Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
del autor
Daniel Gutiérrez Híjar nació en Lima en julio de 1983. Se
quitó la vida una tarde de agosto del 2028. No se fue solo. Se
llevó consigo al más conspicuo político hijo de puta aún no
capturado por la justicia. Publicó el libro de cuentos Latidos
del asfalto y las novelas El solitario de Zepita, Un país feliz y
Escenario.
El solitario de Zepita
El solitario de Zepita
EDICIONES DGH
Título de la edición original:
Zepita’s loner
Ediciones DGH
Lima, 2018
Diseño de la portada: Chris Mannix
Diseño de la contraportada: Marquis Warren
Primera edición: febrero 2019
© Daniel Gutiérrez
© Ediciones DGH, S.A., 2019
ISBN: 1307-19-830-8032-012
Depósito ilegal: A. 21041-888V
Printed in Breña, Lima
Capítulo 1
Martes 06 de setiembre del 2016
They say the bad guys wear black
We're tagged and can't turn back
Pantera - Cowboys From Hell
Ese viernes, dormí sobre una manta. Mi columna quedó hecha mierda.
La mañana del sábado, fui al Sodimac de la avenida Tacna. Compré
una escoba, un recogedor, un colchón inflable de dos plazas -con su
inflador-, una mesita blanca, una silla plegable, dos cojines azules, una
colcha de plaza y media y un ropero armable hecho de varillas de
aluminio y láminas de tela.
Para la tarde, tenía el cuarto amoblado. Ahora, faltaba yo. Quería que
Rosario me viese presentable. Fui a Polvos Azules y compré unas
Adidas Superstar, originales.
Se fue a su casa el domingo por la mañana. Pasé todo ese día solo.
No pude dormir. A la medianoche, decidí salir. Fui a La Jarrita, una
discoteca para gays, lesbianas, transexuales y curiosos, en la nueve
de Camaná. Compré una Pilsen helada. La bebí cerca de una pantalla
gigante donde pasaban videos musicales.
Capítulo 2
Salí temprano del trabajo. Manejé lo más rápido que pude. Llegué a
Zepita en hora y media. Guardé la bici y me bañé. Me vestí de negro,
empaqué mi laptop y salí.
Luego de cuatro libros forrados, llamé a Jazmín. Hacía varios días que
contaba con su número. Jazmín, hola, le dije. ¿Sí?, dijo ella, la voz
atiplada, de cabro. Soy el pata de los tatuajes de escritores, ¿te
acuerdas? Un silencio de duda. Mmm, ah, ya, dime. Nada, solo que
estoy por el Centro y quería saber si estás en Peñaloza. Sí, aquí estoy.
Bacán, ¿te parece si te caigo en quince minutos? ¿O ya fugas? Otro
silencio de duda. Ya, pues, te espero.
Saqué la pinga con cuidado. Podía darse el caso del condón atorado
en el ano. No quería contagiarme de ninguna enfermedad.
Salí del Malka Masi. Estaba ligero, fresco. Si el mundo aplacara sus
urgencias como lo hacía yo, sería un lugar feliz, sin guerras.
Capítulo 3
Del jueves 08 al viernes 09 de setiembre del 2016
Llegué a mi cuarto poco antes de las ocho. Cuadré la bici al pie de las
escaleras. Me bañé. Me vestí. Corrí hacia el paradero de buses en
Alfonso Ugarte. Ya quería ver los ojitos de mi hija.
Ahora vas a ir a la casa a dormir con mamita, ¿ya? Sí, papi. ¿Me
prometes que no vas a llorar y vas a dormir tranquilita? Yes, daddy. La
volví a besar. Mi esposa y yo nos despedimos. Cuídense, por favor. Ya
nos vemos pronto. Mi esposa me abrazó. Cuídate mucho, cuídate por
nuestra gordita. La bebe subió tres escalones y me dijo: Papi, papi,
sube, por favor. Su pedido me quebró el corazón. Su inocencia le
cubría la jodida realidad. Esa ya no era mi casa. No puedo, mamita;
pero sube que arriba está Mel. ¿Quieres jugar con Mel? Sí, papi. Subió
el resto de peldaños, alegre. ¿Vas a portarte bien? Sí, papi. Mel era
Melina, la pareja de mi esposa. Mi bebe la quería mucho. Se
entendían. Mel era excelente con los niños; les tenía paciencia.
Eran las once cuando llegué a Alfonso Ugarte; aún a tiempo para el
encuentro con Rosario. Al pie del colegio guadalupano, en puestos
improvisados, se vendían libros, celulares, ropa, gorras, billeteras.
Hallé la edición original de Conversación En La Catedral, de 1971, en
dos tomos. En la biblioteca que dejé en el departamento de mi esposa,
tenía una copia pirata. Esos tomos eran una joya. Dame diez soles por
los dos, me dijo el vendedor, un joven de barba tupida. Pagué. Era una
ganga. Recibí un mensaje de Rosario. Estaba a cinco minutos del
Queirolo. Apuré el paso. Conseguí releer las primeras páginas del
tomo uno. Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles,
edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos
flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había
jodido el Perú?
Capítulo 4
Dormí bien toda la noche. Era una ventaja no saber conducir. Nos
detuvimos en un grifo. Estábamos en Pacasmayo. Ricardo y yo
bajamos del auto. Tómense un desayuno y yo regreso por ustedes.
Voy a dejar a mi esposa aquí en la casa de su mamá. Toma, me
extendió la tarjeta de débito de la empresa; para que pagues el
desayuno. Coman bien, ah.
El baño tenía agua caliente. Me bañé. Me sequé las bolas, los pies, el
culo y la cabeza viendo los noticieros de la tele. Apagué la luz y me
cubrí con la colcha. Cogí el celular y busqué una porno. Dos tetonas
veinteañeras se la chupaban a un moreno basquetbolista. El negro,
con sus dedos largos como patas de tarántula, les pellizcaba los
pezones. La pinga del negro les inflaba los cachetes. Imaginé que me
la chupaban a mí. Me vine en un pedazo de papel higiénico. Dormí
tranquilo.
Capítulo 5
Capítulo 6
El decano de la UNI resultó ser Jorge Huayta. Era bajo, muy trigueño,
tímido, las manos siempre sudorosas. Lo había conocido en el 2014,
en Julcani, mina en la que yo trabajaba como jefe de ventilación. El
superintendente de Planeamiento, mi jefe, muy amigo de Huayta, lo
contrató para que efectuase un estudio de ventilación. Lo que nos
entregó fue una mierda. Su informe terminó en el tacho de basura.
Parecía que cualquiera podía ser decano.
Capítulo 7
Iba por mi tercera cerveza cuando alguien dijo: Hola, gente. Somos
Koala. Hoy vamos a ofrecerles un tributo a Panda. Por Elena, antigua
enamorada cuyas mamadas relaté en Latidos Del Asfalto, el único libro
que había publicado en mi vida, conocía varias canciones de esa
banda. Cerré la novela y me acerqué al escenario. Tocaron las
canciones que me sabía de memoria. Las canté. Las grité. La Pilsen
era mi micrófono. Luego de tres temas, tenía el bividí empapado de
sudor. Una gringuita se movía junto a mí. Era una de las pitucas de la
barra. Me miró. ¿Te gusta Panda? Asentí. El vocalista anunció una
canción que yo desconocía. Era demasiado lenta. Regresé a la barra.
Terminé mi cerveza y pedí otra. Continué leyendo. El concierto era un
montón de canciones sin alma; lo peor de Panda.
¿Qué lees? Era la rubia de hacía ratito. Bebía una Corona. Era
preciosa. Tenía unas tetas redonditas. Llevaba una pantaloneta
ajustada a un culito trabajado en el gimnasio. Le mostré la tapa del
libro. Es la primera vez que veo que alguien lee en una discoteca. Se
echó un trago de la Corona. No tenía otra cosa que hacer, le dije. Fue
una acotación estúpida. Ella sonrió. Ya sin entender lo que leía, me
preguntaba por qué una chica así me estaba hablando. Permanecí en
silencio; los ojos en el libro.
Capítulo 8
Compré una cerveza y me ubiqué cerca de las travas más ricas. Eran
cinco; dos, realmente bellas. Dos tipos, vestidos como reggaetoneros,
eran quienes les proveían la cerveza.
Los temas del reggaetonero de moda cesaron y las luces del escenario
les dieron la bienvenida a un par de cabros gordos, que parecían
camioneros con peluca.
Hoy vamos a premiar a dos chicos, dijo La Nana. Dos chicos valientes
que se atrevan a participar en nuestro concurso de todos los sábados:
El Chala De La Jarrita. El Chala, como siempre, se llevará seis chelas
bien heladas para que celebre su reinado por todo lo alto. A ver,
chicos, ¿quién se atreve?
Sube tú, me dijo la tetona. ¿Yo? Ni cagando. Tú, pues; vamos, sube,
insistió, haciendo pucherito. Tienes una rica pinga, papi. Fijo que
ganas y nos llevamos el premio a mi cuarto para disfrutarlo juntitos.
¿Qué dices? Anda. Sube.
Subí.
