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120 nunca falt6 a clase —pensamos en un se- gundo—, Cuchilla jamas se ausents. ‘Se morfa acaso? Dani y yo segufamos mirén- donos, sin atrevernos a nada, de nuevo mis palidos que la hoja que yo escribf con mi propia letra. Dios, estabamos muertos. Y ofmos la voz del Cuchilla, desde adentro: “Sigan, gemelos, itampoco pu- dieron ir al colegio?” y entonces soltamos al tiempo la carrera mas veloz de nuestras vidas, sin direccién fija, como si nos es- pantara el diablo. Nos detuvimos en, la porra, cuando los corazones ya no podian, pum, pum. Asalto final Ds de Santo Tomés. El colegio uniformado. Los peludos de tltimo aio arrojaban al hielo sus voces en coro; era un céntico esperanzado; la iglesia se estre- mecfa. Incienso en el aire. La comunién nos santificaba. El padre Acufia alumbra- ba debajo de su dorada sotana. Los profe- sores en primera fila, arrodillados. En mi- tad de sus cabezas, la descarnada figura de Cuchilla, rezando. Todos iguales, sefiores, ellos y nosotros, a los ojos de Dios. Después de la misa el tropel. Carrera de patinadores. Fatbol (el gran Dani jug6 su partido). Boxeo, karate y ajedrez (aqui entré yo: seis veces vencido). La gente su- daba. Tronaba. A mediodia tendriamos un plato de Iechona asada, gratis. En la tarde los padres de familia aparecerfan, los invitados, las novias de los peludos, con sus mejores galas, las abuelitas y las nie- tecitas, caperucitas sin lobo. Ya la tarima estaba instalada; los técnicos probaban los micr6fonos: “Al6, al6, ime escuchan?” El colegio un juego: —Escuchamos, escuchamos! Yo buscaba a Pataecumbia por todas partes. Nada. Algtin borrego me dijo que el Pata ni siquiera trajo la guitarra, “Es un cobarde”, me dijo. No lo pude creer, pero me preocupaba. Era el dfa de San- to Tomas y no habia clases: Zen dénde te escondias, Pata? Le dije a Dani que me ayudara a encontrarlo, pobre Dani: no metié su gol, como acostumbraba. Jug6 su partido desconcentrado, casi afligido. Lo Ilamaron “tronco” sus rivales. Se indi- gesté y se pegé con el Tértaro. Los de su equipo asombrados: Dani jug6 como un desconocido, peor que un marciano. Fui con él, mientras se despojaba del unifor- me embarrado. Sudaba enrojecido, en el vestidor. Bufaba. Tenia un moretén en la mejilla, el Tértaro pegaba: dos afios ma- yor, pero Dani no sucumbié: le reventé las narices, y ambos finalizaron citados a rectoria, el lunes siguiente. Los excomul- garfan, por violentos. Dani no estaba en su dia, —Qué quieres —me preguntd. —1Has visto a Pataecumbia? —Y qué sé yo, a mf qué me importa dijo. Iba a retirarme cuando me llamé, esta vez su voz desconsolada: —Sergio —dijo—, ese Cuchilla me ha 14 trizas. Con toda seguridad ella le mos- 16 la naranja, Dios mfo. Le dijo que yo se la regalé. Y le ensefié la cabeza, que es la cabeza de ella misma, en madera, tallada por mf, estoy frito. Cuchilla pensara que es una burla, o sabré que me enamoré. Me hard expulsar del colegio, eso es fijo, ite imaginas a papé?, mami llorard, un hijo expulsado, el afio perdido. Supe qué le pasaba. —Tranquilo, Dani —dije. Dudé un segundo: irevelarfa mis pla- nes? No. Dani se asustarfa. —Dani —segut diciéndole—, las cosas 4 ‘no ocurrirén como piensas. Yo lo tengo todo preparado, La cara de Dani se congestioné. Me re- chaz6 con las manos. Parecia pedirme que desapareciera. —Siempre que dices “lo tengo todo