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LOS MANDAMIENTOS DE LA LEY DE

DIOS

1. LOS MANDAMIENTOS: CAMINO PARA CONOCER LA VOLUNTAD DE DIOS

El hombre tiene un fin para el que ha sido creado por Dios: darle «gloria amándolo y
obedeciéndolo en la tierra, para después ser feliz con El en el Cielo. La razón de ser de nuestra
existencia es dar gloria a Dios. ¿Y cómo daremos gloria a Dios? Cumpliendo en todo momento su
voluntad: la voluntad divina nos encamina a nuestro fin y, como seres libres que somos, debemos
asumirla con deseos de amar y obedecer a nuestro Creador y Señor.

La voluntad de Dios se cumple primariamente en la observancia de los mandamientos que son


el camino para salvarse. El que los cumple, se salva; el que no los cumple se condena. Son, por tanto,
el compendio de lo que Dios desea que hagamos.

Cuenta el Evangelio que un muchacho se acercó a Jesús y le preguntó: «Maestro, ¿qué tengo
que hacer para alcanzar la vida eterna?». El Señor le respondió: «Si quieres entrar en la Vida, guarda
los mandamientos» (Mt 19-17). De esta manera tan clara Jesucristo le indicó —y nos indica también
a nosotros— cuál es el camino para ir al Cielo.

2. REVELACION DEL DECALOGO

Impíos los hombres tenemos la ley natural grabada en el corazón, de forma que —con cierta
facilidad— podemos conocer sus principios fundamentales. Sin embargo, el pecado original y los
pecados personales posteriores han oscurecido el entendimiento de tal forma que a veces es difícil
conocer sus principios.

Por esta razón, para que con mayor facilidad, con firme certeza y sin ningún error todos los
hombres pudieran conocer lo que debían hacer para salvarse, Dios reveló su voluntad dándonos los
diez mandamientos.

En el Monte Sinaí, 1500 años antes de Cristo, después de que el pueblo elegido salió de Egipto,
Dios anunció a Moisés el Decálogo, dándole esculpidos los diez mandamientos en dos tablas de
piedra para que nunca se olvidaran de cumplirlos (cfr. Ex. 19-20).

La ley que Dios entregó a Moisés en el Sinaí fue llevada a la perfección por Jesucristo, que se
ha puesto a Sí mismo como modelo y camino para alcanzar la vida eterna (cfr. Jn. 14, 16). Esta
perfección se revela —como veremos más adelante— en el mandamiento nuevo del amor: amar a
Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas, y amar a los demás como a
nosotros mismos.

3. DEBER DE CUMPLIR EL DECALOGO

El deber que tenemos de guardar los mandamientos es absoluto: si Dios es el Creador, Dueño y
Señor del universo, toda la creación está sometida a la ley por Él impuesta.

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Las criaturas irracionales la cumplen inexorablemente, pero el hombre es libre y puede no
seguirla.

Si no observa la ley divina, comete pecado, ofende a Dios, se hace daño a sí mismo y a los
demás. En cambio, cuando guarda los mandamientos, el hombre tiene la seguridad de estar en el
buen camino. Por eso, debemos cumplir los mandamientos, y cumplirlos con amor.

Pero para poder cumplirlos, es preciso antes conocerlos muy bien. Esos diez mandamientos de
la ley de Dios son una prueba de su amor y de su misericordia: son como las señales indicadoras que
nos muestran el modo de obrar rectamente y nos avisan de los peligros.

Está en nuestro poder el vivirlos con la gracia de Dios, que siempre concede a quien la pide
debidamente. Si a algunos les resulta muy difícil su cumplimiento es porque abandonan la oración, la
frecuencia de sacramentos y los demás medios que Dios nos ha dejado. Por eso escribía San Agustín:
«Dios no manda imposibles: te avisa que cumplas lo que puedas, y pidas lo que no puedas, y El te
dará la gracia para que puedas» (cfr. De nat. et gratia, c. 43, 50: PL 44, 271).

4. ENUNCIADO Y SINTESIS DE LOS MANDAMIENTOS

Los mandamientos de la Ley de Dios son diez (por eso se llaman decálogo, de diez palabras o
leyes). Su enunciado, de modo resumido es:
1. Amarás a Dios sobre todas las cosas.
2. No tomarás el nombre de Dios en vano.
3. Santificarás las fiestas.
4. Honrarás a tu padre y a tu madre.
5. No matarás.
6. No cometerás actos impuros.
7. No robarás.
8. No darás falso testimonio ni mentirás.
9. No consentirás pensamientos ni deseos impuros.
10. No desearás los bienes ajenos.

Los tres primeros mandamientos hacen referencia al honor a Dios y los otros siete al provecho
del prójimo. Por eso, los diez mandamientos pueden sintetizarse en dos: amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a nosotros mismos. El amor, por tanto, es la perfección de toda ley.

Por último, es importante señalar que cada mandamiento encierra dos partes: una positiva, o
sea lo que manda; y otra negativa, lo que prohíbe

EJERCICIOS

1. Cita el pasaje del Evangelio en que Nuestro Señor resume los diez mandamientos.

2. En caso de que los diez mandamientos no hubieran sido promulgados por Dios en el Sinaí:
a) ¿los conoceríamos de alguna manera?
b) ¿estaríamos obligados a observarlos?
c) ¿el hombre ignoraría algún precepto?
3. Señala las siete obras de misericordia corporales, y las siete espirituales.

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4. Transcribe y comenta las palabras de San Pablo en Rom. 2, 14-16.
5. Contesta con brevedad a las siguientes preguntas:
a) ¿qué son las tablas de la ley?
b) ¿dónde está el Monte Sinaí?
c) ¿cuántos años duró el Éxodo?
d) ¿quién fue Aarón?
6. Indica en qué mandamiento(s) se podría(n) incluir las siguientes acciones:
a) ir a Misa
b) calumniar
c) incensar a los ídolos
d) fraude
e) perjurio
f) curar a un herido
g) copiar en un examen
h) no poseer cosas superfluas
i) emborracharse

Trabajo de investigación. Con base en la Sagrada Escritura, encuentra:


a) tres preceptos ceremoniales del Antiguo Testamento que no obliga ya en el Nuevo
b) la formulación de los diez mandamientos de acuerdo a los capítulos 19 y 20 del Éxodo
c) tres preceptos de la Nueva Ley no contenidos explícitamente en la Antigua

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SECCION PRIMERA:
DEBERES PARA CON DIOS

1. PRIMER MANDAMIENTO: AMARAS A


DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS
Relata el Evangelio que un doctor de la Ley se acercó a Jesús con la intención de tentarlo:
«Maestro, ¿cuál es el principal mandamiento de la Ley?» La respuesta del Señor, conocida por todos,
fue: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el
mayor y primer mandamiento» (Mt 22, 36-38).

Además de ser el principal precepto divino, este mandamiento de alguna manera los incluye a
todos: cualquier transgresión a la ley de Dios implica necesariamente ausencia de amor a Él.

El mandato de amar a Dios sobre todas las cosas conlleva la necesidad de vivir las virtudes de
la fe, esperanza, caridad y la virtud de la religión: la fe, porque para amar a Dios antes hay que creer
en Él; la esperanza, porque el amor exige la confianza en sus bondades; la caridad, por ser el objeto
propio del mandamiento; la religión, en cuanto que es la virtud que regula las relaciones del hombre
con Dios.

Los pecados contra las cuatro virtudes antes mencionadas constituyen el ámbito de
prohibiciones del primer mandamiento.

La especie moral ínfima de los pecados contra este precepto se trata al estudiar cada virtud.

I - VIRTUDES TEOLOGALES
1. LA FE

1. DEFINICION Y NATURALEZA DE LA FE

La fe es la virtud sobrenatural por la que creemos ser verdadero todo lo que Dios ha revelado.

Puesto que las realidades exceden la capacidad natural de la mente humana, es preciso que
Dios infunda en la inteligencia una gracia particular para que el hombre sea capaz de asentir a su
mensaje: esa gracia es la virtud de la fe. El modo habitual por el que se produce la primera infusión
de la virtud sobrenatural de la fe es el bautismo.

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La fe es requisito fundamental para alcanzar la salvación: «el que creyere y fuere bautizado se
salvará, y el que no creyere se condenará» (Mc. 16, 16; cfr. Jn. 3, 18; Dz 799 y 1793; CIC, c. 748 §
1). No es difícil advertir la necesidad absoluta de la fe para alcanzar la vida eterna: resulta imposible
una unión íntima con Dios —eso es la vida eterna— si antes no se da —por la fe— un primer
contacto, una unión inicial.

La fe es un conocimiento intelectual de las verdades reveladas por Dios pero que, sin embargo,
se ha de plasmar después en actos concretos que la manifiesten: se ha de hacer vida.

