto luego, pero el propio cardenal
Fresno interpuso su oposición: la tarea en Santiago no podría
prescindir del vicario. El vicario general de Valparaíso, Jorge Sapunar,
declinó la nominación porque entrevió las inmensas dificultades.
Finalmente se optó por el obispo Francisco José Cox, auxiliar de La
Serena. La Comisión Nacional quedó encabezada por un consejo y
seis comisiones. La secretaría ejecutiva del sistema la asumió Cox,
con Ignacio Rodríguez como adjunto.
El 17 de mayo de 1986, con gran parte del programa ya diseñado, la
Iglesia chilena abrió oficialmente la campaña de recepción al Papa.
La campaña y también el hecho de que la única Comisión Nacional
formada para la recepción hubiera sido íntegramente nominada por
los obispos, eran señales inequívocas de que la Iglesia no estaba
dispuesta a que el gobierno se interpusiera.
Pero a pesar de eso, el Ejecutivo siguió mirando el asunto con
displicencia. Sólo un mes más tarde partió a Roma una delegación
encabezada por Rillón para iniciar las conversaciones. El obispo Cox
viajó también. En esas extensas reuniones con el padre Tucci
comenzó a tomar un perfil fuerte la intención básica de los obispos
chilenos: que la visita fuera administrada por la Iglesia local y no por
el Estado.
Contra los precedentes de otras giras, la Iglesia chilena estaba
decidida a asumir la integridad del viaje: no permitiría que fuera
manejado o proyectado por nadie más.
Rillón regresó a Santiago con un mensaje claro: el gobierno sería
responsable de la seguridad y traslados del Papa en territorio chileno.
Ni un paso más allá de eso. Allí se estableció también que la relación
concreta con el Presidente Augusto Pinochet debía ceñirse al
protocolo mundialmente seguido en estos casos. Podría haber sólo
tres encuentros oficiales: a la llegada, en una visita a la sede del
gobierno, y a la partida. Esta última, por cierto, no era indispensable.
Si el Presidente no podía ir, no cometería agravio alguno.
Semanas después de esa aclaración, los obispos pudieron respirar
con alivio: el jefe de Protocolo de la Cancillería, Mariano Fontecilla,
informó que el Presidente sólo asistiría a esos tres actos. La temible
sombra del Jefe de Estado en un acto masivo había desaparecido.
Entretanto, la Iglesia desplegó todas sus fuerzas en los actos
pastorales dedicados a preparar al país para la visita. Pocas veces en
su historia había tenido la Iglesia chilena una presencia tan extendida,
intensa y profunda.
CARABINEROS TOMA VENTAJA
En julio del 86, el Papa inició su sexto viaje a la América hispana en
Bogotá, Colombia. Era lo más parecido y cercano que habría antes de
la llegada a Chile. Precht, Egaña, Rodríguez y Alberto Etchegaray, un
ingeniero que integraba la comisión de organización, partieron a
conocer en terreno la experiencia. Decenas de carillas se llenaron de
apuntes y observaciones. Hasta los crisantemos de los altares fueron
contados (3).
Pero la verdadera sorpresa de los miembros de la Comisión no
provino de esos aspectos, sino del aparato de seguridad: una misión
de Carabineros, a cargo del director de Logística, general inspector
Claudio Calderón, había viajado también a Bogotá para conocer la
organización policial de la visita.
Aquel encuentro abrió una de las dimensiones más delicadas de los
preparativos. Carabineros venía preparando en silencio el dispositivo
de seguridad en torno al Papa. De la visita a Colombia, el alto mando
de la policía había sacado una nítida conclusión sobre lo que el
Vaticano deseaba de la seguridad: que fuera fuerte y eficiente, pero
que apenas se notara.
La Comisión, entre tanto, continuó con el arduo trabajo de definir el
programa. Todo se fue haciendo en silencio, con cautela, pero sobre
todo con precisión. Ese factor sería decisivo a la hora de discutir los
temas con el gobierno: cuando éste se decidió finalmente a abordar la
visita, todo estaba prácticamente listo.
Así ocurrió, por ejemplo, con la televisión: designando a Canal 13
como coordinador de las transmisiones de la visita del Papa, y
encargándole a Juan Agustín Vargas la organización de un núcleo
operativo de técnicos. Se cercenaba de raíz la posibilidad de que
Televisión Nacional y la Secretaría General de Gobierno quisieran
controlar los programas.
Una consigna humorística se impuso en las primeras reuniones del
equipo: “El artista es nuestro”.
A pesar de su papel en los traslados, el gobierno tampoco tuvo
injerencia en las decisiones sobre trayectos. Había pasado ya la
mitad del 86 y los funcionarios oficiales continuaban sin tomar el peso
del asunto. Aquella imprevisión les costaría después encontrarse ante
los hechos consumados del plan de la Iglesia.
Originalmente, la Comisión preveía que el periplo papal discurriera de
norte a sur, y que desde Punta Arenas se fuera a Buenos Aires.
Pero ese diseño planteaba un grave problema: se excedía en poco
más de 30 minutos del riguroso tiempo previsto para Chile.
Largos debates fueron alterando ese proyecto: la idea de que saliera
hacia el extremo austral primero, para después devolverse, se fue
imponiendo. Con una sola dificultad: el Papa no podría volver a pasar
por Santiago, porque acarrearía toda clase de dificultades
protocolares y de tiempo.
—¡Ya sé! —gritó alguien, en cierta sesión—. ¡Pasa volando!
Así sería.
LA DISPUTA POR ANTOFAGASTA
El ingeniero Alberto Etchegaray, que estaba colaborando con
Rodríguez en la comisión de organización y que asumiría su dirección
posteriormente, había llegado a diseñar más de 50 programas
detallados, con lugares, horas, minutos y personas, cuando se
enviaron borradores afinados al Vaticano, a fines de septiembre.
En octubre se anunció que el padre Tucci viajaría a Santiago para
ultimar los preparativos. Recién entonces el gobierno ordenó a sus
funcionarios organizarse como comisión para ver el conjunto de los
problemas.
Para ello fueron designados cuatro subsecretarios: Alberto Cardemil,
de Interior; el coronel Ramón Valdés, de Relaciones Exteriores; el
coronel Claudio Guzmán, de la Secretaría General de Gobierno; el
coronel Carlos Infante, subsecretario de Defensa para la Fuerza
Aérea; y el coronel Pedro Salazar, de Carabineros. A ellos se sumó el
mayor de Ejército Luis Clavel, representante directo de la Presidencia.
Aunque Cardemil tenía evidentemente mayor poder de decisión
política, y actuaba en los hechos como el más ejecutivo del grupo, la
preeminencia del Ejército impuso su criterio para lograr que presidiera
la comisión el coronel Valdés. El mayor Clavel oficiaría de secretario
tomando actas que sólo la Presidencia habría de leer.
El 15 de octubre de 1986, Tucci, los ejecutivos de la Comisión
Nacional y los subsecretarios iniciaron una serie de encuentros de
casi una semana para debatir el programa. En conjunto, revisaron
paso a paso el ceremonial, el itinerario, los invitados, las restricciones.
Tucci tuvo la impresión de que las cosas serían más fáciles de lo que
había creído. Sólo hubo un aspecto que perturbó el trabajo, y no tanto
por su gravedad, sino por lo inesperado: el gobierno tenía dificultades
para poner helicópteros a disposición del Papa, especialmente para
los trayectos entre ciudades. Los informes de seguridad de los
aparatos, se le dijo al sacerdote, hacían totalmente desaconsejable el
uso de helicópteros, y el Presidente se oponía a que hubiera riesgos
de ese tipo.
A pesar de ese curioso detalle, después de cinco días de trabajo todo
pareció listo. Un cúmulo de detalles quedaba pendiente, pero Tucci
podría regresar al Vaticano con un programa firme para presentar en
Roma.
Pero ese viernes 20 el coronel Valdés apareció con un planteamiento
formal que, según explicó, venía del gabinete presidencial.
—El Presidente —dijo— no va a viajar hasta Antofagasta para la
despedida del Papa.
Tucci creyó que sería algo sencillo. Estuvo a punto de decir que con
eso no había problema. Pero el coronel continuó.
—El gobierno, sin embargo, estima que es inapropiado que Su
Santidad abandone el territorio chileno sin despedirse de la autoridad.
En consecuencia, estima indispensable que Su Santidad regrese a
Santiago y desde aquí salga hacia Argentina.
Los miembros de la Comisión se miraron con asombro. Tucci trató de
conservar la calma.
—No, eso no es posible —dijo—. El programa está muy ajustado, la
llegada a Argentina es muy precisa, no habría tiempo. En esto hemos
sido claros desde el comienzo. No comprendo...
—Lo siento —replicó Valdés—. Esta es la posición oficial. La orden
emana directamente del Presidente.
—¡Entonces quiero una entrevista con el Presidente! —se exaltó
Tucci—. ¡Consígame de inmediato una entrevista con Pinochet!
La ira de Tucci cambió el semblante de los delegados del gobierno.
Cuando el momento de mayor tensión hubo pasado, los funcionarios
se comprometieron a transmitir al Presidente la posición del Vaticano.
Pero pasaron muchos días sin respuesta. Tucci volvió a Roma con la
sensación de que las cosas podían fracasar. Hasta que el vicario
castrense Joaquín Matte se comunicó con la Comisión Nacional e
informó que el Presidente había decidido finalmente ir a despedir al
Papa al aeropuerto de Cerro Moreno, en Antofagasta.
UN GENERAL DE SORPRESA
A pesar de ese áspero incidente, las comisiones de la Iglesia y del
gobierno acordaron continuar reuniéndose, cada martes a las 9 de la
mañana, hasta la fecha misma de la visita. La cita sería en la oficina
de Cardemil y un acuerdo tácito pareció extenderse entre los
involucrados: no importaba qué peleas hubiera, las reuniones debían
continuar.
Fue entonces cuando volvió a surgir el tema de la seguridad. Aunque
la comisión de la Iglesia entendía que Carabineros ya había adoptado
las previsiones del caso, el gobierno continuaba en la indefinición. Se
advertían, además, contradicciones entre los funcionarios: que el
Ministerio del Interior, que Carabineros, que las Fuerzas Armadas,
que la policía civil, que la CNI...
Los propios carabineros hacían notoria su incomodidad: sabían que la
misión se les estaba cuestionando y temían que se adoptara una
resolución sorpresiva.
La presión de la Iglesia surtió finalmente efecto, y el gobierno decidió
designar un responsable: el brigadier general de Ejército Salas
Wenzel, director de la CNI.
El asombro de la comisión no se expresó con toda su fuerza durante
la cita en que éste fue presentado, pero, al concluir, Cox hizo ver a
Cardemil la inmensa inconveniencia de la decisión. El Vaticano no
podía aceptar que un aparato de inteligencia se hiciera cargo del
Pontífice.
La policía también hizo lo suyo. Argumentando con la Constitución en
la mano (donde se define como fuerzas de orden sólo a Carabineros
e Investigaciones), numerosos oficiales, y el propio Stange, se
enfrentaron a la pretensión de que la CNI tomara la responsabilidad.
Salas Wenzel no volvió a aparecer en la comisión oficial. Poco tiempo
después, el alto mando policial designaría formalmente al general
Alfredo Núñez, subdirector de Actividades Especiales, como
encargado oficial. Y, para asegurar la relación, diez altos oficiales se
trasladaron hasta las mismas oficinas de la Comisión Nacional, en
calle Cienfuegos, para trabajar con los hombres de la Iglesia en los
planos, los recorridos y los traslados.
Durante meses, los diez uniformados laboraron codo a codo con los
civiles que la Iglesia había designado y, en particular, con Alberto
Etchegaray. En algunas sesiones estuvo también Juan Carlos
Latorre, un hombre que hacía poco había estado detenido por su
participación en la Asamblea de la Civilidad y que dirigía ahora la
inmensa organización de los “guardias papales” reclutados en la
juventud.
El segundo incidente de grandes proporciones entre las dos
comisiones sí estuvo a punto de romper el diálogo. Ocurrió durante el
debate sobre los actos litúrgicos. Y lo inició el coronel Guzmán, que
se exaltó con Javier Luis Egaña.
—Y usted —le espetó de pronto—, ¡tenga cuidadito! Mire que lo
conocemos muy bien...
Cox intervino con irritación. Y habló con fuerza.
—Usted, coronel, le está faltando el respeto a una persona de la
Comisión. Esto es inadmisible. Yo no se lo puedo permitir. Y no
levanto esta sesión sin que usted le dé explicaciones.
Los demás presentes se apresuraron en bajar el tono de la disputa.
Pero algo se quebró irremediablemente.
Guzmán nunca más volvió a las reuniones bilaterales.
CUIDADO CON LA TV
Hacia las postrimerías de 1986, prácticamente todos los aspectos
cruciales del programa estaban ya despejados. El último de los
puntos conflictivos había sido la entrada del Papa a Santiago.
Carabineros consideraba más apropiado un ingreso por Alameda, una
vía cuya amplitud permitía ejercer un resguardo estricto. Pero la
Iglesia insistía en que el trayecto se hiciera por la calle San Pablo, en
razón de que el Papa no estaría obligado a hacer un trayecto por una
zona despoblada y de que tomaría inmediato contacto con los barrios
populares y la gente humilde.
Carabineros terminó por aceptar la terca proposición de la Iglesia.
En diciembre viajaron a Roma Precht y Egaña, preparados ya para
presentar el panorama detallado del viaje. Aquellas reuniones
depararon otra novedad: el Vaticano tenía una política de
comunicaciones que debía respetarse íntegramente, y con mayor
razón en un caso conflictivo como el de Chile. Según ésta, la
cobertura televisiva debía ceñirse al principio de que se ha de
transmitir lo que se ve y se oye donde el Papa está, sin trucar o
intervenir las imágenes o el sonido.
Cox y Egaña vieron en esta política todas las ventajas imaginables: si
ella lograba imponerse, sería imposible que el régimen o sus
funcionarios intentaran manipular las transmisiones.
De regreso en Chile, Egaña pidió al gobierno abordar el tema. Y esta
vez no se encargó de ello la comisión de los subsecretarios, sino el
ministro secretario general de Gobierno, Francisco Javier Cuadra,
quien guardaba para sí el manejo de la televisión.
En las primeras reuniones, Cuadra planteó dos normas básicas. La
primera proponía que la transmisión en cadena contemplara
íntegramente sólo las homilías del pontífice. Egaña percibió la sutileza
del punto. Replicó que los actos del Papa son un todo, que incluye
tanto lo que él dice como lo que oye. En otras palabras, la liturgia
sería mutilada si no se mostraban también los testimonios del pueblo
de Dios. Se rompería la política vaticana de proteger integridad y
esencia de los contenidos pastorales.
El acuerdo se fijó en una posición intermedia. La señal única cubriría
íntegramente la totalidad de los actos; si algún canal quisiera
descolgarse de alguna emisión, tendría libertad para ello.
El segundo punto de Cuadra fue más taxativo: cada vez que el
Presidente estuviera presente en un acto, Televisión Nacional
encabezaría la cadena nacional, en cuyo caso la preeminencia del
Canal 13 se descartaba.
Ello planteaba el problema de la llegada. Para la Iglesia resultaría
incómodo e ingrato que la primera transmisión del Papa en Chile
fuera encabezada justamente por el canal del Estado y no por el
oficial. Pero Cuadra se mostró inflexible. La discusión se desplazó
hacia los sacerdotes que podían comentar en pantalla. El gobierno
objetó dos nombres (incluyendo a uno que hacía frecuentes
comentarios en televisión) y la Iglesia propuso a otros. El largo tira y
afloja concluyó con la aceptación recíproca de Luis Eugenio Silva y
Raúl Hasbún.
UN SOBRECARGO NOTABLE
Después vino el problema del transporte aéreo. Era claro que Lan
Chile pondría sus equipos, pero se necesitaba afinar detalles con el
presidente de la compañía, Patricio Sepúlveda.
La Comisión organizó un almuerzo para él. Casi todos los aspectos
complejos fueron resueltos sin dificultad. Hasta que Sepúlveda
advirtió que su nombre no aparecía en la nómina del avión.
—Pero yo tengo que ir —dijo, extrañado—. Soy el presidente de la
compañía.
—Lo siento —repuso un miembro de la Comisión—. El protocolo es
muy complejo en esto. No puede ir nadie más que los que están en la
lista.
—Pero no puede ser... —insistió Sepúlveda.
—Mire, nosotros pedimos los aviones como hemos pedido muchas
otras cosas. Si nos los quieren facilitar, lo hacen, pero sin condiciones
y sin que ello cree derechos a nadie. Imagínese si los que regalaron
los papamóviles quisieran viajar también...
—No, pero es que no es lo mismo. Entiendan que yo no quiero ganar
un privilegio. Sé que para la tripulación es importante que el
presidente esté arriba, eso les da confianza, se sienten respaldados.
—Es que es imposible —insistieron los hombres de la Comisión, que
empezaban a dudar —...Si el Papa lo invita a usted al vuelo en que va
de Chile hacia Argentina, eso es otra cosa. Seguramente lo invitará.
—Gracias, pero el punto es otro. Yo tengo que ir en nuestro avión, en
nuestro país, con nuestra gente.
—Imposible.
—Bueno, ¿y si voy como sobrecargo?
Los miembros de la Comisión se miraron.
—Eso es otra cosa —dijo uno—. Nosotros le pedimos un avión y una
tripulación, pero no nombramos a la tripulación. Esa es atribución
suya.
—¡Eso es! —se alegró Sepúlveda—, ¡iré como sobrecargo!
(Durante los viajes por Chile, Patricio Sepúlveda resultó ser el más
eficiente, preocupado y modesto de los sobrecargos. El gesto
impresionó a la Iglesia chilena y al propio Papa, que luego lo invitó
efectivamente en el viaje hasta Argentina).
EL INFORME INTERRUMPIDO
A comienzos de febrero, la Comisión Nacional recibió la noticia de
que el ministro del Interior, Ricardo García, se reuniría con los
intendentes regionales (todos uniformados) para recibir un informe
sobre la visita.
La Comisión explicó que le interesaría conocer semejante informe. El
Ministerio del Interior consideró, a su turno, que el Presidente también
debería oírlo y que quizás la ocasión sería propicia para hacer una
reunión bilateral ampliada, del más alto nivel.
Sendas invitaciones fueron despachadas desde La Moneda al nuncio
Angelo Sodano, al cardenal y a los obispos Piñera y Cox.
Los cuatro prelados se reunieron y discutieron el punto: sería el más
importante y sensitivo de los contactos sostenidos hasta entonces con
el gobierno. Se entraba en la etapa más delicada.
Entonces decidieron que Fresno y Piñera no debían asistir. No
manejaban el detalle y la minucia del programa, y podría ser fatal que
el gobierno detectara contradicciones o cavilaciones en la cúpula de
la Iglesia. El nuncio y Cox, en cambio podrían afrontar todos los
problemas con autoridad suficiente.
Piñera y Fresno presentaron excusas por escrito ante el gobierno, y la
reunión fue confirmada para el viernes 27 de febrero de 1987. Aquella
mañana, cinco ministros, algunos subsecretarios y doce uniformados
se sentaron frente a una cabecera presidida por Pinochet, Cox y el
nuncio.
La exposición, escrita, fue leída por el mayor Clavel. Todo el
programa comenzó a pasar lentamente ante los asistentes. Pero no
duró mucho. Cuando Clavel anunció la visita privada del Papa a La
Moneda, fijada para el jueves 2 de abril, a las 8.10 de la mañana,
Pinochet se incorporó y golpeó la mesa.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Una audiencia? ¡Cómo es posible! ¿Quién
me lo preguntó? ¿Cuándo? ¡Esto sí que está bueno! ¡Me fijan
audiencias sin preguntarme!
Los presentes quedaron en silencio. Clavel, que se sintió interpelado,
apresuró una explicación.
—Presidente, es que pensamos que a esa hora no sería problema.
Como conocemos sus horarios...
—¡Mire, mayor, da lo mismo que sea a la medianoche! ¡El hecho es
que si me van a fijar una audiencia privada me tienen que preguntar!
El oficial prefirió continuar. Habría que convencer al Presidente
cuando estuviera a solas. Anunció que desde La Moneda el Papa
partiría hacia la población La Bandera, para el encuentro con los
pobladores.
Otra vez interrumpió Pinochet.
—¡La Bandera! ¡Puros comunistas! ¡Lo quieren llevar ahí para
mostrarle la pobreza! ¿Por qué no lo llevan a una de las poblaciones
que he hecho yo, con esas casas tan bonitas? ¿Quién está haciendo
estos programas?
—Bueno —intervino Cox—, en realidad es deseo del Papa
encontrarse con los pobres, pero se debe considerar que también
recorrerá la ciudad de punta a cabo, así es que tendrá oportunidad de
ver otros aspectos del país.
La lectura del programa continuó, tensionada ya por el disgusto
presidencial.
—A las 14.15 del jueves 2 —leyó Clavel— Su Santidad se dirigirá a
Valparaíso para celebrar la Eucaristía de la Familia. Irá en auto
cerrado hasta Rodelillo.
—¡Rodelillo! —saltó otra vez Pinochet—. Otro lugar de puros
comunistas. Pero ese sitio es muy peligroso. Ahí está todo abierto,
pueden disparar de cualquier lado. ¿Por qué no se busca un lugar
más adecuado?
—Bien —dijo Cox—, inicialmente se había previsto el Sporting Club
de Viña del Mar, pero fue desechado por razones de seguridad. Allí
no es fácil la evacuación. Y tampoco se pudo conseguir los
helicópteros para una salida de emergencia.
—¿Me está diciendo que no tengo helicópteros? —se agitó Pinochet
—. Claro que tengo. Yo siempre ando en helicóptero. ¿Por qué no los
pidieron?
—Sí los pedimos, como le consta al señor ministro del Interior.
García se sintió sorprendido.
—No, eso no es efectivo.
La respuesta irritó a Cox. Buscó una carpeta y sacó un oficio con el
sello del propio Ministerio.
—Aquí está, por escrito.
Pero Pinochet apenas miró el documento. Hizo una seña para que la
reunión continuara.
—A las 15 horas —dijo Clavel, que logró pasar hasta el viernes 3—,
el Papa se reunirá con los diplomáticos en la Cepal.
Entonces Pinochet volvió a hablar. Dijo que preferiría que los
diplomáticos se reunieran en otra parte. La Cepal tenía ciertas
connotaciones que no serían buenas para el cuerpo acreditado en
Chile. El nuncio intervino para decir que el programa era ya muy
rígido, debido a su precisión, pero que si el Presidente insistía, él
podría ofrecer la sede de la Nunciatura. La proposición pareció
espléndida a Pinochet.
Luego vino el viaje a Punta Arenas. Minucioso, Pinochet preguntó en
qué avión sería trasladado el Papa. Se le respondió que en un Boeing
737 de Lan.
—No —dijo el Presidente—. Ese es un bimotor. No, no. Muy poco
seguro. Yo le voy a poner un cuadrimotor, mejor. La FACh se lo va a
preparar.
Cuando la extenuante sesión parecía a punto de concluir, Pinochet
regresó a la carga. Se dirigió ahora a los prelados.
—Bueno, monseñores, ¿y a qué misa con el Papa me van a invitar?
¿O sólo los intendentes pueden? Yo soy católico y soy el Presidente.
Cómo no voy a poder. La Iglesia siempre me ha tratado mal, no me
comprende. Así cuesta mantener la fe. A veces he estado a punto...
La alusión puso nerviosos a los prelados. Unas pocas semanas
antes, la Nunciatura y la Conferencia Episcopal habían recibido la
información de que el Presidente proponía que se hiciera una misa
privada en la capilla de La Moneda. Se le había respondido que
aquello era imposible, que salía de las normas vaticanas y que no se
hacía con nadie. Pero ahora, bajo nueva formulación, el temido punto
volvía a asomarse.
El nuncio se sintió forzado a ensayar una extensa explicación sobre
por qué no sería viable que asistiera a una misa. Había razones
técnicas, protocolares, de seguridad.
—Y además, Presidente —agregó Sodano—, las misas del Papa
ocupan toda una mañana. No son como cualquier otra cosa.
Desarman cualquier programa, de él y suyo.
La explicación pareció convencer a Pinochet.
En verdad, había sido una sesión extraña. El Presidente se había
mostrado difícil con el programa, pero tampoco había discutido
demasiado. Algunos quedaron con la impresión de que se había
tratado de una actitud destinada a subrayar la autoridad, el dominio y
la preocupación.
Es un hecho que todo siguió como estaba calculado.
Las últimas sesiones de la Comisión con los subsecretarios tuvieron
lugar en marzo. Allí se advirtió a los funcionarios sobre cada uno de
los gestos que pudieran resultar polémicos: que la eucaristía de La
Bandera se haría con la Biblia del padre André Jarlan; que el Papa
haría la cruz en el suelo del Estadio Nacional; que habría un
encuentro con la joven Carmen Gloria Quintana; que...
Los subsecretarios tomaron nota y agradecieron la transparencia.
Pero la Comisión nunca pudo obtener un detalle semejante de lo que
pasaría en los actos con el Presidente, y, particularmente, en La
Moneda.
El slogan oficial del “Mensajero de la Vida” fue, en esos días,
inútilmente alterado en la propaganda oficial por “Mensajero de la
Paz”, para salir al paso de la incómoda idea de que el Papa venía a
combatir lo que los obispos chilenos alguna vez habían llamado “una
cultura de muerte” (4).
Banderas amarillas y blancas poblaron las ciudades de Chile y
gigantescos emblemas repitiendo el Totus Tuus (Todos Tuyos) de la
insignia papal fueron copando las avenidas y los edificios.
Ignorando el difícil proceso por el cual la visita papal se había
convertido en realidad, los chilenos esperaban el miércoles 1º de abril
de 1987 como el día más importante de la década.
49
EL PAPA PISA PUDAHUEL
El Papa aterrizó en Santiago el miércoles 1º de abril de 1987. Durante tres días su
paso estremeció la capital. Desde La Moneda hasta el Parque O’Higgins, desde
Pudahuel hasta La Bandera, los secretos de esa visita habían sido mantenidos en
celosa reserva. Algunos misterios persisten.

El sábado 28 de febrero de 1987, dos miembros de la Comisión


Nacional Visita Santo Padre partieron a Roma para las reuniones
finales con el equipo vaticano encargado de los viajes papales. La
partida estaba programada desde antes para analizar, minuto a
minuto, las actividades que Juan Pablo II cumpliría en Chile.
El día anterior había tenido lugar la última cita con el Presidente
Augusto Pinochet, y la Comisión estaba todavía impactada por el
tenor del encuentro, la continua obstrucción del programa por parte
del gobernante y su voluntad declarada de hacerle cambios que para
la Iglesia eran de importancia (ver capítulo 48).
A la salida de La Moneda, los miembros de la Comisión habían
escuchado del general Alfredo Núñez, encargado de la seguridad
papal por parte de Carabineros, la garantía de que no habría
cambios.
Pero cuando el obispo Francisco José Cox, secretario ejecutivo de la
Comisión Nacional, y Alberto Etchegaray, encargado de organización,
contaron en el Vaticano su versión de lo que acababa de ocurrir,
aquella tranquilidad no pareció suficiente a la Curia.
El secretario de Estado Agostino Casaroli, el secretario de Estado
sustituto Eduardo Martínez Somalo, el presidente de Justicia y Paz
Achille Silvestrini, el cardenal Roger Etchegaray y el encargado de los
viajes papales, Roberto Tucci, insistieron en que la Comisión pidiera
al gobierno chileno seguridades más oficiales.
Los miembros de la Comisión llamaron al coronel Ramón Valdés,
subsecretario de Relaciones Exteriores y coordinador del comité del
gobierno para el viaje. Valdés ratificó que no habría modificaciones al
programa.
Pero esa afirmación tampoco pareció definitiva al equipo vaticano.
Alberto Etchegaray recurrió entonces a su amistad con el ministro del
Interior, Ricardo García, y lo llamó desde Roma.
—No se preocupen —dijo García, por teléfono—. No habrá cambios.
Ya le explicaremos al Presidente.
Recién ahí la Comisión respiró con algo más de tranquilidad. Faltaban
tres semanas para el viaje y la urgencia de despejar detalles
pendientes comenzaba a ponerse quemante.
El martes 31 de marzo de 1987, el Papa, su séquito oficial y varias
decenas de periodistas abordaron en el aeropuerto de Ciampino el
Boeing 747 Ponto Cervo de Alitalia, e iniciaron, en un vuelo sin escalas
de trece horas, el octavo viaje del pontificado de Juan Pablo II a
Latinoamérica.
Cuando apareció por primera vez en la parte posterior del avión, para
saludar a la prensa, el Papa contestó aquel día que “ciertamente en
Chile vamos a encontrar un sistema que es actualmente dictatorial.
Pero este sistema por su propia definición es transitorio” (1).
La descripción golpeó al gobierno, pendiente, como todo el país, de
cada palabra y cada gesto que el Papa tuviera hacia Chile.
A las 18 horas de esa tarde, mientras los nerviosos equipos de La
Moneda pedían verificaciones y confirmaciones de lo que había dicho
el Pontífice, el Ponto Cervo aterrizó en el aeropuerto de Carrasco, en
Montevideo.
Al anochecer el Papa asistiría, con el Presidente uruguayo Julio María
Sanguinetti como anfitrión, a la firma de un acta conmemorativa del
protocolo de paz entre Chile y Argentina, por los cancilleres Jaime del
Valle y Dante Caputo.
UN PUEBLO TESTIGO
El miércoles 1° de abril, el Boeing despegó de Carrasco y cuatro
horas después aterrizó en el aeropuerto Arturo Merino Benítez.
El Papa descendió y, ceremonialmente, besó suelo chileno.
Aunque todo pareció perfecto, la delegación vaticana venía en un
crispante estado de tensión.
En el vuelo hacia Santiago, el gobierno había entregado el discurso
que pronunciaría el Presidente Pinochet, y la delegación papal sentía
que el tono doctrinario y de denuncia de “la agresión y el asedio que
Chile ha sufrido y sigue padeciendo”, aun cuando se refiriera al
marxismo, era inapropiado para recibir a quien se había definido
como “mensajero de la vida”.
A pesar de todo, el saludo en la losa fue cortés, la ceremonia resultó
impecable y el discurso del Papa tendió, por naturaleza, a
monopolizar la audiencia (2).
Después vinieron los saludos a las autoridades. Por insinuación
vaticana, la Iglesia sugirió al gobierno que el Papa se estacionara en
un punto de la losa y que quienes fueran a saludarlo avanzaran
delante de él, con el objeto de evitar un recorrido demasiado largo,
que prolongaría la ceremonia y cansaría al Papa.
Pero el gobierno había rechazado tal posibilidad, bajo el argumento
de que las reglas del protocolo chileno, que se imponían en este
caso, hacían improcedente tal distribución.
Cuando terminó su recorrido por las filas oficiales, el Pontífice abordó
el papamóvil y partió hacia la Catedral Metropolitana, donde cerca de
300 religiosos se apretujaban desde la mañana para ver, acaso por
vez única, al jefe de la Iglesia.
El recorrido consultaba la larga travesía por San Pablo, que ya había
sido motivo de discusión. A la altura de San Pablo con Matucana,
aparecieron los primeros grupos organizados, decididos a hacerse
notar mediante la lucha contra la policía, los “guardias papales” y la
comitiva oficial. Las primeras piedras contra la caravana fueron
lanzadas en ese sector. Y los responsables de la seguridad tomaron
inmediata nota de la estrategia: se quería detener al papamóvil.
Los encargados formaban un trío cuyo principio de trabajo era la
jerarquización y la constante comunicación. Nada podía ocurrir sin
que les fuera notificado al ingeniero Etchegaray (por la Comisión), al
general Núñez (por Carabineros) o al padre Tucci (por el Vaticano).
Pero en aquella expectante tarde, el incidente fue sofocado por la
falta de eco en los pobladores. Los miles de personas que se
apostaron en las veredas impresionaron también al Pontífice. Sobre el
papamóvil comentaría, discretamente:
—Este no es un pueblo curioso. Es un pueblo testigo.
El Papa llegó hasta la Plaza de Armas, y allí, ante la multitud, hizo
uso del micrófono que por primera vez en su historial de viajes se le
instaló en un papamóvil.
Después de bendecir a la muchedumbre, ingresó a la Catedral. Tras
saludar a las autoridades de 20 iglesias cristianas, ingresó,
acompañado del cardenal Fresno, al patio del sagrario para un breve
encuentro con el personal de la Vicaría de la Solidaridad.
Se retiraba de allí cuando alguien gritó, angustiadamente:
—¡Santo Padre, bendiga el cirio, por favor!
El cirio era uno de los tesoros de la Vicaría. Había sido creado en
1978, para el Simposio Internacional de Derechos Humanos que
mostró por primera vez la fuerza institucional de la Vicaría, y
representaba el trabajo doloroso de muchos años (ver capítulo 25). El
Papa se volvió, hizo la señal de la cruz sobre el cirio y luego se retiró.
Muchos ojos se bañaron de lágrimas esa noche.
LA CENA FRUSTRADA
Luego salió hacia el cerro San Cristóbal.
En la cumbre lo esperaban, nerviosamente, 600 personas ligadas a la
Iglesia, invitadas con una nómina que estableció el Arzobispado de
Santiago.
Un Papa entusiasmado, con alegría casi infantil, subió al carro del
funicular dispuesto para el ascenso a la cumbre. El funicular había
sido una de las ideas románticas de la Comisión. El gobierno se había
opuesto duramente a su uso, con el argumento de que presentaba
problemas de seguridad y riesgos técnicos. Proponía que en subsidio
se empleara una de las rutas serpenteantes que escala hasta el
santuario.
Pero aquí Carabineros había hablado con más fuerza: usar esas rutas
implicaba disponer de centenares de hombres en los faldeos, las
curvas, los caminos. Carabineros prefería el funicular. Y el Papa
también, si se juzga por el entusiasmo con que abordó el carro.
El acto comenzó con una hora de retraso. El Papa subió hasta la
Virgen y luego descendió hacia el altar instalado unos metros más
abajo, para dirigir su bendición a la ciudad y recibir la bienvenida
oficial de la Iglesia chilena.
Al concluir las ceremonias, la comitiva chilena que acompañaba al
Papa sufrió el primer percance del complejo sistema de las visitas
papales.
Poco habituada al implacable ritmo que los programas del Pontífice
cumplen, algunos miembros se disgregaron y no advirtieron a tiempo
el momento en que el Papa abordaba el carro para iniciar el
descenso. Se suponía que en ese instante todos los acompañantes
debían partir con él. Pero esa noche, conversando con amigos, se
perdió en la cumbre nada menos que el obispo Piñera.
El nuncio Angelo Sodano había preparado una cena para veinte
personas en la casa papal. Varios obispos esperaban con
impaciencia los comentarios que se creía que el Papa haría sobre su
primer día en Chile. El propio nuncio participaba de la curiosidad.
Pero Juan Pablo II llegó a la residencia y pidió la capilla para hacer su
oración nocturna.
Los obispos lo esperaron en un ruedo frente a la puerta, inquietos y
contentos.
Cuando salió, el Papa se apoyó en la perilla de una escala y miró a
los presentes con una sonrisa.
—El Papa está cansado —dijo— y se va a dormir. Buenas noches.
Con inexpresada decepción, los invitados se fueron retirando de la
Nunciatura y el nuncio Sodano debió recoger la mesa de banquetes
finamente desplegada para la gran noche.
SORPRESAS EN EL PALACIO
Poco antes de las 8 de la mañana del jueves 2 de abril, el Papa, el
cardenal Fresno y el nuncio Sodano abordaron la limusina que los
conduciría hasta La Moneda, para la expectante visita oficial al Jefe
del Estado chileno.
En las puertas del palacio los esperaban el canciller Del Valle y el
director de Protocolo, Mariano Fontecilla. Y, para asombro de la
comitiva, del nuncio y del Papa, varios miles de personas instaladas
desde el amanecer en la Plaza de la Constitución.
Aquella era la primera sorpresa que hallaría esa mañana. La Iglesia
chilena se había enterado, sólo 48 horas antes, que el gobierno había
distribuido invitaciones entre los funcionarios públicos para un acto de
recepción en la Plaza. A pesar de que aquello no aparecía
contemplado en ninguna programación, y a pesar incluso de que el
gobierno hablaba de “espontaneidad”, las invitaciones habían sido
distribuidas con cuidado, los accesos estaban fuertemente vigilados y
un locutor oficial, Francisco Gabito Hernández, animaba a la multitud
desde poderosos altoparlantes (3).
El Papa fue conducido al segundo piso, hasta la puerta del Salón
Toesca, donde lo esperaban el Presidente Pinochet y el ministro
García.
La nerviosa comitiva vio con alivio el saludo afectuoso, la actitud
deferente de los más altos funcionarios y la parsimonia con que todo
parecía ir ocurriendo. Hasta que de pronto algunos advirtieron que se
abría una puerta y el Papa era conducido de un brazo, amablemente,
a trasponerla.
Abajo tronó la multitud.
No era una puerta cualquiera, sino el acceso a un balcón situado
sobre la calle Moneda, encima de los miles de funcionarios que
agitaban pañuelos y banderas en la Plaza de la Constitución.
El Papa no se inmutó. Saludó desde el balcón y contempló la masa.
Detrás suyo repiqueteaban los clicks de las cámaras de la Presidencia
y se hacía sentir el calor de las luces dispuestas para la televisión.
La comitiva papal calculó los efectos del hecho: el protocolo y el
programa habían sido seriamente quebrantados, pero nadie estaba
dispuesto a crear problemas en una situación ya bastante tensa.
Papa y Presidente pasaron luego al Salón Carrera, donde
intercambiaron presentes: aquél, unas medallas vaticanas; éste, un
par de aves de plata.
En seguida, las pesadas puertas del Salón de Audiencias se cerraron
tras los dos, que quedaron completamente a solas.
Según el programa original, esa cita debía prolongarse por unos 20
minutos, o 22, si era indispensable. Pero la comitiva comenzó a
ponerse nerviosa después de media hora sin que las puertas dieran
señal de abrirse.
Nada que esté plenamente confirmado se sabe de esa conversación.
Sus dos protagonistas han guardado secreto, como la más hermética
confidencia de años.
Esa noche, cenando en la Nunciatura, Juan Pablo II confió parte de la
conversación a cuatro prelados: el nuncio Sodano, el cardenal Fresno
y los obispos Piñera y Cox. Ellos permanecen bajo secreto pontificio,
cuya violación acarrea la excomunión.
Se sabe, sin embargo, que el Papa transmitió algunos mensajes y
consejos al Presidente. En 1988 le enviaría un recado con un alto
dignatario de la Iglesia: “Dígale al general que no se olvide de lo que
le dije”.
La reunión concluyó a los 44 minutos. Pero monseñor Eduardo
Martínez Somalo ya había dado el alerta: de continuar en ese ritmo, el
programa sufriría un fuerte retraso. Decidió entonces hablar con Cox.
—Hay que acortar la liturgia de La Bandera —dijo.
—A los pobres no me los toca nadie —replicó Cox, con firmeza—.
Esa gente está desde la noche esperando para ver al Papa. Si
quieren cortar algo, corten esto.
A las 9.18 el Papa salió a la escalinata que desciende hacia el Patio
de los Naranjos. Allí la comitiva vio con asombro y redoblada alarma
que unas mil 500 personas, familiares y funcionarios de La Moneda,
esperaban en un grupo compacto.
Pero no era todo: en el Salón O’Higgins, del primer piso, se
apretujaban ministros, ex ministros, subsecretarios, magistrados y los
cinco oficiales más antiguos de cada rama de las Fuerzas Armadas.
Martínez Somalo vio que el director de Protocolo, Mariano Fontecilla,
comenzaba a ordenar a los invitados en una fila que serpenteaba por
dentro del Salón. Decidió intervenir.
—Mariano, esto es un escándalo. El Papa no es un robot. ¡Cómo va a
saludar a toda esta gente!
Pero poco podía hacer Fontecilla a esas alturas. Martínez Somalo
decidió entonces cambiar de táctica. Se adelantó al grupo que
acompañaba al Papa e inició el recorrido por la fila, con una
admonición urgente.
—Ya, ya: rapidito, rapidito. Avance, avance. Nos queda poco tiempo,
señores.
Pero el peligro continuaba.
—Y después de esto, Mariano —comenzó a urgir Martínez Somalo—,
¿qué va a pasar?
—El Papa irá a la capilla. Allá está esperando la señora Lucía.
—¿Pero no se puede obviar eso, Mariano? Fíjate que ya vamos
atrasados 30 minutos.
No se pudo obviar. El Papa atravesó hacia la capilla del palacio por
un patio repleto de gente. Los guardias, nerviosos por el riesgo que
implicaba esa cercanía, no escatimaron codazos y hasta algunos
puntapiés para abrir camino.
En la capilla, el Papa se reclinó frente el Santísimo para orar. Un
minuto exacto estuvo de rodillas. A sus espaldas se inclinaron el
Presidente y su esposa, el vicario castrense Joaquín Matte y algunos
funcionarios de la Presidencia.
El Papa se levantó y volvió hacia la salida. Pero el vicario Matte lo
detuvo e hizo un gesto señalando al Presidente y su esposa, todavía
de rodillas.
Entonces el Papa los bendijo. Las salidas de protocolo ya habían
conseguido exasperar a la comitiva vaticana cuando el Presidente
inició junto al Papa el camino hacia las puertas de La Moneda.
También esa despedida estaba fuera de lo previsto.
Pero el Papa consideró el gesto. Al subir al vehículo que lo esperaba
con impaciencia, se volvió y repitió el adiós con la mano.
SAN RAMÓN, SIN PROTOCOLO
La comitiva partió a toda velocidad hacia el Parque La Bandera,
donde los sacerdotes Cristián Precht, Mariano Puga y Felipe Barriga,
vicario de la Zona Sur, se esforzaban por contener la expectación de
la muchedumbre congregada en la explanada de Américo Vespucio
con Santa Rosa.
Se trataba de uno de los actos más delicados para el Vaticano: las
características del lugar, del público, el número de personas y las
connotaciones políticas lo convertían en un polvorín en potencia.
Uno de los aspectos más sensibles era el de los testimonios que
debían presentar tres pobladores. Los mensajes habían sido
cuidadosamente preparados y revisados, para que reflejaran en la
mejor forma posible las inquietudes y aspiraciones de amplios
sectores. Los oradores escogidos eran: Luisa Riveros, de la población
Violeta Parra; Ximena Cornejo, de la José María Caro; y Mario
Mejías, de Peñalolén (4).
Para el acto litúrgico también se había contemplado un par de gestos
claves del Papa. La Iglesia chilena deseaba que el Papa usara en la
liturgia la Biblia que tenía el sacerdote André Jarlán cuando fue
asesinado en la población La Victoria. Fue monseñor Piero Marini,
prefecto de las ceremonias pontificias, quien interpuso las mayores
objeciones contra este gesto. El liturgo veía en él una fuerza más
polémica que pastoral, pese a la insistencia de la Iglesia chilena en
que se trataba de una figura venerada por el pueblo.
Tras mucho debate se llegó a una fórmula intermedia: se usaría la
Biblia de Jarlán, pero no se haría alusión expresa a ella ni a su dueño
en el acto.
En cambio, no hubo objeciones contra el hecho simbólico de que una
pareja de pobladores entregara al Papa una taza de té y un pan
amasado, para compartir el alimento diario de los pobres. Pero el
nerviosismo y la excitación provocaron un desajuste. El Papa recibió
inadvertidamente una taza vacía, que hubo que cambiar, a toda prisa,
por la que se había entregado al cardenal Fresno. Aquella sí que
tenía té.
El imprevisto más grave vino al final. Cuando el acto comenzaba a
cerrarse, el Papa notificó que necesitaba un baño. Los miembros del
equipo se miraron con pavor. Habían cometido un error terrible.
Calculando los tiempos de permanencia en La Moneda y en el
Seminario Pontificio de La Florida (a donde iría después), estimaron
innecesario instalar un baño en el escenario de La Bandera, que
debido a ese equívoco, sería el único de todos los actos donde tan
vital infraestructura estuviera ausente.
Una desesperada carrera para ubicar al alcalde de San Ramón,
Jesús Antonio Cabedo, comenzó entonces. El alcalde, que estaba en
el acto, debió volar hacia el edificio de la Municipalidad (el lugar más
cercano al acto) para alcanzar a habilitar su mejor baño.
En un desvío que fue poco conocido en su momento, el Papa realizó
aquel día esa breve y no protocolar visita a la Municipalidad de San
Ramón y enfiló luego hacia el Seminario Pontificio.
Como el retraso originado en La Moneda aún persistía, y para evitar
la tardanza en la Eucaristía de la Familia programada en Rodelillo, el
Papa optó por reducir sus dos horas de descanso y partió a la hora
prevista, en auto cerrado, hacia la Quinta Región.
LA COSA ESTÁ TENSA
Pese al gigantismo del acto en la zona de ingreso a Viña del Mar,
nada anómalo pasó esa tarde.
Hasta que comenzó a sonar el teléfono directo instalado junto al
escenario. Dos llamadas llegaron desde Santiago: ambas, para
advertir que la situación en el Estadio Nacional, donde 90 mil jóvenes
esperaban al Papa desde muchas horas antes, se estaba poniendo
crecientemente difícil.
La Comisión decidió que Cristián Precht viajara de inmediato a la
capital para ayudar a contener a la multitud. Y Precht, tras observar el
panorama, volvió a comunicarse con Rodelillo.
—La cosa está bien tensa —confirmó—. Mientras antes llegue el
Papa, mejor.
Antes de que la información alcanzara a traspasarse, el secretario
privado del Papa, monseñor Stanislaw Dziwisz, notificó que la
sacristía habilitada en unos containers junto al escenario no sería
usada por el Pontífice. En ella se había preparado una ducha, ropa
para cambiarse y un refrigerio.
Los organizadores vieron una suerte providencial en la decisión.
¿Había intuido ya el Papa que su presencia estaba sacudiendo
rincones ocultos y contenidos de la sociedad chilena, con todos los
peligros que ello envolvía?
El Papa llegó al Estadio Nacional y se cambió a toda velocidad en la
sacristía habilitada, mientras el séquito contemplaba, entre la
maravilla y el susto, el espectáculo de los 90 mil jóvenes en el recinto
deportivo.
La distribución de los invitados no había sido fácil. Se había
procurado que los grupos de jóvenes quedaran repartidos en las
graderías, para evitar que se formaran bloques virtualmente
encontrados: jóvenes de clase alta y de barrios obreros, secundarios
y universitarios, varones y mujeres...
Las invitaciones habían sido cuidadosamente repartidas. A cada
vicariato le correspondió su cuota. También el castrense entró en esa
distribución, incluso con un privilegio que pocos tuvieron: se le
entregaron seis mil entradas. Los organizadores estaban interesados
en que participaran los miembros de las escuelas matrices de las
Fuerzas Armadas. Incluso habían sugerido que concurrieran de
uniforme, para reflejar la integración en el cuadro de la juventud
chilena. Pero la Vicaría Castrense, después de consultar con el
Ministerio de Defensa, estimó que las entradas eran pocas y optó por
devolverlas.
Ni aun así hubo asientos vacíos. Varios miles de jóvenes con
invitación quedaron afuera.
Pronto se descubrió la razón: unas diez mil invitaciones habían sido
falsificadas y sus portadores habían copado desde temprano algunos
sectores del Estadio. Fueron los que gritaron consignas del MIR en
los comienzos del acto.
El ingreso del Papa al campo del Estadio tuvo un efecto casi
inmediato: la indómita multitud se apaciguó y esperó en silencio la
extensa ceremonia.
Tres jóvenes entregaron sus testimonios al Papa: el estudiante
secundario Freddy Ormeño, quien consideró más auténtico un texto
personal antes que uno que se le había preparado; el poblador Filamir
Landeros y la estudiante universitaria Mara Figueroa. La intervención
de Ormeño produjo estupor en la delegación vaticana e irritó a la
Iglesia chilena. En una tardía consecuencia de ese hecho, el cardenal
Fresno relevaría después al vicario de Pastoral Juvenil, Juan Andrés
Peretiatkowicz.
Aquella noche tuvo lugar otro de los gestos que habían resultado
polémicos entre los liturgos: la cruz sobre el suelo del Estadio,
trazada en nombre de los caídos.
A la Comisión le había costado convencer a la Curia de que, como ex
campo de concentración, el Estadio tenía una fuerte carga simbólica
en Chile. El Papa ayudaría a limpiarla.
La homilía de esa noche tuvo a un Pontífice extraño, desconocido
incluso para los miembros de la comitiva. Estos, conocedores de los
discursos hasta el detalle, suelen retirarse a descansar durante los
actos del Papa. Pero en el Estadio Nacional notaron desde el
comienzo que algo nuevo estaba ocurriendo.
Advirtieron con asombro que el Papa ejecutaba amplias inflexiones
mientras hablaba: en ciertos pasajes apenas susurraba, y sin
embargo la multitud parecía completamente silenciada. De pronto,
hablando sobre el camino de la juventud, los asesores vieron que
levantaba enérgicamente el dedo hacia el tablero del marcador.
—¡Ahí está! —clamó—. ¡Miradlo a El! ¡Seguidlo a El!
—El Papa ha estado magnífico —diría después el padre Tucci—. No
lo veíamos así desde 1979, cuando visitó Polonia.
La jornada terminó pasadas las 10 de la noche, cuando el Papa se
retiró rumbo a la Nunciatura. En lugar del auto recomendado por
Carabineros, debió salir en el papamóvil, para que pudieran verlo los
miles de jóvenes que habían quedado afuera.
La Comisión durmió exhausta, pero aliviada. El día más difícil, el que
concentraba la mayor parte de los actos masivos, el más temido por
la resonancia de gestos y palabras, había concluido sin problemas.
“EH, SEÑORES ORGANIZADORES”
La tercera jornada del Papa en Chile, la del viernes 3, se inició con un
encuentro con las religiosas en Maipú, donde se coronó a la Virgen
del Carmen. La ceremonia se desarrolló a la perfección.
En lugar de agregar incidencias, este acto incluso permitió reparar
una ausencia en el programa: se habían contemplado encuentros con
los grupos representativos del país, excepto con uno que podía ser el
más representativo, o por lo menos el más numeroso: el campesinado
de la zona central.
Desde allí, la comitiva papal se dirigió al Hogar de Cristo, donde lo
esperaban nuevamente, mezclados entre el público, los grupos que
deseaban interrumpir, aunque fuera por un momento, el paso de la
comitiva, según un plan cuyas trazas iniciales se habían detectado en
la misma llegada. Por segunda vez, las piedras lanzadas contra la
policía alcanzaron también a la comitiva.
El encuentro con los enfermos y ancianos mostraría el “mundo del
dolor”, en una programación diseñada por el capellán del Hogar de
Cristo, el sacerdote Renato Poblete, para que el Papa viera a catorce
enfermos.
En esa visita, el propio Poblete incorporó a la joven Carmen Gloria
Quintana, quemada en la protesta del 2 de julio del 86.
Poco después de su tragedia, Cox había visitado a la joven en el
hospital y le había prometido que el Papa la vería en Chile. Pero ella
debió ser trasladada a Canadá, y la Comisión perdió el contacto.
Meses después, una delegación juvenil de partidos políticos visitó a
Cox y, entre otras peticiones, le recordó la promesa a Carmen Gloria
Quintana. Es obvio que a Cox le disgustó ese auspicio.
—No la podemos traer de Canadá para que la vea el Papa —dijo—.
Si ella está en Chile para entonces, lo podemos estudiar.
Cox logró ubicar más tarde a Carmen Gloria Quintana y le recomendó
que no viniera al país. Temía, le dijo, que la quisieran utilizar con fines
políticos.
Pero ella regresó y se comunicó con el sacerdote Poblete, que la
incluyó. La Comisión intentó entonces que también asistiera alguien
en representación de Corpaz, la entidad creada para ayudar a las
víctimas del terrorismo. Se escogió a Nora Vargas, mutilada por el
estallido de una bomba ante una distribuidora de frutas.
Pero Corpaz se opuso a la compañía. “Con esa terrorista, no”, llegó a
decir un miembro de la organización a la gente de la comisión.
Juan Pablo II vio a Carmen Gloria Quintana a la entrada del Hogar de
Cristo. La abrazó.
—Soy la joven que quemaron los militares —dijo ella.
—Lo sé, lo comprendo todo —dijo él—. Tú has sufrido mucho. Yo te
bendigo en el nombre de Dios.
Luego, mientras ella se volvía a comentar con una tía, el Papa
regresó y la abrazó otra vez. Impactada, ella se acercó al obispo
Piñera.
—A mí, en mi vida, nunca nadie me había acurrucado.
La comitiva papal se dirigió después hacia la Universidad Católica,
para el encuentro con “el mundo de la cultura”, y de allí a la
Nunciatura para la cita con el cuerpo diplomático.
Tras el almuerzo, la delegación oficial inició los preparativos para
dirigirse a la Cepal.
Los obispos subieron a los autos. El séquito se quedó en el
antejardín. Pero el Papa no apareció.
El secretario Dziwisz envió entonces un mensaje al fotógrafo del
Vaticano: en un jardín trasero de la Nunciatura, bajo un parrón y con
el breviario en las manos, el Papa caminaba reconcentrado, orando.
Durante quince minutos permaneció en esa actitud. Nadie se atrevió a
interrumpirlo.
Cuando regresó al salón miró a los miembros de la Comisión.
—Eh, señores organizadores —dijo—, ustedes se han atrasado
varias veces. Ahora se atrasa el Papa.
Después del discurso en la Cepal, centrado en lo que llamó “la
economía de la solidaridad”, partió hacia el Parque O’Higgins.
EL ESTALLIDO DEL PARQUE
Allí se celebraría la Eucaristía de la Reconciliación y la beatificación
de Sor Teresa de Los Andes. Era el eje de los actos para la Iglesia
chilena: su contenido tenía la máxima importancia; su mensaje era el
más relevante; no por nada estaba situado en el centro del programa,
combinado con la despedida de Santiago.
Los preparativos habían sido exhaustivos. Todos los “guardias
papales” de la ciudad estaban concentrados allí y el dispositivo de
seguridad contemplaba la presencia de más de medio millón de
personas.
Etchegaray fue el primero en notar cierto nerviosismo en los
responsables del terreno. Según el encargado del lugar, el ingeniero
Juan Carlos Latorre, había signos de inquietud en parte del público. El
propio Latorre había tenido algunos roces con el oficial de
Carabineros que comandaba el sector.
Para evitar problemas prematuros, Etchegaray pidió el retiro de una
hilera de policías apostados en el extremo norte de la elipse. Pero en
seguida se enteró de algo más grave: en algunos puntos, grupos
organizados habían tenido choques con los “guardias papales”.
Desde el altar, ubicado en el costado oriente, los obispos apreciaron
que hacia el sur de la elipse, varios centenares de personas con
pañuelos y palos empezaban a saltar, lanzando consignas
ininteligibles a la distancia.
Tucci recibió la noticia de lo que estaba empezando a suceder y
decidió hablar con Núñez.
—General —dijo—, creo que es hora de que actúe.
Pero Núñez no estaba aún inquieto. Tranquilizó a Tucci diciéndole
que se trataba de grupos aislados.
El paso de los minutos fue aumentando la tensión. Las malas
relaciones entre los encargados de los “guardias papales” y los
piquetes policiales hacían difícil la comunicación.
Tucci volvió a la carga.
—General, esto se está poniendo malo. Actúe, por favor.
Pero el coronel Ramón Valdés tenía otra opinión.
—Esto tiene que arreglarlo la Iglesia. Por lo demás, es bueno que el
Papa vea la situación de Chile tal cual es.
Núñez mantuvo el silencio.
—Hay que actuar —insistió Tucci—. Hágalo ahora.
Y dirigiéndose a Etchegaray, agregó:
—Alberto, esto ya es responsabilidad de Carabineros. Este es un
problema de seguridad mayor, que compete al gobierno. La Iglesia no
puede asumir esta responsabilidad. A partir de este momento, el
general Núñez responde.
Entonces se constituyó un grupo operativo de Carabineros. Cuatro
altos oficiales empezaron a decidir el procedimiento.
Varios carros lanzagases ingresaron desde el sur, intentando
provocar a los manifestantes. Si perseguían a los zorrillos, se los
podría aislar en las afueras.
Pero los exaltados reaccionaron a la inversa: regresaron una y otra
vez a la zona de más acción, cerca de la tribuna de prensa.
La alarma cundió sobre el altar. Por insinuación de Cox y Etchegaray,
Dziwisz susurró un mensaje al Papa:
—La situación es delicada, Santo Padre. Se podría acortar la homilía.
—No —dijo el Papa.
—Acorte las ofrendas, entonces.
—No.
—Las comuniones.
Con un gesto, el Papa rechazó de nuevo la idea. Poco después, en la
homilía, reforzaría esa decisión apuntando a la zona de los
incidentes.
—¡El amor es más fuerte! ¡El amor es más fuerte! (5).
Pero algunos miembros de la Comisión que no lo conocían
preparaban ya la posibilidad de sacar al Papa en un helicóptero que
aguardaba tras el altar.
La inquietud de los obispos comenzó a notarse en la televisión. El
sacerdote Cristián Precht se acercó entonces a pedirles que no se
volvieran.
Pero poco después los signos de la violencia se tornaron
inesquivables. Cuando la tribuna de prensa fue violentamente
atacada, una inmensa presión se concentró sobre la barrera de
contención. La policía sacó sus conclusiones: los manifestantes
querían desfilar frente al altar.
El general Núñez radió entonces la orden de que los zorrillos
desalojaran la zona de la barrera.
—Pero hay viento, general. El humo llegará hasta el altar.
—Es mejor el humo que esos locos. Procedan.
Los obispos fueron alcanzados por los gases lacrimógenos. También
el Papa. Pero la serenidad debía ser mantenida a toda costa. 600 mil
personas dependían de ello.
La ceremonia progresó sin prisa, pese a la tensión. En la
consagración, justo cuando el Papa levantaba la hostia, dos carros
blindados de la policía, confundidos bajo la nube de polvo de los
incidentes, chocaron estruendosamente: aquella sería la última nota
tragicómica de una jornada desoladora para la Comisión y
apabullante para la Iglesia (6).
Tras un encuentro al atardecer con la comunidad polaca residente y
con dirigentes políticos (7), el Papa pudo descansar. A la mañana
siguiente, debía salir a recorrer Chile.
Era un oficio duro.
50
La peregrinación por Chile
El Papa Juan Pablo II viajó por seis ciudades chilenas (fuera de Santiago y
Valparaíso), en una de las más complejas travesías que se hayan realizado en el
país. No se libró la Iglesia de dificultades, ni el gobierno de complicaciones. Pero
ambos consideraron positivo el balance final.

