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Las Tres Vias de La Etica Gilbert Hottois
Las Tres Vias de La Etica Gilbert Hottois
Si algo puede ser hecho, debe ser hecho. Y, de todas formas, se hará.
V. PACKARD
«¿Debemos hacerlo porque es posible?» Creo que hay casos en los que debemos decir:
«no». Es decir, poner un límite.
J. HEBSCH
Siguiendo a Kant, Ropohl («Technik —ein Problem der Philosophie») subraya que la pregunta «¿qué debo
hacer?» depende de aquello que soy capaz de hacer. La técnica ha dilatado extraordinariamente nuestro
campo de acción —«incluso el aniquilamiento de este planeta está ante nosotros»— y con ello la pregunta
ética se ha ampliado también. Es necesario tomar conciencia de cuáles son las consecuencias, incluso
lejanas, de nuestra acción técnica. Ropohl concluye que «No debemos hacer todo lo que la técnica nos
permite hacer».
La pregunta ética está ligada al futuro y a la tecnociencia de una forma general y concreta. La podemos
enunciar de la forma siguiente: « ¿Qué vamos a hacer del hombre?».
La consciencia tecnocientífica muestra, cada vez más, una sensibilidad moral (a la vez esencial, difusa y
eminentemente problemática) que gravita alrededor del poder tecnocientífico necesario para manipular la
naturaleza humana. V. Packard pone de manifiesto que en los últimos años muchos biogenéticos, de alguna
forma alarmados por las posibilidades de su arte, se han (si puede llamarse así) «convertido», es decir, se
han comprometido con una actividad social o moral. También se han multiplicado los comités, comisiones
e institutos de bioética o de ética de las ciencias de la vida. En este contexto se sitúa la famosa moratoria a
que se han sujetado las manipulaciones genéticas. La idea se debe a P. Berg, de Stanford, pero su principio
general (el de un control ético de la ciencia) estaba siendo ya largamente debatido.
Moratorias
Los especialistas de la vida son conscientes de la existencia de un posible riesgo biológico. Debido, quizás —al
menos en parte—, a los accidentes que han resultado en estos últimos años de productos utilizados sin cuidado
tales como los botes de aerosol, la talidomida o el DDT o el cloruro de vinilo. Muchos especialistas del campo de
la reproducción han puesto fin a sus intentos de implantar un embrión, creado en laboratorio, en el útero de mujer,
por razones de riesgo evidentes: el de hacer nacer un monstruo del que, legalmente, no se podrían despojar y que
podría, además, atraer la atención pública.
En 1974 biólogos moleculares del mundo entero se pusieron de acuerdo para aceptar una moratoria (sin
precedentes en la historia) para algunos tipos de manipulaciones genéticas. Combinando diferentes tipos de genes
animales con algunos tipos de bacterias, estuvieron a punto de crear formas de vida hasta hoy desconocidas.
Algunas de estas formas de vida, particularmente peligrosas, eran susceptibles de reproducirse. Paúl Berg, de la
Universidad de Stanford, era probablemente uno de los punteros en la investigación mundial en esta materia. Él
fue quien animó la campaña de la moratoria y quien, más tarde, empujó con fuerza para definir las reglas acerca de
lo que era aceptable y de lo que no lo era. El sentimiento de malestar, de Berg llegó a un punto culminante cuando
otros investigadores comenzaron a tomar contacto, cada día, con su equipo para pedir materiales biológicos. «Yo
les preguntaba lo que querían hacer —cuenta—... Algunos de ellos tenían en su mente experimentos horribles y ni
la menor idea de las posibles consecuencias.»
En lugar de hacer que cesaran este tipo de proyectos de investigación escribió a muchos de sus colegas para
invitarles a unirse a él y redactar la carta (desde ese momento histórica) que abogara en favor de una moratoria
para algunos tipos de experimentos con ADN recombinante. Esta carta se publicó en dos de las revistas científicas
más prestigiosas del mundo, Nature (Inglaterra) y Science (Estados Unidos). La moratoria sugerida ha sido
realmente respetada —tanto como ha durado— en el mundo entero, o casi fV. Packard, The people Saphers, p.
305].
Esta reflexión, sin embargo, confía en que el instinto de verdad no conduce a la especie humana a catástrofe (que
la naturaleza intelectual es buena). La voluntad de someter la búsqueda del saber a normas éticas «más altas»
procede, a veces, menos del horror a fallar que del ansia de verdad. Esta querella se ha alimentado, recientemente,
con la utilización de datos pseudocientíficos sobre el cociente intelectual: si la ciencia prueba la inferioridad
genética de una raza, se ha dicho, entonces la ciencia es dañina; toda investigación que conduzca a
descubrimientos que choquen con el sentido moral debe ser prohibida. Henri Poincaré (1910) se contentaría con
decir que de enunciados en indicativo («existen diferencias de CI»), no se pueden extraer jamás proposiciones
imperativas («hay que tratar con inferioridad a aquellos que tienen un CI diferente»), es decir, no se extraerá nunca
de la ciencia una proposición «que afirme o contradiga la moral». Otros lo han expresado así: «no estamos
obligados a creer en la uniformidad biológica para poder afirmar la libertad e igualdad humanas» (E. Wilson,
1978, cap. 2); «lejos de amenazar la justicia, el descubrimiento de la verdad le da un fundamento realista» (B.
Davis, 1979). Por ejemplo, la «prueba» de la heredabilidad en un 80 % de la inteligencia fue debilitada cuando se
descubrió el carácter imaginario de las observaciones de C. Burt (cf. p. e. Medawar, NYRB [3 feb. 1977]). Pero la
idea de si las constataciones científicas tienen consecuencias perversas se examinará más tarde [A. Fagot-
Largeault, L'homme bio-éthique, pp. 33-34].
La primera pregunta, ¿qué será el hombre dentro de un millón de años?, no es ni técnica ni práctica. La
segunda, ¿qué vamos a hacer del hombre?, es práctica y urgente, exige respuestas concretas y particulares,
ya que la mayor parte de la humanidad está interpelada por las posibilidades tecnocientíficas. Conviene, sin
embargo, que cuando elaboremos las respuestas no perdamos de vista las consecuencias de la primera
cuestión que comporta la ruptura con todas las gnosis y escatologías de la humanidad y la historia.
