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Sujeto.

Un ligero sobresalto intervino momentáneamente aquello en lo que pensaba


fervientemente. Una cortina suave de terciopelo azul cubría el iridiscente resplandor de
la mañana. En la aurora se percibía algo especial. Un montón de luces de neón radiantes
bailaban inquietas impidiéndole observar con exactitud en que parte del globo se
encontraba. Los equipajes brincaban inquietamente. Varias filas, vacías.

La butaca número diecisiete es ocupada por Emanuel Aguirre, un escuálido pero


intransigente escritor, portador de un tenue saco gris con remiendos particulares.
Rumbo: Concordia, ciudad de magnificentes oportunidades de cambios. En frente: una
mujer de mirada perturbadora abanicaba una revista sofocada en señal de calor. Se
ubicaba acurrucada, casi inmóvil, del lado derecho mirando hacia el pasillo,
escondiendo su figura y su porte al irrisible señor Aguirre. Éste, sacudió su manga en
busca de su ancestral reloj de pulsera pero, en su lugar, portaba una banda elástica de
color naranja. Necesitaba saciar su duda. Se inclinó como buscando algún aparato que le
dé indicio de los minutos exactos. Contempló asombrado el pasaje que descansaba
inocentemente en su regazo. Su nombre y documento, su identidad plasmada como un
libro abierto. La hora en que fue impreso el boleto rozaba las doce de la medianoche,
pero lo curioso era la borrosa inscripción que cubría aquel espacio destinado a la hora
de llegada. Intentó en vano leerla, mientras se acomodaba de una siesta inestable.

El dependiente se acercó sonriente, cordial y temple en su accionar:

- ¿Ha dormido bien señor Aguirre?


Sorprendido por la invasión, contestó amargamente:
- Un poco ajetreado, es todo.
- ¿Desea un café? ¿O un jugo quizá?
- Me vendría bien una cerveza, pero te aceptaría un café. Muchas gracias.
¿Cuánto falta para llegar?
- No puedo decirle con seguridad señor, eso depende de usted –contestó dándose
la vuelta y retirándose lentamente hacia los taburetes aledaños.

Unos baches impertinentes atareaban el viaje. Tras un momento de lucidez, un par


de pensamientos fugaces lo asaltaron ruinmente. “¿Qué quiso decir con eso? ¿Acaso es
un nuevo empleado de la empresa y no sabe el tiempo que toma realizar el recorrido?
Pero si hasta un mequetrefe despistado sabría la pequeña brecha que separa Chajarí
de Concordia. Además ¿Conocía mi nombre, tal vez, debido a mi fama de escritor
paupérrimo?”

El plástico le quemaba lentamente los dedos. El café se encontraba verdaderamente


caliente. Se encogió de hombros y sorbió un par de tragos. Increíblemente, el café se
encontraba en su punto más esplendido, tal y como a él le agradaba: dos cucharadas
pequeñas de azúcar con un toque de coñac y esencia de limón. El agradable olor y

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Cornaló Franco.
consistencia del café brulé, que distaba del extraído de una máquina exprés. Un detalle
inocente pero peculiar para un servicio de transporte.

De reojo podía observar como la señora de enfrente, su inquietante vecina envuelta


en una enorme bufanda, ingería lo que parecía el mismo tipo de café a diferencia del
resto. Notaba en su apariencia algo extrañamente familiar, una atracción conocida. Su
vista continuó exánime hacia el techo sobre el pequeño e iluminado diecisiete que con
elegancia señalaba su territorio. Durante los efímeros viajes, por momentos, se llega a
pensar que el asiento –brindado por el azar- se convierte en un espacio al cual
pertenecemos. Lo hacemos completamente nuestro logrando que la personalidad se
funda con comodidad del cubículo. Lo embistió la amarga sensación previa al sueño y
de un sobresalto tan perecedero despertó inquietamente. Depiló las cortinas para
contemplar el paisaje y mascullando entrecerró los ojos dudando de lo que sucedía. Una
puesta de sol cruzaba en el horizonte sobre un insuficiente conjunto de árboles que no
vislumbraba correctamente: “¿Dónde me encuentro? ¿Cuantas horas han transcurrido?”
Se acentuó fatigosamente y una necesidad más urgente despistó las teorías que fraguaba
en su interior. Con mucho esfuerzo anheló levantarse. Una sombra eminente palmó
cálidamente su hombro flácido.

- ¿Desea alguna cosa más señor Aguirre? ¿Quizá otro café? –consultaba el mismo
sujeto de hacía horas atrás.
- No. Necesito… el baño… necesito encontrar… el baño- entrecortaba sus labios
con palabras jadeantes.
- ¡Ho! Por supuesto. Sólo tiene que seguir el pasillo derecho hasta el fondo. Evite
perderse y conserve la calma por favor.