Así como el que carece de fe no se salva, tampoco se salva el que, teniendo fe, no la manifiesta
con obras: «como el cuerpo sin el espíritu es muerto, así también es muerta la fe sin obras» (Sant. 2,
26).

2. DEBERES QUE IMPONE LA FE

La virtud de la fe que Dios nos ha dado, impone al hombre funda-mentalmente tres deberes: el
deber de conocerla, el de confesarla y el de preservarla de cualquier peligro.

a) Conocerla

Todos los hombres, de acuerdo cada uno con su propio estado y condición, han de esforzarse
por conocer las principales verdades de la fe.

El apóstol San Juan nos dice expresamente que es voluntad de Dios «que creamos en el
nombre de su hijo Jesucristo» (I In. 3, 23); y la Iglesia declara ese deber gravísimo (cfr. CIC, cc. 773,
774 § 2). Puestos a señalar cuáles son concretamente las verdades de la fe que es necesario conocer
por todo cristiano, se pueden indicar:

1) los dogmas fundamentales de la fe: el Credo;

2) lo que es necesario practicar para salvarse: los Mand. de Dios y de la Iglesia;

3) lo que el hombre debe pedir a Dios: El Padre nuestro;

4) los medios necesarios para recibir la gracia: los Sacramentos.

Como es lógico, las personas con formación intelectual tienen más obligación de conocer la fe
que los más ignorantes; y los padres o patrones tienen el deber de enseñarla a sus hijos o empleados
(cfr. 10.3.2. y 10.4.2.).

b) Confesarla

La virtud de la fe impone el deber de confesarla, y esto de una triple manera:

a. manifestándola con palabras o gestos;


b. a través de las obras de la vida cristiana;
c. por la práctica del apostolado.
1) Cuando recitamos el Credo, estamos haciendo una confesión de nuestra fe en las verdades
fundamentales que Dios nos ha revelado.

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Al asistir a la Santa Misa, por ejemplo, escuchamos al sacerdote, nos arrodillamos en la
consagración, contestamos a las oraciones, etc.; todos estos actos están impulsados per la fe: sin la fe
resultarían incomprensibles y ridículos.

2) Pero la confesión de nuestra fe ha de manifestarse también en las obras, en una vida cada
vez más reciamente cristiana: ha de haber una coherencia entre la doctrina —lo que
creemos—y la vida —lo que vivimos.

La experiencia nos muestra que muchos hombres, por no practicar las obras que la fe prescribe,
terminan por perderla, o al menos vivir como si no la tuvieran, realizándose así aquellas palabras de
la Sagrada Escritura: «la fe sin obras es muerta» (Sant. 2, 20).

En determinadas circunstancias puede ser lícito ocultar o disimular la fe, con tal de que esto no
equivalga a una negación; p. ej., un sacerdote podría viajar en época de persecución vestido de
seglar.

Sin embargo lo ordinario será la manifestación de nuestra fe en nuestra vida diaria, cotidiana, y
en nuestras palabras; y si llega a ser necesario, la confesión clara y explícita, aun a costa de la propia
vida. Nunca es lícito negar la fe.

3) Ser consciente del gran don recibido de la fe lleva a querer que otros participen de él
también plenamente, y esta acción propagadora se conoce como apostolado, catequesis o
evangelización (ver 7.3.3.).

c) Preservarla

Siendo la fe un don tan grande, es obligatorio evitar todo lo que pueda ponerla en peligro, por
ejemplo, ciertas lecturas o amistades, práctica de otras religiones, descuido de los medios de
formación, etc. Y, al mismo tiempo, defenderla por medio del estudio y la formación, pidiendo
consejo, etc.

El deber de preservarla lleva a fortalecerla: la fe puede y debe crecer en nosotros hasta llegar a
ser intensísima, como la que tuvieron los santos que vivían de ella: «el justo vive de la fe» (Rom. 1,
17).

Nada más útil e importante para la vida cristiana que el ejercicio diario e intenso de nuestra fe,
hasta que lleguemos a poseer una fe viva y ardiente que sea el principio de todos nuestros actos y nos
haga comenzar en la tierra, de alguna manera, la vida eterna que nos espera en el cielo. Los cristianos
no deberíamos dar ningún paso, si no son movidos e impulsados por la fe.

Es frecuente que la transgresión continua de la ley de Dios produzca en el pecador un


enfrentamiento psicológico que le lleve a optar por una de estas dos soluciones: o el abandono del
pecado, o la impugnación de las verdades de la fe, con el objeto de justificar su comportamiento
inmoral.

Por eso los cristianos —que reciben infusamente la fe sobrenatural en el sacramento del
bautismo—, cuando afirman tener problemas de fe, generalmente lo que tienen es problema de
conducta.

3. LOS PECADOS CONTRA LA FE

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Se puede pecar contra la fe: por negarla interiormente, por no confesarla exteriormente y por
exponerla a peligros.

a) Por negarla interiormente: pecan de este modo los infieles, los apóstatas, los herejes y los
que voluntariamente admiten dudas contra ella.

1) Infidelidad: es la carencia culpable de la fe, ya sea total (ateísmo) o parcial (falta de fe). A
esa carencia culpable se llega: por negligencia en la propia instrucción religiosa teniendo ocasión
para recibirla; por rechazarla o despreciarla positivamente después de haber recibido su reciente
formación; por haber cometido alguno de los otros pecados específicamente contrarios a esta virtud.

Este pecado es de los más grandes que se pueden cometer y muy peligroso, porque supone el
rechazo del principio y fundamento de la salvación eterna: «la fe es el comienzo, fundamento y raíz
de la justificación», señala el Concilio de Trento (cfr. Dz. 801).

No caen en este pecado los paganos que inculpablemente no han tenido la menor noticia de la
verdadera religión (cfr. Dz. 1068).

2) Apostasía: es el abandono total de la fe cristiana recibida en el bautismo; p. ej. los católicos


que cambian de religión o los que, sin cambiar formalmente, se han apartado completamente de la fe
católica cayendo en el racionalismo, el panteísmo, el marxismo, la masonería.

Es un gravísimo pecado que conlleva las mismas penas que se aplican a la herejía, que se
explica a continuación. Nunca puede haber un motivo justo para abandonar la verdadera fe revelada:
el que lo hace incurre, por tanto, en pecado personal.

3). Herejía: es el error voluntario y pertinaz contra alguna verdad de fe. En realidad toda
herejía, aunque sea parcial, coincide con la apostasía porque, rechazada una verdad cualquiera de la
fe, se está rechazando su motivo formal; que es la autoridad de Dios que revela.

La negación de una verdad religiosa no siempre es herejía; para eso es necesario:

1) que la verdad haya sido definida como dogma de fe, porque de otro modo no hay herejía,
aunque haya evidentemente un pecado contra la fe;

2) que se niegue con persistencia, es decir, sabiendo que se va contra las enseñanzas de la
Iglesia.

La herejía es un pecado gravísimo que no admite parvedad de materia: supone una grave
injuria contra Dios y la Iglesia, así como el desprecio de su autoridad. Conlleva la pena eclesiástica
de excomunión (cfr. CIC, c. 1364).

La Iglesia, que es Madre, protege a los fieles denunciando las principales herejías y errores; así
lo ha hecho a lo largo de los veinte siglos que lleva sobre la tierra. Recordamos algunas de las
condenas recientes:

En 1950, p. ej., el Papa Pío XII condena en su Encíclica «Humani generis» una serie de errores
entre los que se cuenta el evolucionismo panteísta, el poligenismo, el materialismo histórico y
dialéctico, el inmanentismo, el existencialismo, el modernismo, el relativismo dogmático, etc. (cfr.
Dz. 2305 y ss). El mismo Papa condenó la llamada «moral nueva» o «de situación», que rechaza las
normas de moralidad objetivas y universales (cfr. A AS 44 (1952), pp. 270-278 y 413-419).

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Anteriormente la Iglesia había condenado la masonería y otras sectas anticatólicas (cfr. A AS
16, 430; 17,44). De modo particular y repetidas veces ha condenado el socialismo marxista (cfr.
AAS 29 (1937), 65-106; A4S 50 (1958), 601-614; 4AS56 (1964), 651-653; Dz, 1851, 1857, etc.).

El Papa San Pío X condenó una serie de herejías agrupadas bajo la común denominación de
«modernismo» (cfr. Dz. 2001-2065 a). Más recientemente Juan Pablo II advierte sobre las
desviaciones y riesgos de desviación que implican ciertas formas de teología de la liberación tan en
boga en América Latina (cfr. Instrucción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe del 6-
VII-84).