A primera hora de la mañana del sábado 4 de abril de 1987, el Papa


Juan Pablo II, su séquito vaticano y los miembros de la Comisión
Nacional Visita Santo Padre emprendieron vuelo desde Santiago, con
rumbo a Punta Arenas. Aquella mañana, en el avión Lan dispuesto
para la gira, el presidente de la compañía aérea, Patricio Sepúlveda,
debutaba como sobrecargo sirviendo canapés, desayunos y
aperitivos.
Punta Arenas sería la primera escala de la peregrinación a través de
las regiones chilenas, y también la más representativa del proceso
que había dado origen al compromiso de la visita papal: la mediación
de Juan Pablo II entre Chile y Argentina, en el conflicto sostenido
durante casi un siglo por la soberanía de las islas del canal Beagle y
las aguas del extremo austral (1).
Desde que la mediación había concluido, en mayo de 1985, con la
firma de un protocolo de paz auspiciado por el Vaticano, Punta
Arenas había sentido en carne viva el alivio de la presión militar,
incluso a pesar de que la zona mantuviera, para las Fuerzas
Armadas, el status de Región Militar, es decir, de un territorio donde
todas las fuerzas quedan bajo un mando conjunto.
Cuando el obispado local, bajo la dirección del obispo salesiano
Tomás González, inició los preparativos para el paso del Papa, corría
1986 y el intendente regional era el mayor general Luis Danús, ex
ministro de Odeplan y de Economía.
Obispo y general habían encontrado un modo de convivir en armonía,
pese a la actitud crítica de aquél y a la poca simpatía que el gobierno
le mostraba.
González y Danús solían reunirse en lugares secretos para discutir
los problemas de la región, y cuando el intendente recibió la
confirmación de que el Papa iría a la ciudad, convocó a todos los
secretarios regionales ministeriales y les ordenó ayudar y ponerse a
disposición, si era necesario, de la Iglesia Católica para preparar la
recepción.
Pero en el fin de aquel año, Danús fue pasado a retiro del Ejército. Lo
sucedió el brigadier general Claudio López Silva, quien para las
necesidades del obispo González, llevaba buenas recomendaciones
del arzobispo de Concepción, José Manuel Santos.
El obispo se reunió con el nuevo intendente en febrero y quedó con la
impresión de que, salvo por el tema de los derechos humanos, no
habría problemas. Sin embargo, la continuación de los preparativos,
en especial en lo relativo a qué ramas de las Fuerzas Armadas
tendrían a su cargo los diversos aspectos de la seguridad en los
desplazamientos del Papa, no estuvo exenta de tensiones.
Además, la Iglesia había elegido el Estadio Fiscal de la ciudad para el
acto principal del Papa, una homilía por la paz. Pero aquel sitio había
sido recinto de detención transitoria en 1973, cuando los dirigentes
máximos de la Unidad Popular fueron enviados a la ciudad en tránsito
hacia la isla Dawson.
La Intendencia agotó los esfuerzos por evitar que ese estadio fuera el
lugar elegido, pero, a decir verdad, no había otro idóneo en la región.
Cuando la presión aumentó, la comisión del Obispado local hizo
saber que no sólo se mantendría el sitio, sino que, además, el Papa
planeaba hacer una alusión a la tortura, como había ocurrido en el
Estadio Nacional de Santiago.
Pese a todo, el Papa tuvo en Punta Arenas una de las más
impecables ceremonias de recepción de toda la gira. Dos niños le
entregaron un ramo de calafates, las 25 familias designadas
presentaron sus saludos y luego el papamóvil enfiló hacia el Estadio
(2).
Como el paso por la ciudad sería muy breve, la Iglesia decidió
mostrar los distintos aspectos de la región a través de cuatro cuadros
vivos instalados en la carretera. Fue frente a ellos, a bordo del
papamóvil, cuando el Pontífice hizo su único comentario al obispo
González.
—No se ven las razas autóctonas: los alacalufes, los yaganes...
—Quedan muy pocos, Santo Padre —respondió el obispo.
—Qué lástima...
Apenas empezaba la multitudinaria Eucaristía frente al Estrecho de
Magallanes, llegó una advertencia desde Puerto Montt: la marea
estaba subiendo y ello podía dificultar el programa del Papa en la
capital de la Décima Región. La ceremonia debía acortarse.
¿QUIÉN MÁS?
En Puerto Montt la Comisión Nacional había tenido otra de las ideas
inspiradas que puntuaban el viaje. Durante una de las primeras visitas del
grupo organizador había surgido la proposición de que el Papa se encontrara
con el “pueblo del mar” en el mismo mar, mediante un recorrido en una
embarcación por la abrigada bahía de Reloncaví. La idea era usar para ello la
Silva Henríquez, una lancha que el obispo de Chiloé, Juan Luis Ysern, usaba
para sus recorridos por la insular diócesis.
Pero el arzobispo Eladio Vicuña, de Puerto Montt, que era el
verdadero anfitrión del lugar, no tardó en proponer que la Armada se
integrara en esa parte del programa, puesto que, a diferencia de las
otras ramas de las Fuerzas Armadas, no tenía la oportunidad de
presentarse institucionalmente ante el Papa.
Esta sería la ocasión: proporcionaría un buque guardacostas. La
Armada aprobó la petición y el padre Tucci visitó el guardacostas en
octubre de 1986, durante su viaje de inspección a los lugares del
programa.
Tucci dio su visto bueno para la embarcación. Pero en enero de 1987
se produjo un brusco cambio. La Comisión recibió una carta del
contralmirante Jorge Martínez Busch, jefe de gabinete del almirante
José Toribio Merino. La misiva tenía un doble objetivo: primero,
notificar que la Armada había decidido que se usara el buque de
servicio dental Cirujano Videla, más grande y más cómodo; y segundo,
el almirante Merino deseaba saber quién más lo acompañaría en la
recepción del Papa a bordo de la nave.
La sugerencia sobresaltó a los miembros de la Comisión. El obispo
Cox tomó el teléfono y se comunicó con el contralmirante Martínez.
—Lo llamo por lo de la carta —dijo—. Hay dos problemas: primero, el
cambio del buque. No es correcto que ustedes de la noche a la
mañana lo hagan sin consultar a la Comisión. Ese barco ya había
sido visitado y aprobado por el padre Tucci. Pero, en fin, dado que es
manifiestamente mejor, no haremos mayor cuestión. Sin embargo, el
segundo problema es más delicado. El almirante Merino no puede
estar a bordo durante el recorrido que hará el Papa. No corresponde
al protocolo. El no sólo es comandante en jefe de la Armada, sino que
es presidente del Poder Legislativo. Eso crearía precedentes sobre
todas las demás visitas que el Papa haga en el mundo.
—Pero es el comandante en jefe de la Armada —protestó Martínez—,
y el Papa va a visitar uno de sus barcos.
—Se trata de una visita pastoral, almirante. El Papa va a encontrarse
con el pueblo del mar, no va a visitar un barco de la Armada. Este
sólo sirve de medio. De manera que si ustedes quieren, lo prestan, y
si no, no.
—Pero es que él es como el dueño de casa —insistió Martínez—.
Cómo no va a estar el dueño de casa cuando llega una visita tan
importante...
—Es muy noble su razonamiento, almirante, pero ya le he dicho que
va contra todas las normas protocolares. Incluso le crearía un
problema al Vaticano en Polonia, donde acaba de decírsele al jefe de
la Armada que no podrá estar en un viaje por un río, que se acaba de
programar.
—Pero, monseñor, entienda, ¿cómo le vamos a decir esto al
almirante Merino?
—Es problema de ustedes ver cómo se lo dicen, pero así son las
cosas.
FORCEJEO EN EL MUELLE
Los miembros de la Comisión no volvieron a tener noticias sino hasta
los días previos al encuentro. Y, ante la incertidumbre, advirtiendo
que el almirante Merino parecía mantenerse firme en su decisión, los
organizadores hicieron un nuevo llamado a su gabinete. Querían
proponer una fórmula de salida.
Se trataba de que, vista la insistencia, el almirante recibiera al Papa
en la cubierta del buque, pero después de saludarlo abandonara la
nave. Nadie de la comitiva subiría entre tanto.
La fórmula fue aceptada. El sábado 4, el Papa aterrizó en el
aeropuerto de El Tepual a las 16 horas y se dirigió de inmediato hacia
la costa. Cuando subió al Cirujano Videla, Tucci y el ingeniero Alberto
Etchegaray se instalaron en la pasarela, agarrados a los pasamanos:
nadie más subiría.
En el muelle comenzó entonces un rudo forcejeo entre la seguridad
vaticana, los carabineros y la guardia del almirante. En el zafarrancho
que se produjo, siempre tratando de conservar las apariencias, el
secretario de Estado, cardenal Agostino Casaroli, vio con pavor que
un empellón casi lo enviaba al agua.
Sobre el buque, Merino saludó al Papa, le rindió honores y le entregó
una réplica de la Esmeralda.
Luego sacó de un bolsillo un pequeño sobre y se lo dio. Era una carta
de uno de sus nietos.
Después bajó de la nave con una severa mirada hacia Tucci y
Etchegaray, y la comitiva comenzó el abordaje a toda prisa.
El recorrido por la bahía se realizó entre dos “calles” hechas por las
embarcaciones de los pescadores, en forma de cruz, y fue uno de los
actos más hermosos de la visita.
El avión partió esa tarde hacia Concepción. En la noche el Papa
dirigiría su primera bendición a la ciudad a través de la TV.
EL CÓCTEL QUEDA SERVIDO
El arzobispado de Concepción había tenido dificultades para escoger
el terreno apropiado para la liturgia dedicada al mundo del trabajo. Un
terreno eriazo ubicado frente al recinto de la Feria del Bío Bío, en
Carriel Sur, le había interesado al prelado. Pero cuando le advirtieron
que desde allí podría verse un promontorio donde fueron fusilados
cuatro dirigentes comunistas el 22 de octubre de 1973, entendió que
era mejor buscar una alternativa, a menos que el Papa pudiera aludir
al hecho en su homilía.
Otra misión delicada fue escoger al trabajador que hablaría durante la
liturgia. Debía ser un cristiano observante, sin militancia partidista y
sin vínculos muy visibles con alguna de las organizaciones sindicales
conocidas. Pero lo más difícil fue sortear la presión del gobierno que
deseaba conocer la identidad del elegido, e incluso el discurso que
pronunciaría. El obispo Goic, encargado del tema, resistió y consiguió
mantener el secreto hasta el día mismo de la Eucaristía.
Horas antes de la llegada del Papa, el intendente, brigadier general
Eduardo Ibáñez Tillerías, anunció su intención de recibirlo
oficialmente con todos los representantes del gobierno local. La
resistencia de los obispos Santos y Goic pareció convencerlo. Pero
en el momento de la llegada del avión a Carriel Sur, se encontraron
con que el personal de los servicios de seguridad había copado el
área. Nadie podía entrar sin la previa autorización del gobierno local.
Dos de los laicos de la comisión organizadora, Ramón Abarca y
Waldo Muñoz, fueron retenidos en las barreras instaladas en el
acceso al terminal. El obispo Goic debió salir a liberarlos y, después
de una discusión con la CNI que casi pasó a mayores, logró que los
dos hombres ingresaran hasta la losa.
Cuando el Papa llegó, siguiendo un plan que a la Iglesia le pareció
deliberado, el intendente Ibáñez intentó conducirlo hacia uno de los
salones del terminal aéreo. Allí esperaban los funcionarios oficiales
con sus respectivas familias y un fino cóctel para agasajo del
Pontífice. Pero los hombres de la comitiva y de la Comisión Nacional
fueron advertidos a tiempo: el grupo se interpuso en el camino del
intendente y consiguió movilizar al Papa hacia un automóvil que partió
a toda velocidad hacia el centro de Concepción.
En la Casa del Clero, donde pernoctó Juan Pablo II, le esperaba un
pequeño grupo de personas. Desde allí haría el saludo por televisión.
EL PASO POR TEMUCO
Después de transmitido, varios de los sacerdotes le bloquearon
disimuladamente el retiro hacia las habitaciones. Ellos y los técnicos
de televisión habían urdido una táctica para conseguir que el Papa
siguiera un recorrido tal, que todos pudieran estrecharle la mano.
Funcionó como un reloj. Mientras sacerdotes y técnicos se felicitaban
por el éxito, Juan Pablo se retiró a su habitación.
Sólo el arzobispo Santos lo acompañó hasta los aposentos, donde el
Papa comería una manzana antes de dormir. En el brevísimo diálogo
que sostuvieron, el Papa le pidió al arzobispo que leyera su discurso
del día siguiente.
Santos salió pocos minutos después de la habitación. Se veía
preocupado.
—¿Qué le pasa, don José Manuel? —preguntó uno de los asesores.
—Acabo de leer el discurso que pronunciará el Santo Padre mañana.
—¿Y? ¿Qué le pareció?
—Creo que esto va a ser difícil. Hay mucha gente que espera
demasiado de este acto.
En la mañana del domingo 5 de abril, el Papa salió desde la Casa del
Clero con rumbo al Club Hípico. El obispo Goic lo ayudó a subir al
papamóvil. Inesperadamente, el pontífice le tomó la mano.
—He sabido —dijo— que su madre está muy enferma. Rezaré por
ella.
Goic quedó sorprendido. En efecto, su madre había entrado en la
fase crítica de una enfermedad que pocos días más tarde extinguiría
su vida.
El acto en el Club Hípico no resultó nada fácil. Apurada como estaba
por la estrechez del programa, la comitiva vaticana comenzó a
presionar tempranamente por el desarrollo del acto. Pensaba en la
salida hacia Temuco.
El presentador de la ceremonia, el sacerdote Enrique Moreno, recibió
en el escenario un mensaje de monseñor Piero Marini, encargado de
liturgia del Papa. Quería hablar algo en privado.
—Yo he venido a dirigir una misa del Papa y no una de usted —dijo
Marini, secamente—. Llevamos ya más de 20 minutos y todavía no
podemos escuchar al Papa.
Moreno se molestó.
—Mire, padre, estoy haciendo lo que aprobaron los obispos de mi
país. Si usted quiere, me callo y no hacemos nada —replicó.
Marini vio la irritación.
—No lo tome así, pero siga, siga rápido, muy rápido.
Cuando la ceremonia terminó, el Papa fue embarcado en un auto
cerrado que se trasladó a toda velocidad a Carriel Sur. El avión
despegó poco después de mediodía hacia el aeropuerto de
Maquehue, en Temuco.
Miles de personas esperaban desde la noche anterior en los
alrededores de Pampa Ganaderos, un lugar estratégicamente
escogido por el obispado local para evitar que el Papa tuviera que
entrar a la ciudad y demorara aún más su programa.
El obispo Contreras había tenido también dificultades con el orador
del encuentro con los campesinos y mapuches, cuya identidad la
autoridad insistía en conocer por anticipado. Siguiendo estrategia
parecida a la de Goic en Concepción, el obispo consiguió mantener el
secreto, pese a las seguridades de que aquel acto era uno de los más
temidos por el gobierno.
Esa tarde, en el altar, acompañaron a los hombres de la Iglesia local
los obispos de otras diócesis campesinas de la zona central. El Papa
distinguió entre ellos al obispo Carlos Camus, de Linares.
—¡Ah! —exclamó—. ¡El más famoso de todos!
El encuentro, que resultó ser uno de los más brillantes por la carga
simbólica de sus gestos, concluyó en los tiempos previstos y el avión
volvió a despegar de Maquehue a La Serena.
UNA OFERTA SINGULAR
Correspondía entonces el almuerzo y el descanso del Papa: dos
horas y media en total. Pero el viaje hasta La Serena demoraba casi
35 minutos menos que eso. Aterrizar por anticipado cortaría
completamente el período de descanso. Se decidió entonces hacer
que el avión sobrevolara la zona central, poco antes de La Serena,
durante toda la diferencia de tiempo.
Esa tarde, el Papa recorrió La Serena y se dirigió hacia Peñuelas
para el encuentro con el Norte Chico, dedicado a la religiosidad
popular y a la devoción mariana.
El saludo del obispo Piñera, justo antes de su homilía, lo impresionó.
—Yo sabía —dijo el Papa— que usted era un intelectual. Pero no
sabía que también era un poeta.
El recorrido por Chile había aflojado finalmente las tensiones en la
comitiva papal. Aquel domingo quedaban ya sólo unas horas del
programa en el país y el viaje entre La Serena y Antofagasta sería el
último vuelo del grupo.
Monseñor Francisco Javier Lozano, encargado de los discursos del
Papa, se consiguió la guitarra que los presos de Concepción le
habían regalado al Papa y empezó a entonar el himno de la visita,
Mensajero de la vida.
En cosa de minutos se constituyó un coro a su alrededor y la canción
contagió a obispos, miembros de la Curia, hombres del Protocolo,
encargados de la Comisión Nacional, tripulantes y laicos. Tomados de
las manos, como en un viaje escolar, todos cantaron el himno.
Al atento secretario privado Stanislaw Dziwisz no le pasó por alto la
escena. Abrió la puerta del área reservada al Papa, donde éste
almorzaba solo, tal como lo había hecho en todo el trayecto, para que
escuchara.
El Papa asomó la cabeza por la puerta, sonrió al ver al grupo
cantando y volvió a encerrarse en el privado.
Tras la llegada a Antofagasta, cerca de las 21 horas, el Papa,
acompañado por el obispo Carlos Oviedo, se dirigió al Instituto Santa
María, donde alojaría.
Desde allí envió por televisión una bendición a la ciudad. Mientras las
palabras del Papa estaban en el aire, los miembros de la Comisión
recibieron un recado oficial: los organizadores por la parte del
gobierno habían dispuesto que se habilitara un pequeño salón VIP
construido en un extremo del aeropuerto Cerro Moreno. Revisando el
programa del último día, decían, se había advertido y reparado esta
carencia.
En el salón VIP el Presidente Augusto Pinochet esperaría al Papa,
para dar tiempo a que los obispos y otras autoridades, que vendrían
llegando de la misa, pudieran tomar ubicación en la losa, para la
despedida.
La diplomacia vaticana y la Comisión advirtieron el peligro de
inmediato: el encuentro en el pequeño salón VIP, tal como se estaba
planteando, se convertiría en un segundo encuentro privado entre
Pinochet y el Papa. Los delicados equilibrios del protocolo se
vendrían al suelo.
Los miembros de la Comisión acordaron hablar al día siguiente con el
coronel Valdés. Aquello debía impedirse. Esa noche durmieron
inquietos.
El último día del Pontífice en Chile se inició temprano. La Comisión lo
fue a buscar cerca de las ocho de la mañana al Instituto Santa María.
Allí el Papa aprovechó de despedirse, a su modo, de los
responsables de la gira.
—Señores organizadores —dijo, en tono impersonal—. La visita a
Chile ha estado excelente, muy buena. El Papa está muy contento.
Dio un par de pasos, y se volvió otra vez hacia los organizadores.
—Bien, yo he dicho que la visita a Chile ha estado muy buena. ¿Y
cómo ha estado el Papa?
La Comisión enfiló esa mañana hacia la cárcel de Antofagasta para
su encuentro con los presos. Estaba programado que sólo saludaría a
la primera línea de detenidos, pero de pronto, sin aviso, el Papa
comenzó a pasearse entre las filas, repartiendo bendiciones, en
medio de la desesperación de sus guardaespaldas.
Luego, el Papa partió hacia el sector de Las Quintas, para la
eucaristía del norte grande, que sería también el último acto litúrgico
en el país.
TORBELLINO EN EL SALÓN VIP
Durante la misa, tal como se había acordado en la noche anterior, los
miembros de la Comisión ubicaron al coronel Valdés.
—Este asunto del salón VIP se ve mal —le dijeron—. Aquí se está
tramando una nueva entrevista privada del Presidente con el Papa.
—De ninguna manera. Jamás se ha pensado en otra entrevista
privada —aseguró Valdés.
La discusión se prolongó por unos minutos. La Comisión insistió en
tener seguridades más concretas. Y le pidió al propio Valdés que
abandonara Las Quintas antes de concluir la eucaristía, para ir hasta
el aeropuerto y cerciorarse personalmente de que no se produciría el
temido encuentro.
Valdés cumplió con el pedido, pero era obvio que ello no garantizaba
que, a partir del ingreso del Papa al edificio del terminal, la dinámica
de las cosas no terminara produciendo la entrevista a solas.
La Comisión, los obispos presentes y los miembros de la Curia
vaticana se reunieron de emergencia. Había que hacer algo. Un plan.
¿Cuál era la manera de impedir que dos personas se encontraran a
solas? Muy sencillo: lograr que se encontraran en un tumulto. Toda la
comitiva del Vaticano, toda la Comisión y el mayor número de
religiosos que se pudiera reunir debían acompañar al Papa y no
despegarse de él. Incluso dentro del terminal. Y, por cierto, dentro del
salón VIP.
Así se hizo. Cuando el Pontífice bajó del papamóvil y se dirigió a las
puertas del terminal, el cardenal Casaroli se tomó de uno de sus
brazos, firme y decididamente. Nadie lo sacaría del lado del Papa.
Los miembros de la Comisión entraron como un torbellino por delante,
por los lados y por detrás del Papa. Varios equipos de televisión
fueron empujados por los propios religiosos a entrar en el tumulto.
Pinochet, que había convocado a Antofagasta a todo su gabinete, vio
con asombro cómo la pequeña sala se llenaba de gente y el Papa
circulaba en un torrente de brazos, cables y sotanas.
La reposada espera a solas en el salón VIP había sido torpedeada.
Desde allí, la comitiva se dirigió hacia la losa, donde se formó una
larga fila para despedir al Papa. Entre otros, estuvo allí la hija mayor
del Presidente, Lucía Pinochet Hiriart, quien no había podido asistir a
la recepción en La Moneda.
El general Pinochet, que había viajado mil 361 kilómetros únicamente
para su breve despedida del Pontífice, leyó un discurso amable, que
lo reconcilió con los asesores vaticanos, luego del tono doctrinario
que usó al recibir al Papa el primer día.
Al despedirse, Pinochet hizo el gesto de arrodillarse para besar el
anillo papal. Casi instintivamente, cuando lo notó, el Pontífice retiró su
mano.
Aunque el extraño movimiento pareció inusual, es un hecho que no
hubo hostilidad alguna en él. Se sabe que a Juan Pablo II le disgusta
ese gesto y lo evita cada vez que puede: con mayor razón si se trata
de un Jefe de Estado o una autoridad con notoriedad internacional.
El Papa se fue de Chile en un vuelo especial de Lan a las 13.45 del
lunes 6 de abril de 1987. Su última homilía en Antofagasta constituyó
el más sólido respaldo que los obispos hayan podido recibir; casi no
hay precedentes de algo así en toda la historia de la Iglesia chilena.
Con esta visita, los obispos chilenos tuvieron la ocasión de probar su
propia fortaleza no sólo en los aspectos pastorales, sino en el
inmenso despliegue organizativo. El archivo de la Comisión Nacional
guarda un testimonio de ello: 18 mil páginas de periódicos,
empastados en 60 tomos.
El gobierno, pese a todas las adversidades y a la expectativa
dramática que tuvo encima, consideró bien sorteada una de sus
pruebas más difíciles.
El ministro secretario general de Gobierno, Francisco Javier Cuadra,
hizo un balance de la visita y demostró que el gobierno había
conseguido todos sus objetivos principales, particularmente en
relación con el Presidente Pinochet y con los difíciles encuentros de
nivel protocolar.
Cuadra, como el ministro del Interior, Ricardo García, no sabía,
cuando hizo ese balance, que en el gobierno se estaba cerrando una
etapa, ni tampoco que en la próxima su nombre no figuraría entre los
protagonistas. Pero cuando llegara el momento, el Ejecutivo
reconocería la tarea. El martes 7 de julio, Cuadra fue nombrado
embajador en el Vaticano.
51
EL RETORNO DE FERNÁNDEZ
El gobierno comenzó a prepararse para el plebiscito en el verano de 1987.
Mientras el Papa atravesaba Chile, en La Moneda se calculaba quién encabezaría
la nueva etapa. Pronto se impuso el hombre que había forjado el triunfo de 1980.
Era un retorno expectante después de cinco años: debería reponer la debilitada
opción del Presidente para seguir en el cargo.

En la misma semana en que el Papa Juan Pablo II dejó el país, el


gobierno se comunicó con el cardenal Juan Francisco Fresno. Quería
proponer una ceremonia, para unos quince días después, en la que el
Presidente Augusto Pinochet entregaría al prelado una medalla
recordatoria de su nombramiento cardenalicio.
Se aprovecharía el hecho de que Fresno estaba próximo a cumplir
dos años en esa dignidad. A decir verdad, la medalla había sido
elaborada en el momento mismo en que se lo había ungido, en 1985,
pero las tensiones entre la jerarquía de la Iglesia Católica y las
máximas figuras del Ejecutivo habían hecho que La Moneda
congelara la decisión. Ahora, puesto que la visita del Papa había
cambiado el clima de las relaciones, el gobierno quería dar muestra
de su buena disposición mediante este gesto.
Había también un cálculo político: con ello se reforzaría la idea de que
para el régimen la visita del Papa había sido algo positivo y favorable.
El Presidente hizo un breve análisis de esos hechos recientes en un
consejo de gabinete que reunió a los ministros en La Moneda el
miércoles 15 de abril de 1987. Pero repentinamente cambió de tono.
—Quiero recalcar, señores —dijo—, que estoy muy satisfecho por el
trabajo que se ha realizado. Creo que el gobierno está dando buenas
muestras de solidez. Pero ahora se va a iniciar una nueva etapa,
señores. Ustedes saben a qué me refiero. Así que voy a hacer
algunos cambios en el gabinete...
El Presidente gesticuló con las manos como si abriera una senda.
—... unos cambios importantes, porque se trata de hacer un ajuste
para lo que viene ahora, en los próximos meses. Y voy a anunciar al
tiro que cambia el ministro director de Odeplan. El brigadier general
Francisco Ramírez Migliassi va a ser vicecanciller.
Los presentes quedaron largos minutos en silencio antes de que la
sesión se levantara. A la salida se desataron las especulaciones.
¿Quiénes y cuántos se irían? ¿Cuándo les serían comunicadas las
nuevas carteras?
Justo una semana después, el miércoles 22 de abril, los ministros
fueron llamados para la ceremonia de cambio de gabinete, que
tendría lugar en la tarde del viernes 24.
Pero el Ejecutivo había percibido el nerviosismo y decidió adelantarse
a los hechos. El jueves 23 entregó un comunicado informando que el
único cambio sería el de Odeplan (1).
Ese viernes dejó el cargo de vicecanciller el teniente general (R)
Sergio Covarrubias, el fáctotum del régimen durante la difícil década
del 70 y la más poderosa influencia del círculo cercano de Pinochet
en los años tensos de la consolidación presidencial.
Covarrubias había caído durante la lucha contra el general (R)
Manuel Contreras y la poderosa DINA; en aquellos años se había
ganado la más dura enemistad de la familia del general Pinochet y,
aunque éste parecía querer protegerlo, finalmente hubo de enviarlo a
la Quinta División, en Punta Arenas, lejos de toda visibilidad política.
Se creía que a la vuelta del tiempo Covarrubias retornaría convertido
otra vez en el hombre clave, pero su paso por la vicecancillería desde
1981, no dio señales de nada parecido. Pronto se hizo vox populi que
Pinochet había perdido todo su antiguo afecto por él.
Ahora, en abril de 87, le esperaba un destino más remoto: embajador
alterno ante la ONU.
A su puesto fue ese día el brigadier general Ramírez Migliassi, que
debía ceder la dirección de Odeplan al ingeniero comercial Sergio
Melnick Israel, decano de la Facultad de Ciencias Económicas y
Administrativas de la Universidad de Chile y figura del tercer o cuarto
anillo de economistas inspirados en el modelo de los Chicago boys.
Hombre de buena estrella, además: poco más de un mes antes, en la
noche del viernes 20 de marzo, Melnick había sido el único
sobreviviente en la caída de un Beechcraft que dejó ocho muertos,
entre cuyos restos aparecieron, como testigos mudos de la tragedia,
ejemplares del número 3 de un diario recién aparecido: La Epoca (2).
Melnick traería vientos nuevos, dinámicos y espectaculares a las
oficinas de Odeplan. En cuestión de días la institución se sacudiría el
anonimato y la modorra mediante la enérgica inyección de
periodistas, comunicadores y relacionadores públicos.
El viernes 24 terminó con abrazos para el nuevo ministro, pero no
hubo nada más.
Los otros miembros del gabinete sabían, sin embargo, que aquél no
era el cambio: algo había ocurrido.
No era Odeplan donde Pinochet tenía puesto su pensamiento.
“PROYECCIÓN EL 88”
En verdad, el Presidente pensaba en el 25 de febrero de 1987, una
fecha que había adquirido enorme fuerza simbólica: ese día se
habían abierto los registros electorales y él mismo había concurrido
hasta las oficinas de la circunscripción de Santiago Centro, en el
Parque Forestal, para anotarse como el ciudadano número 1, con el
registro número 1, en la mesa número 1.
Aquella firma había lanzado secretamente la carrera hacia el destino:
el plebiscito en el cual se enjuiciaría a un candidato propuesto por el
régimen militar, y, en cierto modo, a la obra misma de todo ese
régimen.
En aquellos días veraniegos de febrero, Pinochet habíase reunido con
diferentes miembros de su staff político y militar para conversar sobre
el futuro. En la amplia ronda habían participado ministros, políticos y
hombres de su Estado Mayor uniformado. Y en casi todos se había
abordado con franqueza (y hasta crudeza) las perspectivas del
gobierno para los meses siguientes.
Pinochet anotó sus conclusiones: según los cálculos de la mayoría,
hacia mediados de abril se iniciaría la polémica pública en torno al
plebiscito y se lanzaría de hecho la contienda electoral, al menos por
parte de la oposición.
La Secretaría de la Presidencia estimaba ya que las mejores fechas
tentativas para realizar los comicios se encontrarían en el segundo
semestre de 1988, por lo que quedaba un año y medio de trabajo por
delante.
Pinochet dedujo, y lo comentó con la Secretaría de la Presidencia,
que sería necesario hacer un cambio de equipos, no sólo por adecuar
la estrategia a esa meta precisa, sino también por dar una clara señal
pública de que se entraba en la “recta final”.
El equipo civil encabezado por García y Cuadra había hecho un
inestimable trabajo en materia de institucionalización. A ellos se debía
el diseño y el impulso de las leyes políticas y la compleja trama
jurídica tejida a partir de la Constitución del 80. García había jugado
un papel movilizador en la tramitación de los proyectos orgánicos
pendientes (ver capítulo 52). Cuadra, más político, era el autor de la
idea de la “proyección”, un concepto que venía sirviendo al régimen
para expresar claramente, pero con cuidado, su voluntad de continuar
más allá de 1989; en otras palabras, su voluntad de ganar el
plebiscito.
Casi un semestre antes, el 11 de julio de 1986, hablando en Santa
Juana, Pinochet había empleado ese concepto para dar la largada a
la primera etapa de la carrera: la creación de una conciencia en torno
a la defensa del régimen (3).
Pero ahora había que cambiar de equipo.
Febrero y marzo serían, sin embargo, malos meses para hacerlo: la
llegada del Papa estaba ad portas y el gabinete se había concentrado
en la gigantesca y dificultosa tarea de lograr que todo resultara bien
para el gobierno. El paso del Pontífice podía ser fatal para el mismo
plebiscito si las cosas salían mal. Lo mejor sería que el equipo
completara su tarea.
Entre tanto, el gobierno tendría tiempo para trabajar reservadamente
en los nuevos planes.
La Secretaría General de la Presidencia tomó la misión sobre sí.
BÜCHI EN EL PODER
Entre marzo y abril, el general Valenzuela invitó a conversar a
numerosas personas para organizar el sondeo de opiniones. Entre los
convocados estuvo Sergio Melnick, cuyos trabajos sobre prospectiva
parecían indicarlo como el hombre apropiado para analizar lo que
podría ocurrir en los meses venideros, y formular algunas
proposiciones concretas.
También estuvo el ex director de El Mercurio, Arturo Fontaine, a la
sazón embajador en Argentina, a quien se le había anunciado ya que
concluiría su misión.
Con toda probabilidad, ocuparía su residencia en Buenos Aires el
ministro de Educación, Sergio Gaete, que a la vuelta del tiempo se
encontraba enfrentado con el equipo económico del gobierno y que
estaba perdiendo ampliamente la batalla. Pocos meses antes, el
ministro de Hacienda Hernán Büchi había designado una comisión
especial para estudiar la reducción presupuestaria en la educación
superior. Los resultados del análisis alarmaron a Gaete, que vio los
rasgos de una inevitable crisis si las restricciones propuestas llegaban
a aplicarse.
El “plan Büchi”, como llegó a llamarse, contemplaba el traspaso
masivo de recursos al Fondo Nacional de Desarrollo Científico y
Tecnológico (Fondecyt), que operaría como asignador. Gaete estimó
que ello sólo agravaría las cosas (4).
Pero calculó mal el poder omnímodo que Büchi había desarrollado
sobre las diversas áreas del presupuesto. El propio Büchi propuso y
obtuvo luego que uno de los autores de su plan, el ingeniero Juan
Antonio Guzmán, presidente de Conicyt, se hiciera cargo del polémico
Ministerio.
Pero la invitación más importante fue la que se cursó al ex ministro
del Trabajo y Minería, José Piñera Echeñique, prósperamente
dedicado a la actividad privada. Piñera había prestado inestimables
servicios aportando ideas para el proceso de privatizaciones
concebido por el ministro Büchi y aplicado por el vicepresidente de la
Corfo, el coronel Guillermo Letelier; también había puesto su toque
imaginativo en la fórmula de recompra de la deuda externa (el
llamado Capítulo XIX).
Ahora se lo requería para destinos mayores.
En el mes anterior, Piñera había publicado en su revista un editorial
proponiendo dar un nuevo impulso a las “modernizaciones” —un
concepto que él mismo había acuñado en 1978 (ver capítulo 26)—
dictando la legislación necesaria para el “salto al desarrollo” que era
su slogan preferido. Las siete leyes que sugería formaban un
compacto paquete cuyo aspecto insinuaba la existencia de un plan
más amplio (5).
De hecho, parte de esas ideas habían sido adoptadas por el gobierno
en los primeros pasos de su incipiente diseño electoral.
Por ejemplo: el Ministerio de Bienes Nacionales había licitado ese
verano 900 propiedades en distintos puntos del país, y esos dineros
habían ido a parar a los fondos regionales de desarrollo, base física
para el impulso de las campañas en el nivel regional.
Piñera tenía más ideas, por supuesto.
Ofreció exponerlas en un memorando detallado.
EL PLAN PIÑERA
El documento llegó a manos del gobierno a comienzos de abril.
Era un vasto plan político en cuya médula se encontraba la tesis de
que el mismo régimen debía ser el que diera el impulso hacia la
democracia, a través de medidas resueltas y audaces.
Después de diagnosticar la situación del momento a partir de las
dificultades del gobierno para ganar un plebiscito en las condiciones
que vivía, proponía adoptar tres grandes medidas:
• Designar un gabinete político con caras nuevas, pensado para ejecutar
la transición y ganar el plebiscito. En él se incorporarían incluso
figuras de posiciones centristas, especialmente en los ministerios
técnicos; la Cancillería podría ser asumida por alguien del “centro
laico”, mientras que la política económica sería reforzada por la
coherencia en todo el sector.
• Ofrecer al país un proyecto novedoso de desarrollo, en torno a la idea
de la “sociedad libre”, retomando la iniciativa que se tuvo con las
“siete modernizaciones”, que deberían ser completadas y
acrecentadas con nuevas propuestas. Piñera creía necesario que esa
expansión tuviera como marco un crecimiento fuerte de la producción,
el empleo y las remuneraciones; y sostenía que para ello era
indispensable que el gobierno abandonara su política conservadora
en materia de reservas, empleando activamente los recursos
disponibles en el ámbito social.
• Recuperar la confianza electoral proponiendo el paso rápido a la
democracia. El principal punto de esta estrategia era el compromiso,
por parte del gobierno, de derogar el estado de peligro de perturbación de
la paz interior y de no usar más el artículo 24° transitorio de la Constitución.
Se preveían con ello cuatro efectos políticojurídicos de gran
envergadura: 1) término inmediato del exilio; 2) término del régimen
de relegaciones; 3) restablecimiento pleno del habeas corpus; y 4)
apertura a la libre fundación de diarios y revistas. Piñera abundaba en
esta proposición: el compromiso debía ser anunciado por el
Presidente o el nuevo ministro del Interior en la misma ceremonia de
cambio de gabinete, solemnemente, con la más amplia difusión
posible.
El extenso documento circuló por las más reservadas oficinas de La
Moneda durante unos días.
Pero la fase de las consultas no había concluido.
Por esas mismas fechas fue invitado el ex ministro Sergio Fernández,
discretamente retirado del primer plano después de la fusión de su
partido, la UDI, con Unión Nacional y el Frente Nacional del Trabajo,
en Renovación Nacional.
Fernández tenía otras ideas sobre el manejo en los próximos meses.
No creía pertinente iniciar grandes desplazamientos del gobierno sin
antes tener claro que había dos elecciones, entre las cuales el
plebiscito era la última; antes era necesario ganar la nominación de
Pinochet como candidato entre los comandantes en jefe. Y ésa,
según se estaba apreciando, no era una tarea fácil. El tema del
candidato no podía ser eludido.
La oposición se empeñaba en cambiar el sistema —hacía poco se
había creado el Comité por las Elecciones Libres— y planteaba al
gobierno un serio desafío. Había que dejar a firme que se cumpliría el
procedimiento establecido por la Constitución (el plebiscito) y que el
nominado debía ser el mejor entre sus pares: Pinochet.
Las proposiciones de Piñera se vieron pronto debilitadas por el
avance de Fernández entre los asesores del palacio.
Varios ministros conocieron el memorando y expresaron su opinión
adversa. Comenzó a usarse con frecuencia una misma metáfora,
aparentemente acuñada por Fernández: la del aterrizaje.
Había una “pista demarcada”, decían, en la que importaba “aterrizar
bien”. Piñera ofrecía “un jet’’, pero se requería ir “a un aeropuerto
cercano”... y relativamente pequeño (6).
Hubo todavía una consulta más para Piñera: su opinión sobre el
candidato.
Pero el ex ministro no había previsto involucrarse en ese tema. Según
su postura, las nuevas medidas, el “otro golpe de timón”, dejarían al
Ejecutivo en las mejores condiciones para que los comandantes
decidieran sobre el hombre adecuado. Insinuaba, eso sí, que la figura
del Presidente sería catapultada por el prestigio de realizar la
transición.
Aquel punto pudo ser el decisivo.
En La Moneda comenzó a hablarse de las aspiraciones de Piñera.
Quería ser el ministro de la transición, quería cambiar la faz y la
naturaleza del gobierno. ¿No querría después que ese mérito le fuera
reconocido?
Poco después, Piñera fue contactado para avisarle que el Presidente
había decidido estudiar más extensamente su proyecto.
Por ahora no habría novedades. Piñera advirtió entonces que, como
le parecía importante, publicaría sus ideas en su revista (7).
LA ESTRUCTURA DUAL
Mientras las conversaciones con Piñera y Fernández tenían lugar, por
encargo directo de Pinochet los ministros del Interior, Ricardo García;
secretario general de Gobierno, Francisco Javier Cuadra; del Trabajo,
Alfonso Márquez de la Plata, y el general Valenzuela, trabajaban en
un plan destinado a formar una coordinación política con miras a la
campaña.
Era, en buenas cuentas, otro plan. Más operativo, si se quiere.
Después de largas discusiones, el grupo de secretarios de Estado
había concluido que sería necesario establecer dos líneas diferentes
de trabajo.
En los debates había surgido una y otra vez el problema de la
legitimidad de que los funcionarios públicos se vieran envueltos en
una campaña proselitista. Ni las figuras del gobierno, ni menos las
Fuerzas Armadas, debían elevar demasiado su perfil en esta etapa.
Cabía, sin embargo, un camino intermedio.
El gobierno podía formar una pequeña “unidad estratégica”, secreta,
encabezada por el Ministerio del Interior (con su enorme acceso a la
información de las regiones) e integrada por un puñado de altos
funcionarios, para que estudiara y aplicara políticas según lo dictaran
las necesidades. Aquí se estudiarían también los problemas
sensitivos (mensurables a través de las encuestas) y se propondrían
las medidas de coyuntura en el terreno político y social.
Fuera del gobierno debía crearse un grupo de acción política
encabezado por una figura que oficiara de coordinador, y que llevara
a cabo las conversaciones con los políticos afines al régimen para
allegar aguas al molino plebiscitario. Todas las personas ajenas al
gobierno que quisieran colaborar tendrían cabida en esta estructura
flexible. Algunos propusieron nombres. La idea de que el coordinador
fuera una persona no partidista, con imagen independiente, seducía a
los ministros.
Entre ambas instancias, para no hacer evidente la vinculación,
ejercería la función de enlace el general Valenzuela, con su equipo de
funcionarios militares y civiles.
Aquello permitiría también un grado de articulación hacia las Fuerzas
Armadas, puesto que el teniente general Santiago Sinclair, pese a su
puesto en la Vicecomandancia del Ejército, continuaba estrechamente
vinculado al Ministerio y seguía con atención el curso de las
decisiones.
El plan quedó estructurado en sus grandes líneas hacia fines de mayo
de 1987.
La estructura dual se convirtió entonces en una proposición concreta.
Pero otra vez, siguiendo su rutina de verificaciones, la Secretaría
General de la Presidencia inició una ronda de consultas.
Los primeros en ver los peligros de la proposición fueron los hombres
del área económica: aquel sería un camino para que se intentaran
presiones sobre el gobierno, y también para que se estimularan las
tentaciones populistas.
La dualidad sería poco eficiente. Los políticos terminarían por copar el
equipo de la campaña y cobrarían su precio por ello.
Fernández, que también fue consultado, opinó algo parecido. A su
modo de ver, el gobierno podía trabajar cómodamente con su propia
estructura, que había probado una eficiencia superior a cualquier
partido o grupo de partidos.
Si el gobierno entregaba su herramienta en manos de los dirigentes
tradicionales, terminaría sumido en las presiones. Intendencias,
gobernaciones y municipalidades podían ajustar sus trabajos a una
línea central, dictada desde La Moneda y sujeta al control directo del
Ejecutivo. Eso daría resultados garantidos. ¿No había sido así el 78?
¿Y el 80?
AL GABINETE POR EL LADO
A finales de junio, Fernández había dado ya los pasos firmes para
convertirse en el siguiente ministro del Interior. El general Valenzuela,
convencido de su idoneidad, no dudaba en recomendarlo por encima
de todos los postulantes analizados. También aportaba su
entusiasmo el general Sinclair: Fernández tenía el respeto y la
confianza de las Fuerzas Armadas; le iba bien con la Junta; estaba
distante de los políticos. En la última semana de ese mes, Pinochet
invitó tres veces a Fernández para conversar sobre los planes.
El Presidente sabía que no había espacio para más dilaciones.
El gabinete llevaba tres meses esperando los cambios cruciales
anunciados en abril.
Era público que el ministro de Educación estaba fuera de su puesto, y
que el ministro de Economía Juan Carlos Délano preparaba sus
cosas para el retiro; incluso Samuel Lira, que había pedido su propia
remoción de Minería, se consideraba en proceso de salida.
La oposición estaba pisando el acelerador en materia de campaña.
Pocos días antes, entre la madrugada del 15 de junio y la madrugada
del 16, la CNI había terminado con doce presuntos miembros del
Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), en un amplio despliegue
que se conoció como Operación Albania; se sabía ya que uno de los
caídos, Ignacio Valenzuela Pohorecky, era uno de los “comandantes”
fundadores del FPMR y los servicios de seguridad vivían horas
agitadas, en la convicción de haber tomado la hebra que los
conduciría al centro de la madeja de la izquierda armada (8).
Las conversaciones de Pinochet con Fernández fueron al grano.
El plebiscito debía ganarse; para ello había de empeñarse el aparato
de gobierno, sin concesiones ante los poco fiables partidos; la obra
del régimen debía concluir con la plena legitimación de su máximo
representante. De asumir, Fernández sería el ministro del Sí a
Pinochet.
Un problema se perfiló rápidamente en esas conversaciones: el
ministro Cuadra.
Era el personaje más notorio del gabinete anterior. Su figuración
política era mayor que la de cualquier otro ministro y sus relaciones
con parte de la Junta, parte del gabinete y con las figuras políticas
estaban deterioradas. Cuadra era reacio a los socios. Había jugado
un decisivo papel en la fase preparatoria, pero ahora su presencia se
prestaría para confusiones y equívocos. Un nuevo gabinete requería
que Cuadra dejara su cargo.
Pinochet se resistía a la idea. Cuadra había sido eficiente y enérgico,
como esperaba él de un secretario general de Gobierno. Pero
también era verdad que su protagonismo en los días recientes había
sido excesivo. Tal vez fuera bueno removerlo.
El viernes 3 de julio, Fernández llevó hasta la Presidencia la lista de
proposiciones para los nuevos ministros. Sugería que en la Secretaría
General de Gobierno Cuadra fuera sustituido por el entonces ministro
de Vivienda, Miguel Angel Poduje, a quien le atribuía una fluida
relación con la prensa y un cariz comunicativo funcional para la nueva
etapa.
Poduje fue llamado por la Secretaría General de la Presidencia, pero
declinó la oferta. Argumentó que se desempeñaba mejor en Vivienda,
que ésa era su especialidad, y que creía estar haciéndolo bien. Un
cargo político le resultaba incómodo.
La negativa dio paso al segundo nombre en estudio, el de Orlando
Poblete. Se trataba de un abogado joven, situado al frente de La
Nación, que había hecho algo más agresivo el estilo del diario
gubernamental. Por lo demás, tenía cierta trayectoria interna en el
gobierno: Poblete había formado parte del Equipo Demóstenes, un
apodo informal y algo cáustico con el que los funcionarios del Diego
Portales identificaban al grupo de asesores civiles encargados de
redactar discursos para ocasiones variopintas y múltiples. El Equipo
Demóstenes era tan defendido y atacado como cualquier otro en el
gobierno, pero nadie negaba que podía sacar de apuros ante
cualquier ceremonia.
También el canciller Jaime del Valle debía irse. Su frustrada
negociación con Bolivia para ceder un corredor marítimo a ese país
se había quedado sin piso cuando la Armada elevó sus protestas.
Aunque Del Valle creía contar con respaldo más alto para aquellas
gestiones, cuando la airada protesta de los marinos se hizo sentir,
notó que estaba solo. Quizás por eso, tampoco quiso aceptar ninguno
de los cargos que se le ofrecieron al dejar la Cancillería.
A su lugar podría pasar el ministro Ricardo García, cuya buena
imagen era reconocida en el exterior, y cuya presencia en el gabinete
daría cierta continuidad a las políticas de una y otra etapa.
El lunes 6, Pinochet convocó a García a su despacho, le notificó de
sus planes para con el gabinete y para con él mismo, y le encargó
que recogiera la renuncia de todos los ministros.
Aquella tarde Fernández abandonó inusualmente temprano el estudio
jurídico que compartía con los ex ministros Miguel Schweitzer
Speisky, Miguel Schweitzer Walters y Vasco Costa y con el abogado
Miguel Zlatar.
La ceremonia de juramento fue fijada para el martes 7.
Una hora antes, los convocados se reunieron en el Salón O’Higgins
de La Moneda.
Salvo Fernández, que, manteniendo el misterio hasta el último
minuto, ingresó directamente a la Presidencia y se coló por una
puerta lateral del Salón O’Higgins, para tomar un discreto puesto en la
parte trasera de las filas del gabinete (9).
ORDENAR AL GOBIERNO
Siete ministros juraron aquel 7 de julio.
Era el “gabinete de la proyección”, como lo confirmaría horas
después, no sin cierto dejo irónico, el general Fernando Matthei.
Conforme a lo previsto, Fernández sucedió a García, y García pasó a
Relaciones Exteriores. Poblete sustituyó a Cuadra (que partió al
Vaticano) en la Secretaría General de Gobierno. Délano dejó
Economía, a donde pasó, otra vez por recomendación de Büchi, el
brigadier general Manuel Concha, que ocupaba la subsecretaría y era
uno de los técnicos militares de confianza del Presidente. Gaete
también se fue. Juan Antonio Guzmán lo reemplazó.
Las otras dos instituciones armadas con presencia en el gabinete, la
Fuerza Aérea y Carabineros, aprovecharon el cambio para hacer sus
propios relevos.
En Transportes se fue el general de brigada aérea Enrique Escobar.
Asumió el general Jorge Massa, que había sido edecán aéreo de
Pinochet y cuya fama como piloto de excepción asombraba a quienes
conocieron sus hazañas de los años 70. Massa era apreciado por el
Presidente y la FACh no vio inconvenientes en su traslado al
gabinete.
Con Carabineros hubo ciertas dificultades.
La Presidencia proponía que en el Ministerio de Bienes Nacionales,
donde el general René Peri completaba siete años, asumiera el
general Sergio Cotroneo, ascendido recién el año anterior, que había
sido también edecán presidencial y que contaba con la confianza de
Pinochet.
Pero el general Rodolfo Stange había destinado a Cotroneo a la
Primera Zona de Inspección (Antofagasta) y no consideraba
apropiado que uno de los oficiales más jóvenes de su cuerpo pasara
a un cargo semejante con tanta rapidez. Por lo demás, su evaluación
de Cotroneo difería de la que tenía La Moneda. Respondió entonces
que el general Jorge Veloso podría ocupar el Ministerio. Era el tercero
en la línea de antigüedades.
Con ese equipo se dio Fernández a la tarea prioritaria: ordenar las
pautas de trabajo del gobierno, dar una sola conducción a la política
interna y alinear el debate en torno a los puntos que para el régimen
eran los verdaderamente importantes. Los estableció en los primeros
consejos de gabinete, para que a nadie cupiera dudas.
Primero, el gobierno buscaría el reconocimiento y la vigencia total de
la Constitución, incluso por parte de la oposición. Ninguna insistencia
sería suficiente para reafirmar este punto.
Segundo, era indispensable prestigiar el sistema electoral y de leyes
políticas; la oposición debía ser persuadida de que los mecanismos
eran correctos y transparentes. El nombramiento de Juan Ignacio
García en el Servicio Electoral, y la autonomía que se le quería dar,
respondían a eso. Pocos sabían que Juan Ignacio García estuvo en el
selecto equipo que administró la consulta del 78 y el plebiscito del 80.
Tercero, que se completara el proceso de redacción, trámite y
aprobación de las leyes políticas. El sistema completo debía estar
configurado totalmente para el verano siguiente.
Para eso el gabinete trabajaría sin descanso.
Se establecerían comités por áreas y todos los días algunos ministros
serían invitados a almorzar con el titular del Interior.
RECUERDOS DEL 80
Pero el cuarto punto era el más importante de todos.
El gobierno mantendría a firme su decisión de realizar la transición
mediante un plebiscito. No habría ninguna modificación al sistema.
Por lo tanto, se debía terminar con la especulación sobre reformas
constitucionales, elecciones abiertas u otras variantes. También debía
cerrarse la discusión sobre el carácter consensual del plebiscito: era
confrontacional, porque en él se ponía en juego la supervivencia del
régimen. La oposición le daría ese carácter aunque el régimen hiciera
esfuerzos en contrario.
Y, puestos en ese terreno, había que tener claro el papel del
Presidente.
Durante el último período de la gestión de García y Cuadra, creía
Fernández, se había permitido la confusión en los distintos
estamentos del régimen. Mucha gente hacía declaraciones y daba
opiniones y no se decía claramente cuál era el camino oficial.
Cuando la Constitución se discutió, en 1980, su articulado transitorio
fijaba un período de 16 años continuos para el Presidente Pinochet.
Aquel plazo había sido dividido por razones tácticas, pero era
completamente obvio que aquello daba la primera opción legítima al
Presidente para postularse a un nuevo período. Fernández, uno de
los principales redactores del texto constitucional, era un símbolo de
esa opción.
Nadie debería engañarse.
En adelante, él trabajaría (y esperaba que el gabinete lo hiciera
también) para demostrar que el Presidente era la mejor figura para
encarnar la obra del régimen y aspirar a su prolongación.
Los hombres “de consenso” sobre los que se estaba especulando
debían ser efectivamente descartados.
Pocas semanas después, Fernández enfrentaría su primer desafío
para imponer esa tesis, cuando tres miembros de la Junta (el general
Matthei, el almirante José Toribio Merino y el general Stange) hicieran
públicas sus preferencias por un candidato civil cuya descripción no
calzaba con la del Presidente.
Fernández volvió a imponer la voz de mando.
Todo aquello era irrelevante. El gobierno debía seguir trabajando por
sus objetivos. Y en silencio: el mejor capital político para los meses
siguientes sería la eficiencia.
En aquel segundo semestre, Fernández soportó a pie firme las únicas
dos grandes crisis que removieron al gobierno: el secuestro del
coronel Carlos Carreño, subdirector de Famae, por un comando de
FPMR, que se prolongó por tres meses; y la efervescencia desatada
en la Universidad de Chile por el nombramiento como rector del ex
ministro de Transportes y de Economía José Luis Federici, que logró
en su contra la confluencia de la Junta Directiva, los decanos, los
académicos y los alumnos.
El Ejecutivo tomó con Federici la decisión de resistir, pese a las
recomendaciones de algunos asesores y del propio ministro de
Educación, acaso para sentar el principio de la autoridad sin
concesiones. Pero la crisis desbordó rápidamente de su cauce y
amenazó todos los equilibrios necesarios para la nueva etapa: el
propio Pinochet tomó la decisión de sacar a Federici, mientras el
ministro Guzmán negociaba el nombramiento del académico Juan de
Dios Vial Larraín (10).
Ambas fueron tormentas de corta duración y resonancia breve. En
sus bambalinas, la campaña debía seguir configurándose.
Cada vez con más fuerza.
Cada vez con más convicción de triunfo.
52
LA INVISIBLE TRAMA DEL VOTO
El hombre que protagoniza este capítulo era conocido sólo en su especialidad. Se
llama Eugenio Valenzuela Somarriva. Es jurista, el primero en una generación de
notables. El azar y la ausencia determinaron que fuera nombrado en el Tribunal
Constitucional. Allí se convirtió en el secreto arquitecto del sistema que permitiría
un plebiscito limpio. La historia es larga.

