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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA

Año XXXIV, No. 68. Lima-Hanover NH, 2º Semestre de 2008, pp. 165-181

CRÓNICAS NEOBARROCAS: LA CONSTRUCCIÓN DE UNA


EXPERIENCIA DE LA HISTORIA

Clelia Moure
Universidad Nacional de Mar del Plata

Mi propósito es cartografiar una de las múltiples alianzas posibles


entre dos términos de altísima heterogeneidad y, por lo tanto, de
gran complejidad para el análisis teórico y crítico de la literatura, a
saber: la escritura literaria y el discurso de la historia (o las discursi-
vidades de la Historia entendida como historiografía moderna, en los
términos de Hyden White). Dentro de esa alianza, que ofrece múlti-
ples modos de efectuarse y tiene una larga historia que no pretendo
resumir aquí, enfocaré mi reflexión crítica sobre algunos textos del
escritor chileno Pedro Lemebel, especialmente de su volumen de
crónicas publicado en 2003: Zanjón de la aguada1, aunque me referi-
ré tangencialmente a otros.
Como queda señalado en el título de este trabajo, hay un tercer
término que también aporta su complejidad y que me parece indis-
pensable incorporar en el análisis: la presencia de la estética neoba-
rroca que determina la materialidad del discurso lemebeliano, ele-
mento central en la dinámica de territorialización de los cuerpos que
este discurso opera y, por lo tanto, agente destructor de la asepsia
positivista del discurso histórico canónico.

Entre la literatura y la historia, la escritura y el cuerpo

Planteado el campo problemático de mi reflexión, sostengo que


las crónicas de Pedro Lemebel se ubican en una doble posición de
borde: entre la literatura y la historia, entre la escritura y el campo
vibratorio de los cuerpos. Desde luego, como ocurre en todo “bor-
de” problemático, la oposición no se resuelve en la instancia tranqui-
lizadora de la síntesis, sino que ejerce su operatividad construyendo
una discursividad móvil y heterogénea, difícil de clasificar, y “des-
obediente” tanto al mandato cultural de la historiografía clásica: ser
el relato objetivo de un suceso real, como al imperativo epistemoló-
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gico que supone a la escritura completamente separada del universo


físico, reponiendo la dicotomía cartesiana: res cogitans – res exten-
sa.
La problemática que acabo de esbozar no es nueva. De hecho, la
intersección activa entre escritura y materialidad se remonta, por lo
menos, hasta la filosofía estoica2. Pero considero que la reflexión crí-
tica que ha tenido lugar a propósito del Barroco y su intensa produc-
tividad en la literatura hispanoamericana del siglo veinte es un marco
necesario y adecuado para acotar y al mismo tiempo hacer produc-
tivo el análisis de la obra de Pedro Lemebel.
Me refiero particularmente –y lo tomo como punto de partida– a
la ineludible obra ensayística de Severo Sarduy3. A partir de sus re-
flexiones, que considero fundamentales para el problema de la dia-
léctica de identificación y diferencia entre el Barroco áureo y el cam-
po complejo y heterogéneo de escrituras que él llamó Neobarroco, el
poeta y ensayista argentino Néstor Perlongher –apoyándose en tex-
tos críticos de José Lezama Lima y Roberto González Echevarría, y
también en nociones teóricas y filosóficas de Gilles Deleuze– intenta
una definición de estas poéticas:

Es en el plano de la forma que el barroco, y ahora el neobarroco, atacan.


Pero esas formas en torbellino, plenas de volutas voluptuosas que rellenan
el topacio de un vacío, levemente oriental, convocan y manifiestan, en su
oscuridad turbulenta de velado enigma, fuerzas no menos oscuras. [...]
Poética de la desterritorialización fabulosa, el barroco siempre choca y co-
rre un límite preconcebido y sujetante. [...] Libera el florilegio líquido (siem-
pre fluyente) de los versos de la sujeción al imperio romántico de un yo líri-
co. Se tiende a la inmanencia y, curiosamente, esa inmanencia es divina;
alcanza, forma e integra (constituye) su propia divinidad o plano de tras-
cendencia. [...] El lenguaje, podría decirse, abandona o relega su función
de comunicación, para desplegarse como pura superficie, espesa e irisa-
da, que “brilla en sí” [...] un “teatro de las materias” (Deleuze) [...] Materia
pulsional, corporal, a la que el barroco alude y convoca en su corporalidad
de cuerpo lleno, saturado y doblegado de inscripciones heterogéneas. 4
(Perlongher 1997: 95-96).

Pido disculpas por lo extenso de la cita y por sus múltiples cor-


tes, pero es difícil incluir en un texto de crítica académica la deriva
del texto crítico de Perlongher que hace uso de las filigranas, los
pliegues discursivos y la dinámica metonímica del lenguaje neoba-
rroco, el cual se estría sobre la superficie –insuficiente, siempre en
defecto– del lenguaje comunicativo. No obstante considero que
pueden leerse en ella los matices distintivos del neobarroco: una
fuerza (“ataca”) caracterizada por su dinamismo turbulento que tien-
de a la aniquilación o corrimiento de las posiciones firmes del sujeto,
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“siempre fluyente”; lenguaje saturado de materialidad y de inscrip-


ciones heterogéneas.
Tanto Sarduy, en los ensayos citados, como Perlongher en su
prólogo a Caribe transplatino. Poesía neobarroca cubana y rioplaten-
se del que acabo de transcribir un fragmento, señalan la posición
excéntrica del barroco europeo y también hispanoamericano, refi-
riéndose deleuzianamente al neobarroco como una “desterritoriali-
zación fabulosa”. Me detengo en este rasgo porque advierto en las
crónicas del escritor chileno una potencia de ataque a la neutralidad
positivista del discurso de la historia, a favor de una experiencia del
cuerpo (y en el caso de Loco afán. Crónicas de Sidario5, una expe-
riencia del cuerpo enfermo), desalojando del discurso de la historia
oficial el imperativo de objetividad, según la propuesta de la episte-
mología clásica: dar un sentido pleno y unívoco de los hechos, orga-
nizado y concluido.

