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La verdad despiadada de la guerra

Por Óscar F. Cataño

En este año 2020 se cumplieron 75 años del fin de la Segunda Guerra Mundial. La Alemania nazi
capitula después de dar una feroz resistencia en Berlín a los ejércitos de los Aliados que atacaban por el
flanco occidental de la ciudad y pelea sin piedad en el oriente contra el Ejército Rojo, que ya en esos
momentos del enfrentamiento se ha convertido en “una formidable máquina de guerra”, como dice
Antony Beevor. Estaban rodeados y se rinden sin condiciones. Ha terminado la guerra en Europa y el
mundo festeja el fin del apocalipsis, o su aplazamiento. Ha comenzado el nuevo orden mundial.

En su avance hacia Berlín el Ejército Rojo ha encontrado campos de exterminio de judíos y


documentado lo poco que ha hallado pero que evidencia el enorme daño que los nazis han hecho a la
humanidad. Uno de los primeros reporteros que es testigo de este desastre es el escritor y periodista
Vasili Grossman (Berdichiev, Ucrania 1905 – Moscú 1964, Unión Soviética).

Grossman se había enlistado en el Ejército Rojo dos meses después de la invasión nazi a la Unión
Soviética ocurrida en la madrugada del 22 de junio de 1941. Durante toda la guerra llevará un cuaderno
de notas en donde consignará lo que luego llamará “la verdad despiadada de la guerra”. Su primera
entrada al cuaderno de notas data del 5 de agosto de 1941 cuando acaba de partir hacia el frente.
Durante toda la guerra mantendrá en secreto el cuaderno de notas y, por otro lado, escribirá relatos y
crónicas de guerra para el periódico Estrella Roja (Krasnaia Zvezda) del Ejército Rojo, en donde dará
a conocer las hazañas de muchos soldados de la línea del frente, en la que estuvo más de mil días,
incluyendo el frente en donde se libró una de las batallas más encarnizadas de la guerra: la ciudad de
Stalingrado a orillas del mítico río Volga.

Esta historia fascinante de un intelectual en medio de la guerra la cuentan Antony Beevor y Luba
Vinogradova en el memorable libro Un escritor en guerra: Vasili Grossman en el Ejército Rojo 1941 –
1945 (Planeta, 2006). En la Introducción, Beevor y Vinogradova cuentan que el libro que el lector tiene
en sus manos “está basado en sus cuadernos de notas durante la guerra y en algunos artículos
depositados en el Archivo Estatal Ruso de Literatura y Artes. También hemos incluido algunas cartas
en posesión de su hija y su hijastro”.

Grossman fue testigo de los horrores del Frente del Este como el fusilamiento de más de 13.500
soldados rusos por cobardía; de la retoma de Ucrania, su tierra natal; de los campos de exterminio de
judíos que hacían parte del programa nazi Aktion Reinhardt – que incluía los campos de Treblinka,
Sobibor y Belzec- que industrializó la muerte. Su informe sobre Treblinka – El infierno de Treblinka-,
Según Beevor y Vinogradova, se “suele considerar como su texto más vigoroso”, fue citado en el
Tribunal Militar Internacional en los juicios de Núremberg como prueba de los crímenes contra la
humanidad cometidos por la Alemania nazi.

Con el paso de los años se ha dicho que Grossman fue el periodista más honesto y veraz de los que
estuvieron en la guerra, fue uno de los pocos que estuvo en el infierno de la línea del frente, o como
decían los alemanes, el kessel (en Stalingrado), la caldera. Es decir, Vasili Grossman fue un
experimentado frontovik : soldados de la línea del frente que estaban preparados para morir.

