Está en la página 1de 79

EL ÚLTIMO

HOMBRE

MERCEDES DE MIGUEL
Todos los derechos reservados

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cualquier
forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por
escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270
y siguientes del Código Penal).

Copyright © 2021 Mercedes de Miguel

Título: El último hombre

Edición publicada en febrero de 2021

Diseño de cubierta: Alexia Jorques


Maquetación: Alexia Jorques
«Hay que tener mucho cuidado con lo que se cree saber,
porque por detrás se oculta una cadena interminable
de incógnitas» (José Saramago)
A Silvia, que ha vivido todo el proceso de escritura de esta novela desde el minuto uno y me ha
aportado valiosos consejos.
PRÓLOGO

C onozco a Mercedes de Miguel desde hace años a través de sus libros, muchos de los
cuales he leído, los suficientes para saber que escribe muy bien y maneja el suspense
como pocos escritores, consagrados o no, me lo han hecho sentir.
El protagonista, James Valdray, es un escritor que ama la naturaleza y sobre todo a su perro. Es
este relato un canto al amor entre el hombre y la naturaleza, interrumpido momentáneamente por la
irrupción de los lobos de dos patas. También es un canto a la literatura misma, que nos hace sentir
otras vidas, otros lugares, otros ambientes, sin movernos de la seguridad de nuestro sillón
favorito.
Es una historia que invita a leerse de un tirón, como ha sido mi caso, porque cada página sitúa
al lector de modo muy gráfico en el ambiente, la situación en que se mueven los personajes, sobre
todo el principal, cuya filosofía de la vida es bastante atípica, pero contada de un modo
comprensible que nos hace disculpar sus actos y sus motivaciones. La alusión a la película Avatar,
de James Cameron, es un detalle que nos ayuda a comprender la mente de James, que nos va
contando su vida, sus motivaciones y sus intenciones desde su punto de vista, con las lógicas
limitaciones de considerar su universo desde su propia perspectiva.
Y ya no cabe decir nada más de esta breve pieza literaria. Vuelve la página y comienza a leer,
que ya te acompaño en tal atrevimiento, porque me apetece volver a leerla contigo.

Jesús Ángel de las Heras


I

A bro la última lata de cerveza. Me disgusta su sabor. Tendría que haberme retirado tras la
anterior. A estas alturas debería saber cuándo parar. Lo que pasa es que no tengo freno.
Termino arrastrándome hasta la cama, a veces a cuatro patas, si es que soy capaz de
llegar. En el peor de los casos, me quedo tirado en cualquier sitio hasta que el dolor de huesos me
despierta. Entonces me prometo que será la última vez. Pero nunca es la última. Para todo hay una
próxima vez.
Pongo la cafetera mientras aguzo el oído. Solo se escuchan los sonidos típicos del campo, pero
desde que estoy aquí he aprendido a discernir los infrecuentes. Y lo que acabo de escuchar lo es.
Me limpio la barbilla con el dorso de la mano mientras agarro la escopeta con la otra y abro
sigilosamente una rendija de la puerta. El silencio es total. Aún así, no bajo la guardia. Nunca hay
que fiarse del todo.
Lavo la cafetera y la taza, me calzo las botas de montaña y, pertrechado con la escopeta, salgo
a cazar. Hay algo de nieve porque el invierno se acerca. Como mucho, podré coger alguna liebre,
o, si tengo suerte, un corzo despistado. Soy buen tirador, nunca dejo una presa malherida.
Generalmente, de un disparo acabo con ellas. Cuando no es así, las remato al instante. Detesto la
crueldad innecesaria.
Puestos a elegir, prefiero la pesca, pero los peces pican poco en estas fechas, salvo algún
salmón que se haya librado de las garras de los osos. Hoy he trincado dos conejos, comida
suficiente para una semana. Evito mirarles a los ojos aunque estén muertos.
Mientras los despellejo, echo una mirada en derredor y silbo a Bucky para que venga a
comerse las pieles y algo de carnecilla adherida. Tarda en venir. Sin duda, estará por ahí,
buscando presas que puede coger por sí mismo. Me agrada su compañía. Llevaba tanto tiempo
solo, que la aparición del perro vino a completar mi soledad. Muchas noches no regresa, pero,
cuando lo hace, agradezco el peso sobre mis pies en la cama. También su sagacidad para
alertarme. Sus oídos escuchan antes que los míos cualquier sonido inquietante, y yo sé cuándo está
cerca porque he aprendido a percibirle a distancia. Puede que el aislamiento me haya convertido
en un animal a mí también. Más antisocial, incluso.
No tengo teléfono, radio ni televisión, tan solo una emisora de radio que apenas utilizo. Luz sí,
gracias a un generador retroalimentado por un sistema acoplado a un molino que construí al poco
de llegar. También dispongo de velas, por lo que pudiera pasar ante un fallo hidráulico, así que la
iluminación no supone un problema. Traje toneladas de ellas. También de cervezas. De vez en
cuando, cojo mi 4x4 y bajo al pueblo más cercano para el suministro. Odio entablar amistad con
nadie, así que no suelo repetir lugar más que de tarde en tarde.
El tiempo lo ocupo en cazar, beber y dormir, generalmente por ese orden. Después de varios
meses aislado en este lugar remoto, las malas críticas de mi última novela se difuminaron y
dejaron de importarme. Mi editor no supo vender el producto como lo que era: una obra audaz no
apta para lectores mojigatos y tradicionales. Su falta de fe originó el posterior fracaso comercial.
Leyó la obra cuando estaba ya en imprenta, confesando haber considerado innecesario hacerlo
antes por la confianza que tenía en mí y en el éxito de ventas de las precedentes. Me acusó de
haberle metido un gol, de no advertirle del cambio de rumbo. Yo repliqué que él había pecado de
imperdonable negligencia al no revisar siquiera el manuscrito original. ¡Podría haberle enviado El
Quijote y lo habría publicado sin mirar! También le recordé una charla que habíamos mantenido
antes de originarse el caos, tras el acto de presentación de una obra previa, entre copa y copa. Ya
entonces le había hablado del proyecto que me traía entre manos. Si bien no prestó demasiada
atención, arqueó una ceja y dijo, algo amoscado:
—Eso no va a funcionar, tienes que volver a lo de antes. ¿Por qué cambiar lo que va bien para
los dos?
—Porque me da la gana —respondí, decepcionado—. Necesito cambiar de aires. ¿No te das
cuenta de que un escritor tiene que explorar nuevos caminos?
En el curso de la que fue nuestra última conversación, le recordé palabra por palabra esas
frases. Admitió entonces haber dudado de que fuese a seguir adelante y que las había olvidado.
Demasiado estrés con el lanzamiento de nuevos autores como para perder el tiempo cuestionando
a uno ya consagrado que había hablado de más después de unos whiskeys, se excusó. En
resumidas cuentas, que no se lo tomó en serio y supuso que después de la resaca lo olvidaría. No
volvió a tener noticias mías. Ni él, ni el resto del mundo. Puede que hayan corrido ríos de tinta
preguntándose qué fue de mí, o aventurando un hipotético suicidio pese a que mi cuerpo no fuera
hallado. Nunca lo sabré.
En esa obra había arriesgado mucho, me dejé la piel en ella. Suponía un cambio radical de
estilo y temática. Cuando la terminé, releí varias veces el borrador, y solo cuando me convencí de
que era realmente buena, se la mandé por correo electrónico. Contestó con una de esas respuestas
impersonales del tipo de «recibido, la próxima semana va a imprenta». La rapidez debiera
haberme hecho sospechar que ni siquiera le había echado un vistazo. En cualquier caso, el
problema era suyo. Pero empezó a ser de los dos cuando la cosa ya no tenía remedio. El muy
cabrón, y pese a lo que se jugaba, económicamente hablando, no hizo el menor esfuerzo por
creérselo ni por hacer que los pesos pesados se lo creyesen. Se puso la tirita antes de la herida,
como si fuese un editor inexperto que temiese incomodar a las vacas sagradas de la Crítica, un
sector por natural conservador, pese a los muchos años que pesaban a sus espaldas moviéndose en
el mundillo literario, y no se atrevió a enviarles ejemplares para sus reseñas. Supongo que el
hecho de haber tenido que enterarse de la publicación por otros medios, en lugar de por los cauces
habituales, incidió también en el resquemor a la hora de defenestrarnos a ambos. Creo que, en el
fondo, la patada se la dieron a él en mi culo, y principalmente por ese motivo. Sospecho que de no
haberla publicado por la puerta de atrás, el recibimiento habría sido mucho más benévolo o,
incluso, entusiasta. Estoy seguro también de que la mayoría de esos césares que condenan a muerte
o indultan a un autor, se habrían sentido subyugados por la novela. Les pudo la rencilla de patio de
colegio. Algo tan frívolo como eso.
Después de un par de reseñas demoledoras, fui consciente de que no sería necesario leer otras
para saber que las demás seguirían en la misma onda y que acabarían por enviarme a la pira
funeraria. Por eso decidí largarme e ignorarlos a todos. No hace falta ser una lumbrera para
deducir que también la catástrofe le alcanzó a él, y que los que manejan el cotarro decidieran
ningunearle de ahí en adelante. Todo habría sido distinto si en las notas salutatorias
personalizadas que de ordinario acompañaba a los libros enviados hubiera hecho un mínimo
esfuerzo, condensando en pocas líneas lo maravillosa, novedosa e inquietante que era, el no va
más. No lo hizo, y el resultado fue el que fue.
Ahí viene Bucky. ¿Pero por qué mira atrás y ralentiza el paso? La visión es borrosa a causa de
la distancia. Ahora está más cerca y me perturba la escena. Observo tras la ventana al grupo.
Tiene que obedecer a una razón importante; de lo contrario, no se atrevería a traer a nadie.
El perro viene corriendo y, a modo de disculpa, se postra a mis pies, que he salido a la puerta.
Luego me lame la mano en un ademán de sumisión, moviendo la cola. Quiere transmitirme su
alegría. Es inútil. Debería anticiparse a mi disgusto. Le miro ceñudo, él gruñe contrariado. Le ha
molestado mi reacción tanto como a mí la intromisión que ha propiciado.
Cuento cuatro personas caminando hacia la cabaña con dificultad. Parecen exhaustos. Uno de
ellos trae la mano vendada. La venda está teñida de rojo, por lo que es fácil suponer que hasta no
hace mucho ha sangrado. Al verlo más cerca, deduzco que es el padre. Los otros parecen su mujer
y dos hijos adolescentes.
—Por favor… ayuda… —implora el herido, que acto seguido se desploma, balbuceando de
forma incoherente. La mujer se arrodilla para socorrerlo y me mira con gesto impotente. Los niños
tienen la vista extraviada. El más pequeño está encogido, atemorizado, tembloroso. La expresión
de la chica, mayor que él, es indescifrable.
Sin decir una sola palabra, me cargo el hombre a la espalda y abro la puerta con el pie para
entrar en la cabaña. Lo deposito en el sofá cuidadosamente y examino la herida. Parece
importante. Tiene sangre seca, pero ya no supura. No obstante, su aspecto resulta preocupante.
Está hinchada y ennegrecida, al borde de la gangrena. Me dirijo a mi botiquín de emergencia y le
aplico un ungüento de los que yo mismo fabrico con plantas que recojo en el campo. Parece sentir
alivio a su dolor, y al instante queda dormido con rictus apacible. La mujer me mira. Profundas
ojeras ensombrecen sus ojos. Pregunta:
—¿Cree que se pondrá bien?
—No soy médico, no puedo decirle. Solo le he puesto algo para que le duela menos. De todas
formas, tendría que saber qué le ha ocurrido. Podría ser cualquier cosa.
—Ah, ¿pero no lo sabe?
—¿Qué tengo que saber?
La mujer pone los ojos en blanco y luego los cierra con fuerza.
—Se lo resumo. Un virus letal se está extendiendo por el país, y parece que por todo el mundo.
El Gobierno no quiso tomar medidas al principio, pensando que no tenía importancia, y en
cuestión de horas se había propagado a velocidad vertiginosa. El contagio todavía no se sabe
cómo se produce porque hay mucha desinformación, y tampoco las consecuencias, pero parece
difícil de detener porque afecta a todos los seres vivos.
Al ver mi expresión de incredulidad por tales afirmaciones apocalípticas, detiene un instante
su explicación, dudando si continuar con ella. Se moja los labios y sentencia:
—Usted tampoco está a salvo. Nadie lo está.
Dicho esto, claudica. Acaricia el rostro inconsciente de su marido. Guardo silencio. Cualquier
cosa que diga será un esfuerzo inútil.
—Puede pensar lo que quiera —insiste con desánimo—, pero esto es muy grave.
Siento cierta curiosidad. Le pregunto cómo han llegado hasta aquí. Ella suspira, sin dejar de
intentar reanimar a su esposo. Le indico con un gesto que lo deje tranquilo.
—Esto nos cogió de improviso. Acabábamos de comprar una autocaravana y disfrutamos una
semana deteniéndonos en algunos puntos que teníamos previstos en nuestra ruta. Luego empezamos
a escuchar noticias alarmantes a las que, en principio, no dimos crédito. Aún así, hicimos acopio
de alimentos en la primera gasolinera que encontramos, por si tuviéramos que subsistir un tiempo
lejos de la civilización. Todo iba bien hasta que, suponiéndonos a salvo, Alec, mi marido, cogió
unas bayas y poco después empezó a sentir unos dolores terribles en la mano. Entonces nos dimos
cuenta de que lo que habíamos escuchado no era ninguna tontería, y yo conduje a toda prisa para
alejarnos lo más posible de ese sitio… hasta que se nos agotó la gasolina, muy cerca de aquí. Su
perro vino en nuestro auxilio. Puede sentirse orgulloso de él.
En este momento no me siento orgulloso en absoluto de Bucky. Si le ha dado por ser un
samaritano, peor para los dos. No tenía ningún derecho a invadir mi espacio con extraños. Intuye
mis pensamientos y agacha las orejas emitiendo un aullido lastimero.
—La cosa es que aquí no puedo alojarlos. Como verá, apenas hay sitio para mí. Lo siento,
pero mañana por la mañana tendrán que marcharse.
La mujer me mira apretando la mandíbula, al tiempo que abraza a sus hijos. Intenta
convencerme:
—La caravana está llena de comida. Si mañana me acompaña a buscarla, podremos aguantar
varios meses.
—La comida no es problema —digo—. Es simplemente que no me gusta tener compañía.
—Por favor, se lo ruego —implora—. Tenemos dinero. Cuando esto termine, le pagaremos lo
que pida, pero déjenos quedarnos aquí un tiempo. Al menos, hasta que mi marido se reponga.
—No se engañe, señora. Su marido no se repondrá. Dudo mucho que viva un día más.
Dejo a la familia arropando compungida al herido sin preocuparme de dónde van a dormir, y
me acomodo en mi catre en el altillo. Bucky duda si venir conmigo o quedarse con ellos.
Finalmente me sigue, con el rabo entre las piernas, volviendo la vista atrás varias veces. Ha hecho
bien. De lo contrario, le habría ignorado en lo sucesivo, por traidor. No sube a la cama. Se queda
en el suelo, y, cuando en medio de la noche despierto varias veces, otras tantas lo veo mirándome
con gesto dolido. La luz de la luna que se cuela por la ventana le confiere a sus ojos un aspecto
alobado que podría asustar a otros, no a mí.
II

M e despierta el aroma del café recién hecho. Por más grato que sea, la estupefacción da
paso a la ira. No puede ser que los invasores hayan tomado posesión de mis dominios.
Espero que se estén limitando a tomar un tentempié para largarse después, como les
advertí anoche.
La escena es irritante. La mujer sirve café a sus hijos, que están sentados a la mesa con el
perro moviendo la cola tan contento. Bajo las escaleras haciendo ruido a propósito, para que se
den cuenta de que estoy llegando. En cuanto ella se percata de mi presencia, me dirige una sonrisa
autosuficiente. Dice:
—Mi marido está mejor, gracias a lo que le puso anoche. Nunca podremos pagarle lo
suficiente. Pero, venga, que ya he preparado el desayuno. Por cierto, creo que no nos hemos
presentado. Yo soy Alisa, mi marido, Alec, y mis hijos se llaman Aiden y Cath.
Alzo las cejas en una suerte de saludo hosco. Los chicos están más animados que ayer. Parecen
educados y poco dados a alborotar, aunque su sola presencia me incomoda. Bucky trata de que no
me dé cuenta de que los visitantes le agradan. Aún así, sigo sin perdonarle que haya contravenido
mis indicaciones, por lo que le ignoro y me limito a comer lo que Alisa ha puesto en mi plato. Más
que nada, por economía y comodidad.
—Si le parece, cuando recoja todo esto podemos acercarnos a la caravana para traer las cosas.
¿No tendrá alguna carretilla por casualidad?
—Parece que no lo ha entendido, Alisa. Anoche dejé muy claro que tendrían que irse hoy. Si su
marido está más recuperado, mejor para él.
Alisa no se da por enterada. Se levanta para servirme más café y otra ración de huevos
revueltos.
Doy un puñetazo en la mesa y me levanto derribando la silla. Los niños se han quedado
mirándome con el gesto congelado.
—De acuerdo —dice Alisa con aplomo—. Nos iremos enseguida, no se preocupe. De todas
formas, en agradecimiento por su hospitalidad, insisto en que nos acompañe a la caravana para
darle algunas vituallas.
Su expresión, pese a la jovialidad que demuestra, me resulta inquietante.
—No necesito nada. Con que se larguen me doy por satisfecho.
Alisa se da la vuelta sin responder, con la mandíbula tensa. Friega toda la cacharrería, hace un
gesto a los niños para que recojan sus cosas y pasa el brazo bajo los hombros de su marido para
incorporarlo. Alec está muy débil y apenas puede ayudarla. Finalmente, logra ponerlo en pie.
Los veo salir por la puerta. Bucky quisiera acompañarlos, lo percibo, pero mi gesto glacial lo
detiene. Sabe que si va con ellos, es preferible que no vuelva. Los matices de la mirada de un
perro son infinitos, y yo sé captarlos. Sé que él también ha entendido.
Mi falta de empatía me impide sentir ni un ápice de remordimiento por echarlos. Cuando tomé
la decisión radical de huir fue precisamente porque no esperaba nada del mundo. Después fui
consciente de que había sido lo mejor que podría haber hecho. Aquí encontré una paz de la que no
había gozado antes. Cuando el ser humano vuelve a los orígenes y se aleja de disputas y
ambiciones, consigue encontrar el equilibrio. El contacto con la naturaleza en estado puro tiene
esa virtud. Por eso ahora odio tener que interactuar con la gente.
Aparte de eso, hay algo inconcreto que zumba persistentemente en mi cabeza. Siempre he
gozado de un sexto sentido. Todavía no sé identificar la causa, pero no dudo que la encontraré.

***

El resto de la mañana lo dedico a poner a punto la emisora. Aunque está algo polvorienta,
compruebo que funciona. Por si acaso.
La mañana es soleada y fresca. Cojo la escopeta y salgo a cazar. Para matar el rato. El perro ha
desaparecido. Poco después regreso a la cabaña. Hoy las presas han estado esquivas. No importa,
tengo comida suficiente para una temporada.
Bebo una cerveza en el porche. Pronto será mediodía. Lo sé por la posición del sol, que me da
en la cara. Cojo otra, pero esta la paladeo a sorbos lentos. El perro sigue sin aparecer. Seguro que
cuando le llegue el olor de la carne a la brasa, vendrá.
Horas después, cuando ya he terminado de comer y me he cansado de esperarle, aún no ha
vuelto. Cavo un agujero profundo y lanzo dentro, con rabia, la comida que estaba destinada a
Bucky. Mientras echo paladas de tierra encima, pienso que esta noche dormirá fuera y sin cenar.
Me acuesto temprano. Tardo menos de un minuto en conciliar el sueño.
III

