Está en la página 1de 210

Acerca

del autor
Daniel Gutiérrez Híjar nació en Lima en julio de 1983. Se
quitó la vida una tarde de agosto del 2028. No se fue solo. Se
llevó consigo al más conspicuo político hijo de puta aún no
capturado por la justicia. Publicó el libro de cuentos Latidos
del asfalto y las novelas El solitario de Zepita, Un país feliz y
Escenario.






















El solitario de Zepita



























Daniel Gutiérrez Híjar




El solitario de Zepita








EDICIONES DGH
Título de la edición original:
Zepita’s loner
Ediciones DGH
Lima, 2018




Diseño de la portada: Chris Mannix
Diseño de la contraportada: Marquis Warren







Primera edición: febrero 2019






© Daniel Gutiérrez
© Ediciones DGH, S.A., 2019






ISBN: 1307-19-830-8032-012
Depósito ilegal: A. 21041-888V





Printed in Breña, Lima


Capítulo 1


Martes 06 de setiembre del 2016

They say the bad guys wear black
We're tagged and can't turn back

Pantera - Cowboys From Hell




El celular se disparó a las cuatro y media de la mañana. El cuarto


estaba a oscuras. Solo brillaba la pantalla del aparato que no dejaba
de chillar. Era martes. Acallé el ruido y continué durmiendo. No dormía
tan profundamente desde el viernes, día en el que fui expulsado del
departamento donde viví con mi familia por casi dos años.

Esa noche del viernes, Melina, la nueva pareja de mi esposa, mudaba
sus cosas a nuestro departamento. Fui testigo de esa mudanza. Al
mismo tiempo, yo iniciaba la mía. Mientras Melina desempacaba,
ayudada por mi esposa, mi cuñada y mi hija -quien no tenía idea de lo
que le ocurría a su papi-, yo empacaba sin que nadie me prestase
atención. Ese mismo día, luego del trabajo, hallé el sitio perfecto para
reubicarme; un cuartito en pleno Centro de Lima, en el jirón Zepita,
entre los jirones Peñaloza y Chancay, calles repletas de todo tipo de
travestis. La librería del señor Luna y los bares que solía frecuentar me
quedarían a pocos pasos. Más no se podía pedir.

Ese viernes, dormí sobre una manta. Mi columna quedó hecha mierda.
La mañana del sábado, fui al Sodimac de la avenida Tacna. Compré
una escoba, un recogedor, un colchón inflable de dos plazas -con su
inflador-, una mesita blanca, una silla plegable, dos cojines azules, una
colcha de plaza y media y un ropero armable hecho de varillas de
aluminio y láminas de tela.

Invité a Rosario a pasar la noche.


Para la tarde, tenía el cuarto amoblado. Ahora, faltaba yo. Quería que
Rosario me viese presentable. Fui a Polvos Azules y compré unas
Adidas Superstar, originales.

La mudanza había reconfigurado mi cerebro cachivachero. Me deshice


de todo lo viejo. Vestiría y usaría solo lo esencial. Tiré a la basura las
tres zapatillas de cincuenta soles que había comprado en El Hueco
hacía cinco meses. No me asaltó la pena. Esas huevadas merecían
desaparecer. Las plantas de mis pies habían padecido ya bastante.
Me duché tranquilamente. El agua estaba tibia, rica. Me talqueé las
bolas y el ojete, que siempre me sudaba, caminase, durmiese o
corriese. Me talqueé los pies. Me vestí de negro. Me había traído toda
mi ropa negra y ajustada, que era poca. La ropa de colores, que era
mayoría, se fue a la mierda junto con las zapatillas de cincuenta soles.
En adelante, solo me vestiría de negro.

Me encontré con Rosario en Plaza Vea de Alfonso Ugarte. Compramos


un vinito helado. Caminamos a mi cuarto. Es bien chiquito, dijo, ni bien
abrí la puerta. Te lo dije; es recontra chiquito, le recordé. Sí, pero no
pensé que tanto, dijo, divertida con la situación. Un rato después,
luego de habernos tomado el vino, tiramos.

Con mucho cuidado, ensayamos diversas poses sobre el colchón.


Temíamos reventarlo. Enseguida, nos dimos cuenta de que resistía
bastante bien las refriegas del cache. Más confiada, se sentó sobre mi
pinga, de espaldas a mí. Movió el culo en círculos, con fuerza. Ah, qué
rico, por la putamadre. Las paredes y el piso empezaron a temblar.
¡Terremoto!, gritó un vecino. Nos detuvimos. No nos quedó otra que
cachar suavecito; el piso del cuarto transmitía nuestros movimientos
hacia las paredes.

Terminamos con una de sus gloriosas chupadas de pinga. La grabé


para el recuerdo. Eyaculé en su boca y me quedé dormido. Ella no;
continuó despierta un rato más.

Se fue a su casa el domingo por la mañana. Pasé todo ese día solo.
No pude dormir. A la medianoche, decidí salir. Fui a La Jarrita, una
discoteca para gays, lesbianas, transexuales y curiosos, en la nueve
de Camaná. Compré una Pilsen helada. La bebí cerca de una pantalla
gigante donde pasaban videos musicales.

Un tipo con cara de pavo, ebrio, de lentes, de cuarenta y tantos años,


bailaba con tres chicas. Identifiqué a una de ellas. Se prostituía en
Chancay. Me la había cachado hacía unos días, cuando aún no me
expulsaban de la familia. Se llamaba Estrella. Su servicio fue malo.
Falto de pasión. Pero era linda. Parecía una mujer de verdad. Ella,
más que bailar, se movía suavemente en su sitio. Eran sus amigas,
una chata culona y una grandaza de espaldas anchas, ambas
horribles, quienes pirueteaban en torno al pavo. Este se arrodillaba en
el piso salpicado de cerveza e incrustaba su nariz en el culo de la
grandaza. Movía la cabeza de un lado para el otro. Estaba en su salsa.

La chata culona se me acercó disimuladamente. Meneaba el trasero.


Sabía lo que tenía ahí detrás. Me lanzó miraditas que no correspondí;
estaba demasiado fea.

Terminé la cerveza y regresé al cuarto. Llegué en cinco minutos,


caminando tranquilamente.

Seguía sin poder dormir. Vi el video de la mamada de Rosario y me


corrí la paja. La eyaculada me noqueó durante unos segundos, pero
seguí sin conciliar el sueño. A las cuatro y media, se disparó la alarma.
La apagué y me puse la ropa de ciclista. Me había mudado con la bici
que compré en agosto, en Saga de Plaza San Miguel. Llegué al trabajo
en hora y media. Luego del almuerzo, cerré los ojos, sentado al
escritorio. El ruido de un mensaje en el WhatsApp me despertó.
Daniel, necesito plata. Era mi esposa. Lo que le había dejado para el
mes se le había ido en unos gastos imprevistos. Yo sabía que esos
gastos tenían que ver con la mudanza de su pareja. No le respondí
inmediatamente. Dejé que el tiempo me aplacara la ira. Luego de unos
minutos, le escribí que pasaría por su casa a las nueve, que me
recibiera para darle el dinero.

Le di la plata y me fui. Llegué al cuarto en diez minutos. Guardé la


bicicleta. Me bañé. Me vestí. Fui a la licorería de la cuadra tres de
Piérola. Compré un Queirolo helado y un paquete de galletas de soda.
El tendero añadió un vasito de plástico. Regresé al cuarto. Los
travestis escaseaban en el jirón Chancay. En Peñaloza, había unos
cuantos, pero feos. Por tercera vez, estaba solo en ese cuarto, mismo
Bukowski. Una buhardilla en pleno Centro de Lima, donde, como dijo
Eurípides, el peligro brilla como la luz del sol. Llené el vasito con un
poco del vino helado. ¡Ah! Preciso para la garganta.

Abrí la laptop y presioné el botón de encendido. ¡Carajo! No arrancaba


la huevada. ¿Qué pasó? Volví a presionar el botón. Nada. Ni un
pestañeo. Repetí el proceso veinte veces más. Entonces, supe cuál
era el problema. Temeroso de que mis vecinos me la robaran durante
mi ausencia, decidí llevármela al trabajo. La máquina viajó pegada a
mi espalda durante hora y media de ida y hora y media de vuelta. El
sudor -porque sudaba como un cerdo- había traspasado la mochila,
empapando mi laptop. Ni modo, pensé, mañana salgo temprano del
trabajo y me la llevo a Wilson. La avenida Wilson, ubicada a escasas
cuadras del cuarto, era el paraíso de las tiendas dedicadas a la venta y
reparación de computadoras.

Salí a caminar. Aún había pocos travestis. Ninguna de tetas y culo


grandes. Di vueltas por Chancay y Peñaloza. Nada. Los serenos
habían cuadrado sus carros en las esquinas. Hijos de puta. Ustedes
aquí y en La Victoria, el Callao y San Juan de Lurigancho los choros
atracando y matando a mansalva. ¿Qué daño hacían los travestis?

Regresé al cuarto. Volví a ver la mamada de Rosario. Su técnica había


mejorado con los años. Ya no me clavaba los dientes en el glande.
Eyaculé. Envolví la leche en un pedazo de papel higiénico que encesté
en el recogedor de basura. Dormí. Dormí profundamente en el colchón
inflable. Dormí calato, tapado solo con la colcha.
La alarma chilló a las cuatro y media, pero la mandé a la mierda.
Cuando desperté, a las seis y diez, sentí que por fin había hecho de
ese espacio de dos por dos MI cuarto. Me puse la ropa de ciclista y
llegué a la chamba en dos horas, manejando despacio y con concha,
oyendo Doble Nueve.

Capítulo 2

Miércoles 07 de setiembre del 2016









Salí temprano del trabajo. Manejé lo más rápido que pude. Llegué a
Zepita en hora y media. Guardé la bici y me bañé. Me vestí de negro,
empaqué mi laptop y salí.

Caminé por Peñaloza. Vi el enorme culo de Jazmín, que resaltaba de


entre todos los que se ofrecían en esa calle.

Salí a Nicolás de Piérola y torcí en Chancay. Puro cabro feo. Agarré


Zepita y salí a Wilson. Me detuve en el primer local de reparación de
computadoras que encontré. Una gordita simpática y blancona me
recibió. Sonreía. Le expliqué el problema de mi laptop. Discúlpame,
amiguito, la técnica no soy yo. Ahorita sale; está atrás. Otra gordita
apareció desde la trastienda. Esta no sonreía, era trigueña, y se vestía
como hombre. Era la técnica. ¿Serán torteras estas gorditas? Le
expliqué el problema. Me pidió la máquina. Se la di. ¿Tienes el
cargador? Se lo di. La otra gordita no paraba de sonreírme. Qué
bonitos tus tatuajes. ¿Éste no es Vallejo? Su dedo hincó uno de los
ojos del poeta. Sí, era él. ¡Qué loco! ¿Te gusta leer? Sí, me gustaba.
¡Qué loco! ¿Y éste no es Jaime Bayly? El mismo.

Amigo, creo que es la placa madre. Mira, para mañana te la tengo


lista. Te va a costar noventa soles. Perfecto. Me habían inspirado
confianza. Prometí regresar al día siguiente. Necesitaba que esa
máquina estuviese operativa cuanto antes. No hay problema, amigo;
mañana vienes a esta hora y la recoges.

Miguel, mi hermano, me había invitado a ver el Perú Ecuador en su


casa, en La Perla. Podía ir, pero el viaje sería largo: cuarenta minutos
en combi. Chelearíamos. Los comentarios irían y vendrían, al igual que
los vasos de cerveza. Me costaría abandonar la chupeta y al día
siguiente había que chambear. No, paso. Fui a la librería del señor
Luna, en Quilca.

Mis más de mil seiscientos libros se habían quedado en el


departamento de mi esposa y su pareja. ¿Para qué llevármelos?
Quería que mi hija creciera familiarizándose con ellos, estimándolos,
leyéndolos.

Al cuarto le faltaba libros. Yo los necesitaba. Por quince soles, metí en


la mochila Los Poemas Completos Y Las Prosas Selectas, de Eguren;
Abaddón, de Sabato; La Ciudad De Los Tísicos, de Valdelomar; El
Tungsteno, de Vallejo; Las Tradiciones Peruanas, de Palma;
Garabombo El Invisible, de Scorza; ¿Quién Mató A Palomino Molero?,
de Vargas Llosa; El Cantor De Tango, de Tomás Eloy Martínez;
Crímenes Imperceptibles, de Guillermo Martínez; una antología de
cuentos; y un volumen de historia de la filosofía.

En una tienda cercana, compré Vinifan, cinta adhesiva y un mata


polillas en spray. Había que resguardar los libros de las plagas.

De vuelta en el cuarto, empecé a forrar los libros. Forrarlos me gustaba


más que leerlos. Encendí la radio del celular Nokia que me dieron en el
trabajo. Era un modelo pequeño, barato, antiguo. Nadie, por muy
desesperado que estuviese, lo hubiera robado. Busqué la transmisión
del partido. Todavía jugaba Argentina, pero los comentaristas no
dejaban de anunciar que, en breve, la selección de todos saldría
victoriosa a aplastar a Ecuador. No te muevas de Radio Unión, ciento
tres punto tres de la efe eme.

Luego de cuatro libros forrados, llamé a Jazmín. Hacía varios días que
contaba con su número. Jazmín, hola, le dije. ¿Sí?, dijo ella, la voz
atiplada, de cabro. Soy el pata de los tatuajes de escritores, ¿te
acuerdas? Un silencio de duda. Mmm, ah, ya, dime. Nada, solo que
estoy por el Centro y quería saber si estás en Peñaloza. Sí, aquí estoy.
Bacán, ¿te parece si te caigo en quince minutos? ¿O ya fugas? Otro
silencio de duda. Ya, pues, te espero.

Forré El Tungsteno y Garabombo. Volví a rociarme el Rexona en las


axilas y aplicarme otro poco del perfume que mi esposa me había
obsequiado por mi cumpleaños, fragancia que Rosario había
encontrado bastante agradable -obviamente, no sabía que era un
regalo de mi esposa-.

No se muevan, ya viene el partido que todo hincha peruano de


corazón espera. Nosotros aquí, desde Radio Unión, le vamos a…

Ahí estaba el culazo de Jazmín. Me acerqué. Me reconoció. Sonrió.


¿Vamos? Vamos. Entramos al Malka Masi, hospedaje de más de cien
años de antigüedad, donde, se contaba, José María Eguren había
pasado la noche luego de un recital en el Politeama.

La pagué doce soles al tío que miraba fútbol detrás de un mostrador.


Ya estaba jugando Perú. Pasa, me dijo, sin despegar los ojos del
televisor. Me alargó un rollo de papel higiénico y un condón.

Jazmín había entrado en uno de los cuartos del primer piso. Me


esperaba sentada al filo de la cama. Me senté a su lado y le pagué sus
cuarenta soles. Los metió en su cartera. ¡Qué tetas! Se las toqué. La
tendí en la cama. Me apresuré en quitarle el sostén. Le lamí los
pezones. Gimió. Presionó mi cabeza contra sus senos.

Tenía que tirármela ya mismo. Me desvestí. Se quitó la pantaloneta


que le resaltaba aún más el rabo. Quedó al descubierto un culo
enorme y blanco. Se me paró la pinga. La tomó entre sus manos y le
encajó el condón. Échate boca abajo, le dije. Obedeció. La vista era
insuperable. Una mujer con el mismo cuerpo de Jazmín costaba entre
doscientos y trescientos soles. Esta perra me salía mucho más barata.

Me tendí sobre su culo. Hundí mi pichula entre sus nalgas. La cogí de


la cintura y empecé a bombear, sin metérsela. Me sobaba. Le agarré
las tetas. Volvió a gemir. Pegué mi cara a la de ella. Quería sentir de
cerca su arrechura. Unos cañoncitos le crecían en la barbilla o se
habían escapado de la afeitada. Me rasparon ligeramente.

Chúpamela, le dije. Ponte en cuatro y chúpamela. De un bocado, se


tragó mi pinga. La lamió. La idolatró. La hizo suya. Fueron dos ricos
minutos.

Ven, le dije. ¿Ahora qué quieres?, preguntó. Nada, respondí, solo


déjame chuparte las tetas mientras me la corro. Ella seguía en cuatro.
No, eso sí que no; yo quiero sentir esa pingota en mi culo. No me hice
de rogar. Se la metí. Empezamos en perrito. El furor me llevó a
terminar encima de ella, aplastándola. ¿Te gusta? ¿Te gusta así?, le
preguntaba, arrecho, sin dejar de bombear. Sí, sí, me encanta, hazme
un hijo, vamos. Se la seguí empujando. Tenía un ano ajustador.
Alguien gritó “¡gol!” y las luces del hotel se apagaron. No nos importó.
Estábamos demasiado arrechos como para detenernos. ¡Hazme un
hijo, hazme un hijo! ¡Ah! Terminé. La pinga me quedó latiendo dentro
de ese culo, botando la descontrolada leche.

Saqué la pinga con cuidado. Podía darse el caso del condón atorado
en el ano. No quería contagiarme de ninguna enfermedad.

Nos vestimos. Gracias, Jazmín. Estuvo rico. Te pasaste. Luego de un


cache, se me quitaba toda la lujuria y solo quería estar solo. Pero los
modales inculcados desde niño me obligaban a dar las gracias e
intercambiar algunas palabras. No me llamo Jazmín, dijo. Claro que sí.
Me dijiste que te llamabas Jazmín la última vez que estuvimos juntos,
le recordé. ¿Sí?, preguntó, cubriéndose las tetas con el brassier. Claro,
afirmé. Bueno, a mí me dicen Keiko, por lo chinita. Era cierto, tenía los
ojos rasgados. Quedamos en ir a un bar. Conversaríamos; nos
conoceríamos un poco más. Me interesaba saber cómo se había
hecho cabro. Planeaba escribir la historia de un tipo que, tras terminar
una relación heterosexual, se hacía novio de un travesti de tetas y culo
desproporcionados. Había mucho por investigar.

Salí del Malka Masi. Estaba ligero, fresco. Si el mundo aplacara sus
urgencias como lo hacía yo, sería un lugar feliz, sin guerras.

Caminé por Nicolás de Piérola. Unos cuantos tipos, acumulados en las


afueras de un minimarket, veían el partido. Perú, uno; Ecuador, cero.
Al minuto, gol del Ecuador. ¡Malos de mierda!, gritó un vejete. Era
calvo, delgado, y el poco pelo que le quedaba arriba de las orejas
estaba tieso y gris. Apestaba a sudor de semanas.

Terminó el primer tiempo. El grupo se deshizo. El vejete se acercó a un


tacho de basura y metió la mano en el agujero. Sacó algo que se llevó
a la boca. Murmuraba. No se le entendía. Se alejó.

Fui a Chancay y seguí hasta Quilca. En la cuadra cuatro, el


restaurante Piero era el único atendiendo a esas horas. Las mesas
estaban llenas de botellas de cerveza. Hallé un asiento vacío. Entré y
pedí una cerveza bien helada. Al poco rato, empezó el segundo
tiempo. ¡Písenles la cola a esos monos malparidos!, se exasperó un
tío. Llevaba el pelo engominado y raya al costado. Un bigotito
grasiento le colgaba de la nariz. ¡Esos monos no nos ganan! ¡La casa
se respeta, carajo!

Cuando entró La Pulga, se escucharon aplausos. Sin la leche


jodiéndome la cabeza, me entregué al disfrute del partido. El tío del
bigotito era el más entusiasta. Aplaudía, gritaba, saltaba, golpeaba la
mesa cuando los jugadores desobedecían las instrucciones que él,
desde su mesa, forjaba a viva voz. De pronto, se hace un silencio. Tiro
libre para Perú. Lo lanza Cueva. La pelota hace pim pum pam en el
área chica hasta que se la encuentra Renato Tapia. Pam, dispara y gol
peruano, conchasumadre. ¡Goooool, carajo! ¡Goooool por la
reputamadre!

Era ya la medianoche. Quedábamos pocos en el restaurante. Yo


terminaba mi segunda cerveza. El propietario del lugar, un provinciano
de nombre Eric, compartía una cerveza con un amigo. Por las puertas
aún abiertas, se filtró un tío de pelo entrecano, delgado. Vestía una
vieja casaca de cuero. Se acercó a la mesa del dueño.

Eric, yo te conozco. Sé que me conoces, también. Seguro no te


acuerdas. Trabajo aquí cruzando la calle; en esa imprenta, señaló.
Miren, no quiero interrumpir su conversación. Es solo que mi pecho
está hinchado de orgullo, eructó. No puedo más. Tenía que decirles,
decirles a todos los presentes aquí, nos miró, que estoy orgulloso de
ser el papá de Tapia. Sí, soy el papá de Renato Tapia. ¿No me creen?
Sacó algo del bolsillo de atrás de su pantalón. Eric, mira, mi DNI. ¿Qué
dice ahí? ¿Ves? Me apellido Tapia. Eric y su amigo lo miraron como se
mira a un borracho que habla huevadas. Yo me estaba creyendo el
cuento. ¿Y cuál es el apellido de tu esposa, de la mamá de Tapia?,
preguntó Eric. El señor Tapia dudó. No supo qué decir. Eh, este, este,
este. Bueno, un abrazo y arriba Perú. Se retiró.

Unos minutos después, también me fui. Era rico dormir completamente


calato en tu propio cuarto.

















Capítulo 3

Del jueves 08 al viernes 09 de setiembre del 2016






Jean Carlo se acercó a mi escritorio. Daniel, los italianos quieren que


arranquemos los ventiladores este viernes. Así que mañana viajamos
con el técnico. Nos vamos en mi camioneta. Salimos en la tarde. Nos
encontraremos en Plaza Norte. ¿Está bien? Yo te confirmo la hora.

Me acababan de cagar el primer fin de semana completamente


instalado en Zepita. Daniel, volvió a la carga Jean Carlo; no es
necesario que vengas mañana a la oficina. Así tienes tiempo para
alistar bien tus cosas.

Llamé a mi esposa. Le conté del viaje; no podría ver a la bebe el fin de


semana. ¿Puedo verla hoy, por favor? Claro, no había problema.

Llamé a Rosario. Malas noticias; tengo un viaje para mañana. No


estaré el fin de semana. Me dijo que no importaba, que podíamos
vernos el próximo. Un rato después, me envió un mensaje: Te visito
hoy a las once y media; después de mi clase. ¿Te parece? Hacía unos
meses, Rosario había vuelto a las aulas. La Bibliotecología, que había
estudiado en San Marcos, no resultó rentable. Decidió convertirse en
ingeniera industrial. Se inscribió en la UPC, en el programa diseñado
para la gente que trabajaba. Claro, vente, le escribí. La pasaremos
rico, ya verás. Te chuparé el pene hasta que te quedes dormidito y
puedas viajar tranquilo mañana. Me pidió que la esperase en El
Queirolo.

Llegué a mi cuarto poco antes de las ocho. Cuadré la bici al pie de las
escaleras. Me bañé. Me vestí. Corrí hacia el paradero de buses en
Alfonso Ugarte. Ya quería ver los ojitos de mi hija.

Mi esposa me contó los logros de la bebe en el colegio. Ya escribía del


uno al diez. ¿Cierto, amor?, le pregunté. Yes, daddy, me dijo ella, con
su fina vocecita. La cubrí de besos; los cachetes, la frente, las orejitas,
su pelito.

Les invité unas hamburguesas en una sanguchería de la cuadra


catorce de La Alborada.

Ahora vas a ir a la casa a dormir con mamita, ¿ya? Sí, papi. ¿Me
prometes que no vas a llorar y vas a dormir tranquilita? Yes, daddy. La
volví a besar. Mi esposa y yo nos despedimos. Cuídense, por favor. Ya
nos vemos pronto. Mi esposa me abrazó. Cuídate mucho, cuídate por
nuestra gordita. La bebe subió tres escalones y me dijo: Papi, papi,
sube, por favor. Su pedido me quebró el corazón. Su inocencia le
cubría la jodida realidad. Esa ya no era mi casa. No puedo, mamita;
pero sube que arriba está Mel. ¿Quieres jugar con Mel? Sí, papi. Subió
el resto de peldaños, alegre. ¿Vas a portarte bien? Sí, papi. Mel era
Melina, la pareja de mi esposa. Mi bebe la quería mucho. Se
entendían. Mel era excelente con los niños; les tenía paciencia.

Eran las once cuando llegué a Alfonso Ugarte; aún a tiempo para el
encuentro con Rosario. Al pie del colegio guadalupano, en puestos
improvisados, se vendían libros, celulares, ropa, gorras, billeteras.
Hallé la edición original de Conversación En La Catedral, de 1971, en
dos tomos. En la biblioteca que dejé en el departamento de mi esposa,
tenía una copia pirata. Esos tomos eran una joya. Dame diez soles por
los dos, me dijo el vendedor, un joven de barba tupida. Pagué. Era una
ganga. Recibí un mensaje de Rosario. Estaba a cinco minutos del
Queirolo. Apuré el paso. Conseguí releer las primeras páginas del
tomo uno. Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles,
edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos
flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había
jodido el Perú?

Compramos unas cervezas en el camino a mi cuarto. Conversamos.


Bebimos directamente de las botellas. Una para mí; la otra para ella.
En este cuarto jamás habrá un vaso, le dije. Acá todo se toma del pico.

Me contó sus problemas. El octogenario dueño del departamento que


alquilaba había fallecido hacía poco. Los herederos querían desalojar
a los inquilinos y vender la casa. Varias constructoras estaban
dispuestas a levantar modernos edificios en ese lugar. Las ofertas eran
incontables. Seguía sin trabajo. Vivía de sus ahorros. Pero, Diosito es
grande, acababa de recibir una propuesta de trabajo en PetroPerú.
Ahora que nos quieren desalojar, tengo que tener dinero para
buscarnos otro lugar. Desde que egresó de la San Marcos, nunca le
faltó trabajo. El último fue en VISA, donde nos conocimos. La empresa
sufría la crisis más jodida de su historia. Había empezado a
deshacerse del personal que estuviera a punto de cumplir los cinco
años de permanencia. Ese fue el caso de Rosario. Afortunadamente,
salía lo de PetroPerú. Brindamos por eso.

Puse Doble Nueve. Habíamos prescindido de las luces. Ella ocupaba


la sillita azul. Yo tenía el culo en el suelo, la espalda contra la pared.

Al término de las cervezas, nos acostamos. Me chupó la pinga tal cual


lo prometió. Eyaculé. Nos quedamos dormidos casi de inmediato.

Nos despertó la alarma de mi celular. Tenía el culo de Rosario contra


mi pinga. Se me puso dura. Se la metí en la concha, por detrás.
Empezó a gemir. Chúpame la pinga, perra, le ordené. Obedeció. Le
gustaba que la llamara así; perra. Volví a eyacular. Esta vez, dentro.
Rosario se cuidaba con un anillo que se insertaba cada cierto tiempo
en la vagina.

La acompañé a tomar su colectivo. Caminamos hasta la siete de


Tacna. Anotas la placa, ¿ya?, me pidió, por seguridad. Sí, claro, la
apunto de todas maneras, le aseguré. No apunté nada. Ni siquiera
memoricé el número. Sabía que a nosotros difícilmente podría
pasarnos algo malo, sobre todo después de haber tirado tan rico.

Compré algo más de ropa en la calle Capón; un par de pantalones


ajustados y tres camisas oscuras.

Regresé al cuarto. Me bañé. Me vestí. Empaqué lo que llevaría al


viaje. Tomé el bus a casa de mamá. Ella custodiaba mis zapatos con
puntera de acero. Toda mina te pedía ingresar a sus instalaciones con
ese calzado. Me recibió con un lomazo saltado. Me alcanzó un jugo de
maracuyá, heladito, como me gustaba. Ahí están tus zapatos, me dijo.
Gracias, má. Los había lustrado hasta sacarles un brillo que ya no
tenían. Descansa, hijito. Duerme un ratito. Era buena idea. Antes, le
mandé un mensaje a Jean Carlo; que me confirmara la hora del
encuentro. A las ocho en Plaza Norte.





Capítulo 4

Del viernes 09 al domingo 11 de setiembre del 2016








Partimos a las nueve de la noche. Jean Carlo y Ricardo, el técnico


electricista, hicieron turnos para manejar la camioneta. Yo tenía
brevete, pero no sabía conducir. Me lo habían solicitado hacía seis
años para que me admitieran en una empresa minera. Tuve que
coimear para obtenerlo.

Unos metros después del control vehicular de Ancón, nos detuvo un


policía. Ricardo manejaba. Putamadre, murmuró Jean Carlo, desde el
asiento de atrás, flanqueado por su esposa e hija, que viajaban a
Pacasmayo. Nosotros continuaríamos hasta el proyecto, en Piura.
Ricardo, los papeles están en la guantera.

El policía se acercó a la camioneta. Pidió los papeles. Los examinó


¿Quién es Jean Carlo Caballero? Yo, jefe, dijo Jean Carlo, asomando
la cabeza para que el oficial pudiera verlo. ¿Sabía que este permiso de
lunas polarizadas le autoriza solo usted la conducción del vehículo?
¿Lo sabía? Sí, jefe, solo que… Entonces, ¿por qué está manejando
este señor? No, jefe, lo que pasa es que yo estaba descansando un
ratito porque nos estamos yendo hasta… Bájese del auto. Vamos a
tener que llevarlo a la comisaría. El policía se alejó de la ventana. Se
ubicó en la parte posterior. Putamadre, volvió a decir Jean Carlo. No
hables lisuras, oye, lo amonestó su mujer. Sin hacerle caso, sacó un
par de billetes de su bolsillo. Ya vengo; voy a arreglar con ese huevón.

Listo, dijo Jean Carlo. Yo manejo, le dijo a Ricardo. El tombo me avisó


que por el Óvalo de Huacho hay otro operativo. Una vez que lo
pasemos, manejas tú otra vez.

Dormí bien toda la noche. Era una ventaja no saber conducir. Nos
detuvimos en un grifo. Estábamos en Pacasmayo. Ricardo y yo
bajamos del auto. Tómense un desayuno y yo regreso por ustedes.
Voy a dejar a mi esposa aquí en la casa de su mamá. Toma, me
extendió la tarjeta de débito de la empresa; para que pagues el
desayuno. Coman bien, ah.

Regresó al cabo de cuarenta minutos. Reanudamos el viaje. Al


mediodía, llegamos a Olmos. Buscamos un restaurante. Solo
encontramos pobreza y desolación. El intenso calor acentuaba la
miseria. Los pocos lugares que ofrecían comida eran penosos;
chabolas de esteras y un escuadrón de moscas escoltando el ingreso.
Por alguna razón, Jean Carlo no encendía el aire acondicionado de la
camioneta. Yo vestía un polo de manga larga. Sudaba. Deseé
quitármelo. Pero no podía; quedarían al descubierto mis tatuajes.
Podría perder mi trabajo.

Hallamos un lugar más o menos decente. Los dueños estaban


sentados en el piso de la entrada. Eran un hombre gordo, su esposa y
un par de muchachitos. No parecían muy incómodos con las moscas
que sobrevolaban sus cabezas. Al ver que nos aproximábamos, se
levantaron para recibirnos. Bienvenidos. Los chibolos salieron
disparados persiguiendo una gallina. Estaban descalzos. Una joven
embarazada fue la encargada de leernos el menú y tomar nuestra
orden. Pedimos lo mismo; pollo horneado con arroz blanco. ¿De
tomar? Una Inka Kola bien helada.

Un perro se me acercó. Se sentó en el suelo. Me miró. Quería comer.


Tenía el hocico alargado. Lo vi bien. Era una perra. Tenía varios
pezones. Gruesos. Apuntaban al suelo. Se le veía las costillas. Me dio
pena. Sus ojos eran parecidos a los de mi esposa; el hocico era
idéntico a su nariz larga. Sentí que me miraba ella y no el animal.
Cuando llegó nuestro pedido, sin que Jean Carlo ni Ricardo lo notasen,
le arrojé mi presa. Se la tragó de un bocado. Movía la cola con
dificultad. Estaba débil, pero agradecida.

Dos horas después, llegamos a Canchaque, un pueblito piurano en el


que se ubicaba la oficina principal de la constructora. Se trataba de un
modesto hotelito de dos pisos convertido en una serie de despachos.
Nos recibió Luciano Brasca, el ingeniero italiano a cargo del proyecto.
Era delgado, algo encorvado, rubio. Se estaba quedando calvo.
Fumaba. Nos largó un discurso sobre los funcionarios piuranos. Solo
servían para ponerles trabas a los proyectos. Papeleo tras papeleo. En
Italia hacemos las cosas speditamente. Acá le dan vuelta a tutto,
¡joder! Ya han pasado seis meses y hasta ahorita no puedo perforar mi
túnel. Yo quiero dejar esta merda lista y largarme a otro proyecto en
Cuba. No puedo estar cuatro annos detrás de un tunnel di merda.
Bueno, basta de parlare. Vamos al campamento del proyecto para que
pasen la induzione de seguridad.

Luciano y su chófer treparon en una camioneta. Condujimos detrás de


ellos. Íbamos por una trocha angosta y serpenteante. A un lado,
teníamos un abismo de proporciones. Ese camino nos llevaría desde
los quinientos metros en que se hallaba Canchaque hasta los cuatro
mil doscientos del proyecto. La neblina y el crepúsculo se convirtieron
en un riesgo para nuestras vidas. Jean Carlo nunca había conducido
por ese tipo de caminos. Le temblaban las manos. Tenía los ojos bien
abiertos, como a punto de reventar. Un bus interprovincial se apareció
repentinamente rompiendo la neblina. Iba a toda prisa, como huyendo
de la policía. Jean Carlo torció el timón a la derecha y logró esquivar al
bus que, cual asteroide, se nos venía encima. ¡Hijo de puta!, gritó. Sus
reflejos nos habían salvado. Estuvimos a punto de morir y aún no
escribía la novela que me perseguía desde hacía un tiempo. Si
regresaba con vida a Lima, empezaría a escribirla. Contaría que un
exalumno de la Católica, casado, con hija, y un trabajo respetable,
tiraba con travestis. Rosario, mi esposa, mi familia, mis amigos se
escandalizarían, pero ya no me importaba. ¿No se escandalizó
también el París del siglo XIX cuando apareció Madame Bovary? ¿Y
quién recordaba siquiera a alguno de los moralizadores que
censuraron la novela? Nadie. Solo pervivía la figura del escritor, de
Flaubert.

Eran las seis cuando llegamos al campamento del proyecto. Virgilio, el


ingeniero de seguridad de la constructora, nos daría la inducción.
Éramos un grupo de siete contratistas. Hicimos un semicírculo en el
patio de tierra del local. Bueno, dijo Virgilio, asumo que todos estamos
bien de salud; sino no estaríamos aquí. Con eso hemos concluido el
chequeo médico. Así, al ojímetro, no más. Se rio. Con respecto a la
charla de seguridad, será rápida, como le gusta al ingeniero Luciano.
Primero, tengan cuidado con las bestias que manejan los buses
interprovinciales en los caminos hasta aquí. Esos te meten el carro, no
más. No les importa nada, ni sus propias vidas. Tengan cuidado. En
segundo lugar, en la obra, es obligatorio el uso de casco, zapatos de
punta de acero y lentes de seguridad. Si van a manipular algo, no
olviden ponerse sus guantes de cuero. Y, tercero, siempre vean por
dónde pasan los equipos; debemos evitar atropellar y ser atropellados.
Buena suerte. Fue una de las inducciones de seguridad más rápida de
la industria. Firmamos un registro. La visita al túnel será mañana. A las
siete, partimos de acá, agregó Virgilio.

¿Hay algún alojamiento por aquí?, preguntó Jean Carlo. No había.


Todas las casas y los poquísimos hospedajes del lugar habían sido
alquilados por la constructora para su personal. Solo quedaba ir a
Huancabamba, el pueblo más grande y moderno de la zona. ¿Cómo
se llega allá?, volvió a preguntar Jean Carlo, asustado ante la
posibilidad de volver a toparse con otros buses interprovinciales.
Nosotros vamos para allá, dijo un joven que pertenecía a una empresa
proveedora de cemento. Sígannos.

Huancabamba estaba a media hora del campamento. Nos alojamos en


el hotel más decente del pueblo; un edificio de cuatro pisos. La única
habitación libre en el primer piso fue para Jean Carlo. A Ricardo y a mí
nos tocó la 405 y la 401, respectivamente. Dejamos las mochilas y
fuimos a cenar.

Antes de dormir, acordamos encontrarnos en el vestíbulo a las seis de


la mañana, listos para regresar al campamento.

El baño tenía agua caliente. Me bañé. Me sequé las bolas, los pies, el
culo y la cabeza viendo los noticieros de la tele. Apagué la luz y me
cubrí con la colcha. Cogí el celular y busqué una porno. Dos tetonas
veinteañeras se la chupaban a un moreno basquetbolista. El negro,
con sus dedos largos como patas de tarántula, les pellizcaba los
pezones. La pinga del negro les inflaba los cachetes. Imaginé que me
la chupaban a mí. Me vine en un pedazo de papel higiénico. Dormí
tranquilo.

A las tres de la mañana, un temblor despertó al hotel. El edificio se


movió durante sesenta segundos. Las paredes parecían de papel.
Permanecí acostado, esperando estoicamente el momento en que el
techo me cayera encima. Era otro aviso de la muerte. Si me salvaba
de esta, empezaría a escribir y publicar la novela.















Capítulo 5

Del domingo 11 al lunes 12 de setiembre del 2016








Ricardo configuró los variadores de frecuencia, unos aparatos que


regulaban el consumo de energía de los ventiladores. Terminó el
trabajo en veinte minutos. Jean Carlo le comunicó a Luciano que todo
estaba listo. Queríamos irnos pronto. Era lo atractivo de este trabajo:
viajabas, te quedabas unas horas en el proyecto, y regresabas a la
ciudad. Muy diferente de la esclavitud del sistema minero.

No tan rápido, dijo Luciano. Quería que Ricardo programara los


variadores en un modo para el cual no habían sido diseñados. Ricardo
lo intentó. Llegó la hora del almuerzo y Ricardo seguía intentándolo.
Jean Carlo se sacaba fotos al lado de sus ventiladores. Vamos a
mangiare, dijo Luciano. Después, continúas, le dijo a Ricardo. Los
obreros treparon en una van. Luciano y su chofer lideraron el camino.
Nosotros fuimos a la zaga. Un obrero, que no alcanzó cupo en la van,
nos pidió un aventón. Se acomodó atrás. Se llamaba Clemente.
Disculpe, ingeniero, le dijo a Jean Carlo, que conducía, ¿ustedes qué
ven aquí? Veíamos la ventilación. Ah, ya. ¿Se quedan mucho tiempo?
No, hoy mismo nos regresábamos a Lima. Quién como ustedes, inge;
acá nosotros trabajamos treinta y cinco días y solo descansamos siete.
Encima, ni nos pagan los descansos. Los ingenieros acá son bien
ratas. En el proyecto que teníamos en Ica, los ingenieros pasaban
vida. No había fin de semana que no se emborracharan. En cambio, a
mis compañeros nos detectaban un poco de aliento y nos botaban
como perros. Contó más historias; como la del ingeniero de seguridad
que se emborrachó en su cuarto con la chica del servicio de
lavandería. Habían tomado cerveza, vino, pisco. Al día siguiente, todo
el mundo se preguntaba dónde estaba el ingeniero; no se había
presentado a ninguna de las reuniones de trabajo que solía presidir. Lo
buscaron. Lo hallaron en su cuarto, desnudo, roncando, con la mujer al
lado. El cuarto entero olía a alcohol, a semen, a vómitos. La chica fue
expulsada de la empresa. El ingeniero solo recibió una amonestación
escrita.

Clemente nos contó de los accidentes que habían enlutado a los


proyectos de la empresa. Había una señorita bien simpática, no me
acuerdo su nombre, que trabajaba en el área de Comunidades. Una
vez hubo un problema con la comunidad. Habían bloqueado la
carretera para protestar. Entonces, esta chica fue al pueblo para
reunirse con los dirigentes. Viajó en una camioneta de la empresa. Ella
iba en el asiento de atrás, trabajando en su computadora, creo. En eso
llegan al tramo que la empresa estaba construyendo, en la ladera de
una montaña. Estaban doblando una curva cuando de lo alto cae una
piedra de este tamañito, vea; así, no más, era la piedrita, pero con la
fuerza de la caída atravesó el techo del carro y se hundió en la cabeza
del chofer. El pata mancó en una. Pucha que la chica se controló;
nervios de acero tenía, no se asustó, y lo primero que hizo fue
lanzarse por la puerta que tenía al lado. Imagínese que ella salta y el
carro al siguiente segundo se fue derechito al abismo. Había más
relatos. Gente que moría decapitada, sin piernas, sin brazos. La
empresa demoraba en pagar las indemnizaciones. Treinta mil dólares
valía la vida de un obrero. Si el cuerpo no era encontrado en el
accidente, como pasó con dos chamberos a los que se llevó el río, los
deudos no veían ni un centavo.

Luego del almuerzo, regresamos a la obra. Yo solo pensaba en volver


a Lima. Ricardo continuó intentando cumplir el pedido de Luciano.
Dieron las cuatro de la tarde y no conseguía resultado alguno. Los
mosquitos del lugar, unos insectos medio verdes, gordos y peludos, se
pegaban a la piel. Cuando los sentías, ya era demasiado tarde; te
dejaban un chupazo. Ricardo, acaba rápido, carajo. A las cuatro y
cuarto, se dio por vencido. No quiero malograr los variadores, Jean
Carlo. Mejor, me gustaría probar lo que quiere el gringo con los que
tenemos en Lima. Además, Luciano quiere esa vaina para cuando el
túnel llegue a los dos kilómetros, y ahorita no llevan ni doscientos
metros. Tenemos bastante tiempo para hacer las pruebas con calma.
Dile eso al gringo, por favor, que le vamos a dar la solución en las
próximas semanas. Luciano entendió. Al fin y al cabo, el propósito
inicial de la visita –configurar los variadores- fue conseguido. Nos
despedimos. Partimos hacia Lima.

Hicimos una parada en Sondorillo. Eran las nueve de la noche.


Compramos panes y gaseosas. Tres horas después, estábamos en
Pacasmayo. Ricardo y yo tomamos un bus a Lima. Jean Carlo se
quedaba con su familia. Regresaría a la oficina en los próximos días.
El viaje fue largo. Era la una de la tarde, cuando llegamos a Lima.

La agencia estaba a pocos pasos de Polvos Azules. Caminé hasta allí.


Me compré unas Supra. Acompañarían a mis Adidas. También, unas
mancuernas para ejercitar los brazos. Tomé un taxi a Zepita.

Me rondaba el temor de hallar el cuarto desvalijado. Pero todo estaba


en su lugar. Me convencí, finalmente, de que era un lugar seguro.
Acomodé mis nuevas adquisiciones. Me bañé. El agua estuvo rica.
Decidí que empezaría a escribir la novela. La iría publicando en mi
blog, capítulo a capítulo hasta terminarla. Tenía el nombre: El Solitario
De Zepita.












Capítulo 6

Del lunes 12 al miércoles 14 de setiembre del 2016








Antes de acostarme, subí al blog el primer capítulo de la novela. Lo


escribí en una cabina de internet, en La Colmena. Contra lo que creí,
no le generó ninguna molestia a Rosario.

Patricia Gibellini era la nueva asistente de Jean Carlo. Era bastante


guapa, pero le faltaba culo y tetas. La conocí la mañana del martes.
Jean Carlo aún no regresaba de Chiclayo. Uy, pero él me dijo que
viniera hoy. Decidió que le hablaría por teléfono. Nos vemos, me dijo.
Un gusto conocerte.
Poco antes de regresar a casa, llamé a Rosario. Quería verla. Ya, yo
también quiero verte. Te caigo a eso de las diez u once. Te confirmo.

Salí temprano del trabajo. Me detuve en Wilson. Pregunté por mi
laptop. La gordita se deshizo en disculpas. Amigo, lo que pasa es que
mi contacto recién ha encontrado la pieza que necesito para reparar tu
computadora, pero estará en Lima todavía en un mes. ¿Tanto? Sí,
amigo. La gordita había tenido cuatro días para desarmar mi laptop a
su antojo. Nadie más querría repararla. No me quedaba alternativa.
Está bien, regreso en un mes.

La esperé en Quilca, a las afueras de una de las estaciones del


Metropolitano. Venía de la UPC. Había tenido un día infortunado con la
ropa y su cabello. Parecía una bruja. Caminamos a mi cuarto.
Compramos un par de cervezas heladas. Nos tiramos en el colchón.
Abrí las botellas. Bebimos. En su celular, vimos algunos videos que,
sabía yo, harían que se cagase de la risa. Cuando terminamos las
cervezas, apagamos todo. Nos desvestimos. Mientras se la metía, le
chupaba las tetas. Eran mi debilidad. Eyaculé al poco rato. Antes de
quedarme dormido, le pedí que me despertase temprano; el decano de
la UNI quería reunirse con Jean Carlo. Como no estaba, debía ir yo.

El decano de la UNI resultó ser Jorge Huayta. Era bajo, muy trigueño,
tímido, las manos siempre sudorosas. Lo había conocido en el 2014,
en Julcani, mina en la que yo trabajaba como jefe de ventilación. El
superintendente de Planeamiento, mi jefe, muy amigo de Huayta, lo
contrató para que efectuase un estudio de ventilación. Lo que nos
entregó fue una mierda. Su informe terminó en el tacho de basura.
Parecía que cualquiera podía ser decano.

La reunión fue corta. Querían conectarle un variador de frecuencia al


ventilador que les vendió Jean Carlo. Pero aún no había electricidad
en el laboratorio donde el ventilador seguía cubriéndose de polvo. Mil
disculpas, Daniel; los vamos a llamar en cuanto solucionemos este
inconveniente. En serio, ¿cómo había llegado este insecto al
decanato?

Decidí tomarme el resto del día. Había hallado una lavandería en el


mismo Zepita, a una cuadra de mi cuarto. Les dejé una bolsa de ropa
sucia. La dependienta, una gordita de pelo pintado, pesó la bolsa.
Siete soles, amigo. Le pagué. Recógela mañana. ¿No había problema
si la recogía el sábado? Tenía que trabajar al día siguiente. No, amigo,
no hay problema. Le pregunté por el letrerito que colgaba cerca de su
balanza: No se admiten prendas íntimas. En mi bolsa, había siete
bóxers y siete pares de medias blancas. Ese letrero es para los
travestis que vienen aquí. Sabrá Dios qué enfermedades tendrán en
esos calzones. A ellos no les acepto ninguna prenda interior.

Fui a la calle Capón. Compré más bóxers, medias y polos. Lo


necesario para la semana. Regresé sudando al cuarto. Sudaba mucho,
incluso en invierno. Me sudaban la espalda, el pecho, los huevos y el
culo. Me bañé. Cogí un libro. Tenía una prosa fulminante. Me durmió al
instante.











Capítulo 7

Del jueves 15 al viernes 16 de setiembre del 2016








Cogí un libro y salí del cuarto. Fui a La Jarrita. Siempre cabía la


posibilidad de tirar gratis con una trava. Brother, saludé al portero del
local. Causa, esto es un bar de travestis, me advirtió. Sí, ya sé, le dije.
Entré. Una pareja conversaba en una mesa. Dos chelas, dos vasos.
No hay ambiente, ¿no, brother?, le dije al portero. Así son los jueves,
respondió.

A dos casas de La Jarrita, se hallaba La Casona De Camaná. No sabía


que existía. Se notaba que no era un bar de cabros. Entrada gratis,
decía un cartelito. Un tipo flaco me esculcó antes de entrar. El lugar
había sido el hogar de alguna vieja familia rica. Cada cuarto era el
reino de un género musical: rock, reggaetón, salsa, electro.

Me acodé en la barra del ambiente rockero. Pedí una cerveza. Prendí


un cigarro. Me entregaron la cerveza. Leí. Era Los Señores, de Luis
Alberto Sánchez. Isaías, hijo mayor de don Nicolás de Piérola, junto a
unos matones, irrumpe en Palacio de Gobierno. A punta de balazos,
secuestran al presidente Leguía y lo conducen hasta la Plaza de la
Inquisición. Le obligan a firmar un documento en el que declara dimitir
de la presidencia. Las cosas estaban más interesantes en el libro que
en La Casona.

Un pata y dos flacas se aparecieron en la barra. Pidieron cervezas.


Los tres eran gringuitos. Pitucos. Recibieron unas Coronas y se
alejaron a un rincón del ambiente.

Leguía es liberado por un grupo de gendarmes. Varios muertos tapizan


el suelo de la Plaza. El presidente, devuelto a su sillón, ordena
perseguir a todos los pierolistas hijos de su madre.

Iba por mi tercera cerveza cuando alguien dijo: Hola, gente. Somos
Koala. Hoy vamos a ofrecerles un tributo a Panda. Por Elena, antigua
enamorada cuyas mamadas relaté en Latidos Del Asfalto, el único libro
que había publicado en mi vida, conocía varias canciones de esa
banda. Cerré la novela y me acerqué al escenario. Tocaron las
canciones que me sabía de memoria. Las canté. Las grité. La Pilsen
era mi micrófono. Luego de tres temas, tenía el bividí empapado de
sudor. Una gringuita se movía junto a mí. Era una de las pitucas de la
barra. Me miró. ¿Te gusta Panda? Asentí. El vocalista anunció una
canción que yo desconocía. Era demasiado lenta. Regresé a la barra.
Terminé mi cerveza y pedí otra. Continué leyendo. El concierto era un
montón de canciones sin alma; lo peor de Panda.

¿Qué lees? Era la rubia de hacía ratito. Bebía una Corona. Era
preciosa. Tenía unas tetas redonditas. Llevaba una pantaloneta
ajustada a un culito trabajado en el gimnasio. Le mostré la tapa del
libro. Es la primera vez que veo que alguien lee en una discoteca. Se
echó un trago de la Corona. No tenía otra cosa que hacer, le dije. Fue
una acotación estúpida. Ella sonrió. Ya sin entender lo que leía, me
preguntaba por qué una chica así me estaba hablando. Permanecí en
silencio; los ojos en el libro.

Terminé la cerveza. Dejé la botella sobre la barra. Nos vemos, le dije.


Espera. Su mano cubrió el rostro tatuado de Guy de Maupassant en mi
brazo izquierdo. Nos miramos. ¿Puedo darte un beso? Disimulé mi
sorpresa. ¿Era cierto eso? ¿Una pituca quería chapar conmigo?
Seguro no era tan pituca. Debía decir algo que sonase inteligente y
liviano. La respuesta equivocada destruiría sus intenciones. ¿Solo
uno?, se me ocurrió. Volvió a sonreír y me besó. Fue un beso largo.
Nuestras lenguas se enredaron. Se me paró la pinga. Despacio, se la
arrimé al cuerpo. Cuando la sintió, terminó el beso. ¿La había
ofendido? ¿Qué fue eso?, preguntó. ¿Qué fue qué?, me hice el cojudo.
Olvídalo. Besas rico. No te pierdas. Nos vemos. Bye. Regresó con sus
amigos.

Caminé a mi cuarto. Eran las dos y media de la madrugada. Estaba


agotado. Me calateé y me derrumbé en el colchón.








Capítulo 8

Domingo 18 de setiembre del 2016









Volví a La Jarrita. Quería levantarme gratis a una trava. Era la una de


la mañana y el lugar estaba repleto. Había todo tipo de travestis.
Ninguna estaba sola; andaban en grupos o acompañadas de amigos y
maridos.

Compré una cerveza y me ubiqué cerca de las travas más ricas. Eran
cinco; dos, realmente bellas. Dos tipos, vestidos como reggaetoneros,
eran quienes les proveían la cerveza.

Ozuna era el nombre del reggaetonero de moda. Sus canciones se


sucedían sin parar.

Tres tetonas recién llegadas se instalaron a un metro de mí. Una de


ellas vestía un shorcito diminuto. Mostraba todo el culo. Terminé mi
botella y fui por otra. Al regreso, me ubiqué más cerca de ellas. La
chica del shortcito se colocó delante de mí. Restregó el culo contra mi
pichula, que se puso como piedra. Le gustaba sentírmela. La tomé de
la cintura. La pegué del todo a mí. Echó su cabeza sobre mi hombro y
me besó. Su lengua se revolvió sin control dentro de mi boca. Bajé las
manos y le agarré el culo. Lo tenía durísimo. Delicioso. Metió una
mano en mi pantalón. La deslizó bajo el bóxer. Empezó a corrérmela.
La mano se le humedeció. Los besos ganaron intensidad. ¿En qué
momento iríamos a tirar? ¿Debía proponérselo yo o debía esperar que
saliera de ella?

Los temas del reggaetonero de moda cesaron y las luces del escenario
les dieron la bienvenida a un par de cabros gordos, que parecían
camioneros con peluca.

Hola, hola, chicas y “chicas” de La Jarrita, ¡cómo están! Nadie


respondió. La gente quería seguir bailando. Acá estamos sus amigas
de toda la vida, La Nena y La Nana, listas para entregarles
entretenimiento del bueno.

Hoy vamos a premiar a dos chicos, dijo La Nana. Dos chicos valientes
que se atrevan a participar en nuestro concurso de todos los sábados:
El Chala De La Jarrita. El Chala, como siempre, se llevará seis chelas
bien heladas para que celebre su reinado por todo lo alto. A ver,
chicos, ¿quién se atreve?

Sube tú, me dijo la tetona. ¿Yo? Ni cagando. Tú, pues; vamos, sube,
insistió, haciendo pucherito. Tienes una rica pinga, papi. Fijo que
ganas y nos llevamos el premio a mi cuarto para disfrutarlo juntitos.
¿Qué dices? Anda. Sube.

Subí.

Ya tenemos a uno, celebró La Nana. No esperamos mucho para que


subiera mi competencia; un chiquillo de gorra, delgado, con aretito en
la oreja. Tenía toda la pinta de un futbolista. Se cierra la admisión,
chicos, dijo La Nena. Ya tenemos a los dos competidores de la noche.

¿Nos regalan sus nombres, amores?, preguntó La Nana. Daniel. ¿Y tú,


papito? Michael. ¿Sus edades? Treinta y tres. Uy, dijo La Nana, estás
viejo, papito. ¿Y tú, corazón? Veinte. El chibolo era guapo, blancón. La
Nana y La Nena tenían ya a su favorito. ¿Desde dónde nos visitan?,
continuó La Nana. De aquí del Cercado, dije yo. De La Rica Vicky, dijo
Michael. ¡Me muero!, gritó La Nena. Varios de mis maridos han sido de
La Rica Vicky. Te contaré, hermana, que ahí hay puro pingón. Se
oyeron vivas y aplausos. Por eso tienes el poto bien abierto, comadre,
replicó La Nana. Risas y aplausos. Envidiosa, dijo, afectada, La Nena.

Chicos, dijo La Nana, lo que tienen que hacer es muy fácil. Solo tienen
que enseñarle la pinga a La Nena, nuestra estricta jueza, y ella dirá
quién es nuestro Chala de la noche. La Nena se había sentado en
medio del escenario. Tenía una toalla en las manos. ¿Quién quiere ser
el primero? Michael dio un paso hacia La Nena. Aplausos para nuestro
primer concursante, gritó La Nana. El índice de La Nena invitó a
Michael a acercarse del todo. Cuando estuvo delante de ella, La Nana
se acercó para rodearle la cintura con la toalla. La Nena sostuvo los
extremos. Pusieron un reggaetón del cantante de moda. Michael se
bajó el pantalón al compás de la canción. Los ojos de La Nena
aprobaron lo que veían. Esa boca se desesperó por meterle una buena
mamada. Hija, cuéntanos, cómo la tiene nuestro muchachito. Michael,
que sostenía el micrófono de La Nena, se lo acercó a la boca. Nos
falta ver al otro participante, pero creo que solo un burro arrecho le
gana a Michael. Yo siempre lo he dicho; La Victoria es fábrica de
pingones.

Fue mi turno. Tenía claro que estaba ahí por la promesa de sexo con la
tetona. Pero veía muy difícil que pudiera ganarle a Michael; cuando no
estaba excitado, la pinga se me ponía ridículamente pequeña. Y así la
tenía mientras me colocaba delante de La Nena. La Nana se apresuró
en rodearme la cintura con la toalla. Me pidió sostener el micrófono de
su compañera. Pusieron la misma canción de hacía un rato. Llevé las
manos al botón del pantalón y no pude continuar. La Nena acercó su
boca al micrófono y me alentó a seguir. Vamos, papi. A ver, aplausos
para nuestro participante. El público aplaudió. Apagué el micrófono y lo
guardé en uno de mis bolsillos. Me acerqué al oído de La Nena. La
tengo chiquita cuando no estoy excitado. No fue necesario decir más.
Me indicó sostener la toalla. Me desabrochó el pantalón. Me lo bajó.
Hizo lo mismo con el bóxer. Cogió el micrófono y lo prendió. Amiga,
este participante necesita respiración boca a boca para continuar en
carrera. La gente celebró. La Nana dio su autorización. La jueza
empezó a chupármela. Fue asqueroso. Ninguna de las dos era
mínimamente agraciada; parecían dos voluminosos vigilantes de
discoteca con peluca y vestido. Saqué la pinga de su boca y me subí el
pantalón.

¿Qué pasó?, gritó La Nana. Su voz era la de un papagayo. Amiga,


definitivamente gana Michael, dijo La Nena. La Nana corrió a ponerme
el micrófono en la boca. ¿Qué pasó, papi? Como no respondí, me
agarró los huevos por encima del pantalón. Uy, sí, aquí hay puro
manicito. La gente estalló en carcajadas. Me puse rojo y bajé del
escenario. Michael le mostró al público su cajón con seis cervezas.

Busqué, pero no encontré a mi tetona. Regresé al cuarto. Mi pinga


nunca había estado en boca tan desagradable. Me la lavé varias veces
en el baño. Eran casi las cuatro de la mañana. Me calateé y me tiré en
el colchón.

Me desperté a las once de la mañana. Anoté en un cuaderno todos los


incidentes de La Jarrita. Ese material me serviría para la novela.
Regresé a La Perla, a casa de mamá. Pasé el resto del domingo al
lado de mi hija. En la noche, la devolví con su mamá. No fue una tarea
fácil; la bebe lloraba y había que ponerse fuerte para tranquilizarla.
Amaba pasar tiempo en casa de su abuela, donde le permitíamos
hacer lo que le diese la gana: comer papitas fritas, ver videos en
YouTube. Regresé a Zepita.

Vibró el celular. Un mensaje en el Messenger. Era Karina; una amiga


de Los Nogales, mi barrio de infancia y adolescencia. Fuimos
enamorados por un par de semanas. Yo tenía diecinueve y ella tres
años más. Fue la primera mujer con la que tiré sin pagar. Tras
contestarle el saludo, la llamé. Le conté que vivía solo, en un cuartito
en el Centro de Lima. ¿Por qué no te vienes?, le pregunté. ¿Ahorita?,
dijo, divertida con la idea. Claro, ahorita. Lo pensó unos segundos.
Ahorita no puedo, Dani. Créeme que me gustaría verte, pero ahorita es
imposible. ¿Qué te parece mañana? Me parecía excelente. Quedamos
así. Siempre que nos reencontrábamos, terminábamos tirando. Así
eran las cosas con Karina; una chica del siglo XXI.

Volvió a vibrar el celular. Otro mensaje en el Messenger. Era Daniela.


Fuimos enamorados durante una semana en el 2014. Era ocho años
más joven que yo. Amaba la poesía tanto como la vida. La Literatura
nos unió durante esa semana. La llamé al celular. Le conté que me
había separado de mi esposa y vivía en un cuarto en el Centro. Para
estimular su curiosidad, le dije que la casona en la que me había
instalado fue brevemente habitada por el poeta José María Eguren.
Entonces, tendré que visitarte un día de estos, Chato. Había agarrado
la costumbre de llamarme así; Chato.
Busqué un video porno en el celular. Googleé XNXX. Una milf le
mamaba la pinga al amigo de su hijo mientras este hacía los deberes
escolares en otra habitación de la casa. Eyaculé rápidamente. Me
arrechaba con facilidad.
















Capítulo 9

Del lunes 19 al martes 20 de setiembre del 2016



El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos:
Aunque le pese.
El lector tendrá que darse siempre por satisfecho.

Nicanor Parra – Advertencia al lector




Llegué temprano a la oficina. Me mojé el cuerpo -incluidos los


testículos sudorosos- en el mismo lavabo donde Jean Carlo, Patricia y
Victorio, el gerente de ventas, se aseaban la cara y cepillaban los
dientes. Recogí los pendejos caídos. No debía dejar huellas. Me puse
el atuendo de oficinista y colgué la ropa de bicicleteo en la varilla de
aluminio de la ducha para que se evaporase el sudor.

Revisé los mails del trabajo en la laptop que Jean Carlo me había
asignado. Nunca en mi vida había manipulado máquina tan potente.
Era una laptop del año. El único mensaje de la bandeja era uno dejado
por él mismo la noche anterior. Daniel, por fa, ármate un procedimiento
sencillo, pero completo, de medición de caudales de aire en minas y
túneles. Cuando lo termines, me lo envías. Me lo está pidiendo un
cliente para hoy. Gracias. Fácil. Había que escribir todo lo que sabía
sobre medición de caudales de aire y complementarlo con la
información que estaba en mis libros de ventilación. Abrí el cajón del
escritorio. No estaban los libros. ¿Qué? Juraba que los tenía ahí.
Entonces, recordé que aún permanecían en el departamento de mi
esposa. Debía recogerlos ya mismo. Volví a ponerme la ropa de
manejo, toda sudada como estaba, y salí.

Llamé a mi esposa y le comenté el problema. Estoy yendo a tu casa en
estos momentos. Llego en dos horas. ¿Puedes esperarme para que
me abras la puerta y recoja mis libros? Contestó que me esperaría.
Maneja tranquilo, recomendó.

Los libros estaban en uno de los cajones de lo que una vez fue mi
mesita de noche. Los guardé en mi mochila y me fui. Cuídate, Dani,
me dijo mi esposa.

Antes de partir hacia mi cuarto, para empezar a trabajar, sintonicé


Doble Nueve en el Nokia y me puse los audífonos. Me aseguré de que
mi celular personal, el Azumi de pantalla táctil, estuviese bien metido
en el bolsillo lateral de mi mochila.

En ocho minutos, llegué a la avenida Alfonso Ugarte. El semáforo


estaba en rojo. Esperé en la vereda, junto a varios peatones. El
semáforo cambió a verde. Pedaleé despacio y con cuidado para no
arrollar a nadie.