Los invasores

Todo comenzó cuando Hitler ignoró (guerra es guerra decían los alemanes) el acuerdo de no agresión
con la Unión Soviética y en junio del 41 inició la Operación Barbarroja utilizando su mejor arma de
guerra hasta el momento: la velocidad de ataque con todas sus fuerzas coordinadas después de un
bombardeo masivo para impedir cualquier repliegue o defensa ordenada del enemigo o también
llamada Blitzkrieg (guerra relámpago), que tanto éxito le había dado hasta el momento en otros países
ya ocupados en Europa central. La Operación Barbarroja atacaba a la Unión Soviética con más de tres
millones de soldados. Según Beevor, los nazis avanzaron más de 350 kilómetros en tierra soviética en
tan solo dos semanas.

El Ejército Rojo huye – en ocho columnas- de las tropas alemanas. Sin embargo, ya desde ese inicio
despiadado y sin preparativos claros, los soldados de la Unión Soviética responden con coraje. “No
temo a la muerte. Son los que tienen más que perder los que temen a la muerte” decía un soldado que
habló con Grossman. Ese momento de la guerra nazi-soviética, dice Beevor, “fue de constante
movimiento, de rápidos avances y cercos mediante fuerzas acorazadas”.

La Stavka, el Estado Mayor Supremo de las Fuerzas Armadas de la URSS, contiene el aliento. No
saben aún cómo responder a semejante ataque. La última vez que un ejército tan numeroso intentó
invadir la madre patria Rusa, fue el ejército de Napoleón, que también - como Hitler- se creía
invencible. Pero en esta ocasión el terror viene por aire, tierra y en los temibles Panzertruppe: miles de
tanques blindados alemanes comandados por el famoso generaloberst Heinz Guderian. Además los
alemanes no eran muy dados a la piedad y a la mesura en tiempos de guerra.

Así las cosas, la retirada es la única salvación, por el momento, para el Ejército Rojo. Grossman escribe
en su cuaderno secreto: “Batalla nocturna. Cañoneo. Los cañones de campaña truenan, los proyectiles
aúllan, primero con un tono chillón, luego zumbando como el viento. Ladrido de las minas. Mucho
fuego blanco, rápido. El tableteo de las ametralladoras y fusiles es el que más agobia. Cohetes
alemanes verdes y blancos. Su luz es mortecina, deshonesta, no como la luz del día. Una oleada de
disparos. No se ve ni se oye gente. Es como una sublevación de las máquinas (…) Siguen llegando
hombres heridos, todos empapados en sangre y lluvia (…) los perros corren sobre el puente junto a los
automóviles, huyen de la ciudad de Gomel en llamas”.

Sobre esta retirada, Beevor señala: “en la concentración de Kiev el Ejército Rojo perdió más de medio
millón de hombres entre capturados y muertos”. El ejército soviético no sabe qué hacer ante la ofensiva
tan agresiva y rápida del ejército alemán. Hay caos en todas las ciudades. Grossman, después de huir de
Kiev, escribe: “Miles de aviones alemanes surcaban el cielo continuamente. La tierra gemía bajo las
cadenas de acero de los vehículos acorazados alemanes. Excavadoras de acero atravesaban pantanos y
ríos, torturaban la tierra y aplastaban cuerpos humanos”. Muchos oficiales alemanes escriben a sus
casas, a sus esposas y parientes, y entre mensajes de bienestar y buenas nuevas, informan que han
ganado la guerra. Nunca hubieran podido imaginar lo que vendría en pocos meses. La situación estaba
a punto de cambiar o como dirían los autores del libro, “Cambian las tornas”.

Los alemanes siguen avanzando. En este escenario nace la Operación Tifón, el plan de la Whermacht -
el ejército de tierra- para apoderarse de Moscú, dirigida por Guderian. Los soviéticos siguen perdiendo
terreno y hombres. Los dueños del espacio aéreo soviético son los Messerschmitt y los Stuka alemanes
que día y noche, con método y en orden, bombardean a los que huyen. Stalin ordena no dejar nada de
pie en los campos, nada vivo, nada que se pueda utilizar por los alemanes, es lo que se conocerá como
Tierra quemada.