Lo neobarroco: contra la episteme de lo uno

Cuando intentamos (legítimamente) una definición de un fenóme-


no artístico o al menos, un acercamiento crítico que pueda elaborar
alguna categorización o sistema, nos encontramos siempre ante un
elemento paradójico el cual se resiste, por naturaleza, a todo intento
de definición, por ser incorporal y dialéctico, fuente de singularida-
des irreductibles a cualquier identificación. Creo que es legítimo
asociar esta idea con la noción problemática que la crítica ha tratado
de domesticar sin éxito, a mi juicio: el Neobarroco.
En este sentido me parece orientadora la perspectiva general
planteada por Susana Cella (1996: 148-171)6 acerca de lo que de-
nomina la “controversia” (149) con respecto al término y a sus carac-
terísticas, aunque discrepo con algunas de sus afirmaciones. Por
ejemplo: me parece difícil de justificar la existencia de una “base de
operaciones” llamada Lezama Lima, y en términos más generales, la
afirmación de que

el trabajo de los neobarrocos produce una forma de apropiación que re-


corta convenientemente un corpus vasto. Si esto se pensara como la
operación típica de los movimientos de ruptura, en este caso es preciso
ver cuál ha sido la de los poetas neobarrocos, habida cuenta de su variada
producción, y también, qué alcances tiene esa poética y hasta dónde el
conjunto de la obra de cada uno de ellos la sostiene. (151)

¿Es recortar un corpus la “operación típica de los movimientos


de ruptura”? Esta pregunta incluye otra: ¿es el llamado Neobarroco
un movimiento de ruptura? Me parece muy arriesgado afirmar que
haya una operación típica y que ésta sea recortar un corpus. Creo
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más bien que los poetas leen y, empleando una metáfora de Néstor
Perlongher, realizan al mismo tiempo

la tarea del cartógrafo deseante [que] no consiste en captar


para fijar, para anquilosar, para congelar aquello que explora,
sino que se dispone a intensificar los propios flujos de vida en
los que se envuelve, creando territorios a medida que se los
recorre. El mapa resultante, lejos de restringirse a las dimen-
siones físicas, geográficas, espaciales [...] ha de ser un mapa
de los efectos de superficie. (Perlongher 1997: 65). El subra-
yado es mío.

La clave de esta metáfora es la naturaleza de lo que Cella llama


“operación”, y que Perlongher señala como “deriva” en virtud del
cual “se captan los flujos de vida que animan el territorio”.
Tampoco comparto la elección del término “ruptura” para abor-
dar este problema. Siguiendo con la metáfora del cartógrafo desean-
te, “intensificar los propios flujos de vida en los que se envuelve” me
parece mucho más cercano al trabajo de Perlongher o de Lezama,
por ejemplo, con las metáforas de Góngora, que calificarlo de gesto
de ruptura.
Considero que el problema –de la crítica, no de los poetas– es la
casi obsesiva inclinación (yo diría tentación) por “definir”. Resulta
sorprendente que de esta actitud ni siquiera se encuentre a salvo la
imagen poética, justamente aquello que se produce en la tensión
contraria al gesto racionalista que alienta cualquier definición: “la
concepción de Lezama de la imagen, que bien podría definirse con
las propias palabras de Milán como instancia de fijeza” (Cella 154).
¿Puede hablarse de “la concepción (¿hay trabajo especulativo pre-
vio, hay arte conceptual?) de la imagen (¿qué es la imagen en Leza-
ma?) que bien podría “definirse” (¿puede de-finirse: establecer sus
límites?) como “instancia de fijeza”?
La “violenta pulsión de unificación” que Sarduy (1987: 24) atribu-
ye a la ciencia de Parménides a Einstein, parece llegar, a veces, a los
“territorios” de la crítica. ¿Cuál es, me pregunto, la relevancia crítica
de hallar una categoría unificadora, que con seguridad, no unificará
nunca poéticas lo suficientemente divergentes como para sustraer-
se, por fuerza (por la fuerza de su deseo: por su política del margen)
a una definición?
Asumida la imposibilidad de definir, trato de ejercer el gesto pro-
ductivo de señalar rasgos, procedimientos, señales que permitan
una reflexión crítica y teórica acerca de aquellas escrituras que se
presentan marcadas por una poética anterior, reconocible y actuante
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en el movimiento de su producción. Pero lo que cuestiono, y vuelvo


a citar la frase de Sarduy, es la pulsión de unificación que hace más
de veinte años hace correr a críticos y ensayistas detrás de una ca-
tegoría inarticulable, al menos en el estatuto descriptivo que sostiene
cualquier categorización.
Admito, por lo tanto, el empleo del adjetivo “neobarroco/a”, es
decir, lo considero una atribución7 posible atendiendo a su referen-
cialidad tácita o explícita, a su conexión directa o indirecta con lo
que Sarduy llama el primer Barroco, pero sin perder de vista que es-
ta materia discursiva, este cuerpo vivo de textualidades recorridas
por intensidades “en las que se envuelven”, al decir de Perlongher,
rechaza por su natural nomadismo cualquier género de domestica-
ción crítica, por muy marginal, under o revolucionaria que sea.

La historia mordida

Intentaré señalar una de las líneas de fuerzas del texto lemebelia-


no: su deseo de llenar “el vacío abyecto” de la narración.
En su breve texto “Hacer como que nada, soñar como que nunca
(Acerca del video La venda, de Gloria Camiroaga)”8 Lemebel re-
flexiona sobre una imposibilidad: la de “dar cuenta de la ciénaga os-
cura donde fueron sumergidas aquellos días” las mujeres cuyos ros-
tros aparecen en la pantalla del video testimonio. El autor no narra lo
narrado por las protagonistas, no nos cuenta a nosotros, lectores del
siglo veintiuno, lo ocurrido tres décadas atrás, porque sabe que
tampoco lo harán ellas, las mujeres torturadas cuya experiencia es
intransferible. El texto sabe de esa imposible –aunque legítima, aun-
que necesaria– transposición de la experiencia al habla, y –de regre-
so hacia nosotros– de la narración a la experiencia. La historia segui-
rá “traspapelada”, sin ninguna posibilidad de saltar el límite del pa-
pel, el límite de la palabra.
Con la cadencia propia del ritmo poético, el texto insiste: “Habría
que decir mil veces esto ocurrió, esto pasó… cerca de aquí mismo…
cerca de la iglesia… en esa misma casa tan igual a otras casas. Esto
ocurrió bajo este cielo…” (149). Pero el cronista sabe que no alcan-
zarán mil veces, que el “deletreo ficticio” de la evocación sólo podrá
dibujar testimonios desmembrados. La prosa del chileno sabe en-
contrar nudos de cristalización (esta crónica pertenece a la cuarta
parte del libro titulada: “Cristal tu corazón”. Retratos) en los que la
materialidad se adensa como queriendo colmar el vacío del relato, el
lugar de aquella intransferible experiencia que evoca una y otra vez.
Esos puntos están bien distribuidos en la breve extensión de este
relato: “el roce del guante militar que timbró sus carnes con los
hematomas dactilares del sello patrio”; “el triste emblema amoratado
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de sus llagas”; “lo gritan empañados estos ojos femeninos en el vi-