A poco de llegar a la vereda opuesta, la llanta delantera topó con un


tipo de camisa a rayas. El golpe fue suave, casi un roce. Había sido el
tipo, más bien, quien se cruzó con mi bicicleta. A pesar de ello, fui yo
quien ofreció las disculpas. No, amigo, más bien, discúlpame a mí; no
vi tu bicicleta, reconoció. Después de un par de pasos, empezó a
correr. Eso me llamó la atención. Observé sus movimientos. Unos
metros más allá, se le unió otro sujeto de camisa. Se dijeron algo y
corrieron hacia el Plaza Vea de la esquina. Ambos eran bajos, más
bajos que yo. Antes de entrar en los predios del supermercado, el tipo
que se había topado con mi bici volteó a mirarme. Era la mirada que te
daba alguien que te acababa de cagar y esperaba que no te dieras
cuenta. Dejé de pedalear. Adiviné lo que había pasado: me habían
robado el Azumi; mi contacto con Rosario, con Karina, con todo el
mundo; el lugar donde acumulaba los vídeos porno que Rosario y yo
protagonizábamos, el video donde tiraba con una conocida puta de
Lince. Revisé en el bolsillo de la mochila. Confirmado. Corrí tras los
hijos de puta, arrastrando la bicicleta. Eran un negro y un cholo. El
cholo fue quien se tropezó conmigo, distrayéndome, mientras el negro,
por detrás, metía su manaza asquerosa para sacarme el celular de la
mochila. El negro vio que los seguía y corrieron más rápido. Cuando
llegaron a los casilleros donde los clientes de Plaza Vea debían
guardar mochilas y paquetes antes de ingresar, los hijos de puta se
dividieron: el negro entró en el supermercado y el cholo permaneció
delante de los casilleros, como si fuese a guardar una mochila que no
tenía. Me detuve a su lado. Como no tenía pruebas de que me hubiese
robado el celular, no supe cómo confrontarlo. Disculpe, dije, agitado
por la corrida, cuando se tropezó con mi bicicleta, parece que se cayó
mi celular. Lo tenía en la mochila hasta antes del choque. Me miró.
Tenía la nariz chueca, la frente pequeña y el pelo corto, duro y
grasiento. ¡Qué! ¡Oh, yo no sé nada, sano! ¡Yo no sé qué chucha estás
hablando! ¡De qué celular hablas! Qué tal cambio. El tono y las
maneras de este hijo de puta eran muy diferentes de las que usó para
disculparse conmigo. No me quedó ninguna duda: ese cabrón me
había robado.

Insistí vehementemente; sabía que ese hijo de puta era culpable: Tú


tienes mi celular. Clarito vi cuando te lo llevaste, mentí. Tenía que
mentir. Antes de que replicara, apareció el negro de mierda. ¿Qué
pasa, chochera?, preguntó, con el mismo tono patibulario de su
compinche. Tenía la cara asquerosa; fea y amenazante. Llevaba una
casaca en el brazo. Los vi mejor: las camisas y los pantalones eran su
camuflaje; pero las caras los delataban. Tú tienes mi celular, compare;
dámelo, le dije al negro. Ahí estaba yo, desesperado, con una licra
ajustadita y un ridículo casco en la cabeza, manteniendo la esperanza
de que ese par de rateros me devolviera el celular. Qué tienes,
conchatumare; yo no tengo nada, se defendió el negro. No bajé la
guardia; el cinismo de esos pendejos espoleaba mi enojo. Yo sé que
ustedes lo tienen. Yo los vi. Si no me lo devuelven, ahorita llamo a un
tombo. A una cuadra de allí, estaba la comisaría de Alfonso Ugarte. El
cholo cedió. Choche, ¿este es tu celular? Levantó el ruedo de su
camisa y me mostró, clavado entre su pantalón y la barriga mugrienta,
un celular. No, le dije, esa huevada no es mía. Ustedes saben muy
bien cuál es mi celular. Ya se cagaron; voy a traer a un tombo. Grité.
Un policía, por favor; me han robado. El negro reaccionó. Tás huevón,
tás huevón. Nosotros no tenemos nada. Mira, ve, dijo. Se llevó la mano
al bolsillo de su camisa y a los de su pantalón. Vacíos. ¿Y qué guardas
ahí?, señalé la casaca en su brazo. Se sorprendió, como si recién se
diese cuenta de la existencia de esa prenda. Antes de que abriera la
boca para decir alguna otra excusa, respondí mi propia pregunta: Ahí
está mi celular; si no me lo devuelves, llamo a la tombería. Estaba
furioso. Pocas veces me ponía así enfrente de terceros, y solo cuando
discutía con mi esposa. El negro descolgó la casaca de su brazo y, con
un rápido giro de la mano, me alargó el Azumi. Toma, oe, sano, y vete,
fuera, fuera de aquí, dijo. No me fui; se fueron ellos. Se disolvieron. Me
quedé ahí, parado, aliviado, sintiendo el celular en la mano. Habíamos
llegado al punto en el que la vida de una persona cabía en un celular y,
muchas veces, dependía de él. Mi cita con Karina dependía del celular.
Lo guardé bien adentro de la mochila, escondido entre las páginas del
libro que acababa de recoger. Manejé hasta mi cuarto. Llegué en dos
minutos.

Pasé la tarde metido en una cabina de internet, redactando el


procedimiento que Jean Carlo me había encargado. Lo terminé a las
cinco. Se lo envié.

Era hora de dejar todo listo para la llegada de Karina. Antes del
incidente con los rateros, había comprado en la Venezuela un USB de
reggaetón. Lo insertaría en la esfera de luces psicodélicas que había
comprado en El Hueco. Esa esferita, además de emitir luces
multicolores, era radio y reproductor de mp3.

Me cepillé los dientes. Me bañé. Me lavé la pinga con minuciosidad.


Me vestí de negro. La ropa me quedaba bien. Había adelgazado. Valía
la pena moverse en bicicleta.

Nos encontramos en las afueras del Metro de Alfonso Ugarte. Nos


abrazamos fuerte. Había pasado poco más de un año desde nuestra
última vez juntos.

Karina estaba más delgada. Iba en buzo. Venía del gimnasio. En la


licorería de Piérola, compramos dos vinos bien helados. Luego de
revisar las vitrinas, Karina se animó por unos chifles; yo, por un
paquetito de maní salado. Joven, disculpe, ¿podría descorchar las dos
botellas, por favor? Luego les vuelve a poner los corchos sin mucha
presión. Gracias. Guardé los vinos en mi mochila.

La llevé por Peñaloza. Decenas de travestis ofreciendo sus culos.


Karina ató cabos. ¿Entonces todo lo que cuentas en tu novela es
cierto? Por supuesto. No tengo imaginación; me limito a contar lo que
me pasa. Llegamos a la casona. Abrí las dos pesadas puertas de
metal y subimos las escaleras.

Le abrí la puerta del cuarto. La luz estaba apagada. La esferita daba
vueltas; lanzaba cuadraditos multicolores. La melodía del reggaetonero
de moda. Karina se rio. ¿Dónde conseguiste esa huevada? Juzgó las
dimensiones de la habitación. Tu cuarto es bastante chiquito. Para un
pata solo como yo, estaba bien. Siéntate, por favor. Le ofrecí la única
silla del cuarto. Saqué los vinos de la mochila. Les quité el corcho. Le
alcancé una botella. ¿No tienes vasos? No, en este cuarto todo se
tomaba del pico. Me senté en el suelo. Apoyé mi espalda contra una
de las paredes. Empezamos a beber.

Cuéntame en qué andas. Tú nunca estás sola. Qué chico está


sufriendo por ti.

¿Te acuerdas de Mark? Hablábamos del barrio. Nuestras botellas


andaban por la mitad. Nos iban a quedar cortas. Mark, pues; el
hermano de Hansel. Hansel fue uno de los veintitantos chicos con los
crecí en el barrio; peloteando, principalmente. A Hansel le decíamos El
Cojo. Era malo para el fulbito. O nunca lo escogían o lo escogían de
último. Mark es su hermano, pues. Cuando te fuiste del barrio, Mark
tendría nueve o diez años. Me acordé vagamente de Mark; un chibolo
flaquito que correteaba junto a un grupo de chiquillos como él.
Andaban hechos mierda, sucios, la cara pegoteada de mocos. Esa
generación de chibolos no fue pelotera como la mía; fue más de
videojuegos. ¿Qué fue con él? ¿Se murió? Se me acababa el vino. No,
tonto; me lo levanté. Chucha, esta Karina de mierda siempre me
sorprendía. ¿Te levantaste al chibolito? No jodas, ¿en serio? Le dio un
sorbo a su botella. Se tomó su tiempo antes de continuar. No, pues, ya
no es chibolito; ahora tiene diecinueve años y está en la universidad.
¿En la universidad? Mierda, cómo volaba el tiempo. Me preguntaba
cómo había llegado a pasar algo entre Karina y el hermanito de
Hansel. Hasta donde yo sabía, Karina llegó a tener algo con Hansel,
pero ¿con su hermanito? ¿Cómo así? ¿Con Hansel? ¿Yo? Nunca. Él
siempre ha querido estar conmigo; pero creo que ya aceptó que lo veo
solo como amigo. ¿No estaba trabajando en Chile? Sí, pero regresó
hace unos meses. Está haciendo sus papeles para irse a Estados
Unidos. Quiere vivir al lado de su hijo. Los chifles y el maní se habían
terminado. ¿Cómo me metí con Mark? Fue por culpa del idiota de
Hansel. Fue en una de las tantas chupetas que organizaba en casa de
su mamá. Karina, como siempre, estuvo invitada. También, un chico
que la pretendía seriamente desde hacía un tiempo. El pata era lindo y,
sí, me gustaba. Pero Hansel la cagó. Cuando se acabó el trago, a eso
de las siete de la mañana, salieron a comprar más. Karina esperó en el
cuarto de Hansel. Al regreso, el chico estaba diferente. La trataba con
distancia. El idiota de Hansel le había dicho que yo era una cualquiera
y que no debía enamorarse de mí. Para que le creyera, le dijo que
siempre tiraba con él. ¿Y por qué crees que hizo eso? Por celoso. El
chico se alejó de Karina. En lugar de lloriquear, ella preparó su
venganza. No tuvo que esperar mucho. Fue Mark quien dio el primer
paso. Desde hacía un tiempo me había dado cuenta de que el chibolo
ya no era tan chibolo. Ya podía llevármelo a la cama. La invitó a salir
en el auto que su mamá le regaló cuando ingresó a la universidad. Nos
hicimos bien cercanos. Incluso, me llevaba a conocer su universidad,
la UPC. Era muy respetuoso. Me hacía acordar a ti. ¿Y Hansel no
sabía que salías con él? No, él ni se enteraba. Mark tampoco quería
que se enterara. ¿Y cómo así pasaron de ser amiguitos a tirar como
salvajes? Bebió más vino. Yo también. Las botellas estaban a punto de
terminarse. Un día fuimos a una discoteca. Pagó un box para los dos
solitos. Había harto trago, Dani. Yo tomaba más que él. Ese día, no sé
qué me pasó, tomé bastante. Cuando ya estuve muy mareada, todo
lindo y preocupado por mí, me dijo para ir a un lugar más tranquilo a
descansar. Y atracaste, ¿no? Me llevó a un hotel. No estaba tan
mareado, así que manejó bien. Tiraron. ¿Sigues saliendo con él? No,
todavía no me respondas. Voy a comprar más vino y seguimos la
conversa.

Regresé con una sola botella. Debía trabajar al día siguiente. Karina
no trabajaba; solo recibía el dinero de las rentas de todas las
propiedades que su papá le dejó al morir. Todavía sigo saliendo con
Mark. Digamos que somos como que enamorados. Pero se me está
poniendo muy controlador. Varias veces le he dicho que no se ilusione
mucho porque lo nuestro no puede ser. O sea, imagínate, Dani: él
tiene diecinueve y yo…, bueno, ya tú sabes cuánto tengo. Karina me
llevaba tres años. A Mark lo veo como a un chiquillo. Cuando salgo
con él, trato de disfrutar del momento, pero no me veo llevando una
relación formal. Él me dice que me ama y que está enamorado de mí,
y que si su familia se opone a nuestra relación, él luchará. Es un
chibolo, pues. No tiene idea de las cosas.

Intentamos pararnos. Lo logramos, no sin cierto esfuerzo. Se nos


había subido el vino a la cabeza. Hay que bailar, propuso Karina.
Pegamos nuestros cuerpos y bailamos. Estás flaco, me dijo. Y tú estás
más tetona. Sonrió.

Eran casi las dos de la mañana cuando se terminó el vino. Hora de


dormir. Acomodé las botellas debajo de la mesa. Tiré el colchón al
suelo. Saqué los cojines y la colcha del armario. Me quedé en bóxer y
me cubrí. Karina se quitó el buzo. Se quedó en polo y calzón. Se
cubrió con la colcha. Estaba del lado de la pared. El colchón era
inmenso; podían caber cómodamente cuatro personas. Nos quedamos
privados a los pocos segundos.

El Azumi no me despertó. Karina, sentada en el borde del colchón, se


ponía las medias. ¿Qué fue? ¿Qué hora es?, pregunté, alarmado.
Cogí el Azumi. Vi la hora. Chucha, las ocho. Ya debería estar en la
chamba. ¿Qué fue? ¿Te estás yendo? Sí, ya se iba. Tenía que hacer.
Se paró. Cogió el buzo para ponérselo. Sus tetotas querían reventar el
polito blanco que las cubría. El calzón no era uno común y corriente;
era un hilo. Recién me daba cuenta. Se me paró la pinga. ¿No me la
había tirado en toda la madrugada? Ah, no, carajo, ni cagando se iría
del cuarto sin antes haber pasado por las armas. Me acerqué a ella y
la besé. Me correspondió. La forcé hacia el colchón. Caímos juntos.
¿Qué haces, loco? Continuamos besándonos. Nos chupamos las
lenguas. Le quité el polo sin dejar de comerle la boca. Aparecieron
esas tetas grandotas y aguadas, riquísimas. Sus pezones eran
gruesos y largos. Los mordí. Los chupé. Con solo una mano, me quité
el bóxer. Ella, también con una mano, se quitó el hilo. Sin dejar de
mamarle las tetas, le metí la pinga. Luego de unos cuantos empujones,
se la saqué y se la puse en la boca. Entró en una. Me lengüeteó la
cabecita. Me mamó las bolas. Prométeme que mientras chapes con
Mark, vas a recordar que con esa misma boca te comiste mi pichula.
Me lo prometió. Eres un enfermo, sonrió y siguió chupando.

Se acomodó en la posición en la que siempre se venía conmigo. Me


pidió que no parara, que le diera más fuerte. Juntó las piernas,
ahorcándome la pinga. No pares, no pares, Dani. Ya me estaba
cansando, iba a parar, pero se vino pronto. Quedó rendida. Era mi
turno. Volví a chuparle las tetas. Córremela. Sabía cómo frotarle la
pinga a un hombre. Antes de venirme, se la volví a poner en la boca.
Se tragó todita la leche. Ya sabes, no te laves la boca al llegar a casa.
Quiero que así te lo chapes a Mark, ¿ok? Se carcajeó. Eres un loco.

Antes de irse, me invitó a su casa. Vivía sola. Tienes que devolverme


la visita. Le prometí que lo haría.

Era tarde para ir al trabajo. No se me ocurría ninguna excusa. Pero el


cache me había puesto de tan buen humor que decidí manejar hasta la
oficina.

Jean Carlo no llegaba. Patricia ordenaba unas facturas. La saludé y


me fui al baño. Me lavé y me puse la ropa de oficina. Al salir, me topé
con Victorio Marcelo, el gerente de ventas de la empresa. Victorio era
igualito al ex presidente Alejandro Toledo y, como este, había sido
tremendo borracho en su juventud. Lo saludé. Llevaba una taza de
café en la mano. Se encerró en su oficina.

Revisé los mensajes de mi celular. Eran WhatsApps de Rosario. Los


envió desde que estuve Karina. Había, también, varias llamadas
perdidas. La llamé. Lloraba. ¿Qué has hecho, Daniel? ¿Con quién has
estado? Chucha, y esta huevona cómo sabía que había estado con
alguien. Con nadie; me desperté tarde, eso es todo. Era la verdad; no
toda, pero una parte. Pero te he estado llamando desde temprano,
¿por qué no me contestabas? Por eso mismo, porque estaba
durmiendo. Dime la verdad, no me mientas, por favor. ¿Has salido?
¿Has estado con alguien? Me repitió esas preguntas varias veces.
Insistió tanto que finalmente cedí. Sí, le dije, estuve con una mujer. Se
le quebró aún más la voz. ¿Quién es, quién es? ¿Por qué me haces
esto, Daniel? Yo te amo. No es justo. Nada era justo en esta vida. No
puedo contarte. Ya te vas a enterar cuando lo escriba en la novela, le
dije. Tú y tu novela de mierda. Tu novela es una mierda. Está escrita
con los pies. Te odio, te odio. Siempre me haces sufrir. Tenía razón.
¿Quién es esa mujer? Dime, dime, por favor, si alguna vez me has
querido siquiera un poquito, tienes que decirme. No le dije nada.
Continuó llorando. No era justo que llorara de ese modo, mucho
menos por alguien que valía tan poco como yo, un mujeriego cacha
cabros que merecía, no su amor, pero, sí, su desprecio. No merecía
todo lo que había hecho por mí: pagarme comidas, comprarme libros,
sacarme al cine. Cansada de suplicar, cortó la llamada.

Capítulo 10

Miércoles 21 de setiembre del 2016



Gilbert: ¿Qué libro es? ¡Ah! Ya veo. Aún no lo he leído. ¿Está bien?
Ernest: Pues me he divertido hojeándolo mientras usted tocaba, y eso que, por norma,
me desagradan los libros modernos de memorias. Suelen estar escritos por personas que o
bien han perdido por completo la memoria o nunca han hecho nada digno de ser
recordado; lo cual, claro está, es la auténtica razón de su éxito, pues el público inglés suele
sentirse a gusto cuando le habla un mediocre.

Oscar Wilde – La Importancia De No Hacer Nada.

Mi esposa me escribió al Messenger. Necesitaba comprar cositas para


la lonchera de la bebe. Quedamos en encontrarnos en Metro de
Alfonso Ugarte. Voy a llevártela. Quiere verte.

La bebe iba sentada dentro del carrito de las compras. Yo lo empujaba.


Mi esposa lo llenaba con galletas, bolsas de pan integral y jugos en
cajita.

Oye, Dani, ¿cómo me ves? ¿Te parezco atractiva? Había adelgazado


varios kilos gracias a sus rutinas en el gimnasio. Pero no me gustaba.
Lo mío eran las mujeres de bastante carne; las mujeres con celulitis.
Las flacas no me excitaban ni por asomo. Sin embargo, se la notaba
feliz con su nuevo cuerpo. Estás bien, le dije, sin entusiasmo.

Nos acercamos a la zona de carnes, pollos, quesos y salchichas. Metió


tres cajas de hamburguesas en el carrito. Oye, le dije, ¿por qué pones
tantas hamburguesas? ¿Acaso la bebe se va a comer todo eso? No
me parecía creíble que, faltando tan pocos días para el fin de mes; es
decir, para que le renovara el dinero de los víveres, la bebe fuera
capaz de acabarse tantas hamburguesas. Claro, Dani, la bebe se
come todo eso. Nuestra gordita es bien glotona. No me tragué ese
cuento. Y cómo sé yo que esas hamburguesas no se las van a comer
Melina y tú. No, solo llévate una caja. Estoy seguro de que el resto de
hamburguesas son para ti y tu chica y yo no estoy dispuesto a gastar
mi plata alimentándolas a ustedes. Ustedes viven juntas y son una
pareja, así que, si quieren comer, coman con su plata. La plata que
gano es para mi hija, no para parásitos. Comprensiblemente, se alteró.
Devolvió las hamburguesas y me dijo que ya no quería nada, que me
fuera a la mierda, que era un tacaño de porquería. Que tu hija se
muera de hambre, entonces. Agarró el carrito y lo empujó hacia la
salida. La llamé. La seguí. La sujeté del brazo y le ofrecí disculpas. Lo
siento, no quise decir lo que dije. Llévate las hamburguesas que
desees. Supliqué. Prefería que se llevase cien cajas de
hamburguesas, pero que mi bebe pudiese disfrutar de al menos veinte.
Tras un buen rato, la convencí.

Pagué las compras. Además de las hamburguesas, llevó quesos y


salchichas. La bebe pidió que fuésemos al Kentucky. Fuimos al del
segundo piso. Compré unas alitas, unas piezas de pollo, una caja de
papitas y unas gaseosas. La bebe devoró sus papitas y las nuestras.
De aquí ya no me vuelves a comer más comida chatarra, ¿me oíste?,
la amonestó su mamá. Me jodía que le desinflasen la diversión a mi
hija, pero convenía permanecer callado; mi esposa explotaba ante el
menor cuestionamiento a su autoridad.

La bebe empezó a corretear por entre las mesas. Mi esposa y yo


permanecimos sentados. Yo vigilaba los movimientos de la bebe.
¿Estás con otra mujer? Y a ella, qué mierda le importaba. ¿Por qué me
preguntaba eso? Porque eres un idiota y se te nota clarito cuando
andas detrás de una mujer. Pobre de ti que embaraces a alguien. Ahí
sí que te friegas y jamás vuelves a ver a mi hija. Se levantó del
asiento. ¿Sabes qué?; mejor me voy. Me enferma verte la cara. Llamó
a la bebe. Vámonos, hijita. Traté de detenerla. ¿Qué era lo que tenía?
¿Por qué se ponía así? ¿Qué no te das cuenta? Me arreglé bien para
verte, para salir en familia con la bebe, y tú lo que haces es ignorarme
todo el tiempo. Estaba loca. No cabía duda. Había que darle por donde
le gustaba y calmarla. La abracé. Le volví a ofrecer disculpas. Le dije
que el trabajo me tenía distraído. Le dije que la quería mucho. ¿En
serio? Me abrazó. Acercó su boca a la mía y nos besamos. Me dio
gusto devolverle los cuernos a Melina.

Las llevé en un taxi a casa. Todavía nos besamos un par de veces más
dentro del vehículo. Ya en los alrededores del vecindario, cortamos los
besos. Mi esposa miraba inquieta a través de las ventanas.

La bebe no quería que me fuese. Quédate, papi; sube conmigo.


Vamos a jugar. La abracé. Contuve las lágrimas. Melina apareció en la
ventana. Sube un rato, si deseas, me dijo. Me invitaba a pasar a mi
propia casa. Decliné amablemente la oferta. Adiós, Daniel, gracias, dijo
mi esposa, y subió tras la bebe.

Caminé hacia el paradero de Tingo María. Lloré lo que había


reprimido.


Capítulo 11

Jueves 22 de setiembre del 2016



Y me voy
Con el viento malo,
Que me lleva
Aquí, allá
Semejante a
La hoja muerta.

Paul Verlaine – Canción De Otoño



Manejé tranquilo hasta Chorrillos. Eran las siete y media cuando llegué
a la oficina. Me lavé la cara y el torso. Me miré en el espejo. Se me
estaba cayendo el pelo. En pocos años, la calvicie me haría más feo
de lo que ya era.

Mientras la laptop arrancaba, desayuné el jugo de naranja y el pan con


pollo que le había comprado a una señora en el camino.

No había trabajos en la oficina, así que abrí el archivo de la traducción


del libro Subsurface Mine Ventilation, la biblia de la ventilación de
minas escrita por Edward McPhilips, que hice para Konrad Wall,
gerente de Mine Ventilation Projects, MVP.

Edward McPhilips fundó MVP, consultora especializada en ventilación


de minas, en 1983. Al poco tiempo, McPhilips contrató a Konrad Wall,
su mejor alumno en la Universidad de California. Era un honor trabajar
al lado de McPhilips, el más destacado investigador en el área de la
ventilación de minas en todo el mundo. McPhilips había trabajado, en
su juventud, con la élite científica de los Estados Unidos. Fue alumno y
amigo de Frederik Baden Hinsley, introductor de los principios
termodinámicos en el estudio de los flujos subterráneos de aire. En
1952, fue el primero en simular climas subterráneos usando
computadores analógicos.

McPhilips publicó, en 1993, Subsurface Mine Ventilation. Contó con el


apoyo de Konrad, apoyo que fue reconocido en el prólogo escrito por
McPhilips. En el 2001, se imprimió la segunda edición del libro, con
algunas actualizaciones hechas por el propio autor, quien murió poco
tiempo después. Entonces, Konrad asumió la gerencia general de
MVP. En el 2013, Konrad Wall se propuso traducir al español el texto
de McPhilips. Contrató a un traductor mexicano, quien, al cabo de un
año, tuvo listo el encargo.

En octubre del 2014, yo trabajaba en Julcani, una de las minas más


antiguas de Compañía de Minas Villanueva. Esa mina era una mierda,
tanto o más que los ingenieros que trabajaban en ella. Quería huir de
ahí, pero era imposible con una familia que mantener. En uno de mis
descansos, les escribí a cientos de mineras estadounidenses,
australianas y canadienses pidiéndoles un trabajo. Recibí amables
rechazos. Sin embargo, un mes después, me llegó algo más que una
respuesta positiva; Konrad me invitaba a formar parte de MVP.
¿Estarías dispuesto a mudarte a California?, me preguntó en el correo.
Por supuesto, le contesté. Entonces, con el auspicio de MVP conseguí
mi visa de turista. Me pagaron una estadía de seis días en Clovis,
California. Pude conocer a toda la gente de la oficina; mis futuros
compañeros de trabajo. Después de lo que vi, renuncié a Julcani. No
podía seguir arriesgando la vida en ese hueco si al otro lado del túnel
estaba la posibilidad de vivir en los Estados Unidos.

No era tan fácil que un peruano laborase legalmente en Norteamérica;


había que poseer una visa de trabajo. No bastaba la sola invitación de
una empresa. MVP contrató a un abogado y, tras reunir los papeles
necesarios, me postuló al sorteo de visas de trabajo H1B. Los
resultados se conocerían en junio del 2015. Mientras tanto, ¿de qué
mierda iba a vivir? Les escribí a Compañía de Minas Villanueva
rogándoles por otra oportunidad. Me aceptaron en otra de sus minas,
Uchucchacua; mucho más grande que Julcani, pero con ingenieros
igual de mierdas.

La bomba me cogió en aquella mina; no había salido elegido en el


sorteo de visas. Fue un golpe duro. Me hacía en los Estados Unidos,
alejado del jodido ambiente de las minas peruanas. Qué diferencia
había entre los ingenieros amargados de esas minas y los gringos que
conocí en Clovis. Allí sí que había gente de valía, de verdad. Konrad
me escribió. Lamentó el resultado y me ofreció su apoyo para el sorteo
del 2016.

Nunca me putearon en Uchucchacua, pero vivía atemorizado de que el


gerente lo hiciera en cualquier momento. Las llamadas de atención,
repletas de “conchatumadres”, eran cosa común en las reuniones.
Renuncié en febrero del 2016. Me había contactado con Jean Carlo.
Lo visité en el local de su empresa en Chorrillos. Quería pagarme dos
mil soles. En la mina, yo ganaba seis mil. Rechacé amistosamente su
propuesta. Me había quedado en la calle.

Por esos días, me llegó otra mala noticia; MVP no podría auspiciarme
en el sorteo del 2016, pues estaba siendo absorbida por una
consultora transnacional. Tendría que esperar hasta el sorteo del 2017,
según me aseguró Konrad.

Le conté mi situación; me urgía un trabajo. Le dije que fui despedido


de la mina por una reducción de personal debido a la baja en el precio
de los metales. Con mucha pena, le pedí que me recomendase en
alguna mina. Me sentía fatal; estaba abusando de su confianza. Byron
Patts, subgerente de MVP, quien tuvo la gentileza de invitarme a
almorzar en su casa cuando estuve en Clovis, me contactó con Gary
Porter. Éste me recomendó con una mina en España.
Lamentablemente, el llamamiento no prosperó.

Al mes de renunciar, mis escasos ahorros se terminaban. No


aguantarían un mes más. Necesitaba trabajar. Muy a mi pesar, le
escribí un correo al jefe de Recursos Humanos de Compañía de Minas
Villanueva. Me arrepentía de la renuncia y le pedía otra oportunidad en
la Compañía. Redacté el mensaje un lunes de marzo y lo guardé. Lo
enviaría al día siguiente. Luego de escrito ese correo, redacté otro,
para Konrad. Le proponía traducir el libro de McPhilips. Cuando estuve
en Clovis, me mostraron la traducción del mexicano. El muy pendejo
había tipeado todo el libro en el Google Translator. El resultado fue una
traducción repleta de incoherencias. Me avergonzaba cobrarle a
Konrad por una verdadera traducción, pero no tenía más alternativa.
Me estaba quedando sin un sol. Terminé el mensaje y lo guardé.
También lo enviaría al día siguiente.

Llegó el martes y envié los mensajes simultáneamente. Apagué la


laptop y me acosté. Tuve pesadillas. El miércoles en la mañana,
todavía en la cama de mi hija, que era donde dormía porque estaba
peleado con mi esposa, revisé el celular. Tenía un mensaje de Konrad,
pero ninguno de los hijos de puta de Compañía de Minas. Se me
aceleró el corazón. Si Konrad rechazaba mi propuesta, me iba a la
mierda. Acopié valor y abrí el mensaje: Daniel, me parece una buena
idea. He calculado que podría pagarte diez mil dólares por traducir el
libro ¿Estás de acuerdo? Ese Konrad, siempre tan educado, amable y
atinado. Todavía tuvo la delicadeza de preguntarme si estaba de
acuerdo. Claro que estaba de acuerdo. Ese dinero me permitiría
sobrevivir algunos meses y buscar trabajo con más calma. Preparé
inmediatamente un cronograma en el que especifiqué en detalle las
fechas de entrega de los veintiún capítulos del libro. No le podía fallar.

Luego de dos meses de arduo trabajo, sentado frente a la laptop,


incluso de madrugada, muchas veces sin dormir, logré terminar la
traducción una semana antes de lo prometido en mi cronograma.
Konrad quedó satisfecho. A la semana, me envió, para que lo
tradujera, el prólogo de la edición en español. Allí me agradecía el
esfuerzo y la puntualidad en las traducciones. Ese gesto me conmovió.
Valió mucho más que los diez mil dólares. Mi nombre estaba al lado
del de McPhilips, de Baden Hinsley, y del propio Konrad Wall.

Los diez mil dólares me ayudaron a vivir con calma. Parte de ese
dinero, lo empleé en la creación de una consultora, en asociación con
mi hermano.

Se acercó agosto y los diez mil dólares estaban casi consumidos. No


había tenido suerte buscando trabajo. Pero recibí un correo de la
empresa para la que trabajé hacía cuatro años, VISA. Necesitaban un
estudio de ventilación. Gané la oferta con la empresa que creé. Sin
embargo, según el contrato, recibiría mi pago luego de sesenta días de
haber presentado el estudio. El dinero era bueno, pero tardaría en
llegar. Necesitaba un ingreso fijo. Volví a tocar la puerta de Jean Carlo.

Le escribí un correo. Le conté lo que había hecho desde nuestra


primera y última entrevista; la traducción del libro, la creación de mi
consultora y el primer trabajo que ésta había ganado. Concluí el
mensaje con un ¿crees que todavía pueda trabajar en tu empresa? Me
contestó casi al instante. Conversemos, Daniel; sabes que siempre
hay un lugar.

Rosario estaba al tanto de todas mis penurias. Siempre le contaba


todo. Ella me escuchaba con paciencia y atención.

Fue Rosario quien me indicó la manera de llegar a la oficina de Jean


Carlo, ubicada en Chorrillos, distrito donde ella vivía. Jean Carlo le
agregó mil soles a su anterior oferta. Peor era nada. Acepté.

Ese había sido mi periplo laboral hasta ese jueves en que revisaba la
traducción del libro de los gringos. No les cobré un solo dólar por ese
último control de calidad.




Capítulo 12

Jueves 22 de setiembre del 2016



Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí, porque yo no atinaba a cosa que
decir ni cómo comenzar a cumplir esta obediencia, se me ofreció lo que ahora diré, para
comenzar con algún fundamento: que es considerar nuestra alma como un castillo todo de un
diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas
moradas.
Santa Teresa de Ávila – Las Moradas Del Castillo Interior


Media hora después, llegó Patricia. La saludé. Fue al baño y salió al


cabo de un par de minutos; el cabello húmedo, los rulos brincando con
cada paso. Me gustaba, pero con cautela. Me atrevería a besarla solo
si detectaba que le entraba a la huevada, al coqueteo. Mientras tanto,
me dedicaría a trabajar. No tenía ningún apuro.

¿Dónde almuerzas? Estaba parada bajo el pórtico que comunicaba su


oficina con la mía. Estábamos solos. Jean Carlo solía aparecerse por
las tardes; era su empresa y podía llegar cuando le diera la gana.
Victorio se había retirado muy temprano; no era el dueño, pero
actuaba como si lo fuera. En un chifa, aquí enfrente, cruzando la pista,
le dije. ¿Puedo acompañarte?, preguntó. Hoy no pude traer mi comida,
agregó, como excusándose. Solía almorzar en el kitchenet de la
oficina. Todas las mañanas, guardaba su táper en la refrigeradora.

La china del chifa ya me conocía. Sabía perfectamente mis pedidos:


arroz chaufa y sopa wantán. Pero no sabía los de Patricia como sí los
de Rosario, quien me había acompañado en más de una ocasión.
¿Qué le sirvo, señorita? Patricia examinó la carta. A un lado de la
mesa, aguardaba la china. No llevaba ni libreta ni lapicero; todo lo
registraba en la memoria. Era una mujer bastante hábil.

Eligió un arroz chaufa. Lo demás está muy caro, susurró. ¿Estaba


segura de que solo un chaufa? Sí, volvió a susurrar. ¿Y qué le parecía
un tipacay? Buscó el precio del tipacay en la carta. Se le abrieron los
ojos. Muy caro. Aunque le hubiera gustado probarlo. Entonces, prueba
el tipacay, la animé. Pero no me va a alcanzar, replicó. No te
preocupes; yo te invito. Tú me invitas otro día. Una vez oídos los
pedidos, la china voló a la cocina.

Los platos llegaron rápido. Pedí una Inka Kola heladita de medio litro.
¿También quieres una Inka? No; prefería una botella de agua mineral.
Las gaseosas hacen daño.

Le eché dos cucharadas de ají a la sopa, tal cual aprendí de Rosario.


El líquido, que humeaba, se tiñó de amarillo. Mojé la punta de la
cuchara y la probé. Me quemó. Aparté el tazón de sopa y acerqué el
chaufa. No podía esperar más. Me cagaba de hambre. Hundí la
cuchara en el montículo de arroz y me la llevé a la boca. ¿Qué haces?,
me detuvo Patricia. Primero, tenemos que rezar. Debemos
encomendarnos a Dios y darle las gracias por los alimentos. Imité la
postura que adoptó. Entrelazó sus dedos y apoyó la frente en ellos.
Cerró los ojos. Padre celestial, te damos las gracias por estos
alimentos que vamos a tomar. También, te agradecemos por
concedernos otro día más de vida, rodeados de las personas que más
queremos. Por favor, danos fuerzas para persistir en tu fe y continuar
tu apostolado. Amén. No se persignó. Yo sí. Empezó a comer. Está
muy rico, dijo, tras probar el tipacay.

Patricia era mormona. Sus padres la bautizaron en el catolicismo, pero
no se preocuparon por inculcarle los ritos propios de esa religión.
Patricia, entusiasta natural de la justicia social, asistió por cuenta
propia a la iglesia. Halló demasiada hipocresía. Al terminar el colegio,
se afilió a un culto evangélico. Formó parte del coro de la secta.

En el coro, conoció al chico que la embarazaría. Dejó de concurrir a los


cultos por encontrarlos menos interesantes que las salidas que le
proponía el futuro padre de su niña.

Fue en casa de una tía del novio donde Patricia quedó preñada. Hasta
esos detalles me relató. Yo la escuchaba con atención. El tipo la
abandonó al poco tiempo. Se desentendió de ella y de la niña, que
apenas tenía tres meses en el vientre de Patricia. No se apareció más.
Se esfumó. Patricia no intentó buscarlo. Se refugió en su fe, pero, sin
un templo al cual acudir, se sintió indefensa. En esa búsqueda de
apoyo, se hizo mormona. Los ritos de este último credo le sentaron
perfectamente. Los mormones le brindaron aquello que Patricia
siempre buscó: pureza corporal y espiritual. Se le prohibía beber café,
té o licor. Eran drogas condenables que, aún en mínimas proporciones,
pudrían el cuerpo. También, debía conservarse pura hasta el
matrimonio. Sus pensamientos debían girar en torno a Dios. Se
prefería que su futuro esposo también fuese mormón; ello evitaría el
peligro de apartarse del credo de la salvación.

¿Y tienes enamorado?, le pregunté. Sí, respondió, y también es


mormón. Es más, nos vamos a casar en diciembre. La felicité, que era
lo que las convenciones dictaban ante tal clase de noticia. ¿Hace
cuánto tiempo que son enamorados? Sacó la cuenta. Iban a cumplir un
año. ¿Y tan rápido se van a casar? Sí. ¿Y en ese año no han hecho
nada de nada?, me atreví. Sonrió. Me palmeó el hombro. No, no había
pasado nada. Se mantenía casta, tal como lo disponía la iglesia
mormónica. Qué raro, insistí; uno, al fin y al cabo, es de carne y hueso.
No veo nada de malo en que una pareja haga el amor antes de
casarse. Me la imaginé tirando conmigo, sacándole la vuelta a su fe y
a su futuro esposo. No, por supuesto no hay nada de malo; pero mi
novio y yo tratamos de vivir de acuerdo con lo que ha dispuesto Dios.
Sí nos damos algunos besos; pero cuando sentimos que la situación
puede pasar a mayores, cada uno se va a su casa. Fingí sorpresa:
¿Qué? ¿No conviven? No; ella y su hija vivían en la casa de una tía, y
él, en la de su mamá. Muy mal, muy mal, observé. Te aconsejo que
convivan. Es la única forma de conocer a la persona con la que te vas
a casar. Le conté de mi fallida experiencia matrimonial. Conocí a mi
esposa en noviembre del 2011. La embaracé en junio del 2012. Nos
casamos en octubre de ese mismo año para terminar en la calle, por
infiel, cuatro años después. ¿Veía? Nos habíamos casado sin
conocernos, sin haber vivido lo necesario. Dijo que eso no le pasaría a
ella, porque el Espíritu Santo fortalecía su relación.

Oye, me dijo, vi que tienes tatuajes. La Inka Kola helada era el perfecto
complemento de un buen arroz chaufa. Sí, tengo los brazos llenos de
rostros de escritores. Quiso saber por qué. Me remangué los puños de
la camisa y le mostré los rostros que quedaron descubiertos: Palma y
Bayly, en el derecho; Zweig y Maupassant, en el izquierdo. Y por aquí,
señalé las partes todavía cubiertas, tengo más. ¿Pero por qué
escritores?, volvió a preguntar. ¿Te gusta leer? Por supuesto, pero los
tatuajes eran parte de una estrategia publicitaria para cuando
publicase mi primera novela. ¿Escribes? ¿Qué escribes? Las cosas
que me pasaban. ¿Te pasan cosas interesantes? No muchas.
Desinteresada en el tema de mi novela, reincidió en los tatuajes. Los
mormones prohibían los tatuajes. El cuerpo del hombre es el templo de
Dios, es Su hogar. Por eso, siempre debemos mantenerlo limpio.
Imagínate que tienes tu casa y la pintas de blanco, y al día siguiente
alguien te la garabatea, no te gustaría, ¿no? Refuté su ejemplo. Sí,
pero hacerse un tatuaje no es dejarse garabatear cualquier cosa por
alguien; es dibujarse algo que tú siempre has querido llevar en el
cuerpo. Se supone que es un adorno y no un dibujo mal hecho o
impuesto. Igual que en una casa, uno pone cuadros y pinturas para
adornar las paredes. Patricia no supo qué decir. Fue raro,
generalmente, yo perdía las discusiones con cualquiera. Lo usual era
quedarme callado y sin respuesta, y ésta solía ocurrírseme varias
horas después de terminada la discusión.

Más tarde, corrigiendo el texto de McPhilips, me cayó un mensaje de


Enrique Bruces. Enrique había sido uno de mis pocos amigos en la
universidad. Era un tipo generoso. Siempre que íbamos a chupar,
empleaba las pocas monedas que tenía en la compra de trago.
Muchas veces, se quedaba sin dinero con que regresar a casa. No le
quedaba otra que dormir en el parque enfrente de la universidad.

No lo veía desde la ceremonia de mi casamiento. La reunión terminó al


poco rato de empezada; Enrique, bastante bebido, reaccionó ante las
provocaciones de uno de los tíos de mi esposa, que también estaba
hasta la madre de borracho.

A Enrique le urgía verme. Yo sospechaba el motivo de la urgencia. La


historia iba así: El jefe que mi hermano y yo tuvimos en VISA,
Villanueva Ingenieros S.A., Samuel Dicente, me había llamado hacía
tres meses, cuando mi consultora tenía dos de creada. Le pareció
estupendo que hubiésemos fundado una empresa dedicada al rubro
en el cual nos habíamos especializado: la ventilación de minas. Quiso
ser socio de la consultora. Por aquellos días, Miguel, mi hermano,
realizaba un trabajo de consultoría en una mina de Cerro de Pasco. Le
comenté la idea de Samuel. Le pareció que su incorporación le traería
bastantes clientes a la empresa. Se suponía que Samuel tenía
contactos en la minería. Yo, sin embargo, albergaba ciertos temores.
Samuel había sido gerente en VISA. Era lógico que también buscara
serlo en nuestra consultora. Y no era que me importasen demasiado
los cargos, sino que si alguien que no era ni mi hermano ni yo ocupaba
un puesto gerencial en la consultora se sentiría con pleno de derecho
de ir dando órdenes. Samuel me citó en varias ocasiones para tratar
los temas legales de su anexión a la empresa. En cada reunión, me
comentaba los planes que tenía para gestionar la consultora. Decía
que le inyectaría una cantidad importante de dinero para convertirse en
socio principal y dueño. Además, nos conseguiría una oficina en la que
tendríamos que reunirnos, como mínimo, una vez por semana. El local
era propiedad de su mamá. Todas esas medidas atentaban contra el
espíritu original de la empresa que fundé caminando bajo un sol
inclemente, los huevos y los pies sudándome sin tregua.

Mi hermano asistió a una de las últimas reuniones propuestas por


Samuel. Rápidamente, cambió de parecer. La anexión de nuestro
antiguo jefe eliminaría nuestra libertad. Terminaríamos siendo sus
esclavos. Entonces, nos pusimos de acuerdo: alguien tendría que
decirle que se cancelaba su incorporación. El encargo recayó en mí.
Le comuniqué nuestra decisión por correo. No me hubiera atrevido a
decírselo por teléfono; mucho menos personalmente. Samuel
entendió.

Sin embargo, en uno de nuestros pasados encuentros, Samuel nos


comentó que un amigo suyo, que trabajaba en una mina colombiana,
le pidió que evaluara su sistema de ventilación. Voy a necesitar, nos
dijo a mi hermano y a mí en una sanguchería de La Victoria, que me
ayuden con el modelamiento en el software. Luego del correo que
truncaba su anexión a nuestra consultora, no volvió a mencionar el
proyecto colombiano. No volvió a decir una palabra de nada.

Deduje que Dicente había contratado a Enrique para que le ayudase


con el proyecto. Enrique, que no sabía mucho de modelamiento,
requería mi apoyo. Me pareció lógico y evidente. Acepté reunirme con
él. No me confirmó las sospechas. No dijo nada de Dicente. ¿Dónde
nos encontramos?, preguntó. En el cruce de Zepita con Alfonso
Ugarte, en el Centro de Lima, le respondí.

Dieron las seis y salí de la oficina. En dos horas, me encontraría con


Enrique. Lo ayudaría sin pedirle nada a cambio. Era lo menos que
podía hacer por alguien que arriesgó todas sus monedas en pos de
unas botellas de ron que tomábamos luego de las clases en la
universidad.


















Capítulo 13

Del jueves 22 al viernes 23 de setiembre del 2016



Oh, dark grin, he can’t help, when he’s happy looks insane.

Pearl Jam – Even Flow




Pensó encontrarme gordo y derrotado. Estás flaco, me dijo. Mucha


paja, seguramente, agregó. Me la corro todos los días, sin falta, le
confirmé. Caminábamos por Alfonso Ugarte. Pero flaco, flaco no estoy,
huevón, le dije. Qué más quisiera yo, continué, repitiendo a Machado.
Enrique sí que estaba gordo. No era el mismo de la universidad; ahora,
tenía la cara redonda, los ojos más pequeños y la espalda encorvada.

Le propuse trabajar en una de las mesas de El Chanchito. Pero vamos


a tu cuarto, pe, protestó, al ver que el lugar que le señalaba no le
parecía del todo seguro. Mi cuarto es una ratonera, huevón; acá está
bien. El Chanchito tenía libres sus seis mesas. Ocupamos una.
¿Quieres algo? Enrique sacó su laptop de la mochila. Se cagaba de
miedo. No, nada; estoy misio, contestó. Yo tampoco quería nada; me
había acostumbrado a pasar las noches en ayunas. Revisé mis
bolsillos. También estaba misio; solo tenía una moneda de cinco soles.
Había olvidado la billetera en el cuarto. ¿Quieres una gaseosa?
Aceptó. Una gaseosa, por favor, pedí.

Me explicó las dudas que tenía con respecto al modelo. Más que
dudas, eran grandes vacíos teóricos y prácticos. Me había comentado
que debía presentar el trabajo muy temprano al día siguiente. Pero si
te falta bastante, observé. Ya qué chucha; voy a terminarlo como
pueda con lo que me orientes. Total, me están pagando una miseria
por esta chamba, alegó. ¿Este no es el proyecto de Samuel Dicente?
¿De una mina colombiana? Se le abrieron los ojos. Sí, ¿cómo sabes?
Le conté la historia.

Media hora después, cerró El Chanchito. Fuimos a mi cuarto. Contra lo


que creí, Enrique pudo trabajar cómodamente. Se fue cerca de las
once de la noche. Resolvimos sus principales dudas, pero aún le
faltaba mucho para terminar el proyecto. ¿Terminaría a tiempo? Ya
veré qué chucha hago. Total, el huevón de Samuel me dio esta
chamba a última hora y, encima, me quiere pagar una mierda.

Lo acompañé al paradero. Tomó un taxi. De regreso en el cuarto, me


tiré en el colchón y traté de engancharme, sin éxito, con una novela.
Pensé en Rosario. La llamé. Estaba tranquila. Al parecer, había
olvidado el incidente con Karina. Veía El Rey León en la tele. Esta
película siempre me recuerda a mi papá, me confió, la voz nostálgica.
Su padre falleció cuando ella tenía doce años. Nunca se recuperaría
de esa pérdida. Así que déjame tranquila, Daniel. Voy a seguir viendo
mi película. Suerte con tu puta. Rosario no lo sabía, pero al día
siguiente me vería con esa puta.

Antes de montarme en la bicicleta, le escribí a Karina. ¿Vienes hoy?


Esperé un par de minutos antes de empezar a manejar. Claro, amor,
contestó. Guardé el celular y manejé tranquilo.

En la cuadra once del jirón Chota, me topé, como todas las mañanas,
con el escuadrón de limpieza de la Municipalidad, hombres y mujeres
en uniformes anaranjados, que empuñaban largas escobas y
arrastraban altos tachos de basura. Llegaban a su base. Se pondrían
sus ropas de civil y viajarían a casa en el transporte público. Sus
rostros eran sanos, incluso alegres, jamás resignados. Verlos me
enseñaba que uno no debía andar quejándose en la vida, porque ni los
que le quitaban la mierda a la ciudad lo hacían.


















Capítulo 14

Viernes 23 de setiembre del 2016



Todos mis huesos son ajenos;
yo tal vez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara ese café!

César Vallejo – El Pan Nuestro



O sea que cuando te digo que me dejes en paz, ¿lo haces y ya? ¿No
te esfuerzas por recuperarme? Había varios mensajes iguales a esos
en el celular. La llamé.

¿Qué tienes, Rose?, le dije. Nada, solo que ya entiendo por qué te
dejó tu esposa y por qué te botó de la casa. No eres un hombre que
valga la pena. Eres un mentiroso. No me defendí. Dejé que se
desahogara. Un cínico; cuando estamos en la cama me dices que me
amas. ¿Por qué, Daniel? ¿Por qué decirme algo que no sientes? Era
mi naturaleza. Cuando tiraba, sin el “te amo”, no se me venía la leche.

Escuché sus reproches mientras continuaba con la revisión del texto


de McPhilips. Unos minutos después, se le agotaron las municiones.
Aproveché el momento para conciliar. No peleemos, ¿sí? ¿Te parece
si nos vemos mañana? No éramos rencorosos. Nos parecíamos en
eso. Aceptó mi propuesta.

Faltaba poco para la una de la tarde. Tenía la mitad del libro corregida.
Debía leer línea por línea buscando el mínimo error. Los ojos me
terminaban lagrimeando. Pero era mi nombre el que figuraría en el
libro como el responsable de la traducción; debía asegurarme de que
fuese impecable.

Era hora de almorzar. Cerré la laptop y salí. Patricia estaba parada


bajo el umbral de la puerta que daba al patio. Miraba algo. Jean Carlo
y Venancio, el vigilante del local, daban vueltas alrededor de la
camioneta del primero, como inspeccionándolo. Ay, Jean Carlo es bien
distraído, me explicó Patricia. Dejó sus llaves dentro de la camioneta.
Ahora no saben cómo abrirla sin romperle las lunas. El dueño del carro
de atrás quiere salir y no puede. La camioneta de Jean Carlo bloquea
el paso. Algunos obreros de la oficina vecina observaban, risueños, la
escena. Uno de ellos, que llevaba una Stillson en la mano, sugirió,
medio en broma, romper las lunas. Jean Carlo le arrebató la llave y la
estrelló contra el vidrio de la camioneta. Nada. El golpe solo le remeció
los huesos del brazo. Tranquilo, no te apures. Déjame intentar un
truquito, le dijo Venancio.

¿Vas a almorzar?, dijo Patricia. Sí, le contesté. ¿Te acompaño? Esta


vez traje algo de dinero. Hoy tampoco traje táper.

Por alguna razón, caminábamos muy juntos, como si nuestros cuerpos


se atrajesen, sin que ello no nos importase. Ya cruzada Guardia Civil,
mi mano topó accidentalmente su cintura. Nadie dijo nada.

La tarde se me fue revisando la traducción de McPhilips. Cerca de las


seis, alguien llamó a la puerta. Dos tipos buscaban a Jean Carlo.
Patricia los condujo a su oficina. Luego de un rato, se acercó a mi
escritorio. Qué pesado; Jean Carlo quiere que les prepare café a esos
viejos. Y yo no tomo café. Ya le he dicho que no cuente conmigo para
eso. Pero, bueno, hasta que se dé cuenta de que no sé hacerlo, ¿me
ayudarías? La máquina de café de Jean Carlo era el juguete favorito
de Victorio. También aprendí a usarla, aunque tomar café no era lo
mío. Ok, te ayudo. Vamos.

Mamá y papá me pagaron una costosa universidad para que terminase


sirviéndoles café a un par de pezuñentos con ínfulas de grandes
empresarios.

¿Qué te ha pedido?, le dije. Un americano y dos capuchinos, contestó.


Ya, listo, no hay problema. Ahorita los hacemos. Nos reímos. Reunió
los ingredientes en la mesa: agua, azúcar, café, leche, papeles
filtrantes, tazas, cucharitas. Empecé la preparación. Era muy fácil. Hice
algunas payasadas para arrancarle unas cuantas risas y relajarla.

Dispuse las tazas en fila para que Patricia les echase las cucharadas
necesarias de azúcar. ¿Cuántas pongo? Yo solía ponerle tres a las
mías. Puso tres en cada taza y revolvió. Sacó una cucharada del
capuchino y me la acercó. Prueba; por mi religión, no puedo tomar ni
una gota. De algún modo, había logrado que me tuviera la confianza
suficiente como para darme cosas en la boca. Probé. Está rico, le dije.
Me abrazo. Ay, gracias, gracias. Te debo una. Estábamos a un beso de
distancia. Nos miramos los labios. ¿Era la señal de que ella también le
entraba a la huevada? ¿Y si la besaba?

Capítulo 15

Del viernes 23 al domingo 25 de setiembre del 2016



Y fueron tantas mentiras, fue tanta traición, que yo ya no dudaría que sería peor.

Zero Balas – No Vuelvas Más




No me atreví a besarla. Me ganaron la cobardía y el temor a su


reacción. Se notaba que era una mujer de carácter. ¿Qué tal si me
cacheteaba y me acusaba con Jean Carlo? Regresaría a Zepita con la
cara partida y sin trabajo. Perdería por todos lados.

Me dio de probar de las tres tazas con la misma cucharita. Esos


pezuñentos beberían de mi saliva. Dulce venganza.

Manejé pensando en Karina. Dentro de poco, estaríamos tirando en mi


colchón. Era viernes, último día de la semana. Había licencia para
beber y tirar a discreción. Me detuve cerca del parque Washington.
Había sentido unos mensajes. Eran de Karina. Dannysito, lo siento. No
voy a poder ir a tu cuarto como habíamos quedado. Me ganaron los
preparativos para el cumple de mi hermana que es mañana.

Insistí. Le dije que se tomara todo el tiempo del mundo para que
cumpliese con los preparativos de los que hablaba, pero que viniera.
Yo no me hacía problemas con que se apareciese a las once o a las
doce, o incluso a la una de la mañana. Yo la esperaría donde la dejase
el taxi. Insistí en vano. Solo conseguí una de esas promesas que
nunca se cumplían: pronto me visitaría. ¿Cuándo? Nadie lo sabía.

Llegué abatido al cuarto. Me bañé y me tendí en la cama. Le envié un


mensaje a Rosario. Le pregunté qué hacía. Viendo un anime. Quise
decirle: Ven; la pendeja de Karina me ha fallado. Tomémonos unas
cervezas, veamos unos vídeos, hagamos el amor. Me preguntó si
estaba en casa de mi mamá. Era la mentira que le había metido para
reservar ese viernes con Karina. Claro, escribí. Acá estoy, tirado en el
sofá. Pensé en ti y te escribí. Chateamos un toque más y me acosté.
No tenía ganas de hacer nada.

Al día siguiente, dejé ropa en la lavandería. Alquilé una cabina de


internet. Terminé de escribir el sexto capítulo de la novela. Abrí el blog
y lo colgué. ¿Se enojaría Rosario porque la llamaba “bruja”? Sí, se
enojó. Me llamó. Lloraba. ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué cuentas
nuestras cosas y, encima, haciéndome quedar mal? Ese día te fui a
ver así como estaba. Había tenido un día pesado en la universidad.
Pero como quería verte, fui como pude, porque tú eres todo lo que me
importa. Y así me pagas; hablando mal de mí en público. No dije nada.
Continuó vapuleándome durante media hora. Yo había vuelto al cuarto.
Estaba tirado en el colchón. No volverá a pasar, le prometí. Hubo un
silencio. Lo aproveché para hacer las paces. Le pedí que viniera a
verme. No, gritó. Tú solo me quieres para tirar y ya. Tú no sientes nada
por mí. Insistí con delicadeza. Se volvió a negar y me pidió que me
largase de su vida, que la dejase en paz.

Fui a casa de mamá. Allí estaba mi bebe. La sorprendí con lo que,


entre nosotros, llamábamos “un desayuno de campeones”: una bolsita
de M&M, unas papitas Lay’s y un juguito de durazno. Gracias, papi. Me
abrazó y me besó.

Repetí las papas rellenas de mamá. Le quedaban siempre de


putamadre.

Al anochecer, la bebe me pidió que la llevase al Bembos de Plaza San


Miguel. Tomamos un taxi y fuimos hacia allá. En qué no complacía a
mi hija.

El domingo me lo pasé durmiendo. Dejé a la bebe en casa de su


mamá. No quiso despedirse de mí. Quiso que subiera al
departamento, que personalmente la dejase acostadita en su cama.
Lloró cuando le dije que no se podía. La familia se había roto. Regresé
a Zepita y lloré en mi cuarto. La bebe era mi punto débil. Pensé en
Rosario. Solo ella podía animarme. La llamé, a pesar del pedido de
que me largase de su vida. Yo sabía que lo dijo sin sentirlo; ella estaba
tan enganchada conmigo como yo con ella. Nos necesitábamos. Ven,
le dije, ven, por favor, me siento pésimo. Me siento vacío. No volveré a
tratarte mal. Lo juro. Lloré. Le conté mi pena de todos los domingos: la
separación de mi hija. Ven, Rose, por favor; te necesito. Se hizo un
silencio. Ya, está bien, voy para allá. Pero ya no llores. No quiero que
estés mal. Sus palabras me calmaron. Gracias, Rose, eres la mejor.
Tenía un corazón de oro.

La esperé en la Plaza San Martín. La vi bajar de un taxi. Estaba


hermosa; discretamente maquillada. Llevaba una blusa que le
resaltaba las tetas y unos tacos que le empinaban tremendamente el
culo. Se dio cuenta de que me había deslumbrado. Quería tirármela
ahí mismo. No quiero que vuelvas a escribir nada feo sobre mí, Daniel;
mucho menos que digas que estoy hecha una bruja.

Compramos cuatro latas de cerveza y las llevamos a mi cuarto. Vimos


vídeos en su celular. Nos secamos las latas en una hora. Hoy no va a
pasar nada, Daniel. Vine para que no te sintieras solo. Solo por eso.
Hoy vine como una amiga. Se había parado encima del colchón. Se
desvistió hasta quedar desnuda. Me calateé a su lado. Desde mi
posición, echado a sus pies, le vi la concha cerradita. La prohibición de
sexo me había endurecido la pichula.
Entonces, sentí dos cortos remezones. Eran de mi celular. Me
apresuré a ver quién jodía a esas horas. Eran dos mensajes de Karina.
Se me heló la piel. Se me desbarató la erección. Sigilosamente, leí el
primero: Amorcito, mañana te veo. Leí el otro: Nos encontramos a las
ocho en Metro, ¿está bien? Rosario acomodaba su ropa sobre la
mesa. Escribí un apresurado ok. ¿Quién es?, preguntó. No era tonta.
Sabía que algo me inquietaba. Mi mamá, dije sin dudar. Es mi mamá,
continué. Quiere saber si llegué bien al cuarto. Le he puesto que sí,
que estoy bien. Rosario se arrodilló a mi lado. Sus tetas me quedaron
a una lamida de distancia. A ver, muéstrame la conversación.

Capítulo 16

Lunes 26 de setiembre del 2016



-No te enamores de veras,
que te querrán con puñales.
Di que vas sin corazón;
porque lo dejan sin sangre.

Martín Adán – La Campana Catalina



Mientras encaletaba el celular debajo del colchón, pensé en alguna


movida inteligente. Muéstrame que estás hablando con tu mamá,
exigió. Lo único que se me ocurrió fue chuparle una teta. Nos fuimos
contra el colchón. Sin darle tregua, le abrí las piernas y hundí mi
lengua en su vagina. No, Daniel, protestó. Te dije que no va a pasar
nada entre nosotros. No me molestes. Se envolvió con la colcha y me
dio la espalda. Hasta mañana, murmuró. Me había salvado.

Nos levantamos muy temprano. La acompañé al paradero de


colectivos. Nos despedimos sin besos. Seguía resentida. Manejé al
trabajo.
En la oficina, no pude evitar uno de los aburridos monólogos de
Victorio. Algunas veces, cuando no tenía a quien joder en el teléfono y
cuando llevaba una taza de café recién hecho en la máquina de Jean
Carlo, se acercaba a mi escritorio y me hablaba de sus tiempos
trabajando en proyectos en la sierra, en plena época del terrorismo.
Luego, se mandaba una extensa apología a Alberto Fujimori. Que
Fujimori liberó al país; que propició el retorno de la inversión
extranjera; que su gobierno llegó a los rincones más jodidos del Perú;
que gracias a él los serranos de esos lugares conocieron el agua
potable y la electricidad. Yo lo escuchaba sin intervenir, implorando
porque terminase pronto con sus huevadas. A Victorio le encantaba
oírse.
Una hora después, llegó Jean Carlo. Estaba eufórico. Nos contó que
estaba a un pelo de cerrar una suculenta venta. El cliente le había
pedido una reunión ya mismo. Nos llevó en su camioneta.

Fuimos al piso ocho de un edificio en San Isidro, distrito donde las


principales compañías mineras del país tenían sus sedes. Éramos un
trío que no inspiraba confianza. Yo no inspiraba confianza. La cara de
Victorio tampoco. Jean Carlo sí. Él sí podía inspirar confianza. En
cualquier caso, lo que mantenía vivo el negocio era la calidad de los
ventiladores que ofrecíamos. Eran tan buenos que podían venderse
solos.

En la reunión, Victorio empezó a hablar de más. Su función era, en


principio, conseguir clientes. Nada más. Conocía a varias personas en
el sector de la construcción; túneles, obras hidroeléctricas. Pero, en
cuanto al tema técnico de la ventilación, no sabía un carajo. Jean
Carlo, entonces, tomaba la palabra. Exponía con soltura todos los
detalles comerciales y operativos. Yo aportaba poco; hablaba un par
de cosas de mi experiencia en Uchucchacua usando los ventiladores
de Jean Carlo.

El cliente nos pidió simular el funcionamiento del sistema de


ventilación en un modelo virtual del proyecto. Jean Carlo me miró. Yo
haría esa chamba. Nos despedimos. Si se cerraba el contrato, Jean
Carlo ganaría unos buenos miles de dólares.

Ni bien llegamos a la oficina, me puse a trabajar en el proyecto. Lo


terminé en poco más de una hora. Lo envié por correo. Jean Carlo
quedó satisfecho. Se lo envió al cliente. Eran las cuatro de la tarde. Fui
al chifa a almorzar. Comí tranquilamente. Chateé con Rosario y con
Karina. Esta me confirmó que nos veríamos en la noche. Rosario
estaba más tranquila. Se le había disipado el enojo. ¿Seguiría así de
tranquila si se enterase que Karina -la chola gorda y fea de Karina,
como ella la llamaba- iba a tirar conmigo en el mismo colchón donde
había tirado con ella tantas veces? No tenía nada en contra de
Rosario. La quería muchísimo. Pero había oportunidades que debían
ser tomadas. Si no cachaba con una, dos, o tres mujeres, con uno,
dos, o tres cabros, ¿de qué mierda iría a tratar El Solitario? Debía
ponerle color a la novela.

Karina tenía muchas ganas de comer unos sánguches en El Chinito,
una de las más antiguas sangucherías de Lima.

Llegando a Zepita, divisé a Estrella, el cabro con el que tiré alguna vez.
Tenía un excelente cuerpo, pero no le ponía entusiasmo a su chamba.
Era como tirar con un muerto; no se movía, no gemía, ni siquiera se
daba el trabajo de fingir. Mi vida era igual a la de Estrella. A ella no le
gustaba darle el culo a la gente, así como a mí no me gustaba trabajar
en una mina. Por eso, renuncié a la última. Me arrepentí unos días
después porque me pagaban muy bien. Pero ya era demasiada
conchudez; había jugado muchas veces con esa minera. Luego de
traducir el libro de McPhilips, hallé cobijo en la empresa de Jean Carlo.
Me pagaba una miseria en comparación con mi sueldo de la mina,
pero era preferible a no ganar un solo sol. Ahí estaban las
consecuencias: vivía en un cuartito, manejaba al trabajo en una
bicicleta que podía ser arrollada por una combi en cualquier momento
y comía arroz chaufa a diario. Me prostituía al igual que Estrella: sin
ganas y a cambio de unas miserables monedas.