Nunca se sabrá qué panorama habría tenido el país en la última fase


de la carrera electoral lanzada por el régimen para mantenerse en el
poder hasta 1997 si hubiera optado por otras de las estrategias de
que disponía. Si, por ejemplo, hubiera asumido el plan político del ex
ministro José Piñera en vez de la férrea decisión de Sergio
Fernández.
Para que las cartas quedaran echadas a fines de 1987, habían
confluido durante dos años numerosas decisiones, opciones, planes,
hechos azarosos y complejos mecanismos jurídicos.
Ahora, al despuntar el 88, a diez meses plazo, un plebiscito pondría
por primera vez en juego la integridad del régimen.
Quince años en un día...
¿Cómo se llegó a ese punto?
La historia es compleja y mezcla elementos políticos, estratégicos,
emocionales y jurídicos. Para seguir su subterránea trayectoria hay
que retroceder en el tiempo.
La convicción del Presidente Augusto Pinochet acerca de su pleno
derecho a postularse para un nuevo período es el primer eslabón de
la cadena. Es también el más importante, porque después de las
dificultades salvadas para echar a andar la institucionalización, esa
decisión del Presidente no era un hecho discutido en La Moneda.
Al mediar la década del 80, todo el debate en el círculo más estrecho
de asesores —“mi estado mayor político”, decía él— se refería al
momento más apropiado para lanzar la campaña de postulación, y a
las maneras de hacerlo bien.
A fines de 1984, mientras imponía en el país el estado de sitio y se
preparaba para sacar a Sergio Onofre Jarpa del gabinete, el
Presidente decidió que el momento había llegado.
Ese verano se lanzaría la postulación. Un escenario fue elegido:
Punta Arenas. Y un procedimiento novedoso: durante un mes
funcionaría el gobierno en esa ciudad. Desde allí se enteraría la
nación que el Ejecutivo estaba en carrera.
El cambio de gabinete (la entrada de Ricardo García a Interior)
retrasó en unos días la decisión. Saldría finalmente, en marzo.
Todo estaba listo y afinado cuando un terremoto desoló Santiago. El
Presidente debió regresar a la capital y los anuncios se pospusieron
indefinidamente (ver capítulo 42).
Pero los preparativos de la campaña, con un poco más de discreción
que la prevista, debían ponerse en marcha de todas maneras.
Sólo unos meses después, desde su cargo de ministro del Trabajo,
Alfonso Márquez de la Plata iniciaría los contactos con el
empresariado para comenzar la recolección de fondos.
García, en tanto, acompañado por el ministro secretario general de
Gobierno, Francisco Javier Cuadra, comenzaba a anunciar y a aplicar
lo que sería la definición central de su gestión: el impulso a las leyes
orgánicas constitucionales pendientes.
En aquella etapa “jurídica” se completaría la retrasada
institucionalidad prevista por la Carta del 80.
EL CONSEJO DE LA MINISTRA
La lista de leyes pendientes era numerosa y suscitaba recelos y
discusiones dentro del gobierno. Pero, después de los frustrados
esfuerzos de Jarpa, había quedado claro que una de ellas era la más
conflictiva: la de partidos políticos.
La ley de estados de excepción era indispensable para salir del
estado de sitio. Así es que fue rápidamente elaborada, tramitada y
enviada a su última instancia, el Tribunal Constitucional.
Sorpresivamente, el Tribunal modificó los aspectos que más le
interesaban al gobierno (ver capítulo 43). Algunos juristas
encendieron el alerta. ¿Acaso el Tribunal comenzaba a actuar con
independencia?
En verdad, las suspicacias —de la oposición, principalmente— habían
nacido con la Constitución misma, no con el Tribunal.
Los nombramientos tendieron simplemente a reforzar el prejuicio: se
trataba de figuras distinguidas en la arquitectura jurídica y política del
régimen.
Pero entre esos nombramientos, producto del azar, el consejo de
Mónica Madariaga, la vacilación del general Pinochet y las dudas
sobre la edad del veterano profesor Avelino León, hubo uno que
marcaría con la huella de la historia al Tribunal.
Su nombre era poco conocido: Eugenio Valenzuela Somarriva.
Abogado, egresado con el primer lugar en una generación de
notables, expositor brillante y hombre de derecho por encima de todo,
Valenzuela Somarriva trabajó durante años en el Consejo de Defensa
del Estado, dependiente del Ministerio de Justicia. Cuando presentó
su renuncia, la ministra Madariaga, advertida sobre el brillo del jurista,
buscó manera de retenerlo cerca del gobierno. Lo incorporó primero a
la Comisión Bustamante y, cuando hubo de formarse el Tribunal
Constitucional, pensó en él para proponerlo a Pinochet. Más tarde lo
llevaría también a la comisión sobre el exilio, una infructuosa
experiencia que produjo a algunos de sus miembros la peor Navidad
de sus vidas.
En el Tribunal Constitucional, correspondía que dos de los miembros
fueran designados por el Consejo de Seguridad Nacional, que se
había constituido de manera provisoria. Para uno de esos cupos lo
propuso la ministra, que se esforzó por convencer al Presidente de
que su favorito, el profesor León, tenía ya una edad muy avanzada.
Pinochet pareció ceder, pero repentinamente cambió de opinión y se
opuso al nombre de Valenzuela Somarriva en el seno del Consejo de
Seguridad Nacional. No parecía algo tan trascendente como para dar
una batalla a finish, pero aun así la designación de Valenzuela
Somarriva salió del Consejo, por mayoría simple, con el voto adverso
de Pinochet.
El otro nominado en nombre del Consejo fue Enrique Ortúzar, hombre
clave en la concepción de la Constitución y seguidor de todas las
difíciles fases por las que pasó.
Valenzuela Somarriva y Ortúzar eran, en cierto modo, y lo serían más
con el tiempo, los polos opuestos en el Tribunal. Cuando éste debió
dictar la sentencia declarando inconstitucional al Movimiento
Democrático Popular y a sus partidos integrantes, en enero del 85,
Ortúzar defendió con énfasis la condena; Valenzuela Somarriva
redactó el voto disidente (1).
Es necesario adelantarse a la historia para subrayar este aspecto:
Valenzuela Somarriva sería a la postre el secreto arquitecto del
sistema que terminaría por someter al régimen a un veredicto popular
limpio y sin interferencias.
¿PLEBISCITO CON CONTROL?
El 16 de julio de 1985, la Junta aprobó la ley de Tribunal Calificador
de Elecciones, un proyecto que el régimen consideraba menor dentro
de la complejísima urdimbre de las leyes políticas. Después de todo,
el Tribunal Calificador no funcionaría sino hasta la última fase de la
transición, cuando se eligiera al primer Parlamento.
Siete días después, el Presidente puso su firma y el 25 de julio de
1985 la ley, junto con el oficio reservado número 6583/296, partió
hacia el Tribunal Constitucional.
Los debates se prolongaron durante todo julio y todo agosto.
Cuando pasó ese plazo, el ministro de Justicia Hugo Rosende recibió
la noticia de que las cosas se estaban complicando.
En las reservadas sesiones del Tribunal se habían definido ya dos
grandes líneas contrapuestas; pero lo peor del caso no era eso, sino
que aquel debate estaba directamente relacionado con el plebiscito.
El artículo 11° transitorio de la Constitución establecía claramente que
el Tribunal Calificador regiría “en la fecha que corresponda” para “la
primera elección de senadores y diputados”.
Ciñéndose a ese precepto, la Junta había despachado el proyecto
con un primer artículo transitorio que establecía que el Tribunal
entraría en funciones 60 días antes de celebrarse las parlamentarias
del 90.
Es decir, en diciembre de 1989.
No para el plebiscito.
La más importante contienda electoral del régimen en quince años, la
que dirimiría su permanencia en el poder, la que pondría en juicio
público la gestión militar, no tendría la verificación jurídica de un
Tribunal formal. Pero podría tener, en cambio, un procedimiento
especial. Un control ad hoc.
Ortúzar defendía la literalidad de este texto: la voluntad del legislador
era muy clara, y también lo era la del constituyente.
Valenzuela Somarriva esgrimió otro principio: el plebiscito era el
primer acto de la entrada en vigencia del articulado permanente de la
Constitución, y el hito de más relieve en el proceso de transición. Si la
propia Constitución reconocía la vigencia de un “sistema electoral
público” (artículo 18), entonces no había razón para eximir al
plebiscito ni menos para crearle un mecanismo ad hoc. El principio del
contexto de la Carta debía predominar por sobre una disposición
aislada.
Ortúzar insistió en defender la postergación del Tribunal hasta la
elección parlamentaria. Dijo que hasta tal punto era clara la letra de la
Constitución, que la Junta había corregido ese aspecto en el análisis
del proyecto. El Ejecutivo había propuesto, a su juicio erróneamente,
que el Tribunal funcionara para el plebiscito. Y había sido así, en
efecto, por la insistencia del ministro García y contra la vasta
argumentación del ministro Rosende.
El argumento era de doble filo.
Valenzuela Somarriva lo aprovechó para decir que ello era la prueba
concluyente de que incluso en el gobierno se entendía que el
plebiscito debía tener la máxima legitimidad. No la tendría sin
Tribunal.
Pero fue más lejos: tampoco la tendría si no se dictaban las leyes
complementarias del sistema político: la de inscripciones electorales y
la de partidos políticos.
Según el artículo 10° transitorio, los partidos no podrían funcionar
legalmente sino hasta que se dictara la ley orgánica constitucional
correspondiente. Si esa ley no existía, ¿cómo podrían funcionar los
sistemas de control y vigilancia en el plebiscito?
Pero además, decía Valenzuela Somarriva, había que invertir el
argumento para notar que se estaba llegando a un verdadero callejón:
si se pretendía que el Tribunal Calificador no funcionara hasta
después del plebiscito, ¿ante quién y con qué procedimientos se
inscribirían y legalizarían los partidos? Suponiendo que el gobierno
tenía la decisión de dar una normativa para los partidos, ¿cómo iba a
funcionar ésta sin Tribunal Calificador?
El extenso razonamiento de Valenzuela Somarriva desplazó el eje del
debate desde la fórmula —donde se centraban Ortúzar y los ministros
Marcos Aburto y Eduardo Urzúa— hacia la legitimidad del plebiscito,
un principio que convenció plenamente a los ministros restantes, José
María Eyzaguirre, Julio Philippi y Luis Maldonado.
Aquella división de los votos fue decisiva.
Por una estrecha mayoría, el Tribunal Calificador se incorporó como
un elemento clave para el todavía remoto plebiscito.
Cuatro contra tres.
La redacción de la sentencia fue encargada a Valenzuela Somarriva
(2).
Se previó fecha: 24 de septiembre de 1985. Al día siguiente se haría
pública.
Enterado en detalle de la polémica que se había librado en el
Tribunal, y de su resultado, el ministro Rosende decidió intervenir.
Le parecía muy grave que se impusiera la vigencia del Tribunal
Calificador para el plebiscito; aquello no estaba previsto en los planes
del gobierno, pero además no estaba escrito en la Constitución.
Durante esa semana previa, Rosende visitó a varios ministros en sus
propias casas, para hacerles notar la extrema gravedad que veía en
la sentencia. Tal vez en otros niveles de gobierno no se le daba tanta
relevancia, pero para él, un jurista connotado y sutil, las cosas
estaban muy claras: el Tribunal había ido demasiado lejos.
Rosende era un hombre persuasivo. En la Corte Suprema aún se
recuerdan dramáticas intervenciones suyas para evitar roces con los
poderes fácticos. “Si yo fuera sensible”, había dicho una vez ante
magistrados impresionados, “tendría que hablar con lágrimas en los
ojos, vuestras excelencias, porque esta Ilustrísima Corte ha podido
estar rodeada, sitiada militarmente...”
En aquel mes de septiembre del 85, Rosende se empeñó a fondo.
Pero extrañamente, su reconocida eficacia no tuvo resultados. Los
ministros de la mayoría mantuvieron su posición y el gobierno acató el
fallo.
Sabía el ministro de Justicia que no contaba con la alianza del
ministro del Interior. García era el más enfático para sostener que la
teoría de la legitimidad del plebiscito era tan importante para el
gobierno como el plebiscito mismo, y que el acatamiento de la
sentencia del Tribunal Constitucional reforzaría a éste, a la
Constitución y a la institucionalidad toda.
El fallo del Tribunal Constitucional sobre las condiciones necesarias
para el plebiscito obligó a los incipientes comandos electorales
formados en La Moneda a tomar conciencia de que, en una velocidad
mucho más rápida que la esperada, se estaban fijando los marcos de
su trabajo: el plebiscito tendría mecanismos completamente distintos
de los de 1980.
La ley de Tribunal Calificador debió ser corregida (3).
LANZAMIENTO EN SANTA JUANA
Durante el verano del 86, la planificación de la campaña fue
avanzando a pasos agigantados.
En sus recientes discrepancias con la Junta sobre las posibles
reformas constitucionales, Pinochet había ido haciendo cada vez más
explícita su decisión de continuar en el poder más allá de 1989. Una
idea comenzaba a fijarse a lo largo y ancho de toda la red
gubernamental: el Presidente debía ser el candidato.
En aquel trimestre la subsecretaría del Interior, a cargo de Alberto
Cardemil, trabajó intensamente en la elaboración de un Plan de
Acción Cívica, por intermedio del cual se entregaría a los alcaldes el
inmenso trabajo de chequeo, acción y proselitismo político. La
denuncia del Plan determinó su aborto, pero así y todo sirvió para
delinear el segundo de los rasgos que más tarde serían cruciales: el
Ejecutivo podía centrar la campaña en el propio aparato del gobierno
interior, en su estructura administrativa (4).
A mediados de 1986, con la ya clara perspectiva de que tendrían que
ceñirse al orden jurídico dictado por el Tribunal Constitucional, los
equipos de confianza del Presidente retomaron la idea del
lanzamiento público postergado a comienzos del 85 en Punta Arenas.
El general Pinochet tomó la decisión final.
Fue en julio, días después de que el caso Rodrigo Rojas y Carmen
Gloria Quintana, los jóvenes quemados, sacudiera al país y al mundo.
Curiosamente, se prepararon condiciones similares a las que se
habían previsto en febrero del 85: Pinochet salió de Santiago y
ordenó instalar el gobierno en Concepción.
Para el día viernes 11 se programó un acto de entrega de viviendas
en la localidad de Santa Juana. Se sabía por adelantado que de allí
vendría la gran noticia.
Durante los dos días anteriores, el miércoles 9 y el jueves 10, algunos
oficiales del Estado Mayor de la Defensa comenzaron a moverse
aceleradamente en Santiago, en el circuito de los políticos cercanos
al gobierno y a las Fuerzas Armadas.
Se trataba de advertir que esto ocurriría —que Pinochet anunciaría su
aspiración de candidato— y de dejar en claro que no todas las
instituciones estaban en la maniobra.
El jueves, Pinochet durmió poco y mal, enterado recién de las
versiones de Santiago que señalaban que la tumba de su familia
había sido profanada durante los funerales de Rodrigo Rojas. El
viernes, finalmente, habló.
—Tengo la seguridad —dijo— que esos mismos chilenos,
conscientes de la efectiva acción de nuestro gobierno, lo apoyarán
decididamente el año 1989, lográndose así proyectar el régimen hacia
un nuevo período presidencial, conforme a los mecanismos que la
propia Constitución establece.
El discurso produjo una tempestad que se trasladó rápidamente hasta
la Junta.
Los comandantes en jefe debieron declarar que no existía
candidatura decidida y, en una polémica sesión con el Presidente,
uno de ellos llegó a afirmar que la interpretación de que la Carta
concedía un período de 16 años al gobierno era “abusiva”.
El 21 de ese mes, Pinochet aprovechó el congreso de alcaldes para
aquietar las aguas. Dijo allí que no había candidatura y que debía
admitir “hidalgamente” que en Santa Juana omitió decir que el
plebiscito se haría “en democracia plena”.
Pero la tormenta no cesó del todo. Poco después, Federico
Willoughby envió una carta manuscrita al presidente de la Junta, el
almirante José Toribio Merino, ofreciéndose como candidato único
para la Presidencia. Era una manera de volver irrisorio el lanzamiento
de Pinochet. Así lo tomó la Junta, que usó la carta de Willoughby para
reprochar, en todos los niveles que pudo, la prematura carrera del
general.
—Ahora —decía uno de los comandantes en jefe— nos vamos a
llenar de candidatos. No faltaba más.
SEGUNDA LEY: PARTIDOS
Un mes después, en agosto del 86, la Junta completó la tramitación
de la segunda ley del complejo electoral: aquella sobre sistema de
inscripciones electorales y Servicio Electoral.
El texto fue enviado al Tribunal Constitucional (5) y éste procedió a su
revisión completa en el notable plazo de quince días, pese a que
encontró doce inconstitucionalidades (6).
Gracias a la velocidad de los procedimientos, el Servicio Electoral
podía comenzar a instalarse formalmente a fines del 86, para estar en
funcionamiento pleno a comienzos del 87. La ley salió en octubre (7).
La implacable mecánica impuesta por el primer fallo del Tribunal
Constitucional exigía que el despacho de las leyes continuara a toda
prisa.
En enero del 87, por fin, después de tantos debates y postergaciones,
la Junta despachó la ley sobre partidos políticos (8) para la revisión
del Tribunal Constitucional.
El debate de este texto, pese al ritmo forzado que se impusieron los
miembros del Tribunal, tomó más tiempo y exigió una ardua tarea de
concentración.
Otra vez Valenzuela Somarriva encabezó el análisis crítico; otra vez,
también, se le encargó la redacción de la sentencia, que castigó 24
inconstitucionalidades del texto original.
Algunas fueron de mucha importancia:
• El proyecto original pretendía que el Tribunal Constitucional tuviera
la facultad de suspender el proceso de inscripción de un partido si
sólo sospechaba que se podría violar el artículo 8°; la sentencia
estimó que ello desbordaba las atribuciones del Tribunal.
• El Ejecutivo y la Junta querían prohibir que se pudiera usar los
nombres y símbolos de los partidos políticos disueltos, en un
esfuerzo por impedir que resucitaran las fuerzas de 1973; el
Tribunal estimó que se quería imponer una severa limitación al
derecho de asociación.
• El proyecto quería prohibir las donaciones de personas jurídicas a
los partidos, además de restringir los ingresos de origen
extranjero; el Tribunal exigió eliminar el veto sobre las personas
jurídicas.
• El Ejecutivo proponía reglamentar por ley la organización interna y
estatutaria de los partidos; para el Tribunal, con ello se violentaba
el campo propio y autónomo de esas organizaciones, hasta el
punto de producir su desnaturalización.
• El proyecto entregaba al director del Servicio Electoral la facultad
de dar por no presentada la solicitud de inscripción de un partido
ante la simple sospecha de que hubiese irregularidades en sus
documentos; el Tribunal estimó que tal cosa no garantizaba el
derecho a un juicio justo y que, por tanto, debía acudirse a la
justicia ordinaria (9).
Aquella ley estructuró el grueso del sistema político y dejó al régimen
en condiciones de preparar la última etapa, la concluyente, de la
carrera electoral.
Pero el crítico papel jugado por el Tribunal Constitucional había
llegado a disgustar ya en demasía al gobierno (10).
Cuando Sergio Fernández reasumió la cartera de Interior, en julio de
1987, uno de sus primeros objetivos fue el de conseguir que la
aplicación del artículo 8° tuviera una eficacia de hierro y resultara una
herramienta disponible para el uso del Ejecutivo.
Hasta entonces, la declaración de inconstitucionalidad del MDP no
había conseguido tal efecto: los dirigentes seguían apareciendo
públicamente y la coalición proscrita se había esfumado para dar
paso a una nueva, la Izquierda Unida.
La ley complementaria del artículo 8° sancionaría directamente a la
prensa y a quienes difundieran el pensamiento de las personas y
entidades proscritas. El Ministerio del Interior la despachó pidiendo
para ella la máxima urgencia.
Tenía razones tácticas.
A fines de marzo del 87, el ex canciller Clodomiro Almeyda,
pobremente disfrazado y ayudado por lugareños de la frontera, había
regresado clandestinamente al país y se había presentado ante la
justicia para que su situación pendiente fuera despejada. Aunque el
gobierno, golpeado por la audacia, relegó a Almeyda a Chile Chico,
su figura era noticia de primera plana incluso en los diarios
oficialistas. Entrevistas y opiniones suyas se publicaban una y otra
vez.
Siguiendo el mismo camino, poco después ingresaron los dirigentes
comunistas Luis Guastavino, Mireya Baltra y Julieta Campusano, y el
ex senador socialista Erick Schnake.
Era un claro desafío a la seguridad y a la administración. El exilio
entero comenzaba a volverse ineficiente y la justicia no mostraba
disposición para seguir al Ejecutivo en las medidas de mano dura.
Así las cosas, lo mejor sería establecer una restricción segura a la
difusión de las opiniones. El instrumento podía tener una buena
presentación: al disponer de él, el gobierno ya no tendría dificultad
alguna para levantar definitivamente las prohibiciones de ingreso al
país. El exilio, ese calvario político de tantos años, terminaría de
muerte natural.
El proyecto de la ley complementaria del artículo 8° entró a trámite
legislativo el 29 de julio de 1987. De inmediato comenzaron los
problemas: un jurista de la Secretaría de Legislación de la Junta
estudió el texto y encontró un cúmulo de deficiencias de fondo y de
forma y recomendó su envío a la Corte Suprema y al Tribunal
Constitucional. La Secretaría, que redactó el informe técnico
definitivo, eliminó muchas de las observaciones, pero mantuvo las
recomendaciones.
Cuando el texto comenzó a discutirse en la comisión conjunta
designada para el efecto, Fernández pidió ayuda a Jaime Guzmán. El
proyecto estaba a punto de fracasar. Guzmán se movió con rapidez.
Visitó a las comisiones una por una y expuso, con su oratoria
persuasiva, la necesidad de la ley y la posibilidad cierta de que con
ella concluyera el exilio.
Ese trámite ágil e inteligente permitió que la ley fuera aprobada con el
número 18.662.
Pero quedaba todavía el paso por los organismos de verificación. La
Corte Suprema fue consultada; pero devolvió el texto sin comentario
alguno. El silencio se entendió como aprobación. Y, pasando más
lejos de lo debido, se entendió también que con ello era innecesario
que pasara por el Tribunal Constitucional.
Así fue publicada.
CON CAUTELA, PASO A PASO
Aquel fue tal vez el síntoma más ostensible de que el gobierno había
comenzado a sentir temor del Tribunal Constitucional: no siempre
actuaba como se esperaba.
El segundo semestre del 87 contempló la creciente aceleración de la
campaña en torno al general Pinochet. Tomando la iniciativa que los
partidos políticos afines parecían resignar, algunos oficiales de
Ejército emprendieron la tarea de imponer la idea de que el mejor
candidato posible sería el general Pinochet.
La operación fue, sin embargo, excesiva. Molestos, los miembros de
la Junta plantearon sus quejas por la publicidad de las declaraciones
ante el propio Presidente. Fue esa irritación la que estuvo detrás de
las opiniones de los comandantes en jefe en favor de un candidato
civil: aquella era una manera irónica de poner atajo al acelerado ritmo
impreso a la campaña por los oficiales de Ejército.
A su turno, la oposición seguía en la duda. Su campaña en favor de
las elecciones libres llevaba un irremediable rumbo a la frustración,
pero a la vez no se podía dejar de cumplir con ella como el más
importante testimonio de voluntad democrática.
Cuando el Partido Demócrata Cristiano, presidido ahora por Patricio
Aylwin, inició el proceso de legalización conforme a las normas
impuestas por la nueva ley de partidos —una decisión fuertemente
polémica, incluso en las filas DC—, una primera luz clara sobre la
posibilidad de desafiar electoralmente al régimen se extendió por la
escena política chilena. Aunque la operación había sido ya iniciada
por el Partido Humanista, siguiendo el criterio de José Tomás Sáenz,
el peso específico de la DC en la oposición resultaba mucho mayor.
El PDC no se fiaba aún del sistema electoral diseñado por el
gobierno, y advertía que iniciar el proceso no significaba que lo
completaría. Pero sentaba el primer precedente de gran magnitud
sobre el uso posible de la legislación.
La determinación dio, a su vez, un nuevo impulso sobre una campaña
que la oposición había iniciado antes, pero que tenía la debilidad de
proponer un salto en un sistema todavía desconocido: la inscripción
en los registros electorales. Muy pronto algunos sectores del Partido
Comunista se descolgarían de la dirección central para promover la
inscripción abiertamente.
Aquellas cautelosas decisiones sentarían el tercer pilar del plebiscito:
los partidos ejercerían con todo su peso las atribuciones de
supervigilancia y testimonio que la ley les entregaba.
¿Fue por aquella época cuando el Presidente entrevió las dificultades
que le saldrían al paso en la carrera por la candidatura? Tal vez: el 20
de agosto, reiterando una idea que rondaba fantasmalmente por el
palacio en los últimos años, dijo que el plebiscito sería sólo una
consulta al pueblo, porque, después de todo, la Constitución fijaba un
plazo de 16 años.
La lucha de la oposición por las elecciones libres hizo mella en el
hermético aparato del régimen. Pero no por sí sola, sino también
porque a ella se sumaron voces de la propia derecha insistiendo en la
necesidad de revisar el mecanismo del plebiscito. Andrés Allamand
provocó una polémica interna en Renovación Nacional cuando
describió al plebiscito como un acto “confrontacional”, y Ricardo
Rivadeneira se enfrentó con todas las evidencias al señalar que aún
había tiempo para cambiar de sistema. Fernando Maturana descartó
la posibilidad de un candidato de consenso.
TERCERA: VOTACIONES
Si todo aquello desprestigió la conveniencia del plebiscito como
método, sirvió también para consolidar la posición de quienes
insistían en que, siendo así, habría que rodear al acto electoral de las
máximas garantías de legitimidad que fuera posible.
Con ese pie forzado, y sin muchas ganas, debió trabajar el Ministerio
del Interior en las leyes pendientes. Antes de dejar su cargo, Ricardo
García había enviado a la Junta la cuarta gran ley del sistema, la que
regulaba las votaciones y los escrutinios. Fernández halló esa
herencia al iniciar su gestión.
Era un proyecto extenso y detallado, a juicio del Ejecutivo. Estaba,
además, convenientemente separado de las normas sobre sistema
electoral, que se discutirían más adelante y por separado. No habría
razones para quejarse de su transparencia. Los deliberados vacíos
que se le habían dejado tenían por objeto dar flexibilidad al sistema,
pero también preservar un campo de atribuciones para la decisión de
La Moneda.
La discusión del proyecto en la Junta fue extenuante: no menos de
catorce sesiones de comisión conjunta revisaron las aristas del texto,
hasta que se obtuvo su aprobación, el 14 de enero de 1988.
El Ministerio del Interior siguió de cerca los intensos debates. Un
abogado de la repartición, Carlos Goñi, estuvo encargado de
investigar, y eventualmente corregir, el rumbo que llevara el proyecto
dentro de la Junta. El exceso de celo de algunos legisladores
intranquilizó a los asesores de La Moneda.
—Parece que están buscando la ley perfecta —decían—. Fuera de
que eso no existe, aquí se está procediendo sin dejar ningún espacio
al gobierno. Esto no lo harían ni los políticos.
Los reproches impidieron que algunos puntos cruciales fueran
resueltos por la Junta.
Pero el 21 de enero de 1988 el proyecto llegó al Tribunal
Constitucional. En cuanto se conoció el texto, el Partido Humanista y
seis profesores de derecho constitucional dirigieron al Tribunal sus
inmediatas objeciones. El hecho era relevante: por primera vez,
políticos y académicos comenzaban a reconocer públicamente la
importancia del Tribunal.
El debate se prolongó hasta abril.
En el curso de ese período, los magistrados hallaron siete
inconstitucionalidades.
Algunas de ellas apuntaban a aspectos técnicos o formales, pero
había a lo menos tres casos en el que se jugaban condiciones vitales
para el desarrollo del plebiscito. Eran tres omisiones:
• El proyecto no se refería a la propaganda electoral en radio y
televisión, con lo que los principales medios de difusión podían
quedar virtualmente cerrados a una campaña pluralista.
• No había normas para la participación de los independientes en el
plebiscito, con lo cual no podrían tener sedes, propaganda ni
apoderados.
• Y no se establecía la fecha en que debían realizarse las elecciones
parlamentarias y presidenciales en el caso de ser derrotada la
proposición de los comandantes en jefe.
En vista de las ausencias, el Tribunal advertía que sería necesario
dictar las normas pertinentes en el plazo más breve posible.
Pero el debate más duro (y también el más importante) debió darse
en torno a la fecha del plebiscito.
El artículo 27° transitorio de la Constitución, con deliberada
ambigüedad, establecía que el plebiscito debía tener lugar no antes
de 30 ni después de 60 días de formulada la proposición de los
comandantes en jefe. En los hechos, esto podía significar que los
comandantes se reunieran privadamente, decidieran en secreto y el
Presidente se guardara para sí la notificación, usando la sorpresa
para el anuncio de la fecha.
Con ese expediente se podía llegar a una situación en la que la
campaña legal (necesariamente posterior a la designación del
candidato) durara lo que el Presidente quisiera. Incluso unos pocos
días.
El punto volvió a tener como antagonistas a Enrique Ortúzar y a
Eugenio Valenzuela Somarriva.
El primero sostenía de nuevo la literalidad de la Carta del 80. Decía
que lo lógico era que se formulara primero la proposición y luego la
convocatoria. La proposición, agregaba, se hacía ante el Presidente,
quien debía resolver cuándo comunicarla, fijando la fecha del
plebiscito.
Valenzuela Somarriva se opuso con otro argumento: la proposición de
los comandantes en jefe no era ante el Presidente, sino ante la
nación. Por tanto, los 30 días debían contarse a partir del momento
en que el nombre del candidato fuera publicado en el Diario Oficial.
La posición de Valenzuela Somarriva coartaba, evidentemente, el
margen de maniobra que el régimen quería reservarse para
determinar la extensión de la campaña. En La Moneda se había
discutido largamente el punto y se decía que, en vista del
“perfeccionismo” de las leyes electorales, el Ejecutivo debía disponer
cuando menos del manejo de la fecha, por si las condiciones del país
exigían acortarla para evitar una confrontación áspera y prolongada.
Ortúzar, que comprendía mejor ese razonamiento, debatió cuanto
pudo y consiguió la adhesión del ministro Manuel Jiménez Bulnes. No
fue suficiente: José María Eyzaguirre y Luis Maldonado se inclinaron
por la tesis de la publicación.
En el texto de la sentencia (11) está el testimonio del conflicto: el voto
de mayoría, redactado por Valenzuela Somarriva, y el voto de
minoría, redactado por Ortúzar.
(Un fallo inmediatamente anterior del Tribunal Constitucional describe
una trayectoria semejante, sólo que invertida en la proporción de
votos. Se trata del proceso abierto para proscribir a Clodomiro
Almeyda, un juicio en el que el gobierno creía jugarse no sólo el
principio de autoridad, sino los fundamentos de su institucionalidad.
Almeyda, que hubo de enfrentar cuatro juicios ante la justicia
ordinaria, se defendió solo en una sesión pública del Tribunal
Constitucional, alegando en contra del abogado Ambrosio Rodríguez,
procurador general (12). El 20 de enero de 1988, el Tribunal tuvo lista
su sentencia, de cerca de cien carillas. Esa noche se supo que era
favorable a Almeyda por el estrecho margen de cuatro contra tres.
Inesperadamente, al día siguiente se revirtió la cifra y la sentencia se
volvió condenatoria. El voto de mayoría lo redactó Ortúzar, y fue
compartido por Marcos Aburto, Eduardo Urzúa y... José María
Eyzaguirre. El voto de minoría, en favor de exculpar a Almeyda, fue
redactado por Valenzuela Somarriva, Julio Philippi y Luis Maldonado).
Un mes después, la ley de votaciones y escrutinios, corregida por la
Junta, fue finalmente promulgada. Según ella, 48 horas después de
ser informado de la nominación, el Presidente debía emitir un decreto
supremo comunicando al país nombre y fecha para el plebiscito. Esa
fecha no podría ser antes de 30 días desde la publicación.
En cuanto a la propaganda, sus fuentes de financiamiento sólo
podrían ser nacionales. Tendría esos espacios en la prensa y la TV a
partir de 30 días antes y hasta el tercer día anterior al plebiscito.
LA RUTA AL 5
En el intertanto, el gabinete había entrado ya en la fase final de los
preparativos. Un grupo de oficiales bajo las órdenes de la Secretaría
General de la Presidencia tomó en abril el control directo de la
campaña. Algunos de ellos sostuvieron reuniones con los alcaldes,
casi siempre en las intendencias, y otros fueron destinados a tareas
de control sectorial en los ministerios del área social. Fue ese grupo
de oficiales el que descubrió, en aquel mes, que parte del trabajo
“puerta a puerta” encargado a los municipios había sido falsificado: el
chequeo de unas cuantas personas bastó para saber que las cifras en
torno al Sí estaban convenientemente abultadas.
Al mayor Luis Clavel se le asignó la delicada tarea de recoger el
conjunto de la información, centralizarla, sintetizarla y darla a conocer
directamente al Presidente. Clavel debía asistir a cada una de las
sesiones del grupo más alto de la planificación: los ministros
Fernández, Sergio Valenzuela y Orlando Poblete, y el
vicecomandante en jefe del Ejército, teniente general Santiago
Sinclair.
Aunque se diversificó en distintos frentes, la campaña fue
férreamente centralizada por ese equipo. El 9 de mayo, en una sesión
del gabinete en la que algunos ministros hablaron del bajo perfil que
aún tenía el esfuerzo electoral, y de la confusión que parecía reinar
en torno al candidato, el ministro Fernández sentó el principio de que
toda discusión cesaría y que el candidato sería el Presidente
Pinochet.
Paralelamente, la Junta había trabajado con cautela y tensión en el
tema de la nominación. Entrampado en la dinámica de la
transparencia y la legitimidad, el gobierno intentaba ahora que sus
propias relaciones internas siguieran esos cauces.
Un acuerdo secreto de la Junta, adoptado en aquel verano, delegó la
responsabilidad de diseñar el procedimiento de la nominación. El
trabajo fue encargado al general de brigada aérea (J) Enrique
Montero, un hombre que estuvo en la cúpula del régimen durante los
quince años y cuya tarea en esta fase sería todo un símbolo del fin de
una etapa.
El texto preparado por Montero fue recibido por los miembros de la
Junta, quienes lo derivaron a sus auditores: Fernando Lyon, del
Ejército; Aldo Montagna, de la Armada, y Harry Grunewald, de
Carabineros: casi el mismo equipo que ocho años antes había
estudiado en secreto la Constitución.
El martes 12 de julio, la Junta se reunió secretamente en el Ministerio
de Defensa y aprobó el Acta de acuerdo de los comandantes en jefe de las
Fuerzas Armadas y general director de Carabineros. Otra vez en nombre
de la transparencia, el acta fue publicada (13).
El texto puso un nuevo parámetro al plebiscito: fijó la fecha de la
reunión de los comandantes en jefe y definió su carácter público. La
ciudadanía sabría con a lo menos siete días de anticipación cuándo y
cómo se reunirían los comandantes en jefe (14).
Pero además de eso, fijaría también los contenidos de la reunión, el
procedimiento de uso de la palabra y la formalidad del acto de
nominación.
El 24 de julio se fijó la reunión: sería el 30 de agosto.
Sobre el filo de las fechas, la Junta tramitó velozmente el último texto
pendiente, el de la propaganda en TV. Lo incluyó, para evitar más
rodeos, como parte de la ley de votaciones y escrutinios. Y lo
despachó el 9 de agosto hacia el Tribunal Constitucional.
Establecía ahora la gratuidad del espacio de quince minutos por
opción en la TV y fijaba la fecha para elecciones parlamentarias y
presidenciales en el 14 de diciembre de 1989, en caso de triunfo del
No. El Tribunal la despachó en el tiempo record de... dos días.
Acababa de abrochar el último botón en un sistema que había dado a
siete millones y medio de electores la garantía de poder votar en
conciencia, sabiendo que su veredicto sería controlado (15).
El resto es historia conocida: Pinochet fue previsiblemente nominado
el 30 de agosto, las encuestas que lo señalaban con el 44 por ciento
se vinieron al suelo, la franja de un mes en la TV resultó una debacle
para el oficialismo y Pinochet hubo de enfrentarse al voto popular a
partir de las primeras horas del 5 de octubre.
El voto había atravesado por un laberinto secreto y tortuoso durante
tres años. Ahora era un camino claro.
53
5 DE OCTUBRE
En la noche del plebiscito se descorrió un velo y saltaron a la vista notables
contradicciones: entre los mitos y la verdad; entre los métodos de control eficaces y
la falta de previsiones; entre quienes deseaban ocultar los hechos y quienes
estaban dispuestos a asumirlos. Entre un país con historia y uno sin memoria. Esa
noche estuvo en juego la dignidad de unos y otros.

