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JULIO ARMAZA GALDOS

ESCORZO BIOGRÁFICO DE
CESARE BECCARIA
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Julio Armaza Galdos

ESCORZO BIOGRÁFICO DE
CESARE BECCARIA

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Julio Armaza Galdos

ESCORZO BIOGRÁFICO DE
CESARE BECCARIA

Arequipa-Perú
Pangea E.I.R.L.

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El papel utilizado para la impresión de este libro ha sido fabricado a partir de madera
procedente de bosques y plantaciones gestionadas con los más altos estándares ambientales,
garantizando la explotación de los recursos sostenible con el medio ambiente y beneficiosa para
las personas. Por este motivo, Greenpeace acredita que este libro cumple con los requisitos
ambienteles y sociales necesarios para ser considerado un libro «amigo de los bosques». El
proyecto «Libros amigos de los bosques» promueve la conservación y el uso sostenible de los
bosques, en especial de los Bosques Primarios, los últimos bosques vírgenes del planeta.
Papel certificado por el Forest Stewardship Council

ESCORZO BIOGRÁFICO DE
CESARE BECCARIA

Editorial PANGEA E.I.R.L.


Calle Colón núm.116G, Lote 1-A
Distrito José Luis Bustamante y Rivero
Arequipa.
RUC 20455171106.
editorialpangea@gmail.com

ISBN: 978-612-47180-5-2
HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA
BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ
núm. 2020-03032
Proyecto Editorial núm.
30401292000183

©Editorial Pangea
©Julio Armaza Galdos

Primera edición, marzo 2020


Se tiraron 500 ejemplares

Reservados los derechos referidos al Escorzo Biográfico de


Cesare Beccaria

Diseño de portada, diagramación y responsable de edición:


José Gabriel Armaza

Aparece en la portada Cesare Beccaria

6
SUMARIO

Epígrafe.......................................................................9
Nota...........................................................................11
Escorzo biográfico de Cesare Beccaria................13
Cartas de Cesare Beccaria a su hija Giulia...........63
Guía de láminas......................................................137

7
8
Los malhechores son sacados por los alguaciles de la cár-
cel (donde suelen ser atormentados) o son arrastrados por
caballos al lugar del suplicio.
Los rateros son colgados en el patíbulo por el verdugo;
los adúlteros son decapitados; a los homicidas (asesinos) y
ladrones (piratas) o se les pone con las piernas rotas en la
rueda o se les espeta en un palo; las hechiceras (brujas) son
quemadas en la hoguera.
A algunos, antes de someterlos a suplicio, se les corta la
lengua o la mano sobre un bloque de piedra, o son quema-
dos con tenazas.

Iohannes Amos Comenius, Orbis Sensualium


Pictus, Barcelona, 2017, p. 271.

9
10
Nota

Toda persona medianamente instruida debería


estar en condiciones de advertir que el encarce-
lamiento es innecesario, que los presos, en todo
caso, son seres a los que podríamos ofrecer una
palabra o mirada compasiva, estrecharles un abra-
zo, visitarlos, granjearles la oportunidad de supe-
rarse o, quien sabe, brindarles asistencia no mera-
mente espiritual —hace 256 años, época en la que
se publicó la obra de Beccaria, éramos en cambio
medio ciegos y medio insolidarios y esa ausencia
de condiciones visuales, aunada a nuestra falta de
altruismo, nos impedía ver las cosas con la clari-
dad con la que ahora, por suerte, las vemos—.
A despecho de lo indicado, todavía hay quienes
piensan que las leyes no han alcanzado el grado de
endurecimiento deseado y, por mor de ello, ven
en el encierro el único modo de reaccionar frente
a la criminalidad*. A continuación, echemos una
*
La cárcel, dicen, cumple una función preventivo general positiva
o, en todo caso, resocializadora. Adolf Hitler, estuvo encarcelado
antes de convertirse en Führer y, por ende, antes de desencadenar
la masacre total en Europa; su enclaustramiento, sin embargo, no
produjo los efectos resocializadores o preventivo generales que
suele, irreflexiva y gratuitamente, atribuirse al encierro.

11
mirada en torno al modo en que razonaba el
marqués lombardo sobre esos y otros asuntos
respecto de los cuales conviene estar informados,
pues no vaya a suceder que, por mero accidente,
cambie radicalmente el rumbo de nuestras vidas
y, en algún momento, nos encontremos viviendo
entre presos o, lo que es igualmente espantoso,
veamos a un hijo, padre, hermano o amigo, en esa
aterradora situación—.

Hace cuatro años, junto al facsímil de la editio


princeps del Tratado de los delitos y de las penas que salió
a la luz en nuestra agitada comunidad arequipeña,
se incluyeron las cartas que hoy, escapándose de
nuestras manos, quieren formar parte de este
sondeo biográfico.
 Quequeña, 2020, enero, 7.

JAG

12
ESCORZO BIOGRÁFICO DE CESARE
BECCARIA

Milán.
Aunque estuvo bajo el dominio de la monarquía
española hasta 1714 —en cuyo periodo se
desvigorizaron las ciencias y las artes, decayendo
las industrias del cristal, de la seda y de la lana,
según apreciación efectuada por Mondolfo—,
Austria se encargó de regentarla inmediatamente
después. Es a partir de ese momento, acaso por
los esfuerzos realizados por un grupo de hombres
de la talla de Vincenzo de Miró, Alessandro
Verri, Melchiorrre Gioia y Pietro Verri, que
el reflorecimiento espiritual y material fueron
tomando forma.
Vida resignada.
En la época en que nuestro personaje intenta-
ba coger la pluma para redactar su obra (1763),
los milaneses, como cualquier otro europeo hasta
mediados de los 60 del siglo XVIII, llevaban una
vida resignada. Muy pocos, que se sepa, habrían
osado poner en duda la autoridad divina o regia,

13
sometiéndose, pacientemente, a cuanto orde-
naban los vicarios del poder divino y laico y, en
grado tal, que reputaban normal la imposición de
ayunos, austeridad, mortificaciones o, lo que es
peor, de castigos sangrientos.
La vida en el ducado, inequívocamente giraba
en torno al siguiente modo de pensar: si Dios
creó el mundo y a los hombres y, luego, distribu-
yó su poder entre el clero y las autoridades civiles
(monarcas, reyes, príncipes, regentes, etc.), des-
acatar lo que unos u otros disponen, es desacatar
al Creador.
Ese complicado modo de vivir, en muy pocos
casos era paliado a través de la lectura o el arte,
siéndole preferible, al modesto ciudadano del du-
cado, la realización de actividades más sencillas
(paseos por la calle de Verziere, la iglesia Giovanni
in Conca, el Teatro Regio Ducal, la calle Tres Re-
yes, el Duomo o, incluso, rentando una calesa en
la piazza Cordusio a fin de visitar la Cascina dei
Pomi con el exclusivo propósito de aprovisionar
la despensa con quesos u otros productos lác-
teos). En este ambiente aletargado, conformista,
controlado y poco esperanzador, surgirá el libro
del que se dará cuenta más adelante.
La nobleza lombarda.
Urge acotar que suele atribuirse a la influencia
española la vieja costumbre de conceder (por me-
recimiento o por simple tráfico) títulos nobilia-
rios a las familias más importantes o a aquellas
que podían darse el lujo de comprarlos y, de ese

14
modo, resultó elevado el número de lombardos
que aseguraba tener alcurnia (reservándose, para
ellos, el acceso a los más lucrativos cargos) —los
nobles en el milanesado, para ser exactos, ascen-
dían al número de 5600 en la época en que Cesare
Beccaria escribía De los delitos y de las penas—.
Estos privilegiados personajes, por inverosímil
que parezca, eran los únicos que sabían leer y es-
cribir y, si daban en el ejercicio de la literatura,
de la historia, la filosofía u otra rama del saber,
elaboraban libros de cara a sus únicos lectores: los
patricios. El pueblo, analfabeto, nunca era el des-
tinatario de esas obras que, por añadidura, eran
escritas en latín o en italiano pomposo y excesiva-
mente atildado.
Lugar de nacimiento.
Nació Cesare Beccaria —y el dato relativo al lu-
gar es insignificante, comparado con la obra que
legó—, en la Lombardía y, más específicamente,
en el ducado de Milán.1
Para la época en que se produjo ese venturo-
so hecho, lo que se conoce hoy como Italia tenía
incorporadas varias repúblicas (Génova, Lucca y
Venecia), principados (Piamonte y Trento), duca-
dos (Saboya, Toscana, Parma, Módena y Milán),
reinos (Nápoles y Sicilia), islas marinas (Córcega y
Cerdeña), los estados pontificios y el marquesado
1
No parece tener razón Blasco y Fernández de Moreda cuando
afirma que Cesare descendía de una familia española (aragonesa) de
apellido Blasco. Cfr. Lardizábal. El primer penalista de América española,
Imprenta Universitaria, México, 1957, p. 35. (Lo que sí sería aplica-
ble a Alessandro Manzoni, nieto de aquél y de su primera esposa).

15
de Monferrato; Austria, como consecuencia de la
suscripción del Tratado de Rastadt (1714), asumió
la administración del estado de los Presidios, el
reino de Nápoles, Cerdeña y Milán.
La llegada al mundo de Cesare, se produjo el
15 de marzo de 1738, acaso en el palacio Brera,
de propiedad de sus padres; dicho inmueble, tras
los bombardeos del 13 de agosto de 1943, des-
apareció, por decirlo así, desde sus cimientos2.
Cabanellas3, duda si el natío acaeció en la fecha
consignada en el texto o, más bien en 1735; en
tanto que Etcheberry4, abiertamente asegura que
sucedió en 1735.
La familia.
Los padres de Cesare (Giovanni Saverio y María
Visconti di Saliceto) tuvieron seis hijos, siendo el
mayor el que más tarde sería autor del tratado De
los delitos y de las penas y, los menores, Francesca
Cecilia, Cesare Antonio, Maddalena, Annibale y
Francesco. Los dos primeros, murieron a tempra-
na edad; los tres últimos, en cambio, felizmente
alcanzaron la adultez.
El patriarca —y vaya que lo era, según lo vere-
mos después—, se vio favorecido con el título de
marqués y como tal, se regaló, y obsequió a su fa-
milia, una vida tranquila, desembarazada y colma-
2
Se calcula en dos mil las toneladas de bombas y proyectiles
incendiarios lanzados sobre Milán.
3
Beccaria y su obra, estudio previo al Tratado de los delitos y de las
penas, Editorial Atalaya, Buenos Aires, 1945, p. 13.
4
Beccaria 250 años después, Editorial IB de F, Buenos Aires, 2011,
p. 1.

16
da de privilegios. Ello no quiere decir, ni mucho
menos, que fuesen extremadamente pudientes,
pues el propio autor de Dei delitti confesará más
tarde al abate Morellet su deseo de visitar París,
pero también le hará conocer que el dinero, sin
escasearle, no le sobraba. Es de sospechar que la
madre, menos distante que el patriarca, solía leerle
obras religiosas y que éste, a su vez, hacía lo pro-
pio con los hijos del personal que servía en casa;
todo ello, con el fin de socializar, tal y como se
acostumbraba en la Europa del siglo XVIII.
Primeros años.
Visto el hecho de que sus hermanos Francesca
Cecilia y Cesare Antonio fallecieron en 1742
(cuando la primera tenía 3 años y el segundo 2),
y que Maddalena, Annibale y Francesco nacieron
después que Cesare ponía pies en el estribo de la
calesa que lo llevaría a estudiar a Parma (1746),
no es difícil colegir que debió tener muy pocos
recuerdos de lo que solemos llamar juegos de
infancia en familia. Sus travesuras, por lo tanto,
tuvo que haberlas disfrutado con los hijos de los
servidores de su padre o, simplemente, en soledad.
Como todo niño perteneciente a la nobleza, es
seguro que dedicó tiempo para el ejercicio de la
equitación, el cultivo de las bellas artes, los paseos
por el campo, la caza y el aprendizaje de idiomas
(latín y alemán); durante algunos asuetos veranie-
gos, sin duda, dio con su tierna humanidad en el
Adriático, el Mediterráneo o en los famosamente
encantadores lagos de Como o Garda.

17
Ni siquiera podemos vislumbrar, en cambio, los
nombres de sus más destacados preceptores, los
títulos de los libros que cautivaron su infancia, las
iglesias que visitaba, los trajes que vestía, si pade-
ció o no enfermedades, las funciones teatrales a
las que asistía o, finalmente, si era de carácter fes-
tivo, serio, comunicativo, celoso, avispado o inge-
nuo. Se tiene la certeza, eso sí, que la dependencia
que mostró hacia las personas de sexo femenino,
muy pronto le dieron la reputación de apollerado.
Colegio de Nobles de Parma.
Entre Milán y Parma media una distancia de
77 millas o, para decirlo de otro modo, de 124
kilómetros. Durante el siglo XVIII, el estado de
las carreteras no daba pie para desplazarse de
uno a otro punto en menos de 14 horas y, con
seguridad, debió ser el viaje extremadamente
agotador. Ni eso ni nada, sin embargo, impidió
a Giovanni Saverio matricular a Cesare en el
Colegio de Nobles de Parma, donde permaneció
desde los 8 años, a los 16.
Tales debieron ser sus adelantos en la ciencia de
los números —a duras penas impartida—, que lo
bautizaron con el remoquete de Piccolo Newton
y, quienes se ocuparon por escrito de su vida,
uniformemente aseguran que fue un niño inteli-
gente, lúcido, supersticioso e, incluso, nos lo re-
cuerda Rivacoba, «inflamado y arrebatado». Años
después, en una carta firmada por Cesare y que
recogió Cantú5, dirá, en clara alusión al Colegio
5
Historia Universal, tomo VI, Imprenta de Gaspar y Roig, Ma-
drid, 1857, pp. 262-264.

18
de Parma: allí, la «educación» que recibí, ante todo
fue «fanática».
Preciso es referir, en atención al colegio donde
estudió, que la disciplina y los ejercicios espiritua-
les que se imponía a los alumnos difícilmente eran
soportados y que, en su biblioteca, estaban prohi-
bidos La Mettrie, Voltaire, Diderot, Pierre Bayle
y Buffon.
Porto6, sin razón, acota que en el colegio
donde cursó sus estudios el marqués de Beccaria,
estudiaron también Voltaire, Diderot y Helvétius
—lo que constituye un verdadero despropósito,
pues los tres últimos frecuentaron el Collège
Louis-le-Grand de París que lo único que tenía
en común con el de Parma, era que se encontraba
regentado por jesuítas y que los estudios giraban
en torno al latín, la retórica latina, la religión y
la filosofía escolástica, descuidando, casi por
completo, cuanto tenía que ver con materias
como geometría, álgebra, mecánica, navegación,
dibujo, astronomía, botánica, lenguas extranjeras
y, sobre todo, el desarrollo de la curiosidad—.
La madre.
La progenitora de Cesare, cuya personalidad era
poco común, merece ser recordada como mujer
extremadamente hogareña, inclinada a la reali-
zación de obras pías, recelosa, inteligente, pre-
juiciosa, desinteresada por las cosas materiales,
soñadora y de carácter apasionado; de ella here-
dó Beccaria, con seguridad, más de uno de tales
6
La pena de muerte, Editores Sociedad Bibliográfica Argentina,
Buenos Aires, 1943, p. 253.