deo”.
“La materia fonética y gráfica en expansión accidentada –dice
Sarduy– constituiría la firma del segundo [Barroco]. Una expansión
irregular cuyo principio se ha perdido y cuya ley es informulable”
(1987: 41). No se “habla” de nada en estos textos, hay sólo “aconte-
cimientos perceptibles a través de los laberintos y los entrelazamien-
tos fibrosos de la materia”, en palabras de Antonin Artaud9. Y articu-
lando la tensión que traba los fragmentos (ojos, bocas, hematomas):
la suspensión. Ella parece no pertenecer a ningún campo: es lo
puesto entre paréntesis. La suspensión no media ni vincula, es un
punto de máxima tensión, de máxima saturación del suceder, del
acontecer, un pasaje de máxima intensidad y de densa materialidad
conectando con tensión y torsión la fuga y los retazos. “Dispositivo
de proliferación que pliega y despliega la superficie de la lengua, y la
transforma en materia”10.
Claramente lo que pesa en este texto es la ausencia. Es lo que no
se ha podido contar en el video (en la segunda lectura, “video testi-
monio” suena con un leve matiz irónico), es lo que el propio cronista
no nos podrá comunicar a los lectores, es lo que “medio país” pre-
fiere no saber, no recordar. Es el grito pero de ojos femeninos em-
pañados. “Fue cierto, y a quién le interesa si medio país aún no
cree” (150).
Sin embargo, la suspensión que adensa la materialidad trabada
de este texto lo convierte en el más potente de la colección.
Puede verse aquí por qué sostengo que las crónicas lemebelia-
nas operan una intervención polémica en los discursos de la historia.
La observación crítica y el análisis minucioso del objeto o suceso na-
rrado acerca las crónicas a otras discursividades no literarias, como
la escritura de la historia, el periodismo y la filología. La tensión entre
el registro literario y el registro histórico, periodístico o filológico,
como lo señalan Aníbal González y Susana Rotker, y su consecuente
hibridez genérica, caracterizan esta discursividad desde sus orígenes
en la crónica modernista, surgida en el seno de la tensión entre la
literatura y la filología.
Ahora bien, la crítica ha sostenido de manera unánime la posición
de borde de las crónicas entre la literatura y el periodismo11. Sin ne-
gar ese vínculo productivo, considero que hay una línea de fuerza
presente en estos textos que los diferencia del llamado nuevo perio-
dismo y es su sistemático socavamiento de las condiciones de posi-
bilidad de un discurso de la historia en virtud de algunos rasgos que
me propongo señalar.
CRÓNICAS NEOBARROCAS: UNA EXPERIENCIA DE LA HISTORIA 171

Está claro que Lemebel (como Monsiváis, como Poniatowska,


como Rodríguez Juliá) no se consideran ni se presentan nunca en
sus textos como portadores de discurso histórico. Pero es igualmen-
te obvio que sus textos abordan cuestiones tradicionalmente ligadas
a ese discurso, con procedimientos que van a contrapelo de su esta-
tuto epistemológico. Por ejemplo: relatan con la conciencia de ser
una mirada, y al mismo tiempo un registro de los acontecimientos
vividos en un lugar particular y un tiempo acotado de la historia re-
ciente. Ese registro tiene como protagonistas a individuos o grupos
que pertenecen a distintas minorías sociales, políticas, étnicas o de
género (a veces la marca minoritaria es doble o triple en un mismo
individuo, como en la figura –genealógica para esta discursividad–
de Jesusa Palancares12). Ese registro y esa conciencia se erigen co-
mo posición crítica, y a veces como denuncia de situaciones políti-
cas, sociales o institucionales de injusticia, desamparo y discrimina-
ción. En cuanto al rasgo distintivo de este género, en términos de
Aníbal González: su temporalidad sincrónica, observo que se ha da-
do de manera progresiva en los textos publicados durante las tres
últimas décadas del siglo XX. Considero que es éste el rasgo que
permite establecer una evolución desde las llamadas novelas-
testimonio de la década del sesenta (la nombrada Hasta no verte Je-
sús mío, de Elena Poniatowska, o Biografía de un cimarrón, del cu-
bano Miguel Barnet) hasta las crónicas más contemporáneas de Pe-
dro Lemebel o Carlos Monsiváis, en las que dicha temporalidad se
hace evidente.
Este rasgo, muy menor si lo consideramos aisladamente, consti-
tuye no obstante una señal de que la temporalidad sincrónica, que
hace pie en la crónica parisiense y en el artículo de costumbres del
siglo XVIII inglés (véanse a propósito los análisis ya citados de Aníbal
González y Susana Rotker), se perfila en las crónicas periodísticas
neoyorquinas de José Martí, y cristaliza en las recientes crónicas pe-
riodístico-literarias de Pedro Lemebel, como un rasgo distintivo del
género. Y en ese sentido se aleja de los relatos clásicos del nuevo
periodismo y se propone como intervención transgresora del discur-
so de la historia, o de las discursividades del historicismo canónico,
tributario de una epistemología clásica.
Las crónicas de Pedro Lemebel pueden ser leídas en línea con el
pensamiento de Michel Foucault:

[...] la historia será efectiva en la medida en que introduzca lo discontinuo


en nuestro ser [...] Hay toda una tradición de la historia (teológica o racio-
nalista) que tiende a disolver el suceso singular en una continuidad ideal al
movimiento teleológico o encadenamiento natural. La historia ‘efectiva’
hace resurgir el suceso en lo que puede tener de único, de cortante. (1971:
172 CLELIA MOURE

20).

