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CUADRANTEPHI No.

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Enero - junio de 2012, Bogotá, Colombia

La noción de “muerte” en la Ilíada

Andrés Felipe Castillo


Licenciatura en Filosofía
Universidad del Valle
Cali, Colombia
andyfc15@hotmail.com

Resumen
El presente trabajo establece un vínculo entre filosofía y literatura, estudiando
algunas consideraciones sobre la muerte que se presentan en La Ilíada y
mostrando, principalmente, que la virtud y el carácter del guerrero se manifiesta
diáfanamente en contraste con ella. Así pues, mostraré que el guerrero virtuoso,
producto de su carácter esforzado y su conocimiento del ideal de hombre que es
digno alcanzar, afronta su propia muerte no sólo con la tranquilidad que le otorga
saber que ésta es un fenómeno más en la physis sino con la plena consciencia que
frente a ella arriesga el más elevado tributo que puede ofrecer para alcanzar la
virtud y la gloria; su propia vida.

Palabras clave: Muerte, La Ilíada, Virtud, Carácter, Filosofía y Literatura

“¡Morir…, dormir! ¡dormir!...¡tal vez soñar!”


Shakespeare

Tratar de comprender las raíces de una cultura como la griega es una tarea compleja
debido a factores ineludibles como la distancia temporal, el idioma y la poca cantidad
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de fuentes históricas y de vestigios materiales existentes, entre otros. Uno de los medios
más utilizados para acercarse a los orígenes del paradigma de pensamiento griego —y
en general, cualquier paradigma de pensamiento—, es la exploración del entramado
mítico que rodea y constituye la identidad cultural de determinada civilización. En este
sentido cobran gran relevancia textos como La Ilíada y la Odisea, por no pocas razones,
entre las que pueden contarse: 1) son los textos que inauguran la literatura occidental;
datan de finales de un periodo denominado por los historiadores como la Edad Oscura,
de tal suerte que su escritura se convierte en una preciada y compleja fuente de
referencias históricas; 2) “tampoco son, ni La Ilíada ni la Odisea, meras ficciones
poéticas. La sociedad en ella retratada y las maneras de pensar allí reflejadas son
históricas, cosa que añade una importante dimensión a [estos] mudos restos
materiales”1. De modo que si bien estos poemas reposan en toda una tradición mítica, es
posible ver a través de ellos los rasgos de una sociedad; es posible observar toda una
postura ante la vida misma y lo que la constituye: la guerra, los dioses, la amistad y la
muerte.

Mi interés en este texto será explorar la concepción acerca de la muerte que se


presenta en La Ilíada, principalmente, y que está completamente determinada por el
entramado mítico. Notaremos por un lado, la naturalidad y necesidad de la muerte como
un fenómeno más de la physis; y por otro lado, la expresión de la virtud del guerrero
que se valida y se fortalece en contraste con su postura ante la muerte. Lo primero nos
permitirá explorar la idea de destino y de amor fati, mientras que lo segundo nos
permitirá explorar los dos principales tipos de muerte: la bella muerte y la muerte
indecorosa. En este camino será inevitable referirse a consideraciones acerca de la
fuerza vital y la virtud en el relato homérico, pues en contraste con éstas es posible
definir tanto la concepción de la muerte, como la de la bella muerte.

En toda civilización hay una concepción de la condición humana y de lo que es el ser


humano en general, de lo que lo constituye, de sus necesidades, de sus capacidades y de
sus límites. La civilización griega no es ajena a esto; su punto de partida es el hombre,
sus vínculos con el mundo y los sucesos que en éste ocurren. La manera en la que se