En su huida, los soviéticos logran capturar una lengua, un motociclista de la Whermacht, a quien
interrogan. Grossman acude a ver el interrogatorio. Lo describe como alto y de buen parecer, austriaco.
Sin embargo, lo que más llama la atención del periodista es la admiración con la que todos en el recinto
observan el abrigo de cuero del motociclista: “Todo el mundo admira su largo abrigo de cuero color de
acero. Todo el mundo lo toca, sacudiendo la cabeza. Eso significa: ¿cómo diablos se puede combatir
contra gente que viste estos abrigos? Su aviación debe ser tan buena como sus abrigos de cuero”.

Y siguen huyendo en lo que Grossman llama “el éxodo bíblico”: “Los vehículos se mueven en ocho
columnas (…) también hay multitudes de caminantes con sacos, fardos, maletas (…) ¡qué silencio hay
en sus ojos, qué sabia tristeza, qué sensación de condena, de una catástrofe universal! (…) Estos días
todo el mundo llora por la noche y se muestra calmado, indiferente y paciente durante el día”.

No obstante, el avance alemán comienza a frenarse. Ya no tienen el mismo entusiasmo y rapidez del
inicio, tal vez debido a que se han alejando cientos de kilómetros del punto de abastecimiento y son
muchos hombres o quizás porque ha comenzado la estación de lluvia y lodo que precede al verdadero
invierno, lo que los rusos llaman como rasputitsa: “No creo que nadie haya visto un fango tan terrible.
Lluvia, nieve, granizo, un cenagal sin fondo de pasta negra mezclada por miles y miles de botas,
neumáticos, cadenas. Y todo el mundo vuelve a ser feliz. Los alemanes se atascarán en nuestro otoño
infernal, tanto en el cielo como en la tierra. En cualquier caso, hemos conseguido escapar del cerco”,
escribe Grossman.

El “otoño infernal” le concede valioso tiempo al Ejército Rojo. Ese receso es aprovechado por
Grossman para visitar Iasnaia Poliana, la propiedad del gran escritor ruso León Tolstoi: “La tumba de
Tolstoi, un rugido de cazas sobre ella, zumbido de explosiones y la majestuosa calma de otoño. Es muy
duro. Rara vez he sentido tanto dolor”. El siguiente visitante a Iasnaia Poliana será el general Guderian,
que en su avance llegará a la propiedad del escritor y la transforma en su cuartel general para preparar
el ataque a Moscú. Krieg ist krieg, la guerra es la guerra.

Entonces ocurre lo inesperado. El 19 de noviembre de 1941 el Primer Panzergruppe del mariscal Von
Kleist se vio obligado a retroceder cuando intentaba entrar por Rostov-na-Donu al Cáucaso, lugar
donde estaba parte de las reservas de petróleo de la Unión Soviética. El mariscal Timoshenko fue el
encargado de la defensa y contraataques en los que Von Kleist perdió muchos tanques y hombres. Era
la primera vez que fuerzas alemanas retrocedían ante los soviéticos. Hitler estaba furioso. Según
Beevor, ese fue un momento decisivo en la guerra, quizás uno de los más importantes. Los soviéticos
se dieron cuenta que tanto el frío – el General Invierno- como “la excesiva amplitud de sus líneas de
abastecimiento” del ejército alemán eran su talón de Aquiles. Los alemanes no estaba preparados para
las bajas temperaturas y carecían de buenos alimentos y combustible para sus máquinas.

La Stavka, entonces, toma la iniciativa e instala el grueso de la defensa en Stalingrado.


El año de Stalingrado

Grossman, a su llegada a la ciudad de Stalin, entrevista al capitán Kozlov, jefe del batallón de fusileros,
para intentar apreciar los ánimos de los soldados en este frente. Kozlov le dice: “Mi alma está muy
calmada. Voy a la batalla sin ningún temor, porque no tengo esperanza”. Antes de la guerra el capitán
Kozlov estudiaba música en el conservatorio de Moscú.