La Iglesia en épocas pasadas: condenó con vigor una herejía que se manifiesta en una acción
de tipo práctico: la cremación de cadáveres. La herejía que se impugnaba era negación de la
resurrección de los cuerpos luego del juicio final: reduciendo el cadáver a cenizas los herejes
pretendían negar ese dogma, pensado que así quedaba más patente la imposibilidad de que alguien
resucitara con su propio cuerpo. Por ese motivo la Iglesia prohibía en el pasado la cremación. Con la
nueva legislación «la Iglesia aconseja que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de
los difuntos; sin embargo, no se prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones
contrarias a la doctrina cristiana» (CIC, c. 1176 §3).

4) Dudas contra la fe. A lo largo de nuestra vida podrían presentarse —sobre todo debido a la
ignorancia— dudas contra la fe, ya que el hombre ha de creer lo que no ve ni comprende, y que
muchas veces va contra los datos de los sentidos: p. ej., que el pan consagrado es real y
verdaderamente el Cuerpo de Cristo

Si estas dudas se rechazan con firmeza, por sumisión del entendimiento a Dios, haciendo actos
explícitos de fe, no son pecado y pueden ser fuente de méritos para la vida eterna. Para combatir las
dudas de fe hay que procurar: acudir con prontitud al motivo de nuestra fe, recordando que creemos,
no por lo que vemos o comprendemos, sino porque confiamos en Dios que ha revelado; instruirnos
por medio de libros, la petición de consejo a personas preparadas, la asistencia a medios de
formación, etc.;

Si son insistentes y molestas, habrá que despreciarlas poniendo la mente en otra cosa.

La llamada duda metódica, que consiste en el examen científico de una dificultad presentada
contra la fe, es lícita con la debida prudencia. El ánimo de consultar y estudiar a fondo las cuestiones,
por parte de los especialistas que tienen la debida preparación, facilita el camino para un sólido y
profundo conocimiento de la fe.

b) Por no confesarla exteriormente: pecan de esta manera los que ocultan su fe


disimuladamente, lo que equivale a su negación. Es cierto, como ya dijimos, que se puede ocultar la
fe cuando no urge el deber de confesarla, y de su confesión no se va a seguir ningún provecho. Sin
embargo, hay obligación de confesar la fe con la conducta diaria —a veces de modo expreso si es
necesario—, y el no hacerlo es pecado.

Aquí cabe hablar del respeto humano, que consiste en la vergüenza de confesar exteriormente
la fe por miedo a la burla de los demás. Evidentemente supone cobardía —ya que el hombre de
carácter no tiene miedo a manifestar sus convicciones cuando es necesario— y una débil fe, que hace
más caso a los hombres que a Dios.

No confesar la fe puede ser pecado mortal cuando:

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1) lleva a omitir preceptos graves (p. ej., el temor a decir a los amigos con quienes se pasa el
fin de semana que es domingo y desea ir a Misa);

2) va acompañado de desprecio a la religión y puede causar escándalo (p. ej., secundar las
bromas o los ataques contra las cosas de Dios).

Es necesario tener siempre presentes las palabras de Jesús: «A quien me confesare delante de
los hombres yo también le confesaré delante de mi Padre; mas al que me negare delante de los
hombres, yo le negaré delante de mi Padre celestial» (Mt. 10,32).

c) Por exponerla a peligro: pecan así los que no se apartan de lodo lo que puede hacer daño a la
fe. Esos peligros pueden ser varios:

1) Trato sin las debidas cautelas con los incrédulos, herejes o indiferentes: es un grave peligro
porque es fácil que contagien al que los frecuenta con sus ideas y su espíritu negativo hacia la
religión y la Iglesia.

En especial prohíbe la Iglesia la llamada comunicativo in sacris, o sea la participación activa en


el culto litúrgico o en la administración de los sacramentos, con personas pertenecientes a otras
confesiones religiosas que no están en plena comunión (cfr. CIC, c. 1365).

El indiferentismo religioso («es lo mismo una religión que otra, e incluso ninguna»), tan
frecuente hoy en día en determinados ambientes, ocasiona que la fe se vaya debilitando
paulatinamente y puede llegar el momento en que se pierda por completo.

2) Lectura de libros contrarios a la fe, que van dejando en nuestro interior un ambiente insano
de duda y prevención. Los libros, alimento de la inteligencia, son siempre sembradores de ideas, y
así como los libros sanos dejan ideas buenas, los perniciosos depositan una mala semilla que luego
va ahondando y creciendo en el alma.

Los libros actúan en nuestro interior como el alimento en el cuerpo: insensiblemente y sin que
lo podamos impedir, los alimentos que ingerimos se transforman en nuestra carne y en nuestra
sangre.

Así, de modo insensible, como por osmosis, las ideas leídas se transforman en alimento de
nuestra mente y van determinando nuestro modo de pensar y de juzgar las cosas.

Algunos libros están prohibidos por el derecho natural; otros puede prohibirlos la Iglesia, en
ejercicio de su autoridad pastoral. Anteriormente existía el Índice como se llamaba al Index librorum
prohibitorum—, un compendio elaborado por la Santa Sede en el que se recogían algunas de las
obras más perniciosas para la fe y la moral.

La lectura de esos libros llevaba implícita una censura eclesiástica que desapareció al ser
abrogado el Índice, pero quedando vigente la prohibición, por ley natural, de leer esos libros que
suponen un peligro para la fe del lector (cfr. AAS 58 (1966), 455).

Hay, por tanto, obligación de consultar antes de leer, cuando los libros hacen relación a la fe o
a las costumbres, para evitar poner en peligro la fe o cuestionar la moral.

Sobre las ediciones de la Sagrada Escritura, en vista del peligro de interpretaciones subjetivas o
heterodoxas, la Iglesia indica que «sólo pueden publicarse si han sido aprobadas por la Sede

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Apostólica o por la Conferencia Episcopal» (CIC, c. 825 § 1), con las notas aclaratorias necesarias y
suficientes.

Hay obligación, por tanto, de asegurar la ortodoxia de las ediciones de la Biblia —ya sea
completa, ya del Nuevo Testamento, ya de los Evangelios— que se utilicen, analizando si tienen las
debidas aprobaciones o consultando en caso de duda.

Análogamente a las lecturas, podrían suponer peligro para la fe el adoctrinamiento de errores


procedente de algún otro medio: programas de radio o TV, películas, teatro, conferencias, etc.

3) Asistencia a escuelas anticatólicas o acatólicas: es un grave peligro de perversión de la fe,


como lo muestra la experiencia. Sólo se tolera como un mal menor, con el consiguiente deber de los
padres de procurar la educación de sus hijos en la fe cristiana (cfr. CIC, c. 798).

4) Negligencia en la formación religiosa, pues la ignorancia en materia de fe hace que ésta sea
cada vez más débil e ineficaz. Como ya vimos (cfr. 7.1.2.a), existe el deber de conocer —de modo
proporcionado a las capacidades de la persona— las verdades de fe.

EJERCICIOS

1. Nombra algunos de los justos que murieron por la fe, tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento.

2. Enumera los principales medios para conservar la fe.

3. ¿Por qué es contrario a la ley natural leer libros que ataquen la fe o la moral?

4. ¿Qué ejemplos de fe de personas del Antiguo Testamento nos da San Pablo en el cap. 11 de
la Epístola a los Hebreos?

5. Entre otros actos del Magisterio, el 1-VII-1949 la S. C. del Santo Oficio condenó el
comunismo. Comenta el porqué de las respuestas, en relación a la virtud de la fe.

A esta Suprema Congregación la ha sido preguntado:

1. ¿Es lícito inscribirse en los partidos comunistas o favorecerlos?

2. ¿Es lícito propagar, publicar o leer libros, periódicos o folletos que favorezcan las doctrinas
o actividades comunistas, o escribir en ellos?

Respuesta:

A la primera, negativamente, porque el comunismo es materialista y anticristiano, y sus fieles,


aunque de palabra digan a veces que ellos no combaten la religión, sin embargo, de hecho o con la
doctrina o con las obras, se muestran enemigos de Dios, de la verdadera religión y de la Iglesia de
Jesucristo. A la segunda, negativamente, como cosa prohibida por el derecho mismo.

6. Indica la especie moral ínfima de los pecados contenidos en las siguientes afirmaciones:

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a) "fui a visitar un templo con mis amigos, y por vergüenza no me arrodillé al pasar frente al
Sagrario"

b) "soy católico, pero me hice masón porque me convenía"

c) "con la sola fe de Cristo el hombre se salva"

d) "como no me convenció la Iglesia católica me cambié de religión"

e) "por leer a Kant perdí la fe cristiana"

f) "el maestro preguntó quién era católico, me avergoncé y permanecí en silencio'

g) "he dado mi nombre para inscribirme al partido marxista"

h) "por miedo a represalias económicas, dije que era ateo"

i) "yo niego el dogma de la Santísima Trinidad"

Trabajo de investigación. Tomando como base los nn. 1796 a 1800 del Denzinger, elabora un
trabajo no mayor de tres hojas a doble espacio sobre la fe y la razón: de la parte que toca a la razón
en el cultivo de la verdad sobrenatural; de la imposibilitad de conflicto entre fe y razón; de la mutua
ayuda de la fe y la razón; de la justa libertad de la ciencia, etc.