En los textos de Pedro Lemebel, esta temporalidad sincrónica es


su principio articulador y su procedimiento constante desde el pri-
mero al último de sus volúmenes publicados hasta hoy, y esto mis-
mo podría afirmarse respecto de un conjunto creciente de escritores
latinoamericanos13. Las crónicas literarias contemporáneas rechazan
en su discurso la continuidad ideal de una historia teleológica y pro-
videncial, para producir textos capaces de vehiculizar y provocar una
experiencia de la historia; en ella el cuerpo (todo género de corpora-
lidad, pero de manera privilegiada el cuerpo doliente) es la superficie
de registro. El rechazo de la mencionada “continuidad ideal y teleo-
lógica” se produce por un doble procedimiento: tomar al cuerpo –los
cuerpos– como superficie de inscripción de los sucesos, y promover
lo fragmentario, lo discontinuo, lo inconcluso, lo minoritario, optando
por el caso singular y que –en los términos ya citados de Foucault–
hace resurgir el suceso en lo que puede tener de único, de cortante.

El rechazo de las dicotomías jerárquicas

Lemebel realiza su análisis con ojo de cronista y a contrapelo de


las dicotomías gastadas de los sesenta y setenta (dictadura o revo-
lución, represión o libertad, ley o transgresión). El autor se propone
cartografiar el espacio callejero, “donde se enfrentan las políticas de
control y su desobediencia” (48), configurando un nuevo mapa del
descontento juvenil. Rechaza el camino –tal vez demasiado transita-
do– de los esquemas conocidos, para poder registrar las estrategias
nómadas de “los distintos flujos jóvenes” los cuales trazan en el
cambiante espacio urbano de las últimas décadas sus “poéticas del
descontento”.
Consciente de su lugar de enunciador, sabe y expresa que articu-
lará “una mirada”:

Desde esta perspectiva, quizás tan errática como las pulsiones que a ve-
ces intervienen la calle, trataré de articular una mirada sobre el fenómeno
social de las barras bravas. [...] Es así que se hace necesario contaminar
este texto con biografías barriales, lenguajes de tribus y sobrevivencias de
periferias, para adentrarse en la sociología del desamparo, donde surgie-
ron las temidas barras. (Lemebel 2003: 49. Los énfasis son míos).

El cronista sabe que los tiempos históricos no son bloques homogé-


neos encadenados positivamente por el consagrado esquema de las
causas y sus consecuencias. Lemebel registra el ensamblaje “anar-
co” de las pandillas callejeras señalando las intrincadas relaciones
entre pobreza, consumo de pasta base o marihuana, y decepción.
CRÓNICAS NEOBARROCAS: UNA EXPERIENCIA DE LA HISTORIA 173

Quienes protagonizaron la protesta durante la dictadura de Augusto


Pinochet (pagando el precio del asesinato, la tortura o la exclusión)
se enfrentan ahora (a pesar del gobierno demócrata cristiano de Pa-
tricio Aylwin) con

los amarres constitucionales y los aparatos de represión que la dictadura


dejó intactos para custodiar probables desenfados sociales. [...] Como una
forma de venganza con los protagonistas de las protestas, los carabineros
activaron la ley de detención por sospecha, realizando masivas detencio-
nes en todo Santiago, pero especialmente a esa juventud excedente que
dejó el traspaso político. (55).

En más de una ocasión el autor emplea el adjetivo que acabo de


subrayar: “excedente”. Y creo que es una de las claves de su análi-
sis. Siempre hay una fuga que desmiente las explicaciones dema-
siado claras, y fisura los mapas de agentes históricos abroquelados
en un previsible sistema de “clases” o posiciones ideológicas distin-
tivas, estas últimas ordenadas prolijamente de izquierda a derecha.
El apego a esos esquemas afirma una voluntad de simbolizar la his-
toria (una Voluntad de Verdad), otorgándole significados completos,
o por lo menos aceptables para el pensamiento que quiere “com-
prender”. Nuestro autor se desentiende de este recurso a la Razón
Ordenadora, y prefiere el camino de la “contaminación textual”, más
eficazmente dispuesto para registrar las múltiples y a veces contra-
dictorias determinaciones del heterogéneo orden social, en una
cambiante territorialidad del espacio callejero. Al respecto vale citar
a Julio Ramos, por cuanto se refiere a la “contaminación” propia de
las crónicas en las postrimerías del siglo diecinueve:

[...] para los escritores finiseculares la crónica es una instancia ‘débil’ de la


literatura. Es un espacio dispuesto a la contaminación arriesgadamente
abierto a la intervención de discursos que –lejos de coexistir en algún tipo
de multiplicidad equilibrada– pugnan por imponer su principio de coheren-
cia. (Ramos 1989:112)

Está claro que para Pedro Lemebel y –desde mi modesto punto


de vista– también para los lectores, tal contaminación es una positi-
vidad. Impugna, desde la misma naturaleza del discurso, la forma del
tiempo homogéneo y vacío (según Walter Benjamin, punto de partida
necesario para una verdadera crítica de la representación del pro-
greso propia del positivismo historicista) e interviene en la produc-
ción de los discursos de la historia con el propósito de hacer entrar
en ellos las voces, los cuerpos, la heterogénea multiplicidad de las
tribus urbanas.
174 CLELIA MOURE

Como vemos, las crónicas resultan una discursividad mucho más


apta para el acontecimiento singular, sin pretensiones de “totalidad”.
Y sobre todo, para generar, o por lo menos acercarse, a una expe-
riencia de los hechos, un saber que no sea sólo intelectual. Para ello
hace falta renunciar a aquel mandato de la historia oficial: el de na-
rrar hechos acabados, cuya estructura inmanente les otorgue un
significado completo y único. La crónica se presenta como un tipo
de enunciado especialmente dispuesto para lo fragmentario, lo dis-
continuo, lo cortado, y también, lo casual o azaroso, me atrevería a
decir, lo arbitrario. Como lo señala Hayden White:

El vínculo de la crónica con los anales se percibe en la perseverancia de la


cronología como principio organizador del discurso, y esto es lo que hace
de la crónica algo menos que una ‘historia’ plenamente desarrollada.
Además, la crónica, como los anales pero al contrario que la historia, no
concluye sino que simplemente termina; típicamente carece de cierre, de
ese sumario del ‘significado’ de la cadena de acontecimientos de que trata
que normalmente esperamos de un relato bien construido. La crónica
promete normalmente el cierre pero no lo proporciona –siendo ésta una de
las razones por las que los editores decimonónicos de las crónicas medie-
vales negaron a éstas la condición de verdaderas “historias” (White 1987:
31).