Chicos, dijo La Nana, lo que tienen que hacer es muy fácil. Solo tienen
que enseñarle la pinga a La Nena, nuestra estricta jueza, y ella dirá
quién es nuestro Chala de la noche. La Nena se había sentado en
medio del escenario. Tenía una toalla en las manos. ¿Quién quiere ser
el primero? Michael dio un paso hacia La Nena. Aplausos para nuestro
primer concursante, gritó La Nana. El índice de La Nena invitó a
Michael a acercarse del todo. Cuando estuvo delante de ella, La Nana
se acercó para rodearle la cintura con la toalla. La Nena sostuvo los
extremos. Pusieron un reggaetón del cantante de moda. Michael se
bajó el pantalón al compás de la canción. Los ojos de La Nena
aprobaron lo que veían. Esa boca se desesperó por meterle una buena
mamada. Hija, cuéntanos, cómo la tiene nuestro muchachito. Michael,
que sostenía el micrófono de La Nena, se lo acercó a la boca. Nos
falta ver al otro participante, pero creo que solo un burro arrecho le
gana a Michael. Yo siempre lo he dicho; La Victoria es fábrica de
pingones.
Fue mi turno. Tenía claro que estaba ahí por la promesa de sexo con la
tetona. Pero veía muy difícil que pudiera ganarle a Michael; cuando no
estaba excitado, la pinga se me ponía ridículamente pequeña. Y así la
tenía mientras me colocaba delante de La Nena. La Nana se apresuró
en rodearme la cintura con la toalla. Me pidió sostener el micrófono de
su compañera. Pusieron la misma canción de hacía un rato. Llevé las
manos al botón del pantalón y no pude continuar. La Nena acercó su
boca al micrófono y me alentó a seguir. Vamos, papi. A ver, aplausos
para nuestro participante. El público aplaudió. Apagué el micrófono y lo
guardé en uno de mis bolsillos. Me acerqué al oído de La Nena. La
tengo chiquita cuando no estoy excitado. No fue necesario decir más.
Me indicó sostener la toalla. Me desabrochó el pantalón. Me lo bajó.
Hizo lo mismo con el bóxer. Cogió el micrófono y lo prendió. Amiga,
este participante necesita respiración boca a boca para continuar en
carrera. La gente celebró. La Nana dio su autorización. La jueza
empezó a chupármela. Fue asqueroso. Ninguna de las dos era
mínimamente agraciada; parecían dos voluminosos vigilantes de
discoteca con peluca y vestido. Saqué la pinga de su boca y me subí el
pantalón.
Capítulo 9
Revisé los mails del trabajo en la laptop que Jean Carlo me había
asignado. Nunca en mi vida había manipulado máquina tan potente.
Era una laptop del año. El único mensaje de la bandeja era uno dejado
por él mismo la noche anterior. Daniel, por fa, ármate un procedimiento
sencillo, pero completo, de medición de caudales de aire en minas y
túneles. Cuando lo termines, me lo envías. Me lo está pidiendo un
cliente para hoy. Gracias. Fácil. Había que escribir todo lo que sabía
sobre medición de caudales de aire y complementarlo con la
información que estaba en mis libros de ventilación. Abrí el cajón del
escritorio. No estaban los libros. ¿Qué? Juraba que los tenía ahí.
Entonces, recordé que aún permanecían en el departamento de mi
esposa. Debía recogerlos ya mismo. Volví a ponerme la ropa de
manejo, toda sudada como estaba, y salí.
Llamé a mi esposa y le comenté el problema. Estoy yendo a tu casa en
estos momentos. Llego en dos horas. ¿Puedes esperarme para que
me abras la puerta y recoja mis libros? Contestó que me esperaría.
Maneja tranquilo, recomendó.
Los libros estaban en uno de los cajones de lo que una vez fue mi
mesita de noche. Los guardé en mi mochila y me fui. Cuídate, Dani,
me dijo mi esposa.
Era hora de dejar todo listo para la llegada de Karina. Antes del
incidente con los rateros, había comprado en la Venezuela un USB de
reggaetón. Lo insertaría en la esfera de luces psicodélicas que había
comprado en El Hueco. Esa esferita, además de emitir luces
multicolores, era radio y reproductor de mp3.
Regresé con una sola botella. Debía trabajar al día siguiente. Karina
no trabajaba; solo recibía el dinero de las rentas de todas las
propiedades que su papá le dejó al morir. Todavía sigo saliendo con
Mark. Digamos que somos como que enamorados. Pero se me está
poniendo muy controlador. Varias veces le he dicho que no se ilusione
mucho porque lo nuestro no puede ser. O sea, imagínate, Dani: él
tiene diecinueve y yo…, bueno, ya tú sabes cuánto tengo. Karina me
llevaba tres años. A Mark lo veo como a un chiquillo. Cuando salgo
con él, trato de disfrutar del momento, pero no me veo llevando una
relación formal. Él me dice que me ama y que está enamorado de mí,
y que si su familia se opone a nuestra relación, él luchará. Es un
chibolo, pues. No tiene idea de las cosas.
Capítulo 10
Las llevé en un taxi a casa. Todavía nos besamos un par de veces más
dentro del vehículo. Ya en los alrededores del vecindario, cortamos los
besos. Mi esposa miraba inquieta a través de las ventanas.
Capítulo 11
Manejé tranquilo hasta Chorrillos. Eran las siete y media cuando llegué
a la oficina. Me lavé la cara y el torso. Me miré en el espejo. Se me
estaba cayendo el pelo. En pocos años, la calvicie me haría más feo
de lo que ya era.
Por esos días, me llegó otra mala noticia; MVP no podría auspiciarme
en el sorteo del 2016, pues estaba siendo absorbida por una
consultora transnacional. Tendría que esperar hasta el sorteo del 2017,
según me aseguró Konrad.
Los diez mil dólares me ayudaron a vivir con calma. Parte de ese
dinero, lo empleé en la creación de una consultora, en asociación con
mi hermano.
Ese había sido mi periplo laboral hasta ese jueves en que revisaba la
traducción del libro de los gringos. No les cobré un solo dólar por ese
último control de calidad.
Capítulo 12
Los platos llegaron rápido. Pedí una Inka Kola heladita de medio litro.
¿También quieres una Inka? No; prefería una botella de agua mineral.
Las gaseosas hacen daño.
Fue en casa de una tía del novio donde Patricia quedó preñada. Hasta
esos detalles me relató. Yo la escuchaba con atención. El tipo la
abandonó al poco tiempo. Se desentendió de ella y de la niña, que
apenas tenía tres meses en el vientre de Patricia. No se apareció más.
Se esfumó. Patricia no intentó buscarlo. Se refugió en su fe, pero, sin
un templo al cual acudir, se sintió indefensa. En esa búsqueda de
apoyo, se hizo mormona. Los ritos de este último credo le sentaron
perfectamente. Los mormones le brindaron aquello que Patricia
siempre buscó: pureza corporal y espiritual. Se le prohibía beber café,
té o licor. Eran drogas condenables que, aún en mínimas proporciones,
pudrían el cuerpo. También, debía conservarse pura hasta el
matrimonio. Sus pensamientos debían girar en torno a Dios. Se
prefería que su futuro esposo también fuese mormón; ello evitaría el
peligro de apartarse del credo de la salvación.
Oye, me dijo, vi que tienes tatuajes. La Inka Kola helada era el perfecto
complemento de un buen arroz chaufa. Sí, tengo los brazos llenos de
rostros de escritores. Quiso saber por qué. Me remangué los puños de
la camisa y le mostré los rostros que quedaron descubiertos: Palma y
Bayly, en el derecho; Zweig y Maupassant, en el izquierdo. Y por aquí,
señalé las partes todavía cubiertas, tengo más. ¿Pero por qué
escritores?, volvió a preguntar. ¿Te gusta leer? Por supuesto, pero los
tatuajes eran parte de una estrategia publicitaria para cuando
publicase mi primera novela. ¿Escribes? ¿Qué escribes? Las cosas
que me pasaban. ¿Te pasan cosas interesantes? No muchas.
Desinteresada en el tema de mi novela, reincidió en los tatuajes. Los
mormones prohibían los tatuajes. El cuerpo del hombre es el templo de
Dios, es Su hogar. Por eso, siempre debemos mantenerlo limpio.
Imagínate que tienes tu casa y la pintas de blanco, y al día siguiente
alguien te la garabatea, no te gustaría, ¿no? Refuté su ejemplo. Sí,
pero hacerse un tatuaje no es dejarse garabatear cualquier cosa por
alguien; es dibujarse algo que tú siempre has querido llevar en el
cuerpo. Se supone que es un adorno y no un dibujo mal hecho o
impuesto. Igual que en una casa, uno pone cuadros y pinturas para
adornar las paredes. Patricia no supo qué decir. Fue raro,
generalmente, yo perdía las discusiones con cualquiera. Lo usual era
quedarme callado y sin respuesta, y ésta solía ocurrírseme varias
horas después de terminada la discusión.
Capítulo 13
Me explicó las dudas que tenía con respecto al modelo. Más que
dudas, eran grandes vacíos teóricos y prácticos. Me había comentado
que debía presentar el trabajo muy temprano al día siguiente. Pero si
te falta bastante, observé. Ya qué chucha; voy a terminarlo como
pueda con lo que me orientes. Total, me están pagando una miseria
por esta chamba, alegó. ¿Este no es el proyecto de Samuel Dicente?
¿De una mina colombiana? Se le abrieron los ojos. Sí, ¿cómo sabes?
Le conté la historia.