Me bañé y esperé a Karina.















Capítulo 17

Del lunes 26 al martes 27 de setiembre del 2016



Hace unos días eras una diosa, ahora eres solo una mujer.

Charles Baudelaire sobre la socialité francesa Apollonie Sabatier.





Pedimos un sánguche de pavo y uno de lomo saltado. Hacía calor.


Ordenamos una jarra helada de chicha morada. El lugar estaba lleno.
Tuvimos la suerte de hallar una mesa libre. Terminamos repletos y con
cargo de conciencia. Karina redoblaría su rutina de ejercicios en el
gimnasio. Yo me fajaría la panza con bolsas de basura para sudar el
triple manejando al trabajo.

Para bajar la guata, caminamos hasta la licorería de Colmena.


Compramos dos vinos. No me importó que fuera lunes. Los borrachos
éramos ajenos al calendario.

El colchón ya estaba en el suelo. ¿Te parece si nos quitamos la ropa y


conversamos?, propuse. Aceptó. Nos quedamos en ropa interior. Serví
el vino en los vasitos descartables que nos regaló el tendero. No me
avergoncé de tener la pinga parada. A cualquiera se le pararía con
semejantes tetas a la vista.

Nos sentamos en el colchón. Te cuento, empezó Karina; terminé con


Mark. ¿No que no estaban? Estaban y no estaban. Para ella no
estaban; para él, sí. Se había puesto muy cargoso el chibolo.

Después de eso, no quedaba mucho por contar. Ahora, solo quería


tirármela.

Pareció leerme la mente. Dani, ese día, no esperaba que me volvieras


a hacer el amor en la mañana. Un momento; ¿a qué se refería con eso
de que “me volvieras a hacer el amor en la mañana”? ¿Lo habíamos
hecho dos veces? Claro, ¿no te acuerdas? La primera fue antes de
dormir, luego de que bailamos; la segunda fue en la mañana, antes de
que te fueras al trabajo. No recordaba nada de la primera. Incluso, le
conté que le hice el amor en la mañana porque pensé que, por el
cansancio, no me la había tirado antes de dormir. Y no iba a permitir
que te regresaras a tu casa sin haberme comido esas tetotas. Se rio.
La misma risa de los tiempos en que fuimos enamorados. Eres un
loco, Dani.

Pusiste las botellas debajo de la mesa y te me tiraste encima; me


quitaste el brassier y empezaste a morderme los pechos. Te dije que
despacio, pero estabas recontra arrecho. No recordaba un carajo de lo
que me contaba. Era como si me estuviera hablando de otro huevón.
Por más que lo intenté, ninguna imagen me vino a la cabeza.

Entonces, cuando lo hicimos en la mañana, ¿fue la segunda vez?


Karina tomó otro trago. Sí. Yo, también. Podía sentir el vino
agarrotándome los dedos, afilándome la lengua, disparándome la
pichula. No estaba borracho. Estaba en mis cinco sentidos. Así debía
uno cachar con una hembra: despierto. Si no lo recordabas, no había
pasado.

¿Terminaste?, le dije. ¿Qué cosa?, preguntó. Tu vaso. Miró dentro de


él. Sí. ¿Me sirves más? Me acerqué a ella y la besé. Le metí la lengua.
Me metió la suya. La saliva le sabía a vino. Sin dejar de besarla, le
saqué el sostén. Pegué mi pecho contra sus tetas. Siempre hacía eso
con una mujer de tetas grandes: sentir sus pezones en mi pecho. Esos
pezones son míos, alucinaba, enfermo de sexo. También, les pasaba
la cabeza de mi pinga. Era como dejar mi marca en ellas, tal cual
hacían los perros al orinar al pie de un poste de luz.

Le puse la pinga a la altura de su boca. Ella sabía perfectamente qué


hacer a continuación. Llevábamos catorce años haciendo las mismas
cochinadas. Me chapó la pinga del tronco y se la metió en la boca. Así,
chupa, perra, chupa. Le saqué la pinga y le puse mis bolas. Las
succionó una por una. Qué rico, carajo.

Ya había visto demasiado. Era hora de sentir; solo sentir. Apagué la


luz. La puse en cuatro y me entregué a lamerle el ano. El vino me
facilitaba las cosas, me quitaba lo disticoso, me hacía un valiente, un
asqueroso de mierda.

Luego de media hora de lamidas y metidas, quiso venirse. La posición


que le acomodaba era la misma que le conocía desde hacía tiempo.
Se echó encima de mí, la pichula dentro de su vagina, y cerró las
piernas. Empezó a mover la pelvis en círculos. Gimió. Mmm, mmm,
mmm. Pude sentirla venirse como huaico.

Era mi turno. Te tomas mi semen, ¿ya? Me corrí la paja mientras me


besaba. Volvió a ponerse en cuatro y acercó su boca hasta la cabeza
de mi pinga. Continué masturbándome sabiendo que la boca de Karina
estaba a pocos centímetros arriba de la punta de mi pichula, la lengua
afuera, esperando la leche. Le manoseé las tetas con la mano libre.
Eran enormes y blandas. Era lo que me faltaba para darla. Ya, alcancé
a decir. Sin demora, hundió la boca en mi pichula y no dejó escapar
una gota del yogurt.

Luego de eso, se me esfumó el deseo de seguir tirándomela. Karina


había vuelto a ser una mujer más. La única de la que no me cansaba
del todo era Rosario. Eso debía de significar la comunión entre los
gustos caprichosos de la pinga y la sana costumbre que el corazón
siente por una mujer.

A pesar del cache y del vino, llegué temprano al trabajo. No tenía nada
que hacer, así que continué revisando mi traducción del libro de
McPhilips. A media mañana, me estaba quedando dormido. Fue
entonces cuando Patricia se acercó a mi escritorio. ¿Me acompañas
un ratito al banco? Caminar por ahí me despejaría la mente.
Conversamos de cualquier tontería. La hacía reír. Otra vez, nuestros
cuerpos tendían a pegarse, como imantados. Varias veces, sin
intención, mi mano le rozó los muslos.

Antes de trabajar para Jean Carlo, Patricia fue boletera en un circo. El


lugar le pertenecía a un popular cómico peruano que ganó notoriedad
porque se tiró a su cuñada en la misma cama donde dormía con su
mujer. Siempre que teníamos presentaciones, el circo se llenaba y, no
me creerás, me entregaban un montón de billetes falsos. Ahí aprendí a
diferenciar los billetes.

A los vivazos que me daban billetes chuecos, se los rompía en la cara.


Hablaba con vehemencia. Se metía en la piel de sus recuerdos. Esos
que hacen pasar los billetes falsos van a los circos populares. No te
imaginas la cantidad de billetes que rompí. Trabajó desde junio hasta
agosto. No me atreví a preguntarle cuánto le pagaba el cómico, a
quien jodían de serrano. Se decía de él que era bastante tacaño. ¿Lo
habría sido con ella? Mi esposa solía atacarme de tacaño. Todos los
cholos son tacaños, decía, antes de encerrarse en su cuarto dando un
portazo.

El paseo me quitó el sueño. Regresamos a la oficina. Fui al chifa solo.


Patricia había traído su táper.

Jean Carlo no se manifestó. Seguramente, había cerrado el contrato


con el cliente del lunes. Debía de estar festejando. Victorio tampoco se
apareció en la oficina. Continué con la revisión de la mañana. Hoy me
quito temprano, pensé.

Unas horas después, el sueño regresó con fuerza. Sonó el anexo que
Jean Carlo me había asignado. Rara vez sonaba. Nadie me llamaba.
Era Patricia. ¿No te molesta si pongo unas canciones? No. Puso
algunas salsas del recuerdo. Las cantamos desde nuestras
respectivas oficinas. Volvió a sonar el anexo. ¿Qué tal? ¿Te están
gustando? Sí, estaban buenas.

Quiero ponerte unita más. Espero que también te guste. Fue un


reggaetón lento. No me gustó. Volvió a telefonearme. Quiso saber mi
opinión. Me encantó, le dije. A pesar de la mentira, la letra me había
llamado la atención. La busqué en Google y la leí. Quiero llevarte y
hacerte el amor, déjame tocarte… ¿Por qué Patricia esperaba que me
gustase esa canción? ¿Quería algo conmigo? ¿Era la señal que
estaba esperando? Por fuera, parecía una mormona de fe
inquebrantable, pero, enfrentada a sus sentimientos por la soledad de
la oficina, parecía ir revelando a la mamona que en realidad era. Dejé
de pensar en ella y sus canciones. Cogí el celular y le escribí a
Rosario. Quería verla; tomarme unos tragos con ella. Aceptó. Pero
solo para acompañarte y ver una película. No quiero que pase nada.
No mereces estar conmigo; ni siquiera tocarme, escribió. No te
preocupes, le mentí, no voy a intentar nada.


















Capítulo 18

Martes 27 de setiembre del 2016



Tú alcanzas tu perdón con esa letanía de besos.

Charles Baudelaire – Poemas Prohibidos





Nos encontramos en el Yield Bar, en la Plaza San Martín. Tenía un


trago colorido delante. Lo tomaba de una cañita. Llamé al mozo y le
pedí una Pilsen helada. ¿Me acompañas al concierto de Pantera este
sábado? Había un afiche en la entrada del local con la información
respectiva. Ah, ya. No, yo quiero ir al otro, al de Calamaro. Es este
viernes, un día antes de tu concierto.

¿Al de Calamaro?, quise saber. Sí ¿No lo has visto? Su afiche está al


lado del de tu concierto. A Rosario le encantaba la música de
Calamaro. Alguna vez, hicimos el amor escuchándolo.

Vamos a ese concierto, me suplicó juguetonamente. No, qué aburrido.


Si quieres, ve sola. Rosario era una de las pocas personas con las que
me mostraba tal cual era; muchas veces, sin delicadeza.

Estaba preciosa. Luego de terminados los tragos y la chela, en el


camino a mi cuarto, uno de los borrachos de la Colmena le silbó el
culo. Qué ricas tetas, mi amor, dijo otro.

Buscamos vídeos de YouTube en su celular. No había nada nuevo.


Durmamos, sugerí. Me quedé en bóxer y apagué la luz. Nos
acostamos, cubiertos por la colcha, separados debajo de ella.

Quise hacerle el amor, pero no iba a ser tan fácil. Aún seguía resentida
conmigo. Intenté algo.

Rose, ¿puedes tocarme el pene? Desde su extremo del colchón, me


habló claro. ¿Qué tienes, oye? Yo no te voy a tocar nada, ¿ok? Tú y yo
no somos nada. Tú no eres nada mío. No quieres ser nada mío. Y yo
no tengo por qué estar tocándote el pene. Me acerqué a ella. Tócalo
un ratito y no te molesto más. Te lo prometo. Se negó y dijo que no
hablaría más del tema. Pero, siguió.

Si fuésemos enamorados, todo sería distinto, Daniel. Esas palabras


eran la brecha por donde podía infiltrarme. Rose, no digas eso. Está
bien, no somos enamorados, pero lo que siento por ti sí es amor.
Cambió de posición. Su rostro apuntó hacia el mío. Mentiroso, eres un
mentiroso; tú no sientes nada por mí. Puse mi mano en su cintura. La
dejó ahí. Calculé que debía insistir un poco más para lograr mi
objetivo. El terreno empezaba a ceder. Te amo, Rose, te amo; tú sabes
que solo contigo la paso bien. ¿Acaso no es a ti a quien llamo cuando
me pasa cualquier cosa?

Te amo, Rose, te amo, repetí, luego de un corto silencio. ¿Estás


diciéndome la verdad, Daniel? No respondí al instante. Una mentira
requería de un silencio antes de ser enunciada como una verdad. La
longitud de ese silencio dependía de la frialdad del mentiroso. Mi
silencio duró segundo y medio. Era un mal mentiroso. Luego del “sí”,
percibí la retirada de sus defensas. Intenté besarla para confirmar la
rendición. Correspondió mi beso. Confundimos nuestras lenguas por
varios segundos. Se me mojó la punta de la pinga.

Chúpamela, ¿ya?, imploré, sin dejar de besarla. Ella me mordió los
labios. Me succionó la lengua. Pasó la suya por mis labios. Los chupó
como caramelos. No te voy a chupar nada, susurró. Me lamió la boca,
el cuello. Bajó hasta mi pecho. Jugueteó alrededor de mi ombligo.
Chúpamela, por favor, gemí, sabiéndola cerca de mi pichula.

Daniel, no mereces que te bese. Volvió a echarse en el colchón.


Carajo. Tú no me amas. Yo quiero entregarme a alguien que me ame.
Quiero ser una enamorada, una novia; no una amante. Estaba
demasiado excitado como para pensar en algo nuevo. Retomé el
estribillo más fácil. Rose, Rose, te amo. Volví a tomarla de la cintura.
Sentir esa piel me arrechaba. La pegué hacia mí. El pene me quedó
prensado contra sus piernas. ¿Quieres ser mi enamorada?, le
pregunté. Ay, Daniel, no jodas. Eso lo dices solo para que puedas
cacharme y te la chupe. Tenía razón. Pero no se lo iba a decir. ¿Y si
me masturbas con los pies? Rosario tenía unos pies hermosos. Casi
siempre, le chupaba cada uno de los dedos. Ella les pintaba las uñas
de rojo. Ese color me enloquecía. Solo eso, tus pies y nada más. Por
la quietud en su respiración, intuí que estaba considerando mi
propuesta. Está bien, dijo. Se me volvió a mojar la pinga. Pero no me
vas a tocar, ah. Solo yo te voy a tocar con mis pies un rato y nada más.
Acepté. Estaba seguro de que nuestro trato no se limitaría solamente a
ese roce. Conocía muy bien a Rosario. Era tan arrecha como yo.
Terminaríamos tirando. Puso la colcha a un lado. Con delicadeza,
atrapó mi pinga con sus pies. Qué rico, suspiré. Sentía sus dedos, las
plantas, su piel.

Tras unos minutos del masaje podálico, se llevó una mano a la vagina
y comenzó a frotarse el clítoris. ¿Qué haces?, pregunté, haciéndome
el huevón. Me masturbo, pues, dijo, agitada. Si quieres, te masturbo
con mi lengua, propuse. No, me dijo, tú no puedes tocarme. Estás
castigado. Sí, claro. Continuó los masajes. Empezó a meterse uno,
dos dedos, en la vagina. ¿No quieres que te la meta un rato? No
respondió. Continuó corriéndomela y corriéndosela.

¿Y si le das un besito a mi cabecita? Estaba excitada. Podía sentirlo.


Era mi oportunidad. Solo un besito, por favor, insistí. Está bien. Le voy
a dar un besito en la cabecita y nada más, ah, dijo. Ahora, empezaría
lo bueno. Cambió de posición. Se puso en cuatro y le dio un besito al
glande, a la puntita, a los labiecitos húmedos. Pero, tal cual lo supuse,
el besito, corto y delicado, se extendió en una de esas mamadas
gloriosas que solo Rosario sabía darme. Se metió mis huevos en la
boca y los tuvo ahí un rato. Volvió al pene. Se lo metió enterito. Le cogí
la cabeza y la mantuve en esa posición. Empezaba a dar signos de
asfixia, pero no la solté. Casi diez segundos la tuve así. Cuando la
solté, su garganta explotó en un arghhh.

Terminamos tirando. Se tomó mi semen. Permanecimos desnudos,


tirados en el colchón, medio somnolientos. Así estuvimos hasta que fui
a lavarme la pichula. No quería manchar más la colcha ni el colchón.
Ya bastante semen tenían encima.

Revisé la hora en el celular. No tenía ningún mensaje. Lo dejé cerca


del colchón, en el piso. Me enrosqué la toalla y fui al baño. Me abres la
puerta, por fa, le dije a Rosario. Ya, respondió. Cuando terminé, vi la
puerta junta. Entré. Rosario sostenía a media altura mi celular, como
restregándomelo. Así que has estado hablando con Daniela, ¿no?
Putamadre. Todo volvía a irse a la mierda. Había prendido la luz y, por
la rabia en sus ojos, parecía lista para estrellar el celular contra la
pared o contra mi cara.









Capítulo 19

Del martes 27 al miércoles 28 de setiembre del 2016



Junto a su cabeza, un ángel aparece inclinado:
espía los susurros de un corazón inocente

Arthur Rimbaud – El Ángel Y El Niño




No recordaba qué le había escrito; pero estaba seguro de que no


habían sido cosas del tipo “quiero lamerte la vagina” o “quiero chuparte
las tetas”. Las conversaciones con Daniela eran cortas; unos saludos
apenas. Pero eso no le importaba a Rosario. Ella no quería que tuviera
ninguna comunicación con Daniela, Karina, o alguna otra ex
enamorada. Sabía que si yo conversaba con ellas era porque quería
tirármelas. Tú no sabes tener amigas, Daniel. Quieres tirar con todas,
por más que Daniela sea una enana sin gracia y Karina, una chola
gorda y fea.

¿Desde cuándo quieres verte con Daniela? Estaba furiosa. Por favor,
no vayas a tirar mi celular. No tengo plata para comprarme otro. No
supe qué otra cosa decir. Mientras no tuviera una pista de lo que
Rosario acababa de descubrir, no podía lanzar una mentira. Sus dedos
estrujaron el teléfono. Se le quebró la voz. Yo me entrego a ti, te
complazco en todo y tú con ganas de verte con Daniela. ¿Para qué la
quieres ver, ah? Intuí que había visto los últimos mensajes; esos en los
que Daniela y yo tratábamos de fijar un día para vernos. Tuve suerte.
Si hubiese visto los mensajes de Karina, sin dudarlo, me hubiese
estampado el celular en la cara.

Estoy cansada de ser buena contigo. No me mereces. Yo merezco a


un hombre de verdad. Dejó mi celular sobre la mesa. Estoy cansada
de amarte y de que tú me rechaces buscando a otras personas. ¿No te
basto, Daniel?

Quise abrazarla, decirle algo, pero sospechaba que un acercamiento


físico reavivaría su furia. Se sentó en el colchón. Tenía el rostro
desencajado. Se puso el sostén y el hilo. Voy a dormir, dijo. Supongo
que tú también, porque ya lograste lo que querías. Ya me utilizaste. No
me vuelvas a tocar, por favor. No había rencor en sus palabras, solo
decepción y resignación. Eso me dolió más. Rosario no sabía
almacenar rencores. Era demasiado buena persona.

Antes de que sonara la alarma de mi celular, Rosario ya se vestía.


Buenos días, Rose, la saludé. No me hables, por favor. Yo ahorita me
termino de cambiar y no me vuelves a ver más. Ahí tienes a tu Daniela.
No insistí. Permanecimos callados. ¿La puerta de abajo tiene llave? Le
dije que no, que podía abrirse fácilmente. Se paró y caminó hasta la
puerta del cuarto. Se fue elegantemente; sin dar portazos.

No había nada que hacer en la oficina. Continué depurando la


traducción de McPhilips.

¿Almorzamos?, preguntó Patricia. Me llamaba desde su anexo. Eran


casi la una. Fuimos al chifa. No le permití pagar su cuenta.

Dani, ayer me robaron el celular. Apoyó la cabeza en mi hombro. No


supe qué hacer. Solo me mantuve quieto; no quería que
malinterpretase cualquier movimiento como un signo de que me
incomodaba tenerla en esa postura. ¿Cómo así? Había salido tarde de
la oficina. Jean Carlo la tuvo llenando y corrigiendo unas facturas.
¿Jean Carlo? Pero si ayer no vino, le dije. Sí vino. Justo cuando
estaba a punto de irme. Tú ya te habías ido. El novio no pudo
recogerla porque tuvo un retraso en el trabajo. El tipo era cajero en un
banco. Ese día, las cuentas no le cuadraron al cerrar su caja. Patricia
tuvo que emprender sola el regreso a casa. Eran poco más de las
ocho de la noche. Jean Carlo quiso pedirle un taxi, pero ella declinó. A
una cuadra de su paradero, un mocoso le arranchó el celular. Y lo
había sacado un ratito, no más; para ver la hora. Y en ese ratito me
roban. Entre otras cosas, lo que más le molestaba del asunto era que
se había quedado sin música. Su computadora en la oficina no tenía
parlantes. Sin música, le sería difícil trabajar.

En la tarde, mensajeándonos, Rosario y yo nos reconciliamos. El


tiempo la calmaba, le estimulaba nuestros mejores momentos. ¿Puedo
verte hoy?, me preguntó. La verdad; tenía muchas ganas de ver a mi
hija. Acababa de acordar con mi esposa, en una conversación
paralela, que pasaría por el departamento a las ocho y media.

Entendió. Sabía que si no veía a mi hija cuando me lo pedía el


corazón, podía deprimirme. Entonces, ¿crees que podamos vernos en
el mercado un ratito? Es que quiero entregarte algo. Se refería al
mercado Santa Rosa, que estaba a dos cuadras de la oficina.

Media hora después, estábamos en el mercado. Fuimos a una


juguería. Pedí un jugo de fresa. Rosario no pidió nada. ¿En serio? ¿No
quieres nada? No quería nada. Quería verme porque le urgía darme
una sorpresa. Pero con mayor razón, pues. Déjame invitarte un juguito
para que no me sienta tan en deuda. Cedió. Ordenó también un jugo
de fresa.

Quería entregarte esto. Abrió su bolso. Siempre cargaba un bolso


diferente. Moría por los bolsos y los zapatos de taco. Tenía más
zapatos de taco y bolsos que cualquier otra cosa. Siempre que
hacíamos el amor, estrenaba zapatos. Mis favoritos eran los que
dejaban al descubierto las uñas de sus pies. Le pedía que no se los
quitara mientras tirábamos.

Me entregó un estuche negro. Dentro, había un lápiz, un lapicero, un


marcador y un resaltador. Todos de la marca Staedtler. Para que sigas
escribiendo con tu letra bonita, me dijo. Me sentí pésimo. Yo jugando
con sus sentimientos y ella haciéndome regalos; regalos que, por otra
parte, me gustaban. Los libros, o todo aquello que estuviese
relacionado con los libros y la escritura, eran para mí excelentes
regalos. Los voy a cuidar un montón, le dije. Fue una promesa sincera.
Le aseguré que el sábado nos veríamos. Le recordé el concierto de
Pantera. ¿Todavía hasta el sábado? No podía ser tan desconsiderado
luego de esa muestra de bondad. Entonces, mejor el viernes, corregí.

Antes de salir del mercado, nos detuvimos en un puesto de accesorios


electrónicos: audífonos, celulares, tablets. Le pedí a la dependienta
que me mostrase los parlantes para computadora más económicos
que tuviera. Treinta soles, joven. El sonido es muy bueno. Pagué y me
los llevé. Rosario no me preguntó por ellos. Intuyó que los necesitaba
en el trabajo. La acompañé hasta su paradero. Nos despedimos con
un beso.

Toma, le dije a Patricia. Es para ti. No esperaba nada de mí, así que su
curiosidad y su alegría sobrepasaron mis expectativas. Cuando sacó la
caja de la bolsa, me abrazó. No había nadie en la oficina. Ahorita
pongo la música, me dijo. Gracias, muchas gracias. Fui a mi escritorio
sintiéndome una basura. Había gastado treinta soles en unos parlantes
para alguien que no daba un carajo por mí y solo cuatro soles en un
jugo para la persona que hubiera dado la vida por mí. Volví al libro de
McPhilips. De fondo, sonaban las salsas de Patricia.


Capítulo 20

Del miércoles 28 al jueves 29 de setiembre del 2016



Pero de lo que se trata es de hacer monstruosa el alma: ¡a la manera de los comprachicos,
vaya! Imagínese un hombre que se implanta verrugas en la cara y se las cultiva.

Arthur Rimbaud – Cartas Del Vidente



En el bus al departamento de mi hija, recibí unos mensajes de Karina:


Mark, el chibolo que la pretendía, y con quien ya había tirado en
algunas oportunidades, había leído los mensajes de su celular
mientras ella preparaba unos piscos sours en la cocina de su casa. Se
había enterado de las visitas de su chica al cuarto de Zepita. Lloró. Por
qué mierda me has hecho esto si yo te amo de verdad. Ella le aclaró
las cosas: Quién chucha te has creído para controlarme. El tipo no se
amilanó. Quería que Karina le negara lo que acababa de leer. Es un
celoso de mierda, Dani.

Fuimos al Bembos de Plaza San Miguel. La bebe jugaba en la piscina


de pelotas y mi esposa me contaba sus travesuras y progresos en el
colegio. A la bebe le interesaban tres cosas en el mundo: las papitas
fritas, los colores y las canciones en inglés.

Dani, en el colegio me están pidiendo treinta soles para el disfraz de la


bebe por el aniversario del colegio, ¿puedes ayudarme? Por supuesto
que podía. Toma cincuenta, le dije. Si el gasto era para la bebe, con
gusto lo cubría.

Las llevé en un taxi a casa. La bebe entró corriendo en una librería. La


seguimos. Papi, papi, quiero esos colores, por favor. Imposible decirle
no.

Subió las escaleras, encantada con sus colores. Mi esposa y yo


permanecimos en la puerta de rejas. Gracias por lo de hoy, Dani. La
pasamos bien. Fijó sus ojos en mi boca y me regaló un beso
demorado, pero corto. Cuídate mucho, se despidió. La relación con
Melina parecía no estar del todo bien.

En el bus a Zepita, me cayó un mensaje de Daniela. ¿Qué haces,


Chato? Nada. ¿Tú? Estaba en casa, sin mucho que hacer. Te invito un
chifita, le dije. Estoy en Alfonso Ugarte. Aceptó. Media hora después,
estábamos comiendo en uno de los tantos chifas de esa avenida. El
arroz chaufa era una mierda. A ella tampoco le agradó lo que pidió.
¿No sientes que la comida tiene un sabor como a detergente?
Putamadre. Tenía razón. Apartamos los platos y bebimos las
gaseosas.

La novedad era que estaba saliendo con un poeta. Se llamaba Johnny


Reyes. Lo había conocido en la universidad donde ambos enseñaban.
Salían, se besaban, tiraban, pero no podía asegurarme que fueran
formalmente enamorados.

Hacía varios años, Johnny publicó un poemario. Daniela no recordaba


el nombre del libro, pero señaló que recibió las mejores críticas de los
entendidos en la materia. Lo proclamaron el renovador de la poesía
rimbaudiana. Yo creo que eso lo mareó al Johnny, decía Daniela; se
durmió en sus laureles y no ha vuelto a publicar. Él dice que está
completando los poemas de su próximo libro, pero yo lo veo más
borracho o drogado que escribiendo.

Es un genio, decía Daniela. Yo no sé cómo hace ese hombre para


sacarse unos versos tan alucinantes de la cabeza. Ambos eran
profesores de Crítica Literaria en la UPC. En las reuniones, no puede
faltar el Johnny. Sus amigos lo idolatran. Alucina que lo tratan de
“maestro”. Y no lo dicen con cachita, ah. Lo dicen sinceramente. Y las
mujeres, pucha, se le tiran a los pies; sobre todo sus alumnas. Ese
hombre abre la boca y te enamora en una. ¿Era guapo? No, qué va a
ser guapo. Es alto, sí. Tiene el pelo largo enrulado, que no sé con qué
se lo cuida, porque lo tiene precioso. Es medio moreno, pero no es
guapo guapo. Digamos que tiene su no sé qué. Pero con su verbo
mata, Chato.

¿Y no le incomodaba a ella que las alumnas se le regalasen? Pucha,


Chato, no sé. A veces me llama la atención que las chicas lo persigan.
Pero desde que estamos juntos, he notado que las rechaza y se
guarda para mí.

Hablamos de mi cuarto, de mi mudanza, de mi novela. Le interesaba


conocer el lugar donde había vivido Eguren. Solo por eso me gustaría
conocer tu cuarto, Chato; no creas que va a pasar algo entre nosotros.
Yo ya te conozco. Te cuento que Johnny es fanático de la poesía de
Eguren. Si él tuviera plata, se lo tatuaría en el pecho. Para Johnny,
Eguren es el poeta niño, el poeta que ve el mundo, lo bueno y lo malo
del mundo, con candor. Les devuelve a las cosas la mirada de la
inocencia.

Terminamos las gaseosas y pagué la cuenta. Caminamos a su casa.


Vivía a algunas cuadras de Alfonso Ugarte. No insistí con lo de visitar
mi cuarto. Ya se presentaría la ocasión. Regresé a Zepita escuchando
Doble Nueve. Era la hora del rock clásico. Caminé hasta la Plaza Dos
de Mayo para entrar luego por Peñaloza. En esa calle, solo había un
par de chicas hermosas; tetas como pelotas y culos descomunales.
Pero no estaba de ánimos.

Subí las escaleras y entré a mi cuarto. Quise escribir, pero aún no


recuperaba mi laptop. ¿Cuándo chucha me la tendrían reparada? Me
desvestí y me tiré en el colchón. Recibí un mensaje. Era Rosario.
Amor, para mañana te tengo una sorpresita. Sueña conmigo, ¿sí?








Capítulo 21

Del viernes 30 de setiembre al sábado 01 de octubre del 2016



He dormido todo
un año,
o tal vez he muerto
sólo un tiempo,
no lo sé.

Javier Heraud




Llamé a Paul, el tatuador. Loco, hoy te caigo; quiero tatuarme el rostro


de mi hija. Me pidió que llegase antes de las nueve; hora en que
cerraban la Vía Veneto.

Eran las cuatro de la tarde. Estaba listo para salir de la oficina. Era
viernes. Ni Victorio ni Jean Carlo habían aparecido en todo el día.
Antes de montarme en la bicicleta, recibí un mensaje de mi esposa:
que no me olvidara del dinero para los gastos del mes. Le escribí que
no se preocupara. Le pedí que nos encontrásemos en el Metro de
Alfonso Ugarte a las siete de la noche.

Llegué al cuarto. Me bañé y me vestí de negro. Me miré en el espejo.


Estaba flaco. El negro acentuaba mi delgadez.

Mi esposa llegó con puntualidad a la cita. Algo no muy común. Se


mostró cariñosa. Yo no estaba de humor. Quería acabar pronto con
ella; pagarle a Jaime el dinero de la renta; e ir al estudio de Paul,
donde me encontraría con Rosario.

Fue evidente; a mi esposa no le agradó mi frialdad. Caminamos hacia


la fila de cajeros automáticos instalados en los exteriores del
supermercado. Luego de esperar mi turno, saqué el dinero que había
calculado para la familia, Jaime y el tatuaje.

Eres una mierda, Daniel. No te voy a aceptar esa plata. Necesito más,
dijo mi esposa luego de contar el dinero. Tenía la cara de culo, esa que
ponía cuando quería cuadricularme la vida. Pero eso es lo que te doy
todos los meses. Y no me grites que no te he hecho nada. ¿Qué te
pasa? No entendía qué cosa la había jodido. Necesito doscientos
soles más. ¿Y para qué quería ese dinero? Lo necesito y punto.
Dámelo o no me des nada y que tu hija se muera de hambre todo el
mes. Cuando esta perra metía a mi hija en los problemas que se
inventaba, me desesperaba. Imaginármela pasando penurias me dolía
en el alma. ¿Cómo vas a decir eso? Toma el dinero, tómalo, por favor.
Tomó los billetes. Los miró. No, si no me das lo que te pido, puedes
quedarte con tu plata. Y los tiró al aire. Me sobrepuse y levanté cada
billete. Estaba pasando la vergüenza de mi vida.

Corrí tras ella. La alcancé. No te voy a aceptar nada si no me das esos


doscientos soles más que te estoy pidiendo. Me había demostrado que
era capaz de todo. Le di lo que pedía. Prefiero que este dinero esté
aquí conmigo que contigo, Daniel. Me miró de pies a cabeza. Así
vestido seguro te vas a ver con alguna de tus putas. Bueno, pues, en
vez de que te gastes ese dinero en un hotel, créeme que yo lo invertiré
mejor. Y se fue. Maldita perra.

No solo tenía el dinero del cajero; en la mañana, había retirado cierta


cantidad del banco cercano a la oficina. Regresé a Zepita y le pagué la
renta a Jaime. Terminaba mi primer mes en esa casona.

Antes de entrar en Veneto, compré dos botellas de vino en una


licorería del jirón Moquegua. Corrí luego al estudio de Paul. Nos
saludamos. Descargué la foto de mi hija y la imprimió en papel bond.
¿Dónde te la vas a tatuar? En el pecho, sobre el corazón.

Empecé a beber el vino, sin pausas. Necesitaba de su poder


anestésico para soportar el dolor de los pinchazos. Sobre la foto
impresa, Paul delineó el rostro de mi hija. En ella, la bebe estaba a
punto de comerse una papita frita. Remarcó los contornos principales:
ojos, nariz, boca.

Embarró una crema en mi pecho, en el área donde quedaría el tatuaje.


Cogió la foto y la estampó contra la crema. El delineado quedó
marcado en mi piel. Va a quedar así. ¿Está bien? Me miré en el
espejo. Claro, estaba bien. Seguí bebiendo. Paul armó la pistolita
tatuadora con sus agujas.

Llamé a Rosario. Estoy a punto de tatuarme. Le indiqué cómo llegar al


estudio. Si encuentras la galería cerrada, hablas con el vigilante; le
dices que eres clienta de Paul. Me dijo que estaba cerca, pero el
tráfico la retenía. Seguí bebiendo. Programé un listado de canciones
de Pearl Jam en la computadora del estudio. Estaba listo. El vino trepó
rápido. Empezó a tatuarme.

Abrí los ojos. Todo estaba oscuro. Me costó reconocer que estaba
echado en mi colchón. La escena se aclaró ligeramente. A mi lado,
¿estaba Rosario? Sí, era ella, era su cabeza y el color nigérrimo de
sus cabellos. Pero yo había estado tatuándome, ¿qué hacía acá?
Salté del colchón y prendí la luz. Rosario reaccionó. Le costó abrir los
ojos. ¿Qué pasó?, le pregunté. Hizo visera con la mano y me miró.
¿No te acuerdas nada de lo que has hecho?, me preguntó. No, no
recordaba nada; solo que estaba tatuándome. Me noté algo en la
boca. ¿Y esto?, le pregunté. Tenía dos aritos metálicos en el labio
inferior, uno cerca de cada comisura. Te hiciste los piercings que tanto
querías, pues; como los de ese rockero que te gusta. Mierda; no
recordaba nada de eso. Vi una mancha extensa en el colchón. ¿Qué le
pasó al colchón? Sonrió. Lo vomitaste, pues. Tuve que limpiarlo. En
serio, ¿no recuerdas nada? Eres todo un caso. Me senté en la silla.
Acuéstate, descansa un poco más. Todavía son las cuatro de la
mañana. Descansa y después te cuento todo lo que has hecho. Me
acosté. La abracé. Me sentí fatal. Tuve miedo.

Duerme un poco más. Recuerda que a las nueve tenemos que ir a


Claro para que recuperes tu número y te compres otro celular. ¿Qué?
¿Un nuevo celular? ¿Y mi celular? Ay, Daniel, te lo robaron, pues, ¿no
te acuerdas? Absolutamente nada. Mierda, nunca dos vinos me habían
cagado así la memoria. ¿Dos vinos? Volvió a reírse. Cuatro, Daniel; te
tomaste cuatro. ¿Qué? Me tranquilizó. Descansa, Daniel. No podía; no
podía siquiera fingir que descansaba. Estaba nervioso y asustado.

Tuvo una brillante idea. No me la comunicó; la ejecutó. Reptó hacia


abajo y me quitó el bóxer, que era lo único que tenía puesto. Me chupó
la pinga. Le bastó un par de minutos para sacarme la leche. Se la tomó
todita. Con su lengüita, me limpió la cabecita de la pinga para que no
tuviera que ir al baño a lavármela. Consiguió que me quedase
profundamente dormido.












Capítulo 22

Sábado 01 de octubre del 2016



¡Oh, monje holgazán! ¿Cuándo sabré yo hacer
Del espectáculo vivido de mi triste miseria
El trabajo de mis manos y el amor de mis ojos?

Charles Baudelaire – El Mal Monje




Llegó un momento en que no paraste de hablar. Paul solo te


escuchaba.

Te movías y te movías. Paul no te decía nada porque te tenía


paciencia, pero, la verdad, era que estabas bien, pero bien espeso.
Daban ganas de meterte una cachetada. Así que yo te decía “Daniel,
no te muevas. Mira que va a salir mal la carita de tu hija.”

“Me va a doler, me va a doler”, gritabas. Me dabas risa, oye. Paul te


decía “tranquilo, tranquilo, va a ser rápido, no te va a doler nada”, pero
tú dale con seguir quejándote. Entonces, yo te mire bien seria y te dije
que te comportaras. Y te calmaste, oye. Será porque te hablé fuerte.
¿En serio no te acuerdas de nada de lo que te estoy contando? Bueno,
Paul te hizo así el labio y te clavó la aguja. Luego, te metió rapidito el
primer aro. Cuando te soltó el labio y se preparó para hacerte el otro
huequito, tú dijiste “¿qué? ¿Ya?” Estabas feliz porque no sentiste
nada. Seguramente, a esas alturas ya estabas totalmente anestesiado
por los vinos que te habías tomado.

¿Dos? No, fueron CUATRO los vinos que te tomaste. Compraste dos
más. Bueno, me mandaste a comprar a mí. ¿No te acuerdas? ¿En
serio? Espera, espera, espera. Tú me mandaste a comprar tres
botellas. O sea, iban a ser CINCO y no cuatro. Pero ¿sabes qué pasó?
Rompiste una. La habías dejado sobre el filo de una mesa. En una de
esas que te moviste mientras cantabas tu Pearl Jam, le diste una
manazo y todo el piso de Paul quedó oliendo a vino.

Saliste feliz con el tatuaje de tu hija. “Quiero que todo el mundo la vea.
Quiero que el mundo vea lo hermosa que es mi bebé.” Y te quitaste el
polo. Yo te decía “Daniel, cállate. Ponte el polo.”, pero tú, terco, hiciste
lo que te dio la gana. Te daba igual que la gente te mirara. Serían las
doce de la madrugada.

Habían locos en la Plaza San Martín. Varios grupos. Tú te acercaste a


uno de ellos. Creo que hablaban de religión. Los escuchaste un ratito
en silencio. Luego gritaste “Dios me llega al pincho, sarta de
ignorantes”. Toda la Plaza San Martín te quedó mirando. Habías
resultado estar más loco que ellos. Yo me moría de vergüenza. Alguien
te mandó a la mierda. Yo no me di cuenta de quién te había gritado,
pero tú sí, y no sé cómo, porque estabas alocado y distraído.
Entonces, corriste hasta el tipo ese. Yo me asusté. Pensé “ahorita le
pegan a Daniel”. Todos te miraban con miedo. Es que, en serio,
parecías un endemoniado. Cuando estuviste a punto de chocarte con
él, te detuviste y como que lo retaste. Pusiste tu frente contra la de él.
Parecías un toro que quiere embestir. A frentazos, lo llevaste contra
una de las bancas de la plaza. Y, en el camino, le ibas diciendo que
era un ignorante, que cómo se atrevía a insultar a un escritor como tú,
que esto, que el otro. Ya sabes, pues, Daniel, cómo te pones de
pedante cuando tomas. El tipo se quedó mudo. Todos se quedaron
mudos. Con mucho miedo, me atreví a decirte que nos fuésemos.
“Hazle caso a tu jermita”, dijeron por ahí. Miraste a ese que habló. De
nuevo, parecías poseído. Dabas miedo. Imagínate, pues, qué puede
pensar alguien si te ve así, sin polo, tatuado, gritando tontería y media.
El tipo se quedó calladito. Luego me miraste y caminaste rápido a
Quilca. Yo te tuve que seguir. Tenía que seguirte. No quería que nada
malo te pasara. Cuando te alejaste un poco, uno de los tipos me dijo
“flaca, cuida a tu enamorado”. Me gustó que me dijera flaca.

Cuando llegamos a Wilson, en lugar de cruzar la avenida, te pusiste a
torear los autos. Los carros pasaban a toda velocidad y tú les pedías
que te atropellen. Yo estaba asustada. No sabía qué hacer. Ya te veía
tirado en la pista. Felizmente, pasaban pocos carros a esa hora, pero
con una velocidad que si te hubieran agarrado te hubieran hecho volar
kilómetros. Algunos de los conductores te gritaban “loco de mierda”, “te
vas a matar, huevón”. Y tú decías “yo soy un genio, un artista, soy
inmortal”. Estabas loco. Yo te decía “Daniel, cruza, cruza, por favor”. Y
tú te ponías peor. Saltabas en medio de la pista esperando que llegue
otro carro. “Yo soy Eddie Vedder”, gritabas, y te ponías a imitar su
caminada en ese video que me enseñaste en tu cuarto. Me dio más
miedo cuando llegó un camión cargado de cosas. Parecía que era de
alguna mudanza. Iba a mucha velocidad para estar tan cargado.
Mucho más rápido que los autos. Y tú te plantaste en medio de la
pista. “Daniel, sal de ahí, por favor”, te grité. Un poco más y me ponía
a llorar de la preocupación. Y tú, ahí, parado en la pista gritándole al
camión “ven, atrévete a matarme, ven, aquí te espero”. El camión bajó
la velocidad y se cuadró a un lado. Bajó el chofer. Era un señor
grueso. Tenía unos brazos que yo dije ahorita lo desaparece a Daniel.
Bajó furioso y caminó hacia ti. Yo dije ahorita Daniel se asusta y se va
corriendo. Pero no. Al contrario, corriste a darle el encuentro a ese
chófer. Era un cholo grandazo. Un brazo de él era una pierna tuya. El
señor se quedó parado en su lugar. Estaba sorprendido porque no
esperaba que fueras a correr hacia él. Seguro pensó que con solo
verlo te ibas a ir corriendo. Estaba asustado. Y tú ibas derechito a él
como para pegarle. Entonces, a mí se me pasó la rigidez y corrí hacia
ti. No sé cómo, pero llegué antes de que tú y el chofer se acercaran. O,
mejor dicho, antes de que tú te le aventaras. “Controla a tu
enamorado”, me dijo. Agarró y se subió a su camión.

Por unos momentos, estuviste tranquilo. Había logrado que te pusieras


el polo otra vez. Yo pensaba que llegaríamos a tu cuarto y dormiríamos
tranquilos. Pero me equivoqué. Estábamos por Washington, cuando le
buscaste pelea a un chico que venía caminando con su enamorada.
De la nada, apenas lo viste, corriste hacia él. Te me escapaste, porque
te tenía de la mano. El chico te vio y te enfrentó. “Cuál es tu problema”,
te dijo. Tú le respondiste “mi problema eres tú”. A pesar de lo
preocupada que estaba, tus respuestas me hacían reír. El chico no se
anduvo con cosas y te empujó. Caíste al suelo como un saco de
papas. Te paraste al toque y te fuiste derechito al pata. Le tiraste un
puñete, pero él lo cogió y lo desvió. Luego, te metió un rodillazo en la
barriga. La chica del pata estaba tranquila. Parece que estaban
acostumbrados a pelear con gente. El chico me dijo que te agarrara o
te mataba. Y sacó una pistola, Daniel. Yo me quedé helada. Entonces,
me fijé bien en el chico. Tenía toda la pinta de esos narcos que salen
en la tele. Nunca había visto una pistola. Y el chico la tenía ahí en su
mano, lista para usarla. ¿Y sabes qué fue lo más increíble? Que a ti no
te importó. Te paraste y lo insultaste. Le dijiste que no le tenías miedo.
Luego miraste a su chica. Era de esas que te gustan, alta, blanca,
tetas grandes y un vestido de zorra. Le dijiste que por qué estaba con
alguien sin cerebro. “Yo soy escritor, yo leo, ¿sabe leer tu
cavernícola?”, le dijiste. Entonces, el chico te apuntó. “Cállate,
conchatumadre”, te dijo. “Cállate o hasta aquí llegaste”. Mi corazón
estaba a punto de estallar, Daniel. Y lo peor era que no podía hacer
nada. El solo hecho de ver una pistola apuntándote, apuntando a
alguien que yo quería, me paralizaba. Y me diste cólera porque dijiste
una barbaridad: “Los poetas malditos no morimos sin haber dejado
obra”. Y te acercaste al cañón de la pistola hasta que lo tapaste con tu
pecho. No sé por qué no me desmayé ahí mismo. Sentía que la sangre
se me iba del cuerpo. Me había quedado fría, pero sudaba. Sudaba
mucho. “Dispárame, pues, dispara, huevón”. Entonces, lo empujaste. Y
yo casi me muero, Daniel. Te odio, te odio. Solo por tu culpa tengo que
pasar por cosas así de fuertes. El chico cayó de poto así como habías
caído tú. La pistola cayó en la pista. Caminaste hasta donde cayó y la
cogiste. El chico te vio con el arma en la mano y, luego de decirnos
que nos iba a buscar para matarnos, corrió con su chica. Yo me asusté
más cuando te vi con esa cosa en la mano. Dijiste “pesa esta
huevada”. Te acercaste a un tacho de basura que había cerca. Luego,
pusiste el cañón de la pistola en tu cabeza. Sí. No te estoy mintiendo.
Yo ya estaba más que aterrada. En ese estado tuyo no sabía qué
cosas eras capaz de hacer. “Así apretara este gatillo, no saldría
ninguna bala. ¿Sabes por qué?”. Parecías el Daniel de siempre, pero
había algo en tu mirada que me hacía sentir que hablaba con un
extraño. Estaba muerta de miedo, Daniel. Tú con esa arma y diciendo
tonterías. Para tu suerte, no pasó nadie más por la calle, porque
hubieran pensado que estabas asaltándome o, algo peor, que estabas
a punto de secuestrarme o violarme. Y volviste a decirme una tontería.
“Si disparo no va a salir ninguna bala porque yo no puedo morir sin
terminar de escribir mi novela. Me crees, ¿no?”. “Claro, claro”, te
respondí. “Tú no vas a morir todavía”. Pero estabas terco. “No, no me
crees. Mira, te lo voy a demostrar”. Y te apuntaste a la cabeza.

Disparaste. Solo sonó un clic bien fuerte, como en las películas cuando
el arma está sin balas. “¿Ves?”, me dijiste. “Nada me va a pasar
todavía”. Luego, metiste la pistola en el tacho de basura. “Eres un
idiota, Daniel”, te dije, y te abracé. Había sentido que te perdía para
siempre. No sabía si estar molesta o feliz. Creo que estaba feliz. Yo
tampoco quería que te murieras ahí. No quiero que te mueras nunca.
Te apuré para que nos fuésemos rápido. Temía que llegase el tipo a
buscar venganza. Gracias a Dios, me obedeciste.

Faltaba poco para llegar al cuarto. Ya tú estabas más tranquilo.


Estábamos acá en Chancay. Pero no habían cabros. Habían unas
putas. Sí, mujeres. Y tú te acercaste a ellas. Yo pensé “pucha, y ahora
qué cosa hará, Daniel”. “Ustedes qué hacen aquí”, les dijiste. “Este es
el territorio de mis cabros. ¿Dónde están mis cabros?” Yo te decía que
nos vayamos a la casa. Pero tú no me hacías caso. Era en vano
decirte algo. Pero tenía que hacerlo. En el corto trayecto de los
tatuajes al cuarto, ya te habían pasado muchas cosas. Estuviste así de
morir. Te iban a matar los carros, te iban a disparar en el pecho y hasta
tú mismo te ibas a disparar en la cabeza. Y ahora les estabas
buscando pleito a esas prostitutas. Pero ellas no te hacían caso. Solo
una te insultó o algo así. No sé de dónde habían salido tantas
prostitutas, porque siempre que vengo por acá veo más cabros que
mujeres. Pero eran mujeres. Y un grupo de ellas me empezó a rodear.
Me querían robar, Daniel. Y tú no te dabas cuenta de nada. Entonces,
te llamé. Me viste y corriste hacía mí. “¿Qué pasa?”, dijiste. Alzaste tu
voz. Dabas miedo. Las putas se asustaron un poco. “Déjenla, qué
quieren”. Y ellas me dejaron. Una dijo que quería mi celular. Entonces,
tú sacaste el tuyo y dijiste “¿tanta cosa por un celular?”. Una chica que
estaba detrás de ti saltó hasta tu mano y se lo llevó. Yo dije “Daniel, tu
celular”. Y tú no reaccionaste. Grité: “¡Ratera, ratera!” Las otras putas
se fueron corriendo. Solo las más conchudas se quedaron en sus
lugares. Ni caso me hacían, ni se asustaron de mis gritos. Tú te
quedaste parado. “Daniel, te robaron tu celular”, te dije. Pero no
reaccionabas. Estabas ahí parado con cara de tonto. Luego de un rato
me dijiste: “Era solo un celular. Puedo comprarme otro, Rose. Todo se
puede comprar. Pero lo que tengo aquí en mi cabeza, mi novela, eso
sí que no se puede conseguir en ninguna tienda”. Me abrazaste y me
dijiste: “Vamos al cuarto que quiero cacharte”.












Capítulo 23

Del sábado 01 al domingo 02 de octubre del 2016



Madrugada. La chica al fin revienta
En sollozos, lujuria, pugilatos;
Entre olores de urea y de pimienta
Traza un ebrio al andar mil garabatos.

César Vallejo –Terceto Autóctono



El concierto había terminado. Salí empapado. Rosario se había


tomado cuatro chilcanos. Quería continuar bebiendo. Yo también. Las
cervezas que me invitó las había sudado en el concierto.

Busquemos algún lugar. Es sábado y estamos en el Centro, me dijo.


Caminamos deprisa. Rosario sabía que me cagaba de miedo;
podíamos toparnos con algunos de los locos que había insultado el día
anterior.

Nos metimos en el bar del hotel Bolívar, famoso por sus piscos sours.
Hay que tomarnos un chilcano, dijo Rosario. ¿Otro? Te has tomado
varios en el concierto, le recordé. Yo invito, contrarrestó. Pidió dos
chilcanos. Conversamos. Un chico me estuvo coqueteando en el
concierto. Estaba hermosa. Ella sabía que sus historias de seducción
me arrechaban. Era un chico blancón; muy diferente de los cholos con
los que te mezclabas. Me preguntó si estaba sola. Le dije que había
venido con un amigo. “¿Y dónde está tu amigo?”, me preguntó. “Ahí,
en primera fila”, le contesté. La animé a continuar su relato.

Me invitó un chilcano, pero no se lo acepté. Le dije que yo misma


podía pagarme mis cosas. Me dijo que le gustaban las mujeres
independientes y lindas. Me gustaba su cabello. Era medio castaño y
enrulado. Lo tenía larguito. Conversamos mucho.

¿Cómo así no te vi con él?


Porque tú estabas adelante, saltando y gritando como un loco.


Le hubieras sacado el número, pues. ¿Y si ese chico era el amor de tu


vida?

Rosario hizo una mueca apenas perceptible, pero contundente. Le


jodía que la entregara fácilmente a los brazos de otro. Ella quería que
me encabronara, que la celara, que le preguntara quién carajos era
ese huevón que la había estado gileando, quién, quién, para sacarle la
mierda. Con un sorbo más de su chilcano, se tragó el sapo y saltó a
otro tema.

Me faltó contarte algo sobre el robo de tu celular.


Le dije que, si se trataba de alguna otra estupidez que había hecho,


prefería no saberlo. Ya bastante trabajo me estaba costando olvidarme
de todo aquello; mejor dicho, de todo lo que ella me había revelado,
porque, hasta ese momento, aún no recordaba nada de nada.

No. Tiene que ver con encontrar a la persona que te robó el celular. Es
más, creo que existe la posibilidad de que puedas recuperarlo.

¡Mierda! Eso sí que me interesaba. Ya tenía un nuevo celular. Había


recuperado mi antiguo número. Rosario me había ayudado con los
trámites durante la mañana. Pero recuperar mi viejo celular era lo que
realmente me aliviaría. En él estaban almacenados todos los vídeos
sexuales que protagonizamos Rosario y yo. Mi miedo era que esos
videos se divulgasen o, peor aún, que alguien me chantajease con
enseñárselos a mi esposa. Si ella los veía, me olvidaría de mi hija para
siempre. Ella se encargaría de eso, de alejarla de mí.

Luego del robo, caminamos hasta tu cuarto. Un chico estaba sentado


al pie de la puerta de una de las casas vecinas. Me dijo que sabía
quién te había robado. Lo había visto todo. Tú estabas a mi lado, como
dormido. Las baterías se te habían acabado. Ni siquiera estabas
consciente de que te habían robado. Era como si, al doblar la esquina,
el asunto se te hubiese olvidado.

¿Qué te dijo el pata?


Me dijo que te robó una chica conocida como “la carnada de la Sara”.

¿La carnada de la Sara? ¿Qué mierda es eso?


Supuestamente, es una chica que trabaja para una tal Sara.


¿Y cómo vamos a ubicar a esa chica o la tal Sara? Tú, que tienes
buena memoria, ¿te acuerdas de la cara de la chica? Si la tuvieras
enfrente, ¿la reconocerías?

Claro que la reconocería. Yo nunca olvido una cara.


El chico le dijo que me había visto varias veces por la cuadra. Le


preguntó si yo era inquilino de Jaime. Ella le dijo que sí. El chico
inspiraba confianza. El colorao sabe quién es la carnada y quién es
Sara, le dijo el muchacho. El colorao era Jaime.

Jaime conoce a todas las chicas que estuvieron esa noche. Sara es
como que la mami.

¿Y esa tal Sara estaba ahí esa noche?


No, no estaba. Solo estaban las chicas de Sara. Pero la que te robó es
como que la más allegada a ella. El chico, muy amable, me dijo que le
hablaría a Jaime para que trate de recuperar tu celular. También me
dijo que todos en el barrio saben que nadie se puede meter con los
inquilinos de Jaime. Es como una ley. Me dijo que a la Sara no le va a
quedar otra que devolverte el celular.

Volví a sentir pánico; mis vídeos sexuales podían hundirme en


cualquier momento. Estaban en las manos más inescrupulosas del
mundo.

Salimos del bar y buscamos una discoteca. Llegamos a una en el


cruce de Camaná con Quilca, en la esquina opuesta a la del Queirolo.
Un tipo alto, moreno, de camisa a rayas, parado a la puerta, invitaba a
los transeúntes a pasar. Adelante, adelante, precios de inauguración.

La cerveza era barata. Yo invito las dos primeras, le dije a Rosario.


Nos acomodamos en una de las tres mesas disponibles. Antes de
pedir las chelas, Rosario me encargó su bolso. Debía ir al baño. En la
mesa de enfrente, un tipo blancón, de casaca de cuero, bebía con un
par de mujeres gordas. Fumaban. Cada tanto, soltaban potentes
carcajadas. El tipo, sin embozo alguno, no dejaba de mirarme. Tenía la
pinta de ser cabro. Rosario salió del baño y ocupó su asiento,
dándoles la espalda al grupo del tipo de casaca. Fui por las chelas.

Terminadas las cervezas, cogí una botella vacía y me puse a cantar.


Sonaba un tema de Soda Stereo. La gente bailaba. Rosario, luego de
asegurar su bolso, se paró a mi lado y empezó a moverse
delicadamente.

Cuando pusieron Your Love, de The Outfield, extremé mi performance.


Me sabía la letra de memoria. The Outfield era una de mis bandas
favoritas. Mucha gente dejó de bailar y empezó a aplaudirme. A media
canción, se me acercó el tipo de casaca. Cantas muy bien, me dijo.
¿Perteneces a alguna banda? Negué con la cabeza y seguí cantando.
El tipo permaneció cerca de mí, observándome. Algunos patas me
acercaban vasos de cerveza, felicitando mi desenvolvimiento. Una de
las amigas del tipo de casaca se acercó a Rosario y le dijo algo al
oído. Rosario le contestó de la misma forma, al oído. Luego, la gorda
se acercó a mí. ¿Puedo bailar con tu amiga?, me preguntó. Sí, no hay
problema, le dije. La otra gorda, sin que me hubiese dado cuenta, se
me acercó por detrás, me cogió de la cintura y me estampó un beso en
la cara. Regresó a su sitio cagándose de la risa, acompañada del tipo
de casaca.

Ya no podía estar ahí. La gente se había amontonado en torno a mí.
Además, tenía a la gorda del beso pegándoseme; el cabro de la
casaca observándonos desde su asiento, fumando un enésimo
cigarrillo. Rosario bailaba cómodamente con su nueva amiga, muy
cerca de mí. De rato en rato, me miraba, divertida. La gorda trataba de
enamorarla. Rosario recibía los cumplidos con amabilidad. Tu
enamorado tiene suerte, le dijo. No es mi enamorada, me entrometí.
Está libre, añadí. Rosario me traspasó con la mirada. No le gustó
nadita que la ofreciera así, como si me importase un carajo.

Siguió una canción de El Tri. Dejé la botella sobre una mesa y me


senté. Nunca me gustó El Tri. La gorda le dejó un beso a Rosario y
regresó a su sitio. Eres hermosa, alcanzó a decirle. Cinco minutos
después, se entrometió en nuestra mesa. Nos propuso, como si
fuésemos amigos de toda la vida, que nos mudásemos a La Jarrita.
¿La conocen? Está aquí, no más, en la siguiente cuadra de Camaná.
El cabro y la otra gorda se unieron a la invasión. Insistieron con ir a La
Jarrita. Ya era mucha huevada. Me había molestado lo conchudos que
eran. Tomé de la mano a Rosario y me paré. Gracias, pero nosotros
nos vamos. Rosario cogió su bolso y salimos. No se vayan, no se
vayan; conversemos, dijo el cabro.

Unos metros antes de llegar a Wilson, Rosario estalló. Ahora me


acuerdo de La Jarrita. Tú la mencionas en tu novela. Entonces, existe;
es real. ¿Has estado ahí, Daniel? Has tirado con cabros, entonces. Por
supuesto que no. Conocía La Jarrita. Había estado ahí, sí. Pero
investigando para la novela. No había tirado con nadie, Rosario. No se
creyó mis mentiras. Dime la verdad, por favor. Podrías estar enfermo.
Podrías contagiarme algo. Eso sí que no. Siempre usaba condón.
Esto, obviamente, no se lo dije. Empezó a llorar. Procuré tranquilizarla.
Caminó más aprisa. Me obligó a correr detrás de ella. Le pedí que se
calmara, que no pensara huevadas.

Llegamos al cuarto y Rosario se quitó la ropa. Voy a dormir. No quiero


que me molestes, dijo. Dejé las llaves, la billetera y el celular sobre la
mesita blanca. No te voy a molestar, le dije. Solo quiero que te
tranquilices, por favor. Voy al baño. Ya vuelvo. Fui al baño. Oriné.
Oriné bastante. El chorro no paraba. Era relajante mear con tal
potencia y duración. De pronto, alarmado, recordé haber dejado el
celular a merced de Rosario. Carajo. Sin embargo, casi al mismo
tiempo, reparé en que el celular era nuevo; no tenía conversaciones
que ocultar. Continué meando. El chorro terminó por cortarse. Me
sacudí el pene antes de guardarlo. No había peligro con el celular. Me
lavé las manos y la cara.

Encontré a Rosario con mi celular en la mano. Miraba la pantalla con


repulsión. Alzó la vista y me clavó su indignación y su rabia. La escena
se repetía, pero ahora no entendía por qué. Di un paso y ella me
detuvo alargando el celular. Era una llamada entrante, en progreso; el
nombre de Karina rutilando en la pantalla. ¿Para qué mierda me
llamaba esa puta? Voy a decirle a esta perra que no te vuelva a llamar,
gritó. Sí, contesta, dile eso, la reté. No me importaba que lo hiciera. Ya
había tirado con esa perra. No la necesitaba. Es más, me hubiera
gustado que Rosario le dijera un par de cosas a Karina. Lo que sí
temía era lo que Rosario pudiera hacerme; que se alejara de mi lado
definitivamente, por ejemplo. Contesta, contesta, insistí. Para que veas
que esa perra no me interesa. ¿Ves? Ella es la que me llama; no yo.
Podía adivinar que quería partirme la cabeza con el celular.

Dudó. No supo qué hacer. Entonces, traté de arrebatarle el celular.


Forcejeamos. Caímos sobre el colchón. Ella encima de mí. Contéstale
a esa perra, contéstale, gritaba. Quiero que sepa que estás conmigo.
La puta de Karina seguía insistiendo en el teléfono. Contéstale, carajo,
ordenaba Rosario. Lloraba. Reuní fuerzas y me sobrepuse. Ahora, yo
estaba encima de ella. La dominé con una mano y con la otra puse a
buen recaudo el celular. Cálmate ya, le increpé. Estás gritando. Vas a
despertar a los vecinos. Ahogó sus gritos, pero continuaba el llanto. Le
dije que me quitaría de encima si prometía que dejaría de joder. Hizo
un gesto que interpreté como una afirmación. Quedó tendida sobre el
colchón; las hermosas tetas al aire, la vagina cubierta por el hilo negro.
Se cubrió el rostro con las manos. El llanto se convirtió en un
murmullo. Me senté en un extremo del colchón. Ya se le pasará,
pensé. Me quité el pantalón y el bóxer, y me tendí. El colchón era tan
grande que cabíamos los dos sin que nos tocásemos. Rosario se
levantó y fue hacia la mesa. Acomodé la cabeza sobre mis brazos.
Podía verla en su integridad. Me arrechaba la manera en que le
colgaban las tetas; el hilo del calzón ocultándose entre las nalgas,
lamiéndole el ano. Después de todo, terminaría tirando con ella, pensé.
Luego de la tempestad, asomaría la quietud. Pero ¿qué mierda habría
querido decirme la perra de Karina?

Con una rapidez seguramente espoleada por su frustración, cogió mi


celular, y huyó del cuarto. No lo dudé un segundo y, desnudo como
estaba, corrí tras ella. Nuestros pasos retumbaron en todo ese
segundo piso. Estaba seguro de que los vecinos aguardaban detrás de
sus puertas, las orejas atentas a cada uno de nuestros movimientos,
esperando por los insultos, los golpes y la sangre. Con un pie
certeramente colocado, evité que se encerrase en el baño. Dame el
celular, dame el celular, le dije. No, no, yo voy a llamar a la perra de
Karina para decirle que no te vuelva a llamar nunca más. Con todas
mis fuerzas, lancé el hombro contra la puerta. Rosario cayó contra el
suelo del baño, el celular aún en la mano. Volví a forcejear con ella.
Luchamos al pie del wáter. Nada nos importaba. La adrenalina y el
alcohol nos habían convertido en sus títeres. Voy a llamar a tu zorra,
gritaba. Cállate, cállate, le ordenaba, sin levantar la voz. Eran
suficientes sus gritos. Me van a botar de este cuarto por tus
escándalos. La tomé del cuello. Quise ahorcarla. Los vecinos le irían
con el chisme a Jaime y terminaría en la calle, sin cuarto y sin historias
que contar, sin novela, sin nada. Quise presionarle el cuello, pero me
contuve. Presioné, en cambio, su muñeca. Puse mucha fuerza.
Recuperé el celular. ¿Por qué juegas conmigo, Daniel?, lloró, vencida,
haciéndose un ovillo en el suelo cochino del baño.