También lo ha señalado Michel de Certeau14. Está claro que los dis-


cursos históricos clásicos o canónicos presentan una estrategia de
invisibilización de la diferencia insalvable entre la escritura y el cuer-
po. Es decir, operan en un sentido ideológico: borrar las huellas de la
enunciación, sus circunstancias, su sesgo individual, particular o
fragmentario, y presentar el relato como si fuera la estructura misma
de los hechos, “olvidando” la separación.
Las crónicas señalan que la escritura y los hechos no tienen una
única manera de articularse, y que no son ni han sido nunca un
“compuesto natural”. Hay múltiples alianzas posibles entre la escri-
tura y aquello difícil de nombrar, cuyo cuerpo opaco se resiste a la
captura por el orden simbólico, digamos “lo real”, digamos “los
acontecimientos históricos”, tomadas las necesarias precauciones
que expresan las comillas.
“Toda empresa científica –nos advierte Michel de Certeau– tiene
como características la producción de artefactos lingüísticos autó-
nomos (lenguas y discursos ‘propios’), y la capacidad de éstos para
transformar las cosas y los cuerpos de los que ya se han separa-
do”15. Los textos de Pedro Lemebel operan en el espacio abierto por
esta separación. En ellos la discursividad “surfea” sobre el acontecer
histórico y su deslizamiento nos lleva al campo vibratorio de los
CRÓNICAS NEOBARROCAS: UNA EXPERIENCIA DE LA HISTORIA 175

cuerpos, a la condición material del discurso poético. Veamos un


fragmento de Loco afán. Crónicas de Sidario:

La luz pálida del alba entraba por las ventanas evaporando los pétalos de
la orgía. Por todos lados fragmentos de cuerpos repartidos en el despelote
sodomita. Un abrazo acinturando un estómago [...] Un torso moreno con el
garabato de la loca derramada en su pecho. [...] Así, restos de cuerpos o
cadáveres pegados al lienzo crespo de las sábanas. Cadáveres de boca
pintada enroscados a sus verdugos. Aún acezantes, aún estirando la ma-
no para agarrar el caño desinflado en la eyaculada guerra. Aún vivos, in-
completos, desmigados más allá de la ventana, flotando en la bruma tísica
de la ciudad que aclaraba en los humos pardos de la protesta.
Sin duda eran cadáveres de fiesta, parcelas de piel estrujadas en el arre-
bato del clímax. (29-30).

Hay un “entre” que liga y desequilibra el deseo y la historia, la pul-


sión individual y la energía social. Y allí se juega una nueva conexión,
una alianza posible entre la escritura y el acontecer histórico, aquella
que recupera (o se deja atravesar) por las afecciones de los cuerpos.
Por todas las razones expuestas, he llamado “crónicas neobarro-
cas” al corpus textual (que como he señalado no se limita exclusi-
vamente a la obra de Lemebel) en los que la historia y la poesía se
cruzan, no al modo surrealista, en el que la poesía es presentada
como “visión” o clave secreta16, sino en virtud de un encuentro que
produce una “falla” (en sentido lógico y geológico) en la homogenei-
dad positivista de los discursos de la historia, y pone en primer plano
el fragmento y la experiencia del cuerpo.
A propósito cabe señalar que uno de los primeros artículos de
crítica académica que se refieren a la obra del chileno, ya lo inscribe
en el campo de las estéticas neobarrocas. Me refiero a la comunica-
ción titulada: “Un guante de áspero terciopelo. La escritura de Pedro
Lemebel”, de Soledad Bianchi, Departamento de Literatura, Univer-
sidad de Chile. (Trabajo leído en la Mesa Redonda: “Travestismo: la
infidelidad del disfraz”, en el marco del Ciclo de Género, Educación y
Cultura: Conjurando lo perverso. Lo femenino: presencia, supervi-
vencia, realizado los días 19 y 29 de junio de 1997 en la Universidad
Metropolitana de Ciencias de la Educación). Transcribo a continua-
ción un fragmento:

Abundan en sus crónicas estos –que yo llamo– deslizamientos o despla-


zamientos que siento son las mismas “sustituciones” que Sarduy conside-
ra un procedimiento propio del Barroco y del Neo-Barroco (y así lo afirma
en su artículo homónimo), máscaras –las del Barroco y Neo-Barroco– que
Pedro ha querido utilizar para enmascarar su voz y desenmascarar; velos –
los del Barroco y Neo-Barroco– tras los cuales se ha ocultado una mirada
mirona, una mirada de voyeur que se expone a exhibir, mostrar, dejar ver
en textos nombrados más de una vez como “crónica[s] voyeur”. Disfraces,
176 CLELIA MOURE

finalmente, que lo ligarían con cierta tradición dándole, tal vez mayor segu-
ridad a ese “imaginario frágil de sus tacoaltos” (Esquina, 28); confiriéndole,
quizás, mayor repercusión a su palabra, a su lenguaje, a su escritura. Por
que al contemplar, acercarse y juguetear con esos autores, Pedro Lemebel
ha optado por cierta genealogía –nada de arbórea, por supuesto. O, mejor
dicho: su obra podría considerarse una raicilla más de una red entre cuyos
nudos pueden reconocerse a Lezama Lima, Sarduy, Perlongher: cada uno
a su modo, con sus particularidades, en sus escenarios, en sus territorios,
pero todos espejeando, reflejando y haciendo reflejar, provocando y aco-
giendo ecos, deslizándose desde Cuba, La Habana-París, a Buenos Aires
y, en su navegación, atracar con las santiaguinas orillas del Mapocho; de-
lineando un mapa otro, diferente y de la diferencia. Fluyendo del Barroco,
al Neo-Barroco (americano ya), al Neobarroso rioplatense, al Neobarrocho.