2. LA ESPERANZA

1. DEFINICION Y NATURALEZA DE LA ESPERANZA

La esperanza es la virtud sobrenatural —infundida por Dios en el alma en el momento del


bautismo— por la que tenemos firme confianza en que Dios nos dará, por los méritos de Jesucristo,
la gracia que necesitamos en esta tierra para alcanzar el cielo.

Un patente ejemplo de esperanza es la actitud de Job ante las múltiples desgracias que sufrió;
en un mismo día sus bienes y sus rebaños fueron consumidos por el fuego o robados por los
ladrones; sus siervos asesinados y sus hijos sepultados por las ruinas de una casa; él mismo cubierto
de llagas desde la planta de los pies hasta la cabeza. En medio de tanta desgracia, sin embargo, no
dejaba de decir a quienes se compadecían de él: «creo que mi Redentor vive, y que yo he de resucitar
de la tierra en el último día, y de nuevo he de ser revestido de esta piel mía, y en mi carne veré a mi
Dios» (Job 19, 25-26).

El hombre que vive confiado en Dios sabe que la gracia divina le permite hacer obras
meritorias, y que con esas obras merece la gloria alcanzando de Dios la perseverancia. Es decir, sabe
que Dios ha prometido el cielo a los que guardan sus mandamientos, y que El mismo ayuda a los que
se esfuerzan en guardarlos.

Por eso la esperanza se basa fundamentalmente en la bondad y poder infinitos de Dios, y en la


fidelidad a sus promesas; secundariamente, en los infinitos méritos de Jesucristo, que alcanzó nuestra
salvación con su muerte, y en la intercesión de la Santísima Virgen María y de los santos.

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No hay inconveniente en este sentido en poner la esperanza en la Santísima Virgen María, a la
que al rezar la Salve invocamos con el dulce nombre de spes nostra, esperanza nuestra, ya que
confiamos firmemente que, en su condición de Madre nuestra, de Corredentora y Medianera de todas
las gracias, nos alcanzará de Dios la perseverancia final y la vida eterna.

2. NECESIDAD DE LA ESPERANZA

La virtud de la esperanza es tan necesaria como la virtud de la fe para conseguir la salvación:


aquel que no confía llegar a término abandona los medios que lo conducen a él, y por eso debemos
cuidar y fomentar esta virtud.

San Pablo dice que por medio de nuestra esperanza seremos salvados, y también: «no os
entristezcáis del modo que suelen hacerlo los demás hombres que no tienen la esperanza» (I Tes. 4,
13). Es consolador para el cristiano recordar que Jesús, al saber la muerte de Lázaro se dirige a
Betania, la aldea donde vivía éste con sus hermanas. Marta sale a recibirlo y le dice: «Señor, si
hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano; aunque estoy persuadida de que ahora mismo te
concederá Dios cualquier cosa que le pidas». Jesús le contesta: «Tu hermano resucitará», a lo que
responde Marta: «bien sé que resucitará en la resurrección en el último día». Y es entonces cuando el
Señor pronuncia esas palabras que son un sustento para nuestra esperanza: «Yo soy la resurrección y
la vida; quien cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí no
morirá para siempre» (Jn. 11, 21-26).

La esperanza, sin embargo, no excluye un temor de Dios saludable, ya que el hombre sabe que
puede ser voluntariamente infiel a la gracia y comprometer su salvación eterna.

Se puede decir que Dios desea que un temor bueno acompañe a una firme esperanza; por eso
Santo Tomás, al hablar de los dones del Espíritu Santo, no duda en adjudicar la esperanza al don de
temor de Dios (cfr. S. Th., II-II, q. 19).

Si examinamos la proporción que puede darse entre la esperanza y el temor, es posible decir:

a) esperanza sin temor es presunción,

b) esperanza con temor filial es esperanza real,

c) esperanza con temor exagerado es desconfianza,

d) temor sin esperanza es desesperación.

Lo que al hombre se le pide es que, a pesar de sus muchos pecados, confíe en el Señor, y
recurra con constancia a la oración y a los sacramentos esforzándose por luchar contra sus defectos.

No debe olvidarse que Dios es misericordioso porque el hombre es miserable, ya que la


misericordia no puede existir donde no hay miseria que socorrer.

3. PECADOS CONTRA LA ESPERANZA

108
Hay tres maneras de pecar contra la esperanza: por desesperación, por presunción y por
desconfianza.

a) La desesperación consiste en juzgar que Dios ya no nos perdonará los pecados y no nos
dará la gracia y los medios necesarios para alcanzar la salvación.

Es el pecado de Caín al decir: «Mi iniquidad es demasiado grande para que obtenga el perdón»
(Gn. 4, 13); y también el pecado de Judas, que al ahorcarse repite en su interior esas mismas palabras
(cfr. Mt 27, 3-6).

La desesperación es pecado gravísimo porque equivale a negar la fidelidad de Dios a sus


promesas y su infinita misericordia, y porque muy fácilmente puede conducir a todo exceso, aun al
suicidio.

Son muchos y muy expresivos los textos de la Sagrada Escritura que nos animan a confiar en
Dios, a pesar de nuestros pecados; p. ej.: «cuantas veces el hombre se arrepintiere de sus faltas, no
me acordaré de sus iniquidades. ¿Qué quiero sino que el hombre se salve y viva?» (Ez, 18, 21-24).
Recordemos también el perdón concedido a San Pedro (cfr. Lc. 22, 55-62) y a la mujer pecadora (cfr.
Lc. 7, 36-50) después de sus faltas, o las parábolas del hijo pródigo (cfr. Lc. 15, 11-32) y del Buen
Pastor (cfr. Lc. 15, 1-7), y veremos que tenemos motivos más que suficientes para no desesperar de
la bondad y de la misericordia divinas.

Santo Tomás afirma que la desesperación procede ordinariamente de dos pecados capitales:

1) de la lujuria y de los demás deleites corporales —de ahí el peligro de apagamiento a los
bienes materiales—, que hunden al nombre cada vez más en el barro de la tierra, produciendo en su
alma el fastidio de las cosas espirituales y ultra terrenas: «qué aburrido»;

2) de la pereza o acidia, que abate fuertemente el espíritu y le quita las fuerzas para continuar la
lucha contra los enemigos de la salvación, empujándole, por lo mismo, a desesperar por conseguirla.

b) La presunción es un exceso de confianza que nos hace esperar la vida eterna sin emplear los
medios previstos por Dios; es decir, sin la gracia ni las buenas obras. Su causa principal es el orgullo.
Las diversas formas de pecar por presunción son:

1) los que esperan salvarse por sus propias fuerzas, sin auxilio de la gracia, como los
pelagianos;

2) los que esperan salvarse por la sola fe, sin hacer buenas obras, como los luteranos;

3) los que dejan la conversión para el momento de la muerte, a fin de seguir pecando;

4) los que pecan libremente por la facilidad con que Dios perdona;

5) los que se exponen con demasiada facilidad a las ocasiones de pecar, presumiendo poder
resistir a la tentación.

La presunción, que es una confianza sin fundamento, y por tanto excesiva y falsa, es un pecado
grave porque es un abuso de la misericordia divina y un desprecio de su justicia.

109
La Sagrada Escritura la condena severamente: «No digáis: la misericordia de Dios es grande,
porque tan pronta como su misericordia está su ira; y con ésta tiene los ojos fijos en el pecador»
(Eclo. 5, 6).

c) Se peca también contra la esperanza por la desconfianza: es decir, que sin perder por
completo la esperanza en Dios, no se confía suficientemente en su misericordia y fidelidad.

La desconfianza se origina por los obstáculos y dificultades en la práctica de la virtud, que


llevan a caer frecuentemente en pecado. También se puede originar por el cansancio en la lucha
contra las tentaciones. Se olvida el alma que es Dios con su Omnipotencia infinita quien salva, por
graves y frecuentes que sean las asechanzas del demonio. Cuando la desconfianza tiene por causa no
el dudar de la misericordia divina, sino los muchos pecados cometidos, tiene cierta justificación.
Pero si es excesiva y no encuentra contrapeso en la bondad de Dios, lleva necesariamente al pecado
de desconfianza.

EJERCICIOS

1. Comentar los siguientes pasajes de la Sagrada Escritura:

a) Is. 1, 18

b) 1 Jn 2, 1-2.