Esta ruptura no es un acontecimiento puramente negativo y «desesperante». Debería prevenirnos acerca de
las peligrosas ilusiones —mesianismos, utopismos— que existen en quienes están convencidos de que
disponen de la respuesta a las preguntas « ¿qué es el hombre?» y « ¿cuál es el sentido de la historia?», y de
que disponen también de los medios y estrategias más apropiadas para realizar efectivamente la concepción
del hombre y la historia vinculadas a esas respuestas. En una palabra, deberían librarnos de toda tentación
totalitarista, ya fuese tecnocientífica (como la de la creación de una tecnocracia materialista) o simbólica (la
imposición de un dogma religioso).
Si consideramos la pregunta «¿qué debemos hacer del hombre?» de una manera enteramente general y
formal, se pueden distinguir tres tipos distintos de respuestas que son imprescindibles reseñar antes de
quedarnos con una e intentar precisarla. Estas tres vías son:
a) Optar por la solución de intentar todo lo tecnocientíficamente posible;
b) optar por un reconocimiento global y de la conservación del hombre-naturaleza;
c) optar por una vía intermedia en la que se intenten algunas de las posibilidades tecnocientíficas en
función de ciertos criterios a determinar.
Decidirse por intentar todo lo que es posible no coincide con la afirmación de que todo es posible, ni
tampoco con que todo lo que es posible es efectivamente realizable. Significa sólo que no se reconoce
ninguna limitación a priori para intentar, sin límites, todo lo posible. Es decir, ninguna limitación a priori
ya sea ética, metafísica, religiosa o, de forma general, simbólica. La experimentación sólo mostraría lo que
es posible —lo que funciona— aquí y ahora. Y sólo mediante la actualización de lo posible podríamos
conocer, progresivamente, de qué está lleno el presente. Repitámoslo: en ningún caso se trata, pues, de
negar las limitaciones impuestas por las leyes de la Naturaleza. Se trata, precisamente, por el contrario, de
reconocer que éstas son el único constreñimiento aceptado para la libertad humana, y que en tanto que son
empíricas, se dan por la experiencia y, por tanto, siempre hipotéticamente. F. Bacon, uno de los primeros
pensadores que formuló la consigna tecnocientífica de «hacer todo lo que es posible, hacer» dejaba ya claro
que no se puede vencer a la naturaleza más que obedeciéndola.
La pregunta —si hay o no que intentar tal experiencia, promover tal investigación— corre paralela a sus
implicaciones éticas, especialmente desde que el hombre se ha convertido en blanco de las investigaciones.
¿Hay que estimular investigaciones centradas en la manipulación tecnocientífica delicada de la
personalidad como por ejemplo, implantar autoestimuladores en el cerebro que procuren el sueño, la
valentía o la tranquilidad a voluntad? (V. Packard, The people Saphers, pp. 285 ss.) ¿Conviene continuar
con las investigaciones —y, por tanto, manipulaciones— sobre el genoma humano o, incluso más
modestamente, con las referentes a las modalidades de la procreación? ¿Y qué pensar de las investigaciones
sobre trasplantes, aún en el límite de la ficción, realizadas con primates —injertos de cabezas o cerebros—
?l
La tentación de intentar todo lo posible es poderosa.-
«Si no se acepta algún tipo de límite después de que algo sea posible, siempre habrá alguien, en algún
lugar, dispuesto-a explotar esa posibilidad» (A. Toffler, Le choc du futur, p. 234). En los límites de lo
imposible y de lo inútil todo se hará, al menos, una vez. «Creo que todo lo que puede hacerse se hará».2
J. Bronowski parece encontrar en este principio, y no sin razón, la esencia misma de la investigación
científica: «La ciencia consiste en intentar cada posibilidad alternativamente [...], en rechazar lo que no
funciona y admitir lo que funciona sin inquietarse por el hecho de que esto choque con nuestros prejuicios»
{A Sense of the Future, p. 2).
«Si obedecemos el punto de vista dominante, no debe imponerse ningún límite ético a la investigación. Su
libertad es un postulado incontestable» (H.J. Meyer, Die Tech-nisierung der Welt, p. 207).
Y es cierto que en todo este asunto de lo que se trata, en última instancia, es del derecho y libertad de la
investigación científica. Aunque durante el largo tiempo en que la ciencia se pensó como esencialmente
(logo)-teórica o cognitiva y fundamentalmente orientada hacia el conocimiento de la naturaleza esa libertad
no se presentía como amenaza, ahora, en cambio, se ha producido un gran cambio en las tecnociencias, en
especial, en el ámbito de las tecnociencias biomédicas.
«El problema de la ética de la experimentación surge del conflicto no resuelto entre dos valores
socialmente establecidos: la dignidad e integridad del individuo y la libertad de la investigación
científica.»3 Hoy, el concepto-valor de libertad científica se ha transformado, en parte, en la noción de un
«imperativo técnico o tecnológico o tecno-científico». Veamos algunas formulaciones.
E. Teller (padre de la bomba atómica): «El hombre tecnológico debe producir todo lo que es posible y debe
aplicar los conocimientos adquiridos sin límite alguno».4 D. Gabor (padre de la holografía): «Lo que puede
ser hecho debe hacerse».5 D. Janicaud: «Todo lo que es técnicamente realizable debe ser realizado con
independencia de que esa realización se juzgue como moralmente buena o mala» {La Puis-sanee du
rationnel, p. 146).