“En el frente hay paciencia y resignación, aceptación de rigores inconcebibles. Es la paciencia de un


pueblo fuerte, la paciencia de un gran ejército” le confiesa el oficial de apellido Jasin de la brigada de
tanques.

La Stavka ha designado como comandante militar para la defensa de Stalingrado al general Chuikov.
Este general, despiadado e iracundo, comandará las fuerzas soviéticas con mano de hierro. No tiene
piedad con el menor asomo de cobardía y fusila en el acto a cualquier soldado que retroceda. Da la
orden a oficiales y a cualquier miembro del Ejército Rojo de matar a los cobardes. Algunos desertores
soviéticos son tomados prisioneros y obligados a pelear en los Shtrafbat (batallones de castigo), como
una forma de lavar su vergüenza con sangre. A los soldados de los Shtrafbat se les conocerá como
smiertniki (hombres muertos) porque eran los que conformaban la línea del frente y realizaban las
operaciones más peligrosas. Según fuentes militares rusas consultadas por Beevor, cerca de medio
millón de hombres murieron en los batallones de castigo.

Sobre los hombres muertos, los smiertniki, Grossman escribe: “Los rostros de los hombres de esa
compañía muestran manchas producidas por la congelación, huellas rosadas del frío de 40 bajo cero,
capotes raídos, toses terribles, como si llegaran de algún lugar de su estómago, voces roncas, ásperas,
como ladridos, y todos ellos llevan barba”. Rara vez sobrevivían a las misiones a las que eran enviados.
El caso de Vladimir Karpov, un smiertniki, es memorable: recibió la condecoración más alta en el
Ejército Rojo, la de Héroe de la Unión Soviética.

Grossman escribe en su cuaderno de notas: “no hay destacamento de enterramiento (…) muy a menudo
se puede ver a las tropas de reserva llegar a la línea del frente y los refuerzos enviados a los lugares de
recientes batallas, caminando entre soldados muertos sin enterrar. ¿Quién puede leer lo que sucede en
las almas de esos hombres que avanzan para sustituir a los que yacen a su alrededor sobre la nieve?”

El primer bombardeo realizado por la Luftwaffe (la fuerza aérea alemana) sobre Stalingrado terminó
con la vida de más de 40 mil personas. La ciudad estaba en ruinas, en llamas. Y Grossman seguía
escribiendo en su diario y para Estrella Roja. Lo observaba todo y preguntaba. Muchos de los generales
más herméticos, de pocas palabras y concentrados en la guerra – como Gurtiev- le concedieron largas
entrevistas, lo que lo convirtió en un referente para el periódico. Su estrategia, según Ortenberg, el
director de Estrella Roja, era no tomar notas, no escribir ni una palabra delante de los generales o
cualquiera que fuera su entrevistado. Escuchar, escuchar atentamente para después, en la noche y
agotado y bajo el ruido ensordecedor de las bombas alemanas y el temblor de la tierra, escribir todo lo
que le han contado y todo lo que había visto. Según Ortenberg, fue en la guerra donde Grossman se
encontró como escritor.

En Stalingrado escribirá una carta a su padre donde le contará: “Estoy cansado de tocarme la nariz todo
el tiempo, y luego las orejas, para comprobar si están todavía ahí o se me han caído. Dicho sea de paso,
he perdido dieciséis kilos (…) He visto tantas cosas que sería demasiado para cualquiera”. Escribía
incansablemente, en su cuaderno de notas y para Estrella Roja, también escribía cartas a su padre y a
otros familiares en Moscú y otras ciudades de la Unión y, como si fuera poco, ha comenzado también a
escribir una novela que posteriormente titulará El pueblo inmortal, en donde contará los actos heroicos
de los soldados en el frente. Es toda una hazaña. Es por esta razón y muchas más, por la que Beevor y
Luba Vinogradova lo llaman “un judío intelectual de otro mundo”.