19
rasgos. Hasta antes que el pequeño marqués cum-
pliese 8 años, según acostumbraban hacer buen
número de madres de la sociedad aristocrática mi-
lanesa, vigiló sus juegos con la pelota, la comba,
el rehilete, la peonza, el trompo, la rayuela y, sobre
todo, los que cada atardecer, después de la comi-
da, practicaba en el tiovivo que tenían instalado
entre la caballeriza y el surtidor de agua que el pa-
triarca de los Beccaria ordenó instalar. El niño, en
el regazo de la esposa de Giovanni Saverio, sentía
ser dueño de la baila o, mejor aún, sentía ser el san
Juan de la Virgen de la Silla que Raffaello Sanzio
dejó plasmado en su famoso óleo de 1515.
Aunque contaba la mansión con los servicios
personales de varios criados, nodrizas y cocineras,
doña María era la primera en saludar y la última en
despedir el día, ya impartiendo sugerencias sobre
el menú, ya sobre la ropa a utilizarse, ya sobre las
compras que debían efectuarse, ya, en fin, sobre
cómo administrar la espaciosa morada de Brera.
Durante los años en que Cesare estuvo en el
Colegio de Parma y, luego, en la Universidad de
Pavía, ella nunca dejó de escribirle cartas amoro-
sas, de consuelo, aliento y de tono moral.
Universidad de Pavía.
Ahora bien, como un hombre de alto coturno,
según pensaba el padre de Cesare, ha de estar
hecho para mandar, ser temido y respetado, per-
suadió a su vástago sobre lo ventajoso que sería
lograr, por lo pronto, una buena formación ju-
rídica. Y es así que, inmediatamente después de

20
1754, lo tenemos matriculado en la vieja Univer-
sidad de Pavía. Por línea paterna, Pavía parece
haber sido la patria chica de sus antepasados; el
clima, la belleza de sus paisajes, sus innumerables
torres, el Duomo, el rio Ticino y el Palacio del
Broletto, pudieron haber atraído enormemente al
joven Beccaria, quien, sin más, decidió estudiar en
la sobredicha ciudad.
La universidad en la que cursó Cesare sus
estudios de Jurisprudencia, tenía cierta fama, pues
en ella impartieron la docencia, tres y dos siglos
antes, Pedro Baldo de Ubaldis y Andrés Alciatus.
Los libros de texto que según el programa de
Pavía era obligatorio estudiar, no se limitaban a la
Practica nova imperialis Saxonica rerum criminalium de
Carpzov, ni a los Elementa Jurisprudentiae criminalis
de Boehmero. Claro y Farinaccio, mencionados
por Beccaria en el epígrafe Al Lector que colocó
a partir de la segunda edición de su tratado,
todavía gozaban de gran popularidad a mediados
del siglo XVIII y, consiguientemente, debieron
ser convenientemente leídos, analizados y hasta
parcialmente memorizados. Otro tanto ha de
decirse con relación a las obras de los españoles
Diego de Covarrubias y Antonio Gómez.
Concluidos sus estudios universitarios, se gra-
duó en leyes el 13 de septiembre de 1758, a los 20
años de su edad.
Personalidad.
La más visible de sus cualidades bien pudo ha-
ber sido la bondad, seguida a corta distancia de

21
una poderosa y harto expresiva sensibilidad que,
la naturaleza, como escogiéndolo de entre miles,
colocó en su limpio y agitado corazón.
A esa facultad de sentir, a no dudarlo, consa-
gró lágrimas y quejidos cuando tuvo que dejar el
hogar para estudiar en Parma, cuando inicialmen-
te Teresa Blasco ignoró sus requiebros amoro-
sos, cuando el padre se opuso a su matrimonio,
cuando testimonió las cruentas ejecuciones en la
Piazza della Vetra o en la calle de Verziere, cuan-
do fallecieron sus progenitores, cuando visitó la
cárcel de Milán con fines de estudio y, porqué no,
cuando recibió la edición príncipe del Tratado de
los delitos y de las penas. Una evidente apatía flan-
queaba esos rasgos, como lo pone de manifiesto
el hecho de haber evitado dar cara al rey Fernando
de Nápoles cuando lo visitó, en su mansión, con
el único propósito de conocerlo personalmente y
de, según se indica, festejar su obra.
Ni su sólida formación, ni su condición de pa-
tricio, le sustrajeron de las supersticiones —prin-
cipalmente en su juventud, en que solía consultar
con personas que lanzaban cartas, leían las manos
y vaticinaban el futuro—.7
El hálito que fluía de su personalidad, lo mostró
como un hombre prudentemente ahorrativo o,
más bien, avaro; tras su muerte, en una pequeña
7
Llegó a pensar, y seriamente, que algunos días de la semana
eran propicios y otros no, que el número 2 era el de su suerte, que
si una araña se le aparececía antes del atardecer, algo malo habría
de ocurrirle por la noche y, finalmente, que los murciélagos, retra-
tados al óleo, aseguraban longevidad.

22
hornacina de su habitación, se descubrieron va-
rios tipos de joyas celosamente escondidas y, en el
sobrado de la casa, un nido de monedas (conte-
niendo cuádruples, cequíes, ducados y hasta viejas
parpallas).
Nuevamente en casa.
Concluidos sus estudios superiores en Pavía y
obtenidas las credenciales que lo habilitaban pro-
fesionalmente —esto último, como se dejó indi-
cado, en septiembre de 1758—, retorna al hogar
de Brera. Ya en Milán, se le dio por alternar entre
la casa de campo que tenía la familia en la villa
de Gessate y la morada paterna. Nunca, de eso
debemos estar seguros, ejercitó su profesión en el
foro, preparó un alegato judicial o proyectó una
querella; no era, como suele decirse, un abogado
litigante (careciendo, más bien, «de toda experien-
cia forense directa», como señala Calamandrei)8.
Hasta aquí, sin embargo, no se le conoce rela-
ción sentimental alguna.
Teresa.
En algún momento, durante el año de 1760,
conoce a Teresa Blasco, hija del teniente coronel
Domenico de Blasco Kock y, luego de algunos
acercamientos (principalmente en casa del músico
Carlo Monza), decide abrirle su apasionado co-
razón. Todo indica que inicialmente la joven no
mostró interés por el marqués, pero como quien
cava y cava, encuentra agua, finalmente la persua-
8
Prefacio y notas a De los delitos y de las penas, Ediciones Jurídicas
Europa-América, Buenos Aires, 1974, p. 24.

23
dió.
Era Teresa hija de Margherita Mussio e, interesa
repetirlo, de Domenico Blasco, personas sin título
nobiliario y, sobre todo, sin sangre azul. Eso,
más el hecho de que los amoríos entre Cesare
y Teresa andaban ya en coplas, encolerizó a
Giovanni Saverio quien, sin dilación, obtuvo una
orden de arresto domiciliario contra su hijo. El
confinamiento de Cesare, por tan nimio motivo,
se extendió de noviembre de 17609 a febrero del
61 y, lejos de disuadir al encalabrinado novio, lo
determinó a comprometerse más seriamente,
como lo veremos enseguida.
La boda.
La coyunda entre Cesare y Teresa, de 23 y 16
años de edad, se ofició el 22 de febrero de 1761;
la madre del novio, en desacuerdo con dicho acto,
enlutó sus prendas y, por añadidura, se rehusó
asistir a la ceremonia. Se dice, y en esto no hay di-
vergencias, que el matrimonio causó indignación,
sirviendo, durante un tiempo, de comidilla.
A contados pasos estábamos para que el incó-
modo enfriamiento, rápidamente se tornase en un
auténtico rompimiento entre el flamante marido y
sus progenitores, lo que en efecto ocurrió cuando
los jóvenes esposos, a prudente distancia de los
Beccaria, tomaron un departamento en alquiler
(ubicado en Rovello) y, allí, despaciosamente die-
ron rienda suelta a sus naturales deseos.
9
Los últimos días de diciembre, escribe un documento que tran-
quiliza a sus padres, pues revoca toda promesa matrimonial que
hubiese hecho a favor de Teresa.

24
En mayo de 1762, en parte por mediación de
Pietro Verri, Cesare y Teresa se instalarían en casa
de los padres de aquel. La paz, nuevamente reina-
ba en el palacio del marqués Giovanni.
Un año y cinco meses después de celebrado el
desposorio, concretamente el 21 de julio de 1762,
nace la hija primogénita del joven marqués y, en-
seguida, será bautizada en la iglesia San Eusebio
con los nombres de Giulia María Anna Margarita.
Hay información que se ocupa del parecido físico
entre padre e hija (ojos garzos, pelo rubio, labios
delgados, etc.)
Pietro Verri.
El conde Gabriel Verri tuvo varios hijos, dos
de los cuales se vincularon directamente a Cesare.
Pietro, el primogénito, fue quien mayor fe depo-
sitó en nuestro personaje y, en definitiva, quien
más vivencias tuvo con él, haciendo, en la época
en que escribía De los delitos y de las penas, el papel
de mentor. Mondolfo, llega incluso a sostener que
sin el apoyo del mayor de los Verri, difícilmente
hubiese dado a la estampa la obra que lo catapul-
tó, ya que el marqués era incapaz de escribir por
cuenta propia ―como lo demuestra el hecho de
no haber ideado, redactado y publicado, luego de
haberse enfriado la amistad entre los dos, libro o
folleto alguno―.
Quien desee tener una idea cabal sobre Pietro,
no olvide reparar en su condición de hijo rebelde,
chambelán en la corte de Austria, poligloto, au-
tor de varios libros, aristócrata, oficial del ejército

25
austríaco en la guerra con Prusia, miembro de la
Accademia dei Trasformati y, sobre todo, propie-
tario de una rica biblioteca que, a su debido tiem-
po, pondrá a disposición de Cesare (especialmen-
te unos sobados manuscritos con casos judiciales
que llevaban la denominación de Summarium offen-
sivi contra Don Johannem Cajetanum de Padilla y que
el marqués leyó cuando redactaba el contenido de
las páginas 35 a 43 de Dei delitti e delle pene).10
Rivacoba, que ha estudiado con detenimiento
la obra jurídica de Pietro, le atribuye la autoría
de por lo menos nueve libros: Di logica (1760),
Orazione panegirica sulla giurisprudenza milanese
(1763), Meditazioni sulla felicità (1763), Meditazioni
sulla economia politica (1771), Indole del piacere (1773),
Osservazioni sulla tortura (1777), Storia di Milano
(1783), Riflessioni sulle leggi vincolanti principalmente il
commercio dei grani (1796) y Meditazioni sull′ educazione
politica (1796). El séptimo de los libros incluidos
en este nomenclator, estuvo lejos de ser un best
seller, ya que apenas, si ha de otorgarse crédito a
Cantú11, logró venderse un ejemplar. Como fuere,
a la relación elaborada por Rivacoba, habría que
agregar los Pensamientos de un buen viejo que no es
literato que compuso, antes de 1797, en la casa de
campo que tenía en Ornago.
Otro de los Verri, amigo de Cesare, fue
Alessandro, quien de viva voz y, ce por be,
hizo conocer a nuestro personaje la doliente
vida de los encarcelados en Milán, pues a la
Referidos a la práctica de la tortura.
10

(n. 5), p. 222.


11

26
sazón, desempeñaba el cargo de Protector de
Criminales12. Cuando el marqués visitó el salón
de Holbach en París, tuvo como compañero de
viaje a Alessandro, quien luego de trasladarse a
Londres, residió en Roma. Se dice que estuvo
empeñado en traducir las obras de Shakespeare,
lo cual da cuenta de sus inquietudes y, sobre
todo, de sus elevadas capacidades intelectuales
(a Alessandro Verri, además, debemos la famosa
novela Le notti romane que, en vida del autor, fue
traducida al francés).
Pietro, Alessandro y Cesare, aunque en perio-
dos de tiempo distintos, realizaron sus estudios
universitarios en Pavía.
La repentina muerte de Teresa y su nuevo
matrimonio.
El matrimonio de Cesare y Teresa, celebrado
en 1761, tal y como se indicó precedentemente,
quedó interrumpido por el fallecimiento de ésta
(1774); de dicha coyunda, nacieron Giulia, Maria
Anna y Giovanni Annibale.
Cuarenta días después del óbito de Teresa, se-
gún lo refiere Cantú13, contrajo Cesare un segun-
do enlace; bien se ve que el marqués, en lo con-
cerniente a su viudez, hizo suyo el contenido del
12
Para no dejar algún cabo sin atar —en lo que se refiere a este
aspecto—, preciso es informar que Antonio Truyol y Serra des-
acierta cuando atribuye a Cesare la condición de «visitador» que,
en realidad, desempeñó Alessandro. Cfr. Historia de la Filosofía del
Derecho y del Estado. 2. Del Renacimiento a Kant, Alianza Editorial,
Madrid, 1982, p. 251.
(n. 5), p. 224.
13

27
siguiente dicho popular: el dolor por mujer muer-
ta, dura hasta la puerta. Con su flamante esposa
—Anna Barbò— procrearía a Giulio, que dejó de
existir en 1858, sin descendencia masculina y, por
lo tanto, sin posibilidad de legar el título nobiliario
que ostentaba.
Accademia dei Trasformati.
Cabeza visible de este cenáculo fue el poe-
ta Giuseppe Parini, sacerdote libertino que, por
igual, frecuentaba los templos de Jesucristo y,
quien sabe si con mayor devoción, los de la diosa
griega Afrodita.
El calenturiento sacerdote, por razones que en
su caso no requieren explicación, se enredó con
Maria Victtoria Ottoboni Boncompagni —sobri-
na del Papa Benedicto XIV y esposa del duque
Gabrio Serbelloni—, antigua amante de Pietro y,
ello, más la rivalidad intelectual que venía hacién-
dose evidente entre los dos, dio motivo a Verri
para dejar la Academia de los Transformados.
Mecenas y fundador de la sobredicha academia
fue el conde Giuseppe Maria Imbonati, padre del
poeta Carlo con el hará vida marital, en París, la
hija primogénita de nuestro personaje (Giulia).
Academia de los Puños.
A propuesta del mayor de los Verri, un grupo
de jóvenes lombardos decidió fundar una acade-
mia en la que solían discutirse temas científicos
y literarios con tal grado de exacerbación, que el
uso de los puños no les era ajeno. Como sede del

28
organismo, sin que existiese acuerdo formal que
así lo estableciese, se utilizó el palacio del con-
de Gabriel Verri —ubicado en Monte di Santa
Teresa—, inmueble de tres plantas, treinta habi-
taciones y una librería notable. Antonio Perego,
retrató a los miembros de la Academia en 1766,
mostrando al joven marqués, sentado y leyendo.
Dieron vida a esta tertulia Pietro y Alessandro
Verri, Alfonso Longhi, Giambatista Biffi, Luigi
Lambertenghi, Giuseppe Visconti di Saliceto y
Cesare —a quien por cierto todos aventajaban en
edad—; ocasionalmente, como lo demuestra el
hecho de que precisamente allí Pietro emprendió
algo más que escarceos con Maddalena Beccaria14,
admitían compañía femenina.
En alguna de tales reuniones, se propondría a
Beccaria desarrollar, por escrito, una proclama en
contra de la pena de muerte y, acaso, contra todo
el sistema jurídico criminal; la propuesta, no hay
duda en ello, partió de Pietro.
Il Caffè.
De sobra es conocido que el pequeño grupo
de aristócratas que constituyó la Socità dei Pug-
ni, a su vez decidió fundar una hoja volandera
que bautizó con el nombre con el que se rotula
el presente epígrafe y que circuló por la península
junto a la Gazzetta Veneta y La Frusta Letteraria
(desde el último de los periódicos mencionados,
14
El que no hayan avanzado las cosas seguramente se debió al
carácter veleidoso y travieso de ambos. Maddalena, contrajo ma-
trimonio en 1766 con Giulio Cesare Isimbardi; más tarde (1778)
haría lo propio con un hombre de apellido Tozzi.

29
Giuseppe Baretti lanzó más de un dardo difama-
torio contra Pietro y Cesare, acaso por encargo
del sensual Parini).
Vio la luz Il Caffè, en Brescia, de junio de 1764
a mayo de 1766 y en el publicaron Sebastiano
Franci, Luigi Lambertenghi, Pietro y Alessandro
Verri, Pietro Secchi, Giuseppe Visconti, Alfonso
Longo, Paolo Frisi, G. B. Carli y, entre otros, el
joven marqués de Beccaria.
Pietro Verri relaciona el nombre del periódico
con una cafetería que un ciudadano griego esta-
bleció en Milán y donde solían encontrarse los
miembros de la Academia de los Puños, ya para
leer, ya para intercambiar conocimientos sobre
una o varias materias, ya, en fin, para engolfarse
en cosas de jóvenes.
Como fuere, las únicas contribuciones que allí
se ven firmadas por Beccaria, son apenas seis y,
se intitulan, como a continuación se indica: Il Fa-
raone, Risposta all'Accademia della Crusca, Tentativo
analítico sui contrabbandi, Frammento sullo stile, De’fogli
periodici y, finalmente, I piaceri dell’immaginazione.
Pseudónimos.
Estos jóvenes inconformes que integraban la
Academia de los Puños y El Café, para esconder
sus verdaderas identidades, utilizaban pseudóni-
mos. El de Titus Pomponius Atticus correspon-
día a Cesare, Lucius Cornelius Sulla a Pietro y
Marcus Claudios Marcellus a Alessandro Verri.
Con todo, no se conoce palabra, actitud o escri-
to alguno que justificase suponer que los Verri o

30
Beccaria quisiesen subvertir el orden y que por lo
mismo, se viesen en la necesidad de identificarse a
través de pseudónimos. Las cosas cambiarán, por
cierto, una vez aparecido el Tratado de los delitos y de
las penas que, en su momento, será incluido en el
índex del santo oficio, tras lo cual, su autor empa-
lidecerá y, como creyéndose perseguido por el an-
ticristo, se refugiará en la villa familiar de Gessate,
sumido en profunda depresión y, lo que es peor,
rehusándose a recibir a los camaradas de Il Caffè.
Diez meses de una vida.
Vivió el famoso marqués de Beccaria 56 años,
8 meses y 13 días. De ese tiempo, los primeros 8
años los disfrutó junto a sus padres en la mansión
de Brera, gastando otros 8 en el Colegio de Parma
y 4 en la Universidad de Pavía. De 1758 a princi-
pios de 1761, no se le conoce ocupación de la que
pueda colegirse haberse vinculado al estudio de
las letras o de las ciencias.
Entre marzo de 1763 y enero del siguiente
año, sin embargo, consagró 10 meses de su vida
a componer Dei delitti. Durante los siguientes 30
años, además de disfrutar de la fama, asistir al tea-
tro y refugiarse en sus propiedades de Gessate y
Brera, no hizo nada que interese a la disciplina
que lo inmortalizó.
La edición del libro.
Para los biógrafos del patricio milanés, es
desconocida la razón por la que su obra apareció

31
publicada bajo el cuidado del editor Giuseppe
Aubert15, empresario residido en la ciudad
portuaria de Livorno. Se supone, eso sí, que al
ocultarse el nombre del autor y, por añadidura,
al salir el libro de las prensas de una ciudad lejana
a Milán, se protegía debidamente a Beccaria de
eventuales represalias por parte de la inquisición
o, tal vez, de los inspectores de policía encargados
de investigar a los sospechosos de subvertir el
orden.
En cualquier caso, tampoco se sabe si cobró el
marqués regalía alguna, si compró toda la edición,
si encargó al propio Aubert la distribución, si per-
sonalmente donó algunos ejemplares entre los
funcionarios amigos que tenía en el ducado y, más
importante que todo ello, si el público adquirió el
pequeño volumen por el mero hecho de hacerlo,
sin interés alguno o, más bien, con el deliberado
propósito de instruirse.
Cabe presumir, en cambio, que se empeñó en
escribir y publicar su tratado no para obtener una
sinecura, pues el libro habría aparecido con su
nombre; apostó sinceramente, según todo indica,
a favor de una transformación en el sistema cri-
minal de su tiempo (acaso porque su corazón se
agitaba frente al modo en que se trataba a quienes
se conducía a un despacho judicial y, luego, a la
cárcel).
Estructura de la obra.
15
Quien a su vez imprimió, en 1763, las Meditazioni sulla felicità
de Pietro Verri (1763) y, más tarde, la Enciclopedia de Diderot et
alii.

