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Juana Inés de la Cruz, Sor.

 San Miguel de Nepantla (México), 12.XI.1648 – Ciudad


de México (México), 17.IV.1695. Religiosa, jerónima (OSH), escritora, poetisa, erudita,
bibliófila, compositora.

Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana (sor Juana Inés de la Cruz) fue hija de Isabel
Ramírez de Santillana (fallecida en 1688), criolla, y del capitán español Pedro Manuel
de Asbaje (fallecido en 1669), quienes tuvieron otras dos hijas, María y Josefa María.
Su madre se unió posteriormente a Diego Ruiz Lozano. Su fecha de nacimiento aún se
discute, puesto que, a pesar del acta de bautismo de una niña del mismo nombre en
1648, el padre Diego Calleja, quien realizó la primera aproximación biográfica de la
monja (Fama y obras póstumas), ofrece como fecha 1651. El hecho de ser hija natural,
frecuente en la época, no parece haberle supuesto un serio problema, e incluso afirma la
fuerte personalidad de las mujeres de la familia. Su propia madre, a la muerte de su
abuelo, continuó llevando la hacienda, a pesar de ser analfabeta, así como una de sus
tías. Octavio Paz señala que la sociedad novohispana era bastante permisiva en las
relaciones ilícitas.

La mayoría de los datos relativos a su infancia nos los ofrece ella misma en
su Respuesta a sor Filotea. Destacaba en ella su obsesión por el saber, como demuestra
el hecho de convencer, con tres años, a la maestra de una de sus hermanas para que la
enseñara a leer. En 1656, tras la muerte de su abuelo, se trasladó a casa de su tía María
—hermana de su madre— y de Juan de la Mata. Hacia 1664 entró al servicio de la
virreina recién llegada (29 de junio), Leonor Carreto, marquesa de Mancera. Aprendió
en escasas lecciones Latín con Martín de Olivas (a quien dedicó su poema, “Máquinas
primas de su ingenio agudo”), gracias a su confesor —Núñez de Miranda—, quien
también la indujo a entrar en religión en 1667 en las carmelitas descalzas de San José,
aunque, por una grave enfermedad y el rigor de la Orden, profesó en el convento de
Santa Paula o San Jerónimo. En su Respuesta  indicaba: “Entréme religiosa porque para
la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más
decente que podía elegir”. Entre el abandono de las carmelitas y la elección de las
jerónimas, regresó a la Corte unos meses. Fue en ese momento cuando tuvo lugar la
anécdota que relató el marqués de Mancera y que recoge Calleja (Fama y obras
póstumas): el virrey reunió en 1668 a los cuarenta hombres más sabios de Nueva
España para que la examinaran y dictaminaran si su sabiduría era adquirida o natural “y
atestigua el señor Marqués [...] que a la manera que un galeón real [...] se defendería de
pocas chalupas, que le embistieran, así se desembarazaba Juana Inés de las preguntas”.

En estos años fue clave la presencia del padre Núñez —confesor a su vez de los virreyes
— quien animó a Juana Inés a entrar religiosa e incluso corrió con los gastos de la fiesta
de su profesión (24 de febrero de 1669). Pedro Velázquez de la Cadena proporcionó la
dote y narra González Obregón (Méjico Viejo) que “recibió el velo de manos del
canónigo Don Antonio de Cárdenas y Salazar”. Una buena parte de la crítica insiste en
la vida relajada de los conventos. Josefina Muriel, en su estudio de la vida conventual
femenina, indica que la celda tenía a menudo dos pisos con una cocina y una sala. Para
su cuidado se les permitía tener esclavas, como lo indica un documento en el que sor
Juana vendió a una hermana su esclava mulata, Juana de San José, entregada por su
madre (1669). El provincial franciscano fray Mateo de Herrera quiso limitar el número
de sirvientas en los conventos y fracasó al oponerse las monjas, que llegaron a acudir a
la Real Audiencia.
Difundida la fama de su habilidad literaria, se le propuso la redacción de poemas y
obras religiosas de circunstancias. Su primer soneto “Suspende Cantor Cisne el dulce
acento”, dedicado al presbítero Diego de Ribera, data de 1668. Durante estos años cabe
reseñar la escasez de escritos, hasta que en 1680 publicó el Neptuno Alegórico. Su
correspondencia debió de ser muy activa, pues así lo recuerda Calleja y lo confirma el
modo epistolar que eligió para sus discursos teológicos.