En tres palabras, según H. Ozbekhan: «Can implies ought».6 Bajo una forma más moderada y sugiriendo la
filiación entre el imperativo técnico y el derecho, o la libertad, de la investigación científica: «La empresa
científica está basada en una especie de laissez-faire. [...] La ideología de la ciencia proclama la autonomía
de la investigación».7
Seguramente, entre este «espíritu técnico» y «el espíritu del capitalismo» hay profundas analogías que
gravitan alrededor de la noción de poder (posible + poder, dominación). Pero en el respaldo mutuo o la
dialéctica del poder que caracteriza las relaciones entre el dinero y la técnica, nos parece temerario querer
subordinar uno de los dos términos al otro. La dinámica tecnocientífica de la expansión del poder es un
tema lo suficientemente identificable como para ser tematizado por sí solo.
Tecnociencia y economía
A menudo, lo que conduce hasta la invención, el desarrollo o la construcción de algo es simplemente el deseo del
ingeniero por conocer si algo «va» o «funciona». Así, Klaus Tuchel se pregunta «si la voluntad de volar no es más
bien un viejo sueño de la humanidad que se afirma que la búsqueda de medios de transporte más eficientes
económicamente. Es necesario, por otro lado, preguntarse si muchas invenciones y construcciones no se han
originado a partir un instinto («Trieb») de conocimiento o juego que, en principio, no busca satisfacer ninguna
necesidad determinada, so pena que consideremos la voluntad de conocimiento como una necesidad del hombre
que en modo alguno podríamos llamar económica [...]. Así, la base de las decisiones técnicas no depende sólo de
decisiones económicas, sino también, e inversamente, las propias posibilidades técnicas son condiciones o
presupuestos de las decisiones económicas, En lo que respecta a la relación entre técnica y economía, no hay
subordinación, en principio, de un dominio sobre otro sino, más bien, un proceso complejo de condicionamiento
recíproco» [A. Huning, Das Schaf-fen des Ingenieurs, pp. 114-115}.
Por su parte, J.P. Dickinson (Science and scientific re-searchers in modem society, pp. 73 ss.) señala que la
fuerza, el deseo, el empuje investigador no es reductible ni a fines utilitarios ni a los inducidos por la
competencia. «En la andadura científica hay, allí donde ésta resalta, un mecanismo casi incontrolable,
biológico... No conozco ninguna otra ocupación humana [...] donde aquellos que se han comprometido con
ella están hasta tal punto cautivados, tan totalmente preocupados y arrastrados más allá de sus fuerzas y
recursos... Se trata, a mi entender de un comportamiento instintivo y que no comprendo cómo funciona.»
Este instinto o pulsión que invita a jugar libremente con lo posible y, de ese modo, a crear —esta tendencia
«tecnopoética», podría decirse— parece incluso más importante que el deseo de dominar, poder y controlar
que tan a menudo se ha identificado como la esencia de la tecnociencia (voluntad de poder). Por ello, y de
buena gana, insistimos en la fecunda ambigüedad que, a la vez, el término «poder» evoca: el poder
dominador y el juego de lo posible.
«El tan activo deseo de poder y dominación de la técnica tiene su origen en las pulsiones originales a la
construcción, el juego, el bricolage y la experimentación, libre de toda finalidad y que constituyen la raíz de
toda ciencia positiva y de todo tipo de técnica» (A. Huning, Das Schaf-fen des Ingenieurs, p. 31).
La mayor parte de las veces los tecnocientíficos —y en especial los ingenieros— son perfectamente
conscientes de la imbricación de su actividad con la economía, la política o la sociedad. Sin embargo, sus
deseos más profundos son, a menudo, los de «realizar todo lo técnicamente posible, independientemente de
tales consideraciones y por el solo hecho de que es técnicamente factible» {ibíd., p. 110). La tentación de
intentar, sin límite alguno, todo lo posible es una tendencia muy enraizada. Así, por ejemplo, en La nueva
Aílántida de F, Bacon (1627) ya puede leerse: «El fin de nuestra Fundación es el conocimiento de las
causas y los movimientos secretos de las cosas; extender los límites del imperio humano con el fin de
ejecutar todas las cosas posibles».8 Todo sucede como si, constitutivamente, algo en el hombre tuviera en
ello los límites de su esencia y de su condición natural.
Una de las justificaciones filosóficas utilizadas para defender la opción de intentar todo lo posible se
sustenta en el hecho de que esta tendencia prolongaría la evolución creadora explorando, de forma
constructiva, la plasticidad de la especie humana, de la vida y, más generalmente, del ser. «El genético
justifica su acción por el hecho de que él continúa la evolución.»9 «El hombre, en tanto que especie, no está
dado de una vez por todas [...] sino que su propio desarrollo le incumbe.»10
Así, el iniciado místico reúne en un mismo deseo al alquimista y al sabio [...]. Ciertamente que Teilhard de
Chardin no escribió: «En otro tiempo, los precursores de nuestros químicos se esforzaban por encontrar la piedra -
filosofal. Hoy, nuestra ambición se ha hecho mayor. Ya no es hacer oro, ¡sino hacer Vida! ¿Y quién osaría decir, a
la vista de lo que ha pasado desde hace 50 años, que eso fuera una simple ilusión? ¿No vamos a ser capaces, un
día, de provocar lo que la Tierra, dejada en sus propios brazos, no parece poder hacen una nueva ola de
organismos-una Neo-Vida artificialmente suscitada? [,..] Sí; el sueño del que obscuramente se nutre la
investigación humana, es, en el fondo, el de elevar su poder mas allá de todas las afinidades atómicas, moleculares
o de la Energía de fondo a la que todas las otras energías sirven: agarrar, todos juntos, la palanca del Mundo
poniendo la mano sobre el Resorte mismo de la Evolución», Pero Teilhard sí llegó a decir que «hay menos
diferencias de las que se suponen entre Investigación y Adoración»; lo artificial altera lo natural para «obrar más, a
fin de ser más». Hay que, pues, probarlo todo, no dejar nada por intentar con el fin de «crear más». [...] Pero, ¡ay!
El optimismo innato de R.P. Teühard le hacía poner el mal entre paréntesis; olvidaba fácilmente que la conquista
de estos «secretos» tan alabados desemboca en la violencia, en el menosprecio de la persona humana y en el
sacrificio del hombre en la Investigación [J. Brun, Les masques du désir, pp. 85-86].