En el día más esperado de la década, el miércoles 5 de octubre de


1988, el sol despuntó velozmente a las 6.14 de la mañana, minutos
después del toque de la diana en todos los cuarteles de la Guarnición
de Santiago. Madrugaban miles de soldados en aquella tercera
jornada consecutiva de acuartelamiento absoluto.
El ex presidente del gobierno español, Adolfo Suárez, el más
connotado de los numerosos observadores que viajaron a Chile para
mirar de cerca el raro plebiscito donde se jugaría el destino del
régimen, inició a esa hora su recorrido por las calles de Santiago.
Como muchos de sus acompañantes, Suárez sentía el peso del
momento histórico. Tenía, también, el temor de que lo impensable, lo
inaudito, lo irracional, irrumpiera ese día con la fuerza de la
devastación. Sólo unas horas antes, un extraño apagón había
ensombrecido a un Santiago que hora a hora, mientras caía la noche
del martes 4, se había ido desolando como si se preparara para una
vigilia larga y cansadora.
Al miércoles 5 se estaba llegando sin aliento. Parecía que, de pasar
una semana más, la tensión reventaría los tejidos de la sociedad
chilena.
A las 7 de la mañana, en las oficinas de la Dirección de Operaciones
del Ejército, en el décimo piso del Ministerio de Defensa, el brigadier
general Jorge Zincke Quiroz, comandante de la Guarnición de
Santiago y jefe de plaza para el acto electoral, inició la primera
reunión de evaluación del día. El informe fue somero: había
tranquilidad total en la Región Metropolitana.
Es difícil que Zincke lo haya percibido claramente en ese día de tanto
trabajo, pero sobre su persona estaban puestos los ojos de muchos
opositores y los de numerosos gobiernos occidentales.
Un par de semanas antes, el general había recibido en su oficina a la
coordinadora de la Cruzada Cívica, Mónica Jiménez, que tenía interés
en decirle que su organización planeaba trabajar durante todo el 5
para orientar a la gente.
El gobierno se había mostrado hostil con la Cruzada, y tal vez
convenía prevenir que aquello se tradujera en hechos ingratos
durante la jornada crucial.
Pero la reunión tomó inesperadamente otra dirección.
El general Zincke explicó que los antecedentes militares eran
alarmantes: se creía que varios miles de armas habían sido
distribuidos en algunas poblaciones y se temía que una asonada de
origen comunista estallara en la mañana del 5, interrumpiendo el
proceso. Pensaba el general que el momento era extremadamente
delicado: las cosas podrían derivar en incontrolables estallidos de
violencia.
La conversación alarmó a Mónica Jiménez. ¿Qué estaba pasando
realmente?
CONSTANCIA ESCRITA
Por los mismos días, el Comité de Elecciones Libres, que venía
anunciando el diseño de un sistema de conteo rápido para el día del
plebiscito, decidió que era hora de tomar contacto con el Ejecutivo.
Dos fuertes ataques habían sido lanzados desde la coalición del Sí en
contra del conteo rápido, ambos con la presunción de que el sistema
sería manipulado por la izquierda.
El coordinador del CEL, Sergio Molina, no tendría problemas en
aclarar el punto con una de las figuras que había opinado así, el
presidente de Renovación Nacional, Sergio Onofre Jarpa; pero con el
gobierno los riesgos eran mayores: tal vez se intentaría clausurar el
mecanismo.
Molina y el ex embajador José Miguel Barros visitaron La Moneda
para entrevistarse con el subscretario del Interior, Alberto Cardemil.
Querían aclararle exactamente cómo y dónde funcionaría el CEL,
para evitar equívocos y despejar sospechas.
Pero otra vez la conversación saltó al tema de la violencia.
El subsecretario dijo que había información sobre planes extremistas
para una salida masiva de elementos delictuosos a las calles de
Santiago durante el 5, y que el gobierno veía el asunto con creciente
preocupación.
La reunión no fue muy larga, pero Molina y Barros salieron de ella con
temor. Barros notó algo: no había constancia de lo que allí se había
hablado, y tal vez ese testimonio fuese a la larga el dato más valioso.
Propuso entonces usar una estratagema aprendida de su refinado
ejercicio diplomático: enviar una carta a Cardemil en la que se le
informara detalladamente de los preparativos del CEL y se incluyera
de paso un resumen de la parte alarmante, subrayando que sus datos
fueron entregados por el propio subsecretario.
Las informaciones de Mónica Jiménez, Molina y Barros no tardaron
en cruzarse. Configuraban por sí mismas un panorama temible,
cuando se supo que un alto jefe de Carabineros quería tomar
contacto con el Comando del No para un asunto de extrema urgencia.
A la nocturna y misteriosa cita asistieron cuatro dirigentes opositores.
Tensamente se les informó que varios buses Mercedes Benz,
semejantes a los de la policía, habían sido robados en los últimos
meses, y que la unidad de inteligencia había llegado a la conclusión
de que podían ser empleados en operaciones terroristas de origen
desconocido. Carabineros quería asegurar que su personal usaría los
uniformes y las armas de servicio y que la orden principal sería
resguardar la tranquilidad a cualquier costo.
Sólo unas horas después, un comunicado oficial de la institución
advertiría a la población sobre los buses.
El conjunto de señales era ya poderoso cuando Sergio Molina pidió
audiencia con el general Zincke. La intención de Molina era que el
general conociera en detalle la operación del CEL, y los reservados
lugares donde estaría, para evitar acciones que luego pudiesen
justificarse en nombre del secreto. Es obvio que a Molina le importaba
también verificar el grado de alarma de lo que hasta entonces se
sabía.
Pero, sorpresivamente, Zincke se mostró tranquilo y no se explayó en
los peligros de la violencia. Hizo sólo una alusión a la alta
probabilidad de que esa noche se produjera un apagón.
¿Qué ocurría ahora? ¿Por qué cambiaba tan bruscamente el tono de
la alarma? Los antecedentes parecían cada vez más confusos. Uno a
uno confluyeron en las embajadas de Estados Unidos y de varios
países europeos. En algunas legaciones había otras fuentes que
tendían a ratificar el temor.
El sábado 1° de octubre, después de una reunión en su casa de la
calle Presidente Riesco, el embajador Harry Barnes tomó la difícil
decisión de informar a Washington.
Había algo que lo inquietaba poderosamente: ¿por qué altos oficiales
de las Fuerzas Armadas estaban dispuestos a comentar cosas como
éstas frente a notorios dirigentes opositores? Esa noche dirigió el
cable cifrado al Departamento de Estado.
La notificación debió llegar a manos del secretario de Estado George
Shultz, pero éste estaba fuera de Washington. Quien la recibió fue su
suplente, John Whitehead, que ordenó de inmediato convocar al
embajador chileno, Hernán Felipe Errázuriz. Whitehead trató de ser
severo para expresar su preocupación, pero sabía que no era
suficiente: al día siguiente, la propia vocera de la Casa Blanca, Phyllis
Oakley, emitió la declaración pública en que advirtió sobre el temor de
EE.UU. de que se intentara suspender el plebiscito.
Casi en los mismos momentos, el embajador Gunther Knackstedt, un
ágil y expansivo ex periodista berlinés, notificó a Bonn lo que estaba
sucediendo en Santiago. El ministro de Relaciones Exteriores Hans
Dietrich Genscher, que seguía los acontecimientos de Chile al minuto,
pidió que se llamara al embajador chileno Ricardo Riesco.
Las dos reacciones, aunque sorprendieron al público, tranquilizaron a
quienes estaban en el secreto de los hechos: la comunidad
internacional reaccionaría al unísono contra cualquier intento
fraudulento.
UNA POBLACIÓN ANSIOSA
Otras noticias agregaron calma en aquel dramático fin de semana.
En la noche del domingo 2, un amplio dispositivo militar diseñado
para el caso de una asonada en Santiago, y elaborado con el
principio de los anillos concéntricos que se usó en el golpe de 1973,
fue desactivado por el alto mando. Los camiones de pertrechos
retornaron a sus bases y las unidades de intervención volvieron a los
cuarteles de origen.
El lunes 3, el secretario ejecutivo del Comando del No, Genaro
Arriagada, realizó la tercera visita opositora al general Zincke.
Para entonces ya no había dramas. El jefe de la plaza tenía confianza
en que todo se desarrollaría con tranquilidad. Hizo algunos reproches
sobre las alianzas en el Comando del No y entregó sus teléfonos para
el caso de una emergencia.
Ahora, en la mañana del 5, la tranquilidad de Zincke parecía todavía
mayor.
Después de la primera evaluación bajó a su oficina en el quinto piso
del Ministerio e inició las comunicaciones con el general de
Carabineros Gabriel Ormeño, jefe de la Prefectura Metropolitana de
Santiago. Ormeño comenzaba también su jornada en la central de
comunicaciones del edificio General Norambuena.
Los primeros informes dieron cuenta de algo no calculado: la
población estaba madrugando en todo Santiago.
Miles de personas comenzaban a dirigirse hacia los locales de
votación y en algunos sectores los propios soldados, a quienes se
había dado orden de votar a primera hora en los mismos recintos
donde ejercerían vigilancia, habían tenido que sumarse a las
incipientes filas de electores.
No todas las mesas se estaban constituyendo con la rapidez
deseable, pero la maquinaria del sufragio parecía estar desplazando
a toda la ciudad (1).
El Estado Mayor de la Defensa agregó otro antecedente: todo el país
parecía haber madrugado. Incluso en las ciudades menores la gente
estaba saliendo a votar en las primeras horas, como si una
compulsión ansiosa, mezclada con el temor por lo que podría ocurrir
después, sacudiera hasta el último rincón chileno.
Ya la inscripción electoral había dado un indicio de la ansiedad del
voto.
Desde que los registros electorales se abrieron, en febrero de 1987,
hasta que se cerraron, el mismo día de la nominación del Presidente
Augusto Pinochet, siete millones 435 mil 913 personas se habían
anotado en los registros. Era el 92,1 por ciento de los chilenos
mayores de 18 años, la proporción más alta jamás conocida. Para
atenderlos habría 22 mil 131 mesas en todo el territorio. Cada una
con un máximo de 350 sufragantes.
El volumen de la inscripción tenía tan preocupado al gobierno como a
la oposición. La cifra era tan alta, que algunos políticos sospechaban
que se podía haber intentado una maniobra masiva de dobles
inscripciones, manejada desde los aparatos más secretos del
régimen. En el gobierno, en cambio, se creía que la masa que se
precipitó sobre los registros electorales en los últimos 30 días de
plazo era sustantivamente opositora.
Algunos funcionarios veían el asunto como un error. Al fijar el
procedimiento de nominación y las fechas para ello, la Junta había
dado una clara señal de cuándo sería el plebiscito.
—Esto —explicaba un subsecretario después— quitó toda flexibilidad
al gobierno para el legítimo manejo de las fechas. Alertó a la
oposición sobre el timing y puso al descubierto el cálculo hecho en
torno a las inscripciones. O, para decirlo de otra manera, alentó la
inscripción de todos aquellos que eran escépticos respecto del
sistema; y ésa era gente de oposición.
LA “RESERVA DEL COMANDANTE”
Entre las 8 y las 8.30 salieron de sus casas los funcionarios de La
Moneda. Tenían instrucciones de votar temprano y concentrarse en el
palacio para una jornada que sería larga y tensa.
A la misma hora salieron, por turnos, los funcionarios encargados de
la central informatizada de cómputos del Ministerio del Interior,
instalada en el edificio Gildemeister de calle Amunátegui. También los
del Diego Portales, encargados de la información.
El subsecretario Cardemil llegó hasta allí después de votar en la
mesa 56 del Parque Arauco, para instalarse en su oficina provista de
refrigerador, fax, citófonos, teléfonos y dos líneas directas con la
Presidencia (2).
Los informes sobre constitución de mesas comenzaban a acumularse
en sus oficinas cuando llamó el ministro Sergio Fernández. Era ya
cerca de las 10.
—El Presidente viene en camino —dijo Fernández—. Creo que será
bueno reunirnos con la información actualizada.
Cardemil ordenó una síntesis. Según los informes regionales, había
lentitud en la constitución de las mesas. No más de ocho mil estaban
funcionando regularmente. Menos del 40 por ciento.
Pinochet llegó a La Moneda a las 10.10.
Lo esperaban Fernández y el general Sergio Valenzuela, ministro
secretario general de la Presidencia. El jefe de la Casa Militar, el
coronel Claudio Collao, había informado ya sobre la disposición de las
tropas, incluyendo el estado de la “reserva del comandante”.
Técnicamente, las tropas estaban en cada región al mando de un jefe
de plaza.
Si la situación exigía un despliegue de fuerza generalizado, con
imposición de medidas excepcionales, las decisiones podían ser
asumidas por el Estado Mayor Conjunto. Pero en el caso de Santiago,
donde no sólo radica el número mayor de población, sino también
todos los centros de mando militar, las decisiones pasarían por
conductos misteriosos.
Desde luego, el vicecomandante en jefe del Ejército, teniente general
Santiago Sinclair, que había trabajado ardua y silenciosamente en la
planificación de la campaña y que había incorporado a esa tarea a
oficiales y personal uniformado, podía ejercer incontrarrestable
autoridad sobre el grueso de la fuerza en Santiago, perteneciente al
Ejército.
Pero estaba, además, la “reserva del comandante”, la unidad de
intervención que todo jefe se guarda para cuando las cosas se ponen
graves.
La reserva para el 5 era una fuerza de despliegue rápido, integrada
por unos 600 hombres e instalada en la Escuela Militar, al mando del
comandante de Institutos Militares, el brigadier general Jorge
Ballerino, uno de los hombres de más confianza de Sinclair y del
propio Pinochet.
Ballerino había dispuesto sus unidades para darles la máxima eficacia
en el caso de una emergencia, incluso de gran magnitud. Con un total
de doce unidades blindadas, incluyendo tanques y carros de combate
y transporte de personal, a cargo de una media docena de hombres
cada uno, había constituido dos escuadrones de desplazamiento
rápido.
Adicionalmente, había pedido al coronel José Zara, director de la
Escuela de Paracaidistas, que trasladara a un batallón de sus
comandos desde Peldehue hasta el recinto de Apoquindo.
Y, para los efectos de una intervención sobre edificios o zonas
urbanas de trazado denso, disponía de un pelotón de la Aviación del
Ejército compuesto por varios helicópteros.
Aquella mañana Pinochet, que vestía de civil en tonos beige y café,
no pudo dejar de exhibir su orgullo por el dispositivo.
—Hay 25 mil hombres listos —dijo a los periodistas en La Moneda.
Cuando subió hacia su despacho lo acompañaron Fernández,
Valenzuela y Collao. Allí le entregarían el informe sobre el estado de
las mesas en todo el país.
Luego, la oficina presidencial se trasladó hacia el Salón Prieto, en el
subterráneo de La Moneda, bajo la Plaza de la Constitución.
El Presidente permanecería en ese lugar con parte de su familia
durante toda la jornada.
La Casa Militar había impartido instrucciones para restringir el acceso
a ese sitio y limitarlo a sólo cinco personas: Fernández, Valenzuela,
Sinclair, el coronel Collao y el director de la CNI, el brigadier general
Hugo Salas Wenzel.
El general Zincke se trasladó entonces hacia el Instituto Nacional. El
Presidente votaría dentro de algunos minutos. Allí Zincke hizo su
primera apreciación pública de la situación: calma absoluta en todas
partes.
LA LUCHA PUERTA A PUERTA
Pinochet viajaba hacia el Instituto cuando Cardemil, de nuevo en el
Diego Portales, leyó el primer informe oficial de constitución de
mesas. Era poco después de las 10.30. Según sus datos, sólo el 38,8
por ciento de las mesas estaba en funcionamiento.
La noticia sorprendió al Comando del No, que estaba recibiendo los
informes de apoderados, observadores y mensajeros en todo el
territorio. Sus datos indicaban que el porcentaje de mesas
constituidas era muchísimo mayor. El comité técnico del Comando
observó las cifras con atención. Quizás había alguna demora en el
sistema del Ministerio del Interior. Tal vez, algún error.
El comité había sido una de las ideas luminosas en la organización
del Comando.
En vista de que la concertación conseguida unos meses antes
envolvía a 16 partidos, el Comando había debido afrontar los riesgos
de las decisiones demorosas y su probable poca eficiencia. Para ello
se creó el comité: un grupo de expertos que recibiría y analizaría la
información, para luego presentar propuestas definidas a los líderes
de los partidos.
El comité fue formado con criterio de alta especialización.
Lo encabezaba Genaro Arriagada, como secretario del Comando,
pero tenía un coordinador general, el sociólogo Enrique Correa, y un
secretario propio, Ignacio Walker. Los más destacados cientistas
políticos y sociales habían sido convocados al equipo: Angel Flisflisch
(Flacso), Carlos Huneeus (CERC), Hugo Rivas (Diagnos), Carlos
Vergara (CIS), Alejandro Foxley (Cieplan), Juan Gabriel Valdés
(ILET), Eugenio Tironi, Ricardo Solari, Patricio Silva, Manuel Antonio
Garretón, Isidro Solís, Carlos Montes y Carlos Figueroa. Gonzalo
Martner se haría cargo del área computacional con el respaldo de
Germán Quintana.
Durante el mes anterior, el comité se había reunido diariamente,
todas las mañanas, durante una hora, para analizar el curso de la
campaña.
Fue allí donde se tomó la decisión de graduar la acción en favor del
No, para constituir una verdadera escalada con efectos aglutinadores.
El comité sabía, como todo el país, que tanto por decisión del
Ejecutivo como por la personal convicción de Fernández, la verdadera
lucha electoral no se daría en un plano nacional, sino en el más
concreto y preciso terreno de las comunas. Durante meses, los
alcaldes venían recibiendo instrucciones para la tarea proselitista;
durante meses, eran ellos la base de la información que el gobierno
estaba recibiendo sobre el estado del Sí.
Había que formar, entonces, un contrapoder a los alcaldes.
Había que constituir comandos comunales por el No en todo el país e
iniciar un trabajo sostenido y fuerte con las personas y los
vecindarios. Toda la primera mitad del 88 fue dedicada a esa extensa
tarea puerta a puerta.
Sus efectos tuvieron una importancia difícil de subestimar.
El gobierno, confiado en su aparato de poder territorial, no organizó
un trabajo semejante sino hasta julio, cuando tal vez ya era
demasiado tarde. Sólo en aquel mes comenzaron las reuniones de
vecinos, los instructivos, el activismo en la base.
En julio, una concentración convocada por las juventudes políticas dio
al comité y al Comando la señal para lanzarse en busca de la
masividad. Se trataría de diseñar un programa de concentraciones
apretado en el tiempo, pero creciente y voluminoso.
El ingenioso mecanismo de la Marcha de la Patria Joven, que en
1964 permitió a Eduardo Frei llevar su candidatura hasta los últimos
rincones del país con una fórmula épica, fue retomado: la Marcha de
la Alegría permitiría realizar casi 50 concentraciones en diez días.
Eduardo Zúñiga (DC), Arturo Sáez (PPD) y Raimundo Valenzuela (IC)
quedaron a cargo de la organización.
La Marcha terminó en una apoteósica concentración el sábado 1° de
octubre, frente a una campaña por el Sí que, sumida ya en el
desconcierto y las recriminaciones, había advertido las deficiencias de
su programación y decidido abandonar la calle. No habría más
concentraciones del Sí: su clientela electoral, se explicaba, era poco
adicta a esas manifestaciones.
EL “SÍ O SÍ”
A las 11.30 de la mañana del 5, Cardemil leyó el segundo informe
sobre constitución de mesas.
Ahora, dijo, ya se había instalado el 75 por ciento.
El comité técnico del Comando del No dio un salto.
—¡No puede ser! —gritó Genaro Arriagada—. ¡Nosotros tenemos el
89 por ciento!
La alarma se esparció por los partidos políticos, las embajadas y los
grupos independientes. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué el Ministerio
seguía con una cifra tan baja? ¿Se quería dilatar el proceso? A las
quemantes dudas se sumaban otras señales: desde casi todas las
comunas de Santiago se informaba sobre inmensas aglomeraciones
frente a los locales de votación. Las colas se extendían por cuadras y
cuadras en algunos sectores y los apoderados temían que la espera
fomentara la abstención.
El Comando decidió entonces que Arriagada hablara ante la prensa.
Mientras se avisaba de la inminente conferencia, un frenesí de
llamados telefónicos se inició en las oficinas de los partidos. Largos
minutos se gastaron en ese trámite: en verdad, los hechos
demostrarían que el Ministerio del Interior estaba trabajando sobre
datos retrasados, probablemente sujetos a confirmaciones y
traspasos por demasiadas instancias.
En La Moneda, en cambio, había calma.
Cerca del mediodía comenzaron a llegar las visitas hasta el solitario
palacio. Casi todas de la UDI. Ningún otro partido tuvo tanta
presencia en la sede de gobierno aquel día. El ministro secretario
general de Gobierno, Orlando Poblete, había invitado a muchos de
ellos a almorzar.
Pero la tranquilidad era sólo aparente.
Algunos de los más fervorosos partidarios del Sí habían llegado,
después de meses, a la convicción de que la votación se perdería.
Varios de los supuestos habían fracasado estruendosamente y en los
últimos días parecía que la campaña se venía al suelo.
Sólo algunos ministros conservaban la esperanza.
El de Hacienda, Hernán Büchi, y el de Odeplan, Sergio Melnick,
argumentaban convincentemente sobre la situación económica del
país, que mostraba algunos de los mejores índices jamás obtenidos
por el régimen militar. La inflación había llegado en diez meses a
apenas un 6,8 por ciento; la tasa de desempleo para el trimestre
reciente (junioagosto) era de un escaso nueve por ciento; los sueldos
habían crecido en un diez por ciento en el último año.
En el delicado terreno de la economía y el impacto social, la campaña
parecía inmejorable.
Costaba entender que un país en creciente satisfacción quisiera
castigar a un régimen eficiente. Y también costaba entender que
algunos sectores del gobierno enfrentaran la elección como un asunto
de puro poder, bajo la consigna del “Sí o Sí”.
La teoría del “Sí o Sí” era conocida en el gobierno. Había surgido por
primera vez en una comida ofrecida en el Comando de Movilización a
los egresados de la Escuela Militar de 1938, donde fue expuesta
como un plan destinado a proteger el carácter irreversible de las
transformaciones del régimen militar. Se sabía también que un
documento detallando sus proposiciones había llegado a algunas
academias del Ejército y a los despachos de altos oficiales.
El plan del “Sí o Sí” fallaba, sin embargo, en un aspecto clave: la
dimensión institucional. Después de la intensa campaña de la
oposición, la comunidad internacional e incluso algunos sectores de
derecha en favor de las elecciones abiertas, el régimen había
terminado por acomplejarse de su plebiscito e intentaba rodearlo de
legitimidad, transparencia y controles visibles.
La sospecha y la desconfianza habían puesto una tenaza en torno a
las Fuerzas Armadas. Y éstas, a través de sus comandantes en jefe,
querían actuar mejor para la historia que para el presente. La limpieza
del plebiscito sería su prueba de honor ante las generaciones del
futuro.
En esos parámetros había debido moverse la gestión del ministro
Sergio Fernández. Con un inconveniente adicional: demasiados
sectores afines al gobierno parecían trabajar para que el Presidente
no fuera el candidato; el discurso del “consenso” desgastaba los
esfuerzos del Ejecutivo por imponer la figura de Pinochet.
Hay quien cree ahora que, enfrentado a dos elecciones (la interna,
para lograr que Pinochet fuera nominado; la externa, para que ganara
el Sí), Fernández consumió sus energías en la primera y llegó
exhausto a la segunda.
Aquello es posible. Fernández decidió y dirigió algunas operaciones
políticas destinadas a debilitar la influencia de ciertos partidos y su
capacidad de presión sobre el gobierno. La escisión de Renovación
Nacional, la intervención en Avanzada Nacional, la violenta ruptura
del Partido Nacional, la seducción de un grupo de socialdemócratas,
no tuvieron, sin embargo, el éxito esperado: por el contrario,
debilitaron a la coalición (3).
Fernández sintió el efecto de esas operaciones cuando debió
estructurar el tramo final de la campaña. Para entonces, muchos
empresarios se mostraban escépticos y renuentes a prestar ayuda.
Carlos Cáceres, nombrado por Fernández a cargo de las finanzas del
Sí, encontró dificultades crecientes para recolectar fondos y Luis
Cordero, jefe de las Casas del Sí, debió extremar sus esfuerzos para
conseguir colaboradores.
TROPEZÓN EN LA FRANJA
Aunque a los oficiales del Ejército se les hablaba continuamente de un 55 por
ciento asegurado para el Presidente, el círculo íntimo de La Moneda sabía
que ningún porcentaje serio sobrepasaba el 44 por ciento. Cuando el propio
Pinochet analizó con cierta desconfianza sus posibilidades, se le explicó que
el efecto de la nominación rompería la brecha, inclinando a una mayoría de
los indecisos en favor del Sí.
Pero fue al revés.
La nominación redujo considerablemente el porcentaje de apoyo, que
sólo vino a recuperarse, sin sobrepasar la cifra inicial, durante los
últimos 30 días.
El segundo error estratégico se produjo alrededor de la franja gratuita
de propaganda en televisión, a la que en los círculos de decisión
política de La Moneda se atribuyó poca importancia.
—Nadie la va a ver —había profetizado el ministro Poblete—. ¿A las
11 de la noche y todos los días? No, nadie va a aguantar.
La franja fue considerada un subproducto menor de toda la campaña
electoral iniciada meses antes con Somos millones.
La decisión política había dejado toda la estrategia publicitaria en
manos de siete dueños de agencias de publicidad, varios de los
cuales habían cumplido similar tarea en 1980. Se trataba de Patricio
Yunge, Fernando Figueroa, Juan Carlos Fabres, Mario Azócar,
Fernando Silva, Alberto Israel y Boris Tocigl. En ambas ocasiones
ellos trabajaron en el diseño de la campaña a título personal, sin
involucrar a sus agencias. Por ello, incluso se hablaba en broma de
que los dueños hacían la franja del Sí y sus empleados la del No.
La responsabilidad administrativa la dejó la Secretaría General de
Gobierno en manos del director de Dinacos, Jorge Eugenín, y en la
parte operativa, del publicista Marcelo López. Eugenín se topó con
dos problemas: la concepción de la franja ya no era resorte suyo, sino
de los publicistas designados, y los recursos económicos para usar
en el espacio eran esquivos, precisamente por la poca importancia
política asignada a ese “subproducto”.
Los dueños de las agencias definían los spots y su realización era
encargada comercialmente a la productora Fernando García y
Asociados. Algunos trabajos menores se le encomendaron a
Titulográfica.
Si ya los siete publicistas tenían ideas distintas, el hecho se agravaba
por la necesidad de compartir los quince minutos entre varios partidos
que apoyaban al Sí, todo lo cual determinaba que la franja fuera una
secuencia de diversos spots inconexos uno de otros.
Aunque el gobierno advirtió que las condiciones para la salida de la
franja no eran ideales, ya no había mucho que hacer, salvo confiar en
el poco interés que despertaría en el público.
El impacto de la franja en la noche del 5 de septiembre desoló al
gobierno y ratificó con creces los temores. El primer programa había
obtenido un rating histórico y era el objeto de comentario en todo el
país. Nadie se atrevía a negar la superioridad del espacio opositor.
El impacto de los dos primeros días sacudió toda la estructura del Sí.
Manuel Feliú representó directamente ante Pinochet el nerviosismo
de los empresarios por lo que estaba ocurriendo. La opinión era
importante: parte sustantiva de los dineros invertidos en la TV venían
de ese sector.
Pinochet encargó entonces a Fernández que asumiera
personalmente la misión de mejorar la franja. Cuando ya se habían
emitido seis programas, el ministro consiguió convocar a un equipo de
cuatro virtuales “interventores”: el dirigente de la UDI Jovino Novoa,
que había sido uno de los autores de la “campaña del terror” contra
Allende en 1970; el economista y ex editor de El Mercurio Joaquín
Lavín; Carlos Alberto Choclo Délano y Manfredo Mayol, quien
trabajaba como asesor del subsecretario general de Gobierno, el
coronel Alfonso Rivas. La tarea concreta sería dar unidad y eficacia a
la mezcla de contenidos que se estaba proyectando. Paralelamente, y
ante la “emergencia”, Poblete llamó al director de televisión Sergio
Riesenberg, quien tuvo un paso muy breve por la franja. En el corto
lapso alcanzó a plantear algunas exigencias: que se trabajara en un
estudio de televisión verdadero, con todos los recursos disponibles,
que se contratara a unos 40 técnicos y operadores y que se contara
con un conductor para poder competir con el locutor del No, Patricio
Bañados (4). El mismo propuso a Hernán Serrano, aceptado. Sin
embargo, al tercer o cuarto día de trabajo, la relación entre
Riesenberg y el equipo designado por Fernández hizo crisis, lo que
culminó con su salida y reemplazo por Juan Romero, incluso antes de
que se inaugurara la “nueva etapa” de la franja del Sí, por lo cual no
alcanzó a realizar ni un solo programa.
De hecho, el equipo de Novoa, Lavín, Délano y Mayol advirtió que
sólo sacaría el primer programa “remozado” el 19 de septiembre,
pues antes debía contar con un tiempo mínimo para preparar bien las
cosas.
Serrano se mantuvo en la locución, pero también se le propusieron a
Fernández otros nombres. Y el ministro los llamó personalmente.
Encontró escollos: los pocos que aceptaban exigían fuertes sumas de
dinero. Diez millones de pesos en uno de los casos.
Finalmente consiguió que aceptaran la periodista Carmen Gardeweg
y el ex alcalde Carlos Bombal, quienes pusieron como condición que
no se les pagara nada.
El trabajo del nuevo equipo no estuvo exento de tensiones. Había que
concordar en los grados de intensidad con que se aplicarían los
diversos ingredientes: el terror, la obra modernizadora, la imagen
bondadosa del candidato, entre ellos. Además, había que salirle al
paso a la franja del No que cada día parecía ganar más puntos. La
impaciencia empujaba a peligrosas improvisaciones.
Hacia el final de la campaña, Lavín propuso entrevistar al Presidente.
Se concertó la reunión en la Escuela de Caballería de Quillota, donde
se instalaron Carmen Gardeweg y Bombal. Una hora y media duró la
conversación.
Tras la evaluación de los resultados, la cinta fue enviada al Consejo
Nacional de Televisión. En la fecha acordada salió al aire.
Para el sábado 1° de octubre, el último día de la franja, se decidió
repetirla, como un “broche de oro”. Con la desgracia de que se
produjo un desfase entre voz e imagen...
Los responsables buscaron con premura una explicación para la falla.
Hubo recriminaciones apresuradas. Hasta que se supo lo que había
ocurrido: en Televisión Nacional, cabeza de la transmisión, se resolvió
aplicar una norma interna que exigía duplicar toda grabación en que
apareciera el Presidente de la República, para tenerla como respaldo
en caso de cualquier emergencia. El día de la emisión se echaron a
rodar los dos masters, casi simultáneamente. Casi. Por error, en un
momento salió al aire la imagen de una de las cintas y el sonido de la
otra. Ahí el casi se convirtió en la ruina.
Con todo, los recursos más polémicos habían sido otros. Como la
decisión de entrevistar a la ex esposa de Ricardo Lagos, que habló
del dirigente socialista con el infinito rencor de las intimidades.
En La Moneda se sintió el estrépito a la mañana siguiente: se
estimaba que se habían roto los límites mínimos de la moral
propagandística. Los sondeos mostrarían de inmediato una baja
sustantiva para el Sí (5).
CÓMO SE HACE UN FRAUDE
De eso y de las magras posibilidades que se le veían al gobierno en
la última semana previa al plebiscito se habló en el almuerzo de
Poblete al mediodía del 5.
Se esperaba, a esa hora, el tercer y último flash de la empresa Gallup
a la salida de los locales de votación. Gallup, dirigida por el capitán de
Marina retirado Carlos Asthon, había dado insistentes resultados
favorables al Sí y ahora, contratada por la Casa del Sí, se proponía
reforzar esa imagen. Luis Cordero recibió el informe a las dos de la
tarde: 46 por ciento para el Sí; 33,7 para el No.
Un sentimiento de alivio y de renovada esperanza corrió por el
almuerzo.
En el Comando del No, la noticia de las aglomeraciones mantenía
viva la intranquilidad. Para salir de una vez, Genaro Arriagada decidió
ocupar el teléfono que le había ofrecido el general Zincke.
—Las aglomeraciones continúan —dijo—. Se nos informa que hay
mucha gente afuera de los locales, y que por dentro están vacíos.
General, es necesario tomar medidas para que su personal deje
pasar a números mayores.
—Bueno, usted sabe que no se puede dejar entrar a todos, señor
Arriagada. Eso sería más peligroso. Pero no se preocupe, estoy
averiguando dónde están los problemas. Los vamos a solucionar.
Quédese tranquilo.
A la misma hora, el secretario general de la Democracia Cristiana,
Gutenberg Martínez, instalado en la sede de Carmen 8, decidió llamar
al director del Servicio Electoral, Juan Ignacio García. Había una
cuestión pendiente: debido a las aglomeraciones, algunas mesas
podrían querer cerrar antes de que votaran todos los que esperaban.
Arriagada decidió ofrecer una nueva conferencia de prensa.
En vista de los síntomas producidos en la mañana, parecía
conveniente repetir ahora el desafío que se había formulado al
Ministerio del Interior: entregar cómputos por mesas en lugar de
totales por locales, circunscripciones o regiones.
Nadie respondió, por cierto.
Pero al Comando le interesaba ir sentando ese precedente desde
antes de que comenzaran los cómputos.
Tenían una razón poderosa.
Durante los extensos análisis de los meses anteriores, el tema del
fraude había rondado obsesiva y fantasmalmente por el comité
técnico. ¿Cómo impedirlo? ¿Cómo salir al paso de la más poderosa
maquinaria del país, la del Estado? (6).
Fue un norteamericano el que trajo la mayoría de las respuestas.
Glenn Cowan, invitado por el National Democratic Institute, tenía una
rara especialización: los fraudes electorales a lo largo y ancho del
mundo. Había estudiado todos los procesos posibles y sus
conclusiones eran ya bastante nítidas.
Cowan se reunió con el comité técnico y describió los casos más
notables de fraudes electorales que había conocido. Tenían todos un
rasgo en común: para hacerlos, era necesario cortar la línea entre la
mesa (la unidad mínima) y los centros de acopio (locales, provincias,
regiones, total nacional).
En este último nivel es donde se opera. Allí se produce el fraude.
Para impedirlo es necesario proteger no los totales, sino las mesas.
De esa manera se puede emplazar al gobierno a entregar cifras
unitarias, para contrastarlas con la información propia. Es casi
imposible que un gobierno conozca todas las mesas que están siendo
controladas, por lo que no puede interferir en ese nivel.
Cowan mencionó un claro ejemplo reciente: en México, el opositor
Partido de Acción Nacional (PAN) quiso impedir el consabido fraude
del Partido Revolucionario Institucional (PRI), y para ello se concentró
en los computadores centrales del gobierno. Mientras vigilaba esa
estructura, se produjo un corte de luz que se prolongó toda la noche.
Al día siguiente el PRI se anunció ganador. El PAN vive convencido
de que hubo fraude, pero ni siquiera pudo demostrarlo. Carecía de
información sobre las mesas.
DOS LÍNEAS
Un segundo consejo que el comité recibió, esta vez de expertos en
computación, fue el de reducir al mínimo indispensable el empleo de
los computadores.
La tecnología de estas máquinas es frágil por definición: depende de
la electricidad, de los enlaces, de los programas. Una interferencia
puede destruir todo un sistema, por refinado que parezca.
Con esos datos se pudo establecer la doble línea de cómputos.
Fueron designadas con las letras N y O.
En la primera, a cargo de técnicos principalmente democrata-
cristianos, bajo la conducción de Eric Campaña, se transmitirían hasta
una central, por computación, los datos de las regiones, ya
recopilados y procesados.
En la segunda, con más participación del PPD y en manos de
Gonzalo Martner, se enviarían por fax copias de las minutas
recogidas en cada mesa, hasta varias unidades telefónicas
distribuidas por Santiago, para luego llegar al computador central del
Comando del No. Para evitar duplicación, las dos líneas trabajarían
con una minuta única.
Serían, pues, complementarias.
El domingo 2, a horas del plebiscito, el Comando vio con angustia que
la sede de Alameda iba a ser asaltada por los manifestantes de la
caravana del Sí, el último de los actos proselitistas que tuvo lugar en
Santiago.
Arriagada acudió al general Ormeño, quien garantizó que la vigilancia
se repondría de inmediato. Así fue. El equipo central se salvó de la
casi segura destrucción; pero, a decir verdad, otros dos equipos
semejantes, instalados en otros lugares de la capital, esperaban en
funcionamiento para el caso de emergencia.
La otra opción del cómputo paralelo era la de desafiar la credibilidad
del gobierno.
El llamado a dar resultados por mesas cumplía con ese importante
objetivo, pero en la semana previa otra decisión vino a reforzarla: el
Comando no daría resultados sino hasta recopilar a lo menos 500 mil
votos, un universo representativo.
El Comando ofreció esa garantía a quien pudo: la Iglesia Católica, las
embajadas, los observadores extranjeros, los partidos del Sí y las
propias Fuerzas Armadas. Cuando Andrés Allamand planteó que
aquello no garantizaba la verosimilitud, se le propuso que los
apoderados de RN guardaran sus propias minutas y las contrastaran
con las del No. Mesa a mesa.
Poco después de las 15 horas, el Servicio Electoral se comunicó con
el Comando. Tenía una buena noticia: las aglomeraciones en
Santiago se habían disuelto como por arte de magia al comenzar la
tarde. Luego el propio García despejaría los temores de Gutenberg
Martínez en una reunión en su oficina.
Desde entonces, la hora se hizo más larga y tediosa.
Todo el país parecía haberse replegado para esperar el momento de
la verdad. El centro de Santiago, paulatinamente desolado, pareció
secarse.
Hasta que poco después de las 16.40 comenzaron a saltar los
primeros resultados en el Ministerio del Interior, la Casa del Sí, el
Comando del No, el CEL, los estados mayores de las Fuerzas
Armadas y... la oficina del Presidente, que se había procurado su
propio sistema de informaciones sumarias.
La caótica emisión de las primeras mesas capturó a las radios y a los
canales de TV.
Durante un período prolongado, los resultados apuntaron la
sistemática ventaja del Sí. Pero aquello no tenía nada de raro: las
mesas de cierre más temprano debían ser necesariamente aquellas
donde votaban funcionarios públicos, autoridades locales y partidarios
del gobierno. La simple numeración de las inscripciones en los
registros electorales podía llevar a esa conclusión.
A las 6.30, Cardemil sufrió una falla crítica en su propio sistema: los
teléfonos directos con la Presidencia dejaron de funcionar. El
subsecretario debió salir hacia La Moneda, donde lo esperaba el
ministro Fernández, reunido con Büchi y Melnick.
Pinochet, recluido en el bunker subterráneo, había preguntado un par
de veces por los resultados, pero parecía saber que el caudal
sobrevendría más tarde.
REUNIÓN EN CALLE SUECIA
En la sede habilitada para el CEL comenzaron a llegar también los
informes. Para esperarlos se había reunido el consejo del Comité:
Molina, Barros, Mónica Jiménez, el físico Igor Saavedra, el cientista
político Oscar Godoy, el abogado Alfredo Etcheberry, el escritor Jorge
Edwards.
El CEL había conseguido proyectar a priori la mejor imagen de
confiabilidad entre los observadores y los embajadores. El sistema del
conteo rápido daba las mayores garantías a quienes lo habían
conocido.
Se trataba de una operación de proyecciones. Mediante una
estratificación de los votantes en 18 categorías, cada una de las
cuales tenía un valor específico dentro del universo total, se había
escogido un diez por ciento de las mesas del país.
Esas dos mil 220 unidades serían controladas en terreno por
observadores, los que, dotados de un código, se comunicarían con
uno de 220 teléfonos particulares en Santiago. Allí se registrarían los
datos manualmente, para luego transportarlos a la casa del
Preuniversitario Pedro de Valdivia, donde estableció el CEL la
operación central de su computador.
La estratificación, un dato clave para que la muestra fuera
representativa, fue preparada por el mejor experto en encuestas
políticas, Eduardo Hamuy. En el programa computacional trabajó un
equipo de ingenieros a cargo de Edgardo Mimiza.
Cuatro mil personas fueron movilizadas durante los días previos para
hacer las verificaciones finales.
De aquellos análisis se había obtenido una conclusión que podía ser
crucial: 600 mesas bastarían para marcar la tendencia nacional.
Pero durante sus conversaciones con la derecha, el gobierno y los
partidos políticos, Molina había adquirido un doble compromiso: no
entregaría resultados sin previa comunicación a los interesados, ni
tampoco los daría si eran muy estrechos. Un estado de conmoción no
sería provocado por el CEL.
Los pocos que tenían acceso a los datos, bajo reserva, supieron ese
día 5 que poco antes de las 7 el sistema del conteo rápido asignaba
un 32 por ciento para el Sí, y un 58 por ciento para el No.
El sistema de la Casa del Sí era tal vez el más feble de todos.
En verdad, se había diseñado como una pura opción táctica, para
competir con el Comando del No y convertir de ese modo al Ministerio
del Interior en un árbitro de los cómputos.
Dependía básicamente de las secretarías regionales de Planificación,
un aparato de gobierno cuya información sería recibida y ordenada
por un equipo a cargo del gerente de Chilmetro, José Yuraszeck.
Como los Serplac dependen de Odeplan, fue la amistad de Yuraszeck
con Melnick la que hizo posible la operación.
A las 7 de la tarde, una veintena de dirigentes de la Comisión Política
de Renovación Nacional, bajo la presidencia de Sergio Onofre Jarpa,
inició su sesión permanente en la sede de calle Suecia.
En verdad, la mayoría de la Comisión Política estaba encerrada
desde la mañana, pero la llegada de Jarpa, que votó en Villa Alegre,
dio la partida al momento de las decisiones.
Los hombres de RN venían analizando desde hacía días las
posibilidades del 5.
Una preocupación constante planeaba por sobre todos los que
recordaban la desoladora campaña del 70, cuando Alessandri sufrió
la inesperada derrota: si el plebiscito se perdía, había que evitar la
dispersión. La dirigencia debía estar de pie, dispuesta a dar la cara y
comenzar de inmediato la reorganización de las fuerzas.
A la misma hora, el Comando del No recibió la versión de que un
allanamiento masivo estaba teniendo lugar en la población La
Victoria.
Patricio Aylwin, presidente del PDC y vocero de la concertación
opositora, decidió no dejar pasar el tiempo y llamó al general Zincke.
—No, señor Aylwin —dijo el general—. Le puedo asegurar que no hay
nada de eso. Lo que sí ocurrió hace un rato es que se descubrió una
casa desocupada con explosivos y algún armamento, y se ha hecho
un pequeño operativo de allanamiento, pero muy limitado. No hay
nada más.
La noticia devolvió la calma. Para contribuir a garantizarla, Genaro
Arriagada propuso reiterar el compromiso público de no dar
resultados hasta tener a lo menos medio millón de sufragios.
LOS PASAMONTAÑAS
33 minutos después de ese anuncio, los periodistas se apiñaron en el salón de
plenarios del Diego Portales. El subsecretario Cardemil daría el primer
cómputo oficial. Parcamente, con deliberada parsimonia, Cardemil anunció
que disponía de la información de 79 mesas, el 0,36 por ciento del universo.
Y esa magra cifra daba al Sí un 57,36 por ciento; al No, un 40,54. Concluyó
anunciando nuevos cómputos para una hora. 17 puntos de diferencia.
En el Comando del No estalló una tormenta. Los teléfonos
comenzaron a sonar de inmediato.
El PPD, instalado en el hotel Galerías Nacionales, opinaba que debía
entregarse su cómputo propio de inmediato. Desde la DC, Narciso
Irureta llamaba imperativamente para lo mismo. En el CEL se opinaba
que un escándalo estaba en curso.
La batahola se prolongó por varios minutos.
En el segundo piso del Comando del No, donde acababa de
instalarse Aylwin con los dirigentes de otros partidos de la
concertación, se debatía sobre la conveniencia de emitir una
declaración.
La idea fue aprobada después de llegar informes sobre algunas
celebraciones del Sí en el barrio alto de la ciudad.
Arriagada enfrentó entonces a la prensa, acusó al Ministerio del
Interior de cometer un acto irresponsable y anunció que, en vista de la
dinámica que tomaban los hechos, el Comando adelantaría la entrega
de los cómputos.
A esa hora, en el edificio General Norambuena, el general Ormeño
recibió la confirmación de un sondeo rápido y se comunicó con el
general director, Rodolfo Stange.
—Mi general —dijo—, mis hombres dicen que hay una fuerte ventaja
del No en casi todas partes.
Stange buscó entonces comunicación con el almirante José Toribio
Merino y con el general Fernando Matthei. Los tres tenían información
coincidente. A los tres, también, les estaba costando demasiado
comunicarse con La Moneda.
Habría que esperar la hora de la cita con el Presidente.
Pero pocos minutos después llegó un aviso. La reunión, planeada
inicialmente para las 20 y pico, debía postergarse una hora más.
A las 20.34, Pinochet salió del Salón de Honor y cruzó con largas
zancadas hacia el despacho de Fernández. Sonriente, el ministro lo
esperaba en la puerta. Melnick estaba allí, trabajando en el análisis
de cómputos. El Presidente tenía ya información sobre resultados
adversos en demasiados lugares. Se le explicó que se estaba
creando cierta tendencia, pero faltaba la masa favorable de los votos
de las mujeres y las ciudades de provincia.
Diez minutos después, el Presidente salió y aceptó las preguntas de
los periodistas.
Dijo que le acababan de informar que estaba ganando el Sí y que
había tranquilidad en todo el país. Pero luego cambió el tono.
—Me han llegado algunas informaciones inquietantes. Hay algunas
personas que han visto a gente con pasamontañas y con armas, por
eso.
La información voló por radios y teletipos. ¿Pasamontañas?
La prensa corrió para ubicar al general Zincke.
Este acababa de comunicarse con el general Ormeño y tenía ahora
un dato para agregar.
En las cercanías de la población La Bandera, la policía habría
divisado a un bus de Carabineros cuyas señas no eran regulares, lo
que permitía presumir que se trataba de uno de los equipos falsos
que la jefatura policial había denunciado días antes.
En verdad, habían ocurrido también otras cosas.
En la zona sur de Santiago, según los reportes de Ormeño, patrullas
de Carabineros habían detenido a vehículos sospechosos. En uno de
los casos se había llegado a disparar para conminar a la detención.
Los ocupantes iban armados, pero exhibieron placas de la CNI (7).
Las discusiones se volvieron todavía más dramáticas en el Comando
del No.
Se disponía de cerca de 200 mil votos computados, pero el clima
creado por las declaraciones del gobierno hacía imperioso
contrarrestar a tiempo la eventual salida de las calles de los
partidarios del Sí.
¿Se podía interrumpir el proceso de esa manera? Parecía insensato.
No habría luego ninguna credibilidad posible. Pero violencia sí. Y
aquel escenario era el peor de todos. Una conflagración podía estallar
en unas horas. Aunque muchos dirigentes habían tomado la
precaución de no dormir en sus casas desde la noche anterior, lo que
viniera entonces caería como un relámpago sobre cualquiera.
Para peor, el Canal 13 había estado exhibiendo durante largos
minutos el recuento de votos en las mesas del Instituto Nacional,
claramente favorable al Sí. Ninguna de las advertencias del No había
sido recogida en sus programas (8). Aylwin decidió entonces llamar al
director de la corporación, Eliodoro Rodríguez.
—Don Eliodoro —dijo—, están haciendo algo muy grave. Aquí se está
produciendo una distorsión que puede ser muy peligrosa. Es
imperioso que corrijan esto cuanto antes.
Rodríguez admitió que podía haber algún sesgo, pero todavía era
involuntario. Se podría contrarrestar. Poco después, un llamado de
Poblete llegó a todos los canales: se presumía que los comandos y
los partidos querrían entregar cómputos, por lo cual el gobierno se
hacía un deber en advertir que su emisión sería extraordinariamente
grave.
FRENESÍ DE 21 A 22
Arriagada cruzó de nuevo la Alameda para llegar al centro de prensa
del Comando. Eran casi las 21 horas.
Llevaba la decisión más importante del momento. Un grupo de
jóvenes lo acompañó en los cien metros entre los dos locales.
Leyó el cómputo: Sí, 41,3. No, 58,7.
La noticia sacudió, esta vez, al gobierno. ¿Podría el anuncio de
Arriagada sacar a la gente del No a las calles?
Sin duda, pensó el general Ormeño. Era hora de aplicar el plan
especial sobre el centro de Santiago. Las instrucciones conversadas
con Zincke eran muy claras: no se debía permitir ninguna
manifestación esa noche. Y la mejor opción era prevenirla.
De pronto sobrevino una contraorden.
El personal de la policía debía retirarse de la zona céntrica.
Completamente. Sin excepciones.
Una confusa secuencia de instrucciones, decisiones y órdenes
cifradas se difundió en ese momento por los enlaces radiales de las
Fuerzas Armadas.
¿Ocuparía el Ejército, la fuerza de tareas, el lugar de la policía?
Ballerino estaba listo para salir de la Escuela Militar. ¿Se esperaría
que manifestaciones del No estallaran en distintos puntos, para
intervenir militarmente?
Después de unos minutos, Ormeño retomó las órdenes y difundió por
radio el instructivo para cercar el centro.
La policía debía cortar el paso en el eje de la Alameda, hasta algunas
cuadras por el sur y el norte, desde la Plaza Italia hasta más allá de la
carretera Norte Sur.
La tensa situación empezaba a afectar también a los comandantes en
jefe. Cuando sus ayudantes le informaron que varios periodistas
extranjeros querían conversar con él, el general Stange dijo que si lo
hacía reconocería sin demora el triunfo del No. Los asesores saltaron.
No, no podía hacerlo. Sería una verdadera provocación contra el
Ministerio del Interior.
Pasadas las 9.30, Arriagada, que regresaba del centro de prensa,
advirtió la soledad de la calle.
Ningún carabinero en los 300 metros más críticos del país. Ninguna
vigilancia en todo el pequeño espacio ocupado por el Diego Portales,
el Comando del No, la Democracia Cristiana, dos oficinas de la CNI y
el centro de prensa de la oposición.
Angustiosamente intentó comunicarse con Ormeño. No pudo. Pero
respondió otro oficial.
—No, no se preocupe —dijo—. Es que el personal está en colación.
La explicación, que se prestó para toda clase de bromas ácidas,
terminó por preocupar más que el hecho mismo del retiro (9).
Evidentemente, no era la verdad. ¿Santiago entero estaba sentado en
un polvorín y la policía cenaba? No, no podía ser.
No era: en ese momento el radio céntrico comenzaba a ser
bloqueado por otras unidades.
En el CEL, entre tanto, se desarrollaba una sorda lucha con los
teléfonos.
Antes de que Arriagada partiera a leer el primer cómputo del No,
Molina se había comunicado con el Comando para informar que
también su organismo entregaría la primera proyección. Tenían ya un
tercio de su muestra. 735 mesas eran consideradas un índice
suficiente.
Pero existía el compromiso de comunicarse antes con la Casa del Sí.
Los intentos fueron infructuosos durante una hora. Todos los números
marcaban ocupado.
Y había razones de peso.
En La Moneda estaba cundiendo la desesperación.
El segundo cómputo que leería Cardemil estaba listo hacía rato, pero
se había tomado la decisión de demorarlo para estudiar la situación
del tercer cómputo.
Un equipo especial había sido encargado por el Ministerio del Interior
para preparar un volumen de votos que, por encima del millón,
todavía diera el triunfo al Sí.
Sería cuestión de seleccionar las mesas convenientes. Pero esa tarea
no podría hacerse sin contar con resultados de Santiago.
Así que parte del equipo cruzó hacia la Intendencia para saber cómo
estaban llegando las actas de los locales de votación.
En Suecia, Renovación Nacional acababa de adoptar una decisión
dura. En vista de que no habían sido invitados ni contactados por La
Moneda, no concurrirían a ella. Por sus pasillos seguirían circulando
solamente los rostros de la UDI y Avanzada Nacional. Tal vez eran
personas no gratas.
Pero además, Renovación había obtenido de sus propios apoderados
una visión clara de la tendencia en los resultados. Allamand decidió
entonces llamar al ministro Fernández para recoger más información
y hacer ver la preocupación del partido. Pero no consiguió respuesta.
El ministro estaba ocupado.
La agitación en el palacio comenzó a extenderse cuando Cardemil
salió hacia el Diego Portales. Daría el segundo cómputo. Favorable al
Sí, claro (10).
Dos ministros, Miguel Angel Poduje y Alfonso Márquez de la Plata,
asumieron la misión de sondear el ambiente para organizar una
manifestación de los partidarios del Sí.
Sendos llamados fueron dirigidos a la Casa del Sí y algunos
comandos comunales.
Otro llamado llegó a la oficina de Ormeño. Sería necesario levantar el
cerco policial para que la gente del Sí pudiera dirigirse por Alameda
hacia La Moneda. Un camión de televisión estacionado discretamente
frente al palacio transmitiría la celebración.
Pero Ormeño reaccionó contra lo esperado.
—Lo siento —dijo, secamente—. El cerco no se levanta. Las órdenes
son muy claras. Buenas noches.
La decisión era dura.
Podía poner a Carabineros en serios problemas. Así que Ormeño
decidió llamar a Zincke para narrarle lo que acababa de ocurrir.
—Muy bien —dijo Zincke—. Las órdenes se mantienen.
El cerco no había creado problemas sólo en la esfera del Sí.
Para el Comando del No representaba un peligro todavía más grave:
los hombres que transportaban los cómputos desde las casas de
acopio debían pasar por Alameda.
Deliberadamente, el Comando había contactado para esos efectos a
empresarios y personas de dinero.
La mayoría de los centros podrían funcionar de esa manera en el
barrio alto, el lugar con más protección. Pero había otro detalle
importante. Los enlaces recibieron la instrucción de usar autos
modernos y elegantes, lo más caros que fuese posible, para disimular
la misión y actuar por presencia.
Cuando el cerco se impuso, algunos de esos vehículos no pudieron
acceder al centro. Entonces se decidió usar autos aún más
imponentes: BMW y Mercedes Benz, dos marcas favoritas en el
mundo de la diplomacia y los vehículos oficiales. Ese truco permitió
romper los primeros cercos policiales. Se detendría pronto, sin
embargo: la policía comenzaría más tarde a registrar a los
transeúntes y a cerrar el paso de todos los vehículos no autorizados.
LA ADVERTENCIA DE JARPA
Los periodistas esperaban a Cardemil desde las 20.30, hora que él
mismo había anunciado para el segundo cómputo. Pero el
subsecretario apareció sólo una hora y media más tarde, a las 22, en
el estrado del Diego Portales.
Poco antes le habían informado que desde varios comandos
comunales del Sí se estaba pidiendo más prisa en la información. La
situación se podía tornar muy difícil. También había algunos
personeros de la UDI presionando por lo mismo.
El segundo cómputo fue sobre 677 mesas, menos de las que una
hora antes tenía el CEL en su muestra.
Resultados: Sí 51,3; No, 46,5. La presunta diferencia se había
acortado de 17 puntos a cinco.
Antes de irse, Cardemil admitió que se trataría de cumplir con las
peticiones de mayor diligencia.
El siguiente paquete de resultados se entregaría a las 23.15.
Las nuevas cifras fueron para el Comando del No la evidencia
definitiva de que se estaban manipulando los resultados. Bajo
ninguna circunstancia podía el Ministerio disponer de un universo tan
bajo de resultados.
En la DC, la alarma no era menor. Durante las semanas previas, tres
dirigentes del partido habían tomado contacto con los cuatro
miembros de la Junta para disponer de comunicación rápida en el día
del plebiscito.
Después de la aparición de Cardemil, Aylwin autorizó a activar el
contacto.
El abogado Máximo Pacheco llamó entonces a los generales Rodolfo
Stange y Fernando Matthei y les leyó los cómputos de la línea N.
Agregó que los de la línea O concordaban plenamente.
Los dos generales agradecieron la información y evitaron los
comentarios.
Ambos sabían que todas las muestras apuntaban en la misma
dirección. El almirante José Toribio Merino y el general Humberto
Gordon recibieron los llamados un rato después. También sabían.
Pero a esa hora no era aquélla la principal razón de enojo para los
comandantes en jefe. Por segunda vez, se acababa de diferir la
reunión en La Moneda.
Casi al unísono con los llamados a los comandantes, Molina decidió
no esperar más la imposible comunicación con la Casa del Sí y leyó
su primera aproximación: 55,2 para el No, y 44,6 para el Sí.
En las oficinas del Ministerio del Interior habilitadas en el Diego
Portales se trabajaba con nerviosismo. Dinacos estaba atento a la
posibilidad de que alguna radio difundiera una proclama convocando
a actos públicos; en tal caso, un grupo de abogados procedería a
redactar los requerimientos, mientras la fuerza pública realizara la
clausura.
A esa hora comenzaron a acudir a la capilla de La Moneda los
políticos que habían permanecido en el palacio desde las primeras
horas de la noche. Elena Fornés, de Avanzada Nacional, lloró
silenciosamente, de rodillas. Otros rezaron.
A las 22.45, media hora antes del momento en que se suponía que el
gobierno daría su tercer cómputo, Jarpa se comunicó con Cardemil.
Había sido su subsecretario, se conocían por muchos años y los
hermanaba la pasión por el campo y el rodeo. Hasta su timbre de voz,
ronca y pausada, tenía un parecido.
—Oiga, Alberto —dijo Jarpa—, usted no se va a prestar para una
lesera, ¿no?
—Usted me conoce, don Sergio —dijo Cardemil—. No me voy a
prestar para una lesera.
—Bien —dijo Jarpa—. Eso me imaginaba. Suponía que no se iba a
prestar para una lesera.
Cardemil tenía poco más que agregar. Su intención de entregar el
tercer cómputo había sido bruscamente cortada por el ministro
Fernández, que le ordenó esperar (11).
En La Moneda flotaba la incertidumbre. Lo que estaba ocurriendo
parecía imposible.
A esa hora el Presidente decidió llamar a Fernández, Valenzuela,
Cardemil y al canciller Ricardo García a su despacho.
Una reunión para evaluar la situación y las posibilidades inmediatas
tendría lugar en la siguiente media hora.
Fernández se despidió de Luis Cordero, que acababa de entregarle
los últimos cómputos de la Casa del Sí (con un estrecho resultado a
favor del candidato) y se encaminó a la oficina de Pinochet.
Cardemil fue el encargado de dar la mala noticia. La ventaja del No
superaba ya el 53 por ciento. Según el análisis, seguían faltando
mesas de mujeres y de provincias. Aquellas podían cambiar el curso
de los hechos. Pero todos sospechaban que aquello era imposible: la
distancia tomada por el No era ya demasiado grande. Ninguna
cantidad de votos restantes podría compensarla.
Arriagada, en el Comando del No, preparaba la entrega de sus
últimos datos: Sí, 40,2. No, 57,8.
En el centro de prensa del Comando, Mariano Fernández recibió en
ese instante un recado extraño: el comandante Augusto Sobarzo, a
cargo de la fuerza policial en el sector, quería conversar con él.
Fernández tendría que ir a verlo a un rincón sombrío, cerca de la
esquina de Alameda con Portugal.
Fernández partió con cierta aprensión. Vio a Sobarzo en la
semipenumbra.
—Oiga —dijo el comandante—, algo muy grave va a pasar. ¿Ve esos
dos zorrillos que hay ahí, los que están frente a la gente? Bueno,
dentro de diez minutos va a tener dos bombas lacrimógenas dentro
del centro de prensa. Adentro, ¿me entiende?
Mariano Fernández se estremeció.
—¿Y por qué me dice eso, comandante? ¿Qué es lo que está
pasando?
—Es por la gente que está gritando en la calle. Están prohibidas las
manifestaciones. Hay orden de disolverlas.
—Pero no puede hacer eso, comandante. ¿Se da cuenta de que se
termina el cómputo, la información y el plebiscito se va al tarro? ¿Se
da cuenta?
—Sí. Por eso le estoy avisando. Pero no puedo hacer nada. Esa
fuerza la dirige otro comandante.
—¡Présteme un megáfono entonces! ¡Le disuelvo a la gente de
inmediato!
—No tengo megáfono. El único que hay está en el zorrillo.
—Bueno, pero vaya a hablar usted con el otro comandante y dígale
que yo disuelvo. Que me preste el megáfono.
Sobarzo se dirigió hacia el comandante a cargo de la unidad
motorizada. Volvió serio, seco.
—Ya, vaya y hable.
Fernández se acercó al otro comandante, que lo miró con gesto
irritado.
—¡Tiene un minuto para disolver! ¡Un minuto!
—Pero en tan poco tiempo, no creo que... —dudó Fernández. Vio que
Sobarzo le hacía un gesto para que aceptara—. Muy bien. Un minuto.
Fernández se encaramó en el zorrillo, inseguro de que la
muchedumbre pudiera hacerle el más mínimo caso. Habló poco.
Apeló a la calma, ratificó el triunfo, pidió evitar problemas. Se bajó
pensando en que todo había fracasado. Pero vio con sorpresa que la
gente comenzaba a retirarse. Le habían hecho caso en el más crítico
de los momentos de la noche.
Arriagada pudo leer su informe sin sobresalto, y Aylwin se preparó
para partir hacia el Canal 13. Juan Agustín Vargas lo había llamado
dos semanas antes para comprometer su presencia en un programa
en directo, con la interlocución de Jarpa y la conducción del staff de
De cara al país, la historiadora Lucía Santa Cruz, la periodista Raquel
Correa y el abogado Roberto Pulido.
Jarpa preparaba también su salida cuando llegó a la sede de Suecia
el llamado de Oscar Godoy, desde el CEL: quería informarle que la
clara tendencia mostrada en las cifras anteriores se confirmaba,
ahora con muchas más mesas.
La Comisión Política de RN tendría que tomar una nueva decisión
difícil. No se podía guardar más silencio sobre los resultados, y
menos si Jarpa iba a aparecer en TV.
Un grupo minoritario de la Comisión opinaba que no se debía
reconocer de ninguna manera el triunfo opositor si el gobierno no
entregaba más información. Por algo RN había declarado su
confianza en que la Subsecretaría del Interior daría las cifras ciertas,
como había sido la tradición histórica en el país.
La discusión estaba siendo larga y peleada. Pero una amplia mayoría
estimaba ya que la manipulación de los resultados en La Moneda
estaba llegando demasiado lejos.
Esa impresión dominante se confirmó cuando Allamand decidió discar
por segunda vez el número del Ministerio del Interior para hablar con
Fernández. El ministro seguía muy ocupado.
Pero ahora Allamand no estaba dispuesto a seguir con las dilaciones.
Exigió que alguien de relieve se pusiera en el teléfono. El abogado
Carlos Goñi encaró la tarea.
—Se va a dar un cómputo de un millón de votos —dijo Goñi—. No
hay de qué preocuparse. Serán favorables al Sí.
Allamand se excitó.
—¡Están locos! —dijo—. ¡La oposición va a tirar dos millones de
votos, con el No adelante! Jarpa va en este momento en camino
hacia el Canal 13: ahí le van a tirar dos millones. ¡Están cometiendo
una brutalidad!
—Calma, calma —pidió Goñi—. Esta es la información que hay.
—¡Cómo que ésa es la información! ¡Esa es una mentira! ¡Esto va a
estallar en pedazos! A ustedes no les preocupa lo que puede pasar
con la gente pobre. A ustedes no los van a tocar, pero ¿y nuestra
gente en las poblaciones?
—Pero... —intentó interrumpir Goñi.
—¡Están locos! —siguió Allamand—. Lo único que te digo es esto: si
ustedes dan ese resultado, ¡en diez minutos salgo en la televisión y
digo que es mentira! Elijan.
Allamand colgó con violencia. En La Moneda Goñi llevó
apresuradamente el mensaje hasta el ministro Fernández. Si
Renovación Nacional hacía una cosa como ésa, el gobierno correría
un altísimo riesgo: la denuncia de un dirigente derechista lanzaría a la
gente a las calles con mucha más fuerza de lo que lo haría incluso el
llamado de la oposición.
Era visible: había que suspender el cómputo preparado del millón de
votos. La sorpresa podía revertirse trágicamente para el gobierno.
En RN comenzó a redactarse una declaración.
Justo a esa hora, el Comando del No buscó al comandante Sobarzo.
Los emisarios con los cómputos no habían podido traspasar las
barreras policiales instaladas en la plaza Italia. La entrega de
resultados tendría que detenerse.
Sobarzo lo pensó unos minutos.
—Bueno —dijo—, si sus emisarios se van a la esquina de Avenida
Matta con Portugal, creo que podrán pasar. Me parece que la barrera
que está ahí los dejará.
Diez minutos más tarde, el flujo del Comando estaba repuesto.
La medianoche encontró a Santiago en ascuas, expectante,
agazapado, como si la tensión de millones de personas pesara sobre
la claridad del cielo.
En el Canal 13, Jarpa y Aylwin se saludaron cordialmente.
El comando del No acababa de llamar con su último cómputo, y
Gutenberg Martínez, encargado de recibir la información y traspasarla
a los dirigentes, había entregado una hoja de papel a Aylwin. Este se
la pasó a Jarpa.
—Sí —dijo el líder de RN—. Parece que ya es muy claro.
GRITOS EN EL PALACIO
En La Moneda Pinochet comenzaba a desahogarse.
—¡Un engaño! ¡Todo fue un engaño! ¡Aquí hay puros traidores,
mentirosos!
Fernández, que llevaba un largo rato soportando las recriminaciones,
decidió que era el momento.
—Presidente, creo que debo presentar mi renuncia. Le ruego que la
acepte.
—¡No, mi amigo, por ningún motivo! ¿Está loco? ¡Usted no se me va
ahora de aquí! Usted es el responsable de lo que ha pasado. Y no se
va a ir ahora, para que el gobierno aparezca derrotado. ¡No, señor!
Agregó que eso sí que se irían muchos. Aquí había responsabilidades
bien claras, y ahora comenzarían a cobrarse.
Ordenó citar a todos los ministros. Se le explicó que no todos estaban
en La Moneda. Replicó que los encontraran donde fuera necesario.
En la desolada Casa del Sí, donde ya no había más que rostros
dolientes y escasos seguidores, Jorge Fontaine buscó comunicarse
con las oficinas del CEL.
Quería saber qué cifras tenían a esa hora. Molina le explicó: la misma
tendencia que habían señalado antes, con una variación posible de
0,1 por ciento.
De todos modos, unos minutos después Fontaine se presentó ante
las cámaras de TV y anunció que leería el último cómputo de la noche
preparado por su comando. Daba un 50,3 al Sí y un 49,6 al No. Era el
esfuerzo postrero.
La intervención de Fontaine irritó la ya herida sensibilidad de
Renovación Nacional.
Allamand tomó el teléfono y habló con Fontaine. Dijo imperativamente
que si se volvía a dar una cifra como la anterior, RN le saldría al paso
mediante un emplazamiento público. RN no había participado en las
Casas del Sí, que eran más bien de dominio de la UDI, pero podía
hacer valer sus derechos como miembro de la coalición.
A la misma hora salían del Diego Portales el empresario Manuel Feliú
y el tesorero Carlos Cáceres. Acababan de reconocer el triunfo del
No.
En el programa De cara al país, Jarpa fue directamente abordado en
torno a los resultados. Dijo que la tendencia del No era clara.
Después pidió que no lo confundieran con el “piño” de los que
insistían en no reconocer nada.
La intervención fue como una bomba en La Moneda.
El Presidente estalló en ira cuando la conoció. Otra vez, dijo en voz
alta, lo estaban traicionando. Se pasaban al enemigo, le hacían
acusaciones, lo atacaban por los flancos.
En el Ministerio del Interior también se incendió el ambiente. La
intervención de Jarpa, pese a su cautela, tuvo esa noche el sabor de
la historia.
Allamand llamó por tercera vez poco rato antes, pero Fernández
continuó sin atenderlo. Los asesores del Ministerio recibieron el
reclamo por la demora, en un tono aún más enérgico que el de los
llamados anteriores.
Desde la sede de RN, Evelyn Matthei llamó a su padre, instalado en
las oficinas de la Fuerza Aérea. Quería informarle sobre las noticias
que estaba oyendo su partido.
—Para mí —dijo Matthei, parco— ya está bastante claro.
El general tenía ya la impresión de que las cosas tomaban un feo
curso. Una situación insostenible podía crearse a partir del silencio
del Ministerio del Interior.
Algunos dirigentes de la UDI se sumaron a la insistencia de RN frente
a La Moneda.
Recién entonces apareció una explicación: el gobierno reconocería
las cifras dentro de un rato, pero primero el Presidente quería
informar a los comandantes en jefe.
La situación era inverosímil. Se sabía que los comandantes no habían
sido informados en ninguno de los cómputos anteriores, e incluso que
intentaban infructuosamente recabar más datos de las oficinas del
palacio.
A las 0.18 subieron hacia el despacho presidencial todos los
ministros. Esperaron durante unos minutos que Pinochet entrara a la
sala. Pero el Presidente fue extraordinariamente lacónico.
—Señores, el plebiscito se perdió. Quiero sus renuncias de inmediato.
Es todo.
Los ministros salieron lentamente. Algunos se abrazaron mientras
ingresaban a la Subsecretaría del Interior para firmar sus papeles.
Poduje lloraba. Márquez de la Plata lucía desencajado. Rosende
tenía el ceño adusto.
CHAMPAÑA Y FACULTADES
A las 0.30 llegó por fin la esperada comunicación a las oficinas de los
comandantes en jefe.
El Presidente los recibiría en treinta minutos. No a la Junta: a los
comandantes. El general Gordon no estaba invitado.
Los tres decidieron reunirse primero en el Ministerio de Defensa.
Saldrían juntos desde allí.
La noche era estrellada y la ciudad estaba desierta. Una ligera brisa
mecía los árboles. Solitaria y silenciosa, la Alameda era imponente.
Los tres acordaron no usar los autos.
En ese paisaje espectral, erguidos, en fila, con el paso firme de quien
se encamina hacia una decisión tremenda, Merino, Matthei y Stange
atravesaron a pie la cuadra que separa al Ministerio de La Moneda.
Sólo unos pocos peatones y unas parejas furtivas fueron testigos de
esa escena impresionante: los tres comandantes caminando, y un