32
La edición príncipe del libro que lanzó a la
fama al marqués, si bien carece de divisiones por
capítulos, lleva 38 epígrafes y una fe de erratas;
aquellos han sido ordenados del modo siguiente:
Introducción (p. 3). Origen de las penas (p. 5).
Derechos de punir (p. 6). Consecuencias (p. 8).
Interpretación de la ley (p. 10). Oscuridad de las
leyes (p. 13). Proporción entre los delitos y las pe-
nas (p. 15). Error en la medida de la pena (p. 19).
División de los delitos (p. 21). Del honor (p. 24).
De los duelos (p. 27). De la tranquilidad pública
(p. 28). Del fin de las penas (p. 31). De los testigos
(p. 31). Acusaciones secretas (p. 33). De la tortura
(p. 35). De los juramentos (p. 43). Prontitud de
las penas (p. 45). Infamia (p. 50). Del destierro
y la confiscación (p. 52). Del espíritu de familia
(p. 53). Certeza de la pena (p. 57). De la pena de
muerte (p. 61). De la prisión (p. 70). Procesos y
prescripciones (p. 73). Delitos de difícil prueba
(p. 76). Del suicidio (p. 81). Del contrabando (p.
86). De los deudores (p. 88). Asilos (p. 89). De la
talla (p. 90). De un género particular de delitos
(p. 92). Falsas ideas de utilidad (p. 93). Cómo se
previenen los delitos (p. 95). Magistrados (p. 101).
Recompensas (p. 102). Educación (p. 102) y Con-
clusión (p. 103). Siendo las cosas como se las tiene
dichas, Laplaza16 mal informa cuando asegura que
la primera edición la constituyen 42 «títulos» y no,
38, como hic et nunc lo sostenemos.
La portada del libro es por demás sobria y se
16
Estudio Preliminar a De los delitos y de las penas, Ediciones Arayú,
Buenos Aires, 1955, p.127.

33
circunscribe a contener la siguiente información:
Dei delitti e delle pene; luego, a modo de epígrafe, se
inserta un párrafo que pertenece a Bacon y que
reproducimos a continuación: In rebus quibuscumqe
difficilioribus non expectandum, ut quis simul et serat et
metat, sed praeparatione opus est, ut per gradus matures-
cant. Finalmente, se consigna la fecha con núme-
ros romanos: MDCCLXIV. Esto último nos hace
suponer que Jiménez de Asúa no tuvo ocasión
de conocer la citada primera edición, pues, señala
que el libro «Apareció sin fecha»17.
Ideas básicas.
Aunque no es posible ocuparnos del contenido
de cada uno de los 38 epígrafes, aproximémonos
a algunos de ellos:
Introducción. Aquí llama la atención sobre el
modo en que a lo largo de la historia se crearon
leyes penales. No surgieron, dice, como acuerdo
entre los hombres sino, más bien, por decisión de
unos pocos que, lamentablemente, no repararon
en que con ellas debía posibilitarse «la máxima
felicidad repartida entre el mayor número» (pp. 3
y 4)18. Consecuencias. Arriba a tres conclusiones,
siendo la primera sumamente útil y beneficiosa:
17
Tratado de Derecho penal, I, Editorial Losada, Buenos Aires,
1950, p. 253.
18
Resulta difícil no ver una relación entre lo afirmado por el pa-
tricio lombardo y lo que señala Francis Hutcheson en el siguien-
te párrafo: «[…] de forma que una acción será tanto más buena
cuanto mayor sea el número de personas a las cuales proporciona
la mayor cantidad posible de felicidad, y será tanto peor cuanto
mayor miseria sea capaz de proporcionar a mayor número de per-
sonas». Cfr. Frederick Copleston, Historia de la Filosofía. De la Esco-
lástica al Empirismo, vol. 2, Editorial Planeta, Barcelona, p. V-145.

34
únicamente «las leyes», dice, «pueden decretar»
«penas sobre los delitos» (p. 8). Como se ve,
Beccaria tiene una idea precisa del principio de
legalidad. Fin de las penas. Para el marqués, como
para todos los penalistas ilustrados, el «fin» de
la pena «no es otro que impedir al reo hacer
nuevos daños a sus conciudadanos, y apartar a los
demás de cometer otros iguales» (p. 31)19. De los
testigos. Entre otras cosas, también importantes,
destaca aquélla que hace referencia al principio
de presunción de inocencia: «Più d' un testimonio
è necesario, perchè fintanto che uno asserisce,
è l' altro nega, niente v' è di certo, e prevale l'
innocenza» (p. 32). Prontitud de la pena. Son muchos
los autores que se han ocupado brillantemente
de la cárcel como lugar de castigo, demandando
su abolición (Michel Foucault, Louk Hulsman,
Thomas Mathiesen, Iñaki Rivera Beiras, entre
otros). Beccaria, respecto de la gayola como lugar
de custodia, indicó lo siguiente: «La cárcel es la
simple custodia de un ciudadano hasta que sea
declarado culpable; y siendo penosa, debe durar
el menor tiempo posible y ser, simultáneamente,
lo menos dura que pueda serlo» (p. 45). Infamia.
En principio Beccaria no abogó por la supresión
total de las penas infamantes, como es posible
advertir del siguiente párrafo: «Las penas de
19
Compárese lo transcrito con este párrafo que pertenece a
Maximilien Robespierre: «Las penas no están hechas para ator-
mentar a los culpables, sino para prevenir el crimen por el temor
de incurrir en ellas» (citado por Rivacoba en su Prólogo al Discurso
sobre la trascendencia y personalidad de las penas de Maximilien Robes-
pierre, EDEVAL, Valparaíso, 2009, p. 41).

35
infamia, señala, no deben ser ni frecuentes ni caer
de una vez sobre muchas personas: lo primero,
porque los efectos reales y demasiado frecuentes
de las cosas de la opinión debilitan la fuerza de
la opinión misma; lo segundo, porque la infamia
de muchos se traduce en la infamia de ninguno»
(pp. 50 y 51). De la pena de muerte. En la página
61 de la edición príncipe, razona el marqués
del siguiente modo: «¿Cómo puede caber, en el
mínimo sacrificio de la libertad individual, el de la
vida que es el bien máximo? Y si fuese así, ¿cómo
armonizar tal principio con el que afirma que el
hombre no es dueño de matarse? Debería serlo,
para que hubiera podido conceder a otros, o a la
sociedad entera, este derecho. En consecuencia,
la pena de muerte no es un derecho»20. De la prisión.
Esta medida excepcional que se aplica contra
una persona, puede basarse en indicios «débiles»
únicamente en los siguientes casos: a) si la pena
es «moderada», b) si se eliminó el hambre y la
miseria de la cárcel y, c) si «la compasión y la
humanidad» penetran en dicho recinto (p. 71). Del
suicidio. Adelantándose a la mayoría de pensadores
europeos de su siglo, demandó la impunidad
frente al suicidio: «Queda, pues, demostrado, que
la ley que aprisiona a los súbditos de un país es
inútil e injusta: por lo tanto, lo será también la
20
G. W. Friedrich Hegel, con ocasión de párrafo reproducido,
razona del siguiente modo: «A pesar de ello, la preocupación de
Beccaria por eliminar la pena de muerte ha tenido efectos ventajo-
sos. Aunque ni José II ni los franceses han podido imponer nunca
su total derogación». Cfr. Principios de la Filosofía del Derecho, Edhasa,
Barcelona, 1999, p. 188.

36
pena del suicidio» (p. 86). De la talla. A la cantidad
de dinero que se ofrece a un particular para que
capture a un delincuente se denomina talla; como
es de suponer, Beccaria se opone a tal práctica,
pues fomenta la desconfianza y la traición entre
las personas, cuando no, evidencia el modo en
que con «una mano el legislador estrecha los
vínculos familiares y, con la otra, premia a quien
los rompe» (p. 91). Cómo se previenen los delitos. Basta
echar una mirada a las obras de los penalistas
ilustrados (Lardizábal, Vidaurre, etc.), para
comprobar que las ideas de todos ellos orbitan en
torno a la prevención; el marqués lombardo, en
este penúltimo epígrafe, siguió análogo rumbo.
«Es mejor, apunta decididamente, prevenir los
delitos que castigarlos. Este es el fin principal de
toda buena legislación, que es el arte de conducir
a los hombres al máximo de felicidad, o al mínimo
de infelicidad posible, por hablar según todos los
cálculos de los bienes y de los males de la vida»
(p. 95).
André Morellet.
La obra del encendido italiano ha quedado
vinculada al abate Morellet básicamente por dos
razones: 1) porque a éste se debe la traducción
francesa21 que posibilitó una más extensa
divulgación en Europa y América —precisamente
en tiempos en los que el idioma francés era el
más conocido— y, 2) porque permitió a Morellet
introducir algunas modificaciones en el orden
21
Que salió de un tórculo parisino el 27 de diciembre de 1765 (y
no, como indica Cabanellas, en 1776).

37
de los diversos capítulos que, según parece,
dieron claridad y expresividad al texto. Chrétien-
Guillaume de Lamoignon de Malesherbes y
Jean-Baptiste d'Alembert, animaron a Morellet
a emprender la traducción sobre la base de un
ejemplar que poseía d'Alembert y que, a mediados
de 1765, le envió desde Milán Paolo Frisi.
Cesare Cantú, ha transcrito una obsequiosa car-
ta de 26 de enero de 1766 que Beccaria envió a
Morellet y en la que se habla de la traducción y de
las modificaciones. Lo cierto es que, aunque uno y
otro hasta entonces no se conocían personalmen-
te, ese hecho habría de ocurrir después del 18 de
octubre, fecha de la llegada del marqués a París22.
No parece que hubiesen congeniado a cabalidad
ambos ilustrados, básicamente porque el francés
era dado a polemizar sobre Dios y a poner en
duda su existencia; cosa que inquietaba al italiano.
Por lo demás, es evidente que no debió estar
Beccaria muy de acuerdo con las alteraciones in-
troducidas en el texto por su amigo francés, aun-
que Etcheberry23 sostenga lo contrario; es decir,
aunque sostenga que «todo ello» se produjo «con
el consentimiento expreso de» Cesare.
La primera edición francesa de Dei delitti, lleva
el título y pie de imprenta siguientes: Traité /
des / délits et des peines / Traduit de l'italien, /
d'après la troisième Edition, revue / corrigée et
22
Viaje que en sus mínimos detalles será planificado por
Pietro Verri, si hemos de dar crédito a Salo de Carvalho,
Pena e garantias, Editora Lumen Juris, Rio de Janeiro, 2008,
p. 44.
23
(n. 4), p. 5.

38
augmentée par l'Auteur. / Avec des Addition de
l'Auteur, qui n'ont / pas encore paru el Italien. /
A Lausanne / 1766.
Acervo ideológico.
Aunque transcurrieron doscientos cincuenta y
seis años desde la aparición de la obra de Beccaria,
no está claro cómo es que abrazó buena parte de
las ideas que aparecen en su doloroso relato.
Es común indicar que casi todo lo debe a
Montesquieu y a los ilustrados Rousseau, Voltaire
y Helvétius; que para redactar algún capítulo se
inspiró en algunos manuscritos de Pietro Verri
(como se verá enseguida) y que, bastante menos
influencia recibió de los ilustrados radicales
Diderot y D’ Holbach.
Últimamente, sin embargo, se ha vinculado
a Beccaria con la Ilustración de Gran Bretaña
y, sobre todo, con la escocesa. En efecto, Piers
Beirne24, ha esgrimido sólidos argumentos para
suponer que en De los delitos y de las penas hay
rastros indubitables del pensamiento de Francis
Hutcheson y David Hume; Zaffaroni25, por su
parte, estima que el «contractualismo de Beccaria
(es) más cercano a Locke que a Rousseau» y,
Mondolfo, en ese y otros aspectos, relaciona al
autor Dei Delitti con Hobbes y Locke26.
24
Hacia una ciencia del «Homo Criminalis». De los delitos y de las
penas de Cesare Beccaria (1764), Buenos Aires, 2002, pp. 3 a 47.
25
Tratado de Derecho penal, Parte general, vol. II, EDIAR,
Buenos Aires, 1981, pp. 87 a 92.
26
Cesare Beccaria y su obra, Editorial DEPALMA, Buenos
Aires, 1946, p 28.

39
Los no más de 4 años dedicados al estudio de
las ideas iluministas (de 1759 a 1763), el hecho
de haber leído cuanto le fue facilitado por Pietro
y, sobre todo, la ausencia de citas bibliográficas
en su obra, impiden tener certeza respecto de las
influencias ideológicas en torno a las que gira su
pensamiento.
Infamias.
A quien pretendió hacer el bien a la humanidad,
trastocando el cruel sistema punitivo, se tildó de
ateo (Angelo Fachinei), pésimo escritor (Giuseppe
Baretti), impostor (Pietro Verri), imbécil (Alessandro
Verri), pusilánime (Blasco), ayuno en el conocimiento
de las leyes (Cantú), mal esposo (Donata Ghiomenti
Vassalli), loco de atar (Muyart de Vouglans),
epileptoide (Lombroso)27 e inconsecuente (Simon-
Nicholas Henri Linguel). La supuesta inconsecuencia,
según nos lo revela Saldaña, tiene que ver con el
hecho de que el propio Beccaria habría instado a
los jueces para someter a la cuestión del tormento
al delincuente Sartorello, por haber «despojado a
sus amigos sobre el camino real». —Ugarte del
Pino28, añadiendo un par de tachas, indica que «fue
arrestado en varias oportunidades» por múltiples
agresiones físicas a «indefensos ciudadanos» e,
incluso, por vincularse a actos reñidos con las buenas
27
Sobre ello véase Herbert Freyre, César Beccaria y el Derecho penal,
Revista Universitaria, tercera época, Año VII, números. 13 y 14,
Trujillo, 1958, p. 3.
28
El bicentenario de Beccaria y la evolución de las ideas en el Derecho
penal peruano, publicado en Estudios Penales. Libro Homenaje al
Profesor Luis Alberto Bramont Arias, Editorial San Marcos, Lima,
2003, p. 353.

40
«costumbres». Enrico Ferri29, por su parte, sostiene
que su obra estuvo guiada «más bien del sentimiento
que del rigor científico» e, Inmanuel Kant30, que fue
producto de «un sentimiento de humanidad mal
entendido (compassibilitas)»—. Con todo, carecen de
fundamento las afirmaciones que se hicieron contra
el marqués.
El estilo.
El volumen de 104 páginas que contiene la edi-
ción príncipe (1764) de Dei delitti, lleva una hoja
de erratas en la que se advierten 21 deslices ti-
pográficos e, incluso, diminutas imperfecciones
de estilo31 que, sin duda, carecían de importancia
para el espíritu inquieto e innovador del patricio
lombardo. Es claro que al autor le resultaba di-
ficultoso escribir y que, al hacerlo, le tenían sin
cuidado ciertas reglas lingüísticas: más que la for-
ma, le preocupaba el fondo (según lo ha puesto
de manifiesto Calamandrei, al hacer referencia
de que «se enorgullecía de escribir mal y de rebe-
larse con heréticas befas contra las gazmoñerías
lingüísticas»; no estando interesado en «perder el
tiempo» haciendo «el censo de los galicismos con
el diccionario en la mano»).32
Sobre tales imperfecciones, insiste Tomás y
29
Los nuevos horizontes del Derecho y del Procedimiento penal, Centro
Editorial de Góngora, Madrid, 1887, p. 3.
30
Principios metafísicos del Derecho, Editorial Americalee, Buenos
Aires, 1943, p. 176.
31
Cosa curiosa, pues la obra de Maximilien Robespierre (Discurso
sobre la trascendencia y personalidad de las penas), también escrita en el
siglo XVIII, se distingue por la «belleza de su estilo» (Rivacoba,
Prólogo, 2009, p. 39).
32
Prefacio y notas a De los delitos y de las penas, 1958, p. 19.

41
Valiente al componer el siguiente párrafo:
El estilo de Beccaria es difícil, retorcido a ve-
ces, oscuro en muchos capítulos. En algunos tex-
tos parece que la oscuridad es intencionada, quizá
con miras protectoras, esto es, como escudo con-
tra temidos ataques futuros; pero, en la mayoría
de las ocasiones, la falta de claridad se debe a su
complicada sintaxis, al excesivo gusto por elisio-
nes de partes de la oración gramatical; todo lo
cual produce como consecuencia abundantes fra-
ses cabalísticas o de dudoso sentido.33
El caso es que, a pesar de lo que se diga, este
pequeño libro representa para los criminalistas lo
que la Mona Lisa para los pintores, Las cuatro esta-
ciones para los músicos o el David para los escul-
tores; Beccaria es, en su respectivo campo, lo que
en los suyos fueron Leonardo da Vinci, Vivaldi
y Miguel Ángel de Buonarroti (y aún más, pues
pretendió el autor poner a buen recaudo la vida,
la seguridad personal y la integridad física de los
seres humanos).
Inquisición.
Mario Pisani y Ángel Torío López, tras el
espigueo que efectuaron en documentos poco
conocidos, divulgaron información valiosísima
sobre cómo es que fue prohibido el opúsculo del
marqués en Italia y España; todo ello, entiéndase,
por acción del santo oficio.
Siendo el virreinato del Perú colonia española,
sin dificultad puede colegirse que, si la lectura del
Tratado De los delitos y de las penas se encontraba
33
Francisco Tomás y Valiente, Introducción a De los delitos y de las
penas, 1980, p. 51.