No tengo adónde ir, le dije, ya en un tono conciliador. No quiero que


me echen de este lugar. Le tendí una mano. Vamos, le dije. Vamos a
dormir. Ya es tarde.

Rosario se cubrió con la colcha. Me eché a su lado. La abracé por


detrás. Hacía unos minutos, el cuarto había sido un concierto de gritos;
ahora, imperaba un silencio monacal. La abracé fuerte. Quise decirle
que la amaba, pero, en esos momentos, aquello hubiera parecido un
chiste de mal gusto.

Capítulo 24

Lunes 03 de octubre del 2016



Es cierto que escribo sobre mí mismo
¿A quién otro conozco mejor?

Allen Ginsberg –Tema Objetivo




Voy a casa de Elena, una ex enamorada a la que no veo hace mucho


tiempo. Voy con las esperanzas de tirármela. En el cuento Dinero, del
libro que publiqué en el 2010, relaté un episodio de nuestra relación,
un episodio bochornoso primero y glorioso después. Bochornoso
porque no tuve dinero para pagarle la entrada a una discoteca ni para
cancelar el taxi que nos llevó de regreso a Los Olivos. Glorioso porque,
en ese taxi, que ella terminó pagando, me chupó la pinga en el asiento
de atrás.

Elena vive en el departamento de su primo, un ingeniero de minas


acostumbrado a trapear el piso con la gente. En sus descansos en
Lima, descarga su malhumor en Elena. Ella debe soportar el vendaval;
no tiene opción: vive gratis en el departamento. Elena dejó Huánuco
para estudiar Medicina en Lima. Cuando la conocí, en el 2007,
estudiaba Obstetricia. Terminó la carrera y no tuvo suerte con los
empleos. Con un hijo que sostener, y ante la ausencia del padre,
decidió estudiar Medicina, con la esperanza de que el panorama
laboral le resultase más auspicioso.

Llegaba al cuarto cuando recibí unos mensajes de Elena. Me pedía


que la ayudara con una tarea de la universidad. Es un tema de Física.
No lo entiendo por más que trato. ¿Crees que puedas venir a
ayudarme? Lo pensé un poco antes de contestarle. Había tenido una
mañana larguísima. Nos habían citado, a mi hermano y a mí, para
cerrar el contrato de un estudio de ventilación. Nos citaron a las ocho y
abandonamos el edificio de la consultora interesada seis horas
después, aburridos y con hambre; pero con el botín prácticamente en
nuestros bolsillos. Antes de la entrevista, tuve que sacarme los aros
del labio.

¿Y si Elena quiere tirar conmigo? ¿Si lo de enseñarle Física es solo un


pretexto para reunirnos? Me había dado la dirección del departamento
de su primo; en la cuadra veinticinco de la avenida Salaverry. No
estábamos tan lejos. Calculé el tiempo que me tomaría bañarme y
quedar listo para verla. Ok. Llego en media hora, le contesté.

El edificio está en una zona tranquila de Jesús María, enfrente de un
parque de árboles enormes. Abro una puerta de vidrio y paso a la
recepción. Un cholo viejo, de piel extremadamente marrón, ve un
programa de televisión sentado detrás de un mostrador. Buenas
noches, lo saludo. El tipo ve mis brazos tatuados. Recela. El tono de
mi voz y mis maneras educadas le remueven la duda. Asume que soy
el hijo de uno de esos ricachones que les complacen a sus vástagos
cualquier tipo de extravagancia, como la de tatuarse los brazos. Sí,
joven, ¿a quién busca?, me pregunta. Se muestra amable. Sonríe. Es
mejor llevarse bien con los niños engreídos de papá. A Elena Rojas.
Le doy el número del apartamento. El tipo baja el volumen del televisor
y levanta el auricular de un teléfono negro. Marca unos números.
Espera. Habla, supongo que con Elena. Un jovencito la está buscando.
Me mira. ¿Su nombre? Le doy mi nombre. Correcto, joven, dice, tras
colgar. Vaya por el ascensor, a su derecha. Piso ocho.

Elena me espera en la puerta del 802. Hola, Dani; pasa. Nos


saludamos. Besos en la mejilla. ¿Deseas algo de tomar? Hay cerveza,
gaseosa, jugos. Hablaba como si el departamento y las bebidas le
perteneciesen. Se sentía una diva. El lugar era pequeño. Pocos
adornos en la sala. Sillones de cuero, un televisor de pantalla plana, un
equipo de sonido. Sobre una mesita de vidrio, rodeada por los sillones,
se despliegan unos fragmentos de roca. Unos cartelitos nombran cada
pedazo y las minas de su procedencia. Típica huevada del minero
fanático: coleccionar piedras.

Me lleva a la habitación en donde le ayudaré con la Física. Ella la


llamó “el estudio”. Dani, vamos al estudio, dijo. Quise reírme, pero me
contuve. Le miro el culo. Ha desaparecido; no queda ni rastro del que
lamí hace mucho tiempo. En el estudio, hay una mesa larga, llena de
papeles, pegada a una de las paredes. En un extremo, reposa una
computadora de pantalla plana. Arriba de la mesa, hay una repisa,
también repleta de papeles. Elena se sienta enfrente de la
computadora; yo, a su lado. Reubico algunos papeles para crearme un
espacio de trabajo. Dejo mi mochila en el suelo alfombrado. Elena me
alcanza unos papeles que tiene cerca. Ayúdame con esto, Dani. No
entiendo nada, alucina. Tiene las uñas bien pintadas. Tomo los
papeles y analizo el contenido. Ella se desenchufa rápidamente.
Asume que resolveré todos sus problemas. Le sonríe a la pantalla.
Chatea en el Facebook.

En diez minutos, entiendo lo que ella no. Suspende sus chats y me
presta atención. A ti sí te entiendo, Dani. Deberías enseñarnos en la
universidad. No seas cojuda, esta huevada la puede enseñar y la
puede entender cualquier huevón.

Dejo que ella resuelva los últimos cinco problemas. Le echo un vistazo
a mi celular. Hay una llamada perdida de Rosario. No, hoy no tengo
ganas de verte; hoy tiraré con Elena. Son casi las diez de la noche.
Estoy seguro de que me invitará a pasar la noche en su departamento;
beberemos algunas cervezas; cansados, algo ebrios, nos echaremos
en el sofá. Una cosa llevará a la otra y, en el momento menos
pensado, estaremos cachando a forro, recordando viejos tiempos.

No sucede nada de lo que he planeado. Terminados los ejercicios,


Elena me despacha. Me da las gracias y un beso apurado en el
cachete. Hija de puta. Afuera hace frío. Camino hasta Salaverry. Tomo
un bus al Centro. Bajo en 28 de Julio. Decido caminar hasta Zepita.
Escucho Doble Nueve. La música se interrumpe. Es una llamada. Es
Rosario. Contesto. Se disculpa por el incidente del sábado. Te he
estado llamando, ¿por qué no me contestabas? Le digo que estoy en
el Centro, caminando a mi cuarto. Retoma sus disculpas. Yo no
reacciono así. No soy violenta. Su voz me acompaña las decenas de
cuadras que atravieso raudamente. Quizá podamos vernos pronto, me
dice. Quizá, le digo.

Llego a Zepita. Jaime está parado en el portal de su tienda. La cagada.


Me va a decir algo. El huevón siempre cierra a las once. Ahora, son
casi las doce y el idiota aún está ahí, los brazos cruzados, la cara
avinagrada. Me ve. Lo miro. Lo saludo. Enseguida, inserto la llave en
la puerta de la casa. De reojo, lo veo cruzar la pista. Viene hacia mí.
Acelero el proceso. La llave se me traba. Carajo. Es tarde. Ya lo tengo
encima. Daniel, me dice, serio como el culo de un obispo. Pongo cara
de tonto, de inocente, de yo no fui. Daniel, ¿qué pasó el sábado?
Entiendo; los vecinos le fueron con el chisme. Hijos de puta. Me han
dicho que te has mechado a tu chica en el baño. ¿Es cierto? Su voz es
amenazante. Me quiere asustar. Mira, compare, si le vas a pegar a tu
hembra hazlo en otra parte. Acá no. Si van a tomar y luego se van a
pelear, mejor no vengas a dormir acá. Todos los vecinos me vinieron a
dar las quejas al día siguiente. No me parece pertinente aclararle que
fue Rosario quien me pegó; no yo a ella. Le digo que discutimos; sin
violencia. No me cree. Los vecinos dicen que escucharon golpes que
venían del baño. Dijeron que sonaba una cabeza o un brazo chocando
con el wáter. Exagerados de mierda. Que no se vuelva a repetir, me
dice y se aleja. Vete a la mierda, huevón.

Me tiro sobre el colchón y trato de olvidarme de todo. Estiro las


piernas. Estoy completamente desnudo. Pienso: obtuve el contrato, no
tiro con Elena, y el huevón de Jaime me putea. ¿Así va a terminar mi
día?

Pienso en coger un puñado de billetes, bajar a Peñaloza, y contratar


los servicios de la mejor puta del lugar. Quiero cachar para olvidar. Son
casi la una. Sin darme cuenta, me quedo dormido.












Capítulo 25

Del martes 04 al miércoles 05 de octubre del 2016



¿Qué cualidades le exige usted a su colchón?

Georges Perec – Las Cosas. Una Historia De Los Años Sesenta




Publiqué el capítulo siete. Rosario lo leyó. Me llamó. Lloraba. ¿Cómo


pudiste estar con otra chica? No le contesté. No tenía nada que
decirle. No quiero saber nada de ti, explotó.

Cuando llegué al cuarto, encontré el colchón desinflado. Lo revisé.


Hallé el problema. Un agujero en una de las junturas. Solucioné el
inconveniente con capas de gutapercha.

Recibí un mensaje de mi esposa. No podría ver a la bebe sino hasta el


jueves. El mensaje me descorazonó. Me había ilusionado con verla al
día siguiente.

La bebe no crecía conmigo. Lo hacía al lado de mi esposa y de Melina,


su pareja. Me había ganado tal castigo. Mi esposa, meses antes de
que me botara de la casa, descubrió unos mensajes en mi cuenta; no
los que sostuve con Rosario, que, de por sí, eran incriminantes, sino
los que intercambié con Daniela, mi prima, que, aunque pocos,
resultaban bastante explícitos.

Los mensajes eran de este tenor: Quiero meterte la pinga. Quiero que
me des esa chuchita rica. Dime en qué hotel estás para caerte al
toque. En mi defensa, pude haber dicho que esos correos eran de la
época en que me separé de mi esposa y salí con Daniela. Puesto que
quería tomar las cosas en serio, me fui de la casa y busqué refugio en
la de mi madre. Lo de Daniela terminó pronto. Me aburrí, supongo.
Regresé con mi esposa, pero nunca borré los mensajes. En fin, era
culpable. Si bien no por lo de Daniela, sí por lo de Rosario. No le jugué
derecho a ninguna de las tres.

Luego del incidente de los mensajes, mi esposa me desechó


sentimentalmente. Conoció a Melina. Se enamoraron. Cuando
descubrí sus amoríos, me reclamó, con todo el derecho del mundo,
que merecía ser feliz. A los pocos días, Melina se mudó a la casa y yo
al cuartito de Zepita.

Apagué la luz y me eché en el colchón. Lloré por mi hija. Fuera de mis


desmanes, me pesaba que la bebe creciera sin mí, que yo creciera sin
ella. Si Dios existía, ¿por qué no desaparecía a mi esposa del mapa?
Pensamientos así de toscos me surgían del dolor.

La imaginé a mi lado. Espérame hasta el jueves, amor. Iré por ti sin
falta. Saldré muy temprano del trabajo. Me escaparé. Manejaré la
bicicleta con todas mis fuerzas para verte más tiempo, mi amor.
Espérame. El sueño y el llanto me vencieron. Dormí.

Amanezco prácticamente en el piso. El colchón se ha desinflado


durante la madrugada. Qué huevada. Tengo dos mensajes en el
Whatsapp. Uno es de Rosario. Vuelve a enumerar los sacrificios que
hizo por nuestra relación. Me pide que no le escriba ni la llame más. El
otro es de Karina. Ha leído el capítulo siete de la novela. Eres un loco,
Danny.

Mientras me visto, chateo con ella. ¿Es verdad todo lo que escribes?
No quiero desilusionarla. Sí, es verdad. Y vas a salir en los próximos
capítulos. Me dice que, cuando salga, le mande el link para publicarlo
en su página de Facebook. Rosario me escribe. ¿Con quién estás
hablando? Te veo en línea. Le digo que con nadie. Me pongo el casco.
Lo aseguro. Estás hablando con la perra de Karina, ¿no? Rosario sí
que tiene un sexto sentido. Le digo que sí. Eres un maldito. No te
importa que me aleje de tu vida. No te importa perderme. Le digo que
Karina ha leído el capítulo siete y lo ha tomado con gracia. Se ha
hecho fan de mi novela y me ha dicho que va a venir a mi cuarto en la
noche para felicitarme. Rosario se enoja. Me descarga su ira en varios
mensajes. No, Daniel, de ninguna manera vas a meter a esa perra en
tu cuarto. Yo voy a verte hoy en la noche. Así que ya sabes. Más te
vale que Karina ni se aparezca. Le digo que no venga, que no voy a
estar. Si vienes, te jodes porque nadie te va a abrir la puerta. ¿Se te ha
ocurrido que puedo tirar con Karina en un hotel y no en mi cuarto?
Rosario me llama. Contesto. Está llorando. ¿Por qué eres así conmigo,
Daniel? Porque eres muy celosa, quiero decirle; pero no lo hago.
Además, ¿no se suponía que me había terminado? ¿No me había
exigido que no le escribiese ni la llamase?

No hay trabajo en la oficina; mejor dicho, no hay trabajo para mí. Sin
embargo, los ventiladores se venden bastante bien. Quien sí tiene
chamba es Patricia. Recibe las órdenes de compra, las facturas y las
guías de remisión; las archiva y verifica que los pagos se efectúen en
los plazos establecidos.

Jean Carlo y Victorio fugan temprano. Yo me quito unos minutos


después. Patricia es la única persona que cumple puntillosamente el
horario.

Había decidido comprarme un colchón de verdad, con resortes y


espuma. Luego de bañarme, voy a Sodimac. Compro el primer colchón
de plaza y media que se cruza en mi camino.

El personal de Sodimac no me ayuda a cargar el colchón hasta la


avenida Tacna. Lo cargo yo mismo. Paro un taxi. El conductor,
diligentemente, trepa el colchón en el lomo de su vehículo y lo asegura
con una soga. A pesar de que serán escasas cuadras de viaje, el
taxista me cobra quince soles. Ni modo. Acepto. En dos minutos,
llegamos al destino. El taxista desmonta el colchón y lo deja sobre la
vereda. Yo mismo, sudando como un puerco, me encargo de subirlo al
cuarto.

El colchón inflable está cerca de la puerta, hecho mierda. Tiene


muchos recuerdos encima. Ha visto correr mi semen y distintas
mujeres lo han ungido con sus fluidos vaginales. Quiero conservarlo,
pero violaría la consigna de no acumular basura en el cuarto. Cojo una
tijera y lo apuñalo. Queda completamente sin aire. Lo enrollo. Lo
pongo bajo el brazo y salgo a la calle. Camino un par de cuadras y lo
tiro al pie de un poste de alumbrado público, donde la gente acumula
su basura.

Rosario llega a las diez. Me llama. Estoy abajo. Ábreme la puerta. Más
te vale que la perra de Karina no esté ahí contigo. Ábreme, Daniel.
Corto. Miro a mi alrededor. Tengo un colchón nuevo que espera recibir
pronto el cuerpo de una mujer. Rosario vuelve a llamar.

Hace falta cerveza. Cojo algo de dinero, mi mochila, y bajo las


escaleras. Abro la puerta. Ahí está Rosario, súper encabronada.










Capítulo 26

Del jueves 06 al viernes 07 de octubre del 2016



La cuestión está en la rodilla. Baudelaire (lo cuenta Proust) amaba las rodillas femeninas.
Amaba, quizás, en la mujer, lo que tiene de menos femenino, esos momentos de su cuerpo en
que asoma el hombre que pudo ser, un fantasma varón o un fantasma de varón. No diremos,
ingenuamente, que de esto pueda deducirse un trasunto de homosexualidad baudeleriana.
Más bien, en la fascinación por el nudo en que se destrenza o se trenza la posible e imposible
dualidad sexual de una criatura, descubrimos la inquietud por el enigma mismo de la
sexualidad.

Francisco Umbral – Tratado De Perversiones


Les invité un pollo a la brasa. La bebe se divirtió. Era lo único que me


importaba. Ahora, rondo Peñaloza en busca de Jazmín, una de las
chicas más despampanantes del lugar, con quien ya tiré en un par de
ocasiones.

No es fácil. Una voz me pide terminar el día sanamente; abortar la


búsqueda de Jazmín. Pero yo continuo. Quiero estrujarle las tetas,
amasarle el culo, meterle la pinga, gozar, chupársela… ¿Me atrevería
a esto último?

Jazmín no está en Peñaloza. Es inútil buscarla en Piérola. Jamás se


ofrece por Chancay. Siempre lo hace en Peñaloza. Pero no está. No
está en ninguna parte y yo estoy muy arrecho. Tengo su número.
Puedo llamarla. Pero no me atrevo. Lo haría si supiera que está en
Peñaloza y que ella misma me contestará; ella y no otra persona. La
llamaría para reservarla, para que otro no se me adelante mientras
salgo del cuarto y camino hasta Peñaloza. De otro modo, prefiero no
llamarla. ¿Por qué? Porque puede estar con su marido. Los novios de
las tracas generalmente son sicarios o narcotraficantes. No quiero que
una llamada mía los sorprenda en pleno acto. Imagino a su marido,
furioso, exigiéndole explicaciones. Quién es ese huevón que te llama.
Si descubro quién es, le corto los huevos. No quiero que me corten los
huevos.

Nunca lo he hecho, pero la idea no me resulta repulsiva. Por el


contrario, me atrae y me arrecha. Es una de mis más secretas
fantasías. Hablo de chuparle la pinga a una traca; el clítoris del siglo
veintiuno.

En Chancay, veo dos hermosos ejemplares. Me pregunto por qué no


se ofrecen en Peñaloza. En Chancay, hay mucha luz, tráfico, gente. No
puedo arriesgarme a que alguien me vea transando por sexo; mucho
menos con una traca. Así que vuelvo a Peñaloza. No está Jazmín ni
nadie que remotamente le iguale los atributos. Me desespero: quiero
cachar y no hay con quien.

Son ya las doce. He caminado hasta el jirón Washington en busca de


un reemplazo de Jazmín. Hasta hacía un año, en esta calle, uno podía
encontrar dos que tres mamasotas. Hoy, no hay nadie. Las tracas
abandonaron estos predios y se mandaron a mudar.

Resurgen los sentimientos de culpa. Veo a mi hija disfrutar de sus


papitas; la escena familiar sin peleas y sin gritos; mi esposa
desmenuzándome el pollo, sirviéndome la Inka Kola. No puedo
terminar el día tirándome a un cabro; no si hace poco he besado y
abrazado a mi niña.

Regreso al cuarto. Me echo en el colchón. A pesar de que anoche tiré


con Rosario, siento la necesidad de hacerle el amor a un cuerpo
prohibido, más desmesurado, peligroso y hechicero. Tengo la pinga
dura. Hay una manera de calmarla. Cojo el celular y entro en el blog
que Rosario creo exclusivamente para nosotros. Allí, entre algunos
poemas suyos, cuelga los videos que nos hicimos tirando. En el celular
que me robaron, los vídeos eran mucho más explícitos, como que yo
los había dirigido. En los del blog, solo hay chupadas de pinga. Ubico
la que me dio en un hotel de Barranco, luego de que acudimos a un
concierto en el que terminé con un tajo en la muñeca izquierda. Así,
sangrando, hicimos el amor. En el video, no se ven ni el tajo ni la
sangre, pero sí la boca de Rosario atragantándose con mi trozo. Me
corro la paja. Eyaculo en menos de un minuto. Por fin, se me aquietan
los ánimos. Duermo.

Al día siguiente, en la oficina, luego del almuerzo, Patricia se acerca a
mi escritorio. ¿Me harías un masaje? Nos sostenemos la mirada. Me
gusta. Le haría más que unos masajes.










Capítulo 27

Del domingo 09 al lunes 10 de octubre del 2016



Por esa puerta huyó, diciendo: «¡Nunca!»
Por esa puerta ha de volver un día...
Al cerrar esa puerta, dejó trunca
la hebra de oro de la esperanza mía.
Por esa puerta ha de volver un día.

Amado Nervo – La Puerta



Es domingo. Tengo la garganta inflamada. Reviso las noticias en el


celular. Hoy debaten Trump y Clinton por la presidencia de los Estados
Unidos. Si retomo ahorita la corrección del libro de McPhilips, podré
ver el espectáculo con tranquilidad.

Trabajo sin pausas. A las cuatro de la tarde, queda lista la corrección.


La envío a los gringos. Me he quitado un enorme peso de encima. Sin
embargo, el dolor en la garganta ha empeorado. Busco el debate en
internet. Los candidatos se insultan y se lanzan golpes bajos.

Es lunes. Cuesta abrir los ojos. El dolor en la garganta ha devenido en


fiebre. Estoy solo en el cuarto. No tengo a nadie que me ayude. La
fiebre se ensaña conmigo. Le envío un mensaje a Jean Carlo: Mil
disculpas, Jean Carlo; hoy no podré ir a la oficina. He amanecido con
fiebre. Apago el celular. Temo la réplica. Trato de retomar el sueño y
pienso que hubiera sido mejor pasar la noche en casa de mamá.

En una bolsa, tengo un montón de ropa sucia. Está ahí, en un rincón,


pudriéndose, desde el sábado.

Estoy sudando. Me había quedado dormido. Prendo el celular para ver


la hora. Son las ocho. Jean Carlo no ha respondido. Mejor. Apago el
celular. La fiebre ha recrudecido. No tengo nada para combatirla. La
infección en la garganta es una pelota que me destruye los nervios
cada que paso la saliva. Necesito unas pastillas para desinflarla.
Pienso en Balani, la botica de la cuadra siete de Piérola, en donde
compraba los remedios que mi esposa y mi hija necesitaban cuando
vivíamos en el viejo edificio de Camaná. Ya no hay esposa, tampoco
hija. Estoy solo, sin fuerzas y sin ánimos para levantarme. Necesito
dormir más. Podría leer, pero me duelen los ojos. Podría masturbarme,
pero con el celular apagado, sin internet, será difícil. Opto por usar la
imaginación. Imagino a Rosario a mi lado. A ella le gusta cuidarme. Si
supiera que estoy enfermo, vendría a verme. Compraría medicinas,
algo de comer, algo de beber. Rosario siempre me trata bien. Y yo le
pago mal. No lo hago a propósito. Es mi naturaleza: me gusta seducir
a las mujeres, hacerles el amor, apretujar sus tetas, palmear sus culos.
Imagino a Rosario junto a mí. La conozco tan bien que podría dibujarla
completita. La he visto calata innumerables veces. Hemos conversado
sin ropa, echados en la cama de un hotel, brindando con latas de
cerveza. Cuando me cuenta una historia, le exijo que me chupe la
pinga. Así, entre anécdotas, me la mama con maestría. Ahora mismo
me está chupando la pinga. Mi mano es su boca. Me frota el tallo con
esos labios blanditos y gruesitos. Frota y frota. Oh, sí, ya me vengo. Ya
no es necesario cerrar los ojos. Se me viene el quaker. Es obvio que la
boca de Rosario no va a recibir la leche. Busco el rollo de papel
higiénico. Ahí está, sobre la mesita blanca, en el extremo más alejado.
Carajo. No lo alcanzo. Rosario desaparece. Su boca se deshace. No
hay fuerzas para levantarse, estirarse, coger el papel, arrancar tres
vueltas de mano y volver a la posición masturbatoria. Imposible
retomar la viada. El esfuerzo mental me ha agotado. Cierro los ojos y
consigo dormir. Despierto luego de un rato. Tengo el pelo empapado
de sudor. Me lo seco con las manos. Las huelo. El olor es narcótico.
Sudor de enfermo, de fiebre, de colchón nuevo. Me jode que la ropa
siga pudriéndose en una esquina del cuarto. Me incomoda saber que
millones de hongos y bacterias proliferan en las entrañas de ese
montón de trapos sudados. Sudor de ciclista callejero.

La persistente idea de la ropa pudriéndose a escasa distancia del


colchón me hace saltar de la cama, vestirme al toque y salir a la calle,
directo a la lavandería.

Saludo a la gorda que atiende. Una chica se para a mi costado. No soy


de los que miran con descaro a una mujer; pero igual le echo una
ojeada. Su perfume es atrayente. El short que lleva es muy corto;
descubre más de lo que cubre. Subo la mirada. Me topo con las puntas
de una cola entintada. Adelante, unos pezones desafiantes hinchan un
polito casi transparente.

La muchacha le encarga una bolsa de ropa a la gorda. Esta la pone en


una balanza. Le dice el precio que le cobrará por el lavado. Hola, me
saluda la chica. Le entrega un billete a la gorda. Hola, le contesto. La
chica vuelve la cabeza en señal de que ha recibido mi saludo. Todo lo
ha hecho con estudiada coquetería. Me flecha. Es hermosa. Con
disimulo, le miro los pies. Son muy importantes los pies. Los de ella
llevan unas Nike blancas, limpias, tan limpias que parecen nuevas.
¿Vives por aquí?, me pregunta. Sí, aquí, no más, en la otra cuadra, le
digo.

Es algo más alta que yo. Es tetona, culona y piernona. Su piel es clara.
¿Y tú?, le pregunto. Supongo que vives por acá. Me hace una seña
con los dedos, una seña que interpreto como: termino con la gorda y
regreso contigo, ¿sí? Tras recibir su vuelto, lo cuenta. ¿Por qué
“supones” que vivo por acá? Me resulta peligroso conversar con una
traca a plena luz del día. Algún datero de mi esposa podría estar
observándome. La gorda nos ve conversar. ¿Pensará que soy
homosexual? Una vez me dijo que las ropas de los homosexuales o
no las acepta o las lava aparte. En adelante, ¿lavaría mi ropa con la de
los cabros?

Si no vivieras cerca, llevarías tu ropa a otro lado, ¿no? Se ríe con


sutileza. ¿Cómo te llamas? Invento un nombre: Andrés. Lo repite en un
susurro, como memorizándoselo. Lo vuelve a repetir, pero su voz
apenas se deja oír. ¿Y tú?, le pregunto. No me contesta. Le dice a la
gorda que regresará mañana. No te preocupes, dice la gordita. Yo
pienso: preocúpate; a mí ya me va perdiendo varias medias. En lugar
de responderme, examina mi cara. ¿Estás mal? Me sorprende la
pregunta. Se supone que debía decirme su nombre. Sí, tengo algo de
fiebre. Su rostro planea sobre el mío. Su aliento es suave. Mi boca
está a pocos centímetros de la suya. Me palteo. No me arrecho. Si
estuviéramos solitos en un cuarto, ya habría intentado besarla. Pero
estamos en el pórtico de la lavandería de la gorda pendeja, a merced
de cualquier chismoso.

Ven conmigo. Me toma de la mano; pero me suelto con disimulo, para


no ofenderla. No sé cómo se llama, ni dónde vive, ni adónde me lleva;
sin embargo, el trasero que se mueve delante de mí es lo
suficientemente atrayente como para preocuparme por esas
cuestiones.

Cruzamos Chancay, pasamos El Chinito, y, por la putamadre, estamos


a punto de desfilar ante la tienda del hijo de puta de Jaime. Me va a
ver caminando detrás de un cabro y va a pensar lo peor de mí.
Demoro mis pasos. Creo una distancia estimable entre ella y yo.
Cuando alcanzo el pórtico de la tienda, chequeo de reojo que Jaime no
esté. No está. Es un milagro. Lo único que sabe hacer ese huevón es
espiar la vida de la gente.
Al doblar la esquina, en Peñaloza, recupero los metros que me dejé
sacar. No hay tracas a esta hora. Nos detenemos ante una puerta de
rejas. Ella mete un brazo por entre los barrotes y abre un ala de la
puerta de madera que está detrás. Gimen los goznes que sujetan el
maderamen. Es una vieja casona, como todas las de la zona.
Entramos. Subimos unas escaleras de losetas negras. Llegamos al
segundo piso, a una especie de salita de estar. Hay unos muebles
viejos, un televisor enorme encima de una mesa antigua. La alfombra
del centro también es vieja. La salita se estrecha en un pasillo repleto
de puertas cerradas con candados. La escalera continúa hacia el
tercer piso. Subimos. Hay dos pasillos a cada lado de la escalera y
más puertas con candados. Tomamos el pasillo de la derecha.
Llegamos a la puerta del fondo. Entramos.

Me llamo Azul. Hay una cama, una mesita, una silla y un ropero muy
pequeño. Todo muy ordenado. Esto hace que la habitación, tan
pequeña como la mía, luzca algo más grande. ¿Sabes qué te puede
ayudar con esa fiebre? No. Supongo que una pastilla o un jarabe.
Prueba esto. Me acerca una botella rectangular. La luz que viene de la
calle crea más espacio en el cuarto. Recibo la botella y, sin
desconfianza alguna, tomo un trago. Es whisky, creo. Siento el
remezón. Tras unos segundos, desaparecen el malestar de la cabeza
y el dolor en los ojos. ¿Ves? Te estás sintiendo mejor. No lo puedo
creer; es verdad. ¿En dónde vives exactamente? Me doy cuenta de
que está vestida toda de blanco: el shorcito, el polito, las zapatillas. Le
digo que aquí, en Zepita, pero no me atrevo a precisarle el lugar
exacto. Podría buscarme y encontrarse, así son las casualidades, con
Rosario. O Jaime podría echarme del cuarto por maricón.

Sé que te he visto antes, pero no sé dónde, dice. Está sentada sobre


el filo de la cama, las piernas cruzadas, los pezones apuntándome
detrás del polo. La cola rubia de su cabello cae en cascada por entre
sus tetas. Yo estoy sentado en la única silla del cuarto. ¿Y qué vas a
hacer ahora?, le pregunto. Azul mira a su alrededor. Hay un periódico
encima de la almohada. Leer, supongo. Se echa. Cruza las piernas.
¿Qué haces? ¿Trabajas?, me pregunta, sin apartar la vista del
periódico. No, no trabajo, le digo. ¿Te mantienen? Ya estás algo viejo
para eso. No quiero decirle que soy ingeniero. Se supone que un tipo
así tiene plata. Y ese no es mi caso. Bueno, me recurseo. Hago
cualquier cosa: albañilería, pintura, lo que sea. Ella aparta el periódico
y me mira. No tienes pinta de albañil, papito. Vuelve a su periódico. ¿Y
tú en qué trabajas? No tiene que decirme en qué. Estoy seguro de que
se prostituye como todas las tracas de esa calle. Hago mis cositas,
dice. Cambio de tema. ¿Siempre has vivido aquí? El cuarto tiene una
ventana que da a la calle. El aire entra con relativa fuerza, fresco. Mi
cuarto no tiene ventanas a la calle. Cuando llegue el verano, voy a
cocinarme adentro. Azul se levanta. Se acerca a la ventana. Apoya sus
manos en el alféizar y empina el culo. El viento le revuelve el cabello.
Parece reconocer a alguien afuera. Hace una seña y sale del cuarto.
Lleva una sonrisa en la cara. Alcanza a decirme que ya vuelve. Yo me
quedo sentado en la silla, como petrificado. No quiero asomarme por la
ventana. No sé qué clase de peligro pueda estar allí afuera. Temo que
sea su marido. Espero. ¿Y si ella sube con alguien con quien se ha
puesto de acuerdo para pepearme, drogarme, robarme y matarme?
Me pongo nervioso. Abandonar el lugar es la única solución razonable.
La puerta ha quedado abierta de par en par. Tras unos segundos de
mucho miedo, me asomo a la puerta. Ni cagando miraré por la
ventana. Debo escapar. El pasillo está vacío. Salgo. Camino lo más
rápido que puedo, sin hacer ruido. Me apresuro en bajar las escaleras.
Cuando llego al segundo piso, me detengo y escucho. ¿Estarán
subiendo Azul y su acompañante? Las parejas de estos cabros suelen
ser asesinos o asaltantes; vagos, en el mejor de los casos. No oigo
nada. Bajo lo más rápido que puedo y llego a la puerta de madera que
da a la calle. Está cerrada. Carajo. Me acerco a la puerta. No tiene
llave. Solo hay que jalar de la manija para estar afuera. Pero puede
que haya alguien al otro lado, puede que Azul y su acompañante estén
conversando en el porche de la puerta. Pego la oreja a la madera. No
oigo nada. Jalo la manija muy despacio. Estoy helado. Me cago de
miedo. Abro la puerta lo justo como para deslizar el cuerpo.
Felizmente, la puerta de rejas está junta. Ahora solo es cuestión de
salir disparado. Nadie debe verme ahí, mucho menos los inquilinos de
esa casona; puede que sean tipos de cuidado.

Pero no corro. No hay nadie cerca. Estoy sudando. Es la fiebre y son


los nervios. Curiosa mezcla. Oigo la voz de un cabro. Pero no es la de
Azul. La voz proviene de la esquina más alejada de la calle. Hey, grita.
Salgo de mi estupor y me doy cuenta de que trata de comunicarse
conmigo. Hey, adónde vas. Es un cabro metido en un vestido rojo.
Corre hacia mí montado en unas zapatillas celestes, de suela gruesa.
Lleva en la mano una botella de cerveza. Oye, quién eres. Se va
acercando. Corro en la dirección opuesta. Corro y, en la esquina con
Zepita, tuerzo a la derecha, para perderme en Alfonso Ugarte.










Capítulo 28

Del martes 11 al sábado 15 de octubre del 2016



He releído un poco mi diario. Hay en él diez páginas bien escritas que justifican tal vez la
locura de haberlo comenzado. Todo el resto es una colección de hechos nimios, pésimamente
redactados, donde la insipidez de mi vida está pintada con la elocuencia de un picapedrero.

Julio Ramón Ribeyro – La Tentación Del Fracaso




Yo no me prostituyo. Hace una pausa. Sus ojos lanzan un chispazo.


Añade, el índice colgando de sus labios: Bueno, no siempre. Es
viernes. Tengo una idea rondándome la cabeza: deshacerme de la
sanguijuela de mi esposa. Azul está hermosa. Verla me relaja. Son
casi las diez. Debo estar en el cuarto en dos horas. Rosario pasará la
noche conmigo ¿No te hizo efecto el whiskicito de la vez pasada?

Hubo trabajo en la oficina. Un proyecto en Ecuador: ventilar un par de


túneles mineros. Los clientes, además de comprar los ventiladores,
querían saber cómo emplearlos eficientemente cuando los túneles
fueran extendiéndose. Me pasé el día hundido en la computadora, los
mocos cayendo sin control, el sudor apelmazándome el cuerpo. La
fiebre se me había complicado con un fuerte resfrío. El whisky de Azul
no me había ayudado; si lo hizo, el efecto debió de esfumarse con el
susto de esa vez. A pesar de mi lamentable condición, la nariz roja de
tanto restregármela, los ojos adoloridos, los mocos desparramados en
las teclas y en mis manos, el sudor empapándome la camisa, terminé
el trabajo. Hecho una mierda, pedaleé hasta Zepita. Empezaba el
Perú-Chile; allá. Partido complicado. El último empate con Argentina
esperanzaba al hincha. La prensa había dictaminado: si perdíamos, a
pensar en Catar 2022. Perdimos.

Ay, fue horrible. Había sacado la botella de whisky. Me sirvió un


poquito. Me acompañó. Menos mal que te fuiste. No sé qué hubiera
pasado si te encontraba aquí. Quiero bombardearla de preguntas. Me
contengo. Es mejor que la historia le fluya sin presiones. No hay ruido
en las calles.

La prensa dedicó sus titulares a la derrota: la selección quedaba fuera


del mundial. Chile volvía a ser nuestro verdugo. Llevaba en la mochila
un buen de pastillas. Tragaba dos cada cuatro horas. Una no era
suficiente. Había toneladas de trabajo en la oficina. Terminé los
cálculos del proyecto tunelero aún con el acoso de los mocos y la
fiebre. Envié el reporte a los clientes. Para la noche, luego de la
manejada a casa, me sentí algo mejor. La transpiración me había
expurgado. Se me antojó un sánguche y una Coca helada. Fui al
Chinito. Las lonjas de cerdo tenían más grasa que carne. Tomé dos
pastillas más. Me urgió tirar con una de las tracas. Eyacular me
restablecería por completo la salud, me purificaría. Salí discretamente
de la sanguchería y me di una vuelta por Chancay y Peñaloza. No
hallé ninguna puta que fuera tetona, culona y bonita al mismo tiempo.

No te voy a decir su nombre. Es mejor así. Está echada en la cama y


yo sentado en la única silla del cuarto. De vez en cuando, se oye el
bocinazo de algún furibundo conductor. No me pegó. Me habló fuerte.
Gritaba. Me pregunto qué pasaría si se apareciese por aquí otra vez.
No esperaba que viniera. Me sorprendió. Se para. Abre uno de los
cajones de su ropero. Viste un short y un polito. Las zapatillas son
Adidas. Saca un paquete y un par de cigarros. El paquete lo deja sobre
la cama. Me ofrece uno de los cigarros. Lo rechazo. No fumo. ¿Me
creerías si te digo que me cago en plata? Coge un encendedor del
tope del armario. Prende el cigarro. Abre la ventana y, como aquella
vez, saca medio cuerpo hacia la noche. Todavía me parece increíble la
manera en que la conocí. Quería contar la historia de un transexual en
mi novela; sus costumbres, su entorno. Por eso, frecuentaba las
discotecas de ambiente del Centro. Sin planearlo, en una lavandería,
conozco a Azul. Tiene un culo hermoso. Me gustaría tomarla de la
cintura, besarle el cuello, la boca. Puede ser muy arriesgado. No
conviene. Me puede echar del cuarto, terminando una historia que ni
siquiera ha empezado. Te gusta mi trasero, ¿verdad? Me costó harto
tenerlo así ¿Qué le harías si te lo diera por unos minutos? Sigue en la
ventana. Continúa fumando. ¿Es cierto lo que acabo de escuchar?

Yo no le importaba gran cosa. Le hubiera dado igual si me atropellaba


un auto. La noche del jueves fuimos a una de las sangucherías de la
Alborada. Ya estaba mucho mejor. Mi propia receta médica había
funcionado.

Se retira de la ventana. Tira el pucho a la calle. El polito deja ver el


arete en su ombligo. ¿Te gusta mi cuerpo? Claro que me gusta. Me
encanta. Se mira las caderas. Se las toca. Se me acerca. No se me
para del todo. ¿Si regresa el tipo del lunes? Cuando la pinga se
asusta, difícilmente se carga de sangre. Imposible ponerla dura

Necesito trescientos soles, Daniel. No paraba de pedirme plata, muy al


margen de la que le entregaba puntualmente cada mes. Nada de por
favor ni palabras amables. Sabía que, si me hablaba suave, le negaría
sus pedidos. Si me hablaba con fuerza, habría más chances de que
accediera a sus demandas. Si esto fracasaba, empleaba su último e
infalible recurso: Te metes tu plata al poto y me voy con mi hija a vivir
adonde yo pueda, así sea en la punta del cerro. Entonces, no me
quedaba más alternativa que ceder. ¿Para qué quieres los trescientos?
Le formulaba las preguntas con tino, evitando que explotase. Para
inscribirme en el gimnasio. Quiero tomar clases de spinning y, con el
tiempo, ser instructora. Quiero trabajar y dejar de pedirte plata. Había
declinado la fiereza en la entonación de sus palabras. Vi la oportunidad
para sobreponerme y aclararle que no botaría el dinero en tonterías.
No puedo darte esa plata. Es mucho dinero. Necesito ahorrar.
¿Cuándo lo vas a entender? Explotó: Nunca me apoyas en nada. Me
paso todo el día cuidando a tu hija. ¿Crees que es fácil? No tengo
tiempo para mí, para mis cosas. Ya voy a cumplir treinta años y no soy
nada. Soy una simple ama de casa. No es justo. Repliqué, sin medir
las consecuencias: Pero cuando te conocí no estudiabas nada. ¿Ahora
yo tengo la culpa de que seas ama de casa? Los dos tuvimos a la
bebe. Me corresponde trabajar para tenerlas con comodidad. ¿Acaso
me quejo como tú? Me gustaría pasármela leyendo o escribiendo, pero
no, tengo que trabajar. Es mi obligación. No creas que estoy orgulloso
de ser ingeniero. Maximizó su bravura: No me vengas con tonterías,
Daniel. Igual tú sales a trabajar y te distraes. Yo paro encerrada en la
casa. Yo me trago todos los problemas. No es fácil. Siento que me
ahogo. La bebe comía sus papitas. Parecía ajena a la discusión, pero
estaba atenta. Intentó calmar a su mamá: Mami, toma. Come. Le
alargó una papita frita. Ella le respondió con aspereza: No quiero;
come y no molestes. No iba a permitir que a mi bebe le salpicaran los
odios de esa mujer. Siempre que el asunto era dinero, se convertía en
una bruja. Ok, ok, te voy a dar los trescientos. Pero era tarde. Ya se
había resentido. ¿Sabes? No soporto verte. Eres un tacaño de mierda.
Se levantó de la mesa y se fue. No corrí tras ella. La bebe continuaba
comiendo. Le acerqué a la boquita los nuggets de pollo. Sus ojitos se
abrían como platos. Gozaba. Por la bebe, valía la pena cualquier
sacrificio. Terminó su pollito y caminamos a casa. Toqué el timbre. Bajó
mi esposa. Nos abrió la puerta. Intenté calmarla. Debía asegurarme de
que su mal humor no afectaría a la bebe. Debía ceder. Mañana, en la
mañana, te deposito los trescientos, le dije. Como quieras, dijo y cerró
la puerta. ¡Plaaa!, sonó la reja. Desde el rellano de la escalera, la bebe
me miró: Papi, no te vayas. Era muy pequeña para entender que su
papá había sido expulsado de la casa.

Qué perra. Estamos echados en la cama. Una de sus manos


serpentea dentro de mi pantalón. Juega con mis testículos. Los
acaricia. ¿Y por qué soportas tanta mierda?, pregunta. Por mi hija. Sin
darme cuenta, le estoy contando mis intimidades. ¿Y por qué no te
divorcias? Porque no quiero perderla. Me sería fatal que ella creciera
viéndome solo unas cuantas veces a la semana. Albergo la esperanza
de que volvamos a vivir juntos, sin peleas ni dificultades. ¿Y qué tiene
que pasar para que vivan juntos? La respuesta es una gran pendejada,
digna de un soñador contumaz como yo. Que me salga la visa de
trabajo para los Estados Unidos el próximo año. Me dice que estoy
loco. Si te trata mal acá, lo hará en cualquier parte del mundo. Le doy
la razón. A veces pienso, le digo, que todo sería más fácil si ella
desapareciese, que solo fuésemos mi hija y yo. Permanecemos en
silencio. De pronto, me arrepiento de haber confesado tan bajos
deseos. Si tú quieres, te puedo ayudar. Solo tienes que estar dispuesto
a arriesgarte. Su mano me restriega la pinga. De la punta, salen
elásticas gotas que terminan embadurnándole la mano. Se ve que eres
un buen padre.

Nadie quería un hijo vendedor. Querían médicos, ingenieros,


contadores, abogados. Jamás vendedores. De acuerdo con el
contrato, yo era “ingeniero de proyectos”, pero trabajaba en una
empresa que vendía ventiladores. Jean Carlo no solamente esperaba
simulaciones y cálculos; esperaba que recurriera a mis contactos para
generarle nuevas ventas y más ingresos. Yo no tenía contactos en la
minería. Nunca fue mi intención tenerlos. Hice amigos que luego perdí
porque no había de qué hablar. Sus temas eran mineros; los míos no.
Yo prefería estar callado. Ellos vivían orgullosos de ser ingenieros de
minas; yo no. No tenía más remedio que conseguirme los contactos si
quería conservar el trabajo. Había una familia por mantener. Rosario,
experta en conseguir información reservada, me pasó un directorio
minero. Debía usar el celular chanchito que Jean Carlo me proveyó y
llamar. No me atrevía. No sabía cómo convencer a un huevón para
que comprase ventiladores. Me cagaba de miedo. Recordé que había
visto miles de veces El Lobo De Wall Street. Volví a ver algunos
extractos en YouTube, especialmente aquellos relacionados con cerrar
una venta. Leonardo DiCaprio interpretaba portentosamente a Jordan
Belfort, el ex corredor de bolsa que levantó un opulento imperio gracias
a su habilidad para las ventas. Hallé una serie de videos en los que el
mismísimo Belfort, convertido ahora en conferencista, enseñaba su
infalible técnica de venta. Había diseñado un guion que sutilmente
activaba los gatillos psicológicos que hacían que una persona
comprase lo que le ofrecieras. El guion no debía ser leído como
cualquier cosa. Había que meterle suspenso, emoción, suavidad,
fuerza. La modulación de la voz era clave. Al cabo de un mes, tenía
confeccionado mi propio guion, adaptado a la industria minera. Las
personas listadas en el directorio no eran simples hijos de vecino; eran
los gerentes de las principales y no tan principales minas subterráneas
del Perú. Yo, un huevonazo, tratando de hablar con gente que no
sabía lo que era viajar en transporte público ni manejar una bicicleta
desde el Centro de Lima hasta Chorrillos. Sin embargo, las palabras
de Belfort me animaban: Con este guion, cualquiera puede cerrar una
venta. Stratton Oakmont la inicié con gente que con las justas había
terminado el colegio. Les di este guion y les enseñé cómo utilizarlo. Al
cabo de un año, esos fracasados habían hecho su primer millón de
dólares. Apliqué el guion. Hacía entre cuatro y cinco llamadas a la
semana. Antes de llamar, sentía miedo. Entonces, pensaba en mi hija
y acopiaba el valor necesario para continuar. Nadie me colgaba el
teléfono. Por el contrario, me escuchaban. Se interesaban. No vendía
en la misma llamada, porque comprar ventiladores no era lo mismo
que comprar chocolates, pero obtenía citas. Esto ya era un logro.
Querían escucharme personalmente. Ese día tenía una cita con el
gerente de la mina El Torcal. Fui solo. Llevaba una presentación
acorde con las expectativas del cliente. No me interesaba la comisión
que Jean Carlo ofrecía por la venta de sus ventiladores. Para mí, era
una cuestión de superación, de probarme que podía. El gerente se
mostró interesado. Mándame una propuesta comercial y a ver si me
puedes ayudar con este problemita que tenemos en la mina.
Queremos unir estas dos zonas con una galería enorme y nos gustaría
saber… Anoté el pedido. Me retiré contento.

Sus labios encaran a los míos. Miro sus ojos. Están enfocados en mis
labios. Tengo la pinga dura. Ella me la sigue frotando. Quiero
quedarme aquí, pero Rosario va a llegar en… Carajo. El celular está
en mi bolsillo. Si me muevo para sacarlo, Azul me notará preocupado
por la hora, retirará su mano y no haremos el amor. Me seduce la idea
de chupársela. Me inspira la confianza que necesito para hacerlo. Se
me ocurre algo: saco el celular. ¿Qué pasó? ¿Te están llamando? Veo
la hora. Putamadre: falta poco para las doce. Si me quedo más tiempo
es seguro que termino tirando con Azul. No, me pareció. Necesito ver
a Rosario. Necesito que me preste quinientos dólares. Guardo el
celular. Azul no me quita la mirada de los labios. Me gusta lo que
tienes abajo. Solo Rosario me dice eso, que le encanta mi pene, que
es gruesito. ¿Por eso mismo le gusta a Azul? ¿Quién es Azul? ¿Qué
clase de persona es? Es la segunda vez que nos vemos y ya estamos
en la cama, dispuestos a estirar los límites de lo permitido. Me gustan
tus labios, me dice. ¿Quisiera probarlos? ¿Te gustaría? Le digo que
me encantaría, sin mostrarme tan necesitado de afecto. Suena la
puerta. Saca la mano de mi pantalón y salta de la cama. Yo no
reacciono tan rápido. Permanezco echado, la sangre congelada. ¿Sí?,
pregunta. Se ha acercado a la puerta, que está cerrada. Aguardamos
la respuesta.

Necesito que abras una cuenta en dólares para depositarte el dinero.


¿Pero no pueden depositármelo en mi cuenta personal? No, porque el
servicio lo diste con la razón social de tu empresa. Sí, pero ¿cuánto
tiempo me tomará abrir la cuenta? Es fácil, súper rápido: solo anda al
banco donde abriste la cuenta en soles y diles que quieres abrir una en
dólares. Irma, contadora de Villanueva Ingenieros, creía que era muy
sencillo abrirle una cuenta bancaria a una empresa. Luego de la cita
con el gerente de El Torcal, fui al Banco de Crédito de Guardia Civil, en
Chorrillos, a unos pasos de mi oficina. Hacía calor. Sudaba como
bestia dentro de una camisa de manga larga que usaba para cubrirme
los tatuajes. Necesitaba quinientos dólares para abrir la mentada
cuenta. Los tenía, pero me parecía imprudente desprenderme de ellos.
Los recuperaría ni bien VISA me depositase en la cuenta el dinero
adeudado. Pero ¿en cuánto tiempo harían el depósito? Teniendo una
familia que mantener, una baja de quinientos dólares podía ser mortal
si se presentaba alguna emergencia. Tras salir del banco, llamé a
Rosario. Estaba acostumbrada a oír mis quejas, mis lloriqueos. Me
quejé de los trámites burocráticos. Le conté el asunto de los quinientos
dólares. Si deseas, yo te los presto. Rosario era un ángel. Me pasas el
número de tu cuenta personal para hacerte el depósito. No merecía
mis malos tratos. Solo te pido algo a cambio: que hoy nos veamos en
tu cuarto. Apenas llegué a la oficina, me metí al baño, me removí la
camisa y hundí la cabeza en el lavabo. Ya no soportaba el calor. Salí al
cabo de diez refrescantes minutos. Jean Carlo, que llegaba de algún
lado, sin motivo aparente, nos invitó a almorzar a una cevichería
cercana. Victorio no había acudido a la oficina. Solo estábamos
Patricia y yo. En el trayecto, recibí un mensaje de Rosario.
Confirmado: se aparecería en mi cuarto a eso de las doce. Me
depositaría el dinero todavía el sábado. El almuerzo transcurrió con
mis penosos intentos por generar conversación. Me incomodaba el
silencio. Hubiera preferido almorzar solo, pero ya que Jean Carlo había
forzado esa situación, procuré estimular los intercambios de opinión,
por más cojudos que fuesen. Terminamos hablando, era previsible, de
los ventiladores. Jean Carlo encomiaba sus planes de expansión. Se
burlaba de la torpeza de sus competidores. Patricia bostezaba.

Oye, maricona, ¿cuándo me vas a pagar?, oímos del otro lado de la


puerta. Antes de que nadie dijera nada, el rostro de Azul denotaba
cierta preocupación. Eso me aterró. ¿Huye de algo, de alguien? ¿Le
teme a algo, a alguien? Tras oír la voz, se le distiende el rostro. Pega
el cuerpo a la puerta y la abre un poco. Por la abertura, conversa con
la inesperada visitante. Algún gesto le ha hecho, porque la voz de la
visitante es ahora un murmullo. Breves segundos dura la
conversación. No puedo oír lo que dicen. Veo la hora. Rosario se
acerca. Oye, maricona, ya sabes que está prohibido traer clientes al
cuarto, dice la visitante, alejándose de la puerta. La voz delata su
travestismo. La adivino fea. Su advertencia está teñida de sarcasmo.
Sospecho. ¿Por qué solo dijo aquello en voz alta? ¿Y el resto de la
conversación? ¿Quieren despistarme estos cabros? ¿Despistarme de
qué? ¿Y cómo es eso de que está prohibido putear en esta casa?
Azul, sorry, ya me tengo que ir. No se opone. Está bien, dice. Mejor,
añade. Me indica que la puerta de abajo está abierta. Salgo del cuarto.
Bajo las escaleras. En la salita del segundo piso, un cabro está
pintándose las uñas, sentado en uno de los dos sofás del lugar. La
ventana está abierta. Las cortinas ondean. El cabro es feo. Parece
tener buen cuerpo. Lleva sandalias. Por respeto, la saludo, pero ni me
mira. Está concentrada en sus uñas. Bajo el último tramo de las
escaleras. Peñaloza está repleta de tracas.

Hicimos el amor. No intentamos nada nuevo. Empezó chupándome la


pinga. Sabía que eso me gustaba. Se tomó su tiempo. Eyaculé pronto.
Las caricias de Azul me habían dejado bastante arrecho. Veo la hora
en el celular. Rosario todavía duerme. Cuando me paro sobre el
colchón, me siente. Voy a bañarme para salir, le digo. Quiero ser el
primero en ser atendido. No quiero desperdiciar mi sábado haciendo
colas. Dice que dormirá un poquito más. Ok, le digo. Me enrosco la
toalla a la cintura. El cuarto está en penumbras. Procuro no pisarla. La
colcha desordenada deja ver su desnudez. En la ducha, pienso en lo
cerca que estuve de tirar con Azul. Me lavo la pinga, la misma que ella
acarició y que Rosario chupó. Cuando regreso al cuarto, Rosario está
furiosa y llorando. Tiene en sus manos mi diario, el cuaderno donde
anoto los sucesos que me ocurren y que uso para la novela. ¿O sea
que todo lo que has escrito en la novela es cierto, Daniel? Las
palabras le salen con esfuerzo. La luz está prendida. No sé qué decir.
Qué asco, Daniel. Has tirado con cabros. Y me has engañado con
Karina. Me mentiste: ella sí estuvo aquí, asqueroso. Eres una mierda.
Permanezco callado. Intento una defensa. Son solo apuntes. No todo
es cierto. Muchas son cosas que me “hubieran” gustado que pasen
para hacer más interesante la novela. Eres un cínico. Empieza a
vestirse. No quiero saber nada de ti. Me das asco. Procuro no
acercarme. No quiero que se me tire encima. No, no te preocupes. No
te voy a pegar ni voy a hacerte escándalos. Ya no tiene sentido. Este
cuaderno me ha dicho mucho. Me ha dicho que ya no debo confiar en
ti. Hace una pausa. Deja el diario sobre la mesa. Respiro aliviado: de
ese cuaderno dependen mi novela y mis sueños. Oye, yo me acuesto
contigo sin protegerme, y tú tiras con Karina, con putas, con cabros.
Carajo, ¿no te das cuenta de que me puedes transmitir alguna
enfermedad? Llora más. Ha descubierto mi sordidez. Me voy. No
quiero que me llames o me escribas, ¿ok? Tengo que sacarte de mi
vida. Sigo con la toalla en la cintura. Se acerca a la puerta. Se detiene
cerca de mí. Temo lo peor. No me voy a defender. Merezco una
cachetada. Incluso más. Y leí que te besaste con tu esposa. O sea que
eso de que estás alejado de ella es puro cuento. Me mentiste, Daniel.
No me respetas para nada. Y yo como una tonta me entrego a ti y
cedo a todos tus caprichos. Me mira con los ojos anegados de dolor,
de decepción. Sale. Me deja solo. Pienso que ni cagando me prestará
los quinientos dólares. Tendré que ponerlos de mis incipientes ahorros.
Luego de unos minutos, ya vestido, recibo un mensaje al WhatsApp.
Me apuro en verlo. No es de Rosario. Es de la gordita que lleva un
buen tiempo meciéndome con el arreglo de la laptop que
estúpidamente dañé con mi propio sudor. Después de un mes de
falsas esperanzas, me dice que mi laptop no tiene solución. A cambio,
me ofrece otra por cuatrocientos cincuenta soles. Acompaña el texto
con una foto de la laptop. Según ella, es modernísima por dentro,
aunque por fuera, por lo aparatosa, parece una máquina de escribir de
los ochenta. Usted me dice si acepta. Plata, plata, todo el mundo pide
plata.









Capítulo 29

Del sábado 15 al martes 18 de octubre del 2016



No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu
relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que
pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

Horacio Quiroga – Decálogo Del Perfecto Cuentista




El hombre elefante, sentado en una de las camas, el rostro impasible,


lo vio llevarse el vaso con cianuro al borde de la boca. Lo vio dudar. No
había suicida que no hubiera experimentado ese segundo de
vacilación antes del paso definitivo. Lo imaginó recordando aquellos
episodios que lo habían orillado hasta ese punto, hasta ese hospital,
hasta esa cama, hasta ese vaso.

Desembolsé los quinientos dólares. Me dolió. Me esperaba otro golpe


más tarde. La dependienta del banco me indicó que, para finalizar el
trámite, aún debía presentar una copia legalizada del acta de
fundación de la empresa. Apenas la tengas, regresas. Más papeleos.
No les bastaba el dinero. Regresé al cuarto de Zepita. Estaba muerto
de calor. Me ardía la piel. El agua fría de la ducha fue una bendición.
Pensé en Rosario. Le era imposible entender que vivía una etapa de
exploración: necesitaba conocerme a mí mismo y volcar ese
conocimiento en la novela. El mundo de las tracas me invitaba a
penetrar en él. Mientras durasen mis pesquisas, no podía prometerle
fidelidad a nadie. Solo podía serle fiel a mis instintos y a mis ideas.

Con el derecho, su único ojo bueno, veía el vaso de cianuro


tambaleándose en la boca de su amigo. Era imposible que supiera que
el suicida anhelaba escuchar unas notas de La Cabalgata De Las
Valquirias para apurar el contenido del vaso, para matarse de una
buena vez.

En lugar de seguir por Wilson, tomé Quilca. La tarde estaba algo


fresca. En una de las librerías, vi el tomo de los cuentos completos de
Horacio Quiroga. De él, había leído Cuentos De Locura De Amor Y De
Muerte, su cuentario más popular, más impreso, más pirateado. El
tomo era original. Editado por Alfaguara. ¿Tiene copias, maestro? No,
a nadie le interesaba leer la obra completa de Quiroga. Los piratas se
volcaban sobre lo popular; no necesariamente lo mejor. A cuánto me lo
deja, maestro. Sesenta soles, joven. Mucho. Regateé. Lo dejamos en
cuarenta y cinco. Pagué. Valió la pena. El tomo no solo contenía los
cuentos; también ofrecía una biografía del autor y un análisis de su
obra. Salí de Quilca leyendo el libro. Retomé Wilson. Fui a la tienda de
la gordita machona. Me mostró la laptop. En la foto, lucía menos
aparatosa. No me quedaba más alternativa. A cambio de mi laptop
malograda, y cuatrocientos cincuenta soles, recibiría esa máquina de
apariencia anticuada, aunque, según la gordita, muy moderna por
dentro.

Tenía dos meses de nacido cuando vi morir a mi papá. Obviamente,


me era imposible recordar el incidente. Mi madre me lo revelaría
tiempo después. Papá ejercía un importante cargo diplomático. Era un
tipo justo, divertido y bonachón. Sus vicios eran su familia, su trabajo y
la cacería. Debido a una inopinada diligencia diplomática, no pudo
estar al lado de mamá durante el parto. Esto le dolió tremendamente.
Dos meses después, tras la conclusión exitosa del asunto que lo había
mantenido en ajetreos, solicitó veinte días de descanso. El ministro, su
jefe, se los concedió. Los tenía bien merecidos. Alquiló una cabaña en
uno de los parajes más boscosos de la provincia en que residíamos.
La idea era alejarnos del ruido de la ciudad, que el mundo se redujese
a nosotros tres en llano contacto con la naturaleza. A los cuatro días
de instalados, papá anunció que saldría a cazar. Se internaría en el río
que corría cerca de la cabaña. Estaba ansioso por descubrir la fauna
que derribaría con su escopeta. A la mañana del quinto día, zarpó en
el botecito que flotaba con quietud a un lado del pequeño muelle.
Regresó con el crepúsculo. Abarloó el bote y se aprestó a salir de él.
Mamá, tras divisarlo por una de las ventanas de la cabaña, y conmigo
en brazos, fue a su encuentro. Quería que los tres nos fundiésemos en
un largo abrazo. Mamá y yo estábamos ya en el muelle, acercándonos
a papá. Él, de un salto, abandonó la embarcación y aterrizó sobre los
tablones del muelle. En ese preciso instante, la escopeta, que tenía
colgada del hombro, se disparó. La bala le ingresó por la barbilla y le
salió por la coronilla, volándole la tapa de los sesos. Su cuerpo cayó
pesadamente sobre los húmedos tablones del muelle. Únicamente la
cabeza quedó fuera, colgando por encima de las aguas del río. Parte
del cerebro terminó como alimento para los peces. Mamá quedó
paralizada por varios minutos antes de reaccionar. No dejó de
sujetarme con fuerza. Tampoco dejó de temblar.

Pero, amigo, la laptop va a estar lista todavía el martes. Te rogaría que


vuelvas ese día. Me falta añadirle unos detallitos. Contaba los billetes
que le acababa de entregar. Billetes nuevos, recién salidos del cajero
automático. Hija de puta. Me habías dicho que ya estaba lista, que
dependía de mí aceptar o no el trueque. No le dije nada. Acepté
mansamente, sin emitir queja alguna. Caminando al cuarto, leyendo a
Quiroga, no dejé de farfullar mi mal humor. Cómo era posible que
jugara con un cliente como yo, que pagaba por adelantado. Así, no
más, un peruano no pagaba nada por adelantado. Los peruanos eran
desconfiados, jodidos. Yo no. Yo prefería confiar en las personas,
aunque ellas terminaran atorándome el culo, como lo acababa de
hacer esa gorda machona.

Aquel día sí fui testigo de cómo una bala destrozaba un cráneo


humano. Ya no era un bebé. Tenía diecisiete años. Regresaba de
manejar bicicleta. Había estado con unos amigos con quienes
compartíamos la afición por el ciclismo, a tal punto que pensábamos
formar un grupo al que denominaríamos La Sociedad Del Ciclismo. La
inauguraríamos recorriendo un tramo de ciento veinte kilómetros de un
camino agreste, desde Salto hasta Paysandú. Aficionado a la
mecánica, le había efectuado innovadoras modificaciones a mi
bicicleta, haciéndola más veloz y resistente. Abrí la puerta de la casa.
Mamá no estaba en la cocina, lugar donde solía pasar la mayor parte
del día. Pensé que habría salido con Ascencio, mi padrastro. Llevaba
cinco años de casado con mamá. Ascencio no era el típico padrastro
malvado. Era el padre que no llegué a conocer. Por desgracia, hacía
tres meses, un derrame cerebral le había paralizado medio cuerpo y
arrebatado el habla. Quedó notoriamente reducido. Me dolía verlo así.
Yo lo quería mucho. Había sido un tipo jovial, pletórico de vida. Fui a
su cuarto. La puerta estaba junta. La abrí por completo. Ascencio tenía
los ojos arrasados por el miedo y las lágrimas. Nuestras miradas
llegaron a encontrarse, pero el contacto no evitó que frustrase lo que
tenía planeado hacer desde que hubo tomado conciencia de que su
cuerpo, de que él, se había convertido en un guiñapo, en una carga.
Estaba parado en medio de la habitación. El cañón de su escopeta le
apuntaba a la barbilla. Un rudimentario mecanismo le unía el dedo
gordo del pie derecho, el único lado que aún podía mover, al gatillo del
arma. Una fracción de segundo después, un ramalazo retumbó por
toda la casa, estremeciendo las paredes y mis tímpanos. Su cuerpo,
tirado sobre el suelo, había quedado prácticamente decapitado. La
bala era de aquellas que detonaban y destrozaban todo lo que se
cruzara en su camino.