La perspectiva evolucionista del imperativo técnico adquiere un sentido peculiar si se tiene fe en una
especie de sabiduría dinámica (no estática) de la naturaleza o del cosmos en evolución. Partiendo de la
constante de que el curso de la evolución (el intento aparentemente ciego y aleatorio de lo posible y la
selección de lo que funciona) ha ido hacia una complejidad creciente con emergencia de nuevas formas de
vida hasta el hombre, muchos tecno-científicos parecen pensar que sólo el método de ensayo-error es
fecundo, y no sólo fecundo, sino, incluso, juicioso ya. que permite la emergencia de lo mejor y el progreso.
La idea de realizar cuanto es posible responde, igualmente, a la tentación de lo que se podría llamar «la
creatividad tecnocientífica por la creatividad tecnocientífica», es decir, por el placer y la satisfacción que
ésta suscita en quien la practica como tal y que tanto evoca aquella otra tentación del Arte por el Arte.
Seducción «tecnopoética» que manifiesta, claramente, la amoralidad fundamental de la tecnociencia.
En realidad, la pasión que habita en el inventor no tiene ninguna relación, sea del tipo que sea, con sus
consecuencias. Aquélla es su razón de vivir personal, su propia alegría y su propio dolor. El inventor,
esencialmente en sí y por sí, goza de su triunfo sobre los provocadores enigmas de la naturaleza. Se burla de que
su descubrimiento sea útil o peligroso, fecundo o destructivo. Nadie, por otra parte, está en condiciones de juzgar,
por adelantado, todo esto. Las consecuencias de «una conquista técnica de la humanidad» nunca son previsibles
[O. Spengler, L'homme et la technique, pp. 148-149].
Evidentemente, esta perspectiva sólo se sustenta si se admite que la esencia de la técnica contemporánea no
se agota, en modo alguno, en el ser-medio o ser-instrumento.
«Hay una fascinación propia de la técnica [...] que nos lleva a pensar que ejecutar todo lo que es
técnicamente posible es una actitud progresista y técnica. Este es el comportamiento típico de la primera
generación que prueba todas las posibilidades, simplemente, porque son nuevas, como un niño juguetón o
un mono joven... La actividad técnica madura es otra. Utiliza los instrumentos técnicos como medios para
conseguir un fin [...]. Una técnica que se da para un fin en sí [...] todavía no es técnica.»11 En cualquier
caso, no cabe ninguna duda de que esta primera vía expresa puntos de vista particularmente pujantes en la
imaginación contemporánea.
2) Salvaguardar la diversidad biológica. No se trata sólo de conservar algunas especies en vías de extinción. Se
trata también de salvaguardar, en el seno de algunas especies de particular interés para el ser humano, la riqueza
que les otorga su diversidad genética [F. Gros, Sciences de la vie et société, pp. 275-276].
También la «filosofía» oficial de la UNESCO hace una llamada a una mejor «gestión de lo vivo» y a una
«estrategia mundial de conservación».
En su mayor parte, la imagen de la naturaleza que sub-yace bajo estas consignas de no-intervención es
radicalmente predarwiniana. La naturaleza se considera sincrónica e idealizadamente como estable,
equilibrada, armónica y sabia y, a menudo, explícitamente o no, como regulada por Dios. En pocas
palabras, generalmente suele excluirse de este punto de vista la barbarie, la violencia, los cataclismos, las
innumerables desapariciones de especies, las mutaciones desafortunadas, todos los accidentes, callejones
sin salida, catástrofes, derroches, desmedidas, etc., que caracterizan también a Ja naturaleza considerada
desde un punto de vista dinámico y evolucionista.
La moral de la conservación no parece fundarse sino en un marco teológico que hace del hombre y de la
naturaleza la obra sagrada de Dios. Sin duda, este marco está, con frecuencia, más o menos implícito y se
reduce a un sentimiento religioso difuso del carácter sagrado de la naturaleza y del hombre natural-cultural.
Una declaración reciente y particularmente clara de esta moral de no-intervención puede leerse en
L'instruction sur le respect de la vie húmame naissante et la dignité de la personne (1987) publicada por el
Cardenal Ratzínger y que, en suma, pone fin a la investigación y desarrollo en campos como el de la
procreación y la genética humanas. El núcleo central de esta Instruction es que hay que respetar el orden y
las vías de la Naturaleza porque expresan la voluntad divina.
En primer lugar, es claro que a largo plazo —pero, quizás, también en un futuro no lejano y como
consecuencia de algún cataclismo cósmico imprevisible— el hombre natural está condenado físicamente a
la desaparición. Sólo una tecnología extremadamente avanzada podría evitar ese destino. Sin embargo, no
podría hacerlo sin afectar también, por completo, la condición natural del hombre.
En segundo lugar, aunque esta ética pretende salvaguardar fielmente la naturaleza humana, ignora un
aspecto esencial de ésta: que el hombre es también homo faber o Especie Técnica; el ser vivo que
transforma y reconstruye la naturaleza que le ha engendrado y que se reconstruye también a sí mismo.
En tercer lugar (este punto se desarrollará en la vía intermedia), las cartas que juegan los defensores de la
conservación pueden estar trucadas. Así, por ejemplo, las investigaciones para la conservación de los seres
vivos, tales como el desarrollo de la medicina, pueden, según muchos genéticos (J. Huxley, J. Lederberg, L.