En 1673 finalizó el mandato de los marqueses de Mancera, quienes se quedaron un


tiempo más para disponer su marcha y se nombró al duque de Veragua, quien falleció a
los cinco días de su toma de posesión.

El 13 de diciembre de 1673, por disposición de la Corona, se nombró virrey a fray Payo


Enríquez de Rivera, quien hubo de organizar el entierro de su predecesor.

Sor Juana contribuyó con tres sonetos, retóricos, aunque de corte impecable. El primer
encuentro con fray Payo fue un romance en el que con gran simpatía le solicitaba el
Sacramento de la Confirmación, recibido, sin embargo, de manos de Martín Espinosa
(13 de marzo de 1674). Más personales son los versos dedicados a la marquesa de
Mancera, quien, antes de embarcarse, había muerto en el camino a Veracruz (21 de abril
de 1674). La admiración que le profesó el nuevo obispo se refleja en la anécdota
siguiente: ante una superiora que la rectificó —seguramente la misma de quien señala
que le prohibió el estudio y a la que calificó de “muy santa y muy cándida”— le
respondió: “Calle, Madre, que es necia”. Se quejó la prelada y, pidiendo reparación al
obispo, éste contestó: “Pruebe la hermana que no lo es y se proveerá”.

La fama de sor Juana se extendió y se propagaron las obras por encargo, en las que se
detecta la presencia de Calderón, Góngora, Quevedo y Lope. Una de las primeras en la
que manifiesta la influencia calderoniana es La Segunda Celestina  —descubierta por G.
Schmidhuber en 1989—, obra inacabada de Salazar y Torres (1676), cuya terminación
se le encargó a sor Juana y que se representó ante Mariana de Austria (1679). El sentido
moralizador calderoniano se hizo presente en la repetición de personajes como Calixto y
Melibea, pero con un final feliz y burla de la hechicería.

Pese a la fecunda labor llevada a cabo por fray Payo Enríquez, éste solicitó dejar las
tareas de gobierno y en 1680 llegaron a tomar posesión del virreinato los marqueses de
La Laguna: Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, y María Luisa Manrique de Lara. El
Cabildo, para festejar a los nuevos virreyes, encargó a sor Juana el arco triunfal de la
catedral, quien compuso su primera silva de estirpe netamente gongorina Neptuno
alegórico, así como la prosa explicativa del arco.

Sor Juana estableció una hipérbole barroca y retórica con el título del marqués de La
Laguna, que permitía equipararle con Neptuno, dios del Océano, mediante emblemas y
alegorías que denotan una extensa erudición mitológica, histórica y literaria (Alatorre).

El hallazgo de la Carta de Monterrey, o Autodefensa espiritual (1682) por Aureliano


Tapia Méndez (1981), dirigida al padre Núñez, indica que la publicación del Neptuno
Alegórico supuso el principio de su ruptura con él, al tiempo que refería la condición de
obediencia con que lo redactó (“Vos me coegistis”, “ustedes me obligaron” —respuesta
—). El Cabildo la recompensó con una discreta suma, a lo que la poetisa respondió con
unas décimas en las que agradecía, pero al tiempo respondía “que estar tan tibia la Musa
/ es efecto del dinero”. La Carta de Monterrey avala la teoría de una sor Juana más
díscola de lo que hasta el momento se pensaba. El primero en desvelar el posible
conflicto con su confesor fue E. A. Chávez, uno de los primeros también en leer las
obras del padre Núñez.