1 FINLEY, MOSES. Los griegos de la antigüedad. Ed. Labor, Barcelona (España), 1966. p. 26.
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logran acoplar hombre y mundo en la Grecia homérica (S. VII – VIII AEC.) es a través
del mito, de modo que en muchos de estos podemos encontrar una explicación de la
condición humana y de la naturaleza que se remonta al origen de los dioses. Así pues,
debido a que La Ilíada reposa sobre todo en una tradición mítica que había sido
trasmitida oralmente por los bardos, en ella es posible leer unas finas consideraciones
acerca de la naturaleza humana y sus límites implícitos, los que, precisamente,
establecen una clara separación entre los hombres y los dioses. En este sentido
encontramos que la mortalidad es una de las más grandes diferencias; no es extraño que
en La Ilíada se usen expresiones como: “los inmortales que viven en olímpicos
palacios” (Cfr. Il., I, 18), las cuales, se encargan de reforzar las pocas y contundentes
diferencias que hay entre hombres y dioses. Sin embargo, la mortalidad aparece como
un fenómeno natural, necesario e ineludible en el orden del mundo, de tal suerte que
todo hombre se ve enfrentado a ella.

En el relato homérico, puesto que la guerra envuelve al hombre y es el campo en el


que se desarrollan la mayoría de los sucesos, la muerte es un fenómeno siempre
presente, latente e indiscutiblemente cercano. Esto es visible desde el verso inicial,
donde se menciona la muerte que sobrevino en el campamento Aqueo debido a la cólera
funesta de Aquiles, hasta el verso final, cuando precisamente se le hacen honras
fúnebres a Héctor, una de las víctimas de la furia de Aquiles. En este ámbito, la muerte
se convierte en un suceso común para el lector, ya que toda la trama transcurre
alrededor del intrincado combate que libran aqueos y troyanos entre las “cóncavas
naves” y “la bien amurallada Ilión”, en un campo rebosante de mortandad, donde
muchos valerosos héroes se convirtieron “en presa de perros y pasto de aves” (Cfr. Il., I,
1-33). El escenario en el que transcurre La Ilíada es tan limitado que el mismo Zeus
adquiere un lugar privilegiado para observar todos los sucesos que acontecen en la
guerra, con tan sólo sentarse en la cima de un monte cercano (Gárgaro). No obstante, a
pesar de los evidentes límites espaciales que presenta tal escenario, éste resulta ser
refulgente de acción, producto de la valentía y el coraje de los guerreros que se
enfrentan. Bajo estas circunstancias la muerte no se trivializa como suceso, antes bien,
se convierte en el umbral en que el hombre da el más elevado tributo que se puede
rendir en virtud de la consecución de la gloria: su fuerza vital.
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La existencia de la muerte, y en general de todos los sucesos que ocurren en el


desarrollo de la batalla, tiene una razón de ser divina que está directamente relacionada
con la noción de destino. Homero lo señala prontamente al inicio de su relato, pues en
todo lo que sucederá en Troya se cumple finalmente la voluntad de Zeus. El hombre
descrito por Homero tiene plena conciencia de lo anterior, es decir, sabe que su destino
depende de los dioses y, si bien se siente dominado por estas fuerzas, ellas no están
cubiertas por el misterio y la oscuridad, sino que siempre se le manifiestan
diáfanamente. El hombre es capaz de identificar qué divinidad lo cobija en el presente o
qué divinidad lo controló2 en algún momento. Así, Agamenón puede reconocer que fue
controlado por la funesta Até y Héctor reconoce que es Apolo quien lo protege.

De alguna manera el hombre reconoce que tiene un destino marcado y que el límite en
que éste se cumple de manera irreversible es la muerte. Por ejemplo, notamos que
Héctor se enfrenta a Aquiles consciente de que los dioses ya no lo favorecían y que sólo
le esperaba la muerte, de modo que expresa: “cercana tengo la perniciosa muerte, que ni
tardará, ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a
su hijo, el que hiere de lejos, los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los
peligros. Ya la parca me ha cogido” (Il., XXII, 297-304. Énfasis mío).