Grossman en su cuaderno de notas: “Stalingrado ha ardido. Tendría que escribir mucho para
describirlo. Stalingrado ha sido incendiada. Stalingrado está en cenizas. Está muerta”. También
describe los atardeceres en la ciudad de Stalin. En estas se pueden ver los rayos del sol que se filtran
por las ventanas y techos de edificios destruidos. Nada ha quedado en pie después de los bombardeos
de la Luftwaffe. La lucha en Stalingrado es despiadada. Chuikov, el defensor de Stalingrado, en una
entrevista con Grossman posterior a la batalla, le confesará al periodista: “En la defensa de Stalingrado
los jefes de división contaban más con la sangre que con el alambre de espino”. Mandaban a los
hombres a morir, no a luchar.

Chuikov le dice a Grossman: “Un comandante debe saber que es mejor para él perder la cabeza que
agacharse ante un proyectil alemán. Los soldados aprecian esas cosas (…) una vez que estás aquí, no
hay salida. O bien pierdes la cabeza o bien las piernas (…) todos saben que quienes se den la vuelta y
corran serán fusilados en el acto. Esto era más aterrador que los alemanes (…) bueno, también estaba el
frío ruso (…) les atacábamos cuando se cansaban de atacar.

Tsaritsin-Stalingrado, así tituló Grossman el artículo para Estrella Roja en donde menciona un informe
de un comandante de la 13ª División de Fusileros de la Guardia. En el informe del comandante
Kolaganov, que cita Grossman en su artículo, se puede leer: “Los soldados de la Guardia no retroceden
(…) mientras el comandante de la compañía esté vivo, ni una sola puta atravesará sus líneas (…)
Moriremos como héroes por la ciudad de Stalin. Que la tierra soviética sea la tumba del enemigo”. La
orden de Stalin “Ni un paso atrás”, se estaba cumpliendo con mucho arrojo sin escatimar el costo en
hombres. Mucha sangre derramada.

Stalingrado fue el cebo que usó la Stavka para mantener ocupados a los nazis a un precio muy alto en
hombres y material de guerra. La orden de Stalin decía que los muertos no importaban, se debía resistir
y no ceder un centímetro de tierra más a los invasores. Y los alemanes cayeron en la trampa. Mientras
el Sexto Ejército alemán peleaba usando todo su arsenal y mientras el General Invierno mataba más
soldados alemanes que el mismo Ejército Rojo, la Stavka reunió más de un millón de hombres
acostumbrados al frío y en secreto lanzó la Operación Urano.

Esta consistía en rodear al Sexto Ejército comandado por el general – poco tiempo después ascendido
por Hitler a mariscal de campo- Friedrich Von Paulus, que estaba atascado en luchas cuerpo a cuerpo
en las calles de Stalingrado, una forma de guerra en la que no estaba entrenado. Rattenkrieg llamaban
los alemanes a ese tipo de guerra, guerra de ratas. El Sexto Ejército fue rodeado y aniquilado. La
Operación Urano dio como resultado la rendición de Paulus y más de noventa mil prisioneros
alemanes. La mayoría moriría de frío. Es famosa la escena donde se puede ver a Paulus entregar sus
documentos de identificación a los generales soviéticos en Stalingrado. Chuikov, su estado mayor y los
altos oficiales de la Stavka en Moscú no lo podían creer. Era la primera vez que un mariscal de campo
era hecho prisionero por el Ejército Rojo.