A partir de este momento se abre una polémica entre los defensores de una sor Juana
obligada a autocensurarse, pese a su voluntad, y los defensores de su conversión.

Tras conocer la carta, Elías Trabulse afirma el choque entre ambos, y señala que
la Crisis de un sermón (o Carta Athenagorica) iba dirigida claramente contra las ideas
de Vieyra expuestas por Núñez. La polémica entre los críticos se reabrió al publicarse
en 1996 otra carta firmada por Serafina de Cristo y procedente del convento de San
Jerónimo, pero de la que se desestima su autoría (Serafina y Sor Juana, 1998). A
consecuencia de esta situación, el padre Núñez abandonó su cargo de confesor y Pedro
Arellano, jesuita y amigo del anterior, ocupó su lugar.

Pese a todo, la controversia en la que se vio envuelta sor Juana no fue un obstáculo y de
hecho éstos fueron sus años de mayor esplendor. El favor de la virreina (María Luisa
Manrique de Lara), a la que dedicó numerosos poemas, favoreció su labor creativa y su
fama. Prueba de ello es el intercambio de obsequios entre ambas, lo que ocasionó
nuevos poemas de circunstancias en los que destacaba el alarde intelectual y el juego
barroco. La virreina fue quien obtuvo los manuscritos para publicarlos en España y a
ella estaban dedicados poemas como el famoso romance decasílabo alabado por
Gerardo Diego o José María de Cossío, “Hombres necios que acusáis...”, uno de los
primeros y más firmes alegatos en defensa de la mujer.

En 1683 se representó su comedia Los empeños de una casa, título que recoge el de


Calderón Los empeños de un acaso, con el que coincide incluso en la elección de
algunos nombres y la figura del gracioso. La loa que la precede enaltece la bondad de
los virreyes mediante personajes alegóricos. En la obra se pone de relieve el personaje
de Leonor, quien, en un famoso parlamento, defiende el derecho de la mujer a su
ilustración, tema éste que, junto al de la belleza, lleva a la crítica a establecer una
relación entre este personaje y la propia sor Juana.

Entre sus amigos destaca Sigüenza y Góngora, quien describió físicamente el arco
triunfal dedicado a los virreyes en su Triunfo Parthénico y que no parece haberse
sentido molesto por el mayor éxito de sor Juana.

Incluso siguió siendo fiel a su amistad cuando, con ocasión de la disputa que Sigüenza
mantuvo contra el padre Kino (1681) en su Manifiesto contra los cometas, sor Juana
parece ponerse del lado de su enemigo.

También se atrevió con la música y se ha extraviado una partitura titulada El caracol.

Su espíritu indagador le llevó a una propuesta interdisciplinar de las ciencias, de


acuerdo con el paradigma divino del motor inmóvil: “Todas las cosas salen de Dios, que
es el centro a un tiempo y la circunferencia de donde salen y donde paran todas las
líneas criadas”. En esta vertiente de indagación, ya sea mitológico-histórica o teológica,
se ofrecen los dos poemas genuinos de sor Juana: Neptuno alegórico y Primer
Sueño,  de claro barroquismo, como muestra la utilización de los emblemas, varios de
ellos recogidos por José Pascual Buxó. Sánchez Robayna, por su parte, sacó a la luz el
comentario temprano de Álvarez Lugo sobre la relación entre el Primer Sueño y los
emblemas, que Darío Puccini cuestiona por lo inapropiado.

