Está en la página 1de 3

SE ALQUILAN VAINAS.

Capítulo I

En gran medida somos plenamente, cotidianamente conscientes de


que no somos otra cosa que tiempo. Y ésa es una de las
incertidumbres del vivir a las que nos hemos acostumbrado, la de
cómo conciliar las distintas dimensiones de nuestra temporalidad.
Por si no bastara con eso, cada salto tecnológico (cada nuevo
monolito) nos obliga a redefinir nuestras referencias temporales,
que a su vez alteran y modifican las espaciales, las sociales, las de
todo aquello que vamos percibiendo en nuestro actuar y pensar.

Internet nos ha vuelto ubicuos, perennes, nos ha dejado en fin, a las


puertas de poder ser otro poco menos humanos, más
superhombres, de vulnerar límites físicos que todavía no habíamos
cuestionado. Eso que veíamos con gozosa incredulidad hace veinte
años cuando estrenaron Matrix, esa superación reflejada en la
flexibilidad del cuerpo, en la inmensidad de los saltos o en la
velocidad de los movimientos de Neo, Trinity o Morpheus, nos
mostraba cómo gracias a la Red éramos capaces de adquirir nuevos
superpoderes. El relato cinematográfico lo exponía en un plano
visual y épico, pero en la realidad (incluso en esta virtualidad real
por la que ahora nos movemos) nuestra capacidad física se está
viendo desafiada y alterada sin tener que llegar a esas
demostraciones grandilocuentes, sin ir más lejos en una de nuestras
necesidades más básicas, la de cerrar los ojos y dormir.

El ser humano siempre ha necesitado dormir. Nada de lo que nos


distingue social o individualmente está por encima de esa necesidad
universal. Llevamos miles de años durmiendo y aunque no se saben
bien las causas por las que lo hacemos, los científicos coinciden en
que es un mecanismo evolutivo que no ha podido ser desechado,
incluso siendo los menos dormilones de los primates. Dormimos
menos horas que nuestros parientes más peludos, sí, pero
dormimos más profundamente. Ni siquiera nosotros hemos podido
escapar a esa obligatoriedad. Y si no lo hacemos sufrimos todo tipo
de trastornos hasta llegar a morir antes por no dormir que por no
comer. Ha habido experimentos en ese sentido, aunque los que
mejor lo saben, los torturadores de todo tiempo y lugar, no hayan
dejado registro de sus récords.

Sin embargo, ya lo cantaba Frank Sinatra: welcome to the city that


never sleeps, y se lo podría haber cantado a cualquier otra ciudad.
No es sólo Nueva York la que no duerme sino todo ecosistema
urbano contemporáneo. Hasta no hace demasiadas décadas la
ciudad se expandió poblándose de mano de obra industrial, los
obreros del éxodo rural contribuyeron a hacer de los núcleos
urbanos las metrópolis que se desarrollaron durante el siglo XX.
Pero los obreros, como los artesanos o los productores de todo tipo
de bienes necesarios para satisfacer la demanda de esa enorme
concentración de nuevos urbanitas, no dejaban de cumplir con sus
horas de sueño. Dormir también era parte de una vida en cadena.

La revolución digital y los fenómenos asociados a ella,


principalmente el de la deslocalización de la producción, han
llevado a que las ciudades hayan dejado de ser espacios de
fabricación para irse convirtiendo en un entorno de prestación de
servicios y, por tanto, independiente de los ciclos de sueño. Vivimos
en ciudades cada vez más insomnes ya que nuestro trabajo no
depende tanto del horario industrial como del horario social. La
esencia de la mayor parte de oficios que se desarrollan en la ciudad
es la de gestionar algo que no fabricamos, ya no somos cadena de
montaje sino de distribución. Nuestra labor urbana cotidiana se
centra cada vez más en hacer llamadas y enviar emails y wassaps,
trasladando información de una punta a otra. Ya no somos fabriles
sino febriles. Somos todos un poco motoristas de glovo, sólo que lo
que acarreamos como hormigas son bits y más bits.

Aun así nuestro trabajo nos agota y las horas de sueño nos siguen
siendo necesarias, si no fuera porque la ciudad que no duerme es
ahora un planeta entero. Un planeta urbanizado de servicios, de
movimiento en el que, como en el imperio de Felipe II nunca se
pone el Sol. Este animal que necesita dormir se ha fabricado para sí
un mundo siempre alerta. Al contrario que en el tango, ya ni el
músculo duerme ni la emoción descansa. ¿Cómo poder vivir en un
mundo en el que siempre hay alguien despierto? Aparentemente, es
algo que intentamos resolver entregándole nuestra consciencia (y
quizás nuestra conciencia) a quien no necesita dormir ni dejar de
hacer nunca su trabajo. Estamos trasladando, así, no sólo nuestro
conocimiento sino también nuestra percepción, nuestra reflexión y
nuestra reacción a la Máquina. Estamos trabajando intensamente,
de hecho, en lograr descargar en máquinas y redes todo lo que
almacenamos en nuestro cerebro, más allá incluso de los simples
datos, hasta la propia identidad.

Dentro de poco se publicarán anuncios: “Se alquilan vainas” “Deje


que su cabeza trabaje por usted, deposite su cuerpo en una vaina
cómodamente equipada para su tranquilidad y confort y conecte su
cabeza sin esfuerzo.” Vainas Matrix, su cabeza camina
mientras su cuerpo reposa.

En el mundo globalizado siempre hay alguien que está despierto


para hacer lo que tú no puedes hacer mientras duermes. Y la
ansiedad de que te reemplacen en tu trabajo, tu negocio, tu
inversión, tu oportunidad o tu presencia es la ansiedad del mundo y
la llave de esa Matrix que nos mostraron a toda pantalla hace ahora
veinte años. Nuestro próximo umbral, el de vivir al ritmo de un
planeta que no duerme, está a punto de ser traspasado. Se abren
tantas interrogantes a partir de ahí que es mejor dejarlas para más
adelante, aunque no puedo resistirme a plantear la más evidente, la
más romántica también. ¿Quién soñará nuestros sueños en un
mundo insomne?

También podría gustarte