Kass, T. Dobzhansky, etc.) tener efectos inversos a la conservación sana de la especie, facilitando, por
ejemplo, la perpetuación de defectos genéticos. En resumidas cuentas, el coste —en sufrimiento humano—
de una aplicación estricta del no-intervencionismo técnico en la condición natural del hombre sería enorme,
tanto es así que la creencia en la «sabiduría», «la bondad», «la armonía» y «la moderación» de la naturaleza
es, sin duda, la peor de las cegueras que afectan crónicamente a la humanidad. Este no-intervencionismo
del «laissez faire a la Naturaleza» llevaría, por otra parte, a prohibir una gran cantidad de posibilidades
técnicas, muchas de las cuales (especialmente las que conciernen a la procreación humana) se están ya
aplicando en las sociedades occidentales, aunque sean considerados con hostilidad o reserva por la
conciencia e instituciones religiosas, precisamente por ser «contra natura». Son muchos los que "señalan el
carácter ruinoso y bárbaro del «laissez faire la Nature». Por tanto, hay aquí un debate de fondo que corre el
gran riesgo de hacerse más intenso al hilo de «las promesas y peligros» de los desarrollos en curso en el
campo de las tecnociencias biomédicas. Así, reflexionando a propósito de las nuevas posibilidades para
diagnosticar defectos genéticos graves trasmitidos o trasmisibles al embrión, Crick afirma que «en el marco
de una ética humanista, no veo por qué esto sería un derecho para tener niños». F. de Closets, que le cita,
añade que se podría «considerar que la sociedad autoriza a tener niños aunque el individuo sea estéril» {En
danger de progrés, pp. 283-284).13
«Tales investigaciones [se refiere a las del cerebro; G.H.] no pueden y no deben detenerse. No creo, en
absoluto, en las moratorias, ni siquiera pienso que sean posibles» (A.R. Michaelis y H. Harvey [eds.],
Scientist in Search oftheir Conscience, p. 151). La ambivalente autolimitación que pretenden imponerse los
tecnocientíficos (divididos entre el demonio de la investigación y el sentido de respeto al hombre) es, a
veces, perceptible en formulaciones como «debemos felicitarnos porque el estudio [del desarrollo del
embrión; G.H.] se ha vuelto difícil en la especie humana a causa de las reglas éticas y jurídicas, cada vez,
más apremiantes [teniéndose la impresión de pesadas fuerzas y de impedimentos intolerables; G.H.]» (Gros
et al, Sciences de la vie et société, p. 42).
¿Cuáles son las motivaciones profundas (más allá de la simple prudencia) que subyacen a las actitudes de
renuncia respecto a las posibilidades tecnocientíficas, capaces de trastornar el hombre-naturaleza?
Negativamente hablando, se debe a una especie de horror sagrado con relación a todo lo que amenaza con
devastar los cimientos mismos del orden natural, particularmente el de la naturaleza humana. El deseo de
intervenir a especies naturales superiores, de producir híbridos genéticos para-humanos, impulsar la
simbiotecnia hombre-ordenador o desarrollar el arte de la prótesis más allá de un cierto umbral puede
parecer insostenible.
Positivamente hablando, la experiencia y afirmación del valor del hombre natural-cultural en la convicción
de que el hombre no puede llegar a ser verdaderamente «humano», es decir, una persona consciente, libre,
autónoma y, también, abierta y sensible al otro, sino siguiendo un único camino y utilizando medios
naturales y culturales (simbólicos); en la convicción de que no puede producirse tecnocientíficamente al
hombre o al «superhombre» y que demasiada intervención técnica en este ámbito conduce, necesariamente,
a lo abhumano o inhumano.
La que duplicara las ventajas y los inconvenientes. ¿Qué podría ser una «soft science»? Sería la que se basara en
una rigurosa contabilización entre el activo y el pasivo. La que tuviera en cuenta los daños causados a la
naturaleza, las coacciones impuestas al hombre, las perforaciones hechas en fuentes no renovables. La que
contabilizaría en su activo toda esta famosa «calidad de vida»: la salud, el ocio, el plan de vida, el encanto del
trabajo, la belleza de la naturaleza, la riqueza de las relaciones humanas... Los grandes ejes de la investigación se
deberían definir en función de esta contabilidad ampliada y no de una contabilidad estrecha y monetaria [F. de
Closets, En danger de progrés, p. 88].
El imperativo técnico lleva fuera de la ética. Las consignas de no intervención y conservación llevan fuera
de la tecnociencia. Unas y otras actitudes extremas buscan, en suma, resolver la cuestión expuesta negando
uno u otro de los dos términos presentes. Ambas pecan de irrealismo y simplificación.
Entre los dos extremos que, al igual que todo lo límite, tienen algo de abstracto, existe un lugar para una
extensa gama de soluciones intermedias que vienen a decir que algunas de las posibilidades tecnocientíficas
son posibles bajo ciertas condiciones. Así se plantea el problema de los criterios, su elección, su
justificación y su aplicación. Problema éste particularmente importante y del que vamos a ver, antes que
nada, sólo algunos de sus contornos formales.
En primer lugar se podría pensar un criterio de UbertáckA según el cual una posibilidad —una experiencia,
por ejemplo— se permite desde el momento en que todas las partes implicadas han consentido en ello una
información verdadera, completa y comprensible. El caso más simple en el que se pone en práctica este
criterio coincide con la regla de oro de la experimentación biomédica: el principio del consentimiento
informado y libre. En este caso, generalmente, no hay más que dos individuos directamente implicados: el
experimentador y el paciente-sujeto de la experimentación. Ahora bien, incluso bajo esta forma tan simple,
la aplicación del criterio de la libertad individual como único principio de selección y de limitación de lo
tecnocientífícamente posible acarrea algunos problemas.
Primeramente, porque las condiciones de, un verdadero «consentimiento informado» son, a menudo, muy
difíciles de cumplir. Los sujetos potenciales no tienen, necesariamente, la competencia requerida para
apreciar justamente la información que se les da de buena fe (ignoramos aquí la posibilidad de abusar del
sujeto dándole una información falsa, incompleta u orientada). Parece, pues, deseable que se aplique la
regla que impone una prudencia y una reserva, tanto más grandes cuanto que el sujeto es menos apto para
apreciar críticamente y con conocimiento de causa la información.
Pese a esto, aún se plantearían problemas todavía más insolubles. Cuando se trata de una investigación
auténtica (cuyos resultados son, al menos, particularmente imprevisibles), la información consistirá, en
mayor o menor medida, en confesar que se avanza a ciegas y que el consentimiento es, siempre, una
apuesta o una locura.