E l puñetazo en la cara me deja aturdido. Creo que me han partido la nariz porque apenas
puedo respirar. Siento que algo líquido entra en mi boca. Es el sabor de la sangre, lo
reconozco bien. Lo último que veo antes de perder por completo la consciencia es el rostro
de Alisa, mirándome con odio, y en su mano un hierro largo, probablemente con el que me ha
golpeado.
No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces porque tengo la sensación de acabar de
despertar de un largo sueño. Intento incorporarme, pero no puedo. Estoy atado a una silla en el
centro de la estancia, en una postura extremadamente incómoda. No veo a nadie alrededor, aunque
escucho murmullos amortiguados por la distancia.
Al poco, o tal vez mucho, porque probablemente haya vuelto a desvanecerme, siento la lengua
de Bucky lamiéndome una mano. Con su gesto parece implorar mi perdón. Perdón por fiarse de
esa gente contraviniendo mis órdenes, que conocía bien. Perdón por no haber impedido que ahora
me encuentre en esta situación. Agacha las orejas en muestra de arrepentimiento. Pero no hay
tiempo para una conversación. Con un simple gesto de cabeza que él entiende a la perfección, le
indico me traiga uno de los cuchillos de cocina que están junto al fregadero. El perro obedece con
premura y lo coloca entre mis dedos maniatados.
Es difícil cortar una soga con tan poca movilidad, pero el cuchillo está afilado y siento cómo
va rasgándose poco a poco. Las voces se escuchan más cerca. Resulta innecesario decirle a Bucky
que se oculte. Lo hace de todos modos, aunque nadie sospecharía de un perro, sobre todo si no han
tratado con alguno tan perspicaz como este y encima se ha mostrado colaborador con ellos. Trato
de adoptar la misma postura que tenía mientras sigo serrando la cuerda. Cuando los visitantes
entran en la cabaña, sin molestarse en disimular su presencia, ya está casi rota. Un tirón y me
habré desprendido de ella. Pero todavía no. Deslizo el cuchillo bajo mi trasero para ocultarlo y
cierro los ojos, tratando de aparentar que sigo en la posición en la que me dejaron. Antes de
hacerlo, me percato de que Alec me observa desde el sofá, donde han vuelto a depositarlo. Tiene
los ojos entrecerrados. Tal vez ni me esté viendo realmente. Su aspecto sigue siendo malo, pese a
la leve mejoría experimentada. Desde luego, no lleva trazas de poder levantarse para impedirme
que yo lo haga. Pero ha visto lo que he estado haciendo y puede advertir a Alisa. Aún así, confío
en que su torpeza se lo impida. Le dirijo una rápida mirada de advertencia, arqueando una ceja. Si
es listo, evitará hacer nada que agrave las cosas.
Achino los ojos para ver lo que hacen Alisa y los niños, que están muy callados mientras esta
parlotea alegremente y todos ellos depositan bolsas sobre la mesa, de las que van extrayendo
montones de latas y paquetes de comida. ¡Como si pensasen quedarse aquí a vivir!
Tengo que reprimir un gruñido haciendo control mental. Todo debe seguir igual hasta que
llegue el momento de darles una lección: no sois bien recibidos en mi casa. O dos: si no os invito,
no vengáis. Incluso tres: cuando os digo que os vayáis, os vais.
Despego los párpados apenas un milímetro, lo suficiente para ver que Alisa abre un bote y se
lo da, cucharadita a cucharadita, a su marido, que no deja de mirarme. Es como si le hubiera dado
un ictus. Pero tampoco podría asegurar que no se dé perfecta cuenta de lo que está pasando.
Aiden y Cath ordenan la comida en los estantes. Resulta anómala tanta obediencia en chicos de
su edad. Alisa no parece una madre autoritaria, pero tal vez lo sea. Al fin y al cabo, tampoco tiene
la apariencia de ser la típica persona que se cuela en la casa de alguien y lo maniata a una silla.
Puede que sea una psicópata. O una mujer desesperada que lucha por salvaguardar a su familia.
Evito seguir elucubrando al respecto. Sus intenciones me importan un bledo. Lo único que tengo
claro es que se han metido en mi casa y pretenden quedarse, pese a saber que no son bienvenidos.
Como si me estuviera leyendo el pensamiento, justo en ese momento me mira, acercándose con
lentitud. Mi cabeza está inclinada hacia delante, por lo que la vista solo alcanza a ver sus botas de
montaña. Eso me impide anticipar la bofetada. La muy zorra quiere percatarse de que sigo
atontado. Supongo que quedará complacida al suponer que sí. Me cuesta poco disimular porque
mi umbral de dolor es alto, pero para mis adentros rezo toda una letanía de insultos con ella como
destinataria.
Las botas de montaña se alejan, y, con ellas, mi perspectiva visual, que consigue más amplitud.
—Niños, tenéis que comer —les dice—. Luego podemos buscar por ahí troncos para encender
la chimenea. ¿Os apetece?
Aiden se encoge de hombros. Parece un niño viejo, sin alegría. Puede que se comporte de
manera diferente en circunstancias normales. Cath tampoco parece más comunicativa, pero sí
rebelde. Lo percibo por la cazadora de cuero que lleva, las uñas pintadas de negro y el piercing
en la nariz. Debe de rondar los catorce años. ¿Qué padres permiten que una chica adolescente se
agujeree la nariz así? Desde luego, si fuese hija mía, se lo prohibiría.
Ahora es Cath la que vuelve sus ojos hacia mí con curiosidad. Esta familia parece tener una
extraña facultad para la telepatía.
—Ni le mires —ordena Alisa—. Es un egoísta que no merece que le prestemos un mínimo de
atención.
—Es su casa, mamá —replica ella con sorprendente aplomo y en un tono de voz más alto de lo
normal, como si quisiera que yo lo escuchase—. Tiene todo el derecho del mundo a dejar que
entre en ella quien quiera. Me parece fatal lo que estamos haciendo.
Alisa se levanta y apoya las manos sobre la mesa en ademán amenazador. Dice:
—¡Qué sabrás tú lo que está bien y lo que no!
Cath sale fuera de la cabaña hecha una furia. Como ha dejado la puerta entreabierta, desde
dentro se huele el humo del tabaco. Su madre sale detrás de ella.
—¡Que te he dicho que no fumes!
—¡Hago lo que me da la gana!
—Mientras seas menor de edad y vivas en mi casa, olvídate de eso.
—¿En qué casa? ¿En la de este señor que hemos secuestrado? Pues mientras él no me lo
impida, fumaré cuando me plazca, joder.
Alisa vuelve y cierra de un portazo. Se pone a dar vueltas por la estancia como un león
enjaulado hasta que consigue serenarse un poco. Ha sido ver a su marido tan aletargado lo que la
ha hecho reaccionar. Se acerca a él y le acaricia el rostro.
—Todo va bien, cariño. La situación está controlada. Hemos traído las provisiones de la
autocaravana y tenemos para subsistir mucho tiempo. Y he encontrado una emisora de radio en el
cobertizo. Después comprobaré si funciona y pediremos ayuda para que un médico pueda verte. Te
pondrás bien, confía en mí.
IV

E ntre el arsenal que los invasores han traído de la autocaravana no faltan los juegos de mesa
con los que se entretienen toda la tarde. Mientras escucho sus carcajadas, intento masajear
mis muñecas, que están entumecidas por la inmovilidad. Tampoco ayuda tener que
mantener la misma postura para simular que sigo atontado.
Alisa se comporta como una madre a la que le gusta ejercer de madre, aunque algo en su
actitud me parece impostado. Aiden es dócil y se deja felicitar cuando gana una partida. Cath está
continuamente enfurruñada, sin molestarse en disimularlo.
Por fin, cuando la oscuridad es total fuera, Alisa decide que es hora de irse a dormir. Se acerca
hasta el sofá donde duerme Alec. Deposita un beso en su frente y le dice algo al oído que la
distancia me impide escuchar. Aiden bosteza. Su madre lo acompaña arriba, a mi cama del altillo,
y le dice a Cath que suba pronto. Antes se acerca a mí y me da unos cachetitos para ver si
reacciono. Mi nula reacción la deja tranquila. Por fortuna, no se le ocurre revisar el estado de las
ataduras. Si hubiese llegado a hacerlo, todo habría cambiado en un momento y sería ella la que se
encontraría en mi situación. Pero es una estupidez adelantar acontecimientos. Todo a su debido
tiempo.
—Me quedo aquí con papá un rato —dice Cath—. Arriba no cabemos los tres, y así vigilo si
está bien.
—Gracias, cariño, aunque apretándonos un poco hay sitio para los tres. Pero, si lo prefieres,
puedes dormir arriba con tu hermano y yo me quedo aquí con él.
Cath guarda un obstinado silencio. Se limita a mover la mano en un gesto de negación mientras
se acomoda en el sofá junto a Alec, en su papel de hija solícita.
Deja transcurrir unos minutos, tal vez una hora, y cuando intuye que su madre y su hermano se
han dormido, encamina sus pasos hacia mí.
—Eh, tío, sé que estás despierto —dice—. A mí no me engañas. Y haces bien porque es una
auténtica putada. Que sepas que esto no me gusta, así que seré tu aliada.
Me río para dentro. Esta chica es muy lista.
—Que te despiertes, joder —dice, y a continuación me propina una patada con su bota de
tachuelas en toda la cara.
Vuelvo a sentir el sabor de la sangre en mi boca. A estas alturas debo de parecer un cromo.
Pero debo ser más listo que ella y mantenerme inane. Parece que lo consigo porque suelta un
exabrupto y sale fuera a fumar con gesto impaciente. Lo sé porque ha encendido el cigarro antes
de abrir la puerta. Alec ha abierto los ojos, que tengo clavados en mí. Yo sigo sin moverme. Lo
estoy haciendo muy bien. Y Bucky mejor todavía, porque sigue ausente. Ahora estoy más seguro
que nunca de que, cuando le necesite, vendrá.
Cath entra, le da un beso a su padre y se tiende en el suelo para dormir. Solo cuando escucho
su respiración acompasada, sé que la tranquilidad ha vuelto a esta casa.
De momento.
V

E spero un poco más para asegurarme de que todo está controlado. En ese momento, suelto el
débil hilo de la cuerda que me mantenía atado y me pongo en pie. Necesito unos minutos
para que mis músculos reaccionen. El silencio es completo. Salgo con sigilo de la cabaña
y voy al cobertizo para coger cuerdas con las que maniatar a Alisa y a Cath. Sé que Alec no
representa un problema y que Aiden es demasiado pequeño para resistirse. Cuando se despierten
por la mañana, se darán cuenta de que lo que hicieron estuvo mal. En caso contrario, peor para
ellos.
Hoy soy yo el que preparo café para todos y deslizo sobre la mesa un desayuno suculento. No
quiero despertarlos a bofetadas, como hicieron conmigo, solo dejar que sus pituitarias reaccionen.
La primera en gritar es Cath, que me dirige todo tipo de epítetos de dudoso gusto. Parece poseída
por todos los demonios. La ignoro. Alisa es la siguiente. A esta prefiero enfrentarme cara a cara,
así que subo con parsimonia hasta el altillo del que me ha desahuciado. Cuando me ve, empieza a
gesticular emitiendo sonidos amortiguados a causa de la mordaza, pero que, no obstante, suenan
desafiantes.
—Cállate. Vas a despertar a tu hijo —reconvengo con suavidad.
—¿Por qué me has atado, hijo de puta? —brama, tratando de desasirse de las cuerdas.
—Shhhh. Calma, amiga. Aprende a comportarte. Yo no fui tan escandaloso ayer.
Los ojos de Alisa destilan odio. La expresión de los míos es neutra.
Tras unos segundos, parece calmarse. Aún así, insiste:
—¿Vas a soltarme o qué?
Bajo las escaleras sin responder. Cuando estoy llegando abajo, grita de nuevo:
—¡Que me sueltes, joder!
Desando el camino de subida con parsimonia.
—No chilles, nadie te va a oír. Pero Aiden se va a despertar pensando que su madre es una
histérica. Hazme caso: cállate y todo irá mejor. Ahora voy a ver cómo está Alec, no vaya a tener
que amputarle el brazo si hubiera empeorado.
Alisa frunce el entrecejo haciendo un esfuerzo de contención. Supongo que está valorando la
situación y ha decidido que la batalla está perdida.
Cath me mira desde el suelo con rabia. Son inútiles sus intentos de soltarse, por más
movimientos bruscos que haga.
—Déjalo, chica.
Obedece como una fiera que un domador hubiese conseguido doblegar. Aún así, sé que seguirá
intentándolo porque no es tonta y le sobran arrestos. Probablemente, tratará de llevarme a su
terreno. Tarda poco en hacerlo.
—Muy mal, tío. Estaba de tu parte. ¿Por qué me haces esto?
Sé que si contesto habré abierto una puerta, por lo que mi intuición me hace replicar:
—Responde tú. Y si crees que puedes engañarte a ti misma, no pretendas que nadie piense que
puedes engañar a los demás.
Se queda pensativa. La frase es tan retórica que va a necesitar unos minutos para descifrarla.
—¡Todos a la mesa! —exclamo—. Vaya, no podéis venir. Está bien, os lo llevaré a la cama.
Por turnos, que me faltan manos.
Alec intenta incorporarse para tirar de mi manga con apremio, tratando de balbucear algo que
no entiendo y que tampoco me importa. Se deja caer, derrotado ante mi desinterés. En cierto
modo, me intriga lo que intenta decirme, pero intuyo que será simplemente un ruego para que no
sea duro con su familia y perdone las malas formas de Alisa y Cath. Porque lo ha visto todo. Le
miro unos instantes, durante los cuales quiero que perciba con total claridad que no voy a ser
compasivo con esa mujer que me ha golpeado en mi propia casa y me ha tenido maniatado durante
día y medio. Espero que lo entienda. Y si no, peor para él. Suelta una especie de mugido de
impotencia. Está demasiado débil. Me resulta incomprensible que no haya muerto ya. De hecho,
elucubro en qué lugar enterrarlo cuando eso ocurra. Lo más lejos posible de la cabaña, por
supuesto.
Alisa me escupe en la cara lo que le doy a comer. Cuando intenta insultarme, vuelvo a ponerle
cinta americana en la boca. Aiden sigue durmiendo, ajeno a todo. ¡Bendita inocencia!
Bajo de nuevo para darle el desayuno a Cath, que se muestra sumisa y come todo lo que le doy.
Luego tose, para darme a entender que se ha atragantado. No me engaña. Sin duda, es un ardid
para que baje la guardia. Cuando empieza con su canto de sirena, intentando convencerme otra vez
de que está de mi lado, suelto un bostezo de aburrimiento y le meto un buen trozo de papel en la
boca para que se calle.
Estoy hasta la coronilla de esta familia, y creo que por fin lo van entendiendo. El problema es
qué hacer con ellos. No puedo tenerlos aquí confinados de forma indefinida. Matarlos es algo que
tampoco me convence, sobre todo porque sería a sangre fría. No soy un asesino despiadado. Ha
de haber otra solución.
Por de pronto, bajo del altillo a Alisa y la deposito junto a Alec y Cath. Después de mucho
pensar, traigo también a Aiden. El niño tiene un sueño profundo y ni siquiera se ha despertado con
el trasiego.
El resto del día permanezco fuera de la cabaña, cazando por el monte. En cierto modo, deseo
que a mi regreso se hayan largado para poder pensar en esto como si hubiera sido una pesadilla.
Pero siguen aquí, maldita sea. Alec quieto, Alisa y Cath retorciéndose como culebras, Aiden
encogido, sin comprender nada de lo que ocurre.
Cuando subo a dormir, contemplo la escena desde arriba. No me gusta, pero tampoco me han
dejado otra opción. Bucky se acomoda a mis pies. Es lo único que me ata ahora mismo a la
realidad. El perro parece estar otra vez de mi parte.
Echo en falta unos tapones de oídos para no tener que escuchar los lamentos de los que están
abajo. Antes de caer rendido al sueño, medito extrañado en el hecho de que el niño no haya
soltado a Alisa y Cath con tantas horas por delante sin mi presencia. Solo se me ocurre una
explicación: que sufra algún tipo de trastorno del espectro autista que le impida tomar decisiones
por sí mismo. De no haber estado amordazadas madre e hija, con seguridad habría seguido sus
indicaciones claras y concisas para liberarlas. Eso habría sido mucho más cómodo para mí.
VI

A lisa y los niños duermen. No así Alec, que tiene los ojos abiertos. Por un momento, pienso
que ha muerto ya y me mira como si fuera un cadáver inexpresivo. Mueve
imperceptiblemente la mano sana. Parece apremiarme a que me acerque a él. Desconfío.
Puede que sea una estratagema. A lo peor, pese a mi teoría, durante la noche ellas han conseguido
soltarse y hacen lo mismo que hice yo: disimular.
Van listos si piensan que van a atraparme otra vez.
Después de mucho elucubrar, decido que lo más sensato es llevarlos uno a uno a su
autocaravana y dejar al último con las ataduras más flojas para que pueda liberar a los demás.
Aiden es el candidato para ello. Matarlos no dejaría mi conciencia tranquila. Alejarlos así, me
mantendría a salvo, porque conociéndome ya, dudo mucho que volvieran a intentar venir. O eso
quiero creer.
Hago café y les ofrezco, para lo cual retiro los apósitos que cierran sus labios. Después de las
imprecaciones de Alisa, secundada por Cath, vuelvo a ponérselos. Aiden asiente en silencio, y a
él sí le doy a beber un tazón de cacao, liberando incluso sus manos para que pueda cogerlo por sí
mismo. Me mira agradecido. Este niño sería el único que merecería salvarse, a excepción de
Alec, del que no sé qué pensar todavía.
Ignoro dónde está la dichosa caravana. Silbo a Bucky, que aparece al instante, para que me
guíe hasta ella.
Después de caminar durante más de una hora, llegamos. Ha sido fatigoso en extremo, cargando
con el peso de Alisa, que no ha ayudado precisamente, golpeándome los riñones con los puños
durante casi todo el trayecto.
Si no fuera por la orientación del perro, habría sido imposible encontrarla. Está semienterrada
en la nieve y oculta entre una maraña de árboles. Dejo a la mujer en el suelo mientras trato de
hacer palanca para abrir la cabina. Por suerte, no está cerrada. La llave está todavía puesta en el
contacto. Lo enciendo para comprobar si me engañó al decirme que se les agotó la gasolina. En
eso no mintió: el marcador indica que la reserva está muy baja.
La subo a duras penas, depositándola al fondo, en lo que hace las veces de sofá-cama. Le quito
el apósito de la boca.
—No te molestes en gritar —le advierto—. O hazlo si quieres porque da igual, ya que nadie te
va a escuchar en este paraje. Pronto te traeré a los demás, aunque me llevará un buen rato. Eso sí,
te recomiendo que no volváis a acercaros por mi casa. Si lo hacéis, la próxima vez seré menos
hospitalario.
Alisa me mira sin decir palabra. Sus ojos lo dicen todo. Una mezcla de odio y resolución. Me
inquieta.
Repito la misma operación con Cath. Cuando regreso a la cabaña, ya es mediodía. Me quedan
Alec y Aiden, pero van a tener que esperar un poco porque tengo hambre y, además, estoy
exhausto.
Después de comer y unas cuantas cervezas, me da pereza ponerme otra vez en marcha. Quedará
para mañana. Si me despierto pronto, tendrán suerte.
Alec presenta mejor aspecto. No quisiera pensar mal, pero es como si el alejamiento de Alisa
fuera beneficioso para él. En cuanto a Aiden, sigue tan introvertido como acostumbra. No es que
lo conozca de toda la vida, pero como todo escritor que se precie, sé interpretar la psique de las
personas. De pronto, siento el impulso de tener una conversación con él. Le libero de las ataduras
y le ofrezco comida. Me mira con temor. Luego dice:
—Quiero ir a mi casa.
—¿Dónde está tu casa? —pregunto en tono amistoso.
—En Maine.
—Bonito lugar. Come un poco. Pronto irás. Tampoco quiero engañarte porque queda bastante
lejos.
El niño asiente y acepta lo que le doy sin desconfianza. Eso me agrada. Alec también, pero
nada sólido. Su estómago solo admite algo de caldo, que sorbe haciendo un ruido muy molesto a
causa del esfuerzo. Tal vez sea porque, desde que vivo aislado, cualquier cosa que se salga de mi
rutina me molesta. Sin embargo, está más animado y parece incluso querer decir algo. Lo intenta,
pero su debilidad se lo impide. Antes incluso de abrir la boca, vuelve a tumbarse.
—Quiero un poco más. Está bueno —dice Aiden.
Le sirvo otro plato.
—Ahora vamos a dormir, ¿de acuerdo? —propongo—. Ya casi es de noche. Aiden, puedes
subir si estás más cómodo allí arriba. Hay un hueco para ti. Y tú, Alec, no tienes más que decirme
si necesitas algo y bajaré enseguida.
Ninguno de los dos dice nada, pero cuando estoy medio dormido escucho el gateo del niño
subiendo las escaleras. Así, pues, parece tener cierta autonomía, en contra de lo que pensaba. Y
eso me resulta desconcertante.
Al despertar, casi al alba, veo que está abrazado a Bucky.
En ese momento, me doy perfecta cuenta de que Aiden es mi salvoconducto para que esas dos
víboras no intenten nada contra mí. Seguir ganándomelo resultará sencillo.
VII

A iden juega con el perro abajo. Alec está incorporado, mirándolos. Incluso sonríe. Unas
pocas hierbas y he conseguido neutralizar ese virus espantoso que se supone le ha entrado
en el cuerpo. Hoy, incluso, tiene un aspecto presentable. Parece que quiere decirme algo.
Otra vez.
Le ignoro. Me aburre la mera idea de conversar. Preparo el desayuno y lo deposito en la mesa.
Alec, para mi sorpresa, se levanta para sentarse por sí mismo en la silla. Su hijo también sonríe.
Por primera vez lo veo relajado. Es como si él también se sintiera liberado sin la presencia de
Alisa. Bucky se queda junto a la puerta, vigilante. Sabe que no quedará sin comer si se porta bien.
Es un buen perro. Mi compañero imprescindible. Tuvo un fallo, pero todos nos equivocamos
alguna vez. Eso sí, sabe que no perdonaría otro. Aunque me arrepintiese el resto de mi vida.
Alec quiere hablar; sin embargo, no lo hace. Espera hasta que Aiden y Bucky salen fuera.
Entonces alarga su mano sobre la mesa para agarrar la mía.
—No crea lo que le ha contado mi mujer —dice por fin en un susurro.
Lo miro de hito en hito.
—Usted sospecha de ella, ¿no es cierto? ¿Desde cuándo? ¿Antes o después de iniciar el viaje?
—Antes, mucho antes. Yo me encontraba mal, y fue mi mujer la que tuvo la idea de comprar la
autocaravana para cambiar de aires. Dijo que viajar me vendría bien. En cuanto a lo de ese
virus…
Lo interrumpo. Empiezo a entender la situación, y a valorar más la mente retorcida de Alisa.
—Dígame una cosa: ¿tiene seguro de vida?
—Por supuesto. ¿Quién no lo tiene?
Hubiera contestado que yo, sin ir más lejos.
—¿Desde hace cuánto? —pregunto.
Alec frunce el entrecejo, haciendo memoria.
—Qué sé yo, dos, tres años…
—Ya. Y los niños no son sus hijos, ¿verdad?
—Cierto. ¿Cómo lo ha sabido?
—Sé atar cabos. Aún así, parecen estar muy unidos a usted.
—Así es. Conocí a Alisa, que era viuda, y pronto nos encariñamos sus hijos y yo, que eran muy
pequeños, Aiden apenas un bebé. Para ellos, yo soy su padre; al menos, el único que han
conocido.

Necesito pensar. Salgo fuera a tomar el aire. Aiden y el perro están lejos, pero puedo verlos a
distancia. No tendría más que silbar para que Bucky viniese corriendo.
Cuando entro, Alec está recogiendo los platos de la mesa. A duras penas puede tenerse en pie.
Me siento tentado de decirle que lo deje, que yo lo haré, pero tengo la impresión de que se siente
mejor haciendo algo útil.
—Si te parece bien, te tutearé —digo, antes de preguntarle a continuación—: ¿Sabes si eres
alérgico a algo?
Alec frunce el entrecejo.
—Sí, a lo típico: polen, picaduras de abejas, ciertas plantas…
—¿Qué cogiste en concreto para que se te pusiera la mano así? Tu mujer habló de unas bayas.
—Alisa me pidió que fuese a buscar ramas para hacer un fuego junto a la caravana. Había
muchísimas hiedras, estaban por todas partes. Por el suelo, colgando de los árboles… y tuve que
apartarlas con las manos para abrirme paso. No sé por qué mi mujer habló de bayas.
«Hiedra venenosa», me digo.
—Supongo que la sangre se produjo al rascarte para paliar el picor —aventuro.
—Creo que sí. Era insoportable.
—Ajá —murmuro mientras le preparo una infusión que le permita descansar y rebajar la
hinchazón.
Pronto queda dormido. Aprovecho para examinar con detenimiento la mano, que parece estar
menos hinchada. Así que un virus, ¿eh? Meneo la cabeza y me muerdo el labio inferior con rabia.
Mi animadversión hacia Alisa crece por momentos. Muchas veces no sabes por qué alguien te
produce un rechazo inconsciente, aunque se comporte de forma encantadora. En el caso de Alisa,
fue verla y sentir que algo chirriaba en mi cabeza.
—Aiden, cuida de tu padre. Bucky y yo salimos a cazar para tener comida mañana. Quedas al
cargo de la casa, ¿de acuerdo?
El niño asiente, sentándose junto a Alec. Sé que le gustaría venir con nosotros, pero es
consciente de que se le ha encomendado una tarea importante y no me cabe la menor duda de que
la cumplirá.