2. ¿Qué enseña la Iglesia acerca de la necesidad de las buenas obras para salvarse?

3. ¿En qué se basa el error calvinista sobre la esperanza?

4. ¿En qué el error pietista?

5. ¿Y el quietista?

6. Lee las historias de Caín (Gn. 4, 13ss), de Judas (Mt. 27, 3-6) y de San Pedro (Lc. 22, 54-60)
y muestra cómo pecaron contra la esperanza.

7. Comenta las siguientes palabras de Santo Tomás de Aquino: «No hay que desesperar de la
salvación de nadie en esta vida, considerada la omnipotencia y la misericordia de Dios» (S. Th. II-II,
q. 14, a. 3, ad 1).

8. Indica la especie moral ínfima de los pecados contenidos en las siguientes afirmaciones:

a) «Soy incapaz de cumplir todos los mandamientos».


b) «Como cumplí los nueve primeros viernes, puedo hacer lo que sea, pues sé que no
me condenaré».
c) «Con la sola fe en Cristo el hombre se salva».
d) «Me da pereza ir a Misa el domingo, después me confesaré».
e) «Viendo lo pervertido de la sociedad, es imposible no caer en pecado mortal».
f) «No hace falta rezar para salvarse, basta esforzarse cada uno en lo personal».

Trabajo de investigación: Relata brevemente sucesos de la vida de Abraham (capítulos XI a


XXV del Génesis), en los que queda manifiesta la virtud de la esperanza.

110
3. LA CARIDAD

1. DEFINICION Y EXCELENCIA DE LA CARIDAD

La caridad es la virtud sobrenatural infusa por la que amamos a Dios sobre todas las cosas, y
al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios.

Tiene, por tanto, un doble objeto, Dios y el prójimo, aunque un solo motivo, porque amamos a
Dios por sí mismo y al prójimo por amor a Dios.

La caridad es la más excelente de todas las virtudes, y esto por tres razones:

1) Por su misma bondad intrínseca, pues es la que más directamente nos une a Dios. Santo
Tomás explica que la fe nos une a Dios «mentaliter», por un acto de aprehensión del alma, y que la
caridad, en cambio, nos une a El «corporaliter», haciéndonos parte de El mismo, dándonos su misma
vida (cfr. S. Th. III, q. 69, a. 5, ad 1).

2) Porque es necesario que sea la caridad la que dirija y ordene a Dios todas las demás virtudes,
que sin ella estarían como muertas e informes. «La caridad es la forma, el fundamento, la raíz y la
madre de todas las demás virtudes» (S. Th., II-II, q. 24, a. 8). «Ni el don de lenguas, ni el don de la
fe, ni otro alguno dan la vida si falta el amor. Por más que a un cadáver se le vista de oro y de piedras
preciosas, cadáver sigue» (S. Tomás de Aquino, «Sobre la caridad», en Escritos de Catequesis, Ed.
Rialp, Madrid, 1979).

Una virtud aislada de la caridad no agrada a Dios. Por ejemplo, sería el caso de aquél que
tuviera la virtud de la diligencia pero que la usara para su vanagloria o sólo para beneficios
materiales; o el caso de quien fuera cortés y atento pero para fines perversos, etc.

3) Porque no termina con la vida terrena, ya que el amor no pasa, no tiene nunca fin, puesto
que constituye el contenido esencial de la vida eterna.

Santo Tomás señala atinadamente (S. Th., I-II, q. 114, a. 4) que «aquí la caridad es ya un
comienzo de la vida eterna, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de la caridad».

«Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad, pero de las tres, la
caridad es la más excelente de todas» (I Cor. 13, 13; cfr. también 13, 8).

2. EL AMOR A DIOS

a) Naturaleza del amor a Dios

En la Sagrada Escritura Nuestro Señor Jesucristo afirma de manera clara y terminante que el
primero y mayor de todos los mandamientos es el de la caridad para con Dios: «Amarás al Señor tu
Dios: con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt. 22, 37-38; cfr. también Deut.
6, 4-9 —que ayuda a darse cuenta de la importancia que tiene este precepto desde siempre— y I Cor.
13, 1 ss., Mc. 12, 29ss., Lc. 10, 27, etc.).

La necesidad que el hombre tiene de amar a Dios radica, sobre todo, en tres motivos:

111
1) Por Sí mismo, pues el objeto del amor es el bien, y Dios es el Sumo Bien, infinitamente
perfecto, bueno y amable.

2) Porque El nos lo manda, y recompensa este amor con un premio eterno e infinito.

3) Por los múltiples beneficios que nos otorga, que ha llevado a San Agustín a decir: «Si antes
vacilábamos en amarle, ya no vacilaremos ahora en devolverle amor por amor».

Ese sumo amor que Dios pide al hombre, lo puede ser de tres modos:

1) apreciativamente sumo, cuando el entendimiento comprende que Dios es el mayor bien, y la


voluntad lo acepta así;

2) sensiblemente sumo, cuando nuestro corazón así lo siente;

3) efectivamente sumo, cuando se lo demostramos con nuestras acciones.

Es necesario que el amor a Dios sea apreciativa y efectivamente sumo, aun que no es necesario
que lo sea sensiblemente, porque las realidades físicas pueden afectar más fuertemente nuestra
sensibilidad que las espirituales, y así, p. ej., podemos sentir más dolor sensible por la muerte de un
ser querido que por un pecado mortal.

b) Pecados contra el amor a Dios

Los principales pecados contra el amor a Dios son tres:

1). El odio a Dios, que es el primero y mayor de cuantos pecados se pueden cometer, siendo
propiamente el pecado de Satanás y de los demonios. Del odio a Dios proceden la blasfemia, las
maldiciones, los sacrilegios, las persecuciones a la Iglesia, etc.

2). La acedía o pereza espiritual, proviene del gusto depravado de los hombres que no
encuentran placer en Dios, y consideran las cosas que a Él se refieren como algo triste y tedioso. Se
llama también tibieza, frivolidad o estupidez.

3). El amor desordenado a las criaturas, que lleva a anteponerlas al mismo Dios o al
cumplimiento de su divina Voluntad. Este desorden late, como ya quedó explicado, en todo pecado
mortal, pues en cualquiera de ellos se antepone la criatura al Creador. Por esta razón el primer
mandamiento de alguna manera incluye a todos, y todo pecado mortal siempre hace perder la
caridad.

3. EL AMOR AL PROJIMO

a) Naturaleza del amor al prójimo

El amor al prójimo es una virtud sobrenatural que nos lleva a buscar el bien de nuestros
semejantes, por amor a Dios. No es, por tanto, un afecto puramente natural, sino que procede de la
gracia sobrenatural.

Por ser sobrenatural, el amor al prójimo lleva a darnos cuenta de que todos los hombres somos
hijos de Dios: «sois todos hermanos, porque no tenéis más que un solo Padre que está en los cielos»

112
(Mt. 23, 8-9); y por tanto, miembros de Cristo: «nosotros, aunque muchos, no somos sino un solo
cuerpo con Cristo, y somos miembros unos de otros» (Rom 12, 5).

Nuestro amor a los demás debe reunir cuatro características. Ha de ser:

1) Sobrenatural: pues, como ya dijimos, no amamos a los demás porque sea éste o aquél, sino
por amor de Dios, porque todo prójimo es hijo suyo (cfr. S. Th., II-II, q. 103, a. 3);

2) universal debemos amar a todos los hombres sin excepción; es ésta la característica propia y
distintiva del discípulo de Cristo (cfr. Jn. 13, 35).

3) ordenado: ha de amarse más al que, por diversos motivos, está más cercano a nosotros; p.
ej., ha de amarse más a la esposa que a la hermana, más a los hijos que a los amigos, etc.; o bien al
que está en más grave necesidad material o espiritual, p. ej., el hijo enfermo necesita más amor que
los demás;

4) ha de ser no sólo externo sino también interno, procurando evitar toda aversión o
malquerencia hacia nadie.

Como norma de nuestro amor a los demás, Cristo nos pide que actuemos con los otros como
quisiéramos que ellos actuaran con nosotros (cfr. Mí. 7, 12).

De aquí procede la ausencia de motivos interesados en la caridad cristiana, y también la


negatividad de grupos cerrados —sean del tipo que sean, de clases o nacionalismos—, que miran a
intereses sectarios. Por eso la caridad cristiana debe extenderse incluso a nuestros enemigos,
siguiendo en esto el ejemplo de Cristo, que en la Cruz pide a su Padre perdón por quienes lo han
mandado matar (cfr. Lc. 23, 34). Señalaba San Gregorio Magno: «se os ha enseñado que fue dicho:
amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a
los que os maldicen, haced bien a los que os odian y orad por los que os maltratan y persiguen...
Como nos hace ver el evangelio, hay una cosa decisiva que pone a prueba la caridad: amar a aquel
mismo que nos es contrario» (Hom. 2 sobre los evang.).

b) Las obras de misericordia

El amor al prójimo es eficaz cuando lleva a practicar las obras de misericordia: sólo es
verdadera la caridad si se traduce en realidades concretas.