Dice Beevor: “ni el cuartel general de Hitler en Prusia Oriental ni el Sexto Ejército alemán se había
apercibido de que la Stavka estaba utilizando al 62 Ejército como cebo en una enorme trampa (…) el 19
de noviembre comenzó la Operación Urano a ciento cincuenta kilómetros al noroeste de Stalingrado,
con un ataque masivo contra el Tercer Ejército rumano. A la mañana siguiente, otro ataque a cincuenta
kilómetros al sur de Stalingrado aplastó al Cuarto Ejército rumano. Los alemanes no apreciaron hasta el
mediodía del 21 de noviembre que los trescientos mil hombres del Sexto Ejército estaban a punto de
verse rodeados y aislados y que no podían hacer nada para evitarlo”. Estaban acabados. El Ejército
Rojo había atacado los flancos sur y norte del Sexto Ejército alemán, custodiados por un débil y mal
alimentado ejército rumano que moría de frío.

A pesar de haber estado durante casi toda la batalla en Stalingrado, a Grossman no se le permitió
presenciar el final, la rendición de Paulus. Aún no se sabe qué fue lo que ocurrió. Ortenberg, el director
del periódico, envió a Vasili a cubrir otros frentes y designó a un periodista más cercano al régimen y al
Partido Comunista, en su lugar: Konstantin Simonov, quien se llevó la gloria de entregar la noticia de la
victoria.

En otro brillante libro de Beevor, Stalingrado (Crítica, 2005), se menciona que los comandantes del
Ejército Rojo, cuando ya habían rodeado al Sexto Ejército de Paulus, envían una carta a los
comandantes nazis en donde se les da la opción de rendirse. Los comandantes hacen llamadas a Berlín
y al cuartel general del Führer recibiendo una negativa rotunda y sugiriendo, por el contrario, el
suicidio o la lucha hasta la muerte. Los altos mandos del Ejército Rojo no entienden la negativa y
continúan el ataque.

A partir de este momento comienza la avanzada de un Ejército Rojo victorioso que recupera las
ciudades ocupadas por los nazis, y que ya se sueña entrando a Berlín, la cueva del monstruo nazi. Es la
segunda parte de “la verdad despiadada de la guerra”.

El infierno de Treblinka

El rápido avance del Ejército Rojo hacia Berlín se debió a muchos factores, pero hay uno en especial y
que no se debe dejar pasar: la ayuda que los Estados Unidos brindó a los soviéticos. Esta ayuda implicó
desde comida enlatada hasta los famosos jeeps, camiones y municiones. Según Beevor, la ayuda
norteamericana al Ejército Rojo es un hecho que ha generado controversia entre los historiadores rusos
y casi ninguno acepta que tal evento ocurrió. Sin embargo, fue fundamental en el desarrollo de la
guerra y de cierta manera ayudó a inclinar la balanza de poder bélico y superar la industria de guerra
alemana.

Mientras el menú del ejército alemán consistía en café y un mendrugo de pan al desayuno y una sopa
sin carne al almuerzo y de nuevo café y pan a la cena, los soldados del Ejército Rojo destapaban latas
con carne, sus atuendos estaban hechos para soportar el frío implacable del invierno ruso. El rápido
avance para liberar más de mil kilómetros de dominación nazi sorprendió incluso al general Chuikov,
que comenzó a ilusionarse. En una entrevista concedida a Grossman, le confesó: “piensen: ¡los
stalingradtsi – todos aquellos que lucharon en Stalingrado- avanzando sobre Berlín!”. Era la ilusión de
vengarse sin piedad del invasor. Muy pocos de los soldados que comenzaron la guerra asistirán a su
final, pocos stalingradtsi verán la puerta de Brandenburgo. Ver el término de la guerra será más un
privilegio de altos oficiales. La mayoría de los soldados morirá en el frente o en los campos de
prisioneros, siendo olvidados para siempre.

Beevor escribe: “A primeros de 1944 los mandos de la Whermacht tuvieron que afrontar la dolorosa
verdad de que, pese a todas las bajas que le habían infligido, el Ejército Rojo se había convertido en
una formidable máquina de guerra en el transcurso de poco más de un año. Las divisiones alemanas
estaban severamente reducidas (…) las formaciones del Ejército Rojo también habían adquirido mayor
movilidad gracias a los constantes envíos de camiones Dodge y Studeaker desde Estados Unidos”.