42
prohibida en la metrópoli, también debió estarlo
en la América subyugada.
Como fuere, en otro lugar y ocasión dejamos
escrito lo siguiente: «Más tarde (1813), acaso en
una actitud de exacerbado celo, el Tribunal de la
Inquisición de Lima mandó imprimir una lista de
libros que no deberían circular en el virreinato
peruano y, por el contenido de la misma, sabemos
que era impedida y castigada la lectura de la
Enciclopedia de D'Alembert y Diderot, el Cándido
de Voltaire, El espíritu de las leyes de Montesquieu,
el Sistema de la naturaleza de D'Holbach y, entre
otras, los Ensayos de Montaigne. Las obras
jurídicas que se hizo figurar en tan exhaustiva
lista, por otra parte, tenían como autores a Samuel
Puffendorf, Hugo Grocio, Antonio Gómez,
Diego de Covarrubias, Gaetano Filangieri y, por
su puesto, al marqués de Beccaria —quien aparece
incluido en el número 76 de dicho catálogo, con
la indicación de haberse incautado dos ejemplares
de su peligroso opúsculo—».34
Repercusión inmediata.
Entre los monarcas ilustrados, que luego de pu-
blicada la obra de nuestro personaje, se apresu-
raron a introducir modificaciones sustanciales en
las leyes de sus reinos, destaca Catalina la Grande,
autora de unas Instrucciones para la Comisión encarga-
da de elaborar el Proyecto de Leyes (Nakaz) en la que
se ve la influencia del marqués. La Nakaz, perso-
nalmente fue redactada por Catalina de enero de
Notas a Dei delitti e delle pene, Pangea, Arequipa, 2016, p. 87.
34

43
1765 a septiembre del 66.
Federico el Grande de Prusia, por su parte, dis-
puso en 1779 la reforma general de las leyes cri-
minales a fin de suavizar las penas35; haciendo lo
propio Pedro Leopoldo de Toscana por medio de
la Ordenanza del 30 de noviembre de 1786. El
hermano de este último —José II de Austria—36,
determinó la vigencia de un nuevo estatuto cri-
minal (1787) que derogó la Constitutio Criminalis
Theresiana.
Tanto la Nakaz, como la ley de José II, llevan
expresa prohibición de interpretar las leyes —la
primera, además, proscribe expresamente la tor-
tura, recomienda prevenir los delitos antes que
castigarlos, consagra el principio de igualdad ante
la ley, admite el principio de proporcionalidad en-
tre el delito y la pena e, incluso, garantiza la li-
bertad de opinión—. En las disposiciones apro-
badas para Austria por José II, se prohíbe el uso
de la analogía, se deroga el delito de blasfemia y
35
Georg Rusche y Otto Kirchheimer, por el contenido de una
carta que el rey prusiano envió a d'Alembert, coligen que el dés-
pota ilustrado justificaba el hurto si la sociedad era insolidaria e
injusta; luego, reparan en el hecho de haber dispuesto la aplicación
del principio de proporcionalidad y la limitación de la aplicación
de la pena capital (aunque acaso esas medidas se hubieran debido
al oculto propósito de reclutar soldados). Cfr. Punição e estrutura
social, pp. 115 y 121.
36
Este infatigable déspota ilustrado gobernó Viena de 1780 a
1790. Las importantes y múltiples reformas que emprendió —que
van desde la secularización del matrimonio, al acceso a los cargos
públicos por mérito y, por otra parte, desde la tolerancia de cultos,
al deseo de garantizar la libertad de sus súbditos—, confirman
los rumores de que acostumbraba trabajar dieciséis horas diarias
y, que lo hacía, cómodamente, desde la poltrona que hizo instalar
a su carroza.

44
se rechaza la aplicación de la pena de muerte (la-
mentablemente, conserva penas durísimas como
los hierros, la prisión con trabajo público o pri-
sión simple, el palo, el látigo, la exposición con
el carácter de infamante, la estigmatización, con
la aplicación del signo de la horca en las mejillas
e, inclusive, la pena de remo en las naves del Da-
nubio).
Lo indicado en los párrafos anteriores, en modo
alguno significa suponer que los académicos de
su tiempo hubiesen recibido con beneplácito Dei
delitti, pues en realidad asumieron una posición
hostil. En cambio la festejaron, como lo refiere
Gabriel Ignacio Anitua37, los ilustrados Voltaire y
Diderot.
Tommaso Natale.
Las vidas de T. Natale y C. Beccaria, en algún
momento se cruzan. No literalmente, es decir, no
como si realmente se hubiesen conocido, pero al
haber escrito sobre ideas análogas durante rela-
tivamente la misma época, suelen los estudiosos
comparar a uno y a otro autor. Se dice, por ejem-
plo, que Natale defendió, antes que el marqués, la
idea de dulcificar el derecho penal, aboliendo, en
principio, la pena capital.
Uno, como lo tenemos dicho, oriundo de Milán,
el otro, en cambio, natural de Sicilia; ambos, en
fin, pertenecientes a la aristocracia y, por si fue-
re poco, dueños de una pequeña fortuna. Acaso
Natale, mucho más cultivado, como lo prueba el
37
Historias de los pensamientos criminológicos, Prólogo de E. Raúl
Zaffaroni, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2006, pp. 93 y 94.

45
hecho de haber traducido a su lengua la obra del
filósofo Gottfried Wilhelm Leibniz y, luego, la
Ilíada de Homero.
Rompimiento con los Verri.
Mucho se ha especulado en lo que concierne
a ello y mientras unos sostienen que el autor del
Tratado de los delitos y de las penas, tras su regreso de
París, asumió unos aires de superioridad que inco-
modaban a Pietro, otros indican que Alessandro
desencadenó el rompimiento haciendo creer, in-
cluso en París, que las ideas de la obra de Beccaria
eran enteramente de los Verri y que el marqués,
apenas, se limitó a copiarlas. Rivacoba38, por su
parte, atribuye dicha situación a las «maniobras»
de Teresa Blasco.
Más creíble parece la segunda suposición, pues
de otro modo no tendría explicación el hecho de
que Beccaria exigiese a Alessandro la devolución
de los códices de la obra, como en efecto ocurrió
durante el año de 1767. La carta que Alessandro
Verri envió a Isidoro Bianchi, que tomamos del
importante libro de Laplaza39, aclara en cierto
punto el tema:
Él (Pietro) animaba siempre a Beccaria para
que la prosiguiera y le pronosticaba los aplausos
de Europa. Yo mismo estuve tan persuadido de
ello desde entonces, que hice que el marqués me
cediera su escrito original, el que yo había visto
formar con sus manos en el espacio de casi dos
meses, tarde por tarde. Poseí, en efecto, este au-
38
Prólogo y notas a las Observaciones sobre la tortura de Pietro Verri,
Ediciones Depalma, Buenos Aires, 1977, p. XXIV.
39
(n. 16), p. 459 a 461.

46
tógrafo durante todo el tiempo de mi viaje a París
con el marqués de Beccaria; pero luego, separado
de él, mientras yo estaba en Roma en el año 1767,
habiéndose difundido la fama de que la obra era
de otras manos, me pidió la restitución de su au-
tógrafo, que había quedado en Milán entre mis
papeles.
Escribí prontamente a mi hermano, el conde
Pedro, para que se lo restituyera, y así se hizo.
Beccaria abolicionista.
Algún autor ha sostenido, basándose en un im-
portante trabajo de Raffaele Sbardella, que en
1766 salieron de la imprenta algunos ejemplares
de la quinta edición de la obra de nuestro perso-
naje; ahora bien, como desde el 3 de febrero de
dicho año el libro fue prohibido por la inquisición
romana, el autor decidió destruirlos; pese a todo,
lograron salvarse seis ejemplares.
En uno de tales libros, específicamente en el que
se encontró en Roma, hay huellas de haber sido
castigado, de puño y letra, por el propio Beccaria,
quien en el segundo párrafo del Capítulo XXVIII
colocó lo siguiente: «cualquier pena no es un
derecho». Dicho sintagma, para los entendidos,
vincula al joven Beccaria con el abolicionismo.
Dicho abolicionismo, empero, no está referido al
último suplicio sino, en general, al hecho mismo
de castigar.
El «Beccaria alemán».
Karl Ferdinand Hommel nació y murió en el
siglo XVIII y fue 16 años mayor que el marqués
lombardo; a su madurez intelectual —alcanzada

47
en época anterior a la fecha en que apareció de
Dei delitti (1764)— se debe, por lo tanto, el que
hubiese abrazado similares ideas que su par
italiano y, como consecuencia de ello, el que haya
pasado a la posteridad con el sobrenombre de el
Beccaria alemán.
Piensa Hommel, como todo criminalista ilustra-
do, que la pena debe servir a fines preventivos;
que no puede haber sanción sin culpabilidad y, tan
importante como ello, que el castigo nunca debe
repercutir o trascender sobre terceros. Reputando
delictuosa únicamente la acción externa, exige la
afectación o daño de algún bien jurídico, defen-
diendo el principio de proporcionalidad entre el
delito y la pena y proscribiendo la sanción de los
delitos políticos de expresión. Finalmente, distin-
gue entre pecado y delito y, consiguientemente,
entre hecho delictuoso e inmoral. Lamentable-
mente, fue partidario de la aplicación de la pena
capital. El año de 1778, tradujo a su idioma la
obra de Cesare Bonesana, acompañando a la edi-
ción respectiva, una Introducción a la versión alemana
de «De los delitos y de las penas».
Luego de desempeñarse como profesor en la
Universidad de Leipzig, falleció, sin haber alcan-
zado los 60 años de su edad. Feuerbach40, informa
de la existencia de otro jurista Hommel contem-
poráneo al que ha sido objeto de evocación en el
presente apartado.
40
Tratado de derecho penal, traducción de E. R. Zaffaroni e Irma
Hagemeier, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 1989, p. 232.

48
Maximilien Robespierre.
Tiene en común con Beccaria no únicamente
el que haya nacido en el siglo XVIII sino, además,
el que falleciera el mismo año (1794). El francés,
miembro activo de la Academia de Arrás, el italia-
no, de la de los Puños; aquél, autor de un Discurso
sobre la trascendencia y personalidad de las penas que
mereció reconocimiento económico de la Real
Sociedad de Arte y Ciencia de Metz, éste de una
obra penal galardonada por la Sociedad Patriótica
de Berna con un medallón tasado en veinte du-
cados de oro. Ninguno de los dos, eso sí, con la
paciencia suficiente como para emprender la tarea
de ordenar, por títulos y capítulos, sus respectivas
obras. Si bien Beccaria no ejerció la profesión de
abogado, Robespierre, en cambio, lo hizo sobre-
salientemente.
Vigencia.
Zaffaroni, en el «Congreso Internacional Cesare
Beccaria y la Política Criminal Moderna» (celebra-
do en Milán del 15 al 17 de diciembre de 1988),
rescató la condición de pensador original en el
marqués; todo ello, contra lo que sostienen juris-
tas como Ugo Spirito que, más bien, encuentra
en nuestro personaje un simple corifeo del ilumi-
nismo francés. Allí mismo41, testimonia cómo es
que el ideario de Dei delitti fue introduciéndose en
América Latina y cómo es que fue luego resultan-
do incómodo para las oligarquías, quienes impor-
taron el pensamiento de los «Anti-Beccaria» para
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=46345.
41

49
oponerse a toda forma de contención del derecho
penal42.
Hoy, que nuevamente viene expandiéndose el
derecho penal, que utilizamos léxico de guerra
para referirnos a los delincuentes (llamándolos
enemigos), que construimos Guantánamo, que
aplicamos torturas, que alzamos nuestras voces
para exigir la aprobación de leyes que posibiliten
la aplicación de la pena capital (especialmente en
EE. UU., Italia, China e Irán, dónde, a flor de
boca se tiene la frase fuck you Beccaria43), que ha-
bilitamos detenciones en bases militares44 y que,
como en la baja edad media, reputamos al deli-
to «como un acto» formal de «guerra»45, sí que
echamos de menos la vigorosa y vibrante voz de
42
Y en grado tal que algún oligarca peruano —aludimos a Javier
Prado y Ugarteche—, llegó a escribir un influyente libro (El método
positivo en Derecho penal, Benito Gil Editor. Imprenta y Librerías.
Banco del Herrador 113, Bodegones 42, Lima, 1889) para
confutar las ideas del marqués y, además, para celebrar y difundir,
aunque en líneas muy generales, cuanto pensaron Lombroso, Ferri
y Garófalo; mientras que Mariano Ignacio Prado y Ugarteche, su
hermano, incendiaba el ambiente académico esparciendo, en San
Marcos, tales doctrinas.
43
Sobre ello véase Umberto Eco, De la estupidez a la locura,
Penguin Random House, Grupo Editorial, Buenos Aires, 2016, p.
26.
44
Como la instalada en la isla Diego García, donde el ejército de
un país del norte, sin informar las razones de la detención, priva
de la libertad a personas que estima sospechosas (sin permitirles,
claro está, el acceso a un abogado).
45
Según nos lo recuerdan Rusche y Kirchheimer, Punição e estrutura
social, Editora Revan Rio de Janeiro, 2004, p. 24. Sobre lo mismo,
el viejo John Locke, que considera que las amenazas de delitos, en
el estado de naturaleza, nos «pone en» situación «de guerra» y que
al criminal, «corresponde» tratarlo como «animal de presa». Cfr.
Ensayo sobre el gobierno civil, Fondo de Cultura Económica, México,
1941, p. 11.

50
este amigo de los réprobos que, con un libro de
apenas ciento cuatro páginas, acabó con los patí-
bulos en muchos países, inspiró la Declaración de
los Derechos del Hombre (1789) y humanizó el
sistema jurídicopenal.
Óbito.
La muerte, con un brutal mandoble de guada-
ña, hundirá en el más oscuro de los abismos al
famoso patricio, quien, desde el 28 de noviembre
de 179446, físicamente dejará de existir —su espí-
ritu, en cambio, todavía ronda los recovecos de
la mente de un grupo de juristas a los que sigue
seduciendo la idea de humanizar la disciplina de
los calabozos y el cadalso; aunque, si hemos de
atenernos a la verdad, no sean tantos como pare-
cen—. La causa del fallecimiento, asegura Cantú47,
fue un derrame cerebral (apoplessia) al que seguirá,
sin pompa o anuncios necrológicos, la inhuma-
ción del cadáver en el cementerio San Gregorio.
Los detalles sobre las vivencias con sus hijos,
con Teresa y Anna Barbò, la relación de libros
que poseía, el método utilizado para desarrollar el
curso de economía que se le asignó y la impresión
que debió causarle los amoríos de su primogénita
Giulia, son el mysterium magnum en la vida de este
singular y buen hombre.
Influencia en Perú.
46
José Ferrater Mora, por un descuido, señala que Beccaria en-
tregó la boleta el año de 1798. Cfr. Diccionario de Filosofía, tomo I,
Editorial Ariel, Barcelona, 2001, p. 331.
47
Beccaria e il Diritto Penale, G. Barbèra, Editore, Firenza, 1862,
p. 172.

51
José Hurtado Pozo48, que ha estudiado
admirablemente cuanto tiene que ver con la
importación de ideas y leyes penales extranjeras,
señala que Vidaurre es en buena medida tributario
de Beccaria; de Manuel Antonio Barinaga, viejo
profesor de San Marcos, cabe indicarse lo mismo.
Han escrito sobre nuestro personaje, aunque
no siempre para reconocerle mérito alguno, Juan
Antonio Ribeyro, Julio Altmann Smythe, Herbert
Freyre y el citado Juan Vicente Ugarte del Pino.
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pensamientos criminológicos, Prólogo de E. Raúl
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Cabanellas, Guillermo. Beccaria y su obra, estudio
48
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52
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Beccaria, Editorial Atalaya, Buenos Aires, 1945.
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y de las penas de Cesare Beccaria, Ediciones Jurídi-
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53
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delitos y de las penas de Cesare Beccaria, Ediciones
Arayú, Buenos Aires, 1955 (Manuel de Rivacoba,
que era extremadamente cuidadoso con eso de las
fechas, nombres, títulos de libros, etc., indica que
el trabajo de Laplaza realmente apareció en 1959).
Locke, John. Ensayo sobre el gobierno civil, Traduc-
ción y Prefacio de José Carner, Fondo de Cultura
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Lardizábal, como jalones de partida y finalización para
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1922.
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2004 (colección Pensamiento Criminológico que
dirige Nilo Batista).
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Zaffaroni, Eugenio Raúl. Tratado de Derecho penal,
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Zaffaroni, Eugenio Raúl. La influencia del pensa-
miento de Cesare Beccaria sobre la política criminal en
el mundo (en https://dialnet.unirioja.es/servlet/
articulo?codigo=46345).

56
Fig. 1
Fig. 2
60
Fig. 3
62
CARTAS DE CESARE BECCARIA A SU
HIJA GIULIA*

*Las notas precedidas de guarismos, que apa-


recen al final (pp. 131 a 136), corresponden a
JAG.

63
64
1
Milán, 6 de enero de 1785.