Otra dificultad más es que muchas investigaciones no tratan con individuos adultos, como sucede con lo
que al campo de la reproducción se refiere: «El futuro niño no puede dar su consentimiento para la
fertilización in vitro, consentimiento requerido para todo tipo de experiencia que se hace en el nombre» (H.
Hussey). Y ¿qué decir de las investigaciones, mucho más impersonales, relativas al genoma humano y, por
tanto, al destino de la especie?
Imponer como condición para la experimentación sobre lo humano la mera obtención del consentimiento,
incluso informado (si fuera posible), trae como consecuencia, de forma general, el que no se limite la
libertad (de intentar lo posible y de la investigación) más que por la libertad (del individuo). Como es fácil
prever, sea lo que sea lo que se intente y el riesgo que eÜo conlleve, habrá siempre un individuo dispuesto
a correr el riesgo y otro para hacérselo correr.
El segundo gran criterio de selección pertenece a un orden totalmente distinto. Se enuncia formalmente
como sigue: «No intentar nada que no sea para el bien del hombre y la humanidad». Sin entrar en la infinita
discusión acerca de la naturaleza de este «bien» y en la legitimidad de la autoridad que lo determina (este
debate, ciertamente capital, no está propiamente ligado a la cuestión de la técnica), llaman aquí la atención
dos puntualizaciones. La primera, es una llamada general: este nuevo criterio, cualquiera que sea su
contenido particular, nos vuelve a poner en un marco antropologista: la tecnociencia no tiene sentido y
legitimidad más que al servicio del hombre y la humanidad. Esto supone que se puede saber en todo
momento lo que es el hombre y, así, que pueden precisarse las consignas que deben servirle. Una creencia
tal es, sobre todo, peligrosa por ser potencialmente dogmática y totalitaria. Por otra parte, el confinamiento
antropologista al evitar el tener que tomar en serio el exceso, el desbordamiento de las tecnociencias
respecto a la evaluación antropocentrista ordinaria, corre el gran riesgo de entrañar consecuencias
inesperadas. Llegamos, así, a la tercera observación.
Podemos, en efecto, preguntarnos si intentando un cierto número de posibilidades tecnocientíficas
beneficiosas y humanitarias, según todas las apariencias, el marco antropologista se verá, sin embargo, a
medio o largo plazo, forzado, desbordado. ¿Acaso el servicio tecnocientífico al bien humano no es
necesariamente engañoso?
«Cada nuevo poder destinado a mejorar el bienestar, del hombre puede, igualmente, volverse en dirección
opuesta» (D.J. Roy, Promesses et dangers d'un pouvoir nouveau, p. 84).
Lo que sigue son algunos ejemplos de investigaciones tecnocientíficas que parecen ofrecer todas las
garantías de un auténtico servicio al «bien» humano.
— La neurotecnología debería permitir suprimir o canalizar el dolor, la agresividad y la angustia, gracias a
tratamientos químicos o eléctricos (implantaciones).
— Las tecnologías de reproducción deberían, razonablemente, permitir no cargar a la sociedad con
individuos que sufran defectos genéticos graves e inoperables y cuyo destino sería desdichado.
— Dominar las causas del envejecimiento permitiría alargar la vida media algunos decenios o, incluso más
tiempo.
— La puesta a punto de mejores prótesis*, desde órganos sensoriales más elaborados o más poderosos,
hasta la disposición inmediata de memorias artificiales...
Todas estas posibilidades tecnocientíficas que están explorándose en nuestros días están al servicio del
hombre. Sin embargo, también están, afectando sensiblemente la condición humana, las «situaciones-
límite» de la humanidad, desde la concepción hasta la muerte. Estas posibilidades son tales que no puede
preverse cómo reaccionará y se comportará una humanidad que haya sido, por su bien, del todo o en parte,
remodelada. ¿Qué hará, o no hará, una sociedad de individuos electroquímicamente pacificada? ¿Qué
acometerán los hombres cuya esperanza de vida se haya doblado? ¿Cómo pensarán y obrarán los hombres
con su experiencia sensorial ampliada y disponiendo de una memoria multiplicada por cien? ¿Qué sucederá
con una humanidad cuyos individuos sean hijos de padres desconocidos, únicos, triples o cuádruples?
Todas estas preguntas quedan sin respuesta. Tanto más cuanto que, muchos de estos cambios podrían ser
acumulativos. La humanidad, tecnocientíficamente remodelada por su «bien», tendrá una relación, o falta
de relación, con la historia, la cultura, el arte, la acción y la tecnociencia que nosotros no podemos ni
imaginar y una capacidad de resistencia y audacia de la que no tenemos ni idea.
En realidad, el hombre está abocado a la vía intermedia que es también la que resulta de una oscilación
entre los dos límites extremos. Sin embargo, esta vía intermedia actúa sobre una incertidumbre
fundamental: el servicio «humanista» de la tecnociencia ¿no corre también el riesgo de conducir más allá
de la esencia del hombre y, por tanto, de perderla? No obstante, el hombre es irreemplazable por una doble
razón estrechamente ligada: el hombre tiene un valor en sí y (o sobre todo porque) el hombre es la fuente
de todo valor. Por el hombre, y sólo por él, existe en el universo lo que llamamos deber, moral o capacidad
ética. El valor genuinamente humano reside en el hecho, sin paralelo con cualquier otro hecho del mundo,
de que por él, y sólo por él, la pregunta acerca del bien y el mal surge en el mundo y la libertad del deber se
realiza en el juego cósmico del azar y la necesidad.
Así pues, en última instancia, el hombre debería ser protegido porque es la fuente de todo valor, en tanto
que dispone de capacidad ética y no tanto por que tiene un valor en sí.