batallón de autos de seguridad con las luces encendidas
siguiéndoles, lentamente.
Entraron por el acceso de la Cancillería y atravesaron los patios.
Sólo entonces los vieron los periodistas. Matthei hizo el amago de
acercarse a ellos. Todos corrieron. El general estaba decidido.
Apenas lo disimulaba el rostro tenso y firme.
—Tengo bastante claro que ganó el No, pero estamos tranquilos.
La declaración saltó al mundo y a todos los rincones del país en
cuestión de segundos.
Una explosión de alegría sacudió las sedes donde estaban reunidas
las dirigencias de todos los partidos del No. En el Comando, Genaro
Arriagada dio una orden: era hora de abrir la secreta despensa donde
esperaba la champaña.
Los tres comandantes en jefe subieron hasta el despacho
presidencial.
Los ministros Fernández y Rosende se acercaron al almirante Merino
y le hablaron en voz baja. Querían saber su opinión acerca de la
posibilidad de diferir los cómputos finales para el día siguiente. Sería
una medida pacificadora. La situación era muy tensa.
Merino frunció el ceño y dijo que le parecía mal. Luego siguió camino.
Los tres encontraron a un Pinochet enojado, de mal humor. Golpeaba
en la mesa e insistía en la idea del engaño. Le habían mentido, decía,
una y otra vez.
—Bueno, yo ya he reconocido el triunfo del No aquí afuera —se
adelantó Matthei.
—¿No ven? —dijo Pinochet, más airado—. Se informan con el
enemigo, dejan al gobierno como la mona...
Fernández interrumpió con el aparente propósito de apaciguar la
tensión e iniciar la exposición de los hechos con su proverbial
tranquilidad.
—Las cifras son negativas —dijo—, y parece cierto que se ha
producido un triunfo de la opción No. El gobierno mantiene su
invariable decisión de respetar y hacer respetar la Constitución
aprobada por los chilenos. Sin embargo, creo indispensable anotar
que pese a todo, el gobierno puede sentirse contento. La votación
obtenida por el Presidente Pinochet ha sido notable, extraordinaria, y
confirma que el Presidente sigue siendo la primera figura política del
país. Tras quince años de gestión, estos resultados constituyen un
verdadero éxito.
—¡Muy bien! —exclamó Matthei, disimulando mal la tensión—. ¿Y
dónde está la champaña?
Los demás lo miraron con estupor.
—¿Perdón? —dijo Fernández.
—Claro —siguió Matthei—, porque de acuerdo con lo que dice el
señor ministro deberíamos estar celebrando, ¿no? Mire, ministro, a mí
lo que me parece es que es una insolencia que usted les haga este
discursito a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y
Carabineros. No sé a quién le querrá contar ese cuento, porque el
único hecho que vale es que el plebiscito se perdió. Porque usted
sabe mejor que yo que los plebiscitos se ganan con el 50 por ciento
más uno, ¿no? Y este se perdió. Yo no he venido aquí a escuchar
explicaciones para poner al revés las cosas. Vengo a ver qué es lo
que se piensa hacer ahora.
Stange y Merino parecían asentir con la mirada de reprobación que
dirigieron a Fernández.
Tal vez hubiesen agregado algo a la dureza del momento, pero un
fuerte ruido silenció la sala: el ministro Valenzuela, asediado por la
fatiga y una brusca irregularidad de la presión, se desmayó.
Edecanes y ayudantes corrieron a auxiliarlo. Lo sacaron en andas
hasta el pasillo, donde lo tendieron en un sillón.
Fernández volvió entonces sobre lo suyo.
Extendió sobre la mesa varias carpetas y explicó.
Se trataba de un decreto (12) por intermedio del cual la Junta
conferiría al Presidente poderes amplios para disponer de los mandos
institucionales. El objetivo era ampliar la capacidad del Presidente
para enfrentar el cuadro político que se generaría tras el plebiscito, la
eventual conversación con los sectores democráticos y, sobre todo, la
tendencia a la dispersión que podría producirse tanto en el gobierno
como en las Fuerzas Armadas.
La oposición podría tener claro que la unidad de las Fuerzas Armadas
se mantenía y sería robustecida tras el acto electoral.
—No —dijo Matthei—. Yo eso no lo firmo. A mí no me parece que
haya que crear facultades especiales.
—¡Cómo que no! —se exaltó Pinochet—. ¡Aquí todo el mundo se va a
querer lanzar contra la Presidencia! ¡Esto es romper la unidad de las
Fuerzas Armadas, señores!
—Yo no creo que se trate de eso —dijo Matthei, tratando de
conservar la serenidad—. Basta con cumplir la Constitución tal como
está. Estoy seguro de que a cualquiera que se le pregunte en la
Fuerza Aérea va a responder lo mismo.
Pinochet se exaltaba en cada nuevo minuto. Abrió un cajón, miró
hacia adentro y lo cerró violentamente.
—¡Pero es que no se dan cuenta de lo que ha pasado! ¡Yo no estoy
dispuesto a seguir de esta manera! Las facultades, señores, no son
un capricho. Son necesarias. ¿O quieren que les entregue mi
renuncia aquí mismo? ¿Eso quieren?
—La verdad es que yo no lo veo así, tampoco —dijo Stange, con tono
grave—. Creo que la Constitución señala un camino muy claro.
—¡Pero cómo, si no se trata de...!
—Augusto, Augusto —interrumpió Merino, hablando profunda y
pausadamente—. Escúchame un momento. Nosotros juramos cumplir
la Constitución, así que por mi parte, la Constitución se cumple
íntegramente. Al pie de la letra. Eso es lo único que sirve al interés
del país, que sirve a las Fuerzas Armadas, y que te sirve a ti mismo,
Augusto. Cómo se te ocurre que vas a renunciar, justo ahora.
—Ya está, muy bien —dijo Pinochet, rendido, echándose atrás en el
sillón—. Muy bien, muy bien. Hagan lo que quieran.
¿LE INTERESA, TODAVÍA?
Los comandantes en jefe se incorporaron y se despidieron. El fuerte
encontrón había superado todas las expectativas, pero un sentimiento
de alivio era inevitable.
Mientras los comandantes salían de La Moneda, a las 2 de la
mañana, el general Sinclair entró de nuevo al gabinete presidencial.
Se cuadró.
—Mi general, su Ejército está listo. Para lo que usted necesite.
Pinochet lo miró y guardó silencio por un segundo.
—La Constitución se cumple, señor vicecomandante.
Casi paralelamente, Cardemil salió de nuevo hacia el Diego Portales.
La misión era cada vez más difícil.
A la 1.05, Allamand había leído la declaración oficial de RN
reconociendo la victoria del No.
A las 2, Aylwin se había presentado ante centenares de periodistas
para leer el último cómputo del Comando (Sí: 42,18. No: 57,82) y la
declaración de triunfo de los partidos concertados. Un abrazo con
Ricardo Lagos sellaría la conferencia.
Cardemil llegó desolado pero con un raro sentimiento de alivio al
Diego Portales.
Allí lo esperaba, desde poco después de las 10 de la noche, un
periodista español que había contratado los servicios de enlace de
Televisión Nacional para entrevistar en directo al subsecretario. El
reportero había invertido una suma considerable en la compra del
espacio, y luego en las sucesivas postergaciones. Así que cuando vio
a Cardemil se le abalanzó.
—Quisiera saber, señor, si me dará o no la entrevista que acordamos.
Cardemil lo miró con una sonrisa.
—Es que no sé si le interesará hablar con un ex subsecretario del
Interior.
El español comprendió.
—Me interesa el señor Cardemil.
La lectura fue escueta. Sobre el 71,73 de las mesas, el Ministerio
registraba ya un 44,34 por ciento para el Sí y un 53,51 para el No.
Cuando terminó la frase sintió el estallido de los aplausos y los gritos
en la sede de prensa del No.
Cientos de personas se habían acumulado ya frente al Comando.
Una pequeña concentración, exaltada y decidida, parecía estarse
formando.
El piquete policial apostado en los alrededores se puso nervioso. El
comandante a cargo de la unidad motorizada montó en un carro
lanzagases y habló por el megáfono. Quería conminar a la gente a
retirarse de inmediato. Ninguna manifestación estaba permitida.
El coronel a cargo de las fuerzas exigió al comandante que se
retirara. Luego buscó a Arriagada. Este se comprometió a tranquilizar
a la gente si la policía no actuaba. Luis Maira y el propio Arriagada
saltaron sobre un banco y pidieron a la pequeña multitud celebrar con
calma.
A las 2.38, en el Ministerio del Interior, Sergio Fernández leyó la
declaración final admitiendo la derrota y elogiando el comportamiento
de la población y las Fuerzas Armadas (13).
Después, las luminarias de La Moneda se apagaron.
Aquella madrugada el sol volvió a despuntar velozmente. Sorprendió
esta vez a centenares de personas que a lo largo de toda la Alameda
parecían vagar sin noción del tiempo, enronquecidas, exhaustas,
extraviadas.
NOTAS
1
(l) De la Cruz Hermosilla, Emilio: El día que ardió La Moneda. Ediciones Dyrsa, Madrid,
España, 1983, pp. 248249. También Jiles, Pamela: Habla edecán de Allende. Revista
Análisis, 28 de septiembre de 1987.
(2) El texto definitivo apareció en el Diario Oficial del 18 de septiembre de 1973.
(3) Las fuentes uniformadas que hablaron sobre este tema coincidieron en apuntar que pocos
días después se tomó conciencia plena de que la rotación en el Poder Ejecutivo no era
posible. Los factores más usualmente mencionados fueron: a) los comandantes en jefe
habrían visto mermada su autoridad al pasar de una posición a otra; y b) las diferencias de
estilos, caracteres y mandos se hicieron pronto muy notorias. Sin embargo, la idea original
llegó a ser expuesta por el propio Pinochet en una entrevista de los primeros días. Ver
revista Qué Pasa, 27 de septiembre de 1973.
(4) Sergio Arellano Iturriaga, hijo del general Sergio Arellano Stark, confirma esta versión y
afirma incluso que ella se daba “entre los generales”. Arellano I., Sergio: Más allá del
abismo. Editorial Proyección, Santiago, Chile, julio de 1985, p. 55.
(5) Entrevista con Jorge Ovalle. 12 de noviembre de 1987.
(6) Cardenal, hermano y amigo. Edición especial de La Epoca, 27 de septiembre de 1987.
(7) Menos de dos meses después, el 8 de noviembre de 1973, la Junta haría público este
disgusto a través de su vocero de prensa, Federico Willougbhy, quien se declaró
sorprendido porque Silva Henríquez reiteraba, ahora en público, que colaboraría con el
nuevo gobierno igual que con el anterior. El Mercurio, 9 de noviembre de 1973. (8)
Pinochet, Augusto: El día decisivo. Editorial Andrés Bello, Santiago, 1980, p. 153.
(9) Boye, Otto: Hermano Bernardo. Edición especial de Análisis, noviembre de 1982, p. 60.
(10) El Mercurio, 26 de septiembre de 1973.
(11) Diario Oficial, 22 de septiembre de 1973. Decreto ley N° 5, del Ministerio de Defensa
Nacional.
(12) El anuncio público fue hecho el 1° de octubre de 1973. El Mercurio, 2 de octubre de
1973.
2
(1) Curiosamente, pese a que el edificio comenzó a ocuparse en octubre por la Junta, el
decreto ley Nº 190, que oficializó el nuevo nombre, el traspaso y la administración, sólo se
dictó el 10 de diciembre. Diario Oficial, 14 de diciembre de 1973.
(2) El 4 de octubre asumieron los primeros rectores delegados en las principales casas
universitarias: general del aire (R) César Ruíz Danyau, en la Universidad de Chile;
vicealmirante (R) Jorge Swett Madge, en la Universidad Católica; coronel Eugenio Reyes,
en la Universidad Técnica del Estado; y contraalmirante (R) Luis de la Maza, en la
Universidad Católica de Valparaíso.
(3) Una versión pormenorizada de estos hechos puede encontrarse en: Figueroa, Gabriel: La
historia no contada, Revista Hoy, 17 de septiembre de 1984. Ver también: Gibson, Ana
María: Logros y fracasos de los Chicago boys. Revista Qué Pasa, 22 de septiembre de 1983.
Para las relaciones políticas entre Chicago y el gremialismo hay completas descripciones
en: Salazar, Manuel y Modiano, Paulina: 30 años de gremialismo. Revista Cauce, 12 de junio
de 1984. También: La historia de los gremialistas. Revista Qué Pasa, 6 de octubre de 1983.
(4) El general Leigh ratificó esta impresión en entrevistas posteriores, si bien no parece ser
una opinión que otros altos oficiales retirados estén dispuestos a compartir. Ver González,
Mónica: General Leigh: Pinochet no llega al 89. Revista Cauce, 12 de junio de 1984.
(5) El profesor norteamericano Paul Sigmund ha dado una pormenorizada descripción de
este proceso, y de las presiones que lo precedieron, añadiendo una interesante tesis sobre
el origen del golpe como una decisión vinculada al conflicto con la Armada. Sigmund, Paul:
The overthrow of Allende and the politics of Chile, 19641976. University of Pittsburgh Press,
Pittsburgh, EE. UU., 1977, pp. 236242.
(6) Sergio Arellano Iturriaga ha hecho una muy semejante descripción de la situación en cada
una de las ramas de las Fuerzas Armadas. Arellano I., Sergio: Más allá del abismo. Editorial
Proyección, Santiago, julio de 1985, p. 61.
(7) Diario Oficial, 2 de octubre de 1973.
(8) Diario Oficial, 3 de octubre de 1973.
(9) Diario Oficial, decreto ley N° 80, 13 de octubre de 1973.
(10) Tres días antes el general había aparecido en una extensa entrevista hablando sobre su
nuevo cargo en el Ejército. El Mercurio, 16 de abril de 1974.
(11) El Mercurio, 24 de abril de 1974.
(12) Pinochet, Augusto: El día decisivo. Editorial Andrés Bello, Santiago, 1980, pp. 109111.
(13) Rojas Sandford, Robinson: The murder of Allende. Harper & Row, Nueva York, NY, 1976,
pp. 34-36. También: Brach, Taylor, y Propper, Eugene: Labyrinth, Viking Press, New York,
1982, pp. 65. Estos libros dicen que Baeza produjo “la primera crisis militar” al dimitir y
coinciden en que ello se habría producido por su discrepancia con la versión oficial de la
muerte de Allende. No hay antecedentes firmes para fundar esto. Más todavía, fue Baeza
el que contó a la prensa los pormenores de la muerte de Allende, el 20 de septiembre de
1973. Un análisis sobre el tema se halla en las memorias del ex embajador de EE. UU.
Davis, Nathaniel: Los dos últimos años de Salvador Allende. Plaza&Janés Editores, Barcelona,
1986, pp. 271-275.
(14) En vez de los ocho generales que pasaron a retiro, ascendieron doce: Fernando
González Martínez, Agustín Toro Dávila, Nilo Floody, Aquiles López, Pedro Yoochum,
Rolando Garay, Julio Polloni, Hernán Béjares, Julio Canessa, Aníbal Labarca, Sergio
Cadenasso y Ricardo Sepúlveda.
(15) Ha sido lugar común en el análisis opositor decir que Pinochet “usa” los empleos para
mantener la incondicionalidad de los que se alejan del mando o del gobierno. Cualquiera
sea el enfoque, parece útil que tal análisis considere que en la mentalidad militar estas
“concesiones” no son percibidas como tales, sino como una forma de protección del
superior para con sus subordinados.
3
(1) Los tres puntos básicos del Objetivo Nacional pueden resumirse así: 1) Democracia social
efectiva, moderna y representativa; 2) erradicación de la pobreza; y 3) proyección de la
imagen de Chile. Junta de Gobierno, Objetivo Nacional del Gobierno de Chile, resolución
3.102, 23 de diciembre de 1975.
(2) Paralelamente con el COAJ, el coronel Canessa trabajaba desde diciembre en una
Comisión Nacional de Reforma Administrativa, Conara, encargada de replantear la
organización física del país. El propio Canessa, a quien se confirió rango de ministro, dijo
en esos meses que la reforma administrativa podía dar paso a una nueva institucionalidad.
El Mercurio, 20 de febrero de 1974.
(3) Pinochet reveló la existencia de la carta en febrero de 1974. “Los planteamientos que
ellos hacen”, dijo, “son los planteamientos que siempre ha tenido la Junta”. El Mercurio, 9
de febrero de 1974.
(4) En entrevista concedida en noviembre de 1973, Pinochet explicó que había tres
posibilidades para el régimen: 1) ser de transición entre dos gobiernos “políticos”; 2) surgir
como un movimiento civico-militar depurador; y 3) ser un régimen militar absoluto y
permanente. Agregó que optaron por la segunda. El Mercurio, 12 de noviembre de 1973.
También afirmó que la adhesión a la Junta implicaba una renuncia al partidismo y dijo que
se exigiría un juramento a los funcionarios públicos. El director de El Mercurio, René Silva
Espejo, cortó el trozo sobre el juramento. Ello motivó dos protestas del secretario general
de Gobierno, Pedro Ewing, hasta que el anuncio del juramento fue publicado. El Mercurio,
12, 13 y 14 de noviembre de 1973. El 5 de diciembre, por cadena nacional, Pinochet
anunció que la renuncia a la actividad partidista sería exigida con una fecha límite: el 11 de
diciembre. El Mercurio, 6 de diciembre de 1973.
(5) El Mercurio, 12 de marzo de 1974.
(6) Muchos años después, Pinochet admitiría que el tema de los anteojos oscuros terminó
por desagradarle. Se quejó de que esa imagen fue usada en su contra y afirmó que los
había elegido porque llevaba varios días sin dormir. Conversando con Pinochet. Revista Qué
Pasa, 19 de noviembre de 1987.
(7) Entre el 11 de septiembre de 1973 y julio de 1974, en diez meses, Pinochet realizó
catorce giras públicas fuera de Santiago.
(8) La influencia del número 5 tendría un sorprendente reflejo una década y media después,
en el momento de definir la fecha para el plebiscito. Ver: Martínez, Antonio: Es martes 13:
pero él es hombre 5. La Epoca, suplemento Plebiscito, 13 de septiembre de 1988.
Descripciones sobre hábitos privados de Pinochet hay en: Brock, David: An Autocrat Runs
for Political Life. Revista Insight, diario The Washington Times, 16 de noviembre de 1987.
O’Shea, Patricia: ¿Cómo es este hombre? Revista Qué Pasa, 2 de julio de 1987. Díaz, Pía: En
extensa entrevista de TV, Pinochet cuenta qué hará si no es “reelecto”. La Epoca, 5 de junio de
1987. Martínez, Antonio: Catorce años y dos días. La Epoca, 13 de septiembre de 1987.
(9) Diario Oficial, 25 de junio de 1974.
(10) El Mercurio, 28 de junio de 1974.
(11) Esta opinión se fundaba principalmente en una denuncia formulada el 17 de julio de
1973 por el decano de Derecho de la Universidad Católica, Jaime del Valle.
(12) El Mercurio, 11 de julio de 1974.
4
(1) Castillo, Carmen: Un día de octubre en Santiago. Editorial Sinfronteras, Santiago, 1986, p.
25.
(2) Ver Jiles, Pamela: Fusilamientos en el Estadio. Revista Análisis, 31 de julio de 1984.
Gamboa, Alberto: Ya Dios vivió en el Estadio. La Epoca, 2 de abril de 1987. Gamboa, Alberto:
Un viaje al infierno. Libros de Hoy, Araucaria, Santiago, 1984. El sueco que asiló a 1.300
chilenos. Revista Apsi, 9 de septiembre de 1985.
(3) Sobre esta experiencia se editó, después de publicado este capítulo, un notable libro de
testimonios: Bitar, Sergio: Isla 10. Editorial Pehuén, Santiago, 1988.
(4) Ver Almeyda, Clodomiro: Reencuentro con mi vida. Alfabeta Impresores, Santiago, 1987.
Beas, Angélica: Los prisioneros de la Isla Dawson. Revista Apsi, agosto-septiembre-octubre
de 1984. Pineda, Marcia: La Esmeralda: ni tan dama ni tan blanca. Revista Cauce, 14 de julio
de 1986. Politzer, Patricia: Miedo en Chile. Cesoc, Santiago, 1985. Fuentes, Manuel:
Terrorismo comunista. ECOS, Santiago. 1981.
(5) Existe una amplia bibliografía sobre la represión posterior al 11 de septiembre, dispersa
en numerosos libros y publicaciones de prensa. Los boletines mensuales de la Comisión
Chilena de Derechos Humanos aportan abundante material documental.
(6) Entrevista con Jorge Montealegre, 4 de diciembre de 1987.
(7) Diario Oficial, 19 de septiembre de 1973.
(8) Diario Oficial, 24 de septiembre de 1973.
(9) Diario Oficial, 24 de septiembre de 1973.
(10) Diario Oficial, 2 de octubre de 1973.
(11) Diario Oficial, 13 de octubre de 1973.
(12) Diario Oficial, 26 de octubre de 1973.
(13) Una acabada recopilación de antecedentes, datos y cifras sobre este período en:
Domínguez, Andrés: La construcción del Estado de Seguridad Nacional. Las violaciones a los
derechos humanos, un modo de hacer política. Documento inédito.
(14) A fines de septiembre salió un aviso en la prensa, firmado por la Jefatura en Estado de
Sitio, que decía en parte: “La patriótica contribución de todos los ciudadanos nos facilitará
la eliminación de los extremistas que aún permanecen en la capital. Ellos son extranjeros
sin patria y algunos chilenos fanatizados que no ven mas allá de su odio y ansias de
destrucción. ¡Denúncielos!, propor-cionando antecedentes concretos u oportunos a los
siguientes teléfonos o concurriendo personalmente a cualquier unidad militar”.
(14) Revista Qué Pasa, mayo de 1978.
(15) Americas Watch: diez años. Americas Watch, New York, 1984.
5
(1) Testimonio sobre “La Silla” y “Tejas Verdes”. Centro de Documentación de la Vicaría de la
Solidaridad, Arzobispado de Santiago.
(2) El testimonio del ex agente Samuel Fuenzalida cifra en 600 el número de los primeros
reclutas y dice que el entrenamiento se concentró en Las Rocas de Santo Domingo,
durante tres meses.
(3) En las recopilaciones de decretos leyes aparecen como “reservados”. Su fecha de
promulgación se infiere de la correlación de números.
(4) En carta a uno de los autores, fechada el 19 de marzo de 1983, un ex agente de esta
unidad (cuyo nombre se omite porque no se le pidió autorización expresa) cifró en unos
200 los civiles empleados.
(5) Testimonio del ex agente Juan René Muñoz Alarcón ante la Vicaría de la Solidaridad,
1977. Muñoz fue asesinado de 36 puñaladas en octubre de 1977, poco después de haber
declarado ante la Vicaría. El cadáver fue hallado en un sitio eriazo de La Florida.
(6) Testimonio del ex agente Samuel Fuenzalida ante el Tribunal de Bonn.
(7) Este organigrama fue establecido sobre la base de innumerable documentación. Sin
embargo, persiste la duda razonable sobre el orden de los primeros departamentos, o
mejor dicho, sobre cuál de ellos llevaba la denominación de I y cuál la de II. Se optó por la
nomenclatura señalada debido a que ella respeta el esquema de los estados mayores.
(8) Entrevista con revista Veja, de Sao Paulo, febrero de 1974.
(9) Cardenal, hermano y amigo. Edición especial de La Epoca, 27 de septiembre de 1987.
(10) Durante la Semana Santa, Silva Henríquez pidió protección policial, denunciando “un
plan extremista” (sin identificar de qué tipo) para atentar en su contra. El Mercurio, 15 de
abril de 1987.
(11) Diario Oficial, 18 de junio de 1974.
(12) Llambías, Inés: Entrevista con Otto Trujillo. La Prensa Austral, 25 de septiembre de 1985.
También: Dinges, John y Landau, Saul: Assassination on Embassy Row. Pantheon Books,
New York, 1980, pp. 134-135.
(13) Toro, Víctor: Prólogo al relato de un ex esbirro arrepentido. Cadena Nacional de Solidaridad
con Chile en USA, Boletín N° 2, febrero de 1985.
(14) El incidente completo, en el capítulo 6.
(15) Castillo, Carmen: Un día de octubre en Santiago. Editorial Sinfronteras, Santiago,
septiembre de 1986, p. 92.
(16) Para el papel del general Covarrubias en esta etapa del régimen, ver capítulo 7.
(17) También lo conocieron Dinges, John y Landau, Saul: Assassination on Embassy Row.
Pantheon Books, New York, 1980, pp. 135.
(18) Arellano I., Sergio: Más allá del abismo. Editorial Proyección, Santiago, julio de 1985, pp.
63-64.
6
(1) Grupo de Amigos Personales, nombre que recibía el equipo de seguridad de Salvador
Allende, integrado por militantes de los distintos partidos de la UP.
(2) Alvarez B., Luis; Castillo, Francisco; Santibáñez, Abraham: Martes 11, auge y caída de
Allende. Ediciones Triunfo, Santiago, noviembre de 1973, pp. 121.
(3) José Carrasco fue detenido semanas después. Salió más tarde al exilio. Fue autorizado
para retornar y el 9 de septiembre de 1986 fue secuestrado y asesinado por un comando
anónimo. Ver capítulo 47.
(4) Ver: ¿Dónde están? Tomo III. Arzobispado de Santiago, Santiago, 1979, pp. 607.
(5) En la entrevista concedida por el desertor de la FACh Andrés Valenzuela a la periodista
Mónica González, éste relata que entre los detenidos del MIR que permanecían en los
subterráneos de la Academia de Guerra, había un karateca con el que “había que tener
cuidado”. Ver: Entre amigos, boletines N° 1 y 2, diciembre de 1984.
(6) Algunos creen que Edgar Ceballos lo incorporó al trabajo de inteligencia y represión.
(7) Ver capítulo 5. También: Harrington, Edwin, y González, Mónica: Bomba en una calle de
Palermo. Editorial Emisión. Santiago, mayo de 1987, pp. 414 y siguientes.
(8) Según el diario uruguayo El País, asistieron Arturo Fernández y Benigno Soberón,
pertenecientes al D-2 cubano, y Alain Krivine. Por Chile concurrieron Miguel Insunza,
Andrés Pascal, Jorge Ante, Michel A. Henríquez, Rolando M. Toro, Severo Villegas e
Isolina Lincolao. En Buenos Aires se informó que una de las personas encargadas de
enviar armas a Chile y Bolivia era Sylvia Haydée Torres. El Mercurio, 7 de mayo de 1974.
En carta posterior a La Epoca, Isolina Lincolao desmintió tajantemente su asistencia a esta
presunta reunión. Información posterior sugiere, efectivamente, que la nómina es
sospechosa de manipulación informativa.
(9) Ver capítulo 5.
(10) Castillo, Carmen: Un día de octubre en Santiago. Editorial Sinfronteras, Santiago,
septiembre de 1986. Este libro contiene un minucioso relato de los meses anteriores a la
muerte de Miguel Enríquez y otros detalles sobre las operaciones de los dirigentes del MIR
en 1973 y 1974.
(11) Entre amigos, boletines N° 1 y 2, diciembre de 1984.
7
(1) Le Monde, 12 de septiembre de 1974.
(2) Sierra, Malú: Las hijas del general: “El odio destruye”. Revista Hoy, 27 abril de 1983.
(3) El caso Prats ha sido extensamente tratado en: Harrington, Edwin, y González, Mónica:
Bomba en una calle de Palermo. Editorial Emisión, Santiago, mayo de 1987.
(4) De división: José Ricardo Valenzuela y Pedro Palacios. De brigada: Joaquín Lagos,
Fernando González M., Víctor Aquiles López B. y Pedro Yoochum.
(5) A generales de división: Gustavo Alvarez y Carlos Forestier. A generales de brigada:
Lisandro Contreras, Fernando Paredes, Sergio Co-varrubias, Adrián Ortiz, Luis Ramírez
Pineda, Juan Hutt, Hernán Fuenzalida, Enrique Morel y Augusto Reiger.
(6) Diario Oficial, 4 de diciembre de 1974.
(7) Diario Oficial, 17 de diciembre de 1974.
(8) El Mercurio, 14 de diciembre de 1974.
(9) La Tercera, 6 de marzo 1975.
8
(1) Esta tesis, junto con un completo cuadro de la correlación de las fuerzas políticas internas
de Perú, fue desarrollado por el embajador que Allende designó. Jerez Ramírez, Luis:
Chile: la vecindad difícil. Ediciones Instituto para el Nuevo Chile, Rotterdam, 1979, pp. 83-
87.
(2) Para las relaciones con Bolivia, ver capítulo 20.
(3) La Crónica, Lima, 17 de noviembre de 1974.
(4) Diario Oficial, 25 de septiembre de 1973, decreto ley N° 16.
(5) Diario Oficial, 27 de septiembre de 1973, decreto ley N° 30.
(6) Diario Oficial, 27 de octubre de 1973, decreto ley N° 60.
(7) Diario Oficial, 12 de noviembre de 1973, decreto ley N° 85.
(8) Santibáñez, Abraham; Alvarez B., Luis; y Mery, Hugo: General Pinochet: El hombre del “Día
D”. Revista Ercilla, 13 de marzo de 1974.
(9) El general está tratando de amedrentar. Entrevista a Oscar Pinochet de la Barra. La Epoca, 3 de
diciembre de 1987.
(10) Remezón grado 10 en la Cancillería. Revista Qué Pasa, 21 de diciembre de 1973.
(11) El desarrollo de la tesis que emplea estos conceptos puede encontrarse en: Muñoz,
Heraldo: Las relaciones exteriores del régimen militar chileno. Ediciones del Ornitorrinco,
Santiago, 1986.
(12) Diario Oficial, 17 de enero de 1974, decreto ley Nº 143.
(13) Davis, Nathaniel: Los dos últimos años de Salvador Allende. Plaza&Janes Editores,
Barcelona, España, 1986, pp. 344-345.
(14) En su caso se basaron el libro y la película Missing. Aunque la familia de Horman sostuvo
que hubo complicidad de la embajada de EE. UU. en el caso, ello no pudo acreditarse
fehacientemente. De todos modos, la eventual inter-vención de esa legación habría tenido
que ver con su área militar, y no con la diplomática.
(15) El Tratado de Tlatelolco comprometió a los firmantes a impedir la proliferación de armas
nucleares.
(16) El senador Kennedy propuso en octubre del 73 una enmienda al Pacto de Ayuda
Exterior, para que el Congreso obligara al Presidente a cortar todo apoyo militar y
económico al gobierno chileno, hasta que se demostrara respeto a los derechos humanos.
La enmienda no fue aprobada, pero en diciembre se le incluyó a ese pacto un
requerimiento para que Nixon llamara al orden a la Junta.
(17) Este mes la Junta recibió un telegrama de la Comisión de Derechos Humanos de la
ONU expresando preocupación por lo que ocurría en el país. Una comisión especial,
presidida por el pakistaní Ali Allana, se creó para investigar las denuncias sobre Chile. Tres
de sus integrantes visitarían el país mas tarde. Otra comisión (de la OEA), aunque no
especial para Chile, se instaló en el hotel Crillón de Santiago.
(18) El Mercurio, 4 de octubre de 1974.
(19) Senado de Estados Unidos: Covert Action in Chile 1963-1973. Staff Report of the Select
Committee to Study Governmental Operations with Respect to Intelligence Activites.
Washington, 1975, pp. 57-62.
(20) Las relaciones con Argentina, en el capítulo 24.
(21) La demanda del Departamento de Justicia fue presentada el 18 de diciem-bre de 1979.
Paulsen, Fernando: Cómo se trabajó la imagen. Revista Análisis, enero de 1981.
9
(1) La Tercera, 21 y 22 de noviembre de 1974. El Mercurio, 29 de noviembre de 1974.
(2) Aylwin reclamó en junio por la suspensión “injusta, discriminatoria, arbi-traria, lesiva de un
derecho humano” de los comentarios de Jaime Castillo Velasco y Marta Caro en radio
Balmaceda. Bonilla replicó: “Sírvase no volver a escribirme en otros términos que no sean
los de una autoridad administrativa de un partido en receso que se dirige respetuosamente
al gobierno de la nación”. El intercambio epistolar fue revelado en julio por el gobierno. El
Mercurio, 16 y 18 de julio de 1974.
(3) El general Leigh cifró entre 20 y 30 por ciento los decretos que debían ser rehechos y
promulgados de nuevo debido a errores técnicos. Varas, Florencia: El general disidente.
Editorial Aconcagua, Santiago, 1979, pp. 61.
(4) Banco Central: Sergio de la Cuadra, Daniel Tapia y Gonzalo Valdés. Agricultura: Rodrigo
Mujica. Educación: Jorge Claro. Salud: Carol Rahily, Andrés Risopatrón, Jorge Humphreys
y Eleodoro Matte. Sinap: Hugo Obando. Gerencia General de Corfo: Cristián Valdés (hasta
entonces secretario nacional de la juventud). Salazar, Manuel y Modiano, Paulina: 30 años
de gremialismo. Revista Cauce, 12 de junio de 1984.
(5) Arsenio Molina, Enrique Goldfarb, Juan Carlos Méndez y Patricia Matte. La historia de los
gremialistas. Revista Qué Pasa, 6 de octubre de 1983.
(6) Dos de las fuentes entrevistadas para este trabajo, que ocuparon cargos de alto nivel en
1974, coincidieron en afirmar que Cruzat era el líder intelectual del grupo y, por tanto, del
propio De Castro.
(7) Gibson, Ana María: Logros y fracasos de los Chicago boys. Revista Qué Pasa, 22 de
septiembre de 1984.
(8) Figueroa, Gabriel: La historia no contada. Revista Hoy, 17 de septiembre de 1974.
(9) Monckeberg, María Olivia: Jorge Cauas: el hombre posible para solucionar la crisis de la
Universidad. La Epoca, 18 de octubre de 1987.
(10) Diario Oficial, 12 de abril de 1975.
(11) La Tercera, 12 de abril de 1975.
(12) 13 años de nuestra historia. Revista Qué Pasa, 6 de septiembre de 1984.
(13) El general Hugo Musante fue ministro entre el 11 de julio de 1974 y el 7 de marzo de
1975.
(14) Diario Oficial, 7 de junio de 1975.
(15) Una completa exposición de esta tesis se halla en: Hahn, Erwin y Larroulet, Cristián:
Conferencia sobre empresas públicas en Latinoamérica. Edición mimeografiada.
(16) Entre los numerosos trabajos que han estudiado las grandes modificaciones en la
estructura económica, una síntesis especialmente profunda se encuentra en: Vergara,
Pilar: Las transformaciones de las funciones económicas del Estado en Chile bajo el régimen
militar. Colección Estudios Cieplan, número 5, julio de 1981, pp. 117-154. Para el estudio
estadístico de los cambios se usó: Consultora Efes: Algunas reflexiones sobre Chile de 1983.
Santiago, septiembre 1983.
(17) El Mercurio, 12 de abril de 1975.
10
(1) Pinochet de la Barra, Oscar: El Cardenal Silva Henríquez. Luchador por la justicia. Editorial
Salesiana, Santiago, agosto de 1987 (primera edición), pp. 159-160. Otros aportes en:
Academia de Humanismo Cristiano: Raúl Cardenal Silva Henríquez. Aventura de una fe. AHC,
Santiago, enero de 1984. Fernández B., Juan: Cardenal Raúl Silva Henríquez. Coherencia de
un mensaje. Editorial Araucaria, Santiago, septiembre de 1987.
(2) Para mayores antecedentes sobre la represión contra miembros de la Iglesia Católica ver:
Escobar, Jaime: Persecución a la Iglesia en Chile (Martirologio 1973 -1986). Terranova
Editores, Santiago, 1986. También: El reino de Dios sufre violencia (Mateo 11: 12) y en Chile...
Mimeo, documento de circulación restringida, sin pie de imprenta, Santiago, noviembre de
1973.
(3) Oviedo, Carlos: Los obispos de Chile, 1561-1978. Editorial Salesiana, Santiago, mayo de
1979 (primera edición), pp. 165.
(4) Existe una versión que atribuye al entonces arzobispo de La Serena, Juan Francisco
Fresno, la gestión para frenar esta carta. Esta investigación no encontró ninguna señal de
que el arzobispo haya podido intervenir ante la Santa Sede, al margen de que sí pudiera
transmitir su opinión al nuncio o a la Conferencia Episcopal. La versión apareció en:
Molina, Pilar: Iglesia frente al gobierno: Doce años de difíciles relaciones. El Mercurio, 20 de
septiembre de 1984.
(5) El Mercurio, 8 de noviembre de 1973.
(6) En el decreto se señaló como orientación inmediata para la comisión, la obligación de
entenderse “con los demás credos cristianos para realizar en conjunto una Acción
Ecuménica que vaya en servicio de los damnificados por los últimos acontecimientos”.
(7) El Mercurio, 4 de octubre de 1973.
(8) El Mercurio, 24 de diciembre de 1973.
(9) “¿Creeríais, mis queridos hijos, que en este momento, según me dicen, vuestro pastor,
vuestro obispo que os habla, está amenazado de muerte y tiene que llevar una escolta
para que lo defiendan?”, dijo el cardenal. Mensaje de Pascua de Resurrección 1974. Iglesia
de Santiago, Nº 76, abril de 1974.
(10) El Mercurio, 29 y 31 de agosto de 1974.
(11) Carta de Raúl Silva Henríquez al Presidente Augusto Pinochet. 10 de diciembre de 1975.
11
(1) La carrera de Concutelli, un jefe militar del grupo extremista Ordine Nuovo, en la
criminalidad política, se extendió por muchos años y muchos procesos. Parte de ella puede
encontrarse en revistas italianas y españolas.
(2) La relación de Delle Chiaie con la DINA fue relativamente larga. Ver: Cavallo, Ascanio:
Stefano Delle Chiaie, uno de los terroristas más buscados, vivió en Chile y trabajó para la DINA.
La Epoca, 30 de marzo de 1987. También Buongiorno, Pino e Incerti, Corrado: Tutta l’Italia
che scappa. Revista Panorama, 10 de octubre de 1983. Antecedentes sobre la red
neofascista italiana, en Laurent, Frederic: L’orchestre noir. Editions Stock, París, Francia,
1978. También: Rosenbaum, Petra: Il nuovo fascismo. Feltrinelli. Milán, 1976.
(3) Arellano I., Sergio: Más allá del abismo. Editorial Proyección. Santiago, julio de 1985, pp. 64
y 65.
(4) Diario Oficial, 9 de enero de 1976, decreto ley Nº 1. 319. Antecedentes históricos del
organismo en: Bravo Lira, Bernardino: De Portales a Pinochet. Editorial Jurídica, Santiago,
diciembre de 1985 (primera edición). Sobre instituciones funcionales: Cea Egaña, José
Luis: La representación funcional en la historia constitucional de Chile. Revista Cuadernos de
Ciencia Política, Nº 9, Universidad Católica de Chile, 1976.
(5) Frei M. Eduardo: El mandato de la historia y las exigencias del porvenir. Editorial del Pacífico,
Santiago, 1975 (primera edición).
(6) El libro de un ex Presidente. Revista Ercilla, 28 de enero de 1976.
(7) Varas, Florencia: El general disidente. Editorial Aconcagua, Santiago, 1979, pp. 83-89.
(8) A retiro: Sergio Polloni, Jorge León, Lisandro Contreras, Germán Hutt, Augusto Reiger y
Odlanier Mena. Ascensos: Rafael Ortiz Navarro, Patricio Torres, Héctor Orozco, Pedro
Ewing, Humberto Gordon, Jaime Estrada Leigh y Carlos Morales Retamal.
(9) Una sintética descripción de este asunto, que produjo algunas de las más ácidas
discusiones en las sesiones de gabinete, puede hallarse en: Monckeberg, María Olivia: El
caso del Banco de Chile. Revista Ercilla, 3 de marzo de 1976.
12
(1) Ver entrevista concedida por el desertor de la FACh Andrés Valenzuela, a la periodista
Mónica González. Entre Amigos, boletines Nº 1 y 2, diciembre de 1984. El juez Carlos
Cerda comprobó en 1985 que un grupo de 47 personas se había asociado i lícitamente
para operar contra miembros del Partido Comunista.
(2) Los capítulos 15, 16 y 19 describen otros aspectos de la búsqueda del PC y la disolución
de la DINA.
(3) Existen numerosos artículos periodísticos y publicaciones sobre los ajusticiados. Ver,
entre otros: Azócar, Pablo: Los iban matando a pausas. Revista Apsi, 27 de abril de 1987.
Camus, María Eugenia: Otra querella criminal contra Arellano. Revista Análisis, 26 de
noviembre de 1985. Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos, Boletines 1 al 13.
(4) Ver Corvalán, Luis: Santiago Moscú Santiago, apuntes del exilio. Ediciones Coirón, Madrid,
1983.
(5) Cable de la agencia Associated Press reproducido en El Mercurio del 21 de junio de 1974.
(6) Según el desertor Valenzuela, Carol Flores fue asesinado junto al soldado de la FACh
Guillermo Bratti, en mayo de 1976, por entregar información a la DINA.
(7) Ver capítulo 6.
(8) Ver González, Mónica: Quiénes asesinaron al comandante Araya. Revista Cauce, 26 de junio
de 1984.
(9) El desertor Valenzuela relató una operación donde diez o quince personas, sometidas a
efectos de drogas, fueron lanzadas a mar desde un helicóptero luego de abrirles los
estómagos con corvos.
(10) El Mercurio, 2 de noviembre de 1975.
(11) Miguel Estay Reyno apareció vinculado al secuestro y asesinato de tres dirigentes
comunistas en marzo de 1985, delito que fue investigado por el juez José Canovas Robles.
(12) Ver: ¿Dónde están? Tomos I al V. Arzobispado de Santiago, Santiago, 1979.
(13) Informe de Luis Corvalán al Pleno del Comité Central del Partido Comunista de Chile,
abril de 1977.
13
(1) ¿Cómo reemplazar al Comité Pro Paz? Revista Qué Pasa, 4 de diciembre de 1975. En esta
misma edición viene una entrevista al obispo Enrique Alvear que describe con exactitud la
posición de la Iglesia al disolver el Comité.
(2) Entretelones de Riobamba. Diario La Segunda, 28 de agosto. Este artículo sugirió una
conexión entre el viaje de Castillo Velasco a Ecuador y la posterior reunión de obispos en
ese país.
(3) Millas Hernán: El caso de los expulsados. Revista Ercilla, 1º de septiembre de 1976.
(4) El después Presidente Oswaldo Hurtado situó a Proaño entre los obispos que tenían un
fuerte compromiso social, pero muy separado del compromiso político. Hurtado, Oswaldo:
El proceso político, ensayo incluido en: Drekonja, Gerhard, y otros: Ecuador, hoy. Siglo XXI
Editores, Bogotá, 1981 (segunda edición).
(5) Antecedentes sobre este proceso en: Rouquié, Alain: El Estado Militar en América Latina.
Emece, Buenos Aires, 1984.
(6) Un estudio penetrante y detallado, tal vez uno de los primeros de su tipo en Chile, del
tratamiento informativo que se dio al episodio, se encuentra en: Blanco, Guillermo: Los
incidentes de Riobamba y Pudahuel en tres diarios chilenos. Icheh, Santiago, diciembre de 1977
(primera edición).
(7) Declaración del Comité Permanente. Conferencia Episcopal de Chile, 17 de agosto de
1976.
(8) Politzer, Patricia: Monseñor Carlos González Cruchaga: El pastor del plebiscito. La Epoca, 27
de diciembre de 1987.
14
(1) Diario Oficial 8 de mayo de 1975.
(2) Propper Eugene, y Branch, Taylor: Labyrinth, Viking Press. New York, 1982, pp. 314-319.
(3) Sumario por intimidación pública, daño y homicidio; damnificado: Prats González, Carlos José
Santiago y su esposa. Expendiente 289/76, Juzgado Federal Nº 1 de Buenos Aires.
(4) García Rivas, Hugo: Memorias de un ex torturador. El Cid Editor, Buenos Aires, febrero de
1984.
(5) Catherine Barnay era dirigente de Ordre Nouveau, un grupo de ultraderecha francés.
Laurent, Fréderic: L’Orchestre noir. Editions Stock, París, 1978.
(6) Los nombres no se mencionan porque, según las fuentes, no es seguro que conocieran
para quién trabajaban.
(7) Testimonio de Juan René Muñoz Alarcón, Vicaría de la Solidaridad, 1977.
(8) ¿Por qué Panamá? Revista Hoy, 30 de julio de 1980.
(9) Propper y Branch: op. cit., pp. 155-156.
(10) González, Mónica: Entrevista al desertor de la FACh Andrés Valenzuela. Entre amigos,
boletines Nº 1 y 2, diciembre de 1984.
(11) En complemento con el libro de Propper y Branch, tal vez el más completo por tratarse
de fuentes directas, también debe verse: Dinges, John; y Landau, Saul: Assassination on
Embassy Row. Pantheon Books, Nueva York, 1980.
15
(1) El número de Ercilla fue el 2.121, del 24 de marzo de 1976.
(2) Varas, Florencia: El general disidente. Editorial Aconcagua, Santiago. 1979, pp. 90-94
(3) Cordial recepción presidencial a Simon. Diario El Mercurio, 8 de mayo de 1976.
(4) Propper, Eugene y Branch, Taylor: Laberinto. Editorial Pensamiento, Santiago, 1984. p.
231
(5) Propper...: op. cit., p. 232.
(6) Preparativos finales para la reunión de la OEA. El Mercurio, 2 de junio de 1976.
(7) La revista Qué Pasa publicó una lista sumaria de los comunistas detenidos: Del MIR al PC.
Revista Qué Pasa, 12 de agosto de 1976. Entre ellos figuran detenidos desaparecidos
(8) Discurso de Pinochet en la sesión inaugural de la OEA.
(9) El Mercurio, 18 de junio de 1976.
(10) Baltierra, Luis Alvarez: En medio de la crisis. Revista Ercilla, 9 de julio de 1976.
(11) El Mercurio, 17 de junio de 1976.
(12) Memoria de la VI Asamblea de la Organización de los Estados Americanos, Ministerio de
Relaciones Exteriores. Departamento de Organización de los Estados Americanos. D.
OEA, ORD. Nº 875/331. 29 de junio de 1976.
(13) Oficio casa militar de la Presidencia Nº 3100/2 de 4 de enero de 1977.
(14) Entrevista a Jorge Ovalle: El poder en una mano. Revista Cauce. La participación de estos
dos almirantes fue ratificada por esta investigación en nu-merosas fuentes independientes.
16
(1) Existe una tesis que atribuye a Milton Friedman la recomendación de nombrar a Cauas
para administrar el shock, en contraposición con la política gradualista seguida hasta
entonces. Si bien es escasamente plausible, puede hallarse en el contexto de un ensayo
sobre la aplicación de las medidas de urgencia en la economía chilena: Bitar, Sergio y
otros: Chile: liberalismo económico y dictadura política. Instituto de Estudios Peruanos. Lima,
1980.
(2) Declaración del Comité Permanente del Episcopado, marzo de 1977.
(3) Una actualizada investigación sobre a lo que a la postre ocurrió con el escándalo puede
hallarse en: Carvallo, Mauricio: Qué fue de la familia. Revista Hoy, 4 de enero de 1988.
(4) Clases Magistrales: reflexiones y mandobles. Revista Ercilla, 20 de abril de 1977.
(5) Millas, Hernán: Los señores censores. Editorial Antártica. Santiago, 1985, pp 16-17
(6) Filippi, Emilio: Libertad de pensar, libertad de decir. Cisec. Santiago. 1979.
(7) Las amplias implicancias de la creación de este cargo —de hecho sólo el Ejército lo aplicó
— han sido analizadas en trabajos independientes. Ver, por ejemplo: Arriagada, Genaro:
La política militar de Pinochet. Edición del autor, Santiago, diciembre de 1985 (primera
edición).
(8) Discurso de Pinochet en Valparaíso, 21 de mayo de 1977
(9) Entrevista de Marcelo Fernández Zayas. El Universal, Caracas, octubre de 1977.
(10) Entrevista a Ignacio Astete. Revista Hoy, 20 de julio de 1977.
(11) Discurso de Pinochet en el edificio Diego Portales el 11 de septiembre de 1977, en el
cuarto aniversario del gobierno.
(12) Un detalle del caso de las Actas puede hallarse en Chaparro, Patricio y Cumplido,
Francisco:
El proceso de toma de decisiones en el contexto político militar autoritario chileno. En: Lechner,
Norbert. y otros: Chile 1973-1982. Revista Mexicana de Sociología /Flacso, Santiago, 1980
(13) Millas, Hernán: Las Actas del once. Revista Ercilla, 22 de septiembre de 1976.
17
(1) La Segunda, 28 de marzo de 1977.
(2) Desde la perpectiva de las ciencias sociales, hay invalorables aportes teóricos sobre
estos fenómenos en: Brunner, José Joaquín: La cultura autoritaria en Chile, Flacso,
Santiago, 1981; y Brunner, José Joaquín, y Catalán, Gonzalo: Cinco estudios sobre cultura y
sociedad. Flacso, Santiago, 1985.
(3) El pintor produjo más tarde un notable testimonio de su reclusión, que fue publicado en
hojas facsimilares y que registra en la misma caligrafía la dureza de la experiencia. Núñez,
Guillermo: Cuaderno Rojo. Sin datos de impresión. Ver también su Testimonio ante el consejo
de la Unesco, París, 15 de septiembre de 1975.
(4) Sobre el Museo de la Solidaridad, ver: Saúl, Ernesto: El museo extraviado. Revista Pluma y
Pincel, julio de 1985.
(5) Una síntesis del abrupto cambio de situación vivido por la prensa puede hallarse en
Navarro, Arturo: El sistema de prensa en Chile (1973-1984). Ceneca, Santiago, marzo de
1985.
(6) Numerosos relatos sobre las peripecias de artistas, escritores y periodistas aparecen en
Vida Cotidiana, documento de circulación restringida difundido en febrero de 1974, mimeo,
sin pie de imprenta.
(7) Millas, Hernán: Los señores censores. Editorial Antártica, Santiago, 1985.
(8) Edwards, Jorge: El libro, ese objeto peligroso. Revista Cauce, 31 de enero de 1984.
(9) Cavallo, Ascanio: Parar el viento norte. Revista Hoy, 7 de marzo de 1979.
(10) Domínguez, Germán: La construcción del Estado de Seguridad Nacional. Las violaciones a los
derechos humanos, un modo de hacer política. Documento inédito.
(11) De entre los numerosos estudios sobre la situación de la TV bajo el régimen militar
destaca especialmente: Lira, Juan Pablo (compilador): Televisión de Chile, un desafío
nacional, CED/Ceneca, Santiago, 1987.
(12) Ehrmann, Hans: Chile gropes for normality. Variety, 17 de octubre de 1973.
(13) Chile filmgoers gets a break. Los Angeles Times, 24 de noviembre de 1973.
(14) Un detallado recuento de ese proceso se encuentra en: Valjalo, David, y Pick, Zuzana
M.: 10 años de cine chileno. Número especial de la revista Li-teratura Chilena. Ediciones de la
Frontera, Los Angeles, 1984. Específicamente, el artículo Inventar las imágenes de un país,
de Zuzana M. Pick.
(15) Harrington, Edwin, y Gonzáles Mónica: Bomba en una calle de Palermo. Editorial Emisión,
Santiago, 1987.
(16) Hurtado, María de la Luz: La industria cinematográfica en Chile: límites y posibilidades de su
democratización, Ceneca, Santiago, enero de 1985. Datos de casos concretos pueden
encontrarse en: Román, José: La década oscura. Revista Apsi, 14 de abril de 1984. Román,
José: Los pudores de la censura. Revista Apsi, 10 de marzo de 1986.
(17) Chanan, Michael (Editor): Chilean Cinema. British Film Institute, Londres, 1977.
(18) Los tres principales son: La guerra de los momios (1974); Yo fui, yo soy, yo seré (1974); y El
golpe blanco (1975).
(19) Acerca del cine chileno y sobre Chile hecho en el exterior hay bibliografía abundante. Lo
más completo está en: Ancelovici, Gastón: Cine chileno en el exilio. Revista Contracampo,
diciembre de 1979. Guzmán, Patricio, y Sempere Pedro: Chile: El Chile contra el fascismo.
Editorial Fernando Torres, Valencia, 1977. Cinemateca Chilena en el Exilio: Filmografía del
cine chileno en el exilio. Folleto, París, 1983. Conviene evitar, en cambio, el afamado
Bolzoni, Francisco: El cine de Allende. Editorial Fernando Torres, Valencia, 1974, puesto
que constituye una mera recopilación (sin suficiente acreditación) de las excelentes
entrevistas realizadas por la revista chilena Primer Plano antes del golpe.
(20) Uno de los mejores estudios sobre la situación de la música folcklórica en este período
se encuentra en la revista Literatura Chilena, julio-diciembre, 1985. Ediciones de la
Frontera, Madrid. En ella figuran artículos de David Valjalo, Juan Orrego Salas, Gustavo
Becerra Schmidt, Patricio Manns, Rodrigo Torres, Nancy Morris, Eduardo Carrasco,
Alfonso Padilla, Naomi Lindstrom y Osvaldo Rodríguez, entre otros.
(21) Una indagación en este fenómeno y su relación con la juventud puede hallarse en un
trabajo de Hidalgo, A. Paulo: Liderazgo juvenil y cultura política de centro e izquierda.
Documento de trabajo, ILET, Santiago, 1988.
18
(1) Pinochet removió de Colombia a Alejandro Jara Lazcano, asesor del general Leigh,
afirmando que hablaba contra el gobierno. Similares razones —una gira que incluyo Japón
— empleó para pedir la salida de Jorge Ovalle de la Comisión Constitucional. Varas,
Florencia: El general disidente. Editorial Aconcagua, Santiago, 1979, p. 41.
(2) En la defensa se quejó de que no se considerara un informe sobre presuntos detenidos
desaparecidos que habrían salido del país. Díez no sabía —no podía saber— que entre los
nombres que dio había personas efectivamente arrestadas, pero cuyas cédulas de
identidad habían salido de la frontera en manos de otros sujetos. Ver: Vicaría de la
Solidaridad: ¿Dónde están? Tomos 1 y 2, Santiago, 1979.
(3) El voto de EE. UU. fue considerado una virtual puñalada por la espalda, porque dos días
antes Pinochet había recibido al jefe del Comando Sur, teniente general Dennis McAuliffe
quien habría dicho que no creía que su gobierno se sumara a la resolución condenatoria.
(4) Una versión publicada poco después sitúa en “cinco días antes” del anuncio —o sea, el
17— la decisión, correctamente. Ganderats, Luis Alberto: Importantes decisiones sobre el
plebiscito. El Mercurio, 25 de diciembre de 1977. Una rara y poco difundida versión de
oficiales dice que en Washington, concretamente en el Pentágono, se sabía ya a mediados
de noviembre que habría un plebiscito. Esa información no fue confirmada por esta
investigación pero es un hecho que el propio Pinochet no había pensado en un acto
plebiscitario hasta el fin de semana del 17 de diciembre.
(5) Algunas versiones incorporan a Aldo Montagna en la redacción del texto. Arellano I.
Sergio: Más allá del abismo. Editorial Proyección, Santiago, julio de 1985, p. 67.
(6) Eduardo Boetsch agregó otros argumentos de política interna en una entrevista posterior:
la división de la DC, la colaboración de civiles y militares, la división de la Iglesia, la
posibilidad de aplicar a los políticos el peso de la ley, la ruptura de los tres tercios... Ver: El
origen de la consulta. Revista Qué Pasa, 6 de enero 1978.
(7) Altos oficiales dicen que la autorización sí había sido dada a Matthei; otros llegan a
afirmar, en forma errónea, que una gestión personal de Matthei impidió la publicación.
(8) Varios diarios del exterior consignaron la existencia de la carta. Salvo Le Monde, que la
atribuyó a un fantástico “general José Humeres”, los demás parecen haber tenido acceso
efectivo a ella. Una ajustada síntesis de estas versiones se halla en Santibáñez, Abraham:
Contra viento y marea. Revista Hoy, 4 de enero de 1978.
(9) Humeres era titular de la Contraloría desde 1967. En 1974 se enfrentó al Presidente
Pinochet al negarse a enviarle un oficio reservado. Durante los años siguientes tuvo roces
especialmente fuertes con los ministros Raúl Sáez, Francisco Soza Cousiño, Sergio de
Castro, Carlos Granifo y Fernando Matthei. Pero el choque definitivo se produjo con el
equipo de Hacienda, debido que el contralor podía hacer “audiencias ejecutivas” sobre
cumplimiento de planes nacionales. El diario La Segunda y la Radio Portales sostuvieron
una intensa campaña contra Humeres en los últimos meses de 1977. El diario dirigido por
Hermógenes Pérez de Arce publicó cartas de lectores cuyas identidades, según se probó
más tarde, eran falsas. A comienzos de diciembre Humeres visitó a Pinochet y presentó su
renuncia. Ver: Moreno L. Jaime: Las querellas del contralor. Revista Hoy, 31 de agosto de
1977.
(10) Cinco obispos expresaron públicamente su adhesión al Sí.
(11) Los reparos de Humeres fueron publicados después: Los fundamentos del ex contralor
Héctor Humeres. El Mercurio, 3 de enero de 1978.
(12) Townley contaría después que él y su esposa votaron con varias cédulas de identidad.
(13) Leigh quitaría importancia al incidente después, pero reafirmaría una y otra vez sus
críticas al acto. Una importante entrevista hay en: Moreno, Jaime: Entrevista sobre el día
“D” Revista Hoy, 11 de enero de 1978.
(14) Después, el general diría que “hubo una desinteligencia” y que no pudo llegar a la
concentración porque estaba resfriado y sin escolta.
(15) Aunque la bibliografía sobre la consulta es escasa, una interpretación novedosa, de tipo
político-histórico, considera a la consulta como “un golpe electoral” dentro de una cadena.
Ver: Cruz-Coke, Ricardo: Teoría y práctica de los golpes electorales. Revista Vida Médica,
marzo de 1986.
(16) Algunos de estos invitados dieron sus ideas en un reportaje especial: Opiniones después
del 4. Revista Qué Pasa, 12 de enero de 1978.
19
(1) Diario Oficial, 16 de enero de 1978.
(2) Una detallada y crítica descripción del fenómeno, en: Cambios en la Cancillería. Revista
Qué Pasa, 2 de febrero de 1978.
(3) Una completa historia del proceso está en: Carrasco, Germán: El laudo arbitral del Canal
Beagle. Editorial Jurídica, Santiago, 1978.
(4) Harrington, Edwin y González, Mónica, Bomba en una calle de Palermo. Editorial Emisión,
Santiago, 1987.
(5) La historia detallada del crimen y de la investigación fue desarrollada en: Propper, Eugene
y Branch, Taylor: Labyrinth. Viking Press, New York, 1982. Una versión en castellano fue
producida en chile por Ediciones Pensamientos, Santiago, 1984, y distribuida en 1987
junto a la revista Cauce. Laberinto fue de extrema utilidad en la determinación de fechas y
sucesos, pero, dado que constituye un trabajo perfecto en cuanto al caso político-policial,
esta historia optó por tomarlo como punto de referencia para continuar indagando en los
efectos y hechos ignorados que el caso produjo en el régimen militar. Otros trabajos
exhaustivos sobre el caso: Dinges, John, y Landau, Saúl: Assassination on Embassy Row,
Pantheon Boohs, Nueva York, 1980. Varas, Florencia y Orrego, Claudio: El caso Letelier.
Editorial Aconcagua, Santiago, 1980. Castillo Velasco, Jaime: El asesinato de Letelier.
Fascículo (4) de revista Hoy, Santiago, 1987.
(6) Este episodio está extensamente documentado en: González, Mónica: El caso de la
renoleta robada. Revista Cauce, 9 de octubre de 1984.
(7) Algunos analistas han vinculado esta disolución a la presión norteamericana, dado que
ella coincidió con la visita del secretario de Estado adjunto para Asuntos Interamericanos,
Terence Todman. Muñoz Heraldo, y Portales, Carlos: Una amistad esquiva. Las relaciones de
Estados Unidos y Chile. Pehuén Editores, Santiago, 1987.
(8) Caso Letelier: Nuevas Versiones. Revista Qué Pasa, 16 de marzo de 1978. Politzer Patricia: El
suicidio de Osorio. Revista Hoy, 15 de marzo de 1978. Otras tres muertes de personas
vinculadas a Osorio se produjeron en años posteriores. Ver: Herreros, Francisco: Otras
cuatro muertes en el laberinto. Revista Cauce, 9 de marzo de 1987.
(9) Forestier sugirió esto para que la noticia no saliera en la prensa y pudiera usarse contra el
país, según él mismo declaró. Las Ultimas Noticias, 13 de abril de1978.
(10) O˙Leary, Jeremiah: US threatens to break relations with Chile. The Washington Star, 3 de
marzo de 1978.
(11) Proceso 3-78. Pedido de extradición... Pieza Nº127.
(12) Proceso 3-78. Pedido de extradición... Pieza Nº127
(13) U. S. District Court for the District of Columbia. United States of America V. Crim Nº78-0367
Armando Fernández Larios. Factual Proffer.
(14) En Estados Unidos, Fernández Larios sostuvo que no sabía que su viaje a Washington
tuviera por objeto asesinar a Letelier. Townley lo ha contradicho. Ver Dinges, John: “No se
preocupe Fernández... ” Revista Apsi. 23 de febrero de 1987. En la misma edición: Vallejos,
Mariela: El laberinto diez años después.
(15) “Humo Blanco” en el ejército. Revista Qué Pasa, 10 de noviembre de 1977.
(16) Proceso 3-78. Pedido de extradición... Pieza Nº 118.
(17) Sepúlveda, Oscar: La generación de Fernández Larios. La Epoca, 6 de mayo de 1987.
(18) Si bien Laberinto asegura que Mariana Callejas insultó al general (R) Mena, testigos
presenciales aseguraron, para esta investigación, que tal cosa no ocurrió y que el trato
entre ambos fue cortés, aunque tenso.
(19) La versión más completa sobre el complot de la CIA afirma que la DINA fue engañada
por Michael Townley, y que en el cuartel general de Virginia se preparó la operación para
desestabilizar al gobierno chileno. Ver: Morente Aznar, Alfonso: CIA. ¿Mito o realidad?
Ediciones Piedra Buena. Madrid, 1987. Este libro fue profusa y misteriosamente distribuido
entre periodistas chilenos. Su autor admite ser español, haber recibido apoyo de Franco y
escribir con seudónimo. El esfuerzo por sostener la vinculación de Townley con la CIA. fue
posible en Chile porque durante varios meses se mantuvo en secreto el acuerdo Montero-
Silbert.
(20) Monckeberg, María Olivia; Verdugo, Patricia; y González, Mónica: Fantasma sobre La
Moneda. Revista Análisis, 4 de mayo de 1987.
20
(1) Alvarez Baltierra, Luis: Bolivia: rompimiento sorpresivo. Revista Hoy, 22 de marzo de 1978.
En busca de razones. Revista Qué Pasa, 23 de marzo de 1978.
(2) Explorador y periodista británico (1841-1904). Su mayor hazaña fue encontrar en Africa al
misionero David Livingstone y publicar una serie de reportajes sobre ese continente.
(3) Diario Presencia. La Paz, 9 de febrero de 1975.
(4) Millas, Hernán: El abrazo de Charaña. Revista Ercilla, febrero de 1975.
(5) Gutiérrez Vea Murguía, Guillermo: Negociaciones diplomáticas con Chile. 1975. Edición del
autor, La Paz, 1979.
(6) Bolivia había roto relaciones diplomáticas con Chile el 16 de abril de 1962, dos días
después de que el Presidente Jorge Alessandri ordenó desviar las aguas del río Lauca.
Sobre este aspecto de las relaciones entre ambos países ver: Ríos Gallardo, Conrado: Una
gestión oficiosa chileno boliviana. Edición del autor, Santiago, 1966. Espinosa Moraga,
Oscar: Bolivia y el mar. Editorial Nascimento, Santiago, 1965.
(7) Gutiérrez Vea Murguía: op. cit., pp. 84 a 88.
(8) El embajador haría años después una minuciosa descripción de Pinochet: “A veces el
mandatario chileno me daba la sensación de ser sincero, en tanto que otras suscitaba en
mi ánimo duda y desconfianza. Abierto en apariencia, pero reservado en sus decisiones y
teniendo en torno múltiples problemas externos e internos y el tremendo lastre de la mala
imagen de Chile en el mundo, Pinochet en ese medio o en cualquier otro se dibujaba como
el hombre medio chileno, sin gran formación académica y por ello mismo suspicaz,
desconfiado, variable de ánimo”.
(9) Unos cuatro mil chilenos estaban radicados en Bolivia. Diario Presencia, La Paz, 2 de julio
de 1975.
(10) Revista Actualidad Política Extranjera. Madrid, enero de 1976.
(11) El Diario, La Paz, 27 de agosto de 1975.
(12) Sin pactos ni agresión. Revista Ercilla, 8 de octubre de 1975.
(13) Un interesante análisis sobre la posición peruana en el conflicto en: Jerez Ramírez, Luis:
Chile, la vecindad difícil. Instituto para el Nuevo Chile, Rotterdam, 1979.
(14) Carvallo, Mauricio: Encuentro en Santa Cruz. Revista Hoy, 13 de julio de 1977.
(15) Existe una amplia bibliografía sobre las relaciones fronterizas entre Chile, Perú y Bolivia.
Ver: Pinochet de la Barra, Oscar: ¿Puerto para Bolivia? Editorial Salesiana, Santiago, mayo
de 1987. Lagos Carmona, Guillermo: Historia de las fronteras de Chile. Editorial Andrés Bello,
Santiago, noviembre de 1981.
(16) En 1979 se efectuó en Bolivia un juicio contra el general Hugo Banzer por presuntos
delitos de su gobierno. Ver: Vargas Martínez, Germán: Responsabilidad. ¿juicio o sainete?
Edvil, La Paz, 1982.
21
(1) Decreto ley Nº 128. Diario Oficial, 28 de mayo de 1975.
(2) Calm, Lilian: Dos regiones y un problema internacional. Revista Qué Pasa, enero de 1978.
(3) Antecedentes, opiniones y datos personales de Cubillos pueden hallarse en: Carvallo,
Mauricio: Los contactos del canciller. Revista Hoy, 26 de abril de 1978. También: Porzio.
Stellamaris: Hernán Cubillos, diplomático por naturaleza. Revista Qué Pasa, 4 de mayo de
1978.
(4) A fines de 1976, un decreto exceptuó de las normas de retiro por antigüedad a quienes se
encuentren cumpliendo “funciones de gobierno calificadas por el Presidente de la
República mediante decreto supremo”. Sobre las normas de retiro, ver. Arriagada, Genaro:
La política militar de Pinochet. Edición del autor, Santiago, 1985, pp. 136 y ss.
(5) Carvallo, Mauricio: Brady y la situación actual. Revista Hoy, 12 de julio de 1987.
(6) Expulsión de Townley. Artículo en El caso Letelier, edición especial de revista Análisis, 12 de
marzo de 1987.
(7) Tyler, Patrick E.: Chile aided Townley, letter says. The International Herald Tribune, 24 de
febrero de 1982.
(8) Millas, Hérnan: La misión del ministro Fernández. Revista Hoy, 19 de abril de 1978.
(9) Decreto ley Nº 2191. Diario Oficial, 19 de abril de 1978.
(10) En su declaración en EE.UU. Fernández Larios dice que le contaron que al ser
interrogado, Contreras respondió: “Pregúntele al jefe”. U.S. District Court for the District of
Columbia. United States of América V. Crim. Nº 78-0367 Armando Fernández Larios. Factual
Proffer. Una versión directa conocida por esta investigación, imposible de confirmar, señala
que a Contreras le habrían sido presentadas dos alternativas, una de las cuales era la
expulsión a EE. UU. Contreras habría propuesto una tercera: hacer una declaración
voluntaria y completa: poco después de comenzar, Orozco habría ordenado la suspensión
del dictado, a la vista de que Contreras se negaba a asumir responsabilidades.
(11) Ver: Ministro Kelly explica su plan. Revista Qué Pasa, 27 de abril de 1978.
(12) El embajador Landau percibió esta situación a propósito de la captura de Townley. “La
información de Carvajal parecía estar atrasada en tres días en relación con los actuales
sucesos”. Propper, Eugene. y Branch, Taylor: Laberinto. Ediciones Pensamientos,
Santiago. 1984, p. 624.
(13) Excelentes descripciones de lo intempestivo de la partida de Landau pueden hallarse en:
Santibáñez, Abraham: El llamado al embajador. Revista Hoy. 28 de junio de 1978. Y:
Bulnes,. María Angélica. y Calm, Lillian: Las intervenciones del Tío Sam. Revista Qué Pasa, 29
de junio de 1978.
22
(1) Oficio Casa Militar de la Presidencia Nº 3020/2, de 3 de enero de 1978.
(2) Varas, Florencia: El general disidente. Editorial Aconcagua, Santiago, 1979, pp. 159-165.
(3) Con posterioridad a la publicación de este capítulo, el general Leigh ha hecho saber que
desconoce la existencia de estos planes y atribuye su revelación a un intento por
desprestigiarlo y justificar el golpe en su contra. Para los autores, sin embargo, es clara la
solvencia de las fuentes y totalmente imposible su relación con sectores que pudiesen
buscar propósitos de desprestigio o justificación: de hecho, algunas de ellas fueron
víctimas del mismo golpe. Asunto distinto es que el general Leigh no haya conocido y
aprobado planes tal como se los describe aquí: ello explicaría el aborto de los mismos, que
pareció muy sorprendente a algunos de los involucrados.
(4) El Mercurio, 3 de junio de 1978.
(5) La Tercera, 11 de abril de 1978.
(6) La primera versión de la entrevista de Il Corriere della Sera que se conoció en Chile fue en
un cable publicado por la prensa el 19 de abril de 1978. Un facsímil del artículo aparece en
El general disidente, de Florencia Varas.
(7) La carta enviada al general Gustavo Leigh por el Consejo de Ministros tiene cuatro
carillas, más una completa de firmas y otra con la breve declaración entregada por el
ministro del Interior, Sergio Fernández.
(8) El general Leigh se reunió con sus compañeros de 1938. Diario La Tercera, 22 de julio de 1978.
(9) Este aviso se publicó en la página 25, sección Avisos Económicos de El Mercurio, 22 de
julio de 1978, bajo el rubro “Artículos para Departamentos y Pasatiempos”.
(10) El aviso de La Tercera fue publicado el sábado 22 de julio.
(11) Esta referencia la hizo el general Leigh durante el programa A esta hora se analiza, de la
Radio Chilena, el 20 de noviembre de 1983.
(12) Razones del retiro. Revista Ercilla, 26 de julio de 1978.
(13) El abogado Jorge Ovalle llegó a preparar un memorando de cuatro carillas con la
argumentación jurídica que debía usar el general Leigh al recurrir a los Tribunales de
Justicia. Ese memorando, que conserva Leigh, fue reproducido en El general disidente, de
Florencia Varas. Otro similar, pero relacionado con la inexistencia jurídica del Consejo de
Ministros, le preparó el coronel Julio Tapia.
(14) La crisis más grave que hemos tenido. Revista Qué Pasa, 27 de julio de 1978.
(15) Millas, Hernán: Los señores censores. Editorial Antártica, Santiago, 1985.
(16) Herencia difícil. Revista Hoy, 2 de agosto de 1978.
23
(1) La única versión completa publicada se halla en: Varas, Florencia: El general disidente.
Editorial Aconcagua. Santiago. 1979, pp. 41-43.
(2) En carta posterior a la publicación de este capítulo, Ovalle hizo notar que respondió a la
alusión de Pinochet señalando que quien la profería se descalificaba a sí mismo, y que la
revista Qué Pasa publicó su réplica pese a las difíciles circunstancias que vivía la prensa.
(3) El mejor ejemplo se encuentra en: Vial, Gonzalo: Soberanía en juego. Revista Qué Pasa, 3
de agosto de 1978.
(4) Moreno L., Jaime: El proyecto Ortúzar. Revist Hoy, 23 de agosto de 1978.
(5) Los 24 fueron: René Abeliuk, Patricio Aylwin, Edgardo Boeninger, Fernando Castillo
Velasco, Jaime Castillo Velasco, Héctor Correa Letelier, Gonzalo Figueroa, Juan Agustín
Figueroa, Eduardo González Ginouvés, Luis Izquierdo, Eduardo Jara, Eduardo Long,
Joaquín Luco, Luis Fernando Luengo, Ramón Silva Ulloa, Julio Subercaseaux y Sergio
Villalobos.
(6) El Círculo de Estudios Constitucionales encabezado por Hugo Zepeda y los
vicepresidentes Tomás Pablo y Rafael Barbosa.
(7) Un detallado estudio comparativo de proyectos muestra hasta qué punto esto fue
importante, Bulnes A., Luz: Constitución Política de la República de Chile. Concordancias,
anotaciones y fuentes. Editorial Jurídica, Santiago, 1981.
(8) Al respecto, ver: El Mensaje de Pinochet. Revista Hoy, 13 de septiembre de 1978. Y: Bulnes,
María Angélica: 1979-1985: Los seis años de la transición. Revista Qué Pasa, 14 de septiembre
de 1978.
(9) Soler, Juan: La presión de las viandas. Revista Qué Pasa, 17 de agosto de 1978.
(10) Millas, Hernán: Cinco años de gobierno militar. Revista Hoy, 6 de septiembre de 1978.
(11) Ordenando el naipe militar. Revista Qué Pasa, 9 de noviembre de 1978.
(12) Se trataba de las siguientes estructuras: Federación Industrial de la Edificación;
Federación Nacional de Sindicatos Metalúrgicos; Federación Nacional Textil y del
Vestuario; Federación Industrial Minera; Confederación Nacional Campesina e Indígena
Ranquil; Confederación Nacional Unidad Obrera Campesina; y Sindicato Profesional de
Obreros de la Construcción.
(13) Antecedentes sobre Arancibia Clavel se encuentran en dos libros: El caso Schneider.
Editorial Quimantú, Santiago, 1972, Y: Harrington, Edwin, y González, Mónica: Bomba en
una calle de Palermo. Editorial Emisión, Santiago, 1987. También: Cavallo, Ascanio: El
proceso que cumplió una década. Revista Hoy, 24 de septiembre de 1984. Camus, María
Eugenia: Agente de la DINA. Revista Análisis, 25 de mayo de 1987.
(14) Serra, Alfredo: Espionaje. Revista Somos, 8 de junio 1979. Espionaje a la chilena. Revista La
Semana, 6 de junio de 1979.
24
(1) El general Luciano Benjamín Menéndez es primo del general Mario Benjamín Menéndez,
quien se rindió en Puerto Argentino, en las islas Malvinas, ante las tropas británicas, en
1982.
(2) Ver González, Cornelio y Arthur, Blanca: Juegos bélicos. Revista Ercilla, 1º de noviembre
de 1978. Arthur, Blanca: La batalla de los nervios. Revista Ercilla, 8 de noviembre de 1978.
Moreno, Jaime: Horas difíciles. Revista Hoy, 8 de noviembre de 1978.
(3) Sobre los esfuerzos de la Iglesia Católica para impedir el conflicto: Historia secreta de la
guerra que evitó el Papa. Revista Ercilla, 18 de marzo de 1987. Pinochet de la Barra, Oscar:
El Cardenal Silva Henríquez. Luchador por la justicia. Editorial Salesiana, Santiago, agosto de
1987.
(4) Ver capítulos 8 y 20.
(5) Ver: Millas, Hernán y Santibáñez, Abraham: Los desafíos del canciller. Revista Hoy, 20 de
julio de 1977. Millas, Hernán: Problemas en la NU y en el Beagle. Revista Hoy, 14 de
diciembre de 1977. Amenaza en el Beagle. Revista Qué Pasa, 12 de enero de 1987. Barros,
José Miguel: El Laudo del Beagle y la dignidad de Chile. Revista Qué Pasa, 2 de febrero de
1978.
(6) Ver Harrington, Edwin y González, Mónica: Bomba en una calle de Palermo. Editorial
Emisión, Santiago, 1987.
(7) Ver: Millas, Hernán: Mendoza, diálogo antitensiones. Revista Hoy, 25 de enero de 1978.
(8) Ver: Bulnes, María Angélica: El póker argentino. Revista Qué Pasa, 1º de junio de 1978.
Cerda, Mónica: El principio del fin. Revista Qué Pasa, 23 de febrero de 1978.
(9) Una recopilación sobre la crisis entre Chile y Argentina y la posterior mediación papal en:
Goñi Garrido, Carlos: Crónica del conflicto chileno-argentino. Ediar, Santiago, diciembre de
1984.
(10) Ver la carta de protesta del ministro Hernán Cubillos al embajador Hugo Mario Miatello
en Goñi: op. cit., pp. 75 y 76.
(11) Ver: El armamento argentino. Revista Qué Pasa, 19 de enero de 1978.
25
(1) Pinochet de la Barra, Oscar: El Cardenal Silva Henríquez. Luchador por la justicia. Editorial
Salesiana, Santiago, agosto de 1987 (primera edición).
(2) Conferencia Episcopal de Chile: Documentos del Episcopado. Chile 1974-1980. Ediciones
Mundo, Santiago, 1982, pp. 391-393.
(3) Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile: Humanismo Cristiano y nueva
institucionalidad. Ediciones Paulinas, Santiago, 1978.
(4) Tagle, Emilio: Documento que no obliga. Revista Qué Pasa, 7 de diciembre de1978. El
cardenal Silva Henríquez había defendido en una entrevista anterior el origen y el sentido
del documento. Ver: Sierra, Malú: El derecho a hablar. Revista Hoy, 6 de diciembre de 1978.
(5) El Comité Permanente estaba presidido por el arzobispo Francisco de Borja Valenzuela,
con el obispo Bernardino Piñera como secretario y el arzobispo Juan Francisco Fresno
como vicepresidente; sus otros miembros eran el cardenal Raúl Silva Henríquez, el
arzobispo Carlos Oviedo y los obispos Orozimbo Fuenzalida y Sergio Contreras.
(6) El crecimiento de la Vicaría y su impacto público se refleja bien en el hecho de que una
revista publicó ese año un reportaje de diez páginas dedicado a ella. Ver: La Vicaría de la
Solidaridad por dentro. Revista Qué Pasa, 8 de junio de 1978.