“¿Era eso una broma?”, se interrogaba el incrédulo señor Aguirre. Avanzó unos
cuantos pasos hacia ese inacabable túnel obedeciendo la innecesaria explicación. Con
un movimiento incipiente, giró su cabeza hacia atrás y el encargado aún se encontraba
parado allí, junto al pasillo, en el número diecisiete, con la mirada fija clavada en su
persona. No encontró nada de utilidad en su travesía. Ningún indicio orientador. Aún
con toda esa gente ocupando su correspondiente sitio, perdidas en sus cavilaciones, no
podía evitar la sensación de soledad, de no pertenecer a ese plano del mundo que
acababa de traspasar más allá de esa indulgente barrera del número diecisiete. Vacío,
llano, insulso. Plasticidad, impersonalidad. Ausencia de susurros. Un aullido mudo.
Tensión resquebrajada. Miradas tácitas. Todos parecían estar muertos, o más bien
ausentes. Eso es, ausencia de vida. Quería huir, pero parte de su ser, reconocía que le
sería imposible.

Trató de tranquilizarse. Necesitaba un trago fuerte. El baño no contaba con papel, ni


espejo. En su lugar, se alzaba un retrete en mal estado y un lavamanos lastimero. Cinco
minutos fueron suficientes para enloquecer y apetecer el resguardo de la seguridad de su
territorio. Las luces se habían esfumado y ahora el pasadizo eterno mostraba su lúgubre
cara. Los ya borrosos rostros que colmaban los silenciosos asientos se habían convertido
en una sola imagen torneada de semblantes que se entremezclaban con buzos, remeras,

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Cornaló Franco.
almohadillas y valijas. Mientras transitaba, rondó por su cabeza la frágil idea de
consultarle a esos monigotes disecados postrados inmarcesibles en sus asientos, cuál era
la razón de su estadía en ese viaje interminable, pero esa disposición era brutalmente
ultimada al menor contacto con esas huecas pupilas. Ya no importaba el tiempo
transcurrido. Desde esa parada en la Terminal de Ómnibus que no lograba recordar en
absoluto, hasta su aciago regreso al diecisiete, discernía una incómoda turbación de
falsedad en su entorno.

Una única luz irrisoria se alzaba tenue como un farol en la obscura noche.
Iluminaba el asiento contiguo al de Emanuel. Escasamente podía divisarse a la señorita
sentada que aun desviaba la vista para evitar el encuentro casual. El muro de la soledad
comenzaba a menguar su paciencia.

- Disculpe señorita ¿Me puede decir hacia dónde vamos? Ya deberíamos haber
llegado por lo menos a Federación –Pero no encontró respuesta alguna- ¡Qué es
lo que le sucede a todos! ¡Estoy haciendo una pregunta! –Lanza un golpe
fortuito que hace temblar la débil estructura del falso vehículo- Amelia sé que
eres tú. Lo necesito y lo sabes bien. Necesito beber para escribir porque soy
nadie. Porque soy un triste y solitario hombre. Porque estoy condenado a morir
sin lograr absolutamente nada extraordinario. Porque estoy cometiendo el peor
de los errores al escribir sandeces que harían enfurecer a los verdaderos
alcohólicos que tanto admiro. Pero ¿sabes una cosa? Nunca fui paciente, ni
tampoco un buen escritor. Es verdad, nunca hubo otro camino. Ésta es la vía
hacia la condena. Perdóname, por favor.

Un sigiloso monitor captaba los movimientos bruscos y la verborrea del paciente.


Uno de los enfermeros señala, a un individuo con bata, la pantalla del simulador.

- ¿Qué le sucede al número diecisiete?


- Alucina. El medicamento que le suministramos en el café no ha mostrado los
mismos resultados que en las sesiones anteriores. Otra vez está reviviendo la
antigua discusión que tuvo con su exmujer Amelia en ese bar. Permaneció en
calma veinte horas más que la prueba anterior, pero se manifestó la faceta de
violencia en un estado de abstinencia alcohólica. Está desesperado y busca una
redención a su culpa. Es un buen signo. Está mejorando. Pero su fervor a la
bebida y su hilarante nerviosismo no han desaparecido –baja la mirada- me
temo que tendremos que neutralizarlo una vez más sujeto diecisiete y volver a
empezar.

Emanuel Aguirre. Sujeto número diecisiete. Edad: 47 años. Escritor fracasado. Borracho.
Divorciado de Amelia Suarez. Otra víctima de una de las cárceles de máxima seguridad.
Un complejo sistema de simulación para censurar y reprender pensamientos; y moldear
pensadores. Un desdichado oprimido cuyo destino es transitar un viaje sin fin. Un
crucero inmóvil cuya parada depende única y exclusivamente de la corrección de su
comportamiento. Un servicio aterrador para aquellas mentes que representen un
problema para una sociedad voluble que busca asegurar lo cotidiano.
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Cornaló Franco.

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