***

La autocaravana sigue en el mismo sitio. Escudriño por las ventanas, pero el empañamiento
impide vislumbrar el interior.
Aguzo el oído para escuchar cualquier sonido. El silencio es total. Abro la portezuela de la
cabina, que se encuentra entornada. Subo de un salto y avanzo con sigilo.
Ni Alisa ni Cath están dentro. No debo menospreciar sus aptitudes porque son más listas de lo
que pensaba. A la vista está que han logrado desembarazarse de las ataduras. Miro a todas partes,
temiendo una emboscada. Bucky está fuera, presto a alertarme de cualquier sorpresa.
A punto de darme la vuelta para salir, veo unas tijeras en el suelo que tienen adherido apenas
un centímetro de cuerda deslavazada. Antes de tener que reprocharme una imperdonable
negligencia, abro compartimentos y armarios empotrados, por si estuvieran ocultas en alguno de
ellos. Nada. No obstante, y para asegurarme por completo, subo al techo por la escalerilla
exterior, donde hay un habitáculo para maletas y bultos pesados. Están ocupados por ropa y demás
enseres. Definitivamente, no están aquí. Espero que hayan tenido la previsión de salir con una
escopeta y un buen número de cartuchos, porque los grizzlies, abundantes por estos lares, pueden
llegar a ser extremadamente peligrosos. Con franqueza: me preocupa poco lo que les pueda
ocurrir.
Si esta noche no hay noticias, del estilo de un asalto sorpresivo a la cabaña, mañana volveré
para comprobar cualquier cambio. Así, al menos, sabré si han salido sin retorno o siguen teniendo
la autocaravana como cuartel general, aunque a causa del frío resulte cada vez más inhóspito e
inseguro.
***

Alec ha encendido la chimenea. Se agradece el calor. Traigo las manos entumecidas, a pesar
de los guantes. Bucky se sacude en la puerta y luego penetra en la cabaña moviendo la cola. Aiden
esboza una sonrisa al verlo e inmediatamente ambos se rebozan por el suelo jugando. Los dos
están mutuamente hechizados.
—Espero que no te moleste —dice Alec con timidez—. Hacía mucho frío.
—Al contrario —digo, colgando la cazadora a la entrada—. Venía helado.
—¿Bucky sabe llevar un trineo? —pregunta Aiden.
—Claro. Es un auténtico husky. Lo lleva en los genes. Puede que mañana te lleve a dar un
paseo. ¿Te gustaría?
Otro niño habría saltado entusiasmado, él se limita a decir que sí. Bucky le lame la cara y
Aiden ríe a carcajadas por las cosquillas que le provoca. Que el perro le haya tomado tanto
cariño al niño me reafirma en que, de momento, es el único de la familia que merece la pena. Alec
mira la escena embelesado, pero luego su expresión se torna seria.
—¿Alguna… novedad? —pregunta.
—Ni rastro —digo, y me dispongo a preparar algo de cena.
No estoy acostumbrado a tener invitados, así que tampoco sé calcular la cantidad. Meto unos
cuantos dados de carne en unos pinchos y los coloco en la parrilla de la chimenea. Bucky detiene
sus juegos y ventea el aroma. Le pongo en su comedero unos trozos crudos. Nada de pienso seco.
Esto mantiene su instinto depredador originario, algo muy conveniente para ambos. Lo devora en
un instante y se relame, tumbándose a continuación junto al fuego. Por hoy ha dado por terminados
los juegos. Aiden se queda un poco desconsolado, pero lo entiende.
Quisiera preguntarle al niño muchas cosas, pero será en otro momento. Vigilo las brasas y el
estado del asado en silencio. Cuando está listo, les tiendo los pinchos. Los tres comemos sin
hablar.
Saco de un armario dos mantas y las coloco a modo de colchón en el suelo para Aiden, junto al
sofá que ya se ha convertido en la cama de Alec.
—Bucky se quedará aquí abajo con vosotros esta noche —digo antes de subir a mi catre. Es
una concesión por mi parte. Y también una manera de descansar tranquilo a sabiendas de que me
alertará de incursiones indeseadas.
VIII

D espierto inquieto cuando aún es noche cerrada. Tal vez sea la falta de la presencia del
perro cerca, tal vez alguna pesadilla que no consigo recordar. Ningún ruido en la cabaña.
A pesar de eso, me asomo a las escaleras. Se escucha algo, como unas garras arañando en
el exterior. Agarro la escopeta que siempre duerme conmigo y bajo sigilosamente. Alec y Aiden
respiran acompasadamente. Bucky suelta un gruñido silencioso y salta como un resorte para
colocarse a mi lado. Dentro todo está tranquilo. Imposible ver lo que pasa fuera. Aguardo junto a
la puerta interminables minutos. El rasguño ahora se escucha por detrás.
La cabaña consta de un habitáculo diáfano, de unos setenta metros cuadrados. Las ventanas son
pequeñas y dan a los cuatro vientos. Como la oscuridad es total fuera, resulta difícil percibir nada.
Solo me resta bajar por la trampilla que comunica con el cobertizo, y este, a su vez, con el
exterior. Pido al perro con un gesto que él entiende que no venga conmigo.
Nada anormal ahí abajo. Subo con sigilo la tapa unos milímetros. Es un oso. Un oso enorme
que busca comida. Dispararle sería una estupidez. Una vez compruebe que nada comestible
encontrará aquí, se marchará. Se pone de manos, rugiendo iracundo por la impotencia. Por más
veces que vea algo así, nunca dejará de resultarme aterrador. Se aleja trotando cansinamente. De
vez en cuando, gira la cabeza y gruñe. No quisiera encontrármelo de frente y a plena luz del día.
Quizás él tampoco querría encontrase conmigo y con mi escopeta cargada.
Trato de dormir, pero la inquietud me impide conciliar el sueño. Nunca un grizzlie se había
acercado tanto a la cabaña. Debería haber hecho ruido para que se abstuviese de intentarlo de
nuevo. Inmediatamente pienso en Alisa y Cath. No me gustaría estar en su pellejo en el caso de
que hubiesen tenido la ocurrencia de estar merodeando por aquí esta noche.

***

Hoy es Alec el que ha hecho el desayuno. Su mano mala cuelga como una rama seca de su
brazo, pero parece arreglarse bien con la sana. Se gira al escucharme bajar y me saluda
cordialmente.
—Huevos fritos, bacon y café. Espero haberlo hecho bien, ya que no tengo costumbre de
cocinar. ¿Has descansado bien? Yo me encuentro mucho mejor. Esto —dice, señalando la mano
tumefacta— está todavía un poco muerto, pero al menos me duele menos y hoy he podido mover
algo los dedos.
Me siento a la mesa, incómodo por tener que hablar con nadie en mi casa, sobre todo recién
levantado, así que no abro la boca. Cuando termino, salgo fuera a llamar al niño y al perro, que
acuden a mi reclamo al instante.
—Bucky y yo vamos a ir hoy en el trineo —anuncio mirando a Aiden—. Igual te apetece venir.
El niño asiente complacido, ensanchando una sonrisa.
***

Bucky corre como el viento tirando del trineo, sorteando árboles y virando cuando es
necesario. No he tenido necesidad de indicarle el destino: lo presiente. Aiden chilla entusiasmado
con la velocidad, sin asomo de miedo.
Finalmente, el perro aminora la marcha cuando estamos cerca y aúlla, lo que equivale a decir:
«¡ya hemos llegado!». Son muchos los matices e interpretaciones de los sonidos que emiten los
huskies, que no suelen ladrar a causa de su genética similar a la de los lobos.
Sin embargo, aunque estamos cerca, todavía no se ve la autocaravana. Doy unas palmadas que
el perro entiende significan que se vayan por ahí y sin alejarse mucho mientras yo investigo. No
quiero que el niño esté presente si me encuentro con alguna escena desagradable.
El vehículo continúa en el mismo sitio, algo lógico al encontrarse sin gasolina y semienterrado
en la nieve. Máxime si, como dijo Alisa, un virus letal asola el mundo en estos momentos y la
policía tendrá cosas más importantes de las que ocuparse que de rescatar una caravana de la
nieve. Semejante relato de hechos sigue resultándome difícil de creer.
La portezuela de la cabina parece estar como ayer. Inspecciono el interior con meticulosidad.
No aprecio cambio alguno. Reviso armarios y habitáculos. Cuando estoy llegando al trineo, me
doy cuenta de que algo falta y doy media vuelta para revisarlo de nuevo.
Las tijeras no están en el suelo. Eso indica que han vuelto para cogerlas. Tal vez, a falta de otra
arma más contundente, hayan pensado que les podrían servir de algo. Me fijo un poco más en el
entorno y veo que hay un cojín caído en el suelo que ayer me pasó desapercibido, o que al pasar
rozaron y se deslizó. Está claro: han vuelto. Por lo tanto, sobreviven.
La revelación me inquieta por un doble motivo. El primero es que siguen por ahí, a saber con
qué intenciones. El segundo es que, si siguen por ahí, es porque tienen armas y saben cómo
utilizarlas. Dudo mucho que con unas simples tijeras de cocina puedan pretender sobrevivir en
este territorio hostil, salvo que las hayan cogido en un conato de debilidad infantil y como apoyo
de otras más eficientes.
Camino hacia el trineo. El perro se pone en guardia al verme. Hago un gesto apremiante a
Aiden para que suba.
—¡Vamos, Bucky!
A punto de llegar a la cabaña, un rastro de sangre hace que el husky se detenga, venteando. Lo
jaleo con las riendas para que continúe, y él obedece. Por el rabillo del ojo veo lo que parece el
cuerpo de un ciervo parcialmente destrozado. Ahí se detiene el rastro. Ahí se congela también mi
corazón. Si el grizzlie sigue cerca, vamos a tener problemas. Problemas muy gordos. Y si el oso
sigue cazando y encuentra a Alisa y Cath, y prueba la carne humana, nuestros problemas serán
mayores aún.
Tengo que encontrarlas antes de que eso ocurra, porque entonces ya no habrá refugio seguro
para nosotros. En concreto, para mí, que seguiré aquí cuando ellos se hayan ido.
Dejamos el trineo a la entrada y entramos apresuradamente. Alec dormita. Apenas abre los
ojos cuando nos ve. Me acerco a inspeccionar su mano. Está bastante mejor. De hecho, mucho
mejor.
Saco unas latas de la despensa y las pongo sobre la mesa. Hoy no tengo ganas de cocinar. Alec
despierta de su letargo.
—¿Has encontrado a las chicas? —pregunta incorporándose.
—Negativo —respondo. Dudo si preocuparle, pero decido que ha de saber la verdad—.
Mañana iré otra vez a buscarlas ampliando el perímetro. Hay un grizzlie merodeando por aquí, y
eso me inquieta. Cuando volvíamos, vimos un ciervo totalmente destrozado. Si nos tiene en su
punto de mira, no habrá puerta lo suficientemente fuerte para detenerlo.
Entonces Alec dice algo sorprendente:
—¿De verdad quieres salvarlas después de lo que te hicieron?
Su pregunta me deja atónito y respondo con otra cuestión.
—¿Es que viste algo?
—Lo vi todo. Y lo sabes.
—¿Y cual es tu opinión al respecto?
—Que yo no las salvaría.
Llegado este punto, necesito un trago. Cojo una lata de cerveza y la bebo de un trago. No es
suficiente. Dos después, me siento más capacitado para seguir la conversación.
—¿Lo dices por ti o en general?
—Por ti, por supuesto.
—Ya. Pero eso no dice mucho de tu supuesto apego a ellas. Perdona, Alec, pero no sé qué
pensar de ti.
—Puedes pensar lo que quieras. Yo solo te digo lo que haría si fuese tú.
Cojo otra cerveza para beberla en la cama y subo al altillo sin despedirme. Bucky me sigue,
pese a que mi marcha intempestiva ha interrumpido sus juegos con Aiden. Pero, claro, es que
olvidé decirle que esta noche podría quedarse abajo con ellos. Es evidente que no quiere
incomodarme. Por lo tanto, se atiene a lo habitual.
La noche es tranquila, sin sonidos inquietantes provenientes del exterior. Aún así, apenas pego
ojo. Mis preocupaciones son máximas. Mi indignación también va aumentando proporcionalmente.
Lo que más me irrita es pensar en salvar la vida de dos personas que considero odiosas. Pero es
eso o mi propia supervivencia futura si caen en manos de los grizzlies.
La otra alternativa es marcharme de aquí y volver a la civilización. El pensamiento me
revuelve el estómago. Tengo que encontrarlas y forzar su marcha, por las buenas o por las malas.
Y también seguir sonsacando a Alec, que presumo tiene mucho que contarme aunque ni siquiera él
conozca el alcance de sus sospechas, que se me antojan harto ambiguas.
IX

M e pongo en marcha al amanecer y sin el perro. Por más seguridad que me dé tenerlo al
lado, así no tendré que preocuparme más que de guardar mis propias espaldas. Lo
primero será volver a la caravana para comprobar si ha habido algún cambio. Después
de haber hecho ya el mismo recorrido, estoy convencido de que sabré llegar. Llevo la escopeta al
hombro y un revólver de corto alcance por si tengo un encuentro sorpresivo cuerpo a cuerpo.
También me he provisto de un silbato que utilizo cada pocos metros para ahuyentar a los animales.
Las fieras odian los ruidos estridentes. No obstante, soy consciente de que con algunos no
funciona. Los grizzlies pertenecen a estos últimos. Se saben poderosos e imbatibles, y sus garras y
fauces son letales. Cuando se acercan demasiado a las zonas habitadas es porque no temen al ser
humano.
Si dijera que voy tranquilo, mentiría. Sin embargo, trato de insuflarme ánimo y confianza.
Demasiado tiempo llevo en estos parajes como para no saber cómo defenderme de los elementos.
En el zurrón porto un par de kilos de carne para lanzárselos si me cogen por sorpresa. Devorarlos
les llevará unos minutos, los suficientes para ponerme fuera de su alcance. Eso en el supuesto de
que no pretendan coger una presa viva teniendo ya asegurada la muerta como reserva.
Mis pasos se hunden en el hielo en algunos tramos, otros están cubiertos de vegetación. Los
árboles son todos iguales, los senderos se han difuminado. La brújula me permite seguir el
camino, pero a veces me confunde. Ha transcurrido algo más de una hora y estoy desorientado.
Comienzo a preocuparme. Vuelvo sobre mis pasos unos centenares de metros que se me antojan
eternos para vislumbrar el río un poco más abajo. Cuando regreso al punto de partida conocido,
trato de ubicarme de nuevo.
Por fin llego a la caravana, que se encuentra más enterrada en la nieve que ayer. Imposible
abrir la cabina. Miro por las ventanas para ver si consigo vislumbrar el interior, pero están
empañadas. Doy unos toques en el cristal, esperando una respuesta. Nada. Tengo reparo de
intentarlo de nuevo más fuerte, por temor a alertar a los habitantes del bosque.
A menos que hayan muerto congeladas, ni Alisa ni Cath están dentro. La necesidad de regresar
a la cabaña e intentar comunicar con una estación de policía por la emisora de radio se vuelve
imperiosa.
La caminata está empezando a agotarme. Me recuesto junto a un abeto para beber una cerveza.
Tan pronto tiro de la anilla, con todo el sigilo del que soy capaz, escucho un sonido de ramas
moviéndose. Pongo la escopeta en posición de tiro. Cada vez se oye más cerca. Calculo unos
veinte metros como mucho, si mi oído no me engaña.
Un osezno parduzco sale desde detrás de unos arbustos, correteando alegremente. Es hermoso.
Nunca podría disparar a algo así. Pero detrás vendrá su madre, buscándolo. Trato de que mi
respiración no me traicione, aunque sé que el olor podría alertarla antes que cualquier movimiento
que haga.
El osezno gruñe. Trata de ponerse de manos, pero apenas puede incorporarse un poco. Ahora
parece que gime, en su idioma. Se ha perdido, y nadie ha salido a buscarlo. Podría llevarlo a la
cabaña, darle un poco de leche con miel y presentárselo a Bucky, pero le haría un flaco favor.
Viene hacia mí, que sigo inmóvil. Lo tengo prácticamente enfrente. Se me echa encima. Quisiera
acariciarlo como a un peluche, pero lo aparto con cajas destempladas.
—Vete, vete, no te contamines con mi olor o tu familia te repudiará —le digo, acompañando
mis palabras de aspavientos bruscos.
El osezno no parece dispuesto a alejarse del único ser vivo que ha encontrado. Para él, ahora
mismo yo soy su padre. Me levanto y camino alejándome. Me sigue al trotecillo. De vez en
cuando, engancha sus garras en mis pantalones y casi me hace caer.
—¡Lárgate!
Como no se da por enterado, suelto un disparo al aire para ahuyentarlo. Se va, asustado, pero
poco después regresa hasta ponerse a mi altura.
Esto no puede estar pasando. ¿Volver a la cabaña con un osezno adoptado? ¿Qué pasará cuando
su madre lo eche de menos y salga a buscarlo? Es fácil suponer que el olfato la llevará hasta allí.
¿Y cuando crezca, en el caso de que consiga quedarse conmigo? Un buen día podría revolverse
por la cuestión más nimia. Tengo que matarlo. Será mejor para los dos.
Cuando se aleja unos metros, apunto. Desplazo el seguro y apoyo el dedo sobre el gatillo. Lo
tengo a tiro.
No puedo hacerlo.
Corro todo lo que dan de sí mis piernas agotadas para despistarle, pero el animal viene detrás.
Pese a lo torpe que pueda parecer un oso, más aún un osezno, su velocidad es incomparablemente
superior a la mía. No puede seguirme hasta la cabaña. No debe.
Me detengo. Lo tengo a cinco metros. Sin pensarlo dos veces, disparo con intención de errar.
Si es listo, huirá. La bala rebota en el suelo y proyecta sobre su pelaje fragmentos de tierra, ramas
y piedras. Nada que lo lastime, pero suficiente para que eso le haga replantearse que no soy su
padre y que empiece a mirarme como lo que soy: un ser humano malvado que le puede causar
mucho daño.
Lo he conseguido. El osezno ya no me sigue. Calibro su grado de decepción.
Llego a la cabaña, pero en lugar de entrar me siento en el porche a beber la última cerveza, que
intento apurar a sorbos lentos, probablemente deseando verlo aparecer a pesar de lo que
consideraría una detestable actitud por mi parte. Mi subconsciente, por el contrario, me felicita.
Bucky sale a recibirme tan pronto pongo un pie dentro. Lo acaricio sin demasiada efusión.
Antes de saludar a Alec y Aiden, dejo la cazadora en el perchero con parsimonia. Lo que menos
me apetece ahora mismo es conversación.
—¿Alguna novedad? —pregunta Alec.
—Ninguna —respondo sin mirarle—. A la caravana no han regresado. Mañana tendré que ir de
nuevo en su búsqueda. Puede que estén a resguardo en alguna cueva. Cenad algo, si no lo habéis
hecho. Yo me voy a dormir, vengo cansado.
Mientras subo al altillo, escucho el lloriqueo de Aiden, que pregunta a su padre por qué su
madre y su hermana no vuelven.
Me tumbo en la cama sin desvestirme. Total, para qué, si volveré a salir en pocas horas. El
perro se tumba a mis pies, hecho una rosca. Sabe que no se lo estoy contando todo. Con su mirada
me transmite que mañana irá conmigo, tanto si quiero como si no.
El poco rato que consigo dormir, sueño que soy un anciano que fuma una pipa en el porche con
Bucky tumbado al lado. Pero no es Bucky, sino un oso que se comporta como él y que es casi tan
viejo como yo en mi fantasía onírica.
Despierto con desasosiego. Ojalá nunca hubiese tenido esa experiencia. Sé que la vida es dura,
y que muchas veces tenemos que hacer cosas que chocan contra nuestra conciencia, pero yo decidí
recluirme en este lugar alejado precisamente por eso. Sé también que ese pensamiento vendrá de
forma recurrente a mi mente en el futuro. Adoptar un oso, ¡qué estupidez! Entonces, ¿por qué me
viene una y otra vez a la cabeza el momento en el que disparé para ahuyentarle? Tampoco sería
una idea descabellada. Sé de personas que habían criado un león desde cachorro, y que años
después de dejarlo en una reserva reconocían a su amigo humano. ¿Por qué habría de ser diferente
con un grizzlie? Porque lo es. Fin de la diatriba mental.
Bajo en silencio. Todavía es noche cerrada. Alec y el niño duermen. Hago café y me llevo la
taza al cobertizo. Enchufo la emisora. El piloto verde indica que funciona. Pulso el código de
emergencias de la policía. El sonido de las ondas de radio es monótono. Vuelvo a intentarlo. Lo
mismo. Mando un código QRJ. Sin comunicación. Dejo los cascos junto al equipo y me dirijo al
4x4. Por suerte, el depósito de gasolina está a tope. El perro aparece como por ensalmo y sube de
un salto al asiento del copiloto. Conduzco varias millas hasta el pueblo, que parece desierto. A
estas horas, al menos la gasolinera debería estar abierta, pero no es así.
La oficina de la policía también tiene echado el cierre. Todas las persianas están cerradas a cal
y canto. Bajo del todoterreno y golpeo la puerta metálica. Nadie responde a mi llamada. Tampoco
en las casas aledañas a las que llamo. Es como si todo el mundo hubiera huido de aquí.
Bucky me lame la mano que tengo sobre la palanca de cambios mientras doy marcha atrás para
alejarme de este pueblo muerto. Luego se yergue sobre el asiento, intentando decirme que esté
tranquilo, que él viene conmigo, y que, por lo tanto, todo saldrá bien.
Ningún vehículo se cruza en nuestro camino. Un sudor frío comienza a deslizarse por mi nuca.
Abro la ventanilla y saco un brazo para airearme. De repente, me percato de que el silencio es
total fuera. Ni siquiera se escuchan los pájaros. Enciendo la radio para escuchar algo de música,
pero el aparato no funciona. Mientras manejo con una mano, con la otra extraigo un cd cualquiera
de la guantera y lo introduzco en el lector. Error. Doy un puñetazo en el volante. El perro suelta un
gruñido y se tumba en el asiento, con las patas delanteras cubriendo su cabeza. Sabe que todo va
mal.
Estaciono ante la cabaña. El sol ya está alto. Debe de ser mediodía. Antes de entrar, me doy
cuenta de que he de volver a ese sitio, ahora, aunque no lleve la mochila cargada de víveres. Con
las armas tendré suficiente.
Saco el trineo del cobertizo y pongo los arneses al husky, que salta de alegría. No tengo más
que chasquear la lengua para que comience a tirar de él entre brincos.
Llegamos, una vez más, a la caravana, que sigue enterrada en la nieve. Hoy tengo que entrar
como sea, haciendo palanca para abrir la cabina. No me voy a ir de aquí sin saber lo que ha
pasado dentro, si es que ha pasado algo.
Poco después, la abertura es lo suficientemente ancha como para permitir que el perro entre.
Sé que, si encuentra algo, lo sabré. Escucho sus jadeos rebuscando por todos los rincones, y
finalmente sale. Dentro no están, ni vivas ni muertas.
Le doy una palmada en el lomo. Lo ha hecho bien. Es un profesional. Y me ha evitado a mí más
horas de trabajo para llegar a la misma conclusión. Pero entonces hay que seguir buscando,
porque no pueden haberse volatilizado.
Tengo que reconducir la situación y explorar nuevos caminos, siempre dentro de un perímetro
lógico, lo cual implica que debemos dejar el trineo y caminar. Triangulo posiciones mentales para
calcular la extensión máxima que pueden haber recorrido dos mujeres a las que supongo
indefensas, salvo que tengan armas y víveres suficientes. En ese caso, la extensión de terreno
podría ser más amplia. Y si fuera así, sería poco menos que imposible encontrarlas.
¿Pero cómo no me había dado cuenta? Hemos de volver al día siguiente con ropa de ambas
cuyo rastro pueda seguir el perro.
Al llegar a la cabaña, evito contarle a Alec lo acontecido durante nuestra expedición. Dejo que
Aiden abrace al perro y preparo una cena ligera para todos. Solo le comento que sigo sin
encontrarlas, pero que se me ha ocurrido una idea que tal vez nos pueda conducir a ellas. A
continuación, le pido que me dé alguna prenda de Alisa y Cath. Alec se encoge de hombros.
—Cuando nos echaste, lo llevamos todo, otra vez, a la caravana. Dudo que haya quedado nada
aquí de ellas.
Me doy una palmada en la frente, recriminándome la torpeza. Tendría que haberlas cogido de
allí. No obstante, le insto a hacer memoria. Algo podrían haber dejado. Yo mismo me contesto.
Los restos de cuerdas con las que las até, deberían estar tiradas por el suelo, y el mero contacto
sería suficiente para haber dejado impregnado su olor. Miro bajo el sofá y encuentro una. Luego
subo al altillo, y junto a la cama veo un trozo de cinta americana. A falta de algo mejor, tendrán
que servir. De lo contrario, me veré en la necesidad de ir nuevamente a la caravana para coger
ropa de verdad. La pereza me invade solo de pensarlo. Empiezo a odiar la sola visión de esa
caravana enterrada en la nieve.
X