(7) El Cabildo estaba formado por los siguientes canónigos: Fernando Alliende Donoso, Fidel
Araneda Bravo, Joaquín Bascuñán Valdés, Eduardo Canessa Ibarra, Guillermo Contreras
Zúñiga, Luis Dabadie Valdés, Alejandro Huneeus Cox, Daniel Iglesias Beaumont, Joaquín
Matte Varas, Jorge Medina Estévez, Alfonso Puelma Claro, Santiago Tapia Carvajal y
Sergio Valech Aldunate.
(8) Con posterioridad a la publicación de esta versión, el canónigo Fidel Araneda dirigió a La
Época una carta en la que aclaró la composición del Consejo, reveló que en la “inolvidable
y acalorada sesión” de votación hubo nueve miembros y anotó que él y Santiago Tapia
votaron en favor de la proposición del cardenal.
(9) Cantata de los derechos humanos. Disco LP producido por el Arzobispado de Santiago,
Secretariado Ejecutivo, Año de los Derechos Humanos, 1978.
(10) Los documentos principales del Simposio son tres libros producidos por la Vicaría de la
Solidaridad: Simposium internacional, 1978; Yo alzo muy fuerte mi voz por el derecho de la vida
(Encuentro de poetas populares), mayo 1979; y Todo hombre tiene derecho a ser persona
(Concursos: Afiches, Literario, Poesía Infantil). Noviembre de 1978. También: La Iglesia y la
dignidad del hombre. Revista Estudios, Nº 4, diciembre de 1978.
(11) El expediente completo se encuentra en: Pacheco, Máximo, y Orrego, Claudio: Lonquén,
Editorial Aconcagua, Santiago, marzo de 1980. Testimonios de las familias, en: Verdugo,
Patricia, y Orrego, Claudio: Detenidos-Desa-parecidos: Una herida abierta. Editorial
Aconcagua, Santiago, marzo de 1980. Ambos libros fueron prohibidos por la autoridad
militar en aras de la concordia nacional.
(12) Murieron allí: Edmundo Manso, cuyo cadáver sería entregado a la familia por el Instituto
Médico Legal; Jorge Toro, cuyas cenizas fueron entregadas por el mismo instituto; Justo
Mendoza Santibáñez, Nicolás Gárate y Jorge Gómez, cuyos cuerpos no aparecieron
jamás.
(13) El dramático relato se halla en: González C., Ignacio: Investigación en Curacaví. Revista
Hoy, 14 de marzo de 1979.
(14) Qué Pasa, 4 de enero de 1979. Minisección Qué Pasa en la torre.
26
(1) Numerados 2345, 2346, 2347 y 2376. Ver capítulo 24.
(2) Detalles sobre esto se encuentran en: Calm, Lillian: Los alcances internos y externos del
boicot. Revista Qué Pasa, 30 de noviembre de 1978. De acuerdo con esta versión, el 10 de
noviembre la AFLCIO recibió un cable firmado por seis sindicalistas: Ernesto Vogel,
Enrique Mellado, Manuel Bustos, Juan Manuel Sepúlveda, Carlos Frez y Juan Pincheira.
(3) Pese al tono apasionado con que fue escrito, hay un acopio de antecedentes de este
notable personaje en: George Meany y el boicot. Revista Qué Pasa, 18 de enero de 1979.
Santibáñez, Abraham: El fantasma del boicot. Revista Hoy, 27 de diciembre de 1978.
(4) Santibáñez, Abraham: El fantasma del boicot. Revista Hoy, 27 de diciembre de 1978.
(5) El mismo Tucapel Jiménez lo declaró en esos términos. Ver: Sesnic, Rodolfo: Tucapel, la
muerte de un líder. Editorial Bruguera, Santiago, 1986, p. 112. El trabajo más completo
sobre los desplazamientos del sindicalismo es: Campero Guillermo: El movimiento sindical
en el régimen militar chileno 1973-1983. ILET, Santiago, 1984. Finalmente, se puede acudir a
una notable y poco difundida obra sobre el tema: Jiliberto, Rodrigo: ¿Libertad sindical o
sindicalizar la libertad? Vector, Santiago, 1986.
(6) El memorando con la lista y las medidas fue filtrado a la prensa. Ver El informe de Federici.
Revista Hoy, 10 de enero de 1979.
(7) Los autores del nuevo Código, promulgado años después, coinciden en esta
interpretación del Plan Laboral. Ver: Thayer, William, y Rodríguez, Antonio: Nuevo Código
del Trabajo. Ediar-Cono Sur, Santiago, 1987.
(8) La relación entre las proposiciones de Harberger y el plan adoptado en Chile fueron
descritas en: Délano, Manuel, y González C. Ignacio: Vuelco en 180 grados. Revista Hoy, 21
de marzo de 1979.
(9) Una completa descripción del conflicto y las posiciones de ambos bandos puede hallarse
en: De la Jara, María Eugenia: Partió nueva política de salud. Revista Qué Pasa, 19 de julio de
1979.
(10) La Segunda Sala estuvo integrada por José María Eyzaguirre, Luis Maldonado, Octavio
Ramírez, Marcos Aburto y Estanislao Zúñiga.
(11) Una revista que reconoció la mano de Piñera en el vasto plan de modernizaciones le
dedicó en aquel año 19 páginas para explayarse en el tema. Ver: “Dar un golpe de timón,
crear esquemas nuevos”. Revista Qué Pasa 27 de diciembre de 1979.
(12) Declaración de Principios del Gobierno de Chile. Secretaría General de Gobierno, Santiago,
abril de 1974, p. 29.
(13) CEMA Chile, Comité Nacional de Jardines Infantiles y Navidad, Comité de Ayuda a la
Comunidad, Comité Consultivo, Secretaría Nacional de la Mujer, Corporación Nacional del
Cáncer, Corporación de Damas de la Defensa Nacional, Movimiento Cívico Sol, Comité
Alborada y Fundación Septiembre.
(14) En la misma entrevista con corresponsales extranjeros en que prometió más bienestar
para el futuro, Pinochet habló también del movimiento: “Está saliendo solo”, dijo. “Hay
personas que están agrupándose y apoyando al gobierno. Ahora, en cuanto a mí... A mí
me interesa Chile. El movimiento es por Chile. Se trata de colaborar por el bien de Chile y
no por ambiciones personales”.
27
(1) Moreno L., Jaime: El viaje de Pinochet, Revista Hoy, 26 de marzo de 1980. Arthur, Blanca, y
Gardeweg, Carmen: El desafío de una ofensa. Revista Ercilla, 26 de marzo de 1980.
(2) El embajador Porta Angulo fue quien en la fecha desmintió en forma más terminante que
hubiera sido Pinochet quien solicitara ser invitado a Filipinas. Citó las entrevistas que en su
presencia se realizaron.
(3) La exposición fue inaugurada días antes en un centro cultural de Manila por el propio
embajador chileno.
(4) El Mercurio, 23 de marzo de 1980.
(5) Uno de los panfletos decía: “Basta de errores, Cubillos debe renunciar. Todo Chile junto a
su Presidente”. Citado en Cambios en la línea del gobierno. Revista Qué Pasa, 27 de marzo de
1980.
(6) La revista Qué Pasa, de propiedad de Cubillos, identificó a los más connotados “duros” en
una lista que incluyó a: Gastón Acuña, Pedro Félix de Aguirre, Jorge Balmaceda, Ricardo
Claro, Manuel Contreras, Hernán García Vidal, Antal Lipthay, Jaime Pereira, Alvaro Puga,
Ambrosio Rodríguez, Pablo Rodríguez y Hugo Rosende. Ver: Aquí vienen los “duros”.
Revista Qué Pasa, 3 de abril de 1979.
(7) Un enfoque sobre la diferencia de estilos de conducción de la Cancillería puede hallarse
en: Muñoz, Heraldo: Las relaciones exteriores del gobierno militar chileno. Ediciones del
Ornitorrinco, Santiago, 1986.
(8) La Tercera, 1º de abril de 1980.
(9) Romuáldez escribió posteriormente sus memorias, en las que tomó con ironía lo
“imposible” de la misión. Romuáldez, Eduardo: Assignment in Washington. Manila, 1982,
pp. 295-308.
28
(1) Subercaseaux, Elizabeth: Revelaciones de oficiales de Carabineros. Revista Apsi, 26 de
agosto de 1985. De la misma autora: La bomba de Israel Bórquez la puso la DINA. Revista
Apsi. 16 de junio de 1986, y: Bombas a granel. Revista Qué Pasa, 14 de diciembre de 1979.
(2) González, Mónica: El caso de la renoleta robada. Revista Cauce, 9 de octubre de 1984.
(3) Villavela había sido uno de los fundadores del MIR y creador del grupo Granma en la
Universidad de Concepción. Detenido en 1974 por el SIFA (capítulo 6), fue llevado con
siete balas en el cuerpo a la Academia de Guerra Aérea, donde se le sometió a consejo de
guerra. En 1977 salió con su mujer e hijo al exilio en Noruega. De allí viajó a Cuba y
asumió una de las responsabilidades centrales en la Operación Retorno. Sería abatido cinco
años después: ver capítulo 40.
(4) También existe otra versión, según la cual el alto funcionario cubano habría sido
informante de la CIA. Sobre la infiltración del MIR, ver: Salazar, Manuel: La vía del plomo y
la metralla. Diario La Época, 7 de febrero de 1988.
(5) Verdugo, Patricia: Dos víctimas y un misterio. Revista Hoy, 24 de octubre de 1979.
(6) Ver capítulos 14, 19, 21 y 23.
(7) Cerda, Mónica: Director de la CNI responde preguntas difíciles. Revista Qué Pasa, 5 de abril
de 1979.
(8) Arthur, Blanca: Un hombre de “inteligencia”. Revista Ercilla, 20 de junio de 1979.
(9) Sólo los maquis de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial lograron
desarrollar una mezcla eficaz contra el olfato de los perros: sangre seca mezclada con
cocaína.
(10) Ver diario Las Ultimas Noticias, 11 de abril de 1981, y revista Cosas, 13 de septiembre de
1979.
(11) La prensa publicó una gran cantidad de información sobre el caso. Ver, entre otros:
Magnet, Odette: El trágico caso de Rodrigo Anfruns. Revista Hoy, 20 de junio de 1979. El caso
Anfruns. Revista Qué Pasa, 21 de junio de 1979. ¿Hay otros dos? Revista Hoy, 21 de
noviembre de 1979.
(12) Su nombre verdadero no era José Manuel Hidalgo, sino Antonio Lagos Rodríguez. Era
hermano de Mario Lagos Rodríguez, baleado frente a la Vega Monumental de Concepción
el 23 de agosto de 1984, luego de ser sorprendido por agentes de la CNI.
(13) Ana Luisa Peñailillo murió el 28 de abril de 1986, víctima de un bombazo en Villa
Alemana. César Fredes estuvo encarcelado y posteriormente salió rumbo a Venezuela,
donde ejerció como periodista.
29
(1) Versiones cercanas al caso dicen que el director de la Escuela de Inteligencia debía ser
un hombre cercano a la CNI y, por ende, su nombramiento tuvo que contar con el
asentimiento, a lo menos, del general (R) Odlanier Mena.
(2) En el ataque contra el coronel Vergara participaron siete miristas cuyos nombres políticos
eran Manuel, José, Félix, Marcos, Ramón, Jaime y Mariano. De ellos sólo cinco han sido
identificados: José, Hugo Ratier: Manuel, Ernesto Zúñiga Vergara: Ramón, Carlos García
Herrera; Jaime, Santiago Rubilar Salazar y Mariano, Víctor Zúñiga Arellano.
(3) El asesinato del teniente coronel de inteligencia. Revista Qué Pasa, 17 de julio de 1980.
González, Ignacio: Nueva etapa del terror. Revista Hoy, 23 de julio de 1980. Fría confesión de
un condenado. Diario Las Ultimas Noticias, 14 de noviembre de 1987.
(4) Esa fuente calificada habría sido el propio general (R) Manuel Contreras Sepúlveda.
(5) El Departamento Cuarto de Operaciones Sicológicas de la CNI había tenido la misión de
filtrar información sobre el fraude del IVA con el propósito de perjudicar a Contreras.
(6) Figueroa, Gabriel: Los hombres del fraude. Revista Hoy, 30 de julio de 1980. Y del mismo
autor: En qué está el escándalo del IVA. Revista Hoy, 20 de agosto de 1980.
(7) El Mercurio, 26 de agosto de 1980.
(8) Moreno, Jaime: Cambios en la CNI. Revista Hoy, 30 de julio de 1980.
(9) En los días siguientes a su secuestro hubo casi una veintena de detenidos en ciudades de
las regiones VIII y IX.
(10) Rubilar murió el 2 de agosto, víctima de heridas de bala recibidas al intentar huir. Se le
sindica como integrante de las unidades miristas que asaltaron bancos. Más tarde se
sabría que fue uno de los miembros del comando que asesinó a Roger Vergara.
(11) La CNI informaría después que la detención de Arancibia permitió identificar las chapas
de varios integrantes de la unidad de combate que asesinó al jefe de Inteligencia del
Ejército.
(12) “Bigote” le decían sus amigos y compañeros de la escuela a Eduardo Jara.
(13) Fue plenamente identificada por Nancy Ascueta en el proceso que sustanció el ministro
Alberto Echavarría.
(14) Anteriormente esa repartición había sido conocida como Novena Judicial o Novena
Confidencial.
(15) Entre ellos José Opazo y Domingo Pinto, jefe y subjefe, respectivamente, de la BH; y los
funcionarios Erick Concha, Mario Escárate y Manuel Hernández, subalternos de los
anteriores. En 1985 Celso Quinteros, funcionario de Investigaciones radicado en Argentina,
entregó nuevos antecedentes a la Vicaría de la Solidaridad, que permitieron reabrir el
proceso, cerrado en abril de 1988 con condenas sólo para Opazo y Pinto.
(16) Banda criminal en acción. Revista Hoy, 6 de agosto de 1980. En busca de la verdad: revista
Qué Pasa, 7 de agosto de 1980. Los que actuaron al margen de la ley. Revista Qué Pasa, 14
de agosto de 1980. El caso de los secuestros recién comienza. Revista Qué Pasa, 21 de agosto
de 1980. Y: Magnet, Odette, y Délano, Manuel: El comienzo de la hebra. Revista Hoy, 23 de
agosto de 1980.
(17) En una entrevista posterior a la publicación de este capítulo, el general (R) Odlanier
Mena opinó que es claro que el Covema fue formado de una manera autónoma, a partir de
un grupo de funcionarios de la CNI. Ver: La voz de un general silencioso. Revista Qué Pasa, 28
de julio de 1988.
30
(1) La comisión se formó el 24 de septiembre de 1973 -fecha en que celebró su primera
sesión-, pero fue oficializada sólo el 25 de octubre de ese año, por el decreto supremo
1064.
(2) El texto completo se halla en: Antecedentes de la Constitución de 1980. Revista Chilena de
Derecho, volumen 8, números 1-6. Facultad de Derecho, Universidad Católica de Chile,
1981.
(3) Una completa y cercana descripción de estos hechos y las ideas que había tras ellos, en:
Carrasco Delgado, Sergio: Alessandri. Su pensamiento constitucional. Editorial Andrés Bello,
Santiago, enero de 1987 (primera edición).
(4) En su discurso ante la Enade 83, Alessandri dijo: “Reclamo para mí el honor de haber
obtenido que se pusiera término a las Actas Constitucionales, así como que se llegase a
redactar una nueva Carta Política”. El Mercurio, 10 de noviembre de 1983.
(5) Por cierto que tal extensión del secreto no estuvo nunca en la idea de Alessandri. De
hecho, en los últimos días de su trabajo en el Consejo, el ex Presidente se mostró
arrepentido de haberse impuesto tal norma. El Consejo sugirió, en su informe final, dar a
conocer el contenido de los debates, pero ello no sólo no ha ocurrido, sino que el propio
secretario del Consejo ha debido pedir aprobación presidencial para revelar unos
modestos trozos de algunas sesiones en un libro. Ver: Valdivieso A., Rafael: Crónica de un
rescate (Chile: 1973-1988). Editorial Andrés Bello, Santiago, mayo de 1988 (primera edición).
(6) Votos en favor del Preámbulo: Enrique Ortúzar, Carlos Cáceres, Juan de Dios Carmona,
Juan Antonio Coloma y Renato García.
(7) Votos en favor: Alessandri, Ramón Barros, Coloma, Pedro Ibáñez, Oscar Izurieta, Ortúzar
y Carmona. Votos en contra: Mercedes Ezquerra, Hernán Figueroa A., García, Vicente
Huerta, Héctor Humeres, Julio Philippi y Enrique Urrutia M.
(8) Un destacado especialista en la materia, Eduardo Soto Kloss, venía promoviendo la
incorporación de este precepto desde hacía ya varios años. El fue invitado por la Comisión
para los debates sobre el tema. Más detalles en: Soto Kloss, Eduardo: El recurso de
protección. Orígenes, doctrina y jurisprudencia. Editorial Jurídica, Santiago, 1982.
(9) Constitución Política de la República de Chile. Editorial Jurídica, Santiago, noviembre de
1981. Un estudio más detallado sobre la proliferación de leyes y disposiciones apuntadas a
la prensa a partir de la Constitución y las leyes actuales puede hallarse en: González P.,
Miguel, y Martínez R., Guillermo: Régimen jurídico de la prensa chilena 1810-1987. Centro de
Estudios de la Prensa, Facultad de Letras, Universidad Católica de Chile, Santiago, 1987.
Otra visión del tema, que busca situarlo en su contexto político, en: Munizaga, Giselle: El
discurso público de Pinochet, Clacso, Buenos Aires, 1983.
(10) Esta denominación, por cierto informal, fue tomada de un texto especializado: Carrasco
D., Sergio: Génesis y vigencia de los textos constitucionales chilenos. Editorial Jurídica,
Santiago, julio de 1983 (segunda edición).
(11) Los constitucionalistas hacen notar con frecuencia el desconocimiento de tan
importantes documentos. Ver: Pfeffer U., Emilio: Manual de derecho constitucional. Tomo I.
Ediar-Conosur, Santiago, diciembre de 1985 (primera edición).
(12) Carrasco D., Sergio: Alessandri... (op. cit.), pp. 147-202.
(13) Bulnes, Luz: Constitución Política de la República de Chile. Concordancias, anotaciones y
fuentes. Editorial Jurídica, Santiago, agosto de 1981 (segunda edición).
(14) Qué Pasa señaló los nombres del ministro y el subsecretario general de Gobierno, Sergio
Badiola y Jovino Novoa. Esta investigación no pudo corroborar esas asistencias. Otras,
mencionadas por algunas fuentes, fueron excluidas por no existir verificación suficiente,
Ver: O’Shea, Patricia: Transición: Una historia secreta. Revista Qué Pasa, 26 de marzo de
1987.
(15) La cuestión de la autonomía del Banco Central fue parte esencial en los debates del
equipo económico durante el 79 y 80, como puede apreciarse en el detallado relato sobre
las relaciones entre ese equipo y la cúpula militar de: Fontaine A., Arturo: Los economistas y
el Presidente Pinochet. Zig-Zag, Santiago, 1988. Un análisis crítico de los efectos de esta
innovación, así como de todo el texto constitucional, puede hallarse en: Nogueira,
Humberto: Manual del ciudadano. La constitución de 1980 comentada. Andante/Hoy, Santiago,
1988.
(16) Sobre los derechos políticos en la Constitución del 80, vale la pena consultar: Pérez
Tremps, Pablo, y otros: Constitución de 1980. Comentarios de juristas internacionales.
Ediciones Chile y América, Santiago, 1984.
(17) Versiones cercanas al Consejo de Estado afirman que Alessandri habría estado
dispuesto a no objetar los demás cambios a su proyecto si se hubiera modificado la
cuestión de la designación de los comandantes en jefe, que le parecía crucial. Sin
embargo, las versiones de la gente más cercana al propio Alessandri indican que había
numerosas objeciones de fondo que el ex Mandatario formulaba al nuevo texto.
(18) Vío Valdivieso, Rodolfo: Manual de la Constitución 1980. Ediciones Colchagua, Santiago,
1988.
31
(1) Valdivieso A., Rafael: Crónica de un rescate, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1988.
(2) Discurso del 19 de agosto. Archivo radiofónico de la Fundación Frei.
(3) El Mercurio, 27 de agosto de 1980.
(4) Sierra, Malú: Pablo Baraona. El camino hacia la democracia. Revista Hoy, 29 de octubre de
1980.
(5) Algunos firmantes: Edgardo Boeninger, Luis Bossay, Francisco Coloane, Jorge Edwards,
Emilio Filippi, Juan Gómez Millas, Alejandro Hales, Tucapel Jiménez, Joaquín Luco,
Adriana Matte Alessandri, Jorge Millas, Tomás Pablo, Máximo Pacheco, Ignacio Palma,
Igor Saavedra, Raúl Sáez, Manuel Sanhueza, Alejandro Silva Bascuñán, Hugo Zepeda.
(6) Conferencia Episcopal de Chile: Documentos del Episcopado. Chile 1974-1980. Ediciones
Mundo, Santiago, 1982.
(7) El documento de los masones puede hallarse en: Andrade G., Carlos: Génesis de las
constituciones de 1925 y 1980. Editorial Conosur, Santiago, 1988.
(8) Cable AFP, 26 de agosto de 1980, reproduciendo declaraciones ante una radio argentina.
(9) De los discursos de Jorge Millas y de Eduardo Frei existen versiones magnetofónicas.
Archivo radiofónico de la Fundación Frei.
(10) Floreal Recabarren, en Antofagasta, y Belisario Velasco, en Santiago.
(11) Ver: Hamuy, Eduardo: El plebiscito de 1980. Un problema de legitimidad. Informe especial
publicado por Cauce, 17 de diciembre de 1987.
(12) El Partido Por la Democracia difundió en 1988 un cuadro según el cual en Tocopilla votó
el 104,6 por ciento; en Chañaral el 110,8, en Linares y Cauquenes, el 104,2; en Huasco, el
102,0; en Choapa, el 101; en Valparaíso, el 100,1; en San Antonio, el 103,8; y en Malleco,
el 100,3. Para llegar a esas conclusiones, el PPD usó una proyección al 11 de septiembre
de 1980 del Censo Nacional de abril de 1982. Ver INE-Celade: Chile, proyecciones de
población por sexo y edad. Provincias 1980-2000. Fascículo F/CHI, 4 de abril de 1988.
(13) Poco después, Carmen Grez de Anrique fue nombrada ministra sin cartera, a la espera
de la creación oficial del Ministerio de la Familia. Sin embargo, nunca llegó a constituirse
como tal.
(14) “Si hubiera triunfado el No, habríamos vuelto a cuarteles”. Diario La Tercera, 13 de
septiembre de 1980. También: “Gobierno está abierto a recibir a opositores, pero sin
subordinarse”. Diario El Mercurio, 13 de septiembre de 1980.
(15) Set de 30 documentos del Grupo de los 24, entregados en la presentación ante el
Colegio Escrutador Nacional, 4 de octubre de 1980. Una descripción sintética y medular de
las objeciones de la oposición al plebiscito puede hallarse en: Centro de Estudios Políticos
Camilo Henríquez: Democracia y Constitución de 1980. Pehuén Editores, Santiago, 1987.
32
(1) Varas, Florencia: Exilio en Madrid. Fundación Cipie, Madrid, 1983.
(2) Amplios detalles sobre el proceso que condujo a esa nominación pueden hallarse en:
Zaldívar, Andrés: Por la democracia, ahora y siempre. Editorial Aconcagua/Andante,
Santiago, 1984. Zaldívar, Andrés: Una presidencia pere-grina. Editorial Galinost/Andante,
Santiago, 1988.
(3) Pinochet de la Barra, Oscar: El cardenal Silva Henríquez. Luchador por la justicia. Editorial
Salesiana, Santiago, 1987, pp. 214-215.
(4) González Camus, Ignacio: Diálogo con escollos. Revista Hoy, 30 de julio de 1980. Y: Mesa
de proyectos. Revista Hoy, 1º de octubre de 1980.
(5) Antecedentes abundantes sobre el tema —incluyendo las posiciones críticas— pueden
hallarse en: Baeza, Sergio (editor): Análisis de la previsión en Chile. Centro de Estudios
Públicos, Santiago 1986.
(6) Traslaviña, Hugo: La veta polémica. Revista Hoy, 3 de diciembre de 1980.
(7) Fueron tres transnacionales: la canadiense Noranda, interesada en Andacollo; la alemana
Metallgesellschaft, en El Toqui, y la japonesa Nippon Mining, en Cerro Colorado.
(8) González C., Ignacio: ¿Qué significa el nuevo gabinete?. Revista Hoy, 7 de enero de 1981.
(9) Los postulantes más nombrados para la Junta fueron: César Benavides, Washington
Carrasco, Agustín Toro Dávila, Nilo Floody, Rolando Garay y Sergio Covarrubias. Ver: Los
“candidatos” a la Junta de Gobierno. El Mercurio, 17 de agosto de 1980.
(10) Contra la usual falta de transparencia de la legislación en este régimen, el informe
técnico de esta ley fue publicado in extenso. Ver: Piñera, José: Legislación minera.
Fundamentos de la ley orgánica constitucional sobre concesiones mineras. Editorial Jurídica,
Santiago, marzo 1987 (segunda edición). En carta posterior, el ex ministro, contralmirante
Carlos Quiñones, estimó que la inversión no comenzó a volver con rapidez, como se
señala, y que siete años y medio después Andacollo y Cerro Colorado seguían
paralizadas. Los gestores de la nueva ley sostienen, en contrario, que se creó el estímulo
necesario no sólo para las nuevas inversiones, sino para el acceso al crédito. Pese a todo,
la materia es opinable y continúa creando polémica.
(11) Un importante documento promoviendo la actividad política de los alcaldes fue emitido
por Carol Urzúa poco después, bajo el título Las nuevas políticas del gobierno en el desarrollo
comunal y el rol de los alcaldes.
(12) Algunos medios de comunicación se alinearon también en el debate. La Tercera asumió
el carácter de tribuna principal de los “duros”, mientras el núcleo de los “blandos” se
organizó en torno a El Mercurio y la revista Qué Pasa. Ver: Movimiento para unir o desunir.
Revista Qué Pasa, 30 de julio de 1981.
(13) Qué Pasa en La Moneda. Revista Qué Pasa, 6 de enero de 1981.
(14) Los nombrados fueron: Israel Bórquez, José María Eyzaguirre y Enrique Correa, por la
Corte Suprema; Enrique Ortúzar y Eugenio Valenzuela Somarriva, por el Consejo de
Seguridad Nacional; José Vergara Vicuña, por el Presidente, y Julio Philippi, por la Junta.
Cabe notar que uno de ellos, Ortúzar, participó en la Comisión de Estudio y el Consejo de
Estado; otro, Philippi, estuvo también en el Consejo de Estado.
(15) Detalles sobre la celeridad de los trabajos en los últimos días, en: Moreno L., Jaime, y
Castillo, María Eliana: La casa de la transición. Revista Hoy, 4 de marzo de 1981.
Jankelevich, Sonia: La Moneda de ayer y de hoy. Revista Qué Pasa, 12 de marzo de 1981.
(16) Un análisis de estos fenómenos puede hallarse en: Arriagada, Genaro: La política militar
de Pinochet. Edición del autor, Santiago, 1985. Para una perspectiva del proceso ideológico
militar: Varas, Augusto: Los militares en el poder. Editorial Pehuén, Santiago, 1987. Para una
perspectiva histórica: Arriagada, Genaro: El pensamiento político de los militares. Cisec,
Santiago, 1980. Y: Varas, Augusto; Agüero, Felipe; y Bustamante, Fernando: Chile,
democracia, Fuerzas Armadas. Flacso, Santiago, 1980.
33
(1) El muerto en la calle Santa Cruz. Revista Hoy, 28 de enero de 1981.
(2) Los otros detenidos fueron Rodolfo Ismael Rodríguez Moraga, Miriam Ortega Silva, Víctor
Ortega Araya y Carmen Escobar González.
(3) Sobre el robo al Banco del Estado de Chuquicamata y las posteriores investigaciones
existe una gran variedad de antecedentes. Especial mención merece la recopilación de
recortes de prensa incluida en: El caso Calama. Versiones Periodísticas Nº 24, Centro
Nacional de Comunicación Social del Episcopado, Santiago, junio de 1981. Y: González,
Mónica: Una sórdida conspiración. Revista Cauce, 21 de agosto de 1984.
(4) Sierra, Malú: Por sobre toda sospecha. Revista Hoy, 5 de agosto de 1981.
(5) CNI: Combativa y combatida. Revista Qué Pasa, 2 de julio de 1981. La CNI bajo apremio.
Revista Hoy, 1º de julio de 1981.
(6) El consejo de guerra. Versiones Periodísticas Nº 26, Centro Nacional de Comunicación
Social del Episcopado. Santiago, octubre de 1981. Y: El Rebelde, Nº 245, noviembre de
1987.
(7) Diario El Mercurio, viernes 10 de julio de 1981.
(8) Asesinato por venganza. Revista Hoy, 15 de julio de 1981.
(9) Stanley, Gloria: La labor más conflictiva de la Vicaría sigue junto al Arzobispado. Revista Qué
Pasa, 13 de agosto de 1981.
(10) Sesnic, Rodolfo: Tucapel, la muerte de un líder. Editorial Bruguera, Santiago, 1986.
Además: Espectacular revelación en crimen de Tucapel Jiménez. Revista Cauce, 1º de octubre
de 1985.
(11) Revista Qué Pasa, 19 de noviembre de 1981.
(12) Los muertos fueron Pedro Yáñez Palacios, Julio Riffo Figueroa, René Bravo Aguilera,
Patricio Calfuquir Figueroa, Miguel Cabrera Fernández, Próspero Guzmán Soto y José
Monsalve Sandoval. Sobre la guerrilla de Neltume, Ver: Neltume: Una huella en la montaña.
El Combatiente, periódico oficial de la Comisión Militar del MIR, Números 1, 2 y3.
(13) Diario La Nación, Buenos Aires, 6 de septiembre de 1981.
34
(1) Un estudio extraordinariamente penetrante sobre la forma en que el modelo y sus
aparentes éxitos moldearon la ideología del régimen, especialmente en los años previos a
la crisis del 81, se encuentra en un trabajo de inusitado coraje intelectual: Vergara, Pilar:
Auge y caída del neoliberalismo en Chile. Flacso, Santiago, 1985.
(2) En 1980, el spot se cotizaba en Nueva York a 43,13 centavos de dólar la libra FOB. En
mayo de 1981 el precio era de 14,68 centavos de dólar. Ver: El caso CRAV. Revista Qué
Pasa, 18 de junio de 1981.
(3) El decreto ley 817, del 27 de diciembre de 1974, autorizó al Banco Central a dar
préstamos para los importadores de azúcar; CRAV recibió 180 millones de dólares. El
decreto ley 3001, del 28 de diciembre de 1979, derogó el anterior y estableció que la
deuda sería absorbida por el Estado. Ver: ¿Quién protege a Jorge Ross? Revista Cauce, 7 de
agosto de 1984.
(4) Una excelente investigación sobre estos negocios puede hallarse en: Délano, Manuel, y
Figueroa, Gabriel: Lo que hay detrás de CRAV. Revista Hoy, 8 de julio de 1981.
(5) El Comité lo formaron Patricio Aylwin, Clotario Blest, Carlos Briones, Orlando Cantuarias,
Fernando Castillo, Jaime Castillo, Eugenio Díaz, Jorge Donoso, Sergio Fernández A., José
Galiano, Manuel Antonio Garretón, Ricardo Hormazábal, Alberto Jerez, Tucapel Jiménez,
Enrique Krauss, Fabiola Letelier, Eduardo Long, María Maluenda, José Moreno, Santiago
Pereira, Aldo Ramaciotti, Tomás Reyes, Manuel Sanhueza, Eugenio Tironi, Radomiro
Tomic, Juvencio Valle y Ernesto Vogel.
(6) González Camus, Ignacio: La odisea de los desterrados. Revista Hoy, 19 de agosto de 1981.
(7) Una novedosa versión sobre este discurso se halla en: Fontaine, Arturo: Los economistas y
el Presidente Pinochet. Zig-Zag, Santiago, 1987, pp. 154-156.
(8) El análisis detallado de la reacción empresarial es importante, porque después esos
mismos dirigentes fueron los más duros críticos de la gestión de aquellos días. Para tales
efectos, conviene ver: Campero, Guillermo: Los gremios empresariales en el período 1970-
1983. ILET, Santiago, 1984.
(9) Economistas del equipo oficial dirían después que el ajuste fue difícil por la falta de
flexibilidad de la economía chilena, la que atribuían a dos factores: la indexación salarial y
los rumores sobre el ministro. Ver: Bardón, Alvaro; Carrasco, Camilo; y Vial, Alvaro: Una
década de cambios económicos. La experiencia chilena 1973-1983. Editorial Andrés Bello,
Santiago, 1985. pp. 64-71.
(10) Existe otra versión del desarrollo de este debate en el libro de Arturo Fontaine, pp. 152-
154.
(11) Los otros grupos fueron: Calaf (Banco de Talca); Sergio Manuel Contreras (Banco de
Talca y Banco de Fomento de Valparaíso); Gerardo Kunstmann (Banco de Fomento de
Valparaíso); y Carmi, Longhi y González (Finansur).
(12) Datos sobre la evolución de este grupo pueden hallarse en el ya clásico (y hasta hoy no
superado) trabajo sobre la concentración económica de Dahse, Fernando: Mapa de la
extrema riqueza. Editorial Aconcagua, Santiago, diciembre de 1979 (primera edición). Ver
también el detallado reportaje: Entretelones del grupo Sahli-Tassara. Revista Qué Pasa, 19 de
noviembre de 1981.
(13) En efecto, Danús se había pronunciado públicamente contra tales privatizaciones. Ver:
Correa, Raquel; Sierra, Malú; y Subercaseaux, Elizabeth: Los generales del régimen. Editorial
Aconcagua, Santiago, 1983.
(14) Las principales conclusiones del estudio, y los cuadros de proyecciones, han sido
analizados en un trabajo inédito, notablemente esclarecedor, del propio Rolf Lüders: Auge y
desaparición de los grandes conglomerados chilenos: 1975-1982. Diciembre de 1986.
35
(1) Vial, Elena: Tras la muerte de Frei. Revista Qué Pasa, 28 de enero de 1980.
(2) Frei, el hombre, el estadista, el político y su pensamiento. Edición especial de la revista Hoy, 27
de enero de 1982.
(3) Verdugo, Patricia: Los caminos sin Frei. Revista Hoy, 3 de febrero de 1982. Este es uno de
los primeros artículos sobre los efectos que tendría para el país la muerte de Frei.
(4) En el capítulo 33 se menciona otra “piedra en el zapato”, eliminada en 1981.
(5) Algunas versiones indican que el subsecretario general de Gobierno, Jobino Novoa, era
quien ejercía tuición directa sobre Galleguillos.
(6) Sobre el asesinato de Jiménez, ver: Signorelli, Aldo, y Tapia Wilson: ¿Quién mató a
Tucapel? Editorial Ariete, Santiago, marzo de 1986. También el artículo: Una investigación
frustrante. Revista Hoy, 22 de febrero de 1988. Con todo, el trabajo más notable en torno al
caso y uno de los escasos modelos de periodismo investigativo en Chile, es: Sesnic,
Rodolfo: Tucapel, la muerte de un líder. Editorial Bruguera, Santiago, 1986.
(7) Posteriores integrantes del Partido Socialista Histórico.
(8) Dirigidos por Aniceto Rodríguez.
(9) La investigación tal vez más acuciosa y documentada sobre el fenómeno del PS después
del golpe, y su trayectoria a lo largo de varias décadas, no ha sido publicada aún en
español. Pollack, Benny: Revolutionary Social Democracy: The Chilean Socialist Party, Frances
Pinter Publishers, London, 1987.
(10) Existen numerosos estudios y publicaciones sobre la evolución del socialismo bajo el
régimen militar. Ver, entre otros, los trabajos de Arrate, Jorge: La fuerza democrática de la
idea socialista. Ediciones Documentas/Ornitorrinco, Santiago, noviembre de 1985 (segunda
edición). Almeyda, Clodomiro: Reencuentro con mi vida. Ediciones del Ornitorrinco, Santiago,
1986. Benavente, Andrés: Convergencia socialista: Afirmaciones, contradicciones y
perspectivas. Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, Santiago, 1983. Altamirano,
Carlos: Ocho tesis sobre una estrategia socialista para Chile. Sin pie de imprenta, 1980.
(11) Ver Rojas, Carmen: Recuerdos de una mirista. Sin pie de imprenta.
(12) La revolución chilena, la dictadura fascista y la lucha por derribarla y crear una nueva
democracia. Informe al pleno de agosto de 1977 del Comité Central del Partido Comunista
de Chile, rendido por su secretario general, Luis Corvalán L.
(13) Sobre estrategias y tácticas del PC y su discusión interna, ver: Gómez, María Soledad:
El discurso de los partidos comunistas de América Latina y el Caribe en las publicaciones del
movimiento comunista internacional. Documento de Flacso, Santiago de Chile, mayo de
1986. Conferencia de prensa de Pedro Veas y Manuel Chacón. Sin pie de imprenta, diciembre
de 1979. Carta de Alejandro Rojas a Luis Corvalán, Toronto, 26 de febrero de 1982. Creciente
pugna interna en el Partido Comunista de Chile, cable de agencia United Press International, 9
de diciembre de 1986. Revista Principios Nº 29, octubre-diciembre de 1983. Rozas, Eliana:
El Partido Comunista: ¿Va o viene? Revista Qué Pasa, 28 de junio de 1984. Vial, Elena:
Partido Comunista, ¿vivito y coleando? Revista Qué Pasa, 27 de agosto de 1981.
36
(1) Versiones matizadas pero básicamente coincidentes de este plan hay en: Verdugo,
Patricia: Que sí que no que ojalá... Revista Hoy, 5 de mayo de 1982. Gabinete de emergencia
para la emergencia. Revista Qué Pasa, 22 de abril de 1982. O’Shea, Patricia: Los caminos de
salida. Revista Qué Pasa, 30 de diciembre de 1982.
(2) Algunas crónicas periodísticas de aquel tiempo registran la presunta existencia de un
Comité Económico integrado por Danús, De la Cuadra, Frez, Ramírez Migliassi y Sinclair.
Sin embargo, no todas las fuentes consultadas para esta investigación recuerdan tal cosa
y algunas presumen que puede confundirse con el Comité Económico que se dedicó a
estudiar las AFP.
(3) Carvallo, Mauricio: La marcha de las rebajas. Revista Hoy, 2 de junio de 1982.
(4) Fontaine sostiene que De la Cuadra fue informado el viernes anterior por el Presidente, en
una curiosa escena en la que éste anunció la devaluación mostrando una estampa de la
Virgen del Carmen; De la Cuadra habría replicado mostrando un crucifijo. Otras fuentes
afirman que el Presidente sugirió a De la Cuadra que revisara anticipadamente los efectos
de la devaluación, pero que no había confirmación cuando fue convocado. Ver: Fontaine,
Arturo: Los economistas y el Presidente Pinochet. Editorial Zig-Zag, Santiago, 1987, p. 160.
(5) Lavín, Joaquín: Miguel Kast, pasión de vivir. Editorial Zig-Zag, Santiago, septiembre de
1987 (quinta edición).
(6) Según ese calendario, en julio se cobraría un 60 por ciento de recargo en las patentes de
los vehículos, mientras que en agosto debía comenzar a pagarse el anticipo del 50 por
ciento del impuesto global complementario. En septiembre y noviembre correspondería la
cuota de las contribuciones de bienes raíces no agrícolas superiores a un millón y medio
de pesos.
(7) Las otras condiciones eran: los bancos que se acogieran a la venta de cartera vencida
debían comprometerse a recomprarla (en la práctica, pagarla) en el plazo de 10
semestres; para ese efecto, cada banco debía dar una rentabilidad anual de un seis por
ciento.
(8) Fontaine (op. cit) cuenta este episodio de otra forma: “Vial: ‘El Presidente me ha dicho que
me quede’. Va el ministro a ver al Presidente y le narra la escena. El Presidente: ‘No le he
dicho que se quede en el banco, sino que puede quedarse en Chile’”.
(9) Tres eran estas condiciones: 1) Las colocaciones relacionadas no podían exceder del
cinco por ciento de las colocaciones totales de una institución; 2) la tasa de créditos
relacionados debía ir disminuyendo hasta llegar a cero en 1984, y 3) no se debía prestar
dinero a las empresas en las que alguno de los directores del banco poseyera más de un
dos por ciento.
(10) Molina Benítez y Figueroa tuvieron razones diversas para retirarse. En todo caso, ambos
habían formado parte de la mayoría de cinco directores con que Vial había ganado la
presidencia en 1981. Los otros eran Carlos Cruzat, Francisco Soza Cousiño y Tomas
Müller. Para el desarrollo de la crisis, ver: ¿Qué pasó en el Banco de Chile? Revista Qué Pasa,
29 de julio de 1982.
(11) La historia de esta derrota fue notablemente narrada en una crónica que también
contiene los textos de los acuerdos. Sáenz, Orlando: Cómo pagó Vial al Banco de Chile.
Revista Hoy, 25 de agosto de 1982.
(12) Todavía existen pocos trabajos sobre la crisis de estos años. Como aproximaciones de
gran solvencia, se puede recurrir a Lüders, Rolf, e Ibáñez, Pedro: Hacia una moderna
economía de mercado, trabajo publicado en Chile 1973-1983: Enfoques para un decenio. Edición
especial de Política, revista del Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad de Chile,
Santiago, 1983. Desde otro enfoque: Arellano, José Pablo, y Cortázar, René: Del milagro a
la crisis: Algunas reflexiones sobre el momento económico. Colección Estudios, Nº 8, Cieplan,
Santiago julio de 1982.
(13) Una síntesis amena de este fenómeno en: De la Jara, María Eugenia: El riesgo del dólar
fijo. Revista Qué Pasa, 21 de febrero de 1980.
(14) Ver capítulo 9.
37
(1) Detalles de las comisiones en: Cómo y con quién trabaja Lüders. Revista Qué Pasa, 4 de
noviembre de 1982.
(2) La banda operaba entre el dos por ciento más alto y más bajo; se iniciaba con 66 pesos,
dos menos que el mercado; el reajuste seguiría el IPC interno menor a la inflación de
EE.UU. Duraría 120 días.
(3) El BHC proponía pagar 11,46 pesos por acción, contra cinco pesos del valor libre. Eso
daba una suma contante y sonante de dos mil 267 millones 992 mil 240 pesos.
(4) Lüders ha explicado su preferencia por esta opción en un trabajo notablemente didáctico.
Lüders, Rolf: La razón de ser de la intervención del 13 de enero. Revista Economía y Sociedad,
1985.
(5) La descripción directa del incidente en: Millas, Hernán: Los “civiles” de la plaza Artesanos.
Revista Hoy, 8 de diciembre de 1982. Los gurkhas reapare-cieron el 1º de mayo de 1983
en la misma plaza Venezuela, pero entonces fueron fotografiados y, poco después,
identificados ante la justicia. Una completa investigación en: Magnet, Odette: Operación
Laque. Revista Hoy, 11 de mayo de 1983.
(6) El proceso está claramente analizado en: Campero, Guillermo: Los gremios empresariales en
el período 1970-1983. ILET, Santiago, 1984.
(7) Cifras del Comité Pro Retorno de aquellos días señalaban que 37 mil 292 personas
habían salido del país por razones políticas.
(8) Eran: Gonzalo Prieto, Jorge Díaz, Neil Denton, Francisco Ibáñez Barceló, Julio Barriga,
Ernesto Bertelsen, León Dobry, Gonzalo Ruiz y Jaime Figueroa. El nombramiento de
Francisco Ibáñez Barceló descabezó el arbitraje sostenido en el Banco de Chile por su
hermano Miguel Ibáñez Barceló.
(9) El Proden fue iniciado por Samuel Astorga, Carlos Dupré, Engelberto Frías, Jorge
Lavandero, Marcial Mora, Joaquín Morales Abarzúa, Ramón Silva Ulloa, Julio
Subercaseaux y Raimundo Valenzuela.
(10) Firmaron el Manifiesto: Patricio Aylwin, Luis Bossay, Duberildo Jaque, Luis Fernando
Luengo, Enrique Silva Cimma, Ramón Silva Ulloa, Julio Stuardo, Julio Subercaseaux,
Gabriel Valdés, Hernán Vodanovic y Hugo Zepeda.
(11) El proceso en detalle puede hallarse en: Ponce M., Homero: Historia del Movimiento
Asociativo Laboral Chileno. Primer Tomo: Período 1838-1973. Edición del autor, Santiago,
1986.
38
(1) La bibliografía sobre efectos políticos y sociales de las protestas es aún muy escasa.
Como aproximación analítica, Ver: Garretón, Manuel Antonio: Reconstruir la política.
Editorial Andante, Santiago, 1987. El estudio más extenso y pormenorizado sigue siendo:
Huneeus, Carlos: La política de la apertura y sus implicancias para la inauguración de la
democracia en Chile. Revista de Ciencias Políticas, volumen VII, Nº 1, 1985. Instituto de
Ciencias Políticas de la Universidad Católica de Chile.
(2) El afianzamiento de la política de “rebelión popular” del PC ilumina en gran medida su
conducta en esta fase. Aunque los contenidos no remiten estrictamente a las protestas,
conviene ver: Varas, Augusto (compilador): El Partido Comunista en Chile. Cesoc/Flacso,
Santiago, mayo de 1988 (primera edición).
(3) La revista Qué Pasa publicó, un mes después de irse Jarpa del gabinete, una versión sobre
el plan. Según las fuentes de esta investigación, ella corresponde a una versión preliminar,
sin los detalles precisos de aplicación. Estos dieron origen a otro memorando. Es
virtualmente imposible determinar cuántas versiones del plan circularon entonces, pero los
puntos centrales son básicamente iguales. Ver: O’Shea, Patricia: El plan oculto. Revista
Qué Pasa, 14 de marzo de 1985. Para la génesis, revisar: Plan Jarpa: Barajando el naipe.
Revista Qué Pasa, 11 de agosto de 1983.
(4) Un amplio resumen fue publicado en: El programa económico del ministro Martin. Revista
Estrategia, 18 de julio de 1983.
(5) Traslaviña, Hugo: Trizaduras en el equipo, Revista Hoy, 27 de julio de 1983.
(6) El proceso por el que se llegó a este plan fue descrito en: Recuperación económica: análisis
y proposiciones, reproducido en El Mercurio, 3 de julio de 1983. Ver también: Gibson, Ana
María: “El plan Cerda”, Revista Qué Pasa, 27 de octubre de 1983.
(7) Una documentada versión sobre la renegociación apareció en dos artículos de la revista
Hoy. Traslaviña, Hugo: Lo que firmó Cáceres en Nueva York; y Arato, Luis: Y a esto se
comprometió, revista Hoy, 3 de agosto de 1983.
39
(1) El propio Passicot ha revelado que fue llamado el mismo día 10 por el general Sinclair.
Délano, Manuel: “Se está reactivando”, Revista Hoy, 7 de septiembre de 1983.
(2) Las zonas tenían mandos miltares separados: Centro, general Rolando Figueroa; Oriente,
general Enrique Valdés Araya; Occidente, general René Vidal; Norte, general Cristián
Ackernecht; y sur, general de brigada aérea Ramón Vega. Dos noches de terror, Revista
Hoy, 17 de agosto de 1983.
(3) Más datos de las opiniones sociales sobre el tema, en: Lagos, Ricardo: Democracia para
Chile. Pehuén Editores, Santiago, 1985.
(4) La Tercera, 3 de septiembre de 1983.
(5) El propio Arriagada ha reproducido las entrevistas de ese período en una recomendable
recopilación de artículos acerca del régimen. Ver: Arriagada, Genaro: 10 años: visión crítica,
Editorial Aconcagua, Santiago, 1983.
(6) O’Shea, Patricia: Y llegó el Once, Revista Qué Pasa, 15 de septiembre de 1983.
(7) En la formación oficial estuvieron: César Hidalgo, secretario general; Patricio Varas,
subsecretario general; Patricio Vildósola, subsecretario nacional; María Olga de la Cruz,
encargada femenina; Hernán Moreno, encargado juvenil; Oscar Olivares, encargado
artístico, y Willy Bascuñán, autor del himno.
(8) La primera comisión incluyó, fuera de Fernández, a Jaime Guzmán, Guillermo Elton,
Pablo Longueira, Javier Leturia y Luis Cordero.
(9) La existencia de este documento ha sido controversial para esta investigación. Algunos
testigos no la recuerdan, ni recuerdan que se haya discutido en la AD. Otros discuten su
contenido. Constancia periodística de ella puede hallarse en: Verdugo, Patricia: Entre las
“tomas” y el diálogo. Revista Hoy, 5 de octubre de 1983.
(10) Pinochet ha dado indicios de la gravedad de este hecho sólo recientemente. Rojas, Raúl:
“Nunca he tenido miedo a la muerte y he estado muchas veces cerca de ella”. Diario La Tercera,
10 de julio de 1988.
(11) Sierra, Malú: Mónica Madariaga cuenta su verdad. Revista Hoy, 4 de enero de 1984.
(12) Aravena, Mario: La inmolación de un padre. Revista Hoy, 16 de noviembre de 1983. Datos
biográficos de Acevedo, y del movimiento que suscitó su martirio, en: Vidal, Hernán: El
Movimiento Contra la Tortura Sebastián Acevedo. Institute for the Study of Ideologies and
Literature, Minneapolis, 1986.
(13) Verdugo, Patricia: En un peligroso pantano. Revista Hoy, 14 de diciembre de 1983.
40
(1) Las Ultimas Noticias, 7 de abril de 1984.
(2) No a la pena de muerte. Sin pie de imprenta, Santiago, marzo de 1987.
(3) Lucía Vergara tenía 31 años al morir. Era la esposa del mirista José Benado, quien luego
de ser detenido por la CNI salió ese mismo mes rumbo al exilio.
(4) Sobre la muerte de Villavela, Codepu: Los muertos en falsos enfrentamientos. Colección
Patricio Sobarzo, Tomo II, diciembre de 1985.
(5) El Mercurio, 9 de septiembre de 1983.
(6) Codepu: Janequeo y Fuenteovejuna. Colección Patricio Sobarzo, Tomo III, diciembre de
1985. Y: Revelaciones de un torturador. Boletín Entre amigos, Nº 2, 31 de diciembre de 1984.
(7) Ver capítulo 33.
(8) El Mercurio, 23 de enero de 1984.
(9) Las Ultimas Noticias, 4 de febrero de 1984.
(10) Cable de la agencia Associated Press, Roma, 14 de febrero de 1984.
(11) Sobre este caso, ver detalles en: Paulsen, Fernando; Jiles, Pamela, y Pozo, Felipe: 10
preguntas para un enigma. Revista Análisis, 28 de febrero de 1984. Jiles, Pamela: Habla
esposa de presunto “infiltrado”. Revista Análisis, 13 de marzo de 1984. Martínez, Antonio:
Los límites de la paciencia. Revista Hoy, 15 de febrero de 1984. Y, del mismo autor: La
indignación de la Santa Sede. Revista Hoy, 29 de febrero de 1984.
(12) El propio Arnello subrayaría públicamente el interés presidencial en estos puntos.
Stanley, Gloria. “La idea del plebiscito es absolutamente del Presi-dente”. Revista Qué Pasa, 15
de marzo de 1984.
(13) Los incidentes fueron narrados con detalles en: La otra versión. Revista Hoy, 7 de marzo
de 1984.
(14) Versiones con diversos matices pueden hallarse en O‘Shea, Patricia: Las salidas se
estrechan... (¿los caminos se cierran?). Revista Qué Pasa, 8 de marzo de 1984. Y: Rozas,
Eliana: Transición, yo te bautizo con el nombre de.,. Revista Qué Pasa, 29 de marzo de 1984.
(15) Algunos de estos hechos han sido narrados directamente por sus protagonistas en el
libro de: Politzer, Patricia: La ira de Pedro y los otros. Editorial Planeta, Santiago, 1988.
También hay abundantes testimonios personales sobre la situación en las poblaciones en:
Budnik, Miguel: Los marginados. Editorial Araucaria, Santiago, 1985 (El libro recoge una
serie de siete fascículos publicados por revista Hoy).
41
(1) Schumacher, Edward: Líder chileno resta importancia a sus adversarios y promete continuar
adelante. The New York Times, 8 de agosto de 1984.
(2) La más completa investigación sobre este caso se encuentra en: Verdugo, Patricia: André
de La Victoria. Editorial Aconcagua, Santiago, octubre de 1985.
(3) O’Shea, Patricia: El plan oculto. Revista Qué Pasa, 14 de marzo de 1985.
(4) Los encargados reos fueron Manuel Almeyda, Manuel Bustos, Fanny Pollarolo, Juan
Claudio Reyes, José Ruiz de Giorgio, Mario Sharpe, Enrique Silva Cimma y Gabriel
Valdés.
(5) Detalles particularmente reveladores de este caso en: O’Shea, Patricia: Tras el bombazo,
consternación. Revista Qué Pasa, 18 de octubre de 1984. Bronfman, Irene, y Scarpa, Roque
Tomás: Operación de madrugada. Revista Hoy, 15 de octubre de 1984.
(6) Martínez, Antonio: El crimen de Ovalle, Revista Hoy, 29 de octubre de 1984.
(7) El diario La Segunda publicó en esa ocasión la fotografía de un sujeto disparando con un
arma corta contra los manifestantes en la rotonda Quilín.
(8) Cavallo, Ascanio: Ni apertura ni nada. Revista Hoy, 5 de noviembre de 1984.
(9) Sobre Lo Curro, dos crónicas amplias fueron publicadas casi simultánea-mente:
González, Mónica: La mansión de Lo Curro. Revista Cauce, 17 de enero de 1984. Martínez,
Antonio: La casa de Lo Curro. Revista Hoy, 18 de enero de 1984. Sobre El Melocotón, Ver
Faúndez, Juan Jorge: La denuncia contra Pinochet. Revista Cauce, 15 de mayo de 1984. La
participación del coronel Castro. Revista Hoy, 8 de agosto de 1984. Y sobre Limache:
Faúndez, Juan Jorge: Limache: toda la verdad. Revista Cauce, de mayo de 1984.
(10) Los obispos eran Fernando Ariztía, Miguel Caviedes, Sergio Contreras, Francisco José
Cox, Alejandro Goic, Tomás González, Jorge Hourton, Alberto Jara, Alejandro Jiménez,
José Manuel Santos, Manuel Camilo Vial y Juan Luis Ysern, más el vicario de la
Solidaridad nombrado por Juan Francisco Fresno para suceder a Juan de Castro, el
sacerdote de origen español Ignacio Gutiérrez.
(11) Carta del arzobispo a la Iglesia de Santiago. Imprenta Salesianos, 18 de noviembre de
1984.
(12) Una amplia descripción de los métodos que aplicó la censura puede hallarse en: Millas,
Hernán: Los señores censores. Editorial Antártica, Santiago, 1985. Los medios clausurados
concentraron sus esfuerzos en publicaciones de circulación restringida, en los que también
pueden hallarse versiones sobre los hechos de esos días. Cauce emitió por breve tiempo el
boletín Entre amigos; Análisis editó Prensa libre, y Apsi dio vida a SIC, el informativo que
tendría vigencia más prolongada. Los equipos de esos medios colaboraron también en la
Carta a los periodistas, realizada por el Colegio de la Orden.
(13) Carta a los Católicos de Chile, 16 de noviembre de 1984.
(14) Una muy completa descripción del período, así como de los efectos de la censura, se
encuentra en una edición especial preparada por la revista Hoy bajo el título Sin estado de
sitio y sin censura, 20 de junio de 1985.
42
(1) Las definiciones sobre la “nueva etapa” fueron anticipadas en algunos discursos
presidenciales y por los voceros del nuevo gabinete en los primeros días de ejercicio. Ver:
Desafíos para el nuevo equipo. Revista Qué Pasa, 21 de febrero de 1987.
(2) Indicios de las críticas internas a este equipo pueden encontrarse en: O’Shea, Patricia:
Los hombres del Presidente. Revista Qué Pasa, 10 de enero de 1985.
(3) Ver el artículo Los siete meses y medio, en la edición especial que la revista Hoy publicó al
terminar el estado de sitio, bajo el título Sin estado de sitio y sin censura, 20 de junio de 1985.
(4) José Manuel, uno de nosotros. Revista Solidaridad, 28 de marzo de 1985.
(5) Insunza, Jaime: Su sacrificio no será en vano. Boletín Codepu, 22 de mayo de 1985.
(6) Aparición imprevista. Revista Hoy, 18 de marzo de 1985.
(7) Un detalle pormenorizado de las actividades iniciales del ministro Cánovas puede hallarse
en dos crónicas de Magnet, Odette: El caso de los secuestrados. Revista Hoy, 8 de abril de
1985. Y: Los hijos de la investigación. Revista Hoy, 15 de abril de 1985.
43
(1) Ver: Una salida político constitucional para Chile. Icheh, Santiago, diciembre de 1985.
(2) Andrés Allamand, Luis Bossay, Javier Díaz, Arturo Fontaine, Oscar Godoy, Jorge Molina,
Carmen Sáenz, Gastón Ureta y Gabriel Valdés.
(3) Grunefeld, Mariana: La difícil reconciliación. Revista Qué Pasa, 15 de agosto de 1985.
También: Cavallo, Ascanio: La Iglesia toma la iniciativa. Revista Hoy, 22 de julio de 1985.
(4) Sobre esta primera reunión y lo que le siguió: O’Shea, Patricia: Encuentro secreto: ¿una de
las dos patas? Revista Qué Pasa, 25 de julio de 1985. De la misma autora: Historia secreta del
Acuerdo Nacional. Revista Qué Pasa, 13 de marzo de 1986. Cavallo, Ascanio: Sólo los
extremos se excluyen. Revista Hoy, 2 de septiembre de 1985.
(5) Ver capítulo 44.
(6) Hasta la fecha, el más completo trabajo documental sobre estos intercambios es:
Avetikian, Tamara (editora): Acuerdo Nacional y Transición a la Democracia. Documento de
trabajo Nº 56, Centro de Estudios Públicos, enero de 1986.
44
(1) Antecedentes abundantes sobre la carrera de Cánovas, en: Martínez, Antonio: Un juez
para la Historia. Revista Hoy, 30 de diciembre de 1985.
(2) Sobre estos testimonios, provee abundante información: Monckeberg, María Olivia;
Camus, María Eugenia; y Jiles, Pamela: Crimen bajo estado de sitio. Editorial Emisión,
Santiago, agosto de 1986.
(3) Eran Guillermo Ossandon, José Contreras, Carlos Mellado, Ignacio Fonseca y Gabriel
Riveros.
(4) Jiles, Pamela: Describen a sus secuestradores y al recinto donde estuvieron. Revista Análisis, 9
de julio de 1985.
(5) Una revista dio por aquella época la versión de que Cánovas fue llamado a petición del
gobierno para conocer la tardanza de la investigación. Ver: Los líos de la competencia.
Revista Qué Pasa, 11 de julio de 1985. Sin embargo, por el contrario, todas las fuentes de
este trabajo indican que el llamado fue más bien hostil.
(6) El texto de este informe y de su réplica fueron revelados después: El informe secreto de la
CNI y la respuesta de Dicomcar. Revista Análisis, 3 de septiembre de 1985.
(7) Los inculpados. Periódico Fortín Mapocho, 5 de agosto de 1985.
(8) O’Shea, Patricia: “El choclo se desgrana”. Revista Qué Pasa, 8 de agosto de 1985.
(9) Resolución del ministro instructor José Cánovas Robles. 1º de agosto de 1985. Rol Nº118.
284.
(10) Cavallo, Ascanio: La caída de Mendoza. Revista Hoy, 5 de agosto de 1985.
(11) Gibson, Grace: ¿Los mismos de antes? Revista Qué Pasa, 19 de marzo de 1987. Para la
evolución posterior en Carabineros: Cavallo, Ascanio: Los silenciosos cambios, Revista Hoy,
1º de septiembre de 1985.
(12) Cánovas hizo notar lo extemporáneo de esta petición. Ver: Informe del ministro José
Cánovas a la Corte sobre Luis Fontaine, Julio Michea y Héctor Díaz. Diario La Segunda, 9 de
septiembre de 1985.
45
(1) Versiones múltiples hubo entonces sobre los reales propósitos de Matthei. Se dijo, por un
lado, que el jefe de la FACh quería promover reformas a la Constitución; por otro, que en
verdad quería buscar un acuerdo para impedir la nominación de Pinochet como candidato
al plebiscito; por fin, que en verdad buscaba los mismos objetivos que el resto del
gobierno. Ver: O’Shea, Patricia: Detrás de Casandra. Revista Qué Pasa, 19 de diciembre de
1985.
(2) Una versión sobre las proposiciones anteriores a esta reunión, en: Cavallo, Ascanio: Las
cartas de Mr. Barnes. Revista Hoy, 11 de noviembre de 1985.
(3) Existe un notable trabajo periodístico publicado sobre el extenso proceso a los militares
argentinos: Passos, José Meirelles: A noite dos generais. Editorial Brasiliense, Sao Paulo,
1986.
(4) El breve pero significativo discurso de Holzeimer puede hallarse en: Lo que dijo el
embajador. Revista Hoy, 18 de noviembre de 1985.
46
(1) Grunefeld, Mariana: Hello, Mr. K. revista Qué Pasa, 16 de enero de 1986.
(2) Cavallo, Ascanio: La irrupción de Kennedy. Revista Hoy, 20 de enero de 1986.
(3) Una medida de los sentimientos oficiales hacia Barnes puede hallarse en: O’Shea,
Patricia; Gunckel, Soledad; y Rojas, Marcela: Mr. Barnes, el embajador. Revista Qué Pasa, 23
de enero de 1986.
(4) El texto completo de la Demanda de Chile fue publicado como separata en la revista Hoy,
5 de mayo de 1986.
(5) Un detallado trabajo sobre la estrategia del PC chileno y su significado en el concierto
mundial, visto desde una perspectiva norteamericana, puede encontrarse en: Payne,
Douglas, e Ybarra-Rojas, Antonio: Crisis en Chile: scenarios and gameplans. Strategic Review,
Washington, verano de 1986.
(6) El secuestro está detalladamente narrado en: Politzer, Patricia: La ira de Pedro y los otros.
Editorial Planeta, Santiago, 1988.
(7) A cargo de la operación estuvieron los diputados democratacristianos Luis Pareto y Carlos
Dupré.
(8) Un relato de los hechos, basado en la prensa y en el proceso, en: Verdugo, Patricia:
Quemados vivos. Editorial Aconcagua, Santiago, septiembre de 1986. La autora sufrió un
requerimiento de la justicia militar por sus dichos.
(9) Las encuestas de opinión de ese año reflejaron tendencias y sentimientos contradictorios
con los que políticos y dirigentes suponían respecto de las acciones del período. Un
valioso trabajo sobre esta materia: Huneeus, Carlos: Los chilenos y la política. CERC/Icheh,
Santiago, 1987.
47
(1) Sobre el atentado, ver: El Rodriguista, órgano oficial del Frente Patriótico Manuel
Rodríguez, Nº20, septiembre de 1987. O’Shea, Patricia: Cuando un atentado cambió el país.
Revista Qué Pasa, 11 de septiembre de 1986, Carvajal, Víctor: El encapuchado gritó.,. Diario
La Segunda, 9 de septiembre de 1986. Y: La diligencia del siglo. Revista de Investigaciones.
(2) Inicialmente, el FPMR negó la participación de Bunster en la organización del atentado
contra Pinochet.
(3) Uno de los desertores aseguró haber formado parte de una de las dos UFA del
Regimiento Buin. Cada una estaba integrada por cuarenta hombres al mando de un
capitán y conformada por cuatro tiradores escogidos, cuatro hombres armados con
escopetas Riot y todos provistos de granadas antisubversivas, rellenas de balines de
caucho.
(4) Sobre los arsenales, ver: Frustrado Plan Septiembre. Diario Las Ultimas Noticias, 24 de
agosto de 1986. Las conexiones del terrorismo en Chile. El Mercurio, 27 de noviembre de
1986. Durruty, Ana Victoria y Gibson, Grace: Vivir una leyenda. Revista Qué Pasa, 4 de
septiembre de 1986. Vergara, Pilar: Este es “Pedro”.,. Diario La Segunda, 29 de agosto de
1986. También; La historia de una sorpresa. Diario El Mercurio, 24 de agosto de 1986. Arthur,
Blanca: El poder de las armas. Diario El Mercurio, 31 de agosto de 1986.
(5) Numerosos cables de agencias internacionales y publicaciones en medios periodísticos
de Perú, Bolivia y Argentina dieron cuenta de estos hechos.
(6) Más tarde hubo testimonios de las costumbres de los hombres del FPMR. Bebían sólo
jugos, escuchaban música de Vangelis, Tomita y Michel Jarré, leían bastante. Incluso uno
de ellos comenzó a pololear con la hija de una connotada vecina del lugar.
(7) Ver testimonios de los 21 detenidos en el caso arsenales, donde hacen un pormenorizado
relato de las torturas a que habrían sido sometidos. También: Comisión Chilena de
Derechos Humanos: Informe mensual Nº 57, septiembre de 1986. Y: Nieto, Miguel Angel:
Torturas en Chile. Diario Brecha, Montevideo, 19 de septiembre de 1986.
(8) Collyer, Patricia, y Luque, María José: Asesinato de un periodista. Editorial Emisión,
Santiago, 1987.
(9) La visión de algunos analistas progobiernistas acerca de los sucesos relatados en este
capítulo puede hallarse extensamente en: Domic Juraj: Política Militar del Partido Comunista
de Chile. Talleres Gráficos del Instituto Geográfico Militar, Santiago, agosto de 1988. Y:
Benavente, Andrés: El triángulo del terror. Edición de la Oficina del Procurador General,
Santiago, mayo de 1988. También: Varas Lonfat, Pedro: Chile: objetivo del terrorismo.
Talleres Gráficos del Instituto Geográfico Militar, Santiago, septiembre de 1988.
48
(1) Datos biográficos de Tucci, de otros integrantes del séquito papal y detalles sobre otros
numerosos aspectos del sistema vaticano pueden hallarse en la muy completa carpeta que
elaboró para uso de la prensa la comisión de comunicaciones de la Comisión Nacional
Visita Santo Padre, caratulada Visita de S. S. Juan Pablo II a Chile, 1987.
(2) Rasgos y hechos de otras giras papales pueden encontrarse en una sintética biografía de
Karol Wojtyla editada poco antes de su llegada a Chile: Naranjo, Alfonso: S. S. Juan Pablo II,
el Papa de todos. Editorial La Noria, Santiago, marzo de 1987.
(3) Ferrer, María Cristina; y García, Luisa: Visita Juan Pablo II: Empresa humana y divina.
Revista Qué Pasa, 14 de agosto de 1986.
(4) Una completa versión sobre la polémica que originó este punto, incluyendo la protesta de
la Iglesia y la visión de Dinacos, en: Viteri, María Antonieta: El director de Dinacos no se
siente aludido por la denuncia de tergiversación del lema del Papa. La Epoca, 19 de marzo de
1987.
49
(1) La pregunta que motivó esta afirmación fue realizada por un periodista de El Mercurio y
recogida por todas las agencias internacionales, pero ni ese periódico ni muchos otros
medios chilenos la publicaron: La más importante excepción a esta norma de silencio se
encuentra en: El Papa calificó al gobierno de Pinochet de ser “una dictadura”. Diario La Epoca,
1º de abril de 1987.
(2) Los textos de los discursos del Papa, y de los dignatarios de la Iglesia que lo recibieron,
en: “El amor es más fuerte”. Mensajes de Juan Pablo II al pueblo de Chile. Comisión Nacional
Visita Santo Padre, Santiago, 1987. Los textos del gobierno, en: Juan Pablo II en Chile.
Fundación Nacional de la Cultura, Santiago, noviembre de 1987.
(3) El gobierno prepara un acto masivo frente a La Moneda. Diario La Epoca, 1º de abril de 1987.
(4) De ellos, quien más variaciones introdujo al discurso aprobado fue Luisa Riveros, que
explicó más tarde que agregó “pedacitos” sobre la situación de miseria que le parecieron
indispensables. Ver: Camus, María Eugenia: Luisa Riveros: “Pertenezco al partido de Cristo”.
Revista Análisis, 4 de mayo de 1987. En todo caso, los tres pobladores sufrieron después
amenazas y agresiones, a veces por funcionarios oficiales, a veces por comandos
anónimos.
(5) El obispo Cox escribió un extenso y notable análisis sobre estos hechos y el conjunto de
la visita del Papa. Ver: Cox, Francisco José: Visita de Juan Pablo II: Gracia y desafío. Revista
Servicios, Números 124 y 125.
(6) La Secretaría General de Gobierno entregó, días después, fotografías tomadas por
agentes de seguridad, con las cuales se inculpó a dos jóvenes a través de las páginas de
El Mercurio. Ambos consiguieron probar su inocencia y fueron liberados. El diario enfrentó
una querella en la que fue declarado culpable, pese a sus esfuerzos por demostrar que la
información le fue proporcionada desde La Moneda.
(7) Asistieron: René Abeliuk (PSD), Andrés Allamand (RN), Víctor Barrueto (MAPU), Eduardo
Cerda (Alianza Democrática), Germán Correa (PS Almeyda), Federico Errázuriz (PL),
Carlos González (PR), Juan Gutiérrez (PS Histórico), Armando Jaramillo (Republicano),
Luis Maira (IC), Luis Minchel (Padena), Jorge Molina (PS Núñez), Sergio Molina (Acuerdo
Nacional), Patricio Phillips (PN), Cristián Reitze (PH), Ricardo Rivadeneira (RN), José
Sanfuentes (PC), Ramón Silva Ulloa (Usopo) y Gabriel Valdés (PDC).
50
(1) Debido a que involucra aspectos cuya revelación no está autorizada, el tema de la
mediación y de su parte final no es abordado en este trabajo. Una síntesis de los
antecedentes puede hallarse en: Vío V., Fabio: La mediación del Papa. Editorial Aconcagua,
Santiago, 1984.
(2) Araya, Rodrigo: Emocionante fue el encuentro en el confín del mundo. Diario La Epoca, 5 de
abril de 1987.
(3) Los textos completos de los discursos del Papa en: “El amor es más fuerte”, Mensajes de
Juan Pablo II al pueblo de Chile. Comisión Nacional Visita Santo Padre, Santiago, 1987.
51
(1) Pinochet ajusta su gabinete. La Epoca, 24 de abril de 1987.
(2) Robledo, Marcos: Decano saltó del avión antes de estrellarse. La Epoca, 22 de marzo de 1987.
(3) Una cronología útil sobre el empleo de esta idea por altos funcionarios de entonces puede
hallarse en: La campaña de Pinochet. Revista Análisis, 1º de junio de 1987.
(4) Detalles sobre la polémica fueron revelados en: González, Cornelio: Diferencias en los
enfoques económico y educacional enfrentaron a Gaete y Büchi. La Epoca, 28 de junio de 1987.
(5) Ver: Siete leyes para 1987. Revista Economía y Sociedad, enero-febrero de 1987. Los cuerpos
propuestos abordaron los siguientes aspectos: televisión privada; solución al problema de
las indemnizaciones por años de servicio; régimen de empresas estatales; reforma del
impuesto a la renta; universidades privadas; libertad cambiaria regulada; y mejoramiento
de las funciones y el diseño del Estado.
(6) La metáfora llegó muy pronto a los medios de comunicación. Ver: O’Shea, Patricia: El
ajuste ministerial. Revista Qué Pasa, 23 de abril de 1987.
(7) Otro golpe de timón. Revista Economía y Sociedad, abril de 1987. La figura del “golpe de
timón” había sido ya empleada por Piñera durante el lanzamiento de las
“modernizaciones”, por lo que tenía una especial resonancia en el gobierno. Este artículo
es uno de los más relevantes de su momento, y contiene observaciones particularmente
agudas sobre lo que ocurrió después. Hacia el final, adelantaba: “Es evidente que la
batalla por la sucesión presidencial la ganará el primero (gobierno u oposición) que
reconozca que requiere refuerzos y que haga lo posible por ganarlos a tiempo. ¿Abrazará
primero la oposición el sistema de economía social de mercado o el régimen la definición
por la sociedad integralmente libre? ¿Para quién traerá 1988 un Waterloo?”.
(8) Doce muertos en acciones contra presuntos miembros del FPMR. La Epoca, 17 de julio de 1987.
También: Avignolo, María Laura: Le scénario sanglant de l’ “Operatión Albanie”. Diario
Libération, 25 de junio de 1987.
(9) O’Shea, Patricia: El regreso de Fernández. Revista Qué Pasa, 16 de julio de 1987. También:
Mosciatti, Nibaldo Fabrizio: El retorno del brujo. Revista Apsi, 13 de junio de 1987.
(10) Para una versión completa de este proceso: Auge y caída de Federici. La Epoca Semanal
(edición especial), 1º de noviembre de 1987.
52
(1) Fallo del Tribunal Constitucional que declara inconstitucionales las organizaciones o movimientos
políticos autodenominados Movimiento Democrático Popular (MDP) y Partido Socialista de Chile.
Rol 21, 31 de enero de 1985.
(2) Diario Oficial, 3 de octubre de 1985.
(3) Diario Oficial, 15 de noviembre de 1985.
(4) El texto íntegro fue publicado en una separata por la revista Hoy. Ver: Plan político de los
alcaldes o cómo ganar el plebiscito. Hoy, octubre de 1987.
(5) Oficio reservado Nº 6583/181, del 20 de agosto de 1986.
(6) Fallo del Tribunal Constitucional sobre la ley orgánica constitucional sobre sistemas de
inscripciones electorales y Servicio Electoral. Rol 38, 8 de septiembre de 1989. La sentencia
fue unánime; la redactó el ministro Eduardo Urzúa Merino.
(7) Diario Oficial, 1º de octubre de 1986.
(8) Oficio reservado Nº 6583/24, del 16 de enero de 1987.
(9) Fallo del Tribunal Constitucional sobre la ley orgánica constitucional de los partidos políticos.
Rol 43, 24 de febrero de 1987.
(10) El conjunto de leyes y fallos puede hallarse en: Verdugo M.: Manual de leyes políticas.
Ediar/ConoSur. Una descripción de los efectos que emanaron de estos textos, en:
Nogueira, Humberto: Manual del ciudadano. Derechos y deberes electorales. Andante/Hoy,
Santiago, marzo de 1988.
(11) Fallo del Tribunal Constitucional sobre la ley orgánica constitucional sobre votaciones populares
y escrutinios. Rol 53, 5 de abril de 1988.
(12) El procurador recopiló todos los textos sobre el proceso. Rodríguez Q., Ambrosio: Una
cuestión de principios. Ministerio del Interior, Santiago, 1988. El texto completo del fallo fue
también publicado como separata en La Epoca, el 23 de diciembre de 1987.
(13) Diario Oficial, 14 de julio de 1988.
(14) Este vacío había sido señalado con cierta alarma por los expertos constitucionales,
porque abría la posibilidad de que la reunión jamás fuera revelada. Ver: Silva Bascuñán,
Alejandro: Incongruencias en torno al llamado plebisci-tario. La Epoca, 19 de marzo de 1988.
Una descripción más completa sobre las complejidades del proceso, en: Cea Egaña, José
Luis: Marco jurídico-político del plebiscito de 1988. Revista de Ciencia Política, Vol. IX, Nº
2/1987-Vol, X, Nº 1/1988. Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica.
(15) Uno de los más elocuentes trabajos sobre la trascendencia del Tribunal se encuentra en:
Cea Egaña, José Luis: Influencia del Tribunal Constitucional en el proceso de
institucionalización política. Conferencia. Versión taquigráfica. Desde el punto de vista
político, una conclusión semejante sobre el inequívoco camino a la democracia en:
Allamand, Andrés: Chile: The end of the authoritarian regime. Conferencia en la reunión de
PDU-IDU, Honolulu, mayo de 1988.
53
(1) Hay descripciones extensas sobre lo que ocurrió esa mañana en los locales en las
ediciones de los diarios La Epoca, El Mercurio y Las Ultimas Noticias del 6 de octubre de
1988.
(2) Ver: Las 24 horas del plebiscito. Edición especial de revista Qué Pasa, 7 de octubre de 1988.
(3) Análisis actualizados para el plebiscito pueden encontrarse en dos libros con inspiración
semejante: Santibáñez, Abraham: Manual del ciudadano. Los partidos políticos chilenos.
Andante/Hoy, Santiago, agosto de 1988. Y: Friedmann, Reinhard: La política chilena de la A
la Z. Melquíades, Santiago, agosto de 1988.
(4) La historia de la franja del No se encuentra en: La campaña del No vista por sus creadores.
Melquíades, Santiago, 1989.
(5) La versión publicada originalmente del episodio referido a la franja televisiva del Sí en
varios aspectos es distinta. Los autores conocieron más antecedentes que permitieron
precisar los hechos.
(6) El temor de un fraude invadió todo el clima de la campaña en los meses previos.
Conviene revisar: Garretón, Manuel Antonio: El plebiscito de 1988 y la transición a la
democracia. Cuadernos de difusión de Flacso, mayo de 1988. Americas Watch: Human
rights & the plebiscite. Americas Watch Report, Washington, agosto de 1988. Un curioso
ensayo literario llega a imaginar un gobierno surgido de la resistencia al fraude: Calderón,
Carlos: Chile puede más. Mil medios. Cepla, Santiago, 1988.
(7) Herreros, Francisco: El día en que Chile votó por la democracia. Revista Cauce, 10 de octubre
de 1988.
(8) Amplios detalles sobre el trabajo televisivo en: Mouat, Francisco: El día 5, minuto a minuto.
Revista Apsi, 10 de octubre de 1988.
(9) Constable, Pamela: Chile factions united safeguard voting. Diario The Boston Globe, 13 de
octubre de 1988.
(10) Una versión distinta sobre esta proposición, en: O’Shea, Patricia: La noche más larga.
Revista Qué Pasa 13 de octubre de 1988.
(11) Cardemil admitió después en un programa radial involuntariamente su intención de
entregar cómputos nuevos a esa hora. Ver: Dinacos generó polémica sobre conducta de
Cardemil en la noche del 5 de octubre. La Epoca, 14 de noviembre de 1988.
(12) Existe una versión según la cual no se trataba de un texto jurídico, sino de un acta de
compromiso. Otras fuentes señalaron que los comandantes querían retirar un texto ya
firmado. Qué Pasa también ha preferido la versión del decreto, procedente de un testigo de
la reunión. O’Shea, Patricia: Al filo de la navaja. Revista Qué Pasa, 20 de octubre de 1988.
Ver también el Panorama Nacional del informe de JYS Consultores Políticos. 1° de
noviembre de 1988.
(13) Un análisis del plebiscito y los elementos que lo antecedieron y sucedieron en:
Santibáñez Abraham: El plebiscito de Pinochet (cazado) en su propia trampa. Atena, Santiago,
1988. La literatura previa al plebiscito es copiosa y en muchos casos aporta involuntarias
luces sobre lo que pasó. Son recomendables: Larraín, Hernán: Ideología y democracia en
Chile. Andante, Santiago, 1988. Varas, Florencia; y González, Mónica: Chile entre el Sí y el
No. La Epoca, Melquiades, Santiago, 1988. Pérez de Arce, Hermógenes: Sí o No. Zig-Zag,
Santiago, 1988.