En la cuadra once del jirón Chota, me topé, como todas las mañanas,
con el escuadrón de limpieza de la Municipalidad, hombres y mujeres
en uniformes anaranjados, que empuñaban largas escobas y
arrastraban altos tachos de basura. Llegaban a su base. Se pondrían
sus ropas de civil y viajarían a casa en el transporte público. Sus
rostros eran sanos, incluso alegres, jamás resignados. Verlos me
enseñaba que uno no debía andar quejándose en la vida, porque ni los
que le quitaban la mierda a la ciudad lo hacían.
Capítulo 14
O sea que cuando te digo que me dejes en paz, ¿lo haces y ya? ¿No
te esfuerzas por recuperarme? Había varios mensajes iguales a esos
en el celular. La llamé.
¿Qué tienes, Rose?, le dije. Nada, solo que ya entiendo por qué te
dejó tu esposa y por qué te botó de la casa. No eres un hombre que
valga la pena. Eres un mentiroso. No me defendí. Dejé que se
desahogara. Un cínico; cuando estamos en la cama me dices que me
amas. ¿Por qué, Daniel? ¿Por qué decirme algo que no sientes? Era
mi naturaleza. Cuando tiraba, sin el “te amo”, no se me venía la leche.
Faltaba poco para la una de la tarde. Tenía la mitad del libro corregida.
Debía leer línea por línea buscando el mínimo error. Los ojos me
terminaban lagrimeando. Pero era mi nombre el que figuraría en el
libro como el responsable de la traducción; debía asegurarme de que
fuese impecable.
Dispuse las tazas en fila para que Patricia les echase las cucharadas
necesarias de azúcar. ¿Cuántas pongo? Yo solía ponerle tres a las
mías. Puso tres en cada taza y revolvió. Sacó una cucharada del
capuchino y me la acercó. Prueba; por mi religión, no puedo tomar ni
una gota. De algún modo, había logrado que me tuviera la confianza
suficiente como para darme cosas en la boca. Probé. Está rico, le dije.
Me abrazo. Ay, gracias, gracias. Te debo una. Estábamos a un beso de
distancia. Nos miramos los labios. ¿Era la señal de que ella también le
entraba a la huevada? ¿Y si la besaba?
Capítulo 15
Insistí. Le dije que se tomara todo el tiempo del mundo para que
cumpliese con los preparativos de los que hablaba, pero que viniera.
Yo no me hacía problemas con que se apareciese a las once o a las
doce, o incluso a la una de la mañana. Yo la esperaría donde la dejase
el taxi. Insistí en vano. Solo conseguí una de esas promesas que
nunca se cumplían: pronto me visitaría. ¿Cuándo? Nadie lo sabía.
Capítulo 16
Llegando a Zepita, divisé a Estrella, el cabro con el que tiré alguna vez.
Tenía un excelente cuerpo, pero no le ponía entusiasmo a su chamba.
Era como tirar con un muerto; no se movía, no gemía, ni siquiera se
daba el trabajo de fingir. Mi vida era igual a la de Estrella. A ella no le
gustaba darle el culo a la gente, así como a mí no me gustaba trabajar
en una mina. Por eso, renuncié a la última. Me arrepentí unos días
después porque me pagaban muy bien. Pero ya era demasiada
conchudez; había jugado muchas veces con esa minera. Luego de
traducir el libro de McPhilips, hallé cobijo en la empresa de Jean Carlo.
Me pagaba una miseria en comparación con mi sueldo de la mina,
pero era preferible a no ganar un solo sol. Ahí estaban las
consecuencias: vivía en un cuartito, manejaba al trabajo en una
bicicleta que podía ser arrollada por una combi en cualquier momento
y comía arroz chaufa a diario. Me prostituía al igual que Estrella: sin
ganas y a cambio de unas miserables monedas.
Capítulo 17
A pesar del cache y del vino, llegué temprano al trabajo. No tenía nada
que hacer, así que continué revisando mi traducción del libro de
McPhilips. A media mañana, me estaba quedando dormido. Fue
entonces cuando Patricia se acercó a mi escritorio. ¿Me acompañas
un ratito al banco? Caminar por ahí me despejaría la mente.
Conversamos de cualquier tontería. La hacía reír. Otra vez, nuestros
cuerpos tendían a pegarse, como imantados. Varias veces, sin
intención, mi mano le rozó los muslos.
Unas horas después, el sueño regresó con fuerza. Sonó el anexo que
Jean Carlo me había asignado. Rara vez sonaba. Nadie me llamaba.
Era Patricia. ¿No te molesta si pongo unas canciones? No. Puso
algunas salsas del recuerdo. Las cantamos desde nuestras
respectivas oficinas. Volvió a sonar el anexo. ¿Qué tal? ¿Te están
gustando? Sí, estaban buenas.
Capítulo 18
Quise hacerle el amor, pero no iba a ser tan fácil. Aún seguía resentida
conmigo. Intenté algo.
Tras unos minutos del masaje podálico, se llevó una mano a la vagina
y comenzó a frotarse el clítoris. ¿Qué haces?, pregunté, haciéndome
el huevón. Me masturbo, pues, dijo, agitada. Si quieres, te masturbo
con mi lengua, propuse. No, me dijo, tú no puedes tocarme. Estás
castigado. Sí, claro. Continuó los masajes. Empezó a meterse uno,
dos dedos, en la vagina. ¿No quieres que te la meta un rato? No
respondió. Continuó corriéndomela y corriéndosela.
Capítulo 19
¿Desde cuándo quieres verte con Daniela? Estaba furiosa. Por favor,
no vayas a tirar mi celular. No tengo plata para comprarme otro. No
supe qué otra cosa decir. Mientras no tuviera una pista de lo que
Rosario acababa de descubrir, no podía lanzar una mentira. Sus dedos
estrujaron el teléfono. Se le quebró la voz. Yo me entrego a ti, te
complazco en todo y tú con ganas de verte con Daniela. ¿Para qué la
quieres ver, ah? Intuí que había visto los últimos mensajes; esos en los
que Daniela y yo tratábamos de fijar un día para vernos. Tuve suerte.
Si hubiese visto los mensajes de Karina, sin dudarlo, me hubiese
estampado el celular en la cara.
Toma, le dije a Patricia. Es para ti. No esperaba nada de mí, así que su
curiosidad y su alegría sobrepasaron mis expectativas. Cuando sacó la
caja de la bolsa, me abrazó. No había nadie en la oficina. Ahorita
pongo la música, me dijo. Gracias, muchas gracias. Fui a mi escritorio
sintiéndome una basura. Había gastado treinta soles en unos parlantes
para alguien que no daba un carajo por mí y solo cuatro soles en un
jugo para la persona que hubiera dado la vida por mí. Volví al libro de
McPhilips. De fondo, sonaban las salsas de Patricia.
Capítulo 20
Capítulo 21
Eres una mierda, Daniel. No te voy a aceptar esa plata. Necesito más,
dijo mi esposa luego de contar el dinero. Tenía la cara de culo, esa que
ponía cuando quería cuadricularme la vida. Pero eso es lo que te doy
todos los meses. Y no me grites que no te he hecho nada. ¿Qué te
pasa? No entendía qué cosa la había jodido. Necesito doscientos
soles más. ¿Y para qué quería ese dinero? Lo necesito y punto.
Dámelo o no me des nada y que tu hija se muera de hambre todo el
mes. Cuando esta perra metía a mi hija en los problemas que se
inventaba, me desesperaba. Imaginármela pasando penurias me dolía
en el alma. ¿Cómo vas a decir eso? Toma el dinero, tómalo, por favor.
Tomó los billetes. Los miró. No, si no me das lo que te pido, puedes
quedarte con tu plata. Y los tiró al aire. Me sobrepuse y levanté cada
billete. Estaba pasando la vergüenza de mi vida.
Abrí los ojos. Todo estaba oscuro. Me costó reconocer que estaba
echado en mi colchón. La escena se aclaró ligeramente. A mi lado,
¿estaba Rosario? Sí, era ella, era su cabeza y el color nigérrimo de
sus cabellos. Pero yo había estado tatuándome, ¿qué hacía acá?
Salté del colchón y prendí la luz. Rosario reaccionó. Le costó abrir los
ojos. ¿Qué pasó?, le pregunté. Hizo visera con la mano y me miró.
¿No te acuerdas nada de lo que has hecho?, me preguntó. No, no
recordaba nada; solo que estaba tatuándome. Me noté algo en la
boca. ¿Y esto?, le pregunté. Tenía dos aritos metálicos en el labio
inferior, uno cerca de cada comisura. Te hiciste los piercings que tanto
querías, pues; como los de ese rockero que te gusta. Mierda; no
recordaba nada de eso. Vi una mancha extensa en el colchón. ¿Qué le
pasó al colchón? Sonrió. Lo vomitaste, pues. Tuve que limpiarlo. En
serio, ¿no recuerdas nada? Eres todo un caso. Me senté en la silla.
Acuéstate, descansa un poco más. Todavía son las cuatro de la
mañana. Descansa y después te cuento todo lo que has hecho. Me
acosté. La abracé. Me sentí fatal. Tuve miedo.