Como vemos, la autora integra los textos de Pedro Lemebel en la


“red” del Neobarroco, y subraya la condición de “mirada mirona” o
“crónica-voyeur” de los textos lemebelianos, en coincidencia con
uno de los rasgos discursivos del género que he señalado.
Carlos Monsiváis prologa en 2001 la reedición de La esquina es
mi corazón, volumen de crónicas originalmente publicado en 1995.
Ese prólogo se titula “El amargo, relamido y brillante frenesí”, y del
mismo modo que la crítica chilena Soledad Bianchi, vincula al autor
con el universo neobarroco, aun en su irreductible diferencia:

Un poeta muy apreciado por Lemebel, Néstor Perlongher, describe el gue-


to: ‘Novedades de noche: satín terciopelo, modelando con flecos la mol-
dura del anca, flatulencia de flujo, oscuro brillo. Resplandor respingado,
caracoles de nylon que le esmaltaban de lamé el flaco de las orlas... Per-
dida en burlas, de macramé, lo que pendía en esas naderías, ruleros coli-
brí, lábil orzuelo, era el revuelvo de un codazo artero, en las calcomanías
del satín, comido (masticación de flutes, de bollidos)’. En: Poemas com-
pletos, Seix Barral, 1997.
Estas mismas atmósferas lezamianas, transmitidas por Lemebel, son algo
similar y muy opuesto. En Lemebel la intencionalidad barroca es menos
drástica, menos enamorada de sus propios laberintos, igualmente vitriólica
y compleja, igualmente abominadora del vacío, pero menos centrada en el
deslumbramiento del vocabulario que en la forma exhaustiva. Así, Lemebel
describe la intromisión del gueto en la ciudad, las reverberaciones de lo
prohibido en lo permitido exactamente en momento en que los absolutos
se desintegran: ‘La calle sudaca y sus relumbres derribistas de neón neo-
yorquino se hermanan en la fiebre homoerótica que en su zigzagueo vo-
luptuoso replantea el destino de su continuo güeviar. La maricada gitanea
la vereda y deviene gesto, deviene beso, deviene ave, aletear de pestaña,
ojeada nerviosa por el causeo de cuerpos masculinos, expuestos, marmo-
leados por la rigidez del sexo en la mezclilla que contiene sus presas. La
ciudad, si no existe, la inventa el bambolear homosexuado que en el flirteo
del amor erecto amapola su vicio. El plano de la city puede ser su página,
su bitácora ardiente que en el callejear acezante se hace texto, testimonio
documental, apunte iletrado que el tráfago consume’ (de Loco afán. Cróni-
cas de Sidario).
CRÓNICAS NEOBARROCAS: UNA EXPERIENCIA DE LA HISTORIA 177

Ya en 2005, a propósito de su último volumen de crónicas: Adiós,


mariquita linda, el poeta y antropólogo Yanko González lee un texto
titulado: “Lemebel o el poder cognitivo de la metáfora”, en la Univer-
sidad ARCIS, del que transcribo un fragmento:

Los caprichos de Lemebel han hecho posible que hoy me guarde como
poeta y salga del armario como antropólogo. Por lo mismo, sé que Pedro,
esta vez, espera más que un par de gárgaras lingüísticas, sino, la suspen-
sión –que no supresión– de alguna duda sobre su propio ejercicio escritu-
ral. El año 1997, escribí lo que hasta ese momento, era uno de los pocos
trabajos en las lateras revistas “científicas” universitarias sobre la obra de
Lemebel. El artículo, titulado “Loco Afán: una bella etnografía sobre el do-
lor marica”, tenía la particularidad juguetona de imitar la escritura de Pe-
dro, acercándose lo más posible a lo que me parecía un grueso aporte es-
tético inscrito al interior de la crónica en Chile: la construcción de un nue-
vo alfabeto a partir de la adjetivación enrarecida, el hipérbaton, cientos de
neologismos “emic” y una lucha frontal en contra de la economía del len-
guaje. Aunque esta paráfrasis estética (o mimesis crítica) para hablar sobre
el texto resultó una golosina para la criticona revisteril de la academia
apoltronada –en esa onda iba el papers– la promesa del título se cumplió
apenas.

El autor se propone aquí completar el programa inconcluso de su


artículo anterior, y para ello reenvía a sus observaciones de 1997, en
las que ya consideraba a Lemebel el constructor “de un nuevo alfa-
beto a partir de la adjetivación enrarecida, el hipérbaton, cientos de
neologismos ‘emic’ y una lucha frontal en contra de la economía del
lenguaje”. Aunque no cita a Sarduy ni nombra al Neobarroco, alude
al que –según el célebre escritor cubano desaparecido en 1993– se-
ría el rasgo central de esa estética (recordemos que fue Severo Sar-
duy quien acuñó el término “Neobarroco” e intentó si no definirlo,
bordearlo por primera vez).
Hasta aquí, dibujando un arco (incompleto, por cierto, pero signi-
ficativo) desde 1997 a 2005, la crítica –con mayor o menor distancia
del universo académico– parece unívoca a la hora de vincular la es-
tética lemebeliana al “árbol Lezama” –en la entrañable metáfora de
Sarduy.

A modo de conclusión

La literatura, o parte de ella, se encarga de discutir la hipótesis


(acerca de la cual han corrido ríos de tinta) de que las manifestacio-
nes artísticas son el producto necesario y consecuente de los siste-
mas ideológicos, o bien de las condiciones de producción, o bien de
las determinaciones de la enunciación real o empírica de los autores
o artistas.
178 CLELIA MOURE

Me parece que la cuestión es más compleja y más interesante.