EL PLAN DE JARPA
COMISIÓN NACIONAL VISITA
MIEMBROS
Obispo Sergio Contreras
COMISION LITURGIA
Cristián Precht
COMISION PUBLICIDAD
Alfonso Luco

EL GABINETE DE LA PROYECCIÓN
Interior: Sergio Fernández.
Relaciones Exteriores: Ricardo García.
Defensa: Vicealmirante (R) Patricio Carvajal.
Economía: Brigadier general Manuel Concha.
Hacienda: Hernán Büchi.
Educación: Juan Antonio Guzmán.
Justicia: Hugo Rosende.
Obras Públicas: Brigadier general Bruno Siebert.
Agricultura: Jorge Prado.
Bienes Nacionales: General de Carabineros Jorge Veloso.
Trabajo: Alfonso Márquez de la Plata.
Salud: Juan Giaconi.
Minería: Samuel Lira.
Vivienda: Miguel Angel Poduje.
Transportes: General de brigada aérea Jorge Massa.
Secretaría General de Gobierno: Orlando Poblete.
Odeplan: Sergio Melnick.
Secretaría General de la Presidencia: Brigadier general Sergio Valenzuela.

CONDICIONES Y RESULTADOS
• Fecha: 5 de octubre de 1988.
• Registros electorales: Funcionando.
• Control del proceso: Ministerio del Interior, Comando del No, Comando del Sí y Comité de
Elecciones Libres.
• Universo: Todos los mayores de 18 años.
• Control del voto: Marca de tinta indeleble en dedo pulgar.
• Mesas: Constituidas por cinco personas más los apoderados de partidos por el Sí y el No.
• Texto del voto: “Plebiscito Presidente de la República. Augusto Pinochet Ugarte. Sí-No”.
• Vigencia: Obligación de votar para los inscritos en los registros electorales.
• Facilidades: Todas las actividades públicas y privadas son suspendidas.
• Prensa: 15 minutos gratuitos para el Sí y el No en la TV el mes previo al plebiscito. Para
los demás medios no rigen sino las normas generales sobre publicidad.
• Estados de excepción: Suspendidos un mes antes del plebiscito.
ESCRUTADOS 7.236.241 100,00%
Sl 3.111.875 43,00%
NO 3.959.495 54,70%
NULOS 1,30%
BLANCOS 0,90%
ÍNDICE ONOMÁSTICO

A
Abarca, Aníbal: 240
Abarca Lara, Ramón: 606
Abarca Maggi, Lizardo: 26
Abaroa Hidalgo, Eduardo: 237
Abeliuk Manasevich, René: 449, 516, 517, 521, 524, 679, 695
Aburto Ochoa, Marcos: 390, 626, 633, 681
Accogli, Luigi: 154
Aceituno, Pedro: 510
Acevedo, Nano: 207
Acevedo Becerra, Sebastián: 475
Acevedo Sáez, Galo Fernando: 475
Acevedo Sáez, María Candelaria: 475
Ackernecht San Martín, Christian: 26, 690
Acuña, Roberto: 282
Acuña Kairath, Manuel: 232, 233, 234, 250
Acuña McLean, Gastón: 42, 327, 447, 682
Adriazola, Oscar: 176, 238
Agosti, Orlando: 290, 293
Aguayo Franco, Jorge: 467
Agüero, Felipe: 686
Aguilera Suazo, José: 478, 580
Aguiló Martínez, Hernán: 68, 340, 568, 569
Aguiló Melo, Sergio: 398, 524
Aguirre Flores, Francisco: 348
Aguirre Ode, Gonzalo: 302
Aitken Corral, Oscar: 358
Alamos Montero, Rodrigo: 382
Alcaíno Barros, Alfredo: 197
Alegría Valdés, Juan: 533
Alessandri Cohn, Arturo: 411
Alessandri Palma, Arturo: 352
Alessandri Rodríguez, Jorge: 30, 131, 195, 210, 211, 216, 259, 351, 352, 353, 354, 355, 356,
357, 358, 359, 361, 362, 363, 364, 366, 367, 373, 375, 435, 459, 463, 475, 651, 677, 683,
684
Alessandri Valdés, Gustavo: 42, 213, 273, 524, 560
Allamand Zavala, Andrés: 485, 489, 490, 516, 518, 521, 524, 525, 561, 631, 650, 655, 658,
659, 660, 663, 692, 695, 696
Allana Ghulam, Alí: 209, 299
Allende Bussi, Beatriz: 67
Allende Gossens, Laura: 24, 64, 72, 74, 121
Allende Gossens, Salvador: 24, 28, 30, 34, 35, 36, 37, 38, 40, 67, 77, 78, 89, 92, 93, 98, 101,
108, 117, 127, 138, 139, 141, 200, 202, 286, 371, 385, 390, 422, 444, 516, 576, 668
Allende Llona, Isabel: 201
Allende Urrutia, Andrés: 440, 441
Alliende Donoso, Fernando: 680
Alliende Luco, Joaquín: 580, 581
Almeyda Medina, Clodomiro: 51, 392, 420, 467, 496, 629, 633, 667, 688
Almeyda Medina, Manuel: 392, 691
Alsina Hurtós, Joan: 53, 115
Altamirano Orrego, Carlos: 50, 53, 126, 395, 420, 421, 688
Alvarado Constenla, Luis: 523
Alvarez Aguila, Gustavo: 38, 87, 669
Alvarez Baltierra, Luis: 668, 669, 673, 677
Alvarez Santibáñez, Federico: 535
Alvear Urrutia, Enrique: 154, 155, 161, 301, 672
Alzamora Véjares, Cecilia: 346, 348
Amunátegui Pra, Gregorio: 42, 213, 273, 560
Ancavil Hernández, Galvarino: 418, 419
Ancelovici, Gastón: 674
Andrade Geywitz, Carlos: 685
André, Carl: 200
Andreoli Bravo, María Angélica: 72
Anfruns Papi, Rodrigo: 336, 337, 338, 339, 682
Anfruns Stange, Jaime: 339
Angelotti Cádiz, Sergio: 26
Ante, Jorge: 668
Antúnez Zañartu, Nemesio: 198
Apela, Pablo Osvaldo: 290
Aramburu, Juan Carlos: 284
Arancibia Clavel, Lautaro Enrique: 282, 679
Arancibia Ortiz, Eduardo: 346, 683
Araneda Bravo, Fidel: 680
Araneda Dörr, Hugo: 35, 36, 219
Araneda Miranda, Carlos: 478, 479
Aránguiz Donoso, Horacio: 474, 475, 506, 507
Aránguiz Thompson, Waldo: 300
Aravena, Mario: 690
Araya, Carlos: 40
Araya, Rodrigo: 695
Araya Castillo, Alfonso: 145
Araya Flores, Mónica: 512
Araya Peters, Arturo: 141
Araya Zuleta, Bernardo: 143, 144
Arellano Iturriaga, Sergio: 665, 668, 671, 675
Arellano Marín, José Pablo: 689
Arellano Stark, Sergio: 38, 65, 66, 87, 92, 126, 127, 128, 129, 133, 139, 157, 158, 240, 241,
665, 666
Arias Navarro, Carlos: 129
Ariztía Matte, Juan: 79
Ariztía Ruiz, Fernando: 116, 118, 148, 154, 177, 692
Armendáriz Azcárate, José Miguel: 499
Arnello Romo, Mario: 99, 221, 482, 691
Arrate Mac Niven, Jorge: 688
Arratia Reyes, Leandro: 390
Arriagada Escalante, Ramón: 512, 530
Arriagada Herrera, Genaro: 367, 377, 457, 470, 639, 642, 644, 648, 649, 652, 653, 654, 657,
658, 661, 664, 673, 678, 686, 690
Arrocet, Edmundo “Bigote”: 41
Arroyo Pinochet, Patricio: 392
Arthur, Willie: 446
Arthur Aránguiz, Gloria: 366
Arthur Errázuriz, Blanca: 679, 681, 682, 694
Ascencio Subiabre, José: 144
Ascueta Quezada, Nancy: 346, 683
Ashton Ugalde, Carlos: 97, 648
Assad Gilberto, Julio: 118
Astete Alvarez, Ignacio: 191, 219, 262
Astorga Jorquera, Samuel: 689
Astudillo Alvarez, Enrique: 302
Astudillo Rojas, Omar: 302
Astudillo Rojas, Ramón: 302
Atala Barcudi, Jacobo: 266
Atencio Cortez, Vicente: 145
Avalos Norambuena, Andino: 444
Avello Concha, Eduardo: 134
Avendaño Sánchez, Alejandro: 510
Avetikian Bosaans, Tamara: 692
Avignolo, María Laura: 696
Awad Mehech, Jorge: 122
Aylwin Azócar, Patricio: 43, 102, 374, 417, 451, 456, 457, 516, 517, 521, 524, 525, 631, 651,
652, 653, 656, 658, 659, 663, 670, 679, 687, 689
Azócar Pereira de Castro, Mario: 646
Azócar, Pablo: 672

B
Bacherini Zorrilla, Raúl: 395
Bachman Muñoz, María Elena: 160
Bacigalupo Soracco, Elios: 26
Badiola Broberg, Sergio: 24, 188, 210, 325, 326, 364, 382, 684
Baeza, Jorge: 96
Baeza Michelsen, Ernesto: 38, 40, 166, 173, 224, 233, 234, 235, 338, 344, 348, 349, 350, 666
Baeza Valdés, Sergio: 685
Baggio, Sebastiano: 295, 453
Bahamonde Ruiz, Enrique: 131
Bajut Aguirre, Eduardo: 470
Ballerino Sandford, Jorge: 214, 386, 447, 457, 501, 641, 654
Balmaceda Fernández, José Manuel: 203
Balmaceda Morales, Jorge: 314, 682
Balmaceda Ureta, Patricio: 322, 323
Balmes Parramon, José: 394
Baltra Moreno, Mireya: 139, 140, 630
Banzer Suárez, Hugo: 45, 91, 98, 237, 238, 239, 240, 241, 242, 243, 244, 245, 677
Bañados Cuadra, Adolfo: 302
Bañados Donoso, Patricio: 371, 647
Barahona Bustos, Víctor: 338
Barandarian, Edgardo: 440
Baraona Urzúa, Pablo: 48, 104, 107, 108, 186, 247, 253, 308, 321, 358, 368, 447, 684
Barba Valdés, Diego: 29
Barbosa, Julio: 286
Barbosa, Rafael: 679
Barcella, Lawrence: 233
Bardón Muñoz, Alvaro: 104, 107, 407, 437, 440, 445, 446, 687
Barnay, Catherine: 162, 673
Barnes, Harry: 551, 558, 559, 560, 565, 639
Barraza Molina, Mario: 392
Barrera Barrera, José Guillermo: 304
Barría Barría, Víctor Hugo: 162
Barría Gutiérrez, Pedro: 393
Barriga, Sergio: 452
Barriga Alliende, Felipe: 596
Barriga Silva, Julio: 689
Barros, Ramón: 684
Barros Franco, José Miguel: 96, 256, 286, 638, 650, 680
Barros Jarpa, Ernesto: 240
Barros Ortiz, Diego: 131, 203
Barros Van Büren, Mario: 488
Barrueto Jeame, Víctor: 695
Bartolucci Johnston, Francisco: 191
Basauri, Orlando: 397
Bascuñán Dockendorff, Willy: 690
Bascuñán Valdés, Joaquín: 680
Basoa Alarcón, René: 142, 144
Bazán Dávila, Raúl: 93, 94, 96, 240
Beackis, Monseñor: 520
Beas, Angélica: 667
Beausire Alonso, Marie Anne: 73, 123, 130, 160
Beca Infante, Juan Pablo: 414
Becerra Schmidt, Raúl: 675
Becker Ureta, Germán: 44, 190, 205
Béjares González, Hernán: 81, 187, 188, 202, 666
Benado Mandevisky, José: 691
Benavente Urbina, Andrés: 688, 694
Benavides Escobar, César: 38, 39, 46, 48, 78, 85, 128, 132, 133, 134, 135, 195, 209, 211,
217, 220, 221, 231, 232, 247, 249, 250, 253, 256, 264, 267, 281, 320, 325, 339, 349, 353,
373, 382, 546, 547, 549, 550, 551, 685
Bendek Bendek, Jorge: 344
Berdichewsky Scher, José: 38, 244
Berguño Barnes, Jorge: 96
Bernstein Carabantes, Enrique: 92, 94, 174, 240, 243
Berríos Cataldo, Lincoyán: 145
Bertelsen Repetto, Raúl: 195, 276, 560, 689
Bertil de Suecia: 130
Bignone, Reynaldo Eduardo: 288
Bitar Chacra, Sergio: 667, 673
Blanco Márquez, Boris: 412, 427, 442
Blanco Martínez, Guillermo: 206, 672
Blest Riffo, Clotario: 390, 687
Boeninger Kausel, Edgardo: 368, 523, 679, 684
Boetsch García-Huidobro, Eduardo: 210, 211, 213, 363, 373, 675
Boisset Mujica, Caupolicán: 436
Bolzoni, francisco: 674
Bombal Otaegui, Carlos: 368, 520, 647
Bonilla Bradanovic, Oscar: 25, 26, 29, 38, 40, 46, 48, 65, 66, 77, 78, 84, 85, 86, 87, 98, 102,
118, 240, 546
Bordaberry, Juan María: 91, 176, 353
Bordaz Paz, José: 74
Bórquez Montero, Israel: 216, 256, 269, 279, 314, 315, 357, 362, 386, 411, 686
Bosch, Orlando: 173
Bossay Leiva, Luis: 448, 449, 465, 684, 689, 692
Boyatt, Thomas: 172
Boye, Otto: 665
Brady Roche, Herman: 26, 38, 87, 230, 231, 240, 241, 249, 250, 252, 263, 268, 281, 333,
334, 537, 547
Branch, Taylor: 666, 672, 673, 676, 678
Brant Bustamante, Miguel: 302
Brantes Martínez, Hernán: 26
Bratti Cornejo, Guillermo: 166, 672
Bravo, Nino: 41
Bravo Aguilera, René: 686
Bravo Lira, Bernardino: 671
Bravo Muñoz, Héctor: 26, 38, 39, 87, 126
Bravo Valdés, Julio: 382, 427, 436
Brezhnev, Leonid: 146
Briones Olivos, Carlos: 30, 405, 516, 517, 521, 523, 524, 555, 561, 687
Brock, David: 667
Bronfman Faivovich, Irene: 691
Bruna Contreras, Guillermo: 560
Brunner Reid, José Joaquín: 674
Brurón Subiabre, Santiago: 454
Bryant, William: 275
Büchi Buc, Hernán. 311, 381, 431, 490, 491, 496, 497, 503, 509, 555, 613, 614, 617, 619,
644, 650
Bugialli, Paolo: 262
Bukovsky, Vladimir: 146
Bulnes Aldunate, Luz: 195, 276, 481, 560, 679, 684
Bulnes Ripamonti, Francisco: 434, 475
Bulnes Ripamonti, María Angélica: 678, 680
Bulnes Sanfuentes, Francisco: 186, 209, 249, 366, 369, 472, 473, 475, 477, 481, 516, 517,
521, 524, 525
Bunster Ariztía, César: 568, 575, 694
Bunster Briceño, Alvaro: 92, 568
Bunster Tagle, Enrique: 203
Buongiorno, Pino: 671
Burchard Eggeling, Pablo: 198
Buschmann Silva, Sergio: 570, 571, 574
Bussi de Allende, Hortensia: 24
Bustamante, Fernando: 686
Bustamante Denegri, Felipe: 242
Bustos Huerta, Manuel: 114, 169, 404, 417, 442, 443, 681, 691
Bustos Patiño, Cristián: 322
Buvinic Martinic, Marcos: 485
Buzeta Muñoz, Oscar: 92

C
Cabedo Ibarra, Jesús Antonio: 597
Cabezón Contreras, Eduardo: 317
Cabrera Costa, Manuel: 155
Cabrera Fernández, Miguel: 686
Cabrera Soto, René: 205
Cáceres Contreras, Carlos: 131, 356, 357, 437, 440, 442, 447, 448, 459, 460, 463, 474, 475,
487, 488, 645, 660, 683
Cademártori Invernizzi, José: 177, 178
Cadenasso Ferroggiaro, Sergio: 40, 666
Caiozzi García, Silvio: 206
Caldera Rodríguez, Rafael: 416
Calderón, Carlos: 697
Calderón Luna, Humberto: 419
Calderón Moraga, Claudio: 582
Calfuquir Figueroa, Patricio: 686
Callejas Honores, Mariana: 125, 228, 231, 232, 233, 234, 250, 251, 278, 677
Calm, Lilian: 677, 678, 681
Cámara Canto, Antonio Castro da: 127
Campaña Barrios, Eric: 649
Campero, Guillermo: 681, 687, 689
Campos Harriet, Fernando: 203
Campos Menéndez, Enrique: 190, 203, 206
Campos Vásquez, Germán: 58, 59, 63, 120, 226, 260, 331, 332, 333, 334, 335, 336
Campusano Chávez, Julieta: 139, 140, 630
Camus Larenas, Carlos: 64, 72, 121, 123, 155, 608
Camus Poblete, María Eugenia: 672, 679, 692, 695
Canales Lavín, Carmen: 250
Canales Márquez, Alfredo: 328
Canessa Ibarra, Eduardo: 680
Canessa Robert, Julio: 40, 42, 45, 410, 454, 474, 549, 550, 562, 666
Cano Quijada, Eduardo: 34, 108
Cánovas Robles, José: 513, 523, 529, 530, 531, 532, 533, 534, 535, 536, 540, 541, 672, 692,
693
Cantarero Aparicio, Alicia: 447
Canteros Prado, Eduardo: 145
Canteros Prado, Manuel: 140
Canteros Torres, Clara: 145
Cantuarias Zepeda, Orlando: 405, 687
Capra Arellano, Juan: 346
Capriles Rojas, Susana: 478
Caputo, Dante: 592
Cardemil Herrera, Alberto: 504, 509, 512, 552, 553, 583, 584, 627, 638, 641, 642, 644, 650,
652, 655, 656, 657, 663, 664, 697
Cárdenas Miranda, José: 184
Cárdenas Valderrama, Víctor: 145
Cares, Benjamín: 395, 420
Cariola Barroilhet, Patricio: 118, 123
Carlos, Roberto: 111
Carmona Peralta, Juan de Dios: 131, 134, 195, 211, 221, 276, 378, 436, 485, 560, 683, 684
Carneyro Castro, Mario: 123, 155
Carnicer i Batlle, Ramón: 197
Caro Díaz, Marta: 670
Carrasco, Eduardo: 675
Carrasco, Germán: 676
Carrasco Alfonso, Camilo: 687
Carrasco Delgado, Sergio: 683, 684
Carrasco Fernández, Washington: 26, 38, 267, 278, 313, 410, 431, 436, 437, 685
Carrasco Pirard, Eduardo: 674
Carrasco Tapia, José: 68, 69, 72, 577, 668
Carrasco V., José: 74
Carreño Barrera, Carlos: 621
Carrillo Nova, Vasily: 575
Carrillo Tornería, Isidoro: 139, 144
Carter, Jimmy: 179, 192, 193, 244, 256, 293, 323, 325
Carter, Rosalyn: 193
Carvajal Navarrete, Víctor: 694
Carvajal Prado, Patricio: 23, 24, 25, 26, 29, 46, 48, 92, 94, 98, 128, 172, 174, 177, 181, 192,
209, 213, 224, 231, 232, 240, 241, 250, 256, 286, 287, 290, 328, 437, 454, 486, 513, 617,
678
Carvallo Avaria, Mauricio: 673, 677, 678, 688
Carvallo Díaz, Enrique: 96
Casaroli, Agostino: 285, 478, 506, 520, 591, 605, 610
Cassidy Drew, Sheila: 123, 133, 160, 161, 323
Castellón Croz, Luis: 96
Castillo, María Eliana: 686
Castillo Castillo, Bernardino: 279
Castillo Echeverría, Carmen: 67, 73, 74, 667, 668, 669
Castillo Echeverría, Cristián: 74
Castillo Echeverría, Mariluz: 74
Castillo Morales, Francisco: 668
Castillo Sepúlveda, Néstor: 54
Castillo Tapia, Gabriel: 145
Castillo Velasco, Fernando: 204, 679, 687
Castillo Velasco, Jaime: 151, 152, 178, 364, 405, 416, 466, 558, 670, 672, 676, 679, 687
Castillo Whyte, Rubén: 26
Castillo Yáñez, Pedro: 392
Castro, Raúl: 293
Castro Cuevas, Manuel: 440
Castro Hurtado, Humberto: 141, 144
Castro Ivanovic, Ramón: 320, 504
Castro Jiménez, Hugo: 34, 46
Castro Mendoza, Lautaro: 53, 302
Castro Montanares, Raúl: 398
Castro Palma, Baltazar: 203
Castro Ruz, Fidel: 94, 394
Catalán, Gonzalo: 674
Cauas Lama, Jorge: 46, 48, 101, 105, 106, 107, 108, 110, 111, 157, 169, 172, 183, 193, 224,
240, 244, 256, 436, 495, 673
Cavalli, Fiorello: 285
Cavallo Castro, Ascanio: 671, 674, 679, 691, 692, 693
Caviedes Medina, Miguel: 692
Cea Egaña, José Luis: 671, 696
Ceballos Jones, Edgar: 63, 64, 70, 71, 72, 137, 141, 199, 668
Cepeda Marinkovic, Horacio: 145
Cerda, Mónica: 680, 682
Cerda Cuevas, César: 145
Cerda Fernández, Carlos: 672
Cerda García, Eduardo: 695
Cerda Urrutia, José Luis: 460, 474, 475
Cereceda Bravo, Hernán: 455
Chacón, Miguel: 54
Chadwick Piñera, Andrés: 368
Chaigneau, Cristián: 348
Chamorro Garrido, Gustavo: 535
Chanan, Michael: 674
Chaparro, Patricio: 674
Chávez, Gilberto: 154
Cherniaviscky Izikson, Eduardo: 366
Cherniaviscky Izikson, Horacio: 366
Cherniaviscky Izikson, Ricardo: 366
Christopher, Warren: 224
Churchill, Winston: 428
Cienfuegos Uribe, Iván: 303
Cifuentes Gómez, Alfredo: 119
Cisneros Vizquerra, Luis: 227
Claro Mimica, Jorge: 310, 670
Claro Valdés, Ricardo: 92, 94, 172, 173, 178, 327, 682
Claudet Fernández, Jean Ives: 69
Clavel Matzen, Luis: 583, 587, 588, 634
Cochrane, Lord Thomas Alexander: 197
Coddou Vivanco, Oscar: 85
Colby, William: 98
Collados Núñez, Modesto: 487, 488, 490, 491, 495, 496, 503, 555
Collao Marti, Claudio: 641, 642
Collyer Canales, Patricia: 694
Coloane Cárdenas, Francisco: 202, 684
Coloma Correa, Juan Antonio: 191, 219, 368, 683, 684
Coloma Reyes, Fernando: 94
Concha, Erick: 683
Concha Bascuñán, Marcelo: 145
Concha Martínez, Manuel: 458, 459, 617, 619
Concutelli, Pierluigi: 125, 671
Constable, Pamela: 697
Contreras, José: 692
Contreras, Sergio Manuel: 687
Contreras, Vicente: 414
Contreras Alday, Héctor: 302
Contreras Fischer, Raúl: 38, 40
Contreras Loyola, Manuel: 368
Contreras Maluje, Carlos: 137, 145
Contreras Martínez, Patricio: 494
Contreras Navia, Sergio: 114, 219, 580, 581, 607, 680, 692
Contreras Ropert, Miria: 385
Contreras Sepúlveda, Manuel: 56, 57, 58, 59, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 71, 73, 74, 82, 85, 120,
126, 128, 129, 132, 141, 142, 157, 158, 159, 161, 162, 163, 164, 165, 166, 173, 174, 179,
186, 187, 189, 193, 224, 225, 227, 228, 229, 230, 231, 232, 234, 235, 252, 253, 254, 260,
275, 278, 279, 288, 289, 309, 313, 314, 315, 326, 331, 332, 333, 335, 336, 341, 342, 343,
344, 345, 391, 395, 399, 573, 612, 678, 682, 683
Contreras Tapia, Fernando: 96
Contreras Tapia, Lisandro: 669, 671
Contreras Tapia, Víctor: 140
Contreras Valdebenito, Alejandra: 252
Contreras Zúñiga, Guillermo: 680
Corbalán Castilla, Alvaro: 446, 533
Corbalán Valencia, José: 145
Corbo Lioi, Canio: 440, 497
Cordero Barrera, Luis: 645, 648, 657, 690
Cordero Cordero, Pamela: 478
Corkery, Robert: 205
Cornejo Olivares, Ximena: 596
Corral, Mariela: 411
Correa de la Cerda, Hernán: 492
Correa Díaz, Germán: 695
Correa Labra, Enrique: 152, 686
Correa Letelier, Héctor: 368, 679
Correa Opaso, Pedro: 174, 516, 521, 524
Correa Prats, Raquel: 658, 687
Correa Ríos, Enrique: 642
Correa Sanfuentes, Carlos: 368
Cortázar, Julio: 203
Cortázar Sánz, René: 589
Cortés Cortés, Juan: 144
Cortés Obreque, Jerinardo: 540
Corvalán Castillo, Luis Alberto: 146
Corvalán Lepe, Luis: 138, 146, 177, 421, 422, 423, 672, 688
Costa Ramírez, Vasco: 247, 248, 253, 279, 307, 308, 309, 311, 619
Costabal Llona, Martín: 312, 428, 488
Cotroneo Concha, Sergio: 619, 620
Court Moock, Jorge: 115, 150, 296, 380
Cousseran, Paul: 326
Covarrubias Sanhueza, Sergio: 65, 81, 82, 83, 134, 187, 195, 209, 210, 217, 225, 230, 231,
253, 264, 281, 316, 354, 410, 447, 612, 668, 669, 685
Cowan, Glenn: 648, 649
Cox Huneeus, Francisco José: 581, 584, 585, 586, 587, 588, 591, 595, 599, 601, 605, 692,
695
Crespo Montero, Sergio: 29
Cruz Díaz, Lisandro: 145
Cruz Johnson, Rigoberto: 427, 436
Cruz Sandoval, Lautaro: 575
Cruz-Coke Lassabe, Eduardo: 203
Cruz-Coke Madrid, Ricardo: 676
Cruz-Coke Ossa, Carlos: 221
Cruzat Infante, Manuel: 104, 183, 308, 403, 441, 563, 670
Cruzat Paul, Carlos: 432, 689
Cuadra Lizana, Francisco Javier: 489, 498, 501, 503, 509, 522, 536, 586, 610, 613, 616, 618,
619, 620, 624
Cubillos Leiva, Hernán: 96
Cubillos Sallato, Hernán: 35, 98, 107, 249, 250, 253, 256, 277, 285, 290, 292,293, 310, 314,
320, 321, 325, 326, 327, 328, 345, 678, 680, 682
Cuevas Farren, Gustavo: 481, 498, 505, 560
Cuevas Salvador, Héctor: 443
Cumplido Cereceda, Francisco: 416, 674
Cumsille Zapapa, Rafael: 102, 458, 459
Cuthbert de Prats, Sofía: 79
Cuvertino, Armando: 443
D
D’Etigny Lyon, Enrique: 170
Dabadie Valdés, Luis: 680
Dahse Housset, Fernando: 687
Dalí, Salvador: 199
Damilano Bonfante, Renato: 186, 187
Daniels Bauerle, Manuel Francisco: 443
Danús Covián, Luis: 42, 101, 312, 408, 410, 411, 425, 426, 427, 428, 429, 430, 435, 436,
603, 687, 688
Dash, Leslie: 556, 557
Dávalos Davison, Alejandro: 144
Davis, Nathaniel: 97, 666, 669
Daza Valenzuela, Pedro: 96, 97, 238, 244
De Castro Reyes, Juan: 305, 348, 354, 464, 465, 692
De Castro Spikula: Sergio: 36, 104, 105, 107, 108, 110, 157, 183, 186, 209, 231, 240, 247,
253, 263, 308, 312, 313, 320, 326, 358, 372, 382, 401, 403, 405, 406, 407, 408, 409, 411,
412, 425, 426, 427, 428, 430, 670, 675
De Gregorio Aroca, José: 451, 456
De la Barra Valle, Iván: 430
De la Barra Villarroel, Alejandro: 74
De la Cruz Hermosilla, Emilio: 665
De la Cruz, María Olga: 690
De la Cuadra Fabres, Sergio: 312, 402, 409, 411, 412, 427, 428, 429, 430, 432, 433, 434,
435, 436, 437, 439, 670, 688
De la Guardia, Ernesto: 286
De la Jara de Goyeneche, María Eugenia: 681, 689
De la Maza, Luis: 665
De la Puente, Luis: 244
De Mussy Marchant, Luis: 366
De Valdés Prado y Colón y Carvajal, Javier: 378
De Vicente Mingo, Javier: 366
Deformes, Renato: 97
Del Río Espinoza, Gabriel: 26
Del Río Kowol, Hernán: 266
Del Río Martínez, Pedro: 40
Del Valle Alliende, Jaime: 221, 447, 480, 481, 536, 592, 594, 619, 667
Délano Abbott, Carlos Alberto “Choclo”: 647
Délano Cabezas, Manuel: 443, 681, 683, 687, 690
Délano Ortúzar, Juan Carlos: 618, 619
Delgado Zapata, Pedro: 575
Dell’Acqua, Angelo: 123
Delle Chiaie, Stefano: 126, 129, 162, 671
Delmás Ramírez, Juan José: 391, 392
Denton, Neil: 689
Descalzi Sporke, Raúl: 418, 419
Devlin, John Philip: 160
Diamani, Alejandra: 228
Díaz, Eugenio: 687
Díaz, Guido: 495
Díaz, Pía: 667
Díaz Anderson, Héctor: 534, 540, 541
Díaz Armijo, Gladys: 71
Díaz Casanueva, Humberto: 93
Díaz Corvalán, Luis Eugenio: 399
Díaz Estrada, Nicanor: 23, 46, 49, 57, 58, 59, 63, 92, 134, 135, 169, 180, 266, 267, 289, 309
Díaz Gronow, Rigoberto: 96, 238, 240, 241
Díaz Herrera, Luis Antonio: 114, 118, 120, 150, 151
Díaz López, Javier: 558, 692
Díaz López, Víctor: 138, 139, 143, 145
Díaz Neira, Rubén: 43
Díaz Silva, Lenín: 144
Díaz Vial, Jorge: 689
Diet Lobos, Pedro: 163, 278
Diez Urzúa, Sergio: 28, 174, 177, 194, 209, 211, 276, 434, 675
Dinges, John: 668, 673, 676
Dittborn Cordua, Julio: 440
Dlouhy, David: 518
Dobry Folkmann, León: 689
Doherty, William: 308
Domic Kuscevic, Juraj: 694
Domínguez, Andrés: 667
Domínguez, Germán: 674
Donaire Cortez, Uldarico: 143, 144
Donato Avendaño, Jaime: 143, 144
Donoso Barros, Alvaro: 382, 410
Donoso Pacheco, Jorge: 687
Donoso Pérez, Carlos: 536, 537, 538, 539
Dorfman Zelicovich, Ariel: 203
Dörr Zegers, Juan Carlos: 411
Drekonja, Gerhard: 672
Dreyse Jollan, Arnoldo: 374, 455, 456
Droguett Alfaro, Carlos: 202
Duarte Leiva, Gonzalo: 451, 455, 456
Duarte Valle, Elba: 478, 479
Dubois Desvinges, Pierre: 487, 492
Duboud Urquieta, Iván: 281
Dunlop Rudolffi, Sergio: 184, 279
Dupré Silva, Carlos: 102, 465, 689, 693
Dupuis Grez, Jorge: 319, 321
Durán González, Carlos: 145
Durán Neumann, Julio: 221, 252, 485
Durán Villarreal, Fernando: 95
Durney Contreras, René: 201
Durruty Corral, Ana Victoria: 694
Duvauchelle Rodríguez, Mario: 103, 357, 358, 381
Dziwisz, Stanislaw: 597, 600, 601, 608

E
Echavarría Lorca, Alberto: 348, 565, 683
Edwards Eastman, Agustín: 35
Edwards Valdés, Jorge: 203, 650, 674, 684
Egaña Baraona, Javier Luis: 149, 155, 298, 301, 579, 580, 581, 582, 585, 586
Egenau Moore, Juan: 200
Eguiguren Hofgson, Gonzalo: 475
Ehrmann, Hans: 674
Elgueta Arenas, Raúl: 96, 394
Elías Aboid, José: 118
Elton Álamos, Guillermo: 690
Engels, Friedrich: 203
Enríquez Espinosa, Edgardo: 71, 74
Enríquez Espinosa, Miguel: 50, 64, 67, 68, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 160, 669
Enríquez Frödden, Edgardo: 51
Erbetta Vaccaro, Osvaldo: 152
Errázuriz, Federico: 695
Errázuriz Correa, Hernán Felipe: 183, 410, 428, 430, 436, 437, 448, 460, 488, 556, 639
Errázuriz Eguiguren, Maximiano: 96, 97
Errázuriz Talavera, Francisco Javier: 446
Errázuriz Ward, Máximo: 91, 96
Escárate, Mario: 683
Escauriaza Alvarado, René: 42, 232, 266, 281, 310, 313, 314, 315, 316, 320, 354
Escobar, Jaime: 671
Escobar Cepeda, Elisa: 144
Escobar Cerda, Luis: 459, 460, 474, 488, 490, 491, 495, 496, 497, 500, 503, 555
Escobar Cruz, Daniel: 144
Escobar González, Carmen: 686
Escobar Rodríguez, Enrique: 619
Espejo, Nelson: 203
Espinoza, Jorge: 60
Espinoza Bravo, Pedro: 162, 167, 253, 254, 275, 313, 335
Espinoza Fernández, Eliana: 145
Espinoza Moraga, Oscar: 677
Espinoza Navarro, Mario: 342
Espinoza Palma, Tulio: 219
Espinoza Parra, Juan Elías: 480
Estay Reyno, Miguel: 142, 144, 534, 540, 672
Estrada Leigh, Jaime: 309, 671
Etcheberry Orthusteguy, Alfredo: 204, 650
Etchegaray, Roger: 591
Etchegaray Aubry, Alberto: 581, 582, 583, 585, 591, 593, 600, 601, 605, 606
Etcheverry Boneo, Ricardo: 292
Etcheverry, Alfredo: 278
Eugenín Ulloa, Jorge: 646
Evans de la Cuadra, Enrique: 194, 276, 351
Ewing Hodar, Pedro: 25, 26, 29, 46, 47, 81, 133, 666, 671
Eyzaguirre Andreoli, María Isabel: 74
Eyzaguirre Echeverría, José María: 111, 152, 157, 177, 233, 256, 626, 633, 681, 686
Eyzaguirre Echeverría, Rafael: 276
Ezquerra Brizuela, Mercedes: 131, 684

F
Fabres Rivas, Juan Carlos: 646
Faivovich Hitzcovich, Angel: 134
Fallas, Carlos Luis: 202
Faúndez Merino, Juan Jorge: 691
Febres Cordero, León: 491
Federici Rojas, José Luis: 249, 253, 311, 382, 621
Felipe de Inglaterra: 130
Feliú Justiniano, Manuel: 372, 373, 381, 646, 660
Félix de Aguirre, Pedro: 275, 682
Fenus López, Santiago: 144
Fernández, Arturo: 668
Fernández, Francisco: 184
Fernández A., Sergio: 687
Fernández Amunátegui, Mariano: 657, 658
Fernández Arlt, Augusto: 118
Fernández Atienza, Julio: 42
Fernández B., Juan: 671
Fernández Cartes, Víctor: 571
Fernández de la Mora, Gonzalo: 353
Fernández Ditus, Pedro: 565
Fernández Fernández, Sergio: 135, 169, 184, 186, 191, 209, 210, 211, 217, 219, 220, 229,
248, 249, 250, 251, 253, 256, 262, 263, 264, 275, 277, 279, 281, 289, 296, 308, 309, 314,
318, 319, 323, 326, 327, 338, 349, 357, 359, 360, 361, 365, 368, 370, 374, 375, 381, 383,
404, 405, 408, 410, 426, 435, 444, 447, 461, 471, 485, 490, 546, 560, 615, 616, 617, 618,
619, 620, 621, 623, 629, 630, 632, 634, 641, 642, 643, 645, 647, 650, 652, 655, 657, 658,
659, 660, 661, 662, 664, 678, 690
Fernández Larios, Armando: 227, 228, 229, 253, 254, 275, 313, 314, 315, 335, 676, 678
Fernández Larios, Arturo: 314
Fernández López, Mario: 495
Fernández Montalva, Juan: 203
Fernández Valdés, Juan José: 328
Fernández Zayas, Marcelo: 673
Ferrada Valenzuela, Luis Valentín: 417
Ferrer, María Cristina: 694
Figueroa, Fernando: 646
Figueroa, Jaime: 689
Figueroa Anguita, Hernán: 131, 684
Figueroa del Río, Luis Simón: 385, 470, 497
Figueroa Gutiérrez, Sergio: 29, 46, 213, 266
Figueroa Pérez, Gabriel: 665, 670, 683, 687
Figueroa Puga, Joaquín: 433
Figueroa Quezada, Rolando: 397, 690
Figueroa Rubio, Mara: 598
Figueroa Serrano, Carlos: 642
Figueroa Yávar, Gonzalo: 679
Figueroa Yávar, Juan Agustín: 679
Filippi Muratto, Emilio: 188, 673, 684
Flisflisch Fernández, Angel: 642
Floody Buxton, Nilo: 38, 289, 666, 685
Flores, Patrick: 153, 154
Flores Castillo, Carol Fedor: 141, 144, 145, 166, 672
Flores Castillo, Pablo: 571
Flores Garrido, José: 145
Flores Labra, Fernando: 177
Flores Opazo, Hernol: 434, 443
Fluxá Ginast, Francisco: 185, 187
Folch Verdugo, Francisco José: 411, 454
Fonseca, Ignacio: 692
Fontaine Aldunate, Arturo: 210, 221, 383, 426, 613, 684, 687, 688, 692
Fontaine Aldunate, Jorge: 210, 436, 460, 660
Fontaine Manríquez, Luis: 74, 534, 535, 536, 540, 541, 693
Fontaine Talavera, Arturo: 131, 197
Fontanet Mingo, Alejandro: 366
Fontanet Mingo, Pablo: 366
Fontecilla de Santiago Concha, Mariano: 582, 594, 595
Ford, Gerald: 99
Forestier Haensgen, Carlos: 26, 38, 87, 190, 227, 230, 243, 267, 281, 335, 382, 410, 669,
676
Fornés Llona, Elena: 657
Fornet Fernández, Eduardo: 260, 266
Fort Arena, Alfonso: 392
Foxley Rioseco, Alejandro: 642
Fracassi, Eduardo: 288
Franco Bahamonde, Francisco: 106, 127, 129, 130, 206, 352
Fredes Rojas, César: 340, 682
Frei Montalva, Eduardo: 30, 103, 131, 132, 133, 134, 178, 187, 188, 220, 221, 286, 363, 367,
370, 371, 377, 378, 399, 413, 414, 415, 416, 417, 448, 515, 547, 643, 671, 685
Frei Ruiz-Tagle, Carmen: 364
Frei Ruiz-Tagle, Eduardo: 416
Frenz, Helmut: 118, 123
Fresno de Leighton, Anita: 125
Fresno Larraín, Juan Francisco: 155, 454, 464, 465, 466, 468, 471, 472, 486, 497, 498, 499,
505, 506, 507, 515, 516, 517, 518, 519, 520, 521, 522, 523, 524, 525, 526, 527, 543, 544,
551, 552, 553, 555, 557, 558, 579, 580, 581, 587, 593, 594, 595, 596, 598, 611, 671, 680,
692
Frez, Carlos: 681
Frez Arancibia, Gastón: 42, 101, 183, 280, 313, 358, 372, 373, 382, 425, 426, 427, 428, 429,
430, 432, 435, 436, 437, 688
Frías Morán, Engelberto: 689
Friedman, Milton: 105, 108, 405, 673
Friedmann, Reinhard: 697
Friedmann Mirochnik, Efraín: 491
Fuchs Asenjo, Hubert: 164
Fucik, Julius: 202
Fuentealba, Luis: 54
Fuentealba Moena, Renán: 102, 103, 133, 416, 466
Fuentes Cárcamo, Héctor: 213, 218
Fuentes Morrison, Roberto: 137, 167
Fuentes Rodríguez, Humberto: 144
Fuentes Wendling, Manuel: 667
Fuenzalida, Hernán: 669
Fuenzalida, Samuel: 668
Fuenzalida y Fuenzalida, Orozimbo: 114, 680
Fuenzalida Zegers, Pablo: 399
Furtado, Celso: 203

G
Gaete, Claudio: 508
Gaete Rojas, Sergio: 507, 613, 614, 619
Gahona Chávez, Alfonso: 144
Gajardo Julia, Humberto: 418
Galbraith, John Kenneth: 203
Galeano, Eduardo: 203
Galiano Haensch, José: 687
Galleguillos Vásquez, Misael: 419
Gálvez Blanco, Ricardo: 338
Gálvez Gajardo, Hugo: 463, 491, 497, 498
Gálvez Rivadeneira, Guillermo: 145
Galvin, John: 574
Gamboa Soto, Alberto: 667
Gana Matte, Luis: 206
Ganderats Peigneguy, Luis Alberto: 204, 675
Garafulic Yancovic, Lily: 200
Gárate Torres, Nicolás: 681
Garay Cifuentes, Rolando: 87, 333, 666, 685
García, Artemio: 91
García, Fernando: 646
García, Luisa: 694
García, Nicolás: 395
García Barzelatto, Hernán: 187, 275, 320
García de Leigh, Gabriela: 268, 269
García Ferrada, María Luz: 67, 73
García Herrera, Carlos: 390, 682
García Incháustegui, Mario: 23
García Márquez, Gabriel: 203
García Pinochet, Rodrigo: 337, 567, 576
García Rivas, Hugo: 673
García Rodríguez, Juan Ignacio: 504, 505, 620, 648, 650
García Rodríguez, Ricardo: 501, 503, 504, 505, 508, 519, 520, 522, 526, 536, 551, 552, 553,
560, 587, 588, 591, 594, 610, 613, 616, 617, 619, 620, 623, 626, 627, 631, 657
García Vergara, Renato: 683, 684
García Vidal, Hernán: 187, 275, 682
Gardeweg Lacourt, Carmen: 647, 681
Gardeweg Lacourt, Germán: 470
Garín Aguirre, Guillermo: 457, 504, 549
Garín Cea, Enrique: 46, 85
Garrastazu Medici, Emilio: 45, 91, 238
Garretón Merino, Manuel Antonio: 204, 642, 687, 689, 697
Garretón Merino, Roberto: 393
Gazmuri, Alvaro: 79
Gazmuri Schleyer, Renato: 381
Geiger, Rudi: 96
Geisel, Ernesto: 45, 91, 98, 238
Genscher, Hans Dietrich: 639
Gevert Parada, Lucía: 96, 97
Giaconi, Juan: 617
Gianelli Company, Juan: 145
Gibson, Grace: 692, 694
Gibson Infante, Ana María: 655, 670, 690
Gillmore Callejas, Francisco: 504
Gillmore Stock, Francisco: 29, 337, 369
Giorgi, Maurizio: 162
Giscard d’Estaing, Valery: 130
Glanzer, Seymour: 250
Godoy Arcaya, Oscar: 650, 658, 692
Godoy Etchegoyen, Carlos: 145, 534
Godoy Herrera, Juana: 301
Godoy Urrutia, César: 140, 466
Goic Goic, Alejandro: 414
Goic Karmelic, Alejandro: 606, 607, 692
Gold, Michael: 202
Goldfarb Sklar, Enrique: 670
Gómez, Jorge: 681
Gómez, María Soledad: 688
Gómez Millas, Juan: 354, 684
Gómez Navarro, Ulises: 340
Gómez Retamales, René: 282
Gómez Torres, Enrique: 96
González, Ariel: 58
González, Cornelio: 679, 695
González, Mario: 97
González Acevedo, Rolando: 27, 29, 34, 35, 36, 38, 39, 96
González Betancourt, Guillermo: 540, 541
González Camus, Ignacio: 681, 683, 685, 687
González Cruchaga, Carlos: 154, 155, 521, 672, 695
González Espinoza, Ignacio: 144
González Ginouvés, Eduardo: 679
González González, Juan Pablo: 270
González Isunza, Juana: 225
González Jorquera, Iván Edmundo: 536
González Márquez, Felipe: 481
González Martínez, Fernando: 39, 666, 669
González Morales, Tomás: 580, 603, 604, 692
González Mujica, Mónica: 511, 665, 668, 669, 672, 673, 674, 676, 677, 679, 680, 682, 686,
691, 697
González O., Héctor: 74
González Ortiz, Francisco: 145
González Pino, Miguel: 684
González Poblete, Alejandro: 301, 331
González Reyes, Juan Luis: 414, 562
González Videla, Gabriel: 30, 131, 216, 240, 351
Goñi Garrido, Carlos: 632, 658, 659, 680
Gordon Cañas, Eduardo: 250, 333
Gordon Rubio, Humberto: 26, 54, 343, 345, 346, 389, 393, 532, 547, 656, 661, 671
Gorigoitía Herrera, Francisco: 96, 128
Gorki, Máximo: 202, 203
Gotuzzo Borlando, Lorenzo: 29, 34, 48, 105
Grace, Peter: 308
Gramsci, Antonio: 420
Granifo Harms, Carlos: 675
Graniti, Roberto: 162
Grez de Anrique, Carmen: 685
Grondona Farmer, Payo: 207
Grove Allende, Eduardo: 24
Grove Allende, Patricio: 24
Grunefeld Echeverría, Mariana: 692, 693
Grunewald Sanhueza, Harry: 357, 634
Guanes, Benito: 162
Guarello Finlay, Alejandro: 300
Guastavino Córdova, Luis: 139, 140, 630
Gueda, Máximo: 68, 72
Guerra, Juan “Chico”: 395
Guerrero Ceballos, Manuel: 510, 511, 512, 529, 530
Guerrero del Río, Roberto: 311, 411
Guerrero Espinoza, Alberto: 97
Guerrero Guzmán, Miguel Angel: 576
Guglialmelli, Juan: 290
Guilisasti Tagle, Eduardo: 440
Guillard Marinot, Roberto: 50, 380, 401, 436, 499
Guillén, Nicolás: 202
Gumucio Vives, Esteban: 300
Gumucio Vives, Rafael Agustín: 140
Gunckel Bórquez, Soledad: 693
Gutiérrez de la Fuente, Ignacio: 498, 692
Gutiérrez Soto, Juan: 695
Gutiérrez Vea Murguía, Guillermo: 239, 240, 241, 677
Gutiérrez Yáñez, Nelson: 50, 123, 159, 160, 161, 334, 340
Guzmán Errázuriz, Jaime: 28, 43, 102, 134, 135, 169, 174, 184, 187, 190, 191, 194, 195, 204,
209, 210, 212, 221, 261, 262, 276, 314, 352, 354, 355, 378, 384, 406, 444, 447, 481, 483,
490, 522, 560, 630, 690
Guzmán Gutiérrez, Alberto: 238
Guzmán Lozanes, Patricio: 206, 674
Guzmán Mira, Patricio: 365
Guzmán Molinari, Juan Antonio: 90, 614, 617, 619, 621
Guzmán Ordenes, Alamiro: 404
Guzmán Pérez, Claudio: 583, 585
Guzmán Soto, Próspero: 686

H
Haag Blaschke, Oscar: 26
Haeberle Rivadeneira, Mario: 574
Hahn Huber, Erwin: 670
Hales Dib, Carmen Andrea: 531, 540
Hales Dib, Jaime: 451
Hales Jamarme, Alejandro: 531, 684
Hamilton Depassier, Juan: 367, 516
Hamuy Berr, Eduardo: 373, 651, 685
Harberger, Arnold C.: 104, 108, 312, 681
Hardessen Bentjerodt, Alberto: 184
Harguindeguy, Albano: 292
Harrington, Edwin: 668, 669, 674, 676, 679, 680
Hasbún Zaror, Raúl: 114, 204, 586
Hayes Olivares, Mario: 575
Heitmann Woerner, Walter: 96
Helms, Jesse: 565, 566
Henríquez Aliste, Héctor: 398
Hernández, Manuel: 683
Hernández Anderson, Gabriel: 391, 392
Hernández Armengol, Francisco “Gabito”: 78, 594
Hernández Cubillos, Cardenio: 576
Hernández Flores, Carlos Segundo: 302
Hernández Flores, Nelson: 302
Hernández Flores, Oscar: 302
Hernández Jaque, Juvenal: 131, 354
Hernández Pedreros, Osvaldo: 508, 509, 520
Hernández Vásquez, Martín: 160
Herrada Armijo, Juan Bautista: 580
Herrera Benítez, Alicia: 145
Herrera Latoja, Francisco: 46, 135
Herrera Villegas, José: 302
Herreros Mardones, Francisco: 676, 697
Hevia Rivas, Renato: 303
Heynowski, Walter: 206
Hidalgo, José Manuel: 340, 682
Hidalgo, Paulo A.: 675
Hidalgo Calvo, César: 690
Hiriart Rodríguez de Pinochet, Lucía: 177, 193, 269, 317, 320, 326, 337, 454, 508, 562, 595
Holzeimer, Hermann: 545, 551, 693
Honorato Mazzinghi, Pablo: 234
Horman, Charles: 97, 669
Hormazábal Díaz, Fernando: 385, 419
Hormazábal Salgado, Guillermo: 347, 348, 465
Hormazábal Sánchez, Ricardo: 371, 451, 461, 687
Hourton Poisson, Jorge: 303, 692
Hübner Gallo, Jorge Iván: 206
Huepe García, Claudio: 102, 416
Huerta Celis, Vicente: 131, 684
Huerta Díaz, Ismael: 26, 29, 41, 48, 92, 94, 95, 97, 98
Humeres Magnan, Héctor: 216, 217, 218, 219, 220, 483, 684
Humphrey, Hubert: 178
Humphreys, Jorge: 670
Huneeus Cox, Alejandro: 680
Huneeus Madge, Carlos: 642, 689, 693
Hurtado, Oswaldo: 672
Hurtado Contreras, José Tomás: 371
Hurtado Merino, María de la Luz: 674
Hurtado Ruiz-Tagle, Carlos: 436
Hussein de Jordania: 129
Hutt Gunther, Juan: 669, 671

I
Ibáñez Barceló, Francisco: 689
Ibáñez Barceló, Miguel: 689
Ibáñez del Campo, Carlos: 428
Ibáñez Ojeda, Pedro: 131, 221, 356, 357, 500, 684, 689
Ibáñez Tillerías, Eduardo: 606
Iglesias Beaumont, Daniel: 680
Illanes Fernández, Gastón: 243
Illanes Fernández, Javier: 174, 321
Incerti, Corrado: 671
Infante Araneda, Carlos: 583
Infante Barros, María Teresa: 381
Infante Díaz, Florencio: 85
Insunza, Miguel: 668
Insunza Bascuñán, Iván: 145
Insunza Becker, Jaime: 467, 692
Insunza Becker, Jorge: 140
Iraçábal Irigoen, Alberto: 339
Iraçábal Lobo, Luis: 339
Irarrázabal Covarrubias, Jaime: 118
Irarrázabal Llona, Tomás: 184
Irigoyen, Hipólito: 54
Irureta Aburto, Narciso: 416, 451, 457, 652
Isabel II de Inglaterra: 286
Israel Russo, Alberto: 646
Iturriaga Marchesse, Pablo: 26
Iturriaga Ruiz, Osvaldo: 219, 269, 374, 483
Izquierdo, Luis: 679
Izurieta Molina, Oscar: 131, 684

J
Jaña Jirón, Efraín: 26
Jaque Araneda, Duberildo: 689
Jara, Mario: 313
Jara Aravena, Eduardo: 346, 348, 349, 683
Jara Cruz, Juan: 444
Jara Franzoy, Alberto: 692
Jara Lazcano, Alejandro: 273, 675
Jara Martínez, Víctor: 51
Jara Miranda, Eduardo: 679
Jaramillo Lyon, Armando: 449, 473, 524, 695
Jarlan Pourcel, André: 492, 589, 596
Jarpa Reyes, Sergio Onofre: 93, 209, 221, 275, 290, 292, 436, 451, 457, 461, 463, 464, 465,
466, 467, 468, 469, 470, 471, 472, 473, 474, 475, 477, 481, 482, 484, 485, 487, 488, 489,
490, 491, 492, 493, 494, 496, 497, 498, 499, 500, 501, 503, 505, 509, 623, 624, 638, 651,
657, 658, 659, 660. 690
Jerez, Orlando: 536
Jerez Horta, Alberto: 405, 687
Jerez Ramírez, Luis: 669, 677
Jeria Silva, Enrique: 145
Jiles Moreno, Pamela: 665, 667, 691, 692, 693
Jiliberto, Rodrigo: 681
Jiménez Alfaro, Tucapel: 169, 311, 395, 417, 418, 419, 425, 684, 687
Jiménez Bulnes, Manuel: 633
Jiménez de la Jara, Mónica: 517, 580, 637, 638, 650
Jiménez Lafeble, Alejandro: 692
Jiménez Vargas, Mario: 273, 313, 316, 317
Jofré Herrera, Luis Ernesto: 532
Juan Carlos I de Borbón: 127, 129, 378
Juan Pablo I (Albino Luciani): 284, 285, 295, 296, 297
Juan Pablo II (Karol Wojtyla): 284, 285, 292, 293, 294, 295, 297, 386, 415, 454, 461, 480,
481, 507, 517, 519, 520, 552, 553, 579, 580, 581, 582, 583, 584, 585, 586, 587, 588, 589,
591, 592, 593, 594, 595, 596, 597, 599, 600, 603, 604, 606, 607, 608, 609, 610, 611, 694,
695
Juica Vega, Mario: 145
Justiniano Aguirre, Horacio: 38