La conciencia de la muerte no es algo ajeno y oscuro sino un asunto cercano,


probable y con lo que hay que vivir día a día, sobre todo en la vida del guerrero. Cantar
la muerte, en tanto suceso necesario en la vida de todo hombre, es irrelevante. Sin
embargo, no ocurre lo mismo con la manera en la que se muere; no es el mismo canto
el que se hace del cobarde que el que se hace del valiente y, en ese sentido, el tipo de
muerte es un rasgo distintivo tanto de virtud como de carácter. La Ilíada pone de
manifiesto que existen distintos tipos de muerte, no obstante, la única deseable es una
muerte gloriosa en el campo de batalla, donde se manifiesta la excelencia del guerrero,

2 Existen pocos casos en los que los dioses por voluntad propia ocultan su participación en los
asuntos humanos engañando así a los hombres. Sin embargo, si bien los dioses engañan o se
ocultan, más adelante se revela su participación, mostrando también que la intervención divina en
los asuntos humanos es algo natural y, por demás, común. Los dos casos más notables de esto son:
el engaño de Zeus a Agamenón por medio del sueño (Il., II, 8-35) y el engaño por parte de Atenea a
Héctor, en el que se hace pasar por su hermano Deífobo, para que, confiado con su compañía, le
hiciera frente a Aquiles (Véase Il., XXII, 168-306).
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siendo además el único ámbito donde cobra valor y se justifica su misma existencia. En
esta vía expresa Sarpedón a Glauco:

Ojalá que huyendo de esta batalla nos libráramos para siempre


de la vejez y de la muerte, pues ni yo me batiría en primera fila,
ni te llevaría a la lid, donde los varones adquieren gloria; pero
como son muchas las clases de muerte que penden sobre los
mortales, sin que éstos puedan huir de ellas ni evitarlas,
vayamos y demos gloria a alguien o alguien nos la dará a
nosotros (Il., XII, 322-329. Énfasis mío).

Lo anterior nos induce inmediatamente a considerar las dos grandes posibilidades de


muerte: la gloriosa y la vergonzosa. Ambas mediadas por la postura del hombre ante el
destino que el Hado le ha preparado3. La muerte gloriosa está dada por el vigor con que
el héroe afronta su destino, aún sabiendo lo trágico e inevitable que es: el “Hado
funesto” siempre termina por imponerse4. El héroe sabe lo trágico de su destino y no le
rehúye, cumple con su papel hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, tal postura
ante la muerte no señala una ausencia de miedo y vacilación en el ánimo del héroe,
antes bien La Ilíada permite que el lector se identifique en la extrema humanidad de
éste, víctima tanto de sus pasiones y del temor, como de la duda y la vacilación. En
consecuencia, encontramos en no pocas ocasiones que el guerrero valeroso, ante las
vacilaciones que amenazan con el cabal cumplimiento de su función y de su virtud en
tanto guerrero, se pregunta a sí mismo “¿por qué en tales cosas me hace pensar
(διελέξατο) el corazón?” (Il., XXII, 122-123).

La tensión entre la vida y la muerte tiene su mayor expresión en el campo de combate,


donde según nos narra el poeta “la tierra estaba regada de purpúrea sangre y caían

3 A pesar la omnipotencia de los dioses se puede evidenciar en ellos una extraña paradoja, si bien
controlan y manejan los hilos de la vida del hombre (recuérdese, por ejemplo, el primer verso de la
Ilíada “Cumplíase así la voluntad de Zeus”), no pueden escapar al destino, a la Moira. Ni siquiera el
mismo Zeus, el más poderoso de todos los inmortales, puede hacerlo. Un claro ejemplo de esta
lectura, se encuentra en la misma mitología griega y lo presenta la figura de Cronos, quien a pesar
de comerse a sus hijos no pudo evitar que se cumpliera lo que su destino señalaba, esto es, que uno
de sus hijos habría de derrocarlo (Zeus con ayuda de Rea, Poseidón y Hades).
4 Muestra clara de esto es el sueño de Aquiles en el que el fantasma de Patroclo le dice: “pues me

devoró la odiosa muerte que el hado, cuando nací me daparara” (Il., XXIII, 80-81)
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muertos, unos en pos de otros” (Il., XVII, 361-362). No obstante, es precisamente ante
esa situación precaria del combate donde el carácter y la virtud del guerrero alumbran,
de modo que con la ayuda de los dioses —que muestran sus afectos principalmente por
los más poderosos y fuertes— quienes lo hacen más vigoroso y seguro de sí mismo,
descuella sobre los demás guerreros. Sólo un hombre valiente es capaz de resistir a la
rudeza y hostilidad del mundo que se presenta en La Ilíada. De esta forma, los héroes
son considerados como tales en la medida en que se sobreponen a sus dudas y se
enfrentan valerosamente a la muerte sin desconocer que lo que está en juego es su
existencia y su fuerza vital, la cual es el más marcado rasgo de divinidad que hay en el
hombre.