Recibí un mensaje de Rosario: Te voy a prestar los quinientos dólares.


No te preocupes. No podía creer lo que leía. ¿Por qué se animaba a
prestarme semejante cantidad de plata luego de haber descubierto las
perversiones que anotaba en mi diario? La respuesta me saltaba en la
cara: porque me amaba. Su mensaje y la intención arrebujada entre
sus líneas eran una razón más para amar a esa mujer. Te lo agradezco
un montón, le respondí. Cogí el libro de Quiroga y seguí leyendo.
Hacia las diez de la noche, tenía los ojos reventados, lagrimeando.
Salí. Caminé hasta Alfonso Ugarte y tomé el bus a casa de mamá.

Federico Ferrando fue mi mejor amigo y un tremendo poeta. Junto con


otros compañeros, fundamos un grupo literario. Federico prestaba su
casa para las reuniones. Discutíamos textos y leíamos nuestras
creaciones. La mayoría escribía poemas; yo no. Lo mío era la
narración. Supongo que no tenía la sensibilidad que exigía la poesía.
Algunos poemas conseguían ser publicados en revistas y en diarios.
Cada publicación era un logro en la expansión de nuestro afán de
renovación poética. Amenizábamos las tertulias con vino y harta
marihuana. Los experimentos poéticos del grupo no siempre cayeron
bien. Los críticos más conservadores nos saltaron encima. Uno de
ellos, de curioso y onomatopéyico apellido, volcó su virulencia contra
Federico; no contra la calidad de sus escritos, ojo, sino contra la
persona de Federico. En una columna periodística, lo llamó
espantapájaros. Era evidente que no había leído una palabra de la
obra, hasta ese momento desperdigada, de Federico. No le interesaba
hacer crítica. El cerebro no le daba para tanto. Lo suyo era la pelea de
callejón, apelar al facilismo, al insulto elemental. Federico no era
cuidadoso con su imagen. Efectivamente, parecía un espantapájaros.
Yo diría más: un loco de la calle. Enfocaba toda su atención en la
poesía. Escribir una sola línea le demandaba días, incluso semanas.
La perfilaba, la tallaba, le entresacaba las impurezas. Volcaba la vida
en el papel, descuidando, entre otras cosas, su aspecto personal.
Federico no toleró la ofensa pública. El diario en cuyas páginas fue
insultado le concedió una columna para que ejerciera la justa réplica.
Tras apabullar al crítico con fundamentadas razones, lo retó a duelo.
Propuso hora y lugar. Luego de dejar el artículo en la imprenta, regresó
a su casa. Nos encontramos ahí. Conversamos en su cuarto. Me
mostró el revólver que usaría para el duelo. Era un viejo Lefaucheux
de mediados del siglo diecinueve. Lo examiné. Como entendía de
armas, quise asegurarme de que el revólver estuviese operativo. Lo
peor que le podía suceder a un duelista, y había ocurrido en varias
ocasiones, era que su arma no disparase en el momento deseado.
Muchas vidas habían terminado prematuramente por semejante
imprevisto. El arma era vieja, una reliquia, pero parecía hallarse en
buen estado. Revisé el resorte del seguro. Estaba duro. Cogí un
alicate e intenté moverlo. Jalé, sin medir la fuerza, y el resorte cedió.
La habitación tronó. Los vidrios se estremecieron y el vacío se llenó de
un humo denso y asfixiante. Un pitido agudo me taladró los tímpanos.
El tiempo se detuvo. Volví a la realidad cuando sentí que un bulto caía
a mi lado, sobre la cama. Me espanté. Aún cegado por las tinieblas,
palpé el bulto. Era un cuerpo. No podía ser otro que el de Federico.
Éramos los únicos ocupantes del cuarto. Aterrado, abrí las puertas y
ventanas. Con el humo disipado, pude ver la escena completa: el
disparo le había destrozado toda la mandíbula. Un pozo de sangre
empezaba a circundarle la cabeza. Mi amigo no se movía. Tenía los
ojos en blanco. Corrí a buscar ayuda. Acudieron su hermano y el
jardinero de la casa. No había nadie más. Lo trasladamos al hospital,
aunque sabíamos lo inútil de la empresa: llevábamos un cadáver.
Algunas horas después, me entregué a la policía. Maté a una persona,
les dije. Me aprehendieron. Me recluyeron en una celda maloliente y
húmeda. Estuve preso cuatro días hasta que se comprobó que todo se
trató de un estúpido accidente.

De tanto en tanto, a pedido de la bebe, corría al baño: Papi, ya


terminé, límpiame. Volvía a tenderme en el sofá, una Pilsen helada al
costado, y continuaba con los cuentos de Quiroga. Había empezado a
leer desde las seis de la mañana de ese domingo. Hacia las ocho de la
noche, terminé el libro: cuatrocientas páginas de los mejores relatos
del cuentista uruguayo. Estaba agotado; los ojos destrozados. Dejé a
la bebe en casa de su mamá. Llegué a mi cuarto con el único deseo de
tirarme en el colchón. Antes de desconectarme, le dejé un mensaje a
Jean Carlo: que me disculpara, pero iría a la oficina luego de la hora
del almuerzo. La razón: debía reunirme con unos clientes de mi
empresa, de cuya existencia Jean Carlo estaba debidamente enterado.
Cuando le hablé de ella, luego de felicitarme, me aseguró que, si
alguno de sus clientes pedía un estudio de ventilación complejo, me
los mandaría. Envié el mensaje y apagué el celular. Era cierto: FAMIC
quería reunirse con nosotros; conmigo y con mi hermano, para
entregarnos los datos que necesitábamos del proyecto de la mina
Ranra. Dormí hasta las ocho de la mañana del lunes. A las nueve,
estaba con mi hermano en una notaría de Lince. Legalizamos la copia
del acta de fundación de la empresa. Tres horas para que un abogado
firmase el papel. En la tarde, debía dejar la copia en la agencia del
banco en Chorrillos. Con eso finalizaría el trámite de la apertura de la
cuenta en dólares de la empresa. Tomamos un taxi a San Isidro.
Llegamos puntuales a la cita en FAMIC. Uno de sus ingenieros nos
entregó los datos luego de cuatro horas. El huevón se había puesto a
trabajarlos recién cuando nos vio llegar. Consecuentemente,
almorzamos tarde. Fuimos a un chifa. Eran casi las cinco cuando
salimos del restaurante. No tenía sentido aparecerse en la oficina de
Jean Carlo a esa hora. Le mandé otro mensaje: la reunión se había
prolongado, que me volviera a disculpar, nos veíamos mañana.
Apagué el celular. Me despedí de mi hermano. En el bus al Centro,
recibí un mensaje de Rosario. ¿Cómo te fue en tu reunión? Ella
siempre pendiente de mis asuntos. Bien, le respondí. Continuamos la
conversa. Terminamos citándonos para vernos en la noche. Sí, tal
cual, como si nunca hubiese visto el diario donde anotaba mis
desafueros e infidelidades. Nos encontramos en la esquina de Wilson
con Quilca. Me provocó una salchipapa en El Kachito. Entramos. Ella
tenía una botella de té helado en su bolso, bebida que se había
popularizado rápidamente. Prueba, me dijo. No, le dije, no me gusta.
Prefiero mi Inka Kola helada. Me acercó la botella. Cómo vas a decir
que no te gusta si nunca lo has probado. Probé. Me gustó. Desde ese
día, empecé a consumir los tés helados siempre que estuviesen bien
helados. Nos sirvieron las salchipapas. Eran inmensas. Las mesas
estaban grasientas. Eran la marca distintiva de El Kachito. En el
televisor del lugar, empezaba una película de Marvel. Relataba los
orígenes del irascible Wolverine. Me enganché con el inicio, a pesar de
que el bullicio de la avenida Wilson ahogaba los diálogos de los
personajes. Rosario también se había enganchado con la película.
Vamos a mi cuarto, le propuse. Buscamos la pela en internet y la
vemos. Nos habíamos citado para conversar y compartir una cena; de
pronto, le proponía ir a la cama. Era evidente que solo podíamos ver la
película echados en mi colchón. De ahí a lo otro, solo había un paso;
sobre todo si sabíamos que éramos un par de arrechos.

Cierto día, Ana María, mi primera esposa, determinó que había sido
suficiente. No toleraría un segundo más la vida de reclusión que
llevábamos en la selva de Misiones. La euforia de sus veinticinco años
era incompatible con el sosiego de mis treinta y siete. Una tarde,
mientras los chicos jugaban en la sala de nuestra cabaña, bebió el
pomito del ácido acético que usaba para revelar mis fotografías. No
logró terminarse el contenido porque una potente quemazón le corroyó
el tracto digestivo. Los niños, alarmados por los desgarradores
alaridos, corrieron hacia nuestra habitación. Hallaron a su madre
retorciéndose en el suelo. No atinaron a nada. Eran muy pequeños
para hacer algo. Eglé tenía cuatro años y Darío tres. Volví a casa
varias horas después. Traía la leña para la semana. Papi, mami está
mal, me recibió Eglé. No estaba mal; estaba muerta.

Veíamos la película echados sobre el colchón. Era obvio que no la


terminaríamos. Nos ganaría la arrechura que palpitaba en nuestros
genitales. Empezamos en la misma posición: boca abajo, con los
codos hincando el colchón. Nos separaba una cierta distancia. Para la
mitad de la película, quedamos hombro con hombro. La trama dejó de
interesarme. Alucinaba con el sexo que se avecinaba. Le pregunté si
no tenía problemas con que me desnudara para dormir. Ella sabía
perfectamente que yo dormía calato. No, me dijo. Agregó que también
haría lo mismo, pero conservando el sostén y el hilo. Se me escapó
una gotita al oír aquello. Sonó su celular. Contestó. Una sombra le
cubrió el rostro. Qué pasó, le pregunté. Su abuelita acababa de sufrir
un derrame cerebral. Varias veces me había hablado de ella. La quería
muchísimo. Tenía una edad incalculable; posiblemente pasase los
noventa años. Nadie sabía la fecha exacta de su nacimiento, ni
siquiera la propia abuela. Debía irse. Habían internado a la abuelita en
una clínica. Era casi medianoche. La acompañé al paradero.
Caminamos hasta Wilson. Paramos un taxi. La tarifa fue razonable.

Se había convertido en uno de los cuentistas más importantes en


Uruguay y Argentina. El Edgar Allan Poe latinoamericano. Sin
embargo, ya nada de eso le importaba. El doctor se lo había dicho sin
rodeos: el cáncer que tienes es incurable. Tomó la noticia con
inesperada calma, pero le solicitó un permiso de salida. Hacía un mes
que estaba internado en ese hospital de Buenos Aires. De pronto, he
sentido que necesito abrazar a mi esposa y a mi hija. El doctor
entendió. Le concedió la salida. Volvería antes de la medianoche, doc.
No tenías por qué venir; nosotras te íbamos a visitar mañana, le dijo
tiernamente Ana María, su segunda esposa, luego de haber recibido el
abrazo de ese hombre espigado, barbudo, en extremo delgado. Le
hubiera gustado ver a Darío y a Eglé, sus hijos ahora veinteañeros.
Deseo imposible. Se habían alejado de él jurándole un odio eterno por
la muerte de su madre. ¿Cómo así te dejaron salir del hospital? Les
dijo que había sentido unas ganas enormes de verlas. Solo eso. El
doctor había sido muy comprensivo. Mañana vamos a estar contigo
todo el día, amor. Les dijo que las esperaría con ansias. De camino al
hospital, se detuvo en una droguería. Compró unos gramos de cianuro.
Para matar unas ratas, le dijo al dependiente. Éste reconoció al gran
escritor uruguayo. No le cobró; por el honor de haberlo conocido.

Rosario prometió mensajearme para confirmarme que llegó bien a la
clínica. Eran las doce y media de la madrugada. Crucé Wilson. En la
esquina con Piérola, entre los pocos autos detenidos por el rojo del
semáforo, una joven -entre quince y dieciocho años- paseaba una
bolsa de caramelos. Las ventanillas cerradas le ofrecían demoledora
indiferencia. Era una muchacha delgada, el rostro marcado por una
larga resignación. El tiempo y la pobreza habían envejecido sus ropas.
La escena que protagonizaba me conmovió hasta las lágrimas. ¿Qué
hacía esa niña vendiendo caramelos hasta esas horas de la
madrugada? Traté de imaginarme la tremenda necesidad que la
obligaba a conducirse de esa manera: una madre desahuciada, unos
hermanitos hambrientos peleándose por un pedazo de pan. No era
justo que esa niña tuviese que sobre esforzarse a cambio de unas
cuantas monedas. Ella debería estar durmiendo, descansando,
reponiendo fuerzas para estudiar, no para desgastarse trabajando a
cambio de un pago miserable. ¿Dónde estaba el papá que permitía
esa situación? Lloré, parado en esa vereda de la esquina de Wilson y
Piérola. Lloré porque si me moría, mi bebe podía convertirse en
aquella infortunada muchacha. Me la imaginé con una bolsa de
caramelos, con frío y con hambre, paseándose entre la indolencia de
los autos. Esa muchacha era mi hija. Metí las manos en los bolsillos.
Hallé un billete de veinte soles. No lo dudé. Era mi hija a quien nadie le
compraba los caramelos. Me sequé las lágrimas y respiré hondo. Me
acercaría a ella. Estaba sentada en la berma del islote que separaba
los dos carriles de la pista. Crucé Piérola con facilidad. Ya casi no
había autos. En pocos minutos, la muchacha dejaría de tener clientes.
Se le esfumaría la esperanza de convertir sus caramelos en panes.
Hacía algo de frío y la niña estaba en sandalias. Una vez delante de
ella, me traspasaron sus ojos dóciles. Hola. ¿Cuánto por un
caramelo?, le dije, tratando de controlar las emociones que me
traicionaban. Diez céntimos la unidad. ¿De qué sabor lo quiere?,
preguntó. Hay de limón, naranja y manzana. Su entusiasmo me
desconcertó. ¿Quién podía alegrarse por diez céntimos? La gente en
extrema pobreza. Uno de manzana, por favor. Examinó la bolsa. La
alegría se le salía por los ojos. Era un pan más para la casa. Encontró
un caramelo de manzana. Me lo alcanzó con una sonrisa. Cuando le
entregué el billete, la frustración y la pena nublaron la chispa de sus
ojos. No tengo vuelto, dijo, apenada. No te preocupes, le dije. Quédate
con el vuelto. La sorpresa la dejó sin palabras. Se quedó sujetando el
billete, dudando de la veracidad de lo que acababa de ocurrirle.
Gracias, le dije, y me fui. Caminé por Piérola. Volví a llorar. Esos veinte
soles no serían suficientes para recuperar un futuro ahogado por la
insensibilidad y la injusticia. Aquella noche determiné que no viviría
demasiado en este mundo. Había que tener un alma despiadada para
“ser feliz” cuando se sabía que más de la mitad de la población se iba
a dormir sin haberse llevado nada a la boca. Había que ser una mierda
para presumir en Facebook todo lo que uno tragaba en medio de tanta
miseria. Yo era adicto al sexo, a las mujeres de pechos y culos
descomunales. Luego de pagarles y llenarlas de semen -pagando era
la única manera en que podía llevarme a la cama a una mujer tetona y
culona-, me asaltaba una culpa sin fondo. El dinero gastado pude
habérselo donado a alguna de las tantas personas hambrientas que
había en la ciudad. Ese pensamiento no me dejaba vivir. No me dejaría
vivir. Estaba seguro de que terminaría suicidándome. Había que ir
pensando en la forma de hacerlo.

Finalmente, bebió el cianuro. A los pocos minutos, se convirtió en una


máquina de aullidos. Su estómago era una bola de fuego. El cuerpo le
ardía desde adentro. Se le hacía difícil respirar. Había planeado
matarse de un modo discreto; no gritando ni retorciéndose, echando
sangre por la boca. Unos enfermeros acudieron a los gritos. El hombre
elefante permanecía sentado sobre una de las camas. No le dolió ver
al amigo en semejante estado. El suplicio que experimentaba no era
nada con respecto al que le hubiera aguardado de continuar viviendo
con ese cáncer. En todo caso, era un pago necesario antes de
alcanzar la paz total. Nada pudieron hacer los enfermeros. El afamado
escritor uruguayo, Horacio Quiroga, falleció a los pocos minutos. Eran
las primeras horas del diecinueve de febrero de mil novecientos treinta
y siete. Meses más tarde, se suicidó Eglé, su primera hija. Quince
años después, Darío, el segundo hijo, siguió el mismo destino.

















Capítulo 30

Del martes 18 al jueves 20 de octubre del 2016



Nada conmovía la conciencia de este hombre. Era como tratar de obtener sin un espejo la
reflexión de una imagen. La conciencia es en el individuo la guardiana de las leyes dictadas
por la colectividad, considerando su necesidad de conservarse. Es un guardián que vigila
nuestros corazones para impedirnos infringir las reglas establecidas, un espía instalado en la
íntima fortaleza del ser. El hombre tiene tal sed de simpatía, su temor por las críticas es tan
vivo, que por sí mismo ha introducido al enemigo en la plaza; su conciencia no cesa de vigilar,
siempre dispuesta a ahogar toda veleidad de independencia. Es el lazo poderoso que
encadena al individuo con la masa y que le impulsa a preferir a los suyos los intereses de la
colectividad, que ha aprendido a considerar superiores. El hombre llega a convertirse en el
esclavo de su conciencia. La coloca sobre un pedestal. Por último, como el cortesano,
adulador servil del cetro que lo oprime, se vanagloria de su esclavitud. A sus ojos, ninguna
inventiva es suficientemente fuerte para castigar al que desconoce el principio de autoridad,
porque se siente desarmado ante este ser independiente. Frente a la monstruosa
insensibilidad de Strickland, yo no podía menos que retirarme horrorizado.

W. Somerset Maugham – La Luna Y Seis Peniques

Se llamaba Estrella y tenía las nalgas moradas. Se las había inyectado


hacía unos días. Las tetas se las había hecho hacía un par de meses.
Silicona me pusieron. No me vayas a agarrar duro, ah. Su acento
serrano me destruía la arrechura. Entonces, debía hacer malabares
mentales para que no se me ablandara la pichula. No tenía cara de
serrana. Llevaba levantada la punta de la nariz y el rostro perfilado. Su
ropa la había dejado sobre una silla, al lado de su bolso. Yo, siempre
cauto, acomodé la mía en una esquina de la cama. Tampoco me vayas
agarrar fuerte las nalgas, ah. Me duelen. Detestaba cuando las putas
se ponían exquisitas: no toques ahí, no me golpees las nalgas, no me
muerdas los pezones, no me beses en la boca. Cuando empezaban
las prohibiciones, me sentía estafado. Yo necesitaba besar a la puta,
amasarle el trasero, mordisquearle los pezones, decirle que la amaba.
Solo así podía venírseme la leche. Traté de soslayar sus reparos. Ya
había pagado y necesitaba eyacular; dentro de algunas horas partiría
hacia la sierra y podría ser el último viaje de mi vida. Masajeé sus
nalgas. Despacio. Eran tremendas, durísimas. Fueron esas
protuberancias las que me condujeron hasta ese hostal. Cuando le
pregunté la tarifa, eran poco más de las once de la noche. Por lo
general, no me era fácil acercarme a una trava; unos nervios
indecibles me bajaban la presión, congelándome el cuerpo. Que
cualquier persona me viese conversando con una trava, me
paniqueaba. Sus miradas eran las de mi madre, las de mis amigos, las
de mis vecinos, recriminándome: así que eras un cachacabros, Daniel.
Qué decepción. Qué vergüenza. Si uno de esos fisgones me conocía o
conocía a mi esposa, estaba perdido. Si ella se enteraba de que tiraba
con cabros, me exigiría el divorcio demandándome una buena
cantidad de plata y, lo que era peor, prohibiéndome ver a la bebe.
Irónico. Yo no la juzgaba por su relación con Melina. Es más,
consentía que viviesen con mi hija en la casa que yo pagaba. Ella, sin
embargo, sería implacable con el lado B de mi vida.

Esa mañana lo único que tenía en la cabeza era abrir, de una buena
vez, la cuenta en dólares de la empresa. Necesitaba que Villanueva
Ingenieros me depositase el pago correspondiente. Gracias a los
ingresos de esa empresa, fundada entre mi hermano y yo, podía
pagarme un cuarto y vivir solo, sin descuidar mis obligaciones
paternas. Jean Carlo llegó temprano. Entró a mi oficina. Daniel, nos ha
salido un viaje para la mina El Devenir. Están interesados en
comprarnos unos ventiladores. Victorio sacó la cita. Mañana salimos
temprano. Le pedí permiso para ir a casa y alistar mis cosas. Me dijo
que no había problema. Victorio se unió a la conversación. Llevaba en
la mano una taza humeante de café. En su rostro, culebreaba ese
airecillo ladino que siempre lo caracterizó. Me parecía un tipo nada
confiable. En su hablar, pervivía algo de su natal acento serrano. Algo
en su voz me llegaba al pincho. Victorio no sabía un carajo de
ventilación, pero la rompía consiguiendo citas comerciales. Llegaba
tarde a la oficina, se largaba temprano y conseguía contratos.

Cuando era inminente un viaje a la mina, debía hacer dos cosas: ver a
mi hija y tirar con una hembra. Ese viaje, forzosamente conducido por
las sinuosas carreteras de la sierra peruana, podía ser el último en la
vida. Cada curva era una trampa mortal; cada conductor que se
atravesaba, un enemigo que creía estar sobre una pista de hielo.

A las once de la mañana, ya tenía todo listo para fugar. Le dije a


Patricia que ya volvía, que iba al banco. En la oficina de Jean Carlo,
había libertad: uno podía largarse adonde quisiera, sin anunciarse. No
me gustaba abusar de la autonomía que se me concedía. No era mi
empresa; no era mi chacra. Debía guardar las formas. Así que le
comunicaba a Patricia si me iba a algún lado. Fui al banco. Llevaba la
copia legalizada y, en la tarjeta, los quinientos dólares que Rosario me
había depositado. Le devolvería el dinero apenas Villanueva me
depositase lo adeudado. Una vez abierta la cuenta, desde mi celular, le
escribí un correo a Irma León, la contadora de Villanueva Ingenieros,
la encargada de gestionar los pagos a los sufridos proveedores de la
empresa. Le mandé el número de cuenta. Presioné enviar y caminé al
chifa. Por fin, terminaba con un trámite que me había tenido cabezón
los últimos días. Ahora, se venía el viaje a la mina. Otra huevada más.
Si había algo que no me gustaba, era viajar a la sierra: el frío, el dolor
de cabeza, el olor a mineral que se impregnaba en la boca, en la nariz,
en las orejas, en la entrepierna. Nadie quería estar en una mina. Ni
siquiera los propios ingenieros de minas. Todos los que conocí vivían
pensando en sus días libres, en el momento en que chapaban sus
cosas y salían disparados al primer burdel de la ciudad.

Iba por la mitad del chaufa cuando recibí un mensaje de Irma. Que no
me preocupara, el pago no tardaría en realizarse.

Hice un esquema mental de lo que debía hacer. Eran muchas cosas.


Lo primero: ver a mi hija. Le mandé unos WhatsApp a su mamá. Le
conté que me iba a la mina y que, por favor, necesitaba ver a la bebe.
Que me dijera la hora en que podría pasar por ella. Empezó con sus
huevadas. Ay, Daniel, tengo que hacer esto, tengo que hacer lo otro;
que por qué no le avisaba con tiempo. Acopié paciencia. Le expliqué
que lo del viaje había sido cosa de última hora y que por eso me urgía
ver a la bebe. Entiéndeme, por favor. Continuó quejándose: tenía
clases en el gimnasio que perdería debido a mi intempestiva solicitud.
Insistí con tino. Aflojó. Trataré de tenértela lista para las nueve, dijo,
refunfuñando. Las nueve era súper tarde, pero, qué chucha, vería a mi
hija. Eso era lo que importaba.

Lo siguiente era coordinar con mamá la indumentaria que llevaría al


viaje. En el cuarto de Zepita, solo tenía las cosas esenciales para vivir.
Toda la ropa que usaba para la mina había quedado a buen recaudo
en casa de mamá: los zapatos de punta de acero, los pantalones de
lana tipo chicle y las casacas gruesas. En las minas peruanas, si no te
abrigabas bien, te congelabas. La llamé. Quedamos en que estaría en
su casa, en La Perla, a las cuatro de la tarde.

Regresé a la oficina. Me encerré en el baño. Salí vestido de ciclista. El


short ajustado me resaltaba la pinga. Siempre trataba de que Patricia
se fijara en el bulto, pero ella nunca despegaba la vista de las facturas.
Manejé con soltura. Sorteé con destreza a combis, motos y camiones.
Con la bicicleta, llegaba más rápido a cualquier lugar; pero sudando.

Me detuve en Wilson para recoger mi laptop. Aún no estaba lista, a


pesar de que la gordita machona me había prometido que lo estaría.
Carajo. Mi socio tiene su laptop, joven. Llega en un minuto. El minuto
se convirtió en media hora. No protesté. Reprimí, una vez más, mi
molestia. Me jodía la impuntualidad, la sacada de vuelta a la palabra
empeñada. Esperé. Cuando llegó la máquina, la probó. Funcionó bien.
La guardé en la mochila. Di las gracias y monté en la bicicleta. Llegué
a Zepita. Me bañé. Me vestí. Caminé al paradero de la Venezuela. Una
hora después, mamá me abría la puerta de su casa. Había dispuesto
los zapatos de seguridad, el pantalón de lana y la casaca que llevaría
a la mina. Noté que algo le preocupaba. Le pregunté si todo estaba
bien. No. Mi abuelita, su mamá, se había puesto mal. Había tenido
dificultades para respirar esa mañana. Ella vivía en Barranca, donde,
al lado de su casa, tenía una chacra en la que criaba animales y
sembraba legumbres. Nos visitaba con frecuencia. Traía las frutas y la
carne que su chacra producía. Tu tío la llevó a un hospital, contó
mamá. Pero yo voy a viajar mañana para traerla e internarla en una
clínica. Pasé un susto horrible cuando me enteré. Todavía estoy
temblando. Mira. El internamiento en una clínica era costoso; algo de
mil soles. Pídeselos a tu papá, por favor. Yo estaba entre dar y no dar
de mi dinero. Me sentí como una mierda por ser tan cicatero en un
asunto que atañía a la salud de mi abuelita. Fue ella quien nos crio
desde pequeños a mi hermano y a mí mientras nuestros padres
continuaban sus carreras en la universidad. Si algo éramos en la vida,
era gracias a ella. Recapacité. La salud de mi abuelita estaba primero.
Esa era una emergencia, ¿o no? Decidí aportar el dinero. Igual, no
descarté la posibilidad de llamar a mi papá, contarle el problema, y
pedirle el dinero para los gastos del internamiento. Estaba seguro de
que colaboraría sin pensarlo dos veces: gracias a que mi abuelita nos
crio, él pudo terminar su carrera y ser el médico adinerado que ahora
era. Lo llamé. Contestó al segundo intento. Hola, hijo, cómo estás. Le
conté el problema. Necesitábamos mil soles para que la abuelita
pudiera recuperarse en Lima. Chasqueó la lengua en señal de
molestia. Hasta cuándo vas a estar sin plata, Daniel. Yo siempre tengo
que darles plata. Me desconcertó la respuesta. ¿Era cierto lo que
estaba escuchando? Reconocía que era un ingeniero sin dinero, de
medio pelo; eso estaba fuera de discusión. Lo lamentable era que el
idiota que me había tocado por papá no viese la gravedad del asunto.
Se trataba de la vida de mi abuelita. Continuó ladrando: Ustedes ya
trabajan -se refería a mi hermano y a mí-. Hace tiempo que salieron de
la universidad. No es posible que me sigan pidiendo plata. Colgó. No
podía ser hijo de ese atorrante. ¿Era yo tan tacaño, tan desalmado,
como él? Sí, lo era. Hacía poco yo mismo acababa de dudar sobre
donar mis mil soles a la causa de mi abuelita. Esa decisión debió ser
inmediata y no demorar treinta segundos. Siempre que mi esposa me
pedía dinero, y yo se lo negaba, me acordaba de mi papá, de la
tacañería que le había heredado. No te preocupes, má. Yo voy a poner
la plata. Ella se negó. Intuía la precariedad de mi situación. Insistí.
Además, pronto me van a pagar los de VISA. Con eso me estabilizo.
Mamá, resignada, me lo agradeció. Ella tampoco entendía los niveles
de roñosería de quien fue su esposo. Te deposito apenas llegue a mi
cuarto. Quedé empinchado con el huevón de mi papá. Mil soles no le
significaban nada. Metí mi encargo en la mochila y me despedí de
mamá. ¿A qué hora viajas, hijito? Partiríamos a las cinco de la
mañana, en la camioneta de Jean Carlo. Quizá nos quedemos ese día
en la mina, o en un hotel, y regresemos a Lima temprano al día
siguiente. Mamá me miró a los ojos. Cuídate mucho, hijito. Vibró mi
celular. Era mi papá. Dime, papá. Me hubiera gustado recibir la
llamada con un árido qué quieres, pero no podía transparentarle mi
molestia. Era el trauma que me dejó cuando, de pequeño, me
acomodó descarnados correazos. Crecí temiéndole. Con mi mamá, en
cambio, me mostraba burlón, faltoso, atrevido. Cuando una persona te
brindaba su estima, recibía los peores tratos. Era el huevón de mi papá
quien merecía que lo tratase ásperamente. Lo había pensado mejor:
depositaría en la cuenta de mamá los mil soles para mi abuelita. Pero
que sea la última vez que les mando plata. Ya ustedes están grandes y
deben aportar. Hijo de puta. Lo peor de todo era que en el fondo yo era
igual a él. Eso me jodía. En mis momentos de cicatería y violencia, me
daba perfecta cuenta de lo que nos emparentaba: la ruindad. Mamá
quedó más aliviada con que mi papá aportase el dinero. Regresé a mi
cuarto y dispuse lo que llevaría al viaje. Me volví a bañar y salí a ver a
mi hija. A las nueve en punto, estuve en su casa. Toqué y toqué el
timbre. No había nadie. Esperé. Luego de media hora, aparecieron.
Regresaban de algún lugar. Eran Melina, mi esposa y mi hija. La
imagen de las tres saliendo como una familia me impactó. Podía pasar
por alto la tardanza, podía disculpar que me hubiesen tenido tocando
el timbre como un huevón, pero no que Melina ocupara el lugar que
me correspondía como papá. Eso sí que no. No les dije nada. No era
de hacer escenas. Melina entró en la casa. Mi esposa, mi hija y yo
fuimos a comer chicharrón de pollo a la Alborada, tal como habíamos
acordado. Estuve con mi cara de culo durante la comida. Si vas a estar
así, mejor me voy, dijo mi esposa. Se levantó y se fue. No la seguí.
Igual que la vez anterior, permanecí con la bebe hasta que terminó de
comer sus papitas fritas y su pollito. Caminamos tranquilamente de
regreso a su casa. Le había entrado algo de sueño. Eso era bueno
porque no sentiría mi partida; se iría directamente a la cama. Mi
esposa bajó a abrirnos la puerta de rejas. En el camino, se me pasó el
enojo. Yo no almacenaba rencores. Los olvidaba con facilidad. Tras
abrir la reja, la bebe subió, algo adormilada, casi hasta con desgano,
las escaleras al segundo piso. Adiós, papi, dijo. Quedé a solas con su
mamá, al pie de la puerta. Llevaba un camisón. Era evidente que no
llevaba nada debajo. Al menos, no llevaba sostén; se le notaban los
pezones. Como siempre que discutíamos, le ofrecí mis disculpas. Las
aceptó luego de un tenso momento. Nos abrazamos. Estaba a menos
de ocho horas de viajar a la sierra. Iba a conducir el imprudente de
Jean Carlo. En el último viaje que hicimos, gracias a sus maniobras,
casi terminamos en el fondo de un abismo. Era mejor despedirse de la
gente sin rencores.

Regresé al Centro. En una botica de Piérola, compré un blíster de


dimenhidrinato, las pastillas genéricas que prevenían las náuseas y el
mareo. Una sola pastilla genérica costaba diez céntimos; una de
marca, dos soles cincuenta: el dos mil quinientos por ciento. Los
empresarios de la salud eran tremendos ladrones. Luego de eso, con
el pene duro y angustiado, enrumbé en busca de sexo. Inspeccioné
Chancay y Peñaloza. Una mamacita estaba parada en una de las
esquinas de Chancay con Zepita. Un imbécil de gorra le conversaba.
Ella oía con cierto desgano. Eran casi las once de la noche. Aún había
gente circulando, lo que me impedía acercarme a la trava. Sin
embargo, cuando reunía el valor necesario para hacerlo, me daba
cuenta de que el idiota de gorra continuaba conversando con ella, sin
demostrar el menor atisbo de querer largarse. Si vas a tirártela, tíratela
ya, cabrón. Se me ocurrió pasar al lado de la trava y mandarle
inequívocas miradas de que necesitaba de sus servicios. Así, ella se
desharía del hablantín para atenderme y darle la bienvenida a un
dinerillo rápido. Hicimos contacto visual en un par de ocasiones. No
comprendió mi requerimiento. Pasé a su lado una tercera vez. Volvió a
fracasar la conexión visual. Caminé de largo por Zepita. Mi afán por no
levantar sospechas hacía que le diese una vuelta completa a la
manzana formada por las calles Zepita, Prolongación Tacna, Delgado y
Chancay: una vueltaza para despistar a cualquiera que me estuviese
vigilando. Había que ser paranoico. La paranoia era, en estos casos,
una aliada: te mantenía alerta. William Burroughs decía que la
paranoia era conocerlo todo. Si lo conocía todo, sería imposible que
me pillasen pagándoles a hombres por sexo, porque eso era, al fin y al
cabo, lo que la sociedad veía en las travas: hombres, hombres
desviados, asquerosos, pecadores, lacras. Para mí, eran mujeres, tan
mujeres como mi mamá, mi esposa, Rosario, Daniela o Karina.

No me era fácil acercarme a una trava; la sangre se me helaba y la piel


se me erizaba. Era el miedo a ser visto hablando con un homosexual.
La sociedad condenaba al travesti y a todo aquel que estuviera en sus
proximidades. El tipo que hablaba con la trava era un viejo. Llevaba
una gorra desteñida, una camisa blanca, sucia, y un pantalón caqui
que se le chorreaba por las piernas. ¿Qué hacía esa belleza al lado de
ese insecto? ¿Por qué no lo expectoraba? Volví a pasar una cuarta
vez. El frío que me paralizaba los movimientos me produjo unas ganas
terribles de orinar. Nuestras miradas coincidieron. Por fin, captó mis
intenciones: quería cachármela ya. Le dijo algo al viejo. Este se fue
arrastrando los pies. Me iba a explotar la vejiga. Solo pensaba en
llegar al baño del cuarto donde tiraría con la trava. Cuando el viejo
desapareció, me acerqué a la chica. Qué tal culo. Qué tales tetas. Se
me endureció aún más el pene. Había que transar antes de llegar a la
cama. La pichi, que ya se me salía, era producto del miedo a la
condena social. Recordé que debía comprarme una capucha para
evitar que me señalasen.

Llevé La Luna Y Seis Peniques, de Maugham. Había empezado a


leerla tirado en mi colchón, luego de haber estado con Estrella. A pesar
de las contundentes primeras páginas, suspendí la lectura; estaba
rendido, había botado demasiada leche. Un taxi me dejó en el punto
de encuentro acordado: el Real Plaza del Centro de Lima, en la cuadra
trece de Wilson. Habíamos determinado salir a las cinco de la mañana
para regresar ese mismo día a Lima. Detestábamos permanecer más
de veinticuatro horas en una mina. Llegué cinco para las cinco. No
había rastro de los impuntuales de mierda. Deambulé por varios
minutos a lo largo del frontis del centro comercial. Continué leyendo La
Luna Y Seis Peniques. Charles Strickland era un próspero agente de
bolsa que, de un día para otro, dejó la seguridad de un trabajo bien
pagado y la comodidad de un hogar con esposa, hijos y comida
calentita para dedicarse al arte de la pintura. Ya eran las cinco y media
y no aparecían los hijos de puta. Empezaba a clarear. Unos minutos
más tarde, llegó Victorio. Bajó de un taxi. Se me acercó. La ausencia
de Jean Carlo me obligaba a conversar con él. De sus hombros
colgaba una mochila. Una chompa roja iba doblada en uno de sus
brazos. Me tendió una mano pequeña, fría. Caminamos hacia la calle
Roosevelt, una de las que flanqueaba al centro comercial. Especulaba
sobre la demora de Jean Carlo. Nos sentamos sobre uno de los bajos
muros que circundaban al Real Plaza. Quería retomar la lectura de la
novela, pero Victorio no tenía intenciones de cerrar la boca. Me
preguntó si había oído hablar de ciertos ventiladores franceses. Algo,
le dije. Pero nunca he trabajado con ellos. Creo que no tienen
presencia en el Perú. Me dijo que le parecían unos ventiladores
excelentes; incluso mejores que los que vendía Jean Carlo. No tomé
en serio su comentario; a pesar de que trabajaba en una empresa que
vendía ventiladores, Victorio sabía tanto de ventilación como yo de
física nuclear. Había algo raro en su repentino interés por esos
ventiladores. El asunto olía mal.

Jean Carlo llegó en su camioneta y el martirio terminó; había tenido


que soportar la insufrible conversación de Victorio por más de una
hora. Eran las siete. Se había quedado dormido, que lo
disculpásemos. Subimos a la camioneta. Victorio cogió el asiento del
copiloto.

Como no sabía conducir, no tuve que turnarme al volante con Jean


Carlo y Victorio. Me pasé el viaje leyendo y durmiendo. A eso de las
cuatro de la tarde, llegamos a la mina. Nos recibió el jefe de
ventilación, un tipo que seseaba con frecuencia; bañando en saliva a
quien tuviera el infortunio de ser su interlocutor. Se le notaba hastiado
de vivir. Nos condujo a su oficina, que estaba dentro de la mina, en el
subsuelo, a cien metros del portal de entrada. Por orden del gerente,
los ingenieros y el personal técnico debían permanecer dentro de la
mina, con todo y sus oficinas; solo podían abandonarla para dormir.
Nos sentamos alrededor de la mesa del ingeniero. Había rumas de
papeles por doquier. El ingeniero, con visible desgano, retiró los
papeles como pudo y los dejó en una mesa adyacente, que
probablemente le pertenecía a su asistente. Jean Carlo acomodó su
laptop sobre la mesa y empezó a exponer las bondades de sus
ventiladores. La codicia brillaba en sus ojillos, que saltaban de la
pantalla a la desangelada cara del ingeniero. Victorio y yo solo
mirábamos. Luego de unos minutos, Jean Carlo me cedió la palabra.
Era la estrategia que habíamos planificado; yo, a raíz de mi
experiencia como jefe de ventilación en Compañía de Minas
Villanueva, debía encomiar los ventiladores de Jean Carlo: Sí, cuando
fui jefe de ventilación, usé estos ventiladores. Son estupendos. Tienen
un rendimiento increíble. Nos permitieron ahorrar miles de dólares
mensuales en consumo de energía… Tonterías y más tonterías. A
pesar de que no eran mentiras, me sentía como un títere diciéndolas.
Necesitaba el dinero, así que no tenía más opción.

Jean Carlo propuso visitar una mina que se hallaba en el camino de


regreso. Había concertado esa visita con la jefa de ventilación de esa
mina, que era su amiga. Jean Carlo la había conocido hacía mucho
tiempo cuando ella, que en ese entonces trabajaba para una
consultora minera, le solicitó unas cuantas cotizaciones con respecto a
sus ventiladores. Desde ese día, no perdieron el contacto. Jean Carlo
la llamó al celular. Le indicó que la esperásemos, que ya salía. Eran
las siete de la noche. La camioneta aguardaba en las afueras de las
instalaciones de la mina. Permanecimos dentro, yo con los brazos
cruzados. Salir hubiera sido estúpido; hacía un frío de mierda. Luego
de una hora, la ingeniera se acercó a la camioneta. Bajamos. Nos llevó
a una oficina cercana. Era tremendamente guapa. A pesar del grueso y
abultado uniforme que vestía, podía adivinarse una excelente figura.
Se llamaba Paola. Era colombiana. Conversó principalmente con Jean
Carlo. A Victorio y a mí, prácticamente, nos ignoró. Ella era jefa de
ventilación; yo, un minúsculo empleado que había huido de las
acosadoras presiones inherentes al trabajo minero. No soporté el
estrés ni el confinamiento. Paola, con toda seguridad, ganaba un buen
billete y tenía dos carros. Yo ganaba la miseria que me depositaba
Jean Carlo y me movía en bicicleta. Procuré no abrir la boca durante la
conversación; tenía la moral por los suelos. Rogué porque Jean Carlo
no me presentase con pomposidad. Cualquiera diría: si eres la gran
cosa, qué chucha haces de vendedor. Lo temido ocurrió. Nos
presentó. Paola, él es Daniel. Es el nuevo jale de la empresa. Es
ingeniero de ventilación con amplia experiencia en consultoría y en
operaciones. Ella me miró con lástima. Adiviné lo que pensó: pobre
diablo. Paola instó a Jean Carlo a cotizarle tres ventiladores. Los
estamos necesitando para un proyecto de integración de dos de
nuestras minas. No me falles. Los ojos de Jean Carlo fulguraron de
codicia. Mañana mismo tienes la cotización, Pao. A las nueve de la
noche, continuamos el retorno a la ciudad. Jean Carlo estaba eufórico:
las visitas se habían transformado en dos promesas seguras de venta.
En cierto tramo del recorrido, nos topamos con un grupo de gente.
Parecían ser los miembros de una numerosa familia. Iban a algún lado;
probablemente a casa. Caminaban muy cerca de la carretera. Sus
ropas exponían su pobreza. Jean Carlo pegó el carro hacia el grupo.
Aceleró aún más. Pasó rozándole el hombro a una mujer que llevaba a
un bebe en brazos. Guarda, dijo Victorio, asustado. Jean Carlo no
respondió. Una mueca de insana satisfacción le cubría el rostro. Pisó
con más fuerza el acelerador. Era probable que lleguemos a la ciudad
a las dos de la madrugada.

Hola, saludé. Hola, me respondió. Debía ir al grano, pero, por


educación, no podía suprimir el saludo. ¿Cuánto?, pregunté. Treinta
soles, dijo. ¿Dónde? La negociación debía ser rápida para no
exponerme a las miradas. Señaló con un dedo el hostal que teníamos
al frente, cruzando Chancay. Algunas travas solían merodear en las
cercanías de la puerta de ese hotel. Ese día no fue la excepción.
Caminamos hacia el hostal. La chica tenía las tetas como balones de
futbol y el trasero inmenso y redondo. Le pagué diez soles al tipo de la
recepción. Me extendió un condón y un enrollado de papel higiénico.
Seguí el rastro de la trava. Subí unas escaleras. Entramos en una
habitación, en el segundo piso. Voy al baño un ratito, me excusé. Dejé
la puerta entreabierta. Oriné. Fui al lavabo y me lavé la pichula. Que
vea que me la estoy lavando, que vea que lo que se va a meter a la
boca va a estar limpiecito. Salí del baño. Empecé a desvestirme. Debía
sentir la piel de esa belleza. Dentro de la habitación, solitos, era
esclavo de mi lujuria. Me arrodillé y le bajé el pantalón. Lamí con
fruición sus nalgotas. Ella se quitó la blusa y el sostén. ¿Cómo te
llamas, mi amor? Con un acento medio serrano, dijo: Estrella.

Te las voy a besar despacio, le dije. Se dejó hacer; aunque sus no me


toques tan fuerte o no me muerdas los pezones habían reducido mi
arrechura. Una puta debía entregarse por completo, sin queja alguna;
el cliente debía sentir que tiraba con su novia o, mejor todavía, que se
masturbaba en la comodidad de su soledad. La puta debía ser
imperceptible, limitarse a ofrecer su cuerpo, a expresarse solo para
engrosar la libido de su acompañante con frases como sí, dame tu
leche, papi, me encanta tu pingota, sí, métemelo todito, sí, ay, qué rico.
Yo estaba echado en la cama; ella, en cuatro, encima de mí. Mi lengua
le lamía una teta. La otra se la manoseaba con la mano derecha,
mientras que la izquierda recorría la piel de su culo. Ah, era delicioso.
La pinga la tenía durísima, me iba a estallar en cualquier momento.
Eran treinta soles por el cache y diez del hotel. Cuarenta soles. Tenía
que clavársela. Se lo dije. Me puse detrás de ella. Empezamos. La
pendeja no gemía. Aguantaba. La chamba de una puta no era
aguantar; era dejarse llevar por el dolor, gemir, dar alaridos, excitar al
parroquiano, gracias a cuyo dinero podía inyectarse más aceite de
avión. Empujé con más fuerza. Me concentré en la venida. Sus quejas
ahuyentaron nuevamente a mis demonios. No muy fuerte; recién me
he inyectado. Le saqué la pichula y me volví a tender en la cama. Me
quité el condón. Lo tiré al piso. Ponte encima de mí, como hace ratito,
para besarte los senos y masturbarme. Aceptó. Cuando terminé,
atrapé el semen con el prepucio.

Eran las tres de la madrugada cuando llegué a Zepita. Se oía cerca la


estridencia de la procesión del Señor de los Milagros. El anda y su
feligresía debían de estar en alguna cuadra de Tacna. Le prometí al
Señor que lo visitaría el treinta y uno, el último día de la festividad.
Busqué la llave en uno de los bolsillos de mi mochila. Zepita estaba
desierta. No era peligrosa. Había luz. Metí la llave en la cerradura de la
reja, la giré y se abrió la puerta. Hola. Fue un susurro en el pabellón de
la oreja derecha. Volteé. Era Azul. Estaba hermosa. Así que te gustan
las serranas, ¿no?






Capítulo 31

Del jueves 20 al lunes 24 de octubre del 2016



Quizás consiste nuestro camino verdadero en quedar siempre caminando, mirando
melancólicos hacia atrás y anhelantes hacia adelante, siempre deseando la tranquilidad e
inquietos siempre; pues siempre es solo un camino sacro aquel cuya meta se desconoce y el
que, no obstante, siempre se prosigue tenazmente, tal como en esta noche marchamos hacia
la oscuridad y el peligro sin conocer el fin.
Stefan Zweig – El Candelabro Enterrado
There’s no such thing as a homosexual or heterosexual person. There are only homo- or
heterosexual acts. Most people are a mixture of impulses if not practices.
Gore Vidal
Hoy fui al Hemicirco a ver a los Padres de la Patria/Hoy fui al Hemicirco a ver a los Padres de
la Nada/Todos muy correctos y formales/Comienzan hablando terminan ladrando/Todos ellos
muy correctos y formales/Se chupan, se muerden, se aplauden, se besan./Dicen que trabajan
muy duro elaborando miles de leyes/Dicen que se sacrifican mucho hasta altas horas de la
noche/Pero lo único que hacen es robarse el dinero muy fácilmente elaborando las leyes que
más les convengan y cagándose en la gente.
Narcosis - Hemicirco

Azul estaba a mis pies, tendida en el colchón. Se la veía cómoda,


dueña del cuarto. Sus prendas diminutas ponían a trabajar mi
imaginación. ¿Quieres tomar algo? Le sugerí unas cervezas. Aceptó,
pero agregó que tomaría poco por el tratamiento hormonal que seguía.
No hay problema. Voy a comprarlas. Ya vengo. Cogí la mochila y
ensarté mi billetera en el pantalón. Esa billetera era el único objeto
económicamente valioso en ese cuarto. Eso y la laptop, debidamente
escondida entre la ropa de mi armario. Salí del cuarto. Te espero,
chico, alcancé a oír tras cerrar la puerta. Bajé las escaleras. No estaba
muy seguro de hallar alguna tienda abierta a esas horas. Eran las tres
y pico de la mañana. En algo de dos horas, tendría que empezar la
bicicleteada al trabajo.

La bebe está feliz; ha comido su hamburguesa y sus papitas. Ahora,


se zambulle en la piscina de pelotas del Bembos de Plaza San Miguel,
trepa por los laberintos y nos hace hola con su manito. Mi esposa y yo
la vigilamos desde una de las mesas del segundo piso del local. Le
devolvemos el saludo. Hemos terminado de comer. Hablamos de
nuestro futuro. Son escasos los momentos en que podemos conversar
con esta tranquilidad. Veo la oportunidad de recuperar a mi bebé.
Pienso que, si nuestra separación se prolonga mucho más, terminaré
jodiéndole la vida. Cuando vivíamos juntos, ella y yo éramos
cómplices, amigos, aliados. Ahora, nuestra relación se está enfriando.
En un año, es muy posible que no sienta que soy su papá, ni siquiera
su tío. Si ella crece sin el amor que quiero darle, sin el amor que ahora
le doy cuando escasamente la veo, se convertirá en una mujer
manipulable. Los tipos que conozca pisotearán su corazón, como yo,
sin pretenderlo, pisoteo el de Rosario, quien perdió a su padre a los
doce años. Siempre me cuenta que le hace mucha falta. La única
manera de recuperar a mi hija, aunque eso involucre volver a vivir con
mi esposa, es ganando la visa de trabajo a los Estados Unidos. Mi
esposa me comenta que tiene problemas con Melina. Había resultado
ser muy celosa y controladora. Si te sacas la visa, nos vamos de aquí,
Daniel.

Revisé mi celular. Había una notificación extraña. Una mujer quería


comunicarse conmigo. Qué raro. Recordé que hacía unos días había
descargado una aplicación para conocer mujeres en el extranjero. Mi
objetivo era iniciar una relación con una chica de habla inglesa. No
quería que el sorteo fuese el único vehículo para obtener la visa. Sin
embargo, hasta ese día, casi había olvidado esa aplicación. Ahora,
una mujer quería conocerme. Acepté. Se llamaba Leydi. No era
americana. Era colombiana. Intercambiamos números. Nos agregamos
al WhatsApp. Conversamos algo. Vivía en el Valle del Cauca. A
escasos minutos de las cinco, me encerré en el baño para ponerme al
toque la ropa de manejo. Quería empezar ya el fin de semana con mi
hija.

Se llamaba Maribel. La conocí en Villanueva Ingenieros. Tenía cara de


pendeja y un culo que era el más grande en toda la empresa. Era
blancona, lo que la hacía más apetecible. Villanueva se estaba yendo
a la mierda. Mensualmente, docenas de sus ingenieros terminaban en
las calles. Sin embargo, el mercado minero aún le confiaba proyectos
de ventilación. Sin ingenieros especializados en ese campo, Villanueva
se apoyaba en la empresa que mi hermano y yo habíamos fundado.
Cuando conocí a Maribel, trabajaba yo en uno de esos proyectos.
Decidí instalarme en las oficinas de Villanueva. Ya no operaban en el
viejo edificio del Cercado de Lima; se habían trasladado al antiguo
local de Compañía de Minas Villanueva, en La Victoria. La minera,
aprovechando la buena venta de sus metales, se había mudado a una
moderna torre en San Isidro. Puesto que mi empresa tenía contratos,
hacía falta un contador que se encargase de gestionar el pago de sus
impuestos. Averigüé que podían cobrar entre quinientos y mil soles por
el trámite, trámite que, por lo demás, debía efectuarse mensualmente.
No estaba dispuesto a despilfarrar tal cantidad de dinero; la empresa
solo viviría para mantener al contador. Al cabo de unos días,
casualmente, me enteré de que Maribel trabajaba en el área de
Contabilidad de Villanueva. En la misma gran oficina, laborábamos las
áreas de Mina, Contabilidad y Finanzas. Maribel podía ser mi
contadora y mi mujer. Debía hablarle primero. La abordé a la salida del
trabajo. Le conté sobre mi empresa y los trámites de los impuestos.
Tras un ligero titubeo, aceptó ser mi contadora. Cobraría doscientos
soles por cada trámite realizado. Me pareció excesivo. Hubiera
preferido treinta. Sin embargo, no me importo el detalle; creía
firmemente que, en menos de un mes, Maribel ya sería mi mujer,
ahorrándome con ello el tener que pagarle. Me equivoqué. Maribel se
fue alejando. Prefería tocar los temas relativos a la empresa por
WhatsApp y no en un café o en un restaurante, charlando
cómodamente, como yo le proponía. Tenía enamorado; un tipo flaco y
desgarbado que la recogía del trabajo en taxi. Maribel era de las
personas que reflejaba su estado de ánimo en el perfil de su
WhatsApp. Si salía con su hijo -era madre soltera-, ya publicaba una
foto del paseo. Si su enamorado la sorprendía con un detalle
romántico, ya colgaba la foto del beso con el que lo premiaba. La
aguanté un par de meses. Yo ya había dejado de acudir a VISA y
trabajaba en otros proyectos desde mi casa; luego, desde la empresa
de Jean Carlo, cuando me contrató. Maribel no solo no se reunía
conmigo, sino que rara vez me contestaba algún mensaje. En cambio,
las fotos de sus besos y salidas las actualizaba con puntualidad. Le
escribí anunciándole que prescindiría de sus servicios. No me
respondió. Dejé de pagarle. Mi hermano y yo decidimos continuar
licitando proyectos con el nombre de nuestra empresa, pues, en su
corta existencia, ya se había granjeado varios proyectos. Los pagos,
sin embargo, los cobraríamos a nombre propio, emitiendo recibos por
honorarios. Esto nos ahorraría trámites y contadores. Solo tendría que
declararse, ante el ente tributario del Estado y mes a mes, los ingresos
nulos de la empresa. Esto podía hacerse por internet. En busca de una
mejor orientación, acudimos, mi hermano y yo, a la SUNAT, en la cinco
de Nicolás de Piérola. Declarar en cero había resultado ser tan fácil
como presionar un par de teclas. Tomamos un jugo de naranja al lado
de una carretilla ambulante en las afueras de la SUNAT. Ya que
estábamos en la zona, lo invité a conocer mi cuarto.

Destapé una cerveza y me acosté en el mueble. Retomé Los
Geniecillos Dominicales. A Ludo Tótem le ha llegado al pincho la
tradición familiar, punteada de ilustres y eruditos antepasados, así
como el provechoso, pero anodino, porvenir que su profesión de
abogado le garantiza. De una cosa está seguro: no trabajará un día
más para la Gran Firma. Con el dinero de su liquidación, organiza una
orgía. A las diez de la mañana, dejé a Ludo asaltando gringos a la
salida de los bares. Abrí la laptop y terminé el capítulo ocho de El
Solitario. Rosario, mi primera lectora, se enteraría de mis incursiones
en La Jarrita. También, y a pesar de que se lo había negado tantas
veces, confirmaría que Karina sí llegó a estar en mi cuarto. Rosario
detestaba a Karina. La odiaba por chola y por puta, en ese orden. No
me cabía duda: el capítulo le volvería a destrozar los nervios. No
merecía este trato; acababa de prestarme el dinero para la apertura de
la cuenta de mi empresa y, últimamente, la salud de su abuelita le
había arrancado más de una angustia.

O sea que sí somos vecinos. ¿Te gustaría que te visite más seguido?
La poca luz que llegaba desde las escaleras burilaba un tenue fulgor
blanquecino en su piel. Estábamos en el colchón, yo, encima de ella,
comiéndole las tetas con desespero. Sin despegar la boca de sus
pezones, le dije que sería genial recibirla a esas horas. ¿Por qué tan
tarde? ¿Te avergüenzas de mí? Por supuesto que me avergonzaba.
Podía tirar con un travesti, pero el mundo no tenía por qué saberlo. Si
se revelaba mi secreto, perdía a mi hija, mi trabajo y la poca buena
reputación con la que nacía cualquier ser humano. No, claro que no.
Pero a Jaime, el pata que me alquila el cuarto, no le gustaría que deje
entrar en su casa a una chica como tú. Mentir no siempre mantenía
erguida una pinga ¿Cómo “como tú”? El huevón no era un tipo de
mente abierta, pues, le expliqué. Tiene mucha mierda en la cabeza.
Me echaría del cuarto si supiera que te hago entrar. Y no quiero irme
de este lugar. Volví a lamerle las tetas: No quiero alejarme de estas
hermosuras. La dureza de sus senos me ponía. Los de Karina, aunque
fofos -enormes, pero fofos-, también me excitaban. Le pregunté si
conocía a Jaime. De vista, no más. Pero me han contado que también
es mostacero. Eso dolió. ¿El “también” implicaba que era yo el primer
mostacero? ¿Eso pensaba de mí, que era un simple mostacero? A
pesar del golpe bajo, me sentía en confianza con Azul. Quise contarle
sobre aquella vez en que unas putas me arrebataron el celular.
Eliminaría a Rosario de la historia. Mencionarla desencadenaría un
sinfín de incómodas preguntas. Desistí; era mejor seguir lamiendo
esas tetas. Además, el asunto había quedado atrás. No se había
publicado ninguno de mis videos. Estaba casi seguro de que quienes
recibieron mi celular se encargaron de limpiarle la memoria ¿A quiénes
les podría interesar los videos sexuales de un don nadie como yo? Me
acerqué a su boca y entrecruzamos nuestras lenguas. Se me ocurrió
declarármele, iniciar un romance. La novela se haría de veras
interesante si tenía una amante travesti. ¿Te gustaría ser mi
enamorada?

Compramos un par de latas de cerveza. Estaban heladitas. Las


tomamos en mi cuarto. Hacía calor. Antes de regresar a casa de mamá
-mi hermano vivía allí-, recordé que debía recoger ropa de la
lavandería. Le pedí que me acompañe. Era inevitable pensar en Azul
cada que iba a ese lugar. Ahora, era mi enamorada. ¿Qué pensaría mi
hermano al respecto? ¿Qué pensarían mi familia, mi esposa, mis ex
profesores del colegio? Por un instante, me volvieron a entrar las
dudas sobre lo que había ocurrido exactamente esa noche. De vuelta
en el cuarto, revisando la ropa, sorpresa: la tía me volvía a perder una
media. Hija de puta.

No había leído el capítulo ocho. Tenía menos de veinticuatro horas de


publicado. ¿Para qué me llamaba? Quería almorzar conmigo. ¿No
tenía que trabajar? Hoy tenía el día libre. Me informó de la razón. La
olvidé. Mi memoria nunca fue de fiar. Entonces, vente a la una, le dije.
Iríamos a comer un pollito a la brasa. Rosario había pagado las salidas
en innumerables ocasiones. Siempre lo hacía. Yo, sin el menor
escrúpulo, me dejaba engreír. Esta vez, pagaría yo. Había una pollería
en la esquina de la cuatro de Guardia Civil: Freddy’s Chicken. Era la
pollería más decente de la zona. Ordenamos lo mismo: un pollo a la
plancha, con arroz blanco y papas fritas, y una Inka Kola de litro,
helada. Luego del almuerzo, me acompañó al banco a transferir el
dinero a la cuenta de mi mamá para el tratamiento médico de mi
abuelita. Le volví a agradecer el préstamo que me hizo para abrir la
cuenta en dólares de mi empresa. Sin ti, no hubiera podido apoyar a
mi abuelita. Me abrazó y me dijo al oído que siempre me ayudaría.
Correspondía un beso. La besé. La acompañé a su paradero, a
escasos pasos de la oficina. Rosario vivía en Chorrillos, a pocas
cuadras de la empresa de Jean Carlo. El bus tardaba en arribar.
Llenamos el tiempo conversando. Toqué el tema de las aplicaciones
existentes para conocer gente. Sí, hay varias, aportó. Para gente
desesperada. Le dije que no era tan cierto. Había gente como yo que
se metía en esas huevadas solo por curiosidad. Para mí, solo la gente
desesperada y fea se mete en eso, concluyó. ¿Nunca lo intentarías?
Nunca. Además, me tenía a mí, ¿no? ¿Para qué conocer a alguien
más? Sin advertir los atisbos de beligerancia que recubrían sus últimas
palabras, le conté que me había bajado una de las aplicaciones en
cuestión. Y me escribió una colombiana, añadí. Pensé que, como yo,
no le daría mayor importancia a ese hecho. Me parecía bastante
curioso, eso sí, que una foto mía empujase a una mujer a establecer
una conexión conmigo. Eso había pasado y me desconcertaba. El
propósito de mi comentario fue transmitirle ese desconcierto. Ella no lo
tomó como esperaba. Se enojó. Me acusó de infiel. Llegó el bus y
trepó en él, sin despedirse de mí. Solo alcanzó a decirme que no la
busque más. ¿Se imaginaría Rosario que ya me había declarado a la
colombiana y que ella, increíblemente, me había aceptado?

Sábado por la tarde. Voy al cine con Celso, mi hermano menor. Vemos
Choque De Dos Mundos, película documental que retrata la impúdica
avaricia e inhumanidad de los gobernantes peruanos en uno de los
hechos más sangrientos registrados en el segundo gobierno de Alan
García: el Baguazo. Sin saber -cuando era imperioso saberlo- que el
Perú suscribió, en 1989, el Convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo que reconocía la autonomía de los pueblos
indígenas y decretaba que todo asunto que les concerniese o afectase
les fuese previa y abiertamente consultado, la maquinaría de García
quiso aplastar la armonía de su ecosistema a favor del dinero fácil.
2006, Alan García, candidato a la presidencia, en uno de sus
demagógicos discursos: “Estos derechistas que piensan en nombre del
gran capital solo creen en el libre mercado; es decir, en la inversión
internacional y en la ley del más fuerte, del que tiene dinero. A eso
llaman libre mercado. Ellos dicen que, cuando venga el capital
internacional, el Perú se va a desarrollar, y yo les respondo NO ES
CIERTO. Hace dieciséis años se viene ensayando esa receta y NO
FUNCIONA.”
2007, Alan García, ya presidente electo del Perú, en la Cámara de
Comercio Americana, luego de firmado el Tratado de Libre Comercio
con los Estados Unidos: “Para crecer, el Perú necesita ampliar sus
mercados, lograr cada vez mayor inversión minera, petrolera, gasífera.
Por eso, los invito a invertir en el Perú. Vengan los empresarios
norteamericanos a instalar sus fábricas. Vengan, confiando en que
vamos a tener seguridad de largo plazo que no será interrumpida por
ningún trastorno político. Si yo fuera miembro de la American
Chamber, invertiría en el Perú.”