—Vamos, Bucky, busca, busca —apremio al perro, dándole a olfatear los restos de cuerda y
cinta americana.
El husky aúlla, impotente, girando sobre sí mismo porque no consigue hallar ningún rastro en
esos enseres. Suspiro irritado.
Rebajar la nieve que cubre la cabina me lleva más de tres horas, durante las cuales no dejo de
dar paladas, escarbando sin descanso. Finalmente, la puerta permite una holgura lo
suficientemente grande como para que quepa por ella, si bien con cierta estrechez. El ambiente en
el interior es gélido. El mobiliario se encuentra completamente helado. Reviso lo que el perro ya
me había anticipado por si se le hubiese escapado algo, aunque me extrañaría, y saco de un
armario varias prendas que no sé si pertenecen a una o a otra, pero que por la ley de
probabilidades habrá de ambas.
Salto y, sin más preámbulos, se las doy a olfatear a Bucky, que empieza a menear la cola con
alegría y sale a la carrera. Lo sigo a duras penas hasta el río. Allí se detiene, desconcertado. El
río está a medio camino entre la caravana y la cabaña, y es evidente que en ese punto se pierde el
rastro porque el agua impide seguirlo. Por lo tanto, cabe la probabilidad de que se puedan estar
ocultando en las inmediaciones del refugio.
Regresamos a paso rápido. Hoy va a ser imposible hacer una nueva batida por los alrededores,
pero al menos creo tener claro que pueden estar más cerca de lo que imaginaba. Mientras camino,
me hago una composición de lugar de los recovecos y covachuelas que circundan la cabaña.
Algunos los conozco, otros son inexpugnables. Suelto un suspiro al entrar. El calor de la chimenea
nos recibe. Resulta agradable. Ver a Alec y a Aiden es casi como ser recibido por la familia. Hoy
no me comporto de forma tan hosca ni desabrida. La revelación, el saber que todavía queda un
objetivo, me hace mostrarme incluso afable.
Le cuento a Alec que tengo una idea que podría conducirnos a ellas. Lo que más me conturba
es que él no parezca especialmente interesado. Por el contrario, agita la mano mala frente a mi
cara.
—¿Ves esto? Apenas me duele ya, y la puedo mover. De hecho, tiene mejor color, ¿verdad?
Lo tiene, cierto. Nunca lo hubiera pensado después de mi primera impresión, pero está claro
que no soy médico y que hay cuestiones que se me escapan. En cualquier caso, me alegro por él.
Quedarte de repente sin movilidad en una de tus extremidades tiene que resultar muy duro.
—Es estupendo, Alec. Además, esto nos beneficia a todos porque seremos más para el equipo
de búsqueda. Si tú me acompañas mañana, Bucky puede quedarse aquí con Aiden.
Alec mueve la cabeza en muestra de conformidad.
XI

A lec se levanta con agilidad tan pronto me ve bajar las escaleras. Está increíblemente
recuperado y preparado para la acción. Ya ha aleccionado a su hijo para que se quede en
casa con el perro sin protestar. «Porque nosotros vamos a buscar a mamá y a Cath». El
niño dice que vale y abraza a Bucky, que es consciente de que hoy debe quedarse con él.
—No abras la puerta bajo ningún concepto —añado yo—. Ni siquiera aunque te digan que son
tu madre y tu hermana. ¿Me has entendido? Si lo fueran, que esperen fuera. Nosotros llegaremos
pronto. ¡Bucky, ya lo has escuchado tú también! No abrir la puerta en ningún caso, ¿de acuerdo?
El perro menea la cola mirándome. Sé que lo ha comprendido.
—¿De verdad te encuentras en condiciones? —le pregunto a Alec—. Si de repente te entra el
cansancio, tendré doble tarea por hacer y habremos perdido un día entero. Estás a tiempo de
quedarte aquí.
—Me encuentro mejor que nunca. Deja de preocuparte.
«No es por ti por quien me preocupo», mascullo entre dientes, «sino por mí».
—De acuerdo —asiento—. Pero va a haber que andar mucho. Luego no quiero quejas.
—Adelante. Te sigo.
—No se trata de que me sigas sin más, sino de coordinarnos. Este es el mapa de la zona —
digo, tendiéndole un papel desgastado sobre el que trazo un círculo con el dedo—. Tenemos que
batirlo sin dejar un solo centímetro. Te advierto que la zona es peligrosa a causa de los osos, pero
llevo munición suficiente para hacerles frente si se ponen agresivos.
—No temas por mí. Algo me dice que contigo iré tranquilo.
—Tampoco te fíes tanto. Al fin y al cabo, soy un tío raro que vive solo y que odia a tu mujer y
a tu hija. Yo de ti, me lo pensaría antes de confiar en un tipo como yo.
Por toda respuesta, Alec suelta una carcajada. Una carcajada que suena amistosa pero que no
deja de resultarme extraña.

***

Ante la entrada de la primera oquedad que hemos de explorar, Alec se detiene.


—Puedes darme una de las armas. Así aligeras peso y te cubro si hay problemas —dice.
—Yo entraré primero. Un tirador inexperto es un peligro, y estoy por asegurar que tú lo eres.
Alec rezonga por lo bajo. Si le ha molestado mi comentario, me da completamente igual.
Nunca me vería en esta situación si se hubieran quedado en su casa sin venir a invadir la mía. Y
por nada del mundo le confiaría uno de mis rifles.
Avanzamos por el interior de la primera covachuela con el apoyo de una linterna. Cuando el
camino se estrecha tanto que impide el paso, salimos y tacho con una cruz el punto en el mapa para
descartarlo.
En nuestra incursión en la siguiente hay excrementos antiguos de plantígrados. Probablemente
la hayan utilizado el invierno anterior, a juzgar por la textura. En cualquier caso, ahora está
deshabitada. Los osos cavernarios solían volver siempre al hogar donde nacieron, pero en la
actualidad no siempre es así. Cada vez son más inteligentes y desconfiados, por eso van buscando
lugares vírgenes que luego abandonan.
Después de una docena más revisadas al milímetro, empiezo a considerar la inutilidad del
esfuerzo. Es como si se hubieran desmaterializado. Me inclino a pensar que han sido devoradas
por las alimañas. Lo único que vamos a lograr inspeccionando otras probables guaridas es
toparnos con una familia de grizzlies en actitud poco amistosa. Porque se aletargan, sí, pero no
bajan la guardia hasta el punto de permitir que cualquiera venga a turbar su descanso. Hasta el
momento nunca había tenido problemas con ellos. Ellos y yo respetábamos nuestro espacio. El
hecho de ver merodear a uno días atrás junto a la cabaña me reafirma en la idea de que
traspasaron un límite no escrito por culpa de las fugitivas. La idea me irrita tanto que me
apetecería abofetear a Alec, aunque mucho más a ellas.
Ya es mediodía. Hacemos un alto para almorzar. Trato de mantener mi ira a raya y le pregunto
en tono neutro mientras le tiendo un trozo de carne seca:
—¿Por qué crees que Alisa dijo eso del virus?
—Ni idea. Mi mujer tiene mucha imaginación.
—Ya. Pero supuestamente era una noticia que escuchasteis durante vuestro viaje. Tuviste que
oírlo tú también.
Ignora el comentario, da un mordisco a la carne y, masticando con la boca llena, pregunta sin
responder a mi cuestión:
—¿Hace mucho que vives aquí?
—Lo suficiente.
—¿Y eso es mucho o es poco? —insiste.
—El concepto de tiempo es relativo. Depende de con qué lo compares.
Evita insistir. Tampoco sé si tiene verdadero interés en saberlo o simplemente trata de ganar
tiempo para sobrevivir un día más, ya que a estas alturas estoy convencido de que encontrar a
Alisa y a Cath no es una prioridad para él.
Sin apenas darle tiempo a terminar de deglutir el último bocado, me pongo en pie
apremiándole a proseguir el recorrido.
Los vericuetos son infinitos. Descartando aquellos en los que no cabría ni un mapache de
perfil, podrían llegar a rondar unos cientos. Solo un golpe de suerte nos haría encontrarlas.
A la caída de la tarde seguimos sin resultados, ni un mísero rastro que nos indique el camino.
Alec empieza a dar muestras de cansancio, y eso provoca que me asalten ansias de llevarle al
límite. No puedo olvidarme de que esa familia vino a trastocar mi paz, razón más que suficiente
para justificar lo que digo a continuación:
—Espero que tus huesos estén fuertes porque vamos a tener que dar un buen salto si queremos
seguir.
Nos encontramos en lo alto de un cañón. A nuestros pies, al menos a medio centenar de metros,
se escucha el rumor potente del río. Alec lo ignora, pero ese es el punto en el que las corrientes
son más fuertes.
He infravalorado su inteligencia. O puede que sea el miedo el que habla por él.
—¿Estás loco? ¡Nos partiríamos en dos antes de llegar abajo! Tiene que haber otro camino, tú
conoces bien estos parajes.
—Vamos, Alec, estoy seguro de que por tus chicas serías capaz de esto y de mucho más. Si te
da miedo saltar, nos damos la mano y lo hacemos al tiempo.
Alec retrocede.
—Lo siento, tengo vértigo.
Le doy una palmada condescendiente en la espalda.
—No te imaginaba tan gallina, amigo.
—No es eso, solo que…
—… que no merece la pena, ¿verdad? —completo la frase.
Ha sido un farol. Yo tampoco tenía intención de saltar desde allí. Habría sido un suicidio. Pero
me ha bastado para saber lo que estaría dispuesto a hacer por ellas. Nada. Un marido enamorado
o un padre que quiere a su hija, lo haría, si con ello supiera que podría salvarlas. Alec es un flojo,
ahora lo tengo más claro todavía.
A estas alturas soy plenamente consciente de que nunca vamos a encontrarlas. Lo más probable
es que hayan muerto congeladas caminando por ahí, o devoradas por los animales salvajes, pero
me divierte ver las diferentes expresiones de pánico de mi compañero de excursión. Algunos
dirían que lo mío es crueldad mental. Yo prefiero pensar que se trata simplemente de un
experimento psicológico en el que se puede llevar al extremo a una persona para comprobar hasta
dónde da de sí. El de Alec parece estar ya al borde de la locura.
—¿Susto o muerte? —inquiero con un rictus socarrón.
—¿Cómo?
—A ver —le explico—. Podemos desnucarnos saltando o ser devorados por los grizzlies. Tú
decides.
—Es una broma, ¿verdad? —Pregunta, soltando a continuación una risita nerviosa mientras me
apunta con el dedo índice—. Sé que aunque quieras parecer un ser antisocial y antipático, tienes
sentido del humor. Venga, dime por dónde vamos.
—Te aseguro que no bromeo. Elige.
Alec palidece, incapaz de articular palabra alguna.
—Te lo pondré fácil. Vamos a ir por el sendero de los osos. Si no aparece ninguno, mejor para
los dos. Si lo hicieran, tenemos un cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir, en el
supuesto de que consiga disparar antes de que nos ataquen. Es la opción más sencilla —remato
con una sonrisa.
Alec me mira como si acabasen de presentarnos. Probablemente elucubre que la primera
versión de mí, con ser mala, era infinitamente mejor que esta. Sus piernas tiemblan cuando hace
ademán de seguirme. Puede que sí, que sea un poco sádico, pero en estos momentos me encantaría
encontrarme con un enorme grizzlie de pie rugiendo frente a nosotros. Ver a Alec corriendo
despavorido no tendría precio.
Por algún motivo, la imagen favorable que me había hecho de él al principio se ha evaporado
por completo. Su familia debería ser lo más importante, y el hecho de no haber querido salvar a su
mujer y a su hija ha potenciado mi sentimiento de desprecio hacia él. Siempre he menospreciado a
los tibios, a los que no saben dar un paso adelante, a los que se anteponen a todo lo demás por su
propia seguridad o conveniencia.
Es evidente que hay otro camino para llegar a la cabaña que no pasa por tirarse de un
acantilado. Alec camina dos pasos por detrás, sin hablar. Casi puedo sentir el olor del miedo en
su aliento. Al llegar, abro la puerta de un puntapié y le cedo el paso como a una damisela, que es
lo que me parece. Saludo a Aiden, acaricio a Bucky, cojo un par de cervezas y subo al altillo sin
hablar. El perro viene tras de mí.
El viento comienza a arreciar, golpeando las contraventanas de abajo. Ganas me dan de
asomarme al altillo y gritarle a Alec que a qué está esperando para cerrarlas, y que si mañana
aparecen desencajadas por su desidia, tendrá que atornillarlas bien. Inspiro profundamente para
ahuyentar la rabia que ha tomado posesión de mi ser. Vivía tan tranquilo y ha tenido que venir esta
gente a trastocarlo todo. No lo aguanto. Abro otra cerveza, casi al mismo tiempo que estalla el
primer trueno. El segundo retumba tan fuerte que parece querer partir en dos la cabaña. Sé que no
será así. Mi refugio es un sitio seguro. Nada conseguirá echarlo abajo.
XII

H e dormido mal. Y cuando eso ocurre, despierto de muy mal humor.


Bajo a comer algo, cualquier cosa, tratando de moverme con sigilo para que no
incordien. Estoy especialmente irritable. Mejor para ellos que sigan durmiendo hasta que
se me pase. Si es que se me pasa. Lo veo difícil mientras sigan aquí.
Voy al cobertizo para intentar comunicarme por radio. Se escucha algo, pero es indescifrable.
Doy mis coordenadas y espero respuesta. El sonido me devuelve algo que soy incapaz de
entender. Suena muy lejano.
—Esto es una emergencia. Repito: es una emergencia.
A continuación, marco el código de situación y espero en vano durante varios minutos eternos.
Tiro los auriculares al suelo y doy una patada a la mesa en la que reposa la estación de radio.
Me atuso el pelo con las manos. Antes de salir del cobertizo, suelto un puñetazo contra la
pared. Los nudillos me sangran, pero la rabia me impide sentir dolor.
—¡Joder! —grito con fuerza.
Bucky se tumba en el suelo, tapándose la cabeza con las patas delanteras. No entiende qué me
pasa. Me agacho para acariciarle las orejas.
—Estamos jodidos, amigo —le digo—. Y tú has tenido parte de culpa.
Pese a que se lo he dicho en tono amistoso, el perro gimotea dolido, mirándome con sus ojos
azules.
Cojo todo el arsenal que puedo cargar, que es bastante, y salgo sin rumbo. Como si hubiera
enloquecido de repente, empiezo a disparar al aire.
—¡Estoy aquí! ¡Venid a por mí!
Luego suelto una carcajada cuyo eco se escucha por todo el bosque. Los disparos se suceden
repetidamente hasta que se agotan los cartuchos de uno de los rifles. No importa, tengo como para
abastecer a un regimiento. Pero quedarme sin ellos sería mala cosa porque la búsqueda puede ser
larga.
De un salto subo al todoterreno. Tiene combustible suficiente para llegar a la gasolinera de
Deep Valley, en la que además de repostar y llenar un par de bidones que siempre llevo en el
maletero, aprovecharé para comprar más munición.
Nunca voy allí porque con la de Redwood me basta para mis suministros, pero al encontrarla
cerrada el otro día y el pueblo tan desierto como si sus habitantes lo hubiesen abandonado, decido
dirigirme a la siguiente.
Mientras me incorporo a la interestatal, pulso el lector de cedés y comienza a sonar Gimme all
your lovin’ de ZZ TOP, hoy sí. Puede que la batería estuviera baja por falta de uso y que por eso
no funcionase correctamente. Me cruzo con algunos vehículos. Todo está bien. Estiro las manos
sobre el volante mientras canto el estribillo.

Gimme all your lovin’


all your hugs and kisses too
Gimme all your lovin’
Don’t let up until we’re through
Doy un frenazo en seco al visualizar, sorprendido en grado sumo, las luces de la gasolinera de
Redwood, y giro para coger la desviación.
El muchacho pelirrojo al que pido llene el depósito y los bidones no es el mismo de otras
veces, claro que como no vengo con demasiada frecuencia ni a las mismas horas, tampoco es raro.
Aún así, señalo el cartel donde reza Servicio 24 horas y le pregunto por qué motivo estaba
cerrado el lunes pasado.
Saca la manguera y la deposita en el surtidor antes de responder.
—Solo cerramos en Halloween. Es el único día del año. Es costumbre aquí hacerlo así. A las
doce de la noche volvemos a abrir.
—¿Y en el pueblo también?
—Claro. En todo el condado.
—¿Y si alguien llama a una puerta pidiendo ayuda, no abren?
—No, señor —dice el muchacho, mirándome sorprendido—. Si alguien necesita ayuda, tendrá
que acudir al sheriff.
—Entiendo. Lo que me extrañó fue que tampoco la oficina del sheriff estuviera abierta.
—Bueno, teniendo en cuenta que por aquí no suele haber problemas, supongo que se cogería el
día libre, como todos. ¿Le pongo algo más, señor?
—Sí, necesito recargas para esto.
Mientras el chico trae del almacén lo que le pido, cojo algunas cosas del expositor, pago en
metálico y monto de nuevo en el 4x4.
Todavía no se ha hecho de noche. Conduzco hasta el pueblo, que bulle de actividad. No me
detengo, solo quería comprobarlo. Suelto un suspiro. De regreso, compruebo que el Cd de ZZ Top
sigue funcionando y me desgañito acompañando a Billy Gibbons hasta que estaciono frente a mi
refugio.
XIII

—Tengo buenas noticias, Alec. Tu mujer y tu hija han muerto, por lo que nada os retiene aquí.
Así que mañana temprano os llevaré a ti y a Aiden al pueblo para que cojáis un autobús. Dentro
de unos meses, cuando llegue el deshielo, podrás volver para recuperar la caravana.
Alec me mira sin dar crédito a mis palabras.
—Sabes que no puedo irme sin ellas —dice.
—Y tú sabes que no podemos pasarnos media vida buscándolas. Asúmelo, es imposible que
hayan podido sobrevivir por sus medios en este entorno inhóspito.
—Aún así…
—Aún así, nada. Las hemos buscado hasta donde hemos podido. Y tú, por cierto, no has puesto
mucho de tu parte. Ahora no me vengas con monsergas. Si lo que esperabas era que yo lo hiciese
todo, ¡bingo!: hice más de lo que habría pensado hacer por nadie. Desde luego, más que tú. No
tiene sentido que intentes prolongarlo. Además, necesito estar solo, ¿es que no lo entiendes? Vine
aquí precisamente por eso. Mañana os vais, y se acabó la discusión.
Alec me agarra la mano con una fuerza inusitada que no habría supuesto en alguien tan
enclenque como él.
—Hay que encontrarlas.
—¿Pero cómo cojones quieres encontrarlas sin mi ayuda? Y ten por seguro que no te voy a
ayudar más. Déjalo ya, estás paranoico.
Alec no responde. La vista se le ha extraviado mirando hacia ninguna parte.
Chasco los dedos frente a sus ojos, que parecen idos. Por fin reacciona.
—Mi mujer no era como tú la conociste. Sé que te agredió, lo vi todo. Antes era diferente. Por
eso necesito encontrarla para saber qué pasa.
Muevo la cabeza hasta que mi cuello cruje. Así que era eso. ¡Su mujer cambió! ¡Qué novedad!
Este hombre es imbécil, no me cabe la menor duda.
—Que tu esposa fuese antes encantadora y dejase de serlo después, no significa otra cosa que
las personas cambian o que uno no quiere darse cuenta.
—Ella no era así —insiste—, ni siquiera habría podido matar una mosca. Algo ha cambiado.
Suelto una carcajada.
—¿Pero de verdad no te das cuenta de que ella ya era así antes? ¿Y Cath? Porque supongo que
también viste la patada que me dio en la cara. ¿Quieres convencerme o, lo que es peor,
convencerte a ti mismo de que era un ser angelical que de repente se trasmutó? Por favor, deja de
decir tonterías, que vengo de buen humor y me gustaría conservarlo.
—Cath siempre fue un poco rebelde, cierto, pero en absoluto agresiva. Por eso me resulta todo
tan difícil de entender.
Lo miro como se podría mirar a alguien que tuviera delante a un mono y quisiera convencer a
su interlocutor de que en realidad estuviera viendo un unicornio.
—Esta conversación empieza a resultarme improductiva y me apetece poco continuarla. Tu
mujer te llevó de excursión para matarte y poder cobrar tu seguro de vida. Seguro que lo tenía
bien planificado. Apuesto a que incluso se informó antes de las plantas que podrían provocarte
una reacción alérgica letal. A estas alturas ya creo saber que la lesión de tu mano se produjo por
contacto con la hiedra venenosa. Solo que las consecuencias no fueron las esperadas porque
sigues vivo, y por eso simulaba estar tan preocupada por ti. ¿De verdad no te has dado cuenta
todavía hasta ahora? Y esa estupidez del virus que se expandía por todo el mundo no era sino una
manera de cubrirse las espaldas de cara a ti, por si algo salía mal, que salió. Pero tú sigue con tu
cantinela, que a lo mejor te la acabas creyendo.
Alec me mira con los ojos exorbitados. Por un instante siento pena de él. Me gustaría
zarandearle para que dejase de tener ese aspecto de pez sacado del agua, pero justo en ese
momento entran Aiden y Bucky y debo disimular. El niño es demasiado pequeño e inocente para
enterarse de los tejemanejes de su madre y de su hermana mayor. Saberlo le reportaría un trauma
que, al menos en lo que esté en mi mano, quisiera ahorrarle.
Dejo la conversación pospuesta para otro momento y trato de comportarme con naturalidad.
Involucro a Aiden en la tarea de ayudarme a preparar las brasas para asar carne y algunas
verduras en la barbacoa exterior. El día es frío, como corresponde a esta época del año, pero al
sol se está bien y comemos fuera.
—A Cathy le encanta el maíz —dice el niño mientras muerde la mazorca con deleite—. Le
guardaré un poco para esta noche.
Detengo el movimiento de llevarme la cerveza a los labios, como si se hubiera quedado
congelado. Me obligo a reaccionar con prontitud. Puede que sea solamente un deseo pronunciado
en voz alta.
—¿Quieres que le demos una sorpresa? —Propongo, poniendo un dedo en mi boca para
transmitirle que será un secreto—. Si quieres, cuando venga, me avisas sin que se entere y se lo
damos recién cocinado.
El niño alza el pulgar en señal afirmativa, guiñando los ojos en una sonrisa. Se la devuelvo con
complicidad.
—Además, supongo que estará cansada, si tiene que venir desde tan lejos —aventuro.
—Oh, no, está muy cerca de aquí —dice el niño con inocencia.
—¿No te ha dicho dónde? —Pregunto.
Aiden menea la cabeza en sentido negativo y le da a Bucky un trozo de carne que él coge con
delicadeza para no lastimarle con sus potentes colmillos.
Alec nos mira a ambos alternativamente sin intervenir, hasta que al final lo hace.
—Aiden, ¿y mamá dónde está? ¿Viene con Cathy por las noches?
—No.