Creo (no por mi propio mérito, sino porque muchas lecturas me han
llevado a creer) que los “regímenes de manifestación” –siempre his-
tóricos, sean materiales o simbólicos– se diferencian y se imbrican,
sin causarse linealmente y sin jerarquizarse. En otros términos: los
acontecimientos –los hechos– no son “la realidad” de los discursos,
los cuales, en esa formulación, serían reducidos a la categoría de
vehículo o soporte de alguna otra cosa, más “real” que ellos. El mis-
mo movimiento (un movimiento sin nombre en el que se cruzan sin
controlarse ideas, deseos, acontecimientos, cuerpos, sujetos, con-
vicciones y decisiones, lenguajes y silencios) se distribuye en mani-
festaciones diferenciadas e interviene en la configuración de las
sociedades, de los agentes que interactúan en ellas y de los siste-
mas simbólicos que producen.
¿Han intervenido las condiciones de producción del autor Pedro
Lemebel, nacido en Santiago de Chile en 1955, en sus particularísi-
mos volúmenes de crónicas? Desde luego, es tan obvia la pregunta
como la respuesta. Ahora bien, ¿son dichas condiciones de produc-
ción la causa eficiente y necesaria, la razón de sus crónicas? Las
condiciones sociales, económicas, culturales (estas tres deberían ser
una sola palabra, tal vez “históricas”) del autor Pedro Lemebel, han
constituido un régimen de manifestación de determinado universo
(de complejidad incapturable para nuestro pensamiento y desde lue-
go imposible de enumerar positivamente, lo que antes he llamado
bergsonianamente movimiento), y sus crónicas constituyen otro ré-
gimen de manifestación, pero “al lado”, como una de las partes que
no se pueden totalizar, diferenciado pero no jerarquizable, por cuan-
to, como hemos dicho, no hay totalidad que explique el “nacimiento”
(el origen es siempre imaginario) de los textos.
Rechazando, entonces, todo género de “continuidad ideal”, “en-
cadenamiento natural” o “intención primordial” (Foucault 1971: 20)
como razón de ser y sentido último de la historia, las crónicas de
Lemebel presentan un conjunto aleatorio y siempre singular de su-
cesos, valorando su calidad fragmentaria y su carácter de aconteci-
miento. La escritura nómade, que croniza lo marginal, que no se deja
capturar por la pulsión clasificatoria de la razón moderna, su punto
de vista móvil, la discontinuidad de los sucesos narrados desde una
experiencia del cuerpo enfermo, parecen acoplarse a la formulación
de Foucault: “El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido
hecho para hacer tajos” (1971: 20).
“La materia fonética y gráfica en expansión accidentada”, anti-
definición que Severo Sarduy ensaya para pensar el neobarroco, en
síntesis conectiva con una deliberada y eficaz revisión de los moldes
CRÓNICAS NEOBARROCAS: UNA EXPERIENCIA DE LA HISTORIA 179

discursivos y los principios epistemológicos de los relatos de la his-


toria, dan cuerpo a un conjunto de textos cuya fuerza está en su di-
namismo nómade, lo que hace imposible trazar sus líneas de fuga o
predecir los mecanismos de su producción.

NOTAS:
1. Lemebel, Pedro (2003): Zanjón de la aguada, Santiago de Chile, Seix Barral.
2. Véase a propósito: Deleuze, Gilles (1969): Lógica del sentido, Barcelona, Pai-
dós, 1989.
3. Sarduy, Severo: Ensayos generales sobre el Barroco, Buenos Aires, FCE,
1987. Reúne cuatro ensayos, los tres primeros publicados anteriormente por el
autor: Escrito sobre un cuerpo, Buenos Aires, Sudamericana, 1969. Barroco,
Buenos Aires, Sudamericana, 1974. La simulación, Caracas, Monte Ávila,
1982, y Nueva inestabilidad, Buenos Aires, FCE, 1987.
4. Prólogo a Caribe transplatino. Poesía neobarroca cubana y rioplatense, San
Pablo, Illuminiras, 1991. Fue publicado como “Neobarroco transplatino”, en la
Revista La Caja, n° 1, septiembre-octubre de 1992. Integra la compilación de
ensayos de Néstor Perlongher Prosa plebeya, Buenos Aires, Colihue, 1997.
Pp. 93-102.
5. Lemebel, Pedro (1996): Loco afán. Crónicas de Sidario, Santiago de Chile,
LOM.
6. “Figuras y nombres”, en: Cangi, Adrián y Paula Siganevich (comp.). Lúmpenes
peregrinaciones. Ensayos sobre Néstor Perlongher, Rosario, Beatriz Viterbo,
págs. 148-171. Véanse particularmente los dos primeros apartados: “Las hue-
llas de una palabra” y “Notas”.
7. Lacan reparó en el hecho –sin duda, un hecho de lenguaje- de que Freud sólo
emplea el atributo fálico, sin definir en ningún momento de su obra aquello
que, en la estela del pensamiento lacaniano, G. Deleuze consideró como uno
de los Acontecimientos por excelencia: el falo. En esta línea de pensamiento
que trata de horadar, o por lo menos de desestabilizar y poner en duda la
normatividad del platonismo, considero productivo pensar lo neobarroco co-
mo atributo que se efectúa en algunas escrituras, sin definirlas ni capturarlas,
sin “identificarlas” ni “fijarles” condición alguna. Lo neobarroco como marca,
como huella (a veces invertida o des-bordada) de una ausencia, o de una pre-
sencia borrada.
8. Lemebel, Pedro. Op. cit., págs. 148-151.
9. Artaud, Antonin (1938): El teatro y su doble, Buenos Aires, Sudamericana,
2005.
10. La carnavalización barroca no es meramente una acumulación de ornamentos
[...] En esas contorsiones, las palabras se materializan, se tornan objetos, sím-
bolos pesados y no apenas prolegómenos sosegados de una ceremonia de
comunicación”. Néstor Perlongher en:“Caribe transplatino”, Prosa plebeya, ed.
citada, pág. 94.
11. Ramos, Julio (1989): Desencuentros de la modernidad en América Latina,
México, F.C.E.; Rotker, Susana (2005): La invención de la crónica, México,
F.C.E.; González, Aníbal (1983): La crónica modernista hispanoamericana, Ma-
180 CLELIA MOURE