La fuerza vital es la que le posibilita al hombre el movimiento, traducido en la cantidad


de actos que puede realizar, pero teniendo su expresión máxima en el campo de batalla
que, si bien rebosa de mortandad, también rebosa del vitalismo y la energía de quienes
combaten, exigiéndoles el uso pleno de todas sus capacidades para no perecer y para
alcanzar la gloria. El hombre, debido a la ayuda de los dioses que restauran su fuerza
vital y avivan su ánimo, llega a manifestarse majestuoso, digno de temor y casi como
una divinidad, ya que su fuerza vital es desbordante y lo hace imperar en la batalla.
Sobre esto basta recordar las palabras con las que Homero ilustra la escena en que
Atenea auxilia a Diomedes:

Entonces Palas Atenea infundió a Diomedes Tidida valor y audacia para que
brillara entre todos los argivos y alcanzase inmensa gloria, e hizo salir de su
casco y de su escudo una incesante llama parecida al astro que en otoño luce
y centellea después de bañarse en el Océano. Tal resplandor despedían la
cabeza y los hombros del héroe, cuando Atenea lo llevó al centro de la
batalla allí donde era mayor el número de guerreros que tumultuosamente se
agitaban (Il., V, 1-9).

La existencia de la fuerza vital está dada por la presencia del alma (ψυχὴ) en los
miembros del hombre 5 (γυῖα — µελέων), al cual le imprime vitalidad. Si bien la

5
Utilizo γυῖα y μελέων, en lugar de σῶμα, puesto que ésta última designa en Homero el cadáver del
hombre y no el cuerpo vivo, mientras que “gya (γυῖα) son los miembros en tanto que movidos por
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presencia del alma en el cuerpo es condición necesaria para que exista la fuerza vital —
es decir, para que el cuerpo esté animado y pueda tanto ejecutar acciones como
recibirlas—. Identificar enteramente la fuerza vital con el alma (ψυχή) es un error,
puesto que en el momento de la muerte del hombre la fuerza vital desaparece por
completo mientras que el alma va hacía el Hades. Esto lo revela claramente Aquiles
cuando señala: “¡Oh dioses! cierto es que en la morada del Hades quedan el alma y la
imagen (ψυχὴ καὶ εἴδωλον) de los que mueren, pero la fuerza vital (φρένες) desaparece
por entero” (Il., XXIII, 104-105). Ahora bien, la palabra frén (φρέν) de la que deriva
frénes (φρένες) y que es traducida por “fuerza vital”, hace referencia a las vísceras,
diafragma, pecho, y especialmente al corazón en un sentido físico; no obstante, tal
traducción es posible puesto que se da la identificación de un órgano (corazón) con un
punto que es sede tanto de la pasión, como desde el que se generan la mayor parte de los
impulsos (ímpetus) y la energía para actuar.

Lo anterior se puede evidenciar en variados fragmentos a lo largo del relato, en dónde se


señala, la pasión que se apodera del corazón, por ejemplo cuando Aquiles se refiere a
Agamenón e indica: “Porque él tiene el corazón (φρεσὶ) poseído de furor (θύει) y no
sabe pensar a la vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven
combatiendo junto a las naves” (Il., I, 344-342), como también cuando se señala el
corazón como motor de la acción y punto de conexión con los mandatos divinos, por
ejemplo, cuando el poeta narra: “Durante nueve días volaron en el ejercito las flechas
del dios. En el décimo, Aquileo convocó al pueblo al ágora: se lo puso en el corazón
(φρεσὶ) Hera, la diosa de níveos brazos” (Il., I, 53-56). Es preciso señalar, que la
interacción entre los dioses y los hombres posibilita que sobre el corazón del hombre
operen fuerzas arbitrarias e inapelables, de modo que justificar en el mundo homérico la
existencia de la pasión y esa “ceguera” temporal que engendra en el hombre, sería
imposible sin la existencia e intervención constante de los dioses en los asuntos
humanos.