H. Joñas14 propone como ley ética fundamental la de que la existencia o la esencia del hombre no pueden
jamás, en su totalidad, convertirse en una apuesta de la manipulación. Este principio podría formularse así:
«obra de tal modo que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida
auténticamente humana sobre la Tierra» o «de tal modo que el hombre pueda ser en tanto que hombre». Al
formular esta ley Joñas está pensando menos en el peligro del puro y simple aniquilamiento físico de la
humanidad (como consecuencia de una guerra, por ejemplo) que en la «muerte esencial»: la
deconstrucción/reconstrucción tecnológica del hombre. Este es el peligro más específico, pues pone en
peligro la sensibilidad ética misma del hombre, esto es, de su facultad o capacidad ética {«.Ethikf¿ihigkeit»\
Sin embargo, para preservar esta capacidad ética que hace al hombre y al valor del hombre, es también
indispensable preservar el complejo hombre-naturaleza-cultura. La sensibilidad ética no existe más que en
el hombre tal y como éste se ha constituido natural-culturalmente.
Al igual que la capacidad lingüística, la capacidad ética está inscrita en el genotipo humano, aunque sólo
como posibilidad.
«El hombre ha sido dotado no de una moral y de unos valores, sino de la facultad de adquirirlos. Los
valores del hombre son producto de su cultura, y no de su genotipo» (T. Dobzhansky, L'homme en
évólution, p. 388)..
«Lo que es hereditario es el poder, la capacidad para la ética. La cultura en la que el individuo ha nacido es
lo que dirige la expresión de la ética [...]. La evolución no ha dotado a la humanidad de un sistema ético
particular; ha hecho a los seres humanos capaces de aprender diferentes tipos de éticas, de valores y de
morales» (T. Dobzhansky, Évólution, p. 455).
Llegados a este punto la pregunta ética, en el marco de una reflexión sobre la técnica, toma una nueva
dimensión. En el caso de las posibilidades tecnocientífícas, y puesto que estas posibilidades pueden afectar
considerablemente a la naturaleza humana, se trata menos de un debate dentro de la propia ética (como es
el caso, por ejemplo, en el que dos morales, o más sencillamente, dos valores entren en conflicto), que de
un debate en el que la ética misma, como tal y como posibilidad específicamente solidaria de la humanidad,
está en juego.
Parece que, en gran medida, la unión entre «Ética y Técnica» debe resolverse a favor de una de las dos
alternativas: Ética o Técnica. La puja tecnocientífica por la libertad de intentar todo lo posible conduce, de
seguro, más allá de la ética.15 «[...] la autonomía [de la técnica] se manifiesta respecto a la moral y a los
valores espirituales. La técnica no soporta ningún juicio> no acepta ninguna limitación» (J. Ellul, La
technique ou Venjeu du siécle, p. 121).
La «vuelta a la naturaleza» es, desde un punto de vista práctico y moral, una aberración. La naturaleza está
más acá de la ética. Queda, pues, la vía intermedia y la selección de lo posible técnicamente. Parece, por
tanto, que la prudencia con que debería realizarse dicha selección deberá atender, sobre todo, la cuestión
siguiente: ¿tal o cual posibilidad tecnocientífica corre, o no, el riesgo de disminuir, casi de suprimir, la
capacidad ética del individuo o de la humanidad?
Esto es lo que V. Packard llama el peligro de deshumanización: «Es muy probable que se produzca un
efecto de deshumanización [...] cuando las partes del cuerpo que tienen que ver con la personalidad se
modifiquen o reemplacen, cuando se intenten combinaciones entre animales y el hombre, cuando los
órganos sexuales, separados del cuerpo y en cultivo, se conviertan en continuos productores de semen para
futuros seres humanos» (op. cit, p. 355).
La solución al problema expuesto no coincide, desgraciadamente, con la aplicación del criterio del
«servicio al bien del hombre», sobre todo, si este «bien» se identifica con la disminución (no matizada) del
sufrimiento, desgracias o dificultades. Veamos algunos ejemplos que ilustran esta diferencia.
— La posibilidad de un control electroquímico del humor —supresión automática de la angustia, el dolor,
la agresividad, la tensión psicológica, etc.— disminuirá, seguramente, la cantidad de sufrimientos
individuales, pero parece que también con ello puede disminuirse, al tiempo (salvo que nuestras elecciones
sean realmente las adecuadas, aunque no se sabe cómo), el sentido moral.
— Las nuevas técnicas de reproducción y fecundación permiten a algunas parejas tener niños sin, quizás,
dañar en modo alguno su sentido moral. Ahora bien, paralelamente, la posibilidad de clonar hombres,
acción que produciría individuos totalmente idénticos y suprimiría las estructuras mismas de parentesco, sí
va a afectar, de seguro (pero ¿cómo y en qué medida?), el sentido ético de los «clones» y de quienes
estuvieran relacionados con ellos, aunque no fuese más que por el hecho de que se habría perdido el
carácter único del individuo humano policopia-do. Lo mismo sucede con la perspectiva de producir
híbridos por mezcla genética de especies de primates superiores con el hombre.
— La mayor parte de las veces es extremadamente difícil (casi imposible) apreciar las consecuencias
éticas que conllevará una determinada posibilidad tecnocientífica. ¿Qué decir de la eugenesia (positiva y
negativa), del parentesco genético múltiple, de la liberalización del arte de la prótesis, de las
manipulaciones genéticas, dé los bancos de órganos por congelación de cadáveres frescos o por
conservación vegetativa de muertos-vivos (comas irreversibles, etc.) ,16 del tratamiento electroquímico de
neurosis y de psicosis, de la posibilidad de insertar micromemorias en el cerebro humano, de las
investigaciones sobre cyborgs, etc.?
La eugenesia negativa
Se ha hecho muchas proposiciones para promocionar la esterilización de las personas con defectos genéticos
importantes. En Dinamarca la ley impone la esterilización de las mujeres que tienen un CI inferior a 75. Hace 25
años que el Estado de Carolina del Norte hizo obligatoria la esterilización de los débiles mentales. Cerca de
100.000 personas fueron esterilizadas [...].
La eugenesia negativa, si se practica de forma humana y sin carácter de obligatoriedad, puede tener algunos
resultados positivos para la familia y la sociedad. El asesora-miento genético, el examen fetal y los análisis
sistemáticos a gran escala, creo que deberían ser fomentados. Pero cualquier obligación implica una usurpación
inútil de nuestra libertad individual. El problema más delicado parece ser el de saber quién eliminará a quién.