De tal modo es necesario ponerlas en práctica, que Nuestro Señor Jesucristo hace depender de
ellas la sentencia de salvación o de condenación eterna: cfr. Mt. 25, 34-43.

Aun cuando todo lo que se hace por el prójimo a impulsos de la caridad es una obra de
misericordia, se han señalado catorce a vía de ejemplo, sabiendo que son indudablemente muchas
más. Se dividen así:

Siete obras de misericordia espirituales:

1º. enseñar al que no sabe


2º. dar buen consejo al que lo necesita
3º. corregir al que yerra
4º. perdonar las injurias
5º. consolar al triste
6º. sufrir con paciencia los defectos del prójimo

113
7º. rogar a Dios por vivos y difuntos

Siete obras de misericordia corporal:

1º. visitar a los enfermos


2º. dar de comer al hambriento
3º. dar de beber al sediento
4º. vestir al desnudo
5º. dar posada al peregrino
6º. socorrer a los presos
7º. enterrar a los muertos

Entre los actos de amor al prójimo, los de orden más elevado son los que hacen referencia a la
caridad espiritual. Por eso, sin dejar de dar el debido peso a las obras de caridad materiales, el
cristiano ha de practicar con esfuerzo especialmente las espirituales, sobre todo la corrección
fraterna, el apostolado y la oración por todas las almas. Nos detendremos a continuación en las dos
primeras.

1. La corrección fraterna

Es la advertencia hecha a otro, para que se abstenga de algo ilícito o perjudicial.

Supone una obligación de caridad, fundamentada: en el derecho natural —si tenemos el deber
de ayudar al prójimo en sus necesidades corporales, con más razón la tendremos en sus necesidades
espirituales—; en el derecho divino, pues está mandada por Dios: «Si tu hermano peca, ve y
corrígele a solas...» (Mt. 18, 15).

La gravedad de este deber es proporcional a la gravedad de la falta que haya de corregirse, y a


la posibilidad de poder apartar al prójimo de su pecado.

El que estuviese moralmente seguro de poder apartar al prójimo de una falta grave con la
corrección fraterna y la omitiera por cobardía, por vergüenza, por miedo a la reacción del otro, etc.,
cometería pecado mortal.

Hay que procurar salvar la fama del corregido, haciendo en privado la advertencia —cara a
cara, con lealtad—, sin caer en indirectas o ironías que son ineficaces. Si se tiene duda de la
oportunidad o del modo de hacerla, es conveniente consultar con personas de criterio.

2. El apostolado

La expresión "apostolado" designa la obligación de todo bautizado de promover la práctica de


la vida cristiana.

Ha de notarse que se trata de una obligación, de un verdadero deber, y no de un consejo más o


menos recomendable.

El fundamento teológico de esta obligación se encuentra en la participación de todos los fieles


en el sacerdocio de Cristo, que el sacramento del bautismo imprime en el alma del cristiano (cfr. I
Pe. 2, 9; Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium; Decr. Apostolicam actuositatem, etc.) y
que le capacita para colaborar con Jesucristo en la redención del mundo. Por eso dice el Conc. Vat. II
que «la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado» (Decr. Apostolicam

114
actuositatem, n. 3). Por esta razón, su abstención voluntaria y absoluta daría lugar a un verdadero
pecado de omisión contra la caridad fraterna.

El apostolado no se exige a todos en el mismo grado, sino que ha de ser realizado de acuerdo a
los personales dones que cada uno recibe de Dios.

Por ello, mientras más formación cristiana se reciba —en la familia, en la escuela, etc.—, y
mientras mayores sean las gracias que Dios da a las almas, mayor también es la obligación del
apostolado.

Todo cristiano tiene el deber de practicarlo, al menos, en el propio ambiente: la familia, la


escuela, la oficina, con los amigos, en las diversiones, etc.

Además de ser una exigencia del amor al prójimo, es una exigencia del amor a Dios: es
imposible amar a Dios sin querer y procurar que todos lo amen y glorifiquen.

c) Pecados contrarios al amor al prójimo

Además de los pecados de omisión —p. ej., el no cumplir las obras de misericordia que
podamos hacer—, se puede quebrantar la caridad hacia los demás con los pecados de odio,
maldición, envidia, escándalo y cooperación al mal.

1. El odio, que consiste en desear el mal al prójimo o porque es nuestro enemigo —odio de
enemistad— o porque no es antipático —odio de aversión—.

En este sentido, por tanto, la antipatía natural que podemos sentir hacia una persona no es
pecado sino cuando es voluntaria o nos dejamos llevar por ella, porque equivale a la aversión. Lo que
va en detrimento de la verdadera caridad no es sentir simpatías o antipatías, sino mostrarlas
externamente haciendo acepción de personas.

El odio es de suyo pecado mortal —«el que aborrece a su hermano es un homicida» (I Jn. 3,
15)—, aunque admite parvedad de materia.

2. La maldición (que no debe confundirse con la simple grosería o palabra malsonante) es toda
palabra nacida del odio o de la ira, que expresa el deseo de un mal para nuestro prójimo. Es de suyo
pecado grave, aunque excusa de él la imperfección del acto o la parvedad de materia.

3. La envidia «es el disgusto o tristeza ante el bien del prójimo» (S. Th., II-II, q. 36, a. 1),
considerado como mal propio, porque se piensa que disminuye la propia excelencia, felicidad,
bienestar o prestigio. La caridad, por el contrario, se alegra del bien de los demás y une las almas,
mientras que la envidia entristece y con frecuencia corrompe la amistad.

La envidia nace generalmente de la soberbia (cfr. S. Th., II-II, q. 36, a. 4, ad 1), dándose sobre
todo en aquellos que desean desordenadamente un honor, ansiosos de consideraciones y alabanzas.
Suele darse entre personas de la misma condición social, intelectual, etc.; pocas veces entre los de
condición muy desigual (cfr. S. Th., II-II, q. 36, a. 1, ad 2 y ad 3).

Es un pecado capital porque es origen de muchos otros: el odio, la murmuración, la detracción,


el gozo en lo adverso para los demás, el resentimiento, etc.

115
Sentir envidia es síntoma de que el hombre necesita ejercitarse en el desprendimiento de los
bienes materiales y de la necesidad de crecer en humildad. Además de ejercitarse en estas dos
virtudes, para luchar contra la envidia es conveniente realizar obras de caridad con las mismas
personas a las que se envidia.

4. El escándalo es toda acción, palabra u omisión que se convierte para el prójimo en ocasión
de pecar; p. ej., incitar al robo, mostrar revistas o películas pornográficas, fomentar odios entre dos
personas, etc.

Por ser causa de condenación para las almas —a aquel que hace que otro peque puede
resultarle imposible convertirlo—, el escándalo es pecado gravísimo según lo manifiestan las
palabras mismas del Señor: «Quien escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más
valdría que se le suspendiera al cuello una piedra de molino y fuese arrojado al mar. ¡Ay del mundo
por los escándalos! Porque forzoso es que vengan escándalos, pero ¡ay del hombre por quien el
escándalo viene!» (Mt. 18, 6-8).

El escándalo es:

Directo: si se realiza con la expresa intención de hacer pecar a otro. Se llama también
escándalo diabólico;

Indirecto: si se produce sin mala intención, pero a pesar de eso arrastra a los demás al pecado.

Siempre hay obligación en conciencia de reparar el escándalo.

Si el escándalo fue público, hay que repararlo públicamente, ya sea por escrito, ya ante
testigos. Si fue privado, habrá que tratar de impedir que la persona escandalizada cometa el pecado.

Además, en lo posible hay que reparar los malos efectos que produjo el escándalo (desdiciendo
la calumnia, retirando las revistas, cambiando de vida, dando buen ejemplo, etc.).

La gravedad del escándalo depende de las diversas circunstancias: la materia del pecado, el
grado de influencia que tiene quien escandaliza, la publicidad que se le dé, etc.

Actualmente, las formas más frecuentes de escándalo se encuentran en la difusión de


pornografía, en las campañas anti-natalistas, en la corrupción propiciada por funcionarios públicos,
en la difusión de ideas anticristianas o inmorales en los medios de comunicación social —películas,
televisión, revistas, etc.—, en las modas, etc.

5. La cooperación al mal, o participación en el acto malo realizado por otra persona, es: formal
cuando se concurre a la mala acción y a la mala intención; material: cuando sólo se ayuda a la mala
acción, sin intención de hacer el mal.