La abundante crítica en torno al texto ha ocasionado estudios centrados en la


significación del poema (Pérez Amador, 1996). Recoge toda la máquina barroca que
suponen la simbólica de la pirámide y el obelisco, la escala de Lulio y las pirámides
interseccionadas de los dibujos del médico inglés Fludd y los estudios de egiptología del
jesuita alemán Kircher. La búsqueda del conocimiento, pirámide que encamina la
“punta altiva” de sus “vanos obeliscos” hacia el cielo, se yergue en la noche mientras
los animales duermen. Harpócrates, el silencio, inaugura este poema del conocimiento
de acuerdo con las nociones que en torno a la “oficina” del cuerpo y la cadena del ser
abarca la época. Sus versos enfrentan un arduo proceso en el que la noche del saber
intelectual trata de acceder a la causa última, concebida como la sabiduría suprema
(Benassy Berling y Soriano Vallés) mediante el doble sistema de acceso al saber de su
tiempo: la intuición neoplatónica y el raciocinio neoaristotélico (G. Sabat de Rivers).
Finalmente, la llegada del día ocasiona el fin del poema y del sueño. El silencio con que
finaliza el poema y que preside Harpócrates con su llegada de la noche y el apagado
rumor de los animales, aparece de este modo como un beneficio negativo frente a la
palabra (R. Oviedo). Inaugura, pues, en el Primer Sueño, esta idea que será el
fundamento de su Carta Athenagorica basada en el concepto barroco del “Mundo al
revés” (G. Sabat de Rivers).

En 1688 fue nombrado virrey Gaspar de Sandoval, conde de Galve, quien llegó a Nueva
España acompañado de su mujer, Elvira de Toledo. Acostumbrados a la fiesta y juegos
palaciegos, en su honor y para celebrar el cumpleaños del virrey, se representó Amor es
más laberinto (1689), obra compuesta por sor Juana y Juan de Guevara (a quien
corresponde la redacción de la segunda jornada). Esta comedia mitológica destaca por la
utilización de la alegoría sobre las virtudes del gobernante —speculum principis—, lo
que equipara a esta obra con el Neptuno Alegórico (F. Luciani).

Al otro lado del Atlántico y posiblemente a instancias de la marquesa de La Laguna, se


representó en Madrid El divino Narciso (1689), cuya publicación en México se retrasó
un año, coincidiendo con la Carta Athenagorica. Es sin lugar a dudas el mejor y más
logrado de sus autos sacramentales; reincide en un tema religioso esencial para sor
Juana y su tiempo: la eucaristía, ocasionado no sólo por las celebraciones en torno a la
fiesta del Corpus, sino también por la necesidad de la difusión contrarreformista. En las
loas introductorias a los tres autos sacramentales establece la relación con este
sacramento y, concretamente, en El divino Narciso y en el auto bíblico-alegórico, El
cetro de José  (1692), aborda el problema de los sacrificios humanos en los tiempos
precolombinos, como reverso de la eucaristía. Sor Juana escoge nuevamente una
alegoría como tema del auto: la similitud del sacrificio de Cristo con Narciso, quien,
enamorado de la Naturaleza Humana, perece finalmente por ella. Es singular el papel
que le corresponde a la ninfa Eco, remedo de lo diabólico, y el de la Gracia como figura
que dirige a la Naturaleza Humana tras la desaparición de Narciso.

La cesión del virreinato al conde de Galve ocasionó, al tiempo que la difusión de su


obra en la Península, una época llena de conflictos. Gracias a la mediación de la antigua
virreina, María Luisa Manrique de Lara, se publicó en Madrid Inundación
Castálida (1689).
Su producción poética ofrece un extenso repertorio tanto en temas como en métrica
(liras, romances, sonetos, ovillejos, décimas, etc.). Los poemas amorosos y de
circunstancias superan a los de tema religioso, si bien coinciden con el estereotipo del
amor cortés, lo que no mengua su calidad lírica. Las poesías de circunstancias, como la
dedicada a la muerte del Rey, a la marquesa de La Laguna o a la condesa de Galve,
combinan los tópicos habituales de la alabanza o el panegírico con el barroquismo de la
expresión y el juego de ingenio.