Amada hija:

P asa por favor por alto el hecho de que con


lastimosa brevedad responda tu carta de
principios de diciembre, donde solicitas te haga
conocer mi punto de vista sobre el sistema cri-
minal y, precisamente con relación a ello, he de
indicar lo siguiente:
Una de las construcciones humanas más
aberrantes y crueles es el sistema criminal;
mantenerlo, como se lo mantiene, cuesta a
los gobiernos millonarias sumas de dinero que
bien podrían utilizarse en obras menos grotescas,
envilecedoras, humillantes y vergonzosas.
Intervienen en la consolidación y funciona-
miento de tan truculenta organización un sinnú-
mero de personas y,1 entre otras, criminalistas,
gendarmes, delatores , verdugos, corchetes, ba-

65
llesteros de maza, jueces, lampadarios2, fiscales,
celadores, protectores de presos, catedráticos y
casi todos los ciudadanos que tributan sus im-
puestos.
He aquí cómo funciona el sobredicho sistema:
tras el ama de casa que va de compras al mercado
de abastos, acecha el ladrón que básicamente no
desea otra cosa que apercollarle el billetero; tras
el caco, decididamente se deslizan uno o más poli-
cías que, en principio, deben capturar al carterista
y, luego, someterlo a un trato vejatorio e inhuma-
no. Alcanzado dicho propósito, aparece en escena
el fiscal que intenta requerir la prisión preventi-
va del infortunado ladronzuelo y, de ser posible,
incautarle sus bienes. El juez, a su turno, dirige
su atención sobre el representante del ministerio
fiscal con la esperanza de lograr convencerlo a fin
de que entable una requisitoria que, luego luego,
permitirá condenarlo. Unos meses después, sin
embargo, es el propio juez quien libera al sen-
tenciado ya porque así lo disponen las leyes, ya
porque acaso convenga al sistema siga robando
(pues únicamente de ese modo —es decir, si sigue
robando—, según anota Michel de Montaigne en
sus Ensayos*, justifican sus ingresos laborales to-
dos los funcionarios que dicen luchar o que en
efecto luchan contra el crimen).
El catedrático universitario, que probablemente es
el más perverso e irresponsable de todos, muy
orondo se luce con descarado cinismo ante sus

*Libro I, cap. XXII.

66
discípulos justificando la existencia del sistema
arriba descrito y, lo que es más grave, recibiendo
una asignación dineraria por hacerlo*.
Claramente se ve hasta aquí que todos lucran
con el dinero que el ama de casa tributa al Esta-
do**; todos, decimos, menos el abogado penalis-
ta. En efecto, este inescrupuloso personaje se las
ingeniará en su momento para obtener provecho
de los bienes que pueda sacar al ladrón, quien con
no poca esperanza, confía le sea admitida la solici-
tud de liberación carcelaria presentada por aquel.
La cuestión, en fin, se basa e inicia en y por
el interés económico con que obra el ladrón, la
policía, los criminalistas, el ministerio fiscal, los
legisladores y hasta los abogados penalistas; fácil
es colegir, por consiguiente, que el sistema penal
(y el encierro carcelario que es su más novedosa y
frecuente expresión) simplemente es un producto
con el que todos traficamos***.
Ahora bien, tal sistema se mantendrá no tanto
mientras haya crímenes, sino, más bien, mientras
exista la pena privativa de libertad de la que echan
mano casi maquinalmente los oficiales de justicia.
Te abraza y besa,
Cesare Beccaria Bonesana
*Hay casos en que incluso llega a granjearse la admiración
de sus inexpertos alumnos.
**Y con el que se pagan los sueldos y emolumentos de los
funcionarios involucrados en la represión del crimen y,
además, los de los custodios de las prisiones.
***De esa comercialización, por cierto, tienen que deri-
varse implicancias éticas de las que a veces no tenemos ni
idea, pero que están ahí.

67
2
Milán, 24 de febrero de 1785.

Amada Giulia:

U n catarro estomacal me tiene postrado hace tres


días y eso, y la muerte de Paolo Frisi, de la que
no consigo reponerme, me sumen en un profun-
do estado de atonía.
En mi anterior comunicación, según recuerdo,
te indicaba cómo es que a mi juicio funciona el
sistema criminal e, incluso, hacía referencia de las
personas que al efecto intervienen. Hoy te diré,
sin más, cómo se identifica al delincuente.
El individuo al que se criminaliza, según todo
indica, es selectivamente escogido por las auto-
ridades entre los habitantes de la Cascina dei
Pomi, de la Porta Tosa, de la Vigentina3, u alguna
otra franja urbana reputada como de mal vivir*;
*Lo propio ocurre en las tabernas y garitos ubicados den-
tro de los límites de los barrios parisinos de Saint-Antoine
y Saint-Marceau.

68
a fin de identificarlo, eso sí, se toman en cuenta
su apariencia (desaseado, rostro poco agraciado),
sus antecedentes y hasta su ocupación habitual.
Un conductor de calesa, que además tuvo la mala
suerte de nacer con faz poco graciosa, será visto
por la colectividad*, casi siempre, como inclinado
a cometer acciones contra el honor sexual o contra
el patrimonio. Su apariencia y su ocupación, sin
duda lo delatarán.
Tengo la ilusión de verte en breve, y nada me
haría más feliz que darte un amoroso abrazo.
P. D. Me hiela la sangre saber que en Francia aún
hoy se aplica la pena de muerte de cinco maneras.
A saber: por medio del descuartizamiento, del
fuego, de la horca, de la rueda y, finalmente, de
la degollación. El dato lo encontré en la obra de
Muyart de Vouglans publicada en París en 1780
que, en nuestro idioma, bien podría llevar el
siguiente título Le Leggi criminali nel loro ordine
naturale.

Cesare Beccaria Bonesana

*De la que también son parte el fiscal y la policía.

69
3
Milán, 16 de marzo de 1785.

N o tienes razón Giulia, pues yo veo las cosas


de otro modo. En principio convengo con-
tigo en que se insensibiliza el corazón de quien
una y otra vez, como magistrado, echa mano de
la pena capital o del encierro carcelario; pero de
ahí, a creer que todos los jueces sean indolentes
hay una distancia como de aquí al planeta Geor-
gium Sidus4. Cinco modos de obrar, todos bien
intencionados, pueden darte una idea de lo que
pretendo decir:
Un juez del Reino de Nápoles, conocido por su
nobleza de espíritu, ha sugerido a sus majestades
Fernando y María Carolina el reemplazo de la
prisión —para todos los delitos— por la ejecu-
ción de trabajos públicos y, a causa de tan prove-
chosa idea, una comisión de especialistas estudia
la posibilidad de emplear a los reos en la construc-
ción de carreteras, escuelas y hospitales; la idea
que late y da sentido a la sugerencia del aludido

70
magistrado, es impedir que el condannato perma-
nezca en La Vicaria, bien para de ese modo evitar
los nocivos efectos que todo encierro carcelario
conlleva, bien para dar ocasión al preso de ver-
se útil a la sociedad. Otro miembro de la corpo-
ración que ejecuta las leyes, oriundo de Génova,
arrancó 70 rematados de la gayola y, sustituyendo
el encierro por la pena de trabajos comunitarios,
logró convertir unas marismas en tierra fértil (con
provecho, actualmente, ese terreno viene siendo
explotado por quienes lo habilitaron y, además,
por sus familias).
Pero es en Piamonte, amada hija, donde un to-
gado decidió sacrificar los domingos para visitar
a los presos y, junto a las palabras de aliento que
periódicamente lleva a los tenebrosos aljibes,
traslada varias cestas de fruta, ropa y medicinas
que, desinteresadamente, dona a favor de los en-
carcelados. Tan bellísimo gesto, ojalá pudiese ser
imitado por los oficiales de justicia del Mila-
nesado.
Más conmovedora, en fin, fue la actitud que mos-
tró el juez Canaletto al dispensar, durante poco
más de dos lustros, el quince por ciento de su suel-
do a fin de proporcionar alimento a la familia de
los ocupantes de Los Plomos y, a su vez, al haber
prohijado, con ilusión y, sobre todo, con generoso
instinto paternal, a tres hijos del condenado a muerte
Pompeo. Hoy, los huérfanos de Pompeo, son
hombres de bien e intentan aventajar en bondad

71
a su adoptante.*
He ahí, querida Giulia, algunos ejemplos de
jueces singularmente dotados para ejercer el impor-
tante cargo que, con vocación, criterio y equidad,
desempeñan. Fácilmente habrás reparado que las
actitudes descritas causan el menor daño posible
a los presos, a sus familias y a los agraviados. La
sociedad, por su parte, siente restablecida la paz y
la concordia.
La solución a los conflictos criminales, por lo
tanto, no está en la dureza de las leyes sino, más
bien, en la aplicación equilibrada, humana y expe-
dita de las mismas. Los magistrados de Nápoles,
Génova, Piamonte, Venecia y Bruselas que dieron
ocasión a redactar esta pequeña carta, disponen
de un poder inmenso sobre los ciudadanos, pero
la grandeza en ellos, no está en desplegarlo sino,
por el contrario, en contenerlo o disimularlo.
Algo más. Siento que las cosas van de mal a
peor cuando no recibo noticias tuyas y, de peor a
pésimo, cuando presiento que me olvidas.

Tu padre

*Pero las cosas no quedan ahí. La prisión de La Porte de


Halle, que carecía hasta hace poco de luz, ha recibido en
donación 24 candiles y, además, la librería de un buen juez
que quiso de ese modo instruir al medio centenar de presos
que habitan las lúgubres celdas de la cárcel bruselense. "Una
adecuada instrucción, dice el dadivoso magistrado, facilitará
la reforma de los rematados".

72
4
Milán, 18 de marzo de 1785.

Giulietta:

T e preocupa conocer, ya mismo, si en los


procesos criminales debería permitirse que
el juez pueda desacatar la ley para hacer uso, en
su lugar, de la llamada jurisprudencia; luego, de-
seas saber si conviene sea fomentada esa actitud
tempranamente o, mejor, desde que los jóvenes
dan inicio a sus estudios universitarios. En ambos
casos, lo digo convencidamente, mi respuesta es
negativa. Pero bien: Suelen preguntarse los estu-
diantes si de algo ha de servirles obtener un cono-
cimiento pormenorizado de cada uno de los com-
ponentes del delito, cuando los magistrados que
intervienen en las causas penales hacen de ello
nadería, bien por manejar unas pautas que ellos
mismos aprobaron en privado, bien por utilizar
sus "propios estatutos penales" —estatutos o có-
digos secretos que formaron con fallos y acuer-
dos plenarios que muchas veces sostienen lo con-
trario de lo que dicen las leyes ordinarias5 y, lo que

73
es peor en espíritus democráticos, que discutieron
y redactaron sin dar posibilidad de opinar a los
representantes de las universidades, peritos en
jurisprudencia, presos y al ama de casa que, sacri-
ficadamente, sostiene con sus aportes el sistema
del que personal, profesional y económicamente
se nutren absolutamente todos los funcionarios y
servidores que integran el aparato que investiga y
sanciona los crímenes—.
Tan en serio se ha enrumbado la administración
de justicia en esa dirección, que cada magistrado
utiliza un vademécum especial en el que pueden
indistintamente hallarse los más variopintos y
curiosos fallos, acuerdos plenarios de los máxi-
mos tribunales de justicia, directivas y hasta vo-
lantes o circulares de los agentes fiscales que ca-
pitosamente se utilizan, según se desee favorecer
o perjudicar.
Dejo aquí la péñola, pues me haría infinitamente
feliz poder continuar rumiando sobre estos asun-
tos contigo, pero a viva voz.
Te extraña,

Cesare Beccaria Bonesana

74
5
Milán, 21 de marzo de 1785.

Hija:

N o se desvanece la nostalgia que desgasta


y atormenta mi corazón a causa de saber,
como lo dejaste en claro en tu última misiva, que
no cumplirás tu promesa de visitarme. A pesar de
todo, intentaré satisfacer tu apremiante anhelo por
conocer cómo es que conviven y se relacionan las
personas que intervienen en el sombrío espectáculo
judicial.
El encuentro entre los miembros de la corpo-
ración que ejecuta las leyes y quienes patrocinan
a los principales actores en una causa penal, tiene
sus altibajos. Es en principio evidente que debe-
rían llevarse bien unos y otros, pues todos ellos
se benefician de la existencia del crimen; he aquí,
sin embargo, las contradicciones que se pueden
dar: Siempre que el abogado se muestre obse-
quioso y humilde, avanza considerablemente a
favor del reo o, según corresponda, de la víctima.

75
Si comete el error de utilizar alguna institución ju-
rídica que eleve el diálogo o el debate —echando
mano de algún autor consagrado en apoyo de su
tesis, por ejemplo—, cava la tumba de su cliente,
pues su intervención será inmediatamente consi-
derada como vano alarde de erudición*. Hay ca-
sos, por otra parte, en que ni siquiera interesa lo
que alegue, siendo más bien determinante si viste
traje enterizo, peluca empolvada, zapatos con ta-
cón y hebilla, tricornio, la medalla del gremio y,
sobre todo, la corbata. Si además se muestra servil
y timorato, mejor.
En un futuro próximo, los hombres podrán
volar y aproximarse más expeditamente unos
a otros (tus dudas, en lo que concierne a ello,
fácilmente pueden ser 6
despejadas por los
hermanos Montgolfier) ; espero poder gozar de
esos beneficios para estar más regularmente a tu
lado.
P.D. Con gusto te habría cedido, como lo deseas,
el manuscrito que contiene la versión completa de
Dei delitti e delle pene que me devolvió en 1767
*Cuando no, una falta de respeto —resultando inima-
ginable que un abogado litigante pueda saber más que un
funcionario judicial—.
Con todo, se ha noticiado acerca de un magistrado que se
jacta de saber poco y de no haber leído en su vida un libro
completo de derecho criminal; de otro que espera jubilarse
para hacerlo y, de un tercero, que se desvive porque le crean
que diariamente se echa al coleto 300 páginas (el último de
los mencionados, eso sí, es el que más permanentemente
tuerce el sentido de la ley y, por ende, el que más atropellos
comete).

76
Alessandro Verri, pero empeñé mi palabra y, hon-
rándola, debo donarlo a tu hermano Giulio. De
algún modo te compensaré más adelante.
Te extraña, recuerda y ama,
Tu padre

77
6
Milán, 27 de marzo de 1785.

Giulia:

E n algún lugar de mi pequeña obra7, fui ro-


tundo al sostener que la suavidad de las
sanciones distingue a una sociedad culta de otra
que está lejos de serlo; ello, me hacía ver que la
clemencia, por parte de los jueces, era innecesaria.
Hoy, en la adultez, pienso diferente.
Mucho tuvo que ver con mi actual forma de
pensar las palabras que Denis Diderot compartió
conmigo la mañana del 21 de octubre de 1766
en el instante en que desde el Puente Neuf (ca-
mino a los Jardines de Luxemburgo), ingresamos
a la plaza Dauphine de París:
Estimado Beccaria, me decía el redactor de la
Encyclopédie, cabe preguntarse si un magistrado,
sin faltar a sus deberes, puede ser indulgente. Hay,
en torno a ello, dos modos de ver las cosas. Los

78
que respondan negativamente están dando por
hecho que un requisito para ser juez o fiscal es
precisamente no ser indulgente, en cuyo caso resulta
acertado colegir que ningún magistrado lo es, pues
nadie que no sea apto ejercería dicho oficio.
Si esto es así, ¡qué terrible debe ser desem-
peñarse como magistrado! No tanto porque les
sea ajena la indulgencia, sino, más bien, porque de
antemano sabían, en el periodo en que intentaban
acceder al cargo, que les iba a ser negado el derecho a
gozar de dicha virtud y, a pesar de todo, persistieron en
posesionarse del mismo.
Los que por el contrario sostienen que no hay
incompatibilidad entre la indulgencia y la función,
sin duda son muchísimo mejor personas.
Espero haber sido claro, como pides, en lo to-
cante a saber si los jueces del crimen pueden ser
indulgentes (en todo caso, relee por favor el con-
tenido de mi carta del 16 de marzo y, luego, hazme
conocer tus impresiones).
Te quiere,

Cesare

79
7
Milán, 26 de mayo de 1785.

Mi amada Giulia Maria Anna Margarita:

N o bien roto el sello de cera de la carta que


me enviaste hace dos días, leo lo siguiente:
"Querido padre, ya tengo todo arreglado para que
8
te sea elaborado un retrato, pues Appi [...]" .
Y es así que el pintor Andrea Appiani, entiendo
cumpliendo tus deseos, se me acercó ayer en el
instante en que ingresaba a la Piazza Cordusio y, a
pocos metros de la estatua de San Carlos Borromeo,
se ofreció y comprometió inmortalizarme en
un lienzo de 40 x 25. Tras agradecerle, excusé
tus precipitados anhelos, atribuyéndolos al
natural amor de hija y, despidiéndome, le
abracé fraternalmente.
Has de saber, querida hija, que si realmente
creyese merecer el honor de ser retratado por

80
Appiani, acusaría fatuidad. El mínimo bien
que quise hacer a la humanidad escribiendo
el librito Dei delitti e delle pene, no justificaría
envanecimiento alguno, pues los hombres
nacimos para cumplir deberes análogos y aún
mayores y, el cumplimiento de tales obligaciones,
no debe o debería ser gratificado. ¿Qué sentido
tiene vivir sin intentar realizar un pequeño acto
beneficioso en pro de los demás?
Retén pues, amada Giulia, toda idea y deseo de
ver retratado a tu padre en los lienzos del habilísi-
mo Appiani 9 y, en su lugar, recibe un amoroso
beso de,

Cesare

81
8
Milán, 10 de julio de 1785.