Se distingue del escándalo porque en éste no se concurre al pecado del prójimo, sino que se
induce a él. En la cooperación al mal, el sujeto ya está decidido a cometer el pecado; en el escándalo
se induce a la caída del prójimo que no estaba todavía decidido a pecar. Por ej.: coopera al mal en el
pecado de aborto el fabricante de productos abortivos; es ocasión de escándalo para la madre aquel
que la convenció que abortara.

Nunca es lícita la cooperación formal, porque es equivalente a la aprobación del mal. La


cooperación material es de suyo ilícita, aunque puede haber casos en que sea permitida, si se
cumplen las reglas del voluntario indirecto (ver 2.4.).

116
Por ej., sería lícita la cooperación al mal que prestaría la secretaria del médico al hacer la receta
solicitando anticonceptivos: su cooperación es sólo material, y perder el empleo supondría una causa
grave para hacerlo.

6. Se oponen también a la caridad con el prójimo: la contienda —altercado violento con


palabras—, la riña, la guerra injusta y la sedición (bandas de facinerosos, hechos de vandalismo,
etc.).

EJERCICIOS

1. Analizar y comentar los siguientes pasajes de la Escritura:

a) Deut. 6, 4-9.

b) Mt. 18, 6-8.

c) I Cor. 13, 1-8.

2. Anotar tres hechos históricos de persecuciones contra la Iglesia.

3. Distinguir en los siguientes casos si se trata de pecado de escándalo o de cooperación al mal:

a) echar al buzón de correo una carta que contiene infamias

b) exponer en la pared fotografías inconvenientes

c) vender carne en día de vigilia

d) ser empresario o actor en una representación que ridiculiza la religión

e) agente policial que colabora con traficantes de drogas

f) usar vestidos y ornatos provocativos

g) vender videocasetes de películas pornográficas.

4. ¿Qué significado tiene el pasaje de I Cor. 13, 13?

5. ¿En qué inciso de este capítulo pueden situarse las palabras de I Jn. 3, 18)

6. Comenta las siguientes palabras de San Juan Crisóstomo sobre la asistencia a espectáculos: «Ya es
un gran daño pasar allí inútilmente el tiempo y ser escándalo para los otros (...) y, ¿cómo podrá
decirse que tú no sufres daños, cuando contribuyes a los que se producen? (...) Por-que, si no hubiera
espectadores, tampoco habría quienes se dedicaran a esas infamias» (Hom. sobre S. Mateo, 37).

7. Haz una lista de actos de caridad que puedes hacer con tus compañeros y familiares a lo largo del
día, que incluya ejemplos de corrección fraterna, apostolado y obras de misericordia materiales.

Trabajo de investigación. Elabora un trabajo —de tres o cuatro hojas— sobre la estructura de la vida
sobrenatural, relacionando las virtudes teologales y morales con los dones del Espíritu Santo.

117
II - LA VIRTUD DE LA RELIGION

1. DEFINICION

La religión se define como la virtud que nos lleva a dar a Dios el culto debido como Creador y
Ser Supremo.

Dios es para el hombre el único Señor. Lo ha creado y lo cuida constantemente con su


Providencia: la existencia, y cuanto es o posee, lo ha recibido de Él. En consecuencia, el hombre
tiene con Dios unos lazos y obligaciones que configuran la virtud de la religión.

2. EL CULTO

Esos lazos y obligaciones que mencionamos arriba se concretan primariamente en la adoración


y alabanza a Dios, y es lo que se conoce como culto.

a) Culto interno y externo

A la virtud de la religión pertenecen principalmente los actos internos del alma, por los que
manifestamos nuestra sumisión a Dios, y que se llama culto interno.

El culto interno se rinde a Dios con las facultades del entendimiento y la voluntad, y constituye
el fundamento de la virtud de la religión, pues «los que adoran a Dios deben adorarlo en espíritu y en
verdad» (Jn. 4, 24).

En otras palabras, sería inútil e hipócrita el culto externo si no fuera precedido por el interno:
«Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt. 15, 8).

Entre los principales actos de culto interno están:

1) la devoción, que es la prontitud y generosidad ante todo lo referente al servicio de Dios;

2) la oración, que es levantar el corazón a Dios para adorarlo, darle gracias, implorar perdón y
pedir lo que necesitamos.

Pero no basta el culto interno: se precisan también actos externos de adoración: participar en la
Santa Misa, arrodillarse ante el Sagrario, asistir con piedad a las ceremonias litúrgicas... Este culto
externo es necesario también porque:

a) Dios es Creador no sólo del alma sino también del cuerpo, y con ambos debe el hombre
reverenciarlo;

b) está en la naturaleza del hombre manifestar por actos externos sus sentimientos internos. El
culto interno, sin el externo, decae y languidece;

por estar en la naturaleza humana —a un tiempo material y espiritual— la necesidad de rendir


culto externo, la Iglesia condenó como herética la proposición de Miguel de Molinos (1628-1696),

118
que consideraba imperfecto e indigno de Dios todo rito sensible de alabanza, queriendo reducirlo a lo
interno y espiritual (cfr. Dz 1250).

b) Culto de latría, de dulía y de hiperdulía

El culto en sentido estricto se le tributa sólo a Dios por su excelencia infinita, aunque podemos
también tributarlo indirectamente a los santos, por la estrecha unidad que tienen con Dios. Por eso el
culto puede ser:

1) de latría o adoración: es el que se rinde únicamente a Dios en reconocimiento de su


excelencia y de su dominio supremo sobre todas las criaturas.

Con este tipo de culto se honra a la Sagrada Eucaristía;

3) de dulía o veneración: es el que se tributa a los santos, en reconocimiento de su vida de


entrega y unión a Dios.

Este culto es consecuencia del dogma de la comunión de los santos. En efecto, si nos podemos
comunicar con los bienaventurados del cielo, ¿por qué no honrarlos?; ¿por qué no invocar su
patrocinio? Si es lícito encomendarnos a las oraciones de los fieles vivos («orad unos por los otros
para que os salvéis», Sant. 5, 16), ¿por qué no lo ha de ser encomendarnos a los santos, que son
amigos de Dios y El mismo ha glorificado?

Se ve, pues, que la condenación de este culto que hacen los protestantes no está de acuerdo con
el dogma de la comunión de los santos ni con la Sagrada Escritura.

4) de hiperdulía o especial veneración: es el que se rinde a María Santísima, reconociendo así


su dignidad de Madre de Dios.

Por ser criatura, no se le puede rendir culto de adoración; pero por ser la más excelente de
todas las criaturas —por encima de todos los ángeles y santos— se le rinde culto de especial
veneración. El fundamento clave para entender el culto a María Santísima es el hecho de haber
engendrado al Verbo Eterno, Jesucristo Nuestro Señor, y ser por ello verdaderamente Madre de Dios.

La legislación eclesiástica señala que «con el fin de promover la santificación del pueblo de
Dios, la Iglesia recomienda a la peculiar y filial veneración de los fieles la Bienaventurada siempre
Virgen María, Madre de Dios, a quien Cristo constituyó Madre de todos los hombres» (CIC, c.
1186).

Los cristianos tienen por eso imágenes de la Virgen, de los ángeles y de los santos, y conservan
con veneración las reliquias de los santos. Honrando estas imágenes y reliquias honramos a los
santos que representan o de quienes son.

Los protestantes atacan el culto a María y a los santos afirmando que Cristo es el único
mediador y, por tanto, no hay necesidad de otros mediadores: «Uno es Dios, y uno es el mediador
entre Dios y los hombres, Jesucristo» (I Tim. 2, 5).

La palabra mediador, sin embargo, tiene dos sentidos: significa redentor, y en este sentido, sólo
se aplica a Jesucristo que nos redimió ofreciendo al Padre sus propios méritos, y significa también
intercesor, y en este sentido la Santísima Virgen y los santos son intercesores, ya que ruegan a Dios
por los hombres.

119
3. PECADOS CONTRA LA VIRTUD DE LA RELIGION

Los pecados específicos contra esta virtud son de dos clases: por exceso (la superstición) y por
defecto (la irreligiosidad).

Puede parecer un contrasentido que se pueda pecar "por exceso" contra la virtud de la religión,
como si el hombre pudiera excederse en el culto a Dios. En realidad, más que un exceso propiamente
dicho, se trata de una deformación cualitativa, es decir, del pecado que se comete «cuando se ofrece
culto divino a quien no se debe, o a quien se debe, pero de modo impropio» (S. Th, II-II, q. 92, a. 1).

a) La superstición

1. El culto indebido a Dios

De dos maneras puede ofenderse a Dios con un culto indebido:

a. Culto vano o inapropiado: consiste en la adulteración del verdadero culto por introducción
de elementos extraños, realizándose ceremonias absurdas, extrañas o ridículas, que desdicen del
decoro y dignidad del culto a Dios.