En este avance rápido Grossman fue testigo de las matanzas y humillaciones que los invasores habían
causado en todas las ciudades ocupadas, especialmente aquellas donde la mayoría de sus habitantes
eran judíos (Babi Yar, Berdichev -la ciudad de Grossman-, Odesa, Maidanek). Beevor cuenta que en la
ciudad de Grossman más de 20 mil judíos fueron asesinados, incluyendo a la madre del escritor, golpe
del que nunca se recuperaría y durante toda su vida lamentó amargamente.

En un artículo para Estrella Roja sobre las matanzas en Berdichiev, Grossman escribe: “los pozos se
llenaron de sangre, el suelo de arcilla era incapaz de absorberla, la sangre rebotaba de los pozos y había
enormes charcos en el suelo. Arroyos de sangre fluían acumulándose en las depresiones (…) las botas
de los ejecutores estaban empapadas en sangre”. El artículo de Vasili, El asesinato de los judíos de
Berdichiev, fue censurado por las autoridades soviéticas que siempre lo vieron con sospecha por su
sangre judía.

En su avance hacia Berlín, Grossman escribe: “Los hombres caminan sobre cadáveres alemanes.
Cadáveres, cientos de miles de ellos, cubren el camino, en las cunetas, bajo los pinos, en la cebada
verde. En algunos lugares los vehículos tienen que pasar sobre los cadáveres, porque no dejan otro
espacio. La gente no para de enterrarlos, pero son tantos que no se puede hacer ese trabajo en un solo
día (…) y la gente camina y conduce con un pañuelo sobre la nariz”. Y agrega: “a veces te trastorna
tanto lo que has visto que se te acelera el corazón y sabes que la terrible imagen que tus ojos acaban de
ver te acompañará y pesará intolerablemente sobre tu alma toda tu vida”. Y como si fuera poco lo que
ha visto, como si no bastara tanto dolor, Grossman llega a Treblinka, escenario del exterminio de más
de 800 mil seres humanos.

En su informe de 26 páginas, Treblinskii Ad – El infierno de Treblinka- escrito a partir de entrevistas a


los pocos sobrevivientes que encontraron escondidos en los bosques o abandonados a su suerte,
moribundos, Grossman cuenta: “Sabemos cuál era la ración diaria de comida: 170 gramos de pan y
medio litro de aguachirle a la que llamaban sopa. Sabemos de la muerte por hambre, de la gente
hinchada a la que llevaban en carretillas al otro lado del alambre de espino y la fusilaban. Conocemos
las increíbles orgías de los alemanes, cómo violaban a las chicas y las mataban inmediatamente
después, cómo un alemán borracho le cortó los pechos a una mujer con un cuchillo, cómo arrojaban a
la gente desde una ventana a seis metros del suelo, cómo una compañía borracha sacaba por la noche
de los barracones entre diez y quince prisioneros para practicar diferentes formas de asesinato, sin
prisa, disparando a los hombres condenados en el corazón, en la nuca, en un ojo, en la boca, en la sien
(…) conocemos a Stumpfe, al que llamaban “La Muerte Jocunda”, que era presa de ataques de risa
involuntaria cada vez que mataba a uno de los prisioneros o cuando se producía una ejecución en su
presencia”.

Y más adelante: (…) “Los habitantes del pueblecito de Wólka, el más cercano a Treblinka, cuentan que
a veces los gritos de las mujeres asesinadas eran tan espantosos que todo el pueblo perdía la cabeza y
corría hacia el bosque para escapar a esos chillidos agudos que atravesaban los troncos de árboles, el
cielo y la tierra (…) Las madres enloquecidas de terror eran obligadas a pasar con sus hijos entre los
ardientes hornos sobre los que miles de muertos se retorcían entre las llamas y el humo, con
contorsiones y sacudidas como si hubieran vuelto a la vida, mientras los vientres de las embarazas
muertas estallaban por el calor y sus hijos nonatos ardían en los úteros abiertos de sus madres. Esta
visión podía volver loca hasta a la persona más equilibrada. ¿Pedir ayuda? (…) Ellos tienen el poder.
En sus manos tienen tanques y aviones, países, ciudades, el cielo, ferrocarriles, la ley, periódicos, la
radio. El mundo entero ha quedado en silencio, cohibido, esclavizado por una banda parda de bandidos
que ha tomado el poder. Londres permanece en silencio, y también Nueva York. Y sólo a orillas del
Volga, a muchos miles de kilómetros, ruge la artillería soviética”.