Capítulo 22
¿Dos? No, fueron CUATRO los vinos que te tomaste. Compraste dos
más. Bueno, me mandaste a comprar a mí. ¿No te acuerdas? ¿En
serio? Espera, espera, espera. Tú me mandaste a comprar tres
botellas. O sea, iban a ser CINCO y no cuatro. Pero ¿sabes qué pasó?
Rompiste una. La habías dejado sobre el filo de una mesa. En una de
esas que te moviste mientras cantabas tu Pearl Jam, le diste una
manazo y todo el piso de Paul quedó oliendo a vino.
Saliste feliz con el tatuaje de tu hija. “Quiero que todo el mundo la vea.
Quiero que el mundo vea lo hermosa que es mi bebé.” Y te quitaste el
polo. Yo te decía “Daniel, cállate. Ponte el polo.”, pero tú, terco, hiciste
lo que te dio la gana. Te daba igual que la gente te mirara. Serían las
doce de la madrugada.
Disparaste. Solo sonó un clic bien fuerte, como en las películas cuando
el arma está sin balas. “¿Ves?”, me dijiste. “Nada me va a pasar
todavía”. Luego, metiste la pistola en el tacho de basura. “Eres un
idiota, Daniel”, te dije, y te abracé. Había sentido que te perdía para
siempre. No sabía si estar molesta o feliz. Creo que estaba feliz. Yo
tampoco quería que te murieras ahí. No quiero que te mueras nunca.
Te apuré para que nos fuésemos rápido. Temía que llegase el tipo a
buscar venganza. Gracias a Dios, me obedeciste.
Capítulo 23
Nos metimos en el bar del hotel Bolívar, famoso por sus piscos sours.
Hay que tomarnos un chilcano, dijo Rosario. ¿Otro? Te has tomado
varios en el concierto, le recordé. Yo invito, contrarrestó. Pidió dos
chilcanos. Conversamos. Un chico me estuvo coqueteando en el
concierto. Estaba hermosa. Ella sabía que sus historias de seducción
me arrechaban. Era un chico blancón; muy diferente de los cholos con
los que te mezclabas. Me preguntó si estaba sola. Le dije que había
venido con un amigo. “¿Y dónde está tu amigo?”, me preguntó. “Ahí,
en primera fila”, le contesté. La animé a continuar su relato.
No. Tiene que ver con encontrar a la persona que te robó el celular. Es
más, creo que existe la posibilidad de que puedas recuperarlo.
Me dijo que te robó una chica conocida como “la carnada de la Sara”.
¿Y cómo vamos a ubicar a esa chica o la tal Sara? Tú, que tienes
buena memoria, ¿te acuerdas de la cara de la chica? Si la tuvieras
enfrente, ¿la reconocerías?
Jaime conoce a todas las chicas que estuvieron esa noche. Sara es
como que la mami.
No, no estaba. Solo estaban las chicas de Sara. Pero la que te robó es
como que la más allegada a ella. El chico, muy amable, me dijo que le
hablaría a Jaime para que trate de recuperar tu celular. También me
dijo que todos en el barrio saben que nadie se puede meter con los
inquilinos de Jaime. Es como una ley. Me dijo que a la Sara no le va a
quedar otra que devolverte el celular.
Capítulo 24
Dejo que ella resuelva los últimos cinco problemas. Le echo un vistazo
a mi celular. Hay una llamada perdida de Rosario. No, hoy no tengo
ganas de verte; hoy tiraré con Elena. Son casi las diez de la noche.
Estoy seguro de que me invitará a pasar la noche en su departamento;
beberemos algunas cervezas; cansados, algo ebrios, nos echaremos
en el sofá. Una cosa llevará a la otra y, en el momento menos
pensado, estaremos cachando a forro, recordando viejos tiempos.
Capítulo 25
Los mensajes eran de este tenor: Quiero meterte la pinga. Quiero que
me des esa chuchita rica. Dime en qué hotel estás para caerte al
toque. En mi defensa, pude haber dicho que esos correos eran de la
época en que me separé de mi esposa y salí con Daniela. Puesto que
quería tomar las cosas en serio, me fui de la casa y busqué refugio en
la de mi madre. Lo de Daniela terminó pronto. Me aburrí, supongo.
Regresé con mi esposa, pero nunca borré los mensajes. En fin, era
culpable. Si bien no por lo de Daniela, sí por lo de Rosario. No le jugué
derecho a ninguna de las tres.
Mientras me visto, chateo con ella. ¿Es verdad todo lo que escribes?
No quiero desilusionarla. Sí, es verdad. Y vas a salir en los próximos
capítulos. Me dice que, cuando salga, le mande el link para publicarlo
en su página de Facebook. Rosario me escribe. ¿Con quién estás
hablando? Te veo en línea. Le digo que con nadie. Me pongo el casco.
Lo aseguro. Estás hablando con la perra de Karina, ¿no? Rosario sí
que tiene un sexto sentido. Le digo que sí. Eres un maldito. No te
importa que me aleje de tu vida. No te importa perderme. Le digo que
Karina ha leído el capítulo siete y lo ha tomado con gracia. Se ha
hecho fan de mi novela y me ha dicho que va a venir a mi cuarto en la
noche para felicitarme. Rosario se enoja. Me descarga su ira en varios
mensajes. No, Daniel, de ninguna manera vas a meter a esa perra en
tu cuarto. Yo voy a verte hoy en la noche. Así que ya sabes. Más te
vale que Karina ni se aparezca. Le digo que no venga, que no voy a
estar. Si vienes, te jodes porque nadie te va a abrir la puerta. ¿Se te ha
ocurrido que puedo tirar con Karina en un hotel y no en mi cuarto?
Rosario me llama. Contesto. Está llorando. ¿Por qué eres así conmigo,
Daniel? Porque eres muy celosa, quiero decirle; pero no lo hago.
Además, ¿no se suponía que me había terminado? ¿No me había
exigido que no le escribiese ni la llamase?
No hay trabajo en la oficina; mejor dicho, no hay trabajo para mí. Sin
embargo, los ventiladores se venden bastante bien. Quien sí tiene
chamba es Patricia. Recibe las órdenes de compra, las facturas y las
guías de remisión; las archiva y verifica que los pagos se efectúen en
los plazos establecidos.
Rosario llega a las diez. Me llama. Estoy abajo. Ábreme la puerta. Más
te vale que la perra de Karina no esté ahí contigo. Ábreme, Daniel.
Corto. Miro a mi alrededor. Tengo un colchón nuevo que espera recibir
pronto el cuerpo de una mujer. Rosario vuelve a llamar.
Capítulo 26
Capítulo 27
Es algo más alta que yo. Es tetona, culona y piernona. Su piel es clara.
¿Y tú?, le pregunto. Supongo que vives por acá. Me hace una seña
con los dedos, una seña que interpreto como: termino con la gorda y
regreso contigo, ¿sí? Tras recibir su vuelto, lo cuenta. ¿Por qué
“supones” que vivo por acá? Me resulta peligroso conversar con una
traca a plena luz del día. Algún datero de mi esposa podría estar
observándome. La gorda nos ve conversar. ¿Pensará que soy
homosexual? Una vez me dijo que las ropas de los homosexuales o
no las acepta o las lava aparte. En adelante, ¿lavaría mi ropa con la de
los cabros?
Me llamo Azul. Hay una cama, una mesita, una silla y un ropero muy
pequeño. Todo muy ordenado. Esto hace que la habitación, tan
pequeña como la mía, luzca algo más grande. ¿Sabes qué te puede
ayudar con esa fiebre? No. Supongo que una pastilla o un jarabe.
Prueba esto. Me acerca una botella rectangular. La luz que viene de la
calle crea más espacio en el cuarto. Recibo la botella y, sin
desconfianza alguna, tomo un trago. Es whisky, creo. Siento el
remezón. Tras unos segundos, desaparecen el malestar de la cabeza
y el dolor en los ojos. ¿Ves? Te estás sintiendo mejor. No lo puedo
creer; es verdad. ¿En dónde vives exactamente? Me doy cuenta de
que está vestida toda de blanco: el shorcito, el polito, las zapatillas. Le
digo que aquí, en Zepita, pero no me atrevo a precisarle el lugar
exacto. Podría buscarme y encontrarse, así son las casualidades, con
Rosario. O Jaime podría echarme del cuarto por maricón.
Capítulo 28
Sus labios encaran a los míos. Miro sus ojos. Están enfocados en mis
labios. Tengo la pinga dura. Ella me la sigue frotando. Quiero
quedarme aquí, pero Rosario va a llegar en… Carajo. El celular está
en mi bolsillo. Si me muevo para sacarlo, Azul me notará preocupado
por la hora, retirará su mano y no haremos el amor. Me seduce la idea
de chupársela. Me inspira la confianza que necesito para hacerlo. Se
me ocurre algo: saco el celular. ¿Qué pasó? ¿Te están llamando? Veo
la hora. Putamadre: falta poco para las doce. Si me quedo más tiempo
es seguro que termino tirando con Azul. No, me pareció. Necesito ver
a Rosario. Necesito que me preste quinientos dólares. Guardo el
celular. Azul no me quita la mirada de los labios. Me gusta lo que
tienes abajo. Solo Rosario me dice eso, que le encanta mi pene, que
es gruesito. ¿Por eso mismo le gusta a Azul? ¿Quién es Azul? ¿Qué
clase de persona es? Es la segunda vez que nos vemos y ya estamos
en la cama, dispuestos a estirar los límites de lo permitido. Me gustan
tus labios, me dice. ¿Quisiera probarlos? ¿Te gustaría? Le digo que
me encantaría, sin mostrarme tan necesitado de afecto. Suena la
puerta. Saca la mano de mi pantalón y salta de la cama. Yo no
reacciono tan rápido. Permanezco echado, la sangre congelada. ¿Sí?,
pregunta. Se ha acercado a la puerta, que está cerrada. Aguardamos
la respuesta.