las articulaciones; melea (μελέων) son los miembros en tanto que reciben la fuerza de los
músculos” (SNELL 2007: 24). Al respecto pueden observarse algunos pasajes; sobre el σῶμα véase
por ejemplo: “ὥς τε λέωνἐχάρη μεγάλῳ ἐπὶ σώματι κύρσας (como el león hambriento que ha
encontrado un gran cuerpo)” (Il., III, 23).
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Si bien, la presencia de la psiché en el cuerpo garantiza la existencia de la fuerza vital,


ésta última se expresa por medio del cuerpo, lo que posibilita tanto actuar como
experimentar sensorialmente el mundo. En este sentido, suele señalarse
metafóricamente en el relato que “las tinieblas velaron sus ojos” para indicar la muerte
del guerrero, poniendo de manifiesto la estrecha relación entre la vida y los sentidos que
permiten experimentarla; especialmente la vista, caso en el que incluso se llega a una
identificación entre ésta y la vida, puesto que “de los sentidos, éste es el que nos hace
conocer más, y nos muestra muchas diferencias” (Aristóteles Met., I, 980a 28). En la
guerra el hombre arriesga la fuerza vital y con ella la posibilidad de estar presente al
mundo de manera activa y experimentar su voluptuosidad a través de los sentidos, por
esta razón Aquiles expresa con tono pesaroso en La Odisea: “No intentes consolarme de
la muerte, esclarecido Odiseo: preferiría ser labrador y servir a otro, o un hombre
indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos”
(Od., XI, 488-491).

Ante el inexorable destino que el hombre debe cumplir, la única posibilidad de


trascender la existencia es entregando de manera valerosa su vida a la realización de
hazañas que sean recordadas a perpetuidad y le garanticen la gloria eterna. El héroe
conoce el valor de la vida y aún así se acopla y acepta su destino, de tal suerte que
aunque sepa que morirá en unos instantes, su muerte se produce cumpliendo su papel
hasta las últimas consecuencias. El personaje de Héctor encarna lo anterior claramente,
pues a pesar de haber comprendido que no le espera más que la muerte a manos de
Aquiles, prefiere morir atacándolo en la arena. Él mismo expresa: “Ya la parca me ha
cogido. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande
que llegará al conocimiento de los venideros” (Il., XXII, 303-306). Si bien es cierto que
la muerte del héroe es gloriosa en tanto existe un otro que la reconoce como tal —es
decir, depende en últimas del reconocimiento social que la hace digna de cantos,
historias y poemas que celebran—, dicho reconocimiento no es más que el
reconocimiento de la vida de una persona. Con los cantos se celebra el carácter de un
hombre que supo cumplir con su destino de manera excelente.
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En contraste con lo anterior, la muerte vergonzosa será la de aquel guerrero a quien su


miedo ante la muerte lo paralice y lo haga volver la espalda al enemigo, muriendo de
espaldas al combate o abrazando sus rodillas en señal de humillación y servilismo. No
en vano señalaba Séneca que “quien tema a la muerte nunca hará nada como hombre
vivo” (Cfr. SÉNECA 1997, XI: 191). Sin embargo, como ya indiqué, el héroe no está
exento de sufrir temor, su grandeza estriba en enfrentarse a él y seguir combatiendo. En
este sentido, aparte de las figuras representativas de héroe como lo son Aquiles y
Héctor, se alza la figura de Ayante Telamonio, quien a diferencia de la gran mayoría de
héroes, presenta gran continuidad en su modo de ser a lo largo del relato homérico, es
decir, su carácter, valentía y arrojo son uniformes a tal punto que desde el inicio es
señalado por el poeta como uno de los guerreros más esforzados, superado solamente
por Aquiles (Cfr. Il. II., 767-768). Es de resaltar su modo de ser puesto que éste
finalmente lo llevará a manifestar su amor fati6, es decir, su disposición y entrega al
destino, en una frase cargada de la tensión entre el agonismo que produce el combate y
el espíritu fuerte del guerrero: “padre Zeus libra de la espesa niebla a los aqueos, serena
el cielo, concede que nuestros ojos vean, y destrúyenos en la luz, ya que así te place”
(Il., XVII, 645-648).