Ante esta realidad siniestra, Grossman advierte: “Si se hace infinitamente duro leer esto, el lector debe
creerme que también es infinitamente difícil escribirlo”.

Vassili Grossman, el “judío intelectual de otro mundo”, no tuvo mucha suerte posterior al término de la
guerra. Sus textos, tanto los enviados a Estrella Roja como sus libros, fueron censurados por el régimen
stalinista. El pueblo inmortal será repudiado y el censor aconsejará no publicarlo el los próximos
doscientos años. Según Beevor, es un milagro que no haya caído en las cientos de purgas stalinistas que
se hicieron en la Unión Soviética posterior a la gran guerra patria contra el invasor nazi. Quizás la
muerte del dictador (marzo de 1954) haya jugado a favor de Grossman. Una copia de su gran obra,
Vida y destino, se publicará después de su muerte. Su casa fue requisada y se llevaron todos sus escritos
y su máquina de escribir. El régimen soviético lo vio hasta su muerte como una no-persona.

Junto con el escritor Ilia Ehremburg, su gran amigo durante las batallas y con quien trabajó también
para Estrella Roja, crearon después de la guerra el Comité Judío Antifascista, una organización que no
contó con los afectos del régimen soviético, que siempre quiso contabilizar a sus propias víctimas sin
necesidad de clasificarlos por raza o nacionalidad.

Grossman llega a Berlín y escribe en su cuaderno de notas: “Dos de mayo, día de la capitulación de
Berlín. Es difícil describirlo. Una monstruosa concentración de impresiones. Fuego e incendios, humo,
humo, humo. Enormes multitudes de prisioneros (alemanes). Sus rostros son dramáticos. En muchas
caras se lee la tristeza, no solo el sufrimiento personal, sino también el de un ciudadano. Este día
cubierto, frío y lluvioso es indudablemente el día de la ruina de Alemania. (…) la pierna de una niña
con su zapato y su media yace sobre el barro. Fue un proyectil, quizá, o bien un tanque ha pasado por
encima de ella (…) He sido testigo de los últimos disparos en Berlín”.

Hay una foto de Grossman el día de la rendición. Vasili está en una calle de Berlín y al fondo hay un
edificio de cuatro plantas ardiendo. También se ve un caballo muerto. Hay otra foto con varios
corresponsales de Estrella Roja, al fondo se ve la Puerta de Bradeburgo (Brandenburger Tor), casi
destruida, con muchos impactos de bala y esquirlas de las cientos de miles de bombas arrojadas por las
Fuerzas Aliadas y el Ejército Rojo sobre Berlín. Pero aún en pie. Quizás sea la metáfora de lo que
posteriormente se conocerá como el milagro alemán, la rápida reconstrucción de la nación alemana,
sobre la que Vasili se preguntó en muchas ocasiones si existiría después de la guerra.

En 1961 Grossman escribió una carta a su madre, asesinada veinte años atrás en las matanzas de
Berdichiev: “Querida madre, han pasado veinte años desde el día de tu muerte. Te quiero, te recuerdo
todos los días de mi vida y mi dolor nunca me ha abandonado durante estos veinte años (…) he llorado
sobre tus cartas porque tú estás en ellas”.

Vasili Grossman murió en Moscú en el verano de 1964 a causa de un cáncer de estómago.

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