D isimula, querida hija, el enojo que ha de


causar los retrasos con que respondo tus
comunicaciones y es que ando, por decirlo así,
más desorientado que nunca. Aun ello, contesto
tu última comunicación del modo siguiente:
Las leyes permiten la imposición de la pena de
muerte, el encierro
10
carcelario (perpetuo o no) y
la delación . Los funcionarios encargados de
perseguir o combatir el crimen, a su vez, defienden
esas instituciones y, por lo tanto, no hay duda que
tanto las leyes como los sobredichos funcionarios,
embotan y oscurecen el entendimiento humano
(en forma tal, que es común, en el pensamiento
popular, suponer propios de la civilización la pena
capital, el encarcelamiento y la soplonería).
Pese a todo, es seguro que el hombre del maña-
na, a través del uso de la razón, sabrá levantarse

82
del derrumbe moral en el que se encuentra pos-
trado.
P. D. En efecto, es en calidad de obsequio que
te envié hace unos días el Compendium Malefica-
rum de Francesco Maria Guazzo y Du sortilège
de Pierre de Lancre. El último de los menciona-
dos, nunca dejó de vanagloriarse sobre el modo
en que, desde su posición de juez, habilitó la ho-
guera para más de seiscientas personas11.
Tu padre,

Cesare

83
9
Milán, 20 de julio de 1785.

Giulietta:

M añana, con ocasión de tu onomástico, muy


sentidamente advertiré tu ausencia y, una
vez más, trataré de explicarme cómo es que no
pude haber sido mejor amigo tuyo. Ahora bien,
puesto que cercanamente grato te es el recuerdo
de Teresa (tu madre), llevaré unas flores a su
sepulcro y, al medio día, me sentaré frente al
Palazzo Marino para evocar la imagen de aquella
niña que, de la mano de su padre, solía pasear,
correr y gozar de mil y un maneras, ya al pie de
dicho alcázar, ya por la planicie que lo flanquea.
Pero respondiendo a tus deseos, he aquí lo que
tengo que decir: Participar en un acto judicial, en
cualquiera de los roles posibles (testigo, perito,
juez, abogado o fiscal), requiere cumplir un ritual
que con los años será visto como meramente tea-
tral, huero y tragicómico. Exige el formulismo la
asistencia del abogado con enterizo preferente-

84
mente oscuro; una corbata* ha de ornarle el cue-
llo y, en la sobrehaz de la misma —junto a la cho-
rrera—, lucirá la consabida medalla dorada con
cinta multicolor que simboliza la solemnidad del
ceremonial y, sobre todo, la sumisión y respeto
que en tal ocasión debe tributarse a los funciona-
rios que tendrán que encarcelar al desafortunado
investigado.
Nada más aparecer los magistrados en la sala
del palacio de justicia, según tradizioni popolari12,
todos deberán ponerse de pie, no como acto de
cortesía sino, más bien, como una obligación
impuesta por quienes tienen el poder de decidir
cómo y a quién enviar a prisión.
El repiqueteo de una campanilla, enseguida, ad-
vertirá que comienza el festival del dolor y sin
que alguna vez se haya visto sonreír a los magis-
trados o, en su caso, inyectar una mirada compa-
siva sobre el reo, todos los demás deberán simular
circunspección.
Acto seguido exhibirá el fiscal sus capacidades
histriónicas y con voz engolada, gesticulando,
moviendo las manos y hasta mirando con in-
quina al imputado, virulentamente imprecará
con insistencia para que los jueces dispongan el
*De muselina, batista o seda. Como se ve, tanto o más
importante que la situación de los presos, es el asunto de
la golilla.
Engolletarse o desengolletarse una corbata algún día será
un asunto baladí que en modo alguno determinará la suerte
del reo y, menos, si se permite o no intervenir al abogado
en su defensa.

85
encarcelamiento del infeliz. En algún caso, incluso,
celebrará si un subalterno suyo toma la iniciativa de
registrar —en un cuadernillo13 al efecto llevado—
su actuación, quien sabe si para dejar constancia
de esa memorable intervención o, lo que es peor,
para mostrarla a sus amigos, hijos y demás fami-
liares.
El abogado, a su turno, buenamente hablará
lo que se le ocurra, pues sabe de antemano que
insudar frente a un tribunal propincuo a ideas
preventivo generales o resocializadoras14, sin más
será dado a encarcelar hasta por motivos irriso-
rios; a un tiempo, tendrá cuidado de no pronunciar
palabra alguna que delate academicismo o solidez
en su formación profesional, limitándose a sortear
el destino de su cliente según el voltario carácter
de los jueces, quienes por sobre todas las cosas se
fijarán en la repercusión que va a tener lo resuelto
por ellos en la prensa y, por inverosímil que parez-
ca, hasta en un eventual ascenso. Que tenga o no
razón el abogado del imputado es cosa secundaria
y carente de significación.
El investigado, por último, fingirá contrición, no
por el delito que se le imputa sino, más bien, por
el valioso tiempo que siente está haciendo perder
a los magistrados que intervienen en el juicio y,
aterrado, comprobará que las autoridades que lo
juzgan administran un poder omnímodo sobre su
libertad, sobre el destino de sus menores hijos y
sobre su reputación.
Concluida la ceremonia, abandonarán los jueces

86
el terrorífico recinto donde desplegaron su poder
(al que reputan tan o más sagrado que el sexto
cielo de Alighieri) y, en otro contiguo e inaccesible
para el común de las gentes, se desprenderán por
un momento de sus pelucas, medallas, cintas
y charreteras. Nunca logré entender, querida
Giulia, cómo es que en ese instante, al tiempo
que se desvanece la adustez facial de esos temidos
oficiales, vuelven a asumir forma humana.
No está demás decir que te quiero y que me ha-
ría infinitamente feliz saber que eso te importa,
P. D. Acepta como regalo de cumpleaños, por
favor, las Fábulas de Esopo que se publicaron en
el Milanesado el año de 1480; llegaron a mis
manos casi por casualidad y, salvo las manchas de
tinta que hay en las guardas, se halla el libro en
excelente estado de conservación. Prometieron
conseguirme, entérate de una vez, la Grammatica
de Constantino Lascaris.

Cesare

87
10
Milán, 2 de agosto de 1785.

Giulietta:

S in duda, amada hija, ya aprenderás a querer


a tu marido con la conveniente intensidad y
en forma tal que les sea permitida una vida feliz.
Supera pronto, por favor, los temores e indecisio-
nes que embargan tu alma.
Volviendo a lo nuestro, a lo que convenimos
circunscribir como tema en nuestras comunica-
ciones desde hace poco más de siete meses, he
de indicarte que en verdad es poco lo que los
Ministros de Themis pueden mostrar. Veamos: lo
único que puede exhibir el gremio judicial cada
año, tras el balance desapasionado y verás de sus
actividades, es presos y más presos y, al mismo
tiempo, víctimas inconformes con el modo en
que se aplicó la ley; exhibirá también, imaginamos
que con pesar, hogares disueltos por mérito y con
ocasión del encierro carcelario habilitado contra
alguno de los integrantes de las cientos de familias

88
que desgracia y, además, niños abandonados y
ulteriormente estigmatizados por la propia so-
ciedad. No podrá mostrar, en cambio, un saldo
positivo a su favor ni, mucho menos, un listado
colmado de admiradores o, por lo menos, de sim-
patizantes.
Me atormenta no poder abrazarte personal-
mente y, más aún, no poder gozar de tu querida
presencia,
P. D. El ejemplar del Malleus maleficarum que
te envió Anna Barbò con un criado nuestro, me lo
proporcionó un bibliópola en París, cuando desde
la rue de Richelieu, pretendía visitar la Bibliothé-
que; con todo, no logré conocer dicho fondo bi-
bliotecario ya que, por disposición gubernamen-
tal, la atención al público es limitada (apenas cien
personas, una vez a la semana, pueden acceder a
los libros del rey).

Cesare

89
11
Milán, 28 de agosto de 1785.

Querida hija:

T uve que dar mil y una explicaciones para


que me fuera permitido el ingreso a la cár-
cel de L’ Argastro, donde purgan condena poco
más de 300 presos, no todos, por cierto, oriundos
de la Lombardía. La reticencia mostrada por las
autoridades encargadas de tal presidio, no es com-
parable con la que se evidencia en la Gran Prisión
de Milán, pues allí es casi imposible ingresar, aun-
que, por fortuna, lo hice por breve tiempo hasta
en dos ocasiones. Aquí y allí, eso si, prohíben la
entrada de cualquier objeto —especialmente pa-
pel y tinta— en el que pudiera registrarse quejas o
demandas de sus tristes moradores. Parece existir
un acuerdo tácito entre las autoridades (jueces, ce-
ladores, etc.) para impedir se haga de conocimien-
to lo que ocurre en el interior de esos terroríficos
centros de encierro y, ni los que estamos fuera, ni

90
los que están dentro, sabemos lo que ocurre en
uno u otro lugar.
Se conoce, eso sí, que en la Gran Prisión hay 20
cámaras secretas, pero por completo se desconoce
lo que ocurre en el interior de ellas.
Las celdas que pude ver, en ambos presidios,
carecen de albañales y las aguas mayores y me-
nores, son colocadas en un asqueroso tonel del
que fluyen unos miasmas insoportables. La tenue
luz, filtrada por una tronera, apenas sirve para mi-
rar y ver la miserable pitanza que, una vez por
día, se alcanza a cada infeliz y que consiste, como
lo pude comprobar, en una hogaza de pan y una
sopa de verduras. A diferencia de lo que sucede
en otros presidios europeos, en los de Milán,
no existe ventilación; es claro, amada hija, que
la técnica inventada por el inglés Stephen Hales
hace algo más de 40 años —según la cual pue-
den ventilarse adecuadamente los presidios—, es
olímpicamente ignorada por quienes gobiernan el
ducado.
Si deseas tener una más vívida imagen del som-
brío mundo de los presos, anejas, a la presen-
te, van cuatro reproducciones de las acuarelas y
aguafuertes de Giovanni Batista Piranesi que pro-
bablemente —lamento causar esos efectos—, te
sumirán en la tristeza.

Tu Cesare

91
12
Milán, 7 de septiembre de 1785.

Querida hija:

H e pensado mucho en ti y en el pequeño


Alessandro, que hoy cumple 6 meses de su
edad y a quien envié unos regalos no hace mucho.
Ya se va notando, por la precocidad que muestra,
que el pituso será un hombre de bien y acaso ilus-
tre —tenme por favor al corriente de sus adelan-
tos y, lo que es más importante, no lo pierdas de
vista ni lo abandones al cuidado de la niñera—.15
No sabes cuánto valoro los dos obsequios
que me hiciste llegar. Veo, por el sello o marca,
que el Reglamento perteneció al carcelero
Lorenzo Basadonna y que la encuadernación y la
impresión bien pudo haberla realizado el librero
Philibert Cramer de Ginebra (aunque por estar
algo estropeado el pie de imprenta, no aseguro
tener enteramente razón sobre ello). Pero bien,
de la lectura del Reglamento de la cárcel de Los

92
Plomos de Venecia, fácilmente entiendo que
los reos no se encontraban encadenados, que
las celdas eran completamente oscuras, que el
material utilizado en la construcción de los techos
(piómbo) congelaba reciamente en invierno,
sofocando insufriblemente en verano. Me pude
informar, por otra fuente, que actualmente
cumplen condena en Los Plomos algo más de
350 presos.
De la existencia de la Nakaz apenas tenía noti-
cia, pero a tu generosidad debo el ejemplar que
conjuntamente con el Reglamento me envias-
te hace unos días. De las 526 disposiciones que
integran estas Instrucciones para la Comisión
encargada de elaborar el Proyecto de un nuevo
Código de Leyes, veo que 108 se consagraron al
derecho criminal y que, esencialmente, se caracte-
rizan por dejar expresamente establecido que es
"mejor prevenir" los delitos que sancionarlos; que
el simple uso de las palabras no puede constituir
crimen, pues además se requiere de la concurren-
cia de hechos lesivos a los intereses de la sociedad
o de las personas. Constituye una medida progre-
siva, sin duda, haberse establecido que los escri-
tos satíricos, en el peor de los casos, únicamente
deben ser reputados como delitos menores y que,
felizmente, se haya suprimido la tortura, ya como
sanción, ya como medio a través del que se obtie-
ne la confesión del reo. Muy prudente, asimismo,
resulta el precepto que prohíbe a los jueces inter-
pretar las leyes16. Retrógradas, en cambio, son las

93
disposiciones que prevén (aunque de modo ex-
cepcional) la pena de muerte e, incluso, la cadena
perpetua. Claramente se nota que Catalina, hoy
por hoy, es la monarca más ilustrada de Europa.
Te sigue queriendo, con la misma intensidad,

Tu padre

94
13
Milán, 9 de septiembre de 1785.
Hija:

T e mueres por saber, según lo indicas en tu


última comunicación, si en L’ Accademia
dei Pugni algún otro de sus integrantes —exclu-
yéndome a mí— mostró interés por meditar en
redor de la cuestión criminal y, sobre todo, a cerca
del modo en que se vanaglorian los funcionarios
que disponen el encarcelamiento de las personas.
Y en esto debo ser rotundo: Únicamente a los
Verri les conmovió dicho problema. Alfonso
Longo, Giambatista Biffi, Luigi Lambertenghi
y Giuseppe Visconti di Saliceto, tenían otras
preocupaciones, no menos importantes, claro,
pero ajenas al tema.
De labios de Alessandro Verri, cuando hicimos
un alto en Lyon, camino a París, escuché el si-
guiente comentario:
Por inverosímil que parezca, mi buen Cesare,
algunos funcionarios se precian de haber logrado

95
encarcelar al mayor número posible de acusados.
Se sabe de muchos que, sin azorarse, van anotando
en un cuaderno el número exacto de encierros que
habilitan y que, incluso, se toman la molestia de
clasificarlos por orden alfabético, según la naturaleza
del delito y según los días que tardaron en hacerlos
—entiéndase a través del verdugo— confesar.
De esos magistrados, que hacen girar sus compor-
tamientos en torno a la obsesiva idea de encarcelar,
puede casi siempre decirse: o que son acérrimos
enemigos del principio jurídico que les exige respe-
tar la conjetura de inocencia17; o que lo son, por el
contrario, de los acusados (a quienes condenarán a
toda costa, es decir, independientemente de si son
inocentes o culpables).
Ante tan concluyentes palabras, emulando a
Voltaire, repliqué lo siguiente: "Dichos jueces, sin
duda, no nacieron para ser magistrados, pues la
naturaleza les deparó el destino de carceleros o,
para decirlo con mayor propiedad, de vulgares
celadores". Dicho esto, abandonamos el hospe-
daje que habíamos tomado en Le Parc, cerca de la
plaza de Terraux y, sin más, continuamos nuestro
viaje a la capital francesa (no sin antes visitar, por
consejo de nuestro baquiano, las orillas del Sao-
na, pues Alessandro deseaba recoger de allí, quién
sabe para qué, unos cantos rodados).
Nada más por ahora, amada Giulia.

Cesare Beccaria

96
14
Milán, 10 de septiembre de 1785.

Querida hija:

A yer, al pie del Palazzo Marino, trabé amis-


tad con un joven de 24 años de edad que
aseguraba estar emparentado con el famoso
escultor, pintor y poeta florentino Michelangelo
Buonarroti. Lo acompañaba Gabriella, una
bellísima mujer de la que el más exigente gusto,
sin siquiera dudarlo, vería lo que con no muy
elegantes términos se denomina boccato di
Cardinali18.
— ¿Es usted Cesare Beccaria? —dijo el joven
inyectando sus profundos ojos garzos sobre mi
rostro—.
—En efecto ¿y usted?
—Mi nombre es Filippo Giuseppe Maria
Ludovico Buonarroti. —Nada más pronunciado

97
su nombre, se desprendió el tricornio con galón
dorado que cubría su límpida frente y dejando al
descubierto la orlada peluca, hizo una cumplida
venia que, inmediatamente correspondí.
—¡Maidè! ¡Maidè!, ¡qué nombre!
—Desciendo en línea recta de un hermano de
Michelangelo, pero… eso no viene al caso.
Sus últimas palabras, me dejaron sin valor para
seguir indagando sobre sus orígenes y, acto segui-
do, pregunté. —¿En qué puedo serle útil?
—Agradeciendo mi ofrecimiento, respondió,
en nada. Únicamente quería entregarle una plica
que, según se me dijo, contiene una comunicación
que un preso holandés quiso hacerle llegar por
medio de un amigo que al saber que vendría a
Milán, me encargó colocar en sus manos.
Y sacando un sobre del arcón de madera que
contenía unos libros —entre los que pude ver
el Diálogo de un sacerdote y un moribundo
del marqués de Sade, el Système de la nature
de D'Holbach y el folleto Plan pour convertir
une monarchie en république del mismísimo
Filippo G. M. L. Buonarroti—, me lo dio y, tras
despedirse, desapareció atravesando la Piazza
della Scala. Al abrir el sobre, leí el contenido de
la esquela o carta que con letra temblorosa y en el
idioma de Molière, decía lo siguiente:
Cesare, el modo en que se mantiene al preso en
las mazmorras holandesas, es del todo inimaginable
y ojalá pudiese usted, al reeditar su libro, consignar
en alguna de sus páginas los sufrimientos que tene-

98
mos que soportar quienes tuvimos la desgracia de
delinquir. Sepa, señor, que la desmoralización y la
ruina absolutas únicamente podría conocerlas quien
pasó por el presidio de Amsterdam. ¿Qué persiguen
nuestros carceleros cuando nos exponen a la rue-
da hidráulica? Fíjese. Más de una docena de cala-
bozos están ubicados bajo tierra y, deliberadamente,
se permite en ellos el ingreso de agua que debe ser
transvasada por medio de un mecanismo al que se
coloca un pedal que cansinamente tiene que mover
el preso durante horas de no querer, como de he-
cho sucedería de rehusarse hacerlo, morir ahogado.
Ese triste espectáculo, por añadidura, es presenciado
por muchos turistas que o ríen o se compadecen de
nuestros infortunios. Lo cierto es que la vergüenza
a la que somos expuestos, muy poco contribuye con
la reforma moral.
No hay nada que agregar a esta comunicación
que habla por sí sola sobre el modo en que pade-
cen los encarcelados.