Aún si la muerte es la máxima negación a la que el hombre puede enfrentarse, al


dejar su cuerpo y convertirse en una sombra en la negra noche del Hades, el héroe
comprende y acepta la finitud de la vida, sabe bien que “cual la generación de las hojas,
así la de los hombres […] una generación humana nace y otra perece” (Il., VI, 146-147;
149-150). No obstante, no desea más inmortalidad que la de su memoria, para que su
rostro no se desvanezca y se pierda en el Hades. El héroe bien puede pelear por los
suyos o por una venganza, sin embargo, su extremo valor en la batalla, que lo conducirá
a la amarga muerte (“tu valor te perderá” Il., VI, 407), paradójicamente también

6 Amor fati es una frase que señala “amor al destino” o “amor al fatum”. Habría que recordar que en

el mundo griego arcaico, la “moîra” (μοῖρα) señala el destino o designio que cada uno tiene
deparado desde el nacimiento. Sobre lo anterior habla de manera clara Héctor con Andrómaca
cuando dice: “¡Desdichada! No en demasía tu corazón se acongoje, que nadie me enviara al Hades
antes que lo dispuesto por el destino (μοῖραν); y de su muerte, ningún hombre, sea cobarde o
valiente, puede librarse una vez nacido” (Ilíada VI, 486-450).
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alimentará una leyenda que lo mantendrá vivo en el espíritu de los hombres cuando se
canten sus gloriosas gestas. De modo que “la muerte es terrible para aquellos con cuya
vida todo se extingue, no para aquellos cuya gloria no puede morir (Mors terribilis iss
quorum cum vita omnia exstinguuntur, non iis quorum laus emori non potest)”
(CICERÓN Paradoxa, II, 18: 9)7.

La ética de La Ilíada surge de la situación de incesante conflicto, en la que el hombre se


ve enfrentado tanto a los otros como a sí mismo. El último límite contra el que éste se
enfrenta y que genera las más variadas reacciones es la muerte, la que en el guerrero
virtuoso termina por despertar más valor y un fuerte compromiso ante la vida. La Ilíada
termina por mostrarnos tanto la naturalidad de la muerte, debido por un lado al contexto
de guerra donde ésta se hace común, y por el otro, producto de lo estrechamente
relacionada que está con el destino que ha dispuesto el Hado para la vida del hombre, de
tal suerte que la vida es tan frágil y vulnerable como aquel hilo con el que míticamente
se la representaba. Finalmente, comprender este destino trágico y afrontarlo marca la
grandeza del guerrero, en contraste con la de aquel que huye, quien debido al abandono
de su papel en el orden social, no sólo pierde la posibilidad de obtener la gloria en el
combate, sino que se ve privado de su identidad como hombre. En otras palabras, perder
la areté es perder el motivo de una lucha denodada que ha comprometido toda la
existencia del hombre y en ese sentido es también perderse a sí mismo.

Referencias Bibliográficas
CICERÓN, MARCO TULIO.

(2000) [Paradoxa] Las paradojas de los estoicos (trad. J. PIMENTEL ÁLVAREZ).


México D. F: UNAM.

FINLEY, MOSES.

(1966) Los griegos de la antigüedad. Barcelona: Ed. Labor.

HOMERO.

(1999) [Il.] La Ilíada (trad. L. SEGALÁ Y ESTALELLA). Bogotá: Panamericana.


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(1999) [Od.] La Odisea (trad. L. SEGALÁ Y ESTALELLA). Bogotá: Panamericana.

SÉNECA.

(1997) De la tranquilidad del alma (trad. LORENZO RIBER). Barcelona: Círculo


de lectores S. A.

SNELL, BRUNO.

(2007) El descubrimiento del espíritu. Estudios sobre la génesis del pensamiento


europeo en los griegos. Barcelona: Acantillado.

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