Capítulo 29
Cierto día, Ana María, mi primera esposa, determinó que había sido
suficiente. No toleraría un segundo más la vida de reclusión que
llevábamos en la selva de Misiones. La euforia de sus veinticinco años
era incompatible con el sosiego de mis treinta y siete. Una tarde,
mientras los chicos jugaban en la sala de nuestra cabaña, bebió el
pomito del ácido acético que usaba para revelar mis fotografías. No
logró terminarse el contenido porque una potente quemazón le corroyó
el tracto digestivo. Los niños, alarmados por los desgarradores
alaridos, corrieron hacia nuestra habitación. Hallaron a su madre
retorciéndose en el suelo. No atinaron a nada. Eran muy pequeños
para hacer algo. Eglé tenía cuatro años y Darío tres. Volví a casa
varias horas después. Traía la leña para la semana. Papi, mami está
mal, me recibió Eglé. No estaba mal; estaba muerta.
Capítulo 30
Esa mañana lo único que tenía en la cabeza era abrir, de una buena
vez, la cuenta en dólares de la empresa. Necesitaba que Villanueva
Ingenieros me depositase el pago correspondiente. Gracias a los
ingresos de esa empresa, fundada entre mi hermano y yo, podía
pagarme un cuarto y vivir solo, sin descuidar mis obligaciones
paternas. Jean Carlo llegó temprano. Entró a mi oficina. Daniel, nos ha
salido un viaje para la mina El Devenir. Están interesados en
comprarnos unos ventiladores. Victorio sacó la cita. Mañana salimos
temprano. Le pedí permiso para ir a casa y alistar mis cosas. Me dijo
que no había problema. Victorio se unió a la conversación. Llevaba en
la mano una taza humeante de café. En su rostro, culebreaba ese
airecillo ladino que siempre lo caracterizó. Me parecía un tipo nada
confiable. En su hablar, pervivía algo de su natal acento serrano. Algo
en su voz me llegaba al pincho. Victorio no sabía un carajo de
ventilación, pero la rompía consiguiendo citas comerciales. Llegaba
tarde a la oficina, se largaba temprano y conseguía contratos.
Cuando era inminente un viaje a la mina, debía hacer dos cosas: ver a
mi hija y tirar con una hembra. Ese viaje, forzosamente conducido por
las sinuosas carreteras de la sierra peruana, podía ser el último en la
vida. Cada curva era una trampa mortal; cada conductor que se
atravesaba, un enemigo que creía estar sobre una pista de hielo.
Iba por la mitad del chaufa cuando recibí un mensaje de Irma. Que no
me preocupara, el pago no tardaría en realizarse.
Capítulo 31
O sea que sí somos vecinos. ¿Te gustaría que te visite más seguido?
La poca luz que llegaba desde las escaleras burilaba un tenue fulgor
blanquecino en su piel. Estábamos en el colchón, yo, encima de ella,
comiéndole las tetas con desespero. Sin despegar la boca de sus
pezones, le dije que sería genial recibirla a esas horas. ¿Por qué tan
tarde? ¿Te avergüenzas de mí? Por supuesto que me avergonzaba.
Podía tirar con un travesti, pero el mundo no tenía por qué saberlo. Si
se revelaba mi secreto, perdía a mi hija, mi trabajo y la poca buena
reputación con la que nacía cualquier ser humano. No, claro que no.
Pero a Jaime, el pata que me alquila el cuarto, no le gustaría que deje
entrar en su casa a una chica como tú. Mentir no siempre mantenía
erguida una pinga ¿Cómo “como tú”? El huevón no era un tipo de
mente abierta, pues, le expliqué. Tiene mucha mierda en la cabeza.
Me echaría del cuarto si supiera que te hago entrar. Y no quiero irme
de este lugar. Volví a lamerle las tetas: No quiero alejarme de estas
hermosuras. La dureza de sus senos me ponía. Los de Karina, aunque
fofos -enormes, pero fofos-, también me excitaban. Le pregunté si
conocía a Jaime. De vista, no más. Pero me han contado que también
es mostacero. Eso dolió. ¿El “también” implicaba que era yo el primer
mostacero? ¿Eso pensaba de mí, que era un simple mostacero? A
pesar del golpe bajo, me sentía en confianza con Azul. Quise contarle
sobre aquella vez en que unas putas me arrebataron el celular.
Eliminaría a Rosario de la historia. Mencionarla desencadenaría un
sinfín de incómodas preguntas. Desistí; era mejor seguir lamiendo
esas tetas. Además, el asunto había quedado atrás. No se había
publicado ninguno de mis videos. Estaba casi seguro de que quienes
recibieron mi celular se encargaron de limpiarle la memoria ¿A quiénes
les podría interesar los videos sexuales de un don nadie como yo? Me
acerqué a su boca y entrecruzamos nuestras lenguas. Se me ocurrió
declarármele, iniciar un romance. La novela se haría de veras
interesante si tenía una amante travesti. ¿Te gustaría ser mi
enamorada?
Sábado por la tarde. Voy al cine con Celso, mi hermano menor. Vemos
Choque De Dos Mundos, película documental que retrata la impúdica
avaricia e inhumanidad de los gobernantes peruanos en uno de los
hechos más sangrientos registrados en el segundo gobierno de Alan
García: el Baguazo. Sin saber -cuando era imperioso saberlo- que el
Perú suscribió, en 1989, el Convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo que reconocía la autonomía de los pueblos
indígenas y decretaba que todo asunto que les concerniese o afectase
les fuese previa y abiertamente consultado, la maquinaría de García
quiso aplastar la armonía de su ecosistema a favor del dinero fácil.
2006, Alan García, candidato a la presidencia, en uno de sus
demagógicos discursos: “Estos derechistas que piensan en nombre del
gran capital solo creen en el libre mercado; es decir, en la inversión
internacional y en la ley del más fuerte, del que tiene dinero. A eso
llaman libre mercado. Ellos dicen que, cuando venga el capital
internacional, el Perú se va a desarrollar, y yo les respondo NO ES
CIERTO. Hace dieciséis años se viene ensayando esa receta y NO
FUNCIONA.”
2007, Alan García, ya presidente electo del Perú, en la Cámara de
Comercio Americana, luego de firmado el Tratado de Libre Comercio
con los Estados Unidos: “Para crecer, el Perú necesita ampliar sus
mercados, lograr cada vez mayor inversión minera, petrolera, gasífera.
Por eso, los invito a invertir en el Perú. Vengan los empresarios
norteamericanos a instalar sus fábricas. Vengan, confiando en que
vamos a tener seguridad de largo plazo que no será interrumpida por
ningún trastorno político. Si yo fuera miembro de la American
Chamber, invertiría en el Perú.”
Capítulo 32
Estaba desnudo, cubierto por una colcha que no era la mía y en una
cama que no me pertenecía. Mi celular, sin embargo, estaba al lado de
la almohada. Presioné un botón y vi la hora. Putamadre, la cagué,
pensé. Era demasiado tarde como para presentarme en el trabajo.
Afortunadamente, Jean Carlo no me había llamado. Apagué el celular
y lo dejé donde lo encontré. Luego, recordé que había pasado la noche
con una pituca. Era inconcebible, un sacrilegio, una aberración; una
pituca y un cholo, representantes de dos universos ajenos. Se trataba
de la pituca que había besado aquella noche en La Casona De
Camaná. Ahora, yo estaba en su cuarto, en su cama. Me convencí,
entonces, de que no debía acudir al trabajo. Uno, porque no sabía
dónde mierda estaba. Dos, porque si me animaba a ir, llegaría mucho
más tarde y sin ninguna excusa razonable que exponer. Era malo para
mentirles a mis jefes. Y, tres, porque estaba en la cama de una chica
inalcanzable para un cholo sin dinero como yo. Desde cualquier punto
de vista, era una experiencia perfectamente rica para la novela.
Alguien tocó la puerta del cuarto. Señorita Mariana, ¿puedo entrar? La
cabeza húmeda de Mariana surgió de la abertura de la puerta del
baño. Me hizo hola con la mano. Hoy no, Hilda. Ocúpate solo del resto
del depa, por fa. Hilda no insistió; había entendido. ¿Estás bien?, me
preguntó Mariana. Era el típico acento de las niñas bien de Lima. Las
chicas más humildes de la ciudad lo imitaban como signo de
sofisticación. Sí, todo bien, le dije. Me guiñó un ojo y escondió la
cabeza. Salgo en un toque, Dani, dijo, la voz algo apagada por el
cántico del chorro de agua que volvía a humedecer su piel. En algún
momento, le había dado mi nombre. Oye, tú sí roncas fuerte, ah,
esforzó la voz. No me dejaste dormir. Miré alrededor. Fotos, posters,
un televisor, un microondas, una laptop.