Pedaleaba a toda máquina por la ciclovía de la Arequipa. Trataba de


recordar. Había estado con Azul, pero ¿qué habíamos hecho
exactamente? Llegué a la oficina con más preguntas: ¿Había tirado
con Azul? ¿Le llegué a meter la pinga? Veía un culo, mi pene
lubricado. Carajo. ¿Me habré puesto condón? No recordaba haber
visto preservativos a la mano. No recordaba nada. Salí del baño con
mi disfraz de oficinista. Me senté al escritorio. Una llamada de mi
esposa interrumpió la organización de mis actividades. La bebe no
estaría disponible para la noche. Lo siento, Daniel; ya mañana pasas
por ella, como siempre. No recordaba haber quedado en verla hoy.
Aturdido por la ausencia total de mi memoria, le dije que ok. Colgué.
Un minuto después, una llamada de Rosario. Quería verme en la
noche. Vernos en la noche significaba terminar el día –y empezar las
primeras horas del siguiente- cachando como locos. Le dije que ok.
¿Me había puesto condón? Algo me decía que no. Esto me asustó.
Surgieron otras preguntas, no tan importantes como esa, pero igual de
inquietantes: ¿Se quedó Azul en el cuarto o salió conmigo? Si se
quedó, ¿me habrá robado algo? ¿La laptop, quizá? No podía trabajar.
Quería regresar al cuarto y ponerle solución a tanta pregunta. Azul
podía estar ahí, todavía durmiendo o planeando el robo. Si llegaba a
tiempo, podía evitarlo. Esto tenía sentido; al fin y al cabo, Azul era una
desconocida. No sabía nada de ella. Putamadre. No podía escaparme
del trabajo; la responsabilidad me lo impedía. Para tranquilizarme,
pensé fríamente: Podía comprarme otra laptop, qué más daba; pero lo
que no dirimiría regresando a Zepita sería la cuestión de si me puse o
no un condón cuando se la metí a Azul. Un momento: ¿Se la llegué a
meter? Estaba confundido. Empecé a trabajar en el proyecto que ganó
mi empresa, haciendo un gran esfuerzo por soslayar la avalancha de
preguntas que se reproducían incesantemente en mi cabeza. No
almorcé. No tenía hambre. La preocupación superaba cualquier dieta.
Pensé en Rosario. Era otro cuerpo. Un cuerpo digno de disfrute, sin
duda; aunque muy diferente de la figura voluptuosa de Azul. Rosario
conocía mis gustos. Fue ella quien me lamió el ano por primera vez.
Me encantó; me lo llenaba de saliva y, de rato en rato, me metía la
punta de su lengua. Era increíble. Pero lo que más me excitaba era
que me lamiera el ano y enseguida me chupara la pinga, como si fuera
la teta de una vaca: lamida de ano, chupada de pinga, lamida,
chupada, así, sin parar, yo en cuatro; Rosario detrás. Ella no paraba,
no paraba nunca. Era feliz lamiéndome el ano y chupándome la pinga;
era feliz haciéndome de todo ¿Me habrá hecho de todo Azul? ¿O yo a
ella? No recordaba un carajo. No sabía ni cómo llegué al trabajo. Es
decir, no recordaba haberme despedido de Azul. No recordaba si ella
permaneció en el cuarto o si se fue conmigo. ¿Y si se quedó? ¿Y si me
ha robado algo? ¿Quedó hecho mierda el cuarto? Continué trabajando
hasta las cinco. Avancé con lentitud. Fue jodido mantener la
concentración. Hice un buen tiempo en la bicicleta. Hora y veinte
minutos desde Chorrillos hasta Zepita. Antes de incrustar la llave en la
puerta del cuarto, largué un suspiro: no sabía qué mierda iría a
encontrar adentro.

Chateé con la colombiana en el bus a casa de mi hija. En lugar de


escribir, me enviaba mensajes de voz. ¿A quién no le gustaba el
acento de una colombiana? A mí me encantaba. Por la foto en su
perfil, podía tener entre treinta y cinco y cuarenta años. Era algo gorda,
medio morena, muy probablemente madre de familia. La imagen
dejaba entrever un provocador escote. Era muy posible que sus tetas
fuesen grandes y aguadas. En la puerta de rejas, mi esposa me
entregó la mochilita de la bebe, con la ropita que se pondría el fin de
semana y dos cuadernos del nido. Ahí están las tareitas que le han
dejado. Ayúdala, por favor. Yo podía torturarme viajando en bus, en
combi o a pie, pero no mi hija. Tomamos un taxi. A la cuadra cinco de
Haya de la Torre, por favor.

Tenían que regresar a casa, pero la niña no dejaba de llorar. Ya,


cállate, le gritaba su papá. La bebe se asustaba y lloraba aún más.
Corrió a los brazos de su abuela, esquivando a su papá, quien, los
ojos encendidos y la cara desfigurada por la frustración, trató de
interceptarla. Ya, Daniel, déjala, exigió la abuela. Es que no hace caso.
Tú misma lo estás comprobando, replicó él, lanzándole a la bebe una
mirada abrasadora. Sí, pero háblale bonito. La has asustado. El papá
era un hombre feo. Cuando se enojaba, era más feo. La bebe,
refugiada detrás de su abuela, espiaba con temor al hombre que era
su padre. Este, enardecido, le insistía: Deja de llorar. Ya tenemos que
irnos a la casa. La niña escondió la cabecita detrás de la espalda de su
abuela. Yo quiero quedarme, papi. No quiero ir a la casa con mamá,
imploró. El hombre, enceguecido por las reconvenciones de su esposa
resonando en su cabeza, atenazó un bracito de la pequeña y la
zarandeó como si fuese un trapo. La abuela no pudo evitar la acción.
Ya, vamos, carajo. Ya me tienes harto. Tenemos que irnos. Después tu
mamá va a estar fregándome con que no te llevo a la casa a la hora.
La bebe, ya completamente asustada, cortó el llanto. Sin embargo, sus
ojitos trémulos, la piel arrugadita en su mentoncito y la naricita
resentida parecían prolongar el sollozo en silencio. Viajaron en el
asiento trasero de un taxi. La pequeña, el rostro sumido en honda
pena, veía el discurrir del paisaje nocturno de la ciudad. A él, que la
miraba con ternura, se le había quebrado el alma. Había roto la
promesa que se había hecho hacía un tiempo: no volver a maltratar a
su hija. En el fondo, él la entendía. Sabía perfectamente que la pasaba
mejor con su abuela que con su mamá. En casa de aquella, había
libertad, y en la de esta, reglas y más reglas. Él, por otro lado, alentaba
la naturalidad de su pequeña. En cierta ocasión, su esposa le
recriminó: Las profesoras de la bebe se han quejado; dicen que se
queda dormida en plena clase. Le dicen que haga la tarea y ella dice
que no va a hacer nada y que tiene sueño, y ahí mismo se queda
dormida. Tienes que llamarle la atención, Daniel. Ella no puede seguir
así. Actuando como un papá moral, reconvenía amorosamente a su
hija; aunque, secretamente, celebraba su rebeldía. Le parecía genial
que la bebe hiciera lo que le viniese en gana, sin reprimirse. Él creía
firmemente que las profesoras eran meros ecos de una educación
cuyo único fin era erradicar de las cabecitas de los niños cualquier tipo
de inventiva o iniciativa, para convertirlos en elementos de esa masa
borreguil que iba a la universidad, conseguía un trabajo, se casaba, se
reproducía, y moría, luego de una vejez estéril y anónima. Discúlpame,
amor, le dijo, y la envolvió en sus brazos. Sí, papi, te disculpo,
respondió la pequeña, abrazándolo con fuerza. La bondad de ese
corazoncito terminó por arrancarle gruesos lagrimones que ahogó
convenientemente para no llamar la atención del taxista.

Era la segunda vez en mi vida que veía a alguien inhalando coca. La


figura de Azul se confundía en la penumbra. Más que vernos, nos
adivinábamos. La coca la había sacado de una bolsita que guardaba
en uno de los bolsillos de su pantalón. Quiero que me la metas con
esto. Su voz palpitaba. ¿Con qué?, pregunté. Con esto, pues, bebé,
aclaró, agitando la bolsita. Continué sin entender. Sin dejar de sentirme
un idiota por preguntar cojudeces en plena arrechura, me aventuré:
¿Tienes un condón? En su voz, se sintió el efecto de la nota
discordante de mi intervención. Sí, hay uno en mi pantalón, dijo, algo
fastidiada. No le pregunté por el paradero del pantalón. Eso hubiera
terminado por quemar el hechizo. Intuí el lugar en donde cayó luego de
que extrajo de él la bolsita de coca. Tanteé el suelo cerca de mi
armario desarmable. No te preocupes, amor; estoy sanita. La tentación
era descomunal y fuerte. Me sintió dudar. Me besó. Me acostó sobre el
colchón liberando su peso contra mi cuerpo, al tiempo que su lengua
se revolvía con la mía. Lamió mi pecho sin vellos. Continuó el
descenso hasta encontrarse enfrente de mi pene. Estaba duro,
hinchado a más no poder, esperando el mejor de los tratos. Se lo metió
a la boca sin miramientos. Lo chupó y lamió con desesperación. Sí que
sabía cómo succionar una pinga. Abrió la bolsita de coca. Se llevó
unos granos a la nariz y los inhaló con fuerza. Limpió sus dedos con
un par de lengüetazos. Volvió a sacar más coca con los mismos
dedos, y se los llevó al ano. Después, se los metió en la boca. Se pasó
la lengua por los labios. Volvió a extraer más coca. Esta vez, me la
esparció en todo el glande. Algunas chicas comentaban lo rara que era
la cabeza de mi pene. ¿Cómo así?, les preguntaba. No sé, no tiene
forma de hongo; tiene forma como que de bala. Cuando terminó, me
ordenó que se la meta. Vas a ver que nunca has sentido lo que vas a
sentir, amor. Se puso en cuatro. Me puse detrás de ella. Dudé. Amor,
no te preocupes. Dale, no más. Confía en mí.

Salí del trabajo con la única consigna de reivindicarme con mi hija. No


fue fácil convencer a mi esposa para llevar a la bebe al Bembos. Ella
estaba en toda la onda de la comida light y saludable. Era parte del
rebaño que le otorgaba más importancia al físico que al intelecto.
Nadie en la ciudad caminaba con un libro bajo el brazo. Todo el
mundo, como conejos, prefería dar vueltas alrededor de un parque. Lo
cierto era que la gente le temía al libro. Llegué a mi cuarto. Me bañé.
Me vestí. Salí.

El cuarto estaba ordenadito; la colcha azul, dobladita y encima del


armario; la laptop, en su lugar, encaletada entre mis camisas; el
colchón, como siempre lo dejaba: parado de lado y contra la pared.
Suspiré, aliviado; aunque la cuestión del condón seguía
dinamitándome el cerebro. Me acerqué a la pila de libros. Cogí Los
Geniecillos Dominicales. Había leído casi todo Ribeyro; esa obra no.
Leí caminando a la plaza San Martín, punto de encuentro con Rosario.
Nos dimos un beso en la mejilla, en la esquina del Banco de Crédito.
Caminamos al cuarto. Vestía unos tacos altos que le resaltaban el culo
y me hacían lucir como un enano. Compramos unas cervezas. Las
tomamos viendo unos videos en su celular. Transcurrió algo de una
hora cuando empezó a desvestirse. Ahí estaban sus tetotas, grandes y
naturales. Las lamí. Le mordí los pezones. Ella meció mis cabellos,
excitada. Me sacó la correa y me bajó el pantalón. Me mamó la pinga
con fruición. Un flashback: Azul chupándomela con delectación. Volví a
recordar el tema del condón; entonces, mi accionar fue torpe, lento,
indeciso, inanimado. Métemela, Daniel, ordenó, jadeante. No me
atreví. En cambio, le lamí el ano. Tras unos minutos, insistió: Ya, ahora
sí, méteme tu pingaza. Quiero sentirla toda. Un hincón me taladró la
conciencia.

Ha sido un beso suave, pausado, de tres segundos. Un beso


inopinado. Las llevo en un taxi a su casa. Chau, papi. El cuerpito de mi
hija contra el mío me reconforta. Puedo sentir su amor rompiendo las
barreras de la piel. Chau, Daniel. Nos abrazamos guarecidos por la
pared de las escaleras. Melina puede estar escondida detrás de las
cortinas de la ventana de la casa. No nos nace repetir el beso del
Bembos. Lo dejamos ahí. Cuida mucho a la bebe, me despido. Camino
al paradero de Tingo María. Tomo el bus a Alfonso Ugarte. Bajo en el
colegio Guadalupe. El grueso de ambulantes colocado en la acera
apuesta por la venta de adminículos electrónicos o ropa; los menos,
por la venta de libros viejos. Tengo casi toda la obra completa de
Stefan Zweig, pero encuentro un libro que me falta: El Candelabro
Enterrado. Es una edición de 1937, de la fenecida editorial argentina
TOR. Es una joya. La compro. Cinco soles. Buen precio. Camino
leyendo hasta Zepita. En lugar de entrar por el pasaje del hospital
Bartolomé Herrera, decido seguir hasta la plaza Dos de Mayo, entrar
en Nicolás de Piérola y doblar en Peñaloza. Quiero encontrarme con
Azul, zanjar la duda que me carcome el cerebro. Hay varios travestis
apostados en la vera izquierda de la calle, disimulados por la
penumbra de la zona. El cuerpo de Jazmín resalta por encima del de
sus compañeras; el vestido súper apretado le marca el culo, le reduce
aún más la cintura y le enaltece el protuberante busto. Maquinalmente,
reviso el contenido de mis bolsillos. Tengo el dinero justo para
meterme un polvo. Se me ha parado la pinga. Camino hacia ella. Me
reconoce. ¿Vamos? Asiento. Voy detrás de ella. Entra en el hotel de
siempre, el Malka Masi. Entro siguiéndola. Ella continua hacia los
cuartos; yo me detengo ante el mostrador para pagarle al cuartelero.
Ocho soles. Me entrega un rollo de papel higiénico barato y un condón.
Un condón. Azul vuelve a cruzarse en mi mente. Espanto ese recuerdo
como quien ahuyenta una mosca. Quiero eyacular y dormir; dejar de
pensar en Azul y el puto condón. No es difícil dar con el cuarto que ya
ocupa Jazmín. Se mira la cara en un espejo pequeño. Admira sus
labios. Cuando me ve, me lanza sus brazos. Rodea mi cuello. Nos
besamos. Le quito el vestido. Descubro sus senos. Voy a por sus
pezones. ¿Te dieron condón? Se lo doy. Ella queda de rodillas ante mi
pichula pétrea y húmeda. Ya quiero que me metas tu pingota, corazón.
No quiero metérsela. Quiero corrérmela mientras le chupo las tetas y le
beso la boca, sintiendo su lengua juguetona. Mientras nos vestimos,
me cuenta que el sábado pasado estuvo metida en una cárcel. Una
patrulla policial había aparecido sorpresivamente en Peñaloza,
arrasando con todas las chicas que halló a su paso. Reaccionó tarde y
no pudo eludir al jodido brazo de la ley. ¿Cómo así saliste? Me va a
contestar, pero se queda con la boca abierta: oímos ruidos
inquietantes afuera. Son voces gruesas y soeces. Hay puertas que
reciben tremendos golpes. Ay, Dios, otra batida, exclama Jazmín,
acelerando la puesta de su vestido. ¿Qué hacemos?, le pregunto,
procurando no delatar que me estoy cagando de miedo. Su mirada me
revela que, como yo, no tiene la más puta idea.














Capítulo 32

Del lunes 24 al domingo 30 de octubre del 2016



-No es posible soportar más. A este país se lo han cogido cuatro bárbaros, veinte bárbaros, a
punta de lanza y látigo. Se necesita no ser hombre, estar castrado como los bueyes, para
quedarse callado, resignado y conforme, como si uno estuviera de acuerdo, como si uno fuera
cómplice.

Miguel Otero Silva – Casas Muertas

After the first glass of vodka
you can accept just about anything
of life even your own mysteriousness

Frank O’Hara – As Planned


Me vestí rápidamente. Las puertas seguían abriéndose a patadas.
Cada estruendo me ponía más nervioso. Juré no volver a tirar con
cabros, mucho menos en esos hoteles de mierda. Acabaría en una
comisaría. No tenía escapatoria. Mi mamá o mi esposa, pues una de
las dos, o las dos, serían citadas por el comisario, se enterarían de que
su hijo, su esposo, había sido capturado teniendo relaciones contra
natura en una oscura calle del Centro de Lima. Se me ocurrió abrir la
puerta con sigilo, escurrirme por la mínima abertura posible y
refugiarme en el segundo piso del hotel. Si no actuaba, me apresarían
en pocos minutos. El estruendo de las patadas se aproximaba.
Jazmín, sentada en la cama, parecía resignada. Le da igual, pensé.
Estaba acostumbrada a los siniestros calabozos de la ciudad. Se
miraba el maquillaje en el mismo espejo en el que se había
contemplado antes de que hiciéramos el amor. Yo no iba a caer tan
fácilmente. Abrí la puerta. Qué haces, huevón, exclamó. No reculé.
Salí. Pero apenas di un paso, me detuve. Vi a Azul a mi izquierda, en
un extremo del pasillo, en la recepción. Hablaba con un policía panzón.
Las patadas habían cesado y la horda policial desaparecido.

Nos levantamos muy temprano para trabajar en el nuevo proyecto que


nos encargó VISA. Dos laptops en la mesa de la sala. Un par de latas
de cerveza helada vigilando nuestros movimientos. Miguel se encarga
de las simulaciones en el software de ventilación. Yo redacto el informe
y hago los cálculos. Trabajamos ininterrumpidamente hasta poco más
del mediodía. Hemos avanzado un cuarenta por ciento del proyecto, a
pesar de ser el primero de los veinte días programados. Lo
terminaremos antes de lo estimado. Cobraremos con tranquilidad. Me
tiro en una de las dos camas del cuarto de Celso, nuestro hermano
menor. Quiero desconectarme unos segundos. Estiro las piernas. Me
relajo. En uno de los bolsillos de mi pantalón, me vibra el celular. Es
una de esas llamadas sin número. Contesto. Es Azul.

Después de todo, una buena noticia: VISA nos depositó el dinero


adeudado. Irma León había cumplido su palabra. No tuve ganas de
salir a ningún lado; mucho menos de ver a Azul. Ya no quería
preguntarle nada. No quería saber nada. Era mejor olvidar aquella
madrugada. Luego, estaba lo de ayer; por poco y terminaba en la
comisaria. No volvería a pisar el Malka Masi. No volvería a pagarle a
ningún cabro de Peñaloza. Pero si me mantenía al margen del peligro,
¿qué contaría en la novela? No, no podía sustraerme. Debía continuar
hasta el final. Me escribía con Leidy, la colombiana. Llevábamos un par
de horas hablando huevadas en el WhatsApp. Era todo lo que había
hecho desde mi llegada del trabajo: bañarme y chatear con Leidy. Las
mujeres con hijos que eran feas, o que se habían vuelto feas por la
maternidad, se metían a los chats en busca de pinga. Me pidió una
foto haciendo pesas. Yo le había contado que, además de manejar
bicicleta, hacía pesas. ¿Y cómo las haces?, preguntó. ¿Cómo cómo
las hago?, repliqué. ¿Vestido?, trató de adivinar. Vestido solo con un
bóxer, le contesté. Me suplicó una foto. Le envié el reflejo
semidesnudo de mi cuerpo en el espejo de mi cuarto. Para asegurarle
un buen momento, rellené la zona genital del bóxer con unas medias.
¿Y qué hay debajo de ese bóxer?, pidió. La complací. Me bajé el bóxer
y me puse la pinga dura para que se viera más o menos grande,
porque muerta era una vergüenza. Le saqué la foto con el glande
descubierto. Se la envié. Dijo que se moría por sentirme dentro de ella.
Vieja cachera, pensé. Sin que se lo pidiese, me envió una foto de sus
tetas. Efectivamente, eran grandes, enormes y fofas. No se había
tomado el trabajo de pararse los pezones; aparecieron como hundidos
en sus senos. Las aureolas también eran grandes. Estaban buenas
esas tetas. Recibí una llamada de Rosario. No contesté. Insistió.
Contesté. Me largó un reproche. No me gustaba recibir reproches de
nadie. Detestaba que mi esposa, cuando vivía con ella, me
sermonease sobre la limpieza de los cuartos, de la cocina, de la sala,
del baño. ¡Carajo, del baño! Ella no quería ver una gota de agua en el
piso. Si veía una, me armaba un lío. La mudanza a Zepita había sido
un alivio en ese aspecto. En el nefasto recuerdo, habían quedado sus
destempladas admoniciones. Eso ya era bastante. Vivía feliz haciendo
lo que me daba la gana. No era cochino; era ordenado, no un
maniático de la limpieza. ¿Con quién chateas tanto? Me imaginé a
Rosario entrando al WhatsApp solo para espiar si estaba en línea. Con
nadie, le dije. Ella perseveró, atrabiliaria. Seguro estás chateando con
la puta de tu colombiana, ¿no?, se aventuró. No supe qué inventar.
Ella, que me conocía, interpretó correctamente mi silencio. Entonces,
estás conversando con ella, proclamó, la voz quebrándosele por el
llanto.
—Y a ti qué te importa. ¿No me habías dicho que no te llamara ni te
escribiera? Por si acaso, hoy me pagaron la chamba que hice para
VISA. Ni bien me depositaron, transferí a tu cuenta lo que me
prestaste. Gracias. Pero ten en cuenta que prestarme plata no te da
derechos sobre mí.
—Daniel, tú sabes perfectamente que lo que hago por ti es porque te
amo. Nunca te pediría nada a cambio. Tú sabes que te amo. Y por eso
te llamo. No puedo olvidarte. No es fácil. En cambio, a ti no te importa
hablarme, no te importa saber de mí, y eso me duele.
—Pero dijiste que no te llamara —observé cínicamente—. Y he
cumplido. No te entiendo ¿Qué te pasa? —La entendía perfectamente.
La pregunta era retórica; hecha con el afán de que continuase
expresándome lo mucho que me amaba. Era perverso, pero
estimulaba mi ego.
—Por favor, corta con esa colombiana. No puede ser que me dejes de
lado por una puta que recién conoces. Y apuesto lo que sea a que es
fea. Solo se encuentra gente fea en esas aplicaciones.
—No voy a cortar la comunicación con ella. ¿Por qué tendría que
hacerlo? Va a pensar que estoy loco.
—¡Qué piense lo que quiera, pues! Cómo te puede importar lo que
piense una desconocida y no lo que me haces sufrir a mí. Córtala, por
favor, Daniel.
—No.
—Hazlo maldita sea. Hazlo o ahorita mismo voy a tu cuarto y delante
de mí lo vas a hacer.
—No lo voy a hacer. —Quería que venga. Sabía que lo haría. En el
fondo, la necesitaba en mi cuarto, quería abrazarla, hundirme en su
calor.
—Entonces, te fregaste. Ahorita voy.
Una hora después, Rosario estaba en el cuarto. Lloraba. Sufría por su
amor no correspondido. Me abandoné en sus brazos, no por empatía
hacia su dolor sino porque me sentía destruido. Me sabía infectado de
SIDA, y eso era demasiado. Terminamos desnudos sobre el colchón,
la colcha azul en una esquina, testigo arremolinado de nuestra pasión.
Nos comimos las bocas. Le lamí la vagina. Ella me chupó el pene. En
esa posición, el sesenta y nueve, también disfruté de su ano. Me pidió
que la penetre. No podía contener sus ganas. Yo tampoco. Pero no se
la metería. No sin condón. Y si me lo ponía, dudaría, se enojaría. Se
suponía que era mi única mujer. Se suponía que nunca usábamos
condón ¿Por qué no me la metes? ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Ya
no te excito? La pregunta era tonta. Mi pene parado y baboso era la
apodíctica prueba de que sí me excitaba su cuerpo. No quería hacerle
daño, no ese tipo de daño.

Nos encontramos en Metro de Alfonso Ugarte. Supuse que verla me


despejaría la mente. Vagabundeamos por algunas calles del Centro.
Daniela no ocultaba su interés por conocer más detalles de mi novela.
¿Era cierto que tiraba con cabros? Le dije que la novela era totalmente
cierta. ¿Todo es cierto, Chato? ¿Cómo es tirar con un cabro? ¿Tú les
metes tu cosa y luego ellos te meten la suya? ¿Te la han metido? No,
a mí me gusta meter; no que me la metan. ¿Y cómo sabes que no te
gusta que te la metan? ¿Acaso lo has intentado? Uy, Chato, para mí
que te la metieron y no te gustó. No le comenté que cierta vez Rosario
intentó meterme el dedo. Apenas entró una parte de la uña. Sentí que
se me desgarraba el poto. Abortamos la operación y continuó
lamiéndome el ano. No me la han metido. Me desagrada la idea de
tener una pinga ahí dentro. Basta con que me desagrade la idea para
no intentarlo ¿no crees? Por ejemplo, piensa en una rata del desagüe.
El mejor cocinero del mundo te la sirve en un plato. Es la rata frita más
rica del mundo. Aun así, jamás la probarías porque sabes que ese
animal crocante, que te mira desde el plato, estuvo hacía unas horas
comiendo caca en las alcantarillas. Bueno, me pasa igual con la idea
de que me metan una pinga. Habíamos llegado a la plaza Francia,
donde hacía un par de años, cuando enamorados, me recitó de
memoria unos poemas de César Calvo. Oye, quiero conocer esa
discoteca donde te levantas cabros. Le aclaré que no había tenido la
fortuna de levantarme cabros, como ella los llamaba; tirar con los
mejores ejemplares me había costado mi plata. Vamos, le dije. ¿No es
peligroso? No, no era. Confía en mí; de paso, nos tomamos unas
cervezas mientras conversamos.

Estaba desnudo, cubierto por una colcha que no era la mía y en una
cama que no me pertenecía. Mi celular, sin embargo, estaba al lado de
la almohada. Presioné un botón y vi la hora. Putamadre, la cagué,
pensé. Era demasiado tarde como para presentarme en el trabajo.
Afortunadamente, Jean Carlo no me había llamado. Apagué el celular
y lo dejé donde lo encontré. Luego, recordé que había pasado la noche
con una pituca. Era inconcebible, un sacrilegio, una aberración; una
pituca y un cholo, representantes de dos universos ajenos. Se trataba
de la pituca que había besado aquella noche en La Casona De
Camaná. Ahora, yo estaba en su cuarto, en su cama. Me convencí,
entonces, de que no debía acudir al trabajo. Uno, porque no sabía
dónde mierda estaba. Dos, porque si me animaba a ir, llegaría mucho
más tarde y sin ninguna excusa razonable que exponer. Era malo para
mentirles a mis jefes. Y, tres, porque estaba en la cama de una chica
inalcanzable para un cholo sin dinero como yo. Desde cualquier punto
de vista, era una experiencia perfectamente rica para la novela.
Alguien tocó la puerta del cuarto. Señorita Mariana, ¿puedo entrar? La
cabeza húmeda de Mariana surgió de la abertura de la puerta del
baño. Me hizo hola con la mano. Hoy no, Hilda. Ocúpate solo del resto
del depa, por fa. Hilda no insistió; había entendido. ¿Estás bien?, me
preguntó Mariana. Era el típico acento de las niñas bien de Lima. Las
chicas más humildes de la ciudad lo imitaban como signo de
sofisticación. Sí, todo bien, le dije. Me guiñó un ojo y escondió la
cabeza. Salgo en un toque, Dani, dijo, la voz algo apagada por el
cántico del chorro de agua que volvía a humedecer su piel. En algún
momento, le había dado mi nombre. Oye, tú sí roncas fuerte, ah,
esforzó la voz. No me dejaste dormir. Miré alrededor. Fotos, posters,
un televisor, un microondas, una laptop.

La embajada de Venezuela se ubicaba en una esquina de la cuadra


dos de la avenida Arequipa. Pasaba a su lado en mis diarios recorridos
en bicicleta. Ese día, ya caída la noche, un reducido grupo de
venezolanos protestaba en el frontis del edificio. Ese mismo día, más
temprano, en toda Venezuela, miles de personas habían colmado las
calles protestando contra la anulación del referendo que pretendía
sacar del gobierno al dictador Nicolás Maduro. A esa demostración
cívica se la había llamado “la toma de Venezuela”. Me detuve a
curiosear. Los protestantes daban vivas a la libertad. Fuera Maduro,
gritaban. En el balcón del segundo piso de la embajada, una réplica
acartonada de Hugo Chávez, con la mano en alto, a lo Hitler, los
saludaba, impermeable a los denuestos. La situación de los
venezolanos se iba pareciendo a la de los habitantes del pueblito que
Miguel Otero Silva había retratado en Casas Muertas. Recordé un
pasaje de la novela que venía a pelo con la ocasión; algo así como
que el país había sido tomado por unos vándalos y que solo un
cadáver viviría sin protestar y sin alzarse. Al parecer, los venezolanos
no estaban dispuestos a ser los cadáveres de la historia. Continué
manejando hasta Zepita. Antes de escribir el capítulo nueve, empecé a
leer El Laberinto Griego, una novela que había comprado, como casi
todas las que tenía en mi cuarto, y en la casa de mi esposa, en la
librería del señor Luna, en Quilca. Era difícil escribir sabiendo que no
me había puesto un condón con Azul. Procuré distraerme con la
lectura. Azul no había vuelto a buscarme. Mejor así.

Me habían llegado al pincho los mensajes de Leidy. No paraba de


hablarme de su hijo, como si me importara. La paternidad era un tema
que no tocaba con mis parejas. Me parecía un desatino. Como
fogonazos, se me presentaban las caricias de Mariana, su piel, sus
besos. Había que ver lo bien que movía la lengua esa pituca. Leidy me
había dejado los mensajes propios de una esposa celosa. Yo
detestaba a las mujeres que creían tener autoridad en mi vida. En uno
de sus audios, me increpaba el no haberle escrito en todo el día; yo
me entrego a vos, te envío fotos íntimas y vos no te acordás de mí. Le
escribí que lo sentía. En respuesta, me envió un audio furibundo.
Dejáte de mamar gallo y andáte a la mierda. Vos te lo perdés. Había
detectado el cinismo en mi disculpa. El acento colombiano era
eufónico en cualquier circunstancia. Empaqué mi mochila y tomé el
bus a casa de mi hija. Me faltaban unas pocas páginas para terminar
El Laberinto Griego. Había sabia mordacidad en sus páginas. Llegué a
casa de mi hija. Tomamos un taxi. Le indiqué al conductor que nos
dejase en el Bembos de Plaza San Miguel. Mi hija siempre reclamaba
sus papitas fritas. Mi esposa me había prohibido severamente que la
bebe comiese frituras porque la engordaban. Exagerada. En el
siguiente taxi, camino a casa de mamá, ya satisfecha la bebe y
lamiendo un chupetín de fresa, volvieron los chispazos de esa noche,
la exploración de nuestros sexos, el descubrimiento de la pasión
contenida en Mariana. Rememoraba trozos de esa fantástica noche,
una noche que había empezado, sin proponérmelo, a partir de la salida
con Daniela.

Me desperté sin resaca. Por las huevas había ido a La Jarrita. Azul era
inubicable. Es cierto que no estaba nada seguro de encontrarla en esa
discoteca. Yo no sabía si concurría a ese lugar con frecuencia. Era
mucho más probable ubicarla, sí, en la vieja casona de Peñaloza en
donde estaba su cuarto y que visité de su mano; pero traspasar el
umbral de la puerta de ese edificio me aterraba. Era la guarida de
aguerridas travestis; mujeres que ahuyentarían con violencia a quien
se atreviese a hollar su territorio. Además, la persona a la que Azul
saludó aquella vez podía estar cuidando su morada. La Jarrita era el
único mentidero de transexuales que conocía y que me quedaba
cerca; visitarlo en busca de Azul, aunque las probabilidades no fueran
alentadoras, era preferible a no hacer nada y continuar viviendo con la
idea de que estaba infectado con el SIDA. Pero para ir a La Jarrita,
debía idear una excusa que me sacase convincentemente de la casa
de mi mamá. Tengo que ir a mi cuarto a recoger de la lavandería la
ropa limpia que me voy a poner en la semana. Pero anda en la tarde,
pues, hijito. No, ma, esa lavandería solo atiende hasta el mediodía. Tú
sabes que yo me despierto tarde. Es mejor si amanezco allá y me
aseguro. Te prometo que regreso al mediodía, o antes. No había
tomado mucha cerveza en La Jarrita. Si no hubiese sido por el cabro
que me rompió una botella en el piso, quizá no hubiese regresado tan
temprano al cuarto. Leí algo de una hora, todavía echado en el
colchón. Me vestí y salí del cuarto con una bolsa de ropa sucia. En la
lavandería, dejé la bolsa y recogí la ropa limpia. Iban a ser las doce.
Era una mañana clara. La temperatura era la perfecta. Ordené la ropa
limpia en el armario. Fui al baño y oriné. Me eché un poco de agua en
el pelo y salí. No podía olvidarme del tema de Azul. Me sabía
infectado; no podría intimar jamás con Rosario. Nuestra relación
terminaría yéndose al carajo. Tampoco podría recuperar la intimidad
con mi esposa. Eché llave al cuarto y le puse seguro al baño. Regresé
a casa de mamá.

Estábamos en una de las dos mesas del patio de La Jarrita. Habíamos


pedido una cerveza. Había satisfecho gran parte de la curiosidad de
Daniela. Hablamos de Johnny Reyes, su saliente. ¿O es tu novio
oficial? Con Johnny nunca se sabía. Ella lo quería mucho. Pasaban
juntos los fines de semana. De lunes a viernes, luego de sus
actividades docentes en la universidad, conversaban en las noches.
Se la veía enamorada. Aunque hay fines de semana en los que se
pierde. Me contó de la vez en que Johnny la llevó a la casa de un
escritor conocido. ¿Has leído Generación Apagón? Sí, la había leído;
la escribió Fermín Román. Para serte franco, nunca pude pasar de los
primeros tres capítulos. Me aburría. Y créeme que lo intenté hasta tres
veces. Y siempre llegaba arrastrándome al tercer capítulo. Daniela no
la había leído; prefería la poesía. Qué raro, Chato; tú te devoras todas
las novelas que caen en tus manos. Generación Apagón me parecía
una novela hecha con personajes de cartón, con diálogos que
reincidían en el lugar común. Creo que Johnny y Fermín eran patas.
Todos ahí querían ser poetas o novelistas. Te hubiera gustado estar
ahí. Fermín estaba despreocupadamente arrellanado en un sillón. Lo
rodeaban más mujeres que hombres. Fumaba un porro de marihuana.
Antes, en los preámbulos, había compartido unos gramos de coca con
Johnny y otros poetas. Fermín les exhalaba el humo verde a sus
admiradoras. En cierto momento, concentró su atención en una de las
caras que le sonreía. Le preguntó su nombre. Celia, dijo la joven, muy
emocionada. Él tiró la cabeza contra el respaldo del sillón y, mirando al
techo, dijo que hacía dos días había cachado con una Celia. Qué
coincidencia, celebró, carcajeándose. Acércate, le dijo a la muchacha.
Ella aproximó su rostro al de él. Este la besó ante las decenas de
testigos. Los labios se movieron frenéticamente durante unos
segundos. Después, Fermín bebió del whiskey que tenía al lado, caló
una vez más el porro de marihuana, y, mirando a algún lugar de la
pared de enfrente, le dijo que acaba de chapar con el mejor escritor
peruano del siglo XXI. Has hecho historia, mujer. Daniela no tenía
muchas ganas de tomar cerveza; a duras penas terminó el primer vaso
que le serví. Yo iba por el cuarto y último vaso. Era temprano; las
nueve de la noche. Por ratos, estimulada por el alcohol, la atención se
me apartaba de la conversación y se concentraba en huevadas. ¿Si le
digo para ir a un telo? ¿O a mi cuarto? Luego, yo mismo descartaba la
idea. Ella estaba muy enganchada con Johnny. Había admiración
cuando hablaba de él. Por otro lado, si aceptaba mi propuesta, no
podría tirármela como era debido. Cuando lo hacíamos, empezábamos
con el condón y, a medio camino, terminaba quitándomelo. Infectado
como estaba, no me atrevería a cagarle la vida a Daniela. ¿Nos
vamos, Chato? Abandonamos el lugar. Caminamos al lado del frontis
de La Casona De Camaná. Le indiqué que ese era otro de los
escenarios de mi novela. Sí, lo sé. En la acera opuesta, dos jóvenes
de cabellos castaños miraban, divertidas, el contenido en la pantalla de
un celular. En uno de los capítulos de la novela beso a una pituca aquí
en La Casona, ¿te acuerdas? Sí, se acordaba. Es ella, le dije,
señalando discretamente a una de las rubias. Muy disimuladamente,
Daniela fijó la mirada en el par de chicas. Asu, Chato, esa chica debe
de haber estado bien borracha para chaparse a un feo como tú. Así
era Daniela; maletera. Seguimos caminando. Antes de salir de
Camaná, le di una última mirada a la gringa; entraba a La Casona
acompañada de su amiga. Me prometí regresar y descubrir si aquel
beso fue imaginado o real.

Tirado en el colchón, continué la lectura de El Laberinto Griego. Me


divertía el cinismo de Pepe Carvalho, el enamoradizo detective de la
novela. Una de sus excentricidades consistía en quemar los libros de
su biblioteca. Los había leído todos y ninguno le había enseñado nada.
A la medianoche, cuando oí que la procesión del Señor De Los
Milagros se hallaba cerca, salí a la calle. No acostumbraba a pedirle
nada a los santos. Sin embargo, esa madrugada, haría una excepción;
me ubicaría en una posición desde la que pudiese ver al Señor con
claridad. Le pediría la visa de trabajo a los Estados Unidos y que no
tuviera SIDA. Parado en el cruce de Wilson con Tacna, rodeado de una
multitud de gente, le prometí a la efigie del Cristo Moreno que si
cumplía mis deseos me tatuaría su imagen. Me persigné besando la
uña de mi pulgar. Salí del maremágnum de gente con no poca
dificultad. Caminé hacia La Jarrita. ¿Me encontraría con Azul?

Nos besamos cerca de la escalera de su edificio. Nos besamos y no
nos dijimos nada. Solo un chau, cuídate. No sabía si la volvería a ver.
No rogué por prolongar el beso. Ella vivía su historia con Johnny. Yo le
había fallado una vez. No hubiera sido justo volver a jugar con sus
expectativas. Regresé a Camaná. Caminé deprisa. Corrí; la pituca
podía irse en cualquier momento.

Apenas llegué, compré una Pilsen litro cien. La botella era mucho más
grande que la común. Me aposté contra una de las paredes del recinto.
Había regular cantidad de gente. Comprobé que Azul no estaba en el
lugar. Mala suerte. Al poco rato, se me acercó una trava. ¿Me invitas?,
se refería a la botella. Claro, claro, me apresuré. Pero no tenía un
vaso; bebía las cervezas directamente del pico. Yo tengo uno, dijo ella.
Lo cogí y se lo llené. Era una chica guapa. Tenía todo lo que me
gustaba, y en abundancia: tetas y culo. Mientras bebía, se paraba a
centímetros de mí y me bailaba. Revolvía el culo contra mi pene.
Pegaba más el cuerpo, mi pecho contra su espalda, y nos besábamos.
Luego, se volvía y continuábamos los besos. Metía la mano por debajo
de su pantalón y le acariciaba las nalgas. Ella me bajaba el cierre y
embadurnaba su mano con los efluvios que me lubricaban el glande.
Todavía compré dos cervezas más y estuvimos juntos cerca de una
hora. Bailábamos entrecruzando nuestras lenguas. Al cabo de esa
hora, ya no tenía dinero. Había que estar idiota para llevar la billetera a
La Jarrita. Por eso, llevaba solo un billete. En esa ocasión, puesto que
mi intención había sido permanecer un breve tiempo, a la espera de
Azul, llevé un billete chico. ¿Ya no vas a comprar más cerveza?, me
preguntó la trava. No sabía su nombre, ni ella el mío. En lugares como
La Jarrita, los nombres sobraban, podías ser Armando, José, Gabriela
o Victoria; daba igual. Sorry, ya me tengo que ir, le dije, muy a mi
pesar, porque gustoso hubiera continuado con los besos y el manoseo.
Insistió con lo de las cervezas. No, sorry, le repetí. Ya tengo que irme;
mañana chambeo, le mentí. La trava se arrebató. Me quitó la botella
de la mano –aún quedaban un par de vasos en su interior- y la arrojó
contra el piso. Todo el mundo nos vio. No me busques más, atorrante,
gritó y se perdió entre la gente, que, para esa hora, ya era bastante.
Loca de mierda, pensé y me fui. Ya en el cuarto, dejé las llaves y mis
monedas sobre la mesita blanca. No había prendido la luz. Dejé el
cuarto a oscuras. Me quité la ropa y esta cayó donde mejor pudo. Me
tiré sobre el colchón. Pensé en Rosario. La necesitaba.

La cubría una toalla. En mi vida había estado con una chica tan blanca
y llena de pecas. Métete a la ducha; el agua está rica. Caminó hacia el
espejo de cuerpo entero adosado a una pared del cuarto. En serio; el
agua está riquísima, me dijeron sus ojos desde el espejo. Leyó la
pregunta en los míos y me dio la respuesta: usa mi toalla. Me la tendió.
Jamás olvidaría esa escena: un cuerazo desnudándose ante mí sin
recato alguno. El summum de la confianza. Contagiado de su audacia,
y porque había amanecido con una erección, caminé desnudo hacia
ella. Cogí la toalla. Listo, dijo y se volteó, dándome la espalda. A la luz
del día, que se filtraba impúdicamente por las persianas, aprecié
claramente el trasero que había estrujado, lamido y adorado hacía
unas horas. Permanecí unos segundos parado detrás de ella.
Esperaba a que me viera el pene. No lo hizo; se pasaba un cepillo por
el cabello. Me envolví con la toalla y me encerré en el baño. Me
entraron ganas de cagar. Siempre lo hacía por las mañanas. Tenía un
reloj en el estómago. Era puntual. El baño era grande y olía rico. Me
senté en la taza y ajusté. Sufrí, sudé, pero cagué en silencio. Ni un
pedo. Mariana había puesto música. Podía oírla. Era Doble Nueve. El
diseño del baño era simple y funcional. Blanco y negro. Imposible
hallar las huachafadas que poblaban los baños del pueblo. La taza del
wáter era blanca y estaba empotrada en un pequeño muro negro. El
rollo de papel colgaba a un lado. No habían pasado ni cinco segundos
desde que me hube levantado de la taza para limpiarme el culo
cuando automáticamente la mierda, en un fugaz y silencioso remolino,
se hundió en las tuberías. Cerca del techo, una rendija empezó a
succionar el aire cargado. Corrí una de las mamparas de la ducha.
Tenía razón; el agua estaba riquísima. Me demoré todo lo que pude.
¿Qué tal?, quiso saber Mariana. Sí, estaba rica el agua. Un polito
blanco, que decía Smile en letras rojas y onduladas, le cubría el torso.
Abajo, solo un calzón azul. Ahí está tu ropa, señaló. Mariana, era
obvio, la había doblado y la había colocado sobre una silla.
Putamadre, pensé, cogió mi bóxer con hueco y mis medias
pezuñentas. Mientras me vestía sentado en la silla, se me acercó. Era
claro que no llevaba sostén debajo del polo. La tela translucía sus
pezones. Ese cuerpo nuevo y desconocido me había provocado dos
orgasmos. Hacía tiempo que no eyaculaba más de una vez; quizá las
primeras veces con Rosario. El record, sin duda alguna, lo conseguí en
el 2008, en un pueblito minero en Arequipa, con Elena: nueve
orgasmos en tres días; cuatro en el primero, tres en el segundo y dos
en el último. Me encantaste anoche, dijo Mariana. Apoyaba sus manos
en mis muslos. Me besó. Su cabello me caía húmedo a los lados. Eres
lindo. El calzón azul llevaba blondas blancas. Qué buena canción, dijo
de pronto. Era un tema de los noventas. Casi al mismo tiempo, dijimos
el nombre: Right Here Right Now. Jesus Jones, agregó. Mostro que
suene esa canción justo ahora; o sea, contigo aquí. ¿Por?, pregunté.
Esa canción habla del ahora. Es justamente lo que hicimos ayer;
bueno, hoy, hace unas horas: vivir el ahora. Dejó de hablar y se
arrodilló delante de mí. Tomó en sus manos la cicatriz de mi muñeca
izquierda. Era una marca reciente, roja; parecía una oruga de patas
gruesas. Esto te lo hiciste en el Sargento ¿no? La miré asombrado:
¿Cómo chucha sabía eso?

Mamá se encuentra con Azul en la puerta de la casa. Lo sé porque


oigo su voz en el celular de Azul. Venía de la librería del barrio.
Además de obstetra, su pasión es la Historia, principalmente la Historia
Antigua; Grecia, Roma, los incas. Disfruta construyendo réplicas a
escala de fortalezas y armamentos. Hacía pocos minutos, había salido
a comprar algunos materiales para sus proyectos. ¿Sí, a quién busca?,
preguntó. Buenas, señora; busco a Daniel, ¿estará? Se me congela el
culo. Recuerdo haberle dado un nombre falso, Andrés; no el mío.
Cómo carajo sabía dónde vivía, mi nombre, el número de mi celular. La
novela se me salía de las manos e interfería en mi realidad. Cuelgo el
celular y no me atrevo a abrir la puerta. Suena el timbre. Es mamá, y
Azul está con ella. Estoy paralizado. Celso, mi hermano, corre al
intercomunicador y levanta el auricular: ¿Quién es? Yo, dice mamá.
Celso presiona un botón y se abre la puerta. Se oyen los pasos de
mamá subiendo las escaleras. Vivimos en el segundo piso de una
casa en La Perla. Es un departamento modesto y pequeño. Daniel,
dice mamá cuando me ve. Está incómoda, molesta. Te busca una
chica. Tengo la piel fría. ¿Habrá notado que no es una chica? Parece
que no. Bajo. Estoy nervioso. En pocos segundos, estaré cara a cara
con Azul, en el lugar menos apropiado de todos.

Mi novio te hizo esto. Lo siento, dijo Mariana. Me dio un beso en la


cicatriz. Pude evitarlo, pero el idiota estaba borracho. ¿Ya me conocía
desde esa vez en el Sargento? Fue en un tributo a Pearl Jam,
recuerdo. Tú estabas adelante, cerca del escenario. Te movías como
si fueras el cantante. Mi novio me dijo mira a ese huevón, qué chucha
se cree ese cholo de mierda. Se había sentado en el borde de la
cama. Yo seguía en la silla. Sorry por lo de cholo, pero ese es el
lenguaje de los cavernícolas de mis amigos. Todos viven en una
burbuja, ¿sabes? Todos son blancos, con padres que son dueños de
empresas o que tienen altos cargos en compañías transnacionales,
que ganan un dinero al que no podría llamársele sueldo. Entonces, les
jode cuando un cholo les friega su burbuja. Acomodó un mechón de su
cabello detrás de la oreja. No se le puede llamar sueldo a lo que ganan
nuestros padres. No soy racista ni clasista; es más un tema fonético, si
quieres, pero la palabra sueldo calza perfectamente con la cantidad
que gana un obrero o un empleado. Pasa lo mismo con la palabra
poblador. Consciente o inconscientemente, todos, y, cuando digo
todos, me refiero a ti, a mí, a todo el mundo, le decimos residente a
alguien que vive en San Isidro, pero poblador al que vive en un
pueblito de la sierra, de la selva o en un asentamiento humano o, sin ir
tan lejos, en un barrio de, ponte, Comas. Se paró. Caminó hacia un
estante de libros. Tendría un centenar de ejemplares. ¿Qué te iba a
decir?, se quedó pensando delante del estante. Ah, mira, dijo. Debajo
de los libros, había una hilera de discos de vinilo. Mariana se agachó y
sacó un disco. Este es un discaso. Quiero volver a escuchar la canción
de hace un rato. Apagó la radio. Encima de ella, había un tocadisco.
Abrió la portezuela de plástico del aparato y colocó el disco. La aguja
se desplazó por los surcos negros. Otra vez, Right Here Right Now.
Empezó a moverse libremente, los ojos cerrados, entonando trozos de
la canción.

¿Puedo subir? Está hermosa. La única manera de descubrir que es un


hombre es desnudándola, dejándole la pinga en evidencia. Algo le
preocupaba. ¿Estás bien?, le pregunto. Ahí, dice, sin mucha
convicción. Solo quiero estar contigo. Me abraza. No sé cómo
reaccionar. No sabes por lo que pasé hoy. Y no quiero hablar de eso.
Solo quiero estar contigo. Te necesito. Me mira. Tiene las pestañas
rizadas, postizas. Sabe vulnerar mis defensas. Hay que entrar, por
favor. Subimos las estrechas escaleras. Ella va adelante y yo detrás.
Le veo el culo y no tengo ganas de tirar. Tengo miedo; mamá, mis
hermanos y mi hija están arriba.

Te alucinabas Eddie Vedder. Saltabas y te contorneabas. Te llevabas


el puño a la boca, como si tuvieras un micrófono. Me encantaste. Y
como que me acerqué. No sé, quería decirte hola, hablar dos o tres
cosas. En eso, vi que una chica te llevaba una cerveza. Rosario. Dejé
de acercarme y volví a mi grupo. Estábamos mi flaco, y una amiga y su
flaco. El flaco de mi amiga se quitó después. Y mi flaco se encontró
con unos brothers del cole y se fue a tomar con ellos a su grupo.
Quedamos mi amiga y yo viendo el concierto a cierta distancia. Le
hablé de ti. Yo lo conozco, me dijo. ¿Qué, cómo así?, le pregunté. Te
había entrevistado en el 2010 por un curso de la universidad. Caminó
al estante y regresó con un libro delgado. Lo reconocí inmediatamente.
Te entrevistó por este libro. El disco que había puesto seguía dando
vueltas; no estaba del todo mal. Me tendió el primer y único libro de
cuentos que yo había publicado, Latidos Del Asfalto. Y un lapicero. Me
gustaría que me lo autografíes, ahora que no nos vamos a volver a
ver. ¿No nos íbamos a ver? No supe qué escribirle. Descuida, luego lo
pones. No debe de ser fácil. Recién me estás conociendo. En cambio,
yo te llevo ventaja: además de tu libro, he leído tu blog y la novela que
estás escribiendo. No recordaba la cara de la amiga de Mariana. La
entrevista me la había hecho hacía un culo de tiempo. Ella sí se había
acordado de mí, a pesar de la penumbra de la discoteca. Me había
fijado en tus tatuajes. Reconocí que eran escritores. Muchos de ellos,
mis favoritos. Eso me atrajo más. Traté de acercarme y hablarte en un
descuido de la chica que te llevaba la cerveza. Pero fue imposible. Tú
seguías moviéndote y la gente a tu alrededor se movía también. Mi
novio, que había vuelto a nuestro grupo, se dio cuenta de que te
miraba y me llamó la atención. Qué tanto miras a ese payaso, me dijo.
Y a mí nunca me ha gustado que nadie me mandonée ni me grite. Le
dije que me gustabas y que se fuera a la mierda. No respondió. Se
quedó callado, pero le había dolido mi respuesta. Se quedó picón.
Luego, tú sabes que después de los conciertos, ponen una hora de
rock. Tú seguías alucinándote un cantante. Te entusiasmabas con lo
que ponían: The Strokes, Nirvana, Joan Jett, Green Day. Entonces,
veo que mi novio se te acerca. Ya no había tanta gente. Bueno, había
la suficiente como para que él pasase inadvertido. Se te acercó y te
cortó con una navaja que le había regalado su papá, una navaja que
era como una herencia familiar. Quise detenerlo, pero todo fue tan
rápido que no pude. Él regresó, pero tú seguías en lo tuyo como si
nada. Pensé, aliviada, que no había llegado a cortarte. Él estaba
contrariado; estaba segurísimo de que te había cortado. Él quería que
te vayas como sea. Y no se le ocurrió mejor cosa que cortarte. Habrá
pasado una media hora, cuando veo que te vas con tu amiga. La
seguridad del Sargento te acompañó a la salida. Le conté lo que pasó.
Estaba tan metido en la música y en la cerveza –solo tomaba cerveza-
que no había sentido el corte. En cierto momento, me di cuenta de que
mi mano estaba bañada en un líquido negro. Qué mierda es esto,
pensé. Mi amiga, que se me acercaba para alcanzarme otra cerveza,
supo inmediatamente que era mi sangre la que se estaba derramando
en el piso. Decidió que debíamos irnos. Le conté a Mariana que fuimos
a un hospital. En realidad, luego de salir de El Sargento, como no
sentía dolor alguno, y contraviniendo las indicaciones de Rosario, que
estaba perfectamente consciente de la magnitud de mi herida y de sus
implicaciones si no hacíamos algo al respecto, regresamos al hotel en
el que nos habíamos alojado para descansar luego del concierto.
Rosario insistió en lavarme la herida. Lo hizo. Luego, nos echamos en
la cama e hicimos el amor. Procuré no dañar el tajo que se me había
abierto en la muñeca izquierda. En la mañana, hallamos las sábanas
repletas de sangre.

Es la hora del almuerzo. Azul, sentada en el sofá, mira la sala, que no


parece impresionarla en absoluto; está desprovista de lujos y los
muebles son antiguos, lucen golpes y magulladuras. Mamá está en la
cocina terminando el almuerzo; mis hermanos, en sus cuartos. La casa
es chica; todo lo que se conversa en la sala puede escucharse desde
la cocina y los cuartos. ¿Qué haces aquí?, le pregunto, bajando la voz.
Por favor, me dice, también susurrando, no me preguntes nada. Vine
porque quería verte. Solo eso. Sus manos envuelven las mías. Somos
enamorados, ¿no?, me dice. Necesito a mi marido; te necesito. Me
desespera su actitud. Pero no es para que vengas a la casa de mi
mamá. Me suelta las manos. Afila su semblante. ¿Y por qué no? ¿Te
avergüenzas de mí? Estoy segura de que si fuera una mujer no te
pondrías así. Tiene razón. Daniel, ya vamos a almorzar, anuncia
mamá, que entra en la sala llevando un plato humeante en cada mano.
En su voz, hay incomodidad, fastidio. No nos ha mirado directamente,
pero la vista periférica le ha informado que su hijo y esa chica rara
están en el sofá de la sala. Ma, le digo. Ella, sin mirarnos, acomoda los
platos. Mi amiga se va a quedar a almorzar. No me dice nada y
regresa a la cocina. Tienes que irte, por favor, le pido. Vamos a comer
afuera. Vamos a un restaurante, pero vámonos de aquí. Voy a tener
problemas. Azul se levanta del sofá. La expresión de su rostro me
indica que mi monserga la ha aburrido. Se acerca a la mesa donde
humean los platos y se sienta. La sigo y me siento a su lado. La mesa
es redonda. Mamá vuelve a entrar; lleva un plato más de estofado y
otro en donde una tilapia dorada descansa junto a un montón de papas
fritas. Este es el plato de mi hija. Ella solo come tilapia y papas fritas.
No acepta otra cosa. Mamá se sorprende al ver a Azul en la mesa,
pero se esfuerza en disimular la evidente molestia que yo, como su
hijo, sé detectarle. Ahora te sirvo, le dice mamá. Regresa a la cocina y
en el trayecto llama a mis hermanos. Silente, aparece mi hija en la
sala. Camina hacia el sofá y se tira bocabajo. Ha dormido toda la
mañana. Aún tiene algo de sueño. Las papas fritas terminarán por
removerle cualquier viso de cansancio. Es hermosa tu hija, me dice
Azul. No digo nada. Solo sé que esto no va a terminar bien.

Vivía sola en el departamento. Había estudiado Ciencias De La
Comunicación en la Universidad De Lima y trabajaba en una
productora de comerciales. No tenía horarios que cumplir. Era dueña
de su tiempo. Te soy sincera, en la productora, únicamente los cholos
trabajan de nueve a cinco. No era racista; solo no tenía pelos en la
lengua. Comíamos huevos revueltos con tocino. Los había hecho
Hilda, su empleada. Yo tenía un cartón de jugo de naranja cerca de mi
plato; Mariana, uno de piña. Hilda limpiaba el departamento unas tres
veces a la semana. Luego, preparaba algo de comer. Hilda trabajaba
principalmente en la casa de los papás de Mariana. ¿Has leído a
O’Hara? No. Fue un poeta homosexual que murió atropellado por un
buggy en una playa de Long Island. Tiene un verso que me encanta y
que tiene mucho que ver con lo que pasó ayer y con lo que seguirá
pasando en mi vida. El verso es del poema As Planned. Bebió un trago
del cartón de piña. Cerró los ojos y recitó: After the first glass of vodka /
you can accept just about anything / of life even your own
mysteriousness. Bravazo, ¿no? El vodka representa el impulso que te
libera de tus miedos y te pone en paz contigo misma. Mira, me dijo. No
sé si lo notaste. Se levantó el polo. No llevaba sostén. Debajo del seno
izquierdo, en letras tan pequeñas que juntas parecían una línea, se
leía vodka. Volvió a cubrirse. Me gustas, pero, por nuestro bien, no
creo que debamos vernos más. Arruinaríamos lo que acaba de pasar.
Me levanté de la mesa y caminé hacia ella. Quise besarla. Me detuvo
sin tocarme. No, ya no. Pasó lo que tenía que pasar y punto. Tras
terminar su desayuno, fue al cuarto y regresó con mi libro y un
lapicero. Fírmamelo, please. Ponle algo bonito. No sabía qué ponerle.
Me había jodido su actitud. Escribí: Para Mariana, con cariño. Leyó la
dedicatoria y suspiró con resignación. Esperaba algo más. Daniel,
tengo que hacer. No te molesta salir por tu cuenta, ¿verdad? Claro que
me molestaba. Las cosas no podían terminar así. No hay problema, le
dije. Caminé hacia la puerta. La puerta da al ascensor, no te
preocupes, me dijo. El ascensor era un tubo de vidrio. En el descenso,
vi las calles aledañas, un pedazo de parque, gente que paseaba a sus
perros. No tenía idea de dónde carajo estaba. No se me había ocurrido
preguntárselo a Mariana. El ascensor desembocó en el lobby del
edificio. Detrás de un escritorio, un tipo de unos cincuenta años, calvo,
y de lentes, leía un periódico. Arriesgándome a sonar estúpido, le
pregunté dónde estaba. Salimos. Esta calle es José Gonzáles, me dijo.
Caminas derechito y llegas a Larco. Te ubicas en Larco, ¿no? Sí, de
ahí ya me ubicaba. Le di las gracias y seguí sus instrucciones.

Comemos sin hablar. Mamá está sentada al lado de la bebe. Le pone


trozos de tilapia en la boca. La bebe sostiene la Tablet de Celso -
siempre está viendo videos en YouTube-, y apura las papitas fritas de
su plato. Hijita, dice mamá, no te comas solo las papas, pues. Le mete
otro pedazo de tilapia. La papita que la bebe tiene en su manito tendrá
que esperar su turno. Abuela, dice, masticando el trozo de tilapia, ¿ella
es amiga de papá? Azul despega el trasero de la silla y se eleva
ligeramente sobre la mesa. Le tiende una mano a la bebe. Me llamo
Azul, bebé. Eres preciosa. ¿Cómo te llamas? La bebe dice su nombre.
Tengo cuatro años, agrega. Fue inevitable que mis hermanos miren el
par de tetas de Azul. Eres toda una señorita, dice Azul, y ya no me
cabe duda de que su voz la ha delatado. No es la voz de una mujer.
Cualquiera puede notarlo. Es un travesti. Mamá y mis hermanos no
pueden soslayar ese detalle. ¿Eres amiga de mi papi?, pregunta mi
hija. Sí, dice Azul, tu papi y yo somos muy buenos amigos. La cagada;
mi esposa siempre interroga a la bebe luego de sus fines de semana
en casa de mi mamá: qué comió, a dónde fue, qué hizo. Dependiendo
de las respuestas, mi esposa me lanza la consabida puteada: ¿Por
qué le diste comida chatarra?, ¿por qué le diste la Tablet todo el fin de
semana? Mi hija, sin ningún tipo de malicia, contará el episodio de
Azul. Como rápido; Azul, con calma, sin apuro. Siento la incomodidad
de mamá. Señora, dice Azul de pronto, estoy saliendo con su hijo
desde hace unos días, ¿verdad, amor? Me pasa la pelota. Mamá
intenta tomar la noticia con calma. Modera la expresión de su rostro y
construye algo que se acerca a una sonrisa. Pero no dice nada. Sí,
murmuro yo. ¿Siempre han vivido en el Callao, señora? pregunta Azul.
Mi hija termina de comer y, sin soltar la Tablet, corre hacia el cuarto de
uno de mis hermanos. No, antes vivíamos en Los Olivos, dice mamá.
Luego, calla. Nadie más se atreve a hablar. Yo vivo en San Juan de
Lurigancho, dice Azul, mirándome, pero hablándoles a todos. Ahí
tengo una peluquería. Voz de hombre y con peluquería: totalmente al
descubierto, por si alguien lo dudaba. Celso le hace un gesto a mamá:
¿hay agua? No se atreve a hablar. Mamá se para: sí, hice maracuyá.
Ahorita la traigo. Va a la cocina; Daniel, ven un momento, por favor,
dice desde ahí. Voy. Daniel, qué tienes en la cabeza, qué te pasa. Le
hago señas para que baje un poco la voz, pero es inútil; se va
enardeciendo con cada palabra. ¿Desde cuándo eres maricón?
¿Cómo traes a una persona así a la casa? ¿Estás loco? Estás
traumando a la bebe. Si tu esposa se entera, nos quita a la bebe para
siempre. No me putea así desde la vez que le dije que sería papá.
Llévate ahora mismo a…, no sabe cómo denominarla, a… a esa
persona. Ahora mismo. No quiero verla. Te la llevas ahorita mismo.
Para darme a entender que no está jugando, presiona el botón del
intercomunicador que abre la puerta de la calle. Regreso a la sala sin
saber qué hacer. Al llegar, la puerta que da al balcón acaba de
cerrarse; Azul no está en la mesa. Dijo que la llamaras, dice Celso.
Adónde chucha la voy a llamar si no tengo su número. Me apresuro a
alcanzarla. Salgo al balcón. Azul acaba de cerrar la puerta de la calle.
Corro al intercomunicador y abro la puerta. Cruzo la sala a toda prisa y
bajo las escaleras saltando. Azul dobla la esquina de Pacífico. Corro.
Azul se monta en un auto negro. No ha mirado hacia atrás. Sube y el
auto, que apenas había detenido la marcha, arranca rápidamente. Es
un auto deportivo, de esos que cuestan un culo de plata. Otra vez,
Azul me deja lleno de preguntas.


















Capítulo 33

Del lunes 31 de octubre al domingo 06 de noviembre del 2016



Cuando uno quiere hacer algo terrible se miente a sí mismo. Se dice uno que todos los demás
están equivocados.

