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Domingo

VI Tiempo Ordinario /Homilía


(Fr. Alfredo Sánchez, oar/ frayalfredosq@gmail.com)

Cuando el ser humano desobedeció el mandato de Dios en el Paraíso, y fue
expulsado de él, empezó a experimentar la imperfección de ser creatura, algo que
hasta entonces no había vivido. Empezó a sentir fatiga, cansancio, dolor, sufrimiento,
miedo; así como también sentimientos que, hasta ahora, no estaban en su vida:
envidia, egoísmo, malos deseos; muchos de ellos alimentados por la influencia del mal,
que siempre quiere mover al ser humano a la desobediencia a Dios.

Estas imperfecciones suelen perturbar el corazón del ser humano con la angustia, la
desesperanza, la soledad. Es por eso, que el paso de Jesús por nuestra vida, en el
intento de renovar nuestra alianza con el creador, se convierte en paz, en esperanza
y en compañía. Lo vemos reflejado en las curaciones que Jesús ha realizado en estos
últimos domingos. Un endemoniado que estaba en la Sinagoga, es liberado, por Jesús
del mal, mostrando su autoridad sobre los espíritus inmundos. La suegra de Simón
Pedro, quien estaba en su casa, no ya en la Sinagoga, y no podía servir por una fiebre
que se lo impedía. Jesús se acerca la toma de la mano, y la levanta, devolviéndole
nuevamente la salud y la actitud de servicio. Hoy vemos a un leproso, que se acerca a
tocar el corazón de Jesús, quien esta de camino llevando la buena nueva del Reino, y, a
la vez, hace que Jesús toque el suyo, recuperando inmediatamente la limpieza. Es tal la
experiencia de la gracia que vive en su vida, que no puede cumplir de mandato de
Jesús de guardar silencio, sino que empieza a compartir su experiencia con otros, para
que acudan también a Jesús.

Vemos que Jesús obra en la Sinagoga, en la casa y en el camino. La modalidad del
encuentro varia, unos los propicia Él, otros son motivados por la mediación de otra
persona, y en otras ocasiones somos nosotros lo que tenemos que acercarnos. Hoy el
leproso es quien busca el encuentro, se acerca y toca el corazón de Jesús: “para
suplicarle de rodillas”, este gesto es el que toca el corazón de Jesús y mueve su
voluntad a obrar el milagro. En este leproso contemplamos una virtud que
necesitamos recuperar los discípulos de Jesús: la humildad. Es una de las virtudes
que cuando se pierde, hace que la humanidad se llene de soberbia, y haciendo que el
paso de Jesús, por nuestra vida, se haga casi imperceptible. Hoy el leproso la
manifiesta en dos gestos: buscar a Jesús, acercarse a Él y luego, el suplicarle, no de
cualquier manera, sino poniéndose de rodillas. Doblegar la soberbia humana sólo
se logra con grandes dosis de humildad. Estas dosis deben estar acompañadas de
gestos concretos: reconocer nuestra limitación, acercar nuestro corazón al de Dios,
profesando nuestra fe en Él, y doblegar, nuestra prepotencia poniéndonos de rodillas
en su presencia.

En los últimos años y casi como una broma, muchas personas dicen no acercarse a
Dios por ser muy pecadores o por ser muy débiles, como si por no acercarse Dios, él
dejara de existir, o como si hubiese otro camino para alcanzar la vida eterna. Sólo
cuando la angustia, la desesperanza o la soledad, tocan a la puerta de sus vidas, es
cuando sienten la necesidad de recurrir al único que puede aliviarles, que es Dios.

Ese proceso implica una desintoxicación de todo lo que no es Dios en nuestra vida.
Hoy el salmista nos deja una buena jaculatoria que nos puede ayudar a ir preparando
nuestro corazón para el inicio de la cuaresma: “Perdona, Señor, nuestros pecados”.
La raíz de todas nuestras faltas está en alejarnos de Dios, por eso aquél a quien se le
perdonan los pecados, empieza a acercarse de nuevo a Dios, y con sólo con ese
movimiento, de cercanía, experimenta dicha y felicidad; es decir, se abre nuevamente
a la vida, la salud y el servicio. Abrazar de nuevo una vida recta y coherente ante los
ojos de Dios hace que podamos tocar su corazón, y adentrarnos en su misterio, como
nuestro refugio más seguro. Este cambio de vida se convierte en una herramienta
evangelizadora, quien se siente curado, se siente nuevamente aceptado, incluido,
amado, liberado. De ahí que hoy el leproso al sentir ese cambio en su vida, lo que
hace es empezar a compartirlo con los demás, y no lo hace de forma egoísta, ya que
provoca que mucha gente se acercara a Jesús.

Este domingo los cristianos tenemos una doble invitación: una centrada en la
búsqueda de nuestra propia salud y vida, y para eso debemos acercarnos a Jesús
con humildad, ponernos de rodillas en su presencia y decirle: “Si tú quieres, puedes
curarme”; y la otra el testimonio coherente que debemos dar de nuestra experiencia
de encuentro con el Señor. Es lo que San Pablo le recuerda a la comunidad de Corinto:
“Todo lo que hagan… háganlo todo para gloria de Dios… no del motivo de
escándalo… Sean imitadores míos, como yo soy de Cristo”.

Que distinto sería nuestro mundo si dejásemos la soberbia, la autosuficiencia y el
egoísmo. Son las semillas que el mal, siempre, quiere plantar en nuestro corazón, por
eso debemos estar muy alertas. Darle espacio en nuestro corazón, es alejarnos del
Reino de Dios y de la Vida Eterna. Ante cualquier limitación que nos surja por haber
sucumbido a su acoso, debemos acudir a Jesús que es nuestro médico. Sólo Él puede
curar de raíz todas nuestras enfermedades, que van mucho más allá de una compleja
limitación física. Jesús restaura nuestro corazón librándolo de la angustia, la
desesperanza y el miedo. Con ello ya podemos hacer frente a cualquier limitación
física con otra mirada.

Nos estamos acercando al inicio de la cuaresma, vayamos preparando nuestro
corazón desde ya, para este tiempo de gracia. Corramos al encuentro con Jesús que
sigue pasando a nuestro lado. Abramos nuestra vida a su fuerza sanadora y
transformadora. Empecemos a caminar como criaturas nuevas. Sólo así podremos
celebrar el día del amor y la amistad realmente, no con regalos y detalles, que a la
larga nunca llegan a manifestar la totalidad del amor que sentimos por otra persona,
sino con esas acciones concretas de servicio y entrega, que aprendimos de nuestro
maestro: Amando hasta el extremo.

Que María Santísima, la mujer del amor incondicional, nos acompañe siempre en este
peregrinar, hasta que lleguemos un día a gozar de la presencia de su Hijo Jesucristo,
quien vive y Reina por los siglos de los siglos. Amén.

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