Me desperté sin resaca. Por las huevas había ido a La Jarrita. Azul era
inubicable. Es cierto que no estaba nada seguro de encontrarla en esa
discoteca. Yo no sabía si concurría a ese lugar con frecuencia. Era
mucho más probable ubicarla, sí, en la vieja casona de Peñaloza en
donde estaba su cuarto y que visité de su mano; pero traspasar el
umbral de la puerta de ese edificio me aterraba. Era la guarida de
aguerridas travestis; mujeres que ahuyentarían con violencia a quien
se atreviese a hollar su territorio. Además, la persona a la que Azul
saludó aquella vez podía estar cuidando su morada. La Jarrita era el
único mentidero de transexuales que conocía y que me quedaba
cerca; visitarlo en busca de Azul, aunque las probabilidades no fueran
alentadoras, era preferible a no hacer nada y continuar viviendo con la
idea de que estaba infectado con el SIDA. Pero para ir a La Jarrita,
debía idear una excusa que me sacase convincentemente de la casa
de mi mamá. Tengo que ir a mi cuarto a recoger de la lavandería la
ropa limpia que me voy a poner en la semana. Pero anda en la tarde,
pues, hijito. No, ma, esa lavandería solo atiende hasta el mediodía. Tú
sabes que yo me despierto tarde. Es mejor si amanezco allá y me
aseguro. Te prometo que regreso al mediodía, o antes. No había
tomado mucha cerveza en La Jarrita. Si no hubiese sido por el cabro
que me rompió una botella en el piso, quizá no hubiese regresado tan
temprano al cuarto. Leí algo de una hora, todavía echado en el
colchón. Me vestí y salí del cuarto con una bolsa de ropa sucia. En la
lavandería, dejé la bolsa y recogí la ropa limpia. Iban a ser las doce.
Era una mañana clara. La temperatura era la perfecta. Ordené la ropa
limpia en el armario. Fui al baño y oriné. Me eché un poco de agua en
el pelo y salí. No podía olvidarme del tema de Azul. Me sabía
infectado; no podría intimar jamás con Rosario. Nuestra relación
terminaría yéndose al carajo. Tampoco podría recuperar la intimidad
con mi esposa. Eché llave al cuarto y le puse seguro al baño. Regresé
a casa de mamá.
Apenas llegué, compré una Pilsen litro cien. La botella era mucho más
grande que la común. Me aposté contra una de las paredes del recinto.
Había regular cantidad de gente. Comprobé que Azul no estaba en el
lugar. Mala suerte. Al poco rato, se me acercó una trava. ¿Me invitas?,
se refería a la botella. Claro, claro, me apresuré. Pero no tenía un
vaso; bebía las cervezas directamente del pico. Yo tengo uno, dijo ella.
Lo cogí y se lo llené. Era una chica guapa. Tenía todo lo que me
gustaba, y en abundancia: tetas y culo. Mientras bebía, se paraba a
centímetros de mí y me bailaba. Revolvía el culo contra mi pene.
Pegaba más el cuerpo, mi pecho contra su espalda, y nos besábamos.
Luego, se volvía y continuábamos los besos. Metía la mano por debajo
de su pantalón y le acariciaba las nalgas. Ella me bajaba el cierre y
embadurnaba su mano con los efluvios que me lubricaban el glande.
Todavía compré dos cervezas más y estuvimos juntos cerca de una
hora. Bailábamos entrecruzando nuestras lenguas. Al cabo de esa
hora, ya no tenía dinero. Había que estar idiota para llevar la billetera a
La Jarrita. Por eso, llevaba solo un billete. En esa ocasión, puesto que
mi intención había sido permanecer un breve tiempo, a la espera de
Azul, llevé un billete chico. ¿Ya no vas a comprar más cerveza?, me
preguntó la trava. No sabía su nombre, ni ella el mío. En lugares como
La Jarrita, los nombres sobraban, podías ser Armando, José, Gabriela
o Victoria; daba igual. Sorry, ya me tengo que ir, le dije, muy a mi
pesar, porque gustoso hubiera continuado con los besos y el manoseo.
Insistió con lo de las cervezas. No, sorry, le repetí. Ya tengo que irme;
mañana chambeo, le mentí. La trava se arrebató. Me quitó la botella
de la mano –aún quedaban un par de vasos en su interior- y la arrojó
contra el piso. Todo el mundo nos vio. No me busques más, atorrante,
gritó y se perdió entre la gente, que, para esa hora, ya era bastante.
Loca de mierda, pensé y me fui. Ya en el cuarto, dejé las llaves y mis
monedas sobre la mesita blanca. No había prendido la luz. Dejé el
cuarto a oscuras. Me quité la ropa y esta cayó donde mejor pudo. Me
tiré sobre el colchón. Pensé en Rosario. La necesitaba.
La cubría una toalla. En mi vida había estado con una chica tan blanca
y llena de pecas. Métete a la ducha; el agua está rica. Caminó hacia el
espejo de cuerpo entero adosado a una pared del cuarto. En serio; el
agua está riquísima, me dijeron sus ojos desde el espejo. Leyó la
pregunta en los míos y me dio la respuesta: usa mi toalla. Me la tendió.
Jamás olvidaría esa escena: un cuerazo desnudándose ante mí sin
recato alguno. El summum de la confianza. Contagiado de su audacia,
y porque había amanecido con una erección, caminé desnudo hacia
ella. Cogí la toalla. Listo, dijo y se volteó, dándome la espalda. A la luz
del día, que se filtraba impúdicamente por las persianas, aprecié
claramente el trasero que había estrujado, lamido y adorado hacía
unas horas. Permanecí unos segundos parado detrás de ella.
Esperaba a que me viera el pene. No lo hizo; se pasaba un cepillo por
el cabello. Me envolví con la toalla y me encerré en el baño. Me
entraron ganas de cagar. Siempre lo hacía por las mañanas. Tenía un
reloj en el estómago. Era puntual. El baño era grande y olía rico. Me
senté en la taza y ajusté. Sufrí, sudé, pero cagué en silencio. Ni un
pedo. Mariana había puesto música. Podía oírla. Era Doble Nueve. El
diseño del baño era simple y funcional. Blanco y negro. Imposible
hallar las huachafadas que poblaban los baños del pueblo. La taza del
wáter era blanca y estaba empotrada en un pequeño muro negro. El
rollo de papel colgaba a un lado. No habían pasado ni cinco segundos
desde que me hube levantado de la taza para limpiarme el culo
cuando automáticamente la mierda, en un fugaz y silencioso remolino,
se hundió en las tuberías. Cerca del techo, una rendija empezó a
succionar el aire cargado. Corrí una de las mamparas de la ducha.
Tenía razón; el agua estaba riquísima. Me demoré todo lo que pude.
¿Qué tal?, quiso saber Mariana. Sí, estaba rica el agua. Un polito
blanco, que decía Smile en letras rojas y onduladas, le cubría el torso.
Abajo, solo un calzón azul. Ahí está tu ropa, señaló. Mariana, era
obvio, la había doblado y la había colocado sobre una silla.
Putamadre, pensé, cogió mi bóxer con hueco y mis medias
pezuñentas. Mientras me vestía sentado en la silla, se me acercó. Era
claro que no llevaba sostén debajo del polo. La tela translucía sus
pezones. Ese cuerpo nuevo y desconocido me había provocado dos
orgasmos. Hacía tiempo que no eyaculaba más de una vez; quizá las
primeras veces con Rosario. El record, sin duda alguna, lo conseguí en
el 2008, en un pueblito minero en Arequipa, con Elena: nueve
orgasmos en tres días; cuatro en el primero, tres en el segundo y dos
en el último. Me encantaste anoche, dijo Mariana. Apoyaba sus manos
en mis muslos. Me besó. Su cabello me caía húmedo a los lados. Eres
lindo. El calzón azul llevaba blondas blancas. Qué buena canción, dijo
de pronto. Era un tema de los noventas. Casi al mismo tiempo, dijimos
el nombre: Right Here Right Now. Jesus Jones, agregó. Mostro que
suene esa canción justo ahora; o sea, contigo aquí. ¿Por?, pregunté.
Esa canción habla del ahora. Es justamente lo que hicimos ayer;
bueno, hoy, hace unas horas: vivir el ahora. Dejó de hablar y se
arrodilló delante de mí. Tomó en sus manos la cicatriz de mi muñeca
izquierda. Era una marca reciente, roja; parecía una oruga de patas
gruesas. Esto te lo hiciste en el Sargento ¿no? La miré asombrado:
¿Cómo chucha sabía eso?
Capítulo 33
O sea que por eso no quieres estar conmigo, dice Rosario. Qué fue, le
respondo. Has vuelto con Daniela. Y no me mientas porque ahora sí
tengo pruebas.
La librería del señor Luna está ubicada a mitad de la cuadra dos del
jirón Quilca, al fondo de un corto pasillo. Ese jueves, luego del trabajo,
y de haberme bañado y vestido cómodamente, la visité. Revisaba los
libros colgados del triplay que servía de mostrador cuando me topé
con unas letras grandes y rojas que decían SIDA. Instantáneamente,
me acordé de Azul y de la infección que llevaba a cuestas. Era un libro
de pocas páginas; su título, Qué Es El SIDA Y Cómo Prevenirlo. Quise
comprarlo y leerlo inmediatamente. Quería saber qué tenía
exactamente en el cuerpo. Pero me avergonzaba intentar cogerlo.