A pesar de su fama, las dificultades de sor Juana se agudizaron al tiempo que se


agravaba la situación social y económica de México. Rompió definitivamente con su
confesor el padre Núñez, los virreyes regresaron a España y el clero que juzgó sus
acciones se dividió entre partidarios y detractores, entre los que se contaba el austero, y
caritativo hasta la exageración, Aguiar y Seijas (nombrado obispo de México en 1681).
Enemigo de los espectáculos públicos no podía ver con buenos ojos la fama de sor
Juana y su dedicación a las letras. El eje de inflexión hacia una etapa más que
conflictiva lo marcó la Carta Athenagorica (digna de la sabiduría de Atenea, 1687-
1690, D. Puccini), como la tituló el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz, a quien
iba dirigida, su amigo y protector, carta llamada inicialmente por ella Crisis de un
sermón  (tal y como aparece en el segundo tomo de sus Obras, Sevilla, 1692). El tratado
aborda un tema muy manido en la época: la fineza mayor o el mayor beneficio que
Cristo hizo a los hombres. El jesuita portugués, padre Vieyra (1608-1697), en su famoso
“Sermón del mandato” fundaba, entre otras, la mayor fineza en no reclamar para sí el
amor sino para el prójimo, al tiempo que disentía de las tesis agustinianas y tomistas.
Sor Juana defendió a santo Tomás, san Agustín y san Juan Crisóstomo y al mismo
tiempo afirmó que la mayor fineza es el “beneficio negativo” (“la mayor fineza del
Divino Amor son los beneficios que nos deja de hacer”, por cooperar a la mayor virtud
y libertad del hombre). Concepto que revela el entramado barroco y el juego de
paradojas que llegó a ser la base esencial de su obra literaria. Era también un esquema
intelectual, que abordaba temas tan candentes en la España Contrarreformista como el
libre albedrío y la predestinación (G. Sabat de Rivers).

Las especulaciones sobre los motivos que la llevaron a escribir este tratado se
multiplican. Está claro que recogió el guante del jesuita portugués, quien retaba a otros
pensadores a encontrar una fineza mayor.

Sor Juana no sólo se atrevió sino que rebatió sus tesis fundándose sobre todo en la
libertad tanto divina como humana. Para algunos críticos la carta respondía a la
admiración que el obispo Aguiar y Seijas sentía por el padre Vieyra, otros indican que
fue el propio Manuel Fernández Santa Cruz, obispo de Puebla, quien la animó a hacerlo
y así mismo se puede deber a la defensa de la mujer a la predicación a imitación de la
única mujer predicadora y párroco, nombrada por Cisneros, la llamada santa Juana de la
Cruz (1481) (R. Oviedo). Sin autorización, al parecer, de sor Juana, Manuel Fernández
Santa Cruz lo publicó con el título de Carta Athenagorica, precedida de otra dirigida a
la poetisa, Carta de Sor Filotea de la Cruz, seudónimo que empleó el obispo, donde tras
reconocer sus dotes le indicaba la conveniencia de abandonar las letras profanas y verter
su pensamiento en una mayor religiosidad. Sean cuales quiera los motivos por los que
escribió esta carta a sor Juana (Soriano Vallés, Margo Glantz, Bellini), lo cierto es que
le brindó ocasión para explicar sus razones en la conocida Respuesta a Sor
Filotea,  documento autobiográfico y el escrito en prosa más preciado de sor Juana. En
ella defendió el derecho de la mujer a su ilustración, mientras que justificaba su
actuación y comentó las satisfacciones y los problemas que le acarrearon su fama. Se
hizo presente su autodidactismo —“sin más maestro que los mismos libros”— y su
deseo innato de conocimiento —“aunque no estudiaba en los libros estudiaba en todas
las cosas que Dios crió”—. Pero la fama también tiene sus servidumbres y narró por
extenso las carencias —falta de ayuda, mala salud y endémica escasez de tiempo— que
suponían un desmedro de sus propias aficiones. Varios de sus poemas dedicados a los
marqueses de La Laguna eran una forma de disculpa por no haberles podido atender,
dedicada a su vida religiosa. A esta escasez de tiempo colaboró también su cargo oficial
como bibliotecaria y encargada de la contabilidad, así como las continuas visitas de
personalidades del clero y de la Corte o la atención a los necesitados que solicitaban o
su ayuda o su influencia en la Corte. Compaginar estas actividades con su “inclinación
al saber, que, no sé si por castigo o por premio, me ha dado el cielo” —según reveló al
afirmar que tan sólo escribió por su propia voluntad el Primer sueño—, supuso una de
sus mayores dificultades. Corroboró, además, esta búsqueda constante del saber el dato
que ofrece Calleja al indicar que su biblioteca constaba de cuatro mil volúmenes.