***

Esa noche me voy al altillo con la intención de mantenerme al acecho. Que las muy zorras
podrían haber vuelto y esconderse tan cerca de la cabaña era una hipótesis que tendría que haber
calculado. Pues hoy me van a encontrar despierto y con la escopeta cargada.
Después de permanecer tumbado un rato para descansar los huesos, bajo cuando ya la
oscuridad es absoluta en el exterior. Me aposto detrás del cobertizo, aguardando acontecimientos.
Al alba, el silencio sigue siendo total. Ni Alisa ni Cath han aparecido, salvo que me haya quedado
traspuesto, cosa que dudo. Tampoco los osos han hecho ningún intento de acercamiento.
Ya es mañana, es decir, hoy, y mi ultimátum de llevar a Alec y Aiden a la estación de autobús
más cercana se tiene que cumplir. Pero antes he de saber si algo se me ha escapado durante la
vigilia.
Alec presenta unas ojeras pronunciadas, producto del insomnio y de la certeza de que no puede
tomarse mis palabras a broma. El niño duerme en el extremo del sofá, hecho un ovillo.
—Vamos, Alec, despiértalo. Tenemos que saber si ha venido —le apremio.
Alec zarandea a Aiden con cuidado, para no sobresaltarlo. Yo estoy de pie para comprobar su
primera reacción. El niño se despereza.
—¿Quieres tortitas con sirope de arce? —le pregunto.
El niño abre los ojos y ensancha una sonrisa.
Mientras pongo la sartén al fuego para echar la mezcla de harina, agua y huevos, le digo:
—Estuve despierto, pero no vino Cath a por su mazorca de maíz.
—Sí que lo hizo —dice Aiden.
—¿Por qué no me avisaste?
—Ella no quería que lo hiciera —el niño se encoge de hombros.
—Pero teníamos un trato, ¿no?
—Ya —dice, y se pone a jugar con Bucky, sin hacerme caso.
Aguardo hasta que establezco contacto visual con el perro, y, cuando lo consigo, este avanza
hasta situarse a mi lado y se tumba bajo la mesa, dando por terminada la confraternización con el
niño.
Este asunto me tiene intrigado en grado sumo. Tendré que posponer el llevarlos a la estación de
autobuses hasta que lo resuelva. Es técnicamente imposible que Cath apareciese anoche por la
cabaña. La única explicación que veo plausible es que Aiden haya materializado sus deseos de
reencuentro con su hermana hasta el punto de creer en ello como algo real. A veces, el
subconsciente traza sus propios caminos.
Ignoro a Alec cuando salgo de la cabaña. Nada de lo que pueda decir me ayudará a
comprender este enigma. Tan solo anuncio que estaré fuera todo el día pescando, y que, tal vez, si
la cosa se da bien, podremos cenar algún salmón a la brasa.
Dejo al perro allí, no le invito a venir conmigo. Sé que con él, el lugar queda a buen recaudo.
Escucho el rumor del agua mucho antes de llegar a la rivera, un sonido conocido y
apaciguador. Dejo la mochila con las escopetas y las cartucheras que porto al cinto junto a unas
piedras y coloco la mosca en la caña. Suelto sedal y avanzo lentamente con mis botas altas.
La espera es tediosa en la pesca de río, pero forma parte de su encanto porque nunca sabes
cuándo va a picar un pez. Puede ser cosa de cinco minutos o de muchas horas. Me siento un
privilegiado. Mucha gente paga por hacer rutas con un guía turístico para que los lleve a sitios así.
Pero no hay sitios así, a menos que los encuentres por casualidad y te des cuenta de que están
fuera de los circuitos. Lugares alejados de todo y de todos. Sentir los rayos del sol como si te
estuvieran reservados a ti nada más. El silencio. Los sonidos naturales de la zona. La soledad, ese
concepto tan denostado por quienes no saben apreciarla. Yo sí la aprecio, y la echo de menos en
circunstancias como esta. Sé que cuando se ponga el sol, tendré que volver, y que mi soledad no
será como antes porque me veo obligado a convivir con personas a las que no invité.
Trato de disfrutar mientras dura. La pesca está difícil, pero casi a punto de recoger los
bártulos, apreso un salmón al que calculo unos cinco kilos, que trata de saltar un obstáculo de
rocas y queda encajado en ellas. Salta impotente, una y otra vez, con desesperación. Me acerco y
le libero del anzuelo. Si algo me parece digno de admiración es la valentía. Y ese salmón ha
demostrado tenerla. Merecía salvarse. Hoy no cenaremos pescado.

Entre los ingenios que he ido construyendo a lo largo del tiempo que llevo viviendo aquí, se
encuentra una puerta exterior mimetizada que me permite acceder al altillo directamente, sin tener
que pasar por la zona central de la cabaña, y que no suelo utilizar. Hoy sí lo hago. Si me esperan,
que se aguanten. Me apetece poco conversar, para variar. Tampoco siento la necesidad imperiosa
de cenar algo, pese a que mis tripas rugen de hambre. Supongo que ellos lo habrán hecho, después
de esperarme en vano durante todo el día.
Mi buhardilla no es gran cosa. Una cama con un colchón cómodo, mesilla auxiliar y un
pequeño frigorífico siempre provisto de cervezas que voy reponiendo para no tener que bajar si
me faltan. Un habitáculo austero. Suficiente para mí. Sé que las maderas crujen, así que piso
despacio para no alertarlos de mi presencia. Me tumbo esperando que se duerman pronto. Hoy
trataré de estar más despierto aún.
He aprendido a adivinar la hora aproximada por la posición de la luna o del sol, según
proceda, y por eso rara vez suelo echar mano de mi reloj de pulsera. Sin embargo, esta noche lo
fijo a mi muñeca para acotar de alguna manera las franjas horarias y hacerme una composición de
lugar con más exactitud desde que he sabido que Cath viene o puede estar viniendo con
regularidad. Con un solo día no será suficiente, tendré que investigar los sucesivos para trazar el
esquema. Si es que existe un esquema. Me inclino a pensar que el niño tiene tanta imaginación
como su madre, a juzgar por el comentario de Alec al respecto. Por si acaso, no debo bajar la
guardia.
De repente, salto como un resorte de la cama con el presentimiento de que he de ir un paso por
delante. Ante cualquier sonido sospechoso, llegaría demasiado tarde. Bajo sigilosamente por la
escalera camuflada y me aposto junto al cobertizo. No se escucha nada. Abro la portezuela muy
despacio para que no emita su crujido habitual. Mis ojos se acostumbran a la oscuridad y pronto
puedo distinguir el contorno de los enseres allí almacenados. Tendría que desprenderme de
muchos de esos trastos inservibles, pero nunca veo el momento. Al fin y al cabo, tampoco me
estorban.
Algo ha caído al fondo, tal vez las ratas han estado revolviendo en las cajas. Contengo la
respiración unos instantes y dirijo la linterna hacia la fuente del sonido. Justo en ese momento una
estantería llena de herramientas se desploma a mi espalda. Me giro esperando encontrar un
mapache mirándome sorprendido, pero no hay nada ni nadie. Y si lo hubiera, desde luego no ha
salido por la puerta.
Salgo y cierro con un candado el cobertizo por fuera. Si alguien tuviera la ocurrencia de entrar,
tendría que forzarlo, y yo lo sabría.
Son las dos de la madrugada. Caigo rendido en la cama.
XIV

A penas cuatro horas después, me levanto. Todavía es noche cerrada, pero tengo mucho
trabajo por hacer hoy y ha de quedar terminado antes del anochecer del nuevo día.
El cobertizo carece de iluminación exterior, nunca la consideré necesaria. Cavo una
zanja desde la fuente del generador hasta allí. El esfuerzo me hace sudar, y pese a que la
temperatura debe de rondar los dos grados, me despojo de la sudadera quedándome en manga
corta. Por suerte, entre mis utensilios supuestamente inservibles hay unos cuantos metros de tubo
eléctrico que introduzco en el surco, sobre el que voy vertiendo la tierra que saqué antes, y la
apisono con los pies hasta dejar plano el recorrido. Por último, valiéndome de una escalera,
coloco unos potentes halógenos a varios metros de altura en los cuatro vientos de la cabaña y del
cobertizo y conecto las tomas. Antes de comprobar si funciona, he de asegurarme de que mis
visitantes no me ven hacerlo.
Puede que me pregunten qué he estado haciendo porque probablemente me hayan visto trabajar
sin descanso toda la mañana, e ignoran que también parte de la madrugada, aunque no han venido
a interesarse por mi tarea. Tengo la respuesta preparada: había una fuga de agua y tuve que cavar
para descubrir dónde estaba la grieta y reparar el daño.
Entro en la cabaña silbando, como si fuera un leñador que llegase a comer tan contento
después de la dura jornada. Una olla está puesta al fuego y en su interior cuecen unos espaguettis.
En la tabla hay tomates, ajos y zanahorias cortados en juliana. Parece que Alec ha decidido
ejercer de chef por un día. Supongo que no andará muy lejos porque un cocinero que se precie
nunca dejaría un fuego desatendido.
Escucho su voz y la de Aiden, así como los ladridos del perro. Están jugando al escondite o
algo parecido. Sus carcajadas llegan hasta aquí, pero están lo bastante lejos como para saber que
tengo tiempo suficiente para testar el estado de mi nueva instalación. A la vista de que es así,
calculo los minutos de los que dispongo para añadir al cuadro eléctrico la nueva llave que me
permitirá accionar la iluminación exterior desde dentro.
Las luces se encienden a la perfección. He hecho un buen trabajo. Habida cuenta que es de día,
la comprobación queda disimulada por la claridad, y a ellos les pasará desapercibida porque aún
se encuentran a unos cientos de metros. Como mucho, podrán ver, si es que se fijan, un fogonazo,
que, si me preguntan, siempre podré aducir se debió a los reflejos del sol.
Trato de mostrarme natural cuando llegan. He de decir que Alec ha controlado el tiempo de
cocción con responsabilidad, por lo que no tengo necesidad de recriminarle que se fuera a pasear
dejando el fuego prendido. Si llega a quemar la cabaña por falta de previsión, preferiría estar
muerto antes que enfrentarse a mí.
Ni siquiera me ve cuando se dirige a la cocina y saltea en la sartén las verduras.
—Huele bien —digo.
Alec se sobresalta ante mi presencia, que no esperaba.
—Gracias. Aunque no puedo hacer milagros con tan pocos ingredientes.
—Lógico —convengo—. Soy una persona austera y, para mí, comer es más una necesidad que
un vicio.
—No hace falta que lo jures.
Está poco comunicativo. Con probabilidad elucubre las posibilidades que tienen de quedarse
un día más, puesto que la víspera le anuncié que hoy se irían. También dije que sería a primera
hora; sin embargo, ya es mediodía y no he cumplido mi amenaza. Él ignora el motivo. Me divierte
que se devane los sesos preguntándose la razón y que haga esfuerzos por no querer saberlo. Me
fijo en él por primera vez en días. La barba le está naciendo y le da una apariencia desaseada,
como si hubiera dejado de importarle su aspecto. Las cejas, ya pobladas de por sí, hacen juego
con ella. No se parece en nada al que vi por primera vez.
Pese a los pocos medios de los que disponía, la pasta que ha preparado está sabrosa. Le
felicito. Lo cortés no quita lo valiente. Agradece la lisonja con gesto tímido. Al niño también le ha
gustado. Me pregunta si le puede dar un poco a Bucky. En eso soy inflexible. El estómago del
perro no está preparado para comer cosas así. Si Bucky fuese una persona, su gesto se habría
podido traducir como de suma decepción. Pero cuando me dirijo a la alacena y le pongo un trozo
de carne fresca, antes de tirarse a por ella me mira con sus ojos inteligentes, dándome a entender
que sabe que me preocupo por él y su salud.
Me puede la impaciencia esperando a que se haga de noche. La tarde se hace larga, sobre todo
porque mi falta de ganas de interactuar con ellos me obliga a recluirme en el altillo bajo la excusa
de echarme un rato a descansar. Cuando anochezca, aún tendré por delante un buen rato cenando
con ellos. Llevo dos días sin que apenas me hayan visto el pelo, así que hoy no me quedará más
remedio que hacer de tripas corazón y confraternizar un poco.
Gracias al reloj de pulsera, sé que cuando bajo son solo las siete de la tarde. Echo en falta una
televisión para no tener que prestar atención a otra cosa que no sea un programa cualquiera. Es
algo que aquí nunca eché de menos. En estas circunstancias, sí. Esto empieza a ser una repetición
de secuencias. Sin embargo, estoy excitado ante lo que pueda dar de sí la noche. Intentaré aguantar
lo máximo posible y luego volveré al altillo, a la espera de bajar por el atajo exterior para
sorprender a la intrusa con mi recién estrenado ingenio de luminotecnia.
—Cenad lo que queráis. Yo voy a tomar un cacao con galletas y me retiro.
—No te preocupes. Ya hemos comido algo.
Alec se tumba en el sofá y arropa al niño junto a él, que da muestras de tener sueño.
Subo sin decir palabra a mi habitáculo. Bebo una cerveza tumbado en la cama, con el silencio
por única compañía. Poco después, el perro asoma el hocico por las escaleras, se acerca a la
cama, me lame la mano que cuelga tendida y se tiende a los pies soltando un suspiro.
Es el husky el que me alerta horas después. Me había quedado dormido. Demasiado cansancio
producto de dos noches prácticamente en vela. Tan pronto tira de la manta para despertarme y
gruñe, me levanto como impulsado por un resorte para asomarme al ventanuco desde el que
desciende la escalerilla que me permite acceder al exterior y desde donde no veo absolutamente
nada debido a la oscuridad. Acciono la llave que controla los halógenos que esta tarde he
instalado y de inmediato todo queda iluminado como si fuera un campo de fútbol, a tiempo de ver
como una figura borrosa e inclasificable se aleja.
Bajo corriendo al piso inferior. El niño está de pie en medio de la estancia. Alec sigue
durmiendo.
—¿Qué pasa, Aiden? Escuché un ruido. ¿Ha venido Cath?
—Sí… no… No sé…
Aiden parece estar sonámbulo. Si es así, no debo despertarlo.
Le ayudo a recostarse de nuevo. Cuando le echo la manta por encima, agarra mi mano. Tiene
los ojos cerrados, pero habla como si estuviera despierto.
—Cath… ¿Cathy…?
Vuelve a caer en estado catatónico y no conseguiré arrancarle nada más.
Salgo de la cabaña y me dirijo al cobertizo, esta vez desde el exterior. El candado sigue
puesto. Nadie, por lo tanto, ha podido entrar. Aún así, lo abro y penetro en el interior. Todo está en
aparente orden. Sin embargo, un olor hediondo provoca en mí el gesto reflejo de taparme la boca
con la mano. Puede que alguna alimaña haya muerto dentro.
Bucky busca por todos los rincones y al poco se remueve inquieto entre gruñidos, llamando mi
atención para que me acerque.
El cadáver de Cath.
Lleva puesta la misma ropa que tenía cuando la llevé, maniatada, a la caravana hace ya una
semana.
Contengo una arcada hasta que consigo salir del cobertizo y vomitar fuera. Una vez reúno los
arrestos suficientes, me cargo el cuerpo al hombro y camino un centenar de metros con una pala
aferrada a la mano. Excavo una fosa profunda y la entierro.
No es lo mismo desearle la muerte a alguien que saber que está muerta sin tu intervención. En
el primer caso, te queda la opción de perdonársela porque podrías estar equivocado o arrepentirte
en el último minuto; en el segundo, puede que haya otros factores que se escapen a tu
entendimiento. Y eso es lo que más perturbación me causa. ¿Cómo es posible? ¿Quién habría
hecho algo así? ¿Por qué? Y lo que es peor: ¿dónde está Alisa? ¿También la encontraré muerta?
Es evidente que no pueden haber sido los osos. Imposible. A lo mejor se ocultó en el cobertizo
y murió de inanición. Me maldigo por no haber examinado el cadáver con más detenimiento antes
de enterrarlo. No soy forense, pero mis conocimientos como escritor de novela negra me habrían
podido dar algunas pautas para discernir la causa del desenlace. Ahora ya es inútil porque no voy
a sacarla de ahí.
Es evidente que ellos no deben saberlo.
XV

T ercera noche de insomnio. Las dos anteriores pude conciliar el sueño al menos un par de
horas; esta se me resiste. Pienso en todo lo acaecido desde entonces y no lo acabo de creer.
Hay algo que me martillea constantemente en la cabeza: «Si deseas algo con mucha fuerza,
se cumple».
Yo deseaba desembarazarme de ellas. Pero no así, no así.
Sé que Bucky no se irá de la lengua porque es un perro leal, mi fiel compañero. Me cuesta un
mundo bajar del altillo. Es evidente que yo no he hecho nada, pese a que mis deseos se hayan
cumplido, pero no puedo alejar de mí la sensación de culpabilidad.
Necesito irme para tomar perspectiva. Me da igual que Alec y Aiden sigan aquí. Lo que tengo
claro es que no podría enfrentarme a su mirada, sabiendo lo que sé y que, por el momento, debo
ocultarles. Aunque me haya convertido en un ser antisocial, todavía me queda algo de conciencia.
Por eso prefiero marcharme.
—Tengo que hacer unas cosas —digo sin especificar cuales, aunque la mochila que porto
significa que la ausencia no será solo por unas horas—. Puede que esté fuera unos días. Bucky
viene conmigo. Espero no encontraros aquí a mi regreso. En otras circunstancias habría sido muy
grato conoceros, pero habéis venido en un momento inoportuno.
Ignoro si han hecho algún gesto porque sencillamente he preferido largarme sin esperar
respuesta. Me dirijo con Bucky al trineo y el perro empieza a tirar de él sin rumbo fijo. Cuando
nos alejamos lo suficiente, aflojo las riendas para que aminore la marcha.
Llegamos a un lugar protegido de las inclemencias del tiempo, cerca del río. Monto la tienda
de campaña y voy a buscar leña para hacer un fuego que mantendrá alejadas a las fieras durante la
noche. Bucky corretea feliz, trayendo piñas que va depositando a los pies de la futura hoguera.
Emite gruñidos alegres que escucho en la distancia a veces, cerca otras.
Todavía está el sol en su cénit, y yo, al menos, necesito hacer ejercicio. Dejamos el
campamento y vamos a dar una vuelta por los alrededores. Llevo una escopeta a la espalda y, al
cinto, el machete y un revólver. Por lo que pueda pasar.
Abrirse paso por el bosque, donde no existen senderos ni caminos que nadie haya abierto
antes, es una experiencia única. Debe de ser lo mismo que podría percibir un explorador en
tiempos pretéritos. Yo lo soy en cierta manera porque este territorio está virgen. Demasiado
extenso, demasiado peligroso como para que nadie decida montar aquí un club de Boy Scouts.
Pienso que los habitantes de la Amazonía sentirán algo parecido cuando la Civilización pretende
abrirse paso en sus zonas de hegemonía para obligarles a dejar de vivir en comunión con la
naturaleza. Entendería y entiendo que se negasen con todas las armas a su alcance. Mucho antes de
recluirme en este lugar, cuando aún hacía vida social, vi una película que me impactó: Avatar.
Recuerdo haber salido de la sala con la sensación de que yo también impediría con uñas y dientes
la invasión del mal llamado «desarrollo» en mi paraíso.
Bucky ha cogido una presa. La suelta a mis pies indicándome que está dispuesto a compartirla
conmigo, pero en estos momentos no me siento capaz de comer carne. Todavía tengo el rebufo del
olor a putrefacción del cadáver de Cath. Cojo algunas plantas silvestres comestibles. Eso es todo
lo que mi estómago admite por hoy.
***

Es noche cerrada cuando la sensación de vacío producto del hambre me despierta. Bucky
duerme estirado a menos de un metro de mí. La hoguera languidece. Me incorporo para avivarla.
Si se extinguiera podría representar un problema. Es nuestra única manera de mantenernos a salvo.
Aunque aún siento la sensación de asco atenazada a la garganta, puede más el instinto de
supervivencia y agarro un amasijo de carne que el perro ha reservado para mí. Estoy seguro de
eso. Él me conoce más de lo que con probabilidad me conozca yo mismo. Limpio la tierra
adherida y lo aso al fuego. El crepitar de las llamas tiene algo de apaciguador. La bóveda celeste
está estrellada. Si fuese astrólogo, podría distinguir las constelaciones visibles.
Vuelvo a azuzar el fuego para que dure el resto de la noche y me duermo de nuevo, sin temor a
los reflujos gástricos.
Al día siguiente, levantamos el campamento en busca de otro lugar donde asentarnos. Poco
después me percato de que nuestros pasos han estado siguiendo un círculo concéntrico
involuntario. Lo sé porque al fondo, y oculta por la vegetación, aparece la caravana. Puede que mi
subconsciente nos haya traído aquí de nuevo.
Entro en la cabina en busca de nuevas pistas del paradero de la única que parece seguir viva.
No recuerdo con exactitud cómo estaba la última vez, pero sí que algo ha cambiado, aunque en un
primer momento me resulta difícil precisar en qué. Al punto, caigo en ello: por algún motivo que
no acierto a entender, el vehículo ya no está tan soterrado en la nieve. De hecho, se encuentra a
nivel de terreno. No hay nieve en los márgenes. Puede que el sol de estos últimos días la haya
derretido, permitiendo que las ruedas emergiesen. La llave sigue en el contacto. Arranco y lo hace
al segundo intento. Trato de moverlo. Los neumáticos chirrían al principio, luego obedecen al
volante. Maniobro para sacarlo de allí y, cuando lo consigo, silbo a Bucky para que monte. Con el
motor a ralentí, cargo el trineo y conduzco hasta el refugio.
XVI