K
Kaempfer White, Guillermo: 253, 266
Kast Rist, Miguel: 104, 135, 187, 191, 255, 309, 358, 382, 404, 405, 408, 409, 427, 428, 430,
431, 433, 434, 435, 437
Kelly Vásquez, Roberto: 35, 36, 104, 107, 186, 247, 253, 255, 308, 309, 321
Kennedy, Edward: 97, 98, 99, 178, 556, 557, 558, 559, 560, 669
Kennedy, Jean: 558, 559
Kennedy, Pat: 558, 559
Kirberg Baltiansky, Enrique: 51
Kirilenko, Andrei: 146
Kissinger, Henry: 94, 97, 172, 173, 176, 177
Kissinger, Nancy: 177
Klein Pipper, Jorge: 144
Klik, José María: 291
Knackstedt, Gunther: 639
Kopechne, Mary Jo: 557
Korry, Edward: 188
Kozinski, Jerzy: 203
Krasnoff Marchenko, Miguel: 73
Krauss Rusque, Enrique: 370, 687
Kreimann, Angel: 118
Kreutzberger Blumenfeld, Mario: 336
Krivine, Alain: 668
Kunstmann, Gerardo: 687

L
Labarca Goddard, Eduardo: 139
Labarca Ricci, Aníbal: 101, 109, 666
Labbé Galilea, Cristián: 504
Lackington Hunter, Tomás: 36, 174
Lackington Montti, Enrique: 36
Lafourcade Valdenegro, Enrique: 203, 205
Laghi, Pío: 284
Lagos Escobar, Ricardo: 495, 499, 648, 663, 690
Lagos Osorio, Joaquín: 26, 38, 669
Lagos Rodríguez, Antonio: 682
Lagos Rodríguez, Mario: 682
Lagos Salinas, Ricardo: 420
Lamarca Claro, Felipe: 428, 440, 459, 488
Lambruschini, Alfredo: 293
Lami Dozo, Basilio: 288, 289, 292, 293
Landau, George: 224, 230, 257, 278, 314, 328, 678
Landau, Saul: 668, 673, 676
Landeros, Filamir: 598
Lapostol Herrera, Ariosto: 26
Lara Arriagada, René: 510
Lara Rojas, Fernando: 144
Larios de Fernández, Pura: 314
Larraín Arroyo, Luis: 381
Larraín Cruz, Rafael: 276
Larraín Fernández, Hernán: 184, 697
Larraín Garcés, Mauricio: 442
Larraín Mira, Luz: 366
Larraín Mira, Magdalena: 366
Larraín Mira, Trinidad: 366
Larraín Orrego, Augusto: 414
Larraín Peña, Fernando: 183, 441
Larroulet Vignau, Cristián: 191, 670
Latorre Carmona, Juan Carlos: 585, 600
Laurent, Frédéric: 671, 673
Lavandero Illanes, Jorge: 451, 455, 456, 465, 468, 487, 689
Lavandero Lataste, Mario: 51
Lavín Fariña, Jaime: 171, 286
Lavín Infante, Joaquín: 647, 688
Lazo Rodríguez, Juan Jorge: 368
Lazo Santander, Luis: 145
Leal Pereira, Arsenio: 141, 144
Leanza, Guiseppe: 520
Lecaros Zegers, Raúl: 204, 368
Lechner, Norbert: 674
Legrand, Ivonne: 418, 477
Lehmann Chaufour, Pierre: 436
Leigh Guzmán, Gustavo: 25, 28, 35, 36, 37, 41, 42, 43, 46, 47, 48, 72, 79, 80, 83, 84, 98, 103,
108, 130, 131, 132, 133, 170, 171, 180, 189, 190, 192, 194, 211, 212, 213, 214, 215, 216,
217, 218, 220, 221, 227, 238, 252, 259, 260, 261, 262, 263, 264, 265, 266, 268, 269, 270,
271, 273, 274, 278, 307, 351, 370, 483, 655, 670, 676, 679
Leigh Guzmán, Hernán: 42, 213
Leigh Guzmán, Sergio: 26, 266
Leighton Guzmán, Bernardo: 30, 125, 140, 179, 185
Leiva, Jorge: 398
Le May Délano, Charles: 213, 244, 288, 289, 319, 320, 322, 327, 328
Lenin, Vladimir Ilich: 186
Léniz Cerda, Fernando: 34, 35, 36, 46, 105, 106, 108, 109, 110, 435, 440, 515, 516, 517, 521,
523, 525, 543, 547
León, Jorge: 671
León Hurtado, Avelino: 519, 624
León Puelma, Hugo: 108, 247, 249, 253
Letelier, Rodolfo: 203
Letelier del Solar, Fabiola: 118, 687
Letelier del Solar, Orlando: 51, 167, 178, 179, 185, 193, 224, 226, 231, 245, 247, 251, 252,
253, 255, 256, 263, 266, 275, 278, 279, 281, 307, 313, 325, 676
Letelier Saavedra, Ricardo: 321
Letelier Skinner, Guillermo: 614
Leturia Mermod, Javier: 184, 368, 690
Libedinsky Tschorne, Marcos: 224, 230
Liebman, Marvin: 99
Liendo, Horacio: 290
Liendo Vera, José Gregorio: 53, 68, 396
Lievano, Indalecio: 304
Lillo, Samuel: 349
Lincolao, Isolina: 669
Lindstrom, Naomi: 675
Lipthay von Kisfalud, Antal: 61, 326, 682
Lira Bianchi, Francisco: 54
Lira Bianchi, Juan Pablo: 674
Lira Matus, Diego: 571, 574, 577
Lira Ovalle, Samuel: 372, 382, 437, 617, 618
Lira Peñafiel, Angélica: 366
Littin Cucumides, Miguel: 206
Livingstone, David: 677
Lizana Steinfordt, Mario: 96
Llambías, Inés: 668
Llidó Mengual, Antonio: 53, 116
Llomas, Pelayo: 320
Long Alessandri, Eduardo: 679, 687
Longueira Montes, Pablo: 690
Lopetegui Torres, Javier: 266, 267, 271
López, Aquiles: 666
López, Marcelo: 646
López Angulo, Gerardo: 266
López B., Victor Aquíles: 669
López Blanco, Julio: 322
López Dawson, Carlos: 394
López Jiménez, Manuel: 344
López Portillo, José: 439
López Sagredo, Cristián: 184
López Silva, Claudio: 474, 603
López Silva, Roberto: 371
López Suárez, Nicolás: 145
López Titus, Jorge: 402
López Torres, Juan: 139, 144
Lorca Rojas, Gustavo: 195, 276
Lorca Tobar, Carlos: 420
Lorrain, Paul: 203
Loyola Osorio, Eduardo: 118
Lozano, Francisco Javier: 608
Lúcares Robledo, Jaime: 322
Lúcar Figueroa, Jorge: 508
Luco, Alfonso: 581
Luco Valenzuela, Joaquín: 679, 684
Lüders Schwarzenberg, Rolf: 79, 411, 412, 432, 433, 436, 437, 439, 441, 445, 446, 447, 448,
687, 689
Luengo Escalona, Luis Fernando: 524, 679, 689
Luque, María José: 694
Lutz Urzúa, Augusto: 38, 39, 63, 66, 78, 82, 158
Lyon Correa, Bárbara: 518
Lyon Salcedo, Fernando: 43, 81, 109, 357, 358, 361, 482, 634

M
Mackay Jaraquemada, Mario: 29, 46, 250
Mackenna Shiell, Luis: 435
Madariaga Gutiérrez, Mónica: 43, 45, 79, 81, 186, 195, 209, 211, 215, 217, 218, 219, 231,
234, 235, 247, 251, 253, 327, 337, 338, 351, 355, 357, 359, 360, 361, 373, 375, 408, 436,
444, 447, 458, 459, 474, 481, 482, 517, 624, 690
Magnet Ferrero, Odette: 682, 683, 689, 692
Magnet Pagueguy, Alejandro: 118, 203
Magni Camino, Cecilia: 568
Mahn Schoepen, Liliana: 174
Maira Aguirre, Luis: 420, 523, 524, 525, 526, 664, 695
Malbrich Baltra, Alfredo: 570, 571, 572, 574
Maldonado Boggiano, Luis: 626, 633, 681
Mallea Bravo, Luciano: 145
Mallol Comandari, Cristián: 74
Maluenda Campos, María: 467, 687
Mandiola Campos, Francisco Javier: 198
Mandujano Navarro, Manuel: 525
Manion, Christopher: 566
Manns de Folliot, Patricio: 207, 675
Manrique, Javier: 154
Manso Santibáñez, Raimundo: 681
Marambio Cabrera, Augusto: 96
Marchand Stens, Luis: 243
Marchant Moya, Hugo: 478, 479
Marcos, Ferdinand: 319, 321, 322, 323, 325, 329, 330
Marcos, Imelda: 322, 329
Mardones Restat, Carlos: 96
Marholz, Maximiliano: 52
Marín, Mario: 313
Marini, Piero: 596, 607
Marín Millie, Gladys: 139, 140, 143, 144, 422
Marín Vicuña, Arturo: 382
Maroto Pérez, Rafael: 160
Márquez de la Plata Irarrázabal, Alfonso: 183, 210, 249, 253, 382, 497, 498, 616, 617, 624,
655, 661
Márquez de la Plata Irarrázabal, Rodrigo: 385
Márquez Miranda, Juan de Dios: 571
Martin Díaz, Ricardo: 27
Martín Sáez, Manuel: 447, 459, 460, 463, 474, 488, 497
Martínez, Joel: 540
Martínez, Tito: 395
Martínez Araya, Luis: 391
Martínez Busch, Jorge: 604, 605
Martínez de Perón, María Estela: 240
Martínez Ocamica, Gutenberg: 648, 650, 659
Martínez Poblete, Antonio: 667, 691, 692
Martínez Quijón, Guillermo: 145
Martínez R., Guillermo: 684
Martínez Somalo, Eduardo: 591, 595
Martínez Sotomayor, Carlos: 366
Martínez Ugarte, Rodolfo: 266, 288
Martínez Williams, Jaime: 188, 189, 301
Martini Lema, José: 189, 264, 265, 266, 268
Martner Fanta, Gonzalo: 642, 649
Maruenda Valencia, Félix: 200
Marx, Karl: 186, 203
Masihy Duery, Jorge: 344
Massa Armijo, Jorge: 255, 617, 619
Massad Abud, Carlos: 105
Massera, Emilio: 79, 223, 244, 286, 290, 293, 548, 551
Matta Echaurren, Roberto: 200
Matte Alessandri, Adriana: 456, 684
Matte Larraín, Eleodoro: 580, 581, 670
Matte Larraín, Patricia: 497, 670
Matte Varas, Joaquín: 579, 584, 596, 680
Matthei Aubel, Fernando: 135, 180, 216, 220, 253, 263, 264, 265, 266, 268, 269, 271, 273,
328, 367, 485, 544, 545, 546, 549, 550, 551, 562, 619, 621, 652, 656, 660, 661, 662, 663,
675, 693
Matthei Fornet, Evelyn: 660
Maturana Erbetta, Fernando: 263, 524, 631
Maturana González, Luis: 145
Maureira Lillo, Sergio: 302
Maureira Muñoz, José Manuel: 302
Maureira Muñoz, Rodolfo Antonio: 302
Maureira Muñoz, Segundo Armando: 302
Maureira Muñoz, Sergio Miguel: 302
Mayol Durán, Manfredo: 204, 221, 647
McAuliffe, Dennis: 675
Mclntyre Espinoza, Ronald: 226
McNamara, Robert: 133
McPherson, Patricia: 43
Meany, George: 307, 681
Medina Estévez, Jorge: 122, 370, 371, 680
Medina Gálvez, Guillermo: 131, 355
Medina Lois, Alejandro: 281, 312, 316, 317, 382, 447, 567
Medina Lois, Ernesto: 312
Meirelles Passos, José: 693
Mejías Huicán, Mario: 596
Melero Abaroa, Patricio: 282
Mellado, Carlos: 692
Mellado Espinoza, Enrique: 169, 681
Melnick Israel, Sergio: 612, 613, 617, 644, 650, 651, 652
Melo Pradenas, Mario: 69
Mena, Nalvia Rosa: 144
Menanteau Aceituno, Humberto: 74
Mena Salinas, Odlanier: 26, 53, 91, 157, 158, 159, 166, 227, 228, 229, 230, 231, 232, 233,
234, 241, 250, 254, 320, 326, 327, 331, 335, 341, 342, 343, 344, 345, 671, 677, 682, 683
Méndez, Roberto: 498
Méndez Arceo, Sergio: 153
Méndez González, Juan Carlos: 104, 107, 431, 434, 440, 670
Mendoza Durán, César: 25, 36, 37, 43, 46, 58, 80, 132, 171, 192, 211, 212, 220, 221, 250,
263, 264, 265, 266, 269, 331, 332, 333, 339, 482, 509, 513, 523, 533, 529, 532, 536, 537,
538, 539, 541, 546
Menem, Carlos Saúl: 558
Menéndez, Luciano Benjamín: 283, 679
Menéndez, Mario Benjamín: 679
Merino Castro, José Toribio: 24, 25, 36, 37, 43, 45, 46, 79, 80, 84, 92, 95, 106, 127, 128, 132,
171, 206, 211, 212, 214, 215, 217, 218, 220, 226, 262, 263, 264, 265, 269, 274, 326, 327,
361, 373, 382, 401, 463, 482, 485, 486, 491, 513, 519, 537, 546, 549, 550, 561, 562, 567,
604, 605, 606, 621, 628, 652, 656, 661, 662, 663
Merino Varas, Ulises: 144
Merino Vega, Marcia Alejandra: 73
Mery Scopinich, Hugo: 669
Mesa García-Huidobro, Eladia: 455, 456
Miatello, Hugo Mario: 680
Michea Muñoz, Julio Luis: 536, 540, 541
Millán, Isabel: 536
Millas Correa, Hernán: 96, 97, 201, 672, 673, 674, 677, 678, 679, 680, 689, 692
Millas Correa, Orlando: 138, 139, 140
Millas Jiménez, Jorge: 170, 371, 684, 685
Mimiza, Edgardo: 651
Mimiza Brayevich, Antonio: 169
Minchel Balladares, Luis: 485, 695
Mingo Díaz, Sergio: 366
Mingo Echavarría, José Miguel: 366
Mingo Echavarría, Julián: 366
Mingo Marinetti, Julián: 366
Miranda Carrington, Sergio: 279, 313, 314
Miranda Godoy, Darío: 145
Miranda Luna, David: 139, 144
Miranda Salas, Félix: 202
Mistral, Gabriela: 206
Modiano, Paulina: 655, 670
Moffit, Michael: 167, 178
Moffit, Ronnie Karpen: 167, 178
Molfiqueo, Víctor: 71
Molina Alcalde, Arsenio: 412, 670
Molina Armas, Pilar: 671
Molina Benítez, Sergio: 433, 689
Molina Cabrera, Carlos: 418
Molina Donoso, Claudio: 575
Molina Fraga, Claudio: 303, 337, 339,
Molina Fuenzalida, Joaquín: 54
Molina Ruiz, Florentino Alberto: 139, 144
Molina Silva, Sergio: 416, 515, 516, 517, 521, 523, 526, 543, 545, 546, 552, 553, 638, 639,
650, 651, 654, 656, 660, 695
Molina Valdivieso, Germán: 118, 399
Molina Valdivieso, Jorge: 303, 692, 695
Monckeberg Barros, Fernando: 174
Monckeberg Pardo, María Olivia: 670, 672, 677, 692
Monsalve Sandoval, José: 686
Montagna Bargetto, Aldo: 43, 103, 109, 357, 634, 675
Montealegre, Jorge: 667
Montealegre Klenner, Hernán: 118, 149, 150, 176
Montero Cornejo, Raúl: 37
Montero Letelier, Guillermo: 310
Montero Marx, Enrique: 62, 134, 152, 178, 209, 212, 220, 221, 225, 228, 229, 231, 232, 233,
269, 357, 365, 426, 427, 434, 436, 443, 444, 445, 447, 448, 454, 455, 456, 458, 459, 464,
634
Montero Schmidt, Benjamín: 96
Montes, Oscar: 224, 287, 293
Montes Cisternas, Carlos: 642
Montes Matte, Fernando: 581
Montes Moraga, Jorge: 141
Montoro, Franco: 367
Montoya Vilches, Raúl: 145
Mora, Marcial: 689
Moraga Contreras, Marcial: 575
Moraga Cruz, Luis: 144
Moraga Duque, Juan Carlos: 395
Moraga Garcés, Juan: 145
Morales Abarzúa, Joaquín: 689
Morales Bermúdez, Francisco: 241, 244
Morales Curbis, Hugo: 270, 471
Morales Mazuela, Víctor: 145
Morales Morales, Rosa: 145
Morales Ramírez, Miguel: 144
Morales Retamal, Carlos: 349, 368, 671
Morandé Arthur, Gloria: 366
Morandé Arthur, Josefina: 366
Morandé Fernández, Rafael: 508
Morandé Peñafiel, Ana María: 366
Morandé Peñafiel, Isabel: 366
Morandé Peñafiel, Paula: 366
Morandé Peñafiel, Verónica: 366
Morel Donoso, Alejandro: 26
Morel Donoso, Enrique: 42, 45, 81, 200, 313, 333, 335, 669
Moren Brito, Marcelo: 74
Moreno, José: 687
Moreno, Hernán: 471, 690
Moreno, Roberto: 64, 71, 72
Moreno Laval, Enrique: 607
Moreno Laval, Jaime: 675, 676, 679, 681, 683, 686
Moreno Rojas, Rafael: 217
Morente Aznar, Alfonso: 677
Morris, Nancy: 675
Moscardó Ituarte, José: 129
Mosciatti, Nibaldo Fabrizio: 696
Mosquera Jarpa, Rolando: 229, 230
Mouat Croxatto, Francisco: 697
Moya Toro, José Abelardo: 575
Mujica, Luis: 173
Mujica Artega, Rodrigo: 185, 670
Mujica Canales, Federico: 169
Müller Sproat, Tomás: 689
Munita Castillo, Patricio: 70
Munizaga Solo de Zaldívar, Giselle: 684
Muñoz, Víctor: 42
Muñoz, Waldo: 606
Muñoz Alarcón, Juan René: 668, 673
Muñoz de la Parra, Leopoldo: 511
Muñoz Espinoza, Diego: 202
Muñoz Navarro, Roberto: 322
Muñoz Poutays, Jorge: 143, 144
Muñoz Valenzuela, Heraldo: 669, 676, 682
Muñoz Vega, Pablo: 153
Murillo Hernández, Jorge: 118
Murillo Viaña, Fernando: 92
Musante Romero, Hugo: 46, 108, 670
Muskatblit Eidelstein, Abraham: 577
Myrdal, Gunnard: 203

N
Naranjo Urrutia, Alfonso: 694
Nattino Allende, Santiago: 511, 512, 529, 534
Navarrete, Sergio: 525
Navarrete Martínez, Jorge: 96, 97
Navarrete Ruiz, Gustavo: 540
Navarro Allende, Fernando: 145
Navarro Ceardi, Arturo: 674
Navarro Salinas, Manuel: 302
Navarro Tobar, José: 27, 29, 33, 34, 36, 96
Navarro Vega, Luis: 302
Navas Bustamante, Sara: 505
Nazal Quiroz, Miguel: 145
Neckelmann Schutz, Guy: 155
Neruda, Pablo: 202, 467
Neumann Etienne, Jacobo: 131
Neumann Gálvez, Mario: 336, 338
Neumann Lagos, Humberto: 456
Niemann Núñez, Luis: 253
Nieto, Miguel Ángel: 694
Nixon, Richard: 97, 98, 172
Nogueira Alcalá, Humberto: 684, 696
Norambuena Fernandois, Luis: 395
Novoa Vásquez, Jovino: 191, 365, 366, 647, 684, 687
Novo Sampol, Guillermo: 251
Núñez Allendes, Alfredo: 585, 591, 592, 600, 601
Núñez Benavides, Rodolfo: 145
Núñez Henríquez, Guillermo: 199, 674
Núñez Villarroel, Ramón: 198
Nuño Bawden, Sergio: 38, 40, 126

O
O’Higgins Riquelme, Bernardo: 47, 386
O’Leary, Jeremiah: 227, 676
O’Shea, Patricia: 667, 684, 688, 690, 691, 692, 693, 694, 695, 696, 697
Oakley, Phyllis: 639
Obando, Hugo: 670
Obando Rodríguez, Germán: 563
Ochagavía Valdés, Fernando: 485
Odalaig, Arbahil: 130
Ojeda Vargas, Carlos: 558, 563
Olate Olate, Gustavo: 202
Olavarría, Humberto: 164
Olderock Bernhard, Ingrid: 90
Olievskaia, Katia: 139
Olivares, Oscar: 690
Olsen Nielsen, Karen: 96
Opazo Bascuñán, Carlos: 455
Opazo Bernales, Rodolfo: 200
Opazo Gómez, José: 336, 683
Ordóñez Lamas, Iván: 302
Orellana Catalán, Juan René: 145
Orellana Riffo, Norma: 346
Orfila, Alejandro: 172, 177, 178, 192
Ormeño, Freddy: 598
Ormeño Melet, Gabriel: 640, 649, 652, 653, 654, 655
Oróstica Palma, José: 455
Orozco, José Clemente: 198
Orozco Sepúlveda, Héctor: 26, 226, 230, 231, 252, 254, 278, 281, 314, 671, 678
Orrego Salas, Juan: 675
Orrego Salas, Valericio: 368, 419
Orrego Vicuña, Claudio: 202, 416, 676, 680
Orrego Vicuña, Francisco: 291, 292
Ortega, Sergio: 207
Ortega Araya, Víctor: 686
Ortega Riquelme, Miguel: 303, 415
Ortega Silva, Miriam: 686
Ortiz Cuttman, Adrián: 669
Ortiz Letelier, Fernando: 145
Ortiz Navarro, Rafael: 81, 354, 671
Ortiz Quiroga, Luis: 456
Ortiz Valladares, Francisco: 144
Ortúzar Escobar, Enrique: 28, 131, 186, 194, 195, 235, 262, 276, 298, 351, 352, 353, 354,
355, 356, 357, 358, 359, 360, 373, 625, 626, 633, 683, 684, 686
Ortúzar Rojas, Ignacio: 116, 299
Osbén Cuevas, Sergio: 398
Osorio, Eduardo: 512
Osorio Mardones, Guillermo: 227, 676
Ossa Bulnes, Juan Luis: 381
Ossa Puelma, Nena: 99
Ossandón Cañas, Guillermo: 692
Otero, Rolando: 173
Otsu Vicencio, Minor: 349
Ovalle Quiroz, Jorge: 28, 41, 131, 180, 181, 194, 213, 262, 265, 268, 273, 274,276, 351, 457,
665, 675, 679
Ovando Zeballos, Hugo: 432, 433
Oviedo Cavada, Carlos: 608, 671, 680
Oyarce Parraguez, Elías: 418
Oyarzún Iglesias, María Eugenia: 174

P
Pablo Elorza, Tomás: 679, 684
Pabst Yáñez, Omar: 204
Pacheco Altamirano, Arturo: 200
Pacheco Gómez, Máximo: 188, 301, 456, 558, 656, 680, 684
Padilla, Alfonso: 675
Padilla, Carlos: 322
Pagliai, Pierluigi: 162
Palacios Cameron, Pedro: 38, 669
Palacios Ruhmann, Javier: 38, 108
Palma Donoso, Jorge: 478, 479
Palma Fourcade, Aníbal: 51, 172, 492
Palma Irarrázabal, Ana María: 371
Palma Ramírez, Adolfo: 534
Palma Robledo, Daniel: 145
Palma Vicuña, Ignacio: 467, 684
Pantoja Henríquez, Jerónimo: 228, 229, 233, 234, 251
Papi Beyer, Paola: 339
Parada, José: 540
Parada Barrios, Mauricio: 414
Parada Maluenda, José Manuel: 118, 510, 511, 512, 513, 529, 530
Parada Ritchie, Roberto: 300
Paredes Barrientos, Eduardo “Coco”: 51, 205
Paredes Pizarro, Fernando: 390, 434, 669
Paredes Wetzer, Jorge: 26
Pareto González, Luis: 465, 693
París Roa, Enrique: 138, 144
Parot Benavides, Arturo: 366
Parot Benavides, Ricardo: 366
Parra, Angel Cereceda: 207
Parra, Isabel Cereceda: 207
Parra León, Mariano: 153
Parra Sandoval, Nicanor: 197
Pascal Allende, Andrés: 50, 73, 123, 130, 159, 160, 161, 334, 339, 340, 568, 569, 668
Passicot Callier, Andrés: 463, 487, 690
Pastor, Carlos Washington: 285, 293, 294
Pastrana Borrero, Misael: 95
Paulo VI (Giovanni Battista Montini): 113, 116, 117, 124, 284, 295, 296, 453
Paulsen Silva, Fernando: 670, 691
Pavez Basso, Darío: 524
Payne, Douglas: 693
Paz, Virgilio: 125, 161, 166
Paz Campos, Nelson: 394
Paz Estenssoro, Víctor: 242
Peña Díaz, Sergio: 479
Peñafiel Edwards, Francisca: 366
Peñafiel Salas, Angélica: 366
Peñafiel Salas, Josefina: 366
Peña Hen, Jorge: 468
Peñailillo Parra, Ana Luisa: 340, 682
Pereda, Juan: 291
Pereira Becerra, Santiago: 451, 687
Pereira Larraín, Jaime: 275, 682
Pereira Plaza, Reinalda: 145
Perelman Ide, Juan Carlos: 71
Perelman Ide, Pablo: 206
Peretiatkowicz Valdés, Juan Andrés: 598
Pérez, Carlos Andrés: 95, 177
Pérez Hormazábal, Sergio: 437
Pérez Molina, Sergio: 65, 73, 74
Pérez Ríos, Rosendo: 54
Pérez Soto, Ulises: 525
Pérez Tremps, Pablo: 684
Pérez Vargas, Dagoberto: 68, 160, 334
Pérez Zurita, Vicente: 204
Pérez de Arce Ibieta, Hermógenes: 675, 697
Peri Fagerström, René: 436, 619
Perón, Juan Domingo: 30, 98
Pfeffer Urquiaga, Emilio: 684
Philippi Izquierdo, Julio: 109, 131, 186, 243, 286, 626, 633, 684, 686
Phillips Peñafiel, Patricio: 524, 526, 695
Pica Urrutia, René: 233, 234, 374
Pick, Zuzana M.: 674
Pincheira Villalobos, Patricio: 339
Pineda, Marcia: 667
Pineda de Castro, Alvaro: 123
Pinochet de la Barra, Oscar: 671, 677, 679, 680, 685
Pinochet Hiriart, Lucía: 187, 275, 317, 326, 353, 362, 383, 417, 610
Pinochet Sepúlveda, Manuel: 174
Pinochet Ugarte, Augusto: 25, 27, 30, 34, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 43,108, 44, 45, 46, 47,
48, 57, 61, 62, 63, 65, 66, 71, 77, 78, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 87, 91, 93, 95, 98, 102, 103,
105, 107, 108, 109, 111, 113, 117, 119, 120, 121, 123, 124, 126, 127, 128, 129, 130, 131,
132, 133, 134, 140, 142, 147, 149, 150, 152, 155, 157, 158, 159, 163, 164, 165, 170, 171,
172, 173, 174, 176, 177, 178, 179, 180, 181, 185, 186, 187, 189, 190, 191, 192, 193, 194,
195, 200, 202, 209, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 217, 218, 219, 220, 221, 223, 224,
226, 227, 228, 231, 232, 233, 237, 238, 239, 240, 244, 245, 247, 248, 249, 251, 252, 255,
259,260, 261, 262, 263, 264, 265, 269, 271, 273, 274, 275, 276, 277, 279, 280, 281, 285,
287, 288, 289, 290, 292, 305, 307, 308, 309, 310, 311, 313, 314, 315, 316, 317, 319,
320,321, 322, 323, 324, 325, 326, 327, 328, 329, 332, 335, 343, 345, 349, 350, 351, 352,
356, 357, 358, 359, 360, 361, 362, 363, 364, 367, 369, 370, 371, 372, 373, 374, 377, 378,
379, 381, 382, 383, 384, 385, 386, 387, 390, 391, 401, 404, 405, 408, 409, 410, 411, 415,
416, 425, 426, 427, 428, 429, 430, 432,433, 442, 444, 446, 447, 449, 452, 454, 455, 456,
457, 459, 461, 463, 466, 467, 468, 470, 471, 473, 474, 475, 481, 482, 483, 484, 485, 486,
487, 488, 490, 491, 492, 493, 494, 495, 496, 497, 500, 503, 504, 505, 507, 508, 509, 510,
516, 520, 522, 526, 527, 535, 536, 537, 539, 544, 546, 547, 548, 549, 550, 551, 552, 553,
556, 557, 560, 561, 562, 567, 568, 569, 576, 577, 582, 584, 587, 588, 589, 591, 592, 594,
595, 596, 609, 610, 611, 612, 613, 615, 616, 618, 619, 620, 621, 623, 624, 625, 627, 628,
630, 634, 635, 640, 641, 642, 643, 645, 646, 647, 650, 652, 657, 659, 661, 662, 663, 665,
666, 667, 671, 673, 674, 675, 677, 681, 690, 693, 694
Pinochet Ugarte, Nena: 245
Pinto Arroyo, Edras: 145
Pinto, José Domingo: 683
Pinto Torres, Silvia: 154, 311
Piña Vargas, Ramón: 398
Piñera Carvallo, Bernardino: 114, 186, 369, 498, 506, 521, 580, 581, 587, 594, 595, 599, 608,
680
Piñera Echenique, José: 183, 191, 309, 311, 312, 316, 358, 367, 380, 381, 382, 383, 404,
407, 408, 409, 410, 431, 495, 506, 507, 614, 615, 616, 623, 681, 685, 695
Pironio, Eduardo Francisco: 295
Pizarro Molina, Waldo: 145
Poblete Barth, Renato: 454, 521, 580, 599
Poblete Catalán, Gustavo: 198
Poblete Fernández, Gerardo: 116
Poblete Iturrate, Orlando: 368, 617, 618, 619, 634, 644, 646, 647, 648, 653
Podlech Michaud, Carlos: 443, 444
Poduje Sapiaín, Miguel Angel: 617, 618, 655, 661
Polanco Valenzuela, Oscar: 394, 395
Politzer Kerekes, Patricia: 667, 672, 676, 691, 693
Pollack, Benny: 688
Pollarolo Villa, Fanny: 691
Polloni Pérez, Julio: 39, 58, 63, 87, 666
Polloni Pérez, Sergio: 158, 671
Pomés García, Juan: 152
Ponce Lerou, Julio: 109, 312
Ponce M., Homero: 689
Ponce Vicencio, Exequiel: 420
Ponomarev, Boris: 146
Popper, David: 97, 173, 177
Porta Angulo, Fernando: 321, 681
Portales Cifuentes, Carlos: 676
Portales Palazuelos, Diego: 78, 203, 386
Portilla Portilla, Armando: 145
Porzio, Tino: 160
Pozo Burdiles, Luis: 118
Pozo Ruiz, Felipe: 691
Prado Aránguiz, Jorge: 427, 436, 520, 617
Prat Chacón, Arturo: 293
Prat Echaurren, Jorge. 310, 381
Prats González, Carlos: 40, 79, 179, 185, 282, 669
Precht Bañados, Cristián: 118, 148, 149, 150, 298, 301, 304, 579, 580, 581, 582, 585, 596,
597, 601
Prieto, Gonzalo: 689
Prieto Bafalluy, Alfredo: 310, 317
Prieto Gándara, Gonzalo: 27, 29
Prieto Sánchez, Patricio: 560
Primatesta, Raúl Francisco: 284, 285
Proaño, Leonidas: 153, 154, 672
Propper, Eugene: 224, 225, 226, 230, 231, 233, 250, 275, 314, 666, 672, 673, 676, 678
Prussing Schwartz, Luis: 538
Puelma Claro, Alfonso: 680
Puga Cappa, Alvaro: 42, 114, 135, 187, 190, 327, 343, 682
Puga Concha, Mariano: 596
Puga Rojas, Ana María: 74
Puig, Manuel: 203
Pulido Espinoza, Roberto: 368, 658
Pumpin Belloni, Guillermo: 43, 83

Q
Quevedo Leiva, Eduardo: 203
Quezada Mix, René: 266
Quezada Solís, Mario: 144
Quintana Arancibia, Carmen Gloria: 565, 589, 599, 627
Quintana Peña, Germán: 642
Quinteros, Celso: 683
Quinteros Soto, Adolfo: 455
Quiñones Ibaceta, Juan: 145
Quiñones López, Carlos: 310, 373, 381, 382, 685

R
Rahily, Carol: 670
Rainiero de Mónaco: 129
Ramaciotti Fracchia, Aldo: 687
Ramírez, Eduardo: 322
Ramírez Cáceres, Juan Domingo: 443
Ramírez Caldera, Charles: 393
Ramírez Ceballos, Pedro Felipe: 172, 398
Ramírez Migliassi, Francisco: 550, 611, 612, 688
Ramírez Miranda, Octavio: 681
Ramírez Pineda, Luis: 290, 669
Ramírez Ramírez, Hernán: 322
Ramírez Rurange, Hernán: 26, 504
Ramos Garrido, Oscar: 145
Ramos Muñoz, Rolando: 312, 382, 408, 426
Ramos Vivanco, Oscar: 145
Randolph Segovia, José: 535
Ratier Noguera, Hugo: 342, 396, 478, 480, 682
Ratu Sir Kamisese Mara: 324
Reagan, Ronald: 344, 387
Rebolledo Cisternas, Gerardo: 576
Recabarren González, Luis Emilio: 144
Recabarren González, Manuel: 144
Recabarren Hidalgo, Lautaro: 253
Recabarren Rojas, Floreal: 685
Recabarren Rojas, Manuel: 144
Redlich, Evaldo: 54
Rehren Pulido, Alfredo: 26
Reiger Rago, Augusto: 669, 671
Reindl Hauser, Max: 192, 201
Reitze Campos, Cristián: 695
Retamal López, Rafael: 152, 452, 532, 533, 535
Retamal Sepúlveda, Julia: 145
Reyes, Eugenio: 665
Reyes, Juan: 414
Reyes, Juan Claudio: 691
Reyes Bustamante, Sergio: 312
Reyes Manríquez, Enrique: 396
Reyes Susarte, Raúl: 398
Reyes Tastets, Luis Alberto: 42, 313
Reyes Urra, Ricardo: 398
Reyes Vicuña, Tomás: 188, 217, 364, 378, 416, 417, 448, 449, 467, 687
Reymond Aldunate, Carlos: 471
Richards Rojas, Jorge Andrés: 377, 378
Riesco Jaramillo, Ricardo: 639
Riesenberg Friedmann, Sergio: 206, 647
Riesle Contreras, Héctor: 95, 302, 328, 461, 506, 507, 520
Riffo Figueroa, Julio: 686
Rillón Romani, Andrés: 505
Rillón Romani, Sergio: 24, 25, 37, 380, 461, 494, 498, 501, 503, 505, 506, 520, 523, 536, 579,
581, 582
Riofrío de Merino, Margarita: 269
Ríos Alvarez, Lautaro: 531
Ríos Arias, Eduardo: 169, 417, 434
Ríos Crocco, Alicia: 531
Ríos Gallardo, Conrado: 240, 677
Ríos López, Esme: 346
Ríos Santander, Mario: 210
Rioseco, Manuel: 96
Rioseco Vásquez, Víctor: 96
Riquelme Paz, Samuel: 140
Riquelme Pino, Aníbal: 145
Risiopatrón, Andrés: 670
Rivadeneira Monreal, Ricardo: 411, 444, 631, 695
Rivas Lombardi, Hugo: 642
Rivas Otárola, Alfonso: 647
Rivera, Diego: 198
Rivera Calderón, Hernán: 382, 436
Rivera Desgroux, Eugenio: 26
Rivera Gajardo, Felipe: 577
Rivera Matus, Juan: 144
Rivera Soto, Gustavo: 54
Riveros, Gabriel: 692
Riveros Bequiarelli, Carlos: 467
Riveros Gómez, Hugo: 394
Riveros Valderrama, René: 229, 230
Riveros Varas, Luisa: 596, 695
Roa, Raúl: 94
Robledo, Marcos: 695
Rockefeller, Nelson: 129
Rodríguez, Gerardo: 85
Rodríguez Alvarado, Antonio: 681
Rodríguez Arenas, Aniceto: 51, 687
Rodríguez Gallardo, Miguel: 141, 144
Rodríguez González, Pedro Jesús: 370
Rodríguez Grez, Pablo: 184, 221, 311, 682
Rodríguez Lara, Guillermo: 153
Rodríguez Lazcano, Ignacio: 580, 581, 582, 583
Rodríguez Matte, Eleodoro: 204, 653
Rodríguez Moraga, Rodolfo Ismael: 686
Rodríguez Morales, Guillermo: 393
Rodríguez Musso, Osvaldo: 675
Rodríguez Pulgar, Agustín: 130
Rodríguez Quirós, Ambrosio: 152, 455, 456, 633, 682, 696
Rodríguez Tardel, José: 40
Rodríguez Theodor, Ervaldo: 38, 40
Rodríguez Urzúa, Alejandro: 145
Rodríguez Villegas, Hernán: 385
Rojas, Alejandro “Pipo”: 49
Rojas, Carmen: 688
Rojas, Marcela: 693
Rojas, Raúl: 690
Rojas Alvarez, Roberto: 389, 390
Rojas Denegri, Rodrigo: 565, 627, 628
Rojas Galdames, René: 95, 96, 223, 224, 288, 290, 328, 329, 378, 390, 395, 436, 446
Rojas Martínez, Juan Alejandro: 346
Rojas Pérez, Samuel: 540
Rojas Sandford, Róbinson: 666
Rojas Weiner, Alejandro: 140, 422, 688
Rojo Lluch, Vincent: 39
Román, José: 674
Román Pizarro, Mañico: 270
Román Rodríguez, Juan Pablo: 204
Romeral Jara, Alejandro
ver Fernández Larios, Armando: 224, 227, 229, 230
Romero, Juan: 647
Romero Cordero, Alberto: 202
Romero Estrada, Gonzalo: 346, 347, 348
Romero Estrada, Mario: 347, 348
Romero Olmedo, Eduardo: 344
Romo Mena, Osvaldo: 70, 74
Romo Román, Alicia: 174, 195, 276
Romuáldez, Eduardo: 329, 330, 682
Rómulo, Carlos: 319
Rosales Martínez, Roberto: 576
Rose, Juan William
ver Townley, Michael: 224, 227, 228, 229, 230
Rosembaum, Petra: 671
Rosende Subiabre, Hugo: 134, 135, 152, 169, 187, 194, 221, 252, 480, 481, 492, 496, 497,
503, 509, 518, 519, 532, 535, 536, 617, 625, 626, 627, 661, 682
Ross Díaz, Alvin: 251
Ross Ossa, Gustavo: 183
Ross Ossa, Jorge: 402, 403
Rossel, Carlos Alberto: 162
Rossi, Opilio: 453
Rouquié, Alain: 672
Rozas Ortùzar, Eliana: 688
Rubilar Salazar, Juan: 346
Rubilar Salazar, Santiago: 346, 682, 683
Ruiz, Gonzalo: 689
Ruiz, José Antonio: 513
Ruiz, Nelson: 513
Ruiz, René: 54
Ruiz Bourgeois, Carlos: 358, 382
Ruiz Bunger, Enrique: 266, 268
Ruiz Danyau, César: 665
Ruiz de Gamboa, Celeste. 268
Ruiz de Georgio, José: 691
Ruiz Pino, Raúl: 205, 206
Ruiz Undurraga, Edmundo: 186, 247, 248, 253, 264, 309
Ruiz-Tagle de Frei, María: 415
Rumor, Mariano: 416

S
Saavedra Bustillos, Rafael: 245
Saavedra Gatica, Igor: 650, 684
Saavedra Pinochet, Enrique: 245
Sáenz de Phillips, Carmen: 526, 692
Sáenz Rojas, Orlando: 92, 94, 689
Sáenz Saavedra, José Tomás: 631
Sáez, Arturo: 644
Sáez Sáez, Raúl: 34, 35, 36, 46, 48, 101, 105, 106, 107, 108, 675, 684
Sagredo Pacheco, José: 144
Sahli Natermann, Raúl: 406, 409
Sainte Marie Sorucco, Darío: 340
Sáinz Muñoz, Faustino: 285
Salas Cruchaga, Fernando: 118, 123, 160
Salas Romo, Julio: 147
Salas Wenzel, Hugo: 533, 575, 584, 585, 642
Salazar, Pedro: 583
Salazar Beltrán, Miguel: 220, 368
Salazar Salvo, Manuel: 665, 670, 682
Salazar Swett, Gonzalo. 302
Salazar Torres, Javier: 504
Salcedo Salinas, Jorge: 145
Salcedo Sepúlveda, José Manuel: 197, 371
Salcedo Vodnizza, Danilo: 170
Salgado Troquián, Alejandro: 480
Salinas Fuenzalida, Augusto: 119
Salinas Solís, Juan: 349
Salvatore Pascal, Gastón: 340
Samoré, Antonio: 285, 293
Sánchez, Robert: 153, 154
Sánchez, Roberto: 24
Sanfuentes Palma, José: 467, 695
Sanfuentes Vergara, Emilio: 35, 104
Sanguinetti, Julio María: 592
Sanhueza Cruz, Manuel: 371, 684, 687
Sanhueza López, Sergio: 266
Santa Cruz Barceló, Hernán: 92
Santa Cruz Sutil, Lucía: 658
Santa María Carrera, Federico: 402
Santander Miranda, José: 145
Santibáñez, Luis Angel: 485
Santibáñez Martínez, Abraham: 301, 668, 669, 675, 678, 680, 681, 697
Santi Luccherini, Baldo: 118
Santos Ascarza, José Manuel: 114, 149, 155, 369, 380, 461, 603, 606, 607, 692
Sánz Villalba, Sótero: 117, 123, 304
Sapunar Dubravcic, Jorge: 581
Saul, Ernesto: 674
Scarpa Martinich, Roque Tomás: 691
Schaffhauser Acuña, Pablo: 96
Scheel, Walter: 130
Scherrer, Robert: 173, 228, 229
Schindler Contardo, Rubén. 280, 313
Schnake Silva, Erich: 481, 630
Schneider, Mark: 556, 557
Schneider Chereau, René: 252, 282, 320
Schnettler Krebs, Julio: 266
Schumacher, Edward: 691
Schumann, Gerhard: 206
Schweitzer Speisky, Miguel: 108, 134, 135, 174, 177, 178, 187, 384, 444, 619
Schweitzer Walters, Miguel Alex: 228, 229, 231, 446, 619
Scroggie de Osorio, Mary Rose: 227
Seguel Molina, Rodolfo: 449, 451, 452, 455, 485
Seguel Morel, Enrique: 42, 432, 442, 445, 446, 452, 503
Sempere, Pedro: 674
Sepúlveda, Juan Manuel: 681
Sepúlveda, Ricardo: 666
Sepúlveda Cañas, Hernán: 31
Sepúlveda Cerón, Patricio: 586, 587, 603
Sepúlveda D., Gonzalo: 414
Sepúlveda Mattus, Mariano: 293
Sepúlveda Pacheco, Oscar: 676
Serra, Alfredo: 679
Serrano, Hernán: 647
Serrano, Mariano: 385
Serrano Bombal, Rodrigo: 520
Serrano Spoerer, Alfonso: 381
Serre Ochsenius, Luis Patricio: 42, 504
Sesnic, Rodolfo: 681, 686, 687
Sharpe Carte, Mario: 524, 691
Shultz, George: 639
Siebert Held, Bruno: 42, 81, 427, 436, 617
Sierra, Malú: 669, 680, 684, 686, 687, 690
Sierra Parra, Daniel: 451, 455, 456
Sigmund, Paul: 665
Signorelli Guerra, Aldo: 687
Silberman Gurovich, David: 144
Silbert, Earl: 233
Siles Salinas, Luis Adolfo: 242
Siles Zuazo, Hernán: 242
Silva, Fernando: 646
Silva B., Máximo: 436
Silva Bafalluy, Ernesto. 313
Silva Bascuñán, Alejandro: 194, 276, 351, 370, 684, 696
Silva Bustos, Pedro: 145
Silva Cimma, Enrique: 353, 449, 465, 469, 475, 516, 517, 521, 689, 691
Silva Cuevas, Luis Eugenio: 586
Silva Echenique, Patricio: 642
Silva Encina, Gisela: 42
Silva Espejo, René: 666
Silva Espinoza, Sergio: 398
Silva Garín, Patricio: 414
Silva Henríquez, Raúl: 28, 29, 62, 71, 82, 83, 106, 113, 114, 115, 117, 120, 121, 122, 123,
124, 148, 149, 150, 203, 284, 285, 295, 296, 299, 304, 305, 337, 369, 379, 380, 386, 452,
453, 454, 505, 520, 559, 665, 668, 671, 680
Silva Ibáñez, Manuel: 336
Silva Pizarro, Pablo: 576
Silva Ulloa, Ramón: 448, 449, 465, 466, 679, 689, 695
Silvestrini, Achille: 506, 591
Simon, William: 172
Sinclair Oyaneder, Santiago: 53, 320, 357, 361, 362, 375, 380, 381, 386, 398, 405, 406, 407,
408, 427, 429, 436, 437, 447, 457, 459, 461, 474, 481, 482, 491, 494, 497, 501, 504, 505,
507, 526, 536, 544, 548, 550, 551, 567, 616, 617, 634, 641, 642, 663, 688, 690
Siqueiros, David Alfaro: 198
Sjastaad, Larry: 105
Skármeta Vranicic, Antonio: 202, 203
Sobarzo Legido, Augusto: 657, 658, 659
Soberón, Benigno: 668
Sodano, Angelo: 304, 379, 454, 461, 468, 480, 506, 520, 521, 523, 587, 589, 594, 595
Solari Saavedra, Ricardo: 642
Soler, Juan: 679
Soley del Solar, Tomás: 160
Solís Palma, Isidro: 642
Solovera Gallardo, Jorge: 145
Somavía Altamirano, Juan: 518
Sommerhoff Hyde de Kast, Cecilia: 430
Soria Espinoza, Carmelo: 166
Soto, Fresia: 347
Soto Cerda, Juan: 395
Soto González, Marta: 478
Soto Kloss, Eduardo: 560, 684
Soto Mackenney, Roberto: 42, 447
Soto Miranda, Juan Agustín. 310, 317
Soto Peralta, Manuel: 266
Soto Soto, Helvio: 206
Sotolicchio Poblete, René: 367, 368, 419
Sotomayor, Humberto: 67, 68, 73, 142
Souza, Luis: 97
Soza Cousiño, Francisco: 107, 108, 134, 432, 675, 689
Sozzo, Antonio: 478
Spaggiari, Albert: 126, 162
Spencer Ruff, Erich: 282
Spersky, Guenady: 139
Spoerer Covarrubias, Alberto: 29, 266
Stange Oelckers, Rodolfo: 52, 533, 536, 537, 538, 539, 540, 546, 550, 558, 559, 564, 585,
620, 621, 652, 654, 656, 661, 662, 663
Stanley, Henry: 238
Stanley Carbone, Gloria: 686
Stevens Noel, Tomás: 118
Stroessner, Alfredo: 79, 98
Stuardo Stuardo, Julio: 465, 689
Suárez Alvarez, Oscar: 571
Suárez González, Adolfo: 378, 637
Suárez González, Ramón: 408, 411, 444, 447
Subercaseaux Barros, Julio: 368, 449, 679, 689
Subercaseaux Errázuriz, Fray Pedro: 386
Subercaseaux Sommerhoff, Elizabeth: 682, 687
Swett Magde, Jorge: 122, 204, 506, 665

T
Tagle Covarrubias, Emilio: 149, 298, 680
Tamargo Barros, Iván: 391
Tapia, Daniel: 670
Tapia Barraza, Carlos Antonio: 393
Tapia Carvajal, Santiago: 557, 680
Tapia de la Puente, Daniel: 430, 670
Tapia Falk, Julio: 43, 79, 80, 130, 131, 169, 170, 171, 180, 189, 190, 213, 240, 263, 265, 268,
271, 679
Tapía Villalobos, Wilson: 687
Tardini, Domenico: 285
Tassara Zárate, Mauricio: 406, 409
Taubi, Claudio: 395
Teitelboim Volosky, Volodia: 139, 140, 146, 422, 423, 496, 572
Teresa de Los Andes: 600
Teruggi, Frank: 97
Texier Verdugo, Alexis: 571
Thayer Arteaga, William: 135, 221, 354, 457, 461, 463, 681
Thayer Morel, Luis Eduardo: 451
Theberge, James: 91, 433
Tironi Barrios, Eugenio: 642, 687
Tocigl Sega, Boris: 646
Todman, Terence: 192, 256, 676
Tolosa, Guillermo: 203
Tolosa Vásquez, José: 145
Toloza Jara, José: 512
Tomic Romero, Radomiro: 415, 687
Topaz, Bonifacio: 322
Toro, Rolando M.: 669
Toro Bravo, Nicomedes: 145
Toro Dávila, Agustín: 40, 46, 171, 252, 282, 287, 288, 289, 382, 666, 685
Toro Dávila, Juan Guillermo: 26, 485
Toro Hevia, José Luis: 382
Toro Iturra, Horacio: 42, 192
Toro Leiva, Arnaldo: 494
Toro Ramírez, Víctor: 71, 72, 199, 668
Toro Toro, Jorge: 681
Toro Toro, Luis: 577
Toro y Zambrano, Mateo de: 385
Torres, Juan José: 242
Torres, Osvaldo: 207
Torres, Patricia: 671
Torres, Rodrigo: 675
Torres, Sylvia Haydeé: 669
Torres Astorga, Rigoberto: 96
Torres de la Cruz, Manuel: 26, 38, 39
Torres Rodríguez, Oscar: 563, 564
Torres T., Emilio: 434, 449
Torti, Julio: 287
Townley Welsh, Michael Vernon: 125, 126, 162, 185, 227, 228, 229, 230, 231, 232, 233, 234,
235, 247, 250, 251, 252, 254, 255, 256, 278, 335, 676, 677, 678
Traslaviña Pérez, Hugo: 685, 690
Traven, Ben: 202
Traverso Carvajal, Alejandro: 512
Travezán Lara, Aída: 339
Troncoso Aguirre, Jorge: 188
Troncoso Castillo, Raúl: 364, 370, 377, 378
Troncoso Cisternas, Sergio: 455
Troncoso Daroch, Arturo: 34, 46, 122, 170, 171
Trucco Gaete, Manuel: 99, 172, 174, 175, 178
Tse-Tung, Mao: 316
Tucci, Roberto: 579, 581, 583, 584, 591, 592, 598, 600, 601, 604, 605, 606, 694
Turiel Palomera, Mariano: 145
Tyler, Patrick E.: 678

U
Ugarte Román, Marta: 145, 146
Urbina Herrera, Orlando: 38, 39, 279, 280
Urenda Zegers, Beltrán: 505
Urenda Zegers, Carlos: 403
Ureta Godoy, Gastón: 525, 558, 692
Uribe Arce, Armando: 92
Urrutia, Lorenzo: 42
Urrutia Manzano, Enrique: 26, 30, 47, 48, 111, 131, 684
Urzúa Ibáñez, Carol: 384, 442, 467, 478, 480, 685
Urzúa Merino, Eduardo: 626, 633, 696

V
Vadell Amion, Jaime: 197
Valdebenito de Contreras, María Teresa: 336, 343
Valdés Araya, Enrique: 690
Valdés, Sergio: 414
Valdés Budge, Gonzalo: 670
Valdés Phillips, Arturo: 452
Valdés Phillips, Pablo: 96
Valdés Puga, Enrique: 221, 240, 256, 264, 315, 320, 327, 328, 330
Valdés Rozas, Ramón: 583, 584, 591, 600, 609
Valdés Soublette, Juan Gabriel: 642
Valdés Subercaseaux, Francisco: 119
Valdés Subercaseaux, Gabriel: 416, 417, 449, 451, 455, 456, 457, 463, 465, 466, 468, 469,
470, 471, 472, 473, 516, 521, 524, 558, 559, 561, 575, 689, 691, 692, 695
Valdés Valdés, Manuel: 210
Valdés Zegers, Cristián: 184, 440, 670
Valdivieso Ariztía, Rafael: 363, 683, 684
Valdivieso Cervantes, Vianel: 162, 229, 230, 253, 278, 335
Valdivieso Delaunay, Ramón: 414
Valech Aldunate, Sergio: 150, 465, 472, 498, 551, 552, 680
Valenti, Jack: 205
Valenzuela, Alvaro:
ver Corbalán, Alvaro: 533
Valenzuela Blanquier, Enrique: 109, 247, 253, 310, 460
Valenzuela de la Fuente, Raimundo: 390, 644, 689
Valenzuela Leyton, Ricardo: 38, 669
Valenzuela Montenegro, Carlos: 96
Valenzuela Morales, Andrés Antonio: 72, 511, 534, 668, 672
Valenzuela Patiño, Sergio: 419
Valenzuela Pohorecky, Ignacio: 618
Valenzuela Ramírez, Sergio: 550, 613, 616, 617, 634, 641, 642, 657, 662
Valenzuela Ríos, Francisco de Borja: 680
Valenzuela Somarriva, Eugenio: 411, 444, 519, 623, 624, 625, 626, 629, 633, 686
Valjalo Cepeda, David: 674, 675
Valle, Juvencio: 687
Vallejos, Mariela: 676
Vallejos, Tucapel: 46
Vance, Cyrus: 293
Van Houten, Jan: 500, 501
Van Vlierberghe van de Walle, Polidoro: 369
Vaquero, José Antonio: 283
Varas, Patricio: 690
Varas Fernández, Augusto: 686, 690
Varas Lonfat, Pedro: 694
Varas Morel, José Miguel: 139
Varas Olea, Florencia: 203, 670, 671, 673, 675, 676, 678, 679, 685, 697
Varas Valdés, Carlos: 366
Varas Valdés, Eugenio: 366
Vargas, Carlos
ver Delmás Ramírez, Juan José: 391
Vargas, Nora: 599
Vargas Avilés, Juan Agustín: 582, 658
Vargas Leiva, Manuel: 145
Vargas Llosa, Mario: 203
Vargas Martínez, Germán: 677
Vargas Miquel, Raúl: 135, 266
Vásquez, José Luis: 337
Vásquez Tobar, Miguel: 573
Veas, Julio: 337, 339
Vega Contreras, Luis: 52
Vega Hidalgo, Ramón: 690
Vega Vega, Julio: 145
Velasco Alvarado, Juan: 89, 90, 244
Velasco Baraona, Belisario: 187, 685
Velasco Letelier, Eugenio: 151, 152, 178
Velásquez Ugarte, Jorge: 575
Véliz Ramírez, Héctor: 145
Veloso Bastías, Jorge: 617, 620
Veloso Figueroa, Carlos: 188
Veloso Reindenbach, Carlos: 188
Venturino Soto, Sergio: 370
Vera Oyarzún, Juan: 54
Verdugo Aguirre, Patricia: 677, 680, 682, 687, 688, 690, 693
Verdugo Marinkovic, Mario: 696
Vergara, Claudio: 575
Vergara, José Manuel: 203
Vergara Barros, Daniel: 51, 138
Vergara Campos, Roger: 341, 342, 343, 344, 345, 346, 348, 349, 390, 396, 398, 480, 682,
683
Vergara Doxrud, Carlos: 642
Vergara Fernández, Jaime: 251, 254
Vergara Tagle, Pilar: 670, 686
Vergara Toledo, Eduardo: 534
Vergara Toledo, Rafael: 534
Vergara Valenzuela, Lucía: 479, 691
Vergara Vucuña, José: 686
Vial, Elena: 687, 688
Vial Castillo, Javier: 79, 183, 403, 406, 411, 412, 431, 432, 433, 434, 437, 439, 440, 441, 446
Vial Correa, Gonzalo: 191, 310, 314, 317, 321, 345, 679
Vial Correa, Juan de Dios: 507
Vial Gaete, Alvaro: 687
Vial Larraín, Juan de Dios: 621
Vial Risopatrón, Manuel Camilo: 692
Vial Vial, Matías: 200
Viaux Marambio, Roberto: 252
Vicuña Aránguiz, Eladio: 119, 604
Vicuña Salas, Gustavo: 495
Vidal, Hernán: 690
Vidal Basauri, René: 37, 81, 128, 213, 230, 232, 250, 253, 382, 690
Vidaurrázaga Manríquez, Gastón: 577
Vidaurre Valdés, Alfredo: 411
Videla, Jorge Rafael: 224, 245, 274, 284, 285, 287, 288, 289, 290, 291, 292, 293, 294
Videla Cifuentes, Ernesto: 288
Videla Moya, Lumi: 65, 73, 74
Vilarín Marín, León: 443
Vildósola Formas, Patricio: 690
Villalobos Rivera, Sergio: 679
Villanueva Márquez, Eduardo: 391
Villarroel Carmona, Alberto: 115
Villarroel Zárate, Juan: 145
Villarzú Rhode, Juan: 103, 104
Villasante, Pilar: 139
Villavela Araujo, Arturo: 70, 334, 397, 479, 682, 691
Villegas, Severo: 669
Vinagre Dávila, Manuel: 434, 440
Vio Valdivieso, Fabio: 695
Vio Valdivieso, Rodolfo: 24, 181, 213, 684
Viola, Roberto: 291, 293
Violand, Adalberto: 244
Vitale Forti, Natale: 485
Viteri Parado, María Antonieta: 694
Vivanco Herrera, Nicolás: 145
Vivanco Vega, Hugo: 145
Viveros Avila, Arturo: 29, 38
Vizcarra Jofré, Carlos: 145
Vodanovic Schnake, Hernán: 448, 449, 465, 689
Vogel Rodríguez, Ernesto: 169, 311, 416, 681, 687
Von Schouwen Vasey, Bautista: 50, 70
Vuskovic Rojo, Sergio: 172

W
Walbaum Wieber, Adolfo: 26
Waldheim, Kurt: 304
Walker Prieto, Ignacio: 642
Walters, Vernon: 387, 390, 556
Weibel Navarrete, José: 142, 144
Weibel Navarrete, Ricardo: 144
Weill Wohlke, Edwin: 385
Weinstein Baranovsky, Eduardo: 414
Whelan Dunn, Gerardo: 160
Whitehead, John: 639
Wiegold Aguirre, Elsa: 96
Willoughby McDonald Moya, Federico: 30, 42, 117, 128, 240, 317, 319, 366, 383, 485, 500,
628, 665
Wood Armas, Horacio: 96
Wood Gwiazdon, Ronald: 564
Woodward Iribarri, Miguel: 53, 115

Y
Yaconi Castelli, Vittorio: 185, 187
Yáñez Ayala, Sergio: 391
Yáñez Jiménez, Horacio: 144
Yáñez Palacios, Pedro: 686
Ybarra-Rojas, Antonio: 693
Yévenes Yévenes, Simón: 573
Yoachán Saldías, Alberto: 96
Yoochum, Pedro: 666, 669
Yovane Zúñiga, Arturo: 29
Yovánovic Prieto, Jaime: 478, 479
Ysern de Arce, Juan Luis: 604, 692
Yunge, Patricio: 646
Yunge Bustamante, Guillermo: 220
Yuraszeck Troncoso, José: 651
Yuri Guerrero, Pablo: 535
Z
Zabala de la Fuente, José: 515, 516, 517, 518, 521, 522, 523, 525, 543, 552, 553
Zalaquett Daher, José: 118
Zaldívar, Sergio: 392
Zaldívar Larraín, Adolfo: 220
Zaldívar Larraín, Andrés: 178, 188, 189, 217, 364, 366, 367, 370, 374, 377, 378, 379, 416,
417, 466, 685
Zaldívar Larraín, Felipe: 457
Zamorano Donoso, Mario: 143, 144
Zamora Rodríguez, Patricio: 534, 540
Zanelli, Elías: 419
Zañartu, Mario: 185
Zara Holger, José: 641
Zaspe, Vicente: 153
Zavala Urzúa, Carlos: 414
Zegers, Gerardo: 79
Zegers Ariztía, Cristián: 377, 445
Zepeda Barrios, Hugo: 368, 416, 448, 449, 465, 466, 472, 473, 516, 521, 524, 526, 679, 684,
689
Zincke Quiroz, Jorge: 281, 320, 637, 639, 640, 642, 648, 651, 653, 654, 655
Zlatar Sapunar, Miguel: 619
Zorrilla Rojas, Américo: 422
Zumaeta Dattoli, José: 392
Zúñiga, Eduardo: 644
Zúñiga Arellano, Víctor: 342, 398, 682
Zúñiga C., Estanislao: 681
Zúñiga Caris, Víctor: 456
Zúñiga Paredes, Gastón: 132
Zúñiga Vergara, Ernesto: 342, 682
Zúñiga Zúñiga, Víctor: 540, 541

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