Cesare

99
15
Milán, 12 de septiembre de 1785.

Giulietta:

A los ojos del mundo moderno parece nor-


mal la aplicación de la pena privativa de li-
bertad como, de seguro, en su momento lo fue el
que los jueces pudiesen subrogar a los verdugos y
los fiscales a la policía.
Si albergases alguna duda en torno a lo que
acabo de indicar, lee a Voltaire. Dice el célebre
habitante de la floreciente comarca de Ferney,
que cuando no asistía el verdugo al tribunal y
había que ejecutarse una sentencia, el magistrado
menos antiguo, haciendo las veces de sayón,
se lanzaba al cuello del reo y lo ultimaba19. No
creo, eso sí, que dicho acto se llevase a cabo en
presencia de los otros jueces, pero aunque fuese
de modo distinto, la escena no podría ser menos
espeluznante, terrorífica y macabra.
Inquieta columbrar, a futuro, ¿qué pensarán de
nosotros los que redescubran y publiciten lo que

100
hacemos hoy con los acusados en los tribunales
de justicia?
Dejemos por ahora estas deprimentes notas e
intenta contarme sobre tus planes a corto plazo;
lo que incluye, como supondrás, las gestiones que
realizas con Pietro Manzoni para recuperar la cus-
todia del pequeño Alessandro.20
P. D. Finalmente conocí al hijo menor del juez
Canaletto e intuyo, por la educación y el ejemplo
que debió haber recibido del sencillo magistrado,
que es un hombre especialmente preocupado por
hacer el bien. Noté, durante la tarde que tuve el
privilegio de tenerlo en casa, que sus expresivos
ojos glaucos y sus sinceras palabras, hacen una
combinación maravillosa. Además de poner gran
cuidado por brindarle las atenciones que merecía,
le sonsaqué alguna información, para mí valiosa,
sobre su padre. ¿Deseas conocerla?
P. D. Hace cuatro meses falleció en París, a los
76 años, G. Bonnot de Mably, el más notable ad-
versario de la aplicación de la pena privativa de
libertad; los presos del mundo, a quienes los go-
bernantes sumen en la ignorancia, todavía no se
enteraron de ese triste suceso.

Cesare

101
16
Milán, 16 de septiembre de 1785.

Giulia:

M e pides información sobre la librería de


los Verri, pero no es mucho lo que puedo
recordar. La biblioteca de Alessandro y Pietro,
en la época en que solía frecuentarla, tenía poco
más de seis mil volúmenes y, además, setenta
u ochenta códices escritos en latín. Había, si
la memoria no me hace incurrir en error, un
Quijote de Cervantes editado en Milán el año
de 1610 por los herederos de Pedromartir
Locarni y Juan Bautista Bidello y, a la diestra de
tal novela, un Catálogo de muebles decorativos
de Thomas Chippendale que me fascinó. Los
Annali d’Italia del célebre Ludovico Antonio
Muratori —que ocupaban el anaquel en el que
también se destinó espacio para la Encyclopédie
de Diderot— desaparecieron y acaso Alessandro
los llevó consigo a Roma. Hermanados en otro

102
estante, reposaban De l’Esprit de Claude-Adrien
Helvétius y las Cartas Persas de Montesquieu.
El Helvétius, leído, releído y castigado por la
pluma de Pietro, tenía los cantos y contra cantos
dorados, pero carecía del tejuelo en relieve que
embellecía considerablemente el ejemplar de
Montesquieu. L’homme machine de La Mettrie, a
su vez, hacía compañía a los diez libros de sátiras
del erudito Francesco Filelfo que, por su parte,
se encontraba flanqueado por la Commedia de
Alighieri, por el System of Moral Philosophy de
Francis Hutcheson y por la Theologia platonica
de Marsilio Ficino.
Por increíble que te parezca, no faltaban ni las
ediciones —hoy raras— de Aristóteles (1495),
Hesíodo (1496), Aristófanes (1498), Herodoto
(1502), Plutarco (1509), Platón (1513) y Píndaro
(1514) que se publicaron en Milán bajo el cuidado de
Aldus Manutius ni, tampoco, algunos viejos libros
de jurisprudencia como el Tractatus criminalis
de Tiberius Decianus, el Collegium criminale de
Petrus Theodoricus, la Opera omnia de Didacus
Covarrubias, la Suma de todas las leyes penales
canónicas, civiles y de los reynos de Francisco de
la Pradilla Barnuevo, las Quaestiones criminalis
de Diego de Cantera Burgos, la Opera omnia, sive
practica civilis atque criminalis de Giulio Claro,
la Práctica criminal de Gerónimo Fernández de
Herrera y Villarroel, el Tractatus de re criminali
de Lorenzo Matheu i Sanz y De potestate legis
poenalis de Alfonso de Castro.

103
Aunque doña Barbara Dati della Somaglia,
madre de los Verri, colocó una pequeña estatua
de mármol en la hornacina de la biblioteca, Pietro
se deshizo de ella y, acondicionó en su lugar tres
querellas manuscritas que el erudito Giorgio
Merula interpuso contra tres personajes de Milán
en la penúltima década del siglo XV y, además, dos
resmillas y un cartapacio con casos judiciales que
llevaba la denominación de Summarium offensivi
contra Don Johannem Cajetanum de Padilla.
Esta última obrita, debo confesarlo, me fue de
muchísima utilidad cuando redacté el contenido
de las páginas 35 a 43 de Dei delitti e delle pene21.
La librería de los Verri es relativamente peque-
ña, pues apenas proporciona cabida a media
docena de lectores; pero si se retirase de allí el
arcón rojo en el que se cobijan varios legajos
atados con balduque y, además, una biblia intonsa
que espera ser leída alguna vez, sería más holgada
(y habría espacio para trasladar la hemeroteca
que Alessandro armó en su aposento y en la que
figuran las colecciones completas de la Gazzetta
di Parma22, la Gazzetta Veneta23, el Osservatore
Veneto24, la Frusta Letteraia e Il Caffè).
Sobre cada uno de los tres escritorios de roble
con frontal inclinados, casi siempre solía acondi-
cionarse un pote de arena secante, varios tinteros
de loza, papel, una pluma de oca y un candil. Re-
mata el mobiliario allí colocado, una mesa auxiliar
de estilo barroco con tablero de mármol y, al ras
del suelo, dos escalfetas.

104
He ahí, en términos generales, lo que tendría
que decir con relación a los libros del cultísimo
Pietro; advierte, eso sí, que mientras los Verri se
preocupaban por coleccionar libros, el conde de
Bonneval coleccionaba vinos y, con tal fervor,
que hasta se tomaba la molestia de apilarlos se-
gún el sabor, la calidad y el color, asignándoles,
incluso, un número de registro —los estantes de
la biblioteca de tan curioso personaje solían en
efecto estar repletos de tintos de guarda, dulces,
blancos con crianza, espumosos, rosados y, espe-
cialmente, generosos secos—.
Tu padre,

Cesare Beccaria Bonesana

105
17
Milán, 25 de septiembre de 1785.

Queridísima hija:

P ietro Verri, que es un hombre que pica alto,


primorosamente formado y, ante todo, pru-
dente, jamás se mostró condescendiente con quien
haciendo uso irregular y desmedido de la función
gubernamental, creía tener derecho a arrestar, sin
más, a sus semejantes. Y con relación a ello, bien
puedo indicarte que en París, según es sabido, le
es posible al rey disponer el encierro de cualquier
persona sin necesidad de dar explicación; el único
requisito formal que ha de contener la orden, es
que lleve la firma del mismísimo soberano. A esos
mandamientos, por todos temidos, se los denomi-
na lettres de cachet y circulan diariamente, hebdo-
madariamente, en invierno, en verano y cada vez
que unilateralmente lo decida el monarca.

106
Cabe preguntarse si tal despropósito macula ex-
clusivamente la conducta de quien hace uso de las
lettres de cachet25 o, además, la de quienes permi-
ten la aplicación de tales órdenes. Llegará un día,
con seguridad, en que resulte desatinado el ejer-
cicio de una función si, con dicha práctica, puede
mellarse tan drástica y abusivamente la libertad, la
reputación y la paz familiar.
Espero haber dado cumplida respuesta a tu
carta del 8 de septiembre y, además, haber podido
deslizarme entre tus recuerdos.
Tu padre,

Cesare

107
18
Milán, 2 de octubre de 1785.

Giulia:

U n doctísimo y notable hombre de letras suizo


—Johann Heinrich Pestalozzi, para ser más
exactos—, publicó hace dos años un pequeño
trabajo Sobre la legislación y el infanticidio. Entre
las muchas cosas importantes que mencionó allí,
destaca la que tiene que ver con la abolición de
la pena de muerte. Según parece, va creciendo
el número de hombres de bien que se oponen
a tan cruel práctica y quién sabe si antes de
finalizar el siglo, ningún país europeo la admita.
Aunque no tengo mayor información sobre el
autor, me parece valiosísimo y, como supondrás,
ya encontraré la forma de hacerle llegar mis
saludos, mi admiración y mis impresiones sobre
el contenido de la obra.

108
Querida hija, quisiera que en nuestras comuni-
caciones dejemos de lado la cuestión criminal y
que nos centremos en el afecto, en la nostalgia
que me produce tu ausencia y en el deseo irresisti-
ble de besarte tantas veces como sea posible para
tranquilizar mi corazón.

Cesare

109
19
Milán, 7 de octubre de 1785.

Amada hija:

N o creo conocer demasiado sobre el tema del


que dices espolea desde hace unos días tu
curiosidad, pero sin duda, fue durante el periodo
del oscurantismo que se hizo común sancionar a
los lectores de libros prohibidos. Y precisamente
eso es lo que ocurrió con Jean-François de La
Barre, el desafortunado joven que presuntamente
había leído el Diccionario filosófico de Voltaire.
El caso es que con fecha 9 de agosto de 1765,
una persona no identificada, en la localidad de
Abbeville (Francia), fracturó la cruz de madera
que llevaba adherida una réplica del cuerpo de
Cristo; luego, untó el rostro del Nazareno con ba-
rro y, finalmente, le destrozó uno de los brazos.
Habiéndose interrogado a más de cien personas,

110
las autoridades no consiguieron identificar a los
autores y, como es de suponer, el asunto se tornó
en extremo preocupante.
Entre tanto, pretendió Jean-François vincular-
se sentimentalmente a una muchacha que, por
coincidencia, resultó también ser sujeto de codicia
por parte del hijo del jefe policial que investigaba
el "ultraje" a la cruz y al Cristo de Abbeville y,
acaso para allanar el camino al hijo, dicho oficial
decidió detener a de La Barre. Con todo, algunos
indicios hacían suponer que tal vez Jean-François
se encontraba relacionado con el atentado al
crucifijo. Se creía, pues los cotilleos daban lugar
a ello, que en una ocasión había blasfemado
contra la madre de Cristo y, en otra, que rehusó
quitarse el sombrero frente a una romería en la
que se transportaban imágenes religiosas. Si a lo
dicho se añade la triste circunstancia de habérsele
encontrado en posesión de un ejemplar del
Diccionario filosófico que un año antes se dio
a la estampa, resultaba acreditado que merecía
ser condenado*. Así, el 1 de julio de 1766, el
desdichado lector de Voltaire fue decapitado por
el verdugo Charles Henri Sanson.
De haber tenido ocasión de estar a tu lado luego
de leída esta triste comunicación, habría llorado
contigo; esas lágrimas, querida Giulietta, habrían
constituido el más hermoso —aunque modesto—

*El repudio a las obras de Voltaire se materializó en 1734,


año en que públicamente fueron quemadas, en París, sus
Lettres philosophiques.

111
homenaje que podríamos haber tributado al
infeliz de La Barre.
P. D. Tanta afición tomó Voltaire por de La Barre
que quienes visitaron Ferney, aseguran haber
visto, en el despacho del autor del Candide, un
grabado del desgraciado Jean-François y, otro, de
la familia de Jean Calas.

Cesare Beccaria

112
20
Milán, 12 de octubre de 1785.

Querida hija:

T e debo y me debes muchas cartas en las que


nos mostremos el amor que mutuamente
nos profesamos, en las que hablemos de la risa,
de los sueños e ilusiones de la gente; pero insistes
me ocupe sobre el fin de las penas y, debo, muy
a mi pesar, decirte que, en lo tocante a ello, ando
sinceramente confundido, pues buena parte de los
criminalistas europeos dicen que la sanción penal
debe servir para atemorizar o, por el contrario,
para corregir moralmente al sentenciado; en ambos
casos, mal que bien, se busca evitar la ejecución de
futuros delitos. Si las cosas fuesen realmente así,
muy lógica sería la actitud del oficial de justicia
que aprisiona al sujeto que, en principio, decide
cometer una grave infracción (por ejemplo,

113
matar) y, posteriormente, en un arrebato de
duda, opta por entregarse ante dicho oficial con
el exclusivo fin de que al ser encarcelado, quede
estorbada la materialización del homicidio que
ineluctablemente anheló cometer —y que con
seguridad se habría consumado de encontrarse en
libertad—. Esa, querida Giulia, es la consecuencia
que razonablemente se derivaría del pensamiento
preventivista que hoy, en sentido inverso a como
sucedió ayer, abiertamente impugno.
Tu incondicional,

Cesare

114
21
Milán, 21 de octubre de 1785.

Giulia:

M e parece loable tu preocupación; muy


propia, eso sí, de quien vive en un siglo
en el que la mente parece estar iluminada por
la razón. ¿Cómo tratar en Milán, te preguntas,
a los presos extranjeros? Disculpa si al intentar
responder, acertada o desacertadamente, me
inmiscuyo en temas que casi desconozco y que
deberían ser abordados por los estudiosos del ius
gentium.
Los presos extranjeros que cumplen carcelería
en Milán, son de hecho mantenidos con dinero
nuestro que bien podría recuperarse si los
gobiernos de los países del exterior se obligan a
devolver dicha inversión; en reciprocidad, Milán
debería asumir la obligación alimentaria de los
lombardos encarcelados en otros países. Base
para proceder del modo indicado acaso serían
dos principios que bien podrían llamarse de

115
humanidad, el uno; y de reciprocidad, el otro.
Ahora bien, si es seguro que al gobierno lom-
bardo se le devolverían las sumas de dinero inverti-
das a favor de los presos extranjeros encarcelados
en nuestro territorio, no tendría inconveniente
en gastar lo necesario para posibilitar una vida
llevadera, vestimenta cómoda y, sobre todo, ali-
mentación adecuada (exigiendo correspondencia
a los gobiernos de otros pueblos donde se hallen
privados de la libertad nuestros compatriotas). De
ese modo, suponemos, sentirían nuestros jueces
muchísimo menos remordimientos cuando dis-
pongan el encierro carcelario de extranjeros y, a
su vez, no parecería tan torpe la imposición de la
prisión.
A corto plazo, Giulia, deberíamos orientar
nuestros esfuerzos para que las cosas lleguen al
punto descrito.

Cesare

116
22
Milán, 2 de noviembre de 1785.

Hola Giulia:

A tribuyes excesiva severidad a la crítica que


efectué contra el sistema (especialmente
por medio de la carta del 6 de enero) sin siquiera
haber tenido capacidad, según dices, para plan-
tear una o más soluciones. Con todo, una entre
muchas de las explicaciones a la cuestión crimi-
nal, tiene que encontrarse en la economía o en la
política económica que los gobernantes podrían
aplicar en sus reinos. Amillarar correctamente
los ingresos que los nobles, los burgueses y los
hombres del pueblo perciben y, luego, gravar con
impuestos equivalentes a esas ganancias (que por
cierto deben ser distribuidas a favor de los más
pobres), de seguro mejoraría las cosas e, incluso,
impediría muchos hurtos, robos, defraudaciones
y demás crímenes que por lucro o codicia suelen
cometerse en la Lombardía.

117
Pietro Verri, con quien discutimos cien veces
sobre el comercio, la moneda, las rentas guber-
namentales, el delito y la pena, también encuentra
una relación muy clara entre movimiento econó-
mico y cierto tipo de crímenes; Alessandro, más
convencidamente que nosotros, abraza similares
ideas.
Reciban con la presente mil besos; a mi nieto
Alessandro, además, entrégale el obsequio que
acondicioné dentro del sobre amarillo.

Cesare

118
23
Milán, 15 de noviembre de 1785.

Amada hija:

A lguna vez la ciencia que estudia y analiza


la mente logrará demostrar la relación que
probablemente existe entre acusar en clase al
compañero de escuela y hacerlo más tarde en el
foro.
Mientras tanto, me rehúso a reconocer como
ejemplar la conducta de quien acusa a sus seme-
jantes para que les sea impuesta la pena de muerte
o el encierro carcelario; a causa de ello, no logro
entender cómo es que suele fomentarse la prácti-
ca de algunos oficios, cuando con ellos, quiérase o
no, se humilla, domina26 y envilece al otro.
No espero haber satisfecho tus expectativas, bá-
sicamente por carecer de los conocimientos que
equivocadamente crees poseo; compensa mis li-
mitaciones, eso sí, recibiendo un amoroso abrazo
de,
P. D. En efecto, Pietro Verri habla y lee sin pro-

119
blema varios idiomas: con soltura se comunica en
francés, alemán y latín; con dificultad, en inglés,
español y griego. Su hermano Alessandro, que
habla menos idiomas, blande en cambio la pluma
con exquisitez, propiedad y elegancia (y está em-
peñado en traducir al italiano las Obras Comple-
tas del dramaturgo y actor William Shakespeare).