Alejé la vista del libro y la paseé por otras zonas del triplay. Era inútil;
en ese momento, ningún libro me interesaba más que ese. Qué
chucha, pensé. Vencí el temor y cogí el librito. Decididamente, caminé
hacia el señor Luna y le consulté el precio. Luna conversaba con tres
de sus habituales contertulios. Los tres se fijaron en el título del libro.
El silencio creado fue opresivo. Me sentí un sidoso en medio de tipos
normales, correctos y sanos. Dos soles, caballero, dijo el señor Luna.
Pagué. Agradeció. Le agradecí. Caminé deprisa al cuarto. En el
trayecto, leí el opúsculo, ocultando su tapa. Nadie debía enterarse de
mi enfermedad. SIDA significaba Síndrome de Inmunodeficiencia
Adquirida. Era un grupo de síntomas clínicos que aparecía luego de
que la barrera defensiva natural del cuerpo era derribada por el virus
de la inmunodeficiencia humana, el VIH. Una vez derribada la defensa
del cuerpo, los organismos y bacterias que vivían desde siempre con
nosotros podían matarnos inopinadamente. En resumen, el VIH nos
desprotegía; un simple resfriado podía quitarnos la vida. Tirado en el
colchón del cuarto, continué develando a mi enemigo, que medía
0.000,000,012 metros de largo y que replicaba su ARN, cual
fotocopiadora, en el núcleo de mis células, desquiciándolas,
enloqueciéndolas, neutralizándolas.
Llevaba el dinero del mes para la manutención y educación de mi hija.
Además, incluí un monto para el pago de una terapia de concentración
que la psicóloga del colegio le había recomendado a la bebe. Yo no
creía en los psicólogos. Su misión era suprimir la espontaneidad de los
niños. Sus diagnósticos y tratamientos apuntaban a moldear
ciudadanos obedientes y adocenados. Su verdadero objetivo era
hacerse ricos con el dinero que tirábamos en sus terapias y
metodologías. Pero mi esposa les creía a pie juntillas. No se daba
cuenta de que la psicología era un negocio basado en la presunta
formación de gentes de bien. Cela reconoció haber sido un gamberro
en su niñez. Jamás se corrigió, y terminó consiguiendo el Nobel de
Literatura en 1989. Llegué a la casa de mi esposa. La encontré de
buen humor. Me aventuré, entonces, a invitarlas a ella y a mi hija a
salir. En un principio, se negó: que estaba a dieta, que la bebe no
podía comer frituras. Ya, pues, salgamos en familia, que la bebe nos
vea juntos, la animé. Aceptó. Antes de irnos, le entregué el dinero.
Subió a guardarlo. La bebe bajó entusiasmada. Sí, papi, vamos a
comer papitas. Tomamos un taxi a plaza San Miguel. Fuimos al Pardos
Chicken. Las papas fritas eran gruesas y estaban riquísimas.
Ordenamos tres cuartos de pollo, parte pecho. La bebe comió todas
sus papitas. Empezó a dar cuenta de las mías. Su mamá la detuvo. Ya
comiste. Basta, por favor. Quise defender el derecho de mi bebe a
empacharse con cuanta papa quisiera, pero me contuve. No valía la
pena abogar por los saludables beneficios de consentir a nuestros
hijos. La rigidez creaba seres acomplejados. Mi esposa jamás lo
entendería. Mis argumentos solo encenderían la pradera. La noche
transcurrió tranquila. Las llevé en un taxi a su casa. Estaba
aprendiendo a tratar con pinzas a mi esposa. La mínima fricción
desencadenaba una reacción que terminaba explotándome en la cara.
Hacía seis meses que era papá y estaba a punto de tirar con dos
mujeres en la misma cama. Vivía con mi hija y con mi esposa en un
viejo edificio del jirón Camaná, en el Centro de Lima. Me habían
hartado los arranques de histeria de mi esposa, generados por el llanto
de la bebe, los quehaceres de la casa, la gordura que se apoderaba de
su cuerpo, la convivencia en un espacio reducido y un encierro al que
no estaba acostumbrada. Yo le había sido fiel desde que la conocí. Me
mantuve así hasta la aparición de los constantes gritos y reclamos en
el hogar. Entonces, la fidelidad pasó a ser un mero recuerdo y le eché
un vistazo al menú que me ofrecía la calle. Llevaba un año trabajando
en VISA, una consultora que participaba en proyectos mineros y
civiles. Cierto día, arrecho en mi escritorio, googleé: servicios sexuales
señoras tríos Lince. La oficina estaba cerca de Lince, distrito en el que
se hallaban las putas más baratas. Las señoras, por ser señoras,
cuerpos gruesos, avejentados, cobraban menos que una jovencita. Los
tríos habían sido una de mis más cimeras fantasías. El buscador me
devolvió un solo anuncio. Anoté el número de teléfono. Llamé. Una voz
cariñosa me atendió. Me indicó su ubicación. El costo del servicio era
inmejorable: cincuenta soles por las dos mujeres. Increíble. Al cabo de
una semana, había reunido el dinero y el valor, sobre todo esto último,
para visitar a la pareja de señoras. Su departamento estaba a unas
cuadras de la oficina, un recorrido a pie que, calculé, podía hacer en
diez minutos. Elegí la hora del almuerzo; la una de la tarde. Mientras el
resto de la oficina calentaba sus fiambres en el microondas, yo me
alistaba para el trío. En el baño, me lavé la pinga. Minutos después,
recorría las calles que había estudiado en Google Maps. Volví a llamar
al número del aviso para enterar a las señoras de mi inminente visita.
Cuando llegué al viejo edificio de la calle León Velarde, se me bajó la
presión. Eran los nervios. Presioné el botón del número 302. Se oyó un
bip. Hablé. Llamé hace un ratito por el servicio. La misma voz cariñosa:
Ah, ya. Sube, amor. Un clic eléctrico abrió la puerta de rejas. Crucé un
zaguán, cuyo piso estaba salpicado de publicidad de supermercados,
cartas no recogidas y volantes de institutos. Subí al departamento. La
puerta estaba junta. Entré. Me recibieron dos señoras gordas. Les
calculé unos cuarenta años. Una de ellas tenía silueta, la deseada
forma de pera; la otra era directamente una bola. Pero ambas tenían
un culazo y unas tetas grandes y caídas. Me enloquecieron esos
cuerpos. Era un fanático de la carne y de la grasa. Llevaban sendos
vestidos negros translúcidos. Me condujeron de la mano a un cuarto.
Se quitaron los vestidos. No llevaban ropa interior. Les pagué. La bola
recibió el dinero y lo guardó en el cajón de una cómoda. Me desvestí
tan rápido como pude. Tenía la pinga parada y borbotando sus jugos.
Me tiré en la cama, dispuesto a todo. Mientras les lamía las nalgas
como un desesperado, una de ellas me puso un condón. Empezaron a
chupármela por turnos. Dos mujeres mamándome la pinga, rozando
sus labios con mis pendejos. Hice denodados esfuerzos por no
venirme; todavía tenía que meterles la pinga. Gocé estrujándoles los
rollos de la barriga. Mientras le metía la pinga a una, a la otra le comía
las tetas y le lamía los rollos, se los mordía. Les dije que las amaba.
Volvieron a mamarme la pinga; esta vez, yo parado y ellas de rodillas
en el suelo. Una me lamía el pene y la otra me chupaba los huevos.
Me decían papito, queremos tu leche. Me elevé al cielo cuando
eyaculé. Recibieron la leche en sus tetas enormes y flácidas. ¿Te
gustó, amor?, preguntó la bola. Sí, me encantó, le dije, todavía
suspendido en el aire. La bola restañó el semen que caía de las tetas
de su compañera. Vuelve pronto, me dijeron al salir. Por supuesto, les
dije. La perita me despidió con un piquito. No volví. Me animé a
contratarlas luego de un tiempo, pero el servicio había desaparecido
de la red y el número estaba fuera de servicio. Mi esposa nunca me
creyó que fui feliz con su cuerpo de gordita. Ella se avergonzaba de él.
El gimnasio y sus dietas absurdas la redujeron a un insípido palo.
Capítulo 34
Ese día fugué de la oficina a las seis en punto y llegué a Quilca a las
siete y cuarenta y cinco. Me había convertido en el ciclista más veloz
de la ciudad. Aparqué la bicicleta en la fachada de la librería del señor
Luna. La encadené y entré. Necesitaba otro libro. Saludé al señor
utilizando la misma fórmula de siempre: Buenas, maestro. Buenas,
joven, replicaba él. Concurría a esa librería no tanto por sus precios
absurdamente bajos sino más bien por la discreción y tino de su
propietario: el señor Luna sabía respetar el límite de confianza que uno
tácitamente imponía. Me jodía cuando los libreros se tomaban
libertades con sus más asiduos visitantes. Querían saber sus
preferencias literarias, musicales, personales. Yo simplemente no
soportaba sociabilizar. Me llegaba al pincho hablar en cualquier
circunstancia. No había nadie en la librería. El señor Luna leía en una
silla. Revisé tranquilamente el tripley de las novedades. Un título
capturó mi atención. Lo tomé. Revisé la contraportada. Era ciencia
ficción. Me pareció interesante. Habían marcado el precio en la última
hoja: tres soles. Me llevo este libro, maestro. Pagué. Luego de
bañarme, leí calato sobre el colchón. Era sorprendente: parecía que
los libros se hubiesen propuesto recordarme que tenía el VIH. La
novela hablaba de la raza humana infectada por una extraña bacteria
que la había convertido en una manada de zombies-vampiros. Solo un
tipo no se había infectado y era, técnicamente hablando, el último ser
humano puro sobre la Tierra. Al cabo de unos minutos, me venció el
sueño. Desperté súbitamente a la medianoche. Googleé el conteo de
votos de las elecciones americanas. Trump lideraba el marcador.