A cierta distancia de la cabaña, examino el cuadro de mandos. Es un vehículo moderno que


dispone de wifi y otros artilugios. Pulso el menú y, de inmediato, se abre un diálogo de
opciones. Toco donde pone últimas llamadas y aparece un número de teléfono móvil que
se repite hasta veinte veces. Por desgracia, no figuran fechas ni horas. Podrían ser antiguas.
Conduzco despacio y estaciono en la parte posterior, junto al cobertizo. Pulso el número
conteniendo la respiración, a sabiendas de que cualquier sonido proveniente del interior lo
escucharé desde mi posición.
La llamada se corta. No hay cobertura. No obstante, he de mover ficha y presionar un poco más
a Alec.
Entro abriendo con el pie y sin saludar. Su cara muestra todas las fases que pasan desde la
estupefacción hasta el temor.
—H… hola. No te esperaba tan pronto —dice con voz trémula, antes de añadir—: Se suponía
que estarías fuera varios días.
—Varios pueden ser dos, que son los que me he ausentado. No dije cuántos. Tampoco esperaba
encontraros aquí, y aquí seguís.
Alec deja la taza de cacao en la mesa, incapaz de tragar. El niño no nos presta atención, más
ocupado en saludar a Bucky que de seguir nuestra partida verbal de ping-pong.
Decido lanzar un órdago.
—¿Sabes que he rescatado vuestra autocaravana y que me he entretenido en revisar las
llamadas durante el trayecto? ¿Y que había varias recientes que has tenido que recibir tú aquí?
¿Dónde tienes el móvil, Alec?
Él contrae la mandíbula. Sé que no miente cuando dice que su móvil está muerto, sin carga, y
que, por tal motivo, no ha recibido llamada alguna desde que vino. Luego se saca de uno de los
bolsillos de la cazadora el teléfono y me lo tiende.
—Compruébalo por ti mismo. El cargador se quedó en la caravana y no lo he podido utilizar
desde entonces. Ni había cobertura allí, ni creo que la haya aquí.
Cojo el móvil y le pido la contraseña. Titubea antes de dármela. Mi mirada glacial es
suficiente para obligarle a ello. Sabe que tengo otros métodos para convencerle.
—Parece que Alisa contactó contigo desde la caravana después de irse de aquí —miento a
conciencia, tirándome un farol—. Creo que incluso te habló de mí y de lo loco que estaba. ¿A qué
estáis jugando, Alec?
Alec abre los ojos hasta el punto de parecer que le fueran a explotar las cuencas. Está claro
que no voy por buen camino. Nada de eso ha ocurrido. Pero continúo llevándole al límite.
—Le decías que algo saldría mal. ¿Qué saldría mal, Alec?
Ahora cierra los ojos con fuerza, como si quisiera alejar de él una pesadilla de la que no
pudiera despertar.
—¿Qué saldrá mal, Alec? —repito en un tono más alto.
Se queda paralizado, luego reacciona poniendo las manos en alto como si le estuviera
apuntando con la escopeta. Como un puto cobarde.
—Todo saldrá mal, claro que saldrá mal. Esta situación absurda, la desaparición de Alisa y
Cathy…
—Así que realmente lo dijiste —me río por lo bajo en un tono que me resulta siniestro hasta a
mí—. ¿Realmente quieres saber dónde está Cath? —le pregunto con una mueca.
Alec ladea la cabeza, confuso.
—No, no lo dije. ¿Cómo iba a hacerlo?
Luego parece caer en la cuenta del interrogante que seguía a mi aserto. Y adivinando por mi
gesto apenas perceptible que tal vez sepa algo, y que la noticia no será buena, deja colgando el
labio inferior de una forma tan irritante que me dan ganas de abofetearle para que reaccione.
—Pues claro que quiero saberlo —reconoce al fin.
—No te va a gustar.
Alec se tapa la cara con las manos mientras solloza en tono quedo, lo que se me antoja harto
teatral. Puede que sea una mera reacción natural de su mente inteligente que ha intuido un final
trágico para su hija adoptiva. No puedo saberlo con certeza todavía. Tendré que machacarle un
poco más.
—Te va a resultar muy desagradable. A lo mejor prefieres seguir viviendo en un mundo de
mentiras y pensar que un día aparecerá. Tú decides.
—No… no entiendo qué quieres decir. Si sabes dónde está, dímelo.
Por un momento pienso que es sincero. Que no sabe nada. Que es un mero títere.
—Bien, tú lo has querido. Vamos al cobertizo para coger unas palas. Habrá que excavar.
—¿Excavar? ¿Cathy está… enterrada?
XVII

N o sé lo que me pasa, pero siento una suerte de gusto morboso al ver excavar a Alec el
túmulo donde está enterrada Cath. Es su reacción al ver emerger el cuerpo lo que me deja
completamente anonadado. Escarba más para tirar de la mano que sobresale, mientras me
mira con unos ojos extraviados que parecen implorar mi ayuda. Le dejo hacer a él, sin moverme.
Cuando saca el cuerpo putrefacto a la superficie, lo abraza llorando con desesperación.
Cualquiera pensaría que la quería mucho.
—¿Qué te han hecho, mi niña, qué te han hecho?
Repite el mantra durante varios minutos, acunando el cadáver. Luego dirige la mirada hacia la
nada.
—Te vengaré. Te vengaré.
No quiero romper el momento de recogimiento, pero me veo en la necesidad de hacer un
comentario:
—¿Estás seguro de que es Cath?
Alec se retira un momento del cuerpo para observarlo a distancia y vuelve a abrazarlo, como
un niño al que le quitan por unos instantes su peluche favorito y se resiste a dejarlo.
—Lleva su misma ropa, pero ¿podrías asegurar que es ella? —apunto.
—¿Quién va a ser, si no? —Pregunta, desconcertado.
—Alisa, por ejemplo. Cath podría haberle cambiado la ropa después de matarla.
—¡Ya basta! ¡Vas a volverme loco! —grita tapándose al tiempo los oídos.
—Está bien. Vamos a volver a dejarla ahí abajo… A quien sea.
Soy yo quien echo paladas de tierra sobre el hueco después de volver a meter el cuerpo porque
Alec se ha quedado completamente ausente.
Le recomiendo disimular delante de su hijo.
—Aiden es un niño especial, ¿no es cierto?
—No sé qué quieres decir.
—Pues que tiene Asperger o algo parecido. Me di cuenta desde el principio. Si te ve flaquear
lo pasará mal, así que trata de recomponerte un poco.
Le doy una palmada condescendiente en la espalda mientras entramos en la cabaña. El niño y
el perro juegan frente al fuego, ajenos a todo. Enciendo mi pipa y los observo. Por el rabillo del
ojo veo también a Alec, una figura errática de mirada extraviada.
XVIII

U n movimiento en la oscuridad me despierta. Antes de que mis ojos lo vean, escucho a


Aiden subirse a los pies de la cama y abrazarse a Bucky, que lo recibe con un gruñido
cariñoso. Algo en esta unión indestructible de niño y perro me hace pensar que no todo
está perdido. Que al menos hay dos seres en mi mundo por los que merece la pena luchar. Los
demás son otra cosa.
Sabiéndolos cerca y a salvo, una cierta tranquilidad me invade y logro descansar hasta que la
luz del amanecer me despierta. Sin embargo, sigo inquieto. Hay cosas que escapan a mi
entendimiento. Cosas que han venido a turbar mi paz y a las que no consigo encontrar explicación
ni solución. Cuando era un escritor exitoso, mi vida era un caos. Ahora que soy una especie de
ermitaño, lo único que deseo es poder mantener mis rutinas para que el caos no vuelva a
dominarme, algo que me resulta imposible en la coyuntura actual. Eso me irrita. Antes de su
irrupción, los días se sucedían sin solución de continuidad, uno detrás del otro, todos iguales.
Ahora todo es diferente. Me levanto de la cama sin saber lo que me va a deparar la nueva jornada.
Y hoy no va a ser diferente de ayer. Pero esto tiene que terminar de una vez. Necesito volver a mi
estado anterior.
Mientras me desperezo, me percato de que ni Aiden ni Bucky están arriba. Supongo que se
habrán despertado antes. El sol está en lo alto. Puede que sea ya mediodía. No me extraña haber
dormido tanto, estaba agotado.
Cuando me asomo al piso inferior, compruebo que está vacío. Eso me hace tensar los
músculos. No hay rastro de ninguno, ni siquiera del perro. Me dirijo hacia la parte posterior de la
cabaña, donde estacioné anoche la autocaravana, y también ha desaparecido. Silbo a Bucky,
llamándole, pero no responde. Comienzo a preocuparme.
Voy en busca del trineo para rastrear la zona con más celeridad, pero al punto recuerdo que la
víspera quedó en la caravana. Me maldigo cien, doscientas veces. Nada me importa tanto como
recuperar a mi amigo. Luego pienso, tratando de insuflarme ánimos, que él es más listo que
cualquiera de nosotros, y que conseguirá volver. Espero que no le hayan lastimado. Si fuera así,
no habrá lugar lo suficientemente lejano al que yo no consiguiera llegar para rescatarle, ni sitio
seguro para ellos, que preferirían mil veces estar muertos a enfrentarse a mi ira.
Hago un intento que se me antoja infructuoso de contactar nuevamente con la policía por radio.
Contra todo pronóstico, responden. Doy mis coordenadas y el mensaje: unos intrusos han
secuestrado a mi perro.
Me dicen que no me mueva de aquí, que llegarán en unos minutos.
Me puede la impaciencia mientras aguardo. Ojalá se hubieran ido antes. Pero no con Bucky.
Doy vueltas por la estancia como un león enjaulado, agitando los puños con rabia y soltando todo
tipo de imprecaciones. Salgo para ver si percibo la señal luminosa del coche patrulla. Ni siquiera
he desayunado. No siento apetito, tan solo una cólera que me invade y que está a punto de hacerme
perder el control. Tengo que dominarme. Si la policía me encuentra en este estado, sospecharán de
mí. Finalmente, decido sentarme en la mecedora del porche mirando hacia el horizonte,
balanceándome para calmar la ansiedad que me consume. Sé que cuanto más tiempo pase, más
difícil será encontrarlos. Como en todo secuestro, cada minuto cuenta, en una suerte de carrera
contrarreloj. Y ya han transcurrido demasiadas horas.
Poco después, escucho apenas un bosquejo de sirena policial que ha durado menos de una
fracción de segundo y el coche estaciona. De él bajan dos agentes jóvenes, uno de los cuales lleva
a un pastor belga agarrado por un arnés con distintivo de búsqueda de personas desparecidas.
Supongo que valdrá también para encontrar a congéneres suyos. Me levanto de la mecedora, que
sigue moviéndose por la inercia mientras suben los tres escalones. Voy a acariciar instintivamente
al perro cuando el agente que lo custodia hace un gesto con la mano para impedírmelo.
—No lo haga. Está de servicio.
El otro compañero me insta a relatar lo que ha ocurrido. Sé que no puedo contárselo todo.
—Hará unos días que un matrimonio con dos hijos apareció por aquí y les di cobijo porque el
padre estaba mal. Al parecer, había contraído una infección cuya causa desconozco, pero, gracias
a mis cuidados, fue mejorando. Dijeron que viajaban en una autocaravana y que se habían quedado
sin gasolina. Poco después desaparecieron la mujer y la hija mayor. Y hoy, el padre y el niño
pequeño se fueron llevándose a mi perro, Bucky. Por favor, ayúdenme a encontrarlo.
Dicho esto, me derrumbo. Me odio a mí mismo por mostrarme débil, pero lo cierto es que
pensar en no volver a verlo o a que puedan tenerlo retenido me deja sin arrestos.
El agente al cargo del pastor belga lo suelta y le susurra algo al oído, supongo que consignas
que ambos conocen. El belga sale corriendo, olfateando por todas partes, seguido de cerca por su
cuidador. El otro me interroga. A qué hora concreta los vi por última vez, si se llevaron algo, si
hubo circunstancias o hechos que me resultasen anómalos. ¡Podría contarle tantas cosas! Pero no
lo hago. Todo se podría malinterpretar. Lo oculto casi todo. En lo único en lo que no he mentido es
en lo básico. Espero que sea suficiente para localizarles.
No cesa de preguntar. De vez en cuando me contradigo y suelto información que preferiría no
darle. De repente, me mira frunciendo el entrecejo, como si se hubiera dado cuenta de algo
importante. Mi corazón se detiene.
—¿Usted no es James Valdray?
Asiento con timidez.
—Caray, ¡qué suerte la mía! ¡Soy un lector empedernido de sus obras! ¿Pero no dijeron que se
había suicidado o algo así?
—Ya —admito con cansancio—. Huir del mundo puede considerarse una especie de suicidio
social, pero ya ve que sigo vivo. Solo quería tomar distancia y aislarme. Acabé muy harto de todo
eso. Espero que sea capaz de guardarme el secreto.
El policía me da una palmada en la espalda y guiña un ojo con complicidad.
—Solo se lo guardaré si me dedica un ejemplar de Nadie sabe lo que yo sé. Precisamente lo
tengo en el coche. Estoy acabándolo. Si me permite ir a buscarlo y me lo firma, quedará entre
nosotros.
Ni siquiera espera mi conformidad. En menos de dos minutos vuelve con el libro y me lo
tiende. Le pregunto su nombre y extiendo mi firma tras garabatear un texto ambiguo.
—Estamos en paz. No lleva fecha, así que pude habérselo firmado hace un par de años.
—Conforme. Hay trato —asiente, tendiendo su mano para estrechar la mía.
Justo en ese momento, escuchamos los ladridos del pastor belga. Unos ladridos desaforados.
«¡Cath!»
Trago saliva.
—¡Ven a ver esto, Bobby! Chips ha encontrado algo.
Sigo a mi fan, que sale raudo a la llamada de su colega, aunque no he sido invitado a hacerlo.
Chips está escarbando, frenético, y deja al descubierto un miembro humano que sobresale de la
tierra. Su cuidador no necesita decirle que no tire de él. Está colgado del teléfono pidiendo
refuerzos de los especialistas para que sean ellos los que desentierren el cuerpo y se hagan cargo
de él.
Yo simulo no saber a qué obedece todo ello. Tengo que hacer un esfuerzo extremo para que no
parezca que lo sabía. Que fui yo mismo quien la puso allí. Me sorprendo por mis dotes teatrales.
Sin embargo, al rememorar la sensación aquella y el olor hediondo que quedó impregnado en mis
fosas nasales no necesito fingir. Apenas me da tiempo a alejarme unos metros para vomitar.
—Tranquilo, amigo —dice el policía que ha leído todas mis obras, menos la última—. Parece
que ha aparecido alguno de sus asaltantes, aunque no creo que esté en condiciones de declarar.
Me asalta una nueva arcada y echo los restos.
—Por favor, encuentren a Bucky. Si han sido capaces de matarse entre ellos, qué no serán
capaces de hacerle a mi perro.
Sé que mi ruego ha sonado como un graznido. Pero ha sido sincero. Lo que les he ocultado no
merma un ápice la realidad. Si vamos a ponernos puristas con el nudo gordiano, lo demás sobra y
esto es solo lo que importa. Pese a mis intenciones, lo cierto es que a Cath, o quien quiera que sea
que llevase sus ropas cuando la encontré y enterré, no me la cargué yo. Y dudo mucho que fuese
tampoco un grizzly. El informe forense lo determinará.
—James Valdray, queda detenido por homicidio —dice el agente de la unidad canina mientras
me esposa y recita toda la retahíla—. Tiene derecho a guardar silencio y a no declarar contra sí
mismo. Puede llamar a un abogado o pedir que se le designe uno de oficio. Cualquier cosa que
diga a partir de este momento, podrá ser tenida en cuenta en su contra.
XIX

E n lo único que puedo pensar mientras el coche policial avanza hacia lo que supongo será la
comisaría más cercana, es en que el mundo es injusto y me ha dado una patada en el culo.
En que, aunque intentes aislarte para evitar problemas, los problemas vienen a ti, lo
quieras o no. Y en que mi fiel Bucky estará en manos de alguien que puede estar maltratándole, si
no algo peor. Lo demás me importa un bledo.
Si las intenciones fueran punibles, de acuerdo, sería culpable. Pero más allá de retorcerle las
neuronas a Alec, nada se me puede reprochar. Por lo tanto, esto será un malentendido que pronto
se aclarará. Tal vez debería empezar por contarlo todo, para que mi versión resultase más creíble.
Sin embargo, si lo hiciera, nadie le daría pábulo, porque se embrolló tanto y de forma tan absurda
que sería estúpido por mi parte siquiera intentarlo.
Bobby me dirige una mirada de conmiseración cuando abre la puerta para que baje del
vehículo.
Vuelven a tomarme declaración, pero estoy tan cansado que declino decir nada. Solo quiero
que me manden a una celda hasta mañana para poder dormir un poco, si es que soy capaz de
hacerlo. Podría llamar a un abogado particular, pero hasta eso me produce pereza. Soy inocente,
uno de oficio debería servir. Solo espero que mi detención no trascienda y la gente se entere de
que no solo sigo vivo, sino que encima estoy detenido por presunto homicidio. Si me porto bien,
puede que lo consiga, aunque albergo pocas esperanzas al respecto.
Después de rechazar la oportunidad de defenderme, tengo una pregunta que hacerle a Bobby.
—Mi emisora de radio funcionaba perfectamente, pero hasta hoy no conseguí contactar con la
policía. ¿Cómo es posible?
—Hubo una avería en la central estos días que ya se ha solucionado.
Asiento, meneando la cabeza con desconcierto. Qué cúmulo de casualidades. Cuántas
fatalidades juntas. Vaya jugarreta la que el destino me tenía reservada.
Antes de conducirme al calabozo, Bobby dice, mordiéndose la comisura del labio:
—Descanse un poco. Mañana vendrá el ayudante del fiscal para interrogarle, y será mejor que
le cuente todo lo que sepa porque, si no lo hace, será peor. Lo siento mucho. Espero que todo se
aclare.
Sé que es sincero en su consejo y en la condolencia que me transmite. También que con
probabilidad está convencido de mi culpabilidad, que achacará sin duda a que me falta un tornillo.

***

Trato de mantenerme despierto. Tengo la sensación de que si me dejo llevar por el sueño,
alguien entrará en mi subconsciente y lo manejará a su antojo, como a un títere, que es en lo que
me he convertido.
Por eso el crujido de la puerta metálica al abrirse apenas me sobresalta. Debe de ser muy
temprano aún. Un gorila uniformado con el pelo cortado al uno me indica con un movimiento de
cabeza que le siga hasta una sala un poco más grande que mi celda, en la que hay una mesa en el
centro y una silla a cada lado. Tres de las paredes son de cemento, y la cuarta de cristal. Deduzco
que desde esa me observará un número indeterminado de personas sin que yo, a mi vez, pueda
verlas. Cristal opaco, típico de las salas de interrogatorios tantas veces recreadas en mis novelas.
Me ordena sentarme.
—¿Quiere que lo esposemos? —escucho preguntar al gorila, girándose para señalarme de
forma innecesaria y redundante.
—No es necesario, gracias —dice el hombre que entra, bastante joven, puede que apenas frise
los treinta años, delgado, con cazadora de cuero y flequillo que le cae por el lado derecho de la
frente y se recoge con un acto reflejo tras la oreja, en una suerte de tic involuntario.
—Peter Douglas, ayudante del fiscal de distrito —se presenta, tendiéndome la mano que le
estrecho a mi vez—. Bien, James, estamos aquí porque… ya lo sabe, ¿verdad?
Niego con la cabeza. Prefiero que sea él el que mueva ficha.
—¿Realmente no lo sabe? Bueno, entonces le refrescaré la memoria. Un cadáver ha aparecido
en su terreno, y mientras no nos explique qué hacía allí, tenemos que investigar. Lo comprende,
¿verdad?
—Le pido, por favor, que no me hable como si fuera idiota. Sé que encontraron un cuerpo en
las inmediaciones de mi cabaña. Por eso se supone que estoy aquí, lo cual no significa que yo
haya tenido nada que ver. Son ustedes los que tendrán que demostrar mi culpabilidad, porque hasta
que se demuestre lo contrario, soy inocente. Eso es lo que dicen la Carta de Derechos Humanos y
nuestra Constitución, ¿verdad?
Peter desliza sobre la mesa hasta mis manos extendidas una serie de fotografías para que las
vea. Se las devuelvo sin visualizarlas. No quiero que se me revuelva más el estómago.
—Espero que entienda que es mejor para usted que coopere. El cadáver estaba en su finca, por
lo que podría ser condenado por homicidio en base a esas pruebas circunstanciales, a menos que
nos cuente todo lo que sepa. Créame, solo quiero ayudarle. Si tiene algo que decir, este es el
momento. De lo contrario, en breve habrá una vista preliminar ante el juez y entonces tendrá que
pronunciarse respecto a su participación en los hechos.
—Dudo mucho que usted quiera ayudarme. Solo pretende que confiese algo que no he hecho.
Conozco bien los entresijos de la justicia de este país; los he investigado durante años porque soy,
o era, escritor de novela negra, y sé que la verdad a veces no sale a la luz. Pues bien, no me voy a
declarar culpable ni no culpable, porque soy inocente de la muerte de quien quiera que sea que
hayan encontrado enterrado allí. Sé a ciencia cierta que, si le contase lo que verdaderamente
acaeció, no me creería, así que declino su amable ofrecimiento.
—Inténtelo al menos —insiste Peter Douglas—. Los fiscales no siempre queremos ganar la
partida al presunto culpable. También trabajamos para encontrar la verdad. Le aseguro que esa es
mi verdadera intención. Si no fuese ese mi objetivo, me resultaría muy fácil hacer que lo
condenasen. Las pruebas están en su contra, y lo sabe. Pero seré franco: algo me chirría en todo
este asunto. Y para aclararlo necesito que nos ayude.
Está a punto de convencerme. Parece franco. Pero sigo sin fiarme.
—¿Sabe lo que más me preocupa? Que mi perro ha sido secuestrado por gente indeseable y yo
estoy aquí retenido sin poder ir a buscarlo. Si consigue encontrarlo, le diré todo lo que sé, aunque
no creo que le sirva de mucho.
—Délo por hecho —dice Douglas—. No dude que lo localizaremos. Yo también tengo perro, y
no dejaría que nadie le hiciese daño. Lo rescaté de una perrera hace ocho años, ¿sabe? No tiene
raza conocida, pero es mi compañero del alma, el que siempre está en casa para recibirme cuando
llego tan tarde que nadie sería capaz de dedicarme una sonrisa de bienvenida, salvo él. Le
entiendo perfectamente. Ahora descanse y mañana hablaremos de nuevo.
Tan pronto se marcha, el gorila desliza en mi celda una bandeja con alimentos poco
apetecibles. No me extrañaría que, antes de dármela, hubiese soltado un escupitajo en la sopa,
pero tengo tanta hambre acumulada que me lanzo sobre ella, sorbiéndola cucharada a cucharada, y
mordisqueo el mendrugo de pan duro como si fuera un manjar exquisito. Roerlo me mantiene
distraído un rato. Poco después, caigo rendido.