Ray Bradbury – Crónicas Marcianas



El día voló. Ni Jean Carlo ni Victorio acudieron a la oficina. Patricia


llegó con una hora de retraso. Sin jefes, el tiempo transcurrió con
liviandad. Esa levedad se sentía en toda la ciudad; al día siguiente
habría un feriado. Regresé del trabajo más temprano, me bañé y me
acosté. Quería desconectarme de las tribulaciones de la semana
anterior. Eran las once cuando vibró el celular. Estaba cargándose
sobre la mesita blanca. Era Karina. Dani, estoy con una amiga aquí en
Los Olivos, en El Embarcadero de Plaza Norte. Vente al toque, pues.
No lo pensé dos veces: Salgo en diez minutos; espérenme. Una noche
con la impredecible compañía de Karina me disiparía las
preocupaciones. Ella siempre se las arreglaba para que tirar a pelo
resultase relajante y nada preocupante. Si yo tenía unos pocos días
con el SIDA; ella debía de tener varios años. Éramos unos promiscuos
de mierda. Me vestí, me mojé la cabeza y la cara, y tomé un bus a Los
Olivos.

Se me aguó el culo cuando Jean Carlo me llamó al anexo. Daniel, ven


un momento. Caminé hacia su oficina. Toma asiento. Nunca lo había
visto tan serio. Bueno, pensé; me disculparé por no haber justificado
mi ausencia del viernes. Tenía en mente una excusa más o menos
convincente. Daniel, el viernes despedí a Victorio. Puse cara de
circunstancia. La verdad; no me afectó la noticia. Sentí, sí, un gran
alivio; la cosa no era conmigo. Con respecto a Victorio, la oficina sería
un lugar mucho más tranquilo sin su presencia. Era un orgulloso de
mierda que se pavoneaba de sus contactos y nos relataba extenuantes
historias en las que resultaba siempre el héroe de los proyectos y el
resto, una recua de tarados. Él era el listo, el hábil, el pendejo. Yo le
seguía la corriente y esperaba impacientemente a que se callase y
volviese a encerrarse en su oficina. ¿Qué había pasado con Victorio?
Había estado usando información confidencial de la empresa en
beneficio propio. Hacía pocas semanas había inscrito en registros
públicos una empresa importadora de maquinaria para la industria
minera, y había adquirido un modesto lote de ventiladores franceses.
Todo este proceso lo había realizado siendo todavía parte de la
empresa de Jean Carlo. El sinvergüenza, decía Jean Carlo, casi con
asco, ha estado ofreciendo sus ventiladores a NUESTROS clientes. La
oficina de Jean Carlo estaba pintada con los colores de la bandera de
Suecia, país de origen de los ventiladores que vendía en el Perú cada
vez en mayor número. Lo gracioso, dijo, exhibiendo esa sonrisa de
suficiencia que surgía cuando hablaba de los competidores a los que
aplastaba, es que como Victorio es un ignorante en ventiladores nadie
ha querido comprarle. ¿Cómo se enteró de la traición? Uno de sus
clientes le filtró el dato. Así que el viernes lo encaré. Ya le tenía
preparada su notificación de despido. Hablamos aquí en mi oficina.
Cuando le mostré los correos que él mismo había mandado al cliente,
se quedó callado. Al principio quiso negarlo, ¿puedes creer su
cinismo? Me extendió unos papeles. Los hojeé un toque, fingiendo
interés, y se los devolví. Me dijo que eran los correos que Victorio le
había mandado al cliente delator. ¿Te fijaste de dónde los envió?, dijo,
la mirada cómplice. Sí, mentí. No me había fijado en nada. Es tan
idiota que envió todo desde la cuenta de correo de nuestra empresa.
Eso fue suficiente para botarlo como a un perro, sin ningún beneficio.
No le quedó otra que firmar la notificación. Lo tenía cogido de los
huevos con las pruebas de los correos, nuevamente esa sonrisa de
ganador, de tipo sagaz al que nadie podía timar. Ese mismo día agarró
sus cosas y se fue. Hizo una pausa. ¿No sabías nada de esto? Su
pregunta era retórica; no esperó una respuesta. Continuó
regodeándose en su astucia y en cómo había expectorado sin
miramientos a Victorio. Por si acaso, si preguntan por él hay que decir
tajantemente que ya no trabaja más con nosotros. De vuelta en mi
escritorio, recordé la vez que Victorio me preguntó por cierta marca de
ventiladores franceses. El huevón ya tenía organizada la traición.

Daniela me escribió; quería ir al cine. Había una comedia peruana en


cartelera. Era sábado y yo estaba en casa de mamá, como casi todos
los fines de semana. Quedamos en asistir a la función de las ocho y
media de la noche. La película fue una mierda; fugaces momentos de
gracia apuntalados por un par de lisuras. Recordé haber leído la
Historia Universal De La Infamia, de Borges. El exquisito sarcasmo de
sus páginas era garantía de risas reflexivas y duraderas. A la salida del
recinto, Daniela me dijo que le provocaba descansar. Si quieres vamos
a tu cuarto, Chato; para echarme un ratito. Eran cerca de las once. Era
mi oportunidad de tirar con ella. Pero recordé que había dejado las
llaves del cuarto en casa de mamá. Tampoco tenía dinero para pagar
un hotel; había llevado el suficiente para las entradas, las canchitas y
las gaseosas. Pucha, Chata, mejor lo dejamos para otro día. Su casa
no estaba lejos del cine. Fuimos caminando. Nos despedimos
besándonos al pie de las escaleras de su edificio. Era una suerte que
aún me considerara su amigo, luego de la vez que desaparecí del
mapa tras enterarme de que no le venía la regla. Compré un pollo a la
brasa, papitas y gaseosa en una pollería del Óvalo Varela. Tomé un
taxi. Eran las doce. Estaba seguro de que hallaría despierta a mi bebé
y de que disfrutaría de la sorpresota que le llevaba.

O sea que por eso no quieres estar conmigo, dice Rosario. Qué fue, le
respondo. Has vuelto con Daniela. Y no me mientas porque ahora sí
tengo pruebas.

No puedo, le dije. Tú sabes muy bien que lo que gano me alcanza


apenas para pagar mi cuarto y mis comidas. Lo que te doy para la
bebe y los gastos de la casa es lo justo. No puedo darte más.
Discutíamos delante de la puerta de rejas del departamento. Debía
llevar a mi hija a la casa de mi mamá y luego regresar a Zepita. Hacía
dos días le había entregado el dinero mensual. Ahora, pedía más. Lo
necesito, Daniel, por favor. Quiero llevar ese curso. Yo me aburro
metida en la casa todo el día. Quiero salir, aprender y trabajar en eso.
Yo ya no le creía nada. No tengo; lo siento. Aunque sí tenía; haciendo
un esfuerzo, podía darle lo que pedía. Pero era tirar el dinero. Siempre
que se entusiasmaba con algo, terminaba dejándolo. Cuántos cursos
le había pagado y cuántas veces había tirado la toalla. No le aflojaría
los trescientos soles que pedía. Suficiente había hecho ya por ella
yéndome de la casa y dejándola ahí con Melina. Yo no tenía quién me
cocine o lave la ropa a cambio de nada. Con mi plata, con lo que me
quedaba luego de entregarle el dinero mensual, debía encargarme de
todas esas huevadas. Ahora estás con Melina ¿no? Me decías que
con ella serías todo lo feliz que no fuiste conmigo, pues que ella te
ayude con tu curso. A mí no me jodas. Cuando me alteraba, se me
escapaba estupidez y media. Eres una mierda, Daniel, un egoísta de
mierda. El rostro se le había congestionado por la frustración. Si no me
das el dinero que necesito para despejarme por cuidar a tu hija todos
los días, no te la llevas hoy, ni hoy ni nunca más. Yo me iré con ella a
algún lado para empezar sola y tener mi propio dinero y no tener que
pedirte nada nunca más. No sabes lo humillante que es para mí
pedirte plata. La bebe había bajado las escaleras y estaba detrás de
su mamá, ansiosa por que su papi la llevase a casa de su abuela.
Mami, quiero ir donde la abuela, pidió. No, no vas a ir, le gritó mi
esposa. A la bebe se le fruncieron los labiecitos y empezó a llorar. Era
el llanto que laceraba el corazón de cualquier padre. Eres un abusivo,
Daniel. Yo me hago cargo de tu hija y tú no puedes apoyarme con lo
que te pido. Eres un miserable. Estaba completamente alterada,
rabiosa. En momentos así, me provocaba golpearla, encajarle un par
de puñetazos y hacerle sentir quién mandaba. Pero no podía. No tenía
los huevos para imponerme. Cómo no te cruzas en el camino de una
bala perdida, pensaba mientras la oía continuar con sus reclamos. Tu
muerte nos mejoraría la vida a todos; criaría a la bebe con holgura, sin
que estés chupándome dinero cual sanguijuela. Mami, por favor,
quiero ir con papi. La bebe recibía la indiferente espalda de su mamá.
No te la vas a llevar si no me apoyas. No es justo para conmigo. Las
lagrimitas en los ojos de mi bebe me perforaban el alma. Saqué mi
billetera y le di lo que pedía. Toma, le dije. Por qué eres tan basura
conmigo. Por qué no puedes darme el dinero sin que tengamos que
llegar a estos extremos. Lloraba. Respiré hondo. Quise abrazarla y
consolarla. Los odios no me duraban nada. La bebe nos tenía que ver
tranquilos. La abracé. Perdóname, le dije. La bebe se unió al abrazo.
Ustedes son mis padres, dijo. No peleen. No pude contener las
lágrimas. No sabía hasta qué punto la discusión había mellado los
sentimientos de mi hija.

De El Embarcadero nos pasamos a Rústica, un restaurante que luego


de las doce funcionaba como discoteca. El lugar estaba repleto de
gente. Los mozos debían escurrir sus huesos entre el gentío para
transportar los pedidos de cerveza y whiskey. Karina, su amiga y yo
bailábamos en sanguchito: ellas eran el pan y yo el relleno. Karina,
como siempre, estaba bien maquillada. Llevaba un sostén que le
juntaba las tetas y las hacía más provocadoras. El lugar empezó a
vaciarse a las cuatro. Karina propuso que fuésemos a su casa.
Tomamos un taxi. Pagué yo. Los tragos corrieron por cuenta de Karina.
El dinero era su última preocupación. No necesitaba trabajar como una
esclava. Administraba las cuantiosas propiedades que le había
heredado su difunto padre: hoteles, viviendas en alquiler, una
ferretería. Envidiaba su suerte; yo debía alquilarme ciento ochenta
horas a la semana a cambio de un flaco estipendio. Karina aún vivía
en Los Nogales, barrio donde transcurrió nuestra infancia y
adolescencia. La casa, en la que tiré por primera vez en mi vida sin
pagar un sol, tenía ahora tres pisos. Karina era dueña y única
habitante del primero. Los restantes eran de sus hermanas. Nos
acomodamos en su sala. Sirvió un vino heladito en tres gordas copas
de vidrio. Puso algo de música. Reggaetón. Hablamos tonterías. Al
cabo de un rato, Karina dijo que era hora de dormir. Yo me quedo en el
sofá, les dije. Ven, Dani, duerme con nosotras. No hay problema. Te va
a dar frío en el sofá. Su cuarto seguía siendo el mismo que conocí
hacía quince años, cuando fuimos enamorados un par de semanas
hasta que descubrí que me engañaba con otros hombres. Fue la
primera mujer por la que lloré como una niña. Más pudorosa, la amiga
de Karina, Leslie, se desvistió y vistió en el baño. Karina le había
prestado algo cómodo para dormir. Karina y yo nos desvestimos en el
cuarto. Era estrecho, cálido. Nos iluminaba el tenue resplandor del
televisor prendido. Le vi las tetas: grandotas y colgadas. Así me
gustaban. Se puso una chompa ancha y un shorcito liviano. No llevaba
sostén ni calzón. Aquí se va a echar Leslie, dijo. Ella siempre se pega
a la pared. Yo voy a dormir en medio para que no le hagas travesuras
a mi amiga. Entró Leslie. La ropa de Karina le quedaba grandísima. Se
echó en el lado convenido y se cubrió con las frazadas. Karina se
tendió a su lado; yo, al lado de Karina. Entonces, recordé la primera
vez que estuve en la cama con dos mujeres.

La librería del señor Luna está ubicada a mitad de la cuadra dos del
jirón Quilca, al fondo de un corto pasillo. Ese jueves, luego del trabajo,
y de haberme bañado y vestido cómodamente, la visité. Revisaba los
libros colgados del triplay que servía de mostrador cuando me topé
con unas letras grandes y rojas que decían SIDA. Instantáneamente,
me acordé de Azul y de la infección que llevaba a cuestas. Era un libro
de pocas páginas; su título, Qué Es El SIDA Y Cómo Prevenirlo. Quise
comprarlo y leerlo inmediatamente. Quería saber qué tenía
exactamente en el cuerpo. Pero me avergonzaba intentar cogerlo.
Alejé la vista del libro y la paseé por otras zonas del triplay. Era inútil;
en ese momento, ningún libro me interesaba más que ese. Qué
chucha, pensé. Vencí el temor y cogí el librito. Decididamente, caminé
hacia el señor Luna y le consulté el precio. Luna conversaba con tres
de sus habituales contertulios. Los tres se fijaron en el título del libro.
El silencio creado fue opresivo. Me sentí un sidoso en medio de tipos
normales, correctos y sanos. Dos soles, caballero, dijo el señor Luna.
Pagué. Agradeció. Le agradecí. Caminé deprisa al cuarto. En el
trayecto, leí el opúsculo, ocultando su tapa. Nadie debía enterarse de
mi enfermedad. SIDA significaba Síndrome de Inmunodeficiencia
Adquirida. Era un grupo de síntomas clínicos que aparecía luego de
que la barrera defensiva natural del cuerpo era derribada por el virus
de la inmunodeficiencia humana, el VIH. Una vez derribada la defensa
del cuerpo, los organismos y bacterias que vivían desde siempre con
nosotros podían matarnos inopinadamente. En resumen, el VIH nos
desprotegía; un simple resfriado podía quitarnos la vida. Tirado en el
colchón del cuarto, continué develando a mi enemigo, que medía
0.000,000,012 metros de largo y que replicaba su ARN, cual
fotocopiadora, en el núcleo de mis células, desquiciándolas,
enloqueciéndolas, neutralizándolas.

Llevaba el dinero del mes para la manutención y educación de mi hija.
Además, incluí un monto para el pago de una terapia de concentración
que la psicóloga del colegio le había recomendado a la bebe. Yo no
creía en los psicólogos. Su misión era suprimir la espontaneidad de los
niños. Sus diagnósticos y tratamientos apuntaban a moldear
ciudadanos obedientes y adocenados. Su verdadero objetivo era
hacerse ricos con el dinero que tirábamos en sus terapias y
metodologías. Pero mi esposa les creía a pie juntillas. No se daba
cuenta de que la psicología era un negocio basado en la presunta
formación de gentes de bien. Cela reconoció haber sido un gamberro
en su niñez. Jamás se corrigió, y terminó consiguiendo el Nobel de
Literatura en 1989. Llegué a la casa de mi esposa. La encontré de
buen humor. Me aventuré, entonces, a invitarlas a ella y a mi hija a
salir. En un principio, se negó: que estaba a dieta, que la bebe no
podía comer frituras. Ya, pues, salgamos en familia, que la bebe nos
vea juntos, la animé. Aceptó. Antes de irnos, le entregué el dinero.
Subió a guardarlo. La bebe bajó entusiasmada. Sí, papi, vamos a
comer papitas. Tomamos un taxi a plaza San Miguel. Fuimos al Pardos
Chicken. Las papas fritas eran gruesas y estaban riquísimas.
Ordenamos tres cuartos de pollo, parte pecho. La bebe comió todas
sus papitas. Empezó a dar cuenta de las mías. Su mamá la detuvo. Ya
comiste. Basta, por favor. Quise defender el derecho de mi bebe a
empacharse con cuanta papa quisiera, pero me contuve. No valía la
pena abogar por los saludables beneficios de consentir a nuestros
hijos. La rigidez creaba seres acomplejados. Mi esposa jamás lo
entendería. Mis argumentos solo encenderían la pradera. La noche
transcurrió tranquila. Las llevé en un taxi a su casa. Estaba
aprendiendo a tratar con pinzas a mi esposa. La mínima fricción
desencadenaba una reacción que terminaba explotándome en la cara.

Hacía seis meses que era papá y estaba a punto de tirar con dos
mujeres en la misma cama. Vivía con mi hija y con mi esposa en un
viejo edificio del jirón Camaná, en el Centro de Lima. Me habían
hartado los arranques de histeria de mi esposa, generados por el llanto
de la bebe, los quehaceres de la casa, la gordura que se apoderaba de
su cuerpo, la convivencia en un espacio reducido y un encierro al que
no estaba acostumbrada. Yo le había sido fiel desde que la conocí. Me
mantuve así hasta la aparición de los constantes gritos y reclamos en
el hogar. Entonces, la fidelidad pasó a ser un mero recuerdo y le eché
un vistazo al menú que me ofrecía la calle. Llevaba un año trabajando
en VISA, una consultora que participaba en proyectos mineros y
civiles. Cierto día, arrecho en mi escritorio, googleé: servicios sexuales
señoras tríos Lince. La oficina estaba cerca de Lince, distrito en el que
se hallaban las putas más baratas. Las señoras, por ser señoras,
cuerpos gruesos, avejentados, cobraban menos que una jovencita. Los
tríos habían sido una de mis más cimeras fantasías. El buscador me
devolvió un solo anuncio. Anoté el número de teléfono. Llamé. Una voz
cariñosa me atendió. Me indicó su ubicación. El costo del servicio era
inmejorable: cincuenta soles por las dos mujeres. Increíble. Al cabo de
una semana, había reunido el dinero y el valor, sobre todo esto último,
para visitar a la pareja de señoras. Su departamento estaba a unas
cuadras de la oficina, un recorrido a pie que, calculé, podía hacer en
diez minutos. Elegí la hora del almuerzo; la una de la tarde. Mientras el
resto de la oficina calentaba sus fiambres en el microondas, yo me
alistaba para el trío. En el baño, me lavé la pinga. Minutos después,
recorría las calles que había estudiado en Google Maps. Volví a llamar
al número del aviso para enterar a las señoras de mi inminente visita.
Cuando llegué al viejo edificio de la calle León Velarde, se me bajó la
presión. Eran los nervios. Presioné el botón del número 302. Se oyó un
bip. Hablé. Llamé hace un ratito por el servicio. La misma voz cariñosa:
Ah, ya. Sube, amor. Un clic eléctrico abrió la puerta de rejas. Crucé un
zaguán, cuyo piso estaba salpicado de publicidad de supermercados,
cartas no recogidas y volantes de institutos. Subí al departamento. La
puerta estaba junta. Entré. Me recibieron dos señoras gordas. Les
calculé unos cuarenta años. Una de ellas tenía silueta, la deseada
forma de pera; la otra era directamente una bola. Pero ambas tenían
un culazo y unas tetas grandes y caídas. Me enloquecieron esos
cuerpos. Era un fanático de la carne y de la grasa. Llevaban sendos
vestidos negros translúcidos. Me condujeron de la mano a un cuarto.
Se quitaron los vestidos. No llevaban ropa interior. Les pagué. La bola
recibió el dinero y lo guardó en el cajón de una cómoda. Me desvestí
tan rápido como pude. Tenía la pinga parada y borbotando sus jugos.
Me tiré en la cama, dispuesto a todo. Mientras les lamía las nalgas
como un desesperado, una de ellas me puso un condón. Empezaron a
chupármela por turnos. Dos mujeres mamándome la pinga, rozando
sus labios con mis pendejos. Hice denodados esfuerzos por no
venirme; todavía tenía que meterles la pinga. Gocé estrujándoles los
rollos de la barriga. Mientras le metía la pinga a una, a la otra le comía
las tetas y le lamía los rollos, se los mordía. Les dije que las amaba.
Volvieron a mamarme la pinga; esta vez, yo parado y ellas de rodillas
en el suelo. Una me lamía el pene y la otra me chupaba los huevos.
Me decían papito, queremos tu leche. Me elevé al cielo cuando
eyaculé. Recibieron la leche en sus tetas enormes y flácidas. ¿Te
gustó, amor?, preguntó la bola. Sí, me encantó, le dije, todavía
suspendido en el aire. La bola restañó el semen que caía de las tetas
de su compañera. Vuelve pronto, me dijeron al salir. Por supuesto, les
dije. La perita me despidió con un piquito. No volví. Me animé a
contratarlas luego de un tiempo, pero el servicio había desaparecido
de la red y el número estaba fuera de servicio. Mi esposa nunca me
creyó que fui feliz con su cuerpo de gordita. Ella se avergonzaba de él.
El gimnasio y sus dietas absurdas la redujeron a un insípido palo.

Leslie y yo viajábamos en el mismo bus. Lo habíamos tomado en la


Panamericana. Habíamos caminado en silencio seis cuadras desde la
casa de Karina. Leslie era bajita, delgada, sin mayores atributos que
su piel blanca. Tenía la nariz medio en gancho. Karina nos había
hecho un jugo de papaya. Actuaba desinhibida, como si nada hubiera
pasado. Yo no podía. Se notaba que era feriado; la carretera estaba
despejada. No podía hablarle a Leslie. ¿De qué le hablaría? ¿De cómo
me chupó la pinga sin abrir los ojos? Karina y yo nos lengüeteábamos
y manoseábamos, arrodillados en la cama, al tiempo que la boca de
Leslie me succionaba la pichula. No abrió los ojos hasta bien entrada
la mañana. ¿Qué vas a hacer más tarde?, le pregunté. Tenía que
preguntarle algo; el silencio era opresivo. Nada, creo que voy a salir
con mi enamorado. No sabía que tuviera uno, o no recordaba que lo
hubiese mencionado. ¿Tú? El bus corría a toda velocidad y nos hacía
saltar en los agujeros de la pista. Seguir durmiendo; mañana trabajo.
Nos acercábamos al puente de Prolongación Tacna. Yo también, dijo
ella. Trabajo con mi enamorado en el Plaza Vea de San Isidro, por
Paseo de la República. Íbamos en los últimos asientos del bus, uno al
lado del otro. La carcacha tenía dos o tres pasajeros más. ¿Dormiste
bien?, me atreví. Sí, respondió. Había salido el sol. El día se prestaba
para un cebichito. Entramos en Alfonso Ugarte. Chévere si salimos
otro día, le dije. Normal, no hay problema, aseguró. Nos despedimos
con un beso en la mejilla. Bajé en el hospital Loayza. Crucé Alfonso
Ugarte. Al poco rato, abría la puerta de mi cuarto. Tiré el colchón al
piso, me calateé y me metí debajo de la colcha azul. Faltaba algo: una
lectura veloz para conciliar el sueño. Las Tradiciones de Palma nunca
fallaban. Entretenían y enriquecían el vocabulario. Leí Mujer – Hombre,
la historia de la primera lesbiana en Lima. Aprendí una palabra;
espontanearse: revelar con sinceridad nuestros sentimientos y
pensamientos. Vibró el celular. Era Karina. Te cuento algo, me dijo.
Dime, le dije. Dice Leslie que le encantó el sabor de tu semen, que era
como dulcecito. Quedamos en repetir la salida. Me masturbé
recordando las imágenes de la madrugada: Karina recibiendo pinga al
lado de Leslie, que se hacía la dormida. Leslie mamándome la pichula
sin abrir los ojos; su lengüita franeleándome el glande. Mis dientes
mordisqueando los pezones de Karina. ¡Ahhh! Eyaculé en un pedazo
de papel higiénico. Lo abolillé y lo tiré en un rincón. Dormí
plácidamente.

Espérame, ¿sí? Te caigo a la una y media. Caminaba hacia la Marina.


Ok, te espero, bebé. Hacía unas horas había llevado a mi hija al
Bembos. Si mi esposa me sacó más plata, dizque, para un curso,
entonces yo tenía todo el derecho de llevar a mi bebé adonde le diese
la gana. Pensé: si no gasto mi plata en satisfacer mis urgencias,
entonces la mierda de mi esposa terminará agotándomela con sus
continuos pedidos. La pinga se me paraba muy a menudo. Debía
emplear mi dinero en satisfacer sus imperiosos requerimientos. Había
dejado a mi bebé con su abuela. Ma, regreso mañana al mediodía
luego de recoger mi ropa de la lavandería. Chau. La discusión con mi
esposa había dilatado mis tiempos. Por eso, me aseguré llamando a
Jazmín. Solo su cuerpo podría satisfacerme. Llegué veinte minutos
antes de la una y media a Peñaloza. A cinco metros de la esquina con
Nicolás de Piérola, estaba Jazmín. Ese era su punto de operaciones.
Me reconoció y caminó hacia el Malka Masi. Sí, había jurado no volver
a ese hotel, pero ¿qué posibilidades había de que ocurriera otra
redada? Ninguna, me convencí. Entré detrás de ella. Pagué por el
cuarto en la recepción. Recordé mis primeras veces en ese hotel,
siempre apurado, agachando la cabeza, evitando que algún conocido
me sorprendiera: ajá, con que te gusta tirar con maricones. Ni siquiera
contaba el vuelto; cogía al vuelo el papel higiénico y el condón, y me
metía al cuarto. Ahora no. Ahora me llegaba al pincho. Tiramos. Nos
besamos en la boca. Te amo, te amo, le decía, mientras le metía la
pinga. Si no les decía “te amo” a mis eventuales parejas, no disfrutaba
del cache y se me hacía difícil eyacular. Me gustas mucho, gemía ella.
Se la seguía metiendo al tiempo que estrujaba esas tetotas. ¿Me
amas?, le preguntaba yo, con cada arremetida. Sí, te amo, te amo,
decía ella. ¿Si me amas te tomas mi semen?, la reté. Sí, sí, gimió.
Cuando estuve a punto de venirme, le desconecté mi pinga. Se oyó un
ploc. Me quité el condón y acerqué a su boca la punta de mi pichula.
Estábamos sobre la cama, yo parado y ella de rodillas. Tenía la pinga
embutida en su boca. Me succionó toda la leche. Sentí un tremendo
alivio. No había nada que superase venirse en la boca de una mujer.
Me pidió ser mi enamorada. ¿O estás con otra maricona? Le aseguré
que estaba solo. ¿Qué raro que un chico pingón y lindo como tú esté
solo? Permanecimos echados en la cama; la cama sin frazadas de un
hotel que solo servía para cachar. Entonces, ¿somos enamorados? Me
metió la lengua en la boca. Claro, bebé. Me contó que la violó un
caficho de San Juan de Lurigancho. Yo vivo allá, pues. Pasé por una
cuadra donde trabajaban varias mariconas. Y ese pata, que es el taita
de todas, me ve, y, como me tenía ganas de antes, me levantó a la
fuerza. Me metió en su camioneta. Me enseñó su fierro. ¿Qué iba a
hacer yo? ¿Llamar a la policía? Ahí es tierra de nadie. Era mejor
seguirle la corriente. Dejar que me viole y ya. A la policía le importa
una mierda lo que le pase a una chica como yo. Si ven que matan a
una, se alegran, más bien. Su cabeza descansaba en mi pecho. Tenía
el cabello frondoso. Ni cagando era natural. Me acuerdo de que
cuando me puse mis primeras tetas, no tan grandes como estas, unas
mariconas envidiosas, no de aquí, de San Juan, me las reventaron a
golpes. Siguió prostituyéndose, pero metiéndose unas almohadillas en
el pecho. Reunido el suficiente dinero, volvió a ponerse siliconas. Se
alejó de San Juan y recaló en el Centro, donde la seguridad estaba
garantizada siempre y cuando se arreglara con la policía. Un tipo se
encargaba de mantener contentos a los oficiales que tenían Peñaloza
a su cargo. Ese tipo era el que las cuidaba. Solo a él debían pagarle.
Casi nunca se le veía. Pero está en amoríos con una traca que vive en
esta cuadra. Bueno, no tanto vive aquí, pero para de vez en cuando.
Esa maricona y él se encargan de la seguridad de toda esta cuadra.
De Chancay, por ejemplo, se encarga otro; pero a ese pata los tombos
se lo comen vivo. No sabe arreglar con ellos ni con sus propias chicas.
Por eso es más difícil trabajar en Chancay. Ahí es más fácil que te
levanten los tombos. Le pregunté, entonces, cómo fue que esa vez
casi nos metían en cana. Hubo un retraso en el cheque de los tombos.
Al capitán no le gusta que jueguen con su plata. Y ese día metió
miedo. Lo meten cuando hay que meterlo, para que no olvidemos
quién manda. Recordé a Azul conversando con el policía gordo.
¿Dices que el caficho de esta zona tiene su pareja?, pregunté. Sí,
confirmó ella. Pero esa maricona no se prostituye. De vez en cuando
viene a “supervisar” cómo va la cosa. Se me aceleró el corazón.
Cambié de tema. Me gusta tu nariz, le dije. Era pequeñita y
respingada. Antes la tenía como tú, me dijo, levantando la vista para
mirarme. Y no, pues; con esa nariz nadie me iba a levantar. Me la
operé dos veces, hasta tenerla como ahora. Volví a cambiar de tema.
¿Vas a discotecas? Le conté que solía ir al 1031, aunque,
últimamente, prefería La Jarrita. Esa es una disco para tracas viejos,
soltó. Hay que ir un día al Sagitario, propuso. ¿Dónde quedaba esa
vaina? Aquí, no más, en Wilson con Torrico, cerca de esa placita que
está en la dos de Quilca. ¿La plaza Elguera? Claro, claro. Me había
dado cuenta de que ahí había una discoteca bien caleta. Bien
temprano, en las mañanas de los sábados y domingos, salían de sus
puertas bandadas de cabros, homosexuales con vestimenta de
hombre, nunca travestis ni transexuales. Sí, pues, ahí van gays
vestidos de hombre, confirmó. ¿Entonces cómo entrarías tú si vamos?
Hizo un gesto de obviedad: No, pues, tontito; yo iría como tu pareja.
Ahí no habría problema. Nos despedimos prometiéndonos fijar el día
para visitar el Sagitario. Cuídate mucho, mi amor. Retuvo un momento
mi salida. Mira, mira, quiero que veas esto. Tecleó en su celular. Te
acabo de guardar como “Amor”. Nos dimos un piquito y salí del hotel.
Eran casi las dos y media de la mañana. Todavía se podía hallar
alguna tienda abierta. Compré un Aquarius de naranja y caminé
morosamente al cuarto. Pensé en Azul y en quién era realmente.
Quería encontrármela ahí, caminando, o que ella me encontrase a mí,
como la vez en que me sorprendió a las tres de la mañana. Llegué al
cuarto, subí y me tiré en el colchón. No tardé mucho en conciliar el
sueño.

Le digo que no me importa si tiene pruebas. No necesitas pruebas, yo


mismo te puedo confirmar que salí con Daniela. Vuelve a llorar. Por
eso ya no lo hacemos ¿verdad? Porque sigues viéndola, porque te has
vuelto a enamorar de ella. Su voz se ahoga en el llanto. Mira, Rose, lo
siento. Siento haberme portado tan raro en estos días. Es verdad, la
extraño. Extraño meterle pinga y dormir abrazados en el colchón.
Ahorita estoy en casa de mi mamá. Ven mañana a mi cuarto.
Conversemos. Estemos juntos. Vuelve con el tema de Daniela. Por
favor, olvídate de eso. Ella no significa nada para mí. Vente mañana, tú
sí me importas. Te necesito. Si Azul está con ese caficho, es imposible
que tenga SIDA. Los cafichos son tipos listos, inmunes a cualquier
enfermedad. No son tontos como yo. Está bien, dice, calmándose. En
resumen, Rosario le exigía a su marido que la pise como es debido. Lo
haré, pensé. Además, es imposible que mi cuerpo se haya convertido
en una sucursal del VIH. Cómo chucha YO voy a tener SIDA. Es
ilógico.

Capítulo 34

Del lunes 07 al domingo 13 de noviembre del 2016



Una vez, en la noche medieval, el vampiro había sido muy poderoso, y enormemente temido.
Se lo había considerado anatema, y todavía lo era. La sociedad lo perseguía sin descanso.
Pero ¿son sus necesidades más sorprendentes que las necesidades de otros animales y
hombres? ¿Son sus actos más horribles que los actos del padre que secó el espíritu de su
hijo? Puede que el vampiro tenga un ritmo cardíaco más rápido y el pelo revuelto. Pero ¿es
peor que el padre que dio a la sociedad un hijo neurótico que se convirtió en político? ¿Es peor
que el fabricante que creó una fundación con el dinero que hizo vendiendo bombas y cañones
a nacionalistas suicidas? ¿Es peor que el destilador que dio licor adulterado para atontar aún
más los cerebros de aquellos que, sobrios, son incapaces de pensar con propiedad? No, pido
perdón por esta calumnia; ataco la bebida que me alimenta. [...] Realmente, mira en tu alma,
¿es el vampiro tan malo? Solo bebe sangre.

Richard Matheson – Soy Leyenda
Derrumbada caíste hacia la tierra.

Guillermo Chirinos Cuneo – Cenicienta

Me sentí como un idiota tirado ahí, en la pista. La llanta de la bicicleta


debajo de la rueda del auto negro que acababa de golpearme. Intenté
levantarme. Tenía los brazos adoloridos. El auto viró sus llantas hacia
la derecha -los rayos de la bicicleta se estremecieron- y aceleró,
metiéndose en Risso. Los curiosos intentaron acumularse a mi
alrededor. Me puse rojo; me abochornaba ser el blanco de sus
lástimas. Superando las dolencias, me levanté y recogí la bicicleta. Me
apresuré en llegar a la vereda más próxima. Los curiosos no tuvieron
más alternativa que disolverse. A salvo del tráfico y los fisgones,
examiné la bicicleta; la parte delantera -el timón incluido- había
quedado inservible. Parado en esa vereda, el shortcito ajustado, el
polo sudado, el casco desencajado, la bicicleta destruida, me sentí
ridículo. Había tenido la anuencia del semáforo, así que me atreví a
salvar el trecho de pista que me separaba del siguiente tramo de
ciclovía, pero olvidé que, en esta ciudad, los conductores no
respetaban a nada ni a nadie. Mientras surcaba los aires, y el auto
devoraba la bicicleta, pensé: Chucha, estoy volando. Voy a morir como
un perro cuando caiga al suelo. Era de noche. La oscuridad ayudaba a
encubrir mi cara de huevón. No todos los curiosos se marcharon; uno
pervivió. Se me acercó y evaluó los daños, como si fuera un experto.
Mínimo, le hubieras sacado cien lucas, ah, concluyó. Sí, claro,
conchatumadre. Al rato, se largó. Le gustaba el espectáculo. Eché de
menos el celular. Ufff, lo tenía en la mochila. Miré la hora. Las siete y
algo. Era viernes. El recoger a mi hija para dejarla con su abuela
tendría que retrasarse ligeramente. La salida con Rose, también; pero
ella estaba en mi cuarto desde el jueves, así que no habría problema.
Tenía a la bicicleta, hecha mierda, cogida del pescuezo. Al fin, un taxi
de las dimensiones adecuadas se ofreció a llevarnos a la cuadra ocho
de Emancipación, centro bicicletero de la ciudad. Ya en el taxi, recordé
la vez en la que un auto rojo casi me mató en Chorrillos. Había sido
enteramente mi culpa, pero quise endilgársela a mi esposa. Aún
vivíamos en el departamento del que me botó unos días después.
Reparé en una casualidad: en esta y en esa ocasión, escuchaba la
misma canción de moda en Doble Nueve: This Girl, de Cookin’ On
Three Burners. Ni más la vuelvo a escuchar, decidí.

Rosario siempre me sorprendía. Ese lunes, llegó directamente al


cuarto. Tuve miedo, pero me convencí de que no podía estar infectado
con el VIH. Yo siempre me ponía condón con las putas. No recordaba
alguna excepción. Esto te va a gustar; me la acabo de comprar recién.
Cerré la puerta del cuarto. ¿Qué es?, le pregunté, mirándole el culo
que le lamería en unas horas. Sacó de su bolso una bata negra
traslúcida. Se me paró la pinga. Excelente, amor. ¿Te parece si
compro un par de chelitas mientras te pones la batita? Cuando llegue,
quiero encontrarte lista. A la mañana siguiente, tendría una reunión
con el decano de la UNI. Ahora, sí había electricidad en el laboratorio y
el ventilador que le habían comprado a Jean Carlo estaba listo para
arrancar. El tipo quería que certificara la puesta en marcha. Igual,
compré las cervezas. Cuando la ocasión demandaba chelas, se
compraban las chelas.

Trabajo en casa de mamá. Antes de subir a la mina, Miguel simuló los


modelos que necesitaría para empezar la redacción de los informes.
Tras un par de horas de chamba, pierdo la concentración. Solo pienso
en Rosario, en lo que le pasó. Le doy vueltas al asunto. El bolso que
alguien abrió en mi cuarto. Los hijos de puta que quisieron violarla.
Quiero pensar que no hay nadie detrás de ello, que hay explicaciones
plausibles. Saco Soy Leyenda de mi mochila. Me faltan pocas páginas
para terminarla. Cojo una cerveza de la refri y me tiro en el sofá de la
sala. Leo hasta bien entrada la noche, cuando es hora de llevar a mi
hija con su mamá y regresarme al cuarto de Zepita, donde es muy
posible que alguien me esté vigilando desde adentro y desde afuera.

Manejaba a la oficina. La radio anunció que Donald Trump era el


nuevo presidente de los Estados Unidos, el número cuarenta y cinco.
Había ganado el candidato que mejor me caía. Sus políticas
migratorias serían estrictas. Se decía que cancelaría el sorteo de las
visas H1B, sorteo que me permitiría vivir en los Estados Unidos si lo
ganaba en abril del 2017. Se suponía que el sorteo les facilitaba a las
empresas gringas captar profesionales sobresalientes a cambio de
distinguidos salarios. Sin embargo, las transnacionales saturaban las
plazas del sorteo para ofrecerles a sus ganadores, en la práctica,
salarios más bajos. Trump revisaría el proceso y lo cancelaría si así lo
llegaba a determinar. A pesar de eso, lo prefería a él que a Clinton. Si
había que anteponer el bien de un país al mío, ni modo. Trump era
más auténtico, sin máscaras; una bestia. Cuando lo vi protagonizar el
“Roast” de Comedy Central, en el 2011, me dije: este huevón sí que
tiene correa. También, ingenio. El “Roast” era un programa en el que el
“homenajeado” era sometido a escuchar sus más cruentas verdades,
todas expuestas por divertidas personalidades; actores, comediantes,
periodistas. Terminado el “rostizamiento”, correspondía que el invitado
tomase la palabra y devolviese a sus rostizadores, también en clave de
humor, los brutales halagos. Snoop Dogg, conocido músico americano,
que no escondía su afición a la marihuana, fue uno de los verdugos de
Trump en ese “Roast”. Le dijo cosas como: “Me gustaría tener la mitad
de tu dinero, pero para eso necesitaría ser una niña de veinte años y
tener un abogado experto en divorcios”; “Puede que no tenga la mitad
de tu plata, pero tengo una pinga que es el doble de la tuya”; “Me
gustaría tirarme a una de tus exesposas, solo para saber qué se siente
venirme en un montón de plata”; “Donald dice que quiere candidatear a
la presidencia y mudarse a la Casa Blanca. ¿Por qué no? No sería la
primera vez que bota a unos negros de su casa -en ese momento,
Obama era presidente de los Estados Unidos”. Al terminar su
intervención, Snoop y Trump se fundieron en un abrazo. Trump
mantuvo el espíritu deportivo durante todo el show. Eso era tolerancia.
Yo me preguntaba qué político peruano se atrevería a ser rostizado de
esa manera. Obviamente, ninguno. En cualquier caso, prefería a un
garante como Snoop Dogg que a un acartonado Vargas Llosa
apoyando a un impresentable como Ollanta Humala. En la oficina,
recibí una llamada de Rosario. Me dijo que el viernes no trabajaría.
Tenía un asueto. ¿Te gustaría que vaya a tu cuarto el jueves en la
noche y me quede contigo hasta el sábado? Claro, por supuesto.
Enseguida, le lancé mis opiniones sobre la situación electoral en los
Estados Unidos. A Rose podía contarle todas mis estupideces. Ella me
escuchaba con paciencia.

Mi esposa llegó a las cuatro de la mañana, y no a las once de la noche


como había prometido. Eso me empinchó. La bebe y yo nos
desvelamos esperándola. Nos acostamos a las dos. Ya no intenté
llamarla al celular; lo había apagado hacía varias horas. Fue una
movida inteligente de su parte; de haberlo contestado, la hubiera
humillado por su irresponsabilidad. La bebe debía ir al colegio y yo al
trabajo. No podía hacerme cargo de vestirla y darle el desayuno
porque debía salir temprano a la oficina, que me quedaba a dos horas
y media en bicicleta. Sentí una llave penetrando en la cerradura de la
puerta del departamento. Eran las cuatro de la mañana. No me
levanté; continué durmiendo al lado de mi hija. A las cinco, chilló la
alarma de mi celular. Me puse la ropa de ciclista y alisté mis cosas. Fui
al cuarto de mi esposa. Hacía tiempo que dormíamos en cuartos
separados: ella, en el matrimonial; yo, en el de mi hija, rodeado de sus
muñecas. Allí estaba mi esposa, cubierta con sus colchas, en pleno
sueño. Abrió los ojos al oír mi voz. Le reproché su comportamiento. Me
dijo que no la jodiera, ¿ok?, que en unos minutos se levantaría y se
haría cargo de la bebe. Le señalé que, por su culpa, manejaría
desvelado al trabajo. Si me pasa algo, será tu responsabilidad. Eso era
mentira. Había dormido poco, pero había descansado bien. Si algo me
pasaba en el camino, la culpa sería solo mía. Sin embargo, necesitaba
ensuciarle la conciencia, hacerle saber que por haberse largado con
Dios sabía quién -luego descubriría que había estado con Melina- la
bebe podía quedarse sin papá. No me jodas, Daniel. Vete de una vez.
Había perdido minutos valiosos vomitándole las quejas a mi esposa.
Era tarde. Tendría que pedalear con más rapidez. Para acelerarme,
puse en el celular el Dookie de Green Day. Hice un alto en el parque
de la avenida Ricardo Palma, en Miraflores, para cambiar de música y
ver la hora. Había recuperado los minutos perdidos gracias al ritmo
acelerado del punk. Sintonicé Doble Nueve. Continué corriendo. Al
llegar a la avenida Escuela Militar, trepé en la acera. Unos metros
después, me topé con el poste de luz de siempre, el poste que algún
genio colocó en medio de esa acera. En esta ocasión, no desaceleré,
continué de largo, confié en mi equilibrio, en mi precisión. Escuchaba
This Girl, de Cookin’ On Three Burners. En el último segundo, dudé,
las manos me temblaron, y el extremo del manubrio pegó contra el
poste. La bicicleta se desestabilizó y caí con ella a la pista. El impacto
fue tremendo; la altura entre el nivel de la vereda y el de la pista era de
treinta centímetros. El golpazo me separó de la bicicleta. Aún
confundido por lo que acababa de pasarme, sentado en esa pista
rugosa, levanté la mirada y vi a un auto rojo aproximándose hacia mí.
Lo tenía a escasos metros. Se me apareció, entonces, la carita de mi
hija. Pensé: Así acaba todo. No era la culpa del conductor; yo me
había interpuesto sorpresivamente en su camino. No tuvo tiempo de
frenar. Se detuvo diez metros después de haberme golpeado. Sentí
como si me hubiesen colocado un puñetazo. Pero seguía vivo. No
podía creerlo. No sangré. Tampoco se me hinchó la cara. Nada. El
conductor era un tipo de mi edad; quizá más joven. Bajó del auto y
corrió hacia mí. Me preguntó si estaba bien. Le dije que sí. ¿Quieres
que te lleve a alguna clínica? Se le veía preocupado. Era blancón y
tenía un esbozo de barba que le disimulaba los cachetes. No, gracias,
le dije, tengo que llegar a mi trabajo. Me ayudó a parar la bicicleta.
¿Estás seguro? La pusimos encima de la vereda, ya alejada del
obstáculo que me había mandado al suelo. Sí, gracias, le dije,
realmente conmovido por su amabilidad. Los carros desfilaban veloces
en el carril paralelo. La llanta delantera de la bici había quedado algo
chueca; el timbre, destrozado. Increíblemente, aún podía manejarla. El
joven volvió a su auto y continuó con su vida. Yo estaba a quince
minutos del trabajo. A dos cuadras de la oficina de Jean Carlo, había
un local de reparación de bicicletas. Se llamaba La Clínica De La
Bicicleta. Conduje hasta ese lugar. La llanta de adelante rozaba el
freno al girar. Para avanzar, tenía que esforzarme en el pedaleo. El
propietario de la Clínica evaluó mi bicicleta. Dejarla completamente
operativa me costaría cincuenta soles. El precio incluía un timbre
nuevo. Le indiqué que pasaría por la bicicleta en un par de horas. No
hay problema, flaco, dijo el propietario. Caminé hasta la oficina de
Jean Carlo. Era un milagro que estuviese vivo.

Cuando publiqué el capítulo nueve, supe que Rosario no tardaría en


demandarme explicaciones. Y así fue. No era para menos. El capítulo
detallaba la primera visita de Karina a mi cuarto; una visita que, como
era obvio, no se limitó a un abrazo entre amigos. Rosario gritaba y
lloraba por el teléfono. Se había refugiado en el baño de su trabajo
para explotar sin que nadie la sintiese. Me increpaba el haber metido a
Karina en mi cuarto y el que le hubiera zampado la pichula. No le
negué haberla visto, pero sí haber tirado con ella. Preferí no ser tan
cínico esta vez. Le dije que Karina conoció mi cuarto por fuera; no
entró porque alegó no tener tiempo. Justo cuando terminaba de
pronunciar la palabra “tiempo”, me di cuenta de que la había cagado
aún más. Sentí el vendaval lacrimoso de Rosario tronándome las
orejas: Maldito, o sea que no entraron porque ella no tenía tiempo no
porque TÚ no querías. Eres un desgraciado, Daniel. Eres un maldito
conmigo. No paraba de llorar. Yo estaba en la oficina. Había unas
chambitas por cumplir en la laptop. Tecleaba con una sola mano; con
la otra, sostenía los gritos de Rosario. La comunicación se prolongó
por varios minutos; minutos que apaciguaron sus ánimos. Le propuse
que me invitara un pollito en la noche, que luego fuéramos a mi cuarto
a conversar mejor. Total, ese era el plan original que ella había
sugerido el miércoles a raíz del asueto que tendría el viernes.
Habíamos tirado demasiado rico el lunes como para arruinarlo todo por
una estúpida novela. Ese lunes jugamos a que éramos vecinos. Ella
me tocaba la puerta. Yo le abría y la encontraba en ese babydoll
negro. Ella me decía que su marido estaba de viaje y que le daba
miedo dormir sola. Como buen vecino, la invitaba a pasar. Le advertía
que dormía calato. No hay problema, respondía, tendiéndose en la
cama, metiéndose debajo de la colcha, pegando su cuerpo al mío.
Luego, me decía que tenía ganas de probar un pene; su esposo
siempre le daba el suyo antes de dormir. Sírvete, le decía yo. Está
bien, Daniel; espérame en la Plaza San Martín. Al término de la
llamada, me sentí menos culpable. Había logrado convencerla de que
la novela era una burda mentira. Ella había revisado mi diario una vez.
No me quedaba claro qué tanto había visto. Pero siempre que me lo
mencionaba, le decía que sí, que yo llevaba un registro de mis
actividades para que mis historias tuvieran una base. Nada más. El
resto era una sarta de invenciones. Rose, mi vida no es interesante.
Tengo que mentir para que las historias lo sean. Muchas cosas que
cuento no han pasado. Tú me conoces. Luego de reírse
condescendientemente, amenazó con castigarme en la noche. Y lo
hizo; fue un castigo tenerla en mi colchón, desnuda, nuevamente con
el babydoll, y no poder hacerle nada.

Ese día fugué de la oficina a las seis en punto y llegué a Quilca a las
siete y cuarenta y cinco. Me había convertido en el ciclista más veloz
de la ciudad. Aparqué la bicicleta en la fachada de la librería del señor
Luna. La encadené y entré. Necesitaba otro libro. Saludé al señor
utilizando la misma fórmula de siempre: Buenas, maestro. Buenas,
joven, replicaba él. Concurría a esa librería no tanto por sus precios
absurdamente bajos sino más bien por la discreción y tino de su
propietario: el señor Luna sabía respetar el límite de confianza que uno
tácitamente imponía. Me jodía cuando los libreros se tomaban
libertades con sus más asiduos visitantes. Querían saber sus
preferencias literarias, musicales, personales. Yo simplemente no
soportaba sociabilizar. Me llegaba al pincho hablar en cualquier
circunstancia. No había nadie en la librería. El señor Luna leía en una
silla. Revisé tranquilamente el tripley de las novedades. Un título
capturó mi atención. Lo tomé. Revisé la contraportada. Era ciencia
ficción. Me pareció interesante. Habían marcado el precio en la última
hoja: tres soles. Me llevo este libro, maestro. Pagué. Luego de
bañarme, leí calato sobre el colchón. Era sorprendente: parecía que
los libros se hubiesen propuesto recordarme que tenía el VIH. La
novela hablaba de la raza humana infectada por una extraña bacteria
que la había convertido en una manada de zombies-vampiros. Solo un
tipo no se había infectado y era, técnicamente hablando, el último ser
humano puro sobre la Tierra. Al cabo de unos minutos, me venció el
sueño. Desperté súbitamente a la medianoche. Googleé el conteo de
votos de las elecciones americanas. Trump lideraba el marcador.
Daniela estaba conectada al Messenger. Le escribí: Mi causa Donald
Trump va ganando. Me respondió: Chato, ¿por qué quieres que gane
Trump si tú tienes cara de mexicano ilegal?

La reparación salió carísima, pero la cleta quedó como nueva. El


técnico, uno de los tres o cuatro tíos que se apostaban en la vereda de
la cuadra ocho de Emancipación, se había tomado sus buenos
cuarenta y cinco minutos en dejar la bici operativa. Manejé al cuarto.
Ahí me esperaba Rosario. Convivía conmigo desde el día anterior,
desde el jueves. La encontré viendo videos en su celular. Mis diarios
estaban a buen recaudo en la oficina de Jean Carlo y la laptop la tenía
contraseñada; no tenía de qué preocuparme. Era rica la idea de vivir
bajo un mismo techo, simulando ser marido y mujer, aunque solo fuese
por pocos días. Sorry por la demora. Tuve un percance en el camino;
se me pinchó una llanta y tuve que tomar un taxi hasta Emancipación.
Había un tráfico de mierda. Era mejor mentirle; no añadía nada
contándole que me habían atropellado en la Arequipa. Amor -rara vez
la llamaba así-, me doy una bañada rápida, recojo a mi hija, la dejo en
casa de mi mamá y regreso al toque, ¿sí? Me bajé el short. Me había
lavado la pichula en el baño de la oficina. Podía estar sudando en el
resto del cuerpo, pero la pinga la tenía limpia y oliendo a jabón. Antes
de empezar con todo lo que tengo que hacer, ¿podrías chupármela un
ratito, please? Rosario siempre me complacía. Sonrió, como
diciéndome te conozco, mañoso. Se acercó, se puso de rodillas y me
la chupó. La luz del cuarto estaba prendida. Las cortinas no cubrían
mucho. Estábamos a merced de la curiosidad de cualquier sapazo.
Rose era una experta chupándome la pinga. Azul, también. Mariana,
igual. Karina no se quedaba atrás. Sigue, amor, sigue. Ahhhhhh.
Terminé en su boca. Se tragó todita la leche. Ya, báñate rápido y haz
tus cosas de una vez; yo te espero aquí. Esta serie en Netflix está bien
interesante. Volvió a acostarse en el colchón; el celular en la mano. Me
bañé y me vestí al toque. Ya vengo, le dije. Ve con cuidado, respondió.
Recogí a mi hija y la dejé en casa de mi mamá. Todo el trámite tomó
un par de horas. Cuando regresé, eran casi las doce. Salimos.
Caminamos por los alrededores de la Plaza San Martín. Nos metimos
en el Yield Bar. Pedimos dos cervezas. Solo hay cervezas chicas,
joven. No había problema. Que fueran dos. Heladas, por favor.
Bebimos; ella de un vaso, yo del pico. Oye, hoy me pasó algo raro.
Siempre pedíamos Pilsen. Tenía un sabor decente. Qué fue, le dije.
Cuando me quedé en tu cuarto, alguien entró. Mis ojos se abrieron.
Tranquilo, quizá solo me pareció, me calmó. Le pregunté por qué lo
decía. Porque estoy segura de que, antes de echarme a dormir, cerré
mi bolso. Pero cuando desperté, estaba abierto. Siempre lo dejo
cerrado; pase lo que pase. Si quiero sacar una cosita, así la vuelva a
guardar en un segundo, cierro el bolso igual. Bueno, yo había estado
viendo cosas en el celular y me dio sueño. Me quedé dormida. El bolso
lo había dejado sobre tu mesita. Y estoy segura de que, como siempre,
lo dejé cerrado. Me desperté dos horas después y quise sacar el rímel
de mi bolso. Me levanto a cogerlo y lo encuentro abierto. No del todo
abierto, pero abierto como que a la mitad. ¿No habrán fantasmas en tu
cuarto? El incidente me dio miedo. No porque hubiera fantasmas; no
los había. Solo una persona era capaz de hacer esas pendejadas.
Pero ¿cómo? Era mejor no pensar en eso. Y qué tal si esta vez te
olvidaste de cerrar el bolso. Seguro tenías tantas ganas de dormir que
te olvidaste de cerrarlo. O lo cerraste a medias y no te diste cuenta.
Rose bebió de su vaso. Hizo un gesto como de sí, puede ser. ¿Vamos
a otro lado? Tengo ganas de bailar, propuso. Me encantaba pasar el
tiempo con ella. En los cuatro años que llevábamos juntos, habíamos
logrado un entendimiento tácito. La besé. Ella podía ser la mujer de mi
vida. En el sexo, nos iba de maravilla. Yo lo disfrutaba bastante. ¿Por
qué no estaba con ella, entonces? Porque yo aún creía en la
posibilidad de rearmar mi familia, de recuperar a mi hija. Quedaba la
chance de la visa H1B. Hasta ese nombre me recordaba al VIH,
carajo. Dejé de pensar en tonterías y regresé mi cabeza al presente.
Vamos, amor, le dije.

Ese jueves por la tarde, ya a punto de salir de la oficina, llamé a


Rosario para confirmar si iría a mi cuarto. Lo confirmó. La vamos a
pasar chévere, le dije. Empecé el pedaleo. A la altura de la cuadra diez
de la Arequipa, y solo por curiosidad, sintonicé el Paraguay-Perú. El
partido se jugaba en Paraguay. No teníamos ninguna chance de
ganarlo. Habíamos perdido contra Chile, en Chile. Ahora los
paraguayos nos meterían una tunda. La prensa peruana compartía mi
pesimismo. La gente también. No nos equivocamos; a los nueve
minutos de iniciado el cotejo, llegó el primero de Paraguay. Un
defensor peruano daba por perdido un balón que tenazmente
recuperaba un paraguayo, lanzándolo a la periferia del área chica
peruana. Uno de sus compañeros la emparaba, daba un pasito, y,
¡pum!, lanzaba un cañonazo que se clavaba en la esquina izquierda
del arco peruano. Ya estaba; otra vez Perú fuera del Mundial. El
narrador y los comentaristas empezaban a deplorar la falta de actitud
de los defensores peruanos. La falta de huevos de toda la vida. Ya
estaba harto de esa vaina. Cambié de radio. Puse Doble Nueve.
Llegando me esperaba una rica comidita de reconciliación con Rose.
Vi con buen humor a esos incautos, acumulados en las vitrinas de los
restaurantes y las tiendas, que esperaban una victoria peruana. Llegué
al cuarto y me bañé. Me vestí de negro y salí. Caminé hacia la Plaza
San Martín, al encuentro de Rosario. Llevé Soy Leyenda, la novela que
había comprado el día anterior. Cada página me recordaba que era
uno de los tantos huevones sueltos que portaban el VIH y no querían
reconocerlo o no les daba la gana de hacerlo. Me aposté en la esquina
del Banco de Crédito, al filo de la cuadra ocho del jirón de la Unión.
Cuando llegó Rosario, la saludé con un beso en la boca. Era raro que
la recibiese en público de ese modo, pero ese día estaba contento. No
sabía bien por qué. Seguramente porque empezaríamos unos tres
ricos días de convivencia. Fuimos al Beguis, una pollería cerca de la
Plaza San Martín, en la ocho de Piérola. A esa pollería acudía con mi
esposa y mi hija cuando vivíamos en el edificio de Camaná. Los
precios eran bastante cómodos para mi paupérrima economía de
entonces. Mi sueldo en VISA apenas alcanzaba para cubrir los gastos
básicos de la casa. Gracias a los precios del Beguis, podía sorprender
a la familia con unos pollitos a la brasa de tanto en tanto. Fue en esa
pollería donde mi bebé, de apenas un añito, se hizo adicta a las papas
fritas. A pesar de que la había cagado publicando el capítulo nueve,
Rosario se portó con una generosidad que me enamoraba: pidió una
parrilla: carne de pollo, de res, chorizos, abundantes papas fritas. Para
entonarnos, ordenó dos chilcanos heladitos. Yo pago los tragos, amor,
le dije. No podía ser tan conchudo. El Paraguay-Perú había terminado,
pero en uno de los televisores del lugar repetían el partido. Ganó Perú,
¿no?, dijo Rosario. ¿Ganó Perú? Nada, iba perdiendo. Seguro los
golearon, le respondí. No, me corrigió, ganó cuatro a uno. ¿Qué? Nos
demoramos comiendo la parrilla y viendo el partido. Pedimos cuatro
chilcanos más. Había ganado Perú y yo me emocionaba con cada gol
peruano, hechos todos en el segundo tiempo. Yo solito gritaba los
goles. El resto de comensales ya había visto el partido y comentaba en
voz baja las incidencias. Salí contento y achispado de la pollería. Perú
había perpetrado un milagro y yo estaba a punto de meterle una
goleada a Rosario. Le había dicho que trajese el babydoll negro del
lunes. Y lo trajo. Me lo enseñó en el restaurante. Pero me castigó en el
cuarto. Solo me dejó morderle las tetas y dormir calato a su lado,
restregándole el pene baboso en las caderas. Me castigó tal cual lo
había prometido hacía varias horas. Todo por culpa de mi puta novela.

Daniel, ayúdame. Era Rosario. Estaba en pánico. Qué fue, qué pasa,
me asusté. Acababa de embarcarla en un colectivo. Nos habíamos
duchado juntos y vuelto a hacer el amor. La noche del viernes había
sido excesiva.

Nos metimos en El Mirador, un bar recientemente inaugurado en una


esquina de Quilca con Camaná, al frente del Queirolo. En ese mismo
bar, hacía un mes, una gordita machona había intentado ligar con
Rosario. Luego de ocupar una mesa, Rosario demoró la mirada en un
punto del segundo piso del lugar. No mires, me dijo; pero acabo de ver
a un chico con el que me besé una vez en uno de los antros de la
universidad. Mierda, ese tipo de situaciones me interesaba. Me miró,
Daniel; está bajando. Eso se ponía bueno. El tipo llevaba en las manos
una cerveza y un vaso. Se nos acercó y nos saludó. Se le aflojó el
gesto cuando comprobó que Rosario venía conmigo. Ella nos
presentó: Rubén, Daniel; Daniel, Rubén. Nos dimos la mano. El tipo
era feo. Si yo era feo; él era el jefe de los feos. No podía creer que
Rosario hubiese chapado con un chico así en algún punto de su vida.
¿Habría estado borracha? Era una historia que me tendría que contar
llegando al cuarto. Me encantaban las historias de Rosario. Mientras
me chupaba la pinga, le pedía que me contase cómo chapó con tal
huevón, cómo se la mamó a ese otro, cómo aquel se la metió. Sus
relatos conseguían excitarme. El tipo no tenía mucho qué decir, así
que, luego de haberle contado a Rosario lo que había sido de su vida,
se fue. Nos sentamos a una mesa. Voy a comprar dos cervezas, dijo
Rosario. Tardó en regresar. Cuando lo hizo, traía una sonrisa en la
cara. Me atendió el mismo dueño del local. Me dijo que era muy bonita
y que me regalaba las dos cervezas. Me dio su tarjeta de presentación.
La besé en la boca. Daba gusto estar al lado de una mujer que era
deseada por otros huevones. Ya estábamos bastante mareados
cuando salimos del Mirador y caímos en el Nuclear Bar, un lugar
donde ponían heavy metal. No había nadie. Nos fuimos al cuarto.
Tiramos desenfrenadamente. Literalmente, hicimos temblar las
paredes del cuarto, que eran meros tabiques de madera reforzados
con algo de cemento. Cachetéame, carajo, hazme tu puta. El alcohol
nos había desaforado. La tenía clavada: yo encima; ella debajo.
Pégame en la cara, estúpido, insistió. La primera cachetada no fue tan
fuerte como la segunda; mi mano quedó marcada en su cara. Ella se
quedó quieta unos segundos, la cara volteada a un lado. De pronto,
me miró y con una voz queda y rasposa me dijo: más despacio, idiota.
Me pidió que continuara penetrándola. Sigue, sigue, no te detengas.

¡Dónde estás, Rosario! ¡Dónde estás! Se oían forcejeos. La voz de un


hombre. Luego de dos, tres hombres. La cagada. La quieren violar,
pensé ¡Rosario!, grité. Los forcejeos continuaban. No sabía cómo
ayudarla. No me había fijado en el número de la placa del colectivo
que la llevó. Tampoco recordaba la cara del conductor, ni el color ni la
marca del auto. Solo tenía la voz de Rosario en el celular. Se me
ocurrió prestar atención a lo que iba registrando el teléfono; podía
obtener algún dato de su paradero. Hacía menos de cinco minutos que
la había dejado abordando el colectivo. Suéltenme, suéltenme, se
desgañitaba Rosario, angustiada, desesperada, aterrada. De pronto,
¡pac!; un golpe seco. Luego, bocinazos, autos que corrían veloces.
Una voz que se acercaba. Amiga ¿estás bien? La voz de Rosario,
como a lo lejos: Sí, estoy bien. La otra voz, ya cerca. Una voz de
hombre: Aquí está tu celular amiga. Ahora las voces se oían con
claridad. Amiga, haz tu denuncia aquí no más en la comisaría de
España. Era el dato que necesitaba. Corrí hacia la avenida España.
Corrí con todas mis fuerzas. Luego de un trecho, me detuve a oír lo
que se decía en el celular. ¿Daniel? ¿Rose? Ufff; sentí un gran alivio.
Daniel, ven, por favor; estoy aquí, cerca del Real Plaza. Sus palabras
estaban inundadas de lágrimas. Ya estoy cerca. Ya voy. La vi paradita
en la esquina de España con Wilson, en la vereda, al lado de un
puesto de periódicos. Sus ojitos aún no asimilaban el terror que
acababan de experimentar. La abracé fuerte. Se derrumbó en mis
brazos.