El afán de conocimiento fue paralelo a su extensa producción destinada a la enseñanza y


a la predicación.

Los autos sacramentales, como el Cetro de José, El mártir del Sacramento o el ya


citado El divino Narciso, se orientan a la explicación, como también lo hacen otros
escritos doctrinales. Es el caso de los Ofrecimientos para el Santo Rosario o
los Ejercicios de la Encarnación  (1685 o 1686), obras en las que, al igual que en los
villancicos, destaca especialmente el deseo de destacar la sabiduría de la Virgen, la
nueva Eva “restauradora de nuestro honor perdido en Adán”.

Aunque se hace presente el modelo de los Ejercicios de san Ignacio, sin embargo


guarda mayor paralelismo con la Mystica Ciudad de Dios de sor María de Ágreda
(Benassy Berling).

Esta singular atención a la Virgen se percibe a lo largo de toda su obra y se combina con
un claro deseo de instrucción doctrinal presente en los villancicos.

Así lo revelan los dedicados a la Asunción en 1676, 1679, 1685 y 1690, si bien se
encuentran otros dedicados a san Pedro Nolasco y san Pedro Apóstol en 1676 y 1683 o
los de Navidad de 1689, todos ellos cantados en la catedral metropolitana. El que más
ha llamado la atención de la crítica es el dedicado a santa Catarina (1691), uno de los
más feministas, cantado en la catedral de Oaxaca, en lugar de la de México.

Los villancicos, por su parte, dan cabida a las voces marginadas de la sociedad colonial,
y al mismo tiempo introducen uno de los factores esenciales en las obras de sor Juana:
la enseñanza o la predicación que es a su vez la base del villancico. Resalta la figura de
María, como vínculo entre el saber religioso y el secular: como madre de Dios es
maestra de Retórica y “Soberana Doctora de las Escuelas”. En la “ensaladilla”, que
sirve de cierre, la inclusión de personajes como la reina, los negros y los indígenas
ofrece un amplio muestrario de formas semánticas y lingüísticas que van desde el latín y
el castellano al náhuatl y que trata de transmitir la alabanza de la Virgen a un público
heterogéneo (Martínez San Miguel, Juana Martínez, Mabel Moraña).
Otro de sus autos sacramentales, y el único de tema bíblico, El cetro de José, la enfrenta
al que fue uno de los problemas fundamentales de su vida: la envidia; otro de los temas
más atractivos para sor Juana: el descubrimiento de lo oculto, como se ve en El primer
sueño. El faraón se desespera al ver que la Ciencia de sus magos no es capaz de
descifrar los sueños, mientras que la Profecía revela el futuro de José ante Lucero, el
diablo. El mártir del sacramento, al igual que otras loas y autos precedentes, se centra
en la eucaristía.

La loa que precede al auto presenta el debate de tres estudiantes en torno a la mayor
fineza de Cristo para con la humanidad, encontrando en el descubrimiento de América
una de las finezas, en lo que se percibe el surgimiento de una conciencia criolla. Esta
escenificación de la vida de san Hermenegildo plantea nuevamente la disyuntiva entre
obediencia y libre albedrío.

Pese a las presiones, siguió obteniendo un reconocimiento público, muestra de ello es la


inclusión del poema de sor Juana “Epinicio gratulatorio al conde de Galve”, en la
compilación Trofeo de la justicia española de Sigüenza y Góngora, donde se celebra la
victoria de 1691 sobre la armada francesa. En este mismo año apareció la edición de
sus Obras en Barcelona —corregida y aumentada— y redactó la segunda parte de sus
Obras, que se retrasó y editó en Sevilla —1692—.