«Si las cosas que se hacen (en el culto) no se ordenan de suyo a la gloria de Dios, ni elevan
nuestra mente a Él, ni sirven para moderar los apetitos de la carne, o si contrarían las instituciones de
Dios y de la Iglesia... todos estos actos han de considerarse como superfluos y supersticiosos» (S. Th,
II-II, 1.93, a. 2).

Por ello la Iglesia siempre ha velado por la digna celebración del culto, y el cumplimiento de
esas normas obliga sub gravi.

De ahí que cuando un ministro —bajo pretexto de "espontaneidad", "acercamiento a la


comunidad" o cualquier otro—, varía esas normas, actúa arbitraria e ilícitamente (cfr. CIC, c. 838).

b. Culto falso, que consiste en simular el verdadero culto a Dios, buscando inducir a engaño.

Es culto falso, por ejemplo, el que haría quien pretendiera celebrar Misa sin ser sacerdote, el
que propague falsas revelaciones o milagros, el que ponga a la veneración reliquias falsas, etc.

2. El culto indebido a las criaturas, o culto a un falso dios

Se cae en este pecado con toda actividad que directa o indirectamente intenta divinizar alguna
criatura, de la que se pretenden conocimientos y bienes que sólo Dios puede conceder.

Puede adoptar las formas de idolatría, adivinación, espiritismo, magia, vana observancia y
otras muy variadas.

a. Idolatría: consiste en tributar directamente culto de adoración a una criatura. Es un pecado


gravísimo que Dios condena severamente en la Sagrada Escritura (cfr. Ex. 22,20), porque se
considera inexcusable (cfr. Sap. 13,8), es decir, nunca está permitido, ni siquiera para esquivar la
muerte, adorar a dioses falsos.

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b. Adivinación: consiste en invocar explícita o implícitamente al demonio para saber cosas
ocultas, imposibles de saber por métodos naturales de previsión.

En general los adivinos no pasan de ser hábiles charlatanes, pero si se producen de hecho
sucesos extraordinarios no pueden ser debidos sino a los demonios: Dios o las almas de los
bienaventurados no pueden favorecer doctrinas erróneas y prácticas supersticiosas condenadas desde
antiguo por El mismo (cfr. Lev. 19, 27; 20, 31).

Las consultas a oráculos, lectura de naipes, buenaventuras, etc., son pecado si se les da crédito,
porque llegan a ser superstición; no son pecado si se hacen por juego y sin escándalo, aunque
siempre es mejor evitarlos.

c. Espiritismo: es el arte de comunicar con los espíritus, o mejor, por lo dicho antes, con los
demonios o los condenados. Es gravemente pecaminoso por la intención de penetrar en los enigmas
de la vida y de la muerte de manera arbitraria, pues es temerario pretender entrar en esos ámbitos,
que sólo a Dios están sujetos, por un afán de curiosidad morbosa.

El Santo Oficio (Decreto del 24-IV-1917: cfr. Dz. 2182) prohibió toda participación en
sesiones espiritistas, incluso la mera presencia y la simple escucha.

Por iguales razones, es ilícita la participación en el juego llamado "ouija", que pretende obtener
respuestas de los espíritus o fuerzas ocultas.

d. En relación a la magia, es blanca cuando se funda en la habilidad del prestigiador y en la


ilusión o la ignorancia del que observa. Es negra o diabólica, o bien simplemente brujería, cuando un
poder oculto permite al mago obtener efectos superiores a la eficiencia de los medios realmente
usados.

Este poder oculto proviene ordinariamente del demonio, y en esta comunicación se encuentra
el elemento pecaminoso de la magia negra. En lo referente a la magia blanca no se la puede reprobar
moralmente.

e. Con el nombre de vana observancia se conoce aquella forma de superstición que atribuye a
señales, cosas o animales fuerzas favorables o nocivas, más allá de su eficacia propia.

En este inciso se sitúan multitud de supersticiones más o menos frecuentes: uso de amuletos,
miedo a ciertos números, días, animales, etc.

3. Origen y gravedad de la superstición

La superstición proviene de un falso sentimiento religioso y abunda en personas ignorantes o


irreligiosas. La mayoría de los incrédulos son supersticiosos: por no creer en Dios creen en las
mayores necedades.

La gravedad de la superstición se mide por la mayor o menor invocación al demonio. Cuando


hay invocación explícita del demonio, el pecado es gravísimo. Si es implícita —por ejemplo, en el
que inconscientemente lo relaciona con fuerzas ocultas— el pecado también es mortal.

De algún modo puede haber invocación implícita al demonio en las películas, obras teatrales,
etc., que imprudentemente hacen aparecer intervenciones satánicas, para infundir terror, manifestar
prodigios, etc. Hay invocación explícita, al parecer, en las letras de las canciones de ciertos grupos

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musicales modernos. En ambos casos —visuales o auditivos— existe la obligación de no tomar parte
como espectador o escucha.

b) La irreligiosidad

La irreligiosidad incluye todos los pecados que se cometen por defecto contra la virtud de la
religión. Son los siguientes:

1. La impiedad; o falta de religiosidad. Admite una amplia gama de actitudes: desde la


indiferencia o tibieza para los actos de culto a Dios, hasta la calumnia, desprecio o ataques a la
religión.

2. La tentación a Dios: en sentido propio es pretender con palabras o con hechos poner a
prueba alguno de los atributos divinos (p. ej., decir: si Dios existe, que me caiga un rayo). En sentido
impropio, se tienta a Dios exponiéndose a peligros sin necesidad ni precaución, confiando
temerariamente en la ayuda divina.

3. El sacrilegio, que es tratar indignamente a las personas, objetos y lugares consagrados a


Dios.

Ejemplos de sacrilegios: con relación a las personas, el que atente contra la vida del Romano
Pontífice; con relación a las cosas, robar un cáliz bendecido; con respecto a los lugares, matar dentro
de una Iglesia. El trato indigno de la Eucaristía, o el retener las especies consagradas con perversa
finalidad, además de sacrilegio implica pena de excomunión (cfr. CIC, c. 1367).

4. La simonía o voluntad deliberada de comprar con dinero una cosa espiritual o anexa a lo
espiritual.

Ejemplos de simonías: pagar por la absolución de un pecado, vender más caro un cáliz
bendecido que uno sin bendecir, la promesa de rezar a cambio de dinero, etc.

Su nombre viene de Simón el Mago, que pretendió comprar a los Apóstoles el poder de hacer
milagros (cfr. Hechos 8,18).

La malicia de este pecado puede considerarse en un doble aspecto:

a) por la injuriosa equiparación de los bienes espirituales con los materiales;

b) por ser ilegítima la usurpación que de los bienes hacen los ministros, derivándolos a su
provecho temporal en lugar de orientarlos al aprovechamiento espiritual de las almas.

Es importante distinguir el pecado de simonía del estipendio que se da polla celebración de la


Misa, puesto no se paga la Misa sino una remuneración al sacerdote por su trabajo y para su sustento.

EJERCICIOS

1. Comentar el pasaje de Hechos 14, 11 ss.

2. Comentar el n. 986 de Dz.

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3. ¿En qué consistió la herejía iconoclasta?

4. Explicar en qué consisten las formas de adivinación llamadas necromancia, augurio,


quiromancia, sortilegio.

5. ¿A qué se refiere San Pablo en I Cor. 9, 14?

6. Comenta el siguiente pasaje de San Jerónimo, e indica su relación con la virtud de la


religión:

«Los cálices sagrados y los santos lienzos y todo lo demás que pertenece a la pasión del Señor
(...), por su consorcio con el Cuerpo y la Sangre del Señor, han de ser venerados con la misma
reverencia que su Cuerpo y que su Sangre» (Ep. 114).

7. Lee con atención el texto del Gloria que se reza en la Misa, y explica qué expresiones se
relacionan con los diversos fines de la oración.

8. Hemos dicho que la oración es uno de los actos de culto interno a Dios. Señala:

 las cualidades que debe reunir para que sea agradable a Dios
 las cualidades que debe reunir para que sea eficaz
 la diferencia entre oración mental y vocal.

9. Indica la especie moral ínfima de los siguientes pecados:

a) cambiar arbitrariamente las oraciones de la Misa

b) propagar hechos naturales como milagrosos

c) acudir a que «lean los posos del te»

d) fanatismo por los ídolos musicales

e) usar una cola de conejo como objeto supersticioso

f) confesarse por juego o diversión

g) no rezar

h) faltar a la Misa dominical.

Trabajo de investigación. De la lectura del libro del Éxodo entresaca los pasajes en los que
Moisés ora a Dios, mencionando las características de su oración en cada circunstancia.

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