drid, Ediciones José Porrúa Turanzas; Bernabé, Mónica (2006): Prólogo a: Idea
crónica, Buenos Aires, Beatriz Viterbo, págs. 7-24.; Ostrov, Andrea: “Las cró-
nicas de Pedro Lemebel: un mapa de las diferencias”, en: La fugitiva contem-
poraneidad. Narrativa latinoamericana 1990-2000, Buenos Aires, Corregidor,
2003.; Amar Sánchez, Ana María (1992): El relato de los hechos. Rodolfo
Walsh: testimonio y escritura, Rosario, Beatriz Viterbo.
12. Protagonista de Hasta no verte Jesús mío, de Elena Poniatowska.
13. Basta leer las actas de Congresos o Jornadas que reúnen a una gran diversi-
dad de críticos y académicos de la literatura, para advertir el creciente interés
que despiertan las crónicas sobre todo en los últimos diez años en el universo
de la crítica y la reflexión epistemológica sobre el discurso literario, especial-
mente en el sistema latinoamericano.
14. De Certeau, Michel (1978): La escritura de la historia, México, Universidad Ibe-
roamericana, 1993. Véanse especialmente para esta cuestión los capítulos:
“Escrituras e historias”, y “La operación historiográfica”.
15. De Certeau, Michel, op. cit., pág. 12. La cursiva es mía.
16. Walter Benjamin ha indagado lúcidamente acerca de esta conexión. En la lite-
ratura argentina, es ineludible la referencia a Enrique Molina y su única novela:
Una sombra donde sueña Camila O’Gorman, Buenos Aires, Losada, 1973.

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1
Lemebel , P edro (2003) : Za njón de l a ag uada , S antiago d e C hile, Seix Barral.
2
Véase a propósito: Deleuze, Gilles (1969) : Lógica d el sentido, Barcelona, P aidós, 1989.
3
Sard uy, Sev ero: E nsayos generales sobre el Barroco, Buenos Aires, FCE , 1987. Reúne cuatro ensayos , los tres prim eros publicados anteriormente por el autor: Escrito sobre un cuerpo, Buenos Aires , S udam ericana, 1969. Barroco, Buenos Aires, S udam ericana, 1974. La sim ulació n, C aracas, Monte Ávila, 1982, y Nueva inestabilidad, Buenos Aires, FCE, 1987.
4
Prólogo a Caribe tra nsplatino. Poesía neobarroca cuba na y rioplatens e, San Pablo, Ill uminiras, 1991. F ue publicado como “Neobarroco transplatino ”, en la Revista La C aja, n° 1, s eptiembre-oct ubre d e 1992. I ntegra l a compilación de ensayos d e N éstor Perlong her Prosa pleb eya, Buenos Aires, Coli hue, 1997. Pp. 93- 102.
5
Lemebel , P edro (1996) : Loco a fá n. Cró nicas de Sidario, S antiago d e C hile, LO M.
6
“Figuras y nombres ”, en: Cangi, Adrián y Paula Siganevich (comp.) . Lúmp enes p eregrina ciones . E nsayos sobre N éstor Perlong her, Ros ario, Beatriz Viterbo, p ágs. 148- 171. Véanse p articul armente los dos primeros apartados: “Las huellas d e una pal abra” y “Notas ”.
7
Lacan reparó en el hecho –si n d uda, un hecho de lenguaje- de que Freud sólo emplea el atributo fálico, si n d efi nir en ning ún momento de s u obra aquello que, en l a estela d el p ens amiento lacaniano, G . D eleuze consid eró como uno de los A contecimientos por ex cel encia: el falo. En est a línea de pensami ento q ue trata de hor adar, o por lo menos d e d esestabilizar y po ner en dud a l a normatividad del platonismo,
considero productivo pensar lo neobarroco como atributo que s e efectúa en algunas escrituras , si n definirlas ni capt urarlas, sin “id entificarlas ” ni “fijarles ” condició n alg una. Lo neobarroco como mar ca, como huella (a v eces i nvertida o des-bordad a) d e una aus encia, o de una presenci a borrada.
8
Lemebel , P edro. Op. cit., págs. 148-151.
9
Artaud, A ntonin (1938) : El teatro y su doble, Buenos Aires, Sud americana, 2005.
10
“La car nav alizació n barroca no es mer amente una acum ulació n de ornam entos [...] E n esas contorsiones, l as p alabras se materializan, se tornan objetos, símbolos p esados y no apenas prolegómenos sos egados de una ceremoni a d e com uni cación”. N éstor Perlong her en:“C aribe transpl atino”, Prosa pl ebeya , ed. citada, pág. 94.
11
Ramos, Julio ( 1989): D esencuentros de la modernid ad en Améri ca Latina, M éxi co, F.C.E .; Rotker, S usana ( 2005): La inv ención d e la crónica, Méxi co, F.C .E.; Gonz ález, A níbal ( 1983): La cró nica modernista hispa noam erica na, Madrid, Edi ciones Jos é Porrúa T uranz as; Bernabé, Mónica ( 2006): Prólogo a: Id ea crónica, Buenos Air es, Beatriz Viterbo, págs. 7-24.; Ostrov, Andrea: “Las cróni cas de Pedro Lem ebel: un
mapa d e las diferencias ”, en: La fugitiva contemporaneid ad. Narrativa l atinoameri cana 1990- 2000, Buenos Aires , Corregidor, 2003.; Amar Sánchez , A na Marí a ( 1992): El relato de los hechos. Rodolfo Walsh: testimonio y escritura, Ros ario, Beatriz Viterbo.
12
Protagonista de Hasta no v erte J esús mío, de Elena Poni atowska.
13
Basta leer las actas d e Congresos o Jor nadas que r eúnen a una gran diversid ad de críticos y académi cos de la literat ura, para adv ertir el creciente i nterés q ue despi ertan l as crónicas sobre todo en los últimos diez años en el univ erso de l a crítica y l a reflexió n epist emológica sobre el dis curso literario, esp ecialm ente en el sistem a lati noameri cano.
14
De Certeau, Mi chel ( 1978): La es critura de la historia, México, U niv ersidad Ib eroamericana, 1993. Véans e especialm ente para esta cuestión los capítulos: “Escritur as e historias ”, y “La operación historiográfica”.
15
De Certeau, Mi chel, op. cit., p ág. 12. La cursiva es mía.
16
Walter Benj amin ha ind agado l úcidamente acer ca d e esta conexión. E n la literatura argentina, es ineludible la refer encia a E nrique Molina y su única novela: U na sombra do nde sueña Camila O’Gorman, Buenos Aires , Losada, 1973.

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