Dedicada a Juan de Orve y Arbieto, presenta indicios de haber sido publicada gracias a
la acción de María Luisa Manrique de Lara, quien, en defensa de sor Juana, reunió a un
número importante de letrados y teólogos cuyos poemas laudatorios preceden a la
edición.

Sin embargo, varios hallazgos recientes confirman la tesis en torno a la persecución de


que fue objeto, como es el caso de F. X. Palavicino, sometido a proceso inquisitorial por
pronunciar un sermón, La fineza mayor, en el que elogiaba a sor Juana (4 de julio de
1691) y que finalmente le llevó a su destitución como sacerdote.

El eclipse de sol de 1691 se anunció como signo de futuras calamidades. Lluvias


torrenciales, epidemias, sequía, plagas en la agricultura, etc., agravaron la carestía y el
hambre. La situación culminó en el motín del 8 de junio con el asalto al palacio del
virrey y el incendio del Ayuntamiento. El virrey solicitó la ayuda del obispo, quien
logró calmar los ánimos. El 23 de agosto tuvo lugar un nuevo eclipse total de sol que
contribuyó a la creación de un ambiente de supersticiones y temores. El arzobispo
prohibió las representaciones teatrales y estableció reglas más rígidas para los
conventos.

Carente de los apoyos que se le habían brindado tanto desde el palacio virreinal como
desde la Península, debido a la muerte del marqués de La Laguna, y enfrentada a un
mundo de supersticiones, a comienzos de 1693 sor Juana volvió a solicitar el apoyo de
su denostado Núñez de Miranda. Los últimos versos estaban representados por
los Enigmas ofrecidos a la discreta inteligencia de la soberana asamblea de la Casa
del Placer (Lisboa, 1695), justo antes de su inacabado romance “En reconocimiento a
las inimitables Plumas de la Europa” y los quince manuscritos póstumos con poemas
que se recogen en un inventario del siglo XIX. Sor Juana experimentó en pocos meses
un cambio sustancial y se sometió a la disciplina eclesiástica, aceptando nuevamente
como confesor al padre Núñez. Entregó sus instrumentos de música y ciencia al
arzobispo Aguiar y Seijas y vendió su biblioteca a favor de los pobres.

Los únicos escritos que se conservan de los últimos años destacan por su confirmación
en la fe y la religiosidad.

Probablemente por insistencia de su confesor —prefecto de la Congregación de la


Purísima Concepción—, redactó La Docta explicación del misterio y voto que hizo de
defender la Purísima Concepción de Nuestra Señora (17 de febrero de 1694), un texto
que no se distingue de otros similares escritos por monjas y religiosos, al igual que
la Protesta que, rubricada con su sangre hizo de su fe y amor a Dios la Madre Juana
Inés de la Cruz (el 8 de febrero y el 5 de marzo de 1694), la Petición, que en forma
causídica presenta al Tribunal Divino la Madre Juana Inés de la Cruz por impetrar
perdón de sus culpas, al tiempo de abandonar los estudios humanos... (¿1694?). Si algo
sorprende en estos textos es la ausencia de toda voz personal y los excesos de las
mortificaciones que revela el padre Núñez (Calleja).

Encerrada en el convento, y sometida a la disciplina eclesiástica, apenas si se sabe de


ella algo más de lo que revelan estos escritos y las opiniones de sus contemporáneos.

Nuevamente una epidemia de peste se desató en la ciudad de México y varias hermanas


enfermaron.

Juana Inés de la Cruz se dedicó al cuidado de las monjas enfermas con tanto celo,
reitera Calleja, que al fin se contagió y murió el 17 de abril de 1695, siendo arrojados
sus restos a una fosa común.

  

Rocío Oviedo Pérez de Tudela.

FUENTE: http://dbe.rah.es/biografias/5466/sor-juana-ines-de-la-cruz

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