Daniela estaba conectada al Messenger. Le escribí: Mi causa Donald
Trump va ganando. Me respondió: Chato, ¿por qué quieres que gane
Trump si tú tienes cara de mexicano ilegal?
Daniel, ayúdame. Era Rosario. Estaba en pánico. Qué fue, qué pasa,
me asusté. Acababa de embarcarla en un colectivo. Nos habíamos
duchado juntos y vuelto a hacer el amor. La noche del viernes había
sido excesiva.
Capítulo 35
Es un martirio ver esta película por segunda vez. Ya nadie mira Azul;
ella y el resto de la sala tienen los ojos clavados en la pantalla. La luz
se refleja en las decenas de dientes pelados listos para estallar en
carcajadas. Es el tipo de película peruana que se ha puesto de moda:
insultos y risas fáciles, golpes y risas fáciles, pendejadas y risas
fáciles. Soy el único que no ve la película. Pienso en qué pasará
después. Afortunadamente, Rosario creía que el incidente del colectivo
había sido un hecho aislado, que pudo pasarle a cualquiera. Ella,
siempre tan valiente, no dejó de visitarme al cuarto. En lugar de
tenerles miedo a los tipos que quisieron violentarla, quería topárselos
nuevamente, acusarlos, denunciarlos. Azul debe de saber algo.
¿Cómo preguntárselo? Me vibra el celular en un bolsillo del pantalón.
Quién puede estar llamándome un domingo por la noche. Saco
discretamente el teléfono. Es mi esposa. ¿Qué? ¿Está aquí? ¿Me está
viendo? ¿Está en la sala? Comienzo a sudar frío. No sé qué hacer.
Dejo que se extinga la llamada. Hay un mensaje. Lo leo. Ya me dijeron
dónde estás. Putamadre, ya me cagué.
Se ve que no tiene plata, dijo Rose. Así son los escritores, le respondí.
El pata es soltero. Solo vive de la Literatura. Se ha ganado un
prestigio. Eso es admirable. Puede no caerme muy bien este huevón,
pero respeto a los tipos que, por dedicarse a lo que les gusta,
sacrifican un trabajo bien pagado. Nosotros somos esclavos, Rose;
prisioneros. Este huevón no necesita ir a una oficina todos los días
para comprarse unas chelas; porque se las compramos nosotros, los
cobardes que no nos atrevemos a probar un poco de libertad. Pedí una
cerveza más. Helada. Convenimos en que tan pronto la terminásemos
nos iríamos al cuarto. Verla deseada por otro hombre me había
despertado el apetito por tirármela ya mismo. Amor, le dije, tomándole
la mano que el escritor había sujetado hacía unos minutos, por fa,
cuando lleguemos al cuarto, vuelve a contarme de esa vez en que
Alejandro hizo que tiraras con ese pata de la Villarreal. Pero cuéntame
la historia mientras me la chupas ¿ya? Separó su mano de la mía.
Ante mi asombro, me hizo una seña con los ojos; Rengifo regresaba
de mear. El muy idiota, hacía varios minutos ya, los ojos deslucidos por
la lujuria y la embriaguez, nos había preguntado si éramos algo. Solo
amigos, me anticipé. Enseguida, le mandé un guiño a Rose. Ella me
captó la idea. Rengifo regresó innecesariamente agresivo. Comparito,
tu amiga quiere ser la musa de mi próxima novela. Tú estás sobrando.
Por qué no te largas y nos dejas solos. En ese momento, el joven que
despachaba las cervezas dejó nuestro pedido sobre la mesa. Rengifo,
conchudazo, acostumbrado a que las chelas le cayesen del cielo,
cogió la botella por el cuello y la inclinó hacia su vaso. No pudo evitar
derramar parte de la chela sobre la mesa. Imbécil. Cogió su vaso y se
lo empujó de un tirón. Quiso reprimir un eructo, pero falló. Hubo un
silencio. Miré a Rose. Quisimos cagarnos de la risa. El huevón retomó
la actitud bélica. Lárgate, pues, compare. Déjame con Rosita.
Entonces, intervino Rosario: César, él es mi mejor amigo; si él se va,
yo también. Lo que tengas que decirme, puedes decírmelo delante de
él. El escritor no dijo nada. Algo en su rostro revelaba satisfacción;
parecía gustar de las mujeres con carácter. Yo estaba tranquilo. Sin
embargo, era consciente de que cuando tenía más de un par de
cervezas encima, se me despertaba el indio y era capaz de moler a
golpes a quien me jodiera, sin importar que me triplicase el tamaño y el
peso. Rengifo estaba viejo, falto de agilidad; hubiera sido fácil dejarlo
fuera de combate. Pero no tenía ganas de pelear. No con Rengifo.
Quería ver hasta dónde llegaba con Rosario. El silencio se extinguió y
volvió a coger la mano de Rose. Vámonos a otro lado más privado,
Rosita. Yo soy el mejor escritor del Perú. Te voy a inmortalizar en mi
próxima novela. Ven conmigo y te juro que te llevo al cielo. Nadie te va
a poseer como lo voy a hacer yo. Rose me lanzó un guiño. El idiota de
Rengifo ni puta cuenta se dio. ¿Solo me quieres cachar? ¿Y después
qué? El escritor se quedó perplejo. No vio venir esa respuesta. Yo
tampoco. Se tomó unos segundos para recomponer sus ideas. Lo que
pasa es que yo no me amarro con una sola mujer. Las mujeres me van
y me vienen. Por ejemplo, ahorita tengo -hizo memoria- tres. Y ninguna
me pide exclusividad. Para ellas, es un honor más bien estar conmigo.
Saben que soy un alma libre, un alma que crea y divaga y encuentra
en alguien o en algo un impulso, un areté, que llamaban los griegos,
eso que te mueve a ser mejor, pero que en el caso de un astro de las
Letras como yo se traduce en escribir una obra de arte. Volvió a
servirse otro trago. Volvió a derramar la chela. El vaso de Rose estaba
vacío y él lo sabía porque lo había visto. En cambio, un huevón como
este -continuó, refiriéndose a mí- qué te puede ofrecer. Me miró. Me
preguntó qué chucha hacía por la vida. Soy ingeniero de minas, le dije.
Hizo una mueca de desaprobación. De los ingenieros no se puede
esperar nada bueno. Son idiotas sin alma, cuadriculados, unas
mierdas sin utilidad alguna. Yo no entiendo cómo existe gente que
canjea su alma por plata. Volvió a llenarse el vaso. Se había apropiado
de la botella. Porque tú tienes plata, huevón; no me lo vas a negar. No
se lo negué. Sí, tengo mucho dinero, le dije. Sí, dijo Rose, y gracias a
ese dinero estás chupando gratis. El escritor enmudeció. Encajó el
golpe. Está bien, dijo Rosario; te voy a besar. Chucha, la cagada;
estaba yendo demasiado lejos con la mascarada. Luego de asimilada
la propuesta, Rengifo volvió a coger las manos de Rosario. La miró
fijamente. Los celos empezaron a calentarme la piel. Muy lentamente,
acercaron sus cabezas por encima de la pequeña mesa. Sentí que
Rosario empezaba a cobrarse todas las perradas que le había hecho.
Capítulo 36
Como es viernes, paso por mi hija. Mi esposa está mejor, pero aún
lleva el parche en la nariz. ¿Melina? Salió. ¿Por qué no vamos al
Bembos? No, Daniel, pucha, en estos días no he ido al gimnasio, por
lo del reposo que me recomendaron en la clínica, y he estado
comiendo poco para no engordar. Yo soy así. Olvido los odios con
rapidez. Vamos, le insisto; de paso que te distraes. Sigue negándose.
Entonces, le cuento que mi vuelo a Honduras ya tiene fecha; el treinta.
Me queda menos de una semana, me hago la víctima. Vamos,
salgamos; será la última vez que lo hagamos en familia este año. No
puede negarse más. Le escribe un mensaje a Melina. Salimos.
Son casi las dos de la mañana. Hay pocas hembras en Peñaloza. Por
ejemplo, no está Jazmín. Tampoco hay rastro de Azul. Veo, sin
embargo, a una chica que quería cacharme desde hace un tiempo.
Está tan buena como Azul o Jazmín. Es mi último fin de semana en
Lima. Mi última oportunidad de tirármela. Me acerco. La tarifa es igual
a la de Jazmín: cuarenta por el cache y diez por la habitación. ¿No
vamos a un hotel? No, vamos a su cuarto. Así estamos más tranquilos
y te atiendo sin apuros. Bueno. Caminamos hacia su cuarto. Vive en el
mismo edificio de Azul. Entramos. ¿No está prohibido llevar clientes a
ese edificio? En la práctica, parece que no. Además, se entiende que
esta chica quiera embolsicarse los diez soles del cuarto.
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36