***

La apertura metálica de la celda me despierta horas después. Lo primero que hago es pasarme
la mano por el mentón, que está rasposo y grasiento. Me siento sucio, y eso es algo que odio. Ni
siquiera cuando, no hace tanto, vivía en la cabaña, incurría en la dejadez de la falta de higiene. Se
puede prescindir de casi todo, pero nunca de eso.
Espero que venga simplemente a traerme el desayuno, porque si van a someterme a un nuevo
interrogatorio no sabré qué decir.
Tengo suerte. Me deja una bandeja con una taza de café y dos galletas, que devoro con
ansiedad.
Se que no tardará en volver, y he de estar prevenido. He tenido demasiado tiempo para pensar,
pero lo he desaprovechado. Soy un idiota. A estas alturas debería tener ya preparada mi defensa.
Negarlo todo. Contar algunas cosas y callarme otras. Las posibilidades son infinitas. ¿O tal vez
narrar la historia con pelos y señales, sin dejarme nada, y que sean ellos los que saquen sus
conclusiones? ¡Qué estupidez! Resultaría inverosímil. Me imagino con una camisa de fuerza tras
contar lo que en realidad aconteció desde el minuto uno. Solo me faltaría ya añadir a la historia un
ovni que hubiese aterrizado frente a la cabaña o un ataque de zombies producto de un virus para
que me encerrasen a perpetuidad en un psiquiátrico.
No veo escapatoria posible.
XX

L a mañana transcurre esperando inútilmente la visita de Peter Douglas. Aunque soy


consciente de que lo único que pretende es arrancarme una confesión con la que cerrar el
caso y marcarse un tanto que le hará escalar peldaños en su ascenso profesional, es mi
único contacto con el exterior. El único que se ha tomado en serio mi ansiedad por encontrar a
Bucky. Tampoco trato de engañarme: puede que ni siquiera le gusten los perros y solo lo dijera
para llevarme a su terreno. Pero me ha prometido poner todos los medios a su alcance para
localizarle, a cambio de que yo le cuente todo lo que sé. Y, por algún motivo, quiero creerle. Es la
única esperanza que me queda.
Al atardecer siento de nuevo el sonido metálico de la puerta al abrirse. No es el gorila de ayer,
sino un muchacho más joven, de aspecto barbilampiño, el que me conduce a la sala de
interrogatorios, que está vacía.
Poco después entra Douglas. Me saluda con camaradería y se sienta frente a mí.
—Aún no hemos encontrado a su perro, pero estamos cerca. La caravana está siendo
geolocalizada y creemos poder dar con ella en unas horas. Supongo que, cuando eso ocurra, le
gustaría poder abrazar a su perro.
—Supone bien.
—Pero es evidente que no podrá hacerlo porque usted estará aquí, y su perro… ¿Cómo se
llamaba? ¿Bucky?... tendrá que ser llevado a una protectora hasta que todo se aclare o alguien lo
adopte. Suponiendo que no lo sacrifiquen antes.
Douglas me mira sin expresión alguna en el rostro. El mío, por el contrario, se torna rojo, por
la ira contenida. Me tienta levantarme y dar la vuelta a la mesa de un puntapié. A duras penas
puedo contenerme. Eso no sería conveniente.
—Se le da bien presionar, ¿verdad? Dando donde más duele —digo cerrando los ojos y
apretando la mandíbula—. Está bien, ¿quiere de mí una confesión completa? Pues ahí va. Solo
espero que cumpla su parte del trato, porque de lo contrario algún día lo encontraré. No se me
olvida fácilmente una cara.
«Hace años que decidí, por circunstancias que no vienen al caso, recluirme en un lugar remoto.
Mi vida era tranquila, aislado y sin contacto con nadie, más allá de repostar gasolina o comprar
víveres de primera necesidad en el pueblo cercano. El resto me los procuraba yo mismo mediante
la caza o la pesca. Todo fue bien hasta que hace unas semanas llegó a la cabaña una extraña
familia pidiendo auxilio porque el padre, Alec, había sufrido una suerte de infección. Alisa, su
mujer, dijo que un virus se estaba extendiendo por todo el mundo y me convenció de que esa era la
razón del estado de su marido. Que ellos se encontraban de vacaciones en aquellos momentos, y
cuando Alec se infectó, la caravana se quedó sin gasolina y llegaron caminando a mi refugio.
»Les di alojamiento y curé la mano de Alec, pero cuando después les pedí que se fueran, ya
que no quería tener huéspedes por más tiempo, Alisa y Cath, la mayor de sus hijos, se rebelaron, y,
aprovechando que dormía, me maniataron a una silla, torturándome a base de golpes. Pude
soltarme gracias a mi fiel Bucky, y entonces fui yo quien tomó las riendas de la situación. Llevé a
Alisa y Cath a la caravana, esperando hacer lo mismo al día siguiente con Alec y Aiden. Confiaba
en que no volverían, después de advertirles que no estaba dispuesto a tolerar su presencia. Y no
volvieron, pero antes de poder llevar a los otros, empezaron a suceder una serie de extraños
acontecimientos como que Aiden, el hijo menor, decía que Cath venía por las noches a buscar
comida.

»Alec y yo salimos a buscarlas a ambas durante varios días, temiendo que pudieran haber sido
atacadas por los grizzlies. Peinamos todo el perímetro sin encontrarlas. Coloqué unos halógenos
para iluminar el exterior de la cabaña. No había ni rastro de ellas hasta que un día escuché un
ruido en el cobertizo. Poco después hallé un cadáver que ya hedía. Me resultó raro no haberlo
percibido antes, pero di por sentado que el calor anómalo en esta época del año podría haberlo
descompuesto de forma acelerada. El cuerpo estaba irreconocible. La ropa era la que llevaba
Cath cuando la dejé en la caravana, y supuse que sería ella. Dudé qué hacer, y decidí que
decírselo a Alec y a Aiden resultaría difícil de asimilar para ellos, así que la enterré en las
inmediaciones. Ahora pienso que eso estuvo mal. Habría sido mejor que lo hubieran sabido
porque, al fin y al cabo, yo no tenía nada que ocultar. Ahora parece que sí lo tenía, ¿verdad? El
caso es que me ausenté para buscarlas a ambas, aunque de una ya conocía su paradero. Encontré la
caravana, y logré arrancarla y conducir hasta la cabaña. A la mañana siguiente, Alec y Aiden
habían desaparecido con ella, llevándose consigo a Bucky. Fin de la historia. Supongo que esta
versión no le gustará, pero es la única que puedo darle porque es la realidad. Si se tratase de una
novela, me tomaría ciertas licencias. No es así, por desgracia.
Douglas me mira fijamente, asimilando mi relato, paladeándolo diría. Finalmente rompe el
silencio, arqueando las cejas.
—Una narración interesante. Pero hay algunos cabos sueltos que me gustaría atar. Por ejemplo:
cuando dice que llevó a Alisa y a Cath a la caravana, ¿cómo lo hizo? ¿Las convenció para que le
siguieran?
—Ya se puede imaginar que no fue así. Tuve que llevarlas a la fuerza. Ellas me habían atado
antes, así que cuando pude soltarme, las maniaté. Supongo que eso no puede considerarse
secuestro, cuando precisamente lo que hice fue liberarlas y devolverlas a su caravana. Desde
luego, sí que fue secuestro y coacción cuando me amordazaron a mí en mi propia casa. Espero que
tenga ese detalle en cuenta.
—Lo tengo todo en cuenta, no se preocupe. Bien, tendrá noticias mías.
—¿Y ya está? —pregunto, estupefacto. Tal vez esperaba alguna respuesta que me hiciera
concebir esperanzas—. Perdone, señor ayudante del fiscal de distrito, pero es que parece que
fuera yo culpable de algo cuando de lo único que se me puede acusar es de haber dado cobijo a
una familia que necesitaba ayuda, y de haberles rogado que, una vez auxiliados, se fueran. Dudo
mucho que sea penalmente reprochable no querer tener gente en casa. A lo mejor están errando la
línea de investigación porque le aseguro que esa gente es de lo más extraña. Si yo fuera usted,
indagaría un poco. Alec me comentó que, poco antes de embarcarse en ese viaje, Alisa le insistió
mucho en hacerlo, y que él tenía un seguro de vida. Pero, claro, supongo que ya habrán hecho
indagaciones en ese sentido. Alisa me pareció una persona violenta, y no me trago lo del virus. De
hecho, parece que no existe tal cosa, ¿no? Entonces, si lo dijo, sería para guardarse las espaldas
en caso de que su marido sobreviviese a un envenenamiento o, lo que yo creo, una alergia
potencialmente letal producida por la hiedra venenosa. Sí, porque lo mandó a coger troncos para
hacer una hoguera a sabiendas de que por los alrededores había bastante de eso, para lo cual tuvo
que asesorarse antes. De hecho, Alec me confesó que tuvo que apartarlas con las manos para
abrirse paso.
Peter Douglas se levanta. No responde a mis cuestiones. Con probabilidad, necesite tiempo
para asimilarlas y hacer un organigrama. Seguro que en su despacho tiene una pizarra llena de
fichas de todos los integrantes de esta trama con flechas y anotaciones. Solo espero que mis
sugerencias le hagan seguir el camino correcto, y, sobre todo, que en el centro de la diana no se
encuentre mi nombre.
XXI

—Está libre —dice el gorila con desgana—. Alguien ha pagado su fianza.


No acierto a saber quién habrá podido ser hasta que veo a mi editor al fondo del pasillo.
Norman me dirige una mirada revirada, ceñuda, como si lo hubiese hecho por obligación.
—La última persona que pensaba encontrar aquí, y menos que pagase mi fianza, sobre todo
porque no se lo pedí a nadie.
—Bueno, te lo descontaré de los derechos de tu próxima novela.
Suelto una carcajada gutural.
—Eso es una inversión ruinosa. No habrá próxima novela.
—La habrá. Me lo debes. Por esto y por el fiasco anterior.
Nos abrazamos. Luego me separo de forma abrupta.
—No hubo ningún fiasco, y lo sabes. Tú perdiste la fe en mí, y eso fue lo que originó lo que
ocurrió después. Pero, de acuerdo, si tengo que prostituirme escribiendo lo que quieras que
escriba, lo haré para devolverte el favor. Aunque tenga que firmarla bajo seudónimo. Claro que
igual no vende tanto.
Norman me lleva a su casa y me pide que le cuente qué ha ocurrido realmente. Sé que, aunque
me fallase en el pasado, es un tío legal y puedo confiar en él. Aún así, tengo que guardarme ciertas
cosas. Mi relato es una visión sesgada y parcial que supongo le resultará difícil de digerir y
entender. No obstante, evita hacer preguntas que puedan rellenar las lagunas. Tal vez piense que
soy un caso perdido, que se me ha ido la cabeza por completo, que mi aislamiento me haya
provocado una confusión entre la realidad y la ficción, o que ya había perdido la razón antes de
eso. Lo que no sabe es que me doy perfecta cuenta de lo que pasa por su mente.
Por eso, tan pronto la tarde languidece, siento la necesidad imperiosa de volver a la cabaña y
le pido que me lleve. Necesito estar en mi refugio. Al principio se muestra renuente, luego accede
a regañadientes. El trayecto es largo. Al llegar, le invito a entrar y descansar un poco. Declina.
Dice que tiene cosas que hacer al día siguiente y que prefiere ponerse en marcha.
—No hagas ninguna tontería —dice, apuntándome con el dedo índice antes de arrancar el
coche—. Estás en libertad bajo fianza, no lo olvides. Cuando pueda, volveré a verte con un
abogado, y entonces espero que te sinceres del todo. Si no lo hicieras, poco podré hacer por
ayudarte. Recuerda que eres mi autor principal. Llámame egoísta si quieres, pero no estoy
dispuesto a perderte. Cuídate mucho y, repito, recapacita.
—De acuerdo, mein Führer —le despido, con el brazo en alto al estilo nazi y una sonrisa
socarrona.
Una vez a solas, busco cualquier indicio de que los fugitivos hubieran podido volver aquí tras
mi detención. Todo está tal y como lo dejé cuando me llevaron detenido. Cojo una cerveza y me
siento en la mecedora del porche, desmadejado. Silbo por pura inercia, esperando ver aparecer la
silueta del husky en el horizonte, jadeando feliz al acercarse corriendo. Solo mi eco responde.
Subo a dormir, no sin antes asegurar puertas y ventanas con tablones.
Mi sueño es inquieto y despierto empapado en sudor en un par de ocasiones. A duras penas
consigo conciliar el sueño tras cada interrupción.
Hasta que un ruido demasiado fuerte como para considerarlo fruto de mis pesadillas me
despierta. Me incorporo bruscamente en la cama. Son martillazos, no me cabe la menor duda.
Cojo la escopeta que guardo en un escondrijo secreto y que la policía no encontró en su
registro, y bajo del altillo con sigilo en la más completa oscuridad, guiándome tan solo por la
orientación. Por una de las ventanas entra un halo de luz que se va agrandando conforme los
golpes se hacen más fuertes. Alguien está intentándola abrir a machetazos. Me aposto detrás, en
cuclillas, aguardando a que quien quiera que sea lo consiga, para disparar antes de que entre.
No soy religioso, nunca lo he sido, pero en este momento rezo todo lo que sé. Saltan astillas de
madera sobre mi cara. Me aparto lo suficiente como para que no se me claven. La abertura es
ahora grande, de un tamaño suficiente para que quepa una persona. Me agacho más aún y me
desplazo hacia un lateral, desde donde podré ver al intruso antes de que este me vea a mí. Una
figura salta al interior como un felino.
—¡Quieto, te estoy apuntando! —Grito—. Pon tus manos detrás de la nuca y arrodíllate.
La figura obedece. Me acerco. Echo en falta una linterna, y, más aún, un teléfono móvil para
llamar a la policía.
Muevo el bulto con mi pie para que se ponga de cara y saber a quién he tenido el gusto de
reducir. La visión me deja estupefacto.
—¿Aiden? No puede ser…
El niño se tapa la cabeza con las manos temeroso.
—Levántate. ¿Quién estaba dando esos golpes en la ventana? ¡No me mientas! ¿Eras tú?
Aiden empieza a sollozar. Soy consciente de que si no hago uso de todo mi tacto, conseguiré
poco menos que nada.
—Perdona que haya sido tan brusco. Es que estoy muy preocupado por Bucky, ¿sabes?
Desapareció el otro día, y Bucky para mí es como un hijo. Y de repente escucho esos golpes y
pensé que era él. Porque tú no sabrás dónde está, ¿verdad?
—No sé, no sé, no sé —repite el niño con las manos en sus oídos.
—Vamos —digo, retirándoselas suavemente y obligándole a mirarme—. Sí lo sabes. Y
también sabes que si me lo dices, Bucky estará a salvo. Pero si no lo haces, puede que sufra
mucho, muchísimo, y seguro que tú no quieres eso porque es tu amigo. Yo nunca le haría eso a
Bucky. ¿Tú serías capaz? Oh, no lo creo.
—¡No! ¡Nunca! —grita el niño.
—Pues entonces tienes que decirme dónde está.
—No lo sé —repite sollozando de nuevo—. Mi padre dijo que venía con nosotros, pero mi
madre dijo que había que darte un escarmiento y lo ató a un árbol para que se lo comieran los
osos.
Intento acompasar mi respiración, que está al borde de la hiperventilación. Si me muestro
demasiado impaciente, puedo dar al traste con la averiguación del paradero no solo del perro,
sino también de Alisa, que, a juzgar por el comentario de Aiden, está con Alec. Sé que no puedo
dar demasiado pábulo a lo que me diga, pero es lo único que tengo.
—Vale, Aiden, tú no te preocupes. Entre los dos vamos a encontrarlo, ¿de acuerdo?
—Sí.
—¿Sabes por qué te obligaron a entrar a la fuerza por la ventana? —Pregunto con cautela.
—Nadie me obligó. Fui yo. Con un hacha que encontré en el cobertizo —confiesa con orgullo
—. Pensaba que a lo mejor se habría soltado y volvería aquí.
Acaricio su cabeza.
—De acuerdo. Lo estás haciendo muy bien, Aiden. Juntos encontraremos a Bucky. ¿Tus padres
están cerca de aquí?
—No lo sé. Me escapé para buscarle.
Ahora mismo, mi prioridad es encontrar al perro. Después vendrá averiguar el paradero de sus
captores y el motivo. A falta de trineo, habrá que andar mucho, me temo.
Guardo en mi alforja alimentos para subsistir unos días, si la búsqueda se hace larga. Confío
en que el niño ayude, aunque no albergo demasiadas esperanzas de que su orientación sea
infalible.
El primer día se alimenta de fe. El segundo llega el desaliento. El tercero me encuentra ya
vencido y desanimado. El niño se divierte. Para él, es una aventura. Cuando ya voy a dar la vuelta,
después de peinar el monte, escucho un lamento apagado a lo lejos. Inmediatamente me dirijo en
esa dirección, apremiando a Aiden a seguirme.
—Creo que es Bucky —digo—. Nos ha detectado.
El niño brinca con alegría. No dudo en absoluto de su sentimiento. Es un espíritu puro, incapaz
de mentir. Lo ratifica el hecho de encontrar al husky atado a un árbol, tal y como me dijo. Presenta
un estado lamentable. Diríase que el aullido escuchado poco antes era el último estertor que su
garganta pudo emitir. Las cuerdas le han provocado ulceraciones en gran parte del cuello, del
lomo y de las patas. Siento un odio crecer en mi interior dirigido a esos indeseables que han sido
capaces de hacer algo así a un ser indefenso que, además, creyó en ellos cuando yo no lo hice. Ahí
se equivocó, pero no se lo censuro.
Cuando le libero de sus ataduras, en lugar de lamerse las heridas, que habría sido lo más
natural, desliza su lengua por mis manos con agradecimiento. Está débil y famélico. Le ofrezco
algo de comida y agua. Apenas puede tenerse en pie. Aiden lo abraza y acaricia sus heridas con
delicadeza, como si con ese sencillo gesto pudiera aliviar su dolor.
Solo tengo una cosa en mente: encontrarlos. Dudo si avisar a la policía para dar cuenta del
hallazgo y que sean ellos los que se encarguen. Después de meditarlo, decido no hacerlo. Seguro
que, si los encuentran, tendrán una respuesta preparada para justificar su vil acción y saldrán
impunes, algo que no puedo consentir. Quisiera llamar a Douglas, el único que me merece algo de
confianza, pero no tengo teléfono móvil. Tan pronto lleguemos a la cabaña, contactaré por radio
para que lo localicen. Y después será inexcusable que me haga con un terminal, aunque solo lo
utilice en situaciones de emergencia. En estos momentos me regalo todo tipo de reproches por
pretender vivir al margen de la civilización.
Al detener el 4x4, el perro sale con premura. Se le ve feliz de volver a casa. Apenas podemos
seguirle el niño y yo. Bucky entra en la cabaña y se tumba junto a la chimenea, que a estas alturas
está más que apagada. Le pido a Aiden que lo cuide mientras voy al cobertizo para comunicarme
por radio.
XXII

C uando llega el coche policial, nos encuentra esperando en el porche. Douglas sale
decidido. Al ver al perro, se agacha para acariciarlo. Sé que no me mintió al comprobar
que Bucky le deja pasar su mano por el lomo sin mostrar desagrado.
—Hermoso ejemplar —dice.
—Sí —convengo—. Pero estuvo a punto de morir porque ustedes no fueron tan rápidos como
nosotros. No sé si hará falta que se lo repita otra vez, pero por ahí andan sueltas dos personas
peligrosas. Al menos, una de ellas lo es, aunque no estoy seguro de cuál de las dos.
Douglas arquea una ceja. Tal vez mi comentario le ha sonado un poco críptico.
—No se preocupe. Tendrá vigilancia las veinticuatro horas del día. Trate de no alejarse
demasiado. En cuanto al niño, mañana a primera hora vendrán del Servicio de Menores para
hacerse cargo de él. Mientras tanto, intente que no salga de aquí.
Asiento. Que vengan a recoger a Aiden es lo mejor, porque algo me dice que yo no podré
mantenerle a salvo. Y Bucky tampoco, dado su estado calamitoso.
Subimos al altillo los tres. Saber que la policía vigila los accesos me procura cierta
tranquilidad. Pronto caemos rendidos.
Todavía es noche cerrada cuando despierto. Me ha parecido escuchar voces. Cuando logro
despejarme algo, me percato de que es Aiden quien habla.
—¿Cathy?
El niño no está arriba. Aguzo el oído, incorporado en la cama.
—Cathy, ¿eres tú? —vuelve a preguntar.
El perro está desmadejado, demasiado débil para reaccionar. Bajo las escaleras a toda prisa.
Todo parece estar en orden y en silencio. Extraño.
Busco a Aiden, pero no le encuentro. Es imposible que haya podido escabullirse al exterior
porque los policías que custodian la cabaña lo habrían visto.
Al salir me percato de que algo no va bien. Los agentes que se encuentran dentro del vehículo
parecen encontrarse dormidos, pero en realidad están muertos. Lo sé porque al zarandearlos no se
mueven.
Me llevo las manos a la cabeza. Esa gente es más peligrosa aún de lo que pensaba. Es como
una pesadilla absurda en la que nada encaja. Todo ello es un conjunto de elementos disturbadores,
pero nada que haga engarzar las piezas del puzzle. De repente, mi cabeza se vuelve un torbellino.
Una mujer aparentemente normal se convierte en una psicópata, o ya lo era. Un marido que la
teme, decide buscarla, y, cuando la encuentra, regresa con ella para llevarse al perro y procurarle
una muerte horrible. Una hija rebelde que aparece muerta sin motivo en mi cobertizo. Y luego está
Aiden, un niño complicado que parece ser el único que mantiene la cordura.
XXIII

T an pronto como Bucky se me acerca, siento la necesidad imperiosa de abrazarlo. Ya no está


tan maltrecho como cuando lo rescaté. Menea la cola, pero guarda las distancias. Al
escuchar una voz a mis espaldas, se pone rígido y queda sentado en posición erguida. Esa
voz lo ha llamado Baxter. No entiendo por qué responde a ese nombre. Menos aún que Peter
Douglas lleve en la mano una correa y sea precisamente el que haya conseguido que mi perro le
obedezca. Y, para colmo de mi estupefacción, detrás de él camina Norman, mi editor. Ambos se
sientan a mi lado en el banco en el que me encuentro recibiendo los últimos rayos de sol del día.
—Esto va bien —dice Douglas—. Si sigue así, en breve le daremos el alta. Ha dado muestras
en estos últimos meses de estar reconduciendo su situación y la junta de médicos cree que está en
condiciones de volver a retomar su vida.
Me giro hacia Norman, que hasta el momento ha guardado silencio. Impelido por mi mirada
airada, se ve en la necesidad de añadir algo al alegato de ese tipo que ha conseguido la confianza
de mi perro hasta el punto de que parece su dueño, y no yo.
—Estás prácticamente curado —dice.
—¿Curado de qué?
—De tus neuras, de tu antisociabilidad.
—¿Entonces todo me lo inventé? Y si lo imaginé, ¿por qué no tiene un final?
Veo como Douglas y Norman se miran entre sí y fruncen el entrecejo.
—El final tendrás que inventarlo tú, que para eso eres el escritor —dice este.
El comentario me deja pensativo. El perro se acerca a mí, obedeciendo un gesto apenas
perceptible de Douglas y del que me percato a pesar de todo, y se sienta a mi lado, mirándome
mientras mueve la cola. Acaricio su cabeza, tratando de reconocer en él a mi fiel Bucky, pero
estoy seguro de que no es él, aunque se le asemeje tanto.
Mi cabeza es un torbellino. Cuando intento atrapar un pensamiento para paladearlo, enseguida
salta otro y ambos se entrecruzan. Así ocurre una vez tras otra. Me llevo las manos a las sienes.
Quiero que pare esto. Necesito tranquilidad para pensar, para reencontrarme, para saber quién soy
realmente. Algo me lo impide continuamente. Cuando me centro en una idea, viene otra y se
superpone a ella, llevándosela por delante. Es una locura. Me da la sensación de encontrarme en
una centrifugadora en la que nunca podré parar de dar vueltas. Necesito descansar. Descansar…
XXIV

—¿Cree que se recuperará por completo? —pregunta Norman.