Tu padre

120
24
Milán, 16 de noviembre de 1785.

Giulia:

I ntentas poner a prueba mi memoria y temo


fallarte. Por una parte, deseas conocer cómo
fui recibido en el famoso salón del barón Paul
D'Holbach en París y, por la otra, qué es lo que
conversé con el abate Morellet, mi traductor.
En cuanto a lo primero: Alessandro Verri y yo,
lo evoco con claridad aun hoy, arribamos a París
el 18 de octubre de 176627 y casi inmediatamente
se nos hizo llegar una esquela para asistir al
salón de la calle Royale Saint-Roch, donde, al
constituirnos, encontramos a nuestro anfitrión (el
barón D'Holbach), a su esposa, a Denis Diderot,
a Morellet, a Friedrich Melchior Grimm y a una
docena de filósofos y artistas parisinos, todos
devotos o simplemente amigos del autor de El
cristianismo al descubierto. Una vez recibidos
con cálidas palabras y con efusivos abrazos, se
conversó y discutió de filosofía, de política y de

121
belles lettres, celebrándose —según me parece—
jubilosa y sinceramente la publicación francesa de
mi pequeño libro sobre los delitos y las penas. Tras
disfrutar de las delicias culinarias allí ofrecidas*,
y luego de vaciados cinco pequeños boles con
mermelada, fruta y otras sabrosas compotas,
disertó el barón sobre la pena capital y sobre los
trabajos forzados de los presos; Diderot, luego,
improvisó un travieso movimiento en el piano al
que es adicta, según pude comprobar, Charlotte-
Susanne d' Aine28 y, casi al finalizar la velada, fui
invitado a conocer la librería del barón, quedando
mudo al ver, aunque algo desordenadas, las
miles de obras ya leídas o a medio leer por el
original filósofo francés. Una y otra vez, durante
el breve tiempo que permanecí en París, volví a
la Synagogue** de D'Holbach y, en cada una de
tales ocasiones, aprendí y disfruté mucho más de
lo que imaginé. Has de saber, querida hija, que en
la espléndida ciudad francesa todo, absolutamente
todo, sabe y huele a filosofía.
En lo que atañe a las conversaciones que sostuve
con André Morellet, basta con que te informe
que se mostró particularmente interesado en
justificar de una y mil maneras su actitud frente
a la traducción de Dei delitti y que insistió en
dejar claro que las divisiones arbitrariamente
introducidas por él, fueron efectuadas con el
propósito de facilitar su lectura. Incluso, temió no
*Compuestas de tres platos.
**Desconozco por qué recibe dicho nombre el salón del
barón.

122
haber dado cumplida cuenta de ello en su carta
del 3 de enero de 1766, donde además, me envió
un ejemplar del libro. Como es natural, agradecí y
abracé afablemente a mi interlocutor.
Conocedor de que Angelo Facchinei publicó
un panfleto29 para destruir mi obra, se solidarizó
con ella y conmigo, presagiando y, deseando,
mayores éxitos a una y a otro. Tras ello, desvió
su conversación, fluida y amena, para noticiar y
hacerme conocer los nombres de los intelectuales
franceses y extranjeros que solían frecuentar
el salón de la calle Royale Saint-Roch y, por sus
labios, desfilaron, uno a uno, J. J. Rousseau, J. F.
Marmontel, Laurence Sterne, Buffon, Nicolas-
Antoine Boulanger, Horace Walpole, Helvétius,
Jean D'Alembert, Diderot, Charles-Georges Le
Roy, G. Thomas Raynal, F. M. Grimm, David
Hume, J. F. de Saint-Lambert, Edward Gibbon,
Ferdinando Galiani y, entre otros, Adam Smith.
Bueno, ya es tiempo de dejar la pluma, pues
Marietta (que estará unos días con nosotros)30 se
impacientará si no acepto acompañarla al teatro y,
de allí, a dar un paseo.
Tu padre

123
25
Milán, 21 de noviembre de 1785.

Giulia:

M uchos de los abogados que cultivan el de-


recho criminal y que con especial interés
participan en las causas que se les encomienda,
han decidido adoptar actitudes y modos de ser
que lindan con la codicia, el cinismo, la insensi-
bilidad y el engaño; algunos otros, además, optan
por dedicarse al feo oficio de catarriberas. A estos
supuestos servidores de la justicia terrenal, diaria-
mente se los ve husmeando en las comisarías y en
las oficinas del ministerio fiscal, a veces llevando
y trayendo chismes, a veces cobrando* por ello.
Da la impresión que los catarriberas hubiesen
sido escogidos, entiéndase por los gendarmes y
fiscales, con el exclusivo fin de convertir lo claro
en oscuro, lo limpio en turbio y lo inocente en
*Dicho cobro, no siempre se materializa en metálico,
pues en ocasiones el catarribera se siente pagado si se le
proporciona clientes.

124
culpable.
Lo cierto, querida hija, es que ninguna nobleza
queda en el alma de estos personajes.
P. D. Llegó a mis manos una copia manuscrita
del Discours cuoroneé par la Société Royale des
Arts et des Sciences de Metz, Sur les Questions
suivantes, proposées pour sujet du Prix de l'année
178431 de Robespierre. Leo la obrita y te doy
cuenta de mis impresiones.

Cesare Beccaria

125
26
Milán, 25 de noviembre de 1785.

Giulia:

N o me sorprende que pienses de ese modo ni


que te guste tanto la música, esa sublimadora
del espíritu; pero vamos al grano.
Hace 15 años, frente al Duomo, vi conversando
a los compositores Giovanni Battista Sammartini
y Wolfgang Amadeus Mozart; los acompañaba,
participando con entusiasmo, el viejo castratti
Farinelli. Consensuadamente opinaban sobre el
ritmo musical y, principalmente, de lo conveniente
que sería llevar la música a todos los rincones
del mundo. Si incluían, como entiendo, a las
prisiones, harían más llevadera la vida de los
infelices reclusos.
En parecido sentido, según nos lo ha referido
por escrito el abate Morellet, opinaban en París,
D’Holbach, Diderot, Marmontel y Grimm, quie-
nes la tarde del 13 de diciembre de 1770, en casa
del primero, discutían sobre ese y otros temas con

126
el compositor inglés Charles Burney que, encon-
trándose de paso por la ciudad, hizo un alto en la
Synagogue.
Si la pintura, la música, el teatro, la escultura,
la poesía, el buen hablar y escribir, la filosofía, la
gimnasia y el amor al estudio fuesen seriamente
fomentados en lugares al efecto acondicionados
cerca o dentro las prisiones, no sería tan vaporosa
ni evanescente la idea de corregir moralmente al
preso.
P. D. Comparto tu opinión, la Cautio criminalis
de Friedrich Spee, es una mágnifica obra; aunque
lamentablemente, poco difundida.32
Tu padre,

Cesare

127
27
Milán, 1 de diciembre de 1785.

Giulia:

A l joven Orazio, aludido en la posdata con


la que se dio fin a la carta del 12 de sep-
tiembre, debo la información que ahora deseo
compartir contigo y que se refiere, según verás, al
modo en que su padre, el juez Canaletto, se alejó
de la magistratura.
Durante algunos meses, después de haber sido
impuesta la pena de muerte al blasfemo Pompeo*,
continuó Canaletto enviando a prisión a quienes
*Lo cierto es que Pompeo (de quien hice mención,
como recordarás, en una carta anterior), sin reparar en el
contenido de sus palabras, deslizó en público la idea de
que Cristo no pudo haber muerto en la cruz; adujo, para
demostrar su aseveración, el carácter divino del Redentor.
"La inmortalidad, sostenía, es un atributo de la divinidad".
No contento con ello, repartió unos volantes con el siguiente
contenido: "La muerte de nuestro señor Jesucristo es, se
mire por donde se mire la cuestión, más aparente que real".

128
según ley, merecían la aplicación de esa pena; pero
un buen día, por causas no bien conocidas, intentó
experimentar, en carne propia, cómo es que se
avenían los presos y, de incógnito, se aventuró
a vivir con ellos. Inicialmente, según el plan
que para el efecto se trazó, debió acompañarlos
durante un mes, pero en menos de diez días
—fácil es barruntar los motivos—, salió
despavorido, molido a palos por los celadores,
más andrajoso que cuando ingresó (lo hizo, por
cierto, disfrazado de mendigo), con la piel pegada
a los huesos y, lo que es peor, cogido por la
fiebre de las prisiones; desde entonces, no dudó
en oponer conscientia repugnantia33 contra el
encierro compulsivo. "La cárcel, decía, tiene que
ser el más repugnante de los inventos de Lucifer
o, en su caso, el que algún poseso, confundido por
los embelecos del desaforado y vengativo Arioc,
ideó para someter a la humanidad. A nadie en sus
cabales, concluía, se le habría ocurrido diseñar
semejante engendro".
Ahora bien, puesto que su renuencia a aplicar la
gayola venía siendo cuestionada por varias de las
jefaturas gubernamentales y, especialmente, por
las más altas jerarquías judiciales, trató en princi-
pio de tranquilizarlos con argumentos de consi-
derable valía* y, al no lograr dicho propósito, se
retiró al pegujal que había heredado de su padre;
*La prisión, sostenía, nunca ha existido en los repertorios
legales; de suprimirla, no la echaríamos de menos; "el
amor al prójimo, añadía, nos obliga a proponer alternativas
menos humillantes" —y citaba, entre otras, "la imposición
de cargas económicas o los trabajos comunitarios"—.

129
allí, junto a su familia, dejó trascurrir los últimos
años de una vida que, por su fecundidad34,
cualquier hombre de buen corazón desearía haber
transitado.
No exagero si afirmo, como deseo hacerlo, que
en el palmarés de los jueces criteriosos y buenos,
junto al rey Salomón —de cuyos famosos fallos
dan puntual cuenta las Sagradas Escrituras—,
cabe agregar el nombre del magnánimo Canaletto.
P. D. Con la esperanza de que pueda recomen-
dar su publicación, me entregó Orazio las Obser-
vaciones sobre la justicia criminal que antes de
morir escribió el juez Canaletto; van con la pre-
sente para que luego de leerlas, me hagas conocer
tus impresiones. Bien podrían ser impresas, según
creo, en la Sociedad Tipográfica de Lausana que
dirige Jean Pierre Heubach; con tal propósito, le
escribiré hoy por la tarde.
Tu padre

130
Notas

1
Se fomenta la inmoralidad cuando se beneficia
a quien traiciona a otro ciudadano. Esa actitud,
para Beccaria, es propia de las naciones débiles.
Cfr. Dei delitti e delle pene, 1764, pp. 90 y 91.
2
Estos viejos servidores judiciales, tea en ma-
no, alumbraban la senda por donde caminaban
los jueces.
3
Zonas de las afueras de Milán, en las que en
tiempos de Beccaria, se refugiaban malhechores
y pordioseros.
4
El planeta Urano, conocido durante el siglo
XVIII con el nombre señalado en la carta, fue
descu-bierto en 1781 por William Herschel.
5
Imponer esos fallos y acuerdos con pree-
minencia respecto de la propia ley, deja claro que
el juez penal tiene a su vez facultades legislativas
y jurisdiccionales; en un estado de derecho, ese
cóctel de competencias es sin duda peligroso y,
a un tiempo, irrespetuoso con el principio de

131
legalidad. Como fuere, el propio Beccaria defendió
antes el principio de reserva en Dei delitti e delle
pene, 1764, p. 8.
6
A Joseph-Michel Montgolfier y a su hermano
Jacques-Étienne, se les atribuye la invensión, en
1783, del globo aerostático.
7
Alude Beccaria a las pp. 57 y 58 de la edición
príncipe de De los delitos y de las penas, donde
literalmente consigna lo siguiente: "Uno de los
mayores frenos de los delitos, no es la crueldad
de las penas, siéndolo más bien su infalibilidad y,
por lo tanto, la vigilancia de los magistrados y la
severidad de un juez inexorable, la cual, para que
sea una provechosa virtud, debe ir acompañada
de una legislación suave". Subrayado adiciona-
do.
8
Son ilegibles dos renglones de la carta transcrita.
9
Existe, en cambio, un retrato elaborado por
Appiani en el que se ve a Giulia y al pequeño
Alessandro Manzoni Beccaria.
10
Los políticos y la prensa, incluso, fomentan
dichos usos.
11
Se sabe de un fiscal que en la actualidad se
pavonea cada vez que logra la aplicación de la
cadena perpetua; al día siguiente, como si no
hubiera pasado nada, desayuna con sus menores
hijos e, incluso, aspira a un ascenso.
12
Folclórica práctica, diríamos modernamente.

132
13
Actualmente por medio de una videocámara.
14
Irrespetuoso, por tanto, con el principio de
autotelia.
15
Caterina Panzeri, estaba al cuidado del pe-
queño Alessandro Manzoni. Giulia, separada del
niño, apenas podía visitarlo.
16
Para redactar la Nakaz, sin duda Catalina
la Grande tuvo a la vista las páginas 10, 35 y
97 de Dei delitti e delle pene (que contienen,
respectivamente, los conocidos párrafos en los
que se ocupa de la interpretación de las leyes,
la supresión de la tortura y, además, el sintagma
que recomienda prevenir los delitos antes que
castigarlos).
17
La presunción de inocencia fue defendida,
antes, por Beccaria. Cfr. Dei delitti e delle
pene, 1764, p. 32.
18
Bocado caro. Inalcansable.
19
El sentido que quizo dar Beccaria al verbo ul-
timar, según parece, es el siguiente: dado que el
procesado, durante la tramitación del juicio, que-
daba realmente estropeado por causa de los mal-
tratos físicos y los traumas psicológicos que se le
ocasionaban, el juez menos antiguo no hacía otra
cosa que rematarlo.
La obra de Voltaire a la que alude el texto (Com-
mentaire sur le livre des délits et des peines) se
publicó en 1766, poco antes de que Beccaria em-
prendiese su visita a París.

133
20
Giulia, aunque casada con Pietro Manzoni
(1736-1807), concibió a Alessandro tras la rela-
ción sentimental que sostenía con Giovanni Verri
(1745-1818), hermano menor de Pietro.
21
En las páginas mencionadas (correspon-
dientes a la edición de 1764) se ocupó Beccaria
de la tortura.
22
Fundada en 1735.
23
Cuya primera entrega se efectuó en 1760.
24
Que circuló, a orillas del Adriático, bajo la di-
rección de Gaspare Gozzi.
25
Estos terribles documentos finalmente fue-
ron eliminados por la Asamblea Constituyente
de 1791 y, a diferencia de lo que piensa Beccaria,
también podían ser despachados por los ministros
del rey y hasta por los padres interesados en
corregir las travesuras de sus hijos. Sobre ello
Cfr. F. C. Montague, El gobierno de Francia, en
Historia del mundo en la Edad Moderna, tomo
VII, La Revolución francesa, Editorial Ramón
Sopena, Barcelona, 1960, pp. 80, 81 y 82.
26
Acaso sea pertinente traer a colación las
palabras de profundo contenido que encierra el
pensamiento de Andrés Trapiello: "No hay una
sola razón —dice el fino pensador español— para
conjugar el verbo dominar". Cfr. A. Trapiello, El
arca de las palabras, Ilustraciones de Javier Pagola,
Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2006, p. 45.
27
Casi huyendo de París, retorna a Milán el

134
12 de diciembre de 1766. Urdió como pretexto
para justificar su salida a trancos, las múltiples
ocupaciones que tenía pendientes. Por lo menos
D’Holbach y Diderot, no le creyeron. Sobre ello
Cfr. Rodolfo Mondolfo, Cesare Beccaria y su
obra, Editorial Depalma, Buenos Aires, 1946, p.
15, nota 1.
28
Esposa de D’Holbach.
29
Alude a la Note ed osservazioni sul libro inti-
tolato "Dei delitti e delle pene" que salió a luz el
año de 1765.
30
Hermana menor de Giulia. En la época en que
se escribió la carta, debió tener 19 años y, desgra-
ciadamente, murió poco después (esto es, el 19 de
enero de 1788).
31
Obra de Maximilien Robespierre que con el tí-
tulo de Discurso sobre la transcendencia y perso-
nalidad de las penas tradujo al español Manuel de
Rivacoba y Rivacoba (la edición que se tiene a la
vista refunde además, como Apéndice, el Código
penal francés de 1791, cuya esmerada traducción
se debe a José Luis Guzmán Dálbora).
32
Sobre el pensamiento de Spee Cfr. Eugenio
Raúl Zaffaroni, La palabra de los muertos. Confe-
rencias de criminología cautelar, Prólogo de Juan
Gelman, Ediar, Buenos Aires, 2011, pp. 39 y 40.
33
Objeción de conciencia.
34
Sin duda aquí Beccaria exagera, pues no
es enteramente fértil la vida de quien dispone

135
la aplicación de la pena capital. Para decirlo de
otro modo: habiendo sido en principio loable
y ejemplar el arrepentimiento de Canaletto, la
muerte de Pompeo, quiérase o no, maculó su
trayectoria.

136
Guía de láminas

Fig. 1 La imágen del monumento a Pietro Verri


procede de una fotografía de Giovanni Dall'Orto.
Fig. 2 Se ve a la hija de Cesare Beccaria retratada
por Maria Cosway.
Fig. 3 El sello postal muestra la imágen de
Giussepe Parini, antiguo enemigo de Pietro Verri
y de Cesare.
La obrita que el lector tiene entre manos, se
acabó de imprimir el 16 de marzo de 2020, en
los talleres gráficos de LÍMITE CERO EIRL.
Calle Nueva núm. 308, int. 7-G
(C.C. El Castillo)
Cercado-Arequipa
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