No olvidemos que lord Byron estaba cojo. Dostoievski era epiléptico. Woodie Guthrie tenía la enfermedad de
Huntington. Abraham Lincoln era víctima de un mal hereditario que le producía muchos problemas, entre los
que se hallan una talla anormal en los dedos de los pies y las manos. Es indiscutible que muchas personas
sobresalen en sus actividades para compensar su inferioridad.
Sir Julián Huxley predijo: «La eugenesia negativa sólo puede jugar en la evolución un papel menor y será
suplantada, progresivamente, por medidas eficaces de eugenesia positiva» [V. Packard, The people Saphers, p.
241-242].
Extracción de órganos
Como dice J. Rostand: «como el "cuerpo vivo", el cadáver está hoy valorado por el único hecho del progreso de las ciencias
biológicas». Antaño estaba destinado a descomponerse liberando sus elementos psicoquímicos, los cuales se reintroducían en
el ciclo general de la vida cósmica de una manera lenta (inhumación) o brutal (incineración). Actualmente, algunos de sus
órganos pueden ser reintroducidos en el ciclo de la vida humana. Lo que la naturaleza hacía globalmente y en su provecho, el
hombre puede hacerlo con sus órganos particulares y en beneficio propio.
Pero el ejercicio de este nuevo poder no es concretamente posible más que si se supera efectivamente el sentimiento
espontaneo que suscita de profanación y de falta de respeto infligidos al difunto. Para lo cual tenemos que interrogarnos sobre
el origen y las razones de un sentimiento como ese. El cadáver es el símbolo presente de una ausencia. Continúa señalando
una presencia convertida, ahora, en radicalmente ausente [...].
Desde entonces, la injuria cometida al cadáver mediante la extracción se convierte en una injuria cometida a la relación,
profundamente sagrada, que los familiares tienen aún con él [...].
Con relación al cadáver, la ética varía según la cosmología, la antropología y la fe que uno tenga. En un mundo precientífico,
mentalidad mística, panteísmo, cristianismo, pueden originar actitudes diferentes. En un mundo marcado por el pensamiento
científico y técnico, la función instrumental del cuerpo muerto no sólo aparecerá, sino que se puede convertir hasta tal punto
en invasora que toda ética corre el peligro de ser pensada a partir de esa función, en detrimento de la función simbólica.
Me parece, por el contrario, que la actitud justa consiste en articular entre ellas ambas funciones. El cadáver no es sólo un
depósito de órganos útiles del que se pueda disponer en función de las necesidades de los seres vivos, es también símbolo
presente de una ausencia, símbolo de un ser que ha podido ser profundamente amado y que acaba de desaparecer. Pensar
éticamente una extracción de órganos requiere que no se desdeñen estos elementos de orden relaciona! que existen en el
entorno familiar. Es decir, que este último debe ser consultado.
Para reunir estas conclusiones en una fórmula, diría que función instrumental y función simbólica del cadáver deben
articularse entre ellas, regularse la una por la otra, lo cual no puede hacerse sino en referencia a una estructura de donación,
desempeñando el papel de término medio. Sobre este punto, la ley francesa está lejos de ser satisfactoria. La extracción es
recogida no como una donación sino como una toma [P. Demy, «La loi francaise sur le prélévement d'organes», en La
Bioéthique, pp. 134-135].
NOTAS
1. Si se desean ver otros ejemplos se puede revisar el cap. HT. y, en general, V. Packard, The people Saphers, Londres, Futura,
1978.
2. Galetti, «Les organes artificiéis», Science et Avenir (julio 1981).
3. R. Bogomolny (ed.), Human Experimentation, Dallas, Southem Methodist University Press, 1976, p. 83.
4. Citado por H. Lenk, «Towards a pragmatical social Philosophy of Technology and Úie Technological Intelligentsia», en P.T
Durbin (ed.), Re-search in Philosophy and Technology, vol. 7, Greenwich, CT, Jai Press, 1984.
5. Citado por D. Janicaud, La puissance du rationnel, París, Gallimard, 1985.
6. Citado por H. Lenk, «Towards a pragmatical social Philosophy of Technology and the technological Intelligentsia», en P.T.
Durbin (ed.), Re-search in Philosophy and Technology, op. cit.
7. J.J Salomón, en A.R. Michaelis y H. Harvey (eds.), Scientists in Search oftheir Conscience, Berlín/Heidelberg, Springer, 1973.
8. Citado por J.J. Salomón, op. cit., p. 39
9. «Biologie et morale», Tribune de Alkmagne (16-8-1981).
10. M. Rehbinder, «Rechtliche und ethische Grenzen der Genmanipu-lation», Univesitas (agosto 1979).
11. Cf. Von Weizsácker, citado por H. Stork, Einführung in die Philo-sophie der Technik, Darmstadt, Wiessenschaftliche
Buchgesellschaft, 1977, pp. 177-178.
12. Cf. a este respecto la reflexiones de H. JOÑAS, Das Prinzip Verant-wortung: Versuch einer Ethik für die technologische
Zivilisation, Francfort a. M., Suhrkamp, 1979.
13. Según B. Glass, los dirigentes del futuro decretarán que los padres «no tienen derecho a cargar a la sociedad con un niño
malformado o mentalmente incompetente» (V. Packard, op. cit., p. 238).
14. Das Prinzip Verantwortung: Versuch einer Ethik für die technologische Zivilisation, op. cit.
15. La amoralidad de la técnica se ha subrayado, a menudo, en una ecuación: la técnica es un medio (ver, por ejemplo, H.J. Meyer,
Die Tech-nisierung der Welt, Tubinga, Niemeyer, 1961).
16. O «neomuertos [que] podrían también utilizarse como fábricas de hormonas, de antitoxinas y de anticuerpos» (V. Packard, op.
cit., p. 307).
(NOTA: TEXTO TOMADO DEL LIBRO “EL PARADIGMA BIOÉTICO. UNA ÉTICA PARA LA TECNOCIENCIA”
DE GILBERT HOTTIOS. Barcelona. Editorial Anthropos, 1991)