preparado” me metes en lios. Y grit6, como a punto de llorar: —Por ti estoy como estoy, por tus con- sejos —y remedé mi voz—: “Regélale una naranja”, Por tus mensajes, por tus notitas ocultas. Te lo advertf, io no?, un dia de és- tos te atraparén, y te atraparon. Mejor no nos veamos, no somos hermanos, lérgate. UE, qué hermano. Por segunda vez, al igual que Patae- cumbia, el mundo me echaba la culpa de todo, qué desgracia. Encogf los hom- bros y salf del vestidor. Me preocupaba el Pata. Si era verdad que no trajo su guitarra, habria que buscérsela: otros peludos y teteros del colegio remolea- ban sus guitarras: iQué tal raptar una guitarra? Los misicos afloraban por los patios. Trinaban las flautas. Un peludo se enorgullecfa de su violin. Incluso se hablaba de unos con guitarras eléctricas y bateria. Esos ganarian, claro: les sona- tia mas duro, més eléctrico, y los curitas se impresionarfan. Me fui al sal6n, a ver si por si las mos- cas allf se encontraba Pataecumbia. El sal6n vacfo. Es extrafio un salén va- cfo. Yo en la mitad de los treinta y siete upitres vacfos. Por un instante pensé que tts nifios, voces invisibles, los ocupaban. Y que de un momento a otto aparecfan: nifios desconocidos alrededor. Fantasmas en pleno estudio, uf. Tuve un sobrecogi- miento y prefer{ abandonar el salén. Al recorter el pasillo, cerca de los ba- fos, of una voz: —Gemelo, ven. Era Cuchilla, Dios. Alcancé a distinguir en el extremo opuesto del pasillo la silueta de alambre encorvado. —iEy! —me dijo, extendiendo su bra- 20. Debfa estar indignado por los regalos de Dani. Corri en direcci6n contraria, do- Blé hacia los bafios. Abri y cerré la puerta con fuerza: puse mi espalda, los brazos en cruz, cerré los ojos y esperé, en un hilo. Of que los pasos del Cuchilla, afilados como él, se detuvieron un segundo ante 126 la puerta, “Dios” pensé, “abrird la puerta de un patadén. Me sacaré de las orejas”. No ocurrié: los pasos se alejaron, lentos, y'languidecieron, y desaparecieron por el corredor. Entonces abrf los ojos: me en- contré a bocadejarro con Pataecumbi sentado en un rincén de los bafios, debajo del lavamanos. Con su guitarra, gracias a Dios, El cojo ensayaba en los bafios. En nin- gn otro lugar del mundo se le ocurrié en- sayar su cancién. —iQué sucede? —me pregunts. Puse un dedo en mi boca: “Silencio, Pata”. Hablé cuando estuve seguro de la au- sencia del Cuchilla, y claro que no le con- té de su persecucién a Pataecumbia: eso lo hubiese fulminado; enmudecerfa para siempre, él y su guitarra. —Te andaba buscando —dije. —iDe quién huyes? —me pregunté. —De Dani. Sigue enojado conmigo. EL Pata se entusiasm6. Su mano dio un apegio que soné como los Angeles, uy, la aciistica de los baiios es como de iglesia, pensé. —Voy a cantartela —me dijo—, a ver cémo te parece. La he mejorado. Bien, yo estaba hasta la coronilla de su Soledad; sin pretenderlo ya me la sa- bia de memoria, pero le dije que claro, cAntala Patita, para eso estamos, té para cantar y yo para escucharte, Y mientras el Pata cantaba —sus ojos cerrados— me dediqué a pensar en Cuchilla: qué raro. 128 La voz de Cuchilla, al llamarme en el pasi- Ilo, no pareci6 una orden, un castigo. Era la vor de alguien... que quiere hablar por las buenas, un amigo. “No, no”, me dije, acordéndome de Dani. “Cuchilla es otro enel colegio. No es el mismo Cuchilla del barrio, duchado, borracho, cafdo y gritan- do te