Capítulo 35

Del lunes 14 al domingo 20 de noviembre del 2016



Why would you want to hurt me? Oh
So frightened of your pain
I'd rather be…
I'd rather be with…
I'd rather be with an animal.

Pearl Jam – Animal


Me gustaría comerte esa conchita, le dijo, las manos en las de ella.


Puedo apostar que es rosadita. Déjame verla, por favor. Eran César
Rengifo, conocidísimo escritor limeño, y Rosario, mi compañera,
sentados frente a frente en una de las mesas cuadradas de ese bar en
la cuadra tres de Colmena. Yo ocupaba uno de los lados neutrales de
la mesa. Presenciaba los devaneos del escritor por conseguir el
cuerpo de mi Rose. Llevábamos varias botellas de cerveza, inusuales
para un lunes, pero suficientes para gatillar en Rengifo su lado natural,
el rostro de un enfermo sexual.

Fue en el 2007 cuando leí El Rumor Del Vendaval, uno de los


cuentarios de Rengifo. Aún estaba en la universidad y no tenía un
centavo. Le pedí a mamá, quien apoyaba mis búsquedas literarias, me
llevase a cierta feria del libro. No podíamos permitirnos los obscenos
costos que se desplegaban en los escaparates, así que hojeé los
ejemplares cuyos valores no superaban los veinte soles. Di con el
texto de Rengifo. Me interesó el lenguaje llano de sus cuentos. Y sus
personajes: el maestro fracasado de una escuela fiscal, el congresista
corrupto y sexópata. En la solapa, aparecía el rostro del autor:
facciones afiladas, piel amarillenta, gafas redondas, pelo negro medio
largo. Lo hallé idéntico al rockero miraflorino con quien Jaime Bayly se
enredó y retrató en La Noche Es Virgen. Por asociación de ideas, le
trasplanté a Rengifo los atributos de aquel rockero: liviandad, sabiduría
callejera, desinterés por las cosas rutinarias de la vida.

Alejandro salió del cuarto. Rosario, su enamorada, no esperó esa


jugada. Se suponía que debía quedarse con ella. Ahora, estaba a
solas con el tipo que habían contactado por internet. Se llamaba
Telémaco y estudiaba Literatura en la Villareal. Se miraron. Ella no
sabía qué hacer. Él sí. Se desnudó. Daniel, nunca vi una pinga tan
grande. Era más larga que la de Alejandro. La tuya con las justas le
llegaría a la mitad.

Ese día descubrí la hipocresía artística en la nueva camada de
escritores peruanos. Aún no era El Solitario. Ya estaba casado y mi
hija tenía meses de nacida. Pero no imaginaba que mi esposa, cierto
lejano día, me echaría de la casa y metería a su novia en mi lugar.
Tampoco imaginaba que ella asumiría con orgullo una postura
bisexual; aunque en una ocasión me relató de cierta experiencia
lésbica que protagonizó en el Elvira García y García, el colegio de toda
su vida. Mi esposa nunca supo quién fue la dama que le prestó el
nombre a su colegio. Yo sí. Pero eso no importaba. Uno era cachudo
incluso sabiendo cosas que el resto desconocía.

Se llamaba Jorge Robles y era feo, pero fotogénico. Yo era feo y no


era fotogénico. Jorge dirigía la página literaria de un conocido
periódico de la ciudad. Publicaba las colaboraciones de conocidos
escritores y alguno que otro artículo enviado por los seguidores de la
página, como fue mi caso. Me contacté con él. Le mandé una reseña
de Los Detectives Salvajes, la gran novela de Bolaño. Le agradó lo
que leyó. Me invitó a su oficina. Me mostró las ligeras modificaciones
que le haría al artículo antes de publicarlo. Yo estaba encantado con la
idea de que mi nombre y mis palabras apareciesen en ese prestigioso
periódico. Le obsequié un ejemplar del único libro que había publicado
hasta ese momento: Latidos Del Asfalto. Podría apostar que nunca lo
leyó. A los dos días, mi artículo y mi nombre aparecieron en el diario.

La página se llamaba Solo Lee. Ese día cumplía un año de existencia.


El nombre era creación de Jorge. Invitó a sus colaboradores a una
reunión en la librería Communitas, en San Isidro. Jorge había
separado un ambiente en el segundo piso del local. Era una sala con
varias sillas y un podio. Asistimos alrededor de veinte personas. Todos
hombres; solo una mujer: una señora de cuarenta y cinco años con un
buen par de tetas. Se llamaba Lina Santagadea y había publicado
varios cuentos. Era una de las escritoras más importantes del país. Yo
no lo sabía. Nunca leía a una mujer. No eran capaces de escribir las
cochinadas que a mí me gustaban. Las únicas mujeres que leí cuando
niño fueron Agatha Christie, Isabel Allende y George Sand. Perdida la
inocencia, evitaba los libros de autores femeninos. Jorge se echó un
discursito de bienvenida y agradecimiento. Compartió la génesis de
Solo Lee. Subieron al podio dos personas más. Llevaban sus líneas
preparadas. Lina fue una de ellas. Rescató el valor de la lectura.
Deseó que el Perú se convirtiese en un país de lectores. Hubo
aplausos. No se vayan, dijo Jorge. Aún les tengo una sorpresa. Había
reservado una mesa en un restaurante cercano. Se descorcharon dos
botellas de vino y se sirvieron diversos tentempiés. Los escritores se
afanaron en chuparse las pingas con ahínco. Halagos por aquí,
halagos por allá. Uno de ellos, un tipo alto, trigueño, de voz y modales
suaves, me abrazó –iba algo alicorado con apenas dos copas de vino-
y me vaticinó un futuro en la Literatura. Vas a ser grande, me dijo. Se
llamaba Mario Aquije y era, de lejos, el colaborador más frecuente de
la página. Había estudiado Literatura en San Marcos. Me contó que
postulaba para una beca en los Estados Unidos. Estudiaría un
doctorado en Literatura en Massachusetts. Me lo imaginé chupando
las vergas de varios de sus profesores, rogando por las
recomendaciones necesarias para obtener la beca. Estos izquierdistas
eran una sarta de mamones; mataban a su madre con tal de viajar a
los Estados Unidos, lugar del que, en tertulias, despotricaban con no
poco placer. Yo, en cambio, no ocultaba mi deseo de ser ciudadano
norteamericano. No renegaba de mis orígenes peruanos. Tuve una
infancia de la putamadre: fulbito con los patas del barrio; hembritas con
quienes desvirgué mis labios a los trece años; verbenas, polladas,
carnavales con harta agua y harto manoseo. Pero si a eso se le añadía
una Green Card, hubiese sido el deshueve. A los pocos minutos, Lina,
la escritora, dijo que tenía que retirarse. Era lógico. Se le notaba la
pituquería. Era amiga de Alonso Cueto, uno de los escritores que yo
leía en cualquier caso y condición. Además, Lina tenía en su palmarés
un premio Copé de novela. Definitivamente, no estaba para continuar
una reunión rodeada de un grupo de muchachos que parecían
sacados de una revuelta universitaria. Ella era una dama. Había
cumplido y ya debía retirarse. Minutos después, abandonamos el lugar.
El grupo se disolvió. Quedamos muy pocos. Caminamos a lo largo de
la Dos De Mayo. Eran varias cuadras hasta la Arequipa. Se notaba
que ninguno llevaba un centavo en el bolsillo. Entonces, se me ocurrió
invitarles una pizza. Nadie se negó.

No capté el nombre de quien me llamaba, pero su acento


definitivamente no era peruano. Ingeniero Gutiérrez, me gustaría que
me hablase de su experiencia en ventilación de minas. Mi experiencia
me llegaba al huevo. Desde que leí a los escritores malditos, me di
cuenta de la estupidez de la gente. Unos se hacían supervisores,
luego jefes de zona, después superintendentes, finalmente gerentes.
Con cada escalón trepado, se creían con el derecho de tratar al resto
como la mierda. Estaban convencidos, y esto era lo peor, de que su fin
último en la vida era ser alguien laboral y económicamente superior al
resto. Ganar un culo de plata. Los ejemplos de este tipo de gente
abundaban en la minería.

Entonces me acordé de Gary. Hacía unos días me había dicho que le


mandase mi currículum (latinajo digno de la esclavitud de estos
tiempos), que había la oportunidad de un trabajo en Centroamérica. Yo
me había acostumbrado a la vida en soledad. Estaba cómodo con las
tiraderas casi diarias con Rosario, con el espacio y la tranquilidad que
disponía para escribir. Aunque, últimamente, la presencia de Azul se
había convertido en una amenaza dispuesta a joderme la vida.
Actualicé mi currículum y se lo envié. Contestó con un frío gracias.

Gary tenía que estar detrás de esa llamada. Disculpe, no le escuché


muy bien, ¿de dónde dijo que llamaba? De Honduras. No le pregunté
por su nombre porque no quería que pensase que era sordo o bruto.
Era ambas cosas, pero era innecesario que el huevón lo supiera.
Quedó convencido de mi experiencia en ventilación de minas. Como
todo postulante, exageré lo positivo y eliminé lo negativo. Estaba
seguro de que hasta él mismo embellecía su historial cuando era
entrevistado por algún cabrón. Muy bien, señor Gutiérrez. Le
coordinaré una entrevista con el gerente de operaciones de la mina a
la brevedad. Colgó. Me tomó unos minutos asimilar lo que había
ocurrido. Mi vida estaba a punto de cambiar. Trabajaría y viviría en otro
país. El tipo me había preguntado si tenía esposa e hijos. Sí, le dije.
Puede usted traerlos si desea. La mina le ofrece cómodas
instalaciones y una escuela bilingüe, de profesores extranjeros, para
su menor hija. Le dije que, como el contrato sería solo por tres meses,
llevaría a mi familia si este se extendía. Como usted guste, señor
Gutiérrez.

Todo el mundo la mira. Está sentada, pero se le nota lo alta. Muy


blanca. Los rasgos finos. El pelo teñido. Me pidió ver la misma
estupidez que medio país ha celebrado, la misma que había visto con
Rosario hacía dos días. Azul quería ver esa mierda. Ya tengo las
entradas, le muestro. Ella viene hacía mí. Las mujeres le envidian el
cuerpo. Los hombres reprimen sus ganas de meterle huevo ahí mismo.
Lleva un vestido rosa pintado a sus curvas. También tacones. Altos.
Blancos. Quedan al descubierto los dedos de sus pies. Uñas rojas.
Bien pintadas. Una delicia. Cómprame canchita y gaseosa. Vuelve a
sentarse, a esperar. Tras unos minutos, listo el pedido. A pesar de que
estamos en el UVK de la Plaza San Martín, donde los precios de las
entradas y las golosinas son bastante más bajos que en las salas de
San Miguel, San Isidro o Miraflores, no dejo de sentirme estafado. Con
un décimo de ese dinero, en las sucias calles, hubiera podido comprar
la misma cantidad de canchita y gaseosa. Vuelve a pararse. Me sigue
hasta la ubicación del joven que recibe los boletos. ¿Se habrá dado
cuenta la gente de que Azul no es una mujer?

Jean Carlo trajinaba en el patio de su local. Descargaba él mismo,


encaramado en su flamante montacargas, un lote de ventiladores
recién llegado de Suecia. El patio, un terral apisonado, era amplio. A
un lado, se ubicaba el depósito. Jean Carlo se trasladaba en su
montacargas hacia un canto de la avenida Guardia Civil, donde un
tráiler llevaba en su tolva los ventiladores. Venancio, mano derecha de
Jean Carlo y vigilante del local al mismo tiempo, le dirigía los
movimientos. En un solo día, Jean Carlo aprendió de Venancio el
manejo del montacargas, que no era de segunda o tercera mano; era
un Bobcat recién salido de fábrica. Jean Carlo se estaba haciendo rico
con sus ventiladores. Yo, en lugar de estar en el patio, sudando la
camiseta, estaba en la oficina, escribiendo mi novela, fingiendo que
trabajaba. Entró Patricia. Dani, acompáñame al banco, por fa; el
pesado de Jean Carlo me encargó hacer unos depósitos. No seas
malito. La acompañé. El Continental quedaba a tres cuadras de la
oficina. Al caminar por la vereda, nuestros brazos y cuerpos tendían a
chocar, a rozarse. Me dio detalles de la planificación de su inminente
boda. Nuestros brazos volvieron a encontrarse. Pensé: ya qué mierda;
veamos si son ideas mías o es que ella quiere algo más. La abracé. Le
rodeé la cintura. Estábamos a pocos metros del banco. Continuamos
la marcha. Al poco rato, ella también me abrazó. No nos detuvimos.
Entramos en el banco. Ella efectuó los depósitos y yo esperé sentado.
Regresamos a la oficina. ¿Almorzamos?, preguntó. ¿Chifa?, propuse.
Ya, saco algo de mi cartera y vamos. Patricia era muy bonita, pero le
faltaba culo. Fuimos al chifa. Dejamos a Jean Carlo afanado en la
descarga y acomodo de sus ventiladores.

Había escrito once libros, entre cuentarios y novelas. Nos habló de su


último proyecto, una novela que conjugaría la vida de dos músicos y la
de un vetusto escritor peruano, Oswaldo Reynoso. Rengifo nos reveló
que la homosexualidad de Reynoso sería uno de los ingredientes clave
de su historia. Nos dio detalles de sus hábitos de escritura. Era
evidente que disfrutaba hablar de sí mismo. Era adicto a echarse
flores. Nos habló de los premios que había ganado. Premio de esto,
premio en tal año, premio por aquí, premio por allá. La garganta se le
secó. Vertió en su vaso el último poco de cerveza y se lo echó de un
sorbo. Enseguida, se levantó y caminó hacia el baño. Zigzagueaba.
Estábamos en un bar de la cuadra seis de Piérola, el único bar abierto
a esas horas de la madrugada. Nos habíamos dado cuenta de que el
escritor jamás se pondría una chela. Para eso estábamos sus
admiradores, se figuraría. Desde que lo abordamos en el Queirolo,
hacía un par de horas, no había puesto una sola cerveza. Lo hallamos
conversando con un par de fulanos: un profesor de literatura y un
poeta. Rosario y yo nos habíamos acercado a su mesa. La idea había
sido mía. Quería relatar en mi novela el encuentro con un escritor del
prestigio de Rengifo. Disculpe, ¿es usted César Rengifo? Yo he leído
sus libros. (Era mentira; solo había leído El Rumor Del Vendaval).
Queremos invitarle una cerveza. ¿Podemos? El escritor y sus amigos
quedaron gratamente sorprendidos. Estaba seguro de que jamás en
sus vidas una mujer tan sabrosa como Rosario les había invitado de
beber. Como era de esperarse, nos invitó a sentarnos. Al poco rato, se
retiraron sus amigos. Adujeron responsabilidades académicas.
Quedamos Rosario, el escritor y yo. Rengifo no había dejado de mirar
las tetas de mi chica.

APEC: Asia Pacific Economic Cooperation. Era un evento de negocios


internacionales que se realizaría en Lima del jueves 17 al domingo 20.
El gobierno declaró feriados para el sector público de Lima. Esos días,
las delegaciones extranjeras participantes se movilizarían por la
ciudad. Al gobierno le parecía oportuno tener las calles
descongestionadas. A Lima le convenía un largo descanso. Yo no
estaba muy seguro de que la empresa de Jean Carlo acatase el
feriado; era una empresa minúscula, de dos empleados. La tarde cayó
fresca. Jean Carlo, aún vestido de overol, nos reunió en la recepción.
Chicos, tómense mañana y el viernes. ¿Por el APEC?, preguntó
Patricia. Sí, dijo Jean Carlo. No pudimos estar más felices. Jean Carlo
abandonó la oficina al poco rato. Había pasado toda la mañana
descargando sus ventiladores mientras Patricia y yo hueveábamos sin
remordimientos. Una hora después de la partida de Jean Carlo, decidí
que había holgazaneado bastante. Entré en el baño y me puse la ropa
de manejo. Que tengas un lindo fin de semana, me deseó Patricia
desde su asiento. Yo estaba a punto de franquear la puerta de salida,
el short resaltándome la pinga, cuyo bulto procuraba poner al alcance
de la vista de Patricia. Me quedo un ratito más y salgo. Mi novio me
acaba de escribir; está esperándome afuera. Y dale con el novio.
Antes de irme a Honduras, te beso de todas maneras. Solo para
quitarme la duda. ¿Quería algo conmigo? ¿Qué mujer con novio le
daba a otro huevón café con leche en la boca? ¿Qué mujer con novio
dejaba que un idiota la cogiese por la cintura?

Es un martirio ver esta película por segunda vez. Ya nadie mira Azul;
ella y el resto de la sala tienen los ojos clavados en la pantalla. La luz
se refleja en las decenas de dientes pelados listos para estallar en
carcajadas. Es el tipo de película peruana que se ha puesto de moda:
insultos y risas fáciles, golpes y risas fáciles, pendejadas y risas
fáciles. Soy el único que no ve la película. Pienso en qué pasará
después. Afortunadamente, Rosario creía que el incidente del colectivo
había sido un hecho aislado, que pudo pasarle a cualquiera. Ella,
siempre tan valiente, no dejó de visitarme al cuarto. En lugar de
tenerles miedo a los tipos que quisieron violentarla, quería topárselos
nuevamente, acusarlos, denunciarlos. Azul debe de saber algo.
¿Cómo preguntárselo? Me vibra el celular en un bolsillo del pantalón.
Quién puede estar llamándome un domingo por la noche. Saco
discretamente el teléfono. Es mi esposa. ¿Qué? ¿Está aquí? ¿Me está
viendo? ¿Está en la sala? Comienzo a sudar frío. No sé qué hacer.
Dejo que se extinga la llamada. Hay un mensaje. Lo leo. Ya me dijeron
dónde estás. Putamadre, ya me cagué.

Se ve que no tiene plata, dijo Rose. Así son los escritores, le respondí.
El pata es soltero. Solo vive de la Literatura. Se ha ganado un
prestigio. Eso es admirable. Puede no caerme muy bien este huevón,
pero respeto a los tipos que, por dedicarse a lo que les gusta,
sacrifican un trabajo bien pagado. Nosotros somos esclavos, Rose;
prisioneros. Este huevón no necesita ir a una oficina todos los días
para comprarse unas chelas; porque se las compramos nosotros, los
cobardes que no nos atrevemos a probar un poco de libertad. Pedí una
cerveza más. Helada. Convenimos en que tan pronto la terminásemos
nos iríamos al cuarto. Verla deseada por otro hombre me había
despertado el apetito por tirármela ya mismo. Amor, le dije, tomándole
la mano que el escritor había sujetado hacía unos minutos, por fa,
cuando lleguemos al cuarto, vuelve a contarme de esa vez en que
Alejandro hizo que tiraras con ese pata de la Villarreal. Pero cuéntame
la historia mientras me la chupas ¿ya? Separó su mano de la mía.
Ante mi asombro, me hizo una seña con los ojos; Rengifo regresaba
de mear. El muy idiota, hacía varios minutos ya, los ojos deslucidos por
la lujuria y la embriaguez, nos había preguntado si éramos algo. Solo
amigos, me anticipé. Enseguida, le mandé un guiño a Rose. Ella me
captó la idea. Rengifo regresó innecesariamente agresivo. Comparito,
tu amiga quiere ser la musa de mi próxima novela. Tú estás sobrando.
Por qué no te largas y nos dejas solos. En ese momento, el joven que
despachaba las cervezas dejó nuestro pedido sobre la mesa. Rengifo,
conchudazo, acostumbrado a que las chelas le cayesen del cielo,
cogió la botella por el cuello y la inclinó hacia su vaso. No pudo evitar
derramar parte de la chela sobre la mesa. Imbécil. Cogió su vaso y se
lo empujó de un tirón. Quiso reprimir un eructo, pero falló. Hubo un
silencio. Miré a Rose. Quisimos cagarnos de la risa. El huevón retomó
la actitud bélica. Lárgate, pues, compare. Déjame con Rosita.
Entonces, intervino Rosario: César, él es mi mejor amigo; si él se va,
yo también. Lo que tengas que decirme, puedes decírmelo delante de
él. El escritor no dijo nada. Algo en su rostro revelaba satisfacción;
parecía gustar de las mujeres con carácter. Yo estaba tranquilo. Sin
embargo, era consciente de que cuando tenía más de un par de
cervezas encima, se me despertaba el indio y era capaz de moler a
golpes a quien me jodiera, sin importar que me triplicase el tamaño y el
peso. Rengifo estaba viejo, falto de agilidad; hubiera sido fácil dejarlo
fuera de combate. Pero no tenía ganas de pelear. No con Rengifo.
Quería ver hasta dónde llegaba con Rosario. El silencio se extinguió y
volvió a coger la mano de Rose. Vámonos a otro lado más privado,
Rosita. Yo soy el mejor escritor del Perú. Te voy a inmortalizar en mi
próxima novela. Ven conmigo y te juro que te llevo al cielo. Nadie te va
a poseer como lo voy a hacer yo. Rose me lanzó un guiño. El idiota de
Rengifo ni puta cuenta se dio. ¿Solo me quieres cachar? ¿Y después
qué? El escritor se quedó perplejo. No vio venir esa respuesta. Yo
tampoco. Se tomó unos segundos para recomponer sus ideas. Lo que
pasa es que yo no me amarro con una sola mujer. Las mujeres me van
y me vienen. Por ejemplo, ahorita tengo -hizo memoria- tres. Y ninguna
me pide exclusividad. Para ellas, es un honor más bien estar conmigo.
Saben que soy un alma libre, un alma que crea y divaga y encuentra
en alguien o en algo un impulso, un areté, que llamaban los griegos,
eso que te mueve a ser mejor, pero que en el caso de un astro de las
Letras como yo se traduce en escribir una obra de arte. Volvió a
servirse otro trago. Volvió a derramar la chela. El vaso de Rose estaba
vacío y él lo sabía porque lo había visto. En cambio, un huevón como
este -continuó, refiriéndose a mí- qué te puede ofrecer. Me miró. Me
preguntó qué chucha hacía por la vida. Soy ingeniero de minas, le dije.
Hizo una mueca de desaprobación. De los ingenieros no se puede
esperar nada bueno. Son idiotas sin alma, cuadriculados, unas
mierdas sin utilidad alguna. Yo no entiendo cómo existe gente que
canjea su alma por plata. Volvió a llenarse el vaso. Se había apropiado
de la botella. Porque tú tienes plata, huevón; no me lo vas a negar. No
se lo negué. Sí, tengo mucho dinero, le dije. Sí, dijo Rose, y gracias a
ese dinero estás chupando gratis. El escritor enmudeció. Encajó el
golpe. Está bien, dijo Rosario; te voy a besar. Chucha, la cagada;
estaba yendo demasiado lejos con la mascarada. Luego de asimilada
la propuesta, Rengifo volvió a coger las manos de Rosario. La miró
fijamente. Los celos empezaron a calentarme la piel. Muy lentamente,
acercaron sus cabezas por encima de la pequeña mesa. Sentí que
Rosario empezaba a cobrarse todas las perradas que le había hecho.

La pizza duró un par de minutos; los escritores peruanos eran unos


perros hambrientos. No me agradecieron el gesto. Me exigieron una
gaseosa, pero hasta ahí no me llegó la generosidad. Mientras dieron
cuenta de la pizza, hablaron de las tetas de Lina. Yo le haría una rusa
a esas tetas, dijo uno. Tenía un escote bien bandido la tía, dijo Robles.
Contó la vez en que la entrevistó para la página web del periódico. Ella
lo había recibido en camisón. Putamadre, tuve que contenerme para
no saltarle encima. Desde esa vez, le tengo un hambre terrible. La
charla continuó mientras caminábamos hacia la Arequipa. Los
escritores de la Generación Solo Lee querían recalar en algún bar del
Centro de Lima. Las voluminosas tetas de Lina los obligó a
compararlas con las de las exuberantes chicas que aparecían en los
realities de competencia en la televisión. Mario, quien minutos antes,
en el podio de la librería, disertó sobre la tragedia que representaba
para la cultura en general, y la literatura en particular, la eclosión de los
realities de competencia, fue quien nombró, con matemática precisión,
los nombres de cada una de las chicas que participaban en esos
programas. Concluyó que las tetas de Lina eran más grandes y más
sabias. Pasaron a la comparación de culos. Lina no tenía mucho poto,
lo que la excluía del juego. Los escritores de la Generación Solo Lee
eran almas confundidas; debajo de los rígidos discursos literarios, de
las lecturas que pretendían imponer al Perú entero, de las novelas de
Bolaño, los cuentos de Ribeyro, la cartografía vargaslloseana y la
pluma compulsiva de Balzac, se escondían los más conspicuos
seguidores de la chismografía televisiva. Llegamos a la Arequipa y
tomamos un taxi. Los escritores de la Generación Solo Lee eran
rabiosos antimineros; sin embargo, dejaron que el minero les pagara el
viaje.

La mañana del jueves nos pilló bien empiernados. Habíamos


empezado la noche del miércoles tomando unos chilcanos en el
Rocky’s de la Plaza San Martín. Ya picados, continuamos el desbande
en La Casona. Todos los desafueros corrieron por cuenta de Rosario.
Era un amor; siempre me consentía. Bastante arrechos, nos retiramos
al cuarto. Eran las cuatro de la mañana. Nos desnudamos. Tiré el
colchón al suelo y me tendí de espaldas, la pinga chorreando la pre
lechada, esperando por entrar en la boca de mi chica. Cuando terminó
de desnudarse, le pedí que me contara de esa vez cuando ella, una
tetona de dieciocho años, con cuatro ciclos en la universidad, se tiró al
sastre de su barrio, un viejo de cincuenta años, solitario y canoso,
conocido de todos los vecinos. Lo había buscado para que le hiciera
unos arreglitos a su pantalón. La situación económica de Rosario no
era la mejor; la ropa tenía que durarle lo más que se pudiera. El viejo
hizo unos rápidos remiendos y le pidió a Rosario que se probase el
resultado. Ella tomó el pantalón y se desvistió en el consabido rincón
del humilde cuarto chorrillano del viejo, rincón cubierto por una
desvaída cortina azul. ¿Y cómo así se te ocurrió hacerlo con ese
viejo?, le pregunté, conociendo la respuesta varias veces contada, la
pinga parada, la lengua de Rosario bordeándome el glande, los ojos
mirándome para decirme que simplemente sintió ganas de provocar al
tío. Ella se había dado cuenta de que el viejo la miraba con deseo,
siempre solapa y caleta, desde que a ella le crecieron las tetas y las
caderas. No solo se quitó el pantalón, también la blusa, el brassier y el
calzón. Salió calatita de esa cortina azul. Nunca olvidaré los ojitos que
puso, dijo ella. Querían llorar de la emoción. El viejo no se imaginó
tamaño regalo del cielo. En ese punto de la historia, la pinga me
palpitaba como aorta de pollo recién decapitado. Chupa, chupa, le
decía, pausando la narración. Ah, sí, cómete mis bolas, perra. Me
había puesto en el pellejo de ese viejo, a punto de saborear a esa
ricura adolescente. Acérquese, le dijo ella. El viejo, cauto, silente,
obedeció. Los años le habían enseñado que las palabras eran juradas
enemigas de los momentos de arrebato. La espontaneidad solo
demandaba acción. ¿Le gusto? La boca del viejo permaneció cerrada.
Sus manos, sin embargo, la tomaron de la cintura. Era algo más bajo
que ella. Ella se dejó tocar. El viejo acercó los labios a una de las tetas
de su clienta. Ah, Rose, sí, chúpame otra vez la cabeza. Así, perra,
que tus labios se mojen con los jugos de mi pinga. A punto estuvieron
de atrapar el pezón cuando ella lo detuvo. No, no, retrocedió un paso.
Solo quiero que me lama la vagina. Se tendió en la cama y abrió las
piernas. El viejo, sumiso, se arrodilló y con la punta de la lengua
removió el clítoris de mi Rose. Entonces, yo ya no aguanté tanta
arrechura y la puse en cuatro. Le metí la pinga con fuerza. Sus nalgas
se agitaron como gelatina. Dime que soy tuya, Daniel. Dime que soy tu
puta. Ah, sí, así, no pares, sigue, dame más fuerte, golpéame el culo.

Aún faltan quince minutos para que termine la película; tiempo


suficiente para escapar de mi esposa. Azul no despega la vista de la
pantalla. Vaya obra maestra. Las risas expulsan pedazos de canchita
que se pierden en la oscuridad. Hay distensión en el ambiente, pero yo
soy la desesperación encarnada. Debo huir pronto. Si mi esposa me
descubre en esta sala, me sacará a patadas. Ella tiene su pareja. Es
Melina. Y no solo está con ella, sino que conviven en nuestra casa.
Entonces ¿por qué temo que me encuentre con otra mujer? ¿Acaso no
tengo derecho a tener mis cosas? No lo tengo. Tener una mujer, en la
concepción de mi esposa, es gastar más dinero del que le entrego
mensualmente; es malgastarlo en una perra. Si ella me descubre con
otra mujer, me pedirá el doble del dinero que le doy. De negarme a
dárselo, me prohibirá ver a la bebe. Así de fácil. Me tiene cogido de
los huevos. Pero si me descubre con un cabro, desaparecerá con mi
hija y la criará con el poco dinero que sufridamente conseguirá.
Imaginarme a la bebe viviendo como una pordiosera me taladra el
alma. Tengo que huir. Me tengo que ir, le digo a Azul. Es una urgencia.
Ella me mira. Sus ojos brillan como las ascuas de dos puchos en una
discoteca. ¿Es tu esposa? Su pregunta, que parece más una
afirmación, me paraliza.

El taxi se metió en Petit Thouars para evitar la congestión de la


Arequipa. Íbamos apretujados. Se hablaba del bar en el que
continuaríamos la chupadera. El auto iba embalado. Se detuvo solo en
un semáforo, varias cuadras después de donde lo tomamos. Los
escritores de la Generación Solo Lee adelantaron sus cacharros a las
lunas más cercanas. Me inocularon la curiosidad. ¿Qué mierda
miraban? Tras esquivar varias cabezas, hallé un hueco por el cual
sapear: mujerotas semidesnudas que paseaban sus cuerpos por las
fatigadas veredas de esa calle. Las más pudorosas vestían un
brassier, tanga y mallas en las piernas. Las más putas solo una tanga,
y una carterita que oscilaba de una de sus muñecas. Putamadre, dijo
Mario, todavía espoleado por los vinos de la tarde, si tuviera cincuenta
mangos, me bajo y le zampo la pinga a una esas mamacitas. Nadie
criticó ese deseo. Todos queríamos lo mismo en ese taxi. Varios días
después, regresé a esa cuadra de Petit Thouars y saldé mis antojos.
Luego de eso, no volví a ver a los escritores de la Generación Solo
Lee. Habían resultado ser una sarta de fariseos. Un año después,
leyendo la página de Jorge, supe que Mario había publicado su
primera novela. Solo Lee ofrecía a sus lectores las primeras páginas
del libro. Era el canto desgarrado a un amor de adolescencia. El
protagonista, claro alter ego de Mario, era un lector impenitente.
Asaltaba cuanta biblioteca se topase en su camino. Odiaba la
televisión, las redes sociales y todo aquello que había convertido al
hombre en una bestia cuaternaria. Hijo de puta. Qué distinto del Mario
que conocí, qué distinto del huevón que se sabía todos los chismes de
la televisión, qué distinto del tipo que estaba dispuesto a meterle pinga
a las travas de la Petit Thouars.

Al mediodía, salimos del cuarto. Acudimos a la primera función de una


comedia peruana. Nos aburrió, pero estábamos juntos y era lo que
importaba. Te voy a llevar a un lugar al que fui con mis amigas hace
unos meses. La comida es muy rica. Se llama Kasamama. Está aquí,
no más, a una cuadra. Después de tanto cache, el hambre apuraba
nuestros pasos. No éramos de los que comían canchita en el cine, así
que nuestros estómagos imploraban un bocado. Rosario había
insistido en que pagaría el almuerzo. Ella era genial, la compañera
perfecta. No quería que yo gastase un sol. Efectivamente, Kasamama
estaba súper cerca, a un paso del cruce del jirón Moquegua con el
jirón de La Unión. Subimos unas escaleras. El restaurante era
acogedor, amplio, muy bien ventilado. El exquisito olor de la comida
criolla te atrapaba desde el saque. Hoy hay buffet, jóvenes, nos dijo
una amable señora. Había regular cantidad de gente. Rosario aseguró
su bolso debajo de la mesa que elegimos, bastante cerca del buffet.
Llené un plato enorme con todo lo que me gustaba: ceviche, arroz
chaufa, chicharrón de calamares, papas con crema huancaína y seco
de frejoles. Para bajarla, un poderoso vaso de chicha helada. Rosario
fue más moderada. Nos sentamos. Empecé a dar cuenta de mi plato.
Conversamos. Estábamos pasando un feriado de la putamadre. Me
tragué la mitad del plato y aún tenía espacio para la otra mitad. Vibró
mi celular. Era un número de puros ceros. Tenía que ser de Honduras.
Ay, carajo. Amor, me están llamando de Honduras, le dije, sosteniendo
el teléfono ante sus ojos. Tengo que contestarles. Rosario era la única
persona que sabía lo de la oferta de chamba en ese país. Contesta,
pues. Contesté. Hola, Daniel. Le habla nuevamente Héctor Trochez.
Era para avisarle que hemos pactado una entrevista para hoy, dentro
de una hora, con nuestro gerente de operaciones, el ingeniero Flores.
¿Tiene algún inconveniente? Claro que lo tenía; en una hora ni
cagando terminaba todo lo que tenía pensado comer y disfrutar al lado
de Rosario. Luego vendría el reposo reparador, la pinga succionada
placenteramente por mi chica. No hay problema, Héctor. A esa hora
está bien. No quería desechar esa oportunidad. Así, no más, uno no
salía del país; menos por trabajo. Por otro lado, según me había
explicado Héctor, cabía la posibilidad de llevarme a la familia. Lo
sentiría muchísimo por Rose, pero, antes que ella, estaba el recuperar
a mi hija. Estaba seguro de que mi esposa aceptaría la mudanza.
Sería como un preámbulo de nuestra futura vida en California. Rose,
pucha, ahora cómo hago, dije, tras colgar. ¿Por qué?, preguntó.
Porque la entrevista va a ser en una hora y por Skype. Y tú sabes que
prácticamente no tengo internet en el cuarto. El wifi del idiota de Jaime
es una mierda. ¿Habría tiempo para ir a alguna cabina de internet,
ponerme una camisa, peinarme y dar la entrevista sin problemas? Mi
cabeza era un desorden. Tranquilo, me dijo Rose. Ella era el factor
racional de la relación. Vamos a tu cuarto ahorita para no perder
tiempo. Para la entrevista, puedes usar mi celular como módem. ¿Se
podía hacer eso? Claro, tonto, yo siempre lo hago. Vamos ya, apúrate.
Me dio pena terminar así nuestra salida. No quiero dejar esto a
medias, amor, le dije, mirando el plato de comida. Está tan rico y me lo
pagaste con tanto amor. Rosario no era millonaria, pero había nacido
con un noble desapego al dinero. Daniel, lo que importa es tu
entrevista. Otro día, cuando vengas de Honduras, porque sé que
conseguirás ese trabajo, ya tú me invitas. Pagó la cuenta y nos
retiramos. Llegamos al cuarto en diez minutos. Mientras ella
solucionaba la conexión a internet, entré al baño, me lavé la cara, me
mojé el pelo, me peiné y me puse una camisa. Ensayé frente al espejo
mi mejor cara de huevón. Me salió con naturalidad. Regresé al cuarto.
Ya está, me dijo Rose. Prueba entrar al Skype. Funcionó. Eres la
mejor, le dije y la besé. Agregué el contacto que me había dado
Héctor. La cámara empezó a registrarme. Chucha, podía ver mi
colchón contra la pared y a Rose detrás de mí. Tiré el colchón al suelo
y le pedí a Rose que me esperase afuera del cuarto. Me besó. Suerte,
sé que lo harás bien. Sentí la pena en su beso. A pesar de los
altibajos, nunca habíamos estado tan juntos como cuando empecé a
vivir en Zepita. Nos dimos el lujo de convivir más de una vez. Con todo
y mis locuras, ella me amaba. El viaje a Honduras terminaría con
nuestra historia. Y ella sabía que me iría bien en la entrevista. Supo,
desde el inicio, que embaucaría muy bien al gerente de operaciones y
que él me diría perfecto, Daniel, vamos a coordinar con Héctor para
que estés aquí la primera semana de diciembre.

Mientras avanzó hacia ella, la pinga se le irguió. Le quitó la blusa y le


dejo un par picos en el hombro. La vio cerrar los ojos. La sintió
estremecerse. Dejó en su cuello una cimbreante estela de saliva que
desembocó en esas tetas blancas que, desde abajo, suplicantes,
exigían unas muy arrechas lamidas. Solo entregándose a la furia de
los lengüetazos olvidaría al imbécil de Alejandro que aguardaba en
alguna parte de ese hotel. ¿Te gustó cuando te las besó? Sí, le gustó
el dominio lingüístico de Telémaco. Además, era guapo. Blanquito. ¿Te
excitaste? Se estaba excitando. Había empezado a chorrearle la
vagina. Y el pendejo de Telémaco lo sabía, porque enseguida puso a
trabajar los dedos en esa conchaza. Ah, sí, perra, tú siempre paras
mojada. Sí, así, dale un besito al ojito de mi pinga. Sí, así. Telémaco le
metió la lengua, que también la tenía larga, en toda la boca. La
temperatura batía récords de calentura. Rose, confesa y experta
mamadora, se arrodilló ante él y empezó a chuparle la verga. ¿Cómo
se la chupaste? A ver, chúpamela como se la chupaste a ese huevón.
Tras unos minutos, la tomó de los hombros y, como si se tratase de
una fina pieza de cristalería, la tendió cuidadosamente sobre la cama.
Se suponía que el idiota de Alejandro debía estar ahí conmigo, en ese
cuarto, viendo cómo otro hombre me cachaba. Esa fue la idea que se
le ocurrió. Era un enfermo como tú. Yo, como era una tarada en ese
entonces, acepté. Cogió el condón dejado sobre la mesita de noche y
se lo puso con la rapidez de un guiño. Mi Rose abrió las piernas y
recibió toda la longitud de Telémaco. Era suficiente. Ponte en cuatro,
perra. Te voy a clavar como te clavó ese huevón. La historia me había
calentado. Eyaculé tras unas pocas embestidas. Me gustaba llenarla
de leche. Tomamos un descanso y conversamos. Aún me quedaban
fuerzas para un segundo round. Recordamos la cara de autogol de
Rengifo cuando chapamos en sus narices. Yo también me había
creído que Rose terminaría besándolo. Pero, en el último segundo,
desvió su boca y terminó ensalivándola con la mía. Al escritor no le
quedó más remedio que retirarse derrotado al hueco donde vivía,
borracho, hasta las huevas, sin mujer, a merced de los asaltantes de
caminos. ¿Y si algún día hacemos eso?, me animé. ¿Qué cosa?, dijo
ella. Que tires con otro mientras yo veo. Me excitaría un culo, confesé.
No, Daniel, eso fue en el pasado. Yo sí estoy enamorada de ti. Solo
quiero tirar contigo.

La película terminó. Salimos con la multitud. Son las nueve de la


noche. Es temprano. Ella me toma de la mano con fuerza. Yo solo
espero no encontrarme con mi esposa. Casi siento la quemazón de los
insultos y las cachetadas con que me rellenará apenas me vea. Para
estar con cabros sí tienes plata ¿no, huevón? Ni más vuelves a ver a
tu hija. Azul sabe que me estoy cagando de miedo. Estoy pálido.
Helado. La gente ha dejado de comentar la película y nos mira sin
roche. Azul, jodida como ella sola, se detiene y me zampa un beso.
Qué rico me mete la lengua. Por un segundo, me olvido de todos. Pero
luego vuelvo a poner los pies en tierra firme: la persona que me ha
tirado dedo con mi esposa puede estar grabando ese beso, recabando
más pruebas de mis perversas desviaciones. La imagino texteando:
Apúrate, huevona, mira cómo el sinvergüenza de tu esposo se besa
con otro hombre. Por algún motivo, intuyo que es una mujer y no un
hombre la persona que ha disparado las alarmas. Mi esposa tiene
muchas amigas en el Centro de Lima. Me zafo de los labios de Azul.
Estoy temblando. Siento que mi fin se aproxima como un tren a toda
velocidad. Llegamos a la calle. Hay un grupo bullicioso en la mera
esquina del Banco de Crédito, cerrado a esa hora. Los tipos que salen
con nosotros se unen a ese grupo y lo nutren. Es la oportunidad para
perderme dentro de ese montón de curiosos. Adónde vas, dice Azul,
pero yo ya estoy en otra. Si te vi, no me acuerdo. Se habla de robo, de
golpes. Hay unas viejas que cacarean auxilio, policía, ambulancia. Me
gana la curiosidad por ver a quién rodean. Sí, hay una persona tirada
en el suelo mugriento de la calle. Parece una mujer. No me dejan ver
bien estos sapos de mierda, que se reproducen con los segundos. Ya
me estoy yendo, cuando, por esas casualidades, me fijo en que quien
es el centro de toda esa atención es mi esposa. Ni cagando. No puede
ser. Me abro paso a empujones. Aplaco la ira de los empujados
diciéndoles es mi esposa, es mi esposa. Un par de señoras la
abanican con unos cartapacios. Mi esposa tiene sangre en la nariz y
los ojos entreabiertos. Ya, tranquila, ya viene la ayuda. Me acerco
hecho una bala. ¿Qué te pasó? Escucho voces detrás. Los testigos. Le
robaron, causa. Querían quitarle el celular y como no aflojó le metieron
un combazo. Azul no está. Como siempre, ha vuelto a desaparecer,
dejándome en medio de una tragedia.

Capítulo 36

Del lunes 21 al miércoles 30 de noviembre del 2016



On ne meurt qu’une fois et c’est pour si longtemps !
(¡Solo se muere una vez y es para tanto tiempo!)

Molière – Le Dépit Amoureux
El dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda.
John Maxwell Coetzee – Esperando A Los Bárbaros
I’m lost. I’m no guide.
Pearl Jam - Leash
This is the end, my only friend, the end.

The Doors – The End

La preocupación y la compasión se convirtieron en odio. Mejor te


hubieras muerto, pensé. No quiso ir a un hospital. Quería una clínica.
La San Gabriel. Me hizo gastar un chingo de dinero por un puto
parche. El golpe la había desmayado. Había sangrado bastante, sí;
pero no había fracturas ni desviaciones, nada. Una venda en la nariz,
unos analgésicos y descanse, por favor. La llevé en taxi a su casa.

En el taxi, no me libré de las preguntas. ¿Con quién estabas en el


cine? No estaba en el cine. ¿Cómo que no estabas ahí? Entonces,
¿qué hacías en el Centro? ¿Te olvidas de que vivo por ahí? Estaba por
la plaza San Martín. Ay, no te hagas. Me escribieron al WhatsApp y me
dijeron que estabas con una chica en el cine y que encima le invitaste
cosas. Cuando has salido conmigo, nunca me has invitado nada,
miserable. Contestarle solo alargaría sus ataques. Dejé que hable.
Luego de unos minutos, sus dardos perdieron convicción. Iba
creyéndose mi mentira. Aproveché el momento para cambiar el tema.
Le conté lo de Honduras. ¿Sabías que existe la posibilidad de que la
bebe y tú viajen conmigo y vivamos juntos allá? ¿Y qué tendría que
pasar para que viajemos? Que me prolonguen el contrato. Le detallé
los pormenores. Te van a contratar más tiempo. Ya lo verás, Dani; tú
eres muy bueno en tu trabajo. Todo el mundo parecía creerme bueno
en mi trabajo; excepto yo. Me abrazó. Lloró. Me dijo que a veces no
aguantaba a Melina y que me extrañaba. Por eso, salió volando ante el
chisme de mi infidelidad; no quería verme con otra. Melina la recibió.
Puso cara de culo al verme. Nos saludamos fríamente. Luego, se
deshizo en atenciones con mi esposa. Negrita, qué te pasó. A pesar de
que era tarde, caminé hasta Zepita. Había gastado mucho en todo el
día.

Jean Carlo no está en la oficina. Pero me llama al celular ni bien me


siento al escritorio. Me dice que una mina en Huaraz quiere que
visitemos sus instalaciones. Está muy interesada en nuestros
ventiladores. Así que hoy, en la noche, viajas a Huaraz. Tu pasaje ya
está comprado. Te lo estoy enviando a tu correo. Vas a estar llegando
a las siete y media de la mañana. Yo estaré esperándote desde las
siete. Lo que pasa es que ahorita estoy en Trujillo; pasé todo el fin de
semana aquí. Putamadre. No tenía ánimos de viajar; mucho menos a
la sierra.

Entra otra llamada. Es Héctor Tróchez. Ingeniero Gutiérrez, le estoy


enviando a su correo el contrato. Por favor, léalo bien y me lo envía
escaneado con su firma. Lourdes Cueva, nuestra asistente de
gerencia, está tramitando sus pasajes aéreos para este primero de
diciembre. ¿Tendría inconvenientes, ingeniero Gutiérrez? No, ninguno.
Perfecto, en unos minutos Lourdes le estará enviando a su correo el
listado de los documentos que debe enviarnos. Me aceptaron. Es casi
casi un hecho que me voy a Honduras.

Me voy temprano de la oficina; tengo que alistar mis cosas para el


viaje a la sierra. Esta nunca me gustó; tan fría, tan hosca, tan distinta
de Lima, recordatorio de la opresión minera.

Jean Carlo y yo estamos en una combi rumbo a la mina. Reviso mi


correo en el celular. Son varios los documentos que Lourdes me pide.
Señala que debo enviárselos pronto porque el gerente de la mina
quiere que viaje el treinta; ya no el primero. Le explico que estoy en
una mina, lejos de Lima; por lo que no podré tramitar tan rápido lo que
me solicita. Me sugiere que encargue el asunto a alguien. Le pregunto
a Jean Carlo por nuestra fecha de regreso a la ciudad. Jueves, me
dice. La cagada; toda la semana perdida. Será mejor contarle lo de
Honduras para separarme de la empresa cuanto antes y enfocarme en
los documentos de Lourdes.

Representamos nuestra pantomima; Jean Carlo habla maravillas de


sus ventiladores, repitiéndose en varias oportunidades, y yo intervengo
dos minutos para reafirmar lo que ha dicho. En el colectivo de regreso
a Lima, le cuento lo de Honduras. Lo acepta. Me felicita con tibieza.
Definimos la fecha de mi desligue. Sugiere que sea el próximo lunes.
Me recuerda que el ingeniero de la mina nos ha encargado una
simulación para redondear la compra de un lote de ventiladores. Tiene
razón. No puedo largarme así como así. Recibo otro correo de
Lourdes. Lo leo. Daniel, debido a que usted está lejos de Lima, hemos
decidido que los documentos los gestionaremos una vez que se
establezca aquí. No se preocupe. Sí le pediríamos que se vacune
pronto contra la fiebre amarilla. Usted sabe que esa vacuna es
importante para viajar a un país tropical como Honduras. Debe
aplicársela, como mínimo, diez días antes del vuelo. Usted debe viajar
con el carné de la vacuna para mostrárselo a las autoridades que se lo
soliciten. Recuerde que está viajando el treinta de noviembre. Haga
eso pronto, por favor, y me avisa.

Rosario ya sabe que me voy. Por eso, va a mi cuarto y hacemos el


amor. Al día siguiente, nos despertamos temprano. Nos besamos largo
rato. Intuimos el fin de todo. Ella toma un taxi al trabajo; yo me pongo
la vacuna contra la fiebre amarilla en el Hospital San José. Le escribo
a Lourdes. Ya me puse la vacuna. Es viernes veinticinco. Como se
habrá dado cuenta; de hoy hasta el treinta no hay diez días.
Conversaré con alguien de migraciones para que no tenga problemas
al llegar a Honduras, me escribe.

Paso la tarde en la oficina. El encargo del ingeniero de ventilación lo


termino en cuatro horas. Son casi las seis de la tarde. Le presento el
trabajo a Jean Carlo. Queda sorprendido y complacido con mi rapidez.
Va a ser una gran pérdida para la empresa que te vayas, Daniel. Pero
ya sabes, si deseas volver, las puertas están abiertas. ¿Con el mismo
sueldo? No, gracias, Jean Carlo. Le agradezco el gesto. Manejo rumbo
a Zepita.

Como es viernes, paso por mi hija. Mi esposa está mejor, pero aún
lleva el parche en la nariz. ¿Melina? Salió. ¿Por qué no vamos al
Bembos? No, Daniel, pucha, en estos días no he ido al gimnasio, por
lo del reposo que me recomendaron en la clínica, y he estado
comiendo poco para no engordar. Yo soy así. Olvido los odios con
rapidez. Vamos, le insisto; de paso que te distraes. Sigue negándose.
Entonces, le cuento que mi vuelo a Honduras ya tiene fecha; el treinta.
Me queda menos de una semana, me hago la víctima. Vamos,
salgamos; será la última vez que lo hagamos en familia este año. No
puede negarse más. Le escribe un mensaje a Melina. Salimos.

Nos damos un banquete en el Bembos. Repletos, nos vamos al Coney


Park. La bebe y yo nos trepamos en El Gusanito. Es inofensivo, no es
muy veloz y apenas se despega tres metros del suelo. Mi esposa nos
saca unas fotos. Por un instante, somos felices. Embarco a mi esposa
en un taxi. Mi hija y yo, en otro taxi, nos vamos a casa de mi mamá.
Veo las noticias en el celular: Fidel Castro, el dictador cubano, por fin
ha muerto.

La bebe y yo dormimos juntos. No estaré a su lado en mucho tiempo.


Quiero que me invada su olorcito. El sábado me la paso jugando con
ella. Vemos sus vídeos favoritos en Youtube.

Sábado, noche. La bebe quiere dormir conmigo. Quiere a su papi. Me


conmueve su ternura. Es una niña súper cariñosa. Sacó lo mejor de mí
y de su mamá. Empieza la madrugada. La bebe duerme a mi lado.
Ronca suavecito. Como yo, suda, y bastante. Le paso una mano por
su cabecita. Acopio su sudor. Su olor es riquísimo. Sus labiecitos se
alargan en una sonrisa. Está soñando conmigo. Me siente. Luego, se
da la vuelta. Pega su cuerpo contra la pared. Sumida en el sueño,
inconsciente, sabe balancear su temperatura corporal: la fría pared la
refrescará. Veo la hora en mi celular. La una de la mañana. Pienso.
Pienso en Azul. Estoy a punto de irme del país y no sé quién mierda es
ni si me contagió algo. Se me ocurre buscarla por última vez.

No me preocupa que mi mamá se dé cuenta de que me he ido. Me


preocupa que mi hija no me sienta a su lado y se ponga a llorar. Pero
debo hacer esto. Tomo un taxi a Zepita.

Son casi las dos de la mañana. Hay pocas hembras en Peñaloza. Por
ejemplo, no está Jazmín. Tampoco hay rastro de Azul. Veo, sin
embargo, a una chica que quería cacharme desde hace un tiempo.
Está tan buena como Azul o Jazmín. Es mi último fin de semana en
Lima. Mi última oportunidad de tirármela. Me acerco. La tarifa es igual
a la de Jazmín: cuarenta por el cache y diez por la habitación. ¿No
vamos a un hotel? No, vamos a su cuarto. Así estamos más tranquilos
y te atiendo sin apuros. Bueno. Caminamos hacia su cuarto. Vive en el
mismo edificio de Azul. Entramos. ¿No está prohibido llevar clientes a
ese edificio? En la práctica, parece que no. Además, se entiende que
esta chica quiera embolsicarse los diez soles del cuarto.

Antes de entrar, le recuerdo que prometió besarme en la boca. Yo solo


me vengo cuando me besan en la boca, con todo y lengua. Claro,
claro.

Siempre he sido fatalista. Este cache puede ser el último de mi vida. El


avión puede irse al mar sin que ninguno de sus ocupantes sobreviva.
Así que he decidido chuparle la pinga a esta mujer.

Se llama Brigit. Su cuarto está en el segundo piso de la casona; no en


el tercero, donde vive Azul. Entramos. Se desviste. Se quita el
conchero, artilugio que se pone entre las piernas para disimular la
pinga, y lo pone sobre una cómoda. Desvestido ya, me acerco a ella.
Me acuclillo y le lamo el trasero. Qué piel. Qué culo. Es una diosa. Mi
lengua es una brocha que no deja vacíos en ese enorme y duro
trasero. Te amo, Brigit, te amo.

Me tiendo en la cama y ella se apodera de mi pene. Le pone un


condón y empieza a chupármelo. Es delicioso ver un rostro así de bello
deformándose al tratar de acapararme la pichula. La tengo súper dura.
Es mi despedida. Tengo que disfrutar de este momento sin límites ni
complejos. Nadie más sabrá de esto; únicamente Brigit y yo. ¿Tienes
otro condón? ¿Para qué?, me pregunta. Quiero chupártela. A pesar de
no tener puesto el conchero, se da maña para ocultarse la pinga. Me
mira. ¿Es en serio? Mi respuesta es un beso que ella corresponde.
Hay lengua, hay saliva. Queda tendida sobre la cama. La trato como si
se fuese a romper al menor descuido. Me hace una seña. Quiere que
le alcance su bolso. Saca un condón y se lo pone. Deja el bolso a un
lado de la cama. Nos volvemos a comer la boca. Le dejo los senos
llenos de saliva. Desciendo y me topo con una riquísima pinga. No
tiene un pelo. Está peladita. Me encanta. Acuden los prejuicios
religiosos y familiares. Acuden a joderme el momento. Pero los
ahuyento. Es la oportunidad de ser yo mismo. Empiezo a chupársela y
es delicioso. Ella se estremece. Sus piernas dobladas tiemblan. Me
pone una mano sobre la cabeza. La miro desde ahí y sus ojos me
gritan que no pare. No pienso parar ni por un segundo. Pero el plástico
estorba. Es mi último cache en Lima, quizá en el mundo. Le quito el
condón. Ella no protesta. La sensación es diez mil veces mejor. Te
amo, te amo, se lo repito. Me he comido varias conchas en mi vida,
pero ninguna tan rica como esta. Brigit sigue estremeciéndose. Busco
sus manos y entrelazamos nuestros dedos. Ha dejado de ser una
transacción carnal. Es un acto de amor. Ella se siente emocionalmente
urgida a devolverme el favor y ya sé lo que quiere. Lo leo en sus ojos.
Hacemos un sesenta y nueve. Le chupo las bolas. Las tiene peladitas,
deforestadas. Te amo, bebé. Ella se traga las mías, que exhiben,
orgullosas, unos pelos retorcidos como alambres. Es una mujer y la
amo. Es mi mujer.

Brigit se ha tomado mi leche. Yo no la suya. El piso pagó pato. Ya


luego limpio, dijo. Quedamos acostados en la cama. Abrazados. Por
un momento, he cerrado los ojos. Me he quedado dormido unos
minutos. Ha sido el éxtasis el que he experimentado. Si quieres
quédate conmigo, me dice. Eres súper lindo. Le agradezco la oferta,
pero declino. Estoy en la casona de Azul. Voy a encararla en su propio
cuarto. Brigit me dice que ya no va a salir. He sido el último cliente del
día. Me estaba ahuesando hasta que llegaste. Me salvaste. Me visto y
me despido. Gracias, amor, la pasé rico, me dice. Yo también, le
contesto y nos damos un beso.

Las escaleras al tercer piso están a unos pasos. Me convenzo de que


nada malo puede pasarme. Avanzo. Todo está más o menos oscuro.
Me ayudo con la luz del celular. Llego al tercer piso. Parece que todas
las puertas están cerradas. Camino hacia el cuarto de Azul. Por los
resquicios de la puerta, huyen retazos de luz amarilla. Es muy
probable que esté adentro. ¿Estará sola? ¿Acompañada? Me acerco
sigilosamente. Quiero oír voces o silencios. El corazón es una bomba
a presión. Sudo y me cago de frío, pero estoy muy cerca de la puerta.
Unos hombres conversan. Se ríen. Dicen lisuras. Se burlan de alguien.
¿Y la voz de Azul? Uno de los hombres -parece que solo son dos-dice
que ya se quita. La cagada. Retrocedo hasta las escaleras. Me
escondo tras la esquina. Se abre la puerta. La figura de un tipo alto se
recorta contra el rectángulo de luz. Entonces le preguntas, pe. Mañana
yo te llamo, le dice al que se queda en el cuarto. Reconozco su voz.
No hace falta que le vea la cara. Es el huevón de Pesadilla.

Pesadilla es alto. Tiene la cabeza cuadrada. Perdió el ojo izquierdo de


un navajazo. Siempre usa lentes oscuros. Pesadilla es conocido en
Quilca. Todos saben que dirige una banda de atracadores de centros
comerciales, pero nadie le tira dedo. Gracias a él, todo comerciante en
Quilca está asegurado. Con el barrio, nadie se mete. Es frecuente
verlo en bicicleta supervisando sus dominios, ofreciendo al mejor
postor un perfume, unos zapatos, gafas. Todo original. De marca.
Conoce a mi esposa desde que ella trabajaba vendiendo ropa en el
extinto Boulevard de la Cultura. Cuando nos hicimos enamorados, me
lo presentó. Pesadilla, si lo ves por ahí, me lo cuidas por favor. Es bien
delicadito mi novio. El tipo me miró y me dio la mano. Cuida muy bien
a la Negra, compare. Quien frecuentaba Quilca o vivía ahí, sabía quién
era Pesadilla.

Si Pesadilla me ve, me cago. Se lo contará a mi esposa. Bajo las


escaleras lo más rápido que puedo. Cuido, al mismo tiempo, ser tan
silente como una pluma. Por fin, en el primer piso, abro la puerta de
madera y salgo por la de rejas. Corro a mi cuarto. Meto la llave como
chucha sea y encaja. Luego, meto otra llave en la puerta de madera y
también encaja a la primera. Cierro todo y espío por la mirilla. Me
regresa el alma al cuerpo. Pasan unos cinco minutos y aparece
Pesadilla. Es él. No me equivoqué. Va rumbo a Quilca. Prende un
pucho y continúa su camino.

Me despierta el celular. Es mamá. Me dice que por qué me escapé así,


que la tuve preocupada. Quería despedirme de la vida nocturna del
Centro, le digo. Está llegando en un taxi para ayudarme con la
mudanza. ¿La bebe?, le pregunto. Está bien; la dejé jugando con su
Tablet, me dice. Ni bien entra en mi cuarto exclama, horrorizada:
¿Cómo has podido vivir aquí? Pero está aliviada y orgullosa a la vez;
su hijo dejará de vivir como un pordiosero y, por fin, le dará la alegría
de su vida: demostrará su talento en el extranjero. Se lleva casi todo
en el taxi. Solo queda mi colchón y mi bicicleta. Aún viviré ahí hasta el
martes.

El domingo, en la noche, dejo a mi hija en casa de mi esposa. La


bebita no sabe que dejará de ver a su papi en mucho tiempo. En el bus
a Zepita, lloro descontrolado, sentado en uno de los asientos del
rincón.

Es lunes. Último día en la empresa de Jean Carlo. Nos invita a una


cevichería cercana a la empresa. Nos lleva en su camioneta. Es un
lugar amplio. Hay carros lujosos en las afueras. Brindamos por que me
vaya bien en Honduras. Jean Carlo y yo bebemos cerveza; Patricia,
Inka Kola. Te voy a extrañar, dice Patricia, y se hace un silencio
incómodo que la mesera, una atenta señora de pelo pintado, rompe,
trayéndonos una fuente de tiradito.

Rosario y yo nos encontramos en la Estación de Matellini. Tomamos


un taxi a mi cuarto. Dentro, me alarga un paquete. Es tu regalo de
Navidad, me dice. Su gesto me conmueve. Qué linda. Quiero llorar,
pero me hago el macho. Ábrelo, me dice. Es un reloj Casio. Tú nunca
usas reloj, Daniel. Y creo que te hace falta. Me siento corto. No tengo
nada que ofrecerle porque no soy detallista. Pero se me ocurre algo.

He comprado un panetón. Dejamos en el cuarto nuestras cosas y


salimos a despedirnos del Centro de Lima. Nos metemos en un bar de
Emancipación. Nos comemos el panetón con algunas botellas de
cerveza. En cierto punto de esa Noche Buena anticipada, nos
deseamos Navidad y nos besamos. Es el beso más tierno que nos
hemos dado. Nos abrazamos. Lloro. Le humedezco la blusa.

Regresamos a Zepita. Sabemos que es la última noche juntos, la


última noche en ese cuarto, mi última noche en el Centro de Lima. No
hacemos el amor. Estamos desnudos, sí, pero no hay lascivia. Hay
tristeza. Nos acurrucamos, mi pecho y su espalda fusionados.
Lloramos en silencio. Cada quien enfrenta la pena con su mejor
repertorio.

Mamá parte en un taxi con el colchón. Te espero en la casa, alcanza a


decirme. Le entrego el cuarto a Jaime. Lo evalúa. No halla nada raro.
Entra al baño. Remueve el wáter. Está flojo. Me dice que eso estaba
firme como una roca. Ustedes lo removieron con la cabeza cuando se
pelearon esa vez. Lo niego. Le digo que eso no podía ser posible;
hubiéramos terminado con la cabeza rota. El pendejo se cierra. Dice
que no me devolverá los trescientos cincuenta soles de la garantía. Se
quedará con doscientos. Para reparar el baño. Hijo de puta. Le
devuelvo las llaves y me monto en la bici. Gordo culero, me despido.

Manejo hasta la casa de mi esposa. Le dejo la bicicleta. La bebe está


en el colegio. Es mejor así. Despedirme de ella sería desgarrador.
Cuídate, me dice mi esposa. Tú también, le digo. Nos abrazamos. Me
escribe Lourdes: no habrá problemas con los diez días de la vacuna.
Puedo viajar con tranquilidad.

Es miércoles. Mamá y Celso me acompañan. Estamos en el


aeropuerto, en el segundo piso. Debo entrar por aquella puerta que
dice “Vuelos internacionales”. Nos abrazamos. Les pido que se cuiden
mucho, que vean siempre por mi hija. No te preocupes, papito. Vamos
a engreírla siempre. Más bien cuídate tú, hijito; cuídate mucho. Vas a
estar solito. Escríbenos apenas llegues. Celso nos hace fotos. Es hora
de partir. Estoy ya en la cola de la gente que saldrá del país. Reviso mi
correo en el celular. Un mensaje de Lourdes. Buen día, Daniel; le
adjunto los exámenes médicos que le haremos cuando llegue. Lo
reviso. ¿Qué? ¿Me van a hacer la prueba de Elisa? ¿Por qué?
Tiemblo. Se me baja la presión. Ya no hay marcha atrás. Estoy
avanzando en esa cola.

ÍNDICE


Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36

También podría gustarte