El psiquiatra tuerce el gesto y le invita a sentarse frente a su mesa. Le tiende unos informes que
Norman lee durante unos minutos. El doctor Douglas aguarda entretanto con gesto preocupado.
—Parece un asunto complicado —dice el otro, devolviéndole los papeles.
—Mucho. Por lo general, una intoxicación puntual no tiene consecuencias, pero me temo que
en este caso ha sido algo deliberado para evadirse de la realidad. Y lo peor es que lo ha estado
haciendo durante demasiado tiempo. Mezclar alcohol en altas dosis con hierba suele dejar
secuelas en el cerebro. Ha estado padeciendo un delirium tremens continuo. En términos
coloquiales podría decirse que ha matado algunas de sus neuronas, que jamás volverán a ser
normales.
Norman queda pensativo. Se pregunta si tiene algo que reprocharse. No, se dice. Su autor
icónico simplemente decidió embarcarse en una aventura que él le desaconsejó. Hasta ese
momento, el método había funcionado a la perfección. Que James decidiera emprender una nueva
obra sin saber de antemano sobre qué escribiría, y lo que es peor, cómo lo escribiría, a él le causó
cierto estupor y desconfianza. James le dijo que era un experimento, que necesitaba salir del
encorsetamiento. Norman le había mirado con temor. Aquello no podría funcionar. Si todo iba
bien, ¿por qué demonios cambiarlo?
Fue entonces cuando James desapareció. Durante meses aguardó algún mensaje suyo en vano.
Meditando sobre ello, recordó que en su última conversación le había confesado que se sentía
bloqueado, y que por eso precisamente tenía que explorar nuevas formas de escribir. Le dijo, entre
whisky y whisky, que a lo mejor tendría que meterse de lleno para vivir en primera persona lo que
sentirían los personajes de su novela. A él le pareció algo absurdo, la reflexión de quien se ha
pasado de copas y dice estupideces. No volvió a saber de él. Aún así, pensó que sería una crisis
pasajera. Semanas después empezó a preocuparse.
Y ahora estaba aquí, felizmente localizado, en un sanatorio psiquiátrico especializado en
adicciones. Lo cierto era que, para él, James no solo era su autor más aclamado, también le
apreciaba sinceramente. Era casi como un hijo.
—¿Sería imposible?
—Imposible no, porque ha avanzado mucho. Solo improbable. El daño neuronal es grande.
Habría que intentar una rehabilitación psicológica radical, pero para eso sería necesario que el
paciente cooperase. Por de pronto, sigue metido en sí mismo, sin reconocer los estímulos
exteriores que no le interesan. Parece estar bien, incluso podría decirse que preparado para salir
de aquí y vivir con cierta normalidad. Pero el daño sigue ahí, incrustado en su cerebro, que no
permite que salga al exterior. Ve a Dexter, nuestro mejor perro de apoyo, y sigue pensando que es
su imaginario Bucky. Salvo que lo sometamos a un tratamiento de choque, cabe en lo posible que
el estancamiento sea permanente.
Norman duda ante el dilema que se le presenta. Es intentarlo o perderlo para siempre. Porque
es consciente de que, aunque salga de este sitio, aunque se comporte como un autómata, no sería él
del todo. Se muerde el labio, dubitativo. Es su tutor legal en estos momentos. Toda la
responsabilidad de lo que decida por él recaerá sobre sus hombros.
—Si es la única alternativa, adelante —decide en apenas unos minutos—. Supongo que la otra
solo conducirá a un deterioro progresivo sin esperanza alguna.
—Así es.
—En ese caso, proceda. Pero antes cuénteme en qué consiste esa terapia de choque. Podría no
aprobarla, después de todo.
—Prescindiendo de consideraciones médicas que le resultarían complicadas de entender, se lo
resumiré en un concepto: regresión hipnótica.
—Explíquese mejor, se lo ruego.
—Se trata de llevar al paciente a un estadio anterior al que originó la crisis y en el que se
encontrase a gusto. A partir de ahí, se le puede reconducir para minimizar algún episodio doloroso
que pueda recordar, porque estaría en nuestras manos. El riesgo es grande porque la regresión a
algún suceso traumático puede presentarse al principio, y entonces no podría asegurarle que
podamos sacarlo de ahí. Sería contraproducente. Pero, claro, es el riesgo que hay que correr si
queremos intentarlo —El doctor marca una pausa antes de continuar—. Es… cómo se lo diría…
como cuando un médico ha de dar con la dosis justa de medicación para un paciente. Si se pasa o
no es suficiente, no mejorará, incluso cabe en lo posible que empeore. Pero si se consigue el punto
exacto, el éxito estaría asegurado.
—Parece difícil.
—Lo es, pero no imposible. Ya se lo he dicho antes.
—¿Y si el paciente se bloquea y no quiere salir de un estadio, digamos, perjudicial para él?
—En ese caso, poco habría que hacer. Volveríamos a llevarle al punto en el que se intentó y
cruzaríamos los dedos para que pudiese salir de allí por sí mismo.
—Entraría en una especie de bucle interminable —murmura Norman, cabeceando con
preocupación.
El doctor Douglas asiente levemente. Es un caso difícil. Ha tenido otros, pero ninguno tan
complicado. Rescatar de la prisión de las adicciones es algo que ha hecho en muchas ocasiones,
la mayoría con éxito. Pero que el paciente quisiera entrar por propia voluntad en una dimensión
desconocida de su mente es algo relativamente nuevo para él, porque entran en juego otros
factores psiquiátricos como un trastorno disociativo de la personalidad no detectado a tiempo,
que, conjugado con una adicción, puede derivar en una situación irreversible. Pese a lo que le ha
dicho a Norman, él mismo no está muy convencido de que dé resultado. La alternativa, empero, es
peor. Si fuese su hijo, lo intentaría.
—No tiene que decidirlo ahora. Tómese unos días.
XXV

—Si no traen a Bucky, no iré a ningún sitio. Ustedes lo tienen secuestrado.


—No, James. El perro está aquí. ¿No lo ves?
—Este no es mi Bucky, solo se le parece. ¿Intentan volverme loco?
El perro se acerca, sentándose a su lado.
—No es él. Reconocería a Bucky a distancia. Este es otro.
—¿Qué te hace pensar que no lo es?
El doctor habla en un tono pausado y monocorde, tratando de llevarle a un estado de relajación
que le permita iniciar la sesión.
—Todo.
—Define todo.
—Todo es todo. ¿Alguna vez ha ido usted a comprarse una chaqueta de Armani a los chinos?
Pues si lo ha hecho, esa es la respuesta. No siempre lo que parece lo es. Este no es Bucky, y
punto. Le han hecho algo y ahora pretenden que me trague que este impostor lo es. Además, lo
llamó Baxter el otro día, y él respondió a ese nombre. Igual supone que no me di cuenta, pero lo
recuerdo.
Douglas hace un gesto a su ayudante y este coloca sobre la boca del paciente una mascarilla
que le inocula un suero que lo va sumiendo en el sopor.
—Cierra los ojos. Inspira todo lo que den de sí tus pulmones. Aguanta la respiración tres
segundos y expira lentamente. Lo estás haciendo muy bien. Vamos otra vez. Inspira, aguanta y
suelta. Una vez más. ¿Te sientes relajado?
—Sí.
—Volvemos a repetirlo. Tres secuencias más.
James obedece. El rictus tenso de su rostro se va aflojando. La mandíbula deja de estar
contraída. Ya no aprieta los puños, y los nudillos van recuperando el color.
—¿Notas cómo tu cuerpo se vuelve flácido, como si fuera de algodón?
—Sí…
—Ahora vas a visualizar mentalmente desde la punta de los dedos de los pies hasta tu cabello.
Esto nos va a llevar un tiempo porque quiero que lo hagas despacio. Cuando llegues al final del
recorrido, levanta el pulgar.
El silencio es total en la habitación en esos momentos. Douglas pulsa un botón y comienza a
sonar una melodía suave, a bajo volumen. Es el sexteto para cuerda en sí bemol mayor, Opus 18,
de Brahms.
El doctor cuenta mentalmente los minutos. Por su experiencia, sabe que serán quince o veinte.
Y no se ha equivocado, porque a punto de vencer el tiempo, el paciente hace la señal indicada.
—Imagina que estuvieras escribiendo tu biografía, o un diario. Yo soy ese papel en blanco al
que le vas a contar tu vida. Empieza por lo primero que recuerdes, pero no abras los ojos.
—Es mi cumpleaños. La casa está adornada con guirnaldas y globos de colores. Estoy a punto
de soplar las velas de la tarta.
—¿Cuántas velas hay en esa tarta? —Interrumpe Douglas.
—Once. El pastel es de nata y chocolate, mi favorito. Las apago todas y escucho aplausos de
felicitación. Luego me abrazan y abro los regalos. ¡Oh, el Fuerte Apache que quería! Es el que
más me ha gustado de todos, pero los demás también están bien. Han venido mis primos y algunos
amigos, y jugamos un rato hasta que se van.
»Mañana empiezo en un nuevo colegio, en medio del curso. Me dio pena dejar el anterior, pero
a mi padre lo destinan cada poco tiempo a un sitio distinto porque es militar, y ya estoy
acostumbrado… Tengo muchos nervios… Me cuesta hacer amigos… Nunca sé cómo van a
recibirme… El profesor le dice a toda la clase que me llamo James Valdray y me indica el sitio
donde he de sentarme…
Douglas interviene para aleccionarle a seguir, consciente de que se han detenido sus recuerdos,
tal vez buscando el siguiente sin encontrarlo.
—¿Qué materia te gusta más? ¿Ciencias, lengua, gimnasia?
—Todas me gustan y se me dan bien. Soy buen estudiante.
—¿Cómo lo estás pasando este primer día en el nuevo colegio? ¿Has hecho amigos en el
recreo?
—Se me han acercado algunos a preguntarme cosas estúpidas, como por qué he empezado con
el curso mediado. Les he dicho que porque mi padre es coronel y lo cambian de destino en función
de las misiones que le encargan. Por supuesto, no les he contado que algunas son secretas. Por eso
mismo, porque son secretas. A mí tampoco me lo ha dicho él, pero lo sé. Es algo que se sabe, si
eres capaz de atar cabos.
—Claro, James, hiciste lo correcto. Es evidente que un secreto no hay que compartirlo. Sigue
hablándome de más cosas que te vengan a la cabeza.
—Hay un chico… No recuerdo su nombre… ¡Ah, sí!..., Jack, que se mete mucho conmigo
todos los días. Me llama enclenque, canijo y empollón. Es un abusón. Yo le planto cara, y eso le
cabrea tanto que dice que me va a dar dos hostias, aunque nunca lo hace porque siempre hay
alguien delante.
»Uy, un día sí que estuvo a punto. Yo iba en mi bici, y de repente salió de detrás de un árbol y
me empujó. Pero en ese momento llegaron Ben y Bob y lo agarraron. Luego nos hicimos amigos
los tres. Y Jack dejó de insultarme.
Douglas cree estar llegando al nudo gordiano. No se equivoca.
—Así que os convertisteis en camaradas del alma.
—Sí, lo pasábamos bien. Todos los días, después del colegio, nos íbamos de excursión por
ahí, a pescar o a entrar en casas abandonadas. Esto era lo que más nos gustaba. Había una, a la
salida del pueblo, que daba mucho miedo porque decían que en ella habitaba un fantasma. Pero
aunque entramos varias veces, nunca vimos nada raro. Solo el crujido de la madera, o alguna
ventana por la que entraba el viento. Yo era el más valiente y el que me atrevía a trepar antes que
los otros. Nunca me asustaron esas cosas.
»La última vez que decidimos hacerlo, porque ya nos aburría no ver nada anormal, ocurrió
algo, pero no tiene nada que ver con sucesos paranormales. Al salir, había junto a la boca de riego
una cosa peluda en la que, al principio, no reparamos. Pero se movió y yo me di cuenta. Era un
perro. Estaba famélico. Tenía tanta debilidad que, cuando me agaché para acariciarlo, apenas hizo
el amago de lamerme la mano con agradecimiento. Supe que no podía dejarlo allí, a su suerte, y
me lo llevé a casa. Mis amigos se rieron, e incluso escupieron sobre él con desprecio. Decían que
era un saco de pulgas que no valía nada. Me sentó fatal. Les pedí que dejasen de decir tonterías.
El perro me siguió a duras penas. Cada poco tiempo, tenía que detenerme y animarle a levantarse
de nuevo. Mis padres no se opusieron a que lo adoptase como mascota. Unos días después,
parecía otro. Después de comer, dormir a los pies de mi cama en una colchoneta y sentirse seguro,
cogió fuerzas y confianza. Todas las mañanas me acompañaba, corriendo junto a mi bici, al
colegio. Y al regresar, estaba esperándome junto a la verja, como si supiese la hora exacta en la
que terminaban las clases.
»Mis amigos le odiaban, no sé por qué. Tal vez fuera por celos, porque a partir de ese
momento les hacía menos caso, o simplemente porque eran crueles. Lo cierto es que siempre veían
un motivo para denigrarlo. Que si tenía un ojo de cada color, que si parecía un lobo pero no lo
era, que si yo quería más a mi mascota que a ellos… Y entonces ocurrió lo peor que podría haber
imaginado nunca…
James agarra el vial con las dos manos, tratando de arrancarlo. Tiene los ojos desencajados y
murmura palabras ininteligibles. La experiencia está llegando al momento culminante. La
desesperación y el horror se aprecian en su semblante como si fuera un libro abierto.
El médico y su asistente tratan de calmarlo.
—Pide refuerzos —susurra el primero—. Puede que tenga más fuerza de lo que parece.
Mientras se queda solo con él, le habla en tono quedo, intentando ganar tiempo.
—Tranquilo, James. Estabas montando en bici y tu mascota iba contigo. Eso no puede hacerte
sentir mal. Era un recuerdo agradable. Que tus amigos no lo aceptasen solo indica que sus
sentimientos no eran buenos. ¿Lograste reconducir la situación para que finalmente asumieran que
tenían que respetarlo?
James se agita en la camilla, moviendo los brazos con desesperación.
—Yo no quería… no quise… ¡No quería hacerlo!
—Tranquilízate y habla conmigo. ¿Qué fue lo que no querías hacer? Entenderé todo lo que
quieras contarme sin juzgarte.
—Mi perro murió. Fue por mi culpa.
—Seguro que no fue por tu culpa. ¿Qué ocurrió realmente?
El doctor posa una mano en su cabeza y la acaricia para apaciguarle.
—Le odiaban, ya lo he dicho. Y propusieron ponerlo a prueba. Lo tirarían al río con una piedra
atada al collar, y, si se salvaba, le perdonarían la vida. Si no, mala suerte. Y mala suerte para mí
también, porque, si me negaba, me harían la vida imposible a partir de entonces.
James se lleva las manos a la cara, tratando de sofocar un sentimiento de culpa que oculta
desde hace años.
—Vamos, dime qué pasó.
James empieza a sollozar. Es un llanto silencioso, con lágrimas que caen por su rostro sin
control, como un río que desborda los márgenes y anega todo lo que hay alrededor.
—Estaba convencido de que no le pasaría nada, y acepté porque no quise mostrar debilidad.
—Y dejaste que esos amigos ahogasen a tu perro —concluye Douglas.
James vuelve a taparse la cara con las manos.
—¡Sí, lo hice!... ¡Oh, Dios, vi como se hundía y no hice nada por ayudarle…!
—¿Fue una especie de prueba de iniciación?
—Sí, una prueba horrible. Nunca he podido olvidarlo. Ellos tampoco lo dijeron así.
Sencillamente, era eso o moriríamos los dos de otra manera. Harían que pareciera un accidente,
dijeron. O dos. Fui tan miserable y tan cobarde como para no negarme.
—Pero gracias a eso te admitieron en su círculo…
—Sí. Luego me tomaron otro respeto, aunque yo les odiaba por lo que me habían obligado a
hacer. Y tampoco duró mucho. Poco después, al terminar el curso, volvimos a mudarnos de nuevo,
y esta vez a la otra punta del país. Afortunadamente para ellos, perdimos el contacto. Todavía hoy
sigo pensando que tengo que encontrarlos para hacerles pagar por ello.
—Así que no sirvió de mucho.
—No. Solo para tener pesadillas el resto de mi vida.
—Lo estás haciendo muy bien, James. Una última cosa: ¿Cómo se llamaba tu perro?
—Bucky. Se llamaba Bucky.
XXVI

—…Y el Oscar a la mejor interpretación por su papel protagonista en El último hombre es


para… —redoble de tambores, apertura del sobre, mirada traviesa dirigida al público—…
¡Alexander Harris!
El actor, que se encuentra sentado en una de las primeras filas, se dirige al escenario, donde
recoge el preciado trofeo de manos de la presentadora del evento. Emocionado, apenas es capaz
de balbucear unas palabras.
—Dicen que no hay dos sin tres. Yo diría que no hay una sin dos, porque esta Academia me ha
honrado por dos años consecutivos con sendos premios. Espero que el refrán se repita y el
próximo año vuelva para recoger otro Óscar. En cualquier caso, un actor no es nadie si no actúa
bajo un guión magnífico y una producción estupenda. ¡Gracias, gracias, gracias!
Todavía está volviendo a su asiento cuando la conductora del acto anuncia al ganador del
mejor guión, que también recae sobre El último hombre.
—Y el mejor guión en lengua anglosajona es para… —redoble de tambores, apertura del sobre
y mirada traviesa dirigida al público— …¡Gabriel García!
Gabriel avanza como una gacela. Sube casi de un salto los tres escalones que lo separan del
escenario. No puede disimular su emoción. Cuando le tienden el micro, vacila. Es para él un
sueño irrealizable este en el que se encuentra inmerso. Ni en mil vidas por las que hubiera pasado,
pensaría en estar ahí.
Comienza, humilde, su intervención.
—Un guionista no tiene por qué ser un gran escritor, solo alguien dispuesto a escuchar las
historias que quieran contarle y que luego deja a su imaginación hacer el resto. Ese es mi único
mérito, si es que tengo alguno: saber escuchar. Porque un buen día, alguien a quien apreciaba
mucho, me contó una historia que me llegó al alma. La historia de una amistad entre dos seres que
se adoraban y que, un buen día, el destino decidió que se transformase en la de una traición. Seria
complicado resumir las conversaciones que mantuve con el inspirador de este guión, pero sí tengo
una cosa clara, y es que todo el mundo necesita una segunda oportunidad. Para el que me narró
este cuento imposible, esta es su segunda oportunidad, la de rendir homenaje a su amigo
traicionado. Muchas veces no sabes cómo actuar. En otras ocasiones, te dejas llevar sin quererlo.
Puede ser por miedo, o por temor a que le hagan daño a los tuyos. Nunca tienes la seguridad de
estar haciendo lo correcto, pero estoy seguro de que él hizo lo que creía era mejor, aunque se
equivocase, y aunque ya no esté aquí para asegurar ni lo uno ni lo otro. Porque este fue el legado
que me dejó: «Escríbelo, Gabriel, solo confío en ti para que lo hagas». Si le habría gustado o no
el resultado, jamás lo sabré. Solo espero haberlo hecho de la mejor manera posible.
»Espero que, estés donde estés, Bucky, sepas que él no quiso hacerlo, y que si hubiese podido
dar marcha atrás y volver a hacer las cosas de otra manera, lo haría.
Entre aplausos encendidos y vítores, baja del escenario. El último hombre se lleva premios en
casi todas las categorías.
Gabriel García trata de evitar acudir al acto posterior de celebración. Por regla general detesta
ese tipo de eventos, y en esta ocasión no es diferente. Si acaso, lo que necesita ahora es pensar
con calma en el éxito conseguido gracias a aquel amigo, y que no podrá compartir con él porque
se fue a otro sitio donde las almas prescinden de boatos.
Pero no puede eludirlo. En calidad de galardonado por la Academia, debe acudir. Allí, los
periodistas le preguntan una y otra vez lo mismo. Intenta no ser desagradable y responder con
cortesía. Los reporteros insisten e insisten, y él se ve obligado a esbozar una sonrisa de
circunstancias una y otra vez, indicando que a esas cuestiones ya ha contestado con anterioridad.
Aún así, pese a la fatiga que le provoca, se siente agradecido por la atención que le prestan, y por
eso trata de no resultar demasiado desabrido. Para quitárselos de encima, acepta la propuesta de
acudir a un programa de televisión en prime time la próxima semana. Es todo a lo que puede
comprometerse. Si finalmente lo llaman, responderá a sus preguntas guardándose para sí lo que no
debe decir. Algunas cosas siempre han de quedar en la intimidad y no salir a la luz. No porque
sean misteriosas o secretas, simplemente porque son materia reservada. Hay que respetar los
asuntos que otros no desean que se sepan. Porque la verdad no siempre es lo que se ve. Todo
depende de la percepción que uno tenga de su verdad.
Recuerda con nitidez esa última vez en la que lo vio, ya al borde del abismo. Parecía tranquilo,
casi feliz. Lo invitó a un trago en su casa. Le insistió para que escribiese un guión basándose en la
historia que le contara tiempo atrás. Añadió con una sonrisa que era consciente de que por sí sola
no sería suficiente, así que tendría que estrujarse las neuronas para darle una vuelta de tuerca
manteniendo el nudo gordiano como epicentro de todo. Gabriel se lo prometió. No pudo hacer otra
cosa. Sabía que no volvería a verlo, y que ese era el legado que, con tanta generosidad, le dejaba.
Abre una botella de champán, dejando que la espuma salpique el suelo del apartamento. Acaba
de ganar su primer Oscar. Se ha escabullido de la fiesta en cuanto ha podido. En lugar de
continuar hasta la madrugada, dejándose felicitar por la multitud, ha preferido volver a casa y
celebrarlo a solas.
—Va por ti, amigo. Va por ti también, Bucky —murmura Gabriel, alzando su copa en un
brindis.

FIN
Sobre la autora

Mercedes de Miguel (Madrid, 1963), es licenciada en Derecho por la Universidad Complutense


y diplomada en Práctica Jurídica por ICADE. Ejerce como Procuradora de los Tribunales en la
provincia de Pontevedra desde 1.991.
Ha colaborado como articulista en ciudadrealdigital.es y también ha publicado diversos
relatos cortos humorísticos en la revista GOLG DIGEST.

Otras obras:

La mente del asesino, 2011; Tormenta, 2012; De lobos (divergentes), 2015 (coescrita con PL
Salvador); Misterio en el tanatorio, 2016; Caminos convergentes, 2017; La Virgen de los
Leggings, 2017; Cincuenta, 2018; La vida secreta de los Brandon, 2019; La extraña curación de
Marta, 2020 (coescrita con PL Salvador).
ÍNDICE

P R Ó L O GO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
Sobr e l a autor a

También podría gustarte