amo. Es el profe Cuchilla, y prepa- ra algo en mi contra”. Me armé de valor. Tenfa que hacerlo. Debia cumplir con mis planes. LY qué planes, sefiores? Sencillo: el jueves en la tarde, cuando todavia’ el Pataecumbia estudiaba, fui a su casa y vi- sité a su mama. —Sefiora —Ie dije—, Mauricio toca mafiana en el colegio, Va a cantar Sole- dad. Es el dia de Santo Tomés, y se espera que vayan los padres de familia. La viejita se emocion6. Pensé que iba allorar. —Ay —me dijo—. Maurito es tan tf- mido: no me conté nada. —Tiene que ir, para ayudarlo —le dije. —Y ayudarlo, ipor qué? —me pregunts. —No sé —le dije—. A lo mejor si us- ted va él canta més lindo, ino? Se qued6 pensativa, unos segundos. 130 Pude ver, sin querer, sus manos: los dedos gastados, enrojecidos, enarbolaban una larga aguja. —Ay —me dijo—, estoy terminando un vestido de novia y mafiana debo en- tregarlo. —Bueno —le dije—. Es mafiana por la tarde, a las tres. Trate de ir. —Trataré. Me despedf corriendo. Otra misién me aguardaba, mas peligrosa y urgente: se trataba de la mujer de Cuchilla: también a ella tenfa que invitarla, a como diera lugar. No comenté nada a Dani, y estu- ve espiando la casa de Cuchilla desde la habitaci6n de mami. Si el profe no aban- donaba la casa, foémo invitar a su mujer? Tendrfa que hacerlo en la madrugada del viernes, cuando Cuchilla saliera al cole- gio. Pero Ia suerte vino en mi ayuda: el profe abandoné su casa, las manos en los bolsillos. Como un relampago crucé la ca- Ile, toqué a la puerta y esperé, el corazén pum pum. Abrié ella. Sonrisa universal. ‘Su voz un abrazo calient dijo. Sin embargo, no distingufa ain entre Dani y yo: —iEres tii el del murieco? —me pre- gunt6. —No. “Claro que no”, pensé. Le dije a toda velocidad que el profe Guillermino cantarfa en el colegio, el vier- nes, dfa de Santo Tomés. “Es un secreto” le dije. Yo hablaba atropellado, y ella me descifraba maravillada. La invité: “Es por la tarde” le dije, sintiéndome Ulises, “no le cuente que yo se lo conté”. Confieso que por primera vez la vi m4s bonita que cuando Dani la vio la primera vez. Sonrié con entusiasmo. Aplaudié —Qué bien —dijo. —Para él ser una sorpresa verla entre el ptiblico —dije—. Y para nosotros tam- bién, sefiora. En realidad... queremos que sea una sorpresa, is{? Serd una sorpresa para todos. Ya iba a irme, el coraz6n en la boca, y ella me detuvo: —Su hermano es un amor —dijo—, qué tierno es. Saltidelo. Digale que gracias por la naranja y el mufieco. Guillermino lo puso en la sala, junto a sus porcelanas chinas. 12 “Uy”, pensé, “el pato Donald de porce- ana china’ Me despedi a tiempo. Yo sudaba en el frfo: Cuchilla venfa desde la esquina, con un talego de pan y una bolsa de leche. Se- guramente silbaba una canci6n. Qué dis- tinto al Cuchilla de los libros de historia, al Cuchilla de los gritos y empujones. No era él, Era otro. Dios, no me descubri6, Vi que entraba a su casa, sin tocar el timbre, usando su propia Ilave. Eso me patecié rarfsimo. —Y bien —me dijo Pataecumbia—, icémo te pareci6? INo me escuchaste? 2En qué piensas? —Bonita —le dije— tu cancin. Ga- narés o ganar, seguro, Patita. Ahora vé- monos a almorzar. Hay lechona gratis. —No. Yo me quedo. —Vamos, no seas terco. Necesitas co- mer. —Me quedo. —Bueno. Te traeté tu plato, dormilén. —Es que tengo que ensayarla de nue- vo, Sergio. Tengo que aprender a cantarla hasta dormido. —Acuérdate de cerrar los ojos. —No miraré a nadie. Pensaré que es- toy en mi casa, contigo y mamé. —Y con tu pez. —La cantaré como nunca. “Y te conviene”, pensé, “porque viene tu mamé, nené” Sin pedir permiso a mis ofdos, el Pa- taecumbia inici6 por centésima vez su So- ledad. ¢Por qué invité a su mamita? {Por qué a la mujer del Cuchilla? Esas son invita- ciones inexplicables, ahora, para mi. Su- pongo que no querfa estar solo, a la hora de enfrentar a Cuchilla. Esa debi6 ser la causa. Sin la mama del Patita, y sin la éini- ca mujer en el mundo que hacfa temblar a Cuchilla, yo no podia batallar. Bien, el Pata finalizaba de nuevo su canci6n y abri la puerta del bafio. Escalofrfo. Allf estaba Cuchilla, oyendo. Agazapado, confuso, lo vi dar media vuelta y retirarse. Creo que tenfa los ojos enrojecidos: {lloraba escuchando al Pata? Imposible, pensé. No, no. Si. No. Ahora pienso que sf. El profe Cuchilla lloraba es- cuchando a Pataecumbia. iditiihdalah dinates 134 En el patio, la silleterfa se destiné a los profesores y padres de familia. Los borre- gos de pie. Sin aliento, no lejos de las si- las, comprobé una por una las presencias, las ausencias. Bien, allt estaba la princi- pal: la esposa del Cuchilla, flor en el jar- din, talisman que fulgia, nuestra victoria. Dani, muy bien ubicado a sus espaldas, la contemplaba azorado: acaso agradecido conmigo. Mamé me saludé desde su silla: nunca falté a los festejos escolares; la en- cantaban, aunque Dani y yo no cantéra- mos ni pio. También yo la saludé. “Lés- tima —pensé— que pap4 se encuentre lejos”. La tinica que brillaba por su ausen- cia era la mamé de Pataecumbia. Segura- mente no acaba con el vestido de novia. El rock de los peludos fue un concier- to a grito herido. Las abuelitas debieron taparse las orejas. Un viejito se quejé de vértigo, y del susto se desmayé un tetero: ambos a enfermerfa. Caramba, las guita- tras eléctricas estridentaban, mal sinto- nizadas. Era como si la banda de rock se clectrocutara al tiempo, y en piiblico. Rechifla para ellos. Nos emocionamos con una pieza de teatro, aunque al final los actores olvida- ron sus parlamentos y enrojecieron y clau- dicaron, furiosos. Dos de ellos quisieron irse a los pufios, acuséndose mutuamente. Debis intervenir Cuchilla, para separar- los. Cuchilla. Pobre Cuchilla. Adin no se percataba de la presencia més iluminada del patio: su propia mujer, a la expecta- tiva. Y por fin lleg6 el turno a nuestro cur- so. Nos desgafiitamos gritando vivas a Pataecumbia; pateamos el piso a rabiar, dijimos que sf, sf, sf, como nunca en la vida. Los corazones pum pum, los pe- chos trepidaban; me dolian las manos de aplaudir; eso era mejor que un partido de fatbol. El reverendisimo padre Acuiia, sentado a un costado de la tarima, en compafita de los profes especialistas, se tuvo que poner de pie. Impuso el orden con un brazo extendido. Ni una mosca. El silencio se palpaba. Vimos subir a Pataecumbia a la tari- ma. Su guitarra parecia més grande que él. Fulgi6 la guitarra un instante como un tayo de sol. Se senté en la butaca. Uno de los curitas le acercé el micrdfono: tuvo que bajarlo hasta la rafz, para ubicarlo a la 136 altura del Pata, entre su boca y la guitarra. Aquello hizo reir a algunos, me preocupé. Vigilaba a Cuchilla: no decfa nada. Quie- to entre los especialistas. Yo, sefiores, yo pensaba sinceramente que el profe Cuchi- lla iba a atacar desde ese momento; que le dirfa al Pata, en péblico: “Yo veré, yo veré, Pataccumbia”, y que lo destrozaria. No ocurtié asf, para mi perplejidad. El Cuchilla no actuaba como yo imagina- ba. Eso me confundié. Me derrumbé de interrogaciones. Entonces me dediqué a Pataecumbia. Puse mis esperanzas en su voz de soprano: “Ay, Pata, canta, canta la soledad”, me gritaba yo mismo, el alma en un hilo. Dani no se daba cuenta de nada, embebido en la chispeante cabeza de la yecina. Yo suftia, sefiores, suftfa. El Pata se demoraba en cantar, {por qué? {Por qué si el Cuchilla ni siquiera lo miraba, no decfa nada, no lo desmenuzaba? {Por qué no cantaba? Lo comprendf con un ramalazo de an- gustia Era Pataecumbia quien soslayaba a Cu- chilla. Sin lograrlo evitar, miraba a Cuchi- lla, con el rabillo del ojo, y se congelaba. “iCierra los ojos!”, le grité por adentro, “iCierra los ojos, acuérdate!”. Los segun- dos se agolpaban, ‘un minuto, dos? Dios, Dios, canta, Patita, por Dios, no te hagas el muerto. Ni modo. —No puedo —se oy6 el quejido, la vo- cecilla del Pata repetida en los parlantes del colegio. Algunas risitas. Mas risas. Risotadas. Gracias a Dios el padre Acufia se le- vant6, Su lento brazo volvi6 a callar a los borregos. Se acercé temblorosamente al Pata, su sotana irradiaba, como un santo, iba a darle la sefial de la cruz?, no, le dio unas amistosas palmaditas en la cabeza, le dijo algo al ofdo, iqué le dirfa?, nunca lo averigile, y alli lo dej6, de nuevo solito en el mundo, ante el puiblico. Otra vez los segundos. Un minuto, ddos? Dios, Dios. Sent{ que la tierra se abria debajo de mis zapatos. De cualquier modo siempre supe que el Pata no canta- rfa, del puro miedo. Lo presenti. Y enton- ces era mi tuo, Dios, segiin mis planes. Yo mismo me empujaba a m{ mismo, ha- cia la tarima, diba a orinarme del susto?, no, no, me grité, no: por lo menos orinar- se después. —No puedo —se oy6 otra vez la voz del Patita, y risas otra vez. Pataecumbia tenfa la cabeza doblada sobre su guita- tra, un fallecido. No me vio saltar a la tarima. Salté, sin ser invitado, No sé cémo me apropié del micréfono. Reunf todas las fuerzas para mi vor. Dije: —El profe Cuchilla sabe tocar la gui- tarra. Un murmullo de sorpresa recorrié las cabezas del colegio. Y eso porque, por so- bre todas las cosas del mundo, sin preten- derlo, yo no habfa dicho “el profe Guiller- mino”, sino “el profe Cuchilla”, su piblico apodo escondido: ningtin parroquiano le dijo Cuchilla a Cuchilla. Sélo yo, y en pi blico. Los mismos profesores me contem- plaron boquiabiertos. Cosa rara: Cuchilla tenia, como el Pata, la cabeza doblada so- bre el pecho, los brazos cruzados. ‘Ambos idénticos. Estatuas. iHermanitos? Parecia. O padre ¢ hijo, jé. —Que toque él —dije por tiltimo— que cante el profesor Cuchilla —y, sor presivamente, los borregos del curso vi nieron en mi ayuda. Grandes amigos: —iSi, sf, que toque Cuchilla! Y los teteros: —iQue cante! Pateaban. Entonces los peludos de tltimo afio vocearon al aire el apodo de Cuchilla, lo coreaban. —iCi-cht-llé! iCi-chi-llé! El padre Acufia iba a levantarse por tercera vez, ahora colérico, pero el mismo Cuthilla lo detuvo con un gesto leve, yo ditfa que resignado. Se incorporé en su lar- guisima estatura como si cargara un muro, un edificio, el entero edificio de s{ mismo, su vida diaria con nosotros, toda su vida. La cara le ardia. Los borregos pararon el vocerfo. Mudos los peludos. Yo hui de la tarima. Ya prendf el fuego, iqué més? Cuchilla se apoderé del micrdfono. Ah, no ostentaba en los labios su eterna son- risa triunfal. Ningdn despotismo lo alum- braba. Més bien parecia triste, y hasta en- fermo, en el paredén: como cualquiera de nosotros a punto de recitar la lecci6n. —Por supuesto —dijo, y eso sf, hay que reconocerlo, lo dijo con firme voz—. Por supuesto —repiti6— que sé tocar la gui- tarra. La guitarra es mi vida, sefiores, mi vida entera, mas que la historia, y voy a cantarles una cancién. ‘Aqui los borregos y los peludos vocea- ron al aire. Risas y voces de asombro. El padre Acutia boquiabierto. Los profesores a la espera, chabia que pelear? Cuchilla pidié silencio con la mano. Si- lencio que todos le concedieron, natural- mente. Al fin y al cabo Cuchilla era Cu- chilla, director general de disciplina en el colegio, profesor de historia, el duro, el uy- uy-uy. Y ya iba a afiadir algo, mas sereno, mis duefio de sf, cuando sus ojos la descu- brieron a ella entre el piblico. Su mujer. Ella Ante él. Trastabill6 un instante. Tosié. Se des- pedaz6, Temblaron sus manos. Por poco deja caer el micr6fono. Nadie se explica- ba qué sucedia, yo si: era mi plan descabe- llado, sefiores, ficcién a los doce afios, y, para ultimarlo, sélo faltaba que la mujer del Cuchilla avanzara majestuosa por entre el piblico, nuestra hada vengadora, y subiera a la tarima y lo agarrara por la nariz y le diera una, dos, tres vueltas de oro frente al colegio. O que sacara de una ventana invisible su olla de agua nocturna y ducha- ra.a Cuchilla desde la coronilla al corazén. se apropiara de cada una de sus orejas y las estirara, més, més, més, como resortes sonoros, para nuestra felicidad. Sf, sf, pe- Iizcalo, me gritaba. Era el momento sofia- do. El instante aguardado por mi corazén, pum, pum. Pero la mujer: inmévil.. Dios, sus grandes ojos iluminados parecta alentar y llenar de vida al Cuchilla. Lo enaltecfan, lo acompariaban, sefiores. Ella lo amaba. UE EI padre Acufia quiso incorporarse de nuevo. La voz de Cuchilla, temblorosa, se Jo impidi6: —Amigos —dijo—, hoy tuve la opor- tunidad de escuchar el ensayo de este muchacho... su condiscfpulo: Mauricio Aldana. Nunca of una cancién tan bien interpretada. Quiero compartir con uste- des la cancién de Mauricio Aldana... Y, después, sefiores, les garantizo que voy a tocar la guitarra y cantar el resto del dfa, si quieren. Aplausos, cémo no. También yo tuve que aplaudir. Ni modo. —iNo llegué tarde? —me pregunté una voz. Una mano rozaba mi brazo. Era la mamé de Pataecumbia. —Ya va a cantar —dije. El Pata nos miraba, su boca un asom- bro universal. Su mamita lo salud6 feliz con la mano enguantada. Parecfa una viejita de otro siglo, la hermosa cara arru- gada a la expectativa. Su cabeza asentia. Lastima que no llevé al pez en Ia pecera, el capitéa Nemo anaranjado. Y entonces Pataecumbia se crecié. De nuevo aferré la guitarra. Increfble: el mismo Cuchilla le acomods el micréfono y lo alenté con dos o tres palmaditas estilo padre rector. Y ng Jo abandoné, se quedé a su lado mientras duré la cancién que silencié los corazo- nes, baftindolos de miisica. El Pata era la vida. Constaté que hasta los p4jaros dete- nian su vuelo para escuchar. Un orgullo inmensurable me remecié: orgullo de ser su amigo, su cémplice, orgullo de oftlo en los recreos, de comer con él y sufrir con él y reir con él, mi amigo de infancia, prime- 10 y Gnico amigo. La Soledad del Pata causé una ovacién. perfecta, redonda, que hizo que nuestro curso ganara ese viaje de fin de semana a Boyacé, a rezar cada minuto, uf, rezar y comer y rezar y volver a comer y volver a rezar y comer y rezar, ¢s0 nunca lo olvida- remos, Pata, (cierto? Gierto. Gracias a ti. Después el profe Cuchilla enarbolé la misma guitarra del Pata, a su lado: el profe de pie y Pataecumbia sentado. Fue ahi cuando nos enteramos del nombre de su mujer, bello como ella. Pues alla dedicé su canci6n, en pablico. —Esta cancién la dedico—dijo—a mi esposa, que para felicidad mfa se encuen- tra hoy entre ustedes —su voz se dulcifi caba por la emocién. iTemblaban sus piernas? A duras penas pudo afiadir—: Ella se lama Lucfa, como la cancién. Y aqui yo dejo cantando al profesor Cuchilla, en mi recuerdo. Fue una inten- sa canci6n, sentida hasta las I4grimas. Los dos, Cuchilla y su mujer, al final, se abraza- ron en mitad del colegio. Hubo un beso, sin que importara la rechifla y el brazo exten- dido del reverendisimo. Yo me daba vuel- tas alrededor de mi, més confundido que Ulises: de hecho, las cosas me salieron al revés. Los planes abajo, casa de naipes. Lo 146 que yo imaginé no ocurri6. “Pero mejor”, me dije, “mil y un millén de veces mejor”, Ahora, veinte afios después —y més solo que la canci6n de la soledad—, sien- to que vivo més al recordar ese afio. Ami- gos como el Pata, hermanos como Dani, instantes como esos me acompafian, dia y noche. Afio de vida y luz. (Quién se imaginaba que el profe Cuchilla y su esposa, con Dani, mamé y yo, abordaria- mos el mismo taxi de regreso a casa? Ah, Dani feliz de su vecina feliz. Sonrefa si ella sonrefa, el mas puro amor, isf 0 no, Dani? Si, si. Ese afio el profe Cuchilla no volvié a dar més gritos y apodos, y no sabemos si también los demés afios porque no lo vol- vimos a ver: papé lleg6 con la noticia: nos trasladarfamos a otra ciudad, para no se- pararnos nunca. Mamé feliz. Pero, jy Cu chilla? Quién sabe qué sucedié con Cu- chilla y su mujer. Volveria ella a tirarlo de la nariz? Hoy creo que no. Jamés. Dani gané el afio, sefiores, sin habilitar una sola materia. Aplausos para Dani. Yo lo perdf: culpa de Montecristo, supongo. Exe fue el afio escolar que perdi, pero fue en realidad el afio més ganado de toda mi vida, y nunca voy a olvidarte, aio perdi- doy ganado. Te quiero. Cuchilla Guillermo Lafuente es un profesor de historia de Colombia; su alias: Cuchlla, el mas temido profesor de bachillerato. Su vida cambia a partir de los mensajes secretos que recibe cada mafiana en su ‘mesa. El colegio, el barrio, la familia, sustentan esta novela plena de humor yde amor, cuando ocurte por primera vera las puertas de la adolescencia, Exelio José Rosero Naci6 en Bogota, el 20 de marzo de 1958. Escritor y periodista, su obra ha sido traducida a varios idiomas y ha participado cn diferentes antologias nacionales e intemacionales. Su produccién navelistica se alterna con la ereaeién de relatos para jvenes y nitios: Plea en el parque, Para subir al cielo, el libro de cuentos El aprendiz cde mago y la obra de teatro Ahi estén pintados. Cuchilla fue ganador del Premio Norma-Fundalectura 2000. El Grupo Editorial Norma también ha publicado sus novelas En elljero, EU hombre que querfa